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Cars - El Solitario (RTF)
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CAPITULO SEGUNDO
LOS TESTIGOS DE CARGO
El tiempo era radiante: abril había sembrado su. brotes sobre los
pobres árboles de la capital; los gorriones comenzaban a piar en los
patios y en las cornisas de las ventanas. Victor Deliot enarbolaba su
canotier de amarillenta paja… Según el inmutable rito, el anciano,
después de recorrer la escalera principal del Palacio de Justicia y el
Salón de los Pasos Perdidos, se dirigió hacia el vestuario de
abogados. Trocó su usado canotier por su aún más usado birrete;
luego la toga recubrió el viejo traje. La ajada cartera de cuero, donde
se encontraba la eterna Gaceta de los Tribunales, completó la silueta.
Victor Deliot se había reintegrado a sus antiguas costumbres. A la
entrada de la galería Marchande, tropezó con el Presidente del
Colegio de Abogados, que exclamó:
—¡Deliot! ¿Es un fantasma? Pero, viejo, ¿qué es de tu vida? ¡Más
de cinco meses que no se te ve por el Palacio! Claro, es explicable…
después de tu triunfo en el caso Vauthier…
—No exageremos —respondió el abogado.
—¿Exagerar? ¡Pero si todo el Palacio, y la prensa en pleno no ha
hecho más que hablar de ti! De la noche a la mañana te has hecho
célebre, y después… ni noticias de Victor Deliot. El superhombre
desapareció… ¿Qué te ha pasado?
—¿A mí? Nada. He esperado pacientemente y a pie firme que
fueran a casa a proponerme asuntos importantes.
—¿Y?
—¡Ni uno! En parte, lo preveía. ¡Qué quieres! Pertenezco a la
vieja escuela, tan atropellada por los jóvenes advenedizos… Y como
no peco por moderno, precisamente…
—¡Vamos! ¡Tienes que reaccionar! Escucha: precisamente tengo
que proponerte un nuevo y sensacional asunto: se trata de un
mutilado que ha matado a su mujer…
—Decididamente, quieres convertirme en el abogado de la Corte
de los Milagros… ¡Gracias! Qué quieres, prefiero volver a mi vieja
amiga, la correccional.
—¿Estás loco?
—Tal vez… a menos que no sea prudente.
—Bueno…, después de todo, eres libre para elegir a tu gusto y
paladar. Eso no te impedirá venir a verme de vez en cuando. Siempre
te guardo aquellos buenos cigarros…
—¡Ah! Si me convences por el lado del sentimiento…
Victor Deliot esbozó una sonrisa mientras el Presidente se alejaba.
Y comenzó una vez más su tranquilo paseo a través del Palacio,
arrastrándose de archivo en archivo, de cámara en cámara,
consultando los letreros que anunciaban los asuntos detenidos. Tres
horas después, mezclado entre el gentío, abandonó el vestuario de
abogados luego de quitarse la toga y cambiar el birrete por el
canotier. El aire era suave, incitaba al ensueño. Victor Deliot
emprendió el camino de su casa, sin itinerario fijo, costeando el
muelle de Grands-Augustins, a lo largo de los estantes de los
vendedores de libros viejos. Se detenía delante de cada escaparate al
aire libre, hojeaba un libro amarillento, ajustaba de vez en cuando las
gafas para contemplar alguna estampa antigua. Pero, en realidad, no
veía nada. Estaba perdido en sus sueños, que lo transportaban lejos,
muy lejos, hasta la Institución Saint Joseph de Sanac, a la que
añoraba desde que la había conocido. Allá, por lo menos, se
encontraba la verdadera paz y se olvidaban rápidamente todos los
cálculos y pasiones de los hombres.
Cuando llegó al rellano de su piso de la calle de Saints-Péres, se
sorprendió al encontrar que allí lo esperaba alguien: Ivon Rodelec.
Un Ivon Rodelec de sotana negra y alzacuello azul, que hacia girar el
tricornio entre las toscas manos como si estuviese intimidado; un
hombre de mirada siempre luminosa tras los gruesos anteojos; un
anciano cuya alto cuerpo parecía haberse encorvado todavía un poco
más.
—¡Qué agradable sorpresa! ―exclamó el abogado, al tiempo que
hacia entrar en su modesto departamento al visitante―. ¿Quién iba a
imaginar que lo vería esta tarde? De regreso del Palacio, pensaba
precisamente en usted, en sus colaboradores de Sanac, y también en
sus alumnos.
—Ante todo, debo pedirle disculpas, mi querido doctor ―dijo con
dulzura el hermano de Saint Gabriel—, por no haber venido antes a
agradecerle todo lo que hizo por mi querido Jacques; pero no me
animé a hacerlo hasta que todo terminara.
—¡Así es! El verdadero culpable ha sido castigado, y el inocente
liberado… ¿Cómo está mi ex cliente?
—Usted debe de estar muy enojado con él, igual que con su mujer,
por no haber recibido su visita de agradecimiento.
—Eso es lo corriente, señor Rodelec… Usted sabe desde hace
mucho tiempo que la verdadera recompensa no es, precisamente, el
reconocimiento humano. Pero no hablemos de esto, por favor, y
volvamos a mi pregunta: ¿cómo está Jacques?
—Bien. Mejor dicho, muy bien… Puedo decirle que ya una nueva
felicidad comienza para él.
—¡Tanto mejor!
—Sí. El objeto principal de mi viaje a París ha sido reconciliarlo
con su mujer, a la que ha perdonado todo.
—Siempre he estado de acuerdo con usted en que, a pesar de
ciertas apariencias, esos dos seres habían sido creados el uno para el
otro. ¿No es la ternura el elemento perdurable de un gran amor?
—Siempre lo he creído. Y me siento muy feliz al anunciarle que
he convencido a Jacques y Solange para que regresen a Sanac por
algunos meses, lo que les permitiría volver a encontrarse
mutuamente en la atmósfera que les fue tan propicia. Tomaremos los
tres el expreso de Limôges, mañana por la mañana.
—Estoy encantado de enterarme de esas buenas nuevas. ¿Y usted,
señor Rodelec? Hablemos un poco de usted… ¿cómo se encuentra?
—Envejezco, como todo el mundo… Pese a los anteojos no veo
ya muy bien; mi vista disminuye… Y además, estoy cada vez más
sordo. Sería curioso que después de haber logrado, más o menos
bien, que mis desdichados niños encontrasen el medio de ver sin
ojos y oír sin oído, yo, a mi vez, me convirtiera en ciego y sordo…
Si sucediera esto, se lo agradecería al buen Dios, que lo habría
permitido para que, de una vez por todas, pudiera comprender el
verdadero estado en que se encuentran mis queridos alumnos.
—No cambiará jamás, señor Rodelec.
—¡Y usted tampoco, mi querido doctor!
—¿No es privilegio de los viejos el parecerse un poco?
—A pesar del enorme placer que experimento al conversar con
usted, me veo en la obligación de dejarlo ―dijo Ivon Rodelec,
levantándose―. Todavía tengo que hacer otra visita…
—Apuesto a que se trata de un nuevo incapacitado, a quien tiene
intención de conducir a Sanac…
—¡Decididamente, mi querido doctor, su psicología no falla!… Sí,
se trata de un pobre niño, afectado también del triple mal congénito.
Ignoro todavía si podré llevar a este niño a Sanac, pese al inmenso
deseo que siento de no abandonar este mundo sin haber educado al
vigésimo alumno…