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Visiones

Esteban Niedojadlo Unamuno


© 2012 - Derechos Exclusivos de la Edición en Castellano
reservados para todo el mundo por Esteban Niedojadlo
Unamuno

Niedojadlo, Esteban
Visiones. - 1a ed. - Buenos Aires : Grupo de Escritores
Argentinos, 2013.
140 p. ; 20x14 cm.

ISBN 978-987-28801-8-7

1. Poesía Argentina. I. Título


CDD A861

Fecha de catalogación: 22/01/2013

Este libro se terminó de imprimir en los talleres gráficos de


Editorial Grupo de Escritores Argentinos - Suipacha 370 - 1o B
- Ciudad de Buenos Aires el 31 de enero de 2013.-

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Argentina.-

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cualquier medio electrónico, mecánico, fotocopia, registro u
otros medios sin el permiso previo por escrito de los titulares
del copyright. Todos los derechos de esta edición reservados
por Esteban Niedojadlo Unamuno, Buenos Aires, Argentina.
No es necesario ser opiófago, las imágenes se agolpan
en la mente, confusas, desordenadas, en un torbellino que
priva del aliento, sin que se las busque por ningún medio
(aunque eso no significa que no podamos terminar en la
locura, como, dicen, sucedió a Coleridge). Se presentan en
cualquier momento, carecen de respeto y dan por tierra con
el deber; el tiempo y el espacio son dimensiones que no
les incumben, asaltan en el sueño y en la vigilia; mientras
preparo café, en una charla amena, durante mis clases,
cuando más necesito concentrarme, o en las horas de reposo
al final de un día agotador.
No existe método en ellas, y sus formas son tan
extravagantes como pueda concebirlas; paisajes fantásticos,
personajes poco comunes o absolutamente comunes, batallas
tratando de superar a aquella de Illión o pasajes de las sagas
nórdicas, dioses y vagas mitologías informes, el recuerdo
de algún amor que nunca fue o que jamás experimenté,
la memoria de grandes poetas a los que no me atrevería
a emular, incluso sucesiones líricas que no logro recordar
transcurridos pocos minutos.
Es mi intención rescatar esas visiones que por
momentos creo más reales que la vida misma, y conservarlas
de alguna forma, por más ruda y ramplona que sea; intentaré
hacerlo reconstruyéndola principalmente en poesía.
Desconozco si trabajaré con imágenes o por medio
de abstracciones (aunque el nombre escogido parece
ser ya una decisión), pero intuyo que la labor consciente
depurará y limitará la magnificencia con que se manifiestan
interiormente; sólo me resta el mejor esfuerzo para captar al
menos una pizca de su esencia.

7
Ciertamente, no es lo más recomendable escribir
el prólogo antes que la primer hoja del libro prologado –el
cual tal vez nunca satisfaga la intención del autor –pero el
mismo prólogo es acaso la primer visión concretada, y un
augur para las futuras.

Esteban Niedojadlo Unamuno, Septiembre de 2010.

8
A modo de prólogo

Un momento cualquiera, cotidiano, cobra de pronto
proporciones metafísicas, que trascienden sin más su propia
realidad; un instante que se consume y ni siquiera puede
ser recordado se transforma en una imagen eterna; un
sueño recurrente tiene mas peso que cualquier experiencia
de vigilia; un sentimiento que estremece el alma y sacude el
cuerpo deviene en una forma de organizar el mundo. He
aquí la sustancia de las visiones.
El romántico Coleridge gustaba referirse al agua
que fluye y corre –la imagino cristalina, pura, bajando en un
murmullo, o burbujeante, revuelta, en avalancha –o al vuelo
libre de los pájaros, sin límite en el firmamento, para ilustrar
la forma de la inspiración, y las visiones tienen mucho de
ello; podrían ser una pequeña muestra capturada del fluir,
aunque en ello parezca que se pierde el embrujo y la
frescura de la espontaneidad.
Por otra parte, son también una transformación
aplicada a la realidad, una rarificación de lo cotidiano,
nacen repentinamente, sin control, orden o sentido, y es
necesario encausarlas, ordenarlas para poder compartirlas
y guardarlas como a un tesoro.
Sin la intención de analizarlas, es posible agregar
que las visiones están hermanadas en la actitud de
asombro ante la manifestación pura de la naturaleza, ligada
a la reticencia a/de aceptar la estructura de la vida y las
relaciones con el entorno tal cuales son, hermanadas en
la búsqueda de intensidad y sentido en cada cosa, en cada
acción, en cada momento.
9
ÍNDICE

CANTO A LA MUSA 15
HERMANO, ESTÁS CONDENADO 16
EN LA CALLE 17
UNA ROSA 18
IN MEMORIAM 19
A UN ROMÁNTICO 21
PRIMER CIELO 23
CONVERSACIÓN 24
ECO EN LA DISTANCIA 27
IN DESPAIR 28
LLUVIA 30
DOS DÍAS 31
LA SUSTANCIA DEL SUEÑO 33
OCASO 35
SÍMBOLOS 36
OCÉANO 37
CAMINATA 38
MALDICIÓN A MEDEA (Y A JASÓN) 39
RAGNARÖK 41
UN ESCRITOR 47
MIENTRAS OBSERVABA UN CUADRO 50
EN EL CASINO 58
UNA MANZANA 64
CRIATURAS 67
SUEÑO 71
INSOMNIO 75
ACTOS VOLITIVOS 78
INTROSPECCIÓN 82
PROFUSIÓN ESPONTÁNEA 85
EL TIEMPO CIRCULAR 87
LA BIBLIOTECA 89
ELVUELO DEL MARTÍN PESCADOR 95
ELLA 96
A VISION CAME OVER ME 97
TRES DÍAS 99
ATAVISMO 100
CONFINES 101
FINAL DE LA SEMANA 102
LO INESPERADO 104
A POEM FOR THE ISLAND 106
1120 A.D. 108
ANGUSTIA 110
VISIONES INDUCIDAS 111
UNA ORILLA 114
LA VÍSPERA 115
EL LEGADO 116
LAS FORMAS 119
BUENOS AIRES 121
J. K. EN LOMAS 122
BELDAMAR 123
LO INASIBLE 124
EMANACIONES 126
Canto a la musa

Desde los abismos insondables donde has sido confinada,


desde la decadente tierra resquebrajada bajo tus pies,
Donde el vicio te embriaga cual dulce ambrosía,
¡Canta, oh Musa! Para los hombres que ya no te recuerdan.
Canta sus miserias, sus despreciables vidas
hermanadas en desgracias, en dolores y sufrimientos.
Canta para que no te olviden, para que recuerden
a los poetas ciegos que tú inspiraste desde el inicio,
como los dioses, ya muertos y perdidos
en distancias que no pueden acortarse, en sueños
de una noche interminable que alguna vez fue compartida,
pero ahora asaltada sólo por el tumulto de la pesadilla.
Canta la historia única de los hombres de los últimos tiempos,
sobre quien nació maldito, cargando todos nuestros males,
sobre quien no fue nombrado por su madre, y por ello mismo
lo llamaron Él, Tú y Yo; canta la imagen espejada
de una humanidad parasitada, ésta sátira filantrópica.
¡Canta, oh Musa! Canta ahora, que nadie te escucha.

15
Hermano, estás condenado

¡Salud! Ser efímero y siempre dividido


¡Salud! Hermano que vives de ausencias
¡Salud! Hermano de memoria fragmentada.
Alma desgarrada, no busques plenitud;
no intentes conservar el momento estático,
llora y vive penando, ese es tu sino.
La nostalgia es condición de la vida,
no la evites, no le huyas, no lo intentes.
¡Salud, cada vez que anheles la muerte!
¡Salud hermano! Como yo, estás condenado.

16
En la calle

El gusto amargo de una obsesión griega,


una mente goza al creerse insana;
ve pasar a los hombres de este mundo
y se cree de otro mundo,
y exalta su naturaleza terrenal,
pues no puede hacer otra cosa.
No cree, contrapone para ser y sentir,
oye el susurro de aquella voz
que se alza entre el tumulto
sórdido, en una sórdida ciudad;
y da un golpe, delira con las bajezas
a través de las cuales pretende
alcanzar la humanidad.

17
Una rosa

Una rosa que el aprendiz de Paracelso


no vio resurgir de las cenizas.
Una rosa que Coleridge acarició
tendido en un jardín, y que revelaba
la veracidad de su visión.
Una rosa que crece escondida
en otro jardín vedado a los hombres.
Una rosa escarlata que descansa
sobre un cuerpo inerte, símbolo de justicia.
Una rosa arquetípica que es,
a la vez, todas las rosas.
Una rosa, que eres tú, mi rosa,
y acaso hoy creo perdida para siempre.

18
In memoriam

Hoy te he vuelto a sentir,


demonio a sempiternas profundidades confinado.
He seguido el trazo de tu hedor
a lo largo de pasillos y tristes epitafios.
He escuchado tu risa, la burla sacrílega;
he visto tu sombra en los ojos de la gente;
en sus palabras te encontré, tu nombre repetido
en lenguas conocidas y otras que sonaban nuevas.
Tú estabas ahí, siempre delante,
y la ciudad dormía bajo nuestros pies.
Dormía su sueño eterno, su último sueño,
custodiada por los ángeles recortados contra el cielo.
La ciudad dormía en suntuosa morada,
y tú recorrías sus calles observándonos,
deseando nuestra carne, esperando por el día,
aquel día cuando el mundo se disuelva
y puedas reclamar lo que te corresponde.
Y mientras tanto, seguí caminando
conmovido entre el bullicio, buscando silencio.
Buscando comprender lo que nos está vedado,
buscando en la calma inerte de los muertos,
sin asomo de miedo, pero al saberte cerca,

19
nunca lejos de las miradas de los ángeles.

20
A un romántico

El agua de la espada corre


libre, por una ciudad que agoniza,
manchando sus calles, impregnando
el aire de hedor mortal,
y me asfixia.
La hoja, el duro metal cae,
chilla y cercena indolente
a sus propios hijos, que son
a la vez, sus padres.
Y me enferma
Por un ideal trocado en paranoia
cruzaste los mares, retornando
a la tierra que te vio nacer,
dejando atrás tu amor, tu razón
de ser.
En la simpleza de la naturaleza,
en su manifestación más pura,
buscaste asilo, y en la simpleza
de sus gentes, en su manifestación
verdadera, la esperanza perdida.
Abriste un camino al sentimiento,
salvaste el ideal desvirtuado

21
para que hoy pueda celebrarte
en una página mediocre, pero,
con tu ánimo renovado.

22
Primer cielo

Es éste el primer cielo, el único, el arquetípico.


En el fin de ciclo se renueva
ante los ojos que lo contemplan
y vuelven a ser los mismos ojos
que se elevaron en el albor de la vida.
Los mismos ojos brillando soñadores
de quien con alas de cera volaría.
Son los mismos ojos valientes y determinados
que vieron a las flechas crear la noche.
Son los mismos ojos, es el mismo cielo.
Pero por sobre todo, son mis ojos, nuevos,
que en este cielo se pierden,
por primera vez, en los tuyos.

23
Conversación

En un lugar remoto mora un hombre olvidado;


la torre que lo guarece es oscura y está en ruinas,
pero a su alrededor el pasto es siempre verde y tierno,
y el sol brilla cálido y el aire es diáfano,
y los árboles crecen robustos y altos sin límites,
y la brisa acaricia sus ramas.
El hombre que allí vive es viejo y ya no recuerda
desde cuándo es que está muerto,
ni quiénes son los que lo olvidaron.
[De la torre quedan sólo ruinas,
del hombre, ni un vago recuerdo]

Cada tarde sentado espera la caída del velo


que oculta la luz y sume en tinieblas el valle,
que repujado en plata y oro, adorna el cielo.
Y entonces recibe a ese otro hombre, su rival,
para intercambiar palabras vanas, que ya conocen,
que saben de memoria, pues ese es su ritual.
De palabras es el duelo, en palabras sus vidas forjadas;
de palabras saben y con palabras cantan,
al destino uno a lo banal el otro,
a glorias nefastas, a batallas perdidas y mujeres amadas.

24
[De la torre sólo quedan ruinas,
de los hombres, ni vagos recuerdos]

Y así conversan, de lo que hablaron en vida,


el objeto de disputa, el fin de la poesía.
Uno sostiene que debe ser combativa, que es
herramienta de denuncia en una época,
aunque ya no sabe lo que eso significa.
El otro, contrariado, la eleva sobre lo mundano,
pues debe ser canto a la esencia, cifra de lo universal.
Pero olvidó su esencia, que es la de los hombres,
y su defensa pues, es en vano.
[Y de la torre sólo quedan ruinas,
Y de los dos hombres, ni vagos recuerdos]

Una noche a la discusión se arrimó un tercero;


era éste para ambos, un muerto nuevo.
Con graciosa facilidad, a eterna lucha puso fin,
no le fue difícil discernir, que no existía problema.
Puesto que para él lo universal y lo mundano eran
anverso y reverso de una misma cosa.
Quien canta al sentimiento compartido hermanado está
con el otro, que con palabras lucha por mantener un ideal.
Ambos artífices son de un legado de sabiduría,
constructores de esa torre oscura,
que contiene a todas las edades.
[Pero de la torre quedan sólo ruinas.

25
Y de los tres hombres ni un vago recuerdo.
La cadencia de sus palabras está perdida, y con ella,
su conocimiento].

26
Eco en la distancia

El sonido rompe con la calma


que llena otra estática noche,
cuando las estrellas no pueden verse,
pero se presienten afuera.
Y eres la calma, el sosiego
de un alma tribulada.
La nota que recorre las estepas
llena el aire con la fragancia
del fruto que muere y espera renacer.
Y es tu voz la que oigo,
tu voz dando sentido
a lo que me está vedado.
Es tu voz, la que transmite esa nota,
trasponiendo los límites de una lengua.
Es tu voz, y en ella renazco.

27
In despair

You sought on a path well known,


trod by light feet in early days
when heart was at ease
and a friendly sun shimmered warm.
Eager to meet and conquer fate,
to rise above and touch the sky,
leave a world behind and head away.
Yet you despair and may yield
for the road twists and winds and bends.
Limb and mind grow weary and tired
and you find you are walking lost,
shadows grow around ere you find your place.
Thus you see it is not as planned
a world desired escapes from your hands,
and dreams are too far, flying astray.
But then you hear it once again,
coming out from the deep well of despair.
A harsh voice made of stone, hard,
as anvil stroke, strong as a wild fire,
talking in languages now forgotten,
reminding highest ambitions set aside.

28
And so the soul shivers, full with memories;
the maiden of trees and spring is wide awake
whispering now and there with never-ending freshness,
tales of warriors, of toils and troubles,
of worlds unstained in times forever gone.
Those stories take shape in brain and heart,
like root and bark and bough unravel fast
to breath in a new sky where sun shimmers
with strength renewed, as now you understand
that the road of fate will always wind,
and yet still your feet will walk their way.

29
Lluvia

Te esperaba para que bañaras un amuleto,


para que el ícono de alguien que raya lo divino
se embebiese en ti y vibrara con tu música,
con los sonidos primigenios de la música del mundo.
Pero al llegar la lluvia me abruma y me embriaga,
olvido entonces la moneda y soy yo quien se moja.
El agua cae y chorrea por mi pelo y mi cara, me libera;
separa mi mente de mi cuerpo, me salva de pensar.
La lluvia es etérea, bendita, y a veces presagia cosas oscuras.
Hoy me conecta a mis antepasados, a mis raíces,
que se pierden en el tiempo y se unen con todos los
hombres.
Me conecta con todos mis héroes que bajo el mismo cielo
sintieron la misma lluvia, esa otra forma de eternidad.
(Y es el mismo cielo, es la misma lluvia)
Lluvia etérea, bendita, hoy presagia cosas oscuras.

30
Dos días

“Y por dos días todos se reunieron bajo el cielo de las


Sagas”.

Primero el frío,
frío cortante
frío de ansias.
Movimiento frenético, constante, el ridículo.
Entonces, desengaño,
apatía ineludible
parquedad, ensimismamiento.
Todo preludio del éxtasis prolongado;
la fascinación,
el pensamiento
y la reflexión.
el eco de maestros y el sabor de lo conocido.
Nuevas expresiones,
reencuentros personales
con el otro.
Voz de dioses y de brujas, muchas melodías.
Tarde compartida,
un cielo

31
y fantasía.
Preguntas de ojos dorados y brillantes colas.
Satisfacciones,
cansancio y sueño,
mucho sueño.
Los recuerdos de otra vida, de otras vidas.
El regreso,
el día apurado
la vacuidad.
Las firmas y los relatos, las sagas.
La palabra
vertiginosa
el flujo constante,
el baile de luces que seduce y cautiva.
Una espera resignada
una última mirada
una última palabra
y todo en un segundo que fue eterno, que duró dos días.

32
La sustancia del sueño

No dejaré nunca descansar al barro elemental;


mis manos se ensañan con él y lo modelan,
lo arrancan de su seno, lo proyectan
en una ceremonia que no es mecánica, sí ritual.

Mis dedos lo conocen, lo desean;


se hunden en él, encuentran su esencia
y le dan forma, mientras mi alma sueña
los seres que no pueden ser, para que sean.

Ahora son rostros y me cautivan;


a todos los amo, sólo a uno con pasión,
y quisiera besarlo, que no fuera mi creación.
Puedo nada más mirarlo, y mis manos lo acarician.

Desde hoy no te necesito, noble barro eterno;


ni necesito los rostros que en ti mi imaginación
manifiesta, y aunque no viva de tal fusión
no me permito olvidarte, ni descansar te dejo.

No creas que te rechazo;


no me eres indispensable

33
pero por siempre te quiero.

34
Ocaso

Otro día que se acaba,


que se va y que no vuelve.
El ocaso se pierde.
El olvido es irrevocable.
Otro día que se agrega
a esa amalgama difusa
de hechos y ficciones,
que es la memoria.
Sólo queda un puñado
de colores, el rojo, un azul,
el naranja o el violeta,
sólo formas vagas
que nos confunden y engañan.
No sabemos, dudamos,
¿Era el mar o la montaña?
No importa, ahora sólo es
una imagen desgarradora,
sólo es la pena profunda
de sabernos finitos,
viviendo siempre nuestro ocaso.
Sólo es la nostalgia,
No queda más.

35
Símbolos

Por siglos he visto a los dioses


caminar y guerrear junto a los hombres.
He construido ciudades en sus nombres,
he gobernado imperios que los justificaban,
y ellos a cambio me dieron la razón de ser.
Pero hoy el símbolo aparece muerto,
o se ha transformado, no lo sé.
Y cuando llegue el momento
y vayan a juzgarme, podré decir
que ya no queda ninguna Atenea
ante quien comparecer.

36
Océano

Una deidad caída del panteón,


rebajada a nota enciclopédica,
a vanos nombres repetidos
para conformar a un profesor.
Pero no eres eso, eres el símbolo,
la cifra del tiempo y del espacio
para quien veinte años vagó,
hasta poder regresar al hogar.
Y tumba también para él mismo
cuando Dante lo envió a morir,
más allá de las columnas hercúleas.
Eres el camino de las ballenas
que los drakkars navegaron
en infinitas noches glaciales.
Eres el temor de una madre
que en Islandia ve perderse a su hijo
sabiendo que regresa a la sustancia
en la que fue engendrado.
Eres la extensión de mi persona,
y de todas las personas, vasta, infinita,
que nos engendra, y a la que al fin
retornamos.

37
Caminata

Cuando la memoria finalmente cede


al reparador alivio del olvido,
sigues recordando al menos
la intensidad de lo vivido.
El sentimiento se torna vago y caprichoso
pero no se borra, ni cuando el hecho
es desdibujado por el tiempo y la experiencia.

Esto piensa hoy alguien mientras camina


alejado de la gente, entre piedras y agua
que forma torrentes, ollas y cascadas.
Alguien que camina de cara al sol
y que no sonríe ante la belleza,
pues algo falta, la ve incompleta.

Y no puede evitar allí preguntarse


por qué las cosas son de ese modo;
por qué la naturaleza pone en evidencia
la carencia propia de su espíritu.
O más bien, por qué el paisaje lo colma
con el sentimiento de lo que alguna vez fue
pero de lo que no queda ya recuerdo.

38
Maldición a medea
(y a jasón)

En unas páginas, entre líneas inigualables


de un mito que es historia y se repite,
escupí la ponzoña que quema,
que arde en el interior por lo que hicieron
una vez dos seres y luego
tantos otros copiarían. Para ellos,
sólo tengo una maldición.

Tu resolución será la sierpe


que te devorará.
Las dudas que no conoces
te dominarán.

Que te quiebren, que te descompongan


como a mí me descomponen.
Que el futuro te depare, sólo,
la inmundicia elemental.

Que la carne se desprenda


de tus huesos
como a aquellos inocentes
en los que te vengaste.

39
Los hijos no deberían pagar
por la culpa de los padres.

40
Ragnarök

Era mediodía y regresaba del trabajo,


o estaba amaneciendo, no lo sé.
Lo cierto es que llegaba el crepúsculo
y aunque la ciudad ardía en bullicio
me invadía la calma, no podía escucharlo.
Un pavo real alzó vuelo desde el colegio
donde en el parque había reposado.
Su figura era magnífica y colmó el mundo,
su vuelo no me asombró, y en su plumaje
percibí el universo vedado a la vista.
Un niño entonces besó a su madre,
y presentí que esa sería la última vez.

Un sonido estridente resonó de pronto


creciendo desde profundidades insondables
hasta apoderarse de mi alma y estremecerla.
Era el estruendo de un cuerno de guerra
y presagiaba la llegada de los dioses.
Un jinete pasó a mi lado como un rayo,
los cascos hicieron saltar el pavimento
y el metal mortífero brilló en su mano.
Un casco astado escondía sus facciones,

41
y con su diestra hacía sonar el cuerno.
El jinete era el bravo Heimdal
el dios heraldo llamando a la guerra.

La tierra se estremeció y se sacudió,


tropecé y tuve miedo, perdí la calma.
En la calle las bocinas empezaron a sonar
acoplándose al redoble de tambores y trompetas,
la gente corría desbocada, sin saber qué hacer.
Una fatal horda de guerreros avanzaba
gritando con fiereza, golpeando sus escudos.
Todos vikingos, cubiertos de hierro y cuero,
blandiendo hachas y espadas y martillos,
marchando al combate, a la última batalla.
Marchando contra el terror de Jötumheim,
contra sus enemigos ancestrales, los gigantes.

A esos gigantes veía toscos y brutos,


alzándose entre la multitud hasta tocar los cielos,
se sumaron criaturas terribles de imaginar siquiera.
A tomar parte en el fin del mundo, en Ragnarök,
se sumaron lobos monstruosos, y la serpiente se retorció.
La serpiente de Midgard que envuelve el mundo
se sacudió violenta y el mundo tembló,
y su aliento destiló veneno y odio eterno.
Los gigantes cargaron con sus cuerpos helados,
creando el invierno en un día propio de verano.

42
Los lobos chasquearon sus fauces y los colmillos brillaron,
el festín de carne comenzó sin dilación.

Yo debía llegar a casa sorteando el peligro,


evitando esa batalla que era la última.
Los guerreros vikingos nos protegían y custodiaban,
aunque su aspecto fiero daba tanto miedo
que se hacía difícil considerarlos amigos.
A mi lado blandían sus hachas y espadas,
a mi lado caían con la vista ya perdida.
Fui a cruzar la calle y un escudo me protegió
del golpe de un gigante; el acero brilló luego,
seguido del grito, y un brazo cayó a mi lado.
Sin dar las gracias, sin voltearme a ver a mi salvador,
corrí como nunca antes había corrido.

Llegué a casa y busqué refugio,


mas no era éste un lugar sagrado,
allí en mi biblioteca comenzaba Ragnarök.
Y Gjallar volvía a sonar, por última vez;
el cuerno de Heimdal cantaba antes de perder la voz.
Supe entonces que un barco navegaba libre;
Loki viajaba en él con ominosos personajes,
y con él se acercaba el fin irrevocable.
Salí apresurado y gané la calle nuevamente,
aunque no era igual, el paisaje había cambiado.
Sobre mí volaba el águila de la tormenta, y abajo,

43
en el sendero de Hela desfilaban los muertos.

El sol agonizaba, descargando en el cielo


lenguas de fuego, tiñendo el aire de rojo carmesí.
El lobo gigante Sköll lo estaba devorando,
sus fauces se cerraban sobre el fuego y ardían,
todo el lobo era una gran antorcha, moría y daba muerte.
La tierra retumbaba bajo los pasos de otra bestia,
bajo las fuertes zarpas de otro lobo, Garm.
Ante mí las llanuras de Vigrid, y allí luchan
todos los dioses y los héroes contra multitudes de maldad,
y Garm carga contra el poderoso Tyr, y mata y muere.
De a pares enfrentados los dioses batallan,
y en Valhala los salones se apagan, y ya no hay fiestas.

En el bosque de Vidar se lo ve a Odin cabalgar


sobre su veloz Sleipner, el caballo de seis cascos,
cabalga y blande su lanza Gunger dando violentos golpes.
La imagen del dios es imponente e increíble de contemplar,
su casco es de oro puro y su capa vuela azul bajo sus cabellos.
El Dios tuerto, el Dios sabio, se enfrenta a Fenrir
y sabe que va a morir, pero no se amedrenta,
conoce su destino y cabalga sin miedo, orgulloso.
Las fauces del lobo van de la tierra al cielo,
el fuego brota de sus narices y sus ojos.
Y con fuerza sin igual derriba al jinete,
derriba al Padre Odín, que es devorado.

44
Pero Fenrir tampoco está destinado a vivir
y Vidar llega y debe vengar a su señor.
Con fuertes pies se para en la boca del monstruo,
y rompe en terrible lucha sus mandíbulas,
y su lanza llega por la garganta hasta el corazón.
No puedo seguir mirando aquello, la visión es espantosa,
pero donde sea que voltee, las escenas se repiten.
Thor ahora llama la atención, sus cabellos ondean al viento,
y lo conectan con el cielo, mientras sus barbas
lo unen a la tierra, y su capa es el mar.
Thor lucha con la serpiente que contiene el mundo,
y su martillo retumba en cada golpe y crea el rayo.

La contienda entre ambos es larga e incierta,


la serpiente se retuerce, esquiva el golpe de Mjölner,
se enrosca en torno al Dios y trata de inmovilizarlo.
Descarga sobre él diluvios de veneno, pero no es suficiente,
y Thor estalla y desencadena toda su ira.
Mjölner golpea sin parar y destella fuego,
el mundo se sacude con el estruendo,
y comprendo que cuando el ruido cese, yo estaré sordo.
La serpiente cae entonces en la llanura, muerta,
pero también cae Thor con un rugido a su lado.
Y más allá, Loki se bate contra Heimdal,
y ambos se hieren, ambos matan y mueren.

Todo esto yo veía en desfile ante mis ojos,

45
los dioses estaban muriendo, a un lado y al otro.
No había nada que pudiera hacer, Valhala estaba vacío,
y el mundo pronto a quebrarse de una vez por todas,
pronto a acabarse, a ser rodeado por la nada.
El fin había llegado, de mi ciudad no quedaban rastros,
pero aun en la llanura el fragor del combate no cesaba.
Y sobre aquel desastre una voz tranquila me habló,
de la regeneración del mundo y de un nuevo comienzo,
era la voz de Balder, prometiendo una nueva mañana.
Pero antes algo me pedía, yo debía tomar partido,
la voz me encomiaba a participar en Ragnarök.
Entonces, levanté mi espada y ajusté el escudo;
dejé de leer, cerré el libro, y corrí a la batalla.

46
Un escritor

Su dolor era terrible. Le habían cortado las manos.


Jamás se sabría la razón, pero tampoco le importaba. En
lo único que pensaba era en que desde ese momento ya
le sería imposible hacer lo que más disfrutaba, aquello
que le daba sentido a su vida y le recordaba cuán intensa
podía ser: escribir.
Escribir había sido su pasatiempo desde pequeño
y lo que mejor sabía hacer. Y escribir era su destino. Su
cabeza estaba apoyada sobre la fría superficie de piedra
de la mesa donde solía realizar su actividad, pero su
pensamiento vagaba por senderos oníricos, confusos
y retorcidos. La habitación estaba llena de víboras; sus
cuerpos repugnantes se deslizaban sobre las losas y se
enroscaban en sus pies, se mezclaban formando amasijos
informes que brillaban verde azulados, y siseaban con una
cadencia hipnotizante.
Cuando la certeza de que debía cazar aquellas
alimañas lo invadió, el piso estaba vacío y sólo se veían
las colas de algunos reptiles, desapareciendo bajo los
muebles. La tarea se perfilaba ardua y asquerosa, pero
antes de comenzar con ella, la sensación de algo viscoso
pegándose y mojando su brazo lo sacó del letargo en

47
que estaba sumido.
Moviéndose en sueños había derramado el tintero,
y ahora el espeso líquido negro chorreaba formando
riachuelos sobre la mesa, goteando hasta el piso.
En la libre carrera de la tinta vio formarse una
torre ominosa, una gran mole terrorífica como aquella
sobre la que una vez escribió, donde se enfrentó a sus
peores pesadillas antes de plasmarlas, donde encontró
la forma de burlar al destino. En su mente la torre dio
paso a la recompensa del héroe al final de su largo
camino, el premio que espera al arrojado que supera
todas las pruebas; pero ella no era un simple premio,
era la dama de la primavera y a sus pies el pasto era
verde y las flores imperecederas. Ella era la dama, más
poderosa que los hechizos de muer te de cualquier
cuento de hadas, la portadora de una belleza infinita,
infinita al igual que su tristeza.
Y más allá de la única mujer que alguna vez amó,
el escritor vio el mar, expandiéndose hasta el horizonte;
sintió la brisa salobre en su rostro, la suave arena bajo sus
pies descalzos, y supo que allí su viaje terminaba. El mar
era una proyección de su alma, y engullía a las serpientes
de sus sueños, engullía su torre y todas las torres de
todos los hombres; se tragaba y se fundía con la princesa,
con la primavera y sus flores, con el frío abrasador y el
calor agobiante.
Y frente al mar, creyó confundir la tinta que

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chorreaba con su propia sangre, pues ya no podía
escribir, y ese era su destino.
Sus manos habían sido cortadas, ya no podría
escribir, no podría escribir...
…En su casa, recostado sobre la mesa, entre
montañas de papeles y a oscuras, el escritor moría con
una sonrisa de satisfacción en el rostro.
Había burlado al destino.

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Mientras observaba
un cuadro

La calma artificial de este recinto en nada sirve


para acallar las voces que ya se han apoderado de mi
mente. Hoy más que nunca, más incluso que en las últimas
semanas, espero ansioso una muerte salvadora, y si no
me abraza en sueños esta misma noche, no dudaré en
prodigarla yo mismo mañana.Y entonces, un héroe cesará
sin que nadie sepa su historia –considero mi hazaña
heroica –y ésta no pasará de algunos títulos inconexos
en el periódico de la ciudad… el desmoronamiento de
un minarete en la Iglesia de los Capuchinos, el accidente
automovilístico en Irigoyen, la brutal muerte de la mujer,
asesinada a la entrada de la catedral… y ese otro que
me involucra y que me nombra, todos ya lógicamente
explicados por peritos especializados y competentes.
Espero reunir las fuerzas necesarias para explicar
lo sucedido mientras la luz glauca de mi habitación impide
que las sombras de la noche en ciernes, que siempre
me acechan, se apoderen de mí y nublen mi juicio
nuevamente. No puedo pensar qué podría pasarme si
este cuarto que huele a desinfectante, y del que tantos
otros se quejan, no estuviera para protegerme, pero sé
que tarde o temprano me darán caza, aún aquí, y no

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pretendo esperarlos.
Ahora no podría explicar el por qué, pero siempre
fui propenso a deambular por Córdoba sin rumbo fijo, y
mis tardes de tedio me condujeron a muchos museos y
galerías de arte. Esto me daba, entre mis conocidos, cierto
aire de intelectual que muy poco merecía; confieso que el
arte no me interesa en absoluto, y me aburre sobremanera.
Era, supongo, el silencio y el aire sacro que se respiraba en
la atmósfera lo que me impelía a concurrir a aquellos sitios,
esa diferencia abismal del ruido de las muchedumbres en
calles superpobladas. Y sin percatarme de ello, en un mes
había fatigado casi todas mis tardes en el Ferreyra, ese
palacete arenoso, crisol de la moda europea; mi recorrido,
variando sus tiempos, fue siempre el mismo. Me detenía en
tres obras únicamente, cuadros horrendos que por alguna
razón me llamaban y cautivaban.
El primero, un óleo, mostraba a una persona
enferma, recostada en una cama blanca, rodeada por
familiares, todos toscos y de facciones deformadas. A los
pies del enfermo, una rata rechoncha y sonriente; encima
de sus cabezas, dos murciélagos siempre mirándome;
el contraste del blanco de las sábanas y el negro del
horizonte tormentoso era nauseabundo.
En el segundo, en alguna técnica mixta,
predominaba una casa despintada y muy pobre, con un
lavarropas tirado en su jardín, un patio sucio y un hombre
bajo un árbol de cuyas ramas pendía un nylon, con un

51
pantaloncito demasiado corto, una remera rasgada, y
el revolver aun humeante en la mano derecha. Ambos
lienzos prefiguraban en cierto sentido el terror que me
causaría el tercero, pero eso sólo ahora puedo entenderlo.
Al final de mi recorrido entonces, un cuadro me
absorbía, y por alguna razón perturbaba mi alma; algo
en él estaba mal, no encajaba, y mis sentidos me urgían
a abandonar el palacio, pero mis pies parecían clavados
al parquet, allí frente a esa visión. El cuadró estaba
descolorido, descuidado, y desentonaba con los otros
en la sala. Representaba un pueblo inglés, al anochecer.
La gente deambulaba en la calle transitada, y una figura
destacaba entre la muchedumbre. Un joven de saco azul
y corte moderno –idéntico al uniforme del Montserrat
–desencajaba alrededor de los vestidos de hace dos siglos
como mínimo. El muchacho parecía mirarme y sonreír de
una forma que da escalofríos. Y no importaba desde que
ángulo lo mirase, sus ojos encontraban los míos, y siempre
sonreía con maldad.
La primera vez que lo vi, al salir del palacio el
calor recalcitrante del verano en el asfalto de Hipólito
Irigoyen colmó mis nervios ya crispados, aunque sin
aparente razón, y perdí el conocimiento. Me desmayé,
cerca del Buen Pastor.
Sin embargo, éste no fue motivo que evitara
volver al cuadro con el nuevo día, ni visitarlo nuevamente
al otro, y al otro, y al otro… no sé cómo esa extraña

52
coincidencia, una mera cuestión de ropajes, pudo
destrozar mis nervios al punto de sobresaltarme ante
el más leve sonido o movimiento no identificado, y
me preocupaba menos el sentimiento de debilidad
que aquello que lo causaba, aquel muchacho de traje
moderno que me miraba siempre en ese cuadro titulado
“anochecer en North End” de R.U. Pickman.
A la semana de instalada mi nueva rutina mis
sentidos comenzaron a traicionarme. La ciudad de
Córdoba no fue nunca un lugar acogedor por las noches;
todos los negocios cierran temprano, y el andar de la
gente desaparece de improviso, como conjurado por
la penumbra. En las veredas comienzan a verse caras
poco halagüeñas, ojos que brillan acechantes en cada
umbral, como esperando a saltar sobre sus presas, ojos
que parecen no pertenecer a seres humanos, como si
algo del espíritu de la ciudad despertara con la noche
y anduviera silenciosamente por las calles, imitando la
cadencia del andar de los mortales en un vano intento
de captar nuestra vitalidad, la que en algún momento les
fue privada a ellos.
Y ahora puedo asegurarme que entre esos ojos
estaban los del diabólico muchacho del cuadro, pues al
fin, una noche todos mis miedos irracionales e ilógicos
cobraron proporciones físicas cuando por Obispo Trejo
lo vi caminar hacia mi, con su saco moderno al estilo
Montserrat, y esa sonrisa terrible que mostraba unos

53
dientes blancos y afiladísimos.
Caminaba despacio, sus movimientos eran forzados
e inseguros, como los de un autómata o un animal recién
nacido. Pero me buscaba a mí.
Pegué media vuelta y torcí a paso rápido en una
esquina y luego en otra, y comprobé que me seguía.
Mecánicamente, casi sin notarlo, me refugié en un café y
esperé un rato, temblando por lo extraño de la situación.
Al salir, horas después, noté afortunadamente que aquél ser
había desaparecido.
Comencé entonces a tener miedo de salir de mi
casa, y de estar solo allí dentro también; sus paredes no
presentaban mejor resguardo que la gente y los locales
y el bullicio en general.Y, como sabía que sucedería, al
poco tiempo lo encontré devuelta. Esta vez caminaba sin
problemas, y parecía un demonio dispuesto a darme caza.
Corrí desbocado, con mi corazón a punto de estallar,
tropecé y caí. El extraño me levantó con un solo brazo,
terrible y frío como el hielo, y de un sacudón me arrojó
contra la reja de una casa. La situación límite al parecer
descargó un torrente de adrenalina, pues me incorporé,
y sacando un revólver que había adquirido en esos días,
disparé contra él una y otra vez. Luego, corrí como loco
por la ciudad esquivando autos y sin saber por donde
andaba, hasta que el amanecer me encontró exhausto
en mi cama.
Me encerré, dejé de concurrir al trabajo y de ver

54
a mis conocidos; no comenté con nadie lo sucedido, y no
paré de pensar en aquella criatura. En mi brazo, allí donde
me había agarrado, supuraba una herida profunda, como
si sus uñas hubieran desgarrado mi piel. El demonio sabía
que había encontrado su secreto, su extraña morada en
el cuadro; intuyo que por eso quería quitarme la vida.
Luego de dos noches en vela, no pude
contenerme y salí, deseoso de comprobar la efectividad
de mis disparos. No fue grande la sorpresa al notar que
unos ojos, ya conocidos, se posaban sobre mí al rato de
deambular por el centro, y comenzaban a seguirme. Sin
voltearme me dirigí como había pensado, a la catedral.
De haber dudado, de haber perdido sólo un segundo,
esa bestia me habría destrozado. Al flanquear la entrada
de la Iglesia no pudo seguirme. Menos afortunada fue
la muchacha que detrás de mí recibió la frustración del
demonio. Las noticias hoy hablan de una pandilla de
drogadictos que golpeó a una joven hasta matarla en
las puertas de la misma catedral. Yo sé la verdad, yo vi a
aquel ser ultra-terrenal arrancarle la piel con sus manos,
como si se tratase del envoltorio de un paquete.
Dormí allí, frente al altar, y durante esa noche
concebí la idea que podría destruir esa encarnación del
mal que me había enloquecido.
Al salir, corrí hacia el palacio Ferreyra. Amanecía el
domingo y la ciudad estaba en silencio; sin embargo, oía
pasos que me seguían de cerca.

55
No fue necesario darme vuelta, podía sentir sus
ojos clavados a mi nuca. Huí a los Capuchinos, pero
encontré la entrada cerrada y sin darme cuenta de
lo que hacía, comencé a trepar por sus paredes con
una destreza que no imaginé nunca poseer. Detrás
de mí, incluso ahí, el muchacho me perseguía. En un
momento, su mano aferró mi pie. Me volteé y lo pateé
frenéticamente hasta que ambos caímos y un minarete
se desplomó al recibir nuestro peso. Yo logré aferrarme a
una gárgola, él aterrizó en el suelo.
Despacio, bajé, rodeé el cuerpo iner te y me
precipité al Ferreyra. Sabía que mis disparos no lo habían
acabado, la caída tampoco lo haría.
Ya en Hipólito Irigoyen sentí un choque de autos
y capté con el rabillo del ojo cómo un traje azul muy
conocido salía despedido por el impacto, pero seguí sin
parar y traspasé la entrada, todavía sigo sin recordar como.
Subí los escalones saltando de tres en tres hasta
estar, una vez más (la última) frente al lienzo que tan bien
conocía. Le disparé, rasgué la tela con un cuchillo que
llevaba; lo destrocé hasta dejarlo hecho jirones.
Fui detenido.
Se que me juzgan loco y asesino. No los culpo,
es más fácil que reconocer el mal que camina entre
nosotros con forma humana, el mal que yo logré espantar,
al menos por un tiempo, al romper su morada; y aunque
haya salido victorioso en un caso, otros vendrán a

56
destruirme y antes de que pase pretendo quitarme la vida.
Al menos tú, ahora, conoces mi secreto.

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En el casino

El casino de la ciudad en la que yo vivía había


sido inaugurado hacía más de dos años, y estaba ubicado
estratégicamente en el corazón comercial, y a pocas
cuadras de los bancos.
Los primeros meses me sorprendía ver a la gente
cobrar sus sueldos, caminar rápidamente esquivando
transeúntes y dando bandazos con sus carteras –pues en
su mayoría eran mujeres quienes corrían -y precipitarse
como el rayo tras las puertas de vidriado oscuro de aquel
recinto del juego y las apuestas. También me sorprendía oír
hablar a mis conocidos sobre tal o cual persona, a la que
habían visto entrar repetidas veces en un lapso efímero, o
de los que sabían que habían perdido todos sus ahorros
en ese lugar y de todos modos reincidían en su conducta,
sacando dinero de vaya a saber donde.
Al año de haber sido inaugurado el casino ya no
me sorprendían ni las más disparatadas historias que me
contasen, la mayoría de las cuales eran deplorablemente
ciertas. Todos mis amigos habían ido, y muchos habían
quedado fascinados por el lujo, las luces de colores, y la
falsa promesa de ganar cuantiosas sumas de dinero de
forma amena y divertida.

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Yo había sido invitado varias veces a participar
de ese ya casi acto ritual, pero siempre encontraba una
buena excusa para rechazar tan agradable invitación sin
que me tildaran de tacaño y avaro (si bien no soy ni
lo uno ni lo otro, me cuesta desprenderme del dinero
sin una razón justificada, y los juegos de probabilidades
no son una razón justificada para perder el dinero en
absoluto). Pero luego de prestar aguerrida resistencia por
mucho tiempo, la curiosidad pudo más que mis principios,
y ante la invitación de un amigo accedí a entrar, aunque
no le prometí participar de juego alguno.
Tengo que admitir que por dentro era realmente
lujoso y llamativo. Una fina alfombra roja cubría todo el
piso del lugar, por donde se distribuían diferentes zonas
de juego y un amplio bar y restaurante amoblado con
reconfortantes sillas y enormes sillones mullidos de
vivos colores donde la gente descansaba… y esperaba a
encontrar lugar en los distintos juegos.
Pero lo más llamativo era cómo las luces
amarillas de las grandes lámparas se mezclaban con los
tonos chillones que se desprendían de las maquinas
electrónicas, y contrastaban de forma extraña con los
ocres damasquinos de las paredes, produciendo un
efecto indescriptible –pero completamente enajenante
–en todos los que nos encontrábamos allí.
Las melodías producidas por los juegos se fundían
en el aire componiendo una única pieza discorde

59
y espeluznante que contribuía a la creación de un
ambiente en el que me sentía desorientado y extraviado.
Mi amigo fue directamente a la zona de
las ruletas electrónicas mientras yo me paseaba
observando con curiosidad a los extraños especímenes
reunidos en la sala.
Todos los rostros que contemplaban las ruletas
tradicionales estaban serios y graves, expectantes al girar
de la bolilla como si de un ícono religioso se tratase.
Contemplé unos momentos como las personas
que dirigían el juego retiraban de la mesa las fichas de
los jugadores y las colocaban en las reservas de la casa, y
luego seguí mi recorrido por el lugar. Pasé al lado de las
mesas de póker, sin siquiera mirarlas, y me dirigí a la zona
de los tragamonedas electrónicos.
A mi derecha, una mujer de mediana edad
introducía un billete de cien pesos por una ranura, recibía
créditos a cambio, y comenzaba a presionar botones. En
la pantalla los cinco casilleros ubicados en fila giraban y
giraban, desfilando ante nuestros ojos imágenes que reían
y nos miraban.
La mujer continuaba presionando botones y los
créditos disminuían, hasta que otra vez la máquina requería
ser alimentada con más dinero para poder seguir jugando.
De repente, un sonido metálico captó mi atención.
Me acerqué a otra maquina, y vi como una marea de
fichas metálicas era expulsada por una rendija de otro

60
tragamonedas. Una sonrisa radiante se perfiló en el rostro
del afortunado ganador mientras colocaba todas las fichas
en un pote de plástico destinado a ese fin. Luego, una por
una, aquel hombre volvió a introducir todas las fichas, pero
esta vez no recibió absolutamente nada a cambio.
Mientras contemplaba absorto a ese hombre mi
mente captó una extraña melodía que se desprendía del
bullicio general y atravesaba la niebla de mi embotado cerebro.
Comencé a buscar la fuente de esa melodía, que al
parecer solo yo percibía. Me sonaba conocida, y sentía que
mientras más me acercaba a su fuente, mas cerca estaba
de reconocerla.
La música provenía de un tragamonedas en la
que una enorme señora gorda contemplaba las 5 figuras
girando. Lentamente, casi podría decirse que al ritmo de
aquella extraña pero muy conocida melodía, las figuras se
fueron deteniendo.
Un bufón nos sonreía mostrándonos los dientes
y echándonos una mirada diabólica, cargada de odio y
placer. Luego fueron dos, tres, cuatro… ¡la melodía era la
marcha fúnebre!... y cinco. Cinco bufones contemplaban el
espacio vacío donde antes se encontraba la señora gorda.
La marcha sonaba cada vez más fuerte, y noté que una
figura se agregaba a la ya extraña confección del sombrero
del bufón que se repetía cinco veces en la pantalla del
tragamonedas. El sombrero estaba compuesto en su
totalidad por rostros humanos, entre ellos el de la señora

61
que acababa de desaparecer. Entonces, ese juego infernal
no solo dejaba a la gente sin dinero, sino que también
robaba sus vidas; y quizás hasta sus almas…
Tenía que avisarle rápido a mi amigo, teníamos que
salir de allí cuanto antes. La marcha fúnebre había cesado, y
otra persona ocupaba ya la máquina vacante.
Busqué frenéticamente a mi amigo en el sector
de las ruletas electrónicas, pero ya no estaba ahí.
Desesperado recorrí todo el lugar con la vista, y de pronto
lo vi acercándose a una de las máquinas tragamonedas.
Traté de correr en esa dirección, para advertirle
de lo sucedido, pero mis pasos eran lentos; justo frente
a mí comenzó a sonar una sirena que indicaba que un
afortunado había obtenido el pozo acumulado. Toda
la gente se amontonó obstruyendo el pasillo que yo
necesitaba recorrer. Sobre el chirrido insoportable de la
sirena sentí las pesadas notas de la marcha fúnebre.
Tomé a toda velocidad otros pasillos, tratando
de llegar a la maquina en la que se encontraba mi amigo,
pero la encontré vacía. Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Cinco
bufones se reían de mí, y en sus gorros reconocí una
cara nueva, dolorosamente familiar. La desesperación me
invadió súbitamente, quise gritar, pero de mi garganta no
salio ningún sonido. Corrí aterrado hacia la salida de aquel
infierno, deseoso de escapar de las luces, el ruido y el
ambiente opresivo.
Estaba llegando a la puerta cuando una sensación

62
de tranquilidad se apoderó de mí como un bálsamo
curativo. Felizmente, había imaginado todo. Nada de eso
había sido real, sino producto de mi mente alterada por
aquellas luces y aquel ruido.
Completamente sosegado ya, y con una sonrisa en
mi rostro, saqué un billete de diez pesos de mi bolsillo y
me dirigí a un tragamonedas a probar suerte.
Las figuras comenzaron a girar. Uno, dos, tres,
cuatro, cinco. Cinco caras de bufones, y aquella marcha
fúnebre que interpretaban sólo para mí.

63
Una manzana

Con su mano delgada sostenía en alto una manzana.


Una manzana carmesí, lustrosa y regular, podría
haber sido un suculento alimento.
Nadie me diga (y ¡ay! ¡Cuánto me hubiera
gustado poder decirlo a mí!) que aquella no era otra
que el fruto prohibido, ese vástago del Árbol del
Conocimiento, o la manzana que la Discordia arrojara
sobre la mesa de los Dioses. En absoluto. Esa manzana
no era ninguna simbología profunda, no estaba allí por
algo más. Era una simple proyección de pensamientos
aislados e inconexos, una suerte de leit motiv que se
repetía en lo que él creía “su arte”. Era una estampilla
vacía, ni su creador podía explicarla.
Y sin embargo…para ella significaba tanto…
La manzana rodó por la mano del hombre y cortó el
aire antes de rebotar en el pasto y golpear la pierna desnuda
de la mujer, que, indolente, descansaba con la mirada perdida
en recuerdos que podrían haber sido pero no lo fueron.
¿Descansaba? Lo parecía, pero nada más lejos
de la verdad. Su interior era una furia, un torbellino
de remordimientos, pesares, pasiones contenidas y
sofocadas. La mujer estaba tirada en el suelo, sobre pasto

64
reseco y descolorido, bajo un cielo turbulento que en
cualquier momento arrojaría un sinfín de frías dagas
contra el pobre cuerpo.
El hombre que había soltado aquella manzana se
preparaba para irse, como si alguna vez hubiera estado
para ella. El movimiento resuelto se vio frustrado en
un lapso efímero, en el que, como respondiendo a una
invitación tácita a quedarse, murmuró con la voz dormida
que venía desde lejos “no, creo que no. Mejor no”.
Eso fue todo, unas palabras y el hombre
desapareció, y ella quiso llorar y se maldijo por no saber
cómo derramar las lágrimas.
Sabemos que entonces lo recreó en su memoria,
otra vez como tantas antes imaginó ese encuentro
furtivo que propicia la noche a los amantes; imaginó el
cariño, las sonrisas y el sabor de las palabras. Todo esto
volvió a imaginar, y se amonestó “¡Pero que idiota! Esos
son mis sueños, no los suyos”. Pues sí, los encuentros
se producían sólo en espacios oníricos, y no eran
compartidos. Él ni soñaba, ni dormía, ni la imaginaba.
Nunca lo hacía, como tampoco (lo primero no puede
comprobarse, esto último sí era evidente) la amaba, ni la
quería, nada.
“¡Pero que idiota! Yo sola me hice la historia”,
volvía a decirse, y ¡Cuánta razón en ese pensamiento!
Una historia fantaseada, una puerta a ficciones poco
sanas… ¡Cuánta novela había en todo eso!

65
Y de él sólo le quedaba una manzana, que con
esfuerzo recogió y sostuvo, temblando, frente a sus ojos.
Esa manzana, la cifra del hombre, en sus manos, a medida
que ella se resignaba, perdió el color y su piel se arrugó;
se tornó blancuzca y comenzó a derramar sus jugos
ponzoñosos, que al caer quemaban el pasto y dejaban
estéril la tierra.
Con regocijo y como si en ello le fuera la vida, hincó
los dientes en la carne pútrida de la fruta, y con fruición la
tragó, sin dejar siquiera las semillas (no debían, no podían,
quedar semillas) y mientras el veneno ardía en sus entrañas
pronunció, entre tartamudeos, una maldición.
El gesto no era catarsis, nada podía expurgar los
sentimientos que cohibían su alma, era simplemente eso,
una maldición en la que verter todas sus fuerzas.
“Nunca podrás amar, siquiera querer, no eres
merecedor de sublimes sentimientos. Pero sí te amarán,
muchos te amarán, y los destruirás a todos. Prodigarás
mezquindad y te sentirás siempre desdichado, y así serás
tu propio verdugo.”
En esas palabras depositó sus ánimos y toda su vida.
Al fin y al cabo, ella no era en nada mejor que él, y nadie
dice que éste no fuera otro de sus incontables caprichos.
En nada era ella mejor que él, y lo sabía. Tal vez
por eso no podía llorar.

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Criaturas

De la inmundicia primigenia, despacio, se alzó


su cabeza; en sus ojos no existía la determinación del
cazador, eran una masa blancuzca y sin brillo, pero yo me
sabía su presa.
Su cresta enorme emergió a continuación,
desprendiéndose de la suciedad del marjal, inundando mi
mente con formas concebidas en las peores pesadillas. La
figura creció en esa noche sin estrellas hasta abarcar por
completo mis pensamientos. Ese cuerpo coriáceo lleno
de pústulas apestosas, el execrable cráneo de reptil con
sus afiladísimos dientes en hileras infinitas, sus apéndices
prestos a desgarrar mi carne...
La criatura había engullido la noche y se
precipitaba hacia mí, las fauces chasqueando en el aire
viciado, esperando cerrarse sobre lo único que parecía
despedir calor en ese páramo.
No podría ni siquiera intentar recordar cuánto
tiempo corrí al límite de mis fuerzas, tratando de escapar
y creyéndome perdido; la sensación no me abandonará
jamás. Tampoco me abandonará el sabor del pantano,
la podredumbre colándose por la boca y la nariz
cada vez que tropezaba en aquel terreno inestable y

67
constantemente cambiante.
Mientras corría con la bestia a mis espaldas, me
encontré en un lugar conocido. El marjal gradualmente
había cedido terreno a suelo firme y familiar, y allí logré
burlar a mi perseguidor. Ningún accidente geográfico era
impedimento para aquel monstruo colosal, pero de todas
formas en un acto acaso instintivo, busqué la protección
de los árboles.
Gocé entonces de unos minutos de alivio y
pude recuperarme tras mi escape. La sombra de aquella
aberración aún pesaba en mi memoria, pero la ayuda de la
ciudad estaba cerca y ésa era una perspectiva agradable.
Entre los árboles llegué a un galpón de paredes macizas
y techo de chapas verdes que asocié a los últimos años
de mi vida. Entré, creyéndolo el refugio perfecto; pero
descubrí que no era más que la extensión de la pesadilla
que rondaba afuera.
El aire allí estaba cargado de una humedad casi
palpable, y sofocaba; una luz mortecina que no provenía
de ninguna fuente iluminaba el salón vacío a excepción
de una figura que se encontraba en el centro.
Vieja, de piel pálida, reseca y pegada a unos
huesos sin carne, ataviada con un vestido negro y sentada
con los brazos cruzados sobre su regazo, me esperaba
la segunda criatura. No quedaban esperanzas para mí. El
cúmulo y personificación del mal había entrado a lo que
parecía ser mi casa, y me contemplaba con una sonrisa

68
irónica colgando de sus finos labios. Ese terror que
desde la infancia me atacaba en noches de vela había
entrado a mi casa.
La anciana se levantó y su vestido se acopló al
cuerpo huesudo; me miró unos momentos sin decir nada
y caminó hacia mí. Pero cuando la tuve al lado, ella siguió
su camino hasta la puerta, y antes de salir y cerrar tras
ella, volvió a mirarme.
No habló. No fue necesario. Había estado cara
a cara con la muerte que siempre me perseguía; estaba
condenado.
El retumbar del piso y el sonido de los árboles
al quebrarse no se hizo esperar. Esa figura semi humana
con aspecto de vieja infame me dejó a merced del
lagarto terrible que venía por mí. Atiné a correr en
dirección a una puerta en el otro extremo del cobertizo,
y abriéndola de un golpe me arrojé por ella al mismo
tiempo que el galpón estallaba y los escombros
golpeaban y laceraban mi cuerpo.
Los espasmos causados por el dolor no me
impidieron tantear ciegamente el terreno frente a mí;
encontré una ancha escalera de piedra y comencé a subirla
ayudándome con las manos, arrastrándome, como pude.
Tres veces la bestia probó mi carne en aquel infernal
ascenso. Tres veces se cebó con mi sangre, y paladeó su
victoria. Yo sólo seguí arrastrándome, hasta llegar, casi
muerto, a una explanada de roca que acababa poco más

69
allá en un abismo insondable.
Viéndome indefenso, desangrándome en la fría
piedra, rugió por vez primera con una fuerza inusitada, su
cresta se sacudió, y todo su cuerpo se arqueó preparándose
para el salto final. Percibiendo esto, reuniendo mi último
aliento, me incorporé y salté a un lado.
La criatura saltó también, sin ver el abismo que
había delante-
Su propio peso le impidió aferrarse al suelo, y su figura
se perdió en la negra noche.
Y ahí estaba yo. Había acabado lo que
atormentaba mis sueños desde hacía años. La mujer, esa
otra abominación, se había esfumado y su sombra ya no
me pesaba. Sintiendo la fría roca sobre la que yacía, me
percaté de que tal vez no volvería a tener pesadillas con
aquellos lagartos prehistóricos, de que mis noches ahora
serían más agradables.
Debería haber estallado de felicidad. En vez de
eso, desperté.

70
Sueño

Alguien una vez soñó que era una mariposa.


Al despertar sintió que una mariposa soñaba con
ser hombre.
Muchas veces me asalta esa sensación, intensificada
por el peso de más de tres mil años de tradición,
extenuada en las últimas décadas.
En las ruinas circulares un hombre sueña y crea a
otro hombre.
Antes, un peregrino duerme y sueña con llegar a
la Ciudad de la Salvación, sobreponiéndose al pecado y
enfrentándose a Apollión. Su alegoría es posterior a ese
otro soñador, Dante.
De Italia a España, Alonso Quijano sueña con ser
un caballero y lo llaman Quijote; luego otro soñaría un
personaje prisionero que no distingue sueño y vigilia, y que
profiere, sentencioso.
Que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son.

Yo Jamás soñé con tigres. No me atrevería a hacerlo.


Copiar ese gesto a quien ya los ha soñado y escrito sobre
ellos sería infame.

71
Infame y miserable.
En cambio, soñé con una enorme leona que me
perseguía, terrible, en las noches de una ciudad que era
sólo un cúmulo de sensaciones, de emociones revividas en
el letargo. A tiempo de evitar un mal mayor –que de todas
formas no hubiera llegado –descubrí que llevaba conmigo
un cachorro de león. Al devolverlo, desperté.
Luego alguien diría que yo mismo era el
cachorro de esa fiera.

Otras veces se presentan en el tipo de pesadillas.


Ese tipo que algunas lenguas dieron en llamar Yegua de la
noche. En mis sueños toman la forma de lagartos terribles
que preceden e indican la muerte de mis allegados.
Pero yo no perezco, a mí me está reservada la huida
inacabable; el miedo paralizante de quien se sabe
perseguido. Y doblemente perseguido, al ser el último
de su clase.
A tiempos, situaciones comunes presentan leves
cambios, casi imperceptibles, pero que aterrorizan.
Siempre me levanto fatigado, forzando la
respiración, y conservo esa sensación por varios días.
Confieso que, en realidad, no quiero despegarme
de ella, pero termino olvidándola.

72
Una vez me fue sugerido escribir un cuento.
El argumento era simple: trocar lo onírico
en realidad y viceversa. Una persona acostumbrada
a trasladarse sin el impedimento de la distancia y
el tiempo, a encontrarse en situaciones siempre
cambiantes, ya no quiere dormir por no estar sujeto al
aburrimiento de la rutina, a un cuerpo cansado y con
exigencias de índole biológica.
Tal vez en algún momento lo lea de la mano de
otro, pues hoy sé que yo jamás lo escribiré.

Coleridge soñó tendido en un verde prado.


Al desper tar su mente rugía con la fuerza de una
visión que tenía que ser ver tida al papel cuanto antes.
Comenzó a escribir su Kubla Khan. Alguien llamó a la
puer ta; al retomar su trabajo, había olvidado todo y ya
no pudo seguir.
Yo soñé con un jardín de belleza perfecta e infinita.
En ese jardín, en una lengua que me era ajena
pero que entendía, cifré el universo en un único poema.
Cada palabra poseía la fuerza germinal del inicio, sonaba
por vez primera y se acoplaba perfecta a la sucesión
ordenada que lo conformaba.
Por suerte para todos, lo olvidé al despertar.

73
Los sueños trascienden lo onírico, lo traspasan y
se cuelan por la puerta de lo consciente. Muchas veces
así llamamos a nuestras ambiciones.
Yo sueño con ser Borges, pero es tan grande ese
alarde que no permito formulármelo en serio, como si
hacerlo fuera caer en el peor de los pecados.
En cambio, me conformo con ser yo, y soñar tan solo
con sobreponerme a una mediocridad que me es natural.

74
Insomnio

La noche era propicia para la evasión. La primera


en que las estrellas brillaban con fulgor sólo para señalar el
camino que, frente a mis pies, había querido ignorar hasta
ese entonces. Pues ahora era la única vía; vía de escape,
sendero que debía llevarme a lo aún desconocido.
Lo caminé por horas. Mis pasos me condujeron
lejos de la ciudad, lejos del ruido y de las luces, tan parte
de mí como mis entrañas. Enfrentarme al descampado
me causo fascinación; estaba rodeado de la nada misma, y
temí despeñarme a un abismo de dar un paso fuera de la
ruta establecida.
Establecida, no por mí. Prefijada, una manifestación,
tal vez, de mi destino.
El campo inerte fue suplantado repentinamente
por un bosque; lo noté recién cuando la fronda ocultó
las estrellas, aunque no fui privado de toda luz, pues
aquellos árboles despedían una pálida iridiscencia, casi
imperceptible, pero que me ayudaba a descifrar sus vagos
contornos. Seguí caminando, tal vez durante muchas horas
más. Mis sentidos se aguzaron y una suave brisa sopló en
mi cara, y sentí el olor perfumado de una noche de verano
que jamás había sucedido. La ciudad yacía muchas vidas

75
atrás, misteriosa, indescifrable, y me sorprendí pensando
que hasta nefasta. Aquel mar artificial tan querido ahora
incomprensible, inexplicable. Decidí no regresar; acepté
que había tirado mis años, y que fueron demasiados; yo
lo permití, tal vez en algún momento lo disfruté. Aunque
no lo creo.
Entonces, mi pie dudó al buscar el suelo; no tenía
nada enfrente. Hubo un segundo en que podría haber
pasado cualquier cosa; finalmente, descarté la caída y
me arrodillé frente al precipicio. Mis ojos recorrieron sin
asombro las profundidades, como si buscaran algo vedado
a mi conciencia. El pasto estaba húmedo y sentí frío, por
un segundo quise levantarme y huir de aquel lugar, pero
la rara admiración pudo más. La negrura de aquel pozo
me recordó la única certeza que siempre pude tener,
y me pregunté entonces si mi madre alguna vez pensó
que había engendrado cadáveres, que nuestros cuerpos
risueños no serían pronto más que esqueletos, y ya ni eso.
Pues así de efímeros somos.
Los divagues quedaron truncos cuando en la noche
del precipicio vi a una persona cayendo. Era un niño y
jugaba, no notaba su caída. Era un jovenzuelo, y por un
momento se percató de su descenso, pero la nueva pasión
por la carne recién descubierta lo distrajo y lo olvidó.
Luego, era una persona con pretensiones de madurez,
vagamente conocida, y se miraba los pies y el vacío lo
perturbaba, pero sabía controlar la sensación, otras tantas

76
lo absorbían, y trataba de sonreír optimista. Un hombre
entrado en edad se precipitaba gritando y sacudiendo los
brazos, desesperado: otro, viejo y decrépito, caía regalando
una sonrisa de amor, con los brazos extendidos como
quien espera saludar a un hermano o a una amante.
Lo envidié; a mi la oscuridad me causaba un temor
inenarrable, y la percibía tan cerca que por un momento
creí que yo también estaba cayendo.
Pero no, mis uñas arañaban la tierra buscando
frenéticas un asidero. La urbe, el campo, el bosque y las
estrellas habían desaparecido, dejándome a merced de mí
mismo. No supe que hacer…
No había nada que hacer.
Traté de correr, de alejarme de aquel pozo y
escapar, escapar.
La tierra cedió bajo mis pies, los bordes se
derrumbaron.
Y entonces, yo también caí.

77
Actos volitivos

No noté dónde me estaba sentando; de haberlo


hecho, seguro hubiera buscado otro sitio, al igual que
tantas otras veces. Pero una vez ahí no iba a escapar,
tal vez por respeto, por vergüenza o simplemente por
indiferencia… ¿tal vez por miedo?
El hombre que tenía delante ataba a su brazo un
pañuelo colorado valiéndose de su boca para lograrlo, y
mientras lo hacía gruñía y murmuraba frases inconexas.
Apestaba a alcohol y suciedad, al punto que mi olfato
atrofiado podía reconocer una amplia gama de hedores.
Como suele suceder en estos casos, el hombre
se mostró al punto interesado por mi presencia, olvidó
su tarea y se dispuso a hablarme. Tardé en entenderlo,
en acostumbrarme a su voz baja, casi inaudible, y en
prepararme para seguir (o ignorar) sus divagues. Primero
se quejó porque el tren no salía de Retiro (yo también
lo hubiera hecho, pero sabía que simplemente aún no
era horario), volvió a quejarse, caminó hasta la próxima
puerta, fumó, y regresó a su asiento (me lamenté); luego,
acomodó su cuerpo, pasó su brazo por el respaldo y
retomó su charla con característica de monólogo.
-Y voy a Suárez, a la villa eh, a la villa. Voy a ver a

78
mi hermano… vos me ves así, pero toda la plata tiene mi
hermano ¿Y gracias a quien? ¿Vos sabés? –Me dijo.
Por supuesto, yo solo movía la cabeza y lo dejaba
hablar; aunque estaba un poco nervioso, la experiencia con
ese tipo de encuentros me mandaba seguirle la corriente.
-Psst, ¡Y sí! ¡Yo! Vos sabés, mis hijos, todos
profesionales son. Uno futbolista, ¡pero no te das una
idea, eh! Y mi hija, psicóloga ella, y ahora se mudó. Y yo
les di todo, como a mi hermano. Pero no me importa
no tener nada eh. Yo estoy bien así. –una pausa, risas y
ensimismamiento pasajero bastaron para que mi mente
se disparara en muchas direcciones. Lo primero como
siempre fue pensar que todo lo que escuchaba era
una ficción, un engaño inducido e imposible de creer,
aunque descarté esto casi tan rápido como surgió, pues
prácticamente como siempre, la veracidad no importaba
en absoluto. No pude dejar de pensar también que
aquellas palabras tenían mucho de ordenadas, y no sería
ésta la primera vez en ser pronunciadas; pero lo que dijo
a continuación me llevó por otros derroteros.
-Yo estoy bien así. Pido, como lo que puedo, saco
algo para el pucho y la droga. Y me dan mucho… si se
me ensucia la ropa la tiro, no lavo nada. ¿Ves esta camisa?
Es nueva esta camisa. Y yo podría estar viviendo bien y
con plata ¿te crees que no? Me peleé con mi hermano
por eso, hace mucho que no lo veo; no le gusta que viva
así, pero yo lo elegí. –en este punto mi pensamiento

79
se escindió definitivamente del que aquél hombre
expresaba en voz alta sin esperar ninguna respuesta.
Entonces, ahí está la libertad, pensé. Esa libertad
que nos agobia con la decisión de elegir, la que nos
presenta un abanico de posibilidades frente a las que nos
deshacemos, la que trastornó a Erdosain y lo hizo elegir
el asesinato, el tren y el suicidio. Es la libertad de elegir y
hacer con nuestros actos, la que lleva a tantos a terminar
en las calles, durmiendo por los pisos del subte o en
los pasos bajo nivel, la misma que llevó a este Erdosain
actualizado a tomar y a drogarse hasta no reconocer
siquiera dónde ni qué estaba haciendo. Y no podía
culparlo por eso, pues recordé entonces una decisión
que tomé y que sólo podía reportarme dolor e insomnio,
y sin embargo fue mi voluntad elegirla entre opciones
mucho más dadivosas.
Y no era éste el único caso que podía traer
a mi memoria, simplemente era el más reciente.
Llegué a sentirme ínfimo frente a una avalancha de
posibilidades, y descubrí capricho e irracionalidad en los
actos volitivos. Pero cuando me proponía a evaluar los
condicionamientos del exterior sobre el acto caprichoso
de elegir (de ejercer nuestra voluntad), el tren se detuvo.
Al levantarme para descender, el hombre me
agradeció mucho por haberlo escuchado. Lo saludé
sorprendido y me bajé en Martínez. Mientras salía de
la estación, sobre el estrépito del vehículo otra vez en

80
movimiento, creí oír un disparo.
Tal vez, como Erdosain, ese hombre ya había elegido.

81
Introspección

Desde donde estoy puedo contemplar el


universo; sería necesario sólo deslizar un panel de cristal y
precipitarme al vacío para regresar a él.
La vista no alcanza a discernir las formas más
allá de unos kilómetros, pero mi ser (ahora puedo
denominarlo de esta forma) lo abarca todo. Yo, que
he recorrido las ciudades de los hombres desde que
fueran erigidas, que aconsejé –tal vez de forma sabia, tal
vez simplemente con soberbia e insensatez –a reyes y
emperadores. Yo, que fatigué a los pueblos en guerras y
conquistas, he llegado al centro. Y ahora lo repudio; creo
no comprenderlo, pero en verdad lo comprendo muy
bien, pues yo ayudé a construirlo, o yo lo construí.
No es el centro que conocí una vez junto a los
helenos, ni el de Ur o Babilonia. Es el nuevo centro en
occidente allende los mares, un centro terrible que nunca
prefiguré, pero que nos refleja con perturbadora claridad.
Para alcanzarlo me he asimilado a él; mi camino
está signado por las pasiones más sublimes y más bajas
de la raza, pero el privilegiado punto de observación en
que me encuentro sólo es producto de la traición a mis
semejantes y a mis propios principios (desesperado, me

82
aferro a esos principios). Al llegar te vi a ti, Prometeo,
desfigurado en una suerte de espejo de vano oropel,
sosteniendo la llama, triunfante. ¿Acaso sabías que tu
persona se transformaría en esto cuando nos insuflaste
el hálito de la vida? Yo, que he sido tu confesor (sé que te
acompañé en el albor de los tiempos, o eso creo ahora, o
tal vez te soñé en las noches de mis propios tiempos) sé
que esperabas otra cosa de tus creaturas; fuiste privado
de tu libertad por los dioses, y ahora que estos ya no
participan de la misma forma en los juegos mortales,
ningún hombre rompió tus cadenas en el Cáucaso y
clamó por tu intervención. Sólo han erigido una estatua
en tu nombre, que ni te recuerda ni te celebra, hace eco
de nuestro propio progreso, desalmado como el material
en que fue construida.
Recuerdo ahora a alguien de tu estirpe, el viejo
Proteo capaz de adoptar todas las formas. Y recuerdo al
atreida empeñado en sujetarlo y someterlo. No fui capaz
de percibir en este símbolo un precedente del afán de mi
última época, donde creemos –o queremos –abarcarlo
todo y subyugarlo todo.
Creí ser diferente, pero mis faltas (que pesan
infinitas sobre mis hombros) me demuestran que soy
simplemente otro hombre, y por eso todos los hombres;
y mis faltas infinitas que son y serán, son las de todos
los hombres.
He llegado a una posición de absoluto poder y

83
mi voluntad podría cambiar esta realidad; pero si algo
he aprendido, es que no está en mí tomar tal decisión, y
en consecuencia me he transformado en un extranjero;
por eso ya he deslizado el cristal y estoy pronto a
precipitarme, al vacío.
Quizá aun antes de alcanzar el fondo, ya sea uno
con el universo nuevamente.

84
Profusión espontánea

Afuera, la lluvia. Adentro, el cansancio. Tal vez hasta


el tedio, o ese sentimiento poco definido que oscila entre
la resignación a la mediocridad y la desesperación de no
poder ser más. Una noción tranquilizadora siempre ronda
también, la seguridad de que el fin para cualquier camino
es el mismo. Y entonces, ¿Qué importa lo que se haya
conseguido? ¿Qué se ha de hacer para disfrutar más? Ya no
sirve fantasear con ser mejores, ¿mejores que qué? No hay
nada a qué aferrarse, nada que nos justifique.
A veces, aparece una palabra, amor. El amor… el amor
como paliativo de esa encarnizada batalla entre ser en
potencia o simplemente existir amorfo. El abrazo alivia,
borra cualquier otra necesidad; pero luego, ¿luego qué?
Vivir para amar de esa forma, circunscrito a un puñado de
emociones. No, produciría hastío.
¿Y entonces qué? Tratar de entendernos, de
justificarnos.
Tampoco. A la larga (o a la corta) no tiene sentido, no
nos vamos a escapar de nosotros mismos. Nos queda
producir, hacer algo que sirva prácticamente para algo,
y enorgullecernos de nuestra practicidad. Y podríamos
llegar a tener una vida igual de vacua, pero con alguna

85
comodidad estupefaciente.
Mejor, sentimos y nos sensibilizamos, hasta alcanzar
el matiz gris de pena, de saberse finito y limitado, el amor
desgarrador por llegar a ser lo que no podemos.
Y entonces, intentarlo.

86
El tiempo circular

A Natalia

Hace no mucho dediqué algunos días al estudio


de las concepciones cíclicas del tiempo, las de aquellas
mitologías que concebían un mundo que moría y renacía
ad aeternum, y esa otra del eterno retorno.
Básicamente y sin entrar en detalles, la doctrina
del tiempo circular refiere que el mundo ha conocido una
edad de oro, de superhombres –siempre pretérita –y que
ha degenerado gradualmente, hasta llegar a un punto de
muerte con su consiguiente renacimiento, donde todo
volverá a repetirse. La segunda entiende que el hombre
encuentra sentido a su vida repitiendo los gestos que los
dioses han hecho en el tiempo de los comienzos. Así, la
intensidad del inicio se repetiría por siempre.
Me gusta pensar en estas concepciones cada vez
que encuentro sus manifestaciones en la naturaleza; los
ciclos de la luna, el día y la noche en sucesión constante,
los inviernos que dan paso a un nuevo florecimiento… y
siempre que trato de estudiarlo seriamente, me pierdo
en abstracciones de este calibre; por eso, en vez de
considerarla seriamente, me divierto planteando algunas
ficciones de argumento sencillo.

87
Por ejemplo, imagino un pescador que un día
entre los restos de un naufragio encuentra objetos que
su mente no puede nombrar y sus dedos no pueden
reconocer. Entre ellos, rescata un libro viejo, muy viejo,
ajado, mojado, y prontamente lo lleva ante su señor. Éste,
a efectos prácticos de la visión, podrá descifrarlo. Leerá
en él, con fruición, los viajes de Ulises, y los encontrará
una copia exacta de sus propias hazañas. En el conocido
lecho nupcial se lo leerá, divertido, a Penélope; pero ella
bostezará, aburrida de haberlo escuchado tantas veces.
Acaso este Ulises se sienta confundido ante el
hallazgo. Acaso le parezca normal pues sabe que está
repitiendo lo que ya sucedió. Lo que creo cierto, es que
se encargará de guardar el libro a buen recaudo, pues en
un futuro, en esa misma cama, otro Ulises se lo tendrá que
leer a su Penélope.

88
La biblioteca

A mi regreso a Buenos Aires, feliz dirán algunos,


fui recibido con la lamentable noticia de que Baltasar
Ochoa, entrañable amigo de mi padre, agonizaba.
Jurisconsulto de mirada aguda y nariz aquilina, sobrio e
insípido tanto en el trato como en su aspecto, su vida
llegaba al fin como consecuencia de los crepusculares –
cuando no nocturnos –paseos que se negaba a cancelar a
pesar de la edad avanzada y las inclemencias temporales.
En ese aspecto, era similar a mi padre (no economizaré
en digresiones, usted tomará nota de aquello que
crea necesario o relevante); se habían conocido en el
colegio de leyes y debido a la similitud de ideas o a una
casualidad caprichosa del destino habían entablado una
de esas perdurables amistades a la inglesa. Los recuerdo
a ambos en el salón, absortos en sus pensamientos, sin
cruzar siquiera una palabra en horas, o frente al tablero
de ajedrez con la fisonomía imperturbable, carente de las
emociones que otros juegos suscitan, o intercambiando
libros antes de despedirse hasta la siguiente semana.
Al morir mi padre recayó sobre mí la obligación moral
de continuar aquella relación; no podía reprochar el
caballeroso comportamiento de Baltasar, ni tacharlo

89
de inoportuno o molesto; era un hombre centrado,
predecible y aburrido en todos los aspectos de su vida.
Tal vez a ello se debió la honda impresión que
sus palabras me causaron al visitarlo en su lecho último.
Aun a pesar del inminente advenimiento de la muer te,
Baltasar no había cambiado en nada, sólo tal vez en esa
nueva propensión a hablar. Su rostro seguía el mismo,
algo más mor tecino debido a la afección, su respiración
pesada, sus ojos escrutadores. Lo creía cristiano y su
confesión –permítaseme llamarla así –me recordó cuan
poco sabía de él a pesar de conocerlo desde pequeño.
Cuando me tuvo sentado bien cerca de
la cabecera, comenzó por afirmarme que estaba
plenamente convencido de la verosimilitud de lo que me
contaría. Hablando lentamente, meditando cada palabra,
Baltasar postuló la existencia de una biblioteca infinita y
eterna equiparable al universo –la biblioteca, el universo
mismo –en cuya estructura hexagonal se concentraba
absolutamente todo lo que había sido y sería, en hechos
y en potencia.
En un principio consideré la idea irrisoria (en
aquel momento me pareció original, aunque luego la
encontraría en diversas obras plenamente desarrollada,
y llegaría a concebirla como un pensamiento propio,
pero no es mi intención plantear tan perturbador
anacronismo) y con la tranquilidad de quien se sabe
haciendo una buena acción dejé que continuara.

90
Dicha biblioteca se compone de un número
infinito de galerías hexagonales. Desde cada galería, hacia
arriba y hacia abajo pueden verse, a través de los pozos
de ventilación, otra cantidad indefinida de pisos.
La biblioteca existe ad aeterno; abarca todos los libros
y estos abarcan toda la realidad, irrealidad y posible realidad.
En este punto, Baltasar sonrió, y entre toses
aseguró que si supiéramos buscar el volumen adecuado
en el caos arbitrario, encontraríamos esta misma
conversación y todos sus finales posibles. El que se nos
presento sin poder recurrir a tal artificio fue la pronta
muerte del convaleciente.
No deseo simplemente perturbar el descanso de
mi amigo al hacer públicas sus confesiones, sino esbozar una
alarmante analogía que consume mis horas y me asfixia.
El extraño juego del destino me deparó luego un
lugar como director de una biblioteca, si bien algo más
modesta que la postulada por Baltasar.
En aquel lugar pasaría el resto de mi vida, y llegaría a
conocerlo a él.
Era ya mayor cuando cruzó por vez primera
el umbral –acto ritual que seguramente se repetiría
con voluntaria parsimonia hasta el fin de los tiempos,
en caso de que exista (lo dudo) un fin para el tiempo.
Su rostro, apergaminado, al igual que su pulcro y
desabrido traje gris; su espalda, levemente encorvada,
proyectando el cuello hacia delante en la actitud de quien

91
constantemente busca algo.
Trabajaba en su propia mesa, rodeado por
torres que él se divertía en erigir a su alrededor. Leía y
escribía, cada vez haciendo un mayor esfuerzo debido
a una gradual ceguera que comenzó a atacarlo desde
el momento mismo de pisar aquel suelo que ambos
considerábamos sagrado.
Al respecto, escribiría luego los conocidos versos:

Nadie rebaje a lágrima o reproche


Esta declaración de la maestría
De Dios, que con magnífica ironía
Me dio a la vez los libros y la noche.

Recuerdo su imagen recorriendo silenciosa los pasillos.


Había secciones, autores y obras sobre los que volvía
periódicamente (de habérmelo propuesto, habría podido
trazar una serie lógica para predecir y ordenar tales
movimientos). Walt Whitman era de su predilección, y
Borges de lectura constante. Cada vez que sostenía “La
casa de Asterión” casi pegado a su rostro, yo sabía que
gozaba al imaginarse él el minotauro, y los pasillos, los
catorce, los infinitos corredores de su laberinto. Sólo
dos certezas existían en su mundo. A su alrededor, la
biblioteca; en el centro, él, Asterión.
Una vez lo sorprendí absorto en un mediocre
prólogo de una edición de bolsillo de la Odisea; no vale

92
perder el tiempo en consideraciones sobre un ignorante
autor, baste aclarar que explicaba los viajes de Ulises como
una búsqueda del centro del cosmos perdido, con la
vehemencia del joven que se asoma por primera vez a un
mundo que lo supera. Al sentir la culpa de tamaña pérdida
de tiempo, se prometió no volver a pasar por ese pasillo.
Y allí mismo fue donde la verdad universal
lo iluminó; entre libros cuya entidad física ya le era
imposible definir en la oscuridad que lo había consumido,
concibió y escribió esta terrible verdad que muchos
años antes había oído pronunciar a Baltasar. La biblioteca
donde se encontraba, donde yo me encontraba (la
misma en que ahora nos encontramos) era infinita, era el
universo. Allí él –yo –había podido leer los libros que él –
yo –había escrito; allí se había concebido por vez primera
–y única –la idea que lo contenía en sus páginas, la idea
que Baltasar le había sugerido a él –a mí.
Se que mi fin ha llegado, y lo recibiré haciendo
lo que siempre hice, leyendo y escribiendo (aunque mi
ceguera me obligue ahora a valerme de alguien más).
Sé que si usted revisa el caos arbitrario de esta infinita
biblioteca no sólo encontrará todas estas palabras que
he utilizado, sino que se topará también con las que he
omitido en el infinito abanico de mis posibilidades; y más
interesante aun, sabrá que sucede tras mi muerte.
Me atrevo a pensar que hasta tal vez encuentre
una página donde se demuestre que esta biblioteca que

93
nos contiene ni siquiera existe.

94
El vuelo del martín pescador

La montaña, la roca elemental y milenaria.


Un desfiladero, la escalinata tallada en su cara
se proyecta desde el paso y alcanza los cielos.
Por ella asciendes, caballero, tu faz tranquila
en el peregrinar hacia la muerte.
Has dejado atrás la batalla que esperabas
y sabes que en ella no participarás.
Tu batalla se libra ahora en otro terreno
y serás victorioso, coronado con gloria póstuma.
En tu pecho la insignia de tu padre,
y de su padre, abollada, ya sin brillo,
efigie de una orden caída en desgracia,
con tu sangre le devolverás el esplendor.
Te enfrentas al vuelo del dragón, tu cuerpo
se quiebra para que el de otros florezca.
En tu hora más oscura, desengañado,
guardián de valores olvidados, transformarás
tu desgracia (mediante el sacrificio)
en luz y esperanza para todos, principalmente,
para quienes te dieron la espalda.

95
Ella

Si me acerco al bosque la siento,


primero tan solo la sombra, y aire.
Ella es la dama de la primavera,
y no florece para mi, lo hace para todos.
Ella baila con pies frescos, y sonríe,
y su sonrisa vela una pena eterna.
Ella es infinita, es cíclica,
y sabe siempre cómo regresar.
Ella parece etérea, parece volátil,
y mis manos no pueden alcanzarla.
Ella me invita a embriagarme,
y prodiga sus dones generosos.
Ella se tiende sobre el pasto y duerme,
y yo me tiendo también y olvido.
Pero ella sabe regresar, y yo,
yo no lo sé.

96
A vision came over me

Comparte esta visión conmigo.


Intuye aunque en vanos versos
esto que sentí, esto que
al menos por un momento fui.
Recorre las mismas calles, siente
en el crepúsculo, la hostilidad
que crece alrededor y oprime.
Encuentra el sacro refugio al final
del camino, escapa de las sombras
que se ciernen sobre ti.
No desesperes como yo lo hice,
al encontrar que el templo elemental
es una prisión como cualquier otra,
pues en verdad la prisión eres tú,
y nada ni nadie más.
Entonces encontrarás el sosiego,
esos amplios jardines, infinitos,
la luz prístina que se filtra
entre las hojas de un verde ideal,
que transforma el aire a tu alrededor
y acaricia suave el rostro deslumbrado
ante la manifestación de la perfección.

97
Te desligarás de lo que conoces,
para participar en algo más,
y entonces, en una lengua ajena
pero que comprendes, despacio,
recitando palabra a palabra, cifrarás
el universo, en un único poema.

98
Tres días

Esperados por meses, imposibles,


soñados, intensos, tormentosos,
efímeros al fin, una amalgama de recuerdos.
Precedidos de reencuentros,
de charlas, fatigas y ciudad,
dotados de un nuevo sentido y una nueva dimensión.
de fascinación y paroxismo,
de éxtasis etéreos o encarnados,
tres días para develar la vida de un hombre,
infinito, inabarcable, insondable,
mayor que la realidad, mejor;
tres días no fueron suficientes, una vida no lo es.
Luego la tensión, el miedo,
pero el deseo de ser,
de hablar a muchos una vez con palabras diferentes.
Y la paz, no sin desengaño,
la felicidad de la concreción
y un vacío torpe, por no haber sido más.
Días de repensarse,
días de encontrarse,
tres días, y un preludio a una nueva vida.

99
Atavismo

-¿Puedo hacerlo?
-No, está prohibido.
Tus padres ya no podían,
ni sus padres
ni sus padres
ni sus padres
ni sus padres
ni sus padres
ni sus padres

100
Confines

¿Y eran sus ojos dorados de sol?


No, no lo eran, pero,
¿Qué importa?
Yo los recuerdo así.

Su aliento… ¿era de tierra mojada?


No lo sé, no tengo olfato,
pero así lo recuerdo.

Entonces… su voz tampoco sonaría


ni a tormenta ni a vuelo de mariposa…
No hablaría con la fuerza de la creación…

Tal vez no, ni siquiera


pude reconocerla, diferenciarla.
Pero ella es todo eso, y mucho más.

101
Final de la semana

Llegué a conocer uno de los demonios


que habita en Buenos Aires;
las calles le pertenecen, él las conoce a todas.
Recorriéndolas otra vez me he preocupado,
he fantaseado con el terrible encuentro,
imaginé mil veces sus garras en mi carne,
horadando el cuerpo para llegar al corazón,
el chasquido de sus fauces cerrándose,
quebrando mi mente de una vez por todas.
Y pese al temor que pueda causarme,
me engaño si digo que no lo he deseado,
pues sin que lo notara, emociones turbulentas
hicieron mella en mí, y en poco tiempo,
me encontré deseando asimilarme a su miseria.
El demonio se cree de otro mundo,
y es más terrenal que cualquiera de nosotros.
Muchos lo han visto, de sonrisa petulante,
y musculosa negra a veces manchada;
yo lo he visto, por las calles que le pertenecen,
he caído bajo su influjo, mucho tiempo ha.
Y ahora respiro aliviado, un último encuentro
terminó de liberarme al fin.

102
Sus emociones ya no me corrompen.
Ahora el demonio sonríe, y yo,
le devuelvo la sonrisa.

103
Lo inesperado

Se ha desprendido de su cuerpo;
ahora es un tercero y contempla,
un hombre, la piel cuarteada,
ardiendo al sol sin alivio.
De pronto, una brisa lo refresca,
le acaricia la cara, lo consuela,
le hace sonreír y parece mitigar
el malestar que lo aqueja.

Mas pronto la brisa pierde atractivo


y no aplaca el calor, es molesta,
abre nuevas heridas y las reseca,
hace arder los ojos y ciega la vista,
y el hombre la rechaza y lamenta
el deseo con que la convocó,
y vuelve a estar solo bajo el sol.

El tiempo pasa para el hombre,


que se sigue marchitando,
y mira los ocasos y no llora
porque ha olvidado cómo;
y piensa que ya no existe nada

104
que pueda volver a aliviarlo.

Y mientras se mira resignado,


una tormenta se prepara y precipita,
y el hombre es arrastrado, es una pluma;
el viento lo sacude y lo eleva,
lo desprende de su centro, lo renueva.

La tormenta lo envuelve, lo desarma;


olvida el calor, olvida su piel quemada,
su mundo se deshace y revive,
olvida su nombre y no le importa.

Está extasiado y la tormenta lo azota,


es una persona nueva y completa,
se renueva su memoria, el dolor no existe.

Y yo lo miro y lo comprendo,
sé que ha aprendido a amar.

Y yo a través de él.

105
A poem for the island

Britons of now and ever


now I borrow your tongue,
please don’t blame me for that
I’m just a foolish boy
strayed in a lovely game
(I want to be the mariner)

I’ve never seen your valleys,


never laid in your meadows,
nor climbed your ridges
(let me be the wanderer)

I’ve never stared at the sea


from sandy shore or cliff,
nor in your brooks I’ve fished
(let me be the seafarer)

Yet I feel I know you Britons


as if I’ve always been with you
as if I belonged to your lands
(I wish I’d be the islander)

106
Britons of now and ever,
thank you for allowing me
to write this useless pages
(I wouldn’t dare more)

107
1120 A.D.

Dicen que no volverás a sonreír,


que tu hijo ha muerto.
Y tus ojos se opacaron
y tu deber se transformó en tortura.

Rey valiente, ¿Qué queda ahora?


Tus planes vanos, tú también.
Dicen que no volverás a sonreír,
y tu hijo habría sido buen señor.

Podría haberse salvado del mar,


pero acaso entendió que su vida
valía lo que cualquier otra,
y quiso entonces salvar a todos.

Oh valiente rey, este hecho


te demuestra la valía de tu hijo,
déjalo ahora reposar tranquilo,
con los cuerpos que la isla echa al mar.

Deposita la confianza en tu hija,


joven emperatriz, reconoce en ella

108
el espíritu guerrero de tu casta,
el ánimo ardiente de sus abuelos.

Deja la isla en sus manos,


y reconfórtate rey valiente,
al menos mueres sabiendo que,
tu hijo habría sido un buen señor.

109
Angustia

En sueños me fue revelada la angustia


más profunda que fui capaz de sentir;
Una noche infinita me separaba
de todos, y de todo.
Una noche propicia para el encuentro,
la sabía la última de alegría en mi vida.
Pero la súbita incapacidad de comunicarse
la transformó en mi primer infierno;
Una noche en que instrumentos cotidianos
se tornaron en la desgracia del hombre.
Nadando en paisajes conocidos pero desvirtuados,
cargados de inmundicia, extensiones de mí mismo.
Una noche que espero jamás ver llegar,
pero que estará por siempre en mi memoria.

110
Visiones inducidas

Un alma noble supo captar una vez una imagen,


hermosa como pocas y terrible por igual;
una imagen de ensueños confundidos con pesadillas,
que regocija al valiente y amedrenta al poco dispuesto,
que colma el alma sensible pero puede asfixiar,
que con sorprendente facilidad suscita
pasiones opuestas, contradictorias, y las funde en confusión.
Las nubes presagian la tormenta y se ciernen sobre el mar
rugiente y encrespado, de aguas frías y mortales.
El sol en el ocaso se extingue y tiñe el aire
de ocres rojos naranjas y amarillos,
y una embarcación corta las olas y avanza veloz,
guiada por un guerrero que de tierras siempre invernales
viaja a la isla donde lo espera su némesis el dragón;
y quien pinta esta imagen ya conoce el final
de ese héroe, que a la bestia pretende privar
del hálito vital. Ya sabe como ambos van a acabar.
Por eso se detiene antes del hecho y siente,
que con la sangre que el no pintará se tiñe el aire.
Que la tormenta prefigura la dura batalla.

111
Que el mar se inflama con el aliento del reptil
y el viento huracanado por el batir de sus alas
ahoga el estrepito del choque brutal.
Y ese cúmulo de sensaciones que es su ser,
mientras pinta deja escapar una lágrima
que moja el lienzo y agrega al paisaje
parte de su alma. Una lágrima que se derrama
por la funesta suerte del valiente varón
y de quien no comprende por qué es el enemigo,
el fiero dragón.

II

Sobre la fría roca, frente al abismo,


un ejército de pasiones se amontona y se prepara
para asaltar el alcázar, esa fortaleza
ya no inexpugnable que se recorta contra el cielo.
Es un ejército cruel, terrible,
que causa terror a la vista, pero a su vez,
seduce y cautiva con una belleza infinita.
un dragón, supuesto guardián, barre el cielo desbocado,
es todo fuego, él también pasión desatada;
y se presenta rugiendo al ejército, no para aniquilarlo,
solo para fundirse y ser uno con ellos.

112
Desde dentro alguien mira y se pregunta, (podría ser un
mago)
qué es lo que falló, algo pasó y no fue intencionado;
él es todo lógica, razón pura, y ahora está perplejo,
el dragón ardiente en su interior ha escapado al yugo
y vuelve a quebrar su mundo erigido en frío cálculo.
Ya la tierra se conmueve, vibra y se estremece,
la tormenta extingue el sol y el alcázar se tuerce.
La fortaleza se derrumba y hasta sus cimientos
son esparcidos al viento, y la tormenta no amaina
(recrudece),
y las pasiones tanto tiempo controladas
reclaman lo que es suyo y toman la vida del mago…
para transformarla.

113
Una orilla

Te encuentras frente al mar,


lo observas fascinado pero con terror;
quieres zambullirte, es lo único que quieres,
pero no sabes nadar, y no eres valiente.
Piensas, tal vez, que no es ahogarte
lo que en verdad te preocupa;
es el bochorno de ser auxiliado,
de que alguien tenga que sacarte.
Eso no te gusta, temes quedar expuesto.
Y así te paralizas, te proyectas adelante,
Pero eres reacio a mojarte.

114
La víspera

Por la noche permaneceré despierto


y velaré armas cual antiguo caballero,
pero sin ideales en este último momento.
Suspendido en el espacio atroz que se cierra
y transforma el alma en lágrimas de piedra,
estaré tranquilo como quien no espera nada
y escucharé las voces del tiempo recordando
nombres, esperanzas y apneas prolongadas.
Me desligaré de mi persona, me olvidaré,
y cuando mañana emprenda al fin el viaje
me mezclaré con un millón de voluntades.
No pediré, me dejaré arrastrar, aletargado
y en el caminar de un día veré mi vida
reducida tan solo a la vida de los otros,
y terminaré por un momento con la tortura
que yo mismo aprendí a imponerme,
y el cansancio no podrá borrar una sonrisa
al conocer yo mi recompensa.

115
El legado

Inicio
Un mundo agoniza, enfermo, apestado.
Es un cuerpo enquistado de parásitos.
Enquistado por quien, ávido de saber,
vende su alma y se proclama Dios.
Quien reemplaza Vida por constructos
soñados en una noche interminable.
Cual nube corrosiva, exterminadora,
se derrama sobre un mundo que agoniza.

Invasión
La invasión comienza, implacable.
El odio precisa consumir otro mundo
tratando de saciar su hambre infinita.
Las razas siempre divididas, olvidan
diferencias menores, pues se avocan,
a detener un mal mayor. La muerte
que se presenta con una forma nueva
a cada momento. La muerte,
El fin de un mundo.

116
Defensores
La tierra se defiende ante la enfermedad.
En sus entrañas despierta del letargo
la simiente que esperaba dormida.
Los legendarios vuelven a volar,
y el terror de sus imágenes
es símbolo de esperanza.
Un barco surca cielos
de rojo encendido.
Es tiempo de héroes,
en un mundo que agoniza.

Contra ataque
Nueve caminantes guiados
por un espíritu antiguo,
por quien vendió sus ojos para poder ver,
se imponen al mal informe y lo atacan,
para destruirlo en su núcleo, al igual
que la mala hierba se extirpa de raíz.
Ninguna fuerza puede resistírseles,
pero como el mal enquistado en el mundo,
la ambición anida en sus corazones,
y los traiciona antes del fin.

Final
Los caminantes no fracasan.

117
El arma del Legado está depositada
en héroes menores, que en barco
cruzan los cielos encendidos de rojo.
Cuando quien se proclama Dios
abre las puertas a este mundo
y se derrama cual nube corrosiva.
El secreto en los ojos del caminante ciego
logra salvar al mundo que agoniza,
de ser consumido por el odio eterno.

El legado
Acaso la historia referida jamás sucedió.
Pero crecimos a su sombra, escuchándola,
y hoy me parece verdadera,
pues ya es una parte más de mí.

118
Las formas

¿Qué queda para un hombre


cuando arrebatan su amor?
Acaso nada,
acaso una búsqueda estéril
de algún paliativo…

¿Qué quedó para ese vikingo


cuando un miedo y un capricho
se cobraron la vida de su mujer?
Quedó la muerte, y la grabó a fuego.
Quedó la sangre, y la derramó generosa.

Al vikingo le quedó acaso la agonía,


y la compartió con toda la isla.
Le quedó su furia
y la descargó brutal,
contra el inglés.

En verdad, tal vez el vikingo


nunca amó, y todo fue
una razón para justificar

119
sus fechorías.
¿Será éste nuestro caso?

Yo hoy espero que no…

120
Buenos aires

No eran tus calles por las que yo había caminado.


Una vida recorriéndote y jamás te había sentido;
Buenos Aires, eras una palabra, no te conocía.
Tuve que descubrirte primero en versos,
leyendo me absorbió el sentido
de lo que eras para alguien, para tu creador,
para quien te fundó y te salvó de la historia.
Y tuve la necesidad de volver a conocerte,
la imperiosa necesidad de conquistarte, de hacerte mía.
En tus calles evoqué las palabras del genio,
viví un momento, sólo un momento
mis sensaciones fueron idénticas a las del otro.
La ciudad me inundó, esa experiencia
-No era el primero en sentirla -duró un instante,
pues eso es la eternidad, un instante compartido,
una fusión y un mismo ser.
Como él antes que yo, en Buenos Aires,
por un instante fui inmortal.

121
J. K. en lomas

El velo nocturno sobre la iglesia y el jardín


recrea en mí tu recuerdo, querido poeta;
me llena con la nostalgia que te es propia
y revive ecos de palabras que no te pertenecen
pero repican al son de tu nombre, de tus formas.
Te busco frente a la puerta, bajo los plátanos,
te busco en la cruz sin nombre y tras las estatuas,
y allí estás, en todos lados, una sonrisa triste
y la resignación frente a la belleza inasible.
La vida te enseñó lo fugaz, fuiste efímero
y me has enseñado a serlo (yo me lamento).
Busco hoy a tu ruiseñor, no lo encuentro;
él, que canta lejos del pesar mundano podría
mirarnos con desdén en su vuelo eterno.
Pero hoy me es fácil pensar que si tan solo
le fuera concedido ser partícipe un momento
Del goce que la noche nos reserva a los amantes
El perfecto ruiseñor, desearía ser un imperfecto humano.

122
Beldamar

El sueño anhelado de una noche invernal presagia


el reflujo de la memoria, el retorno de lo épico.
Un mundo nuevo espera para ser gestado,
un mundo posible, acaso este mismo mundo,
de haber sido otra la historia y no la nuestra.
Un mundo de símbolos y de significados,
de extrañas mitologías, de guardianes y de tiranos.
Un mundo de héroes proyectados desde lo mundano,
de devastadores conflictos entre todo lo creado.
Un mundo que será siempre sólo una proyección,
una forma nueva de esa constante suma
de mundos personales compartidos y transmitidos
desde siempre y por siempre entre los hombres.
Un sueño anhelado. Tomará cuerpo mientras lo vivo.

123
Lo inasible

¿Cómo explicar el hechizo, una vez roto?


De esa tarde no queda, ni tarde ni hombre;
el crepúsculo apenas alcanza a nombre
y al hecho verdadero le queda muy corto.

Tantas veces lo ha alabado el poeta,


y yo una sola no puedo hacerlo,
no sirvo para esto, y me niego a verlo.
He aquí la prueba, las líneas son una treta.

La verdad es que la tarde fue de fuego


el bosque ardió y también el alma ardió.
La caminata en llanto incontenible se trocó
La divinidad estaba ahí, la sentí de nuevo.

La sentí, en ese instante que fue eterno.


En un ocaso de montañas incendiadas,
la pasiones se confunden, trastocadas
y no se si es el día, o yo que muero.

¿Cómo explicar el hechizo, una vez roto?


Fue encontrar en lo cotidiano, algo ignoto.

124
Hoy atardece otra vez, y mañana luego,
es siempre el mismo, en mi alma sin sosiego.

125
Emanaciones

Ha empezado a llover...
Es de madrugada y los dioses
se deshacen y se derraman dentro
de un alma de letargos y borrascas,
de éxtasis efímeros y nostalgias encarnadas.
¿Y soy yo quien contempla la lluvia?
Yo soy el que llueve, el ritmo propicio
del recuerdo y el pensamiento, encontrados.
Soy una gota, la eternidad fragmentada.
Lluevo junto a eternas gotas, soy eternidad.
Chorreo sobre la tierra, baño un amuleto
cifra de un hombre, lo fundo al barro elemental.
De allí lo regreso, lo guardo, lo celo.
Pues soy el hombre de ojos brillantes
que no duerme y se descubre en la lluvia.
En la lluvia que se deshace en el alma
y arranca el sueño y siembra
éxtasis efímeros y nostalgias encarnadas.
Nostalgias de rostros ya desfigurados,
esperanzas vanas, anhelos de madrugada.
Soy un hombre que guarda un amuleto,

126
quisiera ser lluvia. Quisiera ser eternidad.
Quisiera al menos, ser una gota.
La escritura de Esteban Niedojadlo Unamuno regresa
a sitios gigantescos, a cimas que suelen parecer inaccesibles
y a honduras que, en tiempos de apuro y medianía, parecen
insondables. Sin embargo, esta poesía regresa. Escala, ahonda
y vence. Nos enseña que sigue siendo imprescindible cantar
en voz heroica.
Leo estos poemas, y creo ver a Whitman sentado al
fondo del libro, asintiendo con su sombrero lírico. Y a
Borges, claro, reconfirmando sus más amados símbolos.
Leo esta poesía y veo gigantes.
Algo más, si no distingo entre versos y prosa es porque,
en este libro, la distinción no me parece necesaria.

Liliana Bodoc

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