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Visiones PDF
Visiones PDF
Niedojadlo, Esteban
Visiones. - 1a ed. - Buenos Aires : Grupo de Escritores
Argentinos, 2013.
140 p. ; 20x14 cm.
ISBN 978-987-28801-8-7
7
Ciertamente, no es lo más recomendable escribir
el prólogo antes que la primer hoja del libro prologado –el
cual tal vez nunca satisfaga la intención del autor –pero el
mismo prólogo es acaso la primer visión concretada, y un
augur para las futuras.
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A modo de prólogo
Un momento cualquiera, cotidiano, cobra de pronto
proporciones metafísicas, que trascienden sin más su propia
realidad; un instante que se consume y ni siquiera puede
ser recordado se transforma en una imagen eterna; un
sueño recurrente tiene mas peso que cualquier experiencia
de vigilia; un sentimiento que estremece el alma y sacude el
cuerpo deviene en una forma de organizar el mundo. He
aquí la sustancia de las visiones.
El romántico Coleridge gustaba referirse al agua
que fluye y corre –la imagino cristalina, pura, bajando en un
murmullo, o burbujeante, revuelta, en avalancha –o al vuelo
libre de los pájaros, sin límite en el firmamento, para ilustrar
la forma de la inspiración, y las visiones tienen mucho de
ello; podrían ser una pequeña muestra capturada del fluir,
aunque en ello parezca que se pierde el embrujo y la
frescura de la espontaneidad.
Por otra parte, son también una transformación
aplicada a la realidad, una rarificación de lo cotidiano,
nacen repentinamente, sin control, orden o sentido, y es
necesario encausarlas, ordenarlas para poder compartirlas
y guardarlas como a un tesoro.
Sin la intención de analizarlas, es posible agregar
que las visiones están hermanadas en la actitud de
asombro ante la manifestación pura de la naturaleza, ligada
a la reticencia a/de aceptar la estructura de la vida y las
relaciones con el entorno tal cuales son, hermanadas en
la búsqueda de intensidad y sentido en cada cosa, en cada
acción, en cada momento.
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ÍNDICE
CANTO A LA MUSA 15
HERMANO, ESTÁS CONDENADO 16
EN LA CALLE 17
UNA ROSA 18
IN MEMORIAM 19
A UN ROMÁNTICO 21
PRIMER CIELO 23
CONVERSACIÓN 24
ECO EN LA DISTANCIA 27
IN DESPAIR 28
LLUVIA 30
DOS DÍAS 31
LA SUSTANCIA DEL SUEÑO 33
OCASO 35
SÍMBOLOS 36
OCÉANO 37
CAMINATA 38
MALDICIÓN A MEDEA (Y A JASÓN) 39
RAGNARÖK 41
UN ESCRITOR 47
MIENTRAS OBSERVABA UN CUADRO 50
EN EL CASINO 58
UNA MANZANA 64
CRIATURAS 67
SUEÑO 71
INSOMNIO 75
ACTOS VOLITIVOS 78
INTROSPECCIÓN 82
PROFUSIÓN ESPONTÁNEA 85
EL TIEMPO CIRCULAR 87
LA BIBLIOTECA 89
ELVUELO DEL MARTÍN PESCADOR 95
ELLA 96
A VISION CAME OVER ME 97
TRES DÍAS 99
ATAVISMO 100
CONFINES 101
FINAL DE LA SEMANA 102
LO INESPERADO 104
A POEM FOR THE ISLAND 106
1120 A.D. 108
ANGUSTIA 110
VISIONES INDUCIDAS 111
UNA ORILLA 114
LA VÍSPERA 115
EL LEGADO 116
LAS FORMAS 119
BUENOS AIRES 121
J. K. EN LOMAS 122
BELDAMAR 123
LO INASIBLE 124
EMANACIONES 126
Canto a la musa
15
Hermano, estás condenado
16
En la calle
17
Una rosa
18
In memoriam
19
nunca lejos de las miradas de los ángeles.
20
A un romántico
21
para que hoy pueda celebrarte
en una página mediocre, pero,
con tu ánimo renovado.
22
Primer cielo
23
Conversación
24
[De la torre sólo quedan ruinas,
de los hombres, ni vagos recuerdos]
25
Y de los tres hombres ni un vago recuerdo.
La cadencia de sus palabras está perdida, y con ella,
su conocimiento].
26
Eco en la distancia
27
In despair
28
And so the soul shivers, full with memories;
the maiden of trees and spring is wide awake
whispering now and there with never-ending freshness,
tales of warriors, of toils and troubles,
of worlds unstained in times forever gone.
Those stories take shape in brain and heart,
like root and bark and bough unravel fast
to breath in a new sky where sun shimmers
with strength renewed, as now you understand
that the road of fate will always wind,
and yet still your feet will walk their way.
29
Lluvia
30
Dos días
Primero el frío,
frío cortante
frío de ansias.
Movimiento frenético, constante, el ridículo.
Entonces, desengaño,
apatía ineludible
parquedad, ensimismamiento.
Todo preludio del éxtasis prolongado;
la fascinación,
el pensamiento
y la reflexión.
el eco de maestros y el sabor de lo conocido.
Nuevas expresiones,
reencuentros personales
con el otro.
Voz de dioses y de brujas, muchas melodías.
Tarde compartida,
un cielo
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y fantasía.
Preguntas de ojos dorados y brillantes colas.
Satisfacciones,
cansancio y sueño,
mucho sueño.
Los recuerdos de otra vida, de otras vidas.
El regreso,
el día apurado
la vacuidad.
Las firmas y los relatos, las sagas.
La palabra
vertiginosa
el flujo constante,
el baile de luces que seduce y cautiva.
Una espera resignada
una última mirada
una última palabra
y todo en un segundo que fue eterno, que duró dos días.
32
La sustancia del sueño
33
pero por siempre te quiero.
34
Ocaso
35
Símbolos
36
Océano
37
Caminata
38
Maldición a medea
(y a jasón)
39
Los hijos no deberían pagar
por la culpa de los padres.
40
Ragnarök
41
y con su diestra hacía sonar el cuerno.
El jinete era el bravo Heimdal
el dios heraldo llamando a la guerra.
42
Los lobos chasquearon sus fauces y los colmillos brillaron,
el festín de carne comenzó sin dilación.
43
en el sendero de Hela desfilaban los muertos.
44
Pero Fenrir tampoco está destinado a vivir
y Vidar llega y debe vengar a su señor.
Con fuertes pies se para en la boca del monstruo,
y rompe en terrible lucha sus mandíbulas,
y su lanza llega por la garganta hasta el corazón.
No puedo seguir mirando aquello, la visión es espantosa,
pero donde sea que voltee, las escenas se repiten.
Thor ahora llama la atención, sus cabellos ondean al viento,
y lo conectan con el cielo, mientras sus barbas
lo unen a la tierra, y su capa es el mar.
Thor lucha con la serpiente que contiene el mundo,
y su martillo retumba en cada golpe y crea el rayo.
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los dioses estaban muriendo, a un lado y al otro.
No había nada que pudiera hacer, Valhala estaba vacío,
y el mundo pronto a quebrarse de una vez por todas,
pronto a acabarse, a ser rodeado por la nada.
El fin había llegado, de mi ciudad no quedaban rastros,
pero aun en la llanura el fragor del combate no cesaba.
Y sobre aquel desastre una voz tranquila me habló,
de la regeneración del mundo y de un nuevo comienzo,
era la voz de Balder, prometiendo una nueva mañana.
Pero antes algo me pedía, yo debía tomar partido,
la voz me encomiaba a participar en Ragnarök.
Entonces, levanté mi espada y ajusté el escudo;
dejé de leer, cerré el libro, y corrí a la batalla.
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Un escritor
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que estaba sumido.
Moviéndose en sueños había derramado el tintero,
y ahora el espeso líquido negro chorreaba formando
riachuelos sobre la mesa, goteando hasta el piso.
En la libre carrera de la tinta vio formarse una
torre ominosa, una gran mole terrorífica como aquella
sobre la que una vez escribió, donde se enfrentó a sus
peores pesadillas antes de plasmarlas, donde encontró
la forma de burlar al destino. En su mente la torre dio
paso a la recompensa del héroe al final de su largo
camino, el premio que espera al arrojado que supera
todas las pruebas; pero ella no era un simple premio,
era la dama de la primavera y a sus pies el pasto era
verde y las flores imperecederas. Ella era la dama, más
poderosa que los hechizos de muer te de cualquier
cuento de hadas, la portadora de una belleza infinita,
infinita al igual que su tristeza.
Y más allá de la única mujer que alguna vez amó,
el escritor vio el mar, expandiéndose hasta el horizonte;
sintió la brisa salobre en su rostro, la suave arena bajo sus
pies descalzos, y supo que allí su viaje terminaba. El mar
era una proyección de su alma, y engullía a las serpientes
de sus sueños, engullía su torre y todas las torres de
todos los hombres; se tragaba y se fundía con la princesa,
con la primavera y sus flores, con el frío abrasador y el
calor agobiante.
Y frente al mar, creyó confundir la tinta que
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chorreaba con su propia sangre, pues ya no podía
escribir, y ese era su destino.
Sus manos habían sido cortadas, ya no podría
escribir, no podría escribir...
…En su casa, recostado sobre la mesa, entre
montañas de papeles y a oscuras, el escritor moría con
una sonrisa de satisfacción en el rostro.
Había burlado al destino.
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Mientras observaba
un cuadro
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pretendo esperarlos.
Ahora no podría explicar el por qué, pero siempre
fui propenso a deambular por Córdoba sin rumbo fijo, y
mis tardes de tedio me condujeron a muchos museos y
galerías de arte. Esto me daba, entre mis conocidos, cierto
aire de intelectual que muy poco merecía; confieso que el
arte no me interesa en absoluto, y me aburre sobremanera.
Era, supongo, el silencio y el aire sacro que se respiraba en
la atmósfera lo que me impelía a concurrir a aquellos sitios,
esa diferencia abismal del ruido de las muchedumbres en
calles superpobladas. Y sin percatarme de ello, en un mes
había fatigado casi todas mis tardes en el Ferreyra, ese
palacete arenoso, crisol de la moda europea; mi recorrido,
variando sus tiempos, fue siempre el mismo. Me detenía en
tres obras únicamente, cuadros horrendos que por alguna
razón me llamaban y cautivaban.
El primero, un óleo, mostraba a una persona
enferma, recostada en una cama blanca, rodeada por
familiares, todos toscos y de facciones deformadas. A los
pies del enfermo, una rata rechoncha y sonriente; encima
de sus cabezas, dos murciélagos siempre mirándome;
el contraste del blanco de las sábanas y el negro del
horizonte tormentoso era nauseabundo.
En el segundo, en alguna técnica mixta,
predominaba una casa despintada y muy pobre, con un
lavarropas tirado en su jardín, un patio sucio y un hombre
bajo un árbol de cuyas ramas pendía un nylon, con un
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pantaloncito demasiado corto, una remera rasgada, y
el revolver aun humeante en la mano derecha. Ambos
lienzos prefiguraban en cierto sentido el terror que me
causaría el tercero, pero eso sólo ahora puedo entenderlo.
Al final de mi recorrido entonces, un cuadro me
absorbía, y por alguna razón perturbaba mi alma; algo
en él estaba mal, no encajaba, y mis sentidos me urgían
a abandonar el palacio, pero mis pies parecían clavados
al parquet, allí frente a esa visión. El cuadró estaba
descolorido, descuidado, y desentonaba con los otros
en la sala. Representaba un pueblo inglés, al anochecer.
La gente deambulaba en la calle transitada, y una figura
destacaba entre la muchedumbre. Un joven de saco azul
y corte moderno –idéntico al uniforme del Montserrat
–desencajaba alrededor de los vestidos de hace dos siglos
como mínimo. El muchacho parecía mirarme y sonreír de
una forma que da escalofríos. Y no importaba desde que
ángulo lo mirase, sus ojos encontraban los míos, y siempre
sonreía con maldad.
La primera vez que lo vi, al salir del palacio el
calor recalcitrante del verano en el asfalto de Hipólito
Irigoyen colmó mis nervios ya crispados, aunque sin
aparente razón, y perdí el conocimiento. Me desmayé,
cerca del Buen Pastor.
Sin embargo, éste no fue motivo que evitara
volver al cuadro con el nuevo día, ni visitarlo nuevamente
al otro, y al otro, y al otro… no sé cómo esa extraña
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coincidencia, una mera cuestión de ropajes, pudo
destrozar mis nervios al punto de sobresaltarme ante
el más leve sonido o movimiento no identificado, y
me preocupaba menos el sentimiento de debilidad
que aquello que lo causaba, aquel muchacho de traje
moderno que me miraba siempre en ese cuadro titulado
“anochecer en North End” de R.U. Pickman.
A la semana de instalada mi nueva rutina mis
sentidos comenzaron a traicionarme. La ciudad de
Córdoba no fue nunca un lugar acogedor por las noches;
todos los negocios cierran temprano, y el andar de la
gente desaparece de improviso, como conjurado por
la penumbra. En las veredas comienzan a verse caras
poco halagüeñas, ojos que brillan acechantes en cada
umbral, como esperando a saltar sobre sus presas, ojos
que parecen no pertenecer a seres humanos, como si
algo del espíritu de la ciudad despertara con la noche
y anduviera silenciosamente por las calles, imitando la
cadencia del andar de los mortales en un vano intento
de captar nuestra vitalidad, la que en algún momento les
fue privada a ellos.
Y ahora puedo asegurarme que entre esos ojos
estaban los del diabólico muchacho del cuadro, pues al
fin, una noche todos mis miedos irracionales e ilógicos
cobraron proporciones físicas cuando por Obispo Trejo
lo vi caminar hacia mi, con su saco moderno al estilo
Montserrat, y esa sonrisa terrible que mostraba unos
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dientes blancos y afiladísimos.
Caminaba despacio, sus movimientos eran forzados
e inseguros, como los de un autómata o un animal recién
nacido. Pero me buscaba a mí.
Pegué media vuelta y torcí a paso rápido en una
esquina y luego en otra, y comprobé que me seguía.
Mecánicamente, casi sin notarlo, me refugié en un café y
esperé un rato, temblando por lo extraño de la situación.
Al salir, horas después, noté afortunadamente que aquél ser
había desaparecido.
Comencé entonces a tener miedo de salir de mi
casa, y de estar solo allí dentro también; sus paredes no
presentaban mejor resguardo que la gente y los locales
y el bullicio en general.Y, como sabía que sucedería, al
poco tiempo lo encontré devuelta. Esta vez caminaba sin
problemas, y parecía un demonio dispuesto a darme caza.
Corrí desbocado, con mi corazón a punto de estallar,
tropecé y caí. El extraño me levantó con un solo brazo,
terrible y frío como el hielo, y de un sacudón me arrojó
contra la reja de una casa. La situación límite al parecer
descargó un torrente de adrenalina, pues me incorporé,
y sacando un revólver que había adquirido en esos días,
disparé contra él una y otra vez. Luego, corrí como loco
por la ciudad esquivando autos y sin saber por donde
andaba, hasta que el amanecer me encontró exhausto
en mi cama.
Me encerré, dejé de concurrir al trabajo y de ver
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a mis conocidos; no comenté con nadie lo sucedido, y no
paré de pensar en aquella criatura. En mi brazo, allí donde
me había agarrado, supuraba una herida profunda, como
si sus uñas hubieran desgarrado mi piel. El demonio sabía
que había encontrado su secreto, su extraña morada en
el cuadro; intuyo que por eso quería quitarme la vida.
Luego de dos noches en vela, no pude
contenerme y salí, deseoso de comprobar la efectividad
de mis disparos. No fue grande la sorpresa al notar que
unos ojos, ya conocidos, se posaban sobre mí al rato de
deambular por el centro, y comenzaban a seguirme. Sin
voltearme me dirigí como había pensado, a la catedral.
De haber dudado, de haber perdido sólo un segundo,
esa bestia me habría destrozado. Al flanquear la entrada
de la Iglesia no pudo seguirme. Menos afortunada fue
la muchacha que detrás de mí recibió la frustración del
demonio. Las noticias hoy hablan de una pandilla de
drogadictos que golpeó a una joven hasta matarla en
las puertas de la misma catedral. Yo sé la verdad, yo vi a
aquel ser ultra-terrenal arrancarle la piel con sus manos,
como si se tratase del envoltorio de un paquete.
Dormí allí, frente al altar, y durante esa noche
concebí la idea que podría destruir esa encarnación del
mal que me había enloquecido.
Al salir, corrí hacia el palacio Ferreyra. Amanecía el
domingo y la ciudad estaba en silencio; sin embargo, oía
pasos que me seguían de cerca.
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No fue necesario darme vuelta, podía sentir sus
ojos clavados a mi nuca. Huí a los Capuchinos, pero
encontré la entrada cerrada y sin darme cuenta de
lo que hacía, comencé a trepar por sus paredes con
una destreza que no imaginé nunca poseer. Detrás
de mí, incluso ahí, el muchacho me perseguía. En un
momento, su mano aferró mi pie. Me volteé y lo pateé
frenéticamente hasta que ambos caímos y un minarete
se desplomó al recibir nuestro peso. Yo logré aferrarme a
una gárgola, él aterrizó en el suelo.
Despacio, bajé, rodeé el cuerpo iner te y me
precipité al Ferreyra. Sabía que mis disparos no lo habían
acabado, la caída tampoco lo haría.
Ya en Hipólito Irigoyen sentí un choque de autos
y capté con el rabillo del ojo cómo un traje azul muy
conocido salía despedido por el impacto, pero seguí sin
parar y traspasé la entrada, todavía sigo sin recordar como.
Subí los escalones saltando de tres en tres hasta
estar, una vez más (la última) frente al lienzo que tan bien
conocía. Le disparé, rasgué la tela con un cuchillo que
llevaba; lo destrocé hasta dejarlo hecho jirones.
Fui detenido.
Se que me juzgan loco y asesino. No los culpo,
es más fácil que reconocer el mal que camina entre
nosotros con forma humana, el mal que yo logré espantar,
al menos por un tiempo, al romper su morada; y aunque
haya salido victorioso en un caso, otros vendrán a
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destruirme y antes de que pase pretendo quitarme la vida.
Al menos tú, ahora, conoces mi secreto.
57
En el casino
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Yo había sido invitado varias veces a participar
de ese ya casi acto ritual, pero siempre encontraba una
buena excusa para rechazar tan agradable invitación sin
que me tildaran de tacaño y avaro (si bien no soy ni
lo uno ni lo otro, me cuesta desprenderme del dinero
sin una razón justificada, y los juegos de probabilidades
no son una razón justificada para perder el dinero en
absoluto). Pero luego de prestar aguerrida resistencia por
mucho tiempo, la curiosidad pudo más que mis principios,
y ante la invitación de un amigo accedí a entrar, aunque
no le prometí participar de juego alguno.
Tengo que admitir que por dentro era realmente
lujoso y llamativo. Una fina alfombra roja cubría todo el
piso del lugar, por donde se distribuían diferentes zonas
de juego y un amplio bar y restaurante amoblado con
reconfortantes sillas y enormes sillones mullidos de
vivos colores donde la gente descansaba… y esperaba a
encontrar lugar en los distintos juegos.
Pero lo más llamativo era cómo las luces
amarillas de las grandes lámparas se mezclaban con los
tonos chillones que se desprendían de las maquinas
electrónicas, y contrastaban de forma extraña con los
ocres damasquinos de las paredes, produciendo un
efecto indescriptible –pero completamente enajenante
–en todos los que nos encontrábamos allí.
Las melodías producidas por los juegos se fundían
en el aire componiendo una única pieza discorde
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y espeluznante que contribuía a la creación de un
ambiente en el que me sentía desorientado y extraviado.
Mi amigo fue directamente a la zona de
las ruletas electrónicas mientras yo me paseaba
observando con curiosidad a los extraños especímenes
reunidos en la sala.
Todos los rostros que contemplaban las ruletas
tradicionales estaban serios y graves, expectantes al girar
de la bolilla como si de un ícono religioso se tratase.
Contemplé unos momentos como las personas
que dirigían el juego retiraban de la mesa las fichas de
los jugadores y las colocaban en las reservas de la casa, y
luego seguí mi recorrido por el lugar. Pasé al lado de las
mesas de póker, sin siquiera mirarlas, y me dirigí a la zona
de los tragamonedas electrónicos.
A mi derecha, una mujer de mediana edad
introducía un billete de cien pesos por una ranura, recibía
créditos a cambio, y comenzaba a presionar botones. En
la pantalla los cinco casilleros ubicados en fila giraban y
giraban, desfilando ante nuestros ojos imágenes que reían
y nos miraban.
La mujer continuaba presionando botones y los
créditos disminuían, hasta que otra vez la máquina requería
ser alimentada con más dinero para poder seguir jugando.
De repente, un sonido metálico captó mi atención.
Me acerqué a otra maquina, y vi como una marea de
fichas metálicas era expulsada por una rendija de otro
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tragamonedas. Una sonrisa radiante se perfiló en el rostro
del afortunado ganador mientras colocaba todas las fichas
en un pote de plástico destinado a ese fin. Luego, una por
una, aquel hombre volvió a introducir todas las fichas, pero
esta vez no recibió absolutamente nada a cambio.
Mientras contemplaba absorto a ese hombre mi
mente captó una extraña melodía que se desprendía del
bullicio general y atravesaba la niebla de mi embotado cerebro.
Comencé a buscar la fuente de esa melodía, que al
parecer solo yo percibía. Me sonaba conocida, y sentía que
mientras más me acercaba a su fuente, mas cerca estaba
de reconocerla.
La música provenía de un tragamonedas en la
que una enorme señora gorda contemplaba las 5 figuras
girando. Lentamente, casi podría decirse que al ritmo de
aquella extraña pero muy conocida melodía, las figuras se
fueron deteniendo.
Un bufón nos sonreía mostrándonos los dientes
y echándonos una mirada diabólica, cargada de odio y
placer. Luego fueron dos, tres, cuatro… ¡la melodía era la
marcha fúnebre!... y cinco. Cinco bufones contemplaban el
espacio vacío donde antes se encontraba la señora gorda.
La marcha sonaba cada vez más fuerte, y noté que una
figura se agregaba a la ya extraña confección del sombrero
del bufón que se repetía cinco veces en la pantalla del
tragamonedas. El sombrero estaba compuesto en su
totalidad por rostros humanos, entre ellos el de la señora
61
que acababa de desaparecer. Entonces, ese juego infernal
no solo dejaba a la gente sin dinero, sino que también
robaba sus vidas; y quizás hasta sus almas…
Tenía que avisarle rápido a mi amigo, teníamos que
salir de allí cuanto antes. La marcha fúnebre había cesado, y
otra persona ocupaba ya la máquina vacante.
Busqué frenéticamente a mi amigo en el sector
de las ruletas electrónicas, pero ya no estaba ahí.
Desesperado recorrí todo el lugar con la vista, y de pronto
lo vi acercándose a una de las máquinas tragamonedas.
Traté de correr en esa dirección, para advertirle
de lo sucedido, pero mis pasos eran lentos; justo frente
a mí comenzó a sonar una sirena que indicaba que un
afortunado había obtenido el pozo acumulado. Toda
la gente se amontonó obstruyendo el pasillo que yo
necesitaba recorrer. Sobre el chirrido insoportable de la
sirena sentí las pesadas notas de la marcha fúnebre.
Tomé a toda velocidad otros pasillos, tratando
de llegar a la maquina en la que se encontraba mi amigo,
pero la encontré vacía. Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Cinco
bufones se reían de mí, y en sus gorros reconocí una
cara nueva, dolorosamente familiar. La desesperación me
invadió súbitamente, quise gritar, pero de mi garganta no
salio ningún sonido. Corrí aterrado hacia la salida de aquel
infierno, deseoso de escapar de las luces, el ruido y el
ambiente opresivo.
Estaba llegando a la puerta cuando una sensación
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de tranquilidad se apoderó de mí como un bálsamo
curativo. Felizmente, había imaginado todo. Nada de eso
había sido real, sino producto de mi mente alterada por
aquellas luces y aquel ruido.
Completamente sosegado ya, y con una sonrisa en
mi rostro, saqué un billete de diez pesos de mi bolsillo y
me dirigí a un tragamonedas a probar suerte.
Las figuras comenzaron a girar. Uno, dos, tres,
cuatro, cinco. Cinco caras de bufones, y aquella marcha
fúnebre que interpretaban sólo para mí.
63
Una manzana
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reseco y descolorido, bajo un cielo turbulento que en
cualquier momento arrojaría un sinfín de frías dagas
contra el pobre cuerpo.
El hombre que había soltado aquella manzana se
preparaba para irse, como si alguna vez hubiera estado
para ella. El movimiento resuelto se vio frustrado en
un lapso efímero, en el que, como respondiendo a una
invitación tácita a quedarse, murmuró con la voz dormida
que venía desde lejos “no, creo que no. Mejor no”.
Eso fue todo, unas palabras y el hombre
desapareció, y ella quiso llorar y se maldijo por no saber
cómo derramar las lágrimas.
Sabemos que entonces lo recreó en su memoria,
otra vez como tantas antes imaginó ese encuentro
furtivo que propicia la noche a los amantes; imaginó el
cariño, las sonrisas y el sabor de las palabras. Todo esto
volvió a imaginar, y se amonestó “¡Pero que idiota! Esos
son mis sueños, no los suyos”. Pues sí, los encuentros
se producían sólo en espacios oníricos, y no eran
compartidos. Él ni soñaba, ni dormía, ni la imaginaba.
Nunca lo hacía, como tampoco (lo primero no puede
comprobarse, esto último sí era evidente) la amaba, ni la
quería, nada.
“¡Pero que idiota! Yo sola me hice la historia”,
volvía a decirse, y ¡Cuánta razón en ese pensamiento!
Una historia fantaseada, una puerta a ficciones poco
sanas… ¡Cuánta novela había en todo eso!
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Y de él sólo le quedaba una manzana, que con
esfuerzo recogió y sostuvo, temblando, frente a sus ojos.
Esa manzana, la cifra del hombre, en sus manos, a medida
que ella se resignaba, perdió el color y su piel se arrugó;
se tornó blancuzca y comenzó a derramar sus jugos
ponzoñosos, que al caer quemaban el pasto y dejaban
estéril la tierra.
Con regocijo y como si en ello le fuera la vida, hincó
los dientes en la carne pútrida de la fruta, y con fruición la
tragó, sin dejar siquiera las semillas (no debían, no podían,
quedar semillas) y mientras el veneno ardía en sus entrañas
pronunció, entre tartamudeos, una maldición.
El gesto no era catarsis, nada podía expurgar los
sentimientos que cohibían su alma, era simplemente eso,
una maldición en la que verter todas sus fuerzas.
“Nunca podrás amar, siquiera querer, no eres
merecedor de sublimes sentimientos. Pero sí te amarán,
muchos te amarán, y los destruirás a todos. Prodigarás
mezquindad y te sentirás siempre desdichado, y así serás
tu propio verdugo.”
En esas palabras depositó sus ánimos y toda su vida.
Al fin y al cabo, ella no era en nada mejor que él, y nadie
dice que éste no fuera otro de sus incontables caprichos.
En nada era ella mejor que él, y lo sabía. Tal vez
por eso no podía llorar.
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Criaturas
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constantemente cambiante.
Mientras corría con la bestia a mis espaldas, me
encontré en un lugar conocido. El marjal gradualmente
había cedido terreno a suelo firme y familiar, y allí logré
burlar a mi perseguidor. Ningún accidente geográfico era
impedimento para aquel monstruo colosal, pero de todas
formas en un acto acaso instintivo, busqué la protección
de los árboles.
Gocé entonces de unos minutos de alivio y
pude recuperarme tras mi escape. La sombra de aquella
aberración aún pesaba en mi memoria, pero la ayuda de la
ciudad estaba cerca y ésa era una perspectiva agradable.
Entre los árboles llegué a un galpón de paredes macizas
y techo de chapas verdes que asocié a los últimos años
de mi vida. Entré, creyéndolo el refugio perfecto; pero
descubrí que no era más que la extensión de la pesadilla
que rondaba afuera.
El aire allí estaba cargado de una humedad casi
palpable, y sofocaba; una luz mortecina que no provenía
de ninguna fuente iluminaba el salón vacío a excepción
de una figura que se encontraba en el centro.
Vieja, de piel pálida, reseca y pegada a unos
huesos sin carne, ataviada con un vestido negro y sentada
con los brazos cruzados sobre su regazo, me esperaba
la segunda criatura. No quedaban esperanzas para mí. El
cúmulo y personificación del mal había entrado a lo que
parecía ser mi casa, y me contemplaba con una sonrisa
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irónica colgando de sus finos labios. Ese terror que
desde la infancia me atacaba en noches de vela había
entrado a mi casa.
La anciana se levantó y su vestido se acopló al
cuerpo huesudo; me miró unos momentos sin decir nada
y caminó hacia mí. Pero cuando la tuve al lado, ella siguió
su camino hasta la puerta, y antes de salir y cerrar tras
ella, volvió a mirarme.
No habló. No fue necesario. Había estado cara
a cara con la muerte que siempre me perseguía; estaba
condenado.
El retumbar del piso y el sonido de los árboles
al quebrarse no se hizo esperar. Esa figura semi humana
con aspecto de vieja infame me dejó a merced del
lagarto terrible que venía por mí. Atiné a correr en
dirección a una puerta en el otro extremo del cobertizo,
y abriéndola de un golpe me arrojé por ella al mismo
tiempo que el galpón estallaba y los escombros
golpeaban y laceraban mi cuerpo.
Los espasmos causados por el dolor no me
impidieron tantear ciegamente el terreno frente a mí;
encontré una ancha escalera de piedra y comencé a subirla
ayudándome con las manos, arrastrándome, como pude.
Tres veces la bestia probó mi carne en aquel infernal
ascenso. Tres veces se cebó con mi sangre, y paladeó su
victoria. Yo sólo seguí arrastrándome, hasta llegar, casi
muerto, a una explanada de roca que acababa poco más
69
allá en un abismo insondable.
Viéndome indefenso, desangrándome en la fría
piedra, rugió por vez primera con una fuerza inusitada, su
cresta se sacudió, y todo su cuerpo se arqueó preparándose
para el salto final. Percibiendo esto, reuniendo mi último
aliento, me incorporé y salté a un lado.
La criatura saltó también, sin ver el abismo que
había delante-
Su propio peso le impidió aferrarse al suelo, y su figura
se perdió en la negra noche.
Y ahí estaba yo. Había acabado lo que
atormentaba mis sueños desde hacía años. La mujer, esa
otra abominación, se había esfumado y su sombra ya no
me pesaba. Sintiendo la fría roca sobre la que yacía, me
percaté de que tal vez no volvería a tener pesadillas con
aquellos lagartos prehistóricos, de que mis noches ahora
serían más agradables.
Debería haber estallado de felicidad. En vez de
eso, desperté.
70
Sueño
71
Infame y miserable.
En cambio, soñé con una enorme leona que me
perseguía, terrible, en las noches de una ciudad que era
sólo un cúmulo de sensaciones, de emociones revividas en
el letargo. A tiempo de evitar un mal mayor –que de todas
formas no hubiera llegado –descubrí que llevaba conmigo
un cachorro de león. Al devolverlo, desperté.
Luego alguien diría que yo mismo era el
cachorro de esa fiera.
72
Una vez me fue sugerido escribir un cuento.
El argumento era simple: trocar lo onírico
en realidad y viceversa. Una persona acostumbrada
a trasladarse sin el impedimento de la distancia y
el tiempo, a encontrarse en situaciones siempre
cambiantes, ya no quiere dormir por no estar sujeto al
aburrimiento de la rutina, a un cuerpo cansado y con
exigencias de índole biológica.
Tal vez en algún momento lo lea de la mano de
otro, pues hoy sé que yo jamás lo escribiré.
73
Los sueños trascienden lo onírico, lo traspasan y
se cuelan por la puerta de lo consciente. Muchas veces
así llamamos a nuestras ambiciones.
Yo sueño con ser Borges, pero es tan grande ese
alarde que no permito formulármelo en serio, como si
hacerlo fuera caer en el peor de los pecados.
En cambio, me conformo con ser yo, y soñar tan solo
con sobreponerme a una mediocridad que me es natural.
74
Insomnio
75
atrás, misteriosa, indescifrable, y me sorprendí pensando
que hasta nefasta. Aquel mar artificial tan querido ahora
incomprensible, inexplicable. Decidí no regresar; acepté
que había tirado mis años, y que fueron demasiados; yo
lo permití, tal vez en algún momento lo disfruté. Aunque
no lo creo.
Entonces, mi pie dudó al buscar el suelo; no tenía
nada enfrente. Hubo un segundo en que podría haber
pasado cualquier cosa; finalmente, descarté la caída y
me arrodillé frente al precipicio. Mis ojos recorrieron sin
asombro las profundidades, como si buscaran algo vedado
a mi conciencia. El pasto estaba húmedo y sentí frío, por
un segundo quise levantarme y huir de aquel lugar, pero
la rara admiración pudo más. La negrura de aquel pozo
me recordó la única certeza que siempre pude tener,
y me pregunté entonces si mi madre alguna vez pensó
que había engendrado cadáveres, que nuestros cuerpos
risueños no serían pronto más que esqueletos, y ya ni eso.
Pues así de efímeros somos.
Los divagues quedaron truncos cuando en la noche
del precipicio vi a una persona cayendo. Era un niño y
jugaba, no notaba su caída. Era un jovenzuelo, y por un
momento se percató de su descenso, pero la nueva pasión
por la carne recién descubierta lo distrajo y lo olvidó.
Luego, era una persona con pretensiones de madurez,
vagamente conocida, y se miraba los pies y el vacío lo
perturbaba, pero sabía controlar la sensación, otras tantas
76
lo absorbían, y trataba de sonreír optimista. Un hombre
entrado en edad se precipitaba gritando y sacudiendo los
brazos, desesperado: otro, viejo y decrépito, caía regalando
una sonrisa de amor, con los brazos extendidos como
quien espera saludar a un hermano o a una amante.
Lo envidié; a mi la oscuridad me causaba un temor
inenarrable, y la percibía tan cerca que por un momento
creí que yo también estaba cayendo.
Pero no, mis uñas arañaban la tierra buscando
frenéticas un asidero. La urbe, el campo, el bosque y las
estrellas habían desaparecido, dejándome a merced de mí
mismo. No supe que hacer…
No había nada que hacer.
Traté de correr, de alejarme de aquel pozo y
escapar, escapar.
La tierra cedió bajo mis pies, los bordes se
derrumbaron.
Y entonces, yo también caí.
77
Actos volitivos
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mi hermano… vos me ves así, pero toda la plata tiene mi
hermano ¿Y gracias a quien? ¿Vos sabés? –Me dijo.
Por supuesto, yo solo movía la cabeza y lo dejaba
hablar; aunque estaba un poco nervioso, la experiencia con
ese tipo de encuentros me mandaba seguirle la corriente.
-Psst, ¡Y sí! ¡Yo! Vos sabés, mis hijos, todos
profesionales son. Uno futbolista, ¡pero no te das una
idea, eh! Y mi hija, psicóloga ella, y ahora se mudó. Y yo
les di todo, como a mi hermano. Pero no me importa
no tener nada eh. Yo estoy bien así. –una pausa, risas y
ensimismamiento pasajero bastaron para que mi mente
se disparara en muchas direcciones. Lo primero como
siempre fue pensar que todo lo que escuchaba era
una ficción, un engaño inducido e imposible de creer,
aunque descarté esto casi tan rápido como surgió, pues
prácticamente como siempre, la veracidad no importaba
en absoluto. No pude dejar de pensar también que
aquellas palabras tenían mucho de ordenadas, y no sería
ésta la primera vez en ser pronunciadas; pero lo que dijo
a continuación me llevó por otros derroteros.
-Yo estoy bien así. Pido, como lo que puedo, saco
algo para el pucho y la droga. Y me dan mucho… si se
me ensucia la ropa la tiro, no lavo nada. ¿Ves esta camisa?
Es nueva esta camisa. Y yo podría estar viviendo bien y
con plata ¿te crees que no? Me peleé con mi hermano
por eso, hace mucho que no lo veo; no le gusta que viva
así, pero yo lo elegí. –en este punto mi pensamiento
79
se escindió definitivamente del que aquél hombre
expresaba en voz alta sin esperar ninguna respuesta.
Entonces, ahí está la libertad, pensé. Esa libertad
que nos agobia con la decisión de elegir, la que nos
presenta un abanico de posibilidades frente a las que nos
deshacemos, la que trastornó a Erdosain y lo hizo elegir
el asesinato, el tren y el suicidio. Es la libertad de elegir y
hacer con nuestros actos, la que lleva a tantos a terminar
en las calles, durmiendo por los pisos del subte o en
los pasos bajo nivel, la misma que llevó a este Erdosain
actualizado a tomar y a drogarse hasta no reconocer
siquiera dónde ni qué estaba haciendo. Y no podía
culparlo por eso, pues recordé entonces una decisión
que tomé y que sólo podía reportarme dolor e insomnio,
y sin embargo fue mi voluntad elegirla entre opciones
mucho más dadivosas.
Y no era éste el único caso que podía traer
a mi memoria, simplemente era el más reciente.
Llegué a sentirme ínfimo frente a una avalancha de
posibilidades, y descubrí capricho e irracionalidad en los
actos volitivos. Pero cuando me proponía a evaluar los
condicionamientos del exterior sobre el acto caprichoso
de elegir (de ejercer nuestra voluntad), el tren se detuvo.
Al levantarme para descender, el hombre me
agradeció mucho por haberlo escuchado. Lo saludé
sorprendido y me bajé en Martínez. Mientras salía de
la estación, sobre el estrépito del vehículo otra vez en
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movimiento, creí oír un disparo.
Tal vez, como Erdosain, ese hombre ya había elegido.
81
Introspección
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aferro a esos principios). Al llegar te vi a ti, Prometeo,
desfigurado en una suerte de espejo de vano oropel,
sosteniendo la llama, triunfante. ¿Acaso sabías que tu
persona se transformaría en esto cuando nos insuflaste
el hálito de la vida? Yo, que he sido tu confesor (sé que te
acompañé en el albor de los tiempos, o eso creo ahora, o
tal vez te soñé en las noches de mis propios tiempos) sé
que esperabas otra cosa de tus creaturas; fuiste privado
de tu libertad por los dioses, y ahora que estos ya no
participan de la misma forma en los juegos mortales,
ningún hombre rompió tus cadenas en el Cáucaso y
clamó por tu intervención. Sólo han erigido una estatua
en tu nombre, que ni te recuerda ni te celebra, hace eco
de nuestro propio progreso, desalmado como el material
en que fue construida.
Recuerdo ahora a alguien de tu estirpe, el viejo
Proteo capaz de adoptar todas las formas. Y recuerdo al
atreida empeñado en sujetarlo y someterlo. No fui capaz
de percibir en este símbolo un precedente del afán de mi
última época, donde creemos –o queremos –abarcarlo
todo y subyugarlo todo.
Creí ser diferente, pero mis faltas (que pesan
infinitas sobre mis hombros) me demuestran que soy
simplemente otro hombre, y por eso todos los hombres;
y mis faltas infinitas que son y serán, son las de todos
los hombres.
He llegado a una posición de absoluto poder y
83
mi voluntad podría cambiar esta realidad; pero si algo
he aprendido, es que no está en mí tomar tal decisión, y
en consecuencia me he transformado en un extranjero;
por eso ya he deslizado el cristal y estoy pronto a
precipitarme, al vacío.
Quizá aun antes de alcanzar el fondo, ya sea uno
con el universo nuevamente.
84
Profusión espontánea
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comodidad estupefaciente.
Mejor, sentimos y nos sensibilizamos, hasta alcanzar
el matiz gris de pena, de saberse finito y limitado, el amor
desgarrador por llegar a ser lo que no podemos.
Y entonces, intentarlo.
86
El tiempo circular
A Natalia
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Por ejemplo, imagino un pescador que un día
entre los restos de un naufragio encuentra objetos que
su mente no puede nombrar y sus dedos no pueden
reconocer. Entre ellos, rescata un libro viejo, muy viejo,
ajado, mojado, y prontamente lo lleva ante su señor. Éste,
a efectos prácticos de la visión, podrá descifrarlo. Leerá
en él, con fruición, los viajes de Ulises, y los encontrará
una copia exacta de sus propias hazañas. En el conocido
lecho nupcial se lo leerá, divertido, a Penélope; pero ella
bostezará, aburrida de haberlo escuchado tantas veces.
Acaso este Ulises se sienta confundido ante el
hallazgo. Acaso le parezca normal pues sabe que está
repitiendo lo que ya sucedió. Lo que creo cierto, es que
se encargará de guardar el libro a buen recaudo, pues en
un futuro, en esa misma cama, otro Ulises se lo tendrá que
leer a su Penélope.
88
La biblioteca
89
de inoportuno o molesto; era un hombre centrado,
predecible y aburrido en todos los aspectos de su vida.
Tal vez a ello se debió la honda impresión que
sus palabras me causaron al visitarlo en su lecho último.
Aun a pesar del inminente advenimiento de la muer te,
Baltasar no había cambiado en nada, sólo tal vez en esa
nueva propensión a hablar. Su rostro seguía el mismo,
algo más mor tecino debido a la afección, su respiración
pesada, sus ojos escrutadores. Lo creía cristiano y su
confesión –permítaseme llamarla así –me recordó cuan
poco sabía de él a pesar de conocerlo desde pequeño.
Cuando me tuvo sentado bien cerca de
la cabecera, comenzó por afirmarme que estaba
plenamente convencido de la verosimilitud de lo que me
contaría. Hablando lentamente, meditando cada palabra,
Baltasar postuló la existencia de una biblioteca infinita y
eterna equiparable al universo –la biblioteca, el universo
mismo –en cuya estructura hexagonal se concentraba
absolutamente todo lo que había sido y sería, en hechos
y en potencia.
En un principio consideré la idea irrisoria (en
aquel momento me pareció original, aunque luego la
encontraría en diversas obras plenamente desarrollada,
y llegaría a concebirla como un pensamiento propio,
pero no es mi intención plantear tan perturbador
anacronismo) y con la tranquilidad de quien se sabe
haciendo una buena acción dejé que continuara.
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Dicha biblioteca se compone de un número
infinito de galerías hexagonales. Desde cada galería, hacia
arriba y hacia abajo pueden verse, a través de los pozos
de ventilación, otra cantidad indefinida de pisos.
La biblioteca existe ad aeterno; abarca todos los libros
y estos abarcan toda la realidad, irrealidad y posible realidad.
En este punto, Baltasar sonrió, y entre toses
aseguró que si supiéramos buscar el volumen adecuado
en el caos arbitrario, encontraríamos esta misma
conversación y todos sus finales posibles. El que se nos
presento sin poder recurrir a tal artificio fue la pronta
muerte del convaleciente.
No deseo simplemente perturbar el descanso de
mi amigo al hacer públicas sus confesiones, sino esbozar una
alarmante analogía que consume mis horas y me asfixia.
El extraño juego del destino me deparó luego un
lugar como director de una biblioteca, si bien algo más
modesta que la postulada por Baltasar.
En aquel lugar pasaría el resto de mi vida, y llegaría a
conocerlo a él.
Era ya mayor cuando cruzó por vez primera
el umbral –acto ritual que seguramente se repetiría
con voluntaria parsimonia hasta el fin de los tiempos,
en caso de que exista (lo dudo) un fin para el tiempo.
Su rostro, apergaminado, al igual que su pulcro y
desabrido traje gris; su espalda, levemente encorvada,
proyectando el cuello hacia delante en la actitud de quien
91
constantemente busca algo.
Trabajaba en su propia mesa, rodeado por
torres que él se divertía en erigir a su alrededor. Leía y
escribía, cada vez haciendo un mayor esfuerzo debido
a una gradual ceguera que comenzó a atacarlo desde
el momento mismo de pisar aquel suelo que ambos
considerábamos sagrado.
Al respecto, escribiría luego los conocidos versos:
92
perder el tiempo en consideraciones sobre un ignorante
autor, baste aclarar que explicaba los viajes de Ulises como
una búsqueda del centro del cosmos perdido, con la
vehemencia del joven que se asoma por primera vez a un
mundo que lo supera. Al sentir la culpa de tamaña pérdida
de tiempo, se prometió no volver a pasar por ese pasillo.
Y allí mismo fue donde la verdad universal
lo iluminó; entre libros cuya entidad física ya le era
imposible definir en la oscuridad que lo había consumido,
concibió y escribió esta terrible verdad que muchos
años antes había oído pronunciar a Baltasar. La biblioteca
donde se encontraba, donde yo me encontraba (la
misma en que ahora nos encontramos) era infinita, era el
universo. Allí él –yo –había podido leer los libros que él –
yo –había escrito; allí se había concebido por vez primera
–y única –la idea que lo contenía en sus páginas, la idea
que Baltasar le había sugerido a él –a mí.
Se que mi fin ha llegado, y lo recibiré haciendo
lo que siempre hice, leyendo y escribiendo (aunque mi
ceguera me obligue ahora a valerme de alguien más).
Sé que si usted revisa el caos arbitrario de esta infinita
biblioteca no sólo encontrará todas estas palabras que
he utilizado, sino que se topará también con las que he
omitido en el infinito abanico de mis posibilidades; y más
interesante aun, sabrá que sucede tras mi muerte.
Me atrevo a pensar que hasta tal vez encuentre
una página donde se demuestre que esta biblioteca que
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nos contiene ni siquiera existe.
94
El vuelo del martín pescador
95
Ella
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A vision came over me
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Te desligarás de lo que conoces,
para participar en algo más,
y entonces, en una lengua ajena
pero que comprendes, despacio,
recitando palabra a palabra, cifrarás
el universo, en un único poema.
98
Tres días
99
Atavismo
-¿Puedo hacerlo?
-No, está prohibido.
Tus padres ya no podían,
ni sus padres
ni sus padres
ni sus padres
ni sus padres
ni sus padres
ni sus padres
…
100
Confines
101
Final de la semana
102
Sus emociones ya no me corrompen.
Ahora el demonio sonríe, y yo,
le devuelvo la sonrisa.
103
Lo inesperado
Se ha desprendido de su cuerpo;
ahora es un tercero y contempla,
un hombre, la piel cuarteada,
ardiendo al sol sin alivio.
De pronto, una brisa lo refresca,
le acaricia la cara, lo consuela,
le hace sonreír y parece mitigar
el malestar que lo aqueja.
104
que pueda volver a aliviarlo.
Y yo lo miro y lo comprendo,
sé que ha aprendido a amar.
Y yo a través de él.
105
A poem for the island
106
Britons of now and ever,
thank you for allowing me
to write this useless pages
(I wouldn’t dare more)
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1120 A.D.
108
el espíritu guerrero de tu casta,
el ánimo ardiente de sus abuelos.
109
Angustia
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Visiones inducidas
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Que el mar se inflama con el aliento del reptil
y el viento huracanado por el batir de sus alas
ahoga el estrepito del choque brutal.
Y ese cúmulo de sensaciones que es su ser,
mientras pinta deja escapar una lágrima
que moja el lienzo y agrega al paisaje
parte de su alma. Una lágrima que se derrama
por la funesta suerte del valiente varón
y de quien no comprende por qué es el enemigo,
el fiero dragón.
II
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Desde dentro alguien mira y se pregunta, (podría ser un
mago)
qué es lo que falló, algo pasó y no fue intencionado;
él es todo lógica, razón pura, y ahora está perplejo,
el dragón ardiente en su interior ha escapado al yugo
y vuelve a quebrar su mundo erigido en frío cálculo.
Ya la tierra se conmueve, vibra y se estremece,
la tormenta extingue el sol y el alcázar se tuerce.
La fortaleza se derrumba y hasta sus cimientos
son esparcidos al viento, y la tormenta no amaina
(recrudece),
y las pasiones tanto tiempo controladas
reclaman lo que es suyo y toman la vida del mago…
para transformarla.
113
Una orilla
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La víspera
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El legado
Inicio
Un mundo agoniza, enfermo, apestado.
Es un cuerpo enquistado de parásitos.
Enquistado por quien, ávido de saber,
vende su alma y se proclama Dios.
Quien reemplaza Vida por constructos
soñados en una noche interminable.
Cual nube corrosiva, exterminadora,
se derrama sobre un mundo que agoniza.
Invasión
La invasión comienza, implacable.
El odio precisa consumir otro mundo
tratando de saciar su hambre infinita.
Las razas siempre divididas, olvidan
diferencias menores, pues se avocan,
a detener un mal mayor. La muerte
que se presenta con una forma nueva
a cada momento. La muerte,
El fin de un mundo.
116
Defensores
La tierra se defiende ante la enfermedad.
En sus entrañas despierta del letargo
la simiente que esperaba dormida.
Los legendarios vuelven a volar,
y el terror de sus imágenes
es símbolo de esperanza.
Un barco surca cielos
de rojo encendido.
Es tiempo de héroes,
en un mundo que agoniza.
Contra ataque
Nueve caminantes guiados
por un espíritu antiguo,
por quien vendió sus ojos para poder ver,
se imponen al mal informe y lo atacan,
para destruirlo en su núcleo, al igual
que la mala hierba se extirpa de raíz.
Ninguna fuerza puede resistírseles,
pero como el mal enquistado en el mundo,
la ambición anida en sus corazones,
y los traiciona antes del fin.
Final
Los caminantes no fracasan.
117
El arma del Legado está depositada
en héroes menores, que en barco
cruzan los cielos encendidos de rojo.
Cuando quien se proclama Dios
abre las puertas a este mundo
y se derrama cual nube corrosiva.
El secreto en los ojos del caminante ciego
logra salvar al mundo que agoniza,
de ser consumido por el odio eterno.
El legado
Acaso la historia referida jamás sucedió.
Pero crecimos a su sombra, escuchándola,
y hoy me parece verdadera,
pues ya es una parte más de mí.
118
Las formas
119
sus fechorías.
¿Será éste nuestro caso?
120
Buenos aires
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J. K. en lomas
122
Beldamar
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Lo inasible
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Hoy atardece otra vez, y mañana luego,
es siempre el mismo, en mi alma sin sosiego.
125
Emanaciones
Ha empezado a llover...
Es de madrugada y los dioses
se deshacen y se derraman dentro
de un alma de letargos y borrascas,
de éxtasis efímeros y nostalgias encarnadas.
¿Y soy yo quien contempla la lluvia?
Yo soy el que llueve, el ritmo propicio
del recuerdo y el pensamiento, encontrados.
Soy una gota, la eternidad fragmentada.
Lluevo junto a eternas gotas, soy eternidad.
Chorreo sobre la tierra, baño un amuleto
cifra de un hombre, lo fundo al barro elemental.
De allí lo regreso, lo guardo, lo celo.
Pues soy el hombre de ojos brillantes
que no duerme y se descubre en la lluvia.
En la lluvia que se deshace en el alma
y arranca el sueño y siembra
éxtasis efímeros y nostalgias encarnadas.
Nostalgias de rostros ya desfigurados,
esperanzas vanas, anhelos de madrugada.
Soy un hombre que guarda un amuleto,
126
quisiera ser lluvia. Quisiera ser eternidad.
Quisiera al menos, ser una gota.
La escritura de Esteban Niedojadlo Unamuno regresa
a sitios gigantescos, a cimas que suelen parecer inaccesibles
y a honduras que, en tiempos de apuro y medianía, parecen
insondables. Sin embargo, esta poesía regresa. Escala, ahonda
y vence. Nos enseña que sigue siendo imprescindible cantar
en voz heroica.
Leo estos poemas, y creo ver a Whitman sentado al
fondo del libro, asintiendo con su sombrero lírico. Y a
Borges, claro, reconfirmando sus más amados símbolos.
Leo esta poesía y veo gigantes.
Algo más, si no distingo entre versos y prosa es porque,
en este libro, la distinción no me parece necesaria.
Liliana Bodoc