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Duelo y trauma: acerca de la urgencia subjetiva

“Nada creado que no aparezca en la urgencia, nada en la urgencia que no engendre su


rebasamiento en la palabra”. (Lacan, 1953)1
La urgencia no solo como algo que empuja, sino también como algo que tiene efectos de
creación. Rebasa implica exceder cierto límite, en este caso, un desborde, aquello que sobrepasa
lo que la palabra puede nombrar.
Mientras Colombia se adentra en una nueva etapa con la implementación de los acuerdos de paz, uno de los desafíos
más complejos que debe enfrentar como nación es la reconstrucción de su tejido social, profundamente lacerado tras
décadas de estar soportando toda suerte de combates, ataques y negligencias. La recuperación, e incluso la
transformación de las comunidades más golpeadas por el conflicto, dependerá en gran medida de una renovación
institucional profunda, la cual incluye a una de las piedras angulares del posconflicto: la elaboración de las pérdidas de
las víctimas.
En lo que sigue, procuraré establecer algunas coordenadas para pensar este asunto en el marco de la clínica. Es sabido
que ante la experiencia de la pérdida, el mundo de una persona queda desierto, por cuanto la implacable irrupción de
lo imprevisto deja al sujeto suspendido de las hilachas desgarradas del hilo de su historia. “No tenemos un lenguaje
para los finales”2, nos dice el poeta, intentando poner palabras al mudo dolor de la ausencia. Pérdida real, la muerte,
conmueve el andamiaje subjetivo, provoca el duelo en el sujeto. No obstante, como afirma Lacan, no estamos de
duelo sino por alguien de quien podemos decirnos “yo era su falta”3 y, por lo mismo, “sólo se puede hacer el duelo,
de aquel cuyo deseo causamos”. En ese tiempo primero de retiro del afecto, la falta vuelve al sujeto, pero será necesario
descubrir, en un segundo tiempo, en qué cosa le hemos faltado al ser amado, para representar su falta. Esto se
corresponde con lo que dice Freud: “aun siendo notoria para el enfermo la pérdida ocasionadora de melancolía:
cuando él sabe a quién perdió, pero no lo que perdió en él”. 4
Y bien, ¿por qué enferma el mentado y comentado “traumatismo psíquico” que puede ocasionar el duelo, tal como
lo entienden el vocabulario y la ideología corriente? Digámoslo de golpe: porque instaura una discontinuidad en la
vida, es decir, en la memoria de la vida, ese panteón que guarda los restos fósiles de los momentos pasados y honra a
los que han fallecido. Conservamos la espectral memoria, triste aunque sean alegres los recuerdos, porque estéril es el
paisaje de lo que nunca volverá a ser. Por eso, como afirma Braunstein “lo muerto no es el olvido sino la memoria”.
Después del acontecimiento hiriente es imposible suturar la memoria y regresar al estado anterior. Hay un antes y un
después de ese desventurado momento; a partir de él uno es sobreviviente. El traumatismo es lo irreversible; eso que
no puede no haber sucedido, un desgarrón en el lienzo del tiempo. Es evidente que hay algo que el otro se llevó
cuando se fue o se murió, y esta ausencia permanece como marca indeleble, convirtiéndose, en el interior del yo, en
ampolla, cicatriz, tejido muerto y mudo, una ausencia en el campo del lenguaje. De eso no se habla porque faltan las
palabras que podrían nombrarlo. Es lo incomprensible e inconcebible, quistes en el corazón de la subjetividad.
De manera que, si en ocasiones nos quejamos de la incapacidad del lenguaje para transmitir las sensaciones y el goce
que puede producirnos el olor de una flor o la emoción de un acorde, hablar del horror cuando aún se tiene la muerte
zumbando en la boca puede resultar una tarea imposible. En efecto, ni el más locuaz sobreviviente puede transmitir
la densidad del horror, ni el más atento auditorio es capaz de aprehenderlo. No obstante, es fundamental advertir que
aun en la urgencia le es posible al sufriente pronunciar una palabra que se abra paso en ese aleteo, e irrumpa, aún
trémula y desesperada. Pero, ¿cómo hacerlo?, ¿con qué lenguajes?, ¿cómo desenvolver la memoria sin coleccionarla?,
¿cómo alentar la necesidad del recuerdo sin que este se transforme en un deber, en una consigna que aplaste al sujeto?
Nos pueden orientar dos advertencias. Primero, que a veces la escritura del horror no se hace en el papel, por cuanto
las palabras de la lengua faltan para ello. El cuerpo, entonces, como superficie que abriga el testimonio del desastre,

1 Lacan, J. (1992). “Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis”. En: Escritos 1, Siglo XXI, Buenos Aires,, p. 231.
2 Juarroz, R. (1992). La creación del arte. Incidencia freudiana. Ediciones Nueva Visión: Buenos Aires.
3
Lacan, J. La angustia.
4 Freud, S. (1979) Duelo y Melancolía.
puede resonar ante aproximaciones estéticas, abriendo la posibilidad de trasmutar ese nostálgico material poética y
artísticamente. Segundo, reconocer que recordar es mucho más que una obligación moral; es, ante todo, un
reconocimiento crítico sobre qué, cómo y para qué se recuerda.5
Quien vivió en las épocas del conflicto armado en Colombia, queda marcado por el desastre súbito, instantáneo,
imperecedero, y ya no podrá regresar al pasado. Las víctimas saben que lo son y a la vez no quieren ser definidos
como tales por el Otro. Saben bien que no existe la identidad de la víctima, sino una irremediable alteridad en el curso
de una vida fracturada. Es por lo mismo que debemos estar advertidos de “la falsa unificación de las muestras”, por
ejemplo, de esa operación en que se toman como poblaciones homogéneas a las FARC, a las víctimas, a los
reinsertados, a los miembros de las fuerzas armadas, etc. 6. Y es que, aunque cada día resulta cada vez más apremiante
para el profesional de la salud mental entrenarse para encontrar lo que en un sujeto-víctima se suma a una nosología
determinada, es menester, en el trabajo de duelo, tener presente que el universal no puede anular la odisea de los
particulares. Cada uno de esos “todos” es víctima de un modo singular, el suyo. No cabe colectivizar la victimización.,
pues el significante en sí, creado para designarlos, los encarcela y ellos querrían liberarse de sus efectos desubjetivantes,
de la imposición de una marca que los condena a presentarse con el rótulo indeleble de testigos de lo inenarrable.
Lo que les sucede, el drama que viven, no es un indicio de anormalidad sino, como es el caso de todo síntoma para el
psicoanálisis, la mejor respuesta frente a la coyuntura histórica que les tocó vivir. Una alternativa ante la imposibilidad
que reside en el testimonio es aceptar la presencia irreductible de “eso” real, hacer un lugar a la escena dramática
incrustada en el sujeto y, cuando la evocación aparezca en el discurso, fuera de toda incitación o invitación,
“contaminarla” con lo imaginario y lo simbólico, enlazarla en una cadena significante. Se podrá construir, primero, un
sentido provisorio, una historización del acontecimiento, una ficción que restituya la función subjetiva, con el objetivo
de, en un segundo tiempo, poner a trabajar a ese sujeto sobre la situación de urgencia, situar un sujeto responsable
que debe dar cuenta de la historia que tejió con ese a quien amó. Este sería un camino inverso al que recorre el
psicoanalista en las neurosis clásicas donde el resultado final es el encuentro con un núcleo real traumático e
insoportable, vuelto posible por la presencia del funcionario del inconsciente que, si debe pasar por la reconstrucción
narrativa del pasado, lo hace para rasurar su sentido, para deconstruirlo, para desarmar los fantasmas.
Es por esto que he querido traer la noción de urgencia: esta se produce cuando el sujeto o la situación social o familiar
ha llegado al límite y requiere por resolver algo en el aquí y ahora. Retomo las palabras de J. A. Miller: “se trata de una
modalidad temporal que corresponde con el advenimiento de un traumatismo”. La urgencia, entonces, supone haber
llegado a un confín tras el cual se vislumbra el desastre, el riesgo de agresión o suicidio, la muerte, la desaparición
subjetiva, la exclusión social. Por ello, conjeturo que, ante la urgencia subjetiva suscitada por el cataclismo de la
pérdida, no se deberá actuar representando el papel convencionalmente atribuido al analista freudiano, colocado en
posición de neutralidad y dedicado a buscar y otorgar un sentido libidinal por medio de interpretaciones que, en estos
casos, no podrían sino multiplicar el absurdo y el trastorno en el que se hundió el doliente. La propuesta es, cuando y
si el recuerdo aparece, contextualizar al acontecimiento, hacerlo participar en una razón histórica que incluya también
nebulosos golpes del azar sin acusar ni absolver al sujeto-víctima. Historizar, propongo, en ningún caso denunciar o
tratar de desarmar los mecanismos de defensa empleados; respetando y valorando en el doliente su recurso a todas
las maniobras del inconsciente que le protegen de un mayor descalabro.
Y bien, hacer frente a la imposibilidad, tal como lo planteo, no implica legar un ilusorio ayer a la memoria, aportar
ficciones redentoras o maquillar el dolor, se trata de atravesar, mediante un cierto lenguaje, el mutismo infecundo, y
así cernir los alacranes del desastre que anidan más allá de la memoria y la historia; en otras palabras, me refiero a una
operación de des-victimización, que supone impugnar el estatuto ontológico del ser-víctima, es decir, distinguir en
ello una posición de carácter transitorio y no existencial.
Por último, considero necesario subrayar la importancia de la presencia del Otro, el testigo, la escucha y la mirada, la
transferencia, pues ¿cómo podríamos tener un recuerdo si no fuese porque hay otro que lo escucha y lo rubrica con
su acuerdo o su incredulidad? La memoria es vínculo social. Es una demanda dirigida a un destinatario, no se garantiza

5Todorov, T. Los abusos de la memoria.


6Gutierrez, M. (2017). Retos para las intervenciones psicológicas y psicosociales en Colombia en el marco de la implementación de los
acuerdos de paz entre el gobierno y las FARC-EP. Avances en Psicología Latinoamericana, vol. 35, no. 1
a sí misma. Es por ello que escribe Lacan: “lo que busco en la palabra es la respuesta del otro. Lo que me constituye
como sujeto es mi pregunta. Para hacerme reconocer por el otro no profiero lo que fue sino con vistas a lo que será”7.
En este sentido, se vislumbra la necesidad de alguien que tome a su cargo la desesperanza y le otorgue un porvenir a
la memoria; alguien capaz de escuchar, de encarnar un semblante que invite a no ceder ante lo mortífero, en síntesis,
alguien que le muestre al sujeto que, pese a todo, hay que seguir, y que tan solo a partir de ese despliegue narrativo,
de ese balbuceo del horror, se inaugura su posibilidad de ser-en-el-otro. He aquí, así delineada, una orientación clínica
que sitúa la urgencia subjetiva en el intercambio lenguajero, para hacer surgir nuevas coordenadas que permitan al
sujeto hacer cara a las contingencias propias del insoslayable dolor de existir, eventualidad que se hace manifiesta
cuando este logra apoyarse en los blandos colchones de la palabra, pero también cuando ese otro está tendido hacia
él, recogiendo y amparando lo indecible.

7
Lacan, J. (1992). “Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis”. En: Escritos 1, Siglo XXI, Buenos Aires, p. 231.

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