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Alfred Hitchcock - Historias para Leer A Plena Luz PDF
Alfred Hitchcock - Historias para Leer A Plena Luz PDF
Recopiladas por
Alfred Hitchcock
Historias
para leer a
plena luz
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
A rgum ento
Diecisiete relatos de misterio,
suspense y terror, recopilados por un
maestro del género, Sir Alfred
Hitchcock.
Una certera selección que propone al
lector una experiencia difícilmente
comparable, porque cada uno de estos
relatos, seleccionados por el genio
indiscutible del creador de obras
maestras como Psicosis, Vértigo o Los
Pájaros, ofrece una refinada dosis de
emoción, de escalofriante angustia.
La infinita gama perversa del
suspense, para lectores con nervios de
acero, recomendada por la máxima
autoridad del género, al alcance de
todos en esta colección de relatos
breves y escalofriantes.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
Relatos
1. Muerte fuera de temporada
Mary Barrett
2. Testigo en la oscuridad
Fredric Brown
3. Sombras en la carretera
Robert Colby
4. El vencimiento de la hipoteca de míster Mappin
Zena Collier
5 . Granny
Ron Goulart
6. La patrona
Roald Dahl
7. Tres formas de robar un banco
Harold R. Daniels
8. Ningún cabo suelto
Miriam Allen deFord
9. Adiós, papá
Joe Gores
10. Asignación
James Cross
11. El arribista
Rober J. Higgins
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
12. Te reconocería en cualquier parte
Edward D. Hoch
13. El montón de arena
John Keefauver
14. Momento crítico en el Doble Cero
Warner Law
15. Los años amargos
Dana Lyon
16. El mejor amigo del hombre
Dee Stuart
17. Asesino en la autopista
William P. McGivern
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
I ntrodu cci ón
Buenos días.
Digo buenos días en lugar de mis acostumbradas buenas noches como simple
medio de advertencia. Estas historias sólo se deben leer por la noche si padece usted
de un insomnio incurable y no puede quedarse durmiendo de ningún modo. Desde
luego, si trabaja durante el día no le queda otra elección, a menos que su jefe sea
extremadamente tolerante. En cualquier caso, puede usted leerlas siempre que
halle el tiempo necesario y esté anhelando encontrar un rato de relax.
Corrección. No deseo que llegue a conclusiones erróneas. El contenido de este
libro difícilmente puede ser considerado como relajante. Quizá sea sobrecogedor,
horripilante y, sin duda alguna, entretenido. Lo sé porque soy considerado un
experto. Con una característica falta de modestia, he permitido ser anunciado como
un maestro del suspense. De hecho, la descripción es exacta, y debe usted admitir
que está totalmente, justificada.
Al igual que sucede con todos los llamados expertos, mi consejo es solicitado a
menudo por entrevistadores que buscan definiciones. Me preguntan simplemente
qué es este asunto del suspense. Bien, hace años consulté uno de esos enormes y
completos diccionarios, que sólo puede uno mover con ayuda de una grúa. Definía
el suspense como incertidumbre acompañada de aprehensión.
Bastante justo. En mis películas, trato de intensificar esa aprehensión hasta un
punto en que se convierta en insoportable. Ese es el nombre del juego. Y creo que
los autores de esta colección han alcanzado un resultado similar con notable éxito.
Todos ellos son artífices prácticos en esta siniestra profesión y aquí ofrecemos una
fuerte muestra de su arte tenebroso.
Una última advertencia. Antes de pasar a la página siguiente, por favor, hágase
un chequeo con su cardiólogo. No acepto ninguna responsabilidad. El riesgo es
suyo. Después de todo, deben gustarle esta clase de cosas, pues, en caso contrario,
no estaría leyendo lo que acaba de leer.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
ALFRED HITCHCOCK
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
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MUERTE FUERA DE TEMPORADA
MARY BARRETT
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
De todos modos, miss Witherspoon estaba acostumbrada a las burlas,
pues, durante el transcurso de los años, había adquirido la fama de ser la
persona más excéntrica de la ciudad. Cierto es que otras personas de la
ciudad se desviaban de diversas formas del comportamiento usual...,
borrachos, personas de actitudes imbéciles, e incluso un asesino, si se
contaba a aquel Jake Holby que golpeó a su delgada esposa hasta causarle
la muerte, cuando la descubrió en el pajar del establo con su empleado. Sin
embargo, ninguno de estos aberrantes comportamientos era considerado
tan peculiar como la insistencia de la anciana miss Witherspoon en
mantener el más completo aislamiento. Ninguna persona había penetrado
nunca en el interior de su pequeña casa, y únicamente los chicos más
temerarios, incitados por los riesgos más irresistibles, se aventuraban a
traspasar la puerta o a saltar sobre la verja blanca, para penetrar en su bien
cuidado césped, aunque esto lo hacían sólo en la oscuridad de la noche,
una vez que la anciana se había dormido.
Años atrás, los chicos de la ciudad habían compuesto un sonsonete
burlón que todavía se cantaba con regocijo: «Miss Witherspoon es un
tostón.» Aunque los chicos pensaban que era una frase ingeniosa, muy
pocos de ellos se atrevieron jamás a pronunciarla ante la anciana, pues,
aunque odiaban admitirlo ante sí mismos y ante los demás, la verdad es
que todos se sentían atemorizados ante ella.
En la ciudad, nadie recordaba que miss Witherspoon se hubiera dirigido
espontáneamente a ninguna persona que pasara por la acera: tampoco se
recordaba que hubiera saludado alguna vez a un vecino a través de la
verja. Nunca había llevado sopa a los enfermos, ni pasteles a los afligidos.
En resumen, no observaba ninguna de las costumbres sociales habituales.
Si alguna vez alguien se atrevió a preguntarle el porqué, y si ella decidió
contestar, habría dicho que prefería las plantas a la gente, principalmente
porque las plantas no pecaban y eran incapaces de causar mal, y además
porque, manteniendo su aislamiento, podía observar mejor y
objetivamente los delitos cometidos por quienes la rodeaban.
Sin embargo, miss Witherspoon observaba un ritual propio, más o
menos social, que realizaba fielmente una vez al año, la Noche de
Walpurgis. Mistress Laurel se había referido precisamente a este
acontecimiento anual, pero ella no conocía, como no lo conocía ninguna
otra persona, el ritual completo. Por primera vez, miss Witherspoon estuvo
jugando este año con el pensamiento de alterar ligeramente su modelo de
actuación. Después de todo, se estaba haciendo vieja y la artritis de sus
dedos empezaba a ser un serio y creciente inconveniente. Puede que no le
quedaran muchos años más para llevar adelante todo el programa. Quizá
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
este año, y sólo por una vez, debiera preocuparse de cuidar a dos personas,
en lugar de a una sola. Pero finalmente decidió lo contrario. Una vez que
se ha seguido con éxito un modelo de conducta, es mucho mejor
mantenerlo.
La Noche de Walpurgis era la única fecha del año que tenía algún
significado para miss Witherspoon, la única que ella marcaba en su
calendario. Era la víspera del Día de Mayo, nombrado según una
misionera y abadesa inglesa que había alcanzado gran renombre
expulsando a las brujas. Como saben todos aquellos que hayan leído a sir
James Frazer, ésa es la noche preferida por las brujas para salir.
La víspera de Walpurgis de cada año miss Witherspoon preparaba
exactamente diez canastillas de flores de mayo. Y cada año, durante
aquella noche, las colgaba a hurtadillas de los pomos de las puertas de diez
casas distintas. Nunca eran las mismas casas, aunque, como consecuencia
del paso de los años, se había visto obligada a repetir en ocasiones. Y cada
año, una y sólo una de las canastillas de mayo era especialmente elegida
para contener algo particularmente interesante.
Naturalmente, los habitantes de la ciudad sabían perfectamente quién
era su benefactor del Día de Mayo. Sólo el jardín de miss Witherspoon
podía proporcionar una variedad tan abundante de flores y hierbas.
Para los habitantes de la ciudad, era una especie de juego especular
sobre quién se vería favorecido con las pequeñas canastillas de flores y
hierbas que, inevitablemente, iban acompañadas por un verso o un dicho
escrito por la cuidadosa mano de miss Witherspoon. Todo el mundo se
burlaba disimuladamente de esta prueba anual de la excentricidad de la
anciana. De lo que no solían darse cuenta era de que, cada año, el
destinatario de una de las canastillas se encontraba con un extraño e
inesperado destino.
Pero eso no importaba. Miss Witherspoon no buscaba fama ni crédito
por su trabajo.
Mientras escogía y arrancaba cuidadosamente las flores para cada
canastilla, el sol le daba cálida y reconfortantemente sobre su espalda. Ella
saboreaba en su mente sus queridos nombres latinos —Lathyrus odoratus
(guisante de olor), Lobularia marítima (aliso de olor), Convallaria majalis (lirio
de los valles), y, desde luego, el fabuloso jacinto que surgió de la sangre del
amigo moribundo de Apolo—, «esa flor sanguínea dedicada con dolor».
Las canastillas quedaron finalmente llenas y las colocó a la sombra
fresca del arce. Y ahora, para terminar, debía tomar la decisión más
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
importante. ¿Qué hierba debía elegir para la favorecida décima canastilla?
Miss Witherspoon podía utilizar el rizoma de la manzana de mayo; pero
eso quizá no fuera lo bastante bonito como para captar el interés. La
espuela de caballero podría servir, pero eso significaría secar las semillas y
quizá supondría más trabajo del necesario.
En consideración al simbolismo, se sintió tentada de utilizar la flor
«hermosa dama», belladona, o, por la misma razón, el acónito. Pero no. La
mejor elección sería la Digitalis purpurea, la dedalera. Cierto que su jardín
sólo contenía la variedad americana, la Phytolacca americana, y que a ella no
le gustaba el feo sonido de su nombre americano. Pero, a pesar de todo, las
oscuras bayas moradas eran bonitas y servirían igualmente para su
propósito. Así pues, fueron a parar a la décima canastilla, junto con un
verso de Rudyard Kipling, que copió con su primorosa escritura:
Excelentes hierbas tenían nuestros antiguos padres…
Excelentes hierbas para aliviar su dolor.
En una noche así,
Medea recogió las hierbas encantadas.
Nueve canastillas quedaron colgadas y, después, la décima fue a parar...
a la puerta de mistress Laurel.
Dos días después, Edward Johnston, el sastre, falleció de una muerte
dolorosa e inexplicable, víctima de algún violento vomitivo ingerido
accidentalmente y que, al parecer, le fue servido en una comida preparada
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
por la atractiva divorciada. Porque, lo más extraño del caso fue que no
murió en su propia casa, rodeado de su esposa y de sus cuatro hijos, sino
en casa de la encantadora vecina de miss Witherspoon. Por su parte, miss
Witherspoon fue la única de la ciudad que no se sorprendió de que
muriera allí, pues sólo ella había observado las frecuentes visitas
clandestinas del sastre, y sólo ella suponía cuál de los diez mandamientos
estaba siendo transgredido en el interior de la casa de mistress Laurel.
A la mañana siguiente, después de que estas terribles noticias se
extendieran por la ciudad, miss Witherspoon estaba trabajando
tranquilamente en su jardín, como siempre, cuando llegó un visitante muy
poco usual. El sheriff se acercó a ella andando sobre las piedras planas del
camino.
—Buenos días, miss Witherspoon —saludó desde el camino, junto al
césped.
—Buenos días, sheriff —contestó ella, mirándole desde un macizo de
flores, sobre el que había estado inclinada—. ¿Desea usted hablar
conmigo?
—Así es.
El vacilante tono de voz del sheriff puso al descubierto sus dudas y lo
incómodo que se sentía. Ahora que la podía mirar directamente, le pareció
una persona absolutamente inocente, incapaz de hacer daño a nadie. Y, sin
embargo, cuando su teoría había terminado por confirmarse aquella
mañana, le pareció firme... aunque de una forma extraña.
—Entremos —sugirió miss Witherspoon—. Allí podremos hablar
tranquilamente.
Los dos penetraron en la fría y débilmente iluminada sala de estar y se
acomodaron en sendas sillas, una frente a la otra, con la mesa de té en
medio. «Britomar» saltó al regazo de miss Witherspoon, y la anciana
acarició a la gata mientras habló:
—Le he estado esperando desde hace años —dijo.
—¿De verdad? —preguntó el sheriff, claramente desconcertado por
aquellas palabras.
—¡Oh, sí! Sabía que no era usted un estúpido, y que algún año llegaría a
darse cuenta de la verdad acerca de mis pequeños rituales.
—¿Quiere decir que ha... ¡eh!... hecho esto antes?
Miss Witherspoon asintió con la cabeza.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
—¿Sabía usted que acabaría por ser descubierta y sin embargo, continuó
haciéndolo?
—Claro que seguí haciéndolo. No abandonaría usted fácilmente su
trabajo, su misión en la vida, ¿verdad, sheriff? —la anciana se detuvo,
aunque la pregunta era evidentemente retórica—. Claro que no lo haría —
se contestó a sí misma—, y tampoco lo haría yo. Después de todo,
trabajamos en lo mismo, y ninguno de nosotros podría abandonar
honorablemente su tarea. El mundo necesita de nuestros esfuerzos.
El sheriff, que ya empezaba a comprender, preguntó con amabilidad:
—¿Y cuál cree usted que es nuestro trabajo?
—¡Cómo! —exclamó—. Limpiar la ciudad de malhechores —afirmó,
como la cosa más natural del mundo—. Hay demasiados para que usted
solo se encargue de todos, y muchos de ellos no despiertan su atención.
Eso es por lo que todos los años selecciono a un solo candidato para su
extinción.
El sheriff no supo qué responder.
Miss Witherspoon apartó a la gata de su regazo y se levantó.
—Perdóneme. Haré el té.
Al cabo de unos minutos regresó de la cocina con una bandeja sobre la
que había colocado los elementos necesarios para servir el té. Durante su
ausencia, el sheriff había decidido cuál sería su próxima pregunta.
—¿Cómo escogía usted sus..., ¡ejem!..., sus candidatos para la extinción?
—preguntó.
—Muy simple: tomaba nota de las personas que violaban uno de los
diez mandamientos y las disponía por orden. Este año había llegado al
séptimo mandamiento —se miró las manos, plegadas sobre su regazo,
como si no se atreviera a pronunciar en voz alta las palabras ante la
presencia de un hombre—: No cometerás adulterio.
—¿Quiere usted decir con eso que..., que ya ha eliminado a otras seis
personas? —preguntó el sheriff.
—Así es —el orgullo con que contestó miss Witherspoon fue evidente—,
empezando por la persona que violó el primer mandamiento con un
mayor descaro... John Leger, el presidente del Banco, que tanto adoraba el
dinero... y así seguí con la lista hasta llegar al número siete.
Se detuvo un momento, como si esperara un elogio, pero al ver que no
escuchaba ninguno, continuó:
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
—Mi mayor dificultad se me presentó el año pasado... para encontrar un
candidato para el número seis. Usted hace un trabajo muy eficiente cuando
se trata de detener a los pocos que matan —ahora adoptaba el tono de un
profesional que está hablando con otro—. Pero al fin conseguí lo que
buscaba. Como comprenderá, el mandamiento no especifica lo que no se
debe matar, y todo el mundo sabía que Edna Fairbanks solía preparar
carne envenenada para que se la comieran los gatos.
—¡Así es que fue eso! —exclamó el sheriff, dando un suspiro al haber
podido resolver de pronto aquel enigma que le atormentaba desde hacía
un año. Y entonces preguntó—: Pero ¿qué sucede con usted, miss
Witherspoon? ¿No ha estado violando usted misma el sexto
mandamiento?
—En realidad no —contestó la anciana, brillándole los ojos ante el placer
de poder revelar finalmente a alguien su inteligencia—. He pensado en
todo eso con mucho cuidado. En realidad, no he matado a nadie. Me limité
a poner a su alcance el instrumento de la muerte. No hay ningún
mandamiento que prohíba eso.
El sheriff pensó que la anciana estaba mucho más loca de lo que se había
imaginado. En voz alta, preguntó:
—Pero usted se aseguró de que esas personas utilizarían el instrumento,
¿no es cierto? Fue la nota encontrada en la canastilla de mistress Laurel la
que me hizo pensar en usted.
—Es cierto que mis notas animaban a esas personas a utilizar mis
hierbas, pero sólo tuve éxito porque los mensajes que les daba estimulaban
lo peor de las personas que los recibían... era la misma maldad por la que
estaban siendo castigadas.
—Bien —dijo el sheriff, admirándola muy a su pesar—, ha hecho usted
un trabajo concienzudo Pero, aunque haya sido así, comprenderá que no
podemos dejarla en libertad.
—¡Oh! Eso lo comprendo —dijo miss Witherspoon alegremente—.
Usted tiene un trabajo que hacer.
El sheriff suspiró con alivio. Aquel asunto se iba a desarrollar mucho
mejor de lo que había temido.
—Tómese un poco de tiempo para arreglar sus cosas —le dijo—, y
volveré más tarde a por usted con una orden de arresto.
—Eso está bastante bien —dijo miss Witherspoon mientras le
acompañaba hacia la puerta.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
Después de todo, el jugo de perejil que había echado en el té del sheriff
actuaría con rapidez y efectividad. Era tan mortal como la cicuta que
bebiera Sócrates.
Sentía mucho que esta muerte tuviera que producirse fuera de
temporada. Pero, al fin y al cabo, se trataba de una emergencia. Tampoco le
había dicho al sheriff que se había visto obligada a saltarse uno de los
mandamientos de la lista. Por lo que sabía, el sheriff no había robado nada.
Pero sin duda alguna estaba a punto de violar el mandamiento número
nueve, pues ¿acaso no estaba planeando sostener un falso testimonio
contra ella? Se había dado cuenta de eso inmediatamente.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
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TESTIGO EN LA OSCURIDAD
FREDRIC BROWN
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
»Ayer por la tarde estaba en su habitación —en la que aún permanece—,
hablando con un amigo suyo llamado Armin Robinson, que había ido a
verle. Sus esposas, la de Easter y la de Robinson, se habían marchado a la
ciudad a ver una película. Los dos hombres estaban solos en la casa... a
excepción del asesino.
»Armin Robinson estaba sentado en una silla, cerca de la cama, y la
puerta de la habitación permanecía entreabierta. Max Easter estaba
semisentado en la cama, y los dos amigos estaban hablando. Entonces,
Easter oyó cómo chirriaba la puerta y alguien entró en la habitación.
Escuchó moverse a Robinson y cree que su amigo se levantó en aquel
momento, pero nadie dijo una sola palabra. Entonces, de repente, sonó un
disparo e inmediatamente después escuchó la caída de un cuerpo,
procedente del lugar donde antes se encontrara Robinson. A continuación,
los pasos extraños se adentraron más en la habitación y Easter, sentado allí,
en la cama, esperó a que el desconocido disparara también sobre él.
—¡Qué horrible! —exclamó Marge.
—Pero ahora viene lo peor de todo —dije—. En lugar de sentir el
impacto de una bala, Max Easter sintió como algo caía en la cama, sobre el
colchón. Extendió la mano, buscándolo a tientas, y se encontró con un
revólver. Entonces, escuchó al asesino, moviéndose, y apuntó el revólver
en aquella dirección, y apretó el gatillo...
—¿Quieres decir que el asesino le entregó el arma? ¿Que la arrojó sobre
su cama? ¿Es que no sabía que un hombre ciego puede disparar dejándose
guiar por el sonido?
—Todo lo que sé es lo que han publicado los periódicos, Marge. Y así es
como cuentan la historia de Easter. Pero podría ser. Probablemente, el
asesino no se dio cuenta de que el rebote del arma sobre el colchón
indicaría a Easter dónde había caído el revólver, como tampoco pudo
imaginar que él lo cogiera con tanta rapidez. Probablemente, pensó que
podría salir de la habitación antes de que Easter pudiera encontrar el arma.
—Pero ¿por qué entregarle el arma de todos modos?
—No lo sé. Pero, siguiendo con la historia de Easter: cuando hizo oscilar
el arma para apuntar en dirección al sonido, escuchó un ruido, como el de
las rodillas de un hombre cayendo al suelo, y se imaginó que el asesino se
había agachado para mantenerse fuera de la línea de tiro, si él decidía
disparar. Así pues, Easter bajó el arma, apuntando medio metro por
encima del nivel del suelo, y apretó el gatillo. Sólo una vez.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
»Y entonces, según dice y de repente, tuvo más miedo de lo que estaba
haciendo que de lo que pudiera ocurrirle a él, y terminó por arrojar el
arma. Estaba disparando en la oscuridad... literalmente en la oscuridad. Si
se equivocaba en analizar lo que estaba sucediendo, podría estar
disparando contra Armin Robinson... o contra cualquier otra persona. Ni
siquiera sabía con seguridad que se había cometido un asesinato, o lo que
había ocurrido allí.
»Así pues, arrojó el arma, que golpeó una de las esquinas de la cama y
cayó al suelo. Así que no podía volver a recogerla, aun cuando cambiara de
opinión. Y se quedó allí, sentado en la cama, sudando, mientras fuera
quien fuese se movió un rato por la habitación, antes de marcharse.
Marge me miró pensativamente, antes de preguntar:
—Moviéndose por la habitación..., ¿haciendo qué, George?
—¿Cómo podía saberlo Easter? Después se comprobó que había
desaparecido la cartera de Armin Robinson, así es que, probablemente, una
de las cosas que hizo el desconocido fue cogerla. También desaparecieron
la propia cartera de Easter y su reloj, que estaban sobre la mesita de noche,
según dijo después su esposa. También desapareció una pequeña maleta.
—¿Una maleta? ¿Y para qué se llevarían una maleta?
—Para transportar los objetos de plata que desaparecieron de la planta
baja, junto con otros pequeños objetos, del tipo de los que se podría llevar
un ladrón. Easter dijo que el desconocido se movió por la habitación
durante lo que le pareció un largo rato, aunque probablemente sólo se trató
de un minuto o dos. Después, le escuchó bajar las escaleras, moverse un
rato por la planta baja y finalmente oyó cómo se abría y se cerraba la
puerta de atrás.
»No se atrevió a levantarse hasta estar seguro de que el asesino había
abandonado la casa. Entonces, fue avanzando hacia donde estuviera
Robinson y descubrió que había muerto. Así es que bajó poco a poco las
escaleras hasta llegar adonde estaba el teléfono y llamó a la policía. Y aquí
termina la historia.
—Pero eso es horrible —dijo Marge—. Quiero decir que deja muchos
cabos sueltos, muchas cosas que pueden plantear preguntas.
—Que es precisamente lo que he estado haciendo. Me impresiona
especialmente la imagen de ese hombre ciego disparando en la oscuridad,
sintiéndose después atemorizado porque no sabía contra qué o quién
estaba disparando.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
—George, ¿verdad que los ciegos adquieren sentidos especiales? Quiero
decir que pueden decir quién es una persona por la forma en que ésta
anda..., ¿verdad que pueden saber cosas como ésas?
—Max Easter había estado ciego desde hacía tres días —dije, muy
pacientemente—. Quizá fuera capaz de distinguir los pasos de un hombre
de los de una mujer..., si la mujer llevara tacones altos.
—Creo que tienes razón. Aun cuando conociera al hombre...
—Aun cuando el asesino fuera un amigo suyo —dije—, no lo habría
podido saber. Por la noche, todos los gatos son pardos.
—Todos los gatos parecen pardos.
—Eres una boba —dije.
—Míralo en el Dudas de Bartlett.
Marge y yo siempre estamos discutiendo por cosas como ésta. Saqué la
obra de Bartlett de la maleta y la consulté. En esta ocasión, ella tenía razón.
También me había equivocado en lo de «por la noche». El dicho era: «De
noche, todos los gatos parecen pardos.»
Cuando admití ante Marge —para variar— que ella tenía razón, y
dejamos pasar un rato en silencio, su mente volvió de nuevo al asesino.
—¿Y qué sucede con el revólver que abandonó, George? ¿No le pueden
seguir la pista por las huellas? ¿O por el número de serie del arma, o por
algo?
—Se trataba del revólver del propio Max Easter —dije—. Estaba en el
cajón de una mesa que hay en el piso de abajo. Se me olvidó decírtelo. El
asesino debió de haberlo cogido antes de subir arriba.
—¿Crees que era un simple ladrón?
—No —le dije.
—Yo tampoco. Hay algo en todo esto..., algo que suena mal.
—Me parece que es algo más que eso. En todo esto hay una total
discordancia. Pero no me puedo imaginar lo que es.
—Ese Max Easter —dijo mi esposa—, quizá no esté ciego.
—¡Intuición femenina! —exclamé con un bufido—. Creo que, a menos
que tengas alguna razón para decirlo, eso es algo tan tonto como decir que
disparó contra un gato pardo, simplemente porque mencioné ese
proverbio antes.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
—Quizá lo hizo —dijo Marge.
Ni siquiera valía la pena contestar aquella observación. Volví a coger el
periódico, abriéndolo por la sección de deportes.
Los periódicos del domingo, al día siguiente, publicaban más sobre el
caso, pero no añadían nada nuevo. No se habían efectuado detenciones y,
al parecer, ni siquiera se sospechaba de nadie. Esperaba que no me
pusieran a trabajar en el caso. No sé exactamente por qué. Simplemente, lo
esperaba así.
II
Tuve que hacerme cargo del caso casi antes de entrar en la oficina. Antes
de quitarme la gabardina, alguien me dijo que el capitán Eberhart quería
verme en su despacho, y hacia allí me dirigí.
—¿Ha tenido unas buenas vacaciones, George? —me preguntó, pero sin
esperar siquiera mi contestación siguió hablando—: Le voy a poner a
trabajar en el caso de asesinato de ese Armin Robinson. ¿Ha leído algo en
los periódicos?
—Claro —contesté.
—Entonces sabe tanto del caso como cualquier otra persona, excepto
una cosa. Se la diré, pero, al margen de ese detalle, quiero que trate el caso
con frialdad, sin ninguna clase de ideas preconcebidas. Nosotros no hemos
llegado a ninguna parte y quizá a usted se le pueda ocurrir algo que se nos
ha escapado a nosotros. Creo que vale la pena intentarlo.
—¿Y qué ocurre con los informes del laboratorio de balística? —
pregunté, después de asentir—. Puedo abordar a la gente con frialdad,
pero me gustaría conocer los hechos físicos.
—Está bien. Según el informe del juez de instrucción, Robinson murió
instantáneamente a consecuencia de una bala que le atravesó la cabeza. La
bala quedó incrustada en la pared, casi un metro detrás de donde había
estado sentado, y aproximadamente a un metro setenta de altura, con
respecto al nivel del suelo. Penetró en la pared casi en línea recta. Todo
concuerda, si él se levantó en el momento en que el asesino entró en la
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
habitación, y siempre que éste se encontrara en la puerta o en el interior de
la habitación e hiciera el disparo manteniendo el arma al nivel del ojo.
—¿La bala procede del arma encontrada?
—Sí, y también sucede lo mismo con la otra bala, la que disparó Max
Easter. Y en el arma había dos cápsulas vacías. No hay huellas en el
revólver, a excepción de las del propio Easter; el asesino tuvo que haber
llevado guantes. Y mistress Easter dice que de la cocina le faltan un par de
guantes blancos de algodón.
—¿Existe alguna posibilidad de que Max Easter disparara las dos balas
en lugar de una?
—Absolutamente no, George. El está ciego..., al menos temporalmente.
El médico que le trata lo garantiza así; hay pruebas... reacción de las
pupilas a los destellos repentinos de luz y cosas así. La única forma en que
un ciego podría darle a alguien en un centro tan mortal como la frente sería
manteniendo el revólver contra ella... y no había ninguna quemadura
causada por la pólvora. No, la historia de Max Easter parece la de un
chiflado, pero todos los hechos encajan perfectamente. Incluso el tiempo.
Algunos vecinos escucharon los disparos. Pensaron que se trataba de
petardos, y no investigaron, pero se dieron cuenta del tiempo; algunos de
ellos estaban escuchando la radio y todo se produjo durante el cambio de
programas de las ocho... dos disparos con una diferencia de unos cinco
segundos entre uno y otro. Y según nuestros propios archivos, la llamada
que nos hizo Easter se produjo a las ocho y doce minutos. Esos doce
minutos encajan bastante bien con lo que nos dijo que sucedió, desde que
se produjeron los disparos hasta que consiguió llegar al teléfono.
—¿Qué tal con las coartadas de las dos esposas?
—Perfectas. Mientras se produjo el asesinato, se encontraban las dos
juntas viendo una película. Precisamente eran más o menos las ocho de la
noche cuando entraron en el cine y vieron a algunos amigos en el vestíbulo
del local, así es que no se trata sólo de su palabra. Puede considerar la
coartada como buena.
—Está bien —dije—, ¿y qué es lo que no han publicado los periódicos?
Me refiero a ese detalle de que me habló antes.
—El informe de laboratorio sobre la otra bala, la que disparó Easter
contra el asesino, indica que hay en ella restos de materia orgánica.
—¡Entonces el asesino fue herido! —exclamé, con un silbido, pues
aquello debía hacer más fácil el caso.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
—Quizá —dijo el capitán Eberhart, suspirando—. Siento mucho tener
que decirle esto, George, pero si fue herido, se trataba de un gallo que
llevaba un pijama de seda.
—¡Estupendo! —exclamé—. Mi esposa dice que Easter disparó contra
un gato pardo, y mi esposa casi siempre tiene razón. En todo. Pero ahora,
¿le importaría hablar con cierto sentido?
—Si puede usted encontrar algún sentido en esto, estupendo. Sacamos
la segunda bala de la pared, cerca de la puerta, aproximadamente a unos
cuarenta centímetros de altura. El microscopista que la examinó dice que
hay en ella restos diminutos de tres clases diferentes de materia orgánica.
Se trata de cantidades infinitesimales. Únicamente las puede identificar
hasta un cierto punto y no está totalmente seguro de ello. En cualquier
caso, cree que se trata de sangre, seda y plumas. La respuesta a este
rompecabezas sería un gallo que llevara un pijama de seda.
—¿Qué clase de sangre? —pregunté—. ¿Qué clase de plumas?
—No hay seguridad. Se trata de restos muy diminutos, y el especialista
no se atreve a ir más lejos, ni siquiera como suposiciones. ¿De qué me
hablaba antes sobre un gato pardo?
Le conté nuestra pequeña discusión sobre el proverbio, y la burlona
observación de Marge.
—En serio, capitán —seguí diciendo—, todo parece indicar que el
asesino fue herido. Probablemente sólo se trató de un roce, ya que después
continuó haciendo lo que había ido a hacer allí. Eso justificaría la presencia
de sangre en la bala y en cuanto a la seda no es muy difícil suponérselo.
Una camisa, unos calcetines, una corbata de seda... cualquier cosa. Pero en
lo que se refiere a las plumas, ya es algo más difícil de suponer. El único
sitio donde un hombre puede llevar una pluma, al menos normalmente, es
en un sombrero nuevo.
Eberhart asintió con un movimiento de cabeza.
—Dejando aparte a los gallos con pijama de seda —dijo—, ésa es la
mejor sugerencia que tenemos hasta el momento. Todo podría haber
ocurrido así: el asesino ve cómo el arma apunta hacia él, desciende hacia el
suelo y avanza su mano hacia el arma. Las manos no detienen las balas,
pero a menudo sucede que la gente realiza ese movimiento cuando alguien
está a punto de disparar contra ella. La bala roza entonces la mano y la
banda del sombrero, que es de seda, y lleva una pluma, aunque no tiene la
fuerza suficiente para dejarle sin sentido o derribarle, y termina por quedar
incrustada en la pared. Después, el asesino se lía un pañuelo alrededor de
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
su mano herida y sigue actuando una vez que Easter ha arrojado el arma
lejos de sí y se siente a salvo.
—Podría haber sido así —dije—. ¿Se ha comprobado si alguna de las
personas conectadas con el caso está herida?
—No hay señales de ninguna herida, al menos exteriormente. Y no
hemos conseguido suficientes pruebas contra nadie como para obligarle a
desnudarse. En realidad, maldita sea, no hemos encontrado a nadie con un
motivo. Por muy increíble que parezca, así es. George, casi hemos decidido
que se ha tratado de un simple robo. Bien, eso es todo lo que voy a decirle.
Encárguese del caso con toda la frialdad posible, y quizá encuentre algo
que se nos ha pasado por alto a nosotros.
Volví a ponerme la gabardina y salí de la oficina.
III
Lo primero que tenía que hacer era lo que más me disgustaba: hablar
con la viuda del hombre asesinado. En beneficio de ambos, confiaba en que
ya hubiera pasado lo peor de la impresión y del dolor.
Desde luego, no me divertí, pero no fue algo tan malo como pudo haber
sido. Mistress Armin Robinson se mostró tranquila y reservada, pero
estaba dispuesta a hablar y lo hizo sin ninguna emoción. En realidad, la
emoción estaba allí, pero en una capa mucho más profunda, que no saldría
a la superficie en forma de histeria.
Primeramente, traté la cuestión de su coartada. Sí, ella y mistress Easter,
la esposa del ciego, se encontraban en el vestíbulo del cine a las ocho.
Estaba segura de que eran exactamente las ocho porque tanto ella como
Louise Easter comentaron el hecho de que las horas de sus relojes
coincidían; Louise había llegado primero, pero dijo que había estado
esperando menos de un minuto. Louise había estado hablando con dos
amigas comunes con las que se había encontrado accidentalmente, sin que
existiera ninguna cita, en el vestíbulo del local. Las cuatro mujeres entraron
juntas al cine y vieron juntas la película. Me dio los nombres de las otras
dos mujeres, así como sus direcciones. Tal y como había dicho Eberhart, la
coartada parecía ser perfecta. El cine al que habían acudido se encontraba
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
por lo menos a veinte minutos de distancia, en coche, de la residencia de
los Easter, donde se había cometido el asesinato.
—¿Tenía su esposo algún enemigo? —pregunté.
—No, decididamente no. Es posible que no agradara a algunas pocas
personas, pero las cosas no pasaban de ahí.
—¿Y por qué no agradaba a algunas personas, mistress Robinson? —
pregunté con amabilidad—. ¿Cuáles eran los rasgos de su personalidad...?
—Era un hombre bastante extravertido. Ya sabe, vida de reuniones
sociales y esa clase de cosas. Cuando bebía unas pocas copas podía
destrozar los nervios de la gente. Pero eso no ocurría con frecuencia, por
otra parte, algunas personas pensaban que era demasiado franco. Pero eso
no son más que cuestiones de pequeña importancia.
Desde luego, no parecía que se tratara de cuestiones de tanta
importancia como para planear un asesinato premeditado.
—Trabajaba como interventor, ¿verdad? —pregunté.
—Sí, y actuaba independientemente. Él era su propio jefe.
—¿Tenía algún empleado?
—Sólo una secretaria que trabajaba toda la jornada con él. Tenía una
lista de personas a las que llamaba a veces, cuando se le planteaba un
trabajo demasiado grande para llevarlo adelante él solo.
—¿Hasta qué punto usted y su esposo eran amigos íntimos de los
Easter?
—Bastante. Probablemente Armin y Max eran amigos mucho más
íntimos de lo que somos Louise y yo. Francamente, no me gusta mucho
Louise, pero me las arreglo para estar con ella, teniendo en cuenta la
amistad que existe entre mi esposo y el suyo. No es que tenga nada contra
Louise..., no me interprete mal... Se trata sólo de que nosotras somos dos
tipos de mujeres muy diferentes. Por esa razón, no creo que a Armin le
gustara especialmente Louise.
—¿Con qué frecuencia les veía?
—A veces con bastante frecuencia, pero últimamente sólo una vez a la
semana, casi con regularidad. Somos..., somos miembros de un club de
bridge formado por cuatro parejas, que nos reunimos alternativamente en
cada una de las cuatro casas.
—¿Quiénes son los demás?
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
—Los Anthony y los Eldred. Bill Anthony es el editor del Springfield
Blade. Precisamente ahora, tanto él como su esposa están fuera de la
ciudad, de vacaciones en Florida. Lloyd Eldred trabaja en la Springfield
Chemical Works, la misma empresa donde trabaja Max Easter. Es el
superior inmediato de Max en la empresa.
—¿Y Max Easter trabaja allí como contable?
—Así es, como contable y pagador. Lloyd Eldred es el tesorero de la
empresa. No se trata de una diferencia tan grande como parece. Creo que
Max gana aproximadamente unos diez mil al año, mientras que Lloyd
cobra unos doce mil. La Springfield Chemical Works paga salarios muy
elevados a sus directivos.
—¿Realizó su esposo algún trabajo de intervención para la Springfield
Chemical?
—No. Las tareas de intervención contable las has realizado Kramer y
Wright desde hace años. Creo que Armin podría haber conseguido ese
trabajo si hubiera querido, pero tenía todo el trabajo del que podía hacerse
cargo él solo.
—¿Quiere eso decir que le iban bien las cosas?
—Bastante bien.
—Le voy a hacer ahora una pregunta desagradable, mistress Robinson.
¿Existe alguna persona que gane algo con su muerte?
—No, a menos que considere usted que soy yo la que salgo ganando.
Existe un seguro de diez mil y la escritura de posesión de esta casa, libre de
todo gasto. Pero casi no hay ahorros; compramos esta casa hace un año, y
empleamos nuestros ahorros para comprarla al contado. Por otra parte, el
negocio de Armin no so puede vender... no hay nada que vender. Quiero
decir que él sólo vendía sus servicios como interventor.
—Entonces diría que usted no sale ganando nada —dije—. Diez mil del
seguro no compensan la pérdida de diez mil dólares anuales de ingresos.
—Ni la pérdida de un esposo, míster Hearn.
Aquella observación podría haber sido muy cursi, pero me pareció
sincera. Me hizo recordar que deseaba marcharme de allí, así es que volví
al asunto que me interesaba, preguntándole por la noche del viernes.
—¿Había planeado su esposo ir a ver a los Easter? —pregunté—. ¿Sabía
alguien que iba a ir a su casa?
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
—No, excepto Louise y yo misma. Y eso, justo antes de salir de casa.
Esto fue lo que ocurrió: Louise y yo nos habíamos citado para ir al cine
antes de que Max sufriera el accidente en la empresa. Aquella tarde, hacia
las seis y media, cuando Armin y yo estábamos a punto de empezar a
cenar, Louise llamó por teléfono. Dijo que creía mejor no dejar solo a Max
en casa, que se encontraba bastante deprimido. Armin escuchó lo que yo
decía por teléfono y supuso lo que estaba ocurriendo. Así es que se acercó
al teléfono y habló con Louise, diciendo que debía mantener su cita para ir
a ver la película y que él iría a casa y pasaría la tarde con Max.
—¿Cuándo se marchó para acudir allí?
—Hacia las siete, porque se marchó en el autobús y quería llegar hacia
las siete y media, de modo que Louise tuviera tiempo de llegar puntual a la
cita. Me dijo que cogiera yo nuestro coche y que le recogiera después de la
película, para regresar juntos a casa.
—¿Y él llegó a casa de los Easter a las siete y media?
—Así es. Así me lo dijo Louise. Me dijo que subió inmediatamente a la
habitación de Max, y que ella se marchó unos diez minutos más tarde.
Louise conducía su propio coche. Teníamos dos coches entre las dos, lo
que supongo no fue una planificación muy buena.
—¿Observó usted algún comportamiento desacostumbrado en su
esposo aquel viernes por la tarde, antes de que se marchara? ¿O en
cualquier otro momento?
—Había estado un poco de malhumor y preocupado durante dos o tres
días. Le pregunté varias veces si estaba preocupado por algo, pero insistió
en que no le ocurría nada.
Traté de profundizar un poco más en esta última cuestión, pero no pude
descubrir si ella tenía alguna suposición sobre lo que podía haber estado
preocupando a su esposo. Estaba segura de que no se trataba de problemas
financieros.
Dejé las cosas como estaban y me marché, diciéndole que quizá tuviera
que volver más tarde para hablar de nuevo con ella. Se mostró amable al
respecto y dijo que lo comprendía.
Después de subir a mi coche, pensé en la conversación. Las coartadas de
las dos esposas parecían sólidas. Ninguna de las dos podía haber estado en
el cine a las ocho y haber asesinado a Armin Robinson. Pero no deseaba
desechar ninguna posibilidad, ni aceptar nada como garantizado, así es
que me dirigí a las direcciones de las dos mujeres con las que se habían
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
Así pues, pasé a tratar otra cuestión:
—¿Podría contarme algo sobre el accidente de Max Easter?
—Max se lo podría contar mejor que cualquier otra persona, ya que
estaba solo cuando sucedió. Todo lo que sé es que se dirigió a la fábrica, a
la planta de niquelado, para recoger las fichas de horario durante el tiempo
en que el personal estaba almorzando. El solía almorzar después, con
objeto de poder recoger las tarjetas mientras los hombres estaban fuera. De
ese modo, puede recorrer toda la planta en una hora; si lo hiciera mientras
trabaja el personal, tardaría el doble.
—¿Pero no le dijo a usted cómo ocurrió todo? —pregunté.
—¡Oh, claro! Entró en una de las pequeñas salas de la planta de
niquelado, donde están las cubas, para recoger de un estante la tarjeta del
hombre que trabaja allí y que siempre la deja en el mismo lugar. Al recoger
la tarjeta del estante tiró un jarro que c a y ó en la cuba que había debajo.
Las cosas no están bien instaladas en esa habitación, pues hay que
inclinarse sobre la cuba cuando se quiere coger algo del estante, sobre todo
porque el estante está más o menos situado a la altura de los ojos. Desde
que ocurrió el accidente, hemos cambiado la instalación.
—El ácido que le dejó ciego, ¿estaba contenido en el jarro que cayó, o en
la cuba? —pregunté.
—En la cuba. Pero al caer el jarro en el centro de la cuba, le salpicó de
ácido.
—¿Se produjo algún otro daño, aparte de los ojos?
—No, a excepción del estropicio producido en las ropas. Probablemente,
estropeó el traje que llevaba puesto. Pero el ácido no es lo bastante fuerte
como para dañar la piel.
—¿Asume la empresa alguna responsabilidad?
—Claro está. En cualquier caso, él está cobrando su salario completo y
nos estamos haciendo cargo de los gastos médicos.
—Pero ¿y si el daño es permanente?
—No puede serlo. Así nos lo asegura el médico que le está tratando. De
hecho, el médico se inclina a creer que la ceguera es de origen histérico.
Habrá usted oído hablar alguna vez de la ceguera histérica, ¿verdad?
—Sí, he oído hablar —dije—. Pero para que se produzca una cosa así
tiene que existir una causa psíquica profundamente enraizada ¿Existiría
esa causa en el caso de Max?
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
Creí verle dudar un momento antes de contestarme.
—No, al menos que yo sepa.
Me detuve un momento, tratando de pensar en otras preguntas que
poder hacer, pero no se me ocurrió ninguna más. Por la forma en que me
miraba Lloyd Eldred, me di cuenta de qué se estaba preguntando por qué
había planteado tantas preguntas sobre el accidente de Max y sobre el
propio Max. En realidad, yo también me preguntaba el porqué. Volví a
mirar la gran cantidad de papeles que había sobre l a mesa, le agradecí su
ayuda y me despedí.
Era casi el mediodía. Me encontraba a sólo diez minutos de casa en
coche, así es que decidí almorzar con Marge. A veces voy a almorzar a casa
y otras veces no, dependiendo de en qué parte de la ciudad me encuentro a
la hora de almorzar. Marge siempre tiene a mano algún tipo de comida
que puede preparar con rapidez si yo llego a casa.
IV
—Me han encargado del caso —le dije en cuanto entré.
Sabía a lo que me refería. No tuve necesidad de explicárselo.
Mientras comíamos, le conté lo poco que había averiguado y que no
había sido publicado en los periódicos.
—Así pues —le dije al final—, Max Easter no estuvo disparando en la
oscuridad contra ningún gato. Se trataba más bien de un gallo con pijama
de seda. Al menos en esta ocasión te han fallado tus presentimientos. Y
también has fallado en tu otra idea: Easter está realmente ciego.
Ella se volvió hacia mí, levantando ligeramente su nariz.
—Te apuesto diez centavos a que no lo está.
—Te ganaré la apuesta —afirmé.
—Quizá. No te apostaría nada sobre la cuestión del gato, aunque el gallo
en pijama del capitán Eberhart no es menos absurdo, como también me lo
parece tu sombrero de seda con una pluma.
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—Pero si era eso, el asesino se lo habría llevado consigo. Si se trataba del
gato pardo, en cambio, ¿qué ocurrió con él?
—Está claro: el asesino se lo llevaría en la maleta que cogió del armario.
Ante esta observación, elevé mis manos, en un gesto de asombro.
Del mismo modo, Marge había estado hablando en serio sobre su
presentimiento de que la ceguera de Max Easter no era real, y cuando
Marge se toma en serio uno de sus presentimientos, también lo hago yo. Al
menos hasta el punto de comprobar la cuestión con la mayor exactitud
posible. Así pues, antes de salir de casa llamé al capitán Eberhart y
conseguí el nombre y la dirección del médico que estaba tratando los ojos
de Max Easter.
Fui a verle y tuve la suerte de que me introdujeran en su despacho en
cuanto llegué. Después de identificarme y explicar lo que deseaba saber, le
pregunté:
—¿Cuánto tiempo tardó usted en ver a míster Easter después de que se
produjera el accidente?
—Creo que llegué a la planta química unos veinte minutos después de
que me llamaran por teléfono. Y, según se me dijo, la llamada telefónica se
hizo inmediatamente.
—¿Notó usted algo anormal en la condición en que estaban sus ojos?
—No, nada anormal, teniendo en cuenta el ácido diluido que les había
salpicado. De todos modos, no estoy muy seguro de haber comprendido
bien su pregunta.
Ni yo mismo estaba seguro de haberla comprendido. No sabía
exactamente qué es lo que andaba buscando. Pregunté:
—¿Sentía mucho dolor?
—¿Dolor? ¡Oh, no! El ácido tetriánico provoca una ceguera temporal,
pero sin causar dolor. No resulta más doloroso que el ácido bórico.
—¿Puede usted describirme los efectos, doctor?
—Dilata las pupilas, como la belladona. En último término es totalmente
inofensivo. Pero, además de la dilatación de las pupilas, que es una
reacción inmediata, provoca una parálisis temporal de los nervios ópticos
y, en consecuencia, una ceguera temporal. Normalmente, la duración de la
ceguera es de dos a ocho horas, lo que depende de la fuerza de la polución.
—¿Y cuál era la fuerza de la solución en este caso?
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
—De tipo medio. Míster Easter debía haber recuperado su vista en un
plazo no superior a las seis horas.
—Pero no ocurrió así —indiqué.
—No la ha recuperado todavía. Y eso nos lleva a dos posibles
conclusiones. Una: que es una persona anormal en cuanto se refiere a su
tolerancia para la sustancia en cuestión. En ese caso, se trata de una simple
cuestión de tiempo; recuperará su visión dentro de muy poco. La otra
posibilidad, desde luego, es que nos encontremos ante un caso de ceguera
histérica..., ceguera causada por autoengaño. Estoy casi convencido de que
no es este último el caso de míster Easter. Sin embargo, si su ceguera
persiste más de una semana, tendré que recomendar la intervención de un
psiquiatra.
—¿No existe una tercera posibilidad? —pregunté—. ¿Fingirse enfermo,
por ejemplo?
—No olvide, míster Hearn —dijo el médico, sonriendo—, que soy un
empleado de la empresa y que actúo en defensa de los intereses de ésta.
No existe la menor posibilidad de que una persona pretenda sufrir una
dilatación de las pupilas que aún persiste. Y míster Easter no está
fingiendo ceguera. Hay ciertas pruebas que lo atestiguan. Y, como ya le he
dicho, estoy razonablemente seguro de que no se trata de un caso histérico.
Baso mis suposiciones en la continua dilatación de las pupilas. En todo
caso, la histeria produciría más bien una parálisis continua de los nervios,
pero no una dilatación de las pupilas.
—¿Cuándo le examinó usted por última vez?
—Ayer mismo, a las cuatro de la tarde. Le he ido a visitar todos los días,
a esa misma hora.
Le agradecí sus informaciones y me marché. Al menos por una vez
había fallado uno de los presentimientos de Marge.
Había estado retrasando durante demasiado tiempo mi visita a la casa
de los Easter. Me dirigí hacia allí y llamé al timbre.
Me abrió la puerta una mujer que resultó ser mistress Max Easter,
Louise Easter. Me identifiqué y ella también se identificó, invitándome a
entrar. Era una mujer de buen aspecto, incluso con ropa de estar por casa.
Habría sido muy interesante examinarla para ver si su cuerpo mostraba
alguna señal producida por roce de bala. Pero, por otra parte, su coartada
era tan buena como cualquier otra que hubiera visto jamás y, además,
estaba Marge.
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bala. Estaba situado a unos cincuenta centímetros por encima del nivel del
suelo y aproximadamente a un metro y medio de distancia de la puerta.
La bala que había disparado Max Easter. La que había mostrado tener
restos diminutos de sangre, seda y plumas. No sangre, sudor y lágrimas,
sino sangre, seda y plumas.
Visualicé la línea de tiro... Max, sentado en la cama, apuntando el arma
hacia un sonido, bajándola después, cuando escuchó cómo las rodillas del
asesino se dejaban caer sobre el suelo. Traté de imaginarme al asesino, de
pie, situado en alguna parte, ante esa misma línea de fuego, agachándose
después y arrodillándose, tratando de apartarse de la boca del arma.
Pero Max Easter me había dicho algo y tuve que volver a pensar en el
sonido de sus palabras para comprender que me había pedido que me
sentara.
Se lo agradecí y crucé la estancia para tomar asiento en la misma silla
donde se había sentado Robinson. Miré hacia la puerta. No, desde ese
ángulo Robinson no pudo ver el tramo de escaleras. Al margen de lo
entreabierta que hubiera podido estar la puerta, el caso es que no pudo
haber visto al asesino hasta que éste penetró en la habitación.
Miré a Max Easter, después a Louise Easter y finalmente eche un nuevo
vistazo por toda la habitación. Me di cuenta entonces de que no había
dicho una sola palabra desde que entré y que Easter no odia saber lo que
estaba haciendo.
—Sólo estoy observando un poco la habitación, míster Easter —dije al
fin—, tratando de imaginarme cómo sucedió todo.
El hombre sonrió un poco tristemente y dijo:
—Tómese el tiempo que necesite. Yo tengo mucho tiempo. Louise, me
voy a levantar un poco; estoy cansado de estar en la cama. ¿Me traerás mi
batín?
—Claro, Max, pero... —no terminó de pronunciar su protesta,
cualquiera que ésta pudiera ser.
Cogió el batín de su esposo del cuarto de baño y se lo sostuvo mientras
él se lo ponía sobre el pijama. Después, el hombre volvió a sentarse sobre el
borde de la cama.
—¿Quiere tomar una botella de cerveza, míster Hearn? —me preguntó.
Abrí la boca para decir que me gustaría tomar una, pero que nunca lo
hacía mientras estaba de servicio. Pero entonces me di cuenta de que él no
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podría traerme la botella y que Louise tendría que bajar a la cocina para
buscarla y que, probablemente, eso era lo que pretendía, con objeto de
poder decirme algo en privado.
—Claro, gracias —terminé por decir.
Pero cuando Louise se dirigió a la cocina, descubrí que me había
equivocado. Aparentemente, Max Easter no tenía nada que decirme. Se
levantó y dijo:
—Creo que voy a ver cómo están mis alas, míster Hearn. Por favor, no
me ayude. Louise habría insistido en hacerlo de haber permanecido aquí,
pero quiero aprender a hacerlo yo solo. Sólo voy a tratar de cruzar la
habitación hasta esa silla.
Estaba tanteando su camino, sobre la alfombra, dirigiéndose hacia la
otra parte de la habitación, casi exactamente hacia el lugar de donde había
sido desconchado el yeso de la pared para extraer la bala que él había
disparado. Después, dijo:
—También tengo que aprender esto. Por todo lo que sé...
No terminó de pronunciar la frase, pero ambos sabíamos lo que había
empezado a decir.
Su mano tocó la pared, después se volvió, extendiéndose en busca de la
silla. Desde donde estaba no podía alcanzarla, así es que le dije:
—A su derecha, unos dos pasos.
—Gracias.
Se movió en aquella dirección y su mano encongo al fin el respaldo recto
de la silla, situado junto a la pared. Se volvió y tomó asiento en ella y noté
que se sentó con pesadez, como suele hacer una persona cuando la
superficie sobre la que se sienta está más baja de lo que había pensado,
como si sobre aquella silla acostumbrara a haber un cojín que ahora n o
estaba.
No soy una persona muy brillante, pero tampoco soy un tonto. Lo del
cojín me hizo pensar en plumas. Sangre, seda y plumas. El cojín de una
silla, forrado de seda.
Tenía algo, aun cuando no supiera muy bien qué era lo que tenía.
Por otra parte, el sentido de la dirección de Max Easter al andar hacia la
silla, quizá no había sido tan malo como aparentó ser. Había andado hacia
el lugar donde la bala se había incrustado en la pared. Y si la silla hubiera
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
estado en donde él había creído encontrarla, y si hubiera tenido un cojín
sobre su asiento, la bala tendría que haber atravesado el cojín.
No le pregunté si alguna vez hubo un cojín de seda sobre aquella silla.
Sabía que tuvo que haberlo.
Me sentí un poco asustado.
Louise Easter subía las escaleras en aquel momento. Sus tacones
sonaron sobre la madera, hasta llegar a la puerta en donde apareció con
una bandeja sobre la que había tres botellas y tres vasos. Primero detuvo la
bandeja ante mí y tomé un vaso y una botella, pero en aquellos momentos
no estaba pensando en la cerveza.
Estaba pensando en la sangre. Ahora sabía de dónde procedían los
restos de seda y de plumas de la bala.
Me levanté y miré a mi alrededor. No vi nada de sangre, ni ninguna otra
cosa que me hiciera pensar en sangre, pero noté algo anormal... la persiana
que había en la única ventana del dormitorio. Se trataba de una persiana
doble, muy pesada y de una construcción peculiar.
Me sentí aún más asustado. Debió de notarse en mi voz cuando
pregunté algo sobre la persiana. Max me contestó:
—Sí, hice construir esa persiana especialmente, míster Hearn. Soy un
fotógrafo aficionado y utilizo esta habitación como cuarto oscuro. También
hice arreglar la puerta para que encajara perfectamente.
A partir de entonces, las cosas empezaron a aclararse.
—Max —dije, sin darme cuenta de que le estaba llamando por su
nombre de pila—, ¿quiere quitarse ese vendaje?
Dejé la botella y el vaso en el suelo, sin haberme servido una sola gota
de cerveza. Cuando algo está a punto de aclararse por algún lado, siempre
quiero tener las manos libres.
Max Easter empezó a quitarse con movimientos inciertos el vendaje que
le rodeaba la cabeza. Louise Easter dijo:
—¡No lo hagas, Max! El médico... —y entonces sus ojos se encontraron
con los míos y supo que ya no valía la pena decir nada más.
Max se levantó y terminó de quitarse el vendaje. Parpadeó y se restregó
ligeramente los ojos con unas manos temblorosas.
—¡Puedo ver! —exclamó—. Está todo borroso, pero empiezo a...
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
Entonces, sus ojos debieron ver las cosas con un poco más de nitidez,
porque su mirada se fijó en el rostro de su esposa.
Y entonces empezó a ver.
Y yo hice lo que tenía que hacer con la mayor rapidez y amabilidad
posible, en consideración a Max Easter. La saqué de allí y la llevé al cuartel
general. Y me llevé la botella en la que una etiqueta decía: «ácido bórico»,
pero que contenía el ácido tetriánico que le había seguido manteniendo
ciego.
Trajimos también a Lloyd Eldred. No quiso hablar hasta que dos de los
muchachos acudieron a su casa con una orden de registro. Encontraron la
maleta, escondida en el patio de la casa, y se la trajeron consigo. Después,
el hombre habló.
El concluir una cosa así lleva algún tiempo. No llegué a casa hasta casi
las ocho. Pero recordé llamar a Marge para que me esperara a cenar.
Cuando llegué a casa aún me sentía algo tembloroso. Pero Marge pensó
que el hablar me haría bien, a s í es que hablé y se lo conté todo.
—Lloyd Eldred y Louise Easter planeaban escapar juntos. Eso formaba
parte de todo el plan. Otra parte era que Lloyd había desfalcado algún
dinero a la Springfield Chemical. Dice que unos cuatro mil. No pudo
devolverlo; lo había perdido en el juego. Y estaban esperando una
inspección para dentro de dos semanas; se trataba de una inspección anual
rutinaria, pero él tendría que haberse escondido en alguna parte, aun
cuando no hubiera pretendido huir con Louise Easter.
»Además, deseaba algún dinero con el que huir, un buen puñado que
les permitiera empezar en alguna otra parte. Había estado haciendo
comprobantes falsos y enviándose cheques a sí mismo bajo otros nombres.
Después, para acelerar las cosas, tuvo que desembarazarse de Max quien,
además de realizar su tarea de pagaduría, le ayudaba a llevar la
contabilidad regular, por lo que habría podido descubrir todo el asunto. Y
el miércoles de esta semana, o sea, pasado mañana, es el día de paga
quincenal. La empresa suele pagar en efectivo a los obreros, aunque no a
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
los administrativos. Teniendo a Max fuera de su camino, podría haberse
apoderado de ese dinero. Podría haber sido mucho... si hubiera podido
desaparecer con él.
»Así pues, instaló una pequeña trampa explosiva sobre la cuba de ácido,
de modo que cuando Max recogiera la tarjeta del horario la jarra cayera en
el ácido. Aquello le permitió desembarazarse de Max..., aunque no le
habría mantenido alejado por mucho tiempo si Louise no hubiera
cooperado. Y eso fue muy simple. Le entregó una cierta cantidad de ácido
tetriánico diluido que sacó de la empresa, para sustituir el ácido bórico con
el que ella le limpiaba los ojos varias veces al día. Esta operación la
realizaba en una habitación totalmente oscura; no quiero decir que bajara
la persiana en secreto, sino más bien que le decía a su esposo que la
operación debía realizarse así. Y ella siempre lo hacía una o dos horas antes
de que llegara el médico, de modo que cuando éste le quitaba el vendaje
para observar los ojos de Max, los encontraba aproximadamente en el
mismo estado en que los encontró la primera vez que los examinó.
Marge me miró con los ojos muy abiertos.
—Entonces, él no estaba ciego en realidad. Pero yo sólo lo dije porque...
—Fuera cual fuese la causa —la interrumpí—, el caso es que tenías
razón. Pero espera; todavía no he llegado al momento decisivo. El
asesinato no entraba dentro de sus planes; simplemente se produjo así.
Armin Robinson se había enterado de que había algo entre Lloyd Eldred y
Louise Easter. Probablemente, les vio juntos en alguna parte... el caso es
que se enteró de lo que ocurría. Naturalmente, no sabía nada del desfalco,
ni de que estaban planeando escapar juntos. Pero sabía que la esposa de
Max estaba engañando a su amigo, a su mejor amigo. Eso fue precisamente
lo que le estuvo preocupando durante los dos o tres días anteriores a su
muerte: no sabía si decírselo o no a Max.
»Finalmente, decidió contárselo todo a Max aquella noche, mientras
estuviera solo con él. Louise tuvo que haberlo sospechado... Ya fuera por
su actitud, o por la forma en que Robinson le habló al llegar a casa, el caso
es que supuso que sabía algo y que iba a decírselo a Max en cuanto ella se
marchara. Ella dice que casi decidió permanecer en casa y anular la cita
con mistress Robinson, pero entonces se dio cuenta de que aquello no
contribuiría a detener el curso de las cosas, y que quizá podría marcharse,
confiando en que Max no creyera lo que Armin iba a contarle.
«Entonces, justo en el momento en que se disponía a marcharse, llegó
Lloyd Eldred. Sólo había venido para hacerle una visita de compromiso a
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
Max y había traído consigo un regalo, algo que sabía le gustaría mucho a
Max y que le ayudaría a pasar el tiempo entretenido mientras estuviera
ciego. Algo con lo que podría jugar mientras estuviera en cama.
Marge se lo vio venir. Se llevó la palma de la mano a la boca y dijo:
—¿Quieres decir...?
—Sí —afirmé—, un gatito. A Max le gustan mucho los gatos. Tenían
uno que había muerto atropellado por un coche hacía apenas una semana.
Y Lloyd tenía que traerle a Max algo con lo que éste pudiera distraerse sin
necesidad de ver... Quedaban descartados los libros y cosas así, y no se
suele llevar flores a un hombre enfermo. Así es que un gatito era la
solución perfecta.
—George, ¿de qué color era?
—Louise se lo encontró en la puerta principal —continué, sin contestar
su pregunta—, y le dijo que Max estaba hablando con Armin y lo que este
último le iba a contar, según ella. Lloyd le dijo que se marchara y que él se
haría cargo de todo, aunque no le dijo cómo lo haría.
»Así pues, ella se marchó y Lloyd entró en la casa. Se sentía mucho más
preocupado por todo el asunto de lo que había estado Louise. Se daba
cuenta de que si se descubría aquella parte de la verdad, surgirían las
sospechas y probablemente también se descubriría el desfalco que había
hecho. En tal caso, todos sus planes se habrían venido abajo y se vería
obligado a huir sin el dinero que estaba esperando y con el que ya contaba.
»Se puso el gatito en el bolsillo y se dirigió hacia donde sabía que Max
guardaba su revólver, apoderándose de él. Vio entonces los guantes de
algodón, y se los puso. Subió silenciosamente las escaleras y permaneció
fuera de la habitación, escuchando. Cuando oyó decir a Armin Robinson:
"Max, hay algo que odio tener que decirte...", penetró en el dormitorio.
Cuando Armin le vio y se levantó de la silla, disparó contra él. Fue una
suerte que Armin no pronunciara su nombre, pues en tal caso también
habría matado a Max.
—Pero ¿por qué arrojó el arma sobre la cama?
—No deseaba llevársela consigo. Lo primero que pensó fue dejar el
arma allí para confundir los hechos. También pensaba dejar el gatito,
porque al parecer lo había conseguido sin que existiera la posibilidad de
que su pista nos condujera hasta él. Pensaba hacer esto y marcharse. Como
ves, no se trató de un asesinato previamente planeado. Surgió a medida
que se fueron desarrollando los acontecimientos.
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SOMBRAS EN LA CARRETERA
ROBERT COLBY
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Doyle echó una bocanada de humo y se quedó mirando fijamente la
carretera. Al parecer, no había escuchado a su compañero, o bien no se
sentía con ánimos de contestar. Pero, al cabo de un momento, dijo
deliberadamente:
—No, estás en un error, Scott. No teníamos por qué cambiar esta basura
por un trasto nuevo con aire acondicionado.
—¿Por qué no? Hemos conseguido un botín lo bastante bueno como
para comprar lo mejor, ¿no es cierto?
—No se trata de eso —dijo Doyle inclinando la cabeza para mirar a Scott
—. Un par de tipos que apenas estaban ganando diez de los grandes al año
no se marchan de la ciudad conduciendo un automóvil de rico sin levantar
sospechas.
—Sí, eso es cierto —dijo Scott, asintiendo con un movimiento de cabeza
—, pero escucha, vamos a tener que pagar mucho por un coche americano
nuevo en México..., quizá el doble.
—Cuando llegue el momento —dijo Doyle—, volaremos a San Diego y
compraremos uno allí.
Scott y Doyle habían informado casualmente a sus amigos y
colaboradores de que irían a México, para hacer un viaje de placer por el
país, vía Juárez, pero por temor a un repentino descubrimiento y a la
persecución subsiguiente, alteraron secretamente su plan y atravesaron
California hacia el oeste, para cruzar la frontera en Tijuana.
—No tenemos ninguna prisa por gastar el botín —siguió diciendo Doyle
—. Lo hemos conseguido, independientemente de cómo lo repartamos.
—Será mejor partirlo por partes iguales, mitad y mitad —observó Scott
haciendo una mueca.
En el crepúsculo, la carretera se desplegaba hasta el horizonte, sin una
sola curva; el paisaje, gris y árido, se extendía en forma de llanura desértica
hasta las abultadas y lejanas montañas; la desolada vista que se les ofrecía
hasta el fondo sólo se veía aliviada por poco más que unos supervivientes
tan duros como la yuca, los cactos y los hierbajos.
—¿Tenemos bastante combustible? —preguntó Doyle.
—Más de la mitad del depósito —informó Scott.
—Eso está bien. Apuesto a que tenemos ante nosotros cuarenta y cinco
kilómetros de nada hasta llegar a la próxima gasolinera.
—Eso quizá fuera así en otros tiempos, pero no ahora. Mira eso.
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Parecía una sala exótica, silenciosa, íntima, con una barra en forma de
herradura y unos rincones en forma semicircular, tapizados de terciopelo
rojo. Estaba lleno, casi hasta el tope de su capacidad, de viajeros que
llevaban puestas las más variadas ropas y bebían alegremente. Frente a la
entrada, y en uno de los ángulos del bar, había dos atractivas morenas que
les observaron con rápidas miradas. Una de ellas esbozó un fragmento de
sonrisa cuando su mirada inquisitiva se detuvo sobre los dos hombres que
aún permanecían en la entrada. Después, dio un ligero codazo a su
compañera. Las dos mujeres se les quedaron mirando descaradamente.
—Van a ver si pueden pescar algo —dijo Scott desde una esquina de su
boca—. ¿Seguimos el juego y dejamos que tiren del carrete?
—¿Estás loco? —murmuró Doyle—. Con la mitad de Fort Knox en el
coche, primero comprobamos y después jugamos si queremos.
Se volvió y dirigió a Scott hacia el bar.
Ante el mostrador, una pareja estaba siendo inscrita por un empleado.
Detrás de él, consultando lo que parecía ser un índice de habitaciones,
había un hombre elegante y cuarentón, fastidiosamente embutido en un
traje de color beige, con camisa blanca y corbata negra. Espiando a Lindsey
y a Bender, les hizo señas para que se acercaran al mostrador.
—¿Una habitación, caballeros? —preguntó con una sonrisa amable que
surgió de un rostro enjuto, de fuerte mandíbula, rematado por un
abundante pelo rubio muy bien ordenado.
—Sí, nos gustaría una habitación —dijo Doyle.
—Bueno, tiene suerte, señor. Sólo me quedan dos. ¿Quieren las dos? ¿O
prefieren compartir una?
—Una habitación de dos camas —contestó Doyle.
—Estupendo —dijo el hombre rubio sacando un bolígrafo y una tarjeta
de registro. Doyle rellenó la tarjeta, inscribiendo los dos nombres y una
sola dirección, previamente acordada, en Phoenix.
—Tienen ustedes a mucha gente por aquí —observó Scott—. Debe ser
nuevo, ¿verdad?
—Sí, señor. Abrí el negocio hace exactamente ocho meses y seis días.
—Entonces, ¿es usted el propietario?
—Así es, y me siento feliz de poderlo decir. Yo mismo he diseñado este
lugar y he ayudado a construirlo.
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En la habitación 248, Doyle Lindsey estaba colgando un par de trajes en
la larga percha del espacioso armario, en una habitación de gruesas
alfombras, muebles elegantes y masivos y decoración de buen gusto. El
aire frío salía del aparato de aire acondicionado, dotado de pulsadores y
capaz también de proporcionar calefacción.
—Creo que sería mejor cortar esa clase de conversaciones con personas
como Kittredge —dijo Doyle por encima del hombro, haciendo que sus
palabras sonaran como una orden.
—¿Por qué? —preguntó Scott, poniendo cara de enfado.
Doyle cruzó la habitación, dirigiéndose hacia donde habían dejado una
abultada maleta, y empezó a sacar objetos de ella, colocándolos en un
cajón.
—Porque no deseamos despertar ninguna atención especial —dijo—, y
porque no deseamos hacer ninguna falsa amistad comercial con la clase de
personas que suelen conocer a la gente al primer vistazo. Para esa clase de
gente, nosotros somos un par de sombras... sin rostro, anónimas. Ahora
nos ves, ahora no nos ves, y nunca se recuerda nada sobre nosotros.
—Sí —dijo Scott—, supongo que tienes razón. Lo que sucede es que soy
demasiado sociable por naturaleza.
—Exactamente —dijo Doyle, encendiendo un cigarrillo—. Eres
demasiado sociable, y a veces no demuestras ser muy inteligente. Pero, al
menos, escuchas.
—Está bien, muchas gracias.
—De nada.
—No me presiones, Doyle. No me dejaré provocar.
Doyle le ignoró y comenzó a cerrar la gran maleta, aunque todavía
contenía algunas de sus ropas, y un libro de gran tamaño y tapas duras.
—Vacía el resto de la maleta y daremos un vistazo a la mercancía —dijo
Scott.
—No seas infantil. Una vez que la has visto, ya la has visto.
—La mitad del botín es mío..., ¿de acuerdo?
Doyle se encogió de hombros y sacó de su bolsillo un pequeño
destornillador. Sacó todo el contenido de la maleta, que dejó sobre la cama,
encontró los pequeños tornillos ocultos y quitó el forro del fondo. Al
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desatornillar el último tornillo dejó al descubierto el extremo de una banda
de cuero que, al ser desprendida, dejó ver una cremallera.
Corrió la cremallera... y los dos se quedaron mirando el ordenado jardín
de billetes verdes, perfectamente ordenados y empacados La mayor parte
de los billetes eran de elevado valor.
Scott cogió uno de los paquetes de billetes de cien y los pasó ante sus
ojos, mostrando los dientes con una sonrisa de alegría.
—Aquí sí que hay coles —murmuró—. Ciento sesenta mil libres de
impuestos, a la vieja usanza.
Doyle también sonrió, aunque sólo ligeramente.
—No está mal para un par de gángsters aficionados —dijo.
—Sí —asintió Scott sintiéndose feliz—. El único tanteo posible y
limpiamos esa planta de toda la maldita paga. Tengo que felicitarte por
eso, Doyle, eres un cerebro y medio cuando se trata de planear un golpe.
—La realización fue pura mecánica —dijo Doyle—. El verdadero genio
estuvo en la preparación y la determinación del tiempo. No abandonamos
inmediatamente nuestros buenos puestos de trabajo para desvanecernos.
Les lavamos antes el cerebro: un par de tipos que no importan a nadie, y
que han ahorrado durante años lo suficiente para dar un largo vistazo al
mundo, empezando por un económico viaje de placer a México. Como ves,
estaban preparados para aceptarlo. Incluso después de haber realizado el
robo, servimos perfectamente nuestros propósitos... Trabajamos, como
siempre, hasta el último día. Y ahora nos desvanecemos, nos perdemos en
alguna parte... y se nos olvidará.
—A menos que los de la bofia encuentren alguna pista —dijo Scott.
—No la encontrarán. Les dimos dos semanas de tiempo y nos quedamos
tranquilamente sentados durante todo ese tiempo. Y ellos ni siquiera se
acercaron, ni una simple sospecha.
—Seguro que seguimos estando libres de sospechas —dijo Scott.
Volvió a dejar el paquete de billetes en el fondo de la maleta, Doyle la
volvió a cerrar, colocó sus pertenencias y dejó la maleta en el armario.
—Y ahora —dijo Doyle frotándose las palmas de las manos—, ponte en
movimiento y prepárate. Después, bajaremos y calentaremos un poco a
esas dos piezas de ojos grandes que se aburren en el bar.
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En la habitación 254, la última disponible del Desert Mirage, se instaló
una cama supletoria para acomodar a los tres hombres de mediana edad
que acababan de inscribirse en recepción. Se les subió hielo y bebidas a la
habitación y ahora los tres hombres, sentados uno frente al otro, en círculo,
se estaban sirviendo unas copas, reforzadas con aguardiente.
El trío estaba compuesto por Charlie Sachs, propietario de un pequeño
establo de caballos de carreras; su entrenador, Max Hardman, y Sid Lerner,
abogado y amigo personal de Charlie Sachs.
Charlie, un hombre barrigudo, de rostro alegre, dejó su bebida sobre la
mesa y chupó el puro que estaba fumando.
—Entonces ¿quién va a dormir en la cama supletoria? —preguntó.
—Tu físico se acomoda perfectamente a ella —dijo Sid Lerner con una
mueca, mientras Max Hardman mantenía su habitual impasibilidad.
—Mira lo que vamos a hacer —dijo Charlie—. Nos la sortearemos.
Aparecieron unas monedas que volaron al aire, pendientes todos del
cara o cruz. Sid perdió sin molestarse por ello. Después de todo, era el más
delgado de los tres.
Al cabo de un rato, el abogado dijo:
—Charlie, quiero saber más de ese arreglo. Ya sabes que no tengo ni
idea de caballos. Pero por lo que se está cociendo, la carrera está arreglada
para que la gane «Bold Blackie», si es que no se rompe antes una pata, ¿no
es cierto?
Charlie dio un bufido, mordió el puro y lanzó una mirada implorante a
su entrenador.
—Sid, ya han pasado los días de las carreras arregladas, al menos en el
sentido clásico —dijo Max Hardman—. Aquellas típicas regatas
terminaron en disputas. No puedes domar a un caballo para hacerle ganar,
porque después tiene que pasar una prueba química, una vez terminada la
carrera. No, ahora ya nada funciona de ese modo. Se trata de algo mucho
más sutil, mucho más difícil de probar y prácticamente legal.
—Escucho —declaró Sid.
—Está bien. En esa carrera del viernes hay otros tres caballos que
pueden derrotar a «Bold Blackie». No hay problema con eso. El público
apostará por esos tres con ventaja de dos a uno o menos, hasta
aproximadamente de cuatro a uno. Por la mañana, «Blackie» estará en
ocho a uno y puede elevarse hasta un doce a uno antes de situarte en el
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
Y todos bebieron.
Doyle Lindsey y Scott Bender durmieron hasta muy tarde y, tras haber
perdido lamentablemente el tiempo en la reunión de la noche anterior,
siguieron s u camino hacia la frontera mexicana pocos minutos antes del
mediodía.
Cerca de las tres de la tarde, llegó mistress Trisha Towland, procedente
de Los Angeles, en su espléndido automóvil nuevo, un regalo reciente de
su esposo con motivo de su segundo aniversario. Trisha tenía veintiocho
años y era diecinueve años más joven que Gary Howland. De pelo castaño
rojizo, elegante y pequeña, los suaves rasgos de su rostro estaban tensos y
mostraban unas profundas ojeras cuando preguntó en el mostrador de
recepción, apresurándose después a reunirse con su esposo, que había
permanecido encerrado en la habitación 116 desde hacía casi dos días.
Cuando él se acercó a la puerta, abriéndola con gran cautela, ella se
deslizó en su interior y los dos se abrazaron, pegándose el uno al otro, en
silencio.
—Necesitas un trago —dijo después Gary Howland.
Puso hielo en un par de vasos y vertió una generosa cantidad de whisky
escocés. Ella se dejó caer sobre una silla y bebió a pequeños sorbos,
mientras él se apoyó sobre una mesita y se quedó mirando hoscamente
hacia el suelo, en dirección a sus zapatos. Era un hombre de pelo grisáceo,
de rostro nudoso, con exceso de peso, pero con un aspecto casi elegante.
—Ni siquiera hice una maleta —dijo Trisha—. Me marché pocos
minutos después de recibir tu llamada.
—Gracias, querida —murmuró él, pero sin mirarla.
—¿Por qué no me esperaste en casa hasta que yo llegara? Podríamos
haberlo discutido, Gary; podríamos haber encontrado para ti una salida
mejor que la de huir ciegamente.
Levantó la vista, mirándola un momento, y se sintió impresionado por
los grandes ojos inocentes y por la compasión que reflejaba su hermoso
rostro.
—Sentí pánico —dijo él—. Sólo pensé en marcharme, sin saber
realmente hacia dónde, buscando quizá algún lugar remoto donde poder
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
ocultarme y pensar. Dejé atrás este lugar increíble, pero me sentía cansado
y al final di media vuelta y volví aquí. Ni si quiera se me ocurrió
registrarme con un nombre y una dirección falsas. De todos modos,
pensaba que tú también estarías al otro lado de la barrera, por decirlo de
algún modo.
—Qué equivocado estás, querido. Todo este asunto no es más que una
simple e inconcebible tragedia No puedo imaginar cómo, conociéndome,
pudiste haber llegado a una conclusión así y después...
—De eso se trata, Trisha. No tenía la sensación de conocerte tan bien en
sólo un par de años. ¿Nos conocemos el uno al otro en realidad?
—Evidentemente, yo tampoco te conocía hasta, ese punto, Gary —la
mujer se detuvo y encendió un cigarrillo—. Y te mostraste tan reservado al
hablarme por teléfono, que no conseguí hacerme una verdadera idea de lo
que había sucedido. Así es que ¿por qué no empiezas desde el principio?
—Podría contarte lo que ha ocurrido en un minuto. Pero decirte cómo
me siento ya me resulta algo más complicado.
—¿Por qué viniste a verme a una hora tan intempestiva? —pregunto
ella.
—Tenía una cita con Hamilton Burris. Llegaba en un vuelo procedente
de Dallas para discutir los términos de compra de su refinería de la costa
Oeste. Pero me salió con una u otra excusa y pospuso el encuentro. Eso me
dejó con un gran hueco en el día, así es que pensé pasar la tarde juntos
para variar un poco.
»Te llamé... y no contestó nadie. Supuse que habrías bajado a la playa,
así es que fui a casa y me cambié. Después, me dirigí a ese lugar, cerca del
bungalow, donde estabas, y finalmente te espié desde la derecha, bastante
cerca del agua. Estabas echada sobre tu albornoz, cerca de ese joven..., de
ese joven musculoso, con ese típico rostro americano y los ojos llenos de
apetito por la mujer.
»Apenas si estabais a un palmo de distancia el uno del otro y él parecía
estar diciéndote algo, casi sobre tus labios. Aquello me produjo un impacto
muy fuerte... una gran sacudida. Nunca te había imaginado en esa... en esa
situación, y mi imaginación e m pezó a desbordarse. ¿Cuántas otras veces?
¿Con cuántos otros jóvenes?
—Sí, pero no se te ocurrió pensar que...
—Déjame terminar. No se me ocurrió pensar en otra cosa que en el
hecho de tener veinte años más que tú. Pensé que quizá en otros tiempos
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
había parecido una persona brillante, al frente de una gran empresa, con
una gran riqueza y poder. Pero que tú empezaste a aburrirte, te sentiste
atraída por los jóvenes de tu misma edad... inclinada hacia esos jóvenes
atléticos y amorosos... y decidiste jugar en ambos extremos.
»De las dudas ocultas sobre mí mismo, que ya existían en mí, nacieron
unos celos instantáneos. Así pues, te vigilé a distancia y cuando te
levantaste y empezaste a andar con él hacia aquel maldito bungalow, os
seguí. Desapareciste con él en el interior de la casa y entonces estuve
seguro. Permanecí por allí durante unos quince minutos, tratando de
acumular fuerzas suficientes para entrar y darle una buena paliza.
»Pero sabía que aquello sería absurdo..., que él me derribaría y me
pondría de rodillas, mientras tú mirabas, llena de disgusto, o simplemente
sofocando tu risa ante mi débil intento. Así pues, regresé a casa echo una
furia y volví con el revólver. No tenía intención de matarle. Simplemente,
pensaba darle un buen escarmiento.
»Llamé, él abrió la puerta y me mostré detrás del arma. Recorrí
precipitadamente las habitaciones, mientras él me miraba boquiabierto,
fumando, pero tú ya te habías ido. Intercambiamos unas pocas palabras y
él se dio cuenta de lo que sucedía, pero no pareció asustarse lo más
mínimo ante mí. Se sentía más bien divertido y mantenía una actitud
burlona.
»—¿Dónde está Trisha? —le pregunté—. ¿Va a volver ahora con una
botella para amenizar vuestra reunión? ¿No quedaría bastante sorprendida
si te encontrara muerto, pequeño?
»Aquellas palabras sólo produjeron en él una expresión de desprecio y
una sonrisa de burla.
»—Pero ¿qué pasa aquí, viejo estúpido? —me dijo—. Se vistió y regresó
a casa. Seguramente te has cruzado con ella.
«Fue entonces cuando disparé contra él. Cayó, en cogido sobre sí
mismo. Me di cuenta en seguida de que había muerto y entonces sentí un
gran pánico.
—¡Oh, Gary! —exclamó Trisha—, todo es por mi culpa. Y, sin embargo,
no tengo culpa de nada. Se trataba solamente de un joven que me habló un
día en la playa, y al que contesté con la simple intención de ser amable.
Hablamos unos pocos minutos, le dije que estaba casada y se marchó. Pero
vivía cerca de la playa y volvió a pasar varias veces por allí mientras yo
estaba tomando el sol. Hablé con él para pasar el tiempo... simplemente
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
hablé con él. Pensé que era una persona inofensiva, que era un joven
solitario que necesitaba confiarse a alguien.
»Aquel día terrible, me preguntó si quería tomar una cerveza fría, y yo
no vi ningún mal en ello. El sol calentaba mucho y yo me sentía reseca. Así
es que me fui con él y me sirvió un vaso de cerveza que me bebí mientras
charlamos durante unos veinte minutos. Parecía un joven totalmente
inocente y me sentí casi maternal con él. Pero entonces empezó a mostrarse
más atrevido. No se mostró agresivo en ningún momento; simplemente
trató de probarme, de darme un beso, de acariciarme con sus manos.
»Bromeé un poco con él y conseguí escabullirme de un modo
razonablemente gracioso. Después, antes de ir a casa, me detuve en Grace
Fielding's, y allí estuve aproximadamente durante una hora antes de
volver a casa. Aquella noche no viniste a cenar y empecé a sentirme muy
inquieta. A la mañana siguiente venía la noticia en los periódicos: Bruce
Kaufman asesinado en su bungalow por un desconocido; la única clave es la
bala que le causó la muerte, del calibre treinta y ocho. Ni siquiera entonces
pude imaginar lo que había pasado, Gary. Fui incapaz de relacionar el
asesinato contigo, como esposo enfurecido. No lo pude hacer hasta que me
llamaste por teléfono. Pero ahora ya no importa el porqué ni el cómo. Dime
simplemente qué has hecho con el arma porque, al parecer, lo único que
han conseguido para relacionar el asesinato contigo es una bala.
—He traído el revólver conmigo —dijo—. Está escondido en el estuche
de mi máquina de escribir portátil. He considerado la posibilidad de
mecanografiar una confesión y una de esa dramáticas notas de despedida,
al estilo antiguo, antes de utilizar ese mismo revólver contra mí mismo.
—¡No digas tonterías! —exclamó ella—. Cuando lleguemos a casa,
cogeremos la barca, nos adentraremos dos o tres kilómetros en el mar y yo
misma arrojaré ese revólver por la borda.
—Te quiero mucho, pequeña —dijo él—, y debo decirte que..., que lo
siento mucho.
Ella apartó la mirada.
—No podemos marcharnos esta noche —murmuró—. Estoy demasiado
cansada. Quiero tomar un largo baño caliente y después podremos bajar a
beber algo y a cenar. Nos marcharemos al amanecer y contaremos a todos
una bonita y pequeña historia sobre una impulsiva segunda luna de miel.
¿Te parece bien, querido?
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
Debajo había el número de una casilla postal de Las Vegas, Nevada.
Al sábado siguiente, por la tarde, Vern Kittredge, propietario del motel
Desert Mirage, estaba cómodamente sentado en la sala de estar de su
extravagante apartamento del ático. Se trataba de una estructura apartada
a la que se llegaba por medio de un ascensor privado y que colgaba sobre
la terraza del edificio principal. Con un esbozo de sonrisa en la comisura
de sus labios, Kittredge estaba dando un vistazo a la página deportiva del
periódico. Su esposa, Denise, una amorosa y joven rubia de notables
proporciones, entró en aquel momento, procedente de la cocina, llevando
una bandeja en la que había unos aperitivos y un par de secos y helados
martinis.
Vern cogió uno de los martinis de la bandeja y lo probó.
—¡Aja! —exclamó, suspirando—. Hecho con amoroso cuidado, como
una obra de arte. ¿Debo enmarcarlo, o me lo bebo?
—Bueno, no tengo un marco adecuado para eso —dijo Denise, tomando
asiento junto a él, con una expresión de contento en su rostro—. Así es que
será mejor que te lo bebas antes de que se evapore.
—Sí —observó él—, está deliciosamente seco. ¿Quieres echar un
vistazo a la página deportiva?
—Querido, sabes muy bien que odio los deportes.
—¿Incluyendo las carreras de caballos?
—Bueno, cuéntame sólo lo que haya sobre eso. ¿Había realmente un
caballo que se llamara así? ¿«Bold Blackie»?
—Claro que sí. Tuve que buscarlo muy de prisa, pero encontré a
«Blackie» en la carrera del viernes. Después llamé a DiVito, en Las Vegas, y
le pedí que apostara tres mil dólares, de modo que la cantidad de la
apuesta no hiciera hundirse la ventaja en el momento de la salida.
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—Pero, desde luego, todo resultó ser una baladronada —dijo ella, en
tono de broma—, y ese miserable rucio llegó el último.
—¡Oh, no! Al contrario, querida. «Bold Blackie» llegó a la meta con dos
cuerpos de ventaja sobre su inmediato seguidor y pagó diecinueve
ochenta..., justo por debajo de nueve a uno.
—¡Vaya! Bastante bonito. Eso significa cerca de veintisiete mil.
—En efecto —confirmó el hombre, dejándose caer hacia atrás y
encendiendo un puro corto y delgado—. Esta ha sido una semana que deja
chiquitas a todas las demás —observó con orgullo—. Ha sido con mucho la
mayor captura desde que abrimos. Veintisiete de los grandes por la carrera
de caballos; ciento sesenta mil de aquel par de muchachos de la 248, con su
maleta de fondo oculto; y otros veinticinco mil de ese feliz esposo de la 116
aficionado a apretar el gatillo.
—¿Te refieres a Howland, querido?
—Sí, a Gary Howland.
—¿También has conseguido ese dinero?
—DiVito envió esta mañana a uno de sus hombres a recogerlo de la
casilla postal. Me lo traerá al próximo viaje que haga.
—¿Le vas a devolver el arma, o le presionarás un poco más?
—Sabes muy bien que siempre mantengo mi palabra —dijo él,
mirándola—. El arma ya está en camino. Howland ha salido de esto con
gran facilidad, pero es que me encontraba de muy buen humor.
—¿Te sientes alguna vez culpable por todo esto, Vern? —preguntó
Denise, con una actitud pensativa.
—En absoluto. Me limito a coger algo a los tipos ricos y malos y a los
estafadores, nunca a los tipos buenos.
—Eso es cierto, querido.
El hombre dejó su copa, cogió una patata frita, introduciéndosela en la
boca y la masticó.
—Bien —dijo—, tenemos la casa casi llena. ¿Has comprobado si hay
algo interesante?
—Sí, pero hasta el momento sólo he encontrado a un evasor de
impuestos en la 64. Se trata de un tipo que habla con su socio sobre una
doble contabilidad. He estado tomando notas.
—¿Cuánto pretenden sustraerle al Tío Sam?
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—Cerca de medio millón. Podremos conseguir un buen pellizco de esa
cifra, por no informar... no existe el menor riesgo.
—¿Están todavía en la habitación?
—Se fueron a cenar, pero a estas alturas ya pueden haber regresado.
—Veamos.
Kittredge, acompañado por su esposa, abandonó la sala y penetró
después en un estudio. Apretó un botón situado bajo la mesa de su
despacho y una sección de la pared se deslizó a un lado, dejando al
descubierto un cubículo iluminado. Ya en su interior, Kittredge apretó otro
botón y la pared se cerró tras ellos. Entonces, tomó asiento ante un gran
cuadro de mandos en el que había numerosos conmutadores, cada uno de
los cuales mostraba una etiqueta con el número de las habitaciones. Sobre
los conmutadores había unas luces diminutas que permanecían apagadas
cuando una habitación no había sido alquilada todavía, y que se encendían
con una luz roja cuando estaban ocupadas. Sobre el cuadro de mandos
había un micrófono, y una pantalla completaba el sistema de circuito
cerrado de televisión, con sus cámaras ocultas.
Kittredge pulsó el conmutador con la etiqueta 64 y por el micrófono sólo
les llegó un ligero zumbido.
—Supongo que todavía están fuera —dijo Denise.
—Vamos a asegurarnos —dijo Kittredge, apretando un botón.
Sobre la pantalla de televisión apareció una habitación vacía; había unas
ropas sobre una de las camas, y una maleta sobre la otra.
—No hay nadie en casa —dijo Kittredge, apagando la imagen y el
sonido.
—¿Quieres intentar alguno de los otros números? —preguntó Denise,
situada de pie, tras él.
El asintió con un movimiento de cabeza y, durante algunos minutos,
estuvo pulsando los conmutadores, escuchando fragmentos de
conversación, sin añadir la imagen al sonido. Después, sacudió la cabeza.
—Parece que ésta es una mala noche para el robo. Lo intentaremos más
tarde.
—Tú escuchas —dijo ella—, ¿pero nunca observas la pantalla cuando
estás solo, querido? Vamos, confiésalo.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
—No —dijo él firmemente—, no lo hago. Únicamente cuando no tengo
más remedio, cuando tengo que captar algo que no puede ser
comprendido escuchando. Como hice, por ejemplo, para observar dónde
habían escondido esos dos gángsters el dinero que habían robado, y sólo
con el propósito de saber lo que hacer cuando ellos dejaran la habitación.
También lo hago para asegurarme de que una habitación está vacía cuando
me dirijo hacia ella. Creo que todo ciudadano honrado que llega al Desert
Mirage tiene derecho a esperar la más absoluta intimidad.
Burlonamente, Denise se le quedó mirando asombrada y gruñó:
—Conque absoluta intimidad, ¿eh? Bueno, de todos modos eres un
hombre de honor, querido Vern.
Él se levantó, la rodeó con su brazo y con la otra mano apretó el botón
para abrir el camino.
—¿Qué tenemos para cenar, querida? —preguntó mientras
abandonaban la pequeña estancia.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
4
EL VENCIMIENTO DE LA
HIPOTECA DE MÍSTER MAPPIN
ZENA COLLIER
Según la experiencia de míster Mappin, la vida n o es lo que uno quiere
que sea. Antes al contrario, la vida es la que le hace a uno. Las
circunstancias de la vida se estrechan alrededor de uno, cercándole,
obligándole implacablemente a concretarse. Míster Mappin, por ejemplo,
que en otros tiempos se viera a sí mismo como un diplomático importante,
un corresponsal extranjero, e incluso —y se sentía particularmente
orgulloso de esta idea— como capitán de uno de esos majestuosos palacios
flotantes en los que parece concentrarse todo el esplendor, la magia y el
romanticismo del mundo, rondaba ya los veinte años de servicio en el
departamento de hipotecas de Trimble, Goshen & Webb, abogados.
Veinte años atrás había llegado a Trimble, Goshen & Webb lleno de
grandes esperanzas, con los ojos muy claros y manteniendo siempre ante él
un firme anteproyecto de su futuro. No había dejado de ser un pequeño
logro el ser aceptado por una empresa de tanta reputación como Trimble y
Cía., de modo que sólo sintió muy débilmente haber tenido que posponer
aquellos otros sueños... «Míster Mappin expresó hoy un moderado
optimismo sobre su reunión con el embajador de Transilvania...»
«...George Mappin dice en su último comunicado desde Hong Kong...» El
comodoro Mappin solicita el honor de que la señora condesa acuda a su
mesa esta noche...» Aquellos sueños que quizá pertenecían más bien al
reino de las imaginaciones propias de un muchacho. Al fin y al cabo,
cuando todo estuviera dicho y hecho, tampoco quedaría mal un «míster
Mappin, abogado muy conocido, calmó a los enojados accionistas que
asistían a la reunión, con su acostumbrada elocuencia».
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
¿Y qué había sido de todo aquello? ¿Qué había ocurrido en aquellos
veinte años? Había envejecido, eso era lo que había sucedido. Y estaba en
Hipotecas. Mientras que lo primero era un mal inevitable, lo segundo no
había dejado de ser como la levadura que hinchaba el pan de la amargura
que últimamente envenenaba todos sus momentos de vigilia.
Durante los dos primeros años, se sintió contento de esperar a que
llegara el momento oportuno. Había tenido la oportunidad de aprender un
poco de todo —verificación de testamentos, litigación, casos de seguros,
escrituras de traspaso de bienes raíces, e incluso cuestiones relacionadas
con impuestos y propiedad industrial—, antes de ser finalmente asignado
al Departamento de Hipotecas, bajo la dirección de míster Carewe. Y allí
había cumplido lo mejor que pudo, enfrentándose con investigaciones
locales, sumarios, requisiciones de títulos, contratos, alquileres, hasta que
conoció todo el trabajo realizado y por realizar, por dentro y por fuera. Y, a
pesar del hecho de que la práctica de la ley no resultaba ser tal y como se la
había imaginado —aquellas preguntas de los sumarios y recónditas
respuestas, los secos términos de un arte antiguo—, se sintió bastante
contento al principio. Naturalmente, esto ocurrió porque sólo se trataba de
un período pasajero, hasta que los Poderes que Son recordaran dónde
habían dejado a George Mappin, lo sacaran de Hipotecas, y lo enviaran a
realizar misiones mucho más importantes y excitantes.
Pero había permanecido allí mucho más tiempo del esperado. De hecho,
tuvieron que pasar diez años antes de que, finalmente, se le hiciera pasar al
despacho de míster Trimble. Y su corazón latió con un poco más de
rapidez y alegría ante la perspectiva de un cambio que, por fin, se iba a
producir, después de tanto tiempo.
Míster Trimble se balanceó tranquilamente en el cómodo sillón situado
tras la mesa, y le ofreció un cigarrillo.
—Veamos, usted ha estado con nosotros desde hace..., ¿cuántos años?
¿Siete? ¿Ocho?
—Diez, señor —dijo míster Mappin.
—Bien, bien, ¡cómo pasa el tiempo! —exclamó míster Trimble
sacudiendo pesarosamente su blanca cabeza—. Ha estado la mayor parte
del tiempo trabajando en Hipotecas, bajo la dirección de míster Carewe,
¿no es cierto?
—Así es, señor.
Míster Mappin se regocijaba interiormente; había llegado el momento,
por fin había llegado el momento. ¿Cuál sería el resultado? Podría tratarse
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
del departamento de la empresa que se ocupaba de las altas finanzas y
que, en opinión de míster Mappin, era tan excitante como cazar tigres en
Kenia, aunque quizá mucho menos pesado. O podría tratarse del
departamento de difamación... había oído decir que aquel joven, Strauss,
que se había encargado hasta entonces de todas las cuestiones de
difamación, abandonaba la empresa para iniciar un negocio por su cuenta;
así pues, quizá se le responsabilizara ahora de ese departamento, a él,
míster Mappin. O podría ser litigios de seguros..., este departamento no
era tan animado, pero, sin duda alguna, era mucho más preferible que las
hipotecas. Cualquier cosa del mundo sería mejor que las hipotecas, así es
que míster Mappin esperó con ansiedad el edicto de míster Trimble.
—Voy a tratar directamente el asunto —dijo míster Trimble—. ¿Qué le
parecería hacerse cargo de Hipotecas, míster Mappin? —preguntó al fin,
mirándole expectativamente.
—¿Hacerme cargo de Hipotecas? —preguntó estupefacto, utilizando las
mismas palabras—. Pero..., pero, míster Trimble, yo ya estoy en Hipotecas.
¿Cómo puede ser? He estado en Hipotecas prácticamente desde que
llegué...
—Creo que no me comprende bien del todo —dijo míster Trimble—.
Cuando se celebró la última reunión de cargos de la empresa, la semana
pasada, míster Carewe nos anunció que pensaba jubilarse, y entonces se
decidió ofrecerle a usted el departamento de Hipotecas..., quiero decir,
ponerle a usted al frente de ese departamento. Como, sin duda alguna
sabrá —míster Trimble no podía evitar a veces hablar con una cierta
redundancia de vocablos legales—, se trata de un puesto de elevada
responsabilidad, para el que se necesita a una persona constante, como
usted; alguien que tenga sensibilidad para el detalle, el método, la
prudencia.
—¿Yo? —preguntó míster Mappin con incredulidad.
—Sí, usted —dijo míster Trimble con firmeza—. Creemos que es usted
la persona más apropiada para ese trabajo, que está usted altamente
cualificado para llevar todas esas cuentas, y que...
—No —le interrumpió míster Mappin un poco violentamente—. No, no,
yo no soy... esas cosas que usted dice. No es..., yo había pensado... en algo
con un poco más de oportunidades, con más... —se detuvo en busca de
nuevas palabras.
Míster Trimble se inclinó hacia adelante, apoyando los codos sobre la
mesa, juntando las palmas de sus manos. Sin ninguna crueldad, dijo:
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
—Comprendo, míster Mappin. Le comprendo perfectamente. Pero, por
otra parte, creo..., quiero decir que la empresa cree que tanto usted como la
propia empresa recibirán los mayores beneficios si realiza usted el tipo de
trabajo para el que está más preparado.
Pero entonces, míster Mappin se sintió desesperado, y no pudo evitar el
espetar:
—¡Preparado! ¡Hipotecas! ¿Yo?
—Como sabe usted, George —dijo míster Trimble y míster Mappin
recordaría más tarde que ésta fue la primera y última vez en que míster
Trimble le llamó George—, un hombre que ocupa el puesto adecuado es
un hombre sensato, que conoce sus capacidades y reconoce sus
limitaciones. Le hemos estado observando últimamente, y me parece..., la
empresa cree que realiza usted un trabajo excelente donde está y que
puede ser de un gran servicio en ese puesto.
Tras escuchar aquellas palabras, míster Mappin se dio cuenta de que
había perdido la batalla. Trimble, Goshen & Webb no habían alcanzado su
posición actual a causa de una falta de buen juicio, sino todo contrario. De
todos modos, viéndole allí sentado, hundido un poco en el cómodo sillón,
se dio cuenta por fin de que, después de todo, no era un hombre mente
brillante, bien equilibrada y capaz de enfrentarse a las situaciones con
estrategia. Sus mejores cualidades no eran precisamente las del desafío y el
empuje que requieren una negociación comercial. Finalmente, a él ni
siquiera le quedaba aquel otro sueño: «Míster Mappin, abogado muy
conocido, calmó a los enojados accionistas que asistían a la reunión, con su
acostumbrada elocuencia.»
La voz de míster Trimble le llegó con claridad a través de los restos de
sus esperanzas casi desvanecidas.
—¿Aceptará usted entonces?
Se trataba de una pregunta muy dura. La cabeza le daba vueltas, pero
míster Mappin terminó por asentir con un leve movimiento afirmativo.
—Está bien —dijo míster Trimble con brusquedad, extendiendo la mano
hacia él—. ¡Felicidades!
La mano de míster Mappin estrechó la otra.
—¿Felicidades? —preguntó insensiblemente.
—Después de todo, se trata de un ascenso —le recordó míster Trimble.
—¡Oh, sí! Sí, claro —dijo míster Mappin—. Gracias.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
Después, se volvió y abandonó el despacho.
Así pues, había vuelto al departamento de Hipotecas, con un cambio de
cargo, un aumento de salario, un despacho diferente... pero seguía siendo
Hipotecas. El seco y rojo departamento de Hipotecas. Y durante un día tras
otro, sin fin, míster Mappin Solucionó con eficacia todo aquello que se le
planteó, satisfaciendo a todos, como siempre, y obteniendo bien poco de lo
que hacía. La vida siguió su curso y él supo que lo único que cambiaría
sería él mismo, haciéndose un poco más viejo cada día, más viejo, más
viejo, y siempre en Hipotecas.
Fue entonces cuando empezó a sentir la amargura. Sentado ante su
mesa, veía a otros hombres llegar a la empresa, hombres más jóvenes que
él, y su resentimiento aumentó a cada año que pasó con la llegada de cada
nuevo joven zumbándole en los oídos, con la tinta de los documentos de
examen, con cada nuevo hombre al que se le ofrecía una oportunidad para
demostrar lo que era capaz de hacer en difamaciones, patentes y seguros;
hombres que progresaron y llegaron a ocupar oficinas mucho más
imponentes en los pisos superiores (cuanto más elevado era el puesto que
se ocupaba en Trimble, más alto era el piso donde se trabajaba); algunos de
aquellos hombres llegaron incluso a ser admitidos como socios de la
empresa.
Y eso era otra cuestión. Lo menos que podían hacer después de quince
años era ofrecerle ser socio de la empresa. Porque, aun cuando despreciaba
el departamento de Hipotecas, hacía bien su trabajo. «Pero no —pensaba
míster Mappin—, nadie se da cuenta, nadie se preocupa por eso.» En
cuanto a míster Trimble, desde aquel día, ya lejano, en que le ofreció, le
entregó, le obligó a hacerse cargo de Hipotecas, nunca tuvo para él una
sola palabra de elogio. Ofrecerle ser socio habría sido una forma de
mostrarle aprecio. Míster Mappin pensaba que eso habría sido una
muestra de lo mucho que le estimaban.
En cierta ocasión hizo un intento para salir de Hipotecas. Se fue a ver a
míster Trimble y le pidió directamente que le cambiara de departamento.
—Pero... después de todos estos años..., ¿es que no está a gusto en
Hipotecas? —preguntó míster Trimble con sorpresa.
—Me gustaría un cambio —dijo obstinadamente míster Mappin—. Uno
se cansa de hacer lo mismo un año tras otro.
—¿Cansado? ¿Está usted cansado de Hipotecas? —míster Trimble se le
quedó mirando como si hubiera pronunciado una blasfemia y finalmente
dijo—: Siga con lo que está haciendo durante algún tiempo y veremos lo
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
que se puede hacer. En realidad, míster Mappin, es usted tan apropiado
para ese departamento..., creemos que no existe en la empresa ninguna
otra persona en la que podamos confiar tan bien como en usted para
Hipotecas.
Y míster Mappin abandonó el despacho de míster Trimble sabiendo
muy bien que de aquella entrevista no saldría nada positivo para él, y que
tendría que permanecer donde estaba.
«Atrapado», pensó míster Mappin. Y finalmente, de la amargura, del
resentimiento, de la desilusión, surgió el odio. Odio contra la empresa que
había cometido contra él aquella injusticia tan terrible, que le había
arrojado a un rincón, en Hipotecas... a él, a George Mappin, que había
soñado con una clase de vida tan diferente. Y el odio aumentó, aumentó y
aumentó hasta que cada soplo de aire que respiraba estaba lleno de su
desagradable gusto.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
no veía a ningún cliente, ni dictaba cartas, ni aceptaba llamadas telefónicas.
Desde las cuatro a las cuatro y media de la tarde se tomaba un rato de relax
—«mi propia resistencia a las presiones de este mundo de continuo
trabajo», según él mismo decía—, y ¡ay de quien se atreviera a perturbar
este período de descanso! La secretaria, la telefonista y todo el personal
tenían instrucciones estrictas de mantenerse alejados de su despacho
durante aquella media hora. «Voilà —pensó míster Mappin—, aquí está lo
que necesito, hecho a mi medida.» Sólo tenía que entrar en su despacho... y
asesinarle.
Quedaba por resolver la cuestión del arma. Las armas de fuego eran
muy ruidosas, un cuchillo resultaba muy sucio, un veneno..., el veneno
resultaba algo demasiado científico y bastante complicado. Entonces
recordó que sobre el despacho de míster Trimble había un pesado
pisapapeles de bronce, con la figura de un buda. «Ideal», pensó míster
Mappin.
¿Y después qué? Bueno, sólo se trataba de matarle —míster Mappin
siempre saltaba con rapidez sobre el propio hecho—, y después, para
disponer de un poco más de tiempo, pondría el cuerpo en el armario que
había en uno de los rincones del despacho de míster Trimble, cerraría la
puerta del armario, regresaría a su propio despacho, y eso sería todo.
El único defecto del plan era que alguien podía verle abandonar el
despacho. Pero ése sería el riesgo que tendría que correr y, en realidad, se
trataba de un riesgo muy pequeño porque el despacho de míster Trimble
estaba en el sexto piso y a aquellas horas de la tarde nadie se atrevería a
subir allí.
Y así, del mismo modo que otras personas se dedican a contar borregos,
míster Mappin calculaba las cuestiones relacionadas con un detalle u otro,
hasta que llegó un momento en que lo tuvo todo perfectamente planeado.
Realmente, era una lástima que nunca tuviera la oportunidad de demostrar
lo que podría llegar a hacer en este nuevo campo. No podía evitar el sentir
que todo el mundo le demostraría muchísimo más respeto en la oficina si
supieran la clase de cosas que era capaz de hacer.
¡Ah, respeto...! Esa era otra cuestión Todos aquellos jóvenes que habían
llegado nuevos... Dos de ellos acababan de ser asignados a su
departamento. Aquella misma mañana había interceptado un guiño entre
ellos cuando él llegó. Un guiño... ¡y sobre él! Si hubiera sido un socio de la
empresa, nunca se habrían atrevido a hacerlo. Nunca. Bueno, no
importaba; no se quedarían mucho más tiempo en Hipotecas. Ellos no.
Porque no tardarían en ser trasladados a algún otro departamento, a
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
realizar algún trabajo algo más espectacular. No le cabía la menor duda...,
y eso era precisamente lo que él hubiera deseado: ser trasladado.
El fuego del odio volvía entonces a encenderse en su interior.
Le pareció que últimamente hasta la misma miss Ashley había estado
comportándose con él de un modo muy extraño. Miss Ashley era la
mecanógrafa que compartía con míster Lyons, porque únicamente los
socios de la empresa disponían de sus propias secretarias. Habría sido
poco menos que un insulto que míster Ashley fuera al menos bonita (miss
Burke, la secretaria de míster Trimble era, desde luego, una criatura
perfecta y encantadora). Pero miss Ashley era una mujer baja y regordeta,
con una barbilla muy corta y que tenía la desgraciada costumbre de reírse
tonta y constantemente por cualquier cosa. El otro día, por ejemplo,
cuando él recordó por casualidad el hecho de que a la semana siguiente
cumpliría veinte años de servicio en la empresa (diciendo en voz alta sus
propios pensamientos, y hablando más para sí mismo que para ella), miss
Ashley emitió una risa chirriante que tuvo que cortar repentinamente
cuando él la miró, mostrando en su rostro su profundo disgusto.
«Ríete, tonta —pensó míster Mappin, agitándose interiormente—. ¿Es
que es algo tan divertido? ¿Le resulta divertido que haya desperdiciado
aquí veinte años de mi vida? ¿Es eso algo realmente tan jocoso?» Se vio tan
asaltado por la fuerza de sus sentimientos que tuvo que excusarse y salir
de la oficina sin un destino concreto, para no verse obligado a pegarla. A la
semana siguiente, míster Mappin se resfrió. El lunes sintió dolor de cuello,
el martes tuvo dolor cuello y, además, de cabeza, y el miércoles por la
noche se quedó durmiendo en cuanto su cabeza se puso en contacto con la
almohada, sin acordarse siquiera de pensar en míster Trimble. El jueves se
despertó con fiebre. Se tomó la temperatura y comprobó que estaba a
treinta y ocho.
Se vistió débilmente y arrastró sus doloridos huesos, saliendo de la casa.
No sabía por qué iba a trabajar aquel día; nadie apreciaría su esfuerzo.
Pero, de todos modos, siguió su camino porque aquel día hacía veinte años
que trabajaba para Trimble y Cía., y nunca se sabía..., quizá alguien
pudiera, sólo pudiera recordar el hecho y mencionárselo. En honor a la
verdad, suponía que ocurriría así; en el fondo, iba a trabajar con aquella
esperanza. Porque se sentía muy enfermo. Sus piernas se le doblaban en
los momentos más inoportunos. Sentía el cuerpo caliente y frío,
alternativamente y notaba como si su cabeza fuera a explotarle en
cualquier momento.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
Tras haber llegado, sintió mucho haber realizado todo aquel esfuerzo.
Nadie le dijo nada y era evidente que nadie iba a decirle nada. Y, después
de todo, él tenía cierto orgullo; si nadie iba a recordárselo, no sería él quien
lo hiciera. Podrían pensar que estaba implorando una palmada de
conmiseración en la espalda, o algo así. Y míster Mappin pensó
amargamente que aquello sería extraordinariamente ridículo, desde
luego... la idea de que George Mappin recibiera una palmada de
conmiseración en la espalda.
A las dos de la tarde llamó a miss Ashley aunque, tal y como se sentía,
encontró algunas dificultades para concentrarse. Pero pensó pasar aquel
día para regresar después a casa y meterse en la cama durante un día o una
semana, o un mes si era necesario, y dejarles colgados a todos. Que el
trabajo se amontonara, ¿a quién le preocupaba eso?
Apenas había empezado a dictar, entró míster Trimble.
—Perdone la interrupción —dijo—, ¿tiene usted a mano la liquidación
de Copeland? Quizá pudiera darle un vistazo...
Míster Mappin le entregó el acta y esperó a que míster Trimble la ojeara.
—No habrá ningún error, ¿verdad? —preguntó míster Mappin—. No
hay ningún defecto en el título, el...
—¡Oh, no! No es nada de eso —contestó míster Trimble—. Es que míster
Copeland me ha llamado hace unos minutos y me ha pedido que le
explicara uno o dos puntos...
—Pero si yo mismo se lo expliqué todo la última vez que estuvo aquí —
dijo míster Mappin, sorprendido—. Creí haberlo dejado todo aclarado.
—¡Oh! Estoy seguro de que así lo hizo —se apresuró a decir míster
Trimble—. Pero, al parecer, a míster Copeland se le acaba de ocurrir una
pequeña cuestión sin importancia..., algo que tiene que ver con esos
derechos de pesca...
—En ese caso, ¿por qué no me lo ha preguntado a mí? —dijo míster
Mappin, elevando la voz a pesar suyo—. Desde el momento en que estoy a
cargo del asunto...
—Bueno, ya sabe cómo son estas cosas —dijo míster Trimble,
dirigiéndose ya hacia la puerta—. Reg Copeland y yo nos encontramos con
frecuencia en el club, así es que, probablemente, ha pensado que para
tratar detalles sin importancia puede disponer de mi tiempo con mayor
impunidad que del suyo.
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Tras decir esto, sonrió cautelosamente a míster Mappin y se marchó. Un
momento después, míster Mappin continuaba su dictado.
Pero sabía muy bien, al margen de aquella sonrisa, lo que míster
Trimble había querido dar a entender. Míster Mappin se las arreglaba bien
cuando se trataba de hipotecas para los Smith y para los Jones, en
cuestiones de tipo habitual. Pero cuando se trataba de grandes cuestiones y
de clientes realmente importantes, como Reginald Copeland, amigo de
míster Trimble, George Mappin no era suficiente para llevarlas adelante.
No entendía por qué La semana anterior había supervisado junto con los
Copeland cada uno de los pasos de la transacción y míster Copeland
pareció perfectamente satisfecho en aquellos momentos. Si tenía alguna
pregunta que plantear, ¿por qué lo había hecho pasando sobre la cabeza de
míster Mappin?
Sentado ante su mesa, míster Mappin empezó a enfurecerse. Aparte de
cualquier otra consideración e incluso de lo rudo que pudiera haber sido
míster Trimble, lo cierto es que había hablado de «detalles sin
importancia». Aquello sí que estaba bien, pensó míster Mappin, primero le
confinaban en Hipotecas durante veinte años, y después le quitaban
cualquier trabajo que tuviera una cierta dignidad o importancia
llamándole «detalles sin importancia». ¿Era así como míster Trimble
consideraba sus veinte años de desempeño consciente de su trabajo? ¿Era
así? ¿Era así?
Debido a todo lo que sentía en aquellos momentos, el corazón de míster
Mappin parecía a punto de saltársele en el pecho. Le dolía mucho la
cabeza, la nariz le goteaba y, de pronto, no sintió el menor deseo de seguir
trabajando, por lo que despidió a miss Ashley. Una vez solo, se colocó la
cabeza entre las manos y permaneció allí, sentado, mientras los años
regresaban a su memoria: años llenos de vacío, de desagradables esfuerzos
que no habían sido recompensados en absoluto. Y ahora, aquel mismo día,
¿no podía haber esperado de míster Trimble alguna palabra, viéndole
precisamente aquel día..., aun cuando fuera sólo algo trivial e incluso
tonto, como un «felicidades por sus años de servicio»?
Míster Mappin permaneció sentado durante mucho tiempo. No podría
haberle dicho a nadie lo que estaba pensando con exactitud. Sabía que se
sentía muy mal y que un mazo le estaba golpeando la cabeza
continuamente, justo sobre sus ojos. Estornudó y buscó cansadamente su
pañuelo «Debe estar acercándose la hora —pensó—, y desearía estar ya en
casa, en la cama.»
Miró su reloj. Las manecillas indicaban que eran las cuatro y cinco.
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¿Qué era aquello? ¿Qué cosa tan horrible estaba sucediendo? Frank
ignoró sus palabras, hizo una mueca y el ascensor siguió subiendo.
—He dicho que abajo —repitió míster Mappin furiosamente—. ¡Abajo!
Quiero ir abajo. Estoy enfermo; por favor, lléveme abajo inmediatamente.
El ascensor se detuvo, la puerta se abrió y una docena de manos se
extendieron hacia él. Había risas, una gran cantidad de risas y un fuerte
zumbido de conversaciones. ¿Quién...? ¿Qué...? Se sintió repentinamente
ciego, como si hubiera perdido todas sus facultades de pronto, mientras su
cuerpo, empujado por las manos, fue sacado del ascensor, dando tropiezos.
Y entonces vio dónde estaba. Este era el séptimo piso. El Sancta
Sanctórum. Pero ¿qué hacía él aquí? ¿Y por qué le empujaban todas
aquellas personas, obligándole a avanzar?
Miró a su alrededor y reconoció algunos rostros que aparecieron como a
través de una neblina... la telefonista... miss Ashley..., míster Lyons y
míster Hawkins..., miss Burke... algunas de las otras chicas... y más allá,
saliendo de aquella puerta... míster Webb, ¿no era él? Se restregó los ojos.
Sí, era míster Webb que se acercó a él, riendo, y le dio una palmada en la
espalda.
Y después, le hicieron cruzar la puerta, mientras todos reían y hablaban
en voz alta. No pudo distinguir una sola palabra de lo que decían. Pero
reconoció la habitación, a pesar de lo que habían hecho en ella. Se trataba
de la sala donde se celebraban las reuniones mensuales de la empresa,
donde los directores y jefes de departamento se encontraban y discutían
los negocios de la empresa. Pero ahora, la sala estaba arreglada como para
dar un banquete. Míster Mappin se dio cuenta de ello, a pesar de que la
cabeza le daba vueltas, y observó las mesas, preparadas para la cena. Y
entonces, le condujeron hacia la mesa presidencial, y le sentaron en el
centro de la misma, con míster Goshen sentado a su izquierda, y con míster
Webb más a su izquierda, y un asiento vacío a su derecha, mientras todos
los demás, hombres y mujeres, todo el personal de la empresa, tomaba
asiento.
A través de un terrible zumbido en sus oídos se dio cuenta de que
míster Webb se había puesto de pie y decía algo que míster Mappin sintió
instintivamente como de gran importancia, algo a lo que debía prestar una
muy cuidadosa atención. Pudo escuchar partes sueltas de lo que decía,
pero la voz de míster Webb parecía desvanecerse extrañamente, como si se
perdiera en la nada para resurgir de pronto como un transatlántico, con
toda su potencia. De vez en cuando, míster Mappin captaba una frase, «...y
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en esta maravillosa ocasión... veinte años con Trimble... un tributo... placer
decir... y a partir de hoy, un socio...»
Algo pareció hacer sonar como un timbre en el interior de la cabeza de
míster Mappin. Por un momento, la neblina desapareció y míster Mappin
escuchó a míster Webb que siguió hablando:
—Sólo queda por decir una cosa —dijo míster Webb— y es que, George,
confiamos en que nos disculpe por haberle traído aquí de esta manera, tan
de improviso. Pero míster Trimble pensó que sería muy bonito combinar
las dos ocasiones y sorprenderle con una fiesta. Y... ¡Oh, sí, a propósito...!
Míster Trimble ha estado muy ocupado la mayor parte de la tarde
escribiendo un discurso... —hubo risas generales—, escribiendo un
discurso para este momento y prohibiendo a todo el mundo, bajo pena de
muerte... —hubo más risas—, bajo pena de muerte, que pusiera un pie en
su despacho durante toda la tarde.
Hubo aplausos y míster Webb se sentó.
Míster Mappin permaneció sentado, temblando. Temblando y
temblando.
Míster Goshen inclinó la cabeza y le dijo con suavidad:
—Vamos, George, viejo, ¿se siente bien?
George, viejo, ¡oh!, George, viejo. ¡Cuántas veces había suspirado míster
Mappin por aquella deportiva camaradería del George, viejo!
Miss Burke se inclinó graciosamente sobre la mesa, sonriendo, y dijo:
—Míster Trimble debe estar escribiendo todo un poema épico. Iré abajo
y le diré que le estamos esperando, ¿le parece?
—Sí, dígale que se dé prisa. No podemos empezar sin él —dijo míster
Webb y después, volviéndose hacia míster Mappin, agregó—: No sé qué
tal estará usted, George, viejo, pero yo tengo mucha hambre.
Míster Mappin se quedó sentado. Observó al camarero aproximarse y
empezar a llenar las copas de vino. Echó un vistazo a los rostros que le
rodeaban, que parecían hincharse hasta adquirir el tamaño de grandes
globos, para disminuir después hasta convertirse en pequeños e imprecisos
puntos blancos. Escuchó las voces que resonaban alegremente en la sala
adornada. Y míster Mappin podría no haber comido para salvar su vida.
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G R A N N Y
RON GOULART
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con filtro, restregándose después las húmedas y mofletudas mejillas con
los dedos—. Hay una gran cantidad de gente interesada en Granny
Goodwaller, míster Caswell.
—Sí, lo sabemos, míster McAlbin —contestó Calwell—. Pero sigue usted
poniendo un terrible énfasis en la palabra conseguido.
—Bueno, le diré una cosa —dijo—, siento una gran curiosidad por saber
por qué Granny Goodwaller abandonó su apartamento hace tres meses y
se marchó a la colina, a su villa de Paxville. Me pregunto por qué está
ahora aquí, en Paxville Woods, en una cabaña en la que nadie puede
entrar. Me gustaría hacerle una entrevista.
—Sí, le comprendí desde la primera vez que se presentó y me planteó su
caso —dijo Caswell, dejando de restregar el pomo de cristal y acercándose
más a McAlbin—. Paxville es un lugar maravilloso para gente mayor. Allí,
detrás del bosque, disponemos de casas y apartamentos donde nuestros
ancianos, individualmente o por parejas, pueden vivir sus últimos años
rodeados de una bien ordenada comodidad. Aquí, en el hospital y en la
zona de cabañas disponemos evidentemente de mayores facilidades de
tipo médico. Disponemos incluso de unos cuantos bungalows privados
destinados a cuidados intensivos.
—¿Quiere decir eso que Granny está enferma?
—Granny tiene noventa años —dijo Calwell—. Como usted dice, es una
de las grandes artistas norteamericanas. Nos sentimos muy honrados
cuando ella decidió, hace ya cerca de cinco años, venir a vivir a nuestro
complejo de Paxville, que por entonces acababa de iniciar sus actividades.
Ella es una mujer muy anciana, míster McAlbin. Necesita muchos cuidados
y no puede ser entrevistada.
—¿Pero sigue pintando aún?
—Sí, Granny conserva su fortaleza y sigue produciendo bastante. Si
visita usted cualquiera de las exquisitas galerías de arte de Paxville Village,
o bien la galería de Brimstone, podrá ver expuestas sus últimas obras.
Puede que los óleos originales resulten un poco caros para alguien que se
dedica al juego de escribir libremente, pero también podrá encontrar
deliciosas tarjetas de saludo y algunos grabados.
—Ya he visto las pinturas en Paxville —dijo McAlbin.
El anciano que habitaba la cabaña individual de la colina había dejado
de gritar. La lluvia, fría y dura, seguía cayendo. La tarde estaba
empezando a oscurecerse.
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—La exhibición de pinturas de Granny en la galería Marcus de Nueva
York..., se trata de obras recientes, ¿verdad?
—Sí —contestó Calwell—. La Marcus Card Company ayudó a Granny a
hacerse famosa, y ella insiste en que sean ellos los que consigan sus
mejores obras. Bueno, en realidad, no puedo concederle mucho más
tiempo, míster McAlbin. Gracias por su interés por Granny. Le voy a decir
que ha venido usted y estoy seguro de que eso hará aparecer en su rostro
una sonrisa triste y dulce.
—¿Dónde trabaja ahora? ¿En esa cabaña suya? —preguntó McAlbin
arrojando la colilla por encima de la balaustrada, hacia el césped cortado
que había cerca del porche.
—Sí, a veces pinta en la cabaña —confirmó Caswell—. Además, dispone
de un gran taller aquí, en nuestro edificio principal.
—¿Podría verlo?
—Se trata simplemente de una gran habitación, llena de lienzos
extendidos, y que huele mucho a pintura y a trementina.
—El ver los lugares donde trabajan los artistas me ayuda mucho —dijo
McAlbin—. Aún tengo la intención de escribir algo sobre Granny
Goodwaller y su trabajo. Como usted no me va a permitir visitarla, lo
menos que podría hacer es dejarme ver el lugar donde ella crea sus
pinturas.
Después de un breve bufido, Caswell dijo:
—Está bien. Venga por aquí —comenzó a andar a lo largo del porche y
volviéndose, frunció el ceño y dijo—: Y, por favor, no arroje más colillas
sobre el césped.
McAlbin abandonó el lugar quince minutos después. Bajo su
impermeable, envuelto en un paño lleno de pintura, llevaba una espátula y
una taza de té que había cogido en el frío estudio, mientras Caswell le
bajaba un álbum lleno de pruebas de tarjetas de saludo. Mientras avanzaba
por el camino empedrado, dirigiéndose hacia la zona de aparcamiento,
McAlbin metió las manos en los bolsillos de su impermeable. Unas dos
docenas de cabañas se extendían por las cinco o seis hectáreas de terreno
de Paxville. La hierba y los arbustos se veían limpios y cuidados; la mayor
parte de las flores empezaban a descolorarse y a marchitarse. McAlbin
había llegado hasta aquí, en Connecticut, impulsado por un
presentimiento. «Estoy en lo cierto», se dijo a sí mismo. Subió a su coche y
se dirigió hacia la ciudad.
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Nan se llevó la mano izquierda a la mejilla, pasándosela por el arco que
formaban las pecas.
—No te acabo de entender.
—Mira, Nan —preguntó—, ¿estarías interesada en que cenáramos
juntos?
—Sí, eso podría ser agradable. ¿Quieres decir, esta misma noche?
McAlbin volvió a llenar su copa y dejó la botella de vino sobre la mesa,
cerca de su mano.
—Me agrada esta pequeña posada —le dijo a Nan— y este pequeño
restaurante. Existe en todo el lugar una cierta sensación de europeísmo —
los leños colocados en la cercana chimenea crepitaban y se movían, y él se
detuvo un momento—. Aunque no deberían servir este vino de Nueva
York. No, los únicos vinos buenos de tipo doméstico proceden de unos
cuantos vinateros de California, muy poco conocidos.
—¿Has estado en muchos sitios? —preguntó la guapa chica—. ¿En
Europa y en todos los Estados Unidos?
—Claro. Una de las grandes ventajas del trabajo libre es la de poder
viajar. Sólo necesito llevarme la cámara fotográfica, un poco de ropa limpia
y mi máquina de escribir portátil. En realidad, ni siquiera la necesito
porque puedo tomar notas taquigráficas; en cuanto a la historia, la puedo
escribir más tarde en alguna máquina alquilada, o simplemente la puedo
telegrafiar. Todo depende de para quién esté trabajando.
—¿Y quién es en este caso?
—Por ahora, para nadie. No voy a decir nada sobre todo esto hasta que
no consiga más material. Después, me dirigiré a alguna de las revistas
semanales de noticias, o bien a una revista ilustrada. Les venderé toda la
historia por unos honorarios adecuados, sin mayor compromiso.
—¿Qué estás investigando exactamente? No es que trate de fisgonear en
tu método de trabajo. Sin embargo, siento curiosidad e interés.
McAlbin bebió un sorbo de vino.
—Eso está bien, Nan. Quiero decirte una cosa: o se encuentra con una
gran cantidad de chicas, tanto aquí como en ultramar, que no se preocupan
más mínimo por lo que hace un tipo como yo. Cualquier clase de
conversación profesional las aburre. No es que se trate de chicas
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especialmente domésticas. Se trata simplemente de unas imbéciles, poco
más. Cuando un hombre llega a los treinta años, y ésa es la edad que he
cumplido hace apenas es semanas, la sociedad cree que debe haberse
asentado en alguna parte. Sin embargo, yo no puedo ver ninguna razón
por la que tenga que hacerlo, especialmente con una imbécil.
—Evidentemente, no estás casado.
—No. La mayor parte de las mujeres no se atreverían a seguir una vida
errante como la mía —dijo—. Hace ya seis años que hago este trabajo, casi
siete, prácticamente desde que terminé el servicio militar. Te voy a decir
otra cosa porque pareces una clase chica excepcional, una chica capaz de
comprender: siento un verdadero impulso por descubrir la verdad
descubrir la verdad y sacarla a la luz. A veces, la verdad hace daño a la
gente; en otras ocasiones incluso la destruye. Pero uno no puede dejar que
eso preocupe demasiado. La verdad es como una especie antorcha, y uno
tiene que mantenerla encendida.
—Sí, puedo comprender eso, Roy —Nan se tocó mejilla y sonrió—.
Existe una gran cantidad de hombres que no tienen el mismo valor que tú.
Eso me hace pensar en mi padre.
—¿De verdad? —preguntó McAlbin echándose a reír—. No es ése mi
caso; al menos no lo puedo decir así. Mis padres nunca se atrevieron a
hacer demasiadas cosas. Ahora, soy más o menos un huérfano.
—Lo siento.
—Se trata simplemente de la verdad. No hay nada por lo que
preocuparse.
—Me siento realmente interesada por tu trabajo, Roy —dijo Nan—. Si
quieres hablar sobre el proyecto que ahora llevas entre manos, me gustaría
escuchar lo que digas. Supongo que, a veces, la clase de trabajo que haces
puede llegar a ser muy solitario.
—Bien —dijo él—. No se trata de material relacionado con ningún
escándalo matrimonial, ni con ningún crimen sindical. Ni siquiera se trata
de una cuestión política. Sin embargo, creo que hay aquí una bonita y
pequeña cosecha y voy a tratar de llegar al fondo de las cosas. Mira, hace
un par de semanas me encontraba en San Francisco y vi una exhibición de
nuevas pinturas hechas por tu Granny Goodwaller Pasé por San Francisco
sin sentirme siquiera con ánimos para ver a los amigos que tengo allí. Ellos
siguen creyendo que estoy en el Pacífico o en algún lugar parecido. En
cualquier caso, Nan, tuve oportunidad de ver esas pinturas y algo me
conmocionó. No sé cómo es que nadie se ha dado cuenta de ello hasta
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—Toda la instalación de Paxville se encuentra en un recinto privado —
dijo McAlbin—. Lo he comprobado. También he descubierto que Granny
Goodwaller no tiene parientes cercanos. Suponte que la anciana se haya
dado un golpe y ya no pueda pintar más —se restregó la copa de vino
contra su mejilla—. Suponte, que es lo que realmente me intriga, suponte
que la anciana y la decana de los pintores primitivistas norteamericanos se
puso enferma y murió. Puede que a la gente que está alrededor de Paxville
le interese aparentar que está viva.
—Eso sería terrible —dijo la chica—. ¿Por qué razón va alguien a
pretender que Granny esté viva si ha muerto realmente?
—Mientras las pinturas de Granny sigan saliendo de su estudio, seguirá
llegando a Paxville una gran cantidad de dinero. Caswell y un par de sus
hombres son socios en una empresa que comercia con la venta de las
pinturas de Granny, comercializándolas. Como ya sabes, además, también
utilizan sus pinturas para confeccionar tarjetas de saludo y calendarios.
—Sí, yo misma los vendo en mi tienda de regalos —Nan dejó descansar
sus delgadas manos sobre la mesa, sacudiendo la cabeza—. Supongo que
lo que tú sugieres es algo remotamente posible, Roy. Sin embargo, parece
algo demasiado terrible para que alguien se atreva a hacerlo. ¿Qué dicen
las otras personas con las que has discutido tu teoría?
—No soy de esa clase de tipos que se confían a todo el mundo —dijo
McAlbin con suavidad—. Normalmente, no lo hago.
—Bueno, aprecio que hayas confiado en mí. Tu teoría es bastante
inquietante.
—No se trata únicamente de una teoría —dijo él—. Cuando estuve en
Paxville hace un par de días me llevé de allí una espátula y una taza de té,
que se suponen pertenecen a Granny. Una vez que termine aquí voy a
hacer que comprueben las huellas digitales en Washington..., y hay huellas
digitales suficientes para realizar esa comprobación.
—Está bien —dijo Nan—. ¿Y cuánto tiempo te quedarás aquí?
—Aún quiero dar un vistazo a la cabaña de Granny en los terrenos de
Paxville —dijo McAlbin—. Y como quiero mantener mi mente muy
abierta, hasta intentaré ver personalmente a la propia Granny.
—Quizá pueda ayudarte.
—¿De verdad?
Ella volvió a fruncir el ceño.
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—Pensaré sobre este asunto y ya te diré algo —dijo ella.
—De todos modos, he estado hablando demasiado de mí mismo —
observó McAlbin—. Cambiemos de tema, Nan. Habla de ti misma.
La joven miró sus manos, bajando la mirada y mordiéndose el labio.
Después, sonrió, mirándole a él.
—Está bien, Roy...
El día siguiente amaneció seco y claro. A las diez de la mañana, Nan le
llamó. McAlbin había estado sentado sobre el borde de la cama, en su
habitación de la posada Brimstone, tomando notas en uno de los
cuadernos de colegial que le gustaba utilizar.
—Creo que puedo ayudarte —dijo la joven.
McAlbin garabateó su nombre en el margen del cuaderno.
—¿De qué modo, Nan? No quiero que te mezcles en este asunto de
Paxville.
—Lo que me contaste anoche resultó algo muy inquietante para mí. No
me gusta que se haga una cosa así precisamente aquí —dijo ella—. Está
bien, dices que no estás absolutamente seguro. Creo que deberías estarlo. Y
creo que puedo ser capaz de ayudarte a encontrar algo más.
—Lo aprecio mucho, Nan. Sin embargo, hay riesgos...
—No dejes que te eche abajo tus planes, Roy. Pero, en cualquier caso,
tengo una idea.
—Adelante, dímela.
—Conozco a uno de los celadores de Paxville Woods.
Independientemente de lo que pienses que está sucediendo allí, te puedo
asegurar que Ben es un hombre honrado.
—Ben, está bien, ¿y...?
—Me dijiste que querías penetrar en el interior del recinto para echar un
vistazo a la cabaña donde vive Granny.
—Así es. ¿Quieres decir que ese amigo tuyo, el honrado Ben, puede
introducirme en el recinto?
—Se lo puedo preguntar. Pero primero quería estar segura de que tú
estabas de acuerdo.
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cámara y se aproximó a la ventana. Se levantó por completo y pudo mirar
hacia su interior. Había un caballete en la habitación construida con
troncos de pino. Sobre el caballete vio una pintura, semiacabada, de gente
menuda en un trineo. McAlbin vio una cabeza gris y una espalda cubierta
por un chal de lana. Una mano estaba extendiendo débilmente una turbia
pintura marrón sobre los flancos de un diminuto caballo. Hizo una
fotografía.
La mano dejó entonces la espátula a un lado, se quitó la peluca gris.
Caswell se levantó, se quitó el chal de la espalda y apuntó una pistola
directamente hacia la ventana.
McAlbin saltó, corrió... en una nueva dirección, tratando de no seguir el
mismo camino por donde había venido.
Las últimas luces del día habían desaparecido y una suave oscuridad
azulada llenaba todo el bosque. Los árboles terminaron por convertirse en
sombras negras. Sin embargo, se sentía rodeado por una tranquila y
ominosa claridad. McAlbin se apretó los fuertes dedos de sus manos contra
su blando pecho, aspirando la mayor cantidad de aire que pudo. Trató de
respirar en silencio, pero no podía evitar un ligero silbido mientras subía
lentamente por la colina, atravesando el bosque.
Se detuvo un momento, escuchando para ver si alguien le perseguía,
pero no oyó nada. Una tenue y fría neblina se estaba extendiendo por entre
los desnudos troncos de los árboles. Continuó su camino hacia arriba. Las
hojas crujían a cada paso que daba, por mucho cuidado que llevara,
señalando así el camino que seguía. McAlbin se detuvo de nuevo,
escuchando con atención. No escuchó ningún sonido, a excepción de los
que él mismo producía. Sus costillas empezaban a dolerle, apretándole los
pulmones. Suspiró y reanudó su ascenso.
McAlbin no podía seguir una marcha rápida entre los árboles. Tuvo la
impresión de que estaban cambiando de posición. Deteniéndose, echó un
vistazo hacia la fría oscuridad. Inhaló aire con rapidez, sobrecogido. En la
cresta de la colina había alguien, de pie, en silencio y esperando. Alguien
estaba esperando pacientemente, oscuro y recto, como uno de los árboles
muertos. Estaba seguro de que allá arriba había alguien, un hombre, justo a
su izquierda; probablemente, se trataba de uno de los mozos, un hombre
grande y ancho que se le había anticipado. McAlbin se agachó, dejándose
caer sobre sus manos y rodillas y empezó a avanzar lentamente,
apartándose de la figura que le esperaba. Se mantuvo agachado,
arrastrando sus delicadas palmas y rodillas sobre las espinas y los trozos
astillados de ramas caídas. Algunos minutos después, se levantó,
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—Ella no ha sido raptada; se encuentra perfectamente —dijo Caswell—.
Sucede sencillamente que Jan parece estar de nuestra parte, como muchas
tras personas. Usted mismo, míster McAlbin, indicó gran cantidad de
residentes de nuestra zona que dependen de Granny para vivir. Entre unas
cosas y tras, la anciana representa aproximadamente un millón y medio
anual para todos nosotros. Cuando murió esta primavera pasada,
decidimos ignorar el hecho. Su estilo, terriblemente simplista, resulta muy
fácil de imitar. Un joven artista, amigo de Nan, pinta para nosotros los
nuevos cuadros de Granny. Nadie, excepto usted, ha descubierto nuestra
pequeña operación.
—Cometí un error al confiarme a Nan, ¿verdad?
—Nunca se confíe a nadie si no tiene necesidad de hacerlo —replicó
Caswell—. Desearía que un par de docenas de personas, tanto dentro como
fuera de Paxville, no tuvieran por qué estar enteradas del asunto de
Granny. Sin embargo, un plan tan complejo como éste requiere a menudo
contar con un gran número de participantes.
—Se supone que Granny Goodwaller ya tiene noventa años. ¿Durante
cuánto tiempo cree que la va poder mantener con vida?
—Por lo menos durante otros cinco años —dijo Caswell—. Eso nos
reportará más de cinco millones e dólares; quizá más si conseguimos
realizar un par de proyectos mercantiles en los que estamos trabajando
ahora. Después, podremos permitirnos el lujo de hacerla morir. La codicia
se apoderaría de todos si tratáramos de mantener el asunto de un modo
indefinido; además, podrían surgir sospechas. Afortunadamente, Granny,
al igual que usted, no tenía familiares inmediatos, nadie que nos pudiera
causar problemas. Ella también era una persona que sólo dependía de sí
misma y de su trabajo.
—Yo no dejo de tener ciertas conexiones. ¿Qué está usted pensando
hacer?
—Sé que posee usted un tenaz y a menudo cruel espíritu de dedicación
a la verdad —dijo Caswell—. ¿Dejarle marchar? No, eso no funcionaría
para nosotros. No se le puede sobornar, ni se puede confiar en usted para
que mantenga la boca cerrada. Por otra parte, me preocupa esa taza de té
que cogió. Puede que mis huellas estén en ella, y también están en los
archivos de ciertos lugares. No, durante todo ese tiempo no le podremos
dejar marchar.
—¿Qué forma tan arrogante de hablar es ésa? ¿Cree usted que me puede
asesinar simplemente porque he descubierto su juego?
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L A P A T R O N A
ROALD DAHL
Billy Weaver viajó desde Londres en el tren correo, hizo un cambio en
Reading y cuando llegó a Bath eran casi las nueve de la noche y la luna
estaba saliendo en un cielo lleno de estrellas sobre las casas situadas frente
a la entrada de la estación. Pero el aire era terriblemente frío y el viento
parecía una hoja de hielo sobre sus mejillas.
—Perdóneme —dijo—, ¿existe por aquí algún hotel barato que no esté
muy lejos?
—Intente en La Campana y el Dragón —contestó el mozo de estación—.
Puede que le acepten. Sólo está a unos cientos de metros siguiendo esa
calle, al otro lado.
Billy dio las gracias, cogió su maleta y se dispuso a andar los cientos de
metros que le separaban de La Campana y el Dragón. Nunca había estado
antes en Bath. No conocía a nadie allí. Pero míster Greenslade, de la oficina
central en Londres, le había dicho que se trataba de una ciudad espléndida.
—Encuentra tu propio alojamiento —le había dicho—. Después, en
cuanto te hayas instalado, te presentas al director de la sucursal.
Billy tenía diecisiete años. Llevaba un abrigo de color azul marino, un
sombrero nuevo, flexible y marrón, y un traje nuevo, también de color
marrón. Se sentía muy bien. Echó a andar con energía por la calle. Durante
aquellos días estaba tratando de hacerlo todo con energía. Había llegado a
la conclusión de que la energía era la única característica común de todos
los hombres de negocio con éxito. Los grandes jefes de la oficina central
eran absoluta y fantásticamente enérgicos en todo momento. Eran
personas asombrosas.
No había tiendas en esta amplia calle que ahora estaba recorriendo. Sólo
una línea de casas altas a cada lado, todas ellas idénticas. Tenían porches y
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Resultaba fantásticamente barato. Era menos de la mitad de lo que había
estado dispuesto a pagar.
—Si eso resulta demasiado —añadió ella—, quizá pueda reducirlo un
poco, aunque no mucho. ¿Quiere tomar un huevo en el desayuno? Los
huevos resultan caros en estos momentos. Si no toma un huevo, serían seis
peniques menos.
—Cinco chelines y seis peniques está bien —contestó—. Me gustaría
mucho quedarme aquí.
—Sabía que le gustaría. Entre.
La mujer parecía terriblemente amable. Tenía exactamente el aspecto de
la madre del mejor estudiante de la escuela que está dando la bienvenida a
alguien que va a pasar allí las fiestas de Navidad. Billy se quitó el
sombrero y cruzó el umbral.
—Cuélguelo ahí —dijo la mujer—, y permítame que le ayude a quitarse
el abrigo.
En el vestíbulo no había ningún otro abrigo, ni sombrero. Tampoco
había paraguas, ni bastones... nada.
—Lo tenemos todo para nosotros —dijo ella, sonriendo por encima de
su hombro mientras le mostraba el camino hacia arriba—. Como verá, no
me sucede a menudo tener el placer de recibir a un visitante en mi
pequeño nido.
Billy se dijo a sí mismo que aquella mujer parecía estar ligeramente
chiflada. Pero ¿quién se puede quejar por una habitación que sólo cuesta
cinco chelines y seis peniques?
—Había pensado que estaba abrumada de solicitudes —dijo con
amabilidad.
—¡Oh! Lo estoy, querido; lo estoy, desde luego. El problema es que
suelo ser un poquitín particular y prefiero elegir a mis huéspedes...
Supongo que comprende lo que quiero decir.
—¡Oh, sí, claro!
—Pero siempre estoy preparada. En esta casa, todo está siempre
preparado, día y noche, para el caso de que aparezca un joven caballero
aceptable. Y resulta un placer muy agradable, querido, muy agradable,
cuando, de tanto en tanto, abro la puerta y me encuentro con alguien que
es exactamente la persona correcta —estaba a mitad de la escalera y detuvo,
manteniendo una mano en la barandilla, volviendo su cabeza hacia él y
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sonriéndole con unos labios pálidos—, como usted —añadió, y sus ojos
azules recorrieron lentamente todo el cuerpo de Billy, desde la cabeza a los
pies, y después a la inversa.
En el rellano del segundo piso, le dijo:
—Este piso es mío.
Subieron al piso superior.
—Y éste es todo de usted —dijo—. Aquí está su habitación. Espero que
le guste.
Le introdujo en una habitación pequeña pero encantadora, encendiendo
antes la luz.
—El sol de la mañana penetra justo por esa ventana, míster Perkins.
Porque es usted míster Perkins, ¿verdad?
—No —contestó—, mi apellido es Weaver.
—Míster Weaver. ¡Qué bonito! He puesto una botella de agua caliente
entre las sábanas, míster Weaver. ¡Resulta tan agradable tener una botella
de agua caliente en una cama extraña entre las sábanas limpias! ¿No le
parece? Además, puede encender la calefacción a gas cada vez que sienta
frío.
—Gracias —dijo Billy—, muchas gracias.
Se dio cuenta de que el cobertor había sido retirado de la cama, y de que
las sábanas habían sido dobladas hacia un lado, como si todo estuviera
preparado para que alguien se acostara inmediatamente.
—Me siento muy contenta de que haya aparecido usted —dijo ella,
mirándole muy seriamente a la cara—. Ya estaba empezando a
preocuparme.
—Está bien —dijo Billy con prontitud—. No debe preocuparse por mí.
Colocó la maleta sobre la silla y comenzó a abrirla.
—¿Qué le parece una buena cena, querido? ¿Se las ha arreglado para
comer algo antes de venir aquí?
—No tengo apetito, gracias —contestó—. Creo que me meteré en la
cama lo antes posible porque mañana me tengo que levantar bastante
pronto para presentarme en la oficina.
—Está bien. Le dejaré ahora para que pueda deshacer la maleta. Pero
antes de que se acueste, ¿le importaría bajar por la sala de estar, en la
planta baja, para firmar el libro? Todo el mundo tiene que hacerlo, porque
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así es la ley del país, y no vamos a violar ninguna ley en estos momentos,
¿verdad?
Ella hizo un ligero gesto con la mano y salió rápidamente de la
habitación, cerrando la puerta.
El hecho de que aquella patrona pareciera estar un poco fuera de sus
cabales no preocupó a Billy en lo más mínimo. Después de todo, no sólo
era inofensiva —no tenía ninguna duda sobre ello—, sino que
evidentemente era una persona amable y generosa. Supuso que
probablemente habría perdido a algún hijo en la guerra, o algo similar, y
nunca había podido superarlo del todo.
Así pues, unos minutos más tarde, tras haber deshecho la maleta y
haberse lavado las manos, bajó a la planta baja y entró en la sala de estar.
Su patrona no estaba allí, pero el fuego seguía ardiendo en la chimenea y el
pequeño perro tejonero seguía durmiendo tranquilamente frente a él. La
sala tenía una atmósfera maravillosamente cálida y agradable. «Soy un
tipo con suerte —pensó, frotándose las manos—. Esto está pero que muy
bien.»
Encontró el libro de clientes, abierto sobre el piano, así es que cogió su
pluma y escribió en él su nombre y dirección. En la página únicamente
había otras dos inscripciones, y, como se suele hacer siempre con los libros
de clientes cuando se tiene una oportunidad, comenzó a leerlas. Una de
ellas correspondía a un tal Christopher Mullholland, de Cardiff. La otra era
de Gregory W. Temple, de Bristol.
«Esto sí que resulta divertido», pensó de repente. Christopher
Mullholand. Le sonaba de algo.
¿Dónde diablos había escuchado antes aquel nombre tan poco usual?
¿Se trataba de un compañero de escuela? ¿Era uno de los muchos
admiradores de su hermana? ¿O un amigo de su padre? No, no era nadie
de ellos. Volvió a echar un vistazo al libro.
Christopher Mullholand 231 Cathedral Road, Cardiff
Gregory W. Temple 27 Sycamore Drive, Bristol.
De hecho, y ahora que lo pensaba más detenidamente, no acababa de
estar seguro de que el segundo nombre no le resultara tan familiar como el
primero.
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—Bueno, resulta que estos dos nombres —Mullholand y Temple— no
sólo parezco recordarlos por separado, sino que de algún modo y de una
forma muy peculiar, parece como si estuvieran relacionados en mi
memoria. Como si los dos se hubieran hecho famosos por lo mismo, si es
que comprende usted lo que quiero decir... como... bueno... como Dempsey
y Tunney, por ejemplo, o como Churchill y Roosevelt.
—¡Qué divertido! —exclamó ella—. Pero venga ahora aquí, querido, y
siéntese a mi lado, en el sofá. Le serviré una buena taza de té y un pastel de
jengibre antes de que se vaya a la cama.
—No debería usted molestarse —dijo Billy—. No pretendía que hiciera
nada de eso.
Se quedó de pie, junto al piano, observándola mientras ella trajinaba con
las tazas y los platos. Se dio cuenta de que tenía unas manos pequeñas,
blancas, que se movían con rapidez, y cuyas uñas estaban pintadas de rojo.
—Estoy casi convencido de que vi sus nombres en los periódicos —dijo
Billy—. Me acordaré en un momento. Estoy seguro de acordarme.
No hay nada más desesperante que algo permanezca justo en los límites
exteriores de nuestra memoria, sin acabar de penetrar en ella. No obstante,
al joven le disgustaba tener que abandonar el esfuerzo.
—Un minuto —dijo—, espere un minuto. Mullholand... Christopher
Mullholand..., ¿no se trata del estudiante de Eton que estaba realizando un
viaje por West Country y que de repente...?
—¿Leche? —preguntó ella—. ¿Quiere también azúcar?
—Sí, por favor. Y que de repente...
—¿Estudiante de Eton? —preguntó ella—. ¡Oh, no, querido! Eso no
puede ser cierto porque mi míster Mullholand no era ningún estudiante de
Eton cuando vino aquí. Era un graduado de Cambridge. Venga aquí ahora
y siéntese a mi lado, y caliéntese un poco frente a este fuego tan estupendo.
Vamos. Su té ya está preparado.
Dio unos ligeros golpes en el asiento vacío que había junto a ella, sobre
el sofá, y se acomodó allí, sonriéndole a Billy y esperando que él se sentara
a su lado.
Billy cruzó la habitación lentamente y se sentó en el borde del sofá. Ella
colocó la taza de té frente a él, sobre la mesa.
—Aquí estamos —dijo la mujer—. ¿No le parece bonito y agradable?
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Billy empezó a remover el azúcar del té. Ella hizo lo mismo. Durante
medio minuto, ninguno de ellos dijo una sola palabra. Pero Billy sabía que
ella le estaba mirando. Su cuerpo estaba medio doblado hacia el de él y
podía sentir sus ojos, descansando sobre su rostro, observándole sobre el
borde de la taza de té. De vez en cuando captaba un olorcillo peculiar que
parecía emanar directamente de la mujer. No era un olor desagradable y le
hizo recordar... bueno, no estaba completamente seguro de lo que aquel
olor le recordaba. ¿Nueces en escabeche? ¿Cuero nuevo? ¿O se trataba más
bien del olor habitual en los pasillos de un hospital?
—Míster Mullholand era un gran bebedor de té —dijo ella al cabo de un
rato—. Nunca en mi vida he conocido a nadie que bebiera tanto té como el
querido y dulce míster Mullholand.
—Supongo que se marchó de aquí hace poco tiempo —dijo Billy.
Su mente todavía estaba preguntándose de qué conocía aquellos dos
nombres. Ahora estaba seguro de que los había visto publicados en los
periódicos... en los titulares.
—¿Marcharse? —preguntó ella elevando las cejas—. Pero, querido, él
nunca se marchó. Todavía está aquí. Míster Temple también está aquí.
Están en el cuarto piso, los dos juntos.
Billy dejó lentamente su taza de té sobre la mesa y miró fijamente a su
patrona. Ella le sonrió y entonces puso una de sus manos blancas sobre la
rodilla del joven, dándole unas amistosas palmaditas.
—¿Cuántos años tiene usted, querido? —preguntó.
—Diecisiete.
—¡Diecisiete! —exclamó—. ¡Oh, es la edad perfecta! Míster Mullholand
también tenía diecisiete años. Pero creo que era un poco más bajo que
usted; en realidad, estoy segura de que lo era y sus dientes no eran tan
blancos como los suyos. Tiene usted los dientes más bonitos que he visto,
míster Weaver, ¿lo sabía?
—No son tan buenos como aparentan —dijo Billy—. Han sido
simplemente reforzados por la parte de atrás.
—Míster Temple, desde luego, tenía unos cuantos años más —dijo ella,
ignorando su observación—. Tenía veintiocho años. Y sin embargo, nunca
lo hubiera supuesto si él mismo no me lo hubiera dicho. Nunca lo habría
imaginado. No había un solo defecto en todo su cuerpo.
—¿Un qué? —preguntó Billy.
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—Su piel era exactamente como la de un niño pequeño.
Hubo un momento de silencio. Billy cogió su taza de té y bebió otro
sorbo; después, volvió a dejarla sobre el plato. Esperó a que ella dijera algo
más, pero la mujer parecía haber caído en otro de sus largos silencios. Se
quedó allí, sentado, mirando frente a él, hacia la máquina más alejada de la
habitación, mordiéndose el labio inferior.
—Ese papagayo —dijo él por fin—, ¿sabe usted algo? Me dejó
completamente perplejo la primera vez que le vi a través de la ventana.
Podría haber jurado que estaba vivo.
—No, ya no lo está.
—Resulta terriblemente inteligente la forma como se ha hecho —dijo—.
No parece estar muerto. ¿Quién lo hizo?
—Yo misma.
—¿Usted?
—Desde luego —contestó ella—. ¿Ha visto también a mi pequeño
«Basil»?
Indicó con la mirada hacia el pequeño perro tejonero acurrucado
cómodamente frente al fuego. Billy lo miró. Y, de repente, se dio cuenta de
que el animal se había mantenido durante todo el tiempo tan silencioso y
tan inmóvil como el papagayo. Extendió una mano y le tocó suavemente
en el lomo. Estaba duro y frío y cuando apartó el pelo con sus dedos, pudo
ver la piel debajo, de un color grisáceo, seca, y perfectamente conservada.
—¡Dios mío! —exclamó—. Es absolutamente fascinante.
Apartó la mirada del perro y se quedó mirando con una profunda
admiración a la mujer sentada junto a él en el sofá.
—Debe ser terriblemente difícil hacer una cosa así.
—En absoluto —dijo ella—. Diseco a todos mis animales domésticos
cuando les llega el momento. ¿Quiere usted tomar otra taza de té?
—No, gracias —contestó Billy.
El té tenía un ligero gusto a almendras amargas y no sentía el menor
interés de seguir bebiéndolo.
—Firmó usted en el libro, ¿verdad?
—¡Oh, si!
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—Eso está bien, porque más adelante, si me olvido de cómo se llama
usted, siempre puedo comprobarlo en el libro. Eso es lo que hago casi
todos los días con míster Mullholand y con míster..., míster...
—Temple —dijo Billy— Gregory Temple. Permítame una pregunta: ¿no
ha tenido ningún otro cliente durante los dos o tres últimos años?
Levantando mucho su taza de té con una mano, e inclinando
ligeramente su cabeza hacia la izquierda, ella le miró desde las esquinas de
sus ojos y le ofreció otra suave y amable sonrisa.
—No, querido —contestó—. Sólo usted.
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TRES FORMAS DE ROBAR UN BANCO
HAROLD R. DANIELS
El manuscrito estaba pulcramente mecanografiado. La cubierta podría
haber sido copiada casi palabra por palabra de una de aquellas
publicaciones de «Sea un autor», completadas con la pro forma: «Sometido
para publicación a sus honorarios usuales.» Miss Edwina Martin, asistente
del editor de Historias de crimen y descubrimiento, lo leyó primero. Dos cosas
le llamaron la atención. Una de ellas era el título: Tres formas de robar un
banco. Método 1. La otra era el nombre del autor, Nathan Waite. Miss
Martin, que conocía a casi todos los escritores profesionales de historias de
crímenes en los Estados Unidos, y que había tratado con la mayor parte de
ellos, no reconoció el nombre.
A la carta que acompañaba el manuscrito le faltaba la verborrea usual
del escritor hecho y derecho, pero un párrafo situado hacia la mitad de la
carta atrajo su atención: «Puede que desee usted cambiar el título, porque
lo que hizo Rawlings no fue realmente un robo. De hecho, es
probablemente legal. Ahora estoy trabajando en una historia que titularé
Tres formas de robar un banco. Método 2. Se la enviaré en cuanto haya
terminado de volverla a copiar a máquina. El método 2 es legal casi con
toda seguridad. Si desea usted comprobar el método 1, le sugiero que se lo
muestre a su propio banquero.»
Según descubrió después, Rawlings era el protagonista de la historia. En
cuanto a la propia historia, era cruda y redundante; fallaba en cuanto al
desarrollo de los personajes y casi servía únicamente como vehículo para
bosquejar el método 1. En cuanto al método, tenía que ver con la extensión
del crédito a los poseedores de cuentas corrientes... Uno de esos tratos en
los que el banco estimula a los poseedores de cuentas corrientes a que
extiendan cheques sin tener fondos para cubrirlos. En ese caso, el banco
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amplía el crédito. No hay papeles, ni notas. (La desconfianza del autor por
esta forma comercial aparecía claramente en la historia.)
El primer impulso de miss Martin fue devolver la historia,
acompañándola con una amable carta de rechazo. (Nunca utilizaba el
inhumano impreso de rechazo.) Pero había algo en la confiada
presentación del método que la preocupó. Añadió un memorándum al
manuscrito, sujetándolo con un clip, y garabateando un gran signo de
interrogación en él, enviándolo después al editor. Lo volvió a recibir al día
siguiente, junto con una nota adicional: «Se trata de una terrible tontería,
pero el plan parece casi real. ¿Por qué no lo compruebas con Frank
Wordell?»
Frank Wordell era uno de los vicepresidentes del banco que trabajaba
con el editor de miss Martin. Acordó con él una cita para almorzar, le
entregó la carta y el manuscrito, y empezó a corregir unas galeradas
mientras él le echaba un vistazo. Levantó la mirada cuando le escuchó
respirar. Su rostro mostraba una delicada sombra de color blanco verdoso.
—¿Puede dar resultado? —preguntó.
—No estoy completamente seguro —dijo el vicepresidente con voz
temblorosa—. Tendría que saber la opinión de algunas de las personas que
trabajan en el departamento de crédito a cuentas corrientes. Pero creo que
daría resultado —dudó un momento y añadió—: Dios mío, esto podría
costamos varios millones. Escuche... no estaría pensando en publicar esto,
¿verdad? Quiero decir que si esto llega a manos del público...
Miss Martin, que no sentía una gran admiración por la mentalidad
bancaria, no quiso comprometerse.
—Necesita ser revisado —dijo—. Aún no hemos tomado una decisión.
El banquero apartó su plato y se inclinó hacia adelante.
—Y él dice que hay otro método, el dos. Si se trata de algo similar a esto
podría arruinar todo el negocio bancario —y entonces se le ocurrió un
pensamiento—. Y le llama a todo esto Tres formas de robar un banco. Eso
significa que debe existir un tercer método. ¡Es terrible! No, no podemos
permitir que ustedes publiquen esto, y tenemos que ver a ese hombre
inmediatamente.
Aquellas palabras fueron desafortunadas para ser utilizadas con Edwina
Martin, que extendió la mano cogiendo la carta y el manuscrito.
—Eso lo tenemos que decidir nosotros —dijo con frialdad.
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que comprar los métodos dos y tres. Piensen en eso. Por otra parte,
tenemos que imaginar una forma de evitar que escriba otras historias
utilizando los mismos métodos. Por eso, será suficiente con la cifra usual.
Nada de extras.
Como había treinta bancos representados en la Asociación y como el
gasto que correspondería a cada uno sería inferior a los diez dólares por
historia, miss Martin dejó de sentir todo tipo de aprecio por el anciano
capitalista.
Aquel mismo día, miss Martin envió una carta y un cheque a Nathan
Waite. La carta explicaba que, en aquellos momentos, no se podía
determinar una fecha para la publicación, pero que el editor ansiaba leer
las historias en las que se explicaban la segunda y la tercera formas de
robar un banco. Ella firmó la carta con disgusto. Sabía muy bien que, para
un autor novel, el cheque resultaba algo insignificante comparado con la
gloria de la publicación de lo escrito. Publicación que nunca se produciría.
Una semana más tarde le llegó una carta y el manuscrito de Tres formas
de robar un banco. Método 2. La historia en sí era un desastre, pero el método
volvía a parecer convincente. En este caso se trataba de tinta magnética y
proceso de datos. Miss Martin acordó una cita con Frank Wordell y le llevó
el manuscrito a su oficina. El vicepresidente lo leyó con rapidez y se
estremeció.
—Ese hombre es un genio —murmuró—. Evidentemente, posee una
excelente formación en el campo bancario...
—¿Qué sabe usted de su formación? —preguntó Edwina.
—¡Oh! —dijo él sin pensárselo mucho—. Le hemos investigado, claro
está. Hemos hecho que una de las mejores agencias de detectives del
negocio bancario le investigue... ya desde que me enseñó usted aquella
primera carta. No pudimos sacar mucho de él.
La voz de miss Martin sonó entonces amenazadoramente:
—¿Quiere darme a entender que investigaron ustedes a míster Waite...,
un hombre cuya existencia sólo conocieron a través de su correspondencia
con nosotros?
—Claro está —dijo Wordell bastante sorprendido—. Un hombre que
posee unos conocimientos tan peligrosos como los que él tiene... No
podíamos confiar en que no hiciera nada más que limitarse a escribir
historias. ¡Oh, no! Nadie podría detenerle. Trabajó en un banco durante
años y años, ya sabe. En una pequeña ciudad de Connecticut. Le
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despidieron hace un año. Tenían que encontrar un puesto para el sobrino
del presidente. Sin embargo, le concedieron una pensión. El diez por ciento
de su salario.
—Años y años, dice. ¿Cuántos años?
—¡Oh! No lo recuerdo bien. Tendría que mirar el informe. Creo que
veinticinco.
—Naturalmente, entonces no tendría ningún resentimiento por haber
sido despedido —dijo ella con sequedad, extendiendo después su mano y
diciendo—: Permítame ver de nuevo su carta.
La carta que había acompañado el segundo manuscrito daba
cordialmente las gracias al editor por haber aceptado la primera historia,
así como por el cheque. Uno de sus párrafos decía: «Supongo que ha
comprobado usted el método 1 con su banquero, tal y como le sugerí.
Espero que también le mostrará el método 2, sólo para estar seguro de que
funcionaría. Tal y como dije en mi primera carta, se trata de un método que
es legal casi con toda seguridad.»
—¿Es legal? —preguntó miss Martin.
—Es legal, ¿qué?
—El método dos. El que acaba de leer.
—Digámoslo de este modo. No es ilegal. Para conseguir que fuera ilegal,
cada banco que utiliza el proceso de datos tendría que llevar a cabo
algunos grandes cambios en sus formas y procedimientos. Se tardaría
varios meses en poder hacerlo y, mientras tanto, podríamos perder incluso
más millones que con la utilización del método uno. Se trata de algo
terrible, miss Martin..., de algo muy terrible.
El método 2 causó un verdadero pánico en los consejos de
administración de la Asociación Bancaria Municipal. Se tomó el acuerdo
general de comprar inmediatamente la segunda historia y secuestrarla
para siempre. También se acordó, por consenso general, que como el
método 3 podría ser incluso más catastrófico que los dos anteriores, no
podrían esperar a recibir más historias de míster Waite. (Miss Martin, que
estaba presente en la reunión, preguntó si se elevaría el precio de la
segunda historia, teniendo en cuenta el hecho de que míster Waite, tras
haber recibido un cheque, ya era un autor profesional. El anciano banquero
señaló que la obra de Waite no había sido publicada, de modo que no
estaba justificado abonarle un precio mayor por la segunda.)
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Se adoptó un plan. Miss Martin invitaría a míster Waite a que viniera
desde Connecticut, para mantener una aparente charla entre autor y editor.
En realidad, sería conducido ante un comité elegido por la Asociación
Bancaria Municipal.
—Tendremos allí a nuestros abogados —dijo el anciano—. Le haremos
sentir el temor de Dios. Haremos que nos cuente el método 3. Le
pagaremos el precio de otra historia si nos vemos obligados a ello.
Después, encontraremos algún modo de hacerle callar.
Miss Martin, su superior y el editor terminaron por aceptar este plan a
regañadientes. Ella casi deseo haber rechazado simplemente el primer
manuscrito que Nathan Waite le envió. Pero lo que más le dolía era la
actitud adoptada por los banqueros. Bajo su punto de vista, Nathan Waite
no era más que un criminal común.
Llamó a Nathan Waite a su casa de Connecticut y le invitó a venir a
verles. Decidió por su cuenta que la Asociación Bancaria Municipal
pagaría los gastos, fueran cuales fuesen los pasos que tuviera que dar para
conseguirlo.
A través del teléfono, la voz del hombre sonó sorprendentemente joven
y sólo daba una ligera impresión de acento yanqui:
—Supongo que tengo mucha suerte al poder vender una historia tras
otra. Le estoy muy agradecido, miss Martin. Y tendré un gran placer en ir a
verla. Supongo que querrá usted hablar sobre la próxima historia.
Sintió cómo se rebelaba su conciencia, pero, a pesar de todo, contestó:
—Bien, sí, míster Waite. Los métodos uno y dos fueron tan inteligentes
que existe un gran interés en conocer el tercer método.
—Llámeme simplemente Nate, señorita. Y ahora quisiera decirle algo
sobre ese tercer método: no existe la menor duda de que es legal. La única
cuestión que se puede plantear es si se trata de un método honesto. Me
refiero al compararlo con los métodos uno y dos. Y hablando de los dos
primeros métodos, ¿comprobó usted su eficacia con su banquero? Supongo
que le habrá mostrado el método uno antes de comprar la historia. Me
estaba preguntando si se sorprendió al conocer el segundo método.
—¡Oh! Quedó bastante impresionado —se limitó a decir.
—Entonces, creo que se sentirá realmente interesado por conocer el
tercer método.
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Acordaron detalles sobre su visita, para dos días después, y colgaron el
teléfono.
Míster Waite se presentó en el despacho de miss Martin exactamente a
la hora acordada. Se trataba de un hombre pequeño, ya entrado en sus
cincuenta, con un pelo blanco reluciente ligeramente elevado en una parte,
a la moda antigua. Su rostro estaba bronceado, proporcionándole un fondo
muy efectivo para sus agudos ojos azules. Se inclinó con una encantadora
cortesía que hizo a miss Martin sentirse como una Judas. Ella se levantó y,
saliendo desde detrás de su mesa, se adelantó hacia él.
—Míster Waite... —empezó a decir.
—Nate.
—Está bien, Nate. Me siento muy disgustada con todo este asunto, y ni
siquiera sé cómo se nos ha obligado a entrar en él. Nate, no compramos sus
historias con la intención de publicarlas. Para ser honesta..., y creo que ya
es hora de serlo, las historias son malas. Las compramos porque el banco...
los bancos más bien, nos pidieron que lo hiciéramos así. Temen que si las
historias llegan a publicarse, la gente empezaría a utilizar sus métodos.
—Malas, dice usted —dijo él, frunciendo el ceño—. Me siento muy
desilusionado al escuchar eso. Pensé que la que escribí sobre el método dos
no era tan mala.
Ella puso la mano sobre su brazo, en un gesto de simpatía y le miró,
viendo que estaba sonriendo.
—Claro que son malas —dijo él—. Las escribí así deliberadamente. Le
apuesto a que es algo casi tan duro como escribir bien. Así que los bancos
han pensado que los métodos darían resultado, ¿eh? No me sorprende. He
pensado mucho en esos métodos.
—Aún están más interesados en conocer el tercero —dijo ella—. Quieren
entrevistarse con usted esta tarde y discutir la adquisición de su próxima
historia. En realidad, quieren pagarle para que no la escriba, o para que
escriba cualquier otra cosa —añadió.
—No será una gran pérdida para el mundo literario. ¿Con quién nos
entrevistaremos? ¿Con la Asociación Bancaria Municipal? ¿Con un viejo
tipo que tiene el aspecto de un cocodrilo?
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Miss Edwina Martin tuvo la sensación de que allí se había desarrollado
un complot; había leído miles de historias de detectives para no darse
cuenta. Retrocedió y miró al hombre.
—Usted conocía todo esto —le acusó.
—No todo —dijo él, sacudiendo la cabeza—. Pero lo planeé así de algún
modo. Y me pareció que todo estaba saliendo tal y como lo planeé cuando
ellos acudieron a una agencia de detectives para investigarme.
—No consiguieron nada haciéndolo —dijo ella airadamente—. Y quiero
que sepa que nosotros no tuvimos nada que ver con eso. Ni siquiera lo
supimos hasta más tarde. Y no voy a acudir con usted a esa entrevista. Me
lavo las manos de todo este asunto. Que sean ellos mismos los que le
compren su próxima historia.
—Deseo que venga —dijo él—. Puede divertirse mucho.
Ella se mostró de acuerdo, con la condición de que él pidiera más dinero
del que su editor le habría pagado.
—También había planeado pedir un poco más —le dijo—. Sobre todo al
ver que están tan interesados en conocer el tercer método.
Mientras almorzaban, le contó algo sobre su carrera como empleado de
banco y bastante más sobre su vida en una pequeña ciudad de
Connecticut. Ella se enteró así de que este hombre sencillo, de palabras
simples, era un matemático aficionado de considerable reputación. Era una
autoridad en cuestiones de cibernética y un respetado astrónomo.
Mientras tomaban el café explicó algo sobre su filosofía personal.
—No me enfadé cuando el banco me despidió —dijo—. El nepotismo
siempre se infiltra entre nosotros. Supongo que podría haber llegado a ser
un magnate en el banco de una gran ciudad. Pero estaba contento de vivir
adecuadamente, lo que me permitía hacer las cosas que realmente me
gustaban. Soy básicamente un perezoso. Mi esposa murió unos años
después de nuestra boda, y no apareció nadie que me estimulara más de lo
que yo mismo deseaba.
«Por otra parte, hay algo especial en un pequeño banco de una pequeña
ciudad. Sabe uno los problemas de todo el mundo, tanto económicos como
de otro tipo, y de vez en cuando puede romper las reglas para ayudar a
uno o a otro. A su manera, el banquero es un personaje casi tan importante
como el médico del pueblo —se detuvo un momento y continuó después
—: Pero ahora ya no es así. Ahora todo está reglamentado, computarizado
y deshumanizado. No tiene uno un banquero en el viejo sentido de la
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palabra. Se tiene más bien un ejecutivo de finanzas que es cada vez más
una parte de una gran empresa, y que tiene que responder ante un consejo
de directores. Se ve obligado a trabajar de acuerdo con una serie de
estrictas reglas que no le permiten atender ningún tipo de factores
humanos.
Miss Martin, fascinada, hizo una seña, pidiendo más café.
—Como hacer una hoja de depósito, por ejemplo —siguió diciendo él—.
Se solía acudir al banco, se rellenaba la hoja indicando el nombre y
dirección y la cantidad que se deseaba depositar. Eso hacía que un hombre
se sintiera bien, y también era algo bueno para él. «Mi nombre es John Doe
y he ganado este dinero, y vivo en tal sitio y quiero que ahorre esta
cantidad de dinero para mí.» Y uno le lleva el dinero al cajero y se pasa un
rato hablando con el cliente.
Nate se puso azúcar en el café y siguió hablando:
—No tardará mucho tiempo en desaparecer la figura del cajero. Ya
ahora no puede uno rellenar una hoja de depósito en la mayor parte de los
bancos. Le envían a uno una tarjeta computarizada, con su nombre y
número. Todo lo que uno tiene que hacer es indicar la fecha y la cantidad.
El dinero que se ahorran en pagar a los empleados se lo gastan en
imbéciles anuncios por televisión. Fue precisamente uno de esos anuncios
televisados lo que me inspiró para escribir estas historias.
—Nate, usted nos utilizó —dijo miss Martin, sonriendo por un
momento—. Pero aun cuando les venda la historia sobre el tercer método,
eso no hará daño más que a sus sentimientos. El dinero no saldrá de sus
bolsillos y ni siquiera unos cuantos miles de dólares significarán mucho
para ellos.
—Lo importante —dijo él con suavidad—, es obligarles a que se den
cuenta de que cualquier sistema mecánico inventado por el hombre, puede
ser vencido por el hombre. Si consigo que se den cuenta de que el elemento
humano no puede ser despreciado, me sentiré satisfecho. Y ahora, creo que
deberíamos acudir ya a esa reunión.
Miss Martin, que se había sentido preocupada por Nathan Waite, sintió
de repente una gran confianza. Nate era capaz de vencer en un encuentro
con una docena de viejos capitalistas.
Les esperaba un comité formado por doce miembros de la Asociación
Bancaria Municipal, dirigido por el anciano, y flanqueado por una docena
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de abogados. Nathan Waite hizo una inclinación de cabeza cuando entró
en la sala donde estaba reunido el comité. El anciano preguntó:
—¿Es usted Waite?
—Míster Waite —dijo Nate con tranquilidad. Un joven abogado, vestido
con un impecable traje gris, habló:
—Se trata de esas historias que usted escribió y por las que nosotros
hemos pagado. ¿Se da cuenta de que sus llamados métodos son ilegales?
—Mire, hijo mío, ayudé a redactar las leyes bancarias de mi estado, y de
vez en cuando realizo algún que otro trabajo para el Consejo de la Reserva
Federal. Me sentiría muy contento de poder discutir sobre leyes bancarias
con usted.
Un abogado más maduro dijo con agudeza:
—Cállate, Andy —después, volviéndose a Nate, añadió—: Míster Waite,
no sabemos si sus dos primeros métodos son criminales o no. Sabemos, sin
embargo, que llevar adelante un caso de este tipo nos costaría una gran
cantidad de dinero y muchos problemas y, mientras tanto, si el método
uno o el dos cayera en manos del público, podría causar un daño y unas
pérdidas incalculables. Quisiéramos tener ciertas seguridades de que eso
no ocurrirá.
—Han adquirido ustedes las historias en las que se describen los dos
primeros métodos. Generalmente, soy considerado como un hombre
honorable. Tal y como miss Martin puede afirmar, no volveré a utilizar
esas mismas historias.
El del traje gris dijo cínicamente:
—Puede que no lo haga esta semana. Pero ¿y a la semana que viene?
Cree usted habernos puesto entre la espada y la pared...
—Dije que te callaras, Andy —espetó furiosamente el abogado de mayor
edad; después, volviéndose hacia Nate, siguió—: Yo soy Peter Hart. Le
ruego disculpe a mi colega. Acepto el hecho de que es usted un hombre
honorable, míster Waite.
El anciano banquero les interrumpió:
—No le preocupe eso. ¿Qué ocurre con el tercer método..., la tercera
forma de robar un banco? ¿Es tan sutil como las dos primeras?
—Tal y como le dije a miss Martin —dijo Nate suavemente—, la palabra
«robo» es inapropiada para este caso. Los métodos uno y dos no son éticos,
quizá sean ilegales, porque son métodos para conseguir dinero de un
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banco. Pero el método tres es legal fuera de toda sombra de duda. Tienen
mi palabra de que es así.
Doce banqueros y doce abogados comenzaron a hablar
simultáneamente. El anciano calmó el furor levantando una mano.
—¿Quiere usted decir que dará tan buen resultado como los dos
primeros métodos?
—Estoy absolutamente seguro de ello.
—Entonces, se lo compraremos. El mismo precio que por las dos
historias primeras, y ni siquiera tendrá que escribirla. Díganos
simplemente cuál es el tercer método. Y le daremos quinientos dólares si
nos promete que nunca escribirá otra historia.
El anciano se dejó caer hacia atrás, abrumado por su propia
generosidad. Peter Hart parecía estar disgustado.
Nathan Waite sacudió su cabeza.
—Tengo aquí un documento —dijo—. Ha sido redactado por el mejor
abogado de mi estado, especializado en contratos. Es un buen amigo mío.
Me gustaría que míster Hart le diera un vistazo. En él se dice que su
Asociación me pagará 25.000 dólares al año durante el resto de mi vida y
que, posteriormente, los pagos seguirán efectuándose a perpetuidad a
varias organizaciones de caridad que serán citadas en mi testamento.
Bedlam desató su furia. Miss Martin se sintió entusiasmada y captó una
sonrisa de admiración en el rostro de Peter Hart.
Nate esperó pacientemente a que se hubiera disipado la conmoción
causada por sus palabras. Cuando pudo ser escuchado, dijo:
—Resulta una cantidad demasiado elevada para ser pagada por una
simple historia. Así pues, y tal como específica el contrato, trabajaré como
asesor de la Asociación Bancaria Municipal... en un cargo que pueden
llamar consejero en relaciones humanas. Es un título que suena muy bien.
Evidentemente, al ser consejero estaré demasiado ocupado como para
escribir más historias de este tipo. Eso también está especificado en el
contrato.
El abogado del traje gris se levantó, solicitando la atención de todos.
—¿Qué pasa con el método tres? ¿Se explica en el contrato? ¡Tenemos
que conocer el tercer método!
—Se lo contaré —asintió Nate—, en cuanto hayan firmado ese contrato.
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Peter Hart levantó la mano, solicitando silencio.
—Si quiere usted esperar en la antesala, míster Waite, nos gustaría
discutir entre nosotros las condiciones del contrato.
Nate abandonó la sala, acompañado por miss Martin.
—Estuvo usted tremendo —dijo ella—. ¿Cree que estarán de acuerdo?
—Estoy seguro de que lo aprobarán. Pueden discutir sobre la cláusula
séptima... porque me da derecho a aprobar o rechazar todos los anuncios
comerciales bancarios que se emitan por televisión. Pero están tan
asustados con respecto al tercer método —dijo, brillándole los ojos—, que
hasta se mostrarán dispuestos a aceptar eso.
Cinco minutos más tarde, Peter Hart les llamó para que se presentaran
ante un sumiso grupo de miembros del comité.
—Hemos decidido que la Asociación necesita con urgencia un consejero
en relaciones humanas —dijo—. Míster Graves —añadió, indicando hacia
el derrotado anciano— y yo mismo hemos firmado en nombre de la
Asociación Bancaria Municipal. A propósito, el contrato está
maravillosamente redactado... no existe la menor posibilidad de hallar un
hueco legal en él. Sólo tiene que firmarlo usted mismo.
El del traje gris volvió a levantarse.
—Espere un minuto —dijo—. Todavía no nos ha dicho cuál es el tercer
método.
Nate extendió su mano para coger el contrato.
—¡Oh, sí! —exclamó, casi murmurando, y después de haberlo firmado,
añadió—: Tres formas de robar un banco. Método 3. Bien, se trata de algo
bastante simple: éste es el tercer método.
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NINGÚN CABO SUELTO
MIRIAM ALLEN DEFORD
Los dos hombres penetraron silenciosamente en la gran mansión por la
puerta de atrás, donde ningún vecino podía verles. No tenían llave de la
puerta principal y nadie les habría abierto si hubieran llamado al timbre.
—Está bien —dijo Ferguson—. Nos detenemos un momento y tomamos
una o dos copas. ¿Hay algo...?
Girdner le miró fríamente.
—Se trata de un asunto mío. Hazlo una vez más y el trato se habrá roto.
Encontraré a alguna otra persona. Iros a vuestra habitación, los dos.
Ella podía llegar en cualquier momento.
Llegaba tarde, como siempre. Girdner hizo una mueca. Llegaba tarde a
su propio funeral.
Y también al de su esposo.
Era casi la una de la mañana cuando escuchó su coche. Aquél era el
momento más peligroso.
Era una noche oscura, sin luna; él había pensado en todo, como hacía
siempre. No encendió la luz del porche, sino que se limitó a abrir la puerta
suavemente para permitir que ella entrara. Después, él mismo condujo su
coche hacia la parte lateral de la casa, donde los arbustos eran más espesos.
Haberle indicado a ella dónde tenía que dejarlo, habría significado una
discusión. No tardó en volver y cerró la puerta tras él.
Ella estaba de pie en el vestíbulo, esperando. Y él no le pidió que pasara
a la sala de estar.
—¿Está todo preparado? —preguntó ella, con aquel arrogante tono
suyo.
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—¿Tiene usted todo listo? —devolvió él la pregunta.
Cuando se trataba de arrogancia, podía golpearla hasta arrojarla al
suelo.
—¿Se refiere al dinero? —preguntó ella, sonriendo—. Lo he traído. La
mitad ahora y la otra mitad... después.
Girdner se tragó su furia.
—No fue eso lo que acordamos, madame. Está usted comprando algo, y
yo lo estoy vendiendo. Si no hubiera usted sabido que yo poseía lo que
deseaba y que podía garantizar su entrega, no habría venido a verme.
Tengo que pagar a mis hombres mañana por la mañana. Págueme lo que
acordamos y habremos terminado.
Ella sacudió la cabeza en un gesto de terquedad. Girdner apretó los
puños.
—¿De qué tiene miedo? —preguntó él—. ¿De un chantaje? Soy un
comerciante. Una vez vendida mi mercancía ya no tengo nada más que ver
con el cliente.
—Usted no..., pero los hombres que ha contratado...
—Esa es exactamente la palabra... los he contratado. Les he contratado
ya con anterioridad y, sin duda alguna, les volveré a contratar, a ellos o a
otros como ellos. Son técnicos... especialistas. No tienen otro interés que
realizar su trabajo y que se les pague por ello.
—Debe recordar, además, que, tanto en mi caso como en el de ellos,
cualquier futura insatisfacción hará que quede usted inevitablemente
envuelta en ello. Ninguno de nosotros puede acusar al otro sin eso. Eso nos
protege a ambos... o a todos nosotros, si así lo prefiere.
De mala gana, ella abrió su bolso de piel de cocodrilo. El contó
cuidadosamente el dinero, inspeccionando los billetes para comprobar que
no hubiera números seguidos, así como ninguna relación de
denominaciones. Después, dejó el fajo descuidadamente sobre la mesa del
vestíbulo y volvió a abrir la puerta.
—Buenas noches, madame, y adiós. No encienda las luces de su coche
hasta que no llegue a la carretera —sonrió ligeramente y añadió—: Pasado
mañana, sus sueños se habrán convertido en realidad. Felicidades.
Cerró y aseguró la puerta una vez ella hubo salido. Permaneció allí,
escuchando, hasta que el coche se hubo marchado, recogió después el fajo
de billetes, apagó la luz del vestíbulo y subió las escaleras.
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Dunlap, el sordomudo a quien Girdner había rescatado años antes de
los barrios bajos y que ahora le servía con una lealtad servil, preparó el
desayuno para Coates y para Ferguson en la cocina. Girdner lo recibió en
su habitación, servido en una bandeja. Una vez desayunado, bañado,
afeitado y vestido, bajó a su estudio y llamó para que los dos hombres se
reunieran con él.
Les observó a ambos con una mirada crítica: Coates, el más alto, estaba
tranquilo y taciturno, como siempre, pero Ferguson parecía muy inquieto y
preocupado. Girdner tomó nota mental para sustituirle en el próximo
contrato. Sin embargo, hoy podría hacerlo; sólo estaba allí como ayudante
de Coates y podía confiar en Coates para que siguiera las órdenes e hiciera
las cosas de un modo competente, siempre y cuando su paga estuviera
segura en su bolsillo.
Había mucho tiempo: James Wardle Blakeney nunca llegaba a su oficina
antes de las 11.30 de la mañana.
—Ya sabéis lo que tenéis que hacer —dijo Girdner duramente—.
¿Alguna pregunta?
—Exactamente lo mismo que en el caso de Sánchez, ¿no es verdad? —
preguntó nerviosamente Ferguson.
—Completamente diferente al caso de Sánchez —dijo Girdner con
energía—. Aquello fue un golpe directo y el resultado fue accidental. En
esta ocasión, se nos paga para que provoquemos un accidente.
Ferguson tuvo el mal gusto de reírse disimuladamente. Girdner decidió
que, en efecto, tenía que prescindir de él y, desde luego, aquello significaba
que tendría que ser eliminado. ¿Cómo se podía haber deteriorado tanto un
hombre de su experiencia? Girdner se dio cuenta de que Coates mostraba
una expresión ceñuda; probablemente estaba pensando en lo mismo.
—Además —añadió Girdner—, deberías tener mejor sentido y no
mencionar asuntos pasados.
—¡Oh, claro, claro! —exclamó Ferguson con nerviosismo.
«Me pregunto —pensó Girdner— si esto le está ocurriendo porque se ha
casado. El matrimonio arruina a un buen hombre que desarrolla su clase
de trabajo.» Captó deliberadamente la mirada de Coates y, sin que
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Ferguson se diera cuenta, puso unos cuantos billetes más en uno de los
montones que había colocado sobre la mesa. Coates asintió
imperceptiblemente.
—Aquí está vuestro dinero —dijo Girdner—. Contadlo y marcharos.
Conocéis el plan y tenéis vuestros billetes de avión. ¿Está todo correcto?
—¡Oh, claro, claro! —volvió a exclamar Ferguson, metiéndose su dinero
en un bolsillo, sin contarlo.
Coates, por el contrario, los contó cuidadosamente, volvió a asentir con
la cabeza y se puso el dinero en la cartera. «Adiós, Ferguson», pensó
Girdner; se reuniría con James Wardle Blakeney antes de que hubiera
terminado el día.
Los dos hombres abandonaron la casa por la puerta de atrás. Girdner
escuchó hasta que oyó cerrarse la puerta y a Dunlap correr el cerrojo.
Después, dejando a un lado sus preocupaciones, se reclinó en el sillón y
encendió el primer puro del día. Otro buen negocio del que tenía que dejar
de preocuparse. «Creo —reflexionó— que me voy a tomar un descanso...,
quizá haga un viaje a alguna parte antes de aceptar otro trabajo. No vale la
pena ser avaricioso.»
De haberle conocido, James Wardle Blakeney habría sabido que tenía
varios rasgos comunes con Augustus Girdner: era reservado, orgulloso,
independiente, tenaz y puntual. También tenía un buen número de rasgos
totalmente diferentes a los de Girdner, pero ésos no tenían ninguna
importancia por el momento.
Con objeto de mantenerse en forma —una cuestión de vanidad para un
hombre de cuarenta y cuatro años casado con una mujer de veintiséis—
había decidido andar el par de kilómetros que separaban su residencia del
despacho, cada vez que estaba en la ciudad, e independientemente del
tiempo que hiciera, como no fuera un huracán o una ventisca. Siempre
seguía el mismo camino, andando con rapidez, sin prestar ninguna
atención a todo lo que le rodeaba, dirigiendo su mente hacia los problemas
que le esperaban en el despacho.
El gran problema de hoy era la fusión metropolitana. ¿Debía o no debía
utilizar aquel chisme nuevo durante el inminente almuerzoconferencia?
¿Era ético? Los resultados beneficiosos de su utilización, ¿superarían su
dudosa propiedad? Pensó en Newnham; era un cliente muy astuto; sin
duda alguna, lo habría utilizado de haber sido el primero en conseguirlo.
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Sí, decidió, lo haría. Se llevó la mano al bolsillo de su chaqueta. Resultaba
divertido pensar en lo que podía hacer la tecnología en estos tiempos.
En aquel momento, y de un modo muy engorroso, fue abordado por un
hombre que venía en dirección opuesta. Le fastidió sobre todo porque no
reconoció a aquel hombre pequeño, pulcro y sonriente que se detuvo ante
él, extendiéndole la mano en espera de que se la estrechara.
—¡Míster Blakeney! —dijo el hombre, mostrándole sus brillantes dientes
—. ¡Qué agradable volverle a ver!
Blakeney se encontraba con mucha gente por cuestiones muy diferentes.
No había memoria capaz de recordar todos sus rostros y todos sus
nombres. Y, lo que era peor aún, últimamente notaba con disgusto cómo su
memoria había ido perdiendo aquella elasticidad de hacía veinte años.
Pero el sentido de la amabilidad le impulsó a estrechar la mano tendida
hacia él.
—Me alegro de verle... —empezó a decir, confiando en no mostrarse tan
abrupto como para ofender a alguien que podía sentir que tenía un cierto
derecho a ser recordado.
Pero el hombre pequeño, en lugar de hablar, agarró la mano de
Blakeney con una sorprendente fuerza y, para perplejidad y alarma del
financiero, le arrastró, como si estuviera tirando de un pez capturado,
hacia un coche que se había detenido junto a la acera. Antes de que
Blakeney pudiera darse cuenta de lo que estaba sucediendo —su
pensamiento había estado profundamente preocupado por lo que iba a
hacer sobre la fusión metropolitana—, otro hombre, alto y fornido, le cogió
del otro brazo. Entre los dos, le metieron en el vehículo y en menos de un
minuto se encontró tumbado en el suelo del asiento trasero, amordazado,
con los ojos vendados, una manta sobre su cuerpo y con los pies del
hombre más alto firmemente plantados sobre su espalda. Blakeney se
retorció y gorgoteó unos sonidos sin efectividad alguna mientras el coche
avanzó tranquilamente por la calle.
Blakeney no tardó en dejar de retorcerse. No cabía la menor duda de
que había sido raptado para obtener un rescate; creía que aquella clase de
cosas habían dejado de suceder desde antes de la Segunda Guerra
Mundial. Pero recordó muy bien las crónicas que había leído sobre sucesos
similares, comprendiendo que sólo las víctimas que habían mantenido la
cabeza fría y habían utilizado su inteligencia fueron las únicas no sólo en
salir indemnes de la situación, sino incluso en poder conducir a la policía
hacia los criminales lo que, en algunos casos, permitió hasta recuperar el
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dinero del rescate. Tenía todos los sentidos bloqueados, excepto sus oídos,
así es que los podía utilizar.
Sabía la rutina del procedimiento por intuición. Sería llevado a un lugar
apartado y oculto, donde le mantendrían incomunicado, mientras los
secuestradores enviaban una nota pidiendo el rescate a su esposa, o la
llamaban por teléfono, o bien se ponían en contacto con cualquiera de sus
socios en los negocios. Probablemente, harían esto último, puesto que Iris
no tenía la menor idea de dónde o cómo conseguir la considerable suma
que, sin duda alguna, exigirían. Tanto ella como su socio serían advertidos
para que no informaran a la policía; pero él temía que lo hicieran así,
tratando de ocultarlo. Preferiría que no lo hicieran; a las personas raptadas
les pueden suceder cosas muy desagradables si los intermediarios no
obedecen las órdenes.
Por el ruido, se dio cuenta de cuándo penetraron en el túnel y de cuándo
salieron, y poco después la calzada pavimentada se convirtió en un camino
en mal estado y los otros coches que había estado escuchando hasta
entonces fueron disminuyendo hasta que el ruido de sus motores
desapareció por completo. Cerca de toda gran ciudad, y a una distancia
fácilmente alcanzable, suelen existir enclaves de zonas no desarrolladas
urbanísticamente o abandonadas, a las que nadie suele acudir. Estos
hombres eran profesionales; habrían preparado ya algún lugar donde
ocultarle. Tenía una idea bastante buena de la dirección de donde habían
llegado, procedentes de la ciudad, y podía recordar algunos de los puntos
por los que había pasado, en una u otra ocasión, con su propio coche. Se
imaginaba que en alguno de aquellos lugares debía haber alguna casa
abandonada.
Sin lugar a dudas, el vehículo se detuvo... Por lo que había podido
apreciar, se trataba de un desvencijado cacharro, lo que volvía a demostrar
la experiencia de aquellos criminales; sin duda alguna, lo habían adquirido
a buen precio de un lote de vehículos de segunda mano, y todo lo que se le
exigía al coche era que los llevara adonde habían llegado y que regresara
después, sin él y sin uno de los secuestradores; después, sería abandonado
en cualquier calle solitaria. De este modo, no había ninguna complicación
con vehículos robados. Con su gran talento para las cuestiones
administrativas, Blakeney casi aprobó las disposiciones: eran limpias y
similares a cualquier negocio.
—Fuera —dijo el hombre alto del asiento de atrás, apartando los pies del
cuerpo de Blakeney, cubierto hasta entonces por la manta.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
Fue la primera palabra pronunciada por aquel hombre. Se levantó la
manta y Blakeney se arrastró trabajosamente hacia la puerta abierta,
poniéndose después en pie sobre el terreno accidentado.
Tenía la vaga impresión de que había árboles a su alrededor; estaba
seguro de que había uno cerca, contra el que terminó por apoyarse hasta
que sus brazos y piernas empezaron a dolerle a causa de las espinas. Ahora
le llevarían al interior de la casa, que debía estar muy cerca; le
introducirían en una habitación oscura, que sería la celda de su prisión
hasta que fuera rescatado. Lo que no podía imaginar era que no había
ninguna casa en más de un kilómetro a la redonda.
—Está bien —dijo Ferguson—. Muévete.
Se estaba dirigiendo a Coates, que dejó de apretar el brazo de Blakeney.
Ferguson se metió entre dos pinos bajos en aquel camino abierto en el
bosque y apuntó cuidadosamente hacia la nuca de Blakeney.
Blakeney cayó boca abajo, pesadamente, sin un sonido. Hubo una
sacudida momentánea y después se quedó quieto.
—Bastante bien, ¿verdad? —preguntó Ferguson echándose a reír.
Era una risa que parecía un gimoteo.
—Tan limpio como un buen silbido —dijo Coates, mostrándose de
acuerdo—. He oído decir que siempre lo eres.
Y, ahora, debía tener en cuenta los cambios en el plan original.
Ferguson estaba todo emocionado. Coates le miró con disgusto. Girdner
tenía razón: Ferguson había sido un hombre muy útil en su época, pero su
época ya había pasado. Ahora se había convertido en una persona de la
que se podía prescindir.
—Bien —dijo Ferguson excitadamente—, ahora hazle rodar... es pesado.
Le dejaremos la cartera... tienen que encontrar la tarjeta de identidad...,
pero un tipo como éste debe llevar bastante dinero encima, y no hay razón
alguna para no cogerlo. Será una especie de paga extra —dijo, riéndose
disimuladamente.
Cambio de plan número uno: no se debe coger ningún dinero a
Blakeney, o la policía sabría que habría habido una tercera persona
involucrada. No había tiempo que perder.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
Ferguson sacaba el arma de la pistolera —las dos balas debían proceder de
la misma arma—, y antes de que el pequeño hombre se hubiera dado
cuenta de lo que ocurría, Coates le disparó en la sien, situando el arma lo
bastante cerca como para dejar en ella señales de pólvora.
Ferguson se derrumbó de golpe. Hábilmente, Coates soltó la mano del
muerto, que empuñaba el arma con fuerza.
No necesitaba limpiar sus huellas..., ni siquiera en el coche; no había
tocado nada que pudiera mostrar sus huellas y en cuanto a Ferguson, ya
no importaba.
Cambio de plan número dos: no podía llevarse el coche. Sería otra forma
de demostrar que una tercera persona había estado involucrada. Bueno,
todavía era temprano y no le separaban más de seis o siete kilómetros
hasta la próxima parada de autobús en una pequeña ciudad. ¿Le quedaba
alguna cosa por hacer?
Sí, la parte del dinero de Ferguson. En realidad, se lo había ganado él,
Coates y, por otra parte, resultaría sospechoso dejar allí a Ferguson con
tanto dinero.
Lo cogió todo, excepto la suma razonable que se supondría podría llevar
una persona como Ferguson. Unió los billetes a los suyos, colocándolos
todos en el cinturón preparado para llevar dinero, que había traído para
que no le abultara demasiado en los bolsillos. ¿El billete de avión de
Ferguson? No, sería mejor dejarlo. Eso les permitiría saber quién fue, antes
de identificar incluso sus huellas. Coates se ató los pantalones sobre el
cinturón y echó un vistazo a su alrededor para asegurarse de que no se
había olvidado de nada.
Todo estaba bien. Ferguson había comprado el coche; Coates nunca le
había visto hasta que se encontraron la noche anterior en la casa de
Girdner; así pues, no había nada que pudiera relacionarles a ambos. Sólo
una cuestión más: ¿debía acelerar el descubrimiento mediante una llamada
telefónica anónima? Girdner había dejado bien claro que el cuerpo de
Blakeney debía ser encontrado con rapidez; se tenía que poder disponer de
un esposo muerto antes de dar lectura al testamento. Este lugar estaba
aislado. ¿Habría por allí cazadores, chicos o excursionistas que pudieran
encontrarse con los cuerpos al día siguiente o así? Quizá no.
Bueno, antes de coger el autobús telefonearía a la comisaría central de
policía de la ciudad para darles el soplo, y después colgaría. Por su parte,
ella llamaría a la policía en cuanto recibiera la nota donde se pedía el
119
Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
rescate, que ella se había dirigido a sí misma; para entonces, todo habría
aparecido ya en los periódicos y en la televisión.
Dando un último vistazo a la satisfactoria escena, Coates comenzó a
caminar confiadamente por el camino que llevaba hacia la carretera,
manteniéndose alerta para ocultarse en cuanto viera pasar a alguien. Pero
ningún ser viviente se cruzó con él, excepto un solitario conejo. Si seguía
teniendo aquella misma suerte, se encontraría con pocos vehículos en la
carretera a aquella hora del día, y si veía venir a alguno empezaría a correr
como si estuviera realizando ejercicios gimnásticos. No iba vestido tan
elegantemente como Girdner, pero iba vestido lo bastante bien como para
ser considerado como un nuevo devoto de la nueva manía del ejercicio de
correr al aire libre. En cualquier caso, nadie le confundiría con un
secuestrador, ni se pararía para detenerle.
Siguió andando a paso largo, sonriendo al recordar el repentino terror
que se reflejó en el rostro de Ferguson un segundo antes de morir. Que la
policía tratara ahora de desentrañar el rompecabezas de por qué el
secuestrador había matado a su víctima y después, repentinamente, por
alguna razón inexplicable, se había suicidado con la misma arma.
Coates se sintió satisfecho de aquel buen trabajo, tan bien hecho. Había
sido un trabajo verdaderamente profesional en el que no había quedado
ningún cabo suelto.
Todo funcionó con exactitud. Iris Blakeney ni siquiera estaba nerviosa.
No se puede estar nervioso, al menos cuando todo está a cargo de un
empresario como Girdner. Todo lo que tenía que hacer era seguir con
exactitud sus instrucciones, y así lo hizo. Al parecer, uno de sus hombres
hasta había llamado por teléfono para asegurarse de que el cuerpo del
pobre James fuera descubierto con rapidez, y así sucedió, en efecto, antes
de que oscureciera aquella misma noche.
Ensayó de nuevo la conmoción y la pena que debía sentir en cuanto
supiera las noticias. El teléfono no tardaría en empezar a sonar, y después
sería acosada por los periodistas y por los amigos de James y por sus
parientes y socios de negocios. Gracias al cielo ella no tenía ninguno. Sólo
tendría que pasar una semana o dos de conmoción y fastidio, y después
comenzaría su nueva, su maravillosa nueva vida. Sí, ya sonaba el timbre en
la puerta principal; se puso en tensión para enfrentarse al primer
encuentro, mientras escuchaba a la criada acudir a abrir la puerta.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
Dos hombres entraron en la casa. Iban vestidos con ropas civiles, pero,
desde luego, ella se dio cuenta de que se trataba de policías.
—¿Tienen ustedes..., tienen ustedes alguna noticia? —preguntó con voz
temblorosa, como si no hubiera escuchado las noticias en la televisión.
Escuchó, casi medio desmayada, cómo uno de ellos comenzó a recitar la
letanía que precede a todo arresto desde la ley Miranda.
—¡Pero qué diablos...! —empezó a decir, pasando rápidamente de la
conmoción a la expresión de rabia.
—Vamos, hermana —dijo fatigadamente uno de los policías—. ¿Sabe lo
que encontramos en el bolsillo superior de la chaqueta de su esposo? Uno
de esos hermosos y pequeños magnetófonos. Al parecer, cuando cayó al
suelo lo activó de algún modo. ¡Y vaya si hay cosas interesantes en esa
cinta!
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
9
A D I Ó S , P A P Á
JOE GORES
Bajé del vehículo y me detuve un momento para llevar a mis pulmones
el seco y helado aire de Minnesota. El día antes, un autobús me había
llevado desde Springfield, Illinois, a Chicago; un segundo autobús me
había traído hasta aquí. Al pasar ante el ventanal de la estación de
autobuses, capté mi reflejo: un hombre alto y duro, con un rostro blanco y
feroz, llevando un abrigo que no me venía muy bien. También capté otro
reflejo; pero éste casi hizo que se me helara el ánimo: un policía de
uniforme. ¿Podrían haberse enterado ya de que había alguien más en aquel
coche incendiado?
Entonces, el policía se volvió, metiéndose las manos enguantadas por
entre los botones de la chaqueta azul. Y yo volví a respirar de nuevo. Me
dirigí rápidamente hacia la parada de taxis. Sólo había dos, esperando. El
primero, bajó el cristal de la ventanilla cuando me acerqué.
—¿Conoce el lugar donde vive Miller, al norte de la ciudad? —pregunté.
—Lo conozco —dijo, mirándome por encima—. Cinco dólares... ahora.
Le pagué del dinero que le saqué a un borracho en Chicago y me dejé
caer en el asiento de atrás. Mientras hacía avanzar el taxi por la helada
Second Street, mis dedos se fueron relajando gradualmente, abandonando
su rígida posición crispada. Merecía volver adentro si permitía que un
payaso como aquél consiguiera detenerme.
—He oído decir que el viejo Miller está bastante enfermo —dijo el
taxista, volviéndose a medias hacia mí para observarme desde la esquina
de uno de sus ojos—. ¿Tiene usted algo que ver con él?
—Sí, cosas mías.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
—Mamá escribió diciendo que el viejo estaba enfermo.
Había escrito; muy bien. Tu padre está muy enfermo. No es que te hayas
preocupado alguna vez por saber si estamos vivos o muertos... Entonces, Edwina
decidió que mi tono de voz le daba algún derecho a indignarse.
—Me asombra que hayas tenido el valor de venir, aunque te hayan
dejado bajo palabra o algo así.
Aquello significaba que nadie había aparecido aún por allí,
preguntando.
—Si piensas volver a arrastrar el nombre de la familia por el barro...
Pasé junto a ella, entrando en el vestíbulo.
—¿Qué le ocurre al viejo? —pregunté.
Dentro de mí mismo, donde nadie pudiera escucharlo, siempre le
llamaba papá.
—Se está muriendo. Eso es lo que le pasa.
Lo dijo con una especie de placer siniestro. Aquello me dolió, pero me
limité a lanzar un gruñido y penetré en la sala de estar. Entonces, la vieja
llamó desde las escaleras, en el piso de arriba:
—¿Eddy? ¿Qué...? ¿Quién es?
—Sólo es... un vendedor, mamá. Puede esperar hasta que se haya ido el
médico.
Médico. Como si un maldito animal se pudiera convertir en médico por
sí mismo. Cuando bajó las escaleras, Edwina trató de hacer que se
marchara rápidamente, antes de que yo pudiera verle, pero le cogí del
brazo en el momento en que se ponía el abrigo.
—Me gustaría hablar un momento con usted, doctor. Sobre el viejo
Miller.
Tenía casi un metro ochenta de altura, unos pocos centímetros menos
que yo, pero me superaba en casi veinte kilos de peso. Se libró de mi garra.
—Mire, amigo...
Le cogí por las solapas y le zarandeé, lo suficiente para arrancarle un
botón del abrigo y casi sacarle las gafas de encima de su nariz. Su rostro
enrojeció.
—Soy un viejo amigo de la familia, doctor —dije, señalando con un
dedo hacia las escaleras—. ¿Qué está ocurriendo?
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
—Mi esposa me ha informado de la crueldad con que la has tratado —
me dijo con su voz más dura—. Lo hemos hablado con mamá y queremos
que te marches de aquí esta misma noche. Queremos...
—¿Tú quieres? Hasta que se muera, él sigue siendo el dueño de la casa,
¿no es verdad?
Entonces, saltó sobre mí —tratándose de Rod, su mano derecha era
como un plomo—. La bloqueé con la palma de la mano abierta. Después, le
golpeé con dureza, dos veces, cruzándole la cara, sacudiéndole la cabeza
de un lado a otro con los guantazos, y terminando por apretarle contra la
pared. Pude haberle pegado en la ingle para obligarle a doblarse y
después, juntando las manos, haberle dado fuerte en la nuca al mismo
tiempo que elevaba mi rodilla hacia su rostro; y sentí deseos de hacerlo. La
necesidad de marcharme de allí antes de que vinieran a buscarme me roía
el alma como una comadreja atrapada que trata de abrirse camino para
quedar libre. Pero, al final, me limité a separarme de él.
—¡Tú...! ¡Tú... animal asesino! —exclamó, llevándose ambas manos a las
mejillas, como podría haber hecho cualquier mujer.
Después, sus ojos se abrieron teatralmente, cuando se dio cuenta de lo
que ocurría. Estaba extrañado de que hubiera tardado tanto tiempo en
advertirlo.
—¡Te has fugado! —espetó, respirando con dificultad—. ¡Escapado! Eres
un fugitivo de... la justicia.
—Sí, y voy a seguir siéndolo. Te conozco, muchacho; os conozco a
todos. Lo último que quisierais es que la policía me atrape precisamente
aquí —traté entonces de dar a mi voz el tono que él solía utilizar—. ¡Oh!
¡El escándalo!
—Pero te estarán siguiendo...
—Creen que he muerto —le dije simplemente—. Iba por una carretera
helada, en un coche robado, al sur del estado de Illinois, y tuve un
accidente, y el coche se incendió conmigo dentro.
Su voz se hizo casi silenciosa, agobiada por el horror.
—¿Quieres decir... que hay un cuerpo en el coche?
—Eso es.
Sabía lo que estaba pensando, pero no me molesté en contarle la verdad:
que el viejo granjero que me estaba llevando a Springfield, porque creía
que mis dos dedos extendidos en el interior de mi abrigo eran un revólver,
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
patinó sobre un trozo de carretera helada y el coche salió despedido de la
solitaria carretera. El viejo quedó empotrado en el volante, así es que me
puse sus zapatos y a él le puse uno de los míos. El otro, con mis huellas, lo
dejé lo bastante cerca como para que lo encontraran, pero no lo bastante
como para que se quemara con el coche. De todos modos, Rod no habría
creído la verdad. Si me cogían, ¿quién la creería?
—Tráeme una botella de licor y un cartón de tabaco —le dije—, y
asegúrate de que Eddy y mamá mantengan la boca cerrada si alguien
pregunta por mí —abrí entonces la puerta para que papá pudiera
escucharme—. Bien, gracias, Rod. Me alegro de volver a estar en casa.
La soledad de la penitenciaría hace que uno pueda permanecer
despierto con facilidad, o que se quede durmiendo inmediatamente,
dependiendo de lo que sea necesario. Permanecí despierto durante las
últimas treinta y siete horas que aún vivió mi padre, abandonando la silla
que había junto a su cama sólo para ir al lavabo o para escuchar desde las
escaleras cada vez que oía sonar el teléfono o el timbre de la puerta. En
cada una de aquellas ocasiones pensaba: Aquí están. Pero mi buena suerte
se mantuvo. Si tardaban lo necesario, podría quedarme hasta que papá
muriera; en cuanto eso ocurriera, me dije a mí mismo, seguiría mi camino.
Rod, Edwina y mamá estaban allí, en una esquina de la habitación, con
el doctor inmóvil al fondo, para estar seguro de cobrar sus honorarios.
Finalmente, papá movió ligeramente un brazo pálido y mamá se sentó
rápidamente en el borde de la cama. Era una mujer pequeña, recta y
bastante indomable, con un rostro como hecho expresamente para llevar
impertinentes. Ni siquiera lloró; su aspecto, por el contrario, parecía
bastante luminoso en cierto sentido.
—Coge mi mano, Eileen —dijo papá, deteniéndose para recuperar las
fuerzas que necesitaba para volver a hablar—. Coge mi mano. Así no
tendré miedo.
Ella le cogió la mano y él casi sonrió y cerró los ojos. Esperamos,
escuchando cómo su respiración se hacía lenta, cada vez más lenta, hasta
que se detuvo como el reloj de un abuelo que, de pronto, se para. Nadie se
movió. Nadie dijo nada. Les miré a todos, tan blandos, tan poco
acostumbrados a la muerte, y me sentí como una marta entre su carnada.
Entonces, mamá empezó a sollozar suavemente.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
Era un día tempestuoso, con ráfagas de viento que arrastraban la nieve.
Aparqué el jeep frente a la capilla funeraria y avancé por el resbaladizo
camino mientras el viento parecía querer arrancarme el abrigo, diciéndome
a mí mismo por enésima vez lo loco que estaba para quedarme allí a asistir
al servicio religioso. En aquellos momentos, ellos ya tenían que saber que el
granjero muerto no era yo; para entonces, algún astuto censor de la prisión
tendría que haber recordado la carta de mamá en la que me anunciaba que
papá estaba muy enfermo. Hacía ya dos días que había muerto, y yo ya
tendría que estar en México. Pero, de algún modo, marcharme así no me
parecía completo. O quizá me estaba engañando a mí mismo, quizá se
trataba simplemente de aquella vieja necesidad de conservar la autoridad;
eso es siempre lo que pierde a tipos como yo.
Desde una cierta distancia, parecía papá, pero de cerca se podían ver los
cosméticos, mientras que su cuello tenía un tamaño tres veces superior al
normal. Sentí su mano: era la mano de una estatua, nada familiar excepto
por las uñas gruesas y ligeramente curvadas hacia abajo.
Rod se acercó a mí por detrás y me dijo, en un tono de voz que sólo yo
pude escuchar:
—Después de hoy, quiero que nos dejes solos. Quiero que salgas de mi
casa.
—¿No te da vergüenza, hermano? —gruñí—. ¿También quieres que me
marche antes de haber leído el testamento?
Seguimos al coche fúnebre, a un adecuado paso de funeral, y a través de
las calles nevadas. Los enterradores arrastraron suavemente el pesado
féretro sobre rodillos engrasados; después lo colocaron sobre unas cintas y
lo fueron descolgando sobre la tumba abierta. La nieve se arremolinaba y
azotaba los rostros, cayendo de un cielo gris, fundiéndose al contacto con
el metal y formando pequeños riachuelos a los lados.
Me marché cuando el predicador inició su sermón, impulsado por la
necesidad de moverme, de alejarme de allí, pero también por otra urgencia
que me acosaba. Quería sacar algo de la casa, antes de que llegaran todas
aquellas afligidas personas, dispuestas a comer y a engullir. Las armas y
las municiones habían sido desterradas al garaje, pues Rod nunca había
disparado un arma en su vida; pero era fácil rescatar la hermosa y pequeña
pistola del calibre 22 con el cilindro largo. Papá y yo habíamos pasado
cientos de horas con aquel arma, de modo que la culata tenía un contacto
suave y el azulado se había ido perdiendo del metal que había estado
expuesto a toda clase de tiempo.
129
Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
Poniendo el jeep a toda velocidad, avancé rápidamente entre los árboles,
hasta llegar a un corte situado entre las colinas; después, seguí a pie por
entre el oscurecido bosque. Me moví lentamente, evocando recuerdos de
Corea para neutralizar la helada mordedura de la nieve a través del
calzado. Observé un destello de color pardo cuando una liebre de cola
blanca corrió a toda velocidad, mortalmente asustada, dirigiéndose hacia
una podrida pila de leña que yo mismo había apilado años antes. Mi golpe
le dio en el espinazo, paralizándole las patas traseras. La liebre se sacudió
y se revolvió hasta que le rompí la nuca con el canto de mi mano.
La dejé allí y seguí avanzando, bajando hacia el pequeño triángulo
pantanoso que había entre las colinas. Estaba oscureciendo muy
rápidamente cuando di una patada contra el montón de hierbas.
Finalmente, se desplegó en semicírculo el amplio plumaje, mientras la
larga cola se agitaba y las achaparradas alas del faisán se esforzaban por
elevar su pesado cuerpo. Estaba empezando a levantarse, justo un poco a
mi derecha, y yo disponía de todo el tiempo del mundo. Me balanceé un
poco hacia ese lado, sabiendo que me encontraba en una posición perfecta
para abatirle, estrujándole por el cuello, antes de que diera el salto.
Les llevé hacia el jeep. En el pico del faisán había una pequeña mancha
de sangre, y el conejo aún estaba caliente bajo las patas delanteras. Ya
estaba utilizando las luces de posición cuando aparqué en el curvado
camino del cementerio. Aún no habían empezado a echar tierra sobre el
féretro, y la nieve había formado una suave capa blanca sobre él. Coloqué
el conejo y el faisán sobre él y me quedé allí, de pie, durante un minuto o
dos, sin moverme. El viento tuvo que haber sido muy fuerte porque sentía
cómo las lágrimas me quemaban en las mejillas.
Adiós, papá. Adiós al resplandor de los ciervos en el cinturón boscoso
que rodea el riachuelo. Adiós a la caza de patos reales que caían al fondo
del río. Adiós al humo de la madera y al licor añejo junto a la luz del fuego
y a todas las cosas que hicieron de ti una parte de mí. La parte que nadie
podrá obtener nunca.
Me volví, para dirigirme hacia el jeep... y me detuve de pronto,
aterrorizado. Ni siquiera les había escuchado acercarse. Eran cuatro y
habían estado esperando pacientemente, como pagando así sus respetos a
la muerte. En cierto sentido lo estaban haciendo: para ellos, aquel granjero
muerto en el coche incendiado era el asesinato número uno. Me puse en
tensión y mi mente se dirigió hacia la pistola de calibre 22, cuya presencia
en el bolsillo de mi abrigo no era conocida por ellos. Sí. Sólo que aquel
arma no tenía mayor poder de detención que el ladrido de un perro. Si
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
papá hubiera preferido tener armas de un calibre algo mayor... Pero no las
tenía.
Muy lentamente, como si de repente los brazos se me hubieran hecho
enormemente pesados, levanté las manos por encima de mi cabeza.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
10
ASIGNACIÓN
JAMES CROSS
—Creo que Howard ha conseguido aquí un concepto muy audaz, J. L.
—dijo con entusiasmo Weatherby Fallstone III—. Muy fuerte.
Se detuvo, sonriéndole a Howard Grafton, a través de la larga mesa.
—Abre nuevos caminos —siguió diciendo—. Es algo nuevo,
completamente nuevo. No creo que hayamos hecho nunca nada como esto.
Quiero paladearlo un rato en mi boca para saborear su gusto.
Observó la imperceptible sombra que se extendió por el rostro de J. L.
Girton. «Muy ingenioso, Fallstone —pensó—. Algo que no se parece en
nada a lo que hemos hecho en el pasado, a lo que J. L. Girton ha aprobado
o inventado, a lo que ya empezaba a resultar anticuado. Algo más nuevo y
mejor que lo de J. L. Veamos cómo esa comadreja de Grafton sale de esto.»
—Creo que Weatherby me está alabando demasiado —dijo Grafton
cuidadosamente—. En realidad, se trata de una recombinación de unas
pocas ideas que J. L. ya esbozó en 1958. Si parece algo nuevo y fresco...,
bueno, eso no es más que un tributo a la vitalidad de los conceptos de
donde los he extraído.
«Atrapado como un ratón —pensó Fallstone—, y por ese astuto hijo de
perra.»
—Lo comprendo —dijo Fallstone—. Los fundamentos básicos no
cambian.
—Creo que es usted un ganador, Howard —siguió diciendo con
generosidad.
—Parece un pensamiento creativo, Howard —dijo J. L. con decisión—.
¿Qué le parece a usted, Eldon?
132
Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
La cabeza blanca del vicepresidente encargado de las relaciones con los
clientes se sacudió bruscamente y sus ojos parpadearon una o dos veces.
Eldon Smith no había estado completamente dormido, pero eso habría
sido algo difícil de probar ante los hombres que le observaban,
cuidadosamente y sin compasión alguna.
—Quizá... —dijo lentamente—, quizá debamos consultarlo con la
almohada.
—Creía que eso ya lo habla hecho usted, Eldon.
—Claro que no, J. L. Lo que sucede es que el cerrar los ojos me ayuda a
visualizar las ideas.
J. L. le miró fríamente. Después, sonrió, girando su vista alrededor de la
mesa.
—Con esto hemos terminado. Gracias, caballeros.
Los ejecutivos de J. L. Girton y Asociados empezaron a recoger
tranquilamente sus papeles.
—¡Ah, Howard! —dijo J. L.—. Quédese un momento. Y usted también,
Weatherby.
—Un buen plan, Howard —dijo J. L. cuando los tres hombres se
encontraron solos—. Me gustan los hombres que son capaces de trabajar
creativamente sin perder el contacto con conceptos de sonido y de gusto.
El rostro redondo, suave y blanco de Grafton expresó una gran gratitud
y sinceridad, como si aquellas sensaciones se las hubiera aplicado con una
crema facial. Miró a J. L. directamente a los ojos.
—Gracias, J. L. —dijo modestamente—. Sólo espero poder llevarlo a
cabo.
Después, miró a Fallstone de soslayo. «Este sí que es grande —pensó—.
Apuesto a que ese demacrado bastardo se está mordiendo las uñas por
dentro.»
—Sin embargo —siguió diciendo J. L.—, será un verdadero desafío. Es
por eso por lo que le he pedido a Weatherby que se quede. Va a dejar su
viejo equipo y lo van a trabajar entre ustedes dos. Creo que pueden hacer
un buen trabajo.
—Eso es gracioso, J. L. —dijo Fallstone con entusiasmo—. Entre
nosotros convertiremos esas ideas en algo sólido.
133
Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
—Bien, manos a la obra. Cuando hayan trazado un plan de operación
adecuado, que Frank Baker elabore los detalles internos.
Los dos hombres se detuvieron un momento ante la puerta, en una
elaborada charada de amistosa cortesía. Entonces, Fallstone, el más alto,
puso su mano sobre el hombro de Grafton, de un modo tan afectuoso que
resultaba imposible tomarlo como una ofensa, y empezó a empujarle
suavemente a través de la puerta.
—¡Oh, a propósito! —dijo J. L.—. Creo que deben saber una cosa. Cierre
la puerta un momento, Weatherby. Eldon Smith se retirará a finales de este
año. Me temo que ya está un poco en decadencia. Está bien, eso es todo lo
que deseaba decirles.
El despacho de Howard Grafton era el más cercano, por lo que llegó a él
unos segundos antes de que Weatherby Fallstone llegara a su cubículo
idéntico..., idéntico en metros cuadrados, en mobiliario, en ventanas. «Pero
el mío está más cerca del de J. L. —pensó Grafton por un momento, antes
de darse cuenta de que la elección de despachos para los dos hombres
había sido originalmente decidida por el prosaico procedimiento de lanzar
una moneda al aire, procedimiento que fue acompañado de bromas bien
intencionadas e incluso, por parte del ganador, del ofrecimiento de
permitir elegir primero al perdedor—, si es que eso significa tanto para él.»
Grafton se quedó sentado tranquilamente. Sabía que a unos pocos
metros de distancia Fallstone estaba sentado en el mismo tipo de sillón
móvil de ejecutivo, forrado de cuero —de imitación—, y pensando
justamente en lo mismo que él. Había quedado más claro que cualquier
otra cosa en J. L. Girton y Asociados. Se les había dicho, tan directamente
como nunca habrían supuesto, que en algún momento antes de finalizar el
año, cuando el viejo Eldon Smith se retirara, uno de ellos se convertiría en
el nuevo vicepresidente encargado de las relaciones ron los clientes. Y se
les había dicho también que empezaran a competir por el puesto y que J. L.
mantendría un ojo sobre cada uno de ellos. El bajo, rechoncho y genial
Grafton contra el alto, delgado y entusiasta Fallstone.
Aquella noche, cuando Grafton llegó a casa se lo contó todo a su esposa.
Lenore Grafton era una mujer delgada, con buenas curvas y rubia. Algún
día se convertiría en una mujer demasiado gruesa, pero, por el momento,
había alcanzado una madura perfección. Era bastante más astuta que su
esposo, pero una buena parte de aquella inteligencia la malgastaba con la
constante necesidad de que él no se diera cuenta de este hecho.
134
Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
—Creo que será mejor invitar pronto a J. L. y a su esposa a cenar —dijo
ella—. Con esa espantosa mujer que tiene, él debe estar muñéndose de
ganas de tomar una comida decente.
—Y un rostro bonito al que mirar —dijo Grafton con una elaborada
despreocupación.
Estaba recordando el momento en que entró en la cocina, durante
aquella reunión, y vio a J. L. y a Lenore apretados contra el fregadero,
mientras ella sostenía aún un cuenco con cubos de hielo en una mano.
Estaban demasiado ocupados para verle y él se retiró y volvió al cabo de
un minuto o poco después, haciendo todo el ruido preliminar que pudo
antes de entrar.
Lenore le observó reflexivamente por un momento, como si estuviera
recibiendo un mensaje que no estaba muy segura de querer recibir.
Después, se dirigió hacia la mesa de despacho que había en el extremo de
la habitación y cogió el cuaderno de notas en el que apuntaba sus citas.
—Puede ser cualquier día después de esta semana —dijo—. Yo me
encargaré de llamarla. No vamos a llevar las cosas demasiado de prisa.
La cena fue un gran éxito, al menos para J. L. Girton y para Lenore. Ella
se mostró lo bastante discreta, aunque habló con él tanto como con todos
los demás invitados juntos. Se sentó infantilmente en el suelo, a los pies de
la silla de J. L., riendo al escuchar cada uno de sus chistes, reaccionando
ante sus anécdotas autobiográficas con unos ojos abiertos llenos de
admiración y un interés que, en más de una ocasión, la hizo inclinarse
adelante lo suficiente como para que él captara el máximo efecto posible de
su décoltetage. Incluso cuando no estaba con él, se sentaba frente a él, al otro
lado de la habitación, en el ángulo adecuado para que él no dejara nunca
de ver las excelentes piernas, únicamente semicubiertas por el
arremolinado y corto vestido de discothèque.
Como consecuencia de todo ello, Grafton tuvo que dirigir la mayor
parte de sus obligaciones como anfitrión a mistress Girton, una arpía
escuálida, marchita y que siempre se estaba quejando de algo. Dijo mucho
en favor de su encanto y de su genialidad el hecho de que fuera capaz de
distraerla durante toda la noche, sin que ella se diera cuenta del
comportamiento de su esposo.
Lenore dijo que no le gustaba Nueva York en el verano. El calor y las
multitudes le hacían perder el ánimo. No había nada nuevo en los teatros
por esa época; la ciudad estaba llena de turistas; las tiendas no hacían otra
cosa que vender los restos de sus pasados errores. Le gustaba jugar al golf
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
o al tenis, o estar echada bajo el sol, en la playa y después tomar una ducha
fría, o bien quedarse en su casa, que tenía aire acondicionado, y leer.
Así pues, Grafton quedó un poco sorprendido cuando ella empezó a
acudir a Nueva York una o dos veces a la semana... durante dos meses en
los que hizo uno de los veranos más calurosos que jamás había pasado la
ciudad. Según le decía, llegaba a la ciudad antes del mediodía, miraba los
escaparates, almorzaba y pasaba la tarde en un museo o, de vez en cuando,
iba a ver una película. A veces, cogía el tren de regreso inmediatamente
anterior al suyo; en otras ocasiones, se quedaba y los dos cenaban juntos. El
no deseaba saber demasiado sobre lo que ella hacía en la ciudad, así es que
no planteó muchas preguntas. No deseaba pensar en ello, como tampoco
quería pensar en el hecho de que J. L. pareciera tener más compromisos
que nunca para almorzar con clientes, mientras que, al parecer, había
decidido mejorar su habilidad en el golf, tomándose libres varias tardes a
la semana. Sólo en una ocasión se acercó tangencialmente a la cuestión, y
eso sólo ocurrió un viernes por la noche, antes de cenar y después de haber
bebido algunas copas.
—Me siento un poco preocupado sobre mi posición con J. L. —dijo—.
Tengo la impresión de que no le estoy viendo tanto como solía verle antes.
Siempre está fuera de la oficina.
—En tu lugar, Howie, no me preocuparía mucho por eso. Creo que te
aprecia mucho; y lo que es más, creo que vas a conseguir ese puesto.
Eso, sin embargo, fue antes de la cena en casa de los Fallstone. Lenore
no se encontraba bien en aquella ocasión. Su nariz estaba roja, hinchada y
goteaba como consecuencia de un resfriado de verano; su voz era ronca.
Aquella noche, Grafton se pasó bastante tiempo solo con ella, y aunque se
marcharon temprano, tuvo el tiempo suficiente para ver cómo Marcia
Fallstone manejaba a J. L. Ella era una mujer alta y delgada y muy elegante,
y J. L. fue como un conejo con una cobra.
—Ese hijo de perra —se dijo a sí mismo mientras conducía el coche, de
regreso a casa.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
—Vale la pena verlo —dijo Fallstone—. Marcia y yo lo vimos anoche.
Ella está ahora en el campo; pero de este modo, cuando viene, podemos
pasar una noche o dos a la semana en la ciudad.
—Ese hijo de perra —se volvió a decir Grafton, sabiendo que todo
estaba aún en un punto muerto.
Cuando, aproximadamente una semana más tarde J L. regresó
abruptamente a su ritmo normal de trabajo en la oficina, Grafton se sintió
seguro de ello.
Todavía era verano, aunque ya se estaba acabando el buen tiempo y a
veces las noches resultaban un poco frías sin la calefacción. Grafton miró
fijamente y con un gesto taciturno el contenido de su quinto martini, sin
desear mirar a su esposa que llevaba puesto el vestido rojo que le dejaba la
espalda al aire.
—Tengo frío, Howie —dijo ella—. Quieres acercarme ese chal..., el
italiano. No quiero coger un resfriado.
—¡No quiero coger un resfriado! —exclamó él salvajemente, imitándola,
con un tono de rabia en su voz—. ¿Por qué no te cuidaste hace un mes? Por
lo que a mi respecta, puedes coger una neumonía si quieres.
Ella le miró fría y especulativamente durante un momento, como si
estuviera examinando una nueva forma de vida, pero no dijo nada. El
pudo observar la ligera y casi imperceptible sonrisa que se esbozó en su
boca antes de que ella se volviera y abandonara la habitación. Y entonces
Howard Grafton supo que aquella vicepresidencia no era simplemente
algo que deseara conseguir, sino algo que tenía que alcanzar porque no le
quedaba ya otra cosa.
Al día siguiente, después del trabajo, se detuvo en el bar de Biltmore y
empezó a beber seriamente. Aquella noche no fue a casa, sino que se quedó
en un hotel. A la mañana siguiente llegó muy tarde a trabajar y su cabeza
le molestó durante el resto del día. Le consoló algo, aunque no lo
suficiente, el observar que Weatherby Fallstone también estaba pasando
por un mal trago.
Aquella misma noche, en casa, Grafton se encerró en la biblioteca con su
quinta copa de whisky escocés, y trató de pensar. Iría a ver a Fallstone y se
lo expondría directamente: echarían una moneda al aire y el que perdiera
abandonaría la empresa J. L. Girton y Asociados. «Al diablo —terminó
pensando—. ¡Nada de tratos con ese tramposo bastardo! Contrataría los
servicios de un detective privado, conseguiría todo un dosier sobre
Fallstone y se lo entregaría a J. L.» Tardó treinta segundos en
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
desembarazarse de aquella idea..., no disponía del dinero necesario; por
otra parte, J. L. podía reaccionar despidiéndole a él. Además, el detective
de Fallstone, si es que él también decidía contratar a uno, podría hacer un
trabajo igual de bueno sobre Grafton. Jugó con la posibilidad de
suministrar los datos más jugosos a un columnista de Broadway, pero
¿quién diablos imprimiría aquello? Nadie había oído hablar jamás de
ninguno de ellos dos. Tampoco podía asesinar a Fallstone; no sabía cómo
hacerlo y, además, sentía miedo. No sabía cómo contratar a alguien para
que lo hiciera y también tenía miedo de dar ese paso. Cuando ya habían
desaparecido las tres cuartas partes de la botella, se dio cuenta de que no
podía hacer otra cosa que sudarlo.
Estuvo sudando mucho más después de la reunión del viernes por la
mañana. Fallstone fue alabado por J. L. en no menos de tres ocasiones,
mientras que uno de los esquemas más queridos de Grafton había sido
rechazado por «no estar pensado debidamente». También había sido
amonestado por J. L. por hablar durante demasiado tiempo, por
interrumpir a Fallstone y finalmente por no prestar atención. Cuando la
secretaria de J. L. le llamó a primeras horas de la tarde, sus manos
empezaron a temblar y sintió como si algo le estuviera royendo el
estómago. Masticó rápidamente tres pastillas de antiácidos y se dirigió al
despacho de J. L.
—¡Oh, Howie! —dijo J. L.—. ¿Sabe ese chisme que tiene usted, el que
hace agua de soda en el sifón? ¿Me lo quiere traer mañana, cuando venga?
El mío se ha estropeado y tardaré un par de días en sustituirlo.
—Claro, J. L. —asintió.
«No podré resistir esto por mucho tiempo más», pensó Grafton cuando,
a la tarde siguiente se dirigió hacia la residencia campestre de J. L. Lenore
estaba a su lado, infinitamente deseable, con su traje de satén verde que
hacía juego con sus ojos. Pero la máquina de agua de soda estaba en el
asiento que había entre ellos, como una espada en el aire. Ella miraba
directamente frente a sí. Cuando él le dirigió la palabra, contestó breve y
amablemente, pero nunca fue la primera en hablar.
«Tengo una úlcera —pensó Grafton—. Estoy empezando a beber
demasiado. Mi esposa me odia; y voy a perder mi trabajo porque tendré
que despedirme cuando elijan a Fallstone. No podré resistir esto por
mucho más tiempo. Tendré que hacer algo.»
Las cosas no mejoraron por el hecho de llegar al mismo tiempo que los
Fallstone. Colocó sinceramente una mano sobre el hombro de Fallstone y
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
fue entonces cuando percibió el tic nervioso de su mejilla izquierda, que
saltaba como si tuviera vida propia. Detrás de ellos, las dos mujeres, tras
haber expresado pequeños gritos de delicia, se estaban besando
mutuamente, a muy pocos milímetros de distancia de la mejilla de la otra.
Grafton abrazó a Marcia Fallstone, llevando mucho cuidado de no arrugar
su vestido. Cuando colocó su mejilla contra la de ella, quedó sorprendido
por la irradiación de calor. Cuando los Fallstone avanzaron ante ellos, notó
lo amables que cada uno de ellos era para con el otro... «Casi tan amables
como Lenore y yo mismo», pensó, con una oleada de esperanza.
Sólo después de los cócteles y de la cena fría, se dio cuenta Grafton, al
acudir al bar para tomar su segunda copa, de la presencia de aquel hombre
genial, pequeño y de movimientos rápidos, que llevaba aquella
monstruosa chaqueta de tartán, una camisa a rayas y una estruendosa
corbata.
—Maravillosa reunión —dijo el hombre—. Tendré que venir más a
menudo. ¿Conoce usted a míster Girton desde hace mucho tiempo,
míster...?
—Grafton. Trabajo en la empresa de J. L., míster...
—Dee. Doctor Dee. Doctor en ciencias humanas, o sea, en cosas
sagradas y profanas.
El pequeño hombre emitió una serie de breves risitas que parecían
relinchos.
—Sagradas y profanas —repitió—. Eso es como un pequeño chiste mío...
a causa de mi negocio.
—¿De qué se trata? —preguntó Grafton.
De algún modo, y sin que él se diera cuenta de ello, el doctor Dee le
había sacado de la sala por una puerta que daba a un gran patio, situado
junto a la piscina.
—Se trata de una pequeña historia sobre artículos religiosos..., libros,
imágenes, iconos, todo lo que se pueda desear.
—En ese caso, ¿dónde aparece lo «profano»?
El doctor Dee bajó el tono de su voz.
—Como usted sabe, míster Grafton, hay muchas clases de religiones, ¿y
quiénes somos nosotros para decir cuál es la verdadera? Si un cliente
quiere una raíz de mandrágora, o una pequeña bolsa que llevar alrededor
del cuello, ¿quién soy yo para decirle que no lo haga? Siempre podrá
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obtener lo que desea en la trastienda. O quizá puede creer que yo soy
capaz de ayudarle a conseguir a la chica que desea por medio de una
poción amorosa; o posiblemente desee que yo destroce a un enemigo suyo.
Yo no le digo que los remedios que aplique tendrán efectividad —decirlo
así va en contra de la ley—, pero si él cree que funcionarán, entonces se los
venderé en la trastienda.
—¿Y se trata de remedios muy caros?
—¿Los libros religiosos? No, tienen un precio bastante razonable.
—Me refiero a los otros.
—Esos ya son bastante caros Pero lo que hago es que no pido el pago en
el momento de la venta. Sólo después, cuando el cliente esté satisfecho.
—¿Y no tiene problemas para cobrar sus honorarios?
—Muy pocos, míster Grafton. Si el cliente está satisfecho, entonces
creerá en mí. Y no querrá hacerme esperar mucho para pagarme mi dinero.
—Doctor Dee —dijo Grafton—, como usted sabe, trabajo en el
departamento de publicidad. Estoy interesado en alguna de sus ideas, para
ver la posibilidad de lanzar una campaña, eso es. Quizá podamos vernos la
próxima semana.
—Aquí tiene mi tarjeta, míster Grafton. Mantengo abierto de nueve a
nueve. Pero me temo que no podrá ser el lunes por la tarde de la próxima
semana. Tengo una cita con mi zapatero. Es un fastidio —siguió diciendo
el hombre pequeño—, pero tengo una ligera malformación del talón y mis
zapatos me los tienen que hacer a medida. Y, créame, míster Grafton, no
tiene usted la menor idea de lo mucho que me cobra ese hombre. Sería
mejor andar descalzo.
Grafton bajó la mirada, observando el calzado de Dee. Eran altos, negros
y estaban relucientemente limpios, y también eran pequeños, casi
diminutos. Había algo de horripilante en su configuración y, en un
segundo, Grafton se dio cuenta de lo que había de erróneo en ellos: eran
casi tan anchos como largos; pero, a pesar de ello, tenía uno la impresión
de que, al margen de la deformación, estaban como acolchados. «Pobre
diablo —pensó—, debe ser un infierno tener que andar sobre esas cosas y,
sin embargo, mantiene su sonrisa.»
—Gracias, doctor Dee —dijo Grafton, cogiendo la tarjeta—. Quizá vaya
a visitarle más tarde, durante la semana. Ha sido un placer conocerle.
—Servus, míster Grafton.
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en ella, y quedaría usted sorprendido de saber la gran cantidad de cosas
que atraen mi atención.
De algún modo, toda aquella cuestión seguía siendo extraña y
perturbadora para Grafton. Sin embargo, hizo la siguiente e inevitable
pregunta, porque, en realidad, ya no podía hacer otra cosa.
—¿Puede hacerlo?
—Caro que sí, míster Grafton. Resultará bastante fácil. Tengo
precisamente el método adecuado.
El doctor Dee se inclinó hacia la otra parte de la mesa y sacó un pequeño
muñeco. Lo puso en las manos de Grafton. Estaba hecho de un plástico
muy parecido a la carne y, durante un terrible momento, Grafton pensó
que se movía por sí solo. Le dio la vuelta y miró su rostro y entonces se
sintió realmente enfermo. Era una reproducción perfecta de Weatherby
Fallstone, de la cabeza a los pies, con su traje blanco, su corbata negra y sus
pantalones de franela gris.
—No se alarme, míster Grafton. Pensé que era esto lo que estaba
deseando, así es que me tomé la libertad de hacerlo construir con
anterioridad. Este plástico moderno es un material fantástico.
—¿Y qué hago yo con esto?
—Limítese a coger un alfiler normal, del tipo de los que se suelen poner
en una camisa nueva, y aplíquelo al muñeco como crea más efectivo. Si lo
clava en el hombro, producirá una repentina y agonizante bursitis que
garantizará una oleada de dolor. En el abdomen, en cambio, producirá un
violento ataque de úlcera. Abra la boca, míster Grafton..., es muy fácil; vea
cómo se mueve la mandíbula inferior. Si rasca en el cuello, tendrá
repentinos vómitos en público... y eso es algo muy incómodo. Si prefiere
arañar la lengua —¿ve la pequeña lengua roja?— balbuceará, literalmente;
no se entenderán sus palabras. Eso no le ayudará nada a hacer una
presentación a un cliente. O quizá prefiera rascarle las costillas con la
aguja. Sentirá entonces unas cosquillas incontrolables que le harán echarse
a reír, como una joven histérica. Seguramente, todo eso no le recomendará
muy bien para un ascenso.
—¿Existe alguna forma particular de hacerlo?
—Ligeramente, ligeramente, míster Grafton. Con suavidad, con mucha
suavidad. Una ligera y continua presión o roce con la punta de la aguja, y
podrá seguir utilizando el método siempre que quiera. Pero no introduzca
la aguja en el muñeco dejándola clavada en él, porque entonces se
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
encontrará con un hombre muerto. Y recuerdo muy bien lo sensible que es
usted en esa cuestión.
—Me lo llevaré —dijo Grafton, deseando marcharse cuanto antes—.
¿Cuanto le debo?
—Mil dólares, una vez que haya quedado usted satisfecho.
—¿Me garantiza que esto colocará a Fallstone fuera de la competición
por el puesto?
—Se lo garantizo, míster Grafton, aunque quizá sea ilegal decirlo así.
Grafton colocó el pequeño muñeco en la caja de madera forrada de
terciopelo —como un ataúd, pensó— que le entregó el doctor Dee.
Después, colocó la caja en su maletín.
—Mi cuenta será pagada una vez haya quedado satisfecho, míster
Grafton.
—No se preocupe —dijo Grafton, sintiendo náuseas en su estómago—.
No se preocupe. Le pagaré.
El viernes era el día en que se celebraba la reunión de directivos.
Aquella mañana, Grafton decidió tener un gran resfriado. Hizo que
Lenore, que apenas le dirigía la palabra, llamara a la oficina. Después, se
quedó echado en la cama y esperó a que llegaran las once. A las 10.30
Lenore entró en el dormitorio, trayéndole el desayuno. Por primera vez en
varias semanas, sus ojos no estaban velados ni mostraban hostilidad y su
rostro estaba tranquilo. Colocó la bandeja sobre la mesita de noche, se
inclinó sobre él y le besó.
—Gracias, cielo —dijo él—. Gracias por ambas cosas.
—Todo está bien, Howie. No te preocupes más por ello. No vale la pena.
Quizá nunca valió la pena.
—No me voy a preocupar más. Lo consiga o no.
Ella le volvió a besar.
—Me voy de compras. ¿Estarás bien?
—Claro que sí. Me siento mejor. Puede que baje a la biblioteca y me
ponga a leer un rato.
Cuando escuchó cómo ella cerraba la puerta, llamó rápidamente a la
oficina y preguntó por Weatherby Fallstone.
—Weatherby —dijo—, tengo un terrible resfriado.
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—Lo siento mucho, viejo. Cuídate.
—¿Estarás en la reunión?
—Claro. Tengo una o dos buenas ideas que quiero llevar a la práctica.
—Espero estar de regreso el lunes. ¿Querrás tomar unas notas y
pasarme una síntesis de la reunión?
—Con gusto, viejo.
Colgó el teléfono, engulló ávidamente el desayuno y después se dirigió
al estudio. Se sentó allí, con el pequeño muñeco en una mano y un alfiler
en la otra. Sobre la mesa dejó algunos otros alfileres. Entonces, volvió a
llamar a Fallstone.
—Míster Fallstone está en una reunión —le dijo la secretaria.
—No importa, le volveré a llamar más tarde.
Dejó que la reunión se desarrollara durante unos quince minutos. Y
entonces empezó a actuar. Empezó con un simple dolor de cabeza. «Que
no sea una terrible migraña», pensó, raspando el alfiler, como si fuera una
pluma, sobre la frente del muñeco. Aquello sólo era un mal preludio. Dejó
pasar unos diez minutos antes de abrir la mandíbula inferior del muñeco;
empezó a jugar entonces con la diminuta lengua. Después, arañó las
costillas un rato y fue aumentando el proceso en un crescendo, rascando
suavemente el cuello del muñeco. Tenía una idea final propia que puso en
práctica: colocó un pañuelo doblado sobre los ojos del muñeco durante
otros cinco minutos. Después, devolvió el muñeco a su caja, y colocó ésta
en su maletín. Cuando Lenore regresó, estaba leyendo el The New York
Times.
El lunes, acudió a la oficina a una hora algo más temprana de lo usual
para los cargos ejecutivos, pero su secretaria estaba allí, dispuesta a darle
las noticias.
—Fue terrible, míster Grafton. Míster Fallstone sufrió un ataque durante
la reunión del viernes. Se puso la cabeza entre las manos y gimió de dolor;
después, empezó a balbucear y a decir cosas sin sentido. Más tarde,
empezó a reír de tal modo que no podía detenerse. Y finalmente —
entonces bajó el tono de su voz—, vomitó sobre el propio despacho de
míster Girton. Cuando le sacaban de la sala, empezó a gritar, diciendo que
estaba ciego, y entonces le llevaron al hospital.
—Terrible. ¿Cómo está ahora?
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—He oído decir que estaba bien, pero le tienen en una especie de
observación.
Estaba leyendo el Times tranquilamente y con cierto alivio cuando el
intercomunicador sonó, llamándole. Antes de dirigirse al despacho de J. L.
pasó ante el de Fallstone, mirando en su interior. No había en él el menor
signo de vida. Sólo unas cuantas pertenencias personales amontonadas...,
pastillas, un paraguas, unos cuantos libros..., todo ello amontonado sobre
la mesa, donde lo había colocado el botones. Aquello le convenció de que
el despacho ya no estaba ocupado por nadie.
—Supongo que se habrá enterado usted —dijo J. L., indicándole una
silla con un movimiento de la mano.
—Terrible.
—No puedo entenderlo. Parecía un hombre tan racional y tan tranquilo.
Supongo que el pobre diablo ha bebido demasiado. Bueno, no podemos
quedarnos sentados, lamentándonos. Howard, quiero que empiece a
trabajar muy estrechamente con Eldon. El nos dejará dentro de un par de
meses y hay una gran cantidad de cabos sueltos que deberá usted atar
antes de que nos deje.
—Aprecio mucho esto, J. L. Ya sabe que puede contar conmigo.
Se detuvo un momento y habló muy seriamente.
—Es una lástima que tuviera que suceder de este modo.
—No vale la pena preocuparse por ello, Howard. No es culpa suya. Y
ahora vaya a empezar a trabajar.
El cheque que envió aquella misma tarde al doctor Dee superaba el
saldo de su cuenta corriente. Pata cubrirlo, tuvo que cobrar unos bonos de
ahorro que poseía, depositando el dinero en su cuenta. Ya era casi la hora
de cerrar y las ventanillas estaban empezando a bajarse, pero Grafton las
mantuvo abiertas el tiempo suficiente para certificar su cheque Había
firmado con anterioridad algunos cheques incobrables, pero, de algún
modo, tenía la sensación de que no desearía por nada del mundo que este
cheque se lo devolvieran con la nota de «fondos insuficientes». Más tarde,
lo envió por correo certificado y entrega especial.
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—¿Puede usted decirme, si le está permitido, claro, cómo se las arregló?
—No he hecho gran cosa.
—Me ha convertido usted en vicepresidente, eso es todo. Y sólo por
medio del poder mental..., simplemente deseándolo así para mí.
El doctor Dee abrió uno de los cajones y sacó un pequeño muñeco.
—Recuerda usted cómo actúa esto, ¿verdad?
—Sí, usted mismo me lo dijo.
—Bueno, Grafton y Fallstone han quedado fuera de juego..., cada uno se
desembarazó del otro. Se eliminaron entre sí.
—Doctor Dee, ¿quiere usted decir que le dijo a cada uno de ellos que
conseguirían el puesto para después permitir que lo consiguiera yo? Y si
eso es así, ¿no resulta algo poco ético?
—No hay nada de eso, muchacho. Le dije a cada uno de ellos que
procuraría que el otro no consiguiera el puesto. Eso era lo que ellos querían,
y yo mantuve mi palabra.
El doctor Dee volvió a colocar el muñeco en el cajón.
—Usted, en cambio, me pidió ese puesto específicamente —sonrió
ampliamente y añadió—: Y lo ha conseguido.
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E L A R R I B I S T A
ROBERT J. HIGGINS
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al gran Kurt Pieters —El rey de los ladrones felinos, según le llamaban los
periódicos—, y ahora yo acababa de entrar en su apartamento.
Mis informadores me habían advertido que tenía que llevar cuidado con
Kurt.
—Es un solitario y un tipo muy peligroso —me dijeron—. Afirma su
derecho a trabajar en la zona de Park Hill. No dejes que te coja realizando
ningún trabajo en esa zona, o terminarás en el río.
Así pues, me tomé las cosas con calma y frialdad.
—No le conozco —dijo Kurt con voz acerada.
Se acercó a mí, con la pistola en la mano. Con la mano libre me cacheó
todo el cuerpo. No encontró nada, pero seguía sin confiar.
Kurt era rubio, tenía unos cuantos hoyos en el rostro, y podría tener
veintisiete o veintiocho años. Al igual que yo, poseía una figura delgada,
llena de músculos, que le permitía escalar bien. Sus pantalones y su camisa
parecían proceder de la mejor tienda de la ciudad.
—Si eres un policía —dijo—, te voy a enviar por esa misma ventana
para que bajes de golpe los cuatro pisos.
—Ya sé que hay cuatro pisos —dije—. ¿Crees que hay algún policía
capaz de escalar un tejado como el tuyo, Kurt?
—Estás en lo cierto sobre eso, y no llevas ningún arma —admitió Kurt,
abandonando ligeramente su tono de voz cortante—. ¿Quién eres?
—¿Puedo sentarme?
—Claro —dijo, indicándome una silla.
El tomó asiento en el sofá y colocó el revólver bajo un cojín.
—Soy Neil Winters. Trabajo en lo mismo que tú y deseo hablar contigo.
—¿Y por qué viniste por una ventana del cuarto piso? ¿Por qué no
subiste por las escaleras?
—Para probar lo que digo. Sólo existe en la ciudad otra persona capaz
de llegar por esa ventana, y ése eres tú, Kurt.
—Está bien. Sólo un verdadero escalador puede hacer lo que has hecho.
¿Quieres beber algo?
—Simplemente soda —dije—. Temo que el alcohol eche a perder mi
coordinación.
Me alcanzó un vaso con soda y sonrió burlonamente.
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—Tomar una copa de vez en cuando nunca me preocupa.
—Pero eres el más grande, Kurt —le dije—. Eres un escalador nato.
Podrías haber sido el mejor acróbata de todo el país.
—Ya sabes algo de eso, ¿verdad, muchacho?
—Claro, Kurt. Soy un admirador tuyo —afirmé—. Mira esto —y saqué
de mi bolsillo un sobre que le entregué.
—¡Vaya! ¡Si son recortes de periódico sobre mí! —exclamó al sacar los
recortes del sobre.
Su rostro se iluminó cuando los leyó.
Casi conocía todos aquellos textos de memoria. Uno de ellos decía: El
ladrón felino consigue 40.000 dólares en pieles de la residencia de un ejecutivo.
Otro decía: Collar de una artista desaparecido de su habitación del hotel. Todos
seguían diciendo más o menos lo mismo y en cada uno de ellos había unas
líneas que solían comenzar: La policía está buscando a un antiguo acróbata de
circo, llamado Kurt Pieters, como principal sospechoso de la reciente serie de
atrevidos robos.
—Noticias muy buenas, ¿verdad, muchacho? —dijo Kurt al terminar de
leer los recortes—. Nunca pensé en coleccionarlos cuando fueron
publicados.
Al principio, yo también había pensado en eso. Tuve que hojear una
gran cantidad de periódicos antiguos para encontrar algunos de aquellos
recortes. Pero eso no se lo dije a Kurt.
—Son tuyos —le dije.
—Gracias —me contestó—. Pero ¿qué pasa con éstos? —preguntó,
levantando tres de los recortes más recientes—. Yo no hice esos trabajos.
Los tres hablaban de robos en los que el ladrón había tenido que escalar
lugares realmente terroríficos, aunque sin haber conseguido un gran botín.
—Esos los hice yo, Kurt —dije—. La policía y los periódicos te han
acusado a ti de hacerlo.
—Debían haber sabido que yo no trabajaba en ese vecindario —dijo
Kurt con desprecio—. Allí no hay brujas ricas con sus estupendas joyas. Si
quieres trabajar allí, muchacho, por mí no hay problema. Pero mantente
alejado de la zona de Park Hill. Ese es mi territorio.
—Claro, Kurt —le dije—. Tú fuiste el primero.
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todos modos, hay bastante para los dos. Quizá podamos salir cada uno con
treinta de los grandes, y sin necesidad de tener que vender nada. Por otra
parte, supongo que si todo sale bien quizá me des una oportunidad para
seguir trabajando contigo después.
Kurt me cogió de la mano.
—Deja eso, muchacho —me dijo—. Podemos llegar a un acuerdo para
este trabajo. Pero sobre otras cosas, sólo te diré algo cuando te vea trabajar.
Y ahora, dime: ¿cuándo volverá a salir la vieja?
—Eso es lo mejor de todo, Kurt —contesté—. Ayer mismo se cayó y se
rompió una pierna y se la llevaron al hospital. Nadie ha tocado nada de su
apartamento.
—Entonces hemos encontrado un trabajo que hacer —dijo.
—¿Por qué no lo hacemos ahora mismo? —le pregunté.
—¿Por qué no? —dijo Kurt—. Estaba aquí sentado sin hacer nada. Lo
mismo me da salir y coger treinta de los grandes.
Yo ya llevaba puestas mis ropas de trabajo, todas negras, para escalar en
la oscuridad. Era cerca de la medianoche. Esperé a que Kurt se cambiara de
ropa y cuando salió de su dormitorio iba vestido como yo. Ambos
llevábamos chaquetas con buenos bolsillos para guardar el botín.
—Mi coche está abajo —le dije—. Pero será mejor que vayamos por
separado. Me encontraré contigo en la esquina de las calles Cuarta y
Juneau.
Bajé las escaleras, me metí en el coche y conduje un par de manzanas.
Estaba colocándome las herramientas en mi bolsillo cuando Kurt se me
unió. Llegó tan silenciosamente que me sorprendí y se me cayó de las
manos un bote de betún de zapatos.
—¿Te pones betún negro en la cara? —preguntó—. Yo nunca lo hago.
—Está bien, Kurt. Si tú no lo utilizas, tampoco lo haré yo —le dije.
Nos dirigimos hacia Belmont, adonde llegamos al cabo de diez minutos.
Aparqué el coche en una calle oscura y andamos una manzana.
—Ahí está, Kurt —le dije, señalando un edificio grande y oscuro—.
Parece como si todos los inquilinos se hubieran acostado ya.
—¿Son las ventanas de arriba? —preguntó Kurt.
—Exacto —contesté—. Vamos.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
La escalera de incendios estaba situada en la parte posterior del edificio,
alejada de las luces de la calle. La subimos hasta llegar arriba y saltamos al
tejado. Podría haberlo hecho con mayor rapidez, pero Kurt iba delante de
mí. El tejado tenía tejas de pizarra y los dos sudamos un poco para
atravesarlo, pero nos encontramos con algunas chimeneas que nos
ayudaron a sostenernos.
Kurt estaba respirando con un poco de dificultad, probablemente más a
consecuencia de pensar en el dinero que de la dificultad de la escalada.
Llegamos entonces a una ventana de aspecto agradable. No había mucho
espacio entre el antepecho y el alero y debajo de nosotros había cuatro
pisos, pero los dos estábamos bien.
Introdujo una palanqueta por debajo de la ventana, abriéndola e
introduciéndose él primero. Yo no lo pude hacer entonces con tanta
rapidez como Kurt.
—¿Qué estás haciendo ahí fuera? ¿Quieres que te vea un policía? —
murmuró.
—No me había podido agarrar bien —le dije, después de saltar al
interior.
Y entonces se me cayó la caja de betún.
—¿Y por qué te has traído eso si no ibas a utilizarlo? —preguntó Kurt,
sorprendido.
—Me olvidé de que la llevaba —contesté, recogiéndola.
Kurt encendió su pequeña linterna de bolsillo, del tamaño de un lápiz.
—¿Dónde está la caja? —me preguntó—. No hay nada en esta
habitación y no me gusta tanto polvo. Dejaremos huellas.
—Supongo que no utiliza esta habitación —le dije.
—Vamos a buscarla —dijo.
Y registramos todo el apartamento. Allí no había vivido nadie desde
hacía varios meses. Había unos cuantos muebles viejos, grandes
cantidades de polvo y ninguna caja fuerte.
Kurt estaba a punto de estallar cuando dijo:
—¿Cómo es que te has equivocado de apartamento, muchacho?
—Es algo mucho peor que eso, Kurt —le dije—. ¡Que me cuelguen! Sé
que mistress Wakefield vive en uno de los apartamentos de arriba. ¡Nos
hemos equivocado de edificio!
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
—¡Y tú quieres trabajar con Kurt Pieters! —exclamó—. ¡Larguémonos de
aquí!
Se dirigió hacia la ventana y salió al exterior, pero algo no fue bien. Se
perdió de vista y le escuché gritar una sola vez; después, chocó contra el
suelo y quedó allí, quieto.
Yo salí por otra ventana. Cuando llegué abajo me dirigí directamente al
coche, alejándome de la entrada del edificio, donde estaba el cuerpo de
Kurt.
A la mañana siguiente, los periódicos publicaban la noticia sobre el
cuerpo del gran ladrón felino, Kurt Pieters, que había sido encontrado ante
una vieja casa, en el distrito de Belmont.
Según la policía, cayó desde el tejado «en circunstancias peculiares»,
pero no podían comprender por qué había intentado robar en un
apartamento abandonado de aquel vecindario.
Yo pensé en mistress Wakefield, y me eché a reír.
Arrojé la caja de betún en una cloaca. Si la policía llegaba a cogerme, no
quería que pudieran relacionar la grasa de la caja con aquellas baldosas
grasientas sobre las que había resbalado Kurt.
Y ahora, ¡me ha llegado el turno de trabajar en Park Hill!
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
12
TE RECONOCERÍA EN CUALQUIER PARTE
EDWARD D. HOCH
16 de noviembre de 1942
Desde lo alto de la duna no se podía ver nada en ninguna dirección...,
nada, excepto la imperturbable y siempre cambiante monotonía del
desierto africano. Contrell se limpió la arena, mezclada con el sudor de su
rostro, e hizo una seña a los otros para que avanzaran. El tanque, un
enorme monstruo enfermo que sólo deseaba que lo abandonaran para
morir, se puso lentamente en movimiento, arrojando pulverizados chorros
de arena por entre sus cadenas.
—¿Has visto algo? —preguntó Grove, acercándose a él por detrás.
—Nada. No hay alemanes, ni italianos, ni siquiera árabes.
Willy Grove se descolgó la carabina de su hombro.
—Deberían estar por aquí. Nuestros aviones de reconocimiento les han
localizado siguiendo este camino.
—Con la vieja «Bertha» tal y como está —gruñó Contrell—, será mejor
que no nos encontremos con ellos. Seis hombres y un viejo tanque armado
contra el orgulloso Afrika Korps de Rommel.
—Pero recuerda que ellos se están retirando, y nosotros no. Quizá estén
dispuestos a rendirse.
—Claro que pueden estarlo —asintió Contrell dudosamente.
Sólo hacía un mes que conocía a Willy Grove —su nombre completo era
un Willoughby McSwing Grove, imposible de pronunciar—. Le conocía
desde que le había encontrado, poco antes de la invasión del norte de
África. Su primera impresión fue que era un hombre como él, arrojado en
sus primeros veinte años a una guerra imposible que amenazaba con
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
envolverles a todos en sangre y llamas. Pero, a medida que transcurrieron
las semanas, fue surgiendo gradualmente un Willy Grove diferente; una
persona que ahora estaba cerca de él, explorando con cuidado el vacío
valle lleno de arena que se extendía ante ellos.
—¡Maldita sea! ¿Dónde estarán?
—Parece como si estuvieras listo para entablar batalla. ¡Demonios! Creo
que si me los veo venir echaré a correr en dirección contraria —Contrell
cogió los restos de un arrugado y casi vacío paquete de cigarrillos—. Una
duna arenosa, cerca de la frontera con Túnez, no es el lugar más adecuado
para un par de cabos.
Grove se sentó en cuclillas, dejando la carabina ligeramente apoyada
contra su rodilla.
—Estás en lo cierto..., al menos sobre lo de cabos. Ya sabes lo que he
estado pensando durante estas últimas semanas... Si regreso en una pieza a
Estados Unidos, voy a ingresar en la academia militar para convertirme en
un oficial.
—Ya has encontrado un hogar.
—Ríete si quieres. Un tipo como yo puede hacer cosas mucho peores
para vivir.
—Claro. Podrías robar bancos. ¿Qué demonios hacen los oficiales de un
ejército cuando no hay ninguna guerra?
Willy Grove pensó un momento en aquella pregunta.
—No te preocupes. Va a haber una guerra en alguna parte durante un
largo tiempo, quizá durante el resto de nuestras vidas.
—¿Crees tú que Hitler resistirá tanto?
—Hitler, Stalin, los japoneses. Siempre habrá alguien, no te preocupes.
Contrell dio otra chupada a su cigarrillo y de repente observó con toda
su atención. Había algo que se movía sobre la cima de una de las dunas,
algo...
—¡Mira!
Grove sacó sus prismáticos.
—¡Maldita sea! Está bien, son ellos. Todo el podrido ejército alemán.
Contrell arrojó su cigarrillo y se dejó caer por la duna para decírselo a
los otros. El oficial al mando era un capitán que conducía el moribundo
157
Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
tanque como si fuera su tumba. Miró hacia el suelo mientras Contrell le
informaba y después dio una orden tajante.
—Llevaremos a «Bertha» a lo alto de la duna y nos dejaremos ver.
Pueden pensar que tenemos muchos más por aquí y se larguen.
—A la orden, señor.
Y entonces, Contrell pensó que también podían enviarle al infierno.
Cuando el herido monstruo de acero estuvo situado en posición, el
primero de los tres tanques alemanes ya estaba a tiro. Contrell observó
cómo los grandes cañones se enfilaban uno al otro..., dos gigantes inútiles,
capaces únicamente para destruir. Se preguntó cómo sería el mundo si los
cañones también tuvieran el poder de reconstruir. Pero tuvo poco tiempo
paré pensar en aquello o en cualquier otra cosa antes de que el cañón
alemán rebufara con un destello de fuego, seguido, un instante después,
por la sorda onda de sonido que les alcanzó. Una eclosión de arena y humo
llenó el aire a su izquierda, cuando el proyectil cayó cerca de su objetivo.
—¡A tierra! —gritó Grove—. ¡Nos han localizado!
La vieja «Bertha» devolvió el fuego, errando el tiro por muy poco contra
el tanque más cercano. Pero el número y la potencia de fuego estaban en
contra de ella. El segundo proyectil alemán explotó contra las cadenas de
la izquierda, y el tercero dio contra la torreta. «Bertha» estaba
prácticamente muerta. Alguien lanzó un grito... Contrell pensó que podía
haber sido el capitán.
Grove estaba tendido sobre la arena a unos metros de distancia.
—Esos malditos trastos son como ataúdes de hierro —dijo, notando el
olor de la carne quemada.
Contrell empezó a levantarse.
—¿Ha quedado alguien con vida?
—Nadie. ¡Échate a tierra! Vienen en esta dirección.
—¡Dios! —aquello fue como una oración en labios de Contrell—. ¿Qué
hacemos?
—No te muevas. Ya saldremos de esto de algún modo.
Dos de los tanques enemigos permanecieron inmóviles en la distancia,
mientras que el tercero empezó a acercarse. Sobre la parte de atrás había
dos soldados alemanes, que saltaron a tierra, echando a correr. Uno de
ellos llevaba un rifle y el otro lo que parecía ser una pistola ametralladora.
158
Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
Contrell puso su cuerpo en tensión, en espera de los probables disparos,
manteniendo su rostro casi enterrado en la arena.
El comandante del tanque alemán apareció en la torreta, gritando algo.
El soldado que llevaba la pistola ametralladora se volvió... y de pronto
Willy Grove se puso en pie. Su carabina traqueteó casi como una
ametralladora, alcanzando al alemán por la espalda. Con su mano
izquierda, lanzó una granada hacia el tanque y después se lanzó contra el
segundo alemán, antes de que éste pudiera elevar su arma.
La granada explotó lo bastante cerca como para dejar fuera de combate
al oficial y Contrell empezó a moverse. Corrió en zigzag hacia el vehículo
alemán, sabiendo que Grove estaba justo detrás de él, corriendo.
—Les he alcanzado a los dos —gritó Willy—. ¡Quédate abajo!
Subió al vehículo, apartó al moribundo oficial de lo alto de la torreta y
disparó una rociada de balas al interior del tanque. Después, hizo girar la
ametralladora del calibre 50.
—¡Espera! —gritó Contrell—. ¡Se están rindiendo!
En efecto, se rendían. Las tripulaciones de los otros dos tanques estaban
abandonando sus vehículos y empezaban a avanzar hacia ellos, a través de
la arena, con los brazos en alto.
—Supongo que ya están hartos de guerra —dijo Grove, apuntando la
ametralladora hacia ellos.
—¿No lo estamos todos?
Grove esperó hasta que los ocho hombres se encontraron a unos treinta
metros de distancia. Entonces, su dedo apretó el gatillo y una repentina
rociada de balas salpicó toda la zona. Los alemanes, totalmente
sorprendidos, trataron de dar media vuelta y echar a correr, pero murieron
así, de pie.
—Pero ¿qué demonios has hecho? —gritó Contrell, subiendo al tanque y
colocándose junto a Grove—. ¡Se estaban rindiendo!
—Quizá sí; quizá no. Podían haber tenido granadas escondidas bajo los
brazos, o algo. No se pueden correr riesgos.
—¿Te has vuelto loco o algo así, Grove?
—Estoy vivo, y eso es lo que importa —Grove saltó del vehículo,
cayendo a tierra de pie, con un movimiento fácil y seguro—. Daremos
nuestra propia versión de la historia, muchacho, y terminaremos con
medallas.
159
Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
—¡Les has asesinado!
—Eso es lo que se hace en la guerra —dijo Grove tristemente—. Se les
mata, y después se recogen las medallas.
30 de noviembre de 1950
Corea era un país lleno de colinas y de sierras, con una tierra demasiado
pobre para arar y en la que resultaba imposible combatir. El capitán
Contrell la vio por primera vez con una mezcla de resignación y de
desesperación, pensando únicamente en la facilidad con que toda su
compañía podría ser eliminada sin tener la menor oportunidad de
defenderse contra un ejército mucho más familiarizado con el terreno.
Ahora, mientras noviembre hacía que las fáciles victorias del otoño se
convirtieran en las amargas derrotas del invierno, tuvo buenas razones
para recordar aquellas primeras impresiones. Los chinos habían empezado
a tomar parte en la lucha y a cada hora que pasaba llegaban nuevos
informes de todo el valle de Chongchon, indicando que su número no sólo
se podía contar por miles, sino por cientos de miles. La palabra que estaba
en la mente de todo el mundo, aunque nadie se atreviera a pronunciarla
era «retirada».
—Nos echarán al mar, capitán —le dijo a Contrell uno de sus sargentos.
—Ya está bien de hablar de eso. Reúna a los hombres, para el caso de
que tengamos que largarnos rápido. Compruebe la colina 314.
Las colinas eran tan numerosas y anónimas que habían tenido que
numerarlas, de acuerdo con su altura. Sólo eran lugares para morir y para
los hombres que estaban ante sus armas, todas eran iguales.
Algunos tanques, cubiertos de barro helado, rodaban atravesando la
neblina de la mañana, retirándose. Contrell se plantó ante el vehículo que
iba en cabeza y le hizo señas para que se detuviera. Entonces vio que se
trataba de cañones autopropulsados «Boffers» de 40 milímetros, un arma
antiaérea que había sido utilizada con efectividad como apoyo a la
infantería. Como consecuencia de la distancia y de la neblina, le habían
parecido tanques y, en realidad, lo eran para todos los propósitos
prácticos.
—¿Qué demonios ocurre, capitán? —le espetó una voz.
—¿Puede llevar a algunos hombres con usted?
160
Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
El oficial saltó a tierra y Contrell observó algo en aquel movimiento que
le recordó repentinamente una escena desértica, ocho años antes.
—¡Willy Grove! ¡Que me condenen si no eres tú!
Grove pestañeó con rapidez, pareciendo enfocar más nítidamente con
sus ojos y por la insignia de su cuello, Contrell se dio cuenta de que ahora
era mayor.
—Bien, Contrell, ¿no es eso? Me alegro de volver a verte.
—Hace ya mucho tiempo; desde África, Willy.
—Mucho más frío aquí, ya lo sé. Pensé que habías abandonado el
ejército después de la guerra.
—Lo abandoné durante tres semanas y no pude resistirlo. Supongo que
esta vida militar se le mete a uno en el cuerpo al cabo de un tiempo. ¿Qué
tal van las cosas por allá delante?
El rostro de Grove se ensombreció.
—Si fueran algo bien, ¿crees que estaríamos siguiendo este camino?
—¿Te retiras por el paso?
—Es el único camino que queda. He oído decir que los chinos también
están a punto de cortarlo.
—¿Podemos retirarnos sobre sus vehículos?
Grove se rió entre dientes y dijo:
—Claro. Podéis coger las granadas y dejarlas aquí —se dio una palmada
en la pistola del calibre 45 que llevaba al cinto, como si fuera su cartera y
añadió—: Subid a bordo.
Contrell dio una orden seca a su sargento y esperó hasta que la mayor
parte de sus mermadas fuerzas encontraran hueco en los vehículos.
Después, él mismo subió al «tanque» del mayor Grove. En la distancia de
la mañana pudieron escuchar el loco sonar de las cornetas, lo que
normalmente significaba otro avance chino.
—Están cerrando la trampa —dijo.
—Todo es como te lo dije una vez —dijo Grove, asintiendo—. La lucha
nunca termina. Sin embargo, nunca supuse que tendríamos que luchar
contra los chinos.
—¿No te gusta luchar contra los chinos?
161
Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
—No hay ninguna diferencia —dijo el mayor, encogiéndose de hombros
—. Los chinos mueren como cualquier otra persona. Incluso con más
facilidad cuando están drogados con eso que suelen fumar.
La columna se introdujo en el paso, la única ruta que aún quedaba
abierta hacia el sur. Pero casi inmediatamente se dieron cuenta de que las
colinas y tramos boscosos que había a ambos lados de la carretera estaban
llenos de enemigos que les esperaban. Contrell miró hacia atrás y vio cómo
su sargento se doblaba y caía al suelo, con el cuerpo casi cortado por la
ráfaga de una ametralladora camuflada. Ante ellos, la carretera aparecía
cortada por un camión incendiado. Grove se puso de pie para ver mejor.
—¿Podemos rodearles? —preguntó Contrell, respirando con dificultad.
—Rodearles o pasar a través de ellos.
—Se trata de sudcoreanos.
Los que aún estaban vivos y eran capaces de correr, salían a toda prisa
del camión incendiado y echaban a correr hacia el vehículo de Grove.
—¡Fuera de aquí! —gritó Grove—. ¡Atrás!
Se inclinó hacia abajo y empujó a uno de los sudcoreanos que trataba de
encaramarse al vehículo, arrojándole sobre la polvorienta carretera.
Cuando otro empezó a subir por el mismo sitio, Grove se sacó
tranquilamente la pistola del calibre 45 y le metió una bala en la cabeza.
Contrell lo observó todo como si estuviera viendo una vieja película
olvidada después de varios años. «Ya he estado antes aquí —pensó,
recordando las mismas medallas que compartieron después del episodio
de África del Norte—. Los hombres como Grove nunca cambiaban... al
menos para mejorar.»
—Eran sudcoreanos, Willy —dijo tranquilamente, acercando su boca al
oído del mayor.
—¿Y qué demonios me importa a mí eso? ¿Acaso se creen que dirijo un
maldito servicio de autobuses?
No volvieron a hablar más del asunto hasta que se encontraron viajando
hacia el sur, en medio del ejército norteamericano en retirada. Contrell se
preguntaba dónde terminaría todo aquello, la retirada. ¿En el mar, en
Tokio... o en California?
Se detuvieron a fumar un cigarrillo y Contrell dijo:
—No tenías por qué haber matado a aquel hombre, Willy.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
24 de agosto de 1961
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
—Gracias —Contrell dejó sobre el mostrador un billete arrugado—. Yo
pago las bebidas. Me entretuve mucho con su conversación.
Encontró al coronel Grove después de haberle buscado durante una
hora. No estaba en su alojamiento, sino en su oficina, observando las calles
principales del Berlín Oeste. Su pelo aparecía un poco más blanco, y su
actitud era un poco más enérgica, pero seguía siendo el mismo Willy
Grove. Un hombre que ya estaba en la cuarentena. Un soldado.
—¡Contrell! ¡Bien venido a Berlín! He oído decir que te habían destinado
aquí.
Se estrecharon las manos, como dos viejos amigos. Contrell dijo:
—Tengo entendido que has conseguido dominar bastante bien la
situación.
—La tenía perfectamente dominada hasta que empezaron a construir
ese maldito muro la pasada semana. Casi me cargué a un oficial ruso.
—Ya lo he oído comentar. ¿Por qué no lo hiciste?
El coronel Grove sonrió.
—Me conoces demasiado bien para mentirte, mayor. Hemos pasado
juntos algunas cosas. Tú eres el que siempre has dicho que tengo una cierta
debilidad por matar.
—«Debilidad» no es la palabra exacta para definirlo.
—Bueno, da igual. En cualquier caso, eres probablemente el que mejor
conoce mis sentimientos en estos momentos. En aquella situación, le podía
haber matado. Pero me controlé. Se dice que me van a hacer general,
muchacho. Así es que estos días tengo que mantener bien limpia la nariz.
Nada de disputas.
—Y yo sigo siendo un mayor. Supongo que no sigo el camino correcto.
—Tú no tienes el instinto de matar, Contrell. Nunca lo tuviste.
El mayor Contrell encendió lentamente un cigarrillo.
—No creo que un soldado necesite tener instinto de matar en estos
tiempos, Willy. Pero ya hemos estado discutiendo la misma cuestión desde
hace casi veinte años, cada vez que nos hemos visto.
—Y, sin embargo, no la hemos discutido a fondo —dijo Willy Grove
sonriendo—. Siento no tener en esta ocasión a nadie a quien matar para ti.
—¿Qué habrías hecho en la vida civil, Willy?
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
—No lo sé. Nunca he pensado mucho en eso.
—De haber vivido hace cien años, probablemente te habrías convertido
en un pistolero en el Oeste. Hace cuarenta años habrías sido un
contrabandista de Chicago, con una ametralladora. Ahora, sólo te queda el
ejército.
Grove sonrió duramente pero no pareció asombrarse. Se levantó de
detrás de la mesa y se dirigió hacia la ventana. Mirando hacia la abarrotada
calle, dijo:
—Quizá estés en lo cierto. En realidad no lo sé. Lo único que sé es que
he matado a cincuenta y dos hombres en toda mi vida, lo que resulta ser
un buen promedio. A la mayor parte de ellos les miré directamente a los
ojos antes de disparar. A otros pocos les alcancé por la espalda, como
estuvo a punto de pasarle a ese ruso la semana pasada.
—Con eso podrías haber iniciado una guerra.
—Sí. Y algún día quizá lo haga. Si tuviera el poder para... —se detuvo,
sin terminar de pronunciar la frase.
—Gracias a Dios, no todos son como tú —dijo Contrell.
—Pero tengo a bastantes de ellos a mi lado. Hay bastantes que saben
que el ejército significa guerra, y que la guerra significa muerte. No puedes
escapar a ese hecho; no importa lo duramente que lo intentes. No puedes
escapar.
Miró al coronel de pelo blanco y recordó al capitán con quien había
hablado aquella tarde en el bar. Quizá estaban en lo cierto. Quizá era él el
único que estaba equivocado. ¿Acaso había desperdiciado toda su vida
persiguiendo un sueño imposible de un ejército sin necesidad de guerra ni
de matar?
—De todos modos, seguiré mi camino —dijo.
—Buena suerte, mayor.
Una semana más tarde Contrell oyó decir que un guardia ruso había
sido muerto junto al muro durante un intercambio de disparos con la
policía del Berlín Occidental. Según una versión de los hechos, un oficial
norteamericano había disparado personalmente la bala fatal. Pero a
Contrell le fue imposible comprobar la veracidad de este rumor.
5 de abril de 1969
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13
EL MONTÓN DE ARENA
JOHN KEEFAUVER
Los primeros que llegaron a la playa vieron el montón de arena y se
imaginaron que lo había hecho alguien al amanecer. Alguien que, quizá, lo
había abandonado para irse a desayunar y que regresaría más tarde,
durante el transcurso de la mañana, para terminar la escultura y poder
participar así en el concurso de castillos de arena de aquel día. Aquello
parecía una buena explicación (al menos así se pensó más tarde) sobre la
existencia del gigantesco montón de arena de por lo menos siete metros de
altura, quizá ocho y pico, con una base proporcionada, situado en la playa,
no muy lejos del agua, y que ya estaba allí a las nueve de la mañana, sin
nadie a su alrededor. Parecía haber sido hecho con extraordinaria rapidez
o, de todos modos, sin ningún diseño, como si se tratara del primer paso
para construir una gigantesca escultura, cuya arena habría salido de aquel
enorme montón. No hubo extrañeza al principio; eso apareció más tarde,
cuando toda la ciudad estaba hablando ya de la pequeña colina de arena.
Al principio, nadie prestó mucha atención al montón (sólo algunos se
preguntaron quién podría haber pensado en crear una escultura tan
gigantesca; alguien que tendría que haberla empezado a construir al
amanecer), porque todo el mundo estaba más preocupado por construir su
propia escultura de participación en el concurso. Pero a medida que fue
avanzando la mañana y nadie apareció para continuar el trabajo en la
montaña de arena, empezó a hablarse más sobre el extraño montón, sobre
todo después de que llegaran los jueces alrededor del mediodía y
empezaran a preguntar a unos y a otros si alguien sabía a quién pertenecía
la colina de arena. ¿Era una inscripción en el concurso? Naturalmente,
nadie sabía más de lo que pudieran saber los jueces. Así es que aquella
cosa quedó allí, sin que nadie la atendiera ni la trabajara, mientras las
horas pasaban y los padres les decían a sus hijos que no subieran sobre
ella, ni que la tocaran siquiera, porque podría tratarse del comienzo de una
169
Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
escultura. Y aquélla resultaba una orden muy difícil de cumplir para los
chicos, porque la gran montaña de arena era el lugar más tentador donde
poder jugar. De hecho, uno de los chicos subió a la colina, para terminar
bajando, con lágrimas en los ojos, cuando su padre le amenazó, gritándole.
Entonces, el padre trató de alisar las pisadas de su hijo, refunfuñando todo
el tiempo contra el loco —más bien locos, por el tamaño de la montaña—
que hizo aquello y luego se marchó, dejándolo sin vigilancia.
A las dos de la tarde los jueces empezaron a recorrer el largo centenar
de creaciones de arena, arriba y abajo de la playa en una extensión
aproximada de quinientos metros: había castillos, desde luego, de todos los
tamaños; animales: cocodrilos, tortugas y ballenas; creaciones excéntricas,
como el VW, la hamburguesa y el trozo de tarta («Almuerzo»), una bañera
con una mujer dentro, un ratón aproximándose a una ratonera con un
trozo de queso en ella, las pirámides, esculturas relacionadas con el
programa espacial. Y el montón de arena. A las tres y media, los jueces ya
habían comparado sus notas y concedido el primer premio a «Apolo 12».
El segundo premio fue para VW, y el ratón, la ratonera y el queso
consiguió el tercero. Los jueces ignoraron el montón de arena; lo
consideraron como tarea de unos muchachos que habían terminado por
cansarse.
Tradicionalmente, después de haber concedido los premios y cuando ya
la gente empezaba a marcharse a casa, se permitía a los niños destruir las
esculturas. De todos modos, la marea las cubriría y se podía conceder
aquel placer a los chicos. Los niños se lanzaron salvajemente contra las
creaciones, gritando de placer, mientras los padres les observaban casi con
el mismo gusto. Ocasionalmente, algún adulto se unía a su hijo en la tarea
de destrozar una de las esculturas de arena.
Pero los pequeños no podían hacer mucho para destruir la montaña de
arena. Corrieron arriba y abajo de ella, dándole patadas, pero habrían
necesitado una pala mecánica para haberla destrozado por completo. O
eso, o haber trabajado durante horas para aplanarla. Los adultos ignoraron
el montón de arena.
Cuando empezó a caer la neblina de la tarde y el tiempo se hizo más
frío, se produjo un rápido abandono de la playa, que tenía ahora el aspecto
de haberse producido allí una verdadera batalla campal. Únicamente el
gran montón de arena permaneció intacto. Sin embargo, la marea alta de la
noche se encargaría de ella. ¿Qué locos podrían haber realizado todo aquel
trabajo para no volver a aparecer y terminar su tarea? ¿Qué tontos podrían
haber sido?
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
Al oscurecer, la marea lamía ya la base de la montaña de arena.
Poco después del amanecer un madrugador que vivía frente a la playa
se dio cuenta de la presencia del coche de la policía, aparcado frente a su
casa. Cuando salió para investigar vio a uno de los policías en la playa,
observando el montón de arena. Cuando el policía regresó a su coche, le
dijo al residente, que se había acercado a él:
—Esa maldita colina de arena aún sigue ahí. Parece como si la marea no
le hubiera quitado ni un solo centímetro.
Y cuando el residente se dirigió a la playa, él mismo pudo comprobar
que la marea alta había aplanado y alisado todos los restos de las
esculturas de arena del día anterior, durante la noche y la madrugada,
dejando únicamente el gigantesco montón de arena que, en cualquier caso,
parecía ser aún más grande que el día anterior. La base de la montaña
aparecía plana allí donde la marea la había rodeado, pero, extrañamente, la
marea parecía no haber aplanado ni derribado ninguna parte de la base.
A media mañana, una buena cantidad de niños estaban jugando sobre el
enorme montón, pero éste era de tal tamaño que el único daño que le
hicieron fue el de dejar una gran cantidad de pisadas sobre él. Los adultos
miraban la montaña con curiosidad, pero entonces ninguno de ellos trató
de mantener a sus hijos alejados de ella.
Mientras el mismo residente almorzaba en la terraza de su casa, frente a
la playa, vio un coche de la prensa aparcado en la calle de enfrente. Un
fotógrafo se acercó a la playa y sacó algunas fotografías de la colina de
arena y en el periódico local de aquella tarde apareció una fotografía de la
«Misteriosa montaña de arena que desafía al mar». La historia contada bajo
la fotografía estaba redactada con bastante atrevimiento.
Aquella misma tarde, y según pudo estimar el residente, unas cien
personas se encontraban alrededor de la montaña de arena, esperando que
subiera la marea. Los niños jugaban sobre ella y en esta ocasión estaban
acompañados por algunos muchachos mayores. Sin embargo, un hombre
le gritó a su hijo, diciéndole que bajara de la montaña de arena.
—¿Por qué? —quiso saber el niño.
—No discutas conmigo. ¡Baja de ahí!
Cuando la marea rodeó poco a poco el gran montón, todos los padres
hicieron bajar a sus hijos de la montaña, sobre la que sólo quedaron los
jóvenes de mayor edad, aquellos que habían acudido allí sin sus padres.
Gritaban y reían a medida que la marea rodeaba el montón por completo,
171
Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
hasta que uno de ellos, algo más joven, se quedó en silencio y finalmente
saltó desde el montón de arena al agua y echó a correr hacia la parte seca
de la playa. Después, los otros le siguieron, uno tras otro, hasta que la
montaña de arena, llena de pisadas, se quedó aislada en medio del agua,
que fue subiendo milímetro a milímetro, centímetro a centímetro a medida
que avanzó la noche. Algunos mirones habían traído linternas, pero, a
medida que se iban viendo forzados a apartarse de la montaña, sus luces
fueron perdiendo efectividad gradualmente. Sin embargo, cuando un
coche patrulla que había en la calle contigua a la playa encendió sus luces y
las enfocó sobre el montón de arena, todos pudieron ver que la montaña
seguía incólume, como si una ola fuera quitándole arena y otras
aportándole más.
Al día siguiente, una multitud más numerosa rodeaba el montón de
arena. El propio residente que vivía frente a la playa pudo ver en las
primeras informaciones locales de la televisión un informe sobre la
«Montaña de arena» que «sobrevivió a la noche». Las imágenes
demostraban claramente que la montaña seguía siendo tan grande aquella
mañana como lo había sido el día anterior. Y aquella tarde apareció en el
periódico local otra fotografía y otro comentario sobre la montaña de
arena, aunque en esta ocasión se publicó en la portada La historia seguía
contándose con ligereza y un oceanólogo dijo que la montaña permanecía
como consecuencia de la «presión ejercida por la mole de arena». Más
adelante, se incluía el comentario de un geólogo: «La arena del mar se
amontona de diversas formas..., especialmente con la ayuda de algunos
bromistas locales dotados de muchas palas y un verdadero aguante.»
Durante aquella noche, la gente era mucho más numerosa que la noche
anterior, aunque hubo más padres que mantuvieron a sus hijos alejados
del montón. Se habló de excavar la montaña para aplanarla o al menos
para ver qué demonios había en su interior. Pero ninguna de aquellas
conversaciones era seria. Sería realizar una gran cantidad de trabajo para
nada. Sería algo tonto. Que el agua se encargara de deshacerse de ella.
A medida que la marea fue rodeando la montaña de arena, las
conversaciones disminuyeron cuando pareció evidente que, una vez más,
la montaña iba a resistir la marea alta de aquella noche. Los mirones,
incluyendo a algunos que permanecían en la calle, se quedaron en silencio.
Las luces de un coche patrulla iluminaron, también esta vez, la montaña de
arena, a medida que iba subiendo el nivel del agua, como si la montaña
fuera un monumento. Muchos espectadores permanecieron allí incluso
hasta que la marea alcanzó su punto más alto y justo poco antes del
amanecer, cuando la marea volvió a subir un poco, dos ancianos
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
Después, al ver que una media docena de hombres que no pertenecían a
su grupo se habían marchado para regresar provistos de sus propias palas,
se levantó y dijo:
—Vamos. Ahí está nuestro trabajo.
Pero después, viendo que los seis hombres provistos de palas tampoco
tenían prisa por empezar a excavar la montaña, se volvió a tumbar y abrió
otra lata de cerveza. Los otros, hicieron lo mismo. A medida que cada uno
de ellos terminaba su lata de cerveza, la colocaba cuidadosamente en un
montón que, toscamente y en miniatura, se parecía a la montaña de arena.
Ninguno de los hombres ofreció una cerveza a nadie que no formara parte
de su grupo, y ninguno de ellos llevaba puesto el bañador.
A primeras horas de la noche, cuando ya se habían bebido casi toda la
cerveza y la marea empezaba a lamer la montaña de arena, el jefe se
levantó y deliberada y dramáticamente, mirando primero a su alrededor
para comprobar que estaba siendo observado, destruyó el montón de latas
de cerveza de un fuerte puntapié.
—¡Está bien! —gritó—. ¡Vayamos a por ese maldito montón de arena!
Y animados por algunos —aunque la mayor parte de los mirones
permanecían silenciosos—, los hombres hundieron sus palas en la
montaña de arena.
Empezaron a excavar furiosamente, arrojando la arena tan lejos como
podían. Eran unos doce, que rodearon el montón de arena a varios niveles
y dirigidos por su jefe, cantaron mientras trabajaban:
—Montaña, montaña, excávala. Montaña, montaña, remuévela. Montaña,
montaña, alcanzad su corazón. Montaña, montaña...
Los mirones se acercaron al montón de arena tanto como pudieron,
hasta el punto adonde iba a parar la arena arrojada por las palas, mientras
que, tras ellos, al ver la gente cómo se atacaba a la montaña, acudía hacia
ella desde todas las partes de la playa, y desde la calle que corría paralela
al mar. Los coches se detenían, y sus ocupantes bajaban para observar.
—...remuévela —los mirones se sumaban ahora al canto—, alcanzad su
corazón.
Al cabo de unos momentos, algunos de los espectadores provistos de
palas preguntaron a los bebedores de cerveza si podían ayudar y, una vez
obtenido el permiso, subieron también a la montaña y empezaron a
excavar.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
—...remuévela.
Los hombres que no tenían palas subieron a la colina para ir quitando
arena con las manos, cantando al mismo tiempo. Después, subieron las
mujeres, y los jóvenes, y los niños.
—...remuévela.
Finalmente, el montón de arena quedó cubierto de gente que cantaba,
excavaba furiosamente, apartaba arena con las manos, sin reírse,
apretándose cada vez más a medida que los bebedores de cerveza
trabajaban en la base y mientras la parte superior de la montaña iba siendo
aplanada.
—...alcanzad su corazón.
Ahora, el nivel del agua estaba aumentando alrededor de la montaña
decapitada, humedeciendo la arena arrojada desde la altura del montón
que quedaba aplanándola, volviendo a llevársela hacia el océano.
Aumentando milímetro a milímetro, centímetro a centímetro a medida que
el sol descendía más y más, el agua fue invadiendo la zona hasta que
algunos hombres y mujeres recogieron a sus hijos más pequeños y
vadearon desde la base de la montaña hasta la playa seca. Una de las
mujeres se cayó y su hija gritó de terror cuando, alcanzada por detrás por
una poderosa palada de arena, cayó al agua. Un policía los sacó
rápidamente de allí. Su coche patrulla estaba listo para iluminar la escena
en el caso de que se hiciera completamente de noche antes de que hubiera
podido ser destruida la montaña. Sus luces va estaban encendidas, y
dirigidas hacia el montón de arena.
Poco a poco, el nivel de arena de la montaña fue descendiendo, hasta
que sólo siguieron excavando los primeros hombres, ahora más lentamente
y cantando menos, aunque los mirones seguían cantando con fuerza, casi
con furia. Después, cuando el océano empezó a lamer la parte superior del
montón de arena, de lo que quedaba de él, los trabajadores fueron
abandonando el agua, hasta que sólo quedó en ella su jefe, sudando,
trabajando duro y limitando su canto a un ¡excava, remueve, corazón!
Se apartó del agua en el momento en que el océano cubrió finalmente la
montaña, sintiéndose desilusionado y farfullando:
—¡Demonios! No había una maldita cosa en ese montón de arena.
El residente que vivía frente a la playa se levantó al amanecer. Cuando
miró hacia la playa desde la ventana de su sala de estar, no supo si sentirse
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
desilusionado o aliviado al ver que la montaña había desaparecido. Supuso
que sintió un poco de ambas cosas, pero sobre todo se sintió aliviado.
Desde la distancia no pudo ver cómo comenzaba a formarse una nueva
montaña de arena, no muy lejos de la que había sido destruida. Sin
embargo, ya avanzado el día, tanto él como otros pudieron verla a medida
que la marea de la mañana apilaba más y más arena. Y también pudo ver
la segunda pequeña montaña, cerca de la primera, mientras ambas crecían
a una velocidad similar. A las nueve de la mañana siguiente, las dos eran
más grandes que la antigua montaña de arena.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
14
MOMENTO CRÍTICO EN EL DOBLE CERO
WARNER LAW
Aunque estaba pasando a máquina sus notas taquigráficas, la secretaria,
de edad media, lanzaba sigilosas miradas a Sam Miller a través del
despacho exterior. Esperaba ver a su jefe, míster Collins, propietario y
director del casino situado en el hotel Starlight. Se trata de un
establecimiento relativamente antiguo, no muy lejos de la ciudad de Las
Vegas.
Para las mujeres en general, y sobre todo para las secretarias de edad
media, Sam era casi surrealísticamente elegante, demasiado buen
americano para creérselo de una sola mirada. Tenía poco más de veinte
años, medía más de un metro ochenta de altura, era ancho de hombros y
parecía ágil. Su pelo rubio era corto, su rostro curtido, su nariz
perfectamente recta, sus dientes blancos, y su sonrisa era un verdadero
placer. Sus ojos eran verdaderamente azules y la expresión de su rostro
resultaba tan clara y tan honesta que hasta una secretaria con una
conciencia pura y con una exquisita educación metodista se sintió un poco
fulana y pecadora cuando se encontró con él. Ella sabía que míster Collins
se sentiría ansioso de contratar a Sam, aunque aparentaría que no lo estaba
y primero haría pasar un mal rato al muchacho. El Starlight necesitaba
personas adecuadas para saber tratar a la gente, y raramente se encontraba
a una con una imagen tan excelente de integridad. Y, mucho mejor que
eso, las miradas de Sam atraerían a la mayor parte de los jugadores de Las
Vegas, sintiendo las jóvenes la urgencia de acostarse con él, y las de mayor
edad el impulso de mostrarse maternales con él. Entonces sonó el
intercomunicador y míster Collins dijo que estaba dispuesto a recibir a
míster Miller.
Sam entró en el despacho y cerró la puerta tras de sí, despacio. Míster
Collins, de pie tras su enorme mesa de despacho, le extendió la mano
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
derecha, con una sonrisa de limitada cordialidad en su rostro. Sam había
oído decir que míster Collins había nacido en los Balcanes, con un nombre
de muchas sílabas, difíciles de pronunciar, que había sido cuidadosamente
naturalizado y neutralizado. Era un hombre ya entrado en sus años
sesenta, cuya piel poseía un color oliváceo y que llevaba un traje de seda
ligeramente gris, que concordaba exactamente con el color de su pelo.
Sam estrechó su mano, sonrió y dijo:
—¿Cómo está usted, señor?
—Es un gran placer recibirle, Sam Miller. Siéntese, por favor. Cuénteme
la historia de su vida.
Míster Collins sólo tenía vestigios de un ligero acento extranjero.
—¿De toda? —preguntó Sam, tomando asiento.
—Bueno, no puede haber sido una vida muy larga. ¿Cuántos años tiene?
—Veintidós, señor.
—¿Puedo ver su permiso de conducir?
—Claro.
Sam lo sacó de su cartera, se lo extendió por encima de la mesa y míster
Collins le echó un rápido vistazo, devolviéndoselo.
—¿Ha sido detenido alguna vez?
—No, señor.
—Asegúrese ahora de lo que dice. Las reglas de la Comisión de Juego de
Nevada me exigen que lo compruebe.
—No, señor. Nunca he sido detenido por nada.
—¿Por qué quiere ser croupier?
—Para ganar algún dinero y ahorrarlo, de modo que pueda ir a la
Universidad.
—¿De dónde procede usted?
—Nací en Los Angeles y estudié en la escuela superior de Hollywood;
después, me alisté en el cuerpo de marines, sin esperar el alistamiento
forzoso.
—¿Qué hizo usted en el cuerpo de marines?
—Me enviaron al Vietnam.
—¿Le ocurrió algo allí?
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
—Sí. Fui herido tres veces.
—Cuenta usted con mi más profunda simpatía. ¿Fueron heridas graves?
—Una de ellas sí. Fue en el estómago. Las otras no tuvieron mayor
importancia. En cualquier caso, fui finalmente licenciado el verano pasado.
—¿Tiene usted aquí su licencia?
Sam se la entregó y míster Collins la miró, devolviéndosela después.
—¿Y después de su licenciamiento?
—Mi tío tenía una tienda de licores en Hollywood y me fui a trabajar
con él. Pero fuimos atracados cuatro veces. En dos ocasiones me
amenazaron con armas de fuego y en una ocasión me dispararon en un pie.
Finalmente, mi tío recibió un golpe con una pistola y dijo que al infierno
con todo aquello, y vendió la tienda y yo me quedé sin trabajo.
—Ha pasado usted por una buena cantidad de cosas en su corta vida.
Sam sonrió.
—Le aseguro que no fue intencionadamente. Entonces, alguien me
sugirió que podría encontrar un trabajo como croupier, aquí en Las Vegas.
Como mis conocimientos de matemáticas ya eran bastante buenos, vine
aquí y seguí un curso en la academia de míster Ferguson y, como habrá
podido ver por el diploma que le ha entregado su secretaria, me gradué
ayer mismo.
Míster Collins recogió el diploma y se lo entregó a Sam.
—¿Por qué na venido aquí... quiero decir en lugar de ir a cualquier otro
casino?
—Míster Ferguson me dijo que usted podría estar contratando croupiers
y que era un buen hombre para quien poder trabajar. También me dijo que
era el hombre mar inteligente de Las Vegas.
—¿Le dijo eso? Es la primera vez que lo oigo decir. Precisamente, he
estado hablando por teléfono con Ferguson. Me dice que ha sido usted uno
de los mejores estudiantes que ha tenido en mucho tiempo. ¿Qué tal le va
la ruleta?
—Creo que bastante bien.
—Veamos. Una pequeña prueba. Ha salido el treinta y dos —empezó a
decir míster Collins, y siguió diciendo—: y un jugador tiene dos fichas
justo en ese número, una ficha en número doble, dos en las esquinas,
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
cuatro fichas en línea de tres a través y tres fichas en la primera columna.
¿Cuántas fichas tendría que pagarle a ese jugador?
Sam tardó cuatro segundos en contestar.
—Ciento cuarenta y siete.
—Ha olvidado la apuesta de la columna.
—No, señor, no la he olvidado. Me dijo la primera columna y el treinta y
dos está en la segunda columna —Sam sonrió un poco—, algo que usted
sabe muy bien.
Míster Collins no sonrió.
—Se trata de cuartos de ficha —añadió—. ¿Cuánto ha ganado el
jugador?
—Siete montones más siete. Treinta y seis con setenta y cinco.
Entonces, míster Collins sonrió.
—¿Puede empezar a trabajar esta misma tarde, a las cuatro? Es el turno
medio... desde las cuatro hasta medianoche.
—Sí, señor.
—Ganará cuarenta dólares por turno, más su participación en las
propinas. Al igual que la mayor parte de los casinos, las juntamos y las
repartimos cada noche. Conseguirá así un promedio de doscientos
cincuenta a doscientos setenta y cinco dólares por semana de cuarenta
horas. ¿Le parece bien?
—Sí, señor —Sam se levantó como si fuera a marcharse.
—Siéntese. Tengo algo que decirle. Yo y sólo yo poseo aquí la licencia de
juego. No tengo que responder ante nadie. No tengo ninguna relación con
la mafia, ni con ningún otro grupo de criminales. No les hacemos trampas
a nuestros jugadores, tampoco se las hacemos a la Comisión de Juego de
Nevada, y tampoco a la delegación de contribuciones. Es más, si cualquier
croupier trata de engañar a la casa en favor de sí mismo o de un jugador, no
encontrará ninguna conmiseración por mi parte.
—Míster Ferguson me dijo que dirigía usted un juego honrado.
—Es algo más que un juego honrado. Veamos otra pequeña prueba. Ha
salido el número siete. Estando seguro de que el número no ha sido
cubierto por nadie, retira todas las fichas. Entonces, un jugador dice: «¡Eh,
un momento! ¡Tenía una ficha en el número siete y usted se la llevó!»
Usted está seguro de que el jugador está mintiendo, ¿qué hace?
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
—Bueno..., envío a buscar a mi jefe de mesa.
—No. Se disculpa usted ante el jugador y le paga. Únicamente en el caso
de que el jugador haga lo mismo más de una vez llama usted a su jefe de
mesa... quien, de todos modos, ya estará a su lado para entonces. Lo que
deseo hacerle comprender es que, en lo que a usted respecta, todo jugador
es honrado y siempre tiene razón. No es usted un policía, ni un detective.
Ese trabajo queda a cargo de su jefe de mesa y de mí mismo. No es tarea
suya.
—Sí, señor.
Míster Collins se levantó y le extendió la mano.
—Me alegro de tenerle con nosotros. Manténgase alejado de nuestras
camareras. Hay muchas otras chicas bonitas en esta ciudad.
Aquella tarde, a las tres cuarenta y cinco, Sam volvió a entrar en el hotel
Starlight. Como era uno de los hoteles más antiguos, no era muy grande. El
casino estaba situado en un ala apartada del edificio. La gente acudía allí a
jugar porque no era ni ruidoso ni llamativo, como los nuevos y mucho
mayores casinos construidos posteriormente. Las máquinas tragaperras se
encontraban en una sala aparte, de modo que su estruendo no molestaba a
los jugadores serios. Sobre el óvalo hundido que formaba el piso del
casino, había dos mesas de dados, tres mesas del 21 y tres ruletas. No había
ninguna rueda de la fortuna, ni lotería, ni apuestas de caballos. Era un
casino destinado a los jugadores que apreciaban la tranquilidad. Hasta los
empleados que trabajaban en las mesas de dados mantenían su continuo
parloteo en voz baja.
Sam no sabía dónde presentarse para comenzar a trabajar, pero en el
piso superior de la sala encontró un pequeño bar, al que se pasaba
atravesando un arco, y al que se dirigió, preguntándole al barman, que
resultó llamarse Chuck. Él le dijo cómo encontrar la sala de los empleados.
Sam siguió un pasillo que conducía hacia la parte de atrás del edificio,
donde encontró una habitación en la que había algunos armarios de pared
y unas cuantas sillas y mesas. Ya había allí otros empleados, dejando
colgadas sus chaquetas y poniéndose sus viseras verdes. Un hombre
pequeño y delgado, vestido con un traje negro, se acercó a Sam. Parecía
tener unos cincuenta años y tenia un rostro agrio y cetrino.
—¿Sam Miller? —preguntó.
—Sí, señor.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
—Me llamo Pete y soy su jefe de mesa en este turno —se volvió
entonces a los otros empleados y añadió—: Muchachos, éste es Sam Miller.
Todos ellos le saludaron amistosamente.
—Ya los irá conociendo a todos —le dijo Pete—. Pero éste es Harry —
llevó a Sam hacia donde se encontraba un hombre alto de unos setenta
años, con ojos cansados—. Trabajarán juntos. Puede usted empezar
preparándole los montones.
—Me alegro de conocerle, muchacho —dijo Harry, estrechando la mano
de Sam, mirándole y reaccionando entonces—. ¡Dios mío! Si parece como
si sólo tuviera quince años.
En el casino, Sam descubrió que su mesa de ruleta y accesorios eran casi
idénticos a los que poseía Ferguson en la academia. Había seis taburetes
colocados a lo largo de la parte de la mesa donde se colocaban los
jugadores. Junto a la ruleta, situada a la derecha del croupier, había
montones de fichas de diversos colores: blancas, rojas, verdes, azules,
marrones y amarillas. Todas ellas llevaban una marca: STARLIGHT,
aunque no indicaban su valor. Como la apuesta mínima era de un cuarto,
se presumía así su valor.
Junto a las fichas había montones de discos de dólar. Estaban hechos de
metal de baja ley y habían sido especialmente acuñados para el casino. A la
derecha de los discos había montones de cheques de la casa, con
denominaciones marcadas de cinco hasta cincuenta dólares. El casino
también disponía de cheques de la casa por valor de 100, de 500 y de 1.000
dólares, pero éstos raramente se veían en una ruleta.
Frente al croupier había una ranura, y cuando los jugadores compraban
fichas con dinero en efectivo, los billetes eran introducidos por la ranura y
metidos en la caja cerrada que había bajo la mesa.
Como ahora se hacía cambio de turno, míster Collins acudió con sus
llaves y una caja vacía. Cambió una caja por la otra y, llevándose la que
estaba llena, se dirigió al despacho del cajero, seguido por un guarda de
seguridad, armado y uniformado.
Durante la primera hora, Sam se limitó a amontonar las fichas y los
cheques ocasionales que Harry le iba entregando. Se jugaba con
tranquilidad, sin precipitaciones, trampas ni discusiones. Después, Harry
se marchó a descansar un poco y Sam se hizo cargo del trabajo.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
No mucho después, una mujer se acercó a la mesa de Sam. Tenía unos
cincuenta años, era alta y delgada y en su boca se notaba la sonrisa de
quien está bien situado en el mundo. Llevaba una blusa dorada sobre unos
pantalones de color naranja. Parecía estar bastante bebida cuando dijo:
—Déme un par de montones de cuarto —y extendió a Sam un billete de
diez dólares.
El introdujo el dinero en la ranura y entregó a la mujer dos montones de
fichas rojas.
—No me gusta el rojo —dijo ella—. No hace juego con el color de mis
pantalones. ¿No tiene otro color?
—¿Qué le parece el verde? —preguntó Sam, sonriendo.
—Me parece bien —y cogió los dos montones de fichas que Sam colocó
frente a ella. Sam empezó a hacer girar la ruleta.
—He estado jugando a esta ruleta durante años y años —dijo la mujer,
dirigiéndose a todos los presentes en la mesa—, y no existe ningún sistema
para ganar. ¡No hay ningún sistema! Tiene una que dejar las fichas donde
caigan, como dice el joven.
Entonces, se volvió de espaldas a la mesa, con veinte fichas en cada
mano, y las arrojó por encima de sus hombros, sobre el tapete Cada ficha
siguió su camino y empujó otras apuestas, sacándolas de su posición; una
buena cantidad de fichas salieron rodando fuera del tapete y algunas
cayeron al suelo. Los otros jugadores empezaron a gritar, disgustados. Sam
quitó la bola de la ruleta. Pete se acercó, pero antes se detuvo ante una
mesa que había en el centro del recinto y pulsó uno de los diversos botones
que allí había.
—Lo siento, señora —le dijo Sam a la mujer—, pero no se puede apostar
de ese modo.
La mujer empezó a reír.
—¡Si sólo estoy dejando que las fichas caigan como quieran!
—Aun así —dijo Sam, con una sonrisa forzada—. Si sus apuestas no
están en una posición correcta, no sabré lo que tengo que pagarle cuando
gane.
Los otros jugadores se habían inclinado pacientemente sobre la mesa y
algunos estaban recogiendo las fichas caídas al suelo. Sam las recogió
todas, apilándoselas a la mujer, y asegurándose de que estaban todas las
que le entregara.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
Durante la segunda noche de trabajo de Sam no ocurrió nada anormal.
Pero a la tercera noche, hubo un problema.
Un joven de rostro rechoncho, boca taciturna y granos en la cara había
estado apostando regularmente al número 14, perdiendo siempre. Jugaba
con cheques de la casa de diez dólares, pero no parecía tener el aspecto de
una persona que puede permitirse el jugar así. A pesar de todo, fue
aumentando sus apuestas hasta que llegó a jugarse cincuenta dólares en
una sola apuesta, justo al número 14. La desesperación aparecía en sus
ojos.
En esta ocasión, salió el 15. No había ninguna apuesta en ese número.
Sam limpió el tapete.
—¡Eh, un momento! —gritó el joven—. ¿Y qué hay de mis cincuenta
apostados al quince?
Sam sonrió amablemente.
—Creo que estaban apostados al catorce, señor.
—¡No, en esta ocasión no lo estaban! —afirmó el joven—. Al final me
cansé del catorce y aposté al quince. Lo que ha pasado es que estaba usted
tan acostumbrado a verme apostar al catorce que ha cometido un error, eso
es todo.
Se trataba de una cuestión de mil ochocientos dólares. Sam se quedó
mirando a Pete, pero antes de que el jefe de mesa pudiera hablar, un
hombre de aspecto distinguido y pelo blanco situado al final de la mesa,
llamó la atención de Sam.
—Me temo que el joven tiene razón —su actitud era de desgana y pesar
al mismo tiempo—. Siento plantear dificultades, pero yo mismo le vi
apostar en esta ocasión al quince. Precisamente me pregunté si es que
estaba cometiendo una equivocación, o es que al final había decidido
cambiar de número.
El hombre más inteligente de Las Vegas ya había aparecido junto a la
mesa.
—Pague la apuesta, Sam —dijo—. No quiero discusiones aquí.
—Sí, señor —dijo Sam, y empezó a buscar algunos cheques.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
Pete le detuvo con un movimiento de su mano y dijo:
—No tenemos tanto aquí en la mesa, míster Collins.
Aquello no era cierto.
—¡Oh! —exclamó míster Collins—. Entonces, vayamos a mi despacho.
Si usted y su amigo quieren venir conmigo haré que...
—¿Mi amigo? —preguntó el joven—. Yo nunca...
Desde el fondo de la mesa, el más viejo dijo:
—¡Nunca he visto a este joven antes!
—¡Oh! —míster Collins parecía sorprendido—. Lo siento. Pensé que los
dos eran amigos.
—¡Nunca me había fijado antes en este caballero! —dijo el joven.
—Comprendo —admitió míster Collins—. Sin embargo, señor —añadió,
dirigiéndose al más viejo—, necesitaré una breve declaración suya
afirmando que vio usted el número donde se hacía la apuesta. Es lo que
exige la Comisión de Juego de Nevada en estas circunstancias.
Aquello era una tontería.
El viejo suspiró, recogió sus fichas, rodeó la mesa y, extendiendo la
mano al joven, le dijo, con una sonrisa:
—Me llamo John Wood.
—Yo soy George Wilkins, y siento haberle causado todo este problema,
pero le agradezco mucho que me haya defendido. Lo que quiero decir —
añadió, haciendo una indicación de cabeza hacia Sam— es que los jóvenes
como éste son evidentemente tan novatos que suelen cometer errores.
Sam hubiera deseado lanzarse contra el joven, derribarle y romperle
algunos dientes. Los dos se marcharon junto con míster Collins. No
volvieron a aparecer por el casino. Cuando llegó la medianoche y Sam
terminó su jornada, pasó a ver a míster Collins en el piso de arriba y le
preguntó:
—¿Qué ocurrió con aquellos dos tramposos?
Míster Collins sonrió.
—¿Por qué supone eso, Sam?
—Porque no se hizo ninguna apuesta al número quince, y cualquiera
que diga otra cosa es un embustero.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
—Sam —dijo míster Collins riendo—, no puede imaginarse lo estúpidas
que son a veces algunas personas. Les pedí que me mostraran sus permisos
de conducir, como si se tratara de una formalidad más. Sin pensárselo, me
los enseñaron. ¿Y de qué cree usted que me enteré?
—No me diga que tenían el mismo apellido...
—No, no. Pero sus direcciones demostraban que vivían en la misma
calle, a sólo dos casas de distancia, en Van Nuys, California.
—¡Dios mío! ¿Y qué hizo usted entonces?
—Nada. Les dejé solos en mi oficina un momento, y cuando volví ya se
habían marchado. Supongo que a estas alturas ya estarán de regreso en
California —el hombre más inteligente de Las Vegas sonrió, le dio una
palmada a Sam en el hombro y dijo—: Buenas noches, Sam —y se marchó.
Eran alrededor de las once de la noche, durante el cuarto día de trabajo
de Sam, cuando empezaron a suceder cosas. Sam estaba actuando de
croupier, y Harry le ayudaba amontonando las fichas. La mesa estaba
abarrotada y se estaban utilizando todos los colores. Detrás de los
jugadores sentados había otros de pie, apostando con monedas y cheques
de la casa. Cuando la Lola empezó a detenerse, Sam dijo:
—No más apuestas, por favor.
Un hombre comenzó a protestar entonces:
—¡Déjenme! Aquí, ahora... ¡déjeme! ¡Apártese, maldita sea!
Era un hombre alto, que aparentaba tener unos setenta años y que
llevaba un sombrero «Stetson» de color blanco. Tenía un bigote blanco
debajo de una nariz roja. Se abrió paso a codazos entre los que estaban de
pie. Mantenía sobre la cabeza dos fajos de billetes de banco y cuando llegó
a la mesa los arrojó sobre la zona del número 23 y anunció:
—¡Son dos mil dólares directos al veintitrés!
Rápidamente, Sam recogió los fajos de billetes, apartándolos de la zona
de apuestas.
—Lo siento, señor.
La bola se detuvo en el número 11.
La aguda voz del anciano se elevó sobre los murmullos que se
extendieron alrededor de la mesa:
—¿Qué pasa con usted, joven? ¿Ocurre algo malo con mi dinero?
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
Llevaba una camisa de seda blanca, al estilo del Oeste y un lazo apache
con un pasador de oro en forma de una pepita; sobre todo ello llevaba una
chaqueta de piel de ante, sin una sola mancha, de color blanco, adornada
con flequillos largos y dotada de bolsillos arriba y abajo. Sam había visto
un traje similar en los escaparates de una tienda de Las Vegas, a un precio
de 295 dólares.
—¡Se trata de dinero perfectamente bueno! —dijo el anciano,
mostrándole los dos fajos.
Contenían billetes de cien dólares que, según sabía Sam, suelen
proceder del banco en unidades de diez. Aquellos billetes parecían frescos,
como si acabaran de salir de la Oficina de Acuñación de Moneda y Timbre.
Sam le sonrió al anciano.
—Claro que lo es, señor. Pero, en primer lugar, llegó usted demasiado
tarde para apostar en esta jugada; en segundo lugar, sólo se puede apostar
un máximo de doscientos dólares a un solo número; y en tercer lugar, no
utilizamos papel moneda en esta mesa.
—Está bien, véndame algunas fichas, ¡maldita sea!
—Lo haría, señor, pero nos hemos quedado sin colores y...
Pete se había acercado a la mesa y ahora preguntaba:
—¿Con qué valor le gustaría jugar, señor?
—¡De cien! ¡Con fichas de cien dólares, si es que tienen! —ahora, todo el
mundo que estaba en la mesa escuchó, y el anciano se volvió, sonrió y dijo
—: ¡Me llamo Premberton! ¡Bert Premberton! ¡De la zona de Elko! ¡Me
alegro de conocerles a todos! —y a continuación estrechó las manos de los
que tenía más cerca.
—Tendré que traer algunos cheques de cien dólares del cajero, míster
Premberton —dijo Pete—. ¿Cuántos le gustaría adquirir?
—Bueno, ahora...
El anciano reflexionó un momento y empezó a sacar un fajo de billetes
tras otro, extrayéndolos de los diversos bolsillos, y amontonándolos sobre
la mesa, frente a él. Todos eran de billetes de cien, y había veinte mil
dólares en total. Alrededor de la mesa se produjo un asombrado silencio.
—Hoy he vendido un rancho —dijo Premberton simplemente,
dirigiéndose a todo el mundo—. O más bien debería decir que me he
librado de él —después, dirigiéndose a Pete, añadió—: ¡Oh, demonios!
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
Empecemos, por ejemplo, con dos mil. Pero traiga bastantes, ahora que lo
hace.
Extendió hacia Sam dos fajos de billetes de cien y volvió a colocar los
restantes en sus bolsillos.
Sam se los entregó a Pete, que rompió los papeles que los rodeaban,
sujetándolos, contó los billetes y, asintiendo, dijo:
—Dos mil. Vuelvo en seguida.
—¡Eh, oiga! —gritó el anciano—. ¿Qué ocurre si el veintitrés sale
mientras usted se ha marchado, eh? Quiero doscientos en ese número cada
vez. El veintitrés va a ser un número caliente esta noche, ¡se lo digo en
serio!
—Quedará usted cubierto en cada jugada, míster Premberton —dijo
Pete, alejándose.
—Hazte cargo de mi puesto —le dijo Sam a Harry, y se marchó detrás
de Pete, alcanzándole fuera del recinto de las ruletas—. Pete —el jefe de
mesa se detuvo, volviéndose hacia él—. No me gusta ese viejo —dijo Sam
—. Tengo una cierta sensación con respecto a él.
—¿Por qué?
—Bueno, por una cosa: ha estado bebiendo y no me gustó la forma en
que se abrió paso hasta la mesa y... bueno, no confío para nada en él.
—Su trabajo no es confiar en la gente. Mientras su dinero sea bueno, no
me importa si...
—Pero quizá no lo sea. Quizá sea...
Míster Collins se había acercado a ellos.
—¿Problemas? —preguntó.
—Quizá sea falso —terminó de decir Sam.
—Tiene usted que estar bromeando —dijo Pete, sonriendo.
Míster Collins cogió a Pete los billetes, les echó un vistazo, se los
devolvió y con un gesto indicó al jefe de mesa que se dirigiera hacia la
ventanilla del cajero. Después, suspiró.
—Sam, aún tiene usted mucho que aprender. Para todos los propósitos
prácticos, y en cuanto nos concierne a nosotros, no existe ningún billete de
cien dólares que haya sido falsificado. ¡Oh, claro que existen! Pero son
extraordinariamente raros, por la sencilla razón de que los impresores no
se molestan en falsificarlos, porque saben que resulta muy difícil pasarlos.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
La gente se apartó y la mujer se reunió con Premberton, quien la abrazó
y besó. La mujer se removió, diciendo:
—¡Oh, Bert! ¡Aquí, no!
Era espectacularmente bonita. Tenía poco más de veinte años, pelo
rubio y unos pechos jóvenes y grandes. Su boca era llena y sensual, pero
sus grandes ojos azules le daban una expresión de inocencia.
—¡Oigan! Quiero que conozcan a mi dulce y pequeña novia, ¡a Vikki! —
la volvió a besar y a abrazar, mientras su mano acariciaba las nalgas de la
joven—. ¡Nos hemos casado esta misma mañana! —se produjo un silencio
alrededor de la mesa, en parte de incredulidad y en parte de
desaprobación—. Y la razón por la que va a salir el veintitrés esta noche es
porque hoy es veintitrés de febrero, y también es el día en que yo nací, y
ella también ha cumplido hoy mismo veintitrés años. ¿Qué les parece eso?
—Premberton se volvió hacia Harry y preguntó—: ¿Está seguro ahora de
que todo lo que puedo apostar en una sola jugada son doscientos dólares?
—Sí, señor —dijo Harry mientras la bola empezaba a girar—. Ese es
nuestro límite.
La bola giró un poco más y finalmente se detuvo en el 23, quedándose
allí.
—Veintitrés —anunció Harry y sonrió hacia Vikki—. Feliz cumpleaños,
señora.
—¡Eh, qué les parece! —exclamó el anciano, tocando a todo aquel que
estaba a su alcance—. ¿Qué les dije? El veintitrés va a ser un número
caliente esta noche.
Harry empujó tres montones y medio de cheques de la casa hacia el
anciano, diciendo:
—Setenta cheques, señor. Siete mil dólares.
Los otros jugadores empezaron a lanzar exclamaciones de excitación y
la gente que escuchó el revuelo empezó a arremolinarse alrededor de la
mesa, para observar. Premberton le dijo a Vikki que abriera su bolso y
arrojó dentro de él los setenta cheques.
—Conseguirás ese «RollsRoyce» como regalo de boda, querida —
después, dirigiéndose a Harry, añadió—: Dígame una cosa. Mi pequeña
novia también puede jugar, ¿verdad?
—Claro, señor —confirmó Harry.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
—Bien, sólo tienes que hacer una cosa, Vikki, querida. Pones doscientos
cada vez, conmigo, al veintitrés, ¿de acuerdo?
Una vez que el viejo hubo apostado sus dos cheques, Vikki añadió dos
más que sacó del bolso. Harry se volvió a Sam:
—¿Quieres hacerte cargo durante un par de minutos?
Harry se marchó y Sam ocupó su lugar, mientras Pete acudía para
arreglar el dinero, en el puesto de Sam. Otros jugadores empezaron a
apilar fichas sobre el número 23. Sam lanzó la bola, haciendo girar la
ruleta. En esta ocasión, cayó en el número 5.
—¡Tiene usted que hacerlo algo mejor, joven! —bramó el anciano.
—Lo estoy intentando, señor —le contestó Sam, sonriendo—. Realmente
lo estoy intentando.
—Lo que sí me gustaría es poder apostar más de cuatrocientos —dijo el
viejo—. Estoy seguro de que el veintitrés va a ser un número muy caliente
esta noche.
Un hombre que estaba cerca de Premberton se ofreció como voluntario,
explicándole que, en realidad, podía jugar más.
—También puede jugar a dobles si quiere, y a esquinas y a tres a través.
—¿Y cómo es eso?
Utilizando el dedo, el hombre le señaló lo que quería decir.
—Bien, entonces voy a apostar de ese modo —y empezó a cubrir el
tapete alrededor del número 23, diciendo—: Joven, voy a necesitar algunas
fichas más.
Se sacó tres fajos más de billetes de cien y los extendió hacia Sam, quien
rompió las tiras y contó los billetes.
—Tres mil —anunció Sam, introduciendo el dinero por la ranura de la
caja.
Después, cogió el montón y medio de cheques que Pete le había
preparado y se los pasó al viejo, que terminó de cubrir el número 23 y
todos sus alrededores. Mientras la bola giraba, Sam calculó que si salía el
número 23, los Premberton ganarían 20.200 dólares. El número que salió
resultó ser el 22, pero el viejo ganó 5.000 dólares gracias a sus apuestas
dobles, en esquinas y en tres a través. Cuando Sam le alcanzó sus
ganancias, el viejo volvió a meterlas en la bolsa de Vikki y volvió a apostar
como antes. Los siguientes tres números representaron pérdidas para los
192
Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
Premberton, quienes para entonces ya se estaban quedando sin cheques
visibles.
—Será mejor que esta vez me dé cinco mil, joven —dijo el viejo, sacando
cinco fajos de billetes de su bolsillo.
El dinero fue contado e introducido por la ranura de la caja y Sam le
entregó dos montones y medio de cheques de la casa. En aquel momento
regresó Harry, que se hizo cargo del trabajo realizado hasta entonces por
Pete. La bola se detuvo en el número 24. Sam le volvió a pagar al viejo
otros cincuenta cheques, que también fueron a parar al bolso de Vikki.
—Empieza a pensar de qué color quieres ese «RollsRoyce», querida.
Los dos números siguientes fueron el 0 y el 36, y Premberton se volvió a
quedar sin cheques sobre la mesa.
—Otros cinco mil más, joven.
Sacó el dinero de su bolsillo, Sam lo contó y lo introdujo en la caja y el
viejo obtuvo sus dos montones y medio de cheques.
—¿Quieres hacerte cargo un momento? —preguntó Sam a Harry.
Cuando pasó junto a Pete, le dijo:
—¿Puede ir a echar una mano?
Cruzó el recinto del casino y subió al piso superior, donde estaba míster
Collins, observando y estudiando la actividad que se desarrollaba abajo.
—¿Qué tal va, Sam?
—Míster Collins, no me gusta lo que está sucediendo en mi mesa.
—¡Oh! ¿Problemas?
—Bueno, cada vez que ese viejo gana se mete los cheques de la casa en
el bolso de su esposa, pero cuando pierde compra más, pagándolos con sus
billetes de cien dólares.
—¿De verdad?
—Ahora mismo, ella tiene cerca de diecisiete mil dólares en su bolso.
—¿De verdad? —preguntó míster Collins, encogiéndose de hombros—.
Sam, algunos jugadores creen tener más suerte cuando juegan con dinero
de la casa, mientras que otros prefieren guardarse nuestro dinero y jugar
con el suyo. Eso es asunto suyo, y no de usted.
—Lo sé, pero sigo teniendo la sensación de que hay algo sospechoso en
ese viejo. Quiero decir que parece como si fuera Walter Brennan jugando el
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
papel del viejo ranchero rico. Lo que sucede es que Walter Brennan me
convencería, mientras que este míster Premberton no. Parece como si
estuviera exagerando demasiado la nota. Y la forma en que trata a esa
bonita muchacha, lo bastante joven para ser su nieta... bueno, le hace a uno
ponerse enfermo.
Míster Collins sonrió.
—Por lo que veo, no he contratado únicamente los servicios de un
croupier, sino, además, los de un crítico dramático y un árbitro de la moral
—su sonrisa desapareció de repente—. ¿Ha intentado ese anciano caballero
hacer alguna trampa con sus apuestas?
—Bueno, no. Al menos por ahora.
—Tampoco lo hará, Sam. Le diré cómo descubrir a un tramposo
potencial. Cuando un jugador normal entra en el casino, echará un vistazo
alrededor, de una forma casual, y después decidirá dónde debe o quiere
jugar, y se dirigirá hacia allí. Pero cuando llega un tramposo, y cuando
digo esto me refiero a alguien que ya ha hecho trampas en otro sitio y que
también intenta hacerlas aquí, se detendrá y mirará cuidadosamente el
rostro de todos los croupiers y jefes de mesa del local, por temor a que le
reconozcan del pasado. Cuando observo una situación así, procuro que esa
persona sea mantenida bajo vigilancia cada minuto que permanece aquí.
—Eso es muy interesante —dijo Sam—. Nunca se me había ocurrido
pensarlo.
—Vi a ese anciano venir procedente del bar. Echó un vistazo a su
alrededor y casi echó a correr hacia la ruleta más cercana. Además, sucede
que Chuck, el barman, le conoce. Procede de un lugar cercano a Elko y ha
vendido recientemente uno de sus ranchos. Esa es la razón por la que tiene
con él tanto dinero en efectivo. Por otra parte, se ha casado, efectivamente,
esta misma mañana, y lo está celebrando de algún modo.
—Así nos lo dijo a todos, en la mesa.
—Está bien, Sam. Se lo diré una vez más, y sólo una vez más: los
problemas generales que surjan en la dirección de este casino, me encargo
de resolverlos yo. No son sus problemas, sino míos. Por favor, no me haga
perder la paciencia.
—No, señor. Lo siento.
Sam se alejó, estuvo un momento en el lavabo y al cabo de dos minutos
salió. Cuando pasó el arco que conducía hacia el bar, se detuvo y terminó
por entrar en él. Había muy pocos clientes y Chuck estaba secando vasos.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
—¡Eh, chico, qué tal!
—Chuck —le dijo Sam—, ese viejo..., ese míster Premberton... Míster
Collins me ha dicho que tú le conoces.
—Es un ranchero —afirmó Chuck— que vive cerca de Elko. Se ha
casado esta...
—Pero ¿tú le conoces? —preguntó Sam, interrumpiéndole—. ¿Quiero
decir si le conoces de antes?
—Bueno, no, pero...
—Entonces, ¿cómo sabes tantas cosas sobre él?
—Estuvo aquí antes, hablando con la gente, invitando a todo el mundo,
presentando a todos a su nueva esposa... ya sabes.
—Gracias, Chuck.
Sam salió del bar y se volvió a dirigir a su mesa. Pete se apartó, de modo
que Sam pudiera ocupar su lugar. Por los montones de cheques de cien
dólares, parecía evidente que Premberton había perdido unos miles
mientras Sam estuvo apartado. En aquellos momentos, el viejo entregó a
Harry otros cinco fajos de billetes de cien, que también fueron a parar a la
caja.
Sam entregó a Harry dos montones y medio de cheques, y este le
preguntó:
—¿Te importa sustituirme? Estoy realmente cansado.
—Claro.
Cuando Sam ocupó el puesto de Harry miró su reloj y se dio cuenta de
que eran las once cuarenta y cinco. Su turno terminaría dentro de quince
minutos.
Salió el número 34 y después el 6. Uno de los jugadores había ofrecido
su asiento a Vikki, que ahora estaba sentada directamente frente a Sam.
—¿Qué habrá pasado con el número veintitrés? —preguntó con una
sonrisa.
Empezó como una sonrisa casual, pero después levantó la mirada y vio
que el viejo estaba embebido en las apuestas y entonces miró a Sam más
directamente y le sonrió. Con aquella sonrisa, toda la inocencia
desapareció de sus ojos.
—Me temo que está oculto bajo todo ese montón de fichas —dijo Sam,
indicando hacia el número 23.
195
Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
—Bueno, a ver si puede acertarlo para nosotros.
Sam hizo girar la ruleta y arrojó la bola.
—Haré lo que pueda, mistress Premberton.
En esta ocasión salió el número 26. Sam entregó al anciano treinta y tres
cheques, que Vikki se volvió a meter en el bolso. En aquel bolso debía
haber entonces unos 20.000 dólares, casi el mismo dinero que Premberton
había tenido inicialmente en sus bolsillos.
Los dos números siguientes fueron el 2 y el 12. El viejo había vuelto a
quedarse sin cheques.
—Querida Vikki, dame alguna de esas fichas.
—¡Oh, Bert! ¿No crees que deberíamos dejarlo? Ha sido un día muy
largo y ya casi es medianoche, y...
—Sólo una jugada más. Tengo el presentimiento de que ahora va a salir
el veintitrés.
Vikki le pasó un puñado de cheques y Premberton se inclinó sobre la
mesa para apostar. Entonces, silenciosamente, se desmoronó, cayó sobre la
mesa y se quedó allí, quieto. Cuando fue evidente que no se movía, Vikki
lanzó un grito y se abalanzó sobre él, tocándole.
Otras personas que estaban alrededor de la mesa, preguntaban:
—¿Está muerto?
—¡Ha tenido un ataque al corazón!
—¡Que traigan a un médico!
Pete ya había pulsado los botones. Dos guardas de seguridad se
acercaron rápidamente, apartaron a la gente y se acercaron al viejo, que
entonces balbució algo, abrió los ojos y se las arregló para levantarse un
poco. Los guardas le sostuvieron.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Premberton.
Míster Collins se acercó rápidamente.
—Ayúdenle a llevarlo a mi oficina —dijo a los guardas—. El médico del
hotel ya viene para acá.
—Estoy bien —dijo Premberton—. Sólo he sufrido un pequeño mareo.
—Insisto —dijo míster Collins.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
En la habitación de los empleados, Sam colgó su ropa y habló un poco
con los demás, se peinó, se puso su chaqueta y después se dirigió al bar,
pidiendo una cerveza. La bebió con placer y pidió otra, y estaba a punto de
empezar a beber la segunda cuando míster Collins entró en el bar y se
dirigió a él:
—Sam, el viejo quiere verle.
—¿A mí? ¿Por qué? ¿Cómo está?
—Bien. Están a punto de marcharse.
Sam siguió a míster Collins hasta el despacho, donde Premberton estaba
andando a grandes zancadas, con un vaso en la mano. Vikki estaba
sentada, también con una bebida.
—¡Hola, joven —le saludó el viejo.
—¿Qué tal se siente, señor? —preguntó Sam.
—Tan fino como un violín. Siento mucho haber causado todo aquel jaleo
en su mesa. Y quisiera dejarle una pequeña propina. Dame uno de cien,
Vikki.
Ella se lo dio y el viejo entregó el cheque a Sam.
—Muchísimas gracias, señor. Y espero que usted y mistress Premberton
tengan un matrimonio muy feliz.
—Tendrán que perdonarme —dijo entonces míster Collins—. Acaba de
terminar un turno y tengo que ir a recoger el efectivo de las mesas.
—Nosotros también nos marchamos, señor —dijo Premberton—. Vikki,
querida, vayamos a cobrar nuestro dinero y veamos si hemos ganado algo.
Los cuatro abandonaron el despacho y Sam se despidió de los
Premberton, que se dirigieron hacia la ventanilla del cajero. Míster Collins
le dijo a Sam:
—La propina va a parar a la caja común.
Sam asintió y sonrió. Bajó al piso de abajo y echó el cheque en la caja de
propinas de los empleados. Míster Collins le observó, hizo un movimiento
de aprobación con la cabeza y se encaminó después hacia el despacho del
cajero.
Sam regresó al bar para terminar su cerveza. A través del arco pudo ver
a los Premberton cobrando su dinero. Míster Collins salió en aquellos
momentos, con algunas cajas vacías, saludó a la pareja con una sonrisa y se
dirigió después hacia las mesas. Sam no tardó en ver cómo el viejo y la
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
Sam apagó la luz y se quedó sentado en la oscuridad, en silencio. Sintió
cómo la furia se apoderaba de él y empezó a pegar con las dos manos
sobre el volante una y otra vez, y unas lágrimas de frustración comenzaron
a brotar de sus ojos.
En aquel momento se abrió la puerta correspondiente al acompañante
del vehículo, se encendió la luz interior y Sam se volvió para ver allí, junto
a él, a míster Collins.
—¿Algún problema, Sam? —preguntó, sentándose junto a él y cerrando
la puerta.
Los ojos de Sam se abrieron mucho y abrió la boca.
—¿Cómo...? ¿Cómo...?
—Le he seguido hasta aquí. He estado sentado en mi coche, allá, y le he
visto abandonar esa habitación y cómo salía del despacho con esa carta, y
vi la mirada de su rostro cuando la leyó —sacó un cigarrillo y añadió—:
Así es que sus amigos se han marchado, ¿verdad? ¿Y sin darle su parte?
—Yo... Yo... no sé lo que quiere decir.
—¡Oh, vamos, Sam! —exclamó, encendiendo el cigarrillo—. Se
encuentra usted en un problema muy serio. Su única esperanza es
solucionarlo conmigo. En nombre de Dios, ¿cómo se las arreglaron ustedes
tres para conseguir ciento ochenta billetes falsos de cien dólares? ¿Y qué
son ese viejo y su mujer para usted?
Sam consideró las preguntas por un momento y terminó por encogerse
de hombros.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
—Ella es su nieta. Su apellido es Haskins —se volvió, encendiendo de
nuevo la luz interior—. ¡Oh, demonios! —exclamó, tendiéndole a míster
Collias la nota de Vikki—. También puede leer esto.
Míster Collins lo hizo.
—Puede que el viejo sea un egoísta, pero ya sabe usted que tiene razón.
Esos seis mil hubieran significado el fin de su carrera como persona
honrada —Sam volvió a apagar la luz—. ¿Dónde se encontró con esas dos
personas?
—Eran clientes de la tienda de licores de mi tío. Conocí a Vikki y no
tardó en haber algo realmente bueno entre nosotros. Después, cuando mi
tío vendió la tienda, me quedé sin trabajo y un día el viejo Bert me
preguntó qué tal era yo como persona honrada, y le dije que eso dependía,
y me contó la historia de esos billetes de cien que tenía.
—¿Dónde los consiguió?
—Los compró hace mucho tiempo, a un precio muy barato. Pero nunca
había intentado pasar ninguno. Tenía una idea sobre cómo podría
cambiarlos todos al mismo tiempo y en un mismo lugar: en un casino.
Como ya ha visto, no le preocupaba ganar... lo único que deseaba era
cambiar sus billetes falsos por moneda buena. Así es que me ofreció una
tercera parte si le ayudaba y me pagó el curso que hice en la academia de
míster Ferguson. Tenía que conseguir un trabajo de croupier por aquí, para
saber exactamente cómo se llevaban las cosas en un casino.
—Sam, es usted un maleante, un criminal.
—Todo lo que hice esta noche fue advertirle continuamente a usted
sobre el viejo y su dinero.
—Lo único que hizo fue ayudarme a sospechar.
—Supongo que fue así —admitió Sam, suspirando—. ¡Por todo el bien
que me hizo!
—El desmayo del viejo, ¿también fue fingido?
—Sí. Sabía que tenía que dejar de jugar antes de medianoche, antes de
que usted abriera las cajas y recogiera sus billetes. Pero pensó que si se
detenía en aquellos momentos, podría usted sospechar, así es que fingió un
desmayo.
—¿Y por qué trató usted de hacerme sospechar de ellos?
Sam sonrió modestamente.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
—Bueno, ésa fue una idea mía... La tuve después de conocerle. Pensé
que si aparentaba sospechar de los dos mil primeros dólares y usted se
aseguraba de que eran buenos... no tendría ninguna otra duda sobre los
siguientes dieciocho mil. Por otra parte, también deseaba asegurarme de
que usted no me relacionaría con ellos cuando todo hubiera pasado.
Míster Collins sonrió ligeramente.
—Fue una operación muy astuta, Sam. Y casi salió bien. Pero su juego
llegó a un momento crítico con el número de la casa... que es el doble cero
para usted.
—¿En qué me equivoqué?
—Bueno, por un lado puso usted demasiados reparos y empecé a
preguntarme por qué. Al final, me preguntó si creía que el viejo podría
llegar bien a su motel. Pero mientras tanto, la joven me había dicho que se
hospedaban en el hotel Flamingo. Me imaginé que algo estaba andando
mal en alguna parte. Cuando abrí la caja de su mesa y encontré todos
aquellos billetes, todo encajó en su lugar.
—¿Qué... piensa hacer... conmigo?
Míster Collins se encogió de hombros.
—Nada. Le espero mañana a trabajar, a la misma hora.
Sam le miró con incredulidad.
—Sam —añadió míster Collins—, a menos que sea usted un loco, nunca
más volverá a tratar de engañarme. Por otra parte, tengo el deber solemne,
para con la industria del juego de Nevada, de asegurarme de que no
volverá usted a trabajar para nadie más.
—Pero..., ¿pero qué ocurre con los dieciocho mil dólares en billetes
falsos que se le han colado?
—¿Y qué le hace pensar eso, Sam?
—Porque vi a Vikki cobrar el dinero antes de que usted abriera las cajas
de las mesas. ¡Ella se marchó del casino con dinero bueno!
—¿Y qué le hace pensar eso?
—Yo... no le comprendo.
—Como al final me hizo usted entrar en sospechas, abrí su caja diez
minutos antes. Lo hice mientras estaba usted en la habitación,
cambiándose, y después en el bar. Entonces, me preocupé para que entre
los veinte mil dólares con que se marcharon sus amigos se encontraran los
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
mismos ciento ochenta billetes falsos de cien dólares con los que habían
llegado.
Míster Collins abrió la puerta del coche y se bajó.
—Buenas noches, Sam. Le veré mañana.
Tras decir esto, el hombre más inteligente de Las Vegas cerró la puerta
del coche y echó a andar, perdiéndose en la oscuridad.
203
Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
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LOS AÑOS AMARGOS
DANA LYON
La mujer terminó de limpiar la cocina, después de su solitaria comida —
la pechuga de pollo hervida con vino, la refrescante ensalada de aguacates
y las galletas tostadas que ella misma se había hecho, y de las que dejó
suficientes para el desayuno—, y ahora la pequeña casa estaba en perfecto
orden. El sol, sobre el rústico pueblo de montaña que había elegido como
hogar permanente, no tardaría en desaparecer tras las colinas boscosas,
pues el atardecer nunca era un período demasiado prolongado, y ahora
sólo quedarían unos pocos momentos antes de que todo quedara envuelto
en la oscuridad. Así pues, debía dar el último vistazo del día al terreno
preparado para plantar su nuevo césped de jardín.
Mañana, le había dicho Samuel; mañana, el suelo estaría preparado para
recibir la semilla y después, con la voluntad de Dios, podría tener un
césped decente para variar. El se sentía orgulloso de sus trabajos; nadie
había sido capaz aún de hacer crecer un césped adecuado en esta zona
rocosa de las colinas. Muchos lo habían intentado y sólo habían obtenido
unas pocas briznas de hierba. Pero ella estaba decidida a conseguir un
césped exuberante detrás de la casa, y después compraría un toldo y
algunos muebles de jardín y hasta quizá haría instalar una pequeña fuente;
y cuando regresara de su viaje podría sentarse en el exterior durante todo
el verano, tomando el sol y disfrutando de la belleza y la tranquilidad
conseguida en la vida gracias a sus propios esfuerzos. Durante los
inviernos viajaría —México, América del Sur, el Mediterráneo—, pero
durante los veranos disfrutaría de la casa, del césped y del jardín por los
que había esperado tanto tiempo.
Mirando todavía por la ventana, vio algo blanco que saltaba
rápidamente sobre la marga oscura de la tierra preparada. Se puso
inmediatamente alerta y salió corriendo por la puerta de atrás, gritando:
204
Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
—¡«Nemo»! ¡«Nemo»!
El pequeño gato negro no le prestó la menor atención porque se había
hundido hasta el vientre en la tierra blanda. Sin pensarlo, dándose cuenta
únicamente de que el gato se podía hundir por completo como si fueran
arenas movedizas, saltó sobre la tierra abonada y se encontró hundida en
ella casi hasta las rodillas, antes de que sus pies pudieran posarse sobre la
dureza rocosa del suelo que había debajo.
—¡Maldita sea! —exclamó, y se echó a reír—. Soy una vieja tonta.
Se abrió paso por la reblandecida tierra, de unos cuarenta y cinco
centímetros de profundidad, rescató al gato que maullaba, y regresó a la
casa para quitarse la ropa y ducharse.
A pesar de aquello, se sintió complacida al haber comprobado por sí
misma la profundidad del nuevo terreno. Samuel había hecho muy bien su
trabajo; evidentemente, había roturado el suelo rocoso lo mejor que pudo y
después había extendido sobre él carretadas de tierra blanda, fertilizada y
libre de malas hierbas, que ahora estaba lista para recibir al día siguiente
las semillas de hierba. No le había engañado. No se había limitado, como
podrían haber hecho otros jardineros, a extender una fina capa de abono
sobre el suelo rocoso, sino que realmente había preparado el suelo para
que la hierba creciera durante toda la vida. A pesar de ello, había seguido
sacudiendo la cabeza, refunfuñando, al estilo pesimista de estas gentes de
la montaña, que parecían demasiado acostumbradas a la desilusión para
tentar al destino con la esperanza.
—Las semillas de hierba no quieren crecer aquí —había murmurado
mientras rastrillaba y alisaba, alisaba y rastrillaba—. El suelo está vacío. El
aire es demasiado ligero y los inviernos demasiado crudos.
Pero había seguido rastrillando y alisando, prometiendo un desastre,
pero manteniendo la esperanza, a pesar de sí mismo.
La mujer sonrió, salió de la ducha, se secó, se puso un camisón y una
bata encima, lavó al gato a pesar de su enfurecimiento (quien parecía
decirle, ¿es que alguien puede lavar a un gato mejor que él mismo?) y tomó
asiento en el cómodo sillón que había frente al aparato de televisión.
Estaba sola. Y segura. Segura, al fin. Feliz y cómoda. Descansada.
Descansada por primera vez en su vida y con ese maravilloso crucero
mundial esperándola, después de sus muchos años de trabajo sin
vacaciones. Sólo le faltaban unas pocas semanas, el tiempo suficiente para
ver crecer un poco la hierba recién plantada, sabiendo que a su regreso,
varios meses después, estaría alta y hermosa. Nunca se había sentido tan
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
contenta, tan excitada como una joven, como se sentía ahora. Los años
amargos quedaban atrás; los años excitantes la esperaban delante.
Se cansó y se exasperó con la televisión porque en estas intrincadas
montañas sólo se podían captar dos canales y en uno de ellos estaba
cantando un grupo de rock, llenando el aire con los gritos y el vocerío de
los sonidos modernos; en el otro canal ofrecían una vieja película del
Oeste, produciendo también sonidos fuertes, aunque éstos eran del
pasado, disparando, gritando y galopando de un lado a otro.
Apagó la televisión y se dirigió a la mesa de despacho, abriendo un
cajón. Apartó un pequeño revólver que tenía allí porque estaba viviendo
sola, y cogió un montón de folletos de vivos colores para volverlos a mirar,
soñando e imaginando su vida en el futuro, ignorando el pasado: el
magnífico barco en el que dispondría de una cabina exterior, toda para ella
sola, y donde podría pasar días y noches de tranquilo placer; Inglaterra,
con su magnífica historia; el continente —París, Venecia y muchas partes
más, incluso Creta—, un crucero que iba a durar casi un año completo. Al
fin y al cabo, iban a ser las primeras vacaciones después de tantos años que
ni siquiera los podía contar.
Se recreó contemplando las imágenes, las vistosas y casi imposibles
descripciones y una vez más, al igual que había hecho antes una docena de
veces, cogió el voluminoso billete, las direcciones, el recibo, la fecha de
partida, los folletos donde se indicaba el tipo de ropa que podía llevar...,
todo lo que antes no había sido más que un sueño para ella. Ahora, todo
estaba arreglado: Samuel se encargaría de cortar y regar el nuevo césped y
cuidaría a «Nemo»; la oficina de correos le guardaría la correspondencia —
¿qué correspondencia?—; míster Prescott, el único policía del lugar, daría
periódicamente un vistazo a su casa.
Todo estaba en orden, todo estaba esperando. Y finalmente —puro
placer—, haría el viaje para bajar de las montañas en el desvencijado y
viejo autobús diario, el vuelo aéreo a la ciudad, la noche que pasaría en
uno de los grandes hoteles y después, al día siguiente, el trayecto en taxi
hasta el gran barco blanco y todo lo que prometía...
Al principio no escuchó la llamada en la puerta. La casa estaba en
silencio y el único sonido era el de «Nemo» ronroneando a sus pies; pero
ella se hallaba perdida en otro mundo, y el sonido de la primera llamada
no le llegó.
Volvió a sonar de nuevo y, en esta ocasión, la escuchó. Sintiéndose aún
perdida, sin preguntarse siquiera quién podría estar llamando una vez que
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
había caído la noche, se dirigió hacia la puerta y la abrió, viendo ante ella a
un hombre pequeño.
—¿Sí? —preguntó, sorprendida, pero sin sentir aún ningún recelo.
—¿Miss Kendrick?
Preparada o no, consiguió mantener la más completa disciplina física.
No vaciló, y en su rostro tampoco apareció ninguna expresión.
—No —dijo tranquilamente—. Debe haberse equivocado.
—Creo que no —dijo el hombre. Era una persona completamente
mediocre: de aproximadamente un metro sesenta de estatura, de un pelo
rojizo y espeso, con un traje del mismo color y unos ojos azul pálidos.
—Mi nombre es Stella Nordway —afirmó ella— Mistress Stella
Nordway.
—¡Oh! —exclamó el hombre, sonriendo—. ¿Se ha casado hace poco?
—Soy viuda desde hace diez años —contestó—. Como ve, está en un
error.
—¿Puedo entrar?
—No —y ella empezó a cerrar la puerta.
El rostro del hombre se alteró ligeramente. Primero expresó un
ramalazo de furia y después, casi instantáneamente, una máscara de
mediocridad que podría hacerle pasar completamente inadvertido entre
una multitud.
—Soy investigador privado —dijo—, para la Halmut Bonding
Company. Me han contratado para encontrar a una mujer llamada Norma
Kendrick que desfalcó más de cien mil dólares en la empresa donde
trabajaba durante los últimos siete años. La quieren atrapar, miss
Kendrick. Y el dinero.
—Puede entrar —dijo ella, y abrió la puerta un poco más.
Se introdujo en la casa e instantáneamente encontró la silla más
incómoda de la habitación, de respaldo corto y recto, y se sentó en el
borde, como si el haberse sentado en el cómodo sofá le hubiera hecho
perder su estado de alerta.
—Está usted equivocado —volvió a decir ella, aunque esta vez casi con
indecisión—. Yo no soy...
—He trabajado como investigador durante los últimos veintitrés años. Y
sé de usted lo siguiente: trabajó como contable principal para la Sharpe
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
un billete para realizar un crucero mundial. Hizo todas estas cosas con
bastante rapidez, después de haber estado llevándose el dinero durante
siete años, y no solamente porque finalmente había muerto su padre, sino
también porque el propietario de la empresa estaba dispuesto a retirarse y
venderla. Y esa venta, desde luego, habría significado un repaso muy
cuidadoso de los libros de contabilidad. Y bien, miss Kendrick, ¿qué dice
usted a todo esto?
Su mente se agitó.
—¿Me persigue la policía? —preguntó, en un abandono final ante lo
inevitable.
El hombre sonrió.
—No, todavía no. Como ya le he dicho antes, trabajo primero para la
compañía de seguros, y después para su antiguo jefe, aunque, desde luego,
en cuanto haya sido localizada, tendrá que intervenir la ley. La policía
también la está buscando, pero en una dirección diferente. La empresa de
seguros quiere recuperar su dinero..., lo que quede de él... y el Estado
también obtendrá su venganza. Desaparecerá su pequeña casa...
Echó un vistazo por la limpia y atractiva habitación así como por la
ventana, mirando al cielo oscuro, donde las estrellas brillaban claramente
en el aire de la montaña. Suspiró con placer. Aquello también sería un
maravilloso retiro para él, después de toda una vida de trabajo en la
ciudad.
—Su viaje alrededor del mundo... y no sabe cuánto la envidio por eso...
también tendrá que ser olvidado.
Ella empezaba a sentirse confundida. ¿Por qué no estaba allí la policía?
¿Por qué aquel hombre no le había dicho a míster Prescott, el único policía
del lugar, que en el pueblo había un fugitivo de la justicia? ¿Por qué se
había presentado él allí, para decirle todas aquellas cosas, sin hacer nada al
respecto? Ella se dio cuenta de que había perdido la partida, pero supo
desde el principio que todo no era más que un juego. La amargura que
sentía era biliosa.
El pequeño hombre volvió a hablar, medio sonriendo.
—Mistress Nordway... —empezó a decir.
—¿Mistress Nordway? —repitió ella—. Pero usted..., usted insiste en
afirmar que soy Norma Kendrick...
209
Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
—Puede usted ser cualquiera de las dos, como más le guste —le dijo
tranquilamente—. Todo depende de usted.
Se dejó caer en el sillón, completamente confundida, siendo su
confusión mucho mayor que su error.
—¿Qué quiere decir? —balbució.
—Bueno, solamente eso. Tiene usted más valor que yo. Más ingenuidad.
Posee un mayor espíritu de juego. Yo he estado atado a una esposa
enferma durante muchos años, del mismo modo que usted lo estuvo a su
padre, y cuanto más me preocupaba por ella, tanto peor era su carácter.
Odiaba tener que depender de mí. No había forma de ganar el dinero
suficiente para escapar. Soy lo que soy. He ahorrado a mi empresa muchos
miles de dólares, quizá millones, pero mi salario sigue siendo
insignificante... Así pues, ¿cuánto vale su libertad, mistress Nordway? ¿O
debo llamarla miss Kendrick? ¿Qué queda del dinero que robó?
Ella se quedó helada.
En esta ocasión no sintió temor, sino rabia. Podía comprender la
necesidad de la ley de hacerle pagar lo que había hecho..., eso era la
consecuencia de haber perdido el juego; pero asistir impasiblemente al
robo de todo lo que había esperado, de todo aquello por lo que había
trabajado, poniendo en riesgo su libertad, y todo ello a cargo de este
inconsecuente zalamero y pequeño oportunista que estaba sentado frente a
ella con tanta presunción... eso no lo podía aceptar.
Se levantó y, tratando de que su voz no la comprometiera en nada, dijo:
—No queda mucho dinero después de haber comprado la casa y el
billete para el crucero mundial. Me quedaría en la miseria.
—Aceptaré la casa —dijo él ligeramente al ver que estaba ganando—, y
también puede devolver el billete. O, mejor aún, pásemelo a mí...
—No creo que sea transferible —dijo ella, sintiéndose casi ausente—.
Espere un momento, lo tengo aquí mismo...
Al dirigirse hacia la mesa, se detuvo un momento ante la ventana,
mirando hacia el exterior.
—¿Cómo vino hasta aquí? —preguntó, utilizando el mismo tono de voz
ausente—. No veo su coche fuera.
—Lo dejé en una calle más abajo, lejos de aquí —dijo él—, frente a la
iglesia. Bajo estas circunstancias, no me pareció una buena idea dejar que
alguien se enterara de que tenía usted una visita.
210
Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
—Comprendo —dijo ella.
Se dirigió hacia la mesa, donde revolvió algo durante un momento,
recogió lo que deseaba y lo mantuvo cerca de los pliegues de su bata.
Recordó entonces, por un instante, que había vecinos no muy lejos de allí,
así es que se encaminó tranquilamente, con discreción, hacia el aparato de
televisión.
—¿Le gustan las películas del Oeste, míster...?
—Jordan —dijo él automáticamente—. ¿Por qué? Yo... —su voz sonó
desconcertada.
¿Televisión? ¿Ahora?
Ella hizo girar el control de volumen, poniéndolo alto, y la habitación se
llenó con el estridente sonido de los cowboys, que seguían gritando,
galopando y disparando. Levantó entonces el pequeño revólver que
llevaba en la mano y cuando él la miró asombrado, en su último y breve
momento de comprensión, ella le apuntó y le disparó una bala entre los
ojos.
No había lugar donde ocultar el cuerpo. Así de simple era el problema.
En esta pequeña casa no había sótano; el suelo resultaba demasiado duro y
rocoso para cavar una fosa; no tenía coche, pues nunca había aprendido a
conducir..., no disponía de ningún lugar donde ocultar este pequeño
cuerpo que mostraba un diminuto agujero en el centro de la frente.
Se sentó. No sentía haber realizado aquella acción, sabiendo que aun
cuando se hubiera dado cuenta a tiempo de las complicaciones de su acto,
le habría matado del mismo modo. Le había impulsado la rabia; no la
avaricia, ni el temor, ni un impulso ciego; sólo había sentido una rabiosa
necesidad de matar a esta persona, a esta cosa, que estaba dispuesta a
destruir toda su vida y su futuro en beneficio propio.
Le dejó allí, sobre la alfombra de la sala de estar, a la que había caído
lentamente desde la silla. Había muy poca sangre. Se dirigió hacia la
cocina, mirando, a través de la ventana de atrás, su querido pequeño
jardín, con el suelo preparado para el nuevo césped en el que había puesto
tantas esperanzas. Se sentía paralizada de dolor, al pensar que todos sus
grandes planes para el futuro parecían haber quedado destruidos ahora. Se
sentía desintegrada, muerta, como el pequeño hombre que estaba en la
otra habitación.
211
Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
Se quedó mirando fijamente a través de la ventana, hacia la negrura de
la noche, inmóvil.
El césped. El suelo. Cuarenta y cinco centímetros de abono negro
pulverizado sobre la dureza de la roca. Casi medio metro. En realidad, más
profundo de lo que necesitaba ser. ¿Era lo bastante profundo? ¿Sería
suficiente para un hombre pequeño, extendido de plano? ¿Quedaría bien
con las semillas de hierba plantadas sobre él y creciendo hasta convertirse
en un césped sólido?
El abono estaba muy blando y ligeramente húmedo. Esperó en la
oscuridad, junto a la ventana, de modo que los vecinos pudieran pensar
que ya se había acostado, y observó cómo se iban apagando una tras otra
las pocas luces que aún quedaban. Era un pueblo donde la gente solía
acostarse pronto y levantarse temprano, por lo que no debía esperar más
tiempo del que debía...
Finalmente, la noche quedó oscura y silenciosa. Tan silenciosa como la
muerte. Se dirigió entonces al terreno de la parte de atrás, y excavó un
lugar en el suelo removido, con el tamaño adecuado para colocar en él al
pequeño hombre —aunque, desde luego, sólo tenía cuarenta y cinco
centímetros de profundidad. Llevó mucho cuidado para que la pala no
hiciera ningún ruido contra la roca del fondo. Sus ojos ya se habían
acostumbrado a la oscuridad, cuyo único resplandor procedía de las
pálidas estrellas, y sus movimientos eran tan silenciosos como la noche.
Llevó al pequeño hombre hacia el terreno y lo dejó en su tumba, con los
brazos decorosamente estirados a lo largo de las piernas, y empezó a
cubrirlo con la tierra. Se detuvo. El cadáver tenía que estar plano, lo más
plano posible, pues Samuel podría querer rastrillar y remover el suelo una
vez más, y no debía existir la posibilidad de que sus herramientas de
trabajo profundizaran lo suficiente como para encontrarse con algo sólido.
Por la forma en que le había colocado, creyó que los hombros del pequeño
hombre estaban algo elevados. Tenía que estar más plano, más plano.
La tumba que había abierto era ancha, pero no profunda; había más
espacio a ambos lados que sobre él. Lo volvió a intentar de nuevo,
extendiendo los brazos del muerto, formando ángulo recto con su cuerpo...
¡Ah! ¡Eso estaba mejor! Ahora se encontraba todo lo plano que podía estar.
Ahora podría cubrirlo y olvidarse de él. La hierba no tardaría en crecer
sobre él, enredándole en sus propias raíces, cubriéndole para siempre, con
toda su identidad, con toda su existencia perdida en otros lugares. Pero no
allí.
212
Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
No allí.
Regresó a la casa y se acostó a dormir. Su futuro estaba de nuevo a
salvo.
Pasó algún tiempo antes de darse cuenta de que sus planes no tenían
sentido. Día tras día observó cómo crecía la hierba de su césped y esperó
con ansiedad a que aparecieran las primeras hojas verdes, olvidándose casi
por completo de lo que había bajo ellas. Y la hierba creció, aunque no lo
hizo muy bien. «Era como le había dicho Samuel», pensó ella, con
desesperación. En estas montañas de rocas, suelo estéril e inviernos crudos
ningún césped podría crecer decentemente. Pero las hojas salieron,
esforzándose por captar los rayos del sol, un pedazo de verde aquí, otro
allí, de modo que, después de todo, quizá hubiera alguna esperanza.
Una mañana, tras una noche de suave lluvia de verano, miró su césped
y vio que se había producido un cambio. En el centro había un gran trozo
de hierba verde y brillante, muy hermosa, alta y gruesa, que crecía
florecientemente entre los trozos más escasos en los que sólo había unas
cuantas hojas pálidas; un trozo que crecía florecientemente, en forma de
cruz, movido ligeramente por la brisa y calentado por el sol del verano. Un
trozo que crecía florecientemente.
Y así fue como la gente del pequeño pueblo se preguntó por qué aquella
vieja y loca mujer segaba con tanto cuidado su césped, dos veces a la
semana, todas las semanas. Desde que salieron las primeras hojas de
hierba, la mujer nunca más abandonó su casa; nunca más volvió a alejarse
de ella, ni siquiera para tomarse unas pequeñas vacaciones; durante el
transcurso de los largos años que siguieran nunca dejó de faltar a la cita,
lloviera o hiciera sol, en primavera o en otoño, cuando tenía que segar su
césped.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
16
EL MEJOR AMIGO DEL HOMBRE
DEE STUART
—Muerte accidental —dijo el juez de instrucción. El único que sabía que
fue un asesinato, nunca lo diría...
Emily se revolvió, sintiéndose incómoda entre Fred y «Cinnamon», en el
asiento delantero. El roce con el pelo de «Cinnamon» le hacía estremecer la
piel, aunque el último sol de agosto calentaba el aire de Nueva Inglaterra.
Su esposo, Fred, escueto y afable, parecía no darse cuenta.
Emily pellizcó con dureza el rabo de «Cinnamon». La perra,
dirigiéndole una mirada de reproche, cambió de postura y sacó su nariz
por la ventana, mientras Fred miraba con ojos de miope la carretera que
tenía delante, a través de unas gafas de montura de hueso.
—Ahí está nuestro motel —dijo, dirigiendo el coche hacia una salida
secundaria—. Sólo son las cuatro de la tarde. Hemos avanzado mucho.
Una vez en su habitación, Fred pidió una cerveza y dos bocadillos de
jamón y queso.
—No pidas nada para mí —dijo Emily—. El ir todo el día en coche me
trastorna el estómago.
—Está bien —dijo Fred, condescendiente.
Cuando llegaron la cerveza y los bocadillos, Fred los colocó sobre la
mesa, y se sentó en el sillón, frente a la ventana desde donde dominaba
una buena panorámica. Tomó un buen trago de cerveza, extendió el
periódico y observó apreciativamente, por encima de él, los bikinis que
había alrededor de la piscina.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
En el momento en que Emily empezaba a sentarse, «Cinnamon» saltó al
sillón y se quedó allí sentada, observando expectante a Fred. Este partió
con la mano un trozo de bocadillo.
—¡Habla! —le ordenó.
«Cinnamon» emitió un ladrido breve y agudo. Fred le dio el trozo de
bocadillo.
—¡Baja! —ordenó Emily.
Pero «Cinnamon» no le hizo el menor caso.
—Te dije que la teníamos que haber dejado en la perrera —comentó
Emily de mal humor—. Dile que baje.
—Cuando viajamos, «Cin» y yo siempre hacemos esto —dijo Fred,
sintiéndose herido—. Observamos a la gente que hay en la piscina, y nos
tomamos un bocadillo.
Fred, representante de una empresa manufacturera, estaba en la
carretera desde el lunes hasta el viernes.
—Pero esta semana, no estás en la carretera. Hemos alquilado una
cabaña en las montañas y son nuestras vacaciones, y no las de esa perra. La
estoy aguantando todo el viaje en el asiento de delante, cerca de la ventana,
para que no se ponga enferma. Ahora quiero sentarme.
Cogió parte del periódico y levantó el brazo amenazadoramente, en
dirección a «Cinnamon».
—Baja, «Cinnamon», baja —dijo Fred rápidamente.
A regañadientes, la perra saltó al suelo y se colocó junto al codo de Fred,
con los ojos rogando aún por su bocadillo.
Emily se quedó mirando maliciosamente a «Cinnamon». ¿Cómo era
posible que aquella perra la hiciera sentirse como una intrusa en su propia
casa? Trató de imaginárselo. Todo empezó el último otoño, cuando Fred la
hizo dejar de enseñar.
—Veinticinco años ya es bastante tiempo —le dijo él—. Estoy ganando
dinero suficiente para vivir... Tenemos pagada la casa y el coche. Quédate
en casa. Descansa. Visita a los amigos.
Pero todos los amigos de Emily seguían trabajando en la enseñanza. Se
sentía sola, llevando una vida solitaria en una casa vacía. Y fue entonces
cuando él trajo aquella perra a casa.
Un viernes por la noche, entró en la cocina con las manos a la espalda.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
—Te traigo un regalo —le dijo con orgullo, y colocó en sus brazos el
cálido, inquieto y sonrosado muñeco.
—¡Oh, qué lindo es! —exclamó Emily, sonriendo con indecisión.
—Es perra. Te hará compañía —dijo Fred, contento consigo mismo—. Y
te protegerá mientras yo esté fuera.
En aquellos momentos, desde luego, ella no tenía la menor idea de cómo
aquella perra desorganizaría su casa y su vida entera.
«Cinnamon» la miró, con sus ojos grises brillando con una luz muy
peculiar. Aunque pareciera increíble, Emily podría haber jurado que
aquella perra estaba sonriendo. Como una premonición, por su mente
cruzó el pensamiento de que dos hembras no podrían vivir juntas,
pacíficamente, en la misma casa. Aquello la hizo sentirse intranquila. Dejó
la perra en el suelo de linóleo, de un amarillo brillante, donde sus
pequeñas y aún débiles patas empezaron a resbalar.
—¿De qué raza es? —preguntó Emily, mirando las orejas puntiagudas
dotadas de puntas colgantes y el espeso rabo, que se doblaba en un círculo
perfecto.
—Es un cruce —dijo Fred a la defensiva—. Parte de fox terrier, parte de
Weimaraner, quizá tenga algo de esquimal en el rabo —acarició su pelo
corto y suave y añadió—: Su nombre es «Cinnamon».
La perra se le quedó mirando, con ojos de adoración.
—Es una perra callejera, eso es lo que es —dijo ella—. ¿Cómo se hará de
grande?
—¡Oh! Unos cincuenta o sesenta centímetros —contestó, rascando las
orejas de «Cinnamon», que acarició su mano con el hocico.
—Bueno, tendrás que entrenarla. Yo ya tengo bastantes cosas que hacer
para ir limpiando además las porquerías de una perra.
Fred entrenó a «Cinnamon». La enseñó a pedir, hablar, ir a buscar cosas
y a rodar sobre sí misma.
La bañaba y la cepillaba y se la llevaba a dar largos paseos. Un día,
Emily dijo:
—Me parece que te pasas más tiempo con esa perra que conmigo.
Lo más irritante de todo era que él no lo negaba. Emily no le decía que,
cuando él estaba fuera, de viaje, la perra iba cabizbaja de un lado a otro,
con indiferencia, con el rabo colgando, incluso cuando Emily la dejaba
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
estar dentro de casa. Únicamente volvía a la vida cuando escuchaba el
ruido del coche de Fred entrando por el camino.
Poco a poco, los ojos malhumorados de la perra y su semblante
acusador empezaron a deprimir a Emily. Se sentía enferma y cansada de
sacar a la perra de la casa y atarla con la cadena, y de tener que sacarla a
hacer sus necesidades. En una ocasión, Emily encontró a «Cinnamon»
debajo de su cama, con sus zapatillas de satén verde tan masticadas que
apenas si pudo reconocerlas.
—¡Mala perra! —gritó, golpeándola—. ¡Vas a tener que marcharte de
esta casa!
Emily trató de imaginar un medio para librarse de ella. Al final se le
ocurrió una idea que pareció ser la solución perfecta.
—Fred, ¿por qué no te llevas a esa perra contigo cuando vayas de viaje?
Te hará compañía en la carretera.
Al principio, él se negó, pero finalmente Emily le convenció de que a
ella no le importaría estar sola. A partir de entonces, Fred se marchaba
cada lunes en el coche, con «Cinnamon» a su lado, serena y altiva, con los
ojos y las orejas alertas, sonriendo como si fuera la dueña del coche.
«¡Pero desde luego no tenía la intención de traerme a esa perra durante mis
vacaciones!», pensaba ahora Emily.
—Es hora de cenar —dijo Fred, interrumpiendo sus recuerdos.
Fred le puso la cena a «Cinnamon» y después llevó a Emily al
restaurante del motel. Cuando terminaron de cenar ya era casi de noche,
aunque seguía habiendo luces en la piscina y nadadores que, como peces
brillantes, ponían en movimiento el agua transparentemente azul y
centelleante.
—Quedémonos aquí un rato —dijo Emily, deambulando por el césped y
sentándose finalmente en una silla, sobre el cemento, cerca de la piscina.
—Tengo que sacar a «Cinnamon» a pasear.
—Te esperaré aquí.
Sin duda alguna, él no se atrevería a traer a aquella perra cerca de la
piscina.
Volvió con «Cinnamon», que andaba airosa y elegantemente a su lado.
—¡No puedes tener a esa perra aquí! —murmuró Emily con enojo.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
perros nadan instintivamente cuando son arrojados al agua. ¿Pero durante
cuánto tiempo? Y si a uno le estiraban hacia abajo...
Cuando la piscina se cerró y se apagaron las luces, se marcharon,
andando en fila, como patos. «Cinnamon» haciendo cabriolas delante, con
Fred inmediatamente después, escoltándola orgullosamente, y Emily
siguiéndoles despacio, detrás.
Por muy fuerte que lo intentara, Emily no podía vencer los celos, la
rabia y el daño que ahora se fundían en su interior, formando un nudo de
profundo odio. ¡Dedicar todo su amor a una perra! ¡Era indecente! No lo
consentiría más tiempo.
Sería inútil pedirle que diera la perra a alguna persona. No lo haría.
Tendría que plantearle un ultimátum. Fred tendría que elegir entre ella y
aquella perra. Pero él nunca podría olvidarla... y existía la terrible
posibilidad, impensable, desde luego —aunque a pesar de todo existía—
de que él eligiera a la perra. Pero había otra forma.
Emily esperó hasta que Fred estuvo metido en la cama, mirando la
televisión.
—Creo que esa perra tiene que volver a salir —dijo.
—No, no lo necesita —afirmó Fred, sin apartar la mirada de la pantalla.
—Parece terriblemente inquieta.
—No, no lo está.
—No tienes que sacarla tú, si no quieres —insistió Emily—. Me pondré
la bata y...
—¡No! —exclamó Fred severamente—. ¡Olvídalo!
Durante un largo tiempo, Emily permaneció tumbada, despierta,
notando una sensación de frustración y derrota. Lo tendría que hacer a la
mañana siguiente.
Como consecuencia de largos años de práctica, Emily podía ponerse un
despertador en la mente y despertarse a la hora que quería. Lo hizo a las
cinco de la madrugada, poco antes de que amaneciera. A hurtadillas, sacó
a «Cinnamon» al exterior, llevándola a través del césped, húmedo por el
rocío, hacia la piscina. No estaba todo tan oscuro como ella hubiera
deseado.
Su corazón le golpeaba en el pecho, temerosa de que alguien pudiera
verla. Tendría que arriesgarse. Si alguien le preguntaba, diría que la perra
se había caído a la piscina y que ella estuvo tratando de sacar al animal del
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
agua. Empezó a caminar por el suelo de cemento. «Cinnamon» se detuvo,
y se sentó.
—¡Vamos, vamos! —dijo Emily ásperamente.
La perra se negó a moverse. Emily dio un tirón de la correa. ¡Aquella
perra no podría recordar que no le estaba permitido acercarse al agua!
Exasperada, Emily tiró del animal hacia la piscina. La perra se resistió, con
su hocico raspando el cemento.
—¡Emiily! —gritó impacientemente Fred desde el balcón de la
habitación, en el gris del amanecer—. No intentes andar con ella a través
de la piscina. Sabe que no le está permitido.
Emily apretó los dientes, forzando una sonrisa, osciló hacia un lado y
empezó a moverse hacia la zona del aparcamiento, con «Cinnamon»
trotando obedientemente a su lado. Después, le dijo a Fred que la perra la
había despertado y que quiso salir fuera. Furiosa, se dijo a sí misma que no
fracasaría en la siguiente ocasión.
Aquella tarde se introdujeron con el coche en un camino arenoso,
metiéndose entre los bosques. El perfume de los pinos refrescaba el aire y
los rayos del sol se filtraban por entre los altos robles, teñidos de musgo. Se
detuvieron ante una rústica cabaña, construida sobre un montículo.
—Mira, Em, estamos completamente rodeados de montañas. Desde el
porche se puede ver el lago, allá abajo.
Con una secreta sonrisa, Emily miró hacia el lago, que relucía bajo los
rayos del sol.
—Y los árboles empiezan a enrojecer y...
—Hay allá abajo un bote, que se alquila junto con la cabaña. Tendremos
que intentar pescar algo en el lago.
—¡Hummm! —murmuró Emily pensativamente—. Pero ahora hace un
tiempo estupendo.
Fred recogió la última cucharada de arándanos de su plato y terminó de
beber el té helado.
—Bien, mientras tú limpias los platos, «Cin» y yo daremos un pequeño
paseo exploratorio. ¿Paseo, «Cin»? ¿Paseo?
La perra empezó a hacer cabriolas, encantada, oscilando el rabo como
una bandera. Los labios de Emily se estrecharon, formando una línea de
expresión decidida.
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ASESINO EN LA AUTOPISTA
WILLIAM P. MCGIVERN
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Salió del coche, se quitó el sombrero y el abultado abrigo de lana y los
arrojó sobre el asiento de atrás. Después, apagó las luces, sacó la llave de
contacto y la arrojó con toda su fuerza hacia los campos negros que
bordeaban la autopista. «Que trataran de solucionar aquel rompecabezas»,
pensó, sonriendo con placer.
Era un hombre bajo y ancho, de estructura pesada y poderosa, con un
pelo corto, de color gris acerado, y unos rasgos fuertes y de expresión dura.
Al sonreír, sus dientes brillaron en la oscuridad, blancos y pronunciados.
Todo lo relacionado con él daba una sensación de resolución y
determinación. Todo, excepto sus ojos. Eran unos ojos suaves y claros, y
cuando estaba excitado relucían con una especie de expectación y malicia
infantil.
A medida que se alejó rápidamente del coche, avanzando
poderosamente sus piernas y con los hombros encorvados al viento, sólo
fue consciente de dos necesidades. La primera era encontrar otro coche.
Aquello era terriblemente importante. Tenía que encontrar otro coche. En
segundo lugar, e igualmente importante, sentía la necesidad de beber algo
caliente y dulce. Después de lo que había hecho, todo su cuerpo ansiaba el
placer tranquilizante de un vaporoso café bien azucarado.
Eran las siete y quince.
El patrullero Dan O'Leary divisó el coche abandonado cinco minutos
después, mientras avanzaba junto con el tráfico que se movía en dirección
norte. Aceleró para disponer de lugar suficiente para dar la vuelta;
después, se metió en la amplia franja de césped que separaba las corrientes
de tráfico que iban en dirección norte y sur. Cuando la autopista estuvo
libre de tráfico, se introdujo en ella y avanzó hacia el sur, hasta llegar
donde estaba el coche aparentemente abandonado, aparcando tras él,
mientras los faros de su coche patrulla lo bañaban en una luminosidad
amarilla. O'Leary tomó el micrófono que estaba colgado en la parte
derecha del cuadro de instrumentos e informó al radiofonista del cuartel
general de la autopista, situado unos veinticinco kilómetros hacia el sur, en
la emisora de Riverhead.
—Patrulla veintiuno, O'Leary. Voy a comprobar un «Buick» aparcado;
un sedán del 51, con matrícula de Nueva York.
Repitió los números dos veces y después miró una placa numerada, con
indicación de las millas, situada a una docena de metros por detrás del
«Buick». En la autopista había postes indicativos de distancia a cada milla,
desde la primera salida hasta la última, y O'Leary se había detenido junto a
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
restantes ciento cinco kilómetros; su responsabilidad quedaba limitada al
tráfico y en cualquier otro tipo de cuestiones recibían órdenes del cuartel
general y del capitán Royce.
Bajo el control directo del sargento Tonelli había dieciocho coches
patrulla, las correspondientes ambulancias, dos camiones, y equipo
antiincendios y antidisturbios. En aquellos precisos momentos tenía en su
mente una idea exacta e imaginativa de la situación de la autopista;
conocía con exactitud la situación de cada coche patrulla y lo que estaba
haciendo; conocía la existencia de un «MercedesBenz» lanzado a toda
velocidad, que estaba siendo perseguido unos dieciséis kilómetros al norte;
sabía que se había producido un accidente algo detrás del cambio de
dirección 10, y que había afectado a los carriles lento y central; también
sabía que Dan O'Leary, coche 21, estaba investigando en aquellos
momentos un «Buick» aparcado casi junto al poste indicador 14.
Además de esta actividad rutinaria, el sargento Tonelli estaba
considerando ciertos aspectos del problema con que se enfrentaba el
capitán Royce. Aquella misma noche, el presidente de Estados Unidos
viajaría por la autopista, entrando en convoy en el cambio de dirección 5 y
viajando hacia el sur hasta el final de la autopista, recorriendo una
distancia aproximada de sesenta y cinco kilómetros. Dentro de una hora, el
sargento Tonelli tendría que enviar a aquella zona a algunos de sus coches
patrulla, y ahora estaba pensando en la mejor manera de enfrentarse con la
desatención que produciría su partida.
Pero, mientras tanto, siguió comprobando la lista de coches robados,
una búsqueda que demostró ser inútil.
El patrullero O'Leary regresó a su coche y llamó al cuartel general. Le
dijo a Tonelli:
—Coche veintiuno. O'Leary. Parece que el «Buick» se ha quedado sin
combustible. El conductor debe haber ido andando hasta la gasolinera de
Howard Johnson. Lo comprobaré y veré si necesita ayuda.
—Proceda, veintiuno.
O'Leary condujo hasta la zona de servicio y se detuvo junto a los
surtidores de gasolina. Un mozo delgado, de pelo gris, se acercó a su
coche. O'Leary bajó la ventanilla.
—Tom, ¿ha venido alguien buscando una lata de gasolina?
—Ni un alma, Dan. Al menos desde esta mañana.
—Está bien, gracias.
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—Los niños son demasiado pequeños para traerlos aquí. Jugarían con
los menús y con los vasos de agua, en lugar de comer. Mi esposa piensa
que es mejor alimentarles en el coche.
—Probablemente, ella sabe lo que se hace —observó O'Leary—. De
todos modos, comer en un coche es algo bastante excitante para los
pequeños.
—Sí, les entusiasma.
El joven parecía tranquilizado por el aire comprensivo de O'Leary.
Cuando se marchó con un paquete lleno de comida, O'Leary preguntó a la
camarera si había servido recientemente a un hombre que no llevara ni
sombrero, ni abrigo.
—No lo creo. Dan —era una mujer joven, sencilla y rolliza, con unos
ojos castaños de mirar suave. Se llamaba Millie—. ¿Cómo es que no llevaba
puesto el abrigo?
—Lo dejó en su coche, que está parado a unos doscientos metros de
aquí, probablemente porque se quedó sin gasolina. Supongo que pensó
que no se helaría en ese tiempo.
Hasta entonces todo había sido una tarea de investigación rutinaria, un
pequeño escape al trabajo normal de O'Leary como vigilante del tráfico en
la autopista, cazando a los que alcanzaban grandes velocidades, vigilando
para descubrir a conductores que parecieran fatigados o perdidos,
arrestando a los autoestopistas, o asistiendo a los conductores en cualquier
clase de problemas que pudieran tener. Un coche al que se le había
terminado la gasolina, un propietario al que no se encontraba por el
momento; eso era todo. Podía estar en el lavabo, o se podía haber detenido
en la oficina de la gasolinera para comprar cigarrillos o para hacer una
llamada telefónica. No había ninguna ley que le prohibiera hacer estas
cosas. Pero O'Leary deseaba encontrarle y hacer que su vehículo volviera a
funcionar. La seguridad de la autopista dependía de un tráfico que se
moviera con fluidez; cualquier vehículo detenido resultaba peligroso.
—¿Quieres una taza de café? —le preguntó la camarera.
—No, gracias, Millie.
Sabía que aquella noche habría poco tiempo para tomar café. El aire, frío
y húmedo, amenazaba lluvia y eso significaba todos los riesgos de un
tráfico espeso y de unas difíciles condiciones para conducir. También
estaba lo del convoy; todos los patrulleros de la autopista habían sido
alertados con respecto a aquella responsabilidad.
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Ante sus ojos, la autopista era una creación fascinante, una fabulosa
arteria que unía tres poderosos Estados, un brillante complejo de tráfico
sobre ruedas, de cambios de sentido y carriles que cada día del año
permitían que un cuarto de millón de personas llegaran sanas y salvas a
sus hogares y a sus oficinas. «Considéralo», le había pedido, sin darse
cuenta de que ella estaba sonriendo ante los rasgos juveniles y limpios de
su rostro Y aquello había sucedido la cuarta vez que salieron juntos. Ella
no era una camarera regular, sino que sólo trabajaba algunas noches y fines
de semana para pagarse el último curso en la Universidad. Su cuarta cita y
probablemente la última, pensó él, porque fue entonces cuando empezó a
hablar a quienes traspasan los límites de velocidad.
Como corolario lógico a su afectividad por la autopista, se hallaba su
disgusto hacia todos aquellos que abusaban de sus privilegios; y en esta
lista se encontraban en primer lugar quienes infringían las normas sobre
límites de velocidad. O'Leary siempre había pensado de ellos que eran
personas pequeñas, de ojos astutos, aunque el último al que había multado
parecía un profesional de la lucha libre. Estas personas consideraban la
autopista como un desafío, y a los patrulleros como a sus enemigos
naturales. No tenían cerebro suficiente como para darse cuenta de que los
controles y las seguridades, el radar y los coches de policía no identificados
sólo habían sido puestos en servicio para asegurar su protección. En lugar
de comprenderlo así actuaban como niños malhumorados y sigilosos,
comportándose adecuadamente sólo mientras el ojo paterno estuviera
vigilándoles. O'Leary sabía muy bien cuáles eran los resultados; había
estado docenas de veces en la escena de los accidentes, con los gemidos de
los agonizantes en sus oídos, viendo las retorcidas formas del acero y de
los vidrios rotos y la terrible variedad de contorsiones que podían asumir
los cuerpos humanos tras haberse empotrado contra el hormigón a una
velocidad de ciento quince kilómetros por hora.
Se sentía bastante fuerte en estas cuestiones y había intentado que Sheila
comprendiera sus convicciones; pero tras haber terminado su monólogo
con un interesante recital de diversas estadísticas, se volvió para
encontrarla tranquilamente dormida, con unas sombras como violetas bajo
sus ojos, manteniendo aún el más amable trazo de sonrisa en sus labios.
Millie se había vuelto para atender a otro cliente. Una mujer
acompañada de dos niños estaba tratando de captar la atención de Sheila.
O'Leary se ajustó el sombrero y la cinta del barboquejo. Después dijo,
tranquilamente y con formalidad:
—Simplemente quiero que comprendas...
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
Pero ella no le dejó terminar.
—Lo comprendo —dijo, sonriéndole—. No pude resistir tomarte un
poco el pelo. Lo siento —movió un azucarero que estaba sobre el
mostrador y sus dedos tocaron su mano—. No fue muy amable por mi
parte.
—¿Te parece bien el próximo sábado? —preguntó él, sonriendo con
alivio y placer—. ¿A la misma hora?
—Me gustaría.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
chica una última y rápida mirada y un suave saludo. Después, Bogan se
movió a lo largo del aparcamiento, deteniéndose silenciosamente en el
hueco dejado entre dos coches. Se comió su salchicha a grandes y
codiciosos bocados, saboreando el ligero picor de la mostaza en su lengua
y arrojando finalmente al suelo el plato de plástico, ya vacío. Después, se
terminó el café, elevando el vaso para permitir que bajara hasta su boca un
pequeño hilillo de azúcar líquida. Dejó caer el vaso a sus pies y dio un
profundo suspiro de satisfacción. El azúcar o la miel solían hacerle sentirse
agradecido y en paz consigo mismo.
Observó las puertas del restaurante mientras se ponía un par de guantes
de cuero negro sobre sus manos gruesas y musculares. Sus ojos estaban
llenos de excitación. Se relamió con gusto cuando encontró un pequeño
grano de azúcar en sus labios. Su lengua se movió diestramente llevando el
pequeño punto dulce a su boca.
Bogan no tuvo que esperar mucho tiempo. Al cabo de unos pocos
segundos un hombre rechoncho y ya entrado en años llegó corriendo a lo
largo de la línea de coches aparcados, registrándose los bolsillos en busca
de las llaves. Bogan cambió ligeramente su posición, acercándose a las
sombras más profundas, hasta que sólo sus gruesas gafas brillaron en la
oscuridad, manteniéndose firme y vigilante, como los ojos de un gato al
acecho.
233
Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
El teniente Andy Trask era un hombre de baja estatura y muscular, con
unos hombros que se abombaban impresionantemente contra su chaqueta
negra. A los cuarenta y cinco años, el teniente era un verdadero modelo en
tonos sombríos: rostro amplio y curtido, ojos de color pardo y pelo negro
que sólo durante los últimos años había empezado a adquirir un tono
plateado a lo largo de las sienes. Mientras los técnicos del laboratorio
empezaban a trabajar en el vehículo, registrando el portaequipajes y la
guantera, buscando huellas digitales y haciendo fotografías, Trask le contó
a O'Leary la información que había recibido el cuartel general en una
alarma triestatal procedente de Nueva York.
—No tenemos otra descripción del asesino, excepto que es corpulento y
que llevaba un abrigo de lana de color claro y un sombrero gris. Esto es lo
que hizo: hacia las seis y media de esta tarde penetró en una pequeña
tienda de muebles de la Tercera Avenida, en Manhattan, y disparó y mató
a los propietarios, un joven matrimonio apellidado Swanson. No se trató
de un robo; simplemente los mató y se marchó. El «Buick» pertenece a un
droguero que lo había aparcado a media manzana de distancia de la tienda
de muebles, dejando puesta la llave de contacto. Una anciana que vive en
un apartamento al otro lado de la calle vio cómo el asesino salía corriendo
de la tienda; pero es una anciana inválida que no tiene teléfono.
»La dueña de la casa tardó media hora en llegar, pues, al igual que todo
el vecindario, se encontraba en la calle hablando sobre lo que había
ocurrido. Así pues, media hora más tarde, la inválida contó su historia.
Describió las ropas que llevaba el tipo y el número de matrícula del
"Buick". Pero para entonces, el asesino ya había atravesado el túnel de
Lincoln y se había adentrado en la autopista —Trask se volvió y señaló al
"Buick" con el pulgar—. Ahora, ha abandonado este trasto y lo más
probable es que esté buscando otro. Le tenemos que encontrar antes de que
pueda hacer daño a alguna otra persona.
—Ahora ni siquiera disponemos de descripción —dijo lentamente
O'Leary—. Se ha desembarazado del abrigo y del sombrero gris. No
tenemos ninguna pista. A estas alturas ya puede haber vuelto a la
autopista en otro coche —miró impotentemente hacia la corriente de
tráfico que rodaba suavemente ante él—. Puede ser cualquier coche,
teniente. Con un revólver puede haberse introducido en un autobús lleno
de escolares. O subir a un coche con un pequeño grupo familiar y
aparentar ser el inocente y viejo tío Fred. Puede estar en un camión o en un
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
tráiler, manteniendo el cañón de su pistola contra la cabeza de una mujer,
mientras su esposo le conduce fuera de la autopista. Es como buscar
fantasmas con los ojos vendados.
La radio del coche negro y convencional de Trask hizo sonar entonces
una aguda señal. Trask se introdujo en el asiento delantero y cogió el
receptor. Escuchó durante unos segundos, frunciendo el ceño y después
dijo:
—Recibido Nos ponemos a trabajar en ello.
Volvió a colgar el receptor y miró incisivamente a O'Leary.
—Usted mismo lo ha dicho, Dan. Ya ha vuelto a la autopista. En el
Howard Johnson hay un hombre muerto, y un espacio vacío donde estaba
aparcado su coche. Vamos.
El cuerpo del hombre muerto había sido descubierto por una joven
pareja que regresaba a su coche después de cenar. La mujer casi se cayó al
tropezar con sus piernas. Su esposo encendió el mechero para ver lo que
sucedía. Entonces, ella empezó a gritar, llevándose las dos manos a la boca,
y su esposo corrió hacia las grandes luces del restaurante, pidiendo auxilio
a gritos.
El sargento Tonelli recibió el informe del asesinato a través del propio
director del restaurante de Howard Johnson, y lo transmitió
inmediatamente al teniente Trask. Envió a Trask y a O'Leary al restaurante
y después envió la información al centro de comunicaciones del cuartel
general de la policía estatal, en Darmouth. Aquél era el centro nervioso de
una red de comunicaciones que comprendía a todos los coches patrulla,
emisoras y subemisoras dentro de la organización de la policía estatal.
Además, estaba conectado mediante una línea maestra con las facilidades
de comunicación de seis estados colindantes; en situaciones de emergencia,
Darmouth podía alertar a todos los recursos de los departamentos de
policía desde Maine a Carolina del Sur, y enviar sus señales a lo largo de
toda la costa del Atlántico Norte.
El teniente Biersby estaba de servicio en el centro de comunicaciones
cuando el mensaje del sargento Tonelli llegó a su despacho. Biersby,
pequeño, rollizo y metódico, se dirigió sin ninguna prisa evidente hacia
una habitación exterior donde una docena de empleados civiles, bajo la
supervisión de policías estatales, trabajaban en baterías de teletipos y
radiotransmisores.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
El talento especial del teniente Biersby era su buen juicio; cada mensaje
que salía de su oficina requería prioridad, y era su responsabilidad
establecer el orden cronológico de precedencia que se tenía que dar a miles
de alertas e informes que llegaban a la oficina durante cada turno de ocho
horas. Era esencial que se produjera una suave fluidez de información,
basada en la importancia relativa que se diera a tal información; los lapsos
de juicio podrían atascar las facilidades mecánicas y cargar los ya
sobrecargados departamentos de policía con detalles e informes triviales.
Mientras el teniente Biersby se dirigía hacia un operador de teletipo,
considero los hechos: un asesino andaba perdido por la autopista; un
hombre no totalmente identificado que había asesinado a dos personas en
Nueva York y a otra en el aparcamiento del Howard Johnson número 1 en
dirección sur. Resultaba razonable pensar que había matado a la tercera
persona para apoderarse de otro coche. Pero cabía otra posibilidad que
tampoco se le escapó al teniente; el asesino podía haber abandonado la
autopista a pie. Esto sería algo difícil, pues la autopista estaba protegida
por una valla de tres metros de altura, construida en parte para evitar que
los autoestopistas penetraran en la zona. Sin embargo, un hombre fuerte y
ágil podría hacerlo.
Así pues, mientras Biersby avanzaba los ocho metros que separaban su
despacho del teletipo, tomó la decisión de alertar a todo oficial de policía
que se encontrara a cien kilómetros a la redonda del lugar donde había
sido abandonado el «Buick». Si el asesino había dejado la autopista a pie,
se encontraría dentro de ese círculo. Todos los autoestopistas, personas que
estuvieran rondando o que parecieran sospechosas, serían detenidas para
proceder a su investigación. Biersby pensó que esto quizá era una
precaución rutinaria y que probablemente no daría resultado alguno;
porque su juicio, que era una mezcla de experiencia, instinto y vagos
presentimientos que nunca había logrado poder analizar, le decía que el
asesino todavía estaba en la autopista. Viajando seguro a través de la
noche, un hombre anónimo, en un coche anónimo, perdido en las
brillantes corrientes de tráfico.
Entonces, le dijo al operador del teletipo:
—Mensaje especial. Envíelo inmediatamente.
El hombre muerto aparentaba unos sesenta años, era pequeño, tenía el
pelo gris y parecía respetable; sus ropas eran de buena calidad, y en el ojal
de la solapa brillaba un emblema masónico. Había sido estrangulado, y su
rostro aparecía horriblemente deformado. Estaba echado en el suelo, en
una posición fetal, en un espacio de aparcamiento vacío que parecía como
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
un diente vacío en la quijada de coches negros aparcados. Cerca de una de
sus manos extendidas, había un vaso de café vacío y uno de los pequeños
platos de plástico que se utilizaban para servir patatas fritas o salchichas de
Frankfurt. No se encontró ninguna identificación en sus ropas; sus bolsillos
habían sido vaciados por completo.
Había llegado una ambulancia, y los dos internos estaban examinando
el cuerpo a la luz de la linterna del teniente Trask. Tres coches patrulla
blancos y azules bloqueaban la zona inmediata, con sus faros giratorios
rojos oscilando en la oscuridad; los patrulleros se habían apostado por toda
la zona del aparcamiento para mantener en movimiento el tráfico. Una
multitud se había reunido frente al restaurante para observar la actividad
de la policía.
Dan O'Leary estaba detrás de Trask, con el ceño fruncido y mirando
hacia el espacio vacío del aparcamiento. Cuando Trask se volvió,
apartándose del cuerpo, O'Leary le tocó el brazo.
—Tengo una idea —dijo—. Es evidente que el asesino se llevó el coche
que estaba aparcado aquí. Bueno, quizá podamos conseguir una idea de
cómo era ese coche por la gente que ha aparcado a su lado. Probablemente,
llegaron después, pues sus coches todavía están aquí. Quizá puedan...
—Sí —dijo Trask, cortándole rápidamente—. Haga que esa gente venga
aquí. Rápido.
O'Leary tomó nota de la matrícula de los coches que había aparcados a
ambos lados del lugar vacío, y corrió hacia el restaurante.
El coche situado a la izquierda era un sedán «Plymouth», cuyo
propietario resultó ser un delgado joven con gafas de montura de cuerno y
un nervioso tartamudeo. La propietaria del coche de la derecha era una
mujer de edad media, de aspecto pacífico, con esa clase de actitud que
parece profundizarse aún más en condiciones de tensión.
El teniente Trask, dándose cuenta de que sus memorias podían salirse
de onda como consecuencia de la prisa y la presión, perdió unos pocos
segundos encendiendo un cigarrillo. Después, dijo tranquilamente:
—Estamos intentando conseguir una descripción del coche que fue
robado de este espacio hace aproximadamente quince minutos. Estaba
aquí cuando ustedes llegaron. Ustedes aparcaron a su lado. Ahora,
tómense su tiempo, ¿recuerdan alguna cosa de ese coche? ¿Algún detalle?
237
Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
—Yo te... tenía prisa —dijo el joven, tartamudeando—. Se supone que
debo estar en Cantonville a las ocho y media. Sólo me paré a to... tomar
una taza de café. No pe... pensé en otra cosa.
—Bueno, yo puedo recordar que era grande —dijo la mujer, con una
impecable seguridad—. La parte posterior sobresalía, así es que tuve que
hacer dos intentos antes de aparcar mi coche.
Sus recuerdos fueron llegando lentamente, a trozos. El joven recuperó
un poco su compostura y mencionó detalles del parachoques; la mujer
recordó algo sobre las luces y el parachoques y los dos se mostraron de
acuerdo en que se trataba de un combinable; finalmente, después de lo que
pareció una interminable indecisión, determinaron el color: o bien blanco o
amarillo claro. Trask miró a O'Leary.
—¿Y bien?
—Si están en lo cierto, se trata de un combinable «Edsel» —dijo O'Leary
—. No puede ser otra cosa.
—¿A qué distancia está la próxima salida?
—A cuarenta y cinco kilómetros —contestó O'Leary—. Y sólo hace
veinte minutos que se ha marchado. Posiblemente, no podrá conseguirlo. Y
será fácil de identificar en un combinable «Edsel». Un «Ford», un
«Chevrolet» o un «Plymouth» serían otra cuestión.
—Informe a su radiofonista —dijo Trask y O'Leary ya se dirigía
corriendo a su coche.
En el cuartel general, el capitán Royce, oficial más antiguo al mando de
la autopista, estaba detrás del sargento Tonelli comprobando los informes
que llegaban desde las salidas y las patrullas. Durante la última media
hora, la actividad de la oficina había aumentado mucho, se había ordenado
a todos los patrulleros libres de servicio que acudieran a la autopista, y se
habían enviado patrullas antidisturbios a las subemisoras central y sur
Royce tenía unos cincuenta años, era alto y poseía una estructura poco
densa; en sus rasgos fuertemente marcados había una expresión de
madura tozudez. Como regla general, en su actitud no solía percibirse
ninguna idea de tensión o impaciencia, pero ahora, mientras llenaba una
pipa y encendía una cerilla, sus duros ojos grises se veían ensombrecidos
por un ceño ansioso.
Hacía media hora que había llegado el informe del patrullero O'Leary.
Al cabo de treinta segundos, la autopista se había convertido en una
trampa de ciento sesenta kilómetros; todas las patrullas habían sido
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
Royce miró rápidamente el mapa de la autopista que cubría una de las
paredes de su despacho. Las salidas estaban marcadas y numeradas en
rojo, los restaurantes de la cadena Howard Johnson en verde. El capitán
Royce se dio cuenta instantáneamente de lo que quería decir O'Leary...
antes de la salida 12 había otro restaurante Howard Johnson, así como una
zona de servicio, designada con el nombre de Howard Johnson número 2;
sólo estaba situada a diecinueve kilómetros de la número 1. El asesino
podría haber conducido solamente desde la número 1 a la 2 en sólo quince
minutos, y con cierta comodidad... y haber encontrado otro coche.
—O'Leary, regrese inmediatamente a la número 2. Tonelli le informará.
Harry Bogan había actuado tal y como había supuesto O'Leary,
conduciendo el combinable «Edsel» sólo hasta el Howard Johnson número
2 y abandonándolo después en la zona de aparcamiento. Ahora, estaba de
pie en las sombras, observando la actividad alrededor de los surtidores de
gasolina; era una figura rechoncha, pero fuerte y poderosa; la luz relucía en
sus gruesas gafas y el viento, cargado de lluvia, movía las puntas enhiestas
de su corte de pelo gris. Estaba sonriendo débilmente, con los labios
ligeramente curvados y sus grandes ojos apacibles llenos de excitación.
Ahora, la policía estaría buscándole en las salidas. Lo sabía. Los largos
coches patrulla de color azul y blanco alineados como gatos hambrientos
ante la ratonera. Esperando hincar el diente.
Bogan sabía que había cometido un error al llevarse el combinable
«Edsel» de color blanco, pero no había tenido tiempo para elegir. Lo
importante podría ser más perspicaz. Tenía exigencias especiales y estaba
dispuesto a esperar hasta que quedaran satisfechas. El tiempo ya no era
importante, y en eso radicaba su seguridad. La policía pensaría que él
estaba frenético, listo para precipitarse hacia cualquier salida a la primera
señal de peligro. Pero no era así. La sensación de poder y control envió un
fuerte destello de calor a través de su cuerpo.
Escuchó entonces el diáfano grito de la sirena a su derecha; el sonido iba
aumentando y disminuyendo como el aullido de un animal. En la
autopista, vio la luz giratoria roja de un coche de la policía avanzando a
gran velocidad por los ordenados carriles de tráfico. Y escuchó otras
sirenas aproximándose por su izquierda. El primer coche patrulla hizo un
giro en forma de U, atravesando la franja de césped que dividía la
autopista y terminando por introducirse en la zona de servicio del
restaurante. Un mozo procedente de la gasolinera se detuvo a pocos pasos
de Bogan para observar al coche patrulla, que pasó junto a los surtidores y
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
se detuvo de un modo experto en la zona de aparcamiento situada frente a
las luces del restaurante.
Bogan se sintió contento.
—Parece llevar mucha prisa, ¿verdad? —dijo.
El mozo miró hacia el lugar de donde había salido la voz de Bogan, pero
sólo vio un cuerpo abultado semioculto entre las sombras.
—Así parece —admitió.
Bogan reconoció al patrullero; era el mismo que había estado
sonriéndole a la camarera del pelo negro a la que él le había comprado el
café y el frankfurt. El poderle observar corriendo a lo largo de la fila de
coches aparcados, dio a Bogan una curiosa sensación de placer.
—Bueno —dijo el mozo—, ése va más seguro conduciendo a ciento
sesenta que la mayor parte de la gente a ochenta. Es Dan O'Leary y puede
manejar muy bien ese cacharro.
El mozo regresó a los surtidores y Bogan continuó su paciente examen
de los coches que se alineaban esperando ser atendidos. No tardó en
encontrar lo que deseaba, un sedán «Ford» poco llamativo, conducido por
un joven con gafas de montura de cuerno. Bogan supuso que se trataba de
un estudiante universitario, al darse cuenta de que llevaba una corbata de
lazo y un pelo rubio muy bien cortado. Este sería estupendo. El coche era
como uno cualquiera de los miles que rodaban por la autopista, y el joven
parecía inteligente. Eso era importante. Había muchas cosas que explicar, y
resultaría agotador tener que explicárselas a un tonto.
Para entonces ya habían llegado otros dos coches patrulla. Los
patrulleros se habían unido al llamado O'Leary, según pudo ver Bogan. Y
O'Leary estaba ya ante el «Edsel» blanco, inspeccionándolo con su linterna.
Bogan rió suavemente. Se creían muy listos. Pero no eran más que unos
pomposos tontos, que se pavoneaban con sus uniformes y sus revólveres.
No consiguieron ninguna información del gran combinable blanco. Lo
había aparcado él mismo, y nadie le vio salir de él. Podían desmontarlo si
querían, y no conseguirían nada. No tenían forma alguna de identificarle,
ningún modo de saber en qué clase de coche podría él estar ahora.
El joven estaba pagando ahora el combustible que había pedido, y
Bogan se movió lentamente, saliendo de las sombras. Se dio cuenta de que
aquello requeriría una buena sincronización de tiempo. El mozo entregó al
joven su cambio y se dirigió después al siguiente coche, que esperaba en la
fila. El joven subió el cristal de su ventanilla y puso en marcha el motor.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
Bogan abrió la puerta justo en el momento en que el coche empezaba a
moverse. Se deslizó en el asiento de delante, y mostró su revólver al joven.
—Y ahora, vamos —dijo tranquilamente—. Tenemos un bonito viaje que
hacer.
II
—Realmente, no quería matarles —dijo Bogan unos momentos después,
cuando ya rodaban tranquilamente por la autopista.
El joven se llamaba Alan Perkins, y Bogan le había dado instrucciones
para que condujera despacio, por el carril de la derecha, y a una velocidad
aproximada de setenta y cinco kilómetros por hora. En el exterior todo era
oscuridad y viento, y la lluvia salpicaba las luces de los faros, pero en el
interior del coche se estaba cómodo y caliente. Bogan se sintió agradecido y
en paz consigo mismo cuando estudió el reflejo de sus dientes y de sus
gafas en el parabrisas. El joven Perkins sería una agradable compañía.
Tenía un rostro bien formado e imberbe, e iba bien vestido, con una
chaqueta de lana puesta sobre un suéter. Bogan pensó que era muy amable
y obediente, con su corbata de lazo y sus gafas, y con sus delgadas manos
blancas asidas al volante. Conducía con cuidado, ligeramente inclinado
hacia adelante y sin dejar que sus ojos se dirigieran hacia el arma que
brillaba bajo las luces de los instrumentos del salpicadero.
Con una voz cuidadosa, el joven dijo:
—Si no quería matarles, quizá sea mejor que se lo diga así a la policía.
Bogan sonrió, admirando en el reflejo la luminosidad, que surgió de
repente, de sus grandes dientes blancos.
—No, eso no sería lo mejor. No hay necesidad de decirle nada a la
policía.
Bogan se tocó la frente con las yemas de sus dedos. No era de aquello de
lo que quería hablar: era de lo otro; el calor rojo del verano, mientras les
observaba noche tras noche desde la húmeda oscuridad de su habitación.
Sí, eso tenía que dejarlo muy claro.
242
Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
243
Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
dieron ni calor ni afecto. Eso era demasiado precioso para malgastarlo con
cualquier otra persona que no fueran ellos mismos. No podía recordar
cuándo había decidido asesinarles; puede que aquel pensamiento siempre
hubiera estado allí.
La planificación había sido un asunto aburrido y bastante confuso...
comprar el arma a un inquietante prestamista y después la tediosa
búsqueda de un vehículo, que había sido el problema más difícil de todos.
Pero al fin encontró lo que necesitaba: el «Buick» utilizado para sus
entregas por parte del droguero de la esquina. Evidentemente, el joven que
lo conducía en aquella ocasión debía llevar mucha prisa, porque no quitó
la llave del contacto cuando se metió en la tienda a recoger sus paquetes.
Siempre que dejaba el coche aparcado en la curva, dejaba puesta la llave de
contacto. Bogan estableció este hecho después de una semana de paciente
observación. Así pues, el tiempo de su último acto tuvo que estar
determinado por el plan de entregas de la droguería. Y, por alguna oscura
razón, aquello agradó a Bogan; dejaba un aspecto caprichoso y no
premeditado a todos sus planes.
Bogan se llevó la mano a los bolsillos, buscando una tableta de
chocolate, pero entonces recordó que había dejado su pequeña provisión
de dulces en el abrigo. Sintió los ojos llenos de lágrimas; necesitaba algo
dulce, pero se había sentido tan presionado y excitado que no había
recordado llevarse los dulces de su abrigo. Aquello no era justo.
Bogan estaba sentado, en posición recta. De repente pensó en la
camarera de pelo negro del restaurante, la que le había vendido el café.
¿Por qué había sido tan tonto? La necesidad de tomar algo caliente y dulce
había sido poderosa, pero tendría que haberla resistido; ella le diría a la
policía cuál era su aspecto, y disfrutaría haciéndolo, pensó, sintiéndose
triste y desgraciado. A ella le gustaría hablar sobre él, poniéndole en
problemas. Lo sabía por el rostro y por los ojos de la mujer; en ellos no
había calor, sólo una insignificante amabilidad.
«No te excites», se dijo a sí mismo, dejando que sus suaves labios
formaran silenciosamente las palabras. El patrullero no le preguntó por mí;
aún tenía tiempo.
Después, dirigiéndose a Perkins, le dijo tranquilamente:
—Vamos a tener que dar la vuelta.
—Pero eso no es legal. Nos detendrán.
244
Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
—Sólo nos tenemos que asegurar de que no haya coches patrulla frente
a nosotros o detrás —dijo Bogan sencillamente—. Cualquier otra persona
pensará que somos un coche enmascarado de la policía.
Bogan colocó el cañón de su arma junto al costado de Perkins, y dijo:
—Eres un joven muy agradable. No quiero hacerte daño. Pasa al carril
de la izquierda y veremos si hay una de esas aberturas que utilizan los
coches de la policía.
Bogan sintió cómo una agradable excitación le recorría todo el cuerpo;
casi se sentía contento por la forma en que se estaban desarrollando las
cosas. Sería una gran satisfacción tener en sus manos a aquella arrogante
muchacha. Y se dio cuenta de que disponía del cebo adecuado para
atraerla: el nombre que había oído pronunciar al mozo de la gasolinera:
«Dan O'Leary.»
245
Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
246
Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
—¿Qué le ocurre? —preguntó Trask.
O'Leary se llevó ambas manos a los oídos; el tráfico de la autopista
pasaba rápidamente, como un río de ruido y luz, y trató de aislarse de él,
trató furiosamente de encontrar la verdad que estaba oculta en alguna
parte de este conglomerado de hechos y presentimientos, de deducciones e
intuiciones. Entonces le pareció como si una luz clara y brillante se hubiera
encendido de pronto en su mente; ahora lo tenía.
Cogió a Trask por el brazo.
—El hombre muerto, Nelson, había cenado, ¿verdad? Había
abandonado el restaurante y se dirigía a su coche. Pero junto a su cuerpo
encontramos un vaso de café, y una de esas pequeñas bandejas de plástico
en las que sirven salchichas calientes. ¿Recuerda?
—Seguro —el rostro sombrío de Trask permanecía impasible, pero una
luz de comprensión apareció en sus ojos—. Siga.
—La bandeja y el vaso pertenecían al asesino —dijo O'Leary—. Comió y
bebió allí, tras el coche de Nelson. Después, los arrojó al suelo.
—Lo que quiere decir que, después de todo, entró en el restaurante —
dijo Trask, aguzando el tono de su voz—. Pero usted me dijo que habló con
las camareras. Debían haber recordado a un tipo que no llevaba sombrero
ni abrigo en una noche como ésta.
—No pregunté a todas —dijo O'Leary, sintiéndose repentinamente
enfermo, con una sensación de culpabilidad y aprensión—. Hablé con la
camarera jefe. Ella habría recordado a alguien así que buscara una mesa.
Después, fui al mostrador de servicio al exterior. Pero sólo le pregunté a
una de las chicas que estaban de servicio. Yo... se me olvidó preguntarle a
la otra.
—¿Se le olvidó? —preguntó ásperamente Trask—. ¿Qué quiere decir
con eso?
—Es amiga mía; se llama Sheila Leslie —O'Leary dio un profundo
suspiro—. Estaba más interesado en ella, que en mi trabajo; eso es todo,
teniente. Pero en aquellos momentos no estaba siguiendo la pista a un
asesino. Simplemente buscaba al propietario de un coche aparcado,
aunque eso no sea una excusa, claro.
—Supongo que no lo es —observó Trask—. Pero, en cualquier caso, nos
ha proporcionado la pista correcta. Encontraremos a la chica que le vendió
aquel café. Cuando sepamos qué aspecto tiene, cerraremos a cal y canto
247
Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
esta autopista, hasta que no le quede por donde respirar. Vamos. Llamaré
por el camino al capitán Royce.
O'Leary echó a correr hacia su coche. El asesino tuvo que haberle
comprado el café a Sheila. De no haber cometido aquella acción impulsiva
y peligrosa, quizá nunca le pudieran encontrar. Podría haberse escabullido
entre sus redes como una columna de humo. Y entonces, O'Leary recordó
algo que le hizo sentir una extraña frialdad en el estómago. El asesino
había corregido un error. Se había desembarazado del «Edsel». ¿Trataría
de corregir aquel otro error... desembarazándose del único testigo que
podía identificarle?
O'Leary puso en marcha la luz roja giratoria y apretó su pie contra el
acelerador.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
—Está bien —dijo Bogan tranquilamente, tocando la nuca del joven con
el cañón de su arma.
Perkins bajó la ventanilla y llamó al hombre de la chaqueta de cuero.
—Perdón, señor, ¿podría hacerme un favor?
El hombre se volvió, mirando en la oscuridad hacia el lugar de donde
procedía la voz de Perkins. El rostro del joven estaba rodeado por las
sombras, que oscurecían por completo a Bogan. El hombre se acercó un
poco más, adelantando ligeramente la cabeza.
—Bueno, si puedo, no me importa —dijo, con un suave acento sureño.
—Hay en el restaurante una camarera a la que desearía enviar un
mensaje —dijo Perkins—. La puede ver usted desde aquí... Es la que tiene
el pelo negro, en el mostrador de servicio al exterior.
El hombre miró hacia el restaurante y asintió lentamente con la cabeza.
—La veo, está bien. ¿Qué clase de mensaje quiere que le diga?
—Dígale simplemente que el patrullero O'Leary quiere verla aquí fuera
por un momento.
Bogan sonrió en la oscuridad; el nombre del patrullero había sido un
verdadero regalo caído del cielo, una inapreciable circunstancia de buena
suerte, y él lo aceptaba como un talismán de éxito. La misteriosa
confluencia de efectos que actuaban en su favor, le llenaban de confianza.
—El patrullero O'Leary, ¿no es eso? —repitió el hombre—. Bien, se lo
diré de su parte —y se echó a reír suavemente—. Un hombre que lleva
mensajes a chicas bonitas se puede ver envuelto a veces en una serie de
problemas. Pero esto parece diferente.
Cuando el extraño se alejó hacia el restaurante con un paso tranquilo,
arrastrando los pies, Perkins se volvió a Bogan y le dijo:
—Escúcheme, por el amor del cielo. Esto no dará resultado. Ella se
asustará. Puede ponerse a gritar o hacer algo —fue girando la cabeza más,
con lentitud y precaución, hasta que pudo ver el brillo reflejado en las
gafas de Bogan—. Por favor, no hay ninguna necesidad... de hacer daño a
nadie. Le llevaré a cualquiera parte a la que desee ir. Puede viajar en el
portamaletas, si quiere. Le doy mi palabra de honor.
—No necesito tu ayuda para salir de la autopista —dijo Bogan, riendo
con suavidad—. Ahora haz exactamente lo que te he dicho. Cuando ella
reciba el mensaje, conduces el coche hasta la entrada del restaurante, y lo
detienes allí. Y mantén el motor en marcha. Eso es de lo único que te tienes
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
que preocupar —pinchó la mejilla del joven con su revólver, con rapidez y
crueldad—. ¿Comprendes?
—Sí, está bien —apenas pudo balbucir Perkins.
Observaron cómo el hombre de la chaqueta de cuero avanzaba por el
abarrotado restaurante, dirigiéndose hacia el mostrador. Se quitó el
sombrero, y levantó una mano para llamar la atención de la mujer del pelo
negro.
La chica le sonrió y cuando él habló, ella se inclinó ligeramente hacia
adelante, ladeando un poco la cabeza hacia un lado. Miró hacia las
ventanas; el hombre había hecho un gesto en aquella dirección, diciéndole,
sin duda alguna, el lugar donde había recibido el mensaje. La mujer le
ofreció una rápida y cálida sonrisa, salió con rapidez del mostrador y se
dirigió hacia las puertas giratorias del restaurante, arreglándose con una
mano un mechón de cabello que le caía sobre la frente. Se detuvo un
momento para hablar con la camarera jefe, que estaba junto al mostrador
del cajero. Bogan, sonriendo ligeramente, pensó que estaba pidiendo
permiso para salir un momento. Ahora empezó a moverse de nuevo,
dirigiéndose hacia la entrada.
—Está bien —dijo serenamente.
Perkins hizo recular el «Ford», sacándolo del aparcamiento; después,
giró las ruedas y lo condujo hacia la entrada, que estaba marcada como
zona donde quedaba prohibido aparcar. Las puertas giratorias brillaron al
moverse y la mujer salió a la amplia acera. Un toldo la protegía de la lluvia,
pero el viento frío arremolinó la falda de su uniforme blanco alrededor de
sus delgadas piernas.
Perkins se detuvo, y Bogan se hizo a un lado y abrió la portezuela
delantera. La mujer se acercó al coche, inclinándose para mirar al oscuro
interior.
—Dan, ¿eres tú? —preguntó con una voz clara, en la que no había el
menor vestigio de preocupación.
Bogan miró rápidamente por el cristal de atrás. Una familia se
apresuraba hacia el restaurante, una madre, un padre y cuatro niños
pequeños, pero los padres estaban preocupados por cumplir su
responsabilidad con los niños, y no prestaron atención al vehículo
detenido y a la mujer que estaba junto a él.
—Tengo un mensaje de Dan —dijo Bogan.
—¿Qué es?
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sonido le resultó satisfactorio. «Ahora ya no ríe, ni se muestra confiada —
pensó—; ya no se siente calentada por los ojos admiradores que descansan
sobre su delgado cuerpo.» Ahora, le prestaría atención. Utilizando un tono
de voz deliberadamente tranquilo, Bogan les explicó lo que quería que
hicieran, y ellos obedecieron con cuidado y serenidad, como niños que
tratan de apaciguar a un temible adulto, de reacciones imprevisibles. No
respondían al revólver, sino a la tensión que se percibía bajo su aparente
calma superficial. Gracias a una especie de instinto primitivo, sabían que,
de algún modo, esperaba que le desobedecieran, y que echaría mano de
cualquier excusa para perder su autocontrol.
Salieron del coche, quedándose junto al lugar donde había estado la
mujer, y esperaron a que él se les uniera. Después, ante una orden, la mujer
subió a la parte de atrás y se tumbó en el suelo, con el rostro hacia abajo.
Bogan ya se había quitado su lazo y su cinturón, que entregó a Perkins.
Este ató el lazo alrededor de las muñecas de la mujer y después, con el
cinturón, amarró sus tobillos, haciéndolo todo con dedos temblorosos.
Cuando se levantó, Bogan inspeccionó su tarea y después cerró la puerta
de atrás.
—Ahora, sube al asiento de delante —le ordenó.
Pero cuando Perkins se volvió para obedecer, Bogan le pegó
pesadamente con la culata del arma justo sobre la oreja derecha. Perkins
vaciló hacia adelante, gimiendo de dolor, pero Bogan le recogió antes de
que cayera al suelo y le arrastró después hasta el campo situado junto a la
zona de aparcamiento. Dejó rodar el cuerpo sobre una zanja llena de barro,
y regresó al vehículo, silbando suavemente entre los dientes.
Se sentía lleno de seguridad, como un bálsamo que le producía una
cálida complacencia. Perkins no recuperaría el conocimiento durante
horas, si es que lo recuperaba; y el otro testigo que podría identificarle
estaba echado, impotente, en el suelo de la parte trasera de su coche.
Ahora, lo único que tenía que hacer era salir de la autopista. Y sabía muy
bien cómo solucionar ese problema.
Puso en marcha el motor, y condujo el vehículo a lo largo de la amplia y
curvada línea que llevaba hacia la autopista, echándose a reír cuando se
introdujo suavemente en la corriente de tráfico que avanzaba hacia el sur.
La lluvia empezaba a caer con más fuerza, rebotando sobre el brillante
hormigón, y el «Ford» no tardó en perderse en la oscura corriente de
vehículos, como una hoja más en medio de una tormenta, o como una
pequeña ramita llevada por una corriente de agua. Los rayos de los faros
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O'Leary se forzó a sí mismo a pensar; sus emociones reventaban en su
interior, oscureciendo su memoria y su buen juicio. Mientras Trask volvía
a repasar la historia del hombre, O'Leary se puso a pasear por el pequeño
despacho, mientras las luces del techo se proyectaban sobre sus gestos
duros y el pálido color de su piel. Consiguió recuperarse gracias a un
esfuerzo consciente. Se le ocurrió pensar una vez más que el modelo de
acción del asesino sugería que disponía de tiempo abundante; ya eran dos
las ocasiones en que podía haber intentado salir de la autopista, la primera
en el «Edsel» blanco, y la segunda en el coche en el que fue a recoger a
Sheila. Pero ni siquiera lo había intentado. Aquello significaba que tenía
algún plan especial para salir de la autopista, que había encontrado un
hueco en las defensas de la vía. Pero ¿cómo explicar el hecho de que
hubiera utilizado el nombre de O'Leary para atraer a Sheila? ¿Cómo se
había enterado del nombre? ¿Y cómo suponía que Sheila respondería al
escucharlo? En aquel momento, O'Leary recordó el pequeño fragmento de
información que había recibido del mozo de la gasolinera del Howard
Johnson número 2. Alguien había mencionado el estilo de conducción de
O'Leary y el mozo había pronunciado su nombre y había dicho que él
conducía más seguro a ciento sesenta kilómetros por hora que la mayor
parte de la gente a ochenta. O había sido algo así. Pero ¿había utilizado el
mozo su nombre? ¿Lo había hecho realmente?
Trask completó su interrogatorio al hombre de la chaqueta de cuero, le
dio las gracias y le pidió excusas. Una vez que el hombre se hubo
marchado, O'Leary le contó a Trask la conversación que había tenido con el
mozo del Howard Johnson número 2.
—Váyase allí —dijo Trask, jurando por lo bajo—. Tenemos que
conseguir una pista, y rápido.
—Lleva a la chica en su coche —dijo O'Leary desesperadamente—. Eso
es una pista, ¿no? Podemos buscar en cada uno de los malditos coches que
hay en la autopista.
Trask apartó la mirada de O'Leary, dolorido por lo que vio en el rostro
del alto patrullero. Hizo un gesto de impaciencia hacia el brillo del tráfico,
que podían ver a través de las ventanas de la oficina del director.
—Ahí fuera, hay veinticinco o treinta mil vehículos en marcha. Doctores
que acuden a llamadas de emergencia, mujeres embarazadas, hombres de
negocios que quieren conectar con el avión o con el tren, padres que se
apresuran a acudir al lado de sus hijos enfermos. ¿Cómo podemos detener
todo ese tráfico? ¿Y de dónde vamos a sacar a los hombres para investigar
los coches? La autopista quedaría colapsada en cuestión de minutos. Quizá
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Sheila había conseguido dominar sus primeras sensaciones de pánico,
que habían sido como los temores a morir ahogada sentidos durante su
niñez. Una vez, cuando era muy pequeña, su hermano y sus amigos la
habían encerrado en un baúl durante el transcurso de un juego, y después
se habían marchado, olvidándose de ella. Después de aquello, y durante
un largo período de tiempo, no pudo soportar nada que amenazara con
ahogarla, ya fuera nadar debajo del agua, el taco de algodón de un dentista
en su boca; hasta la ligera presión de un medallón en la base de su cuello
era suficiente para que su corazón latiera más de prisa, lleno de terror.
Pero, finalmente, había conseguido dominar aquel miedo; se había
enfrentado al hecho con sentido común, negándose a sentir lástima de sí
misma y a estar encadenada por temores mórbidos.
Ahora, echada impotentemente en el suelo posterior del coche de
Bogan, trató de aplicar la misma terapia a sus nervios, sometidos a un
esfuerzo excesivo. Hasta el momento, no le había sucedido nada; sentía el
cuerpo frío y encogido, y el polvo de la alfombrilla le había hecho llorar los
ojos, pero eso era todo. Sabía que podía sentirse segura mientras se
encontraran en la autopista. Una vez que salieran de allí, se encontraría
totalmente impotente. Él la podría llevar a cualquier parte y hacer con ella
lo que quisiera. Se enfrentó a este hecho con claridad. Aquello significaba
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que tenía que separarse de él antes de que abandonaran la autopista. Tenía
que conseguir que se detuviera de algún modo. Dan le había dicho que
todo vehículo que se detenía, era rápidamente investigado por la policía,
con el patrullero amparado por sus propios faros y apareciendo de la zona
luminosa con una mano sobre el revólver.
Parecía una horrible ironía que ella se hubiera divertido con su seria
discusión sobre los diferentes métodos utilizados por la policía en la
autopista —sintiéndose incluso un poco aburrida por el entusiasmo que
mostraba por su trabajo—, cuando eran precisamente aquella habilidad y
energía lo único que podría salvar su vida. Trató de dejar de pensar en Dan
O'Leary. De seguir así, eso la haría llorar, lo sabía, y ahora no quedaba
tiempo para sentir aquella clase de autocompasión. Más tarde podría
pensar en él; en su forma alerta y enérgica de andar, en el fino y oscuro
velo que cubría el dorso de sus grandes y bien formadas manos, en la
forma cómo comprendía un chiste un fragmento de segundo después que
ella y en cómo la miraba, un poco sumisamente, ante su mayor capacidad
de comprensión.
Ahora tenía que conseguir que aquel malvado detuviera el coche.
—Por favor —dijo con un débil tono de voz—. Voy a vomitar. Estoy
mareada.
—Bueno, eso no es nada malo. Pero ya no nos queda mucho.
Bogan echó un vistazo a su reloj, y después observó el numerado poste
kilométrico que brillaba delante de él, en la oscuridad. Llevaba un poco de
retraso, pero no era nada serio. La lluvia le había hecho perder tiempo.
Sonrió, estudiando el cambiante reflejo de su rostro sobre el parabrisas.
Aunque su coche era oscuro, había luz suficiente, procedente de los
vehículos que le pasaban, para proyectar la cuadrada imagen de su rostro
sobre el parabrisas, por cuya parte exterior chorreaba el agua. El agua
emborronaba sus rasgos a intervalos rítmicos, y después, el
limpiaparabrisas volvía a permitir verlos con claridad; resultaba
interesante esta alternativa nitidez y emborronamiento de su reflejo.
—Por favor —volvió a suplicar ella—, me estoy helando. No hay
circulación en mis manos y piernas. Deténgase un momento y desáteme los
tobillos.
—Ya sé que eres la chica del patrullero O'Leary —dijo él—. Vi cómo os
sonreíais el uno al otro. ¿Te vas a casar con él? —seguía sonriendo,
observando cómo su rostro aparecía y desaparecía de foco al compás del
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movimiento del limpiaparabrisas— Contéstame. ¿Te vas a casar con él? —
volvió a preguntar fríamente.
Ella guardó silencio; el cambio en el tono de su voz hizo que un
escalofrío recorriera su cuerpo encogido. Trató de imaginar los
pensamientos del hombre, formarse alguna idea de sus necesidades e
impulsos, pero aquello era tan inútil como intentar hacer un rompecabezas
con los ojos vendados.
—No estoy segura —dijo al fin.
—No estás segura —repitió él, imitándole la voz, con un acento
petulante.
Aquella pequeña mentirosa. Se casarían y comprarían una pequeña casa
y bajarían todas las cortinas para que nadie pudiera verles. Y mantendrían
a todo el mundo alejado de su pequeño círculo de placer.
Recordó cómo había sido todo en su propia casa; las largas noches que
sólo pertenecían a su padre y a su madre y, finalmente, su culpable alivio y
felicidad tras la muerte de su padre. Entonces, sólo quedaron su madre y
su hermano, y todo fue muy bonito. Ella cocinaba pasteles dulces y les
contaba historias. Y todo siguió así durante un largo y agradable período
de tiempo. Hasta que su hermano trajo a casa a una chica. Se habían
peleado por ello; Bogan le advirtió de la cosa tan terrible que estaba
haciendo, pero su hermano se casó de todos modos, y después sólo
quedaron su madre y él, y aquélla fue la mejor época de todas. Él trabajaba
como vigilante de noche, porque la luz del sol le hacía daño en los ojos,
demasiado débiles. Ella mantenía el apartamento en sombras durante todo
el día, y veían juntos la televisión, y ella cocinaba para él y cuidaba de sus
ropas. Cuando murió, le pidió a su hermano si podía vivir con él, pero ya
tenía hijos y no había habitación para él. Fue entonces cuando alquiló aquel
pequeño lugar en la Tercera Avenida y empezó a observar a la pareja de la
tienda de muebles.
Bogan sacudió la cabeza; sus pensamientos le estaban distrayendo,
danzando de un lado a otro por entre la tranquila oscuridad de su mente.
—¡Por favor! —volvió a gritar la mujer—. Están subiendo humos del
escape por entre las rendijas. No puedo respirar.
—Bajaré la ventanilla —dijo él, sonriendo—. No voy a parar, así es que
puedes olvidarte de tus pequeños trucos.
El aire, frío y húmedo, se abalanzó sobre su helado cuerpo. De repente,
se sintió muy cerca del pánico; eso era lo que le excitaba a él: jugar con ella
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como el gato con el ratón, saboreando su desamparo. Si no podía hacer que
se detuviera, no habría ninguna esperanza..., a menos que un coche
patrulla le hiciera señales para que se detuviera. Pero, evidentemente, la
policía no tenía forma de identificarle. En caso contrario, no estaría
conduciendo tan confiadamente. ¿Cómo podía atraer la atención de la
policía? Hacia ella misma, o hacia el coche, eso daba lo mismo.
Pero no podía hacer nada mientras permaneciera atada. Empezó a
tensar las cintas que tenía alrededor de sus puños, rozando las manos una
contra otra hasta que la piel enrojeció, ejerciendo toda su nerviosa fortaleza
contra el tejido de seda. El joven no había hecho un trabajo tan eficiente, y
le bendijo por ello. Quizá le proporcionó deliberadamente esta
oportunidad. Los nudos estaban sueltos, y sus esfuerzos consiguieron abrir
un precioso hueco de un centímetro y medio. Aquello ya casi fue
suficiente, pues sus manos eran bastante pequeñas. Lo intentó de nuevo,
rozándose en silencio sus muñecas, con desesperación, hasta que los nudos
volvieron a deshacerse. Aquello ya era suficiente. Se liberó las manos y se
las llevó a la boca para silenciar los sonidos de su rápida respiración.
Pero con aquello no podía hacer gran cosa. Podía levantar el abridor de
la puerta de atrás, pero conseguir abrir la puerta, teniendo que luchar
contra la corriente de aire, sería casi imposible estando como estaba. Y
tampoco le serviría de nada, a menos que intentara arrojarse del coche.
Este pensamiento le condujo instantáneamente a otro... Si no se podía
lanzar ella misma, ¿qué otra cosa podía arrojar del coche? Sobre todo, a
través de la ventanilla abierta situada junto al asiento del conductor. El
lazo de seda que había atado sus muñecas no llamaría la atención de nadie.
Tanteó cautelosamente por el suelo del coche, pero sólo encontró un
periódico arrugado y lo que parecía ser un paquete vacío de cigarrillos.
Nada útil. Tenía que ser algo que diera una pista sobre ella.
Pensó en quitarse un zapato, pero tras un doloroso esfuerzo se dio
cuenta de que le era imposible. Podía doblar la espalda hacia atrás y
cogerse los tobillos con las manos, pero no podía soltar el cinturón, ni
deshacerse el nudo de los zapatos en aquella posición. Y no podía
arriesgarse a dar la vuelta y quedar echada boca arriba. Seguramente, él
vería la parte superior de su cabeza por el espejo retrovisor. Pero el
pensamiento de los zapatos la impulsó a hacer un pequeño inventario
personal. Anillo, un pequeño peine, una cinta del pelo, un bolígrafo sujeto
al bolsillo de su uniforme. Eso era todo; y ninguno de aquellos objetos
tenía ningún significado especial. No representarían nada para quien los
encontrara.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
—Ya está bien de aire —dijo Bogan, y empezó a subir la ventanilla.
—¡No, por favor! —su corazón empezó a latirle violentamente; acababa
de recordar el delantal que llevaba; el corto y almidonado delantal con el
nombre de Howard Johnson bordado en rojo sobre el bolsillo superior—.
Por favor, no cierre la ventana. Me estoy sofocando.
El terror que se notaba en su voz era verdadero. Si él cerraba ahora la
ventana, habría desaparecido su única oportunidad.
—Bueno, no queremos que pase eso —comentó él, volviendo a bajar el
cristal de la ventanilla—. Queremos que estés bonita y saludable para tu
elegante patrullero. Y no estarías bonita si te sofocaras hasta morir.
III
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
Rezó en voz baja. Cuando se movió hacia adelante, la ventanilla abierta
había quedado libre, sin que su cuerpo la obstruyera. Y si pasaban a otro
coche, él también volvería a inclinarse hacia adelante.
Con su mano derecha, arrugó el delantal hasta convertirlo en una bola, y
la fue levantando poco a poco. Cuando pasara a otro coche, ella no podría
mirar para ver si él se había movido hacia adelante. En tal caso, se
encontraría cerca del espejo retrovisor, siendo capaz de notar cualquier
movimiento que se pudiera producir detrás de él. Ella tendría que
arriesgarse, levantando el delantal, sacándolo por la ventanilla y dejándolo
caer, sin mirar y rezando para que su mano no rozara el hombro.
Avanzaron durante varios minutos por el carril del centro.
—Ya está bien de aire —dijo, con un chasquido de su voz—. En cuanto
pasemos a ese camión, subiré la ventanilla y la dejaré así. ¿Para qué me
voy a preocupar por tu comodidad? ¿Sientes alguna simpatía por mí?
¿Acaso yo te preocupo algo?
El coche se desvió hacia la izquierda y adquirió velocidad, haciendo que
las ruedas chirriaran sobre el pavimento húmedo. Contó lentamente hasta
tres, tratando de controlar el temor paralizante que se apoderaba de su
cuerpo. «Ahora», pensó, pero no consiguió mover la mano. El coche estaba
volviendo casi al carril central y ella se mordió furiosamente su tembloroso
labio y dijo: «¡Ahora!», en un desesperado y pequeño murmullo.
Empujó la mano hacia la ventanilla, temiendo un contacto con el cuerpo
del hombre, pero no sintió nada, excepto el viento húmedo como hielo
contra sus nudillos. Un pliegue de la prenda hizo un ruido de
desgarramiento al entrar en contacto con la corriente de aire. Mantuvo el
delantal cogido entre el pulgar y el índice, sintiendo cómo se estiraba y se
llenaba de viento, y entonces lo soltó. Cuando deslizó la mano,
apartándola de la ventanilla, Bogan se reclinó en el asiento, y sus dedos
produjeron un ligero roce sobre el tejido de su chaqueta.
Pero él no pareció darse cuenta de nada.
—Si quieres ahogarte —dijo él—, adelante —y subió la ventanilla hasta
dejarla ajustada—. ¿Por qué me voy a preocupar? —Había en su voz un
tono amenazador y vengativo—. No me importa si tu rostro se pone negro
y tus pulmones estallan.
Bogan encendió entonces la radio del coche.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
Ella se quedó completamente quieta, agotada por el temor y la tensión.
Se llevó el dorso de una mano a la boca, apretándola contra sus labios, para
reprimir un sollozo.
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aquellas salidas estaban vigiladas, claro. Resultaba imposible investigar un
coche tras otro, pero se estaba prestando una gran atención a los coches
tipo sedán de marca «Ford», «Chevrolet» y «Plymouth», especialmente a
los que eran conducidos por hombres corpulentos que llevaran gafas.
Puede que el asesino hubiera conseguido atravesar la barrera, pero Royce
se sentía razonablemente seguro de que aún se encontraba en la autopista.
Miró el gran reloj que había en la pared opuesta y el sargento Tonelli
consultó su reloj de pulsera.
Dentro de otros dos minutos más, el convoy presidencial entraría en la
autopista por la entrada 5.
Tonelli aclaró su garganta.
—Esos reporteros todavía están ahí afuera, capitán —dijo.
—Un buen sitio para estar —observó Royce.
Durante la última hora habían estado llegando al cuartel general
periodistas y reporteros de radio y televisión. Podían causar un gran dolor
de cabeza a Royce, y poner en dificultades el tráfico en la autopista, si no
les informaba brevemente de lo que estaba sucediendo y de los planes que
se estaban realizando para atrapar al asesino; pero Royce estaba preparado
para, aceptar esta eventualidad. Ahora, todos los patrulleros libres de
servicio ya se encontraban trabajando en la autopista, que se había
convertido en una trampa de ciento sesenta kilómetros vigilada por todos
los coches patrulla, señalizados o no, que estaban en disposición de
servicio. Por la autopista rodaban tres vehículos con escuadrones
especiales antidisturbios, a intervalos de poco más de treinta kilómetros,
listos para converger inmediatamente hacia cualquier lugar donde se diera
la alarma, dotados de gases lacrimógenos y balas de goma. El teniente
Biersby, en el centro de comunicaciones, había alertado a toda la policía
situada en un radio de ciento sesenta kilómetros alrededor de la autopista,
y esta red se estaba ampliando a cada minuto que pasaba. Los cobradores
del peaje, que no eran policías, sino civiles desarmados, habían sido
sustituidos por policía estatal vestida de paisano, transferida directamente
bajo el mando de Royce.
Si esta información era transmitida por un reportero a una emisora de
radio o de televisión, estaría en el aire en cuestión de minutos. Y eso
sonaría muy bien, pensó Royce. La gente que escuchara la medida, la
aprobaría porque, después de todo, la policía estaba cumpliendo una tarea.
Pudiera ser incluso que aquello disminuyera un poco su indignación la
próxima vez que fueran multados por exceso de velocidad. Pero en contra
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de las ventajas de una buena prensa, Royce tuvo en cuenta un hecho muy
importante: el asesino podría disponer de radio en su coche y, sin duda
alguna, estaría interesado en conocer los detalles de los planes que se
habían hecho para atraparle.
Un timbre sonó en la mesa del radiofonista y escucharon el crujido de la
radio, con una voz distante que informaba. El radiofonista se volvió
rápidamente y miró al capitán Royce, que se había adelantado hasta la
puerta de su despacho.
—Salida cinco informando, señor —dijo—. El presidente está en la
autopista. Es un convoy de ocho coches, con nuestras patrullas al frente y
detrás. Viajando por el carril de la derecha a setenta y cinco
aproximadamente.
—¿Han informado de su posición todas las demás patrullas? —
preguntó Royce.
—Sí, señor.
Royce asintió y se pasó una mano por su frente sudorosa. Después,
regresó ante el mapa. Podía visualizar el progreso del convoy y conocía la
densidad del tráfico que le rodeaba y las condiciones del tiempo en aquel
trozo de autopista. Ninguno de estos elementos era favorable: la autopista
estaba resbaladiza por la lluvia y el tráfico se movía con lentitud y pesadez.
—¡Capitán Royce! —llamó con un grito el radiofonista—. ¿Quiere venir
un momento, señor?
Royce, con Tonelli y Trask siguiéndole, llegó junto al radiofonista de
varias largas zancadas.
—El coche dieciséis acaba de informar, señor —dijo rápidamente el
radiofonista—. Termina de investigar a un coche detenido. El conductor
aparcó en la cuneta porque desde el coche que iba delante alguien lanzó un
delantal de Howard Johnson que se pegó a su parabrisas. El delantal
procedió de la ventanilla del conductor de un «Ford» del cincuenta y dos,
con matrícula de Nueva York. La esposa consiguió ver los tres últimos
números de la matrícula: seis, cuatro, dos.
—¿Dónde ocurrió eso?
—La patrulla dieciséis se detuvo en el poste kilométrico ochenta y seis,
en... —el radiofonista consultó sus referencias—. Recibí su solicitud de
cerrar la autopista hace dos minutos.
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Royce hizo un rápido cálculo: el «Ford» del 52 llevaba esos dos minutos
de ventaja, además del tiempo que el conductor hubiera tardado en
detener a un coche patrulla. Un total de unos cinco minutos; lo que situaría
al asesino cerca del poste kilométrico ochenta, en la salida 5.
—¿Quién está cerca del ochenta? —preguntó ásperamente.
—O'Leary. Patrulla veintiuno. Va detrás del presidente, a unos
doscientos metros de distancia —y añadió sin necesidad—: Manteniendo el
tráfico detrás del lento convoy.
Cuando O'Leary recibió sus órdenes del radiofonista del cuartel general,
se encontraba en el carril central del tráfico que se dirigía hacia el sur, cerca
del poste kilométrico setenta y seis. El convoy presidencial se encontraba
unos pocos cientos de metros por delante de él, rodando suavemente por
el carril de la derecha; podía ver la luz roja giratoria del coche patrulla de
cola, brillando en la oscuridad.
O'Leary estaba sentado recto, con sus grandes manos apretadas sobre el
volante. Repitió los tres números que le había dado el radiofonista y dijo:
—¡Recibido! —después, colgó el receptor.
Su corazón latía lleno de esperanza y excitación. Había estado acortando
lentamente la distancia que le separaba del convoy durante los últimos
cinco minutos y estaba completamente seguro de que no había pasado a
ningún sedán «Ford» del 52. Aquello significaba que el asesino estaba
delante de él, en alguno de los carriles llenos de tráfico que se movía entre
él y el convoy. Después de mirar por su espejo retrovisor, O'Leary se situó
en el carril de la izquierda, controlando el suave y poderoso vehículo como
si fuera una extensión de su propio cuerpo. Pasó junto a tres coches más
lentos y tras comprobar sus matrículas, volvió al carril del centro.
Permaneció allí el tiempo suficiente para comprobar las matrículas de los
coches que tenía ante él y a su derecha; después, volvió al carril de
adelantamiento y sobrepasó a los coches que había eliminado. La lluvia
dificultaba su trabajo, pero realizaba todos sus movimientos con una
precisión deliberada, saliendo y volviendo a entrar en el tráfico con una
habilidad que no le costaba ningún esfuerzo.
Estableció contacto en el poste kilométrico sesenta y nueve; el «Ford»
viajaba en el carril central, a unos cincuenta metros por detrás del convoy
presidencial, pero ganando distancia con lentitud.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
O'Leary extendió discretamente la mano y cogió el receptor del soporte
situado junto al volante.
—O'Leary, veintiuno —informó al sargento Tonelli—. Lo tengo. Poste
kilométrico sesenta y nueve, dirección sur, carril central.
—¡Espere un momento! Aquí el capitán —dijo el capitán Royce
ásperamente—. O'Leary, ¿ha conseguido ver al conductor?
—No, señor. Estoy detrás de él, a tres o cuatro coches de distancia.
—¿Alguna señal de la mujer?
—No, señor.
—¡Adelántele! A partir de ahora le cubriremos con coches no
identificados.
—¡Recibido!
O'Leary se disponía a situarse en el carril de la izquierda cuando vio
cómo, de repente, el «Ford» cobraba velocidad y se dirigía hacia el convoy
presidencial. El convoy de ocho vehículos avanzaba ahora a unos noventa
kilómetros por hora, con intervalos de aproximadamente cincuenta metros
entre cada coche.
—¡Dios mío! —murmuró O'Leary entre dientes.
El «Ford» se estaba moviendo hacia el extremo derecho del carril
central, doblando lentamente hacia la derecha, para situarse en uno de los
espacios que separaban los coches del convoy. Cogió el micrófonoreceptor
y gritó duramente:
—¡Tonelli! Está tratando de situarse en el convoy. ¡Eso es lo que ha
estado esperando todo el tiempo!
Era un plan salvaje y desesperado, pero no dejaba de haber cierta
brillantez en él. Si el «Ford» se introducía en el convoy, situándose delante
de un coche lleno de agentes del Servicio Secreto, sería detectado
instantáneamente. Pero si se colocaba en el espacio entre periodistas o
ayudantes presidenciales, podría pasar desapercibido. Y una vez dentro
del convoy, el asesino tenía asegurada una salida libre de la autopista
porque el presidente no sería detenido en ninguna caseta de cobro de
peaje..., todo el convoy pasaría, siendo saludado con deferencia.
El capitán Royce ya estaba dando órdenes que restallaban como
disparos en el receptor de O'Leary. Informó de la situación y número de
matrícula del «Ford» a las patrullas no identificadas 30 y 40, y les ordenó
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O'Leary apretó el acelerador y se dirigió hacia la cabeza del convoy; en
su espejo retrovisor vio cómo un convertible negro se situaba lentamente
por delante del «Ford».
Harry Bogan maldijo su suerte, maldijo la cortina de lluvia que caía en
delgadas columnas plateadas por delante de las luces de los faros. Se
inclinó hacia adelante y limpió con la palma de la mano la pequeña capa
de vapor que se había fijado en la parte interior del parabrisas.
Unos pocos minutos antes estuvo riéndose con un turbulento buen
humor. El plan iba a salir bien; estaba convencido de ello. Los espacios que
separaban a los vehículos del convoy eran grandes, y la lluvia resultaba
una cobertura excelente para el movimiento que había planeado realizar.
Había leído en los periódicos algo sobre el viaje del presidente, que acudía
a una ceremonia en un hospital de veteranos de Plankton, cerca de la
salida 5 y que planeaba regresar a Washington aquella misma noche.
Y entonces, cuando Bogan se aproximaba a la salida 5, escuchó en una
emisora local de Plankton un informe por el que pudo comprobar que sus
planes para interceptar el convoy del presidente se desarrollaban con toda
exactitud. El alcalde estaba siendo entrevistado; habló del honor que
representaba para el pueblo la visita del presidente, del inspirador mensaje
que el presidente había enviado no sólo al pueblo, sino a toda la nación,
dirigido a los hombres libres de todo el mundo. Bogan había escuchado
atentamente, irritado por las palabras grandilocuentes, por la voz de estilo
oratorio que llenó el coche. Y entonces, el alcalde dijo: «Aunque sólo hace
unos pocos momentos que se ha marchado, le echamos profundamente de
menos, y nuestros corazones le desean un buen viaje de regreso.»
Aquello era precisamente lo que quería saber Bogan: el momento de la
partida del presidente de Plankton. Hasta entonces, todo lo que había
hecho eran suposiciones; ahora estaba seguro.
Pero de repente, cuando estaba preparado para ejecutar el paso final, un
coche de la policía se situó junto a él, permaneciendo allí con una
inquietante persistencia. Y cuando finalmente se decidió a pasarle,
alejándose, un tonto que conducía un convertible negro se situó delante de
él, obligándole a reducir su marcha a sesenta y cinco kilómetros por hora,
ignorando arrogantemente el furioso sonar de su claxon.
El convoy se alejó de él, con las luces rojas de los coches patrulla
perdiéndose en la oscuridad, y fue entonces cuando el convertible negro
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giró lentamente hacia el carril de la derecha dejando el paso libre a Bogan.
Pero entonces, otro tonto se le adelantó, un hombre que conducía una
camioneta y que parecía ser un borracho o un suicida; osciló erráticamente
frente a él, frustrando todos sus intentos de pasarle.
Bogan ya no se sintió inflado por la orgullosa sensación de dominio.
Todo empezó a resultar confuso e insensato, como sucedió cuando rompió
con su hermano y durante los largos años de amargas desilusiones sin
sentido; no había ninguna conexión ni relación con lo que le estaba
sucediendo ahora, sólo permanecía la sensación de haber sido burlado de
algún modo y la necesidad de devolver el golpe a quienes le atormentaban.
Pero el curso de sus fragmentados pensamientos llegaron a un final
sostenido: todas las manos se habían elevado para destruirle. Pero no lo
encontrarían tan fácilmente.
Habló con aspereza a la mujer que estaba en el suelo de la parte de atrás:
—Crees que te vas a casar con ese enorme y elegante patrullero,
¿verdad? Crees que te devolveré a él sana y salva, ¿eh? Bonita y dulce para
que te pueda manosear con sus manazas. ¿Es eso lo que estás esperando?
Sheila se había colocado sobre un costado. En esa posición le era posible
trabajar con la hebilla que aseguraba el cinturón alrededor de sus tobillos.
—¿Adonde me lleva? —preguntó.
No tenía ningún sentido preguntarle aquello. Sólo confiaba en poder
distraerle de aquella terrible preocupación sobre ella y Dan. No podía
soportar la amenaza de obscena excitación que percibía en su voz, el
frenesí de sus insinuaciones.
—Lo sabrás cuando hayamos llegado —contestó él.
Ya había abandonado la esperanza de que alguien hubiera encontrado
su delantal. Se lo imaginaba húmedo y arrugado sobre la autopista,
convertido en una masa irreconocible después de que miles de ruedas
hubieran pasado sobre él. Ahora, la única oportunidad que le quedaba la
encontraría cuando él se detuviera en la salida para pagar el peaje; si fuera
posible, si no descubriera hasta entonces que se había librado las manos,
abriría la puerta y se arrojaría del coche. El dispararía contra ella, claro;
sabía por lo que había estado diciendo y por el sonido de su voz que tenía
la intención de matarla de una forma u otra. Pero ella elegiría la forma; y
sabía muy bien que una bala sería infinitamente preferible a quedarse sola
con él en la anónima oscuridad que se extendía al otro lado de la autopista.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
De repente, Bogan se echó a reír. La camioneta se había apartado de su
camino. Sólo había perdido unos pocos minutos. El convoy presidencial
estaba viajando por debajo del límite de velocidad, y probablemente sólo
estaba a dos o tres kilómetros por delante de él. Aún tenía tiempo para
alcanzarle. Apretó el pie sobre el acelerador.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
Royce se apartó del mapa y se quedó mirando por las ventanas; en el
exterior, el tiempo había empeorado y la lluvia caía en grandes oleadas por
las grandes hojas de cristal. Podía ver las luces del tráfico moviéndose
lentamente a través de la tormenta.
—Trataremos de mantenerle tan ocupado que no tenga tiempo para
preocuparse por ella —dijo con lentitud—. Es todo lo que podemos hacer.
Y no es mucho. Ahora mismo, es un hombre peligroso. Ha perdido el
contacto con el convoy y si no está completamente loco se habrá dado
cuenta de que ya no puede alcanzarle. Sus planes han salido mal y
esperará algún tipo de problemas —se frotó la frente con la mano—. Si
pudiéramos calmarle un poco, hacerle sentirse confiado. Entonces
podríamos... —Royce se detuvo; seguía mirando por las ventanas; una
ceñuda sonrisa se extendió por sus rasgos duros y curtidos—. ¿Está
buscando el convoy, verdad, sargento? Supongamos que organizamos uno
para él.
—¿Qué quiere decir?
—Escuche, y después actúe de prisa. Comunique a la salida dos y al
sargento Brannon, en la subemisora sur. Vamos a situar un convoy en la
autopista, delante del asesino. Será nuestro convoy. Con patrullas de
escolta delante y detrás. Le dejaremos que se meta en él. Después
apretaremos la trampa.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
—Creo que vamos demasiado rápidos, Frank. Reduzcamos un poco.
—Recibido.
Sus intercomunicaciones estaban dirigidas por el radiofonista del cuartel
general, quien las comunicaba al capitán Royce.
—El convoy está en el carril tres, poste kilométrico veintiocho.
Reduciendo velocidad por debajo de los ochenta.
Royce asintió y comprobó la posición del coche del asesino sobre el
mapa. Detrás de él estaba, de pie, el mayor Townsend, comandante en jefe
de la policía estatal. Había llegado hacía unos minutos —era un hombre
delgado, pero fuerte, cercano a los sesenta años—, para recibir un informe
personal de Royce sobre la situación.
—Poste kilométrico veintiocho —dijo Townsend—. ¿Y dónde está el
«Ford»?
—Medio kilómetro detrás. Lo tenemos bajo vigilancia. Se está acercando
continuamente.
—¿Y si pica? ¿Qué se hará entonces?
—El convoy irá cerrando huecos y pasará al carril central. Coches no
identificados se situarán en los carriles uno y tres, colocándose a ambos
lados de él. Se encontrará entonces encajonado entre cuatro coches.
—Suponga que no pica. ¿Hay algo en el aspecto de nuestro convoy que
pueda hacerle sospechar?
—No lo creo, mayor. A menos que sea capaz de leer nuestros
pensamientos. En nuestro convoy no hay nada que lo distinga del convoy
presidencial, sobre todo en una noche oscura y lluviosa como ésta. Su
velocidad es constante y ahora se está moviendo por el carril de la derecha,
donde el asesino espera encontrarlo... por el carril de la derecha, con el
mismo número y tipo de coches que los que acompañan al presidente, con
patrullas delante y detrás, con las luces rojas giratorias encendidas.
—Está bien —dijo el mayor—. Supongo que meterá la cabeza en el
agujero. ¿Dónde se propone arrestarlo?
Royce se acercó más al mapa y señaló la salida 1, la última de la
autopista.
—Justo aquí, señor.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
—Detendremos el convoy justo aquí —dijo, volviéndose hacia el mapa y
señalando la cabina de peaje de la derecha, en la salida 1—. A unas
cincuenta yardas a esta parte de la cabina hemos situado luces rojas
intermitentes de tráfico, que son normales. Cuando el convoy se detenga,
un patrullero saludará al primer coche, y señalará hacia esas luces,
indicando que el conductor debe permanecer a la derecha de ellas.
Después, saludará de nuevo y permitirá al coche pasar la cabina de peaje.
Repetirá lo mismo con los dos coches siguientes. El coche del asesino es el
que viene después. Naturalmente, el asesino estará observando, pero todo
lo que verá será a un respetuoso patrullero introduciendo el convoy
presidencial en el carril adecuado, facilitando su salida de la autopista —
Royce recorrió la superficie del mapa con su dedo—. Mientras tanto, otros
patrulleros se acercarán al coche por detrás, con las armas preparadas. Dan
O'Leary, que es la escolta de la cola, abandonará su coche y se moverá
hacia la derecha. Patrulleros y detectives del convoy se le unirán,
cubriendo al asesino desde ambos lados. Lo cogerán por detrás, y le
matarán si se resiste —Royce se quedó mirando al mayor Townsend y
preguntó—: ¿Ve algún impedimento en todo esto?
—No, parece correcto. No me gusta exponer a los patrulleros
situándolos frente al asesino. Y tampoco me gusta el hecho de que la mujer
esté en el coche. Pero si las cosas fueran tan simples como a mí me gustaría
que fuesen, podríamos irnos a pescar y dejar que un puñado de chicas
exploradoras hicieran el arresto.
—Lo sé —dijo Royce, volviendo a pasarse la mano por la frente; en las
líneas que mostraba alrededor de su boca y de sus ojos se podía ver la
tensión sostenida durante las tres últimas horas—. Necesitamos buena
suerte.
El radiofonista abandonó su emisora y corrió a la oficina de Royce.
—Capitán, un camionero ha descubierto el cuerpo de un joven en el
Howard Johnson número 1. En una zanja cerca del aparcamiento
reservado a los camiones. Está inconsciente, pero creen que se encuentra en
buenas condiciones. Sus documentos demuestran que es el propietario del
«Ford» que conduce el asesino.
—¿Ya va una ambulancia hacia allí?
—Sí, señor.
—Y ese joven, ¿tiene alguna oportunidad?
—Parece que sí, señor. Ha perdido algo de sangre y tiene una horrible
hinchazón en la cabeza, pero está respirando bastante bien.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
—Eso es al menos una buena noticia —dijo Royce—. Quizá tengamos
ahora otra racha de buena suerte —se volvió y se quedó mirando el mapa
—. Lo sabremos dentro de unos pocos minutos.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
Bogan frunció el ceño y se llevó la mano a la frente, sintiendo allí un
dolor extraño y confuso. ¿Qué era lo que quería explicarle a la mujer?
Tenía algo que ver con el enorme patrullero con quien deseaba casarse. Sí.
Tenía que decirle que aquello no estaba bien. Y estaba lo otro sobre su
familia, su padre y su hermano y la joven pareja de Nueva York, la mujer
con las piernas delgadas y desnudas que exhibía tan cruelmente.
Recordaba que no se habían portado amablemente con él, y pensó que
también habría sido interesante hablar con los dos. Pero ahora ya no podía
hacerlo. De algún modo, se habían alejado de él.
Con un instinto de salvación, Bogan sabía que no debía estar pensando
ahora en aquellas cosas; le confundirían y le enojarían y ahora necesitaba
de toda su astucia y fortaleza para luchar contra las fuerzas que se le
oponían.
—Cállate —dijo con petulancia y de mal humor—. Tú me has metido en
todo este problema. Eso es lo que voy a hablar contigo más tarde. Espera y
verás.
—Por favor —dijo ella, y por primera vez su voz se quebró; sabía que él
deseaba matarla—. Por favor, no...
—¡Cállate! —gritó él con una voz baja y dura, inclinándose después
hacia adelante, y estrechando sus ojos, llenos de tensión.
El convoy estaba reduciendo su velocidad. Delante de él vio las luces
arqueadas de la salida 1, brillando en la oscuridad. La corriente de tráfico
de la autopista se iba extendiendo a medida que penetraba en la ancha
zona de aproximación a la última salida. El convoy pasó junto a una línea
de patrulleros, que saludaron, y giró hacia las luces intermitentes y la
cabina de peaje situada en el extremo derecho de la salida. Se estaban
deteniendo, y el corazón de Bogan empezó a latir con temor; todo aquello
era un error, nadie podía detener el convoy del presidente..., a menos que
estuvieran buscando algo. El pensamiento produjo un luminoso destello
de terror en su mente. Sacó el revólver de su bolsillo y bajó la ventanilla,
dejándola a media altura. Una rociada de lluvia fría le dio en el rostro.
Unas gotas húmedas se acumularon sobre sus gafas, y las luces giratorias
de los coches de la policía se fragmentaron sobre ellas, como lanzas
amenazadoras. En el silencio, pudo escuchar la rápida respiración de la
mujer.
—No te muevas ni hagas ningún ruido —le dijo, tranquilamente—. Si lo
haces, serás responsable de los hombres que tendré que matar.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
Bogan se limpió las gafas con la punta de su dedo índice, abriendo un
pequeño túnel de visibilidad a través de la lluvia, las luces y las sombras.
Cuando vio a un patrullero aproximarse al primer vehículo del convoy,
Bogan elevó su revólver hasta la altura del cristal semibajado. Pero el
patrullero se detuvo a unos dos metros del primer coche, se puso firmes y
saludó perfectamente. Señaló hacia la línea de luces intermitentes,
dirigiendo sin duda alguna al conductor hacia la derecha; después, volvió
a saludar y el coche comenzó a moverse lentamente. El mismo
procedimiento fue repetido con el segundo coche y Bogan se dio cuenta de
que era un simple procedimiento rutinario; un policía respetuoso
dirigiendo el convoy hacia el carril privilegiado que se le señalaba. Apartó
el revólver de la ventanilla y fue tranquilizando su respiración. Todo
estaba bien; la sensación de alivio fue tan intensa, que casi se echó a reír en
voz alta. Ahora, el coche situado delante de él empezaba a moverse, y el
patrullero se dirigía hacia el suyo con pasos largos y ondulantes; era una
alta figura negra bajo la lluvia.
Bogan oyó moverse a la chica detrás de él y escuchó el click metálico de
la puerta de atrás, al soltarse; después, una pequeña ráfaga de aire frío le
dio en la nuca. Se revolvió desesperadamente, sintiendo cómo el temor se
apoderaba de él, en oleadas repentinas y horribles. Vio que la mujer se
había liberado; el cinturón había desaparecido de sus tobillos y tenía
agarrado con las manos el abridor de la portezuela, parcialmente abierta
ya. No sintió nada, excepto un desesperado dolor por la traición; ella era
mucho peor que todos los demás, engañándole en silencio, conspirando
astutamente para frustrar todos sus planes.
Y entonces, a través del espejo retrovisor. Bogan vio la figura de un
hombre uniformado corriendo agachado hacia su coche. Maldijo
furiosamente y soltó el pedal del embrague al mismo tiempo que se volvía
y disparaba contra el patrullero que se aproximaba al coche de frente. El
empuje del coche, puesto a toda velocidad, hizo que la puerta de atrás se
cerrara de un golpe, y Bogan oyó a la mujer gritar de dolor. «Sus dedos»,
pensó, haciendo girar el coche hacia un lado para evitar al patrullero, que
se había arrojado al suelo, esquivando el disparo de Bogan. Dedos blancos y
delgados, tan suaves al acariciar como el terciopelo. Bogan giró salvajemente el
volante, librándose del patrullero y avanzando después directamente hacia
el paso de salida. Era importante escapar y no quedarse allí, haciendo el
tonto, bajo la lluvia. Más tarde me encargaré de él, más tarde me encargaré de
todos.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
O'Leary se encontraba a dos metros por detrás del «Ford» cuando Bogan
disparó contra el patrullero. Se lanzó hacia adelante, cubriendo la distancia
de una zancada, pero el coche ya empezaba a alejarse de él, girando
fuertemente a la izquierda; pero después giró de nuevo locamente hacia la
derecha, enfilando el paso de salida y O'Leary pudo agarrarse a la puerta
de atrás, cogiendo el manillar con las dos manos. La velocidad del coche le
levantó del suelo, haciendo oscilar su cuerpo en forma de arco, pero se
mantuvo agarrado por un precioso segundo y finalmente se las arregló
para soltarse y abrir la portezuela.
El «Ford» se movió espasmódicamente cuando Bogan cambió la marcha,
y durante esa pérdida momentánea de velocidad O'Leary arrojó la parte
superior de su cuerpo sobre el asiento trasero. Agarró a Sheila por las
rodillas y después dejó caer todo su peso y cuando el coche volvió a
adquirir velocidad sus piernas se arrastraron por el suelo y después se
sintió libre golpeando dolorosamente contra el hormigón húmedo, pero
con el ligero peso de Sheila desesperadamente agarrado entre sus brazos.
O'Leary se puso de rodillas y la sostuvo contra sí por un instante,
protegiéndola contra el bramido de los coches y el destello de los disparos.
Ella estaba gritando histéricamente, repitiendo su nombre una y otra vez,
pero no mostraba señas de haberle reconocido, ni en sus ojos ni en la
expresión de su rostro. El terror no la abandonaría en un tiempo, pero
ahora estaba abrazada a alguien que estaría con ella hasta que pasara.
O'Leary la dejó con los detectives que habían bajado de los coches del
convoy y corrió hacia su propio coche patrulla. El «Ford» había pasado
rápidamente por la línea de salida y ahora avanzaba a toda velocidad por
la autopista de casi un kilómetro que conducía al puente sobre la bahía.
Pero ahora ya no tenía escape posible. Tres coches patrulla le seguían a
toda velocidad, maniobrando con despiadada precisión para situarse en
buena posición. No había ningún otro coche en la carretera. Bogan pasó
por un túnel desierto, con los coches patrulla cercándole por tres lados.
O'Leary traspasó la línea de salida poco después que los coches
perseguidores de la policía, llevándose el micrófono a los labios.
—Está solo —dijo—. La chica ha salido del coche y está a salvo.
Su informe sonó en los coches patrulla que le precedían y en el cuartel
general de Riverhead.
—No se descuiden ahora —dijo el capitán Royce—. No corran ningún
riesgo. Por ahí no va a ninguna parte.
Y dio una orden a la policía del puente para que lo elevaran.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
Las barreras del puente se cerraron automáticamente y los poderosos
cables que sujetaban las cuatro esquinas del puente empezaron a girar en
sus tambores, elevando lentamente en el aire la calzada del puente.
—Cogedle cuando se detenga —ordenó Royce.
Bogan vio la lluvia centelleando ante él, extendiéndose como un prado
tranquilo y espacioso al atardecer, con un viento suave que doblaba
ligeramente las hojas de hierba, de modo que relucían bajo los últimos
rayos del atardecer. Era muy hermoso. Todo estaba tranquilo y en paz.
Pero él no podía dejar de llorar. Las lágrimas surgían de sus ojos pacíficos
y bajaban fríamente por sus mejillas. Necesitaba a alguien que le consolara;
alguien de quien no tuviera miedo.
Los coches patrulla le estaban dando caza desde atrás. Los veía...
acechándole como enormes y peligrosos animales.
Unas brillantes luces rojas produjeron destellos en sus ojos y vio una
barrera, y tras ella una pesada cadena que se balanceaba de parte a parte
de la autopista. Y detrás de aquello sólo quedaba el espacioso y pacífico
prado que parecía agua en la curiosa confusión de luces nocturnas y
sombras. Escuchó el choque de su coche contra la barrera y después el
sonido de la sacudida contra la cadena, que cedió, y finalmente se vio libre,
elevándose hacia el oscuro y suave prado, tan fácilmente como un pájaro, o
como el avión de papel de un niño.
Dan O'Leary detuvo su coche y apagó la sirena y la luz roja giratoria. Se
quedó allí sentado por un momento, con los brazos cruzados sobre el
volante y la frente descansando sobre el dorso de las manos. Todo había
pasado; el «Ford» se había abalanzado contra la bahía de Washington y
tras el ruido del choque y un surtidor de espuma blanca no quedó nada,
excepto los cada vez más extensos círculos sobre la superficie del agua
negra y silenciosa.
O'Leary rezó una oración por el hecho de que Sheila estuviera a salvo.
Después, volvió a poner el coche en marcha para dirigirse a la entrada 1,
donde ella le estaba esperando. Condujo a menos de la velocidad máxima
permitida, de un modo constante y preciso, con sus grandes manos
firmemente agarradas al volante, y los ojos mirando alertas la carretera que
tenía ante él. Ahora ya no había necesidad de correr por este último
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
kilómetro que le separaba de la entrada 1, pensó, sintiéndose agradecido.
Lo más importante de él mismo ya estaba allí.
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Historias para leer a plena luz Alfred Hitchcock
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Título original: Stories to be read with the lights on
1ª edición en Colección Naranja: septiembre, 1980
La presente edición es propiedad de Editorial Bruguera, S. A.
© Random House, Inc. 1973
Traducción: José M. Pomares 1976
Diseño cubierta: SouléSpagnuolo
ISBN: 8402073948
(J & L)
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