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Catalina II de Rusia

Catalina II de Rusia fue emperatriz de Rusia que continuó la obra de su predecesor, Pedro el
Grande, en el último tercio del siglo XVIII. La gran déspota ilustrada del norte llevó a cabo los sueños
imperiales acariciados por aquél y erigió en ese inmenso país un poderoso Estado europeo. Si bien
contó con las simpatías de los filósofos ilustrados de Occidente —ganada gracias a su refinada
capacidad y a sus opiniones liberales—, ello no fue óbice para que reprimiera las sublevaciones
campesinas y se apoderara de los vecinos Estados de Turquía y Polonia.
En la mente del pueblo ruso su nombre está asociado al de Pedro el Grande, pues Catalina II
culminó la tarea de abrir las puertas del imperio a las influencias de Europa occidental.

Nacimiento
Rusia fue su país de adopción, pues Catalina II había nacido en un principado alemán. Era hija de un
oscuro príncipe, Cristián augusto de Zerbst-Gottorp, si bien por parte de su madre, Juana Isabel de
Holstein-Gottorp, estaba emparentada con Federico de Prusia.
Nació el 2 de mayo de 1729 en el viejo palacio de Stettin, donde su padre ocupaba el cargo de
gobernador, y fue bautizada en la religión luterana con los nombres de Sofía Augusta, aunque siempre
le llamaron Fichten. Sólo más tarde, al abrazar la religión cismática griega por razones políticas,
pasaría a llamarse Catalina Alexéievna.

Matrimonio con Pedro III


La princesa, que había desarrollado una aguda inteligencia y sensibilidad bajo la guía de su
institutriz francesa, mademoiselle Cardel, deslumbró con su encanto y sagacidad al emperador
Federico II, quien la propuso como esposa del heredero al trono de Rusia, el gran duque Pedro,
primo de la muchacha, y también de origen alemán. Así, a los quince años, la futura Catalina II,
fascinada por las perspectivas que le aguardaban, llegaba a su tierra adoptiva para casarse al poco
tiempo, en 1745, con su neurótico, alcoholizado y quizás impotente primo, un año mayor que ella.
En la corte fue recibida con odio y recelos, y a menudo debió pasar por el trance de la humillación,
pero la joven poseía un carácter dúctil y una acendrada ambición que la hicieron ignorar las ofensas y
ganarse el apoyo incondicional de la emperatriz Isabel I, la hija de Pedro el Grande. Catalina II se
preparaba para su futuro papel de soberana estudiando con ahínco el ruso, la historia del país, política y
ciencias. Sabía que su esposo sería incapaz de gobernar, y desde muy temprano vio la posibilidad
de eliminarlo para tomar las riendas en sus manos. El desprecio y el aborrecimiento mutuo eran los
únicos vínculos que unían al matrimonio. Durante los diecisiete años que éste duró, Catalina II tuvo
como mínimo tres amantes, con toda probabilidad los padres de sus hijos, incluyendo al mayor, Pablo,
nacido en 1754.

Catalina II toma el poder


Cuando murió Isabel, en 1762, la ambiciosa princesa vio la posibilidad de concretar sus planes.
Pedro III, el nuevo emperador, gracias a su ciega admiración por Federico II de Prusia, a sus
costumbres disipadas y precipitadas reformas, levantó contra su persona al partido tradicionalista,
liderado por el conde Orlov, amante de Catalina II. Ésta contaba con el apoyo de la guardia imperial, de
la corte y de la opinón pública de ambas capitales, Moscú y San Petersburgo, donde era admirada
también por los intelectuales merced a su amplia cultura y a sus ideas avanzadas. El mismo año de la
coronación, el 13 de julio de 1762, el zar era derribado por el ejército y ocho días después de su
forzosa abdicación caía asesinado. En septiembre, su viuda era proclamada emperatriz en Moscú, con
el nombre de Catalina II, anunciando que tomaba el poder «para defender la ortodoxia y la gloria de
Rusia». La extranjera estaba decidida a ser considerada una soberana nacional y a ejercer, pese a su
teórico liberalismo, una autocracia sin límites.

Reformas de Catalina II
Entre sus primeras medidas, tendentes a hacer de Rusia un Estado próspero y poderoso, la de mayor
repercusión fue la secularización de los bienes del clero, propietario de un tercio de las tierras y de
los siervos del país. En 1764 logró que su amante Estanislao Poniatowski, hombre débil e
incondicional de la emperatriz, fuera elegido rey de Polonia, y cuatro años más tarde consiguió que las
libertades y las leyes polacas estuvieran bajo su control.
En el ámbito de la justicia, la corona convocó en 1767 una comisión de diputados de las diversas
clases sociales —con excepción de los siervos—, con el propósito de redactar un nuevo código de
leyes, según las Instrucciones para la confección de un nuevo código dadas por la emperatriz. Pero la
comisión encontró que éstas eran demasiado liberales para Rusia y, sin que alcanzara ningún resultado
práctico, fue disuelta al año siguiente. Los debates que en ella se mantuvieron le permitieron a la zarina
conocer el estado real de su imperio y el alcance del poder que detentaba la nobleza. Desde ese
momento reforzó su alianza con esta clase, a fin de afianzar mejor su absolutismo: confirmó las
dispensas del servicio militar a los nobles y los derechos de los señores sobre los siervos.
En los primeros años de su reinado, la discípula de los filósofos liberales de Francia e Inglaterra
se había propuesto llevar a cabo una serie de reformas en el plano de la justicia, la educación y la
cultura, para acabar con un sistema que consideraba inhumano y sacar a Rusia de su atraso
secular. Pero muy pronto comprendió que Montesquieu y Rousseau entraban en contradicción con los
intereses dominantes del país. Antes de acceder al poder, la «Semíramis del norte», como la llamaban,
había planeado la emancipación de los siervos de la gleba, base de la economía rusa, eminentemente
agrícola. Mas cuando vio que ello le haría perder el favor de la nobleza, no tardó en rectificar sus
planes y, olvidándose de la condena que había hecho del sistema, se dedicó, por el contrario, a
reforzarlo: impuso la servidumbre a los ucranianos, que hasta ese momento habían sido libres,
distribuyó tierras entre sus favoritos y ministros, y reprimió las sublevaciones campesinas.
Rebeliones y guerra con Turquía
Desesperados por la miseria y la privación de sus libertades, los cosacos del Bajo Ural y los
siervos de la gleba del Bajo Volga se sublevaron en 1773, tras la figura de Yemeylan Pugachev, y
durante dos años se hicieron dueños de una vasta región, desde Nijni Novgorod hasta el Caspio.
Pero los ejércitos de la zarina aplastaron a los revolucionarios y Pugachev fue ejecutado en Moscú dos
años más tarde.
Fracasados sus intentos de reforma, Catalina II cambió de rumbo y decidió que lo mejor para afianzar
su poder era poner todo su énfasis propagandístico en la grandeza nacional. La guerra con Turquía,
iniciada en 1768, le dio una excusa perfecta, ya que el Imperio otomano era, desde la época de
Pedro el Grande, el enemigo tradicional de los rusos, y por lo tanto servía para encender el fuego
del patriotismo. La lucha significó un triunfo para la emperatriz, cuyas tropas, inferiores en número
pero mejor adiestradas, vencieron en 1770 a los turcos en Larga y Kagul, hecho que posibilitó la
conquista de los territorios del Dniéster. Al mismo tiempo, la escuadra al mando del conde Orlov
aniquiló en el mar Egeo a la flota otomana, y al año siguiente los rusos ocuparon gran parte de Crimea.
Pero Turquía no se dio por vencida hasta 1774, en
que el sultán Ahmed IV firmó la Paz de Kutchuk-Kainardji por la cual cedió los enormes territorios
entre el Dniéper y el Bug, así como algunas ciudades de la Táurida.

Catalina II de Rusia

Potemkín
Ese mismo año, un nuevo favorito ocupó el lugar de Orlov al lado de la reina, un oficial de la
baja nobleza que había destacado en la guerra: Grigori Potemkin, personaje elegante, taimado y
ambicioso que supo conseguir que Catalina II compartiera el poder con él, a diferencia de lo
que había hecho con sus otros amantes. La emperatriz, voluptuosa pero nada sentimental, no
acostumbraba mezclar el amor con los negocios, mas en el caso de Potemkín, diez años menor
que ella, encontró un hombre a quien amar y respetar como un igual. Con su ayuda pudo
acelerar la reestructuración del Estado, basada en una relativa descentralización del poder: por
primera vez la corona se preocupaba de los intereses vitales de la población y no sólo de sus
conveniencias militares. Nuevos departamentos administrativos cobraron vida y el peso de los
negocios públicos recayó en el Senado. En 1785 fue promulgada la Carta de la Nobleza,
ratificando el predominio de los aristócratas en la sociedad y la unión de sus aspiraciones
con la autocracia de San Petersburgo. En la alianza de la corona y la nobleza, la situación de
los campesinos fue la pieza a sacrificar y sus condiciones de vida no hicieron más que
empeorar durante el largo reinado de Catalina II: con un régimen de trabajo próximo a la
esclavitud, los siervos financiaron los inmensos gastos militares y los proyectos culturales. El
desarrollo de la economía y de la instrucción pública, y las obras de colonización interna
emprendidas por Potemkin en las estepas meridionales, desde Crimea hasta Kouban, unido a la
fundación de nuevas ciudades a orillas del mar Negro, dieron gran relieve a la obra del
todopoderoso ministro.

Última etapa del reinado


En la última etapa del reinado, los problemas exteriores volvieron al primer plano. Una nueva
guerra con Turquía, esta vez apoyada por Inglaterra, desembocó en la Paz de Yassy,
firmada el 9 de enero de 1792, que reconoció a los rusos la definitiva posesión de Crimea.
Por la misma época volvió a plantearse el problema polaco, el cual terminó en el despojo de
este país por las potencias vecinas. Rusia ganó inmensos territorios al norte del Duina y el este
del Dniéper.
Pese a las buenas relaciones que siempre mantuvo con los enciclopedistas franceses —Catalina
II se escribió durante quince años con Voltaire y protegió todas las manifestaciones del arte y
de la literatura—, la emperatriz vio con temor el estallido de la Revolución francesa y vivió los
últimos años de su vida ensombrecida por la ejecución de Luis XVI. El día 17 de noviembre
de 1796, cuando tenía sesenta y un años, fue encontrada muerta en su gabinete, sin haber
mostrado síntomas de ninguna enfermedad.

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