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03:55 a.m.

Mariana Yáñez Guerra


Stanley Smith era un cronista del New York Times, escribía específicamente notas
de Arte; además de ser un gran escritor, era un inverosímil fanático de la pintura
surrealista. Desde niño había tenido atracción por aquel movimiento artístico.
Smith vivía solo en un apartamento bastante reducido. Le gustaba el espacio, pero
en vista de que estaba solo, sentía que era necesario vivir en un espacio reducido,
ya que no le gustaba la soledad, y no quería volverse loco teniendo espacio de
sobra, y volverse alcohólico por sentirse tan vacío. Las paredes, los muebles
percudidos, las imágenes heterogéneas del tapiz, y los cigarrillos, eran su
compañía.
El 27 de septiembre de 2005, Stanley se había quedado dormido en el sofá de la
saleta escribiendo un artículo para el diario, despertó en la madrugada de la mañana
del día siguiente. Lo despertó un olor raro a quemado, miró el reloj que estaba en el
escritorio, eran las 3:55 de la madrugada. Se levantó del lugar donde descansaba,
para buscar de dónde provenía el olor. No tuvo que caminar mucho, cuando se dio
cuenta que los cables de su ordenador se habían estropeado, no fue nada grave,
pero se enfadó porque tendría que comprar unos cables nuevos.
El 28 de septiembre, el jornalista durmió a deshoras por quedarse leyendo Cartas a
Milena de Franz Kafka; antes de acostarse, puso el libro en el buró junto a su cama,
y apagó la luz de noche, sólo quedaba el brillo rojo del reloj digital.
En la madrugada, lo despertó un ruido sosegado. Su libro se había caído. Miró la
hora, y eran nuevamente las 3:55. Siguió con el sueño. Y a la mañana siguiente, se
percató de que a su libro le hacían falta 4 páginas, que parecían haber sido
arrancadas.
Habían pasado días consecutivos, y al octavo día, Stanley se dio cuenta de los
patrones: se despertaba por el ruido de sucesos extraños, (como que el tapiz de las
paredes de las recámaras parecían estarse despegando), a la misma hora, y sin
saber por qué.
Pasó el resto del día golpeándose la cien tratando de entender si estaba volviéndose
un chiflado, y estaba exagerando, o quizás era una maldición.
Siguieron aconteciendo los patrones, el tapiz se seguía cayendo, las hojas de sus
libros estaban desapareciendo, los cables de la televisión estaban deshechos, sus
cigarrillos estaban desapareciendo, los pocos bocetos que había hecho, estaban
destazados.
Smith estaba enloqueciendo. Tomó el directorio, y buscó al gerente de bienes
raíces, por cualquier cosa, se iba a mudar. No pensaba quedarse ahí y volverse un
demente.
El de bienes raíces le comentó a Stanley que no tenía en ese momento más
apartamentos en venta, y que debía esperar al menos quince días.
Smith no podía esperar, quería llegar al fondo de todo eso, quería saber si era una
maldición, o si era pura casualidad lo que sucedía dentro del apartamento.
Comenzó a mover los muebles, a limpiar cada rincón de su vivienda, buscando la
razón de sus males psicológicos, pero cada vez que buscaba se decepcionaba más
de la esperanza de poder quedarse ahí, no podía encontrar ninguna prueba de
absolutamente nada.
Finalmente, Stanley se dirigió al ropero, era su última esperanza. Sacó las prendas
colgadas, las revisó, y estaban en perfecto estado, las postró en la cama, y cuando
volvió a mirar el ropero, alcanzó a ver un apresurado movimiento. Por la rapidez no
pudo saber que era, pero intentó inferir a donde se había dirigido tan extraño objeto,
se dirigió al fogón, y movió el refrigerador.
No podía creer lo que estaba viendo, comenzó entonces a recabar toda la
información de los sucesos en su cabeza, y al parecer, Smith no estaba tan sólo
como parecía.
Una diminuta criatura regordeta y peluda había sido la causa de sus pavores tanto
tiempo, era un ratoncillo con una mirada tan tierna que ni siquiera el mismo Stanley
se pudo molestar.
Había carcomido sus cables, se había llevado las hojas de sus libros, bosquejos,
cigarrillos, y pedazos de tapiz al ropero para hacer lo que parecía ser un nido.
Stanley lo recogió, le sonrió y sólo le dijo: Desde hoy, compañero, tu nombre es
3:55.

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