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Prólogo

Pocas personas se adentraban por el Camino Viejo hacia el pequeño poblado de Itral. Menos a
estas horas. Menos con este clima.

Sin embargo, un carruaje guiado por dos caballos y un cochero había presenciado la caída del
sol por entre los árboles del bosque que rodeaba la casi abandonada carretera. Dentro de la
cabina, un joven de apenas veintidós años parecía confundido, intercambiando miradas entre la
vista que ofrecía el exterior y un papel que tenía en sus manos.

Las gotas de barro que salpican la ventana del carruaje, manchándola de manera desigual, hacen
que el joven se pierda en sus pensamientos, formando constelaciones de suciedad en el vidrio
que le prohíben mantener la concentración. Aunque no hay mucho que ver por estos lugares.

Si el día de por sí era gris, ahora que está oscuro podría decirse que no existen los colores allá
afuera. Y en medio de un bosque de pinos y abetos, la ausencia de vida es aún más deprimente.

Sin embargo, estos pensamientos se disuelven en la copa del viaje, ya que los sonidos de los
cascos de los caballos contra una que otra piedra en medio del barro, y el refunfuñar del cochero
son suficientes para apartar la vista de la ventana y volver a centrarse en los asuntos del
pasajero.

Una carta, iluminada pobremente por la única fuente de luz dentro de la cabina del carruaje,
yace en las manos temblorosas del joven que la sostiene. Una carta, manchada con sangre, que
expresa el fin del mundo del emisario y el inicio de uno nuevo para el destinatario. Eso,
mirándolo con optimismo.

«Quizás no es tan grave. No, no debe ser tan grave, solo debe ser producto de una borrachera
o de un delirio…»

Sin embargo, las dos gotas de lo que sin duda alguna sería sangre preocupaban al joven Luc
Hereford.

Luc era un muchacho delgado, caucásico de cabellera corta y rubia, unos ojos pequeños de un
color celeste pálido que rozaba el gris. Sus finas facciones complementaban la impresión que
dejaban sus ropajes: era hijo de la nobleza, aunque un joven frágil que mucho desconocía de lo
salvaje del mundo.

Hacían ya más de doce años que no sabía nada de su tío, el señor de Itral. Y lo último que supo
de él es que perdió el juicio y el dinero con el alcohol y las furcias, que ya no se aparecía por el
feudo ni para cobrar los impuestos, y que hasta el mayordomo que siempre se mantuvo fiel huyó
de su desquicia. Sin embargo, el cochero nombró que hace un par de años que trabajadores y
granjeros iban de vez en cuando a su mansión a realizar trabajos, y que nadie sabía qué tipos de
trabajo. Algunos rumoreaban que era una expansión a la residencia, otros, que estaba
excavando en búsqueda de minerales. Probablemente es ficción de los pueblerinos, pero lo que
es indudable es que el último tiempo algunos no volvieron, y los que lo hicieron estaban
espantados, fuera de sí, y hasta el día de hoy evitan el tema.

—Hay algunos que se han suicidado, pero la mayoría eran viejos, así que probablemente
murieron de manera natural, lo demás es poesía local. —Luego de un momento de silencio, le
dedicó una sonrisa forzada a Luc—. Sabes, niño, hay que tener cojones para ir a Itral. Ese puto
pueblo está maldito, se siente desde acá en los huesos.
Si bien no fue muy alentadora la charla, unas cuantas libras bastaron para convencer al cochero
de emprender el trayecto, el cual duraría unas cuatro horas.

Luc miró una vez más la carta, y pensó que no podría tratarse de una coincidencia. Él era
declarado el único heredero del Señor de Itral, recibiendo sus tierras, su derecho al cobro de
impuestos del feudo, y la gran mansión, con todos sus trabajadores (si es que quedaba alguno).

Pero… la carta parecía más una nota de suicidio que una herencia, y aunque cumplía con todos
los requisitos legales para ser escrita en vida, no había indicio alguno de la enfermedad mortífera
que afectaba a su tío.

Un fuerte golpe levantó en el aire al joven Luc, la pequeña luz proveniente de la lámpara de
aceite del interior titiló al mismo tiempo que el interior del carruaje chocaba con la tierra del
suelo en un ángulo no natural. Con la detención tan brusca, casi no se escucharon los bramidos
que denotaban la molestia del cochero.

Luc intentó abrir la ventanilla lateral, pero el vidrio helado opuso una débil pero eficaz
resistencia, por lo que abrió la puerta y salió con dificultad de la ahora inclinada cabina.

—Eh, ¿hay algún problema? —dijo Luc con insegura amabilidad—. ¿Se rompió una rueda?

—¡Peor! —bramó el chofer—. Creo que fue el maldito eje.

El cochero era un viejo de unos sesenta y tantos, y sus movimientos eran vigorosos, pero
carecían de precisión. Le echó un vistazo a la rueda de madera que se encontraba un poco
hundida en el barro del camino, y suspiró aliviado al darse cuenta de que era algo de fácil
reparación.

—Voy a necesitar tu ayuda, chico. —Una mirada fugaz le bastó para repartir el trabajo—. Bien,
yo levanto la cabina y tu encajas el eje en la rueda. Después me las arreglo solo.

Luc intentó hacerlo lo mejor posible, a pesar de haber nacido en noble cuna, siempre se llevó
bien con quienes lo atendían y trabajaban para su viuda madre. Pero la rueda estaba pesada,
por lo que le costó trabajo levantarla y luego insertarla en el eje.

Justo en ese momento, sintió una gota helada que caía en su frente. El cielo comenzaba a llorar
sobre ellos, en medio de la nada, en el peor momento posible.

El cochero clavó una pequeña estaca de hierro en el eje, haciéndole presión a la madera de la
rueda para que esta no volviera a salirse. Le hizo saber a Luc que quedaba cerca de una hora de
viaje, pero que intentaría apurar la marcha por si comenzaba a llover.

Fue cosa de decirlo cuando comenzó a caer una llovizna leve sobre ambos. Los caballos
resoplaron, como si también quisieran apurar la marcha, y Luc entró a la cabina y cerró la puerta
para protegerse del frío que se colaba desde fuera.

Una sola palabra por parte del chofer bastó para que el carruaje comenzara a moverse otra vez.
Luc vio en el piso del habitáculo la carta, ahora manchada con barro. La recogió apuradamente
e intentó limpiarla. Y, entre pensamientos que viajaban al pasado, se quedó dormido apoyado
contra el frío vidrio de la puerta.

Comenzó a soñar con aquellos tiempos hace doce años, cuando vio a su tío por última vez en la
casa de su padre. La imagen que tenía de su tío siempre fue la de un hombre simpático que
consentía a su único sobrino.
Siendo el hermano mayor de su padre, nunca pudo tener hijos por una enfermedad, por lo que
veía a Luc con un cariño especial.

Sin embargo, esos días habían llegado a su fin mucho tiempo atrás. En cuanto el padre de Luc
falleció, las únicas noticias que llegaron a la familia Hereford de su tío fueron de cómo su
alcoholismo había terminado en su ruina. Y por razones obvias no se presentó al funeral.

Recordaba la cara de su tío al entregarle un reloj para su cumpleaños, intentando ocultar de


forma fallida el entusiasmo de quien sabe que su regalo gustará. Pero por sobre todo, recordaba
su risa que llenaba los pasillos de su hogar, una risa pura y sincera.

Fue cuando despertó a causa de un relámpago. Los caballos, aún en marcha, relincharon
asustados, mientras que el cochero los intentó controlar con su voz de mando.

Con el corazón acelerado por tan abrupto despertar, y la cabeza aún apoyada en el frio vidrio
lateral, fijó su mirada entre los abetos y pinos de manera inconsciente. Entonces algo llamó su
atención: en medio de la oscuridad del bosque parecía haber algo.

Luc se enderezó extrañado y se refregó los ojos para ver bien de qué se trataba. Se dio cuenta
entonces de que la lámpara se había apagado y que la única luz que tenía era la que se colaba
por los candiles exteriores del vehículo. Y bastó con esa distracción para que cuando quiso
buscar nuevamente, ya no viese nada.

Luc intentó recurrir a su extremadamente buena memoria, y cerrando los ojos volvió a imaginar
la escena, recreándola. Pero la luz ambiental era extremadamente baja, solo había podido verla
por el movimiento que provocaba en la vegetación. Congeló la imagen en su cabeza, justo en el
momento en el que …

—¡Llegamos, muchacho! —exclamó el conductor por fuera, mientras se bajaba—. Tengo que
dejar el coche acá fuera, por los caballos. Ya no limpian la mierda como antes, porque hay cada
vez menos personas dispuestas a hacerlo, y si entran caballos al pueblo estas pobres almas
morirán por el olor.

El viejo chofer abrió la puerta del carruaje, al tiempo que el aire frio de la noche se colaba hacia
dentro, haciendo estremecer a Luc.

Con una sonrisa forzada y una reverencia muy malograda le hizo el ademán para que se bajase.

Luc iba a preguntarle acerca de lo que vio, pero se distrajo por la vista del pueblo. Literalmente
era menos de una docena de casas, y unos cuantos edificios más que seguramente tenían fines
comerciales. A lo lejos se escuchaba el chocar del acero contra el acero, de manera constante,
asegurando que al menos al herrero de la aldea no le faltaba trabajo. También pudo ver entre
los residuos de luz, al fondo del pueblo, un campanario.

«Un pueblo tan deprimente como este no podría salir adelante sin fe» pensó Luc.

—Es por acá, muchacho. Por hoy te quedarás en la posada, mañana podrás ir a la mansión.

—Cuánto me cobrará hacia la mansión, señor?

—Creo que aún no lo entiendes, muchacho. No me acercaría a ese lugar ni aunque me lo


heredara un loco.
Primera parte.

Capitulo uno.

Para Luc Hereford, y sólo para él:

He gastado toda mi vida manteniendo este lugar. ¿Lo recuerdas, verdad? La vieja
mansión al norte de Itral. Antes era un lugar hermoso, su patio repleto de las bondades
de la tierra y sus pasillos de las bellezas de la vida. Puesta en la cima de la única montaña
en medio del bosque y colindante con un gran lago, su altura le daba cierta
espectacularidad. Los hombres del pueblo hablaban de ella con orgullo, y hasta los
impuestos le pagaban sonrientes a nuestra familia. Estos lujos y caprichos de los que he
gozado por tanto tiempo han hecho de mi un hombre distinto al que recuerdas. Ya no
soy el mismo que te regaló aquel bonito reloj de bolsillo (que espero que aún conserves).
Sin embargo, hace un par de años encerrado en este lugar, comencé a leer en la
biblioteca libros que contaban ciertos rumores de este lugar. Y, aburrido de la rutina, me
vi cautivado a explorar, saber si lo que varios autores aseguraban era verdad.

Gasté pequeña parte de mi fortuna contratando a obreros secretamente. Excavaron y,


para mi sorpresa, encontraron pasillos subterráneos que desconocía. Entonces decidí
invertir abasteciendo a más trabajadores, intentando realizar por mi propia mano una
expedición a los orígenes de este lugar. Pronto caí en la ruina, dado los interminables y
laberínticos pasillos que aquí ocultos yacían, y si el alcohol ya no servía para
envalentonarme y bajar a esos oscuros páramos de sombras acechantes, entonces sólo
me hacía perder la conciencia a voluntad.

Pero lo encontramos.

(Parte ilegible por tachados de tinta y letra temblorosa)

La vieja mansión al norte de Itral, formidable, monumental. ¿La recuerdas, verdad?


Nunca viniste a conocerla, pero ahora es el momento. Nunca tuve hijos, así que ven a
reclamar tu herencia de nacimiento y salvar el nombre de tu familia, te lo ruego. Y me
despido de ti, porque ya no creo que volvamos a vernos.

Te adjunto el testamento legal y otros papeles. Por cierto, lamento lo de tu madre.

Gustaf Hereford Bopvoros

Luc se encontraba sentado en una mesa de la posada, en un rincón iluminado. Había


pocas personas en el lugar, un par en la barra y otros tres en una mesa, al otro extremo.
Todos parecían estar borrachos, o camino a estarlo. Sin embargo, no es como se lo había
imaginado, ya que pensaba que en lugares así el jolgorio y el goce estarían a flor de piel
debido al consumo de alcohol.

Entretanto, el cochero hablaba con un hombre arrugado de unos setenta años, de pelo
y bigote canoso que atendía la barra, consiguiendo un lugar donde Luc pasara esta
noche, y probablemente las siguientes si es que la vieja mansión no estaba en
condiciones. Luc pudo ver como el aparente posadero miraba en su dirección con ojos
que demostraban cierta curiosidad y lástima por el joven muchacho.
No era un escenario muy alentador para Luc, pero era el que había, y sólo quería
descansar por ahora.

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