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INSTITUCIONES E INTERVENCIONES

PSICOANALÍTICAS (III-FINAL)

Córdoba, sábado 12 de septiembre de 2009

VIVIANA CUEVAS

Bueno, vamos a tener el tercer encuentro con Pablo Peusner que será el último,
al menos, de este seminario que titulamos “Instituciones e intervenciones
psicoanalíticas”.
Los dejo con él.

PABLO PEUSNER

Gracias, Viviana, nuevamente. Les decía a algunos de ustedes –recién, en el


intervalo, mientras tomábamos un café– que quería terminar este trabajo con una
referencia directa a la clínica, mostrando en acto –podríamos decir– algunas
intervenciones que dispararan la discusión posterior.
Estoy convencido de que las intervenciones analíticas tengan por principal
condición esto de que, para que se produzcan, el analista debe poner algo de uno. A mí
me llama mucho la atención que en la historia del psicoanálisis, en la historia escrita, en
los textos, uno encuentra intervenciones que se repiten. Es un hecho que hay
intervenciones que han pasado a ser como fórmulas para intervenir: “habría que ver qué
tiene que ver usted con aquello de lo que se queja”, “hágase responsable”, etc. Se trata
de intervenciones cliché, que ya están planteadas, que funcionaron en algún caso y de
las que se supone que podrían funcionar en otro –aunque yo personalmente no creo que
eso resulte así–
Entonces quisiera introducir esta última reunión con un breve relato de un autor
que se llama Malba Tahan, del libro “El hombre que calculaba” –no sé si conocen ese
libro–. “El hombre que calculaba” es un personaje árabe que recorre los caminos
resolviendo los problemas matemáticos que va encontrando a cada paso. Es un cuentito
muy corto y me parece que vale la pena conocerlo. Dice así:

Hacía pocas horas que viajábamos sin detenernos cuando nos ocurrió
una aventura digna de ser relatada, en la que mi compañero Beremiz, con gran
talento, puso en práctica sus habilidades de eximio cultivador del Algebra.
Cerca de un viejo albergue de caravanas medio abandonado, vimos tres
hombres que discutían acaloradamente junto a un hato de camellos. .
Entre gritos e improperios, en plena discusión, braceando como
posesos, se oían exclamaciones:
– ¡Que no puede ser!
– ¡Es un robo!
– ¡Pues yo no estoy de acuerdo!
El inteligente Beremiz procuró informarse de lo que discutían.
–Somos hermanos, explicó el más viejo, y recibimos como herencia
esos 35 camellos. Según voluntad expresa de mi padre, me corresponde la
mitad, a mi hermano Hamet Namir una tercera parte y a Harim, el más joven,
sólo la novena parte. No sabemos, sin embargo, cómo efectuar la partición y a
cada reparto propuesto por uno de nosotros sigue la negativa de los otros dos.
Ninguna de las particiones ensayadas hasta el momento, nos ha ofrecido un
resultado aceptable. Si la mitad de 35 es 17 y medio, si la tercera parte y
también la novena de dicha cantidad tampoco son exactas ¿cómo proceder a tal
partición?
–Muy sencillo, dijo el Hombre que Calculaba. Yo me como prometo a
hacer con justicia ese reparto, mas antes permítanme que una a esos 35 camellos
de la herencia este espléndido animal que nos trajo aquí en buena hora.

Recapitulemos, “El hombre que calculaba” y su amigo –que es el relator del


libro– iban en un camello, tenían uno para los dos, y ese es el camello que “El hombre
que calculaba” ofrece incluir en los treinta y cinco, para poder facilitar la repartición. A
lo cual, el dueño del camello, que era su amigo le dice

– ¿Cómo voy a permitir semejante locura? ¿Cómo vamos a seguir el


viaje si nos quedamos sin el camello?
–No te preocupes, bagdalí, me dijo en voz baja Beremiz. Sé muy bien lo
que estoy haciendo. Cédeme tu camello y verás a que conclusión llegamos.
Y tal fue el tono de seguridad con que lo dijo que le entregué sin el
menor titubeo mi bello jamal [un ‘jamal’ es un camello], que, inmediatamente,
pasó a incrementar la cáfila que debía ser repartida entre los tres herederos.
–Amigos míos, dijo, voy a hacer la división justa y exacta de los
camellos, que como ahora ven son 36.
Y volviéndose hacia el más viejo de los hermanos, habló así:
–Tendrías que recibir, amigo mío, la mitad de 35, esto es: 17 y medio.
Pues bien, recibirás la mitad de 36 y, por tanto, 18. Nada tienes que reclamar
puesto que sales ganando con esta división.
Y dirigiéndose al segundo heredero, continuó:
–Y tú, Hamed, tendrías que recibir un tercio de 35, es decir 11 y poco
más. Recibirás un tercio de 36, esto es, 12. No podrás protestar; pues también tú
sales ganando en la división.
Y por fin dijo al más joven:
–Y tú, joven Harim Namir, según la última voluntad de tu padre,
tendrías que recibir una novena parte de 35, o sea 3 camellos y parte del otro.
Sin embargo, te daré la novena parte de 36 o sea, 4. Tu ganancia será también
notable y bien podrás agradecerme el resultado.

¿Me siguieron hasta acá? Lo voy a escribir, para que se vea con más claridad:
Antes de la llegada de “El hombre que calculaba”, el primer hermano debía
recibir la mitad de 35 camellos, es decir 17,5. Pero luego de sumarle el camello que
ellos traían, la cosa se simplificó porque la mitad de 36 es 18 –y, en definitiva, el tipo
recibía más de lo que le correspondía inicialmente–. Para el segundo hermano, la
situación era similar: debía recibir un tercio de 35, o sea 11,666...; sin embargo, si
hablamos de un tercio de 36, debe recibir 12 –y también se beneficia con un poquitito
más–. Finalmente, el tercer hermano, tenía que recibir la novena parte de 35 que es
3,888... Y si la cuenta se hace partiendo de 36, entonces le tocan 4 camellos
beneficiándose igual que sus hermanos de la nueva repartición.
Si alguno de ustedes es rápido para los números, ya se habrá dado cuenta de
hacia dónde se mueve la historia, y si no, sumen 18+12+4. El resultado sorprende
porque es 34, por lo tanto, sobran dos camellos.
Sigo con el texto:

El hombre que calculaba concluyó con la mayor seguridad:


–Por esta ventajosa división que a todos ha favorecido, corresponden 18
camellos al primero, 12 al segundo y 4 al tercero, lo que da un resultado (18 +
12 + 4) de 34 camellos. De los 36 camellos sobran por tanto dos. Uno, como
saben, pertenece al bagdalí, mi amigo y compañero; otro es justo que me
corresponda, por haber resuelto a satisfacción de todos el complicado problema
de la herencia.
–Eres inteligente, extranjero, exclamó el más viejo de los tres hermanos,
y aceptamos tu división con la seguridad de que fue hecha con justicia y
equidad.
Y el astuto Beremiz –el Hombre que Calculaba– tomó posesión de uno
de los más bellos jamales del hato, y me dijo entregándome por la rienda el
animal que me pertenecía:
–Ahora podrás, querido amigo, continuar el viaje en tu camello, manso
y seguro. Tengo otro para mi especial servicio.
Y seguimos camino hacia Bagdad1.

Bien, este pequeño cuentito, con le que me encontré involuntariamente


alguna vez – o sea, no estaba pensando en estudiar psicoanálisis cuando leí este libro, el
que les recomiendo mucho ya que es sencillamente maravilloso– siempre me hizo
pensar que a veces conviene poner algo de uno para resolver un problema. Incluso a
riesgo de perderlo. Y entonces para esta última reunión, les traje algunas cosas que
escribí hace casi veinte años.
Cuando yo comencé a trabajar tenía la costumbre de ir anotando cosas que me
iban pasando en las instituciones donde daba mis primeros pasos como profesional.
Como muchos de ustedes, no comencé trabajando como psicoanalista en un consultorio,
sino en instituciones. Y mi primer trabajo fue como tallerista en un Hospital de Día, con
pacientes psicóticos y casos muy complicados a nivel del diagnóstico. Bien, con ellos
puse en marcha un taller de letras –yo mismo me negué a llamarlo “literario”, ya que se
trataba más de hacer circular por allí la letra, que de hacer literatura–. Nos sentábamos
con los pacientes una o dos veces a la semana en una mesa muy larga, yo planteaba
alguna consigna y ellos tenían que escribir en función de esta consigna. Luego se leía lo
producido y se archivaba –por lo general lo archivaba yo– puesto que como parte de mi
propuesta, bimensualmente publicábamos una revista con esos textos. Como la
institución llevaba por nombre la sigla CAP, la revista que publicábamos junto a estos
pacientes se llamaba Il CAPuccino.
Insisto en que los papeles que tengo aquí, tienen entre dieciocho y veinte años de
antigüedad. Eran cosas que escribía para mí, que nunca pensé en publicar. Bueno, hagan
de cuenta que este material es “mi camello”.
En aquel contexto resultaba frecuente que un nuevo paciente se incorporara al
Taller y no hubiera mediado una presentación previa, así como tampoco una breve
reseña del caso por parte del Coordinador del Hospital de Día. Uno desconocía
absolutamente todo: el motivo de la derivación, las circunstancias de la misma
[externación de una internación, urgencia]; incluso el nivel educativo alcanzado o, a los

1
Tahan, Malba. El hombre que calculaba. Santiago Rueda Editor, Buenos Aires, 1996, pp. 9-11.
fines prácticos de mi tarea, si el paciente manejaba o no la lectoescritura. Obviamente
continuaba con el trabajo: enunciaba la consigna y los asistentes al Taller comenzaban a
escribir. En este punto, básicamente observaba la actitud del recién llegado: por lo
general dudaban y consultaban acerca de la consigna –es importante destacar el carácter
poco estructurado que solía darle a la misma–. Me consultaban a mí puesto que ante sus
ojos era el “Profesor”. Ni siquiera habían trabado relación con los otros pacientes e
incluso solía notarse cierta reticencia para hacerlo al principio. Si el recién llegado
lograba ponerse a escribir, yo desaparecía de la escena. No le decía nada. No me
acercaba a leer sus páginas, lo dejaba hacer…
No puedo ocultar que en tales casos, es decir, cuando lograban escribir algo enla
primera reunión, en algún lugar de mi interior esbozaba una sonrisa. Yo consideraba de
buen pronóstico la capacidad para escribir en la primera reunión en el Taller. Sin
embargo esta era tan solo una etapa del trabajo. Los recién llegados no siempre pasaban
desapercibidos al grupo, puesto que en nuestro segundo tiempo de trabajo –vale decir, al
momento de leer las producciones– se las ingeniaban para transmitir algo de aquello que
los hacía sufrir y hasta para poner en acto ese sufrimiento. Recordemos que el
“auditorio” no siempre estaba en condiciones de escuchar u observar tales
manifestaciones y, mucho menos, de contener al recién llegado. Dos eran las situaciones
típicas a las que me gustaría referirme: 1) aquéllos que –respetando o no la consigna–
volcaban en su texto de la manera más cruda lo que los había llevado al Hospital de Día
(intentos de suicidio, terribles alucinaciones, confabulaciones universales para
perseguirlos, reivindicaciones… y siguen las formas), y 2) aquéllos que luego de leer
dos o tres renglones de su producción e independientemente de su contenido, resultaban
desbordados por la angustia y llevados al llanto de un modo casi inconsolable.
Entonces, hecha la presentación del dispositivo de trabajo, ahora leo algunos
casos.

Aquélla tarde era Alejandra (una joven de 27 años) la recién llegada. Yo


no sabía nada acerca de ella. Desparramé unas fotos en blanco y negro sobre la
mesa de la sala y dí la siguiente consigna: “elijan una foto. La que quieran. Y a
partir de esa foto, escriban un texto en blanco y negro.” Como de costumbre
muchos sonrieron ante mis palabras. Alejandra –con una actitud muy retraída–
eligió una foto en la que se veía de espaldas a un boxeador, el cual
inequívocamente era Mike Tyson. Así fue que relató pormenorizadamente una
escena de su vida en la que estando ella embarazada, recibía un golpe por parte
de su ex marido en el abdomen con una silla, perdiendo el embarazo y,
describiendo el estado en el que había quedado el feto luego del raspaje al que
fue sometida.
Alejandra leyó una carilla y media de atrocidades sin conmoverse
siquiera. Articuló la consigna de esta manera: se casó con un hombre al que
amaba y lo hizo “de blanco”, para terminar sola y golpeada en un presente
“negro”. El manejo simbólico fue sumamente interesante, la consigna estaba
cumplida. Sin embargo se produjo un silencio largo, en el que evidentemente se
esperaba mi palabra. ¿Convenía que en ese momento pusiera en juego algún
saber psicológico? ¿Debía acaso contener a la paciente? ¿Era mi función
descomprimir la situación para permitir que la tarea continuase?
Evidentemente cualquier comentario acerca del contenido del material
implicaba pagar con la palabra, es decir, interpretar. Estoy en condiciones de
aventurar que la paciente esperaba precisamente eso: que le mostrara un saber
sobre aquello que había expuesto. Y aquí se abre una opción para el tallerista: o
tomar el material como isomórfo al texto de un sueño (otros dirían que como
material proyectivo) y trabajarlo mediante asociaciones – que en un grupo no
sólo hubieran sido de la paciente, sino que de todos y aún del Tallerista –
haciendo funcionar un saber sobre su sufrimiento; o responder desde el lugar
del conocimiento, reduciendo el material a una producción que –en el error
técnico– muestra un efecto de subjetividad (no me animo a ubicar aún allí al
sujeto).
Aquella tarde y ante la mirada atónita de resto de los participantes del
Taller, le marqué a Alejandra que en varias oraciones contradecía el tiempo
verbal que estaba trabajando y que una o dos veces se habían registrado fallos
en la concordancia entre el sujeto gramatical y el verbo. Tales observaciones
desubicaron notablemente a la paciente que solo pudo responder haciendo
alusión a que tal dificultad seguramente se debía a que estaba nerviosa por ser
su primera intervención en las actividades del Hospital de Día. A este
argumento sí pudieron responder otros pacientes, diciéndole “que se quedara
tranquila que ya se iba a acostumbrar, que venir le iba a hacer bien, etc.…”.

Hasta aquí el primer caso. El segundo, también está tomado del mismo
dispositivo del Taller de Letras, dentro del Hospital de Día.

En esta ocasión la recién llegada era una dama de unos 40 años que
llamaremos Iris. Si bien tampoco recibí datos acerca de su situación, no
resultaba difícil colegir que se trataba de una paciente “deprimida”. Cambió
algunas palabras conmigo alternando entre el “vos” y el “usted” en relación a
mí; también me preguntó si yo era “licenciado”. Desde ese momento comenzó a
dirigirse a mí como “Sr. Profesor”.
Aquella tarde la consigna fue introducida por una pequeña reflexión
sobre la velocidad de las comunicaciones y la casi inexistente distancia
temporal que hoy separa al emisor del receptor de un mensaje. Finalmente
enuncié la consigna: “escriban una carta”.
Iris me consultó muchas veces durante la tarea. Casi siempre sobre
cuestiones ortográficas. También me contó de sus dificultades con los verbos
irregulares. Aseguró la eficacia de su producción pidiéndome un diccionario y
hasta un corrector líquido. Escribió casi dos carillas completas.
Llegado el momento de leer, participó escuchando muy atentamente
otros textos. Algunos de ellos eran fuertes: estaba dirigidos a parientes
fallecidos, a ex parejas en deuda, incluso hubo una carta a Dios.
En su turno, dijo que la suya era una carta para Alberto (ninguno de
nosotros sabíamos quién era Alberto) y comenzó a leerla con una voz
monocorde, lenta y bastante triste. En la cuarta línea se puso a llorar. Intentó
recomenzar una o dos veces, pero estaba desbordada de angustia. Otra paciente,
que ocupaba una silla al lado de ella, le ofreció un pañuelo, pero Iris no paraba
de llorar.
Ubico en este punto un momento estructural de mi tarea: se trata de un
silencio que pide alguna palabra mía. Los gestos de todos los asistentes al Taller
denotaban desconcierto a la vez que sus miradas se dirigían alternativamente a
Iris y a mí. En este caso, cualquier cosa que dijera saldría de la boca del “Sr.
Profesor”…
Ahora bien, la consigna estaba cumplida: Iris había escrito una carta.
Sin embargo no había podido leerla. Cuando dejó de llorar, otros pacientes se
ofrecieron para completar la lectura del texto puesto que notaron que el trabajo
no estaba completamente cumplido. Interesante relevo del discurso del Amo:
deseaban que “la cosa funcione”.
Cuando decidí hablar opté –en primer lugar– por sancionar que la
consigna había sido cumplida. Luego le propuse a todo el grupo que el texto
permaneciera desconocido para nosotros, puesto que no éramos su verdadero
destinatario. Entonces cambié mi posición y me dirigí a Iris para agradecerle:
“esa emoción que nos mostraste dice mucho más que las palabras… gracias por
habernos abierto el corazón…”. Me levanté de la silla, la abracé y le dí un beso.
Fue ahí cuando algunos de los pacientes imitaron mi modo de agradecimiento.
La reducción de la distancia operada por el agradecimiento, sancionó el
ingreso de la paciente en el grupo a la vez que alojó ese sufrimiento en el
ámbito del Hospital de Día. El “Sr. Profesor” cayó mediante la reinstalación de
la relación imaginaria y permitió la identificación entre todos los participantes
en el valor del sufrimiento. Sin embargo, no se trata de hacerle lugar a estas
“mostraciones” sin algún pequeño “precio” para el paciente. No satisfago todo
el tiempo estas demandas, ni ocupo todo mi tiempo en certificar el sufrimiento-
goce de estos pacientes.
Al final de la reunión del taller, recojo el material y lo archivo –siempre
en vistas a su futura publicación–. Iris no hizo más que imitar a los otros: se
acercó y me quiso entregar los papeles. No se los acepté. Tampoco le di ningún
tipo de explicación. Me miró asombrada y la despedí hasta la próxima reunión
del Taller de Letras…
Supongo que había depositado tanto “supuesto saber” en la situación
que no dijo absolutamente nada ante mi negativa. Sólo cierto tiempo después
fue ella quien me agradeció que no le hubiera aceptado la carta.
Aparentemente… por ciertos indicios… la mandó.

Hasta aquí entonces, estos dos breves recortes con pacientes de un Hospital de
Día, en que yo realizaba una tarea algo particular, como era el Taller de Letras. Realicé
la misma tarea en una comunidad terapéutica con adolescentes adictos, donde era
condición para entrar no padecer de sintomatología psicótica. Y ahora voy a contarles
un poco algo de esa experiencia.
Este texto, que al igual que los anteriores nunca hice circular, incluye una
hipótesis fuerte respecto de lo que es el trabajo en una comunidad terapéutica. Bueno,
está en el inicio del texto, ustedes harán después sus comentarios.

El primer modo de relación de un adicto con un nuevo Tallerista es


mediante el boicot. Esta proposición puede parecer arriesgada. Solo lo es si
funciona como una “profecía autocumplidora” –si no, es muy interesante
observar el modo en que se juega para cada sujeto–. Recuerdo una joven que –
deseando agredirme con toda la fuerza posible– me dijo: “esto que hacemos con
vos es una mierda”. Dos palabras bastaron para implicarla: “Así es” –única
respuesta posible ante tamaña verdad–. La literatura como “resto” es una idea
que me acompaña desde hace algún tiempo y tal vez por eso María Eugenia –
ése era su nombre– no pudo más que sonreír ante el tono de resignación con el
que le brindé mi asentimiento.
Conviene pensar que si bien el boicot puede ser difícil de soportar e
incluso de manejar sin entrar en rivalidades imaginarias extremas, es un modo
de relación. Es habitual quedar dividido ante frases muy agresivas o
comparaciones en las que uno lleva las de perder. Se podría echar mano al
fuerte componente normativo que rige toda Comunidad Terapéutica: confrontar
al agresor e incluso aplicarle alguna “medida educativa” serían medios viables
para detenerlo. Castigar los modos de representación del sujeto no me parece
una actitud productiva. Prefiero pensar al componente normativo como uno de
los polos de la actitud a tomar ante tales pacientes y ubicar al saber en el otro
polo. En la superación de la oposición de ambos polos, intento situarme para
trabajar con ellos. A veces funciona…
Hasta aquí, una especie de toma de posición –me asombra un poco la seriedad de
algunas afirmaciones que escribí hace tanto tiempo–. En fin, habría que revisarlas, pero
no es hoy el momento ni el lugar. Sigo directamente con el relato del paciente.
Leandro es un adolescente de 16 años, con un aspecto punk muy
desalineado: pantalones rotos, remera negra de “Los Ramones”, borceguíes y
alfileres de gancho en concepto de aros en sus orejas. Un lenguaje plagado de
modismos, concordaba con su actitud corporal encorvada que hacía juego con
sus ojeras realmente notables.
En mi primer encuentro con él, les repartí unos pequeños párrafos
tomados del suplemento cultural de un diario y les pedí: “escriban lo que se les
ocurra a partir de tales párrafos”.
Él tardó mucho en comenzar a escribir. Contó una historia en la que un
señor iba por la calle con un tocadiscos a manija allá por los años veinte,
encontraba una billetera y compraba un disco de los Sex Pistols con el que
aturdía a todo el barrio. Usó en ella toda clase de anacronismos y armó un
contraste entre palabras cultas y de “jerga” –por ejemplo escribió en una frase:
“el elegante caballero, se tomó el palo”–.
Cuando lo leyó, provocó carcajadas en el grupo. Los demás
aprovecharon para reírse forzadamente, provocando una escena de “descontrol”
–así la llaman ellos–. Ante la opción, no utilicé las normas sino que ocupé el
semblante del saber para mostrar cómo Leandro “obviamente” conocía las
coordenadas del “realismo mágico” y las había articulado usando iconogramas
“de época”. Lo felicité por la maravilla que había escrito, le dije que sin duda
iría a la revista y di orden de seguir con la lectura de los otros textos.
Hubo gestos de extrañeza, pero nadie dijo nada. En las siguientes
reuniones del taller, sistemáticamente, cada vez que Leandro utilizaba la técnica
del ridículo yo hallaba alguna maravilla literaria camuflada en sus breves textos
–oraciones modales, guiños a la generación Beatnik, elementos patafísicos,
remitencias borgeanas–. Poco a poco, comenzaron a encontrarlas también los
otros miembros del grupo. Leandro se convirtió en un autor “de culto”, sus
escritos tenían un timming un poco maníaco: los personajes, se enamoraban, se
tiraban en paracaídas, conocían la Antártida y algunas cosas más, en apenas una
carilla y media. Ya no producía risa. Ahora lo escuchaban en silencio.
Con el avance de su tratamiento cambio su aspecto hacia algo un poco
más moderado. Si bien mantuvo modismos en el discurso, está bastante
identificado a otros miembros del grupo que –si bien comparten la patología de
base– poseen un exterior un poco más “civilizado”.
Una tarde, en la situación previa al Taller, ante el resto del grupo
Leandro me dice que tiene algo para mí. Bajo la mirada atenta de todos, saca de
su mochila unas páginas arrugadas. Cuenta que estuvo en su casa escribiendo un
cuento buenísimo, que me lo trajo y me lo extiende para que yo lo agarre. Yo
me quedo mirándolo y sin tomar las páginas le digo que él conoce
perfectamente las normas y que mi posición como Coordinador del Taller me
obliga a respetar el horario de trabajo. Que me parece muy bien que haya
escrito, que para que eso forme parte de la producción “oficial” –vale decir, para
que vaya a la revista– debe estar escrito en tiempo y lugar adecuado.
Nadie podía entender cómo era rechazado un escrito de alguien tan
notable. Solo ahí pude mostrar que el respeto a la norma no se contrapone al
savoir faire de nadie, sino que todo lo contrario: contribuyó a superar la
engañosa opción que me vi forzado a inventarles.
Hoy Leandro sigue avanzando en su tratamiento y también sigue
escribiendo, pero le hacemos menos “bandera”…
Bueno, voy a leer el último y después vamos a abrir la discusión porque me
parece que es importante. El último caso está situado en un lugar muy especial. Durante
algunos años trabajé haciendo guardias en una comunidad terapéutica con pacientes
adictos, varones, que eran menores de edad. Todos ellos tenían abierta alguna causa
penal. O sea que muchos de ellos habían cometido delitos graves. La institución queda
en una isla del Tigre y, si bien es una institución de puertas abiertas, es una isla en el
medio del Río Luján. No es un río sencillo para salir de allí nadando.
Hacía allí guardias nocturnas de ocho horas, tres veces por semana. Era un
trabajo arduo pero había que ganarse el mango, como mucha gente cuando recién se
recibe... La institución dependía en aquella época de lo que se llamaba El Consejo del
Menor y la Familia, y era una institución bastante complicada. Mi función era hacer la
guardia desde las doce de la noche hasta las ocho de la mañana del día siguiente.
La Institución estaba dividida en sus quehaceres en tres turnos de 8 horas, cada
turno a cargo de un profesional. La última responsabilidad del profesional del turno de
16.00 a 24.00 hs era dejar a los pacientes ya acostados. Luego podía retirarse.
Antes de comenzar a hacer las guardias, participé de distintas actividades
durante el día, básicamente para que los pacientes me conocieran y yo los conociera a
ellos. También había tomado contacto con sus historias clínicas, y conversado
ocasionalmente con ellos. Aprendí a manejar un bote y tuve que gestionar mi registro de
“timonel” (las urgencias se resolvían de este modo). Durante la guardia contaba con la
asistencia de un “operador socioterapéutico” (a la sazón, un adicto recuperado en esa
misma institución).
El contexto resultaba problemático porque, además, en las comunidades
terapéuticas el concepto de una persona “sana” es una persona que alguna vez se drogó
y pudo dejar de drogarse. O sea, el que nunca se drogó, nunca va a tener la misma
autoridad que tiene alguien que pudo salir de ahí. Eso me dificultaba mucho la tarea, ya
que era frecuente recibir la invectiva de “¿y vos qué sabés si nunca te drogaste?” –lo
dejo por ahora–.
Durante la noche, en vez de quedarme en el despacho de la guardia (una especie
de dirección, algo aislada de la casa que contaba con una especie de dormitorio para
descansar), me instalaba en el comedor (ubicado justo en el centro del edificio) a
estudiar –básicamente por dos motivos: la cercanía con la cocina y la lejanía con el
operador, quien dormía tranquilamente en el dormitorio de la guardia–. Mi tarea era
intervenir en situaciones que pudieran ocurrir durante la noche, y a las 7 hs. comenzar a
despertar a los pacientes –tarea nada sencilla que, por lo general, debía completar quien
tomara la guardia de las 8hs–.
Ahora les leo el texto:

Una noche se desveló un muchacho de unos 16 años llamado Darío, y


se dirigió a la oficina de la guardia, donde dormía el operador, pero a mí no me
encontró. Fue entonces hacia la cocina y me vio en el comedor, leyendo. Se
acercó, se sentó conmigo, me pidió un mate y me dijo que se había desvelado
por una pesadilla. Le pedí que me la contara.
Luego de contarla, hizo espontáneamente algunas asociaciones. Cuando
su texto se detuvo, lo mandé a dormir.
En mi próxima guardia, ocurrió algo similar con el mismo muchacho –
no había soñado, sino que bajaba a pedirme “algo para dormir” porque no podía
conciliar el sueño–. Esto me permitió conjeturar que había algunas personas que
hacían guardia, que medicaban a los pacientes sin ninguna autorización.
Hablamos un rato, me preguntó qué estaba leyendo y le conté que se trataba de
un diálogo de Platón (concretamente era el Menón, sobre el que Lacan trabaja
en el Seminario 2). Me dijo que él nunca había leído nada de eso porque había
ido muy poco a la escuela, y me pidió que le contara de qué se trataba. Le dije
que no podía todavía hacerlo ya que él había interrumpido mi lectura. Pero que
tal vez podía contárselo otro día. Se despidió diciéndome: “Te tomo la palabra”.
Le extendí la mano, y le respondí: “Sí, señor, le doy mi palabra”.
En la siguiente guardia, tarde, yo diría alrededor de las 3 de la mañana,
aparecieron cuatro personas: Darío y tres jóvenes más. La conversación fue más
o menos así:
–¿Así que vos no dormís a la noche?
–Claro que duermo, pero no cuando trabajo. Y ahora estoy trabajando.
¿Necesitan algo?
Tomó la palabra Darío.
–Quedamos en que me ibas a contar eso de Platón.
–Ok, es cierto. ¿Y ellos?
–Bueno, ellos no creían que vos estabas leyendo acá, me dijeron que yo
era un chamuyero y entonces los traje para que vieran que era verdad.
Los otros bostezaban y no evidenciaban ningún interés. Se notaba que
habían sido traídos algo forzadamente.
–Muy bien, ¿a todos les interesa Platón?
Negaron. Entonces los mandé a dormir.
Darío se quedó conmigo y, en media hora, con una hojita de papel y un
lápiz resolvimos juntos el acertijo que Sócrates le plantea al esclavo de Menón,
haciéndolo descubrir la lógica de la raíz cuadrada de 2.
El joven estaba enloquecido, no podía creer lo que había resuelto. Me
pidió si podía enseñarle algo más. Le dije que no, que mi responsabilidad era
asegurarme que él descansara. Así que lo mandé a dormir.
Darío tenía 16 años, un hijo, ningún diente, antecedentes penales por
robo y algo que ver en un confuso episodio en que terminó muerto un
colectivero. Había consumido todo tipo de sustancia y apenas había ido a la
escuela hasta segundo o tercer grado, sin demostrar ningún interés en retomarla.
Según decía, quería ser jugador de fútbol –y era sin duda el mejor jugador de
toda la comunidad terapéutica–.
Otra noche –ya casi no había noche en mi guardia en que Darío no
apareciera– me dijo que en la comunidad se hablaba de mí. Que todos decían
que yo estaba loco porque en vez de dormir como hacían los otros responsables
de guardia, me quedaba en el comedor, tomando mate y estudiando. Que era un
boludo porque si total me iban a pagar igual no tenía ningún sentido estar
despierto.
Le pregunté qué pensaba él.
–No sé, yo no pienso lo mismo. Ellos creen que porque estudias sos un
pancho. Pero yo creo que sos grosso. No entiendo por qué lo hacés, pero seguro
que es importante. –Y ahí vino la pregunta– ¿Vos crees que yo podría estudiar?
(Todos los días venía a la isla una maestra que daba clases al estilo
rural, para que después los chicos dieran los exámenes en el Distrito Escolar y
les reconocieran el grado)
–No importa lo que yo crea. ¿Vos crees que podrías?
–Sí.
Le di un papel y una lapicera.
–Muy bien, escribí acá el pedido que yo lo mando a la Dirección de la
comunidad. Mañana mismo vas a empezar la escuela.
Darío escribió el pedido con mano temblorosa, faltas de ortografía y
una letra horrible.
Al día siguiente efectivamente estaba en la escuela –la Srta. Graciela,
quien lo había invitado miles de veces no entendía nada de lo que ocurría–.
En la siguiente reunión de equipo, ella contó muy graciosamente que
el segundo día, mientras prácticamente estaban haciendo palotes todavía, Darío
le preguntó cuándo iban a estudiar a Platón.

Bueno, abrimos. ¿Les parece?

Son muy impactantes los casos que leíste, hay mucho para conversar... Quería
preguntarte cuál dirías que es la principal función de la intervención psicoanalítica.

Voy a tratar de responder sin utilizar lugares comunes. Si yo te digo: acotar el


goce, abrir la dimensión del deseo… te estaría diciendo lo que dice todo el mundo.
Pensemos, tratemos de pensar. Y quizás podamos hacerlo con estos recortes –no saben
cómo me costaba en esa época decir qué hacía, y sostener que eso era clínica
psicoanalítica–. Hoy no me cuesta autorizarme, pero estas cosas que cuento tienen casi
veinte años de antigüedad, y habrán notado en la lectura que hay una lucha por tratar de
sostener mi práctica de antaño desde el psicoanálisis.
Yo creo que en todos los casos que les traje uno puede verificar algún tipo de
efecto. En todos los casos, además, se cumple la lógica del analista de cuerpo presente y
del pago absolutamente involuntario –el caso de Darío es paradigmático al respecto, en
el que yo estaba haciendo solo lo que tenía que hacer con efectos increíbles–.
Hay una dimensión del sujeto que se nota mucho mejor después de una
intervención analítica. Además, la intervención analítica ataca al S1 autorreferencial.
Podemos tomar el caso de Alejandra, quien andaba por el mundo contando una escena
absolutamente siniestra sin poder dejar de hacerlo, totalmente desafectivizada y sin
darse cuenta del efecto que producía en el otro. La intervención permitió abrir a otra
cosa, que eso circule y que entonces el otro pudiera entrar más amigablemente... La
circulación, el movimiento... Hay una afirmación de Lacan en el seminario L’insu... en
la que afirma que el inconsciente tiene estructura espacial. Siempre hablamos de la
temporalidad del inconsciente, pero el inconsciente también tiene una dimensión
espacial que uno puede verificar en el movimiento. Hay pacientes que manifiestan no
moverse, sus cosas no se mueven, “todo está siempre en el mismo lugar...”. Y son
personas que se levantan a las siete de la mañana, van a trabajar, vuelven, van a buscar a
los hijos al colegio, vienen a análisis... ¿Cómo es que sienten que no se mueven? Esa
inercia no es falta de movimiento, sino de dirección. Se mueven, pero no saben adónde
van. Entonces, la intervención hace que eso se mueva en alguna dirección que no es
cualquier dirección. Iris logra comunicarle algo a alguien, a quien quería dirigirse hace
muchísimo tiempo. Leandro entra al dispositivo sin castigos y sin boicot... Darío
descubre la escuela... Entonces, después de las intervenciones ocurren cosas
impensables...
Si que Alejandra deje de contar su escena es acotarle el goce, pues bien, le
hemos acotado el goce. Pero una cosa es llegar allí y otra, muy distinta, es usar esa
expresión como un latiguillo desde el inicio...

¿El psicoanálisis facilita el lazo social? ¿Esa es otra particularidad de la


intervención analítica?

El lazo social es la estructura del discurso, pero creo que en el psicoanálisis –


como decía Lacan– se trata de pasar a otra cosa.
¿Qué es lo Otro de ese mundo en el que uno vive inmerso? Para Darío el mundo
en el que vivía inmerso era el fútbol y no le importaba otra cosa más que el fútbol. La
escuela era impensable para él. Su discurso cambió, pero la particularidad sigue
estando, por más que todos estemos tomados por un discurso.
A modo de ejemplo –ayer lo discutíamos con algunos de ustedes en otro lugar–
todos estamos tomados por el discurso del capitalismo. Este es un seminario rentado,
utilizamos gadgets para grabar lo que aquí decimos y para amplificarlo... Ahora bien,
eso no quiere decir que uno no pueda hacer una maniobra y un día decidir no cobrarle a
un paciente... Que el lazo social funcione es positivo, no se puede vivir fuera del lazo
social. Creo que uno puede inscribirse perfectamente en ese lazo con las
particularidades, a eso me refiero cuando digo que hay que poner de uno, hay que estar
dispuesto a entregar el camello, para ver si, en la repartición de los goces, la cosa resulta
un poco más beneficiosa.

¿Ese poner algo de uno tiene que ver con la transferencia?

Sí, claro –yo hice una breve alusión al asunto porque Lacan plantea a la
transferencia como un modo de pago–. Es el modo de pago con la persona. Por eso me
llama la atención que los analistas intenten esconder o disimular su persona. En las
instituciones por ahí eso no ocurre tanto pero en los consultorios... A mí me parece que
uno tiene que aprovechar lo que es de uno: hay que “poner el camello”. La relación
transferencial existe en las instituciones de manera multiplicada ya hay muchos actores
–incluso es probable que algún paciente funcione mejor en relación con un actor que
con otro –.
Ayer escuchaba que un paciente de Otium le decía a Silvia “mamá”. Y pensaba,
¡hay que estar dispuesto a que un loco bien loco te diga “mamá”, porque hay que ver
qué significa eso para uno! Digo, no cualquiera viene y te llama “mamá” o “papá”.
Nada indica que realmente la relación sea materno-filial ahí, pero la transferencia está
fundada a través de un significante. Entonces, el problema con la transferencia es que no
es un fluido, no es una cosa mágica que se extiende desde el lugar de uno al lugar del
otro y que es susceptible de crecer o disminuir... No es así –en las instituciones
analíticas de Buenos Aires la gente se pelea porque dicen: “vino este tipo y se robó las
transferencias”, es increíble–. La transferencia no es un fluido que uno puede tomar,
rechazar, querer, no querer... Es un fenómeno que disuelve a las personas. Hay
transferencia cuando hay disolución de las personas en la situación analítica. Por eso
Lacan dice que la transferencia es el pago con la persona, cuando yo dejo de ser yo y
paso a ser lo que el vínculo con el otro me propone. No obstante, creo que la función de
transferencia es una función muy compleja, muy rica para trabajar y es la que posibilita
que podamos sostenernos delante de este tipo de pacientes ¿Por qué? Porque no somos
nosotros los que estamos ahí. Creo que cuando uno entra y se encuentra con estos
pacientes uno deja de ser uno. Y por eso los psicoanalistas que ostentan tanta “persona”,
terminan produciendo que los pacientes se identifiquen con ellos. No se puede medir la
dimensión de un analista clínico por la persona, porque justamente, ser analista clínico
es estar dispuesto a entregar la persona. Uno analiza entregando la persona y siendo lo
que el otro quiere que uno sea. Entonces es inútil esconderse detrás de un consultorio
sin objetos, detrás del mismo traje todos los días, no tiene sentido porque, en definitiva,
es el paciente el que va a elegir el rasgo para que se genere la transferencia.

¿Cómo se puede pensar esto de la transferencia en el caso que contaste ayer, en


que se escuchaba el grito por la ventana?
Bueno, ese es un buen ejemplo. El analista, en realidad yo, porque el analista de
ese caso era yo, desaparecí como persona y pasé a encarnar ese grito que, claramente,
yo no había pronunciado. Aquí se cruzan la presencia real –digo, porque yo estaba allí–
y este fenómeno de desaparecer como persona, pagar con la persona, al encarnar algo
que fue dicho, pero no por mí.
¿Yo era yo, o era el que había gritado afuera? ¿Ven? Ahí hay una disolución
absoluta de la persona, pero absoluta, no se puede establecer quién lo dijo. Por eso, los
más interesantes fenómenos analíticos se enuncian de la siguiente manera: “¿te acordás
que la vez pasada salió eso de…? “Salió eso de”, no es “vos dijiste” o “yo dije”. No hay
una persona que funcione como autor de la frase. Ahí hay transferencia porque hay
disolución de personas.
Es cierto que el analista tiene una función temporal muy complicada porque –tal
como decía Lacan– aparece y desaparece en el mismo acto. O sea, el analista está en la
intervención y después ya no está. Lacan utiliza el Principio de Indeterminación de
Heisenberg para hablar de la transferencia. El Principio de Indeterminación de
Heisenberg dice que si uno ilumina un electrón sabe donde está pero no sabe a qué
velocidad se mueve. Y si uno no lo ilumina, sabe a qué velocidad se mueve pero no sabe
dónde está –no importa mucho qué quiere decir eso en física–. La cuestión es que la
posición del observador incide sobre el fenómeno. Bueno, la transferencia es lo mismo:
por eso las cosas no valen lo mismo fuera o dentro de transferencia. Y el analista
interviene en una temporalidad casi instantánea, instantáneamente aparece y desaparece.
Y después vuelve a ser el mismo imbécil, digamos, que no sabe muy bien lo que está
haciendo. ¡Que levante la mano el que todo el tiempo sabe lo que está haciendo con sus
pacientes, en la institución o en el consultorio! Uno no sabe lo que está haciendo.
Realmente. Y no es que no lo sabe por ignorancia, no tiene que saberlo, porque si lo
sabe, los efectos cambian.

Me quedé pensando en lo que decías de la transferencia, en el hecho de dejarse


nombrar, por ejemplo, “mamá” por un paciente psicótico...

Eso no sería posible sin la disposición de quienes están implicados en la


situación. Sería fácil que en este caso la analista, que es Silvia, hubiera dicho: “No, no
me digas así, la vieja es sagrada...”. Eso sería rechazar la transferencia. Hay
intervenciones del analista que son para rechazar la transferencia. Bueno, la única
solución para que eso no ocurra es analizarse y estudiar. Ambas cosas son necesarias.
Tengan en cuenta que, tal como afirmaba Freud, estudiando solamente hay cosas que no
se logran captar, hace falta la experiencia del análisis. Pero, por otra parte, la
experiencia del análisis por sí sola –y aquí arriesgo mi posición– no alcanza para poder
inteligir todas las ideas teóricas del psicoanálisis. Creo que hacen falta ambas.

Hemos trabajado mucho estos dos días, dejamos muchas cosas abiertas como
para continuar en el futuro. Agradezco a Viviana Cuevas de efapp y a Silvia Young de
Otium el haberme invitado y, espero que estos encuentros hayan sido para ustedes tan
enriquecedores como para mí.
Ojalá volvamos a encontrarnos pronto aquí, en Córdoba, o en alguna otra ciudad
–quién sabe–. Gracias por vuestra participación y amable atención.

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