Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
PSICOANALÍTICAS (III-FINAL)
VIVIANA CUEVAS
Bueno, vamos a tener el tercer encuentro con Pablo Peusner que será el último,
al menos, de este seminario que titulamos “Instituciones e intervenciones
psicoanalíticas”.
Los dejo con él.
PABLO PEUSNER
Hacía pocas horas que viajábamos sin detenernos cuando nos ocurrió
una aventura digna de ser relatada, en la que mi compañero Beremiz, con gran
talento, puso en práctica sus habilidades de eximio cultivador del Algebra.
Cerca de un viejo albergue de caravanas medio abandonado, vimos tres
hombres que discutían acaloradamente junto a un hato de camellos. .
Entre gritos e improperios, en plena discusión, braceando como
posesos, se oían exclamaciones:
– ¡Que no puede ser!
– ¡Es un robo!
– ¡Pues yo no estoy de acuerdo!
El inteligente Beremiz procuró informarse de lo que discutían.
–Somos hermanos, explicó el más viejo, y recibimos como herencia
esos 35 camellos. Según voluntad expresa de mi padre, me corresponde la
mitad, a mi hermano Hamet Namir una tercera parte y a Harim, el más joven,
sólo la novena parte. No sabemos, sin embargo, cómo efectuar la partición y a
cada reparto propuesto por uno de nosotros sigue la negativa de los otros dos.
Ninguna de las particiones ensayadas hasta el momento, nos ha ofrecido un
resultado aceptable. Si la mitad de 35 es 17 y medio, si la tercera parte y
también la novena de dicha cantidad tampoco son exactas ¿cómo proceder a tal
partición?
–Muy sencillo, dijo el Hombre que Calculaba. Yo me como prometo a
hacer con justicia ese reparto, mas antes permítanme que una a esos 35 camellos
de la herencia este espléndido animal que nos trajo aquí en buena hora.
¿Me siguieron hasta acá? Lo voy a escribir, para que se vea con más claridad:
Antes de la llegada de “El hombre que calculaba”, el primer hermano debía
recibir la mitad de 35 camellos, es decir 17,5. Pero luego de sumarle el camello que
ellos traían, la cosa se simplificó porque la mitad de 36 es 18 –y, en definitiva, el tipo
recibía más de lo que le correspondía inicialmente–. Para el segundo hermano, la
situación era similar: debía recibir un tercio de 35, o sea 11,666...; sin embargo, si
hablamos de un tercio de 36, debe recibir 12 –y también se beneficia con un poquitito
más–. Finalmente, el tercer hermano, tenía que recibir la novena parte de 35 que es
3,888... Y si la cuenta se hace partiendo de 36, entonces le tocan 4 camellos
beneficiándose igual que sus hermanos de la nueva repartición.
Si alguno de ustedes es rápido para los números, ya se habrá dado cuenta de
hacia dónde se mueve la historia, y si no, sumen 18+12+4. El resultado sorprende
porque es 34, por lo tanto, sobran dos camellos.
Sigo con el texto:
1
Tahan, Malba. El hombre que calculaba. Santiago Rueda Editor, Buenos Aires, 1996, pp. 9-11.
fines prácticos de mi tarea, si el paciente manejaba o no la lectoescritura. Obviamente
continuaba con el trabajo: enunciaba la consigna y los asistentes al Taller comenzaban a
escribir. En este punto, básicamente observaba la actitud del recién llegado: por lo
general dudaban y consultaban acerca de la consigna –es importante destacar el carácter
poco estructurado que solía darle a la misma–. Me consultaban a mí puesto que ante sus
ojos era el “Profesor”. Ni siquiera habían trabado relación con los otros pacientes e
incluso solía notarse cierta reticencia para hacerlo al principio. Si el recién llegado
lograba ponerse a escribir, yo desaparecía de la escena. No le decía nada. No me
acercaba a leer sus páginas, lo dejaba hacer…
No puedo ocultar que en tales casos, es decir, cuando lograban escribir algo enla
primera reunión, en algún lugar de mi interior esbozaba una sonrisa. Yo consideraba de
buen pronóstico la capacidad para escribir en la primera reunión en el Taller. Sin
embargo esta era tan solo una etapa del trabajo. Los recién llegados no siempre pasaban
desapercibidos al grupo, puesto que en nuestro segundo tiempo de trabajo –vale decir, al
momento de leer las producciones– se las ingeniaban para transmitir algo de aquello que
los hacía sufrir y hasta para poner en acto ese sufrimiento. Recordemos que el
“auditorio” no siempre estaba en condiciones de escuchar u observar tales
manifestaciones y, mucho menos, de contener al recién llegado. Dos eran las situaciones
típicas a las que me gustaría referirme: 1) aquéllos que –respetando o no la consigna–
volcaban en su texto de la manera más cruda lo que los había llevado al Hospital de Día
(intentos de suicidio, terribles alucinaciones, confabulaciones universales para
perseguirlos, reivindicaciones… y siguen las formas), y 2) aquéllos que luego de leer
dos o tres renglones de su producción e independientemente de su contenido, resultaban
desbordados por la angustia y llevados al llanto de un modo casi inconsolable.
Entonces, hecha la presentación del dispositivo de trabajo, ahora leo algunos
casos.
Hasta aquí el primer caso. El segundo, también está tomado del mismo
dispositivo del Taller de Letras, dentro del Hospital de Día.
En esta ocasión la recién llegada era una dama de unos 40 años que
llamaremos Iris. Si bien tampoco recibí datos acerca de su situación, no
resultaba difícil colegir que se trataba de una paciente “deprimida”. Cambió
algunas palabras conmigo alternando entre el “vos” y el “usted” en relación a
mí; también me preguntó si yo era “licenciado”. Desde ese momento comenzó a
dirigirse a mí como “Sr. Profesor”.
Aquella tarde la consigna fue introducida por una pequeña reflexión
sobre la velocidad de las comunicaciones y la casi inexistente distancia
temporal que hoy separa al emisor del receptor de un mensaje. Finalmente
enuncié la consigna: “escriban una carta”.
Iris me consultó muchas veces durante la tarea. Casi siempre sobre
cuestiones ortográficas. También me contó de sus dificultades con los verbos
irregulares. Aseguró la eficacia de su producción pidiéndome un diccionario y
hasta un corrector líquido. Escribió casi dos carillas completas.
Llegado el momento de leer, participó escuchando muy atentamente
otros textos. Algunos de ellos eran fuertes: estaba dirigidos a parientes
fallecidos, a ex parejas en deuda, incluso hubo una carta a Dios.
En su turno, dijo que la suya era una carta para Alberto (ninguno de
nosotros sabíamos quién era Alberto) y comenzó a leerla con una voz
monocorde, lenta y bastante triste. En la cuarta línea se puso a llorar. Intentó
recomenzar una o dos veces, pero estaba desbordada de angustia. Otra paciente,
que ocupaba una silla al lado de ella, le ofreció un pañuelo, pero Iris no paraba
de llorar.
Ubico en este punto un momento estructural de mi tarea: se trata de un
silencio que pide alguna palabra mía. Los gestos de todos los asistentes al Taller
denotaban desconcierto a la vez que sus miradas se dirigían alternativamente a
Iris y a mí. En este caso, cualquier cosa que dijera saldría de la boca del “Sr.
Profesor”…
Ahora bien, la consigna estaba cumplida: Iris había escrito una carta.
Sin embargo no había podido leerla. Cuando dejó de llorar, otros pacientes se
ofrecieron para completar la lectura del texto puesto que notaron que el trabajo
no estaba completamente cumplido. Interesante relevo del discurso del Amo:
deseaban que “la cosa funcione”.
Cuando decidí hablar opté –en primer lugar– por sancionar que la
consigna había sido cumplida. Luego le propuse a todo el grupo que el texto
permaneciera desconocido para nosotros, puesto que no éramos su verdadero
destinatario. Entonces cambié mi posición y me dirigí a Iris para agradecerle:
“esa emoción que nos mostraste dice mucho más que las palabras… gracias por
habernos abierto el corazón…”. Me levanté de la silla, la abracé y le dí un beso.
Fue ahí cuando algunos de los pacientes imitaron mi modo de agradecimiento.
La reducción de la distancia operada por el agradecimiento, sancionó el
ingreso de la paciente en el grupo a la vez que alojó ese sufrimiento en el
ámbito del Hospital de Día. El “Sr. Profesor” cayó mediante la reinstalación de
la relación imaginaria y permitió la identificación entre todos los participantes
en el valor del sufrimiento. Sin embargo, no se trata de hacerle lugar a estas
“mostraciones” sin algún pequeño “precio” para el paciente. No satisfago todo
el tiempo estas demandas, ni ocupo todo mi tiempo en certificar el sufrimiento-
goce de estos pacientes.
Al final de la reunión del taller, recojo el material y lo archivo –siempre
en vistas a su futura publicación–. Iris no hizo más que imitar a los otros: se
acercó y me quiso entregar los papeles. No se los acepté. Tampoco le di ningún
tipo de explicación. Me miró asombrada y la despedí hasta la próxima reunión
del Taller de Letras…
Supongo que había depositado tanto “supuesto saber” en la situación
que no dijo absolutamente nada ante mi negativa. Sólo cierto tiempo después
fue ella quien me agradeció que no le hubiera aceptado la carta.
Aparentemente… por ciertos indicios… la mandó.
Hasta aquí entonces, estos dos breves recortes con pacientes de un Hospital de
Día, en que yo realizaba una tarea algo particular, como era el Taller de Letras. Realicé
la misma tarea en una comunidad terapéutica con adolescentes adictos, donde era
condición para entrar no padecer de sintomatología psicótica. Y ahora voy a contarles
un poco algo de esa experiencia.
Este texto, que al igual que los anteriores nunca hice circular, incluye una
hipótesis fuerte respecto de lo que es el trabajo en una comunidad terapéutica. Bueno,
está en el inicio del texto, ustedes harán después sus comentarios.
Son muy impactantes los casos que leíste, hay mucho para conversar... Quería
preguntarte cuál dirías que es la principal función de la intervención psicoanalítica.
Sí, claro –yo hice una breve alusión al asunto porque Lacan plantea a la
transferencia como un modo de pago–. Es el modo de pago con la persona. Por eso me
llama la atención que los analistas intenten esconder o disimular su persona. En las
instituciones por ahí eso no ocurre tanto pero en los consultorios... A mí me parece que
uno tiene que aprovechar lo que es de uno: hay que “poner el camello”. La relación
transferencial existe en las instituciones de manera multiplicada ya hay muchos actores
–incluso es probable que algún paciente funcione mejor en relación con un actor que
con otro –.
Ayer escuchaba que un paciente de Otium le decía a Silvia “mamá”. Y pensaba,
¡hay que estar dispuesto a que un loco bien loco te diga “mamá”, porque hay que ver
qué significa eso para uno! Digo, no cualquiera viene y te llama “mamá” o “papá”.
Nada indica que realmente la relación sea materno-filial ahí, pero la transferencia está
fundada a través de un significante. Entonces, el problema con la transferencia es que no
es un fluido, no es una cosa mágica que se extiende desde el lugar de uno al lugar del
otro y que es susceptible de crecer o disminuir... No es así –en las instituciones
analíticas de Buenos Aires la gente se pelea porque dicen: “vino este tipo y se robó las
transferencias”, es increíble–. La transferencia no es un fluido que uno puede tomar,
rechazar, querer, no querer... Es un fenómeno que disuelve a las personas. Hay
transferencia cuando hay disolución de las personas en la situación analítica. Por eso
Lacan dice que la transferencia es el pago con la persona, cuando yo dejo de ser yo y
paso a ser lo que el vínculo con el otro me propone. No obstante, creo que la función de
transferencia es una función muy compleja, muy rica para trabajar y es la que posibilita
que podamos sostenernos delante de este tipo de pacientes ¿Por qué? Porque no somos
nosotros los que estamos ahí. Creo que cuando uno entra y se encuentra con estos
pacientes uno deja de ser uno. Y por eso los psicoanalistas que ostentan tanta “persona”,
terminan produciendo que los pacientes se identifiquen con ellos. No se puede medir la
dimensión de un analista clínico por la persona, porque justamente, ser analista clínico
es estar dispuesto a entregar la persona. Uno analiza entregando la persona y siendo lo
que el otro quiere que uno sea. Entonces es inútil esconderse detrás de un consultorio
sin objetos, detrás del mismo traje todos los días, no tiene sentido porque, en definitiva,
es el paciente el que va a elegir el rasgo para que se genere la transferencia.
Hemos trabajado mucho estos dos días, dejamos muchas cosas abiertas como
para continuar en el futuro. Agradezco a Viviana Cuevas de efapp y a Silvia Young de
Otium el haberme invitado y, espero que estos encuentros hayan sido para ustedes tan
enriquecedores como para mí.
Ojalá volvamos a encontrarnos pronto aquí, en Córdoba, o en alguna otra ciudad
–quién sabe–. Gracias por vuestra participación y amable atención.