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Annemarie Jagose

“Impugnaciones de lo queer”

en Queer Theory. An Introduction, New York: New York University Press,


1996

traducción: Gabriela Adelstein, Buenos Aires, 2014

Si bien lo queer puede ser descripto como un desarrollo lógico en la


política y los estudios gays y lésbicos del siglo XX, su progreso no ha sido
sin polémicas. Como punto de convergencia para un número
potencialmente infinito de posiciones de sujeto no normativas, lo queer es
marcadamente distinto de esos movimientos políticos tradicionales que se
basan sobre una identidad fija y necesariamente excluyente. Al estirar las
fronteras de las categorías identitarias, y al parecer desechar las
distinciones entre diversas formas de identificación sexual marginalizadas,
lo queer ha provocado exuberancia en algunos sectores, pero ansiedad e
indignación en otros. Las distintas impugnaciones del término
demuestran las implicancias y las inversiones de queer, clarificando sus
ambiciones y limitaciones.

El escepticismo queer sobre el obvio status de las categorías identitarias


ha caído bajo sospecha por parte de quienes piensan que es una forma
meramente apolítica o incluso reaccionaria de intelectualización. En un
ejemplo extremo de esto, Susan J. Wolfe y Julia Penelope (1993:5)
presentan su reciente antología de crítica cultural lésbica identificando la
desestabilización de la identidad como una estrategia explícitamente
homofóbica:

1
Nosotras [no podemos] permitirnos dejar que el discurso patriarcal
privilegiado (del cual el postestructuralismo es sólo una nueva
variante) borre la identidad colectiva que las lesbianas han
comenzado a establecer hace tan poco tiempo. [...] Porque lo que de
hecho ha resultado de la incorporación del discurso
deconstructivista, al menos en el discurso académico “feminista”, es
que la palabra lesbiana ha sido entrecomillada, ya sea si se la usa o
se la menciona, y la existencia de lesbianas reales ha sido negada,
una vez más.

Tales objeciones a la interrogación de las categorías identitarias


aparentemente obvias apelan casi genéricamente al sentido común. La
estabilidad y las propiedades extradiscursivas de la identidad lésbica están
dadas por sentadas por Wolfe y Penelope (ibid.:9), cuando se quejan de que
lo que “podría haber parecido un hecho trivialmente obvio hace dos
décadas, ha sido desafiado por el pensamiento postestructuralista”.
Menos truculenta es la ansiosa observación de Bonnie Zimmerman: “el
discurso del ‘sentido común’ y la teoría contemporánea parecen estar
alejándose cada vez más uno de otra” (citado en Palmer, 1993:6). Terry
Castle (1993:13) expresa una inquietud similar cuando critica la forma en
que “especialmente entre académicxs lesbianas y gays jóvenes, entrenadxs
en filosofía continental (incluyendo una cantidad de lxs llamadxs teóricxs
queer), recientemente se ha hecho popular refutar, siguiendo líneas
deconstruccionistas, la significatividad misma de términos tales como
lesbiana o gay o coming out”. Sosteniendo, por el contrario, que “vivimos
en un mundo en el que la palabra lesbiana todavía tiene sentido, y que es
posible usar la palabra frecuentemente, incluso líricamente, y todavía ser
entendida”, esta autora toma la obviedad de lesbiana como la base de su
interesante estudio transhistórico de esa figura (ibid.:14). Pero en su
2
crítica de Castle, Valerie Traub (1995:99) argumenta que tales
aseveraciones ignoran la dimensión ideológica de las apelaciones al sentido
común:

“El supuesto de que unx sabe, en un sentido “ordinario”, “coloquial”,


qué es ‘lesbiana’ (Apparitional Lesbian 15), y eso sobre la base de un
conocimiento tan estable que puede establecer conexiones a través
del tiempo y la cultura, impide entender que tal conocimiento es
menos una posición desde la cual pueden hacerse afirmaciones
autónomas que el resultado de discursos normalizadores.”

Esta dependencia de lo que todxs ya saben es convincente a nivel retórico,


pero no intelectualmente. Porque lo que está siendo criticado en la teoría
contemporánea es la idea misma de lo natural, lo obvio, y lo dado por
sentado. “La apelación al llamado ‘sentido común’”, escribe Lee Edelman
(1994:xviii) “refuerza la hipostatización [cosificación] de lo ‘natural’ de la
cual depende la homofobia, y por lo tanto comparte una labor ideológica
que es cómplice de la supremacía heterosexual”. Valorizar el sentido
común es ingenuo, si no peligroso. Porque esas formaciones de
conocimiento que coinciden con los discursos del sentido común no
manifiestan una verdad que está más allá del análisis. Más bien, la
convergencia de conocimiento y sentido común puede ser entendida más
provechosamente como una licencia para la operación de estructuras
ideológicas no examinadas.

Otra objeción común a la reciente queerización de las identidades lesbiana


y gay enfoca la eficacia política: cuestionar el obvio status de la identidad
(esto dice el argumento) bien puede ser explicable en términos

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intelectuales, pero es indefendible porque alienta el quietismo apolítico.
En esta evaluación, el supuesto que brinda la lógica primaria para las
políticas de la identidad –esto es, que una identidad coherente y unificada
es el prerrequisito para la acción política efectiva- también estructura la
crítica de cualquier suspensión de identidad. Sin embargo, mientras la
fatigosa reelaboración de las interpretaciones tradicionales de lesbiana y
gay ha revalorizado lo que podría constituir una acción política efectiva, las
recientes confrontaciones a un ahora reconocible estilo setentista de
política de la identidad no desacreditan la noción misma de política. “La
deconstrucción de la identidad no es la deconstrucción de la política”,
señala Butler (1990:148): “más bien establece como políticos los términos
mismos a través de los cuales se articula la identidad”.

Quizás la objeción más simple a lo queer viene de quienes se esperaría que


estuvieran entre sus componentes, y sin embargo estxs autorxs ni se
sienten interpeladxs por el término, ni están persuadidxs de que la nueva
categoría lxs describa o represente. A menudo explicada en términos de
“brecha generacional gay”, esta objeción proviene de quienes no pueden
aceptar que un término que antes era peyorativo sea ahora una
autodescripción positiva (Reed, 1993). Gran parte de esta discusión es
informal, incluso anecdótica. Cuando la Queer Studies List recientemente
debatió en Internet el presupuesto de una identidad queer, algunos
posteos argumentaron a favor de su adopción, y otros en contra. Mientras
algunxs estaban encantadxs de llamarse a sí mismxs queer, y otrxs se
negaban a hacerlo, un corresponsal dio testimonio de su ambivalencia
sobre esta nomenclatura: “Cada vez que oigo ‘esa’ palabra, quiero sentirme
empoderado y usarla yo mismo. En cambio, me siento herido. Adolescí
[sic] a fines de los ’60 y principios de los ’70. Ya lo superaré. Mis amigos
gay más jóvenes ahora están usando “faggot” [maricón]. Ugh!” (D’Arc,
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1995). Relevando distintas respuestas a queer, Stephen Jones (1992:26)
se manifiesta similarmente inquieto sobre el atractivo percibido de la
nueva terminología: “En mi necesidad de ser considerado un varón gay
contemporáneo, durante los últimos dos años me he sentido cada vez más
presionado para describirme a mí mismo como queer. Lo hago con
vergüenza, no me siento seguro de que ya tengamos un entendimiento
común de la política y la cultura queer.” La renuencia de ciertos gays y
lesbianas a identificarse a sí mismxs inequívocamente como queer
demuestra que las categorías no son sinónimas. Como observa Sedgwick
(1993b:13), “hay algunxs lesbianas y gays que nunca podrían contar como
queer, y otras personas que vibran en la cuerda de queer sin tener
demasiado erotismo homosexual, o sin canalizar su erotismo homosexual
a través de las etiquetas lesbiana o gay.”

Quienes adoptan o rechazan queer como un término de auto-identificación


están a menudo en oposición en su concepción de utilidad política.
Quienes proponen la nueva terminología argumentan que redesplegar el
término queer como una figura de orgullo es un poderoso acto de
recuperación cultural, y estratégicamente útil para retirar la palabra del
contexto homofóbico en el que prosperaba antes. Citando como su
precedente la transvaloración de “tortillera” (de término abusivo a
declaración asertiva, y luego rutinariamente casual de identidad lésbica),
quienes abogan por queer argumentan que los cambios en la
nomenclatura pueden influir o incluso transformar los supuestos y los
conocimientos culturales. Sin embargo, los opositores a la nueva
terminología señalan que cambiar meramente el valor semántico de queer
es como un reconocimiento equivocado del síntoma en lugar de la
enfermedad. Sostienen que incluso si su resignificación fuera exitosa,
otras palabras o neologismos asumirían el trabajo cultural que antes
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representaba queer. Después de todo, la neutralización exitosa del
término “tortillera” no ha tenido como resultado el fin de la discriminación
contra las lesbianas.

Hay algo de mérito en cada uno de estos argumentos. Las


transformaciones sociales que puedan conseguirse mediante la
proliferación de queer como término positivo de autodescripción no serán
ni absolutas ni incuestionables. Aún si queer ha sido apropiado por una
nueva generación, que se reconoce a sí misma en ese término
inequívocamente, la homofobia no va a ser silenciada ni a perder un
vocabulario inteligible con el que hacerse entender. Pero sin embargo la
lucha semántica respecto de queer tampoco es inútil, a pesar de que
algunxs críticxs como Julia Parnaby (1993:14) piensan que la
resignificación de queer es un gesto vacío, por ser puramente lingüístico:

La recuperación de “queer” como sustantivo está basada sobre el


supuesto de que la mera recuperación le quita su poder homofóbico,
que va a poner al mundo en contra de lxs agresores de queers, en
lugar de contra lxs agredidxs. Es una consecuencia directa de los
argumentos postestructuralistas sobre el lenguaje que sostienen que
los significados de las palabras son redefinidos constantemente cada
vez que son usadas por los individuos que las usan, y que por lo
tanto podemos hacer que las palabras signifiquen lo que queremos
que signifiquen.

Parnaby desvaloriza queer porque presupone incorrectamente que cuando


lxs postestructuralistas describen la producción de significado como
contingente (esto es, dependiente del contexto) quieren decir que es

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voluntarista (o sea determinada por el sujeto individual de enunciación).
Si bien las palabras no significan simplemente lo que queremos que
signifiquen, tales etiquetas son más que sólo nuevas descripciones para
viejas realidades. Dado que la palabra queer indexa –y en cierta medida
constituye- modelos cambiados de género y sexualidad, las luchas
semánticas sobre su utilización están lejos de ser ociosas.

Preocupa también la posibilidad de que el sentido peyorativo de queer


sobrevivirá a los intentos de su recuperación política. Esto parece
probable, dado que gran parte de su atractivo deriva del modo en que
resiste incluso esa legitimación limitada lograda por los términos lesbiana
y gay. Si queer es alguna vez neutralizado como un término puramente
descriptivo, el trabajo cultural de desnaturalización que actualmente
realiza perderá su efectividad. El lado oscuro de queer, siempre
despectivo, puede bien ser una de sus características más valiosas, según
Sedgwick (1993a:4):

La razón principal por la que la autodesignación como “queer” por


parte de activistas ha demostrado ser tan volátil es que no hay
ningún modo de que ningún grado de recuperación afirmativa tenga
éxito en despegar a la palabra de sus asociaciones con vergüenza y
con la aterradora impotencia de la niñez de género disonante o
estigmatizada de alguna otra manera. Si queer es un término
políticamente potente (y lo es), es porque, lejos de ser capaz de
despegarse de la fuente de vergüenza de la niñez, se aferra a esa
escena como una fuente inextinguible de energía transformadora.

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Dado el grado en que queer significa una “resistencia a los regímenes de lo
normal”, su inmunidad a la domesticación garantiza su capacidad de
mantener una relación crítica con los estándares de normatividad (Warner,
1993a:xxvi).

El temor de que “queer” continúe connotando perversión e ilegitimidad ha


llevado a algunxs a argumentar que su adopción es políticamente un gesto
contraproducente. “Su uso sólo sirve para avivar el prejuicio existente”,
escribe Simon Watney (1992:18), “y puede incluso llevar a un aumento de
la discriminación y la violencia”. Se objeta que, al elegir resignificar una
palabra que hasta hace poco tiempo circulaba en el grosero registro de la
jerga, los partidarios de queer se enajenan (ellxs mismxs y su causa) de
gente que se compadece por los agravios y las inequidades que sufren
lesbianas y gays. Campion Reed piensa que promover queer como término
descriptivo puede “solamente otorgar aún más licencias a los
heterosexuales para emplear lenguaje degradante”, y no puede imaginar a
políticos discutiendo sobre “queers” y “maricones” en el ámbito del senado
(citado en Angelides, 1994:83). Quienes buscan efectivizar una
transformación política bajo la rúbrica de lo queer se impacientan con esta
línea argumental, porque entienden que, mientras la intervención política
esté constreñida por el mismo sistema al cual se opone, el éxito político
será necesariamente limitado. Sostienen que el tipo de legitimación
logrado por lesbianas y gays no puede ser emulado, porque es la evidencia
de que se han vendido y traicionado sus orígenes radicales de la liberación
gay. Aquellxs lesbianas y gays que están comprometidxs en alcanzar el
cambio social mediante estructuras democráticamente sancionadas alegan
que la posición queer es políticamente demasiado ingenua e idealista para
ser efectiva. En la ignorancia de las verdaderas maquinarias del poder, los

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queer no podrán lograr nada desde la posición marginalizada que
defienden.

Lxs partidarixs de cada lado de este argumento son mutuamente críticxs


tanto de las políticas como de las estrategias. Quienes se organizan
alrededor de principios queer prevén que cualquier avance hecho por
lesbianas y gays será siempre restringido por su conformidad con el
macrosistema. Las lesbianas y los gays, por otro lado, presuponen que las
demandas queer no serán ni escuchadas ni tratadas, porque no son
canalizadas a través de las legítimas instituciones del poder. A pesar de
sus diferencias, tanto la posición gay y lésbica como la queer entienden la
política del mismo modo, en la medida en que ambos lados imaginan que
las políticas de ciertas estrategias son obvias incluso antes de ser puestas
en práctica. Este es un supuesto relativamente común, y no es privativo
de estos dos grupos. Sin embargo (y sobre todo porque se la sostiene tan
ampliamente y tan acríticamente) esta concepción de la política requiere
ser analizada. Porque como argumenta Diana Fuss (1989:105), “la política
… representa la aporia de gran parte de nuestra teorización política
actual”, y “aquello que significa activismo es lo menos activamente
interrogado”. En lugar de pensar la política como la cualidad esencial
(conocida y evaluada con anterioridad) de cualquier intervención dada, es
quizás más apropiado pensarla como aquello que surge como
consecuencia no sólo de una estrategia específica sino también de los
contextos con los cuales esa estrategia se imbrica, si no en forma azarosa,
en formas imprevistas. La política, entonces, puede entenderse
productivamente como “un conjunto de efectos y no una primera causa o
un determinante final” (Fuss, 1989:106). Lo queer es sensible a esta
construcción de política abierta, dado que se representa a sí mismo como

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no fijo, y manteniendo abierto un espacio cuyo potencial nunca puede ser
conocido en el presente.

El alto perfil de los grupos activistas estadounidenses que trabajaron bajo


la bandera de Queer Nation a principios de los años '90 ha llamado la
atención crítica sobre los reclamos del nacionalismo queer. En su
documentación de los orígenes y objetivos de Queer Nation, Alexander
Chee (1991:15) señala su rápido ascenso: surgida en abril de 1990,
apareció en “la primera plana del Village Voice a mediados del verano”, y
pasó de “el anonimato al escándalo a la celebridad, en semanas”. Si bien
la mayoría de las movilizaciones queer no se han basado en el concepto de
nación, a Queer Nation se le reconoce haber popularizado lo queer en
Estados Unidos, al dar “al significante ‘queer’ publicidad nacional”
(Hennessy, 1994:86). Se le puede reconocer también la americanización
del término en otros contextos nacionales, en la medida en que David
Phillips (1994:16) observa que “una lectura algo cínica del perfil de ‘queer’
en Australia podría argumentar que su uso es otra instancia más de
imitación refleja de los Estados Unidos de América”. El nacionalismo ha
sido desde hace mucho tiempo un tropo organizativo en el desarrollo
histórico de la política lesbiana y gay, como es evidente en manifestaciones
tan diversas como el “tercer sexo” de Hirschfeld, la separatista Lesbian
Nation, y el modelo étnico de identidad lésbica y gay (Duggan, 1992:16).
Formada en una reunión de ACT UP en New York en 1990, Queer Nation
“comenzó … sin nombre ni estatuto ni declaración de propósitos” (Chee,
1991:15). Los llamados al nacionalismo, sin embargo, tienden a corporizar
ideas problemáticas de homogeneidad y cohesión. Al respecto, a David
Phillips (1994:17) Queer Nation le resulta una formulación oximorónica, ya
que “fusiona un modelo étnico de orígenes y diferencia con un corpus de

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trabajo teórico que busca desmantelar los modelos de identidad
potencialmente esencialistas” (cf. Zimmerman, 1995).

David Halperin (1995:63) refuerza esta evaluación de Queer Nation al


describirla como menos queer que ACT UP, y sostiene que el grupo se
apropia de muchas de las estrategias de esta última organización sólo para
crear “un movimiento de jóvenes radicales lesbianas y gays definidos por
ningún otro elemento más que la orientación sexual”. En forma similar,
Lisa Duggan (1992:21) afirma que “Queer Nation, para algunxs, es
simplemente una organización nacionalista gay”. Pero sin embargo otrxs
argumentan que, al yuxtaponer lo queer con la nacionalidad, Queer Nation
exitosamente desnaturaliza las concepciones conservadoras y esencialistas
de nacionalidad (Brasell, 1995). En consecuencia, produce “múltiples y
ambiguos” conceptos de nación, que “simulan ‘lo nacional’ con inflexión
camp”, y “capitalizan la dificultad de situar al público nacional, cuyo
consentimiento de la autoexpresión es la base de la identidad nacional
moderna” (Berlant y Freeman, 1992:152, 151). Aunque las concepciones
queer de lo nacional tienen el potencial de refigurar la nación como “una
entidad política redefinida, más capaz de cruzar fronteras y construir
identidades más fluidas”, Queer Nation es criticada a menudo por recurrir
a formulaciones de nacionalidad menos progresistas (Duggan, 1992:21).
En su extenso y en gran medida solidario análisis de la nacionalidad
queer, Berlant y Freeman (1992:170) concluyen que la campaña de Queer
Nation “todavía no ha … dejado atrás las fantasías de glamour y
homogeneidad que caracterizan al nacionalismo estadounidense mismo”.
Henry Abelove (1993:26) identifica esta fusión de nacionalismos queer y
estadounidense cuando, después de comentar su involucramiento en la
filial de Salt Lake City de Queer Nation, concluye apabullantemente: “Y
qué decir del nombre Queer Nation? No creo que el significado de este
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nombre sea tan misterioso y difícil como supone la mayoría de los
comentaristas sobre el tema. Lo que Queer Nation realmente significa es
América”. Berlant y Freeman (ibid.:171) argumentan que Queer Nation no
logra desarticular su inflexión de nacionalismo de una versión más
reconocible de americanidad: “en la medida en que asume que ‘queer’ es la
única identidad ‘extranjera’ insurgente que sus ciudadanos tienen, Queer
Nation sigue atada a la lógica generizadora de la ciudadanía
estadounidense y al horizonte de un formalismo oficial – un formalismo
que equipara elección de objeto sexual con autoidentidad individual”. Esta
reinstalación de la identidad queer (como algo fijo, estable y conocido)
dentro del molde de identidad nacional no realiza el potencial radicalmente
desnaturalizador de lo queer.

Mientras que el éxito de lo queer es medido a menudo en términos de su


amplia aceptación, esto también ha sido una fuente de preocupación para
algunxs. El entusiasmo con que lo queer prendió ha sido ampliamente
criticado, especialmente por aquellxs que piensan que, en términos de
estilo más que de sustancia, ha producido “una versión de políticas de
identidad como un fetichismo comercial postmoderno” (Edelman,
1994:114). Esta moda, se queja Donald Morton (1993b:151), “trivializa la
noción misma de queer, reduciéndola a nada más que un ‘estilo de vida’,
algunas formas de hablar, caminar, comer, vestirte, cortarte el cabello y
tener sexo”. La queerización de la academia ha sido un proceso
igualmente veloz. Michael Warner (1992:18) señala: “Lxs académicxs
ahora están hablando sobre teoría queer como un Movimiento. Hasta hace
dos años, la frase no habría resonado”.

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Existe la sospecha de que si lo queer puede ser institucionalizado tan fácil
y rápidamente, no puede sostener una crítica radical. Según Donald
Morton (1993a:123), “el éxito ‘como de ensueño’ de la teoría queer hoy está
posibilitado precisamente por su tendencia a apoyar y celebrar la narrativa
académica dominante del cambio progresivo”. Rosemary Hennessy
(1994:105) argumenta que, bajo las condiciones del capitalismo tardío, lo
queer está siendo apropiado para consolidar una cultura posmoderna
hegemónica: “Los desafíos a las ideas naturalizadas de identidad y
diferencia que emanan de Madison Avenue y Wall Street”, escribe,
“comparten cierta afiliación ideológica con la teoría queer de vanguardia”.
Es más, mientras que la rápida expansión de queer en la academia puede
ser explicada en gran parte en términos de un modelo más viejo y más
lentamente establecido de estudios lésbicos y gay, la teoría queer es a
menudo representada como con una mayor inversión en lo institucional
que en lo político. La profesionalización de lo queer ha beneficiado sobre
todo a aquellxs relativamente pocxs individuos que están haciendo
carreras académicas como investigadorxs queer (Malinowitz, 1993:172).
Esta sospecha se registra a menudo con inquietud respecto del
vocabulario cada vez más especializado y de los modelos analíticos de la
teoría queer, que son tomados como evidencia de que lxs teóricxs queer no
son responsables frente a ninguna comunidad, fuera de las universidades.
“En este momento”, se queja Malinowitz (ibid.),

sobrerrepresentados por instituciones académicas prestigiosas,


aprovechando un circuito cerrado de llamados a presentación de
trabajos académicos, utilizando un vocabulario postestructuralista
que los diccionarios extendidos todavía no han registrado,
fuertemente interreferenciales y abrumadoramente blancos, la red de
teóricxs queer a menudo parece un club social abierto sólo a lxs

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residentes de un barrio en el que la mayoría de nosotrxs no puede
permitirse vivir.”

En su revisión de un par de trabajos teóricos recientes, Sherri Paris


(1993:988) hace la crítica convencional de que la teoría queer es elitista e
inaccesible: “Ésta es una política formulada desde un punto que está más
allá del cuerpo, por gente que no tiene ni hambre ni frío, gente que puede
teorizar confortablemente, escudriñando el mundo a través de pantallas de
computadora, reconfigurando sus superficies interminablemente, como un
diskette”. Paris ensaya una caracterización conocida de lxs intelectuales,
cuyo privilegio supuestamente lxs aísla de la “realidad” que, no obstante,
se sienten con licencia para analizar. Sin embargo su crítica también
plantea cuestiones que son particularmente polémicas dentro de la teoría
queer, donde se debaten las continuidades y discontinuidades de teoría y
política, individuo y comunidad, especialización y responsabilidad.

En un ensayo que valora los desarrollos de la teoría queer pero propone


que la teorización post-Stonewall esté más en contacto con sus
comunidades, Jeffrey Escoffier evalúa el desarrollo de los estudios lésbicos
y gay en Estados Unidos. Encuentra que, aunque se desarrollaron
inicialmente a partir de (o incluso en tandem con) la acción política de
base, la “exitosa institucionalización de los estudios lésbicos y gay dentro
de la universidad” ha dado origen a una nueva generación de
investigadorxs, cuyos intereses son textuales más que sociales, y que
están ‘primariamente preocupadxs con la construcción del status
intelectual de este campo’ (Escoffier, 1990:41, 47). Si la teoría queer
quiere evitar convertirse en “poco representativa e intelectualmente
estrecha”, argumenta (ibid.:48), “los estudios lésbicos y gay deben
14
mantenerse en diálogo con las comunidades que dieron origen a las
condiciones políticas y sociales para su existencia”. Debe señalarse, sin
embargo, que la teoría queer no incumple con el compromiso de los
estudios lésbicos y gay con la política y la comunidad; lo que hace es
cuestionar los conocimientos que mantienen tales conceptos como si
fueran obvios e indiscutibles. Cuando Escoffier (ibid.:40) escribe que “el
crecimiento de los estudios lésbicos y gay requiere un análisis sobre si,
como disciplina académica, deben, o pueden, existir sin lazos
estructurales con las luchas políticas lesbianas y gay”, se está apoyando
en una distinción entre teoría y política que muchxs teóricxs queer
insisten en problematizar.

Porque la idea de que existe una comunidad lesbiana y gay (definible en la


medida en que es distinta de aquellxs académicxs cuya responsabilidad se
reclama) es una idea que la teoría queer cuestiona. Más aún, no es
simplemente el tema de dónde estaría ubicada esa comunidad (en las
calles, si podemos confiar en la retórica anti-intelectual) sino de cómo sus
intervenciones llegan a ser “políticas” en modos que le son negados al
trabajo académico. Porque según la explicación de Foucault sobre cómo
funcionan el poder y la resistencia a través de múltiples redes, con un
efecto no coreografiado, no queda en absoluto claro que escribir un
artículo, o desarrollar un marco analítico, sea menos efectivo que varios
otros gestos, reconocidos desde hace tiempo en los círculos lesbianos y gay
como indudablemente políticos, tales como armar un piquete, escribir a
representantes del gobierno y organizar manifestaciones y marchas. Es
más, incluso si lxs teóricxs queer se sintieran obligadxs a representar los
intereses de una comunidad específica, la expectativa de que la teoría
queer sería inteligible para un público variado y no especializado limitaría

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el alcance de cualquier tarea desnaturalizadora que pudiera emprender
(Edelman, 1994:xvi-xvii).

Quizás el desarrollo más controvertido de queer es como un término


paraguas para sujetos disímiles, cuya colectividad está suscripta por un
compromiso mutuo en prácticas o identidades sexuales no normativas.1
En sus usos más amplios, queer describe no sólo lesbiana y gay, sino
también -y no exhaustivamente- individuxs transexuales, transgénero y
bisexuales. Como lo que Louise Sloan llama “la oximorónica comunidad
de la diferencia” (citada en Duggan, 1992:19), queer plantea una
comunidad entre personas que no deniega su diferencia fundamental. Y
sin embargo la ubicuidad de queer presenta la posibilidad de que el
término sea o bien apropiado por un pluralismo liberal de notoria
“capacidad de cooptación y despolitización” (Grosz, 1995:249), o bien
borrado por “el antiguo y persistente espectro de desespecificación sexual”
(Halperin, 1995:65). Leo Bersani (1995:71, 73) plantea ambas
preocupaciones, al decir que queer tiene un efecto “desgayzador” que no es
demasiado distinto de la “versión notablemente familiar, y meramente
liberal” de la desespecificación de lo lesbiano y lo gay. Si bien la apertura
de queer ha sido muy celebrada, el reivindicación subsiguiente de que es
una formación más radical que lesbiana y gay ha sido criticada. Por
ejemplo, David Phillips (1994:16) protesta que:

las ambiciones inclusionistas de queer -el intento por representar no


sólo a gays y lesbianas, transgéneros, e incluso heterosexuales como

1 Queer, en este sentido, ha resultado ser una categoría útil para lxs académicxs que
buscan analizar la sexualidad por fuera de la dicotomía organizadora de
heterosexualidad/homosexualidad, como Michael J. Sweet y Leonard Zwilling
(1993:603), que traducen los términos sánscritos klibatva y napumsakatva como
“queerness”, en su análisis de la medicina india clásica.
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“queers straight”, etcétera- ha tenido el efecto de no sólo borrar las
identidades políticas, las necesidades y las agendas específicas de
estos distintos grupos sino que, al hacerlo, queer ha producido un
nuevo closet, ya que niega cualquier autoidentificación específica
como gay o lesbiana (predicadas sobre prácticas sexuales con el
mismo sexo).

El gesto totalizador de queer es considerado con potencial para trabajar en


contra de la especificidad lesbiana y gay, y para desvalorizar aquellos
análisis de la homofobia y el heterocentrismo desarrollados
mayoritariamente por críticxs lesbianas y gay.

Otros temores generados por la potencial falta de límites de queer es que


neutralizará la eficacia de lesbiana y gay como categoría identificatoria, y
que su flexibilidad conectará a lesbianas y varones gay con otrxs cuyo
compromiso con las políticas antihomofóbicas está en duda. Aunque
Elizabeth Grosz (1995:249-50) concede que parte del atractivo de queer es
“una ambigüedad sobre aquello a lo que el término ‘queer’ refiere”, algunas
cosas a las que podría referir la convierten en una categoría política
riesgosa:

“Lesbiana y gay” tiene la ventaja de articular sus miembrxs en forma


directa, mientras que “queer” puede alojar, y sin duda brindar, una
racional y una cobertura políticas, en el futuro próximo, a muchas
de las más evidentes y extremas formas de juegos de poder
heterosexuales y patriarcales. Éstas también, en cierto sentido, son
queer, perseguidas, condenadas al ostracismo. Los sádicos,
pederastas, fetichistas, pornógrafos, proxenetas, voyeurs

17
heterosexuales sufren las sanciones sociales: en cierto sentido ellos
también pueden ser considerados oprimidos. Pero reclamar una
opresión del orden de lesbiana y gay, de las mujeres o racial, es
ignorar la muy real complicidad y las recompensas fálicas de lo que
podrían llamarse “sexualidades desviadas” dentro de las relaciones
de poder patriarcales y heterocéntricos.

Ciertamente, la posibilidad de que el modelo queer sea movilizado


políticamente en los intereses de aquellos cuyas prácticas o identidades
sexuales son consideradas como antitéticas a la política progresista amplia
tradicionalmente articulada por lesbianas y gays es a menudo identificada
como una deficiencia importante. Existe poco acuerdo, sin embargo, sobre
cuáles grupos comprometen políticamente una afinidad lesbiana y gay con
lo queer, si bien la mayoría de lxs analistas nombran a los pedófilos en esa
categoría. Por otra parte, David Halperin (1995:62) escribe que queer
“podría incluir algunas parejas casadas sin hijxs, por ejemplo, o incluso
(¿quién sabe?) algunas parejas casadas con hijxs -con, quizás, niñxs muy
pícaros”. En otro escrito, Grosz señala a pederastas y bisexuales como
grupos que, en diferentes modos, complican las movilizaciones lesbianas y
gays de lo queer (Leng and Ross, 1994:7-8). Stephen Angelides (1994:78)
identifica “la violación, la pedofilia y las prácticas sexuales snuff” como
problematizadoras de queer, mientras que Sheila Jeffreys (1993:146)
especifica “pedofilia” y “sadomasoquismo”. Estos debates sobre lo que
constituye un comportamiento sexual correcto o ético no son nuevos.
Después de todo, las fronteras marcadas alrededor de la política de la
identidad lesbiana y gay han sido violentamente confrontadas en distintos
momentos, en debates sobre sadomasoquismo, sexo intergeneracional y
pornografía. Sin embargo, queer presenta la posibilidad de ubicar la
perversión sexual como precondición misma de una categoría
18
identificatoria, más que como una desestabilización o una variación de
esta categoría. Mientras esto hipotéticamente permite constituir una
colectividad que comprende todas las formas de sexualidad no normativa,
la apertura de lo queer no fuerza alianzas de coalición ni descarta
negociaciones con lo ético. A pesar de la predicción de Grosz (1995:249,
250) de que lo queer sería apropiado en “el futuro cercano” por una
revoltosa banda de perversos heterosexuales dedicados al mantenimiento
de las “relaciones de poder heterocéntricas”, las circunstancias históricas
en que el término evolucionó han mantenido su afiliación con la política
antihomofóbica. Aunque los desarrollos futuros de queer siguen siendo
desconocidos, no hay ningún signo de un cambio en la orientación
fundamental del término. Así, si bien el fenómeno del “queer straight” ha
sido muy criticado (Kamp, 1993), los escritos de quienes se identifican
como straight queers tienden a estar marcados por una casi dolorosa
vacilación y autorreflexividad, e insertados en términos del análisis
antihomofóbico (Powers, 1993).

Al producir una coalición de identidades sexuales no normativas, queer ha


sido a menudo acusado de trabajar en contra de los recientes logros de
visibilidad y política de lesbianas y gays. La respetabilidad que tanto costó
conseguir y el sentido de comunidad otorgados por la identificación como
lesbiana o gay se pierden en un término cuya única especificidad es su
resistencia a la convención. Gran parte de la crítica de queer como
autodescripción se basa en un deseo de mantener la legitimidad. “Lo
último que quiero hacer”, escribe Eric Marcus, “es institucionalizar esa
diferencia definiéndome a mí mismo con una palabra y una filosofía
política que me ponen fuera del mainstream” (citado por Garber, 1995:65).
Este rechazo de queer es casi siempre el resultado de ese sentido de
pertenencia posibilitado por la reciente legitimación de “gay”, como término
19
y como grupo constitutivo. David Link (1993:47) confiesa: “He batallado
contra mí mismo sobre si, como varón gay, soy queer. He decidido que no
lo soy. Queer es la palabra del Otro, del extranjero. No me siento fuera de
nada debido a mi orientación sexual”. En forma similar, en una carta al
editor de un diario lésbico y gay de Sydney, Craig Johnston escribe:

No esperen que yo, después de 20 años de radicalidad gay/lésbica,


asuma que nuestra lucha ya no es válida. Y cuando digo “nuestra”,
quiero decir gay y lésbica … “Queer” es antihomosexual. La
comunidad “queer” no existe. Queer es el enemigo. Cuando oigo
“queer” busco mi Kalashnikov. (citado en Galbraith, 1993:22)

La otra cara de la antipatía de Johnston hacia queer es esa versión de la


política queer que devalúa las categorías de lesbiana y gay mediante su
representación como anticuadas, elitistas, convencionales y consolidadas
por un énfasis de clase media sobre los bienes y el capital; como lo expresa
Steven Cossen (1991:22) “tratan de adquirir las cosas correctas en Macy's
para demostrar que son como cualquier otra persona excepto por lo que se
ponen para ir a los nightclubs”. Jason Bishop plantea una queja similar
cuando dice. “No me identifico con la generación anterior de lesbianas y
gays. Muy confortables: desayuno tarde los domingos y compras con
tarjeta de crédito toda la semana” (citado en ibid.:16).

Paradójicamente, el éxito (aunque limitado) de la liberación gay en la


obtención de legitimidad y mejores condiciones para gays y lesbianas es
identificado, en estas quejas, como el origen de una insatisfacción queer
con el grado en que gays y lesbianas han sido cómplices de una estructura
de poder heterosexual que les es fundamentalmente indiferente o adversa.

20
A pesar de (o quizás debido a) los logros obtenidos por las luchas e
intervenciones de liberación gay, aquellxs comprometidxs con las tácticas
queer más agresivas argumentan contra la eficacia de los canales
democráticamente sancionados para la intervención política, como
organizar marchas, hacer lobby y peticionar. Desarrollos que parecían
imposibles sólo treinta años atrás (tales como negocios explícitamente
lesbianos y gay, subsidios de distintos niveles de gobierno para grupos
comunales lésbicos y gay, y el reconocimiento de que se puede apuntar a
la población lesbiana y gay como a una fuerza económica o electoral) son
vistos hoy, por aquellxs comprometidxs con una agenda queer, como
signos no de progreso sino de cómo las lesbianas y los gays han sido
asimilados en la cultura y los valores tradicionales.

No puede negarse cierta hostilidad mutua entre lo que tales antagonismos


constituyen como dos campos. Las lesbianas y los gays a veces son
representados como complacientes, y parte del sistema – hasta el punto en
que descartan lo queer como una mera rebelión inmadura y generacional
contra la autoridad parental de las categorías lesbiana y gay (Fenster,
1993:87-8). Otrxs temen que queer podría “brindar un instrumento
preparado para la negación homofóbica”, y así permitir que “criminales
sexuales a la moda y glamorosamente no especificados” estigmaticen y
desestimen a aquellxs todavía comprometidos con “una identidad
específicamente sexual (o sea, lesbiana o gay) pasada de moda,
esencializada, y rígidamente definida” (Halperin, 1995:65).

Más temor todavía ha sido expresado sobre la posible erosión de lesbiana


en queer. Para muchas lesbianas, queer ofrece un antídoto a las
limitaciones percibidas del feminismo lésbico, que incluye su
21
categorización de las lesbianas como “mujeres” y no como “homosexuales”,
y sus explicaciones, por momentos prescriptivas, de lo que debería
constituir lo sexual (Smyth, 1992:36-46). Mientras que queer reivindica
ambiciosamente la neutralidad de género, existe una sospecha bien
fundada de que tales reivindicaciones muy comúnmente esconden una
masculinidad genérica. Cuando Teresa de Lauretis propuso por primera
vez el término queer en 1991, lo cargó con la responsabilidad de
contrarrestar la tendencia masculinista que estaba latente en esa frase
naturalizada y aparentemente sensible al género: “lésbica y gay”. La
función de la teoría queer, escribió en ese momento, era remediar esa
“continua falta de representación” que había dado como resultado un
“duradero silencio sobre la especificidad del lesbianismo en el discurso
“gay y lésbico” contemporáneo (de Lauretis, 1991:vi-vii). Así como las
feministas se negaban a aceptar el pronombre masculino como un
término universal sin género (percibiendo en la insistencia académica en
esa “regla” gramatical una inversión ideológica más siniestra), ahora existe
cierta reticencia a permitir la no especificidad de género queer. Existe un
precedente aún más relevante para este temor. El término “lesbiana”
comenzó a circular ampliamente sólo cuando un feminismo lésbico
naciente se desilusionó de la tendencia masculinista en las prioridades de,
primero, el movimiento homofílico, y luego del de liberación gay. Por lo
tanto, para muchas feministas lesbianas, el auge de queer y sus
reivindicaciones de no especificidad de género ya evocan una desagradable
sensación de déjà vu. Muchas de las argumentaciones sobre la
generización de queer se originan más en preocupaciones de feministas
lésbicas que de liberacionistas gay. Si bien sería un error entender a estos
dos movimientos sociales como opuestos (o incluso siempre distinguibles
uno de otro), las objeciones lesbofeministas a queer son indudablemente
significativas.

22
Philippa Bonwick (1993:10) formula lo que se ha convertido en la objeción
lesbofeminista standard a queer, cuando escribe: “Quizás el aspecto más
nocivo de la presión generalizada por ser queer es que cubre a las
lesbianas en un manto de invisibilidad aún más grueso... Queer ignora
totalmente la política de género. Mediante un término no específico, borra
a las mujeres de nuevo”. Aquí Bonwick reitera una preocupación común:
que la política queer es insensible a las diferencias de género dentro de esa
categoría supuestamente inclusiva. Al señalar las “aspiraciones
universalizantes” de queer, Terry Castle (1993:12) atribuye su reciente
popularidad al modo en que “hace fácil volver a envolver a la
homosexualidad femenina ‘en’ la homosexualidad masculina y
descorporizar una vez más a la lesbiana”. Sheila Jeffreys (1994:460)
detecta en queer una agenda gay masculina que es “enemiga de los
intereses de las mujeres y las lesbianas”. Dado que encuentra a los
varones gay en el centro de la supremacía masculina, quizás no resulta
sorprendente que represente queer como un intento insidioso de reinstalar
a las lesbianas en una estructura de inequidad en relación con los varones
gay: “Otra forma en que las lesbianas están siendo arrastradas de vuelta a
la subordinación cultural a los varones gay es a través de la política
‘queer’” (Jeffreys, 1993:143). Después de describir al lesbofeminismo como
en ruptura con las preocupaciones masculinistas de la liberación gay,
Jeffreys representa queer como un fenómeno de backlash: lo que se
disfraza de nuevo modelo descriptivo es meramente un modelo viejo, que
opera astutamente bajo un nuevo nombre.

Julia Parnaby también ve lo queer como un movimiento comprometido con


la promoción de una agenda masculinista a expensas de aquellas

23
lesbianas que se identifican erróneamente como incorporadas en esa
categoría: “Al asumir falsamente que lesbianas y varones gay tienen los
mismos intereses”, escribe, “queer apunta a brindar una arena donde
hombres y mujeres trabajen juntxs para pelear las batallas de los
hombres” (Parnaby, 1993:14). Argumentando que “mientras [lo queer]
continúe siendo un movimiento liderado por varones, nunca existirá una
consideración seria de los temas que se refieren específicamente a las
mujeres”, Parnaby agrega en una nota al pie: “De ahí el énfasis sobre el
SIDA, por ejemplo; mientras que el cáncer de mama, que está alcanzando
proporciones enormes entre las lesbianas, nunca es mencionado”
(ibid.:16). Esta sugerencia de que las lesbianas se han organizado bajo la
rúbrica de “queer” dentro del marco de la epidemia del SIDA, mientras que
los varones gay son indiferentes a los temas de salud lesbiana (aquí cáncer
de mama, pero en otros escritos cáncer cervical) es razonablemente
común, en este tipo de crítica. Nadie se interesaría en imaginar una
versión con inflexión lésbica de la epidemia del SIDA para probar la
hipótesis que, en esta instancia, los varones gay no serían recíprocos del
apoyo y los esfuerzos de las lesbianas en la crisis del SIDA: Sin embargo,
vale observar que el SIDA y el cáncer de mama (o cervical) no son en este
momento equivalentes a nivel discursivo. Mientras que el SIDA es
frecuentemente leído como metonimia de homosexualidad, el cáncer de
mama y/o cérvix son más habitualmente entendidos como un índice de
salud no específicamente de las lesbianas sino de las mujeres. La “verdad”
de estas construcciones retóricas podría ser refutada productivamente,
Sin embargo, mientras las lesbianas siguen en su mayoría sin verse
afectadas epidemiológicamente por el SIDA, sus luchas discursivas las
interpelan como homosexuales mucho más exhaustivamente que lo que
jamás se implicarían los varones gay en una crisis sanitaria comparable
instigada por el cáncer de mama o cervical. Aunque Thomas Yingling
(1991:293) también considera “la afirmación a menudo repetida de que, si
24
la crisis médica gay de los ‘80 fuera una crisis de salud de las mujeres, los
varones gay no estarían trabajando por la causa con el fervor o los
números con los que las lesbianas han respondido a la crisis del SIDA”,
este autor identifica como significativa la visibilidad de género en oposición
a la diferencia sexual, y el “complejo y equívoco” trabajo simbólico
efectuado por “la cultura gay masculina blanca”. Es más, los marcos
discursivos que constituyen al SIDA y al cáncer de mama o cervical no son
en absoluto fijos, y probablemente sean las estrategias activistas lo que los
reconfigure. “El movimiento activista del SIDA ... le debe mucho al
movimiento de salud de las mujeres de los ‘70”, escribe Sedgwick
(1993a:15), “y en otro giro, una política activista del cáncer de mama,
liderado por lesbianas, parece haber estado surgiendo en los últimos dos
años, sobre la base de los modelos del activismo del SIDA”.

Cherry Smyth (1992:35), ella misma una entusiasta defensora de queer,


tiene reservas respecto de las políticas queer de género:

Si bien lo queer presenta la posibilidad de tratar con subjetividades y


diferencias complejas en términos de género, raza y clase, también
corre el riesgo de no intentar resistir, con suficiente fuerza, la
prescriptividad reduccionista que algunas de nosotras hemos sufrido
en el feminismo, y el esencialismo acrítico que privilegia la queerdad
de los varones gay blancos. Aunque ofrece a las lesbianas una
escapatoria de la ortodoxia lesbiana unilateral, hacia una política
más pluralista y flexible, existe el peligro de perder de vista los
aspectos progresistas del feminismo, que nos dieron a muchas el
coraje de hablar.

25
En un artículo titulado “Women As Queer Nationals” [“Mujeres como
Ciudadanxs Queer”], Maria Maggenti (1991:20) escribe sobre su desilusión
respecto del trabajo bajo la rúbrica masculinista de queer:

El mapa de la nueva nación queer tendría un rostro masculino y ...


el mío y el de mis muchas hermanas de color serían simplemente
material de fondo. Seríamos, digamos, los cosméticos demográficos,
para mitigar y complementar los profundos prejuicios incrustados y
las omisiones naturalizadas de tantos jóvenes urgentes y enojados.

Lxs teóricxs que son, variadamente, entusiastas, ambivalentes y hostiles


respecto de las ramificaciones de queer como categoría identificatoria, son
unánimemente críticxs de su tendencia a ignorar las especificidades del
género. Mientras que la eliminación de las lesbianas de una categoría que
asegura representarlas es totalmente inaceptable, es útil considerar la
relación entre el feminismo y lo queer, para determinar qué status podría
tener el género dentro de la política queer.

El campo de los estudios lésbicos y gay con inflexión queer ha sido


descripto como “libre de feminismo” (Jeffreys, 1994:459). Si bien “la ‘teoría
queer’ todavía parece ... denotar primariamente el estudio de la
homosexualidad masculina” (Castle, 1993:13), es más difícil sostener una
representación de queer como activamente no feminista. En primer lugar,
muchxs de lxs teóricxs más prominentes en el área son indudablemente
feministas: Judith Butler, Douglas Crimp, Teresa de Lauretis, Johathan
Dollimore, Diana Fuss, Jonathan Goldberg, David Halperin, Mandy Merck,
Eve Kosofsky Sedgwick, Valerie Traub and Jeffrey Weeks. Sería imposible
armar una lista comparable de teóricxs queer igualmente reconocidxs cuyo

26
trabajo no es feminista. Además, como formación interdisciplinaria, los
estudios queer se han desarrollado a partir de conocimientos feministas –
y siguen siendo inteligibles en estos términos. Al describir Between Men
(publicado por primera vez en 1985) -esa monografía que a menudo,
aunque hiperbólicamente, es definida como el punto de origen de los
estudios queer- Sedgwick (1992: viii) explica que ella “lo concibió, muy
puntualmente, como una contribución complejizante, antiseparatista y
antihomofóbica a un movimiento feminista”.

Puede entenderse exactamente cómo queer se relaciona con el género a


través del análisis de la reciente e influyente afirmación de que género y
sexualidad (como investigación feminista y antihomofóbica) no son lo
mismo. De esta distinción se desprende que los conocimientos del
feminismo basados en el género no necesariamente pueden explicar el
campo entero de la sexualidad humana. Estas afirmaciones han sido
exhaustivamente corroboradas por Sedgwick y Gayle Rubin, cuyos escritos
serían imposibles de entender sin el marco explicativo del feminismo.

En su influyente ensayo “Thinking Sex” [“Pensando el Sexo”] (1993), Rubin


analiza la construcción social de las jerarquías sexuales y la consiguiente
demonización de las sexualidades no normativas. Concluye que “el género
afecta la operación del sistema sexual, y el sistema sexual ha tenido
manifestaciones género-específicas. Pero aunque sexo y género están
relacionados, no son lo mismo, y forman la base de dos arenas de práctica
social distintas” (Rubin, 1993:33). Si bien reconoce las fortalezas del
análisis feminista, Rubin sostiene (ibid:34) que pretender que el feminismo
teorice la sexualidad es poner en desventaja a ambos:

27
Las herramientas conceptuales feministas fueron desarrolladas para
detectar y analizar las jerarquías basadas en el género. En la
medida en que éstas se solapan con las estratificaciones eróticas, la
teoría feminista tiene algún poder explicativo. Pero cuando los
temas son cada vez menos de género y más de sexualidad, el análisis
feminista se torna engañoso y a menudo irrelevante. El pensamiento
feminista simplemente carece de ángulos de visión que puedan
abarcar completamente la organización social de la sexualidad.

Como Rubin, Sedgwick (1990:32) sostiene que

parece predecible que la mordida analítica de una descripción


basada en el género será menos incisiva y directa, a medida que
aumenta la distancia de su sujeto respecto de una interfaz social
entre diferentes géneros. No es realista esperar un análisis apretado
y texturado de las relaciones de mismo sexo a través de una óptica
calibrada, desde el principio, según los estigmas más burdos de la
diferencia de género.

En su crítica a la tendencia del feminismo a entender la sexualidad como


“una derivación del género”, Rubin (1993:33, 34) llama al desarrollo de
“una teoría y una política autónomas, específicas de la sexualidad”.
Imaginando una relación mutuamente productiva entre la teorización del
género y la teorización del sexo, afirma que “la crítica del feminismo a la
jerarquía de género debe ser incorporada en una teoría radical del sexo, y
la crítica de la opresión sexual debería enriquecer al feminismo” (ibid.:34).

28
Sedgwick toma el llamado de Rubin a una teorización específica de la
sexualidad, para formular un marco de análisis de las nociones del siglo
XX de la homosexualidad. A pesar de que Sedgwick se apoya en las
formulaciones de Rubin, Butler (1994:8) señala que el llamado de Rubin
“no era para un marco teórico lésbico/gay, sino para un análisis que
pudiera explicar la regulación de un amplio arco de minorías sexuales”.
En consecuencia, Butler argumenta que “el sentido expansivo y
coalicionista de ‘minorías sexuales’ no puede hacerse intercambiable con
“lésbico y gay”, y todavía está por verse si ‘queer” puede lograr estos
mismos objetivos de exclusividad” (ibid.:11). Según Sedgwick (1990:30)
“siempre existe al menos el potencial para una distancia analítica entre
género y sexualidad” (1990:30). Aunque Sedgwick, como Rubin, concede
que la sexualidad y el género están completamente imbricados, considera
que ésta es una consecuencia históricamente específica de las formas en
que la homosexualidad y la heterosexualidad (en lugar de, por ejemplo,
ciertos actos sexuales o relaciones de poder) han logrado definir el campo
de la sexualidad, y por lo tanto no se les debería permitir dar forma a los
modelos de análisis:

La restricción ocurrida este siglo de la definición de la sexualidad


como un todo, a un cálculo binarizado de homo o heterosexualidad,
es un factor de peso, pero completamente histórico. Usar ese hecho
consumado como razón para combinar sexualidad con género
ocultaría el grado hasta el cual el factor mismo requiere explicación.
(ibid.:31, énfasis original)

Además, Sedgwick argumenta que la dependencia de modelos analíticos


con inflexión de género puede inadvertidamente movilizar supuestos
heterosexistas sobre la primacía de las relaciones entre los géneros. “La

29
mayor recursión definicional en cualquier análisis basado en el género
debe necesariamente ser la frontera diacrítica entre géneros diferentes”,
escribe (ibid.). “Esto otorga a las relaciones heterosociales y
heterosexuales un privilegio conceptual de importancia incalculable.”

Si bien tanto Rubin como Sedgwick mantienen que cualquier teoría de la


sexualidad debe prestar atención al análisis feminista, Jeffreys (1994:466)
considera que están debilitando aún más los principios lesbianos y
feministas: “Otro aspecto de los nuevos estudios lésbicos y gay que no
presagia nada bueno para los intereses de lesbianas y feministas es la
determinación por establecer que el estudio de la sexualidad es un campo
de investigación completamente separado de, e insensible a, la teoría
feminista” (énfasis de Jagose). Jeffreys insiste en que un imperativo de
separar el eje analítico del sexo de aquél del género equivale a una
indiferencia e insensibilidad respecto del feminismo. Sin embargo, esto no
resulta evidente en el trabajo de aquellas a quienes trata de desacreditar
así. Es claro, por ejemplo, que al presentar este argumento Sedgwick
sigue valorando y defendiendo al mismo feminismo que Jeffreys insinúa
que traiciona. Sólo hace falta citar a Sedgwick para demostrar que el
carácter finamente elaborado y calificado de su proposición difiere
marcadamente de la paráfrasis que Jeffreys hace de él:

Este libro hipotetizará, con Rubin, que la cuestión del género y la


cuestión de la sexualidad, a pesar de ser inextricables una de otra
porque cada una puede ser sólo expresada en términos de la otra, no
son sin embargo la misma cuestión; que en la cultura occidental del
siglo XX el género y la sexualidad representan dos ejes analíticos que
podrían productivamente ser imaginados como distintos uno de otro
como, digamos, género y clase, o clase y raza. Distintos, esto es,

30
sólo mínimamente, pero de todos modos con provecho. (Sedgwick,
1990:29, énfasis de Jagose).

Este llamado a tratar el género y la sexualidad como categorías distintas


pero “inextricables” no establece “el estudio de la sexualidad [como] un
campo de investigación completamente separado de, e insensible a, la
teoría feminista”. Pero la insistencia en que el género y la sexualidad no
son la misma cosa ha sido a menudo interpretado como permiso para “una
distinción metodológica … que distinguiría las teorías de la sexualidad de
las teorías del género y, además, asignaría la investigación teórica de la
sexualidad a los estudios queer, y el análisis del género al feminismo”
(Butler, 1994:1). Esta prolija asignación es a menudo el gesto inaugural
de unos estudios queer que están estableciendo sus límites disciplinarios.
Es criticada por Butler, que encuentra que la reducción de los intereses
feministas al género ignora aspectos significativos de recientes trabajos
feministas. La focalización en el género no puede dar cuenta del trabajo
feminista radical sobre políticas sexuales, raza o clase. Tampoco puede
explicar investigación feminista como la de la propia Butler, que busca
complicar el género a través de la sexualidad (ibid.:15-16).

La distinción entre género y sexualidad que subyace al proyecto queer no


es en sí misma adversa al feminismo. Sin embargo, es problemático
formular queer tan persistentemente como una reacción contra las
supuestamente anacrónicas preocupaciones del feminismo, basadas en el
género. Biddy Martin (1994b:104) entiende que los análisis queer del
feminismo son mutuamente productivos, pero no obstante se “preocupa
por las ocasiones en que las celebraciones antifundacionales de lo queer se
apoyan en sus propias proyecciones sobre fijeza, restricción, o sujeción a
31
un terreno fijo, a menudo sobre el feminismo o el cuerpo femenino, en
relación al cual las sexualidades queer se vuelven figurativas,
performativas, lúdicas, y divertidas”. Martin expresa su preocupación de
que la teoría queer enmarca al feminismo como una figura simplista de
oposición. Al “proceder utilizando escritos polémicos y al fin de cuentas
reduccionistas sobre los varios enfoques feministas”, termina con “sólo un
feminismo, culpable de la trampa humanista de hacer de una misma
categoría universal de ‘mujeres’ (definidas como distintas de los varones) el
sujeto del feminismo” (ibid.:105). Más significativamente, esta movida
asocia a las mujeres (y, como corolario, al feminismo) con el género, y a los
varones con la sexualidad. Dado que tal modelo “por lo menos
implícitamente concibe al género en términos negativos, en términos de
fijeza, estancamiento, o sujeción al cuerpo indicativamente femenino”,
entonces “el escape del género, habitualmente bajo la forma de
descorporización y siempre bajo la forma de gender crossings, se convierte
en el objetivo y en el logro putativo” (ibid.).2

Martin no objeta, ni en términos éticos o siquiera políticos, las prácticas


identificatorias o las formas culturales de los gender crossings que
producen, digamos, la lesbiana butch o la lesbiana tomboy. Lo que está
cuestionando son sus aparentemente obvias reivindicaciones de la
transgresión. Apunta que teorizar tales gender crossings como
deconstructivos inadvertidamente determina la feminidad o la lesbiana
femme como pasiva, si no reaccionaria. Mientras desea mantener las
ventajas de tratar el género y la sexualidad como distintos pero
inextricables uno de la otra, argumenta que esto no simplificará al género

2 Ver un análisis de las estrategias activistas para encarar este problema (básicamente,
cómo resistir al “borramiento de la sexualidad lésbica”) en Anne Marie Smith (1992).
32
sino que por el contrario multiplicará sus “permutaciones ... con fines,
objetos y prácticas sexuales”; como resultado, “las identificaciones y los
deseos que cruzan los límites tradicionales” no borrarán “las
complejidades de identidades y expresiones de género” (ibid.:108). En
forma similar, Butler (1993b:28) hace énfasis en el carácter distintivo pero
dinámicamente interactivo del género y de la sexualidad, al escribir:
“seguramente es tan inaceptable insistir en que las relaciones de
subordinación sexual determinan la posición de género, como lo es separar
radicalmente las formas de la sexualidad de los funcionamientos de las
normas de género”. Y Rosemary Hennessy (1994:106) piensa que

si el punto de la crítica queer es desarrollar marcos críticos que


puedan alterar y reescribir las incontables formas en que el
potencial humano para el placer sensual es socialmente producido
como sexo, entonces necesitamos un modo de análisis que pueda
atender a la historicidad del placer en toda su complejidad,
incluyendo su relación con el género.

Al rehusarse a representar el género como relativamente fijo o


fundamental, en comparación con las fluidez de las identificaciones
cruzadas de la sexualidad, Martin (1994b:117) abre un espacio en el cual
las formas de feminidad pueden ser teorizadas productivamente:

La tridimensionalidad adjudicada al género por las complicadas


relaciones figurativas entre lo femme, la feminidad y la anatomía
femenina expone la falacia de concebir las identificaciones femeninas
en términos pasivos, en términos de conformidad, o confort, con el
cuerpo femenino. Lo femme es tan activo en la estructuración de
relaciones orgánico-psicosociales como las identidades
aparentemente más desafiantes, o quizás sería más exacto decir que
33
lo femme es un efecto de una estructuración tan activa como la de lo
butch, que implica una arco de cruces y de ruteos sorprendentes y
que siempre asume formas específicas.

Martin propugna un acercamiento entre teoría feminista y teoría queer.


Recomienda que “dejemos de definir lo queer como móvil y fluido en
relación con lo que luego es entendido como estancado y tramposo, y
asociado con un feminismo maternal, anacrónico, y putativamente
puritano”. También propone que ya no “veamos la teoría y el activismo
queer como disruptivo de las potenciales solidaridades y los intereses
compartidos entre las mujeres” (Martin, 1994a:101). Al hacer foco sobre
las identificaciones femeninas, cruza entre los modelos feminista y queer
de género y sexualidad, identificando elementos valiosos y
sobresimplificados en ambos.

El muy comentado surgimiento de lo queer hace juego con varias


impugnaciones a su ascendiente. La lucha sobre cuál terminología usar
como la base de intervención política puede bien ser el efecto menos
productivo del reciente desarrollo de queer. Como se queja David Halperin
(1995:63):

los interminables e infructuosos debates entre lesbianas y varones


gay sobre los respectivos méritos de “gay” o “lesbiana” versus “queer”
no sólo han derrochado mucha energía y generado mucho rencor
sino que, aún más importante, han inhibido una evaluación
cuidadosa del funcionamiento estratégico de esos términos, como si
pudiera haber alguna seguridad o estabilidad en la adhesión firme al
término “correcto” (cualquiera fuera éste).

34
Halperin argumenta que estructurar la relación entre “lésbico” o “gay” y
“queer” en términos de competencia minimiza la intervención más
habilitante de queer: su poner en primer plano la forma estratégica y el
uso preciso de cualquier desarrollo terminológico dado.

Al enfatizar la eficacia pragmática de las categorías identitarias (en lugar


de la supremacía de una terminología particular), resulta evidente que
queer de ningún modo necesita lo que la liberación gay optimistamente
imaginó alguna vez como “el fin del homosexual” (Altman, 1972:216). Ni
las consolidaciones de los movimientos lésbico y gay ni incluso la
continuada movilización de “lesbiana” y “gay” como descriptores
politizados desafían al modelo queer. Desilusionado con las formas
tradicionales de organización política basadas en la identidad, y
comprometido en una desnaturalización radical de todas las categorías
identitarias, lo queer opera no tanto como una nomenclatura alternativa
(que mediría su éxito en función de cuánto ha suplantado las anteriores
clasificaciones de lésbico y gay), sino como un medio para llamar la
atención sobre aquellas ficciones identitarias que estabilizan todas las
categorías de identificación. Si bien las críticas a queer se basan a
menudo en el miedo a la pérdida de la especificidad lésbica y gay, no es en
absoluto seguro que éste sea el resultado lógico del proyecto queer.

La agenda queer está de hecho marcada por un rechazo a naturalizar las


interacciones de género y deseo, como lo hacen las categorías “lesbiana” y
“gay”. Pero esto no significa que lo queer está comprometido con la

35
extinción de esos grupos marginalizados. Como ha observado Simon
Watney (1992:22):

Está claro que no todxs los varones gay y las lesbianas llegarán a
aceptar el término “queer” en relación a sí mismxs, incluso si
entienden completamente por qué otra gente lo encuentra útil. Esto
es totalmente para mejor, dado que sirve reconocer que no existen
conexiones naturales o inevitables que unan a todas las personas
cuya identidad está formada sobre la base de una elección de objeto
homosexual.

Lo queer tiene poco para ganar, si se establece como una categoría


descriptiva monolítica. En consecuencia, queer y lesbiana pueden bien ser
dos identificaciones estratégicas sostenidas simultáneamente:

Lxs activistas queer son también lesbianas y gays en otros


contextos, como por ejemplo cuando se puede ganar una ventaja a
través del decoro burgués, o a través del discurso de los derechos de
las minorías, o a través de un lenguaje más marcado por el género
(probablemente no reemplazará al feminismo lésbico). La política
queer no ha reemplazado a los antiguos modos de identidad lésbica
y gay; ha llegado a existir junto a esos antiguos modos, abriendo
nuevas posibilidades y problemas cuya relación con problemas más
familiares no siempre está clara. (Warner, 1993b:xxvii)

El impacto de queer sobre la política de la identidad todavía no ha sido


determinado. Es probable que la política de la identidad no desaparezca
bajo la influencia de lo queer sino que será más matizada, menos segura
de sí misma, y más sintonizada a los múltiple compromisos y efectos
36
pragmáticos que caracterizan a cualquier movilización de la identidad.
Aunque frecuentemente se lo describe como agresivo, lo queer es también
tentativo. Las sospechas que tiene respecto de las categorías identitarias
homogéneas y las narrativas explicativas totalizadoras necesariamente
limitan sus propias reivindicaciones. No se ofrece como una versión nueva
y mejorada de lo lésbico y gay, sino más bien como algo que cuestiona el
supuesto de que esos descriptores son obvios. Lo queer no es una
conspiración para desacreditar lo lésbico y gay; no busca devaluar los
beneficios indiscutibles alcanzados en su nombre. Su principal logro es
llamar la atención sobre los supuestos que (en forma intencional o no) son
inherentes a la movilización de cualquier categoría identitaria, incluyendo
al propio queer.

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