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LA RAÍZ CHINA DE JAPÓN

Fuente: Alberto Silva, Japón y el Despertar de China, cap. 2, en curso de edición

Algunas paradojas

¿Nace Japón de China como germina una planta de su semilla original? La


pregunta nos sitúa en pleno debate sobre la contextura y las características
del archipiélago nipón, el de ayer y el de hoy. Las corrientes nacionalistas
esgrimen los argumentos que mejor permiten sostener el mito de un Japón
único, original y cercano a lo increado. Para ellos, las influencias que
llegaron antes (China o Corea) o después (Europa o Estados Unidos) no
serían más que aportes complementarios, enteramente fagocitados y
reconvertidos por el dinamismo nativo pre-existente. De modo inverso, los
sectores cosmopolitas se sirven de la imagen del damero (cuando no del
rompe-cabeza) para ilustrar la historia de una civilización con apariencia de
patchwork, tejido de trozos colindantes, acaso no contradictorios pero
meramente adosados, sólo conectados por lentos reflujos de influencia de
unos territorios culturales sobre otros.

El principal punto débil de la primera tesis es apoyarse en el postulado de


la autarquía o completa auto-subsistencia cultural, de la que no existen
precedentes serios en la historia de la civilización y que, en todo caso,
contradice los datos históricos disponibles sobre Japón y el Este de Asia.
Porque, si bien han existido periodos de fuerte aislamiento entre los países
de la zona (significativa diferencia cultural con países occidentales como
los de Europa central y mediterránea), un análisis histórico de largo plazo
confirma la continuidad de transmisiones culturales sostenidas en dichos
territorios, incluso durante sus periodos más aislacionistas.

En cuanto a la segunda tesis, presta el flanco a críticas similares, mediante


argumentos inversos. Sin duda, los estados pluriculturales a veces se ven
inmersos en guerras civiles. Sin embargo, otras veces son conducidos en
dirección contraria, hacia procesos inevitables de acercamiento, signados es
cierto por la desigualdad de un particularismo que domina a los otros,
aunque alimentando mecanismos matrimoniales, laborales y educativos que
crean contextos de intercambio. Cuando consigue evitarse la limpieza
étnica pueden acabar produciéndose nuevas síntesis culturales.

Dado lo anterior, demostrar que Japón contiene una antigua y potente raíz
china (aunque progresivamente aclimatada) exige colocarse en una postura
intermedia a las dos anteriores, sutil y no exenta de paradojas.

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La primera paradoja tiene que ver con una característica de la cultura
japonesa primitiva: es particularista hasta lo idiosincrático (explicita de
manera exhaustiva su carácter local) y, a la vez, notablemente receptiva de
lo ajeno en su contacto con lo extranjero (cultiva una búsqueda afanosa de
lo extraño). Para mayor claridad, podemos centrar la cultura japonesa
primitiva en periodos anteriores a la era Heian. En esa época arcaica, lo
japonés estaba basado en el shintoismo y dotado de mitos, prácticas
sociales y estilos arquitectónicos infrecuentes en otros territorios del
continente asiático. La cultura primitiva japonesa se forjó durante los
periodos Jômôn (desde 5000 a.c.) y Yayoi (desde 300 a.c.). Pudo
establecerse en relativo aislamiento. Como ha sido repetido tantas veces, la
singularidad de Japón empezó siendo su insularidad. De forma simultánea,
sin embargo, ya desde la prehistoria los habitantes de las islas centrales del
archipiélago demostraron ser conscientes de sus carencias en materia
cultural e institucional. Estaban abiertos a préstamos culturales de todo
tipo. Veremos que China llegó a ser el almacén más cercano y mejor
provisto para las adquisiciones japonesas. Iremos entendiendo cómo la
llegada de tradiciones extranjeras al archipiélago no provocaría simples
copias sino una síntesis creativa entre lo nativo y lo importado (una
auténtica recreación) cuyos ingredientes hoy día resulta inútil separar.

La segunda paradoja radica en el carácter no-occidental del proceso de


formación de la primera raíz de la cultura japonesa (o sea: su matriz china).
Buscando un terreno de comparación que haga fácil comprender este punto,
la historia de España brinda un caso similar al de Japón. Nuevas raíces
ajenas a la península ibérica fertilizan el suelo nutricio y modifican para
siempre su orografía. Lo romano y lo cristiano se funden en la rugosa piel
de toro, logrando definitiva supremacía sobre los gérmenes anteriores,
principalmente de origen celta e ibero. España se vuelve un país europeo
gracias a tan intensa transfusión de savia ajena. Hasta el día de hoy, España
se conduce con aquellas pautas, recibidas hace veinte siglos. Una
impregnación igualmente intensa se comprueba en el caso japonés con
respecto a China. La paradoja nace cuando Japón se transforma en potencia
internacional (a partir de 1895) e incluso (desde 1960) en eventual modelo
para los países industrializados de entonces (todos de cuño occidental y
cristiano), cuando lo que estaba surgiendo en el horizonte internacional era
en realidad una nación en pleno re-descubrimiento de su raíz china y en
intensa re-interpretación de antiguas influencias occidentales.

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1) China en la larga historia de Japón

1.1. Japón fue, en su origen, un territorio poco extenso y muy variado (más
de mil islas), con problemas de comunicación (territorial, institucional y
lingüística), carente de mecanismos de articulación cultural y política.
Recién podremos hablar de un territorio unificado reconocible como efecto
de la presencia indirecta de China. Conviene entenderlo bien: no se está
hablando de un designio del poder chino con vistas a crear estados satélites
en sus fronteras, uno de los cuales sería Japón. A diferencia de la lógica del
imperio romano y de la religión cristiana (ambos con asiento en la misma
ciudad de Roma, ambos con impetuosas tendencias centrífugas), el imperio
chino se caracterizó por tendencias más bien defensivas (así se explica la
exagerada proliferación de murallas entre principados del imperio) y
centrípetas (el Imperio del Medio siempre fue, contiguamente, un imperio
hacia el medio). La presencia china fuera de sus fronteras no era
consecuencia de una voluntad de dominación internacional. Constituyó,
más bien, la internacionalización inevitable de una serie de influencias que,
debido a su intensidad, gravitaban espontáneamente hacia el exterior de su
núcleo central. El influjo chino en la zona se explica entonces por
numerosos factores.

El desarrollo chino fue muy temprano en varios campos. En el terreno


lingüístico, la fijación de un sistema de ideogramas no solamente brindó la
primera escritura de la zona; constituyó además una completa codificación
simbólica del mundo hasta entonces concebible o imaginable. En el ámbito
político, el establecimiento de procesos pautados de interrelación en el seno
de la familia (y luego de grupos concéntricos con un radio cada vez más
grande) permitió imaginar y luego codificar ciertos mecanismos
constitutivos de lo que hoy conocemos como Estado. En el aspecto
religioso, China fue capaz de plasmar procedimientos individuales y
colectivos, así como explicaciones convincentes, tanto de los fenómenos
relativos a la generación de vida como de aquellos colindantes con la
muerte. También a nivel científico China supo convertirse en laboratorio de
nuevos procedimientos de invención y de aplicación tecnológica,
destacándose, como parte de una larga lista, la invención de la pólvora, el
papel, la seda y de otros materiales y procedimientos que serán detallados.
En los cuatro campos mencionados (lingüístico, político, religioso,
científico), China generó instrumentos propios y aclimató otros extranjeros,
sin establecer distinción en cuanto a orígenes. Lo realmente nuevo, lo
específicamente chino (y luego este-asiático), fue el siguiente doble
esfuerzo. De una parte, se trataba de hacer predominar la racionalidad en
los discursos, permitiendo la equivalencia entre religiones distintas y la
transformación de todas ellas en aspecto de una única sabiduría, de carácter

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filosófico. De otra parte, resultaba necesario coordinar las relaciones
sociales, creando sistemas de equilibrios entre niveles desiguales de poder
y permitiendo la relectura de todos ellos mediante el criterio del mérito,
mezcla de esfuerzo personal y de educación pública.

Otro detonante de influencia china fue el carácter aglutinante de su


archivo. Por archivo entendemos el conjunto de recursos capaces de
contribuir a la organización, simbolización y reproducción de la vida social.
La dinámica centrípeta del establecimiento chino le permitió aglomerar
elementos dispersos: territorios sumamente heterogéneos (de Tibet a
Yunan, de Mongolia a Taiwan), religiones nada compatibles en lo exterior
(como shivaísmo hindú, budismo hinayana, prácticas chamánicas, taoísmo,
etc.) o lenguas mutuamente incomprensibles. Luego de reunir fuentes tan
variadas, China se mostró capaz de armonizarlas, de aunarlas. No en
función de sistemas muy explícitos o de tipo excluyente, sino dentro de lo
que, reutilizando la conceptualización de Thomas Kuhn, podríamos
designar como marco mental, permitiendo considerable flexibilidad en el
seno de una intensa y prolongada inmersión.

Estudiando el mapa de la zona aparece un tercer elemento explicativo,


obvio, de la influencia de China en la formación de Japón: la vecindad
geográfica. En diversos periodos de su historia (los más unificados y
pacíficos, los más productivos en materia de artes y letras), como una copa
llena China desbordó en todas direcciones. El principal y más intenso
movimiento entre vasos comunicantes tuvo lugar con Corea. Desde el siglo
XIII en adelante, la península coreana fue principal beneficiaria de la
riqueza de recursos del paradigma chino. Fue a través de Corea que la
innovación cultural circuló durante siglos desde el continente hacia Japón.
Emparentada con Japón por su raíz étnica, Corea puede ser considerada
como precedente de las asimilaciones de recursos chinos que se iban
produciendo en el archipiélago: de la escritura a la pintura, del arte de la
guerra a la meditación sentada, del cultivo del arroz a la arquitectura
religiosa, de los instrumentos musicales a la codificación de lenguajes
femeninos secretos. Las necesidades sociales y culturales del pobre,
pequeño y aislado Japón se vieron satisfechas durante siglos por la
intermediación de Corea, funcionando esta como hermana mayor.

En la práctica, China actuó como foco potente, iluminando a su alrededor.


Hacia el oeste (Tibet y Nepal), hacia el norte (Mongolia y Siberia) y hacia
el este y sureste (abordando la península coreana y a través del mar hasta
las islas del sur, Taiwán y Japón). China supo establecer una identidad
sólida y ocupó, por envergadura y méritos, un lugar histórico prominente
mucho antes de la llegada de los occidentales. En Asia, China ha

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funcionado de forma similar, cabe insistir, a la de Alemania en Europa:
antes de ser un estado se erigió como núcleo culturalmente unificador de
territorios heterogéneos, a veces colindantes y a veces separados por altas
montañas. Así como el área de expansión de la cultura alemana se detenía
en las fronteras de otra expansión, la latina, el área china limitaba con dos
sedes potentes de cultura asiática: la indostánica y la iraní. Teniendo en
cuenta dichas consideraciones, aquí se habla del Este de Asia queriendo
significar una zona con límites flexibles, aunque aunada por la impronta
china desde sus orígenes e indicando la dirección previsible de su
expansión.

1.2. Sólo al principio el trasvase cultural de lo chino a Japón significó


exportaciones desde el continente hacia las islas. Con gran rapidez el
pivote mudó en importaciones japonesas, con ocasión de desplazamientos
hacia el continente. Cabe insistir en lo que es más que un matiz. China
nunca intentó controlar a Japón. La única excepción se produjo durante un
lapso muy limitado, cuando el foco de unificación política cayó en manos
de los mongoles. En 1274 y 1281 se produjeron dos intentos de invasión a
Japón que, de forma significativa, la historia japonesa no registra como
chinos. Los intentos no tuvieron éxito: terribles maremotos dañaron de
forma irreversible a la armada continental. Una vez desembarcados en la
isla de Kyushû, los ya diezmados ejércitos invasores fueron repelidos por
destacamentos de campesinos improvisadamente armados por los señores
locales. Lo que de veras importa señalar de estos intentos de invasión es,
precisamente, su carácter excepcional. El periodo mongol replanteaba el
funcionamiento habitual del imperio chino: lo volvió circunstancialmente
expansionista, introdujo la obligación del tributo por parte de los territorios
vecinos, se mostró intolerante en materia de cultura y religión. Pero nada
de esto llegaría a tener influencia sobre Japón: el dominio mongol sobre
China fue demasiado breve y la sociedad japonesa pasó por alto lo que no
considera más que un incidente. No le falta razón: el funcionamiento del
imperio chino ha sido similar al que observamos hoy día: mantener y
consolidar la unidad territorial, en cumplimiento de un proyecto fundador,
sin luego conquistar nuevos territorios, cada vez más alejados del centro. El
estilo territorial chino recuerda al de Brasil o a la citada Alemania
(homogenización de las zonas tenidas por propias) y menos al de Estados
Unidos o Rusia (control de la heterogeneidad aceptada como tal). Nunca
más, antes o después del siglo XIII (cuando las milicias mongoles fueron
repelidas por el viento divino o kamikaze), China intentó adueñarse de
territorios ajenos a su diseño original. Su costumbre fue reconocer como
ajenos a Japón e incluso a Corea. En cambio, respecto a territorios
ancestralmente considerados parte de la madre China, este país ha sabido
mostrarse paciente en el empeño por recuperarlos. A veces por la fuerza (en

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Tibet). Otras mediante la negociación económica (en Shanghai y luego
Hong-kong y Macao). Y finalmente mediante una diplomacia de progresiva
asimilación política y cultural (proceso en curso con Taiwán). Por eso es
que Japón, mucho más pequeño, despoblado y débil, nunca temió
transformarse en provincia de China. En irónico contraste, durante sus años
más desquiciados Japón trató a cambio de adueñarse del continente,
proyecto que hoy nos parece fuera de toda racionalidad y que, por
momentos, recuerda la presente relación de Israel con el mundo árabe.

Cabe señalar otra diferencia entre China y los países vecinos. China nunca
salió a buscar lo que podía necesitar o faltarle. La India, en cambio, le
llevó el budismo por medio de Budadharma y la China lo aceptó,
asimilándolo en un proceso que llevaría más de mil años y una prodigiosa
transformación que en parte acabó desnaturalizando el original. Pero no se
conoce el envío de emisarios chinos a cualquier exterior.

En cuanto a Japón, desde el siglo I están documentados viajes y misiones


de comerciantes, técnicos y religiosos japoneses hacia el continente. Al
principio vía Corea y progresivamente de forma directa, los japoneses se
dirigían a la fuente de lo que estaban deseando importar desde China. Cabe
preguntarse: ¿qué buscaba Japón en el continente y qué consiguió importar
desde allí? Resulta interesante detallar los elementos chinos que arraigaron
en tierra japonesa. Se acostumbra remontar a 552 el comienzo de la
influencia china directa sobre el archipiélago: es el año en que la corte de
Yamato adopta oficialmente la religión budista, introducida en Japón por
emisarios coreanos. Notemos que China estaba unificada militarmente
desde hacía siete siglos (repeliendo continuas invasiones extranjeras, por
ejemplo tártaras) y que la paz, forzosa y sostenida, contribuyó a promover
una prosperidad económica y un avance tecnológico que hacían de China,
ya que no una potencia colonial, seguramente, en cambio, la primera
autoridad política de la zona. En dicho contexto, el budismo acabaría
constituyendo soporte de una penetración cultural china mucho más
amplia, de modo similar al cristianismo el cual, al ser adoptado por países
europeos del oeste y del norte, de forma inevitable vehiculó valores
mediterráneos. De forma no impuesta por China, sino requerida por Japón,
la reforma religiosa de corte budista trajo de la mano otras reformas, y para
empezar la política. En 604, el príncipe Shotoku promulga una constitución
en 17 artículos, transformando en doctrina política un budismo puesto en
cierta consonancia con la sabiduría confuciana. En cuanto a los
ingredientes directamente políticos, la reforma de Shotoku plantaba la
semilla de la futura unificación nacional, no sólo desde el punto de vista
territorial (aspecto indispensable, dada la insularidad nipona), sino como
sistema de articulación de los individuos en sus grupos locales y de las

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regiones en un conjunto político, todo ello presidido por el emperador
(desde el comienzo, Japón iría más lejos en el aspecto político, primando la
unificación por encima de cualquier otra consideración).

Bajo paraguas imperial, desde el siglo VII se suceden delegaciones


diplomáticas, comerciales, artísticas y religiosas, sin prácticamente
interrupción hasta el siglo XVII. Es cierto que diez siglos de continuos
contactos puntuales nunca modificaron el panorama político inmediato de
Japón (nunca hubo un partido chino postulando candidaturas imperiales,
como en la Castilla de los Austria forcejeaban el partido portugués y el de
Aragón). En cambio, llegaron a consolidar una elite estructurada a la
manera china y a su vez estructuradora del resto de la sociedad nipona
según su propia visión, china, de las relaciones sociales. Con gran
clarividencia, un país pobre e ignorante, salido de una confusa proto-
historia, envía a China a sus nobles más prometedores, como quien orienta
jóvenes hacia las mejores escuelas superiores. Durante diez siglos, China
continental fue para Japón una inmensa y enriquecedora universidad.
Aquellos dotados de aptitudes técnicas serán enviados a asimilar los
procedimientos chinos para manejar la pólvora, producir papel, tejer y teñir
seda, fabricar aperos de labranza. Los mejor equipados en materia
lingüística tuvieron que aprender todo de nuevo en el continente: a asimilar
ideogramas que transformaban el habla silábica isleña en escritura
simbólica; a utilizar la nueva lengua para componer textos de poesía o de
prosa, según reglas retóricas elaboradas y, luego, a declamarlos, o
cantarlos, acompañándose de instrumentos musicales desconocidos en
Japón. Los arquitectos, si es que los había en Japón, aprendieron a construir
casas, palacios y templos, a diseñar jardines. Los geógrafos aprendieron a
elaborar mapas mucho más certeros. Los guerreros conocieron nuevas
armas y técnicas de estrategia, aprovechando las ventajas de montar a
caballo. Los funcionarios se adiestraron en las artes del concurso de
admisión, piedra angular de un sistema administrativo madurado en el
Imperio del Medio. Los sacerdotes se vieron inmersos en la vastedad del
archivo religioso chino, captando de a poco su lógica sincrética y
racionalista. Los admirativos visitantes nipones adoptaron infinidad de
costumbres formales chinas, aprendieron a preparar y a comer la comida de
sus maestros, vistiéndose a la usanza del continente.

1.3. Dijimos que los préstamos culturales no eran ofrecidos por China sino
requeridos por Japón (normalmente sin solicitar autorización o sin citar la
fuente). Así, el tercer aspecto de la relación que Japón buscaba establecer
con China es el siguiente: las numerosas aportaciones continentales no se
presentan como imposición o colonización cultural (ya dijimos que China
nunca consideró seriamente a Japón, así como la Alemania hitleriana nunca

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tomó en serio a la España que Franco le entregaba). Más bien se perciben
como un continuo goteo durante una larga historia (en esas épocas, la
distancia geográfica hacía prácticamente infranqueable la distancia entre el
oeste de Japón y las costas sureñas de China), matizado por breves periodos
de intensas riadas, formando interludios bien delimitados en el proceso
evolutivo de la sociedad japonesa.
Los agentes modernizadores de Japón (vale decir: la facción de
nobles difusores de cultura china) toman el poder en 645, inaugurando el
periodo Taika, era del gran cambio. El objetivo oficial es hacer del
archipiélago una réplica exacta de la China de los T’ang. La irradiación de
esta gran dinastía china se hace sentir igualmente en Tibet, Manchuria y
Corea. Imperaba el deseo de inspirarse, con todo detalle, en el único
modelo disponible en esa época, el cual había alcanzado altas cotas de
maduración. Los japoneses renuncian a sus últimas tradiciones matriarcales
y adoptan una organización política de tipo imperial. En torno al emperador
se crea un gobierno central de estilo chino: un consejo de estado, ocho
ministerios especializados y un vasto cuerpo de funcionarios repartidos en
26 niveles jerárquicos. El nuevo modelo se hace presente en enclaves
considerados capitales (Nara y luego Heian), urbanizados según una
retícula que recuerda al actual centro de Beijing. Religión, concepciones
estéticas, técnicas artesanales, escritura, artes plásticas, gastronomía,
retórica: todo delata el mismo impulso imitador, asegurando una herencia
prolongada y una profunda asimilación.
Sin embargo, a partir del siglo IX y hasta el XIII, los contactos entre
China y Japón se hacen menos frecuentes. Japón recae en su tendencia al
aislamiento. Se limita a aclimatar la colosal herencia china recibida.
Escrituras y lenguas se tornan entre ellos diferentes (igual ocurre entre
diferentes variedades de la lengua árabe, de El Cairo a Rabat; o en el caso
de las lenguas latinas en la ribera norte del Mediterráneo), los patrones
culinarios se alejan, la religión budista se vernaculiza, el intento
circunstancial de invasión mongol activa las trincheras japonesas contra
todo lo que proceda del continente. Aún así, Japón permanecerá consciente
de sus carencias y acabará aceptando la llegada de nuevos huéspedes: los
occidentales, descendidos de barcos portugueses y españoles. Esta es una
historia que será contada más adelante. Lo que importa ahora es que, luego
de esa segunda (y ahora más breve) apertura a lo extranjero, Japón volvió a
cerrarse largo tiempo en si mismo. Pero esta vez ya no era un país
culturalmente desprovisto. El estricto cerrojo japonés no consiguió (ni
buscó) detener el advenimiento de un nuevo periodo de intensa
aclimatación de lo chino en Japón. De los siglos XVI al XIX, los emisarios
japoneses ya no buscaban tanto adquirir unas determinadas técnicas cuanto
comprender más a fondo la cultura que las sustentaba. Y en esencia los
principios y modos de aplicación de un sistema de autoridad que hiciera de

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la unidad política adquirida el punto de partida para un nuevo modelo de
estado y de ciudadano. La paradoja del confucianismo japonés (tuvo varias
vertientes, pero ahora estamos hablando de un confucianismo de elite) es
que si bien constituye una profunda asimilación de lo chino, necesita cada
vez menos contacto físico con la fuente original.
Nuevos despuntes de influencia filosófica continental (bastante
minusvalorados por los propios chinos y completamente ignorados por los
occidentales) se producen a partir de 1868, con el comienzo del régimen
Meiji. ¿Se trataba de la restauración del imperio o del arranque de un
proyecto modernizador en serio? Podemos decir que ambas cosas. Pero
podemos afirmarlo a condición de antes comprender que la primera etapa
de sus reformas políticas buscaba una reversión, un retorno, a las
instituciones similares a las chinas del siglo VIII, releyendo el
confucianismo a la usanza japonesa: la institución imperial, el edificio
estatal, la organización burocrática, las relaciones y equilibrios entre lo
central y lo local, entre estado y religión, entre política y milicia.

1.4. En los tres periodos indicados, Japón aplicó una metodología con
reglas parecidas y que podemos recapitular en cuatro etapas.
a) La situación inicial siempre es la misma: el légamo de un largo periodo
de aislamiento. El aislamiento no mitiga la dinámica cultural. Antes bien la
fecunda, le permite florecer y expandirse. Ello implica:
- asimilación de los recursos culturales disponibles hasta volverlos nativos;
- observación de las carencias todavía existentes en el patrimonio cultural
nativo.
b) La etapa siguiente se traduce en periodos breves de intenso contacto con
lo extranjero: becarios, especialistas, clérigos, cronistas. Como fruto de
dichos contactos, se deduce un catálogo básico de préstamos a solicitar. En
la mayoría de los casos las influencias chinas fueron premeditadas y
dosificadas (igual ocurrirá más tarde con las de origen europeo o
norteamericano).
c) Sucede otro largo periodo de aislamiento, durante el cual las autoridades
trabajan intensamente. Las influencias aceptadas por la elite son
transformadas en modelos a ser imitados por la población. La masificación
de recursos culturales extranjeros contribuye a su vernaculización (artes,
comidas, estilos dramáticos). Las reformas son institucionales: están
amparadas por la ley, secundadas por la retórica oficial, personificadas en
modelos vivientes del comportamiento a seguir, refrendadas por las
religiones del momento.
d) Lo anterior dura hasta que las circunstancias aconsejen una nueva
incursión sistemática en lo extranjero, fruto de una conciencia actualizada
de carencias antes no detectadas. Y así el ciclo se reanuda, una y otra vez...

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2) El paradigma confuciano

2.0. Si tuviéramos que compendiar el peso de la herencia china en un solo


concepto, podríamos establecer esta proposición: la raíz china de Japón es
el confucianismo.

Transcurre el siglo V antes de Cristo. Estamos en China, sociedad


extremadamente dura, en donde el patrimonio constituye el único atributo
contundente para obrar en provecho propio, o ajeno. Aunque la muerte de
su padre, en 548, dejó a Confucio huérfano con sólo tres años, su condición
familiar terrateniente, aún en la pobreza, permitió al joven recibir una
educación esmerada. Ahora bien, ¿qué puede hacer un letrado sin dinero y
sin tierras? Ingresar en la administración: Confucio fue funcionario y
escaló posiciones hasta convertirse en Ministro de Justicia del principado
de Lu. Poco a poco forjó dos convicciones, características de su formación
y decisivas para su posterior enseñanza:
- la vida colectiva se modula mediante procedimientos que pueden ser
regulados;
- conviene entender (y manejar) la religión dentro de los límites de la
justa razón.
Insatisfecho por la mala comprensión y ejecución de principios políticos
bellamente codificados, Confucio se retira de la burocracia (de hecho, el
aspecto político de sus enseñanzas quedará en una especie de limbo
teórico). A los 54 años (¡muy avanzada edad para la época!) cambia de
vida, renunciando al ámbito familiar y sedentario. Viaja sin cesar por el
principado de Lu. Cuando sus discípulos dejan de limitarse al pequeño
grupo de paisanos de los inicios, su fama de hombre sabio y de carácter se
extiende por toda China. Va de un lado a otro buscando, como Platón, a un
gobernante ideal que nunca encontrará, dando conferencias sobre los sabios
de la antigüedad, predicando justicia con su ejemplo. Pasa los últimos cinco
años de su vida en el lugar natal, escribiendo comentarios sobre los autores
clásicos, hasta su muerte en 479 a.c. Ochenta años bien aprovechados.

¿Qué plantean, en términos generales, los aforismos de las Analectas, que


posteriormente se codificarían en Japón como una doctrina más
estructurada, el neo-confucianismo? Existe un orden cósmico establecido
por cierta entidad que, en las Analectas, oscila entre un ser supremo,
ejecutor de su plan, y una naturaleza imperturbable en sus esquemas y sus
ciclos. En cualquiera de las dos versiones, el Cielo campa por encima de la
Tierra. Esto significa que lo que podemos considerar real se sitúa fuera del
alcance del conocimiento y de la voluntad de los humanos. Implica,
además, que los hombres pueden hacer muy poco para alterar su destino: la
comprensión del mismo se les escapa por completo y cualquier intento de

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modificarlo resulta tarea irrisoria. Razonando en paradoja típica, lo único
que los hombres pueden hacer, a juicio de Confucio, es lo más grande que
podrían concebir: en vez de resignarse pasivamente a un destino
incontrolable, tienen que activarse hasta el punto de comprender la
contextura de la realidad y actuar dentro de ella en consonancia. Aquí
radica la creatividad potencial del mundo humano: puede desarrollarse de
forma inédita, aunque sea a partir de premisas que los hombres no acaban
de entender. Aquí también se asienta la ambigüedad entre dos definiciones
oscilantes de la entidad superior, que acaban siendo dos caras de una
misma moneda: el vaivén entre ambas forma parte de la noción de vía o
camino. Indica que la vida es un proceso que se va conociendo en el propio
recorrido. ¿Conociendo?: el hombre va teniendo una experiencia cada vez
más precisa de su propia existencia, y también una conciencia cada vez más
aguda de su carácter misterioso. De allí la bifronte noción confuciana de
orden (humano y cósmico) que rige todo lo creado, una noción a la vez
holística e inmanente.

¿Qué es, en consecuencia, el confucianismo? Vemos que no constituye


propiamente una religión: no tiene divinidades, ceremonias fijas, jerarquías
institucionales, ámbito sagrado; por eso no ha tenido que polemizar con
religiones rivales, siendo capaz de convivir con el taoísmo, el budismo y
luego, en Japón, el shintoismo y el propio budismo niponizado. Tampoco es
exactamente una filosofía: no se presenta como un sistema con axiomas
precisos; además es poroso, al punto de no plantear fronteras muy claras.
Puede estar presente de forma influyente sin que apenas se hable de él,
como ilustraremos en el caso de Japón. El confucianismo se presenta más
bien como un paradigma: un encuadre mental que delimita lo que podemos
pensar e imaginar y que, en su interior, abre muchas oportunidades al
conocimiento de los detalles de esa composición, permitiendo la
acumulación de saber en un archivo suficientemente homogéneo. Si, en
cambio, se lo define como una ideología, habría de serlo en un sentido
indirecto, aunque muy penetrante: constituiría una especie de cemento
argumental que liga el entramado institucional, el constituido y el
constituyéndose; aportaría un discurso que explicita una práctica social
legitimada por su permanencia. Esta, a su vez, actúa como prenda de su
eficacia social.

Ahora empezamos a entender mejor el lugar que ocupa Confucio en el


confucianismo. En sus escritos, el sabio chino se comporta como avezado
sociólogo funcionalista, una especie de precursor ignorado del
norteamericano Talcott Parsons. Significa, sin ironía alguna, que quiso (y
consiguió en Japón) ser un perspicaz ingeniero social al servicio de un
designio colectivo. Eso le llevó a convertirse en educador infatigable

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(sobre todo en China; en Japón solamente a nivel indirecto y estamental, en
la época de los samurai), persuadido de que la construcción social de la
realidad pasa por la formación de una predisposición mental a obrar
materialmente en forma previsible.

La presentación del paradigma confuciano ocupa un lugar preciso en


nuestro razonamiento. Dado que se trata de escribir un libro sobre Japón, si
en él intervienen elementos chinos es para mejor explicitar el proceso de
formación de la sociedad nipona (proveniente, como estamos viendo, del
riñón continental; y capaz, como veremos, de abrirse un camino nuevo), así
como sus posibilidades en el siglo XXI (opciones que no sólo resultan
vitales para China sino igualmente para Estados Unidos, según
estudiaremos). El estudio de Confucio no forma parte central de este libro.
En cambio, interesa entender el uso social de la doctrina confucianista en la
configuración de proyectos nacionales en el Este de Asia. En efecto,
mirándolo desde el ángulo de sus aplicaciones sociales, el confucianismo
constituye un poderoso instrumento de movilización generalizada de
relaciones humanas, con vistas a maximizar la acción colectiva. De igual
manera en Europa: si bien no es inútil que lea los Evangelios, alguien
interesado en su historia política, se centrará en comprender la dilución en
el continente de ciertos versículos bíblicos en un modo de argumentación
de relaciones sociales concretas. Volviendo a China, cabe concluir lo
siguiente: a pesar de ser el confucianismo un aglomerante solamente
familiar en el continente chino, algunas de sus dimensiones se trasladaron
con relativa armonía al archipiélago japonés. Se pueden compendiar las
cuatro siguientes:
- predominio de lo colectivo sobre lo individual;
- pluralismo político y religioso;
- tolerancia étnica;
- germen de progreso.

2.1. ¿De qué forma, según el confucianismo, lo colectivo predomina sobre


lo individual?

Empecemos por el nivel micro-social, en el que se centra el confucianismo


chino. En China la vida íntima personal se concibe y se practica en el seno
de la familia. Recién desde allí se orienta hacia afuera, mediante círculos
concéntricos sucesivos. La orientación general de la vida social privada es
grupal: en distintos ámbitos se trata de encontrar alguna suerte de armonía.
La vida grupal conlleva el desarrollo de lealtades personales, lo que se
traduce en múltiples redes de obligaciones mutuas, hiladas de a poco como
un tejido resistente. Siempre se está dentro o fuera de un grupo. Y es en
grupo que tiene vigencia la forja de vínculos sociales (En el caso japonés,

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se impondrá una similar orientación grupista, siendo sin embargo
remplazada la familia por otras formas asociativas, especialmente el núcleo
primario de actividad fabril, oficinesca, estudiantil, deportiva, etc.). A su
vez, la reticulación conduce a complementar la institución familiar con
otras que acaban cumpliendo funciones semejantes: la escuela, el taller, la
milicia y, modernamente, además, la asociación barrial, el sindicato, el
partido (A todas luces es ése el caso japonés). Es como exigencia grupal
que en el horizonte aparece la educación como una obligación: educarse es
deber del individuo, con vistas a ser más útil para su entorno. Existe en
China una auténtica devoción por la educación. Antiguamente no tanto por
razones funcionales, sino como transmisión del archivo de tradiciones y, en
consecuencia, brindando contextos aptos para la fijación de un ethos
compartido (En Japón, desde el siglo XVII empezaron a aparecer escuelas
adyacentes a los templos, desde las cuales se divulgaba una síntesis de
principios budistas y de ética confuciana. Las terakoya japonesas
constituyen probablemente el primer sistema educativo del mundo). El
confucianismo también inculca el ahorro, entendido como devolución al
grupo de cualquier excedente individual. De forma inadvertida, la ética
económica confuciana anticipa el proverbio fundador del movimiento
cooperativo moderno: a cada uno según sus necesidades, de cada uno según
sus posibilidades (En Japón, la costumbre del ahorro consta entre las
cualidades individuales a inculcar, si bien otros factores – como la falta de
una verdadera política de jubilaciones y pensiones – permiten explicar la
alta tasa de ahorro de las familias niponas de la actualidad). No entran las
matemáticas en dicho cálculo. Pero en cambio interviene la memoria de lo
necesitado y de lo realmente sucedido. El aprecio de la memoria explica la
devoción del confucianismo hacia los ancianos, en ocasiones una auténtica
sumisión (En este apartado veremos que la situación japonesa es
divergente).

Miremos ahora el nivel macro-social, mucho más explícito y desarrollado


en la versión nipona de confucianismo. Empezando por la cima tenemos la
institución imperial. Constituye símbolo del orden cósmico y a la vez
legitimación del poder temporal (social y político). La noción misma de
emperador se basa en una doble presuposición. Antes que nada, una
presuposición de unidad: entre lo humano y lo no humano (el invocado
orden cósmico); entre lo individual y lo común (el fomentado orden
administrativo-político). Y se apoya luego en la preferencia por un
funcionamiento social centrípeto, traducido en débil vinculación con el
exterior (carácter borroso de la noción misma de extranjero; cultura ajena a
cualquier tipo de cosmopolitismo), suplementada en buena lógica por la
ausencia de destino imperial manifiesto (ya hemos advertido la distancia
considerable que este rasgo establece con el accionar de otros imperios) y,

13
en ocasiones, por la adopción de estrategias diplomáticas aislacionistas. La
organización política bajo mando de la institución imperial sigue la misma
lógica: compone una jerarquía meritocrática. Esto merece explicación. Por
deber grupal, todos hacen el esfuerzo de estudiar. A mayor entrega, mejor
resultado potencial: aparece en consecuencia la noción de mérito. Por deber
grupal, igualmente, todos se someten a una jerarquía legitimada por la
experiencia, y pautada según reglas no escritas pero de obligado
cumplimiento. En dicho contexto, el Estado constituye el escenario
institucional adecuado para un sistema capaz de armonizar las relaciones
sociales, mediante procedimientos razonables, inculcados a los ciudadanos
por la escuela y aceptados gracias a su prestigio acumulado. Cuando se
afirma que el confucianismo es fuente de movilización social significa que
es capaz de poner en marcha el potencial individual al servicio de la
colectividad, mediante el concurso de burócratas ejecutores de la
racionalidad procedimental de leyes justas (o, por lo menos, a-justadas a la
situación concreta sobre la que versan). (La comparación entre las
situaciones china y japonesa en este punto será abordada en el apartado
siguiente, 2.3.).

Lo central es que, para el confucianismo, todo se juega en una ecuación


entre racionalidad y sociabilidad. Lo racional es lo colectivo en tanto que
organizado, o sea la sociedad, o por lo menos (en China) el ámbito de lo
social. Por su parte, lo social delimita y expresa la única racionalidad
posible. Observando la historia de la cultura china, como parte de lo social
encontramos la política, el comercio y la guerra: vale decir lo que acepta
acomodarse a lo institucional. Fuera de (aunque no en oposición a) lo
racional, se hallan las religiones exclusivas, la música, la creación artística,
la sexualidad no reproductiva: o sea lo no institucional.

2.2. ¿El confucianismo permite el surgimiento de una postura ideológica


pluralista de verdad?

La tendencia a relacionar las regiones civilizatorias con una (única)


religión, supuestamente afín o correspondiente, es tan fuerte que a veces no
valoramos la situación planteada por el confucianismo. Este se desentiende
de planteamientos religiosos y se desmarca de instituciones que, por
limitarse a un sólo sector de la sociedad, no incluyen en sus propuestas a la
totalidad de la población. El confucianismo pretende constituir la
universalidad de ese fenómeno particular denominado China (y luego Este
de Asia). De hecho, el confucianismo no promovió alianza con religión
alguna en contra de otra, ni se preocupó por controlar la escena ideológica.
En Japón habría de producirse, en cambio, el fenómeno inverso: en el siglo
XII, surgió una suerte de alianza práctica o colusión entre el shogunato

14
neo-confuciano y el zen rinzai, acuerdo fundador del bakufu; en cuanto al
siglo XIX, un fuerte entendimiento entre elite neo-confuciana y shintoismo
renovado constituyó el fundamento ideológico de la restauración Meiji.
Volviendo a China, la forma de obrar del confucianismo, en tanto humus de
la sociedad, de por sí tiende a relativizar el hecho religioso, el cual se acaba
contagiando de confucianismo (También en este aspecto el caso de Japón
es sintomático, en los dos periodos mencionados). Las doctrinas de
Confucio influyen por partida doble en la religión: tiñen su discurso con
máximas del maestro, convirtiéndolas en complemento de una única
sabiduría confuciana; difuminan las fronteras entre religiones, aplacando
debates teológicos que podrían distanciarlas, siendo que (siguiendo la
lógica del maestro chino) conviene armonizar las formas de pensamiento
divergentes.

Indiferente a cualquier “rechazo religioso del mundo” (por emplear la


expresión de Max Weber), la doctrina confuciana (tan resistente como
elástica) acaba amaestrando a los discursos propiamente religiosos.
Consigue que tao y budismo desarrollen dimensiones mundanas. el
sociólogo alemán comprendió la primera parte de la proposición (distinguió
al confucianismo del hinduismo o del luteranismo), aunque menos la
segunda. Al considerar el confucianismo desde un prisma religioso, Weber
interpreta la aceptación confuciana del mundo, o de lo dado, como una
especie de pifia moral de la cultura china que la sustenta, o como una
incapacidad para trascender el plano de lo inmediato. Pareciera que las
cosas ocurren de modo precisamente inverso: la cosmovisión confuciana
contiene (siempre en opinión de los gobernantes chinos) importantes
aspectos rescatables en pro de la educación ciudadana: capacidad de
observación, de reflexión y de cuestionamiento de los datos observables;
negativa a privilegiar una tradición religiosa por encima de las demás.
Llegamos a un punto en que cabe entender el confucianismo (y las
tradiciones este-asiáticas en las que influye) como armazón mental de la
población bajo su influjo: un discurso humanista como el confucianismo
no constituye tanto una explicación global de la realidad sino la
explicitación de un tramo de la experiencia humana de las cosas de este
mundo. Funciona como molde que da forma similar y constante a
contenidos no siempre idénticos u homogéneos. Actúa como marmita
dentro de la cual se cuecen respuestas a los enigmas de la condición
humana: los referidos a las relaciones sociales (por ejemplo: la injusticia) y
los tocantes a eventos de la naturaleza (por ejemplo: un desastre natural).

Además de no incluir en sus reflexiones a Japón, la limitación de Weber


consistió en infravalorar el rol de la investigación científica y de la
reflexión ética en la historia de la civilización china, encerrado en el brete

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de los aspectos filosóficos más teóricos. Lo cierto es que el confucianismo
propende a traducir el orden cósmico abstracto en un orden colectivo
concreto. En otras palabras, empezamos a comprender al confucianismo
como levadura de masa recién cuando lo observamos como un humanismo
secular sumamente interesado más allá de la esfera individual. Confucio
acepta la existencia de dos dimensiones discursivas simultáneas: el Cielo
constituye el espacio de un orden que debemos reverenciar (mediante
sincera devoción ceremonial), mientras que las religiones se presentan
como elaboraciones intelectuales con las que convivimos, tomándolas
como escenarios, decorados que ornamentan y agregan intensidad al drama
humano. Las ceremonias con que honramos a las fuerzas espirituales no
hacen más que remitirnos al misterio de nuestra vida mundana. La relación
establecida con la esfera ritual sigue empero sin involucrar algún tipo de fe
en divinidades o espíritus. Confucio mantiene una postura que hoy
consideraríamos escéptica.

La filosofía social de Confucio se relaciona estrechamente con el concepto


de ren (compasión que nos hace ver al otro como objeto de nuestro amor),
de gran utilidad para una comprensión macro-social del confucianismo.
Cultivar el cuidado por los demás es tarea que comienza con la propia
persona. Es la conciencia de la propia pequeñez la que facilita el respeto de
quienes nos rodean. Quienes cultivan el ren “tienen maneras simples y
hablan en un tono bajo”. En sorprendente anticipación al Evangelio,
escuchamos a Confucio diciendo: “No hagas a otros lo que no quieres que
te hagan a ti” (Analectas, 13.27). Siempre conserva una mirada práctica
sobre las cosas: “Ya que deseas ponerte de pie, ayuda a que los otros se
levanten. Y ya que buscas triunfar, contribuye al éxito de quienes te rodean
(Analectas, 12.2, 6.30). La devoción a nuestros padres y a los ancianos de
la familia constituye la forma habitual del altruismo confucianista a escala
micro-social. Este aprendizaje de la auto-contención nos lleva de la mano a
comprender y experimentar la dimensión li, explicitación del
comportamiento macro-social en situaciones como las siguientes: el
ejercicio de los ritos colectivos, las reglas de acatamiento ante los
superiores y el progresivo descubrimiento y actualización de nuestro rol en
la sociedad.

La palabra ritual podría confundirnos. La devoción confuciana por los


rituales colectivos (que expresan coincidentes el esquema global de la
jerarquía y nuestra forma individual de incorporarnos a ella) no expresa una
dimensión exactamente religiosa, sino más bien una social y política. En
efecto, la conciencia básica de pertenecer a una sociedad se actualiza
mediante el procedimiento de organizarse y reunirse para rendir honor. Los
romanos ya lo habían comprendido al darle un carácter sagrado al Estado y

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al organizar las jerarquías en función de rituales compartidos. A su modo, el
confucianismo alcanza más la raíz del problema y plantea una precursora
especie de religión civil. El ritual, entonces, no se refiere solamente al
acatamiento, por parte del inferior, de un orden al que ha de obedecer.
Apunta igualmente (y tal vez inicialmente) a los propios jerarcas. Las
dinastías pueden cambiar, ya que el poder no es sagrado sino
administrativo: ¿qué es el ritual sino un procedimiento?; ¿y qué es el
procedimiento sino un marco regulador que obliga a todos los que están
dentro de él? También las religiones pueden cambiar. En efecto, la sociedad
se rige mediante propuestas morales: ¿qué es el confucianismo sino una
moral pública? El código moral acaba coloreando de manera uniforme a
religiones inicialmente diferentes: ¡es más fácil servir al emperador que a
los espíritus!, reconoce Confucio.

Por lo que vamos viendo, el molde confuciano tiende a ser organicista.


Recordemos: lo racional es lo social, lo social es lo racional. Al mismo
tiempo, el confucianismo no es únicamente verticalista. En primer lugar, no
puede serlo como resultado de una situación de hecho. Nunca estuvo
codificado a la manera de una religión. Constituye más bien un damero de
tradiciones diferentes. Las fichas que lo constituyen no dibujan un sistema
cerrado. A menudo no están completamente integradas entre ellas. Pueden
distinguirse hasta cinco tradiciones en la compleja armazón confuciana en
la historia de China (veremos que en Japón las cosas se fueron
modificando):
- Un confucianismo imperial, propio de la corte, centrado en recordar
y ritualizar la preminencia filosófica del orden celeste.
- Otro reformista, blandido por funcionarios y educadores deseosos de
renovar la vida social gracias a una comprensión actualizada de las
Analectas.
- Un tercero elitista, preocupado en plasmar el ideal de Confucio en un
tipo humano identificado socialmente con la figura del caballero.
- El confucianismo mercantil se concibe como ética de la vida familiar
y de negocios entre miembros de una clase emergente en el
feudalismo tardío.
- Se produce finalmente un confucianismo de masas, producto de la
codificación de una vulgata confuciana entre la población
campesina, mediante el aparato de varias religiones distintas.

Aunque breve, la enumeración resulta significativa: el confucianismo está


vivo en las coordenadas de su vida social. Adquiere visibilidad en el seno
de los grupos sociales que se sirven de él. Sus fundamentos filosóficos y
políticos se adaptan a las situaciones diferenciadas de estamentos con
intereses distintos. En consecuencia, El confucianismo incluye espacios

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indeterminados, disponibles para la reflexión ética (que por definición es
crítica) y hasta para la protesta social (que busca restablecer el orden
primigenio, cuando no reformularlo). Las circunstancias históricas
informan sobre cómo han sido utilizados esos espacios disponibles.
Repasando la historia de China, en todos los casos hubo consenso sobre
una visión vigorosamente intra-mundana del cosmos y sobre la búsqueda
de armonía cósmica y social. Sin embargo, los detentores del discurso
fueron cambiando. Se acentuó lo organizativo en periodos de predominio
de la burocracia: esta tiende a una concepción verticalista de la
reciprocidad del ren. En cambio, cuando se hacía sentir el predominio del
clero, se ponía énfasis en lo cósmico: el clero ofrecía una concepción
trascendente de las relaciones sociales. Una tercer dimensión no dejó de
aflorar junto a la burocrática y la religiosa (o si se quiere como bisagra
entre ambas): un mayor acento en lo social fue impuesto por los
campesinos, cuando estos se veían obligados a exigir un mayor equilibrio
entre los dos polos anteriores, capaz de producir mejores condiciones de
vida para el estamento de los agricultores.

Así, la cultura china, configurada al modo confuciano, constituye una


fusión de muy largo alcance en lo cultural y lo político. Largo alcance
temporal: está vigente desde hace 25 siglos. Largo alcance espacial: fue
capaz de influir en las sociedades circundantes. En el sentido expuesto, el
confucianismo se ha convertido en un poderoso germen de secularización.
Muy anterior a la revolución científica europea, la cual apenas pudo
beneficiar de estos planteamientos confucianos, únicamente transmitidos
por Marco Polo en gesto completamente necesario pero también
insuficiente. Además, el confucianismo fue capaz de explayar su
cosmovisión sin hacer intervenir la esfera religiosa e incluso omitiendo
cualquier opinión o comentario sobre ella. El confucianismo no es apto
para convivir con otras concepciones, a las que se adaptar y a las que acaba
incorporando. El confucianismo no predica el pluralismo; se limita a ser
pluralista como consecuencia de su propia dinámica.

2.3. ¿Favorece el confucianismo la imagen de un Este de Asia dotado de


etnicidad distintiva y a la vez flexible? Se trata de un tema con múltiples
ángulos y complejidades.

Mirada desde afuera, la región que llamamos Este de Asia se muestra


contradictoria. De una parte sobresale su desconcertante heterogeneidad.
Constituye, hemos dicho, un universo variopinto de lenguas difícilmente
intercambiables, religiones vernaculizadas, instituciones distintivas. Sus
países ni siquiera pueden argüir una uniformidad racial completa, ya que el
componente chino difiere del coreano, del japonés, del tibetano, etc. Todos

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constituyen variedades distinguibles de la cepa mongoloide. La historia
reciente ha contribuido a brindar de esas sociedades la estampa de mundos
culturales heterogéneos, aspecto agudizado cuando se han visto interferidas
por la presencia de las potencias neo-coloniales, deseosas de dividirlas para
mejor controlarlas. En contrapartida, las naciones este-asiáticas suelen ser
unificadas como orientales de acuerdo al ojo a menudo incauto de los
observadores occidentales.

Aquí interviene el confucianismo como argumento explicativo. Es


indudable la heterogeneidad interna de las sociedades este-orientales: basta
vivir allí para comprenderlo. Sin embargo, y por reclamarse todas ellas del
confucianismo, se sienten situadas en parajes paradigmáticos relativamente
similares. El confucianismo se presenta como batería de recursos culturales
capaz de aglutinar todo tipo de diferencias internas: filosóficas, religiosas,
lingüísticas, estatutarias. Así obra el confucianismo en China continental y
así se ofrece como sustrato común en Taiwán, Vietnam, la península
coreana y el archipiélago nipón. Surge la posible referencia al cristianismo,
columna vertebral de la constitución de la Europa antigua. Las semejanzas
y diferencias entre ambos procesos son significativas. Confucianismo y
cristianismo operan, de alguna manera, como ideología, en el sentido de
Antonio Gramsci. Pero el cristianismo se comporta como religión (dotada
de una revelación pautada en el Credo de Nicea) disciplinaria (cumplir sus
diez mandamientos constituye condición necesaria para participar de la
vida social eclesial) y misionera (la que se considera transmisión verdadera
y universal necesita ser predicada urbi et orbi). El confucianismo, por su
parte, marca objetivos menos espectaculares (aunque igualmente
ambiciosos): se ofrece como un humanismo secular, o si se quiere como
una sabiduría no revelada, literalmente original. Se esfuerza por conseguir
que todas esas sociedades retornen al seno de las tradiciones propias de su
pasado. Por otra parte, actuando en la historia, el cristianismo sigue siendo
trascendente. En cambio, descendido de un enigmático cielo, el
confucianismo se mantiene completamente inmanente.

Hay más. En tanto que la dimensión étnica se refiere a un tejido de


afinidades lingüísticas, culturales e institucionales teñido de colores a veces
borrosos, el confucianismo cumple una función etnizadora. Su cometido
(práctico, no conscientemente programático) es la construcción social de
una afinidad global, potenciando los elementos comunes de sociedades
particulares, al punto de emparentarlas. El confucianismo cumple una
doble función, histórica y mitológica. La influencia confuciana ha dejado
todo tipo de huellas en los países del entorno oriental de China: nuestro
libro estudia el caso japonés. Al mismo tiempo, el confucianismo funciona
como reclamo de un remoto (pero vivo) origen compartido. La idea del

19
confucianismo como lugar fundacional posible de las sociedades este-
asiáticas goza de plena actualidad y crece día a día, en forma comparable a
la de aquel cristianismo que, hace veinte siglos, logró fundamentar a muy
heteróclitas sociedades europeas. Así como el occidente cristiano acabó
aliándose con el imperio romano, uniendo trono y altar de forma
espectacularmente duradera, el oriente confuciano puede madurar y
solidificarse como entidad independiente de Occidente. Lo consigue si se
funda en un modelo socio-político que no es otro que el elaborado y puesto
en práctica por Japón desde el siglo XIX y que despierta creciente atención
en los países del Este de Asia. En el capítulo 5 detallaremos esta idea.

El planteamiento confuciano se hace tanto más abierto y flexible cuanto


más necesitados están los países del Este de Asia en plantear un frente
paradigmático común ante el mundo exterior. La elaboración de un nuevo
esquema de relaciones con Occidente cumple una función catalizadora:
presentarse a sí mismos de forma aunada y relativamente homogénea,
como partes de una zona confuciana, puede volverlos más visibles y
relevantes a la mirada occidental. Por razones tácticas y de afirmación
geopolítica, el discurso confuciano tiende a divulgarse en el Este de Asia
como una plataforma unificadora mínima (decíamos: una vulgata). Esto lo
vuelve ecuménico y tolerante, capaz de infiltrar las ideologías políticas en
curso. Hay quienes sugieren, con humor no carente de sagacidad, que las
siglas PCCh debieran retraducirse como Partido Confucianista de China.
Otros recuerdan que, desde la época del predominio samurai, una versión
niponizada del confucianismo pasó a ser ofrecida por el régimen Meiji
como la auténtica y original tradición japonesa, modernamente restaurada.

Sin mengua de lo anterior, el confucianismo no constituye una invención de


la modernidad este-oriental, ni puro marketing endogámico tendiente a
posicionar a esta región en la sociedad internacional del siglo XXI. Si el
confucianismo cumple funciones etnizadoras es porque cataliza o potencia
dos recursos culturales compartidos y que merecen ser puntualizados: la
escritura antigua y los condicionamientos históricos modernos.

+ La unidad cultural en el Este de Asia arranca de forma visible y tangible


con la común existencia de un sistema de escritura de origen chino. No se
trata de meras técnicas arcaicas evolucionando hacia formas de escritura
alfabética. Estamos ante un lenguaje escrito que demuestra considerable
autonomía respecto a las lenguas habladas de la zona (las cuales, como
dijimos, difieren entre ellas) y que consigue relacionarlas desplegando gran
capacidad de auto-racionalización. La escritura ideográfica sin duda plantea
una estrategia diferente de las escrituras silábicas a que estamos
acostumbrados. Pero el enfoque de aquélla se mantiene contemporáneo en

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tanto consigue incorporar los avances tecnológicos. Quien observe el
teclado de una computadora japonesa o china lo advertirá rápidamente: una
tecla reúne el carácter exacto (cerrado) de una pulsación en la máquina con
el anuncio arborescente (abierto) de varios (a veces muchos) significados
posibles para un sólo ideograma. La escritura en kanjis (chinos, japoneses o
coreanos) combina lo unívoco y lo polivalente, tornándose afín al modo de
exposición de las máximas confucianas, en las que confluyen una extrema
concisión y economía verbal con un abanico de posibles sentidos e
interpretaciones. El modo simbólico de escritura no deja de ser afín a la
postura de las teorías modernas occidentales del lenguaje, sea dicho al
pasar. Porque si bien una sociedad puede imponer su lengua hablada a otra
a la que sojuzga, la adopción de un sistema de escritura extranjera no sería
posible sin la presunción de que la sociedad que toma dicha opción está
importando un modelo superior de cultura. Obviamente aludimos al caso de
Japón: esta sociedad, con lengua de estructura silábica, decide asimilar un
sistema de escritura extraño y que, a primera vista, la violenta, al verter los
componentes fónicos en estructuras simbólicas heterofónicas. En la
situación de Japón, formaba parte de la adopción de una manera de mirar
propia de los chinos, basada en la unión de los contrarios y en la paradoja.

¿Cómo interviene el confucianismo en todo esto? El confucianismo es una


sabiduría de la crisis, un pensamiento sobre cómo superarla, recuperando la
armonía. En tiempos de Confucio, las instituciones políticas estaban en
franca decadencia. Las tradiciones estaban corrompidas o, lo que en
términos de Confucio es equivalente, se había perdido la conexión entre las
cosas y las palabras que empleamos para designarlas. Si la sociedad
armoniosa (y su correcta gobernación) empieza por la palabra es porque su
enderezamiento consiste en la reformulación (escrita) de las palabras que la
especifican. La corrección de la sociedad se identifica con la corrección en
el lenguaje. Analectas significa, justamente, rectificación de los nombres.
Es la teoría confuciana de zhengming, referida al uso competente del
lenguaje. Implica la invención de nuevos términos, empresa facilitada por
el uso de caracteres simbólicos, capaces de emitir un haz de significados en
diversas direcciones, además de combinarse en sus partes, abriendo
posibilidades casi inagotables.

+ Un segundo y decisivo factor de aproximación étnica entre países del


Este de Asia se puede explicar por haber vivido circunstancias históricas
parecidas, como consecuencia de los procesos desencadenados por la
aparición del colonialismo occidental en las costas del Este de Asia. Sus
países vivían fases diferentes de su evolución. Habían desarrollado
modalidades propias de organización estatal y buscaban elementos nativos
para hacer confluir Estado y nación. En el caso de China y Japón, la

21
actuación práctica de alguna forma de Estado precedió a su posterior
condensación en naciones unificadas. Como en el caso de la España de los
Trastámara y de los Austria, la monarquía aunaba de manera flexible
territorios (reinos o dominios) con heterogéneas características sociales y
culturales. Tal variedad se vio resguardada por políticas aislacionistas (para
comenzar, en China), con dos consecuencias decisivas para la
configuración posterior de una zona del Este de Asia. La primera es la
ausencia de políticas imperialistas por parte de los reinos más poderosos: ni
China con sus vecinos del sur-este, ni Yamato con los territorios de
Honshû, funcionaron con criterios de vasallaje, a excepción del pago de
tributos. La segunda es resultado de la ausencia, en la zona, de religiones
universalistas con afán misionero. Este aspecto es correlativo del primero:
al no ser imperialista el Estado y no estar aliado con una religión, no había
condiciones para que un credo pretendiera universalizar su visión
particular.

Hasta que las naves occidentales hicieron su aparición, primero en Kyushû


en el siglo XVI, luego en los mares de China durante los siglos siguientes,
en ambos casos con fuerte intensificación desde el XIX. La presencia
occidental buscaba imponer nuevas formas étnicas: una lengua vehicular, el
inglés; una religión supuestamente verdadera, el cristianismo; códigos
morales de carácter conservador; criterios de comprensión de la persona
basados en el individuo; cánones de vestimenta, elegancia y belleza
acomodados a las costumbres de los blancos que los propulsaban
(militares, misioneros, comerciantes, educadores). Era marcado el contraste
del Este de Asia con un mundo occidental masiva e indisolublemente
blanco, cristiano, individualista, silábico, victoriano, urbano. Los países
asiáticos poco a poco entrevieron, y acabaron reconociendo, que mantenían
diferencias parecidas con los recién llegados. Compartían: distinto tono de
la piel; escrituras simbólicas; asentadas tradiciones grupales; sabidurías
ancestrales anteriores a la idea misma de cristianismo, de Occidente o de
Europa; formas comparables de auto-comprensión ética y política. Usando
palabras del historiador inglés S.A.M. Adshead, los países del Este de Asia
aspiraban a “ser en sí mismos un mundo...y así permanecer. El Imperio del
Centro brinda una imagen a la altura de la situación: su proyecto es asumir
las partes de un todo y desde allí resumirlas, re-asumirlas, en la parte
central. Para los países del Este de Asia, el cosmopolitismo impuesto por
los occidentales resultó siempre una tarea imposible de cumplir. La actual
globalización plantea problemas aún más espinosos a países acostumbrados
a pensar que, desde la aparición de Europa en escena, internacionalización
y occidentalización acaban siendo lo mismo.
2.4. ¿Se puede argüir la existencia de una ética confuciana como factor de
progreso?

22
+ Antes que nada: ¿en qué sentido es lícito hablar de ética confuciana?
“Transporta un puñado de tierra todos los días y construirás una montaña”,
invita Confucio. De forma que recuerda a la de Sócrates en Grecia, el
pensamiento de Confucio busca construir un vínculo indestructible entre la
persona y su entorno social. Por supuesto, todo ha de comenzar en uno
mismo: “el hombre sabio busca lo que desea en su interior”. Punto de
partida de la prédica confuciana son ciertas virtudes individuales:
tolerancia, bondad, benevolencia, amor al prójimo, respeto a los mayores y
a los antepasados. Hombre virtuoso es quien vive dentro de sí mismo y
desde allí consigue proyectarse sin violencia hacia los demás. Porque la
virtud (de) se concibe como un poder moral que consigue el dominio de
uno mismo sin emplear la fuerza física.

De inmediato, la simple mención de esa lista de prendas sugiere que, en


realidad, “la buena conducta en la vida” se verifica en la convivencia. El
confucianismo es ante todo una ética de la vida micro-social o social
privada: “Una casa será fuerte e indestructible cuando esté sostenida por
estas cuatro columnas: padre valiente, madre prudente, hijo obediente,
hermano complaciente”. El camino para mantener las virtudes privadas
consiste en actualizarlas mediante rituales (li), ceremonias que puntúan
situaciones sucesivas de la vida familiar y grupal. Se las traduce en ritos de
sacrificio, practicados en templos u otros lugares especiales. Constan de
declaraciones de mutua lealtad y en intercambios de dones entre los
miembros. Por lógica derivación que estudiaremos, el confucianismo acabó
siendo (más en Japón que en la propia China) también y sobre todo un
código destinado a regular “el buen gobierno de la ciudad”. Es aquí donde
el grupo adquiere legitimidad y fuerza en tanto ámbito fidedigno de la
persona. Gobernante virtuoso es aquel capaz de mantener en orden la casa
de todos (la ciudad, el Estado) sin corromperse ni corromper. El ciudadano
devuelve comportamiento virtuoso toda vez que otorga su confianza a
representantes honestos y eficaces.

La ética confuciana se presenta como un arte de correspondencias entre lo


individual y lo plural (en China: lo macro-familiar; en Japón: también lo
estamental y hasta lo estatal, según veremos más adelante). Dicho en
palabras de Confucio, se ofrece como una concordancia entre palabras y
obras, arranque de la actuación pública de cada súbdito y cada dirigente.
Correspondencia entre menos y más: “exígete mucho a ti mismo y espera
poco de los demás” (el hombre virtuoso da todo lo que puede sin exigir
retribución). Correspondencia, igualmente, entre nivel superior e inferior
(si el príncipe es virtuoso, los súbditos imitarán su ejemplo). A mayor
intensidad de las correspondencias, posibilidad más cercana de que la

23
sociedad prospere. Todo ocurre como si entre la plena armonía y la
bonanza económica y social se estableciera una relación de causa a efecto,
sumergiendo cualquier tipo de factor externo (enemigo exterior, desastre
natural, etc.) en la lógica interna del buen entendimiento, transformado en
factor explicativo de la dinámica social.

El orden cósmico ya se había traducido en orden moral. Este, a su vez, se


convierte en orden político (en China esto se mantendrá en el plano teórico;
en Japón se explicitará en el campo institucional, dando nacimiento a un
modelo propio). ¿Qué significa de, la virtud, desde el punto de vista de la
polis, de la ciudad? Significa justicia dispensada con imparcialidad, así
como acción correcta en pleno respeto por las jerarquías. La ciudad está en
orden cuando impera la racionalidad de la virtud. Eso genera un
acatamiento virtuoso. En contrapartida, los más aptos ascienden en la
jerarquía como resultado de sus méritos. Según el confucianismo, la
organización burocrática tiende a convertirse en un mecanismo eslabonado
que permite la correcta transmisión de impulsos sociales en múltiples
direcciones, sin detener el movimiento ni quebrar la armonía.

+ ¿Cómo consigue codificarse la ética confuciana? Mediante un doble


mecanismo: textual (sobre todo en China) y experimental (sobre todo en
Japón).
- Núcleo de la ética confuciana es el esfuerzo por recobrar la sabiduría
de los chinos antiguos e influir con sus enseñanzas en las costumbres
actuales del pueblo. Es interesante el juego dialéctico que se
establece. Por una parte, no existen textos sagrados ni revelados: los
textos pasados son de producción terrenal; se los mira como
producto del esfuerzo hecho por los más perceptivos y estudiosos.
Por otra parte, una tradición común atraviesa los tiempos: permanece
siempre igual a sí misma, aunque es interpretada una y otra vez por
las nuevas generaciones: todo es nuevo y lo mismo bajo el sol. Dicho
de otra forma: todo cambia en y por la relectura, a fin de que en el
archivo de las tradiciones todo permanezca igual. De esta forma,
pasa el tiempo y seguimos escarbando en el mismo ámbito,
profundizándolo. La ética confuciana crea un círculo virtuoso entre
pasado y futuro, dibujando un terreno imaginario dentro del cual las
tradiciones se explican mediante inacabables glosas, mientras que el
aparato crítico resultante adquiere la misma apariencia que las
tradiciones estudiadas. Nadie consigue distinguir la frontera
divisoria: los comentarios se vierten en el depósito común, igual que
un río confluye en otro mayor y todas las aguas se funden.
- La tradición, entonces, se transmite de generación en generación. Se
la inculca, se la vuelve habitus, se la convierte en encuadre mental

24
colectivo. Forma parte del trabajo habitual de la cultura: sin prisa y
sin pausa normaliza el paradigma original en la mente y el
comportamiento de los recién llegados. En tales circunstancias, no
sorprenderá que un rasgo distintivo de la doctrina confuciana
consista en dar énfasis a la educación. El razonamiento confuciano
aquí recuerda a la paideia clásica griega. Confucio distingue entre
quienes disponen de una comprensión únicamente espontánea de las
cosas - o también los que, desde otro ángulo, paradójico, se limitan a
adaptarse a un discurso sobrenatural -, de aquellos otros que buscan
construir explicaciones de esos mismos fenómenos mediante larga y
cuidadosa consideración. Observemos que una respuesta razonante
se desmarca con rapidez tanto de la inteligencia natural como de la fe
religiosa. Según Confucio, educación significa encontrar un maestro
e imitar sus palabras y acciones. Un buen maestro es alguien
familiarizado con el pasado y con las prácticas de los antiguos. Así,
el término educación designa un conjunto de procedimientos que
combinan el estudio y la reflexión, en el largo proceso de
apropiación personal de las tradiciones. La propedéutica china se
parece a la griega. Por una parte, los estudiantes aprenden las “seis
artes”: rituales, música, tiro al arco, equitación, caligrafía y cálculo.
Sobre la base de dichos entrenamientos, pueden a continuación
desarrollar el estudio del arte, de la oratoria y de las técnicas de
gobierno. Ambos edificios constituyen secciones de una pirámide, en
cuyo ápice se encuentra el elemento que condensa y atrae por
imantación a todos los demás: la moral. Finalmente, el método de
aprendizaje recuerda asimismo a la mayéutica socrática. El maestro
plantea cuestiones (problemas, preguntas), cita textos (del archivo
permanente, abierto a todos, obligatorio para todos), señala
polaridades y analogías (induciendo al descubrimiento de nuevos
ángulos de mira de lo mismo). Allí, o en el retiro del estudio, los
discípulos buscan respuestas convincentes. La reflexión se entrelaza
con el debate.

+ ¿En qué sentido la ética confuciana ha sido funcional a algún tipo de


desarrollo social? (Las reflexiones que siguen parecen más avanzadas en
Japón que en la propia China). Muchos piensan que el confucianismo no ha
influido tanto por sus contenidos doctrinales (que hemos ido emparejando,
aquí y allá, a dimensiones occidentales conocidas, provenientes de la
religión cristiana, del pensamiento clásico griego, etc.) como por las
persistentes actitudes que ha suscitado en vastas poblaciones. En síntesis,
se afirma que la ética confuciana ha contribuido a la racionalización de
las conductas individuales y grupales, y también de las instituciones: el
gobernante chino ha de ser magnánimo y comprensivo de los problemas del

25
reino; los funcionarios han de ser justos y equidistantes; los rústicos han de
ser laboriosos y obedientes. La contribución confuciana al desarrollo de
China consiste en proporcionar la matriz cultural para un tipo particular de
modelo. Lo cual significa reconocer que la cuestión del confucianismo
como eventual factor de desarrollo social (no digno forzosamente progreso;
en vez digo cambio, evolución) se había planteado mucho antes de que el
confucianismo fuera medido con la vara occidental de la modernización.
Antes de que esta se apellidara capitalismo. Y antes por supuesto de que
este se identificara con la industrialización y la tecnología.

Las relaciones entre pensamiento religioso y cambio histórico han sido


tematizadas por Max Weber en uno de los textos más famosos de la historia
de la sociología, “La ética protestante y el espíritu del capitalismo”, obra
que tal vez ya ha saltado a la mente del lector. A su imagen, la pregunta que
se plantea es la siguiente: ¿son comparables la ética confuciana y la
calvinista en tanto que forjadoras del espíritu del capitalismo en regiones
tan distintas del globo como Alemania y Japón? Sin que sea tema central de
esta investigación, y con el único objetivo de ambientar la posterior
comprensión del caso japonés, podemos decir que la ética confuciana se
distingue de la calvinista en al menos cuatro aspectos:
- En vez de prisma individualista, el punto de partida de la acción, de
toda acción, son las relaciones sociales. Entonces, la dinámica
societal está ligada de forma indisoluble con la búsqueda afanosa del
consenso.
- En vez de mentalidad empresarial, lo que dinamiza la actividad
económica es la acumulación de emprendimientos micro-sociales.
Por lo que la dinámica engendrada se entiende de forma reticular. El
tema a resolver es siempre la articulación de numerosas redes.
- En vez de desarrollar un núcleo privado y autóctono, ocurren
múltiples adaptaciones y transformaciones de moldes venidos de
fuera: de la familia, de la etnia, del imperio. La dinámica de la
sociedad está sujeta al juego, en parte imprevisible, del mestizaje.
- Y en vez de buscar la legitimación de la conducta por vía de una fe
religiosa, los agentes sociales encuentran justificación en una lógica
de acción nutrida de apoyo popular, constituyendo gérmenes de algo
que podría evolucionar hacia un proyecto democrático.

3) Desarrollo del producto

26
3.0. Aviso presuroso para navegantes

Hasta ahora, el análisis de este capítulo 2 aunaba dos movimientos:


- la analogía o parecido entre confucianismos de sociedades distintas;
- el contraste o diferenciación entre una versión china y otra japonesa.
Este doble juego no podrá menos de acentuarse en el párrafo que aquí
comienza. Precisamente: habrá hecho falta una considerable niponización
del confucianismo para que Japón sea capaz de verterlo en un molde de
modernización hiper-tecnológica revisado más adelante, en el capítulo 5.

Suelen decir que el genio de Japón no reside tanto en crear productos


nuevos cuanto en desarrollar otros ajenos. “Japón lo imita todo”: es uno de
los más reiterativos estereotipos occidentales sobre la nación asiática.
Como cualquier tópico, el del japonés rey de la imitación es traicionero. En
cierto contexto, la afirmación incluye un matiz despectivo (“el único genio
de Japón es imitativo”), cuando se refiere al modo de adopción de la
cultura occidental en asuntos tales como música clásica, pintura académica
o buena parte de la filosofía. Pero sucede que dicho tópico generaliza y en
consecuencia desautoriza cualquier pretensión de originalidad de la cultura
nipona. El abuso de tópicos deja en sombras la dialéctica de asimilación
cultural básica en Japón, sobre la que por lo visto conviene insistir:
- absorción indiscriminada de instrumentos culturales apropiados para
nutrir el propio archivo;
- lenta aclimatación de lo nuevo, coexistiendo con recursos similares
ya existentes (estilos pictóricos; lógicas burocráticas; sistemas
religiosos; etc.);
- pausada y progresiva autoafirmación de algo que, a partir del légamo
inicial y de las nueva capas, acaba diseñando un territorio cultural,
transmutado.

Intentando superar prejuicios, podemos convenir que el procedimiento


japonés difiere poco del que Jacques Derrida considera propio y propicio
para la cultura occidental. Creación cultural es aquello que cada generación
opera con su archivo, aceptado a modo de herencia. La idea de herencia
implica no solamente reafirmación de algo recibido por obligación “sino
también, y a cada instante, en un contexto diferente, un filtro, una opción,
una estrategia”. Abunda Derrida: “Un heredero no es sólo alguien que
recibe, sino alguien que escoge, que se lanza a decidir”. En cambio resulta
peculiarmente nipón el marcado contraste de tiempos entre apertura y
reclusión (aunque, por épocas, la misma oscilación ha caracterizado a
naciones como China, Rusia y Estados Unidos antes de que fueran
potencias mundiales). En Japón la alternancia se daba, hasta el siglo XIX,
entre breves lapsos de franquicia y muy prolongadas etapas de aislamiento.

27
Un mejor conocimiento de los procesos culturales permite tomar por
cualidad, y hasta por genialidad, la aptitud japonesa de apropiarse lo ajeno
metabolizándolo. Lo propio de Japón es volver nuevo lo ajeno. Es en este
sentido que un crítico sagaz como Johann Arnason considera la cultura
japonesa (denominada por él civilización, aspecto en que no entraré)
derivativa, en cuanto tomó forma a partir de otro modelo duradero, pero no
queriendo indicar una simple imitación de esquemas invariables.
Estudiaremos la característica japonesa de aunar una deliberada,
sistemática y prolongada asimilación de lo extraño con una tenaz labor
tendente a mantener la autonomía de lo propio. Y entenderemos una
paradoja omitida por la mayoría de los observadores de la escena japonesa:
- el confucianismo se proclama poco y nada en Japón: parece obsoleto,
muerto, desaparecido de la vida cotidiana;
- pero sigue presente como suelo nutricio de la cultura política nipona
y como recurso cultural travestido en la tradición caballeresca y
militar a través del código samurai.

Las nociones con que Thomas Kuhn analiza la evolución científica


occidental merecen ser reutilizadas para comprender la evolución socio-
cultural del Japón. Ayudan a entender mejor cómo el desarrollo, en Japón,
de un confucianismo de origen chino incluye tres fases de diferenciación:
- Amplificación del planteamiento inicial, simplemente desarrollando
o explicitando el discurso normal, en pleno acuerdo y aceptación del
encuadre general o paradigma en cuanto tal.
- Adaptación de la doctrina original, dirigida a resolver anomalías o
anormalidades surgidas en el curso de su desarrollo o explicitación.
- Indigenización del modelo, cuando se acumulan las anomalías de
difícil integración y se vuelve inevitable un cambio de paradigma por
transubstanciación.

3.1. Amplificación

La doctrina de Confucio invita a “ser capaz, en cualquier circunstancia, de


practicar las cinco virtudes” (aplomo, magnanimidad, sinceridad, seriedad
y bondad). Es el hábito de estos comportamientos individuales el que
autoriza a comprender y practicar las demás dimensiones micro-sociales
del confucianismo, compendiadas en una suerte de cuádruple acomodación:
- filosófica (existe un orden cósmico al que es necesario plegarse);
- familiar (sumisión a los mayores);
- espiritual (preeminencia de los antepasados);
- cultural (“si quieres definir el futuro, has de estudiar el pasado”).
Hemos visto que se trata de un planteamiento capaz de iluminar la ética
privada y que, si bien puede difundirse, se sigue manteniendo como

28
atributo de las personas. Es por ello que en la historia china han coexistido
modos tan abundantes y diversos de confucianismo, sin que ninguno de
ellos pudiera considerarse el único posible.

En China se aceptaba la prioridad del grupo sobre el individuo, se


practicaba el pluralismo religioso y la tolerancia étnica. Pero, como suele
decirse, todo quedaba en familia. Entre el ámbito privado y el público
mediaba una distancia de la que el discurso filosófico nunca dio cuenta. Es
en Japón que la ética privada conseguirá transformarse en moral pública.
Resulta paradójico: el confucianismo prácticamente no se menciona en
Japón como ingrediente de la vida privada. Y, sin embargo, es en el
archipiélago donde las costumbres familiares se vuelven reglas
institucionales de aplicación generalizada. Más adelante (capítulo 5)
veremos cómo el corporatismo constituye rasgo distintivo del modelo
social japonés contemporáneo y cómo dicho corporatismo está
caracterizado por la preeminencia no sólo de lo colectivo sobre lo
individual (organicismo) sino de lo organizativo (vale decir lo político)
sobre lo social (o sea: lo comunitario, en un sentido horizontal). Por ahora
corresponde abordar algunas cuestiones previas.

¿Cómo pudo producirse la amplificación de la ética privada hasta


convertirse en moral pública?
Recordemos el punto de partida. La influencia china no fue impuesta por el
continente sino requerida desde las islas. Con la perspectiva que otorga la
distancia, lo que los japoneses percibían del confucianismo les llegaba
enteramente por escrito. No tenían la sensación o la experiencia de su
práctica: no eran más que lectores de las Analectas. Como consecuencia, y
lejos de quedarse en vagas orientaciones generales, en Japón los aforismos
y comentarios de Confucio y de Mencio adquirieron la precisión de una
doctrina. Ahora bien, ¿quiénes requerían esta suerte de doctrina
confuciana? No era la gente común o la población en general sino,
específicamente, los gobernantes (de Yamato al principio, después de Kioto
y de Kamakura, finalmente los de Edo). Lo que necesitaban era nada
menos que una retórica capaz de elevarse a la condición de discurso de lo
público. Esto nos sitúa en el centro del problema: si la armonía es un bien
apreciado en Japón (hoy igual que en el pasado), su consecución nunca es
espontánea. No existe concordia sin organización. De forma consecuente,
el acuerdo es fruto o resultado de una coordinación imperativa. Esta
convicción es menos mayéutica y más coercitiva en Japón que en China y
recorre la historia política del archipiélago, desde sus orígenes históricos.
En el contexto descrito, la dirigencia japonesa indujo (provocó) una
primera explicitación de los aforismos confucianos, en forma de marco
discursivo, con el consiguiente redimensionamiento de los mismos. Lo

29
intentó hasta darles alcance público. No hacía falta que los gobernantes (en
tiempos: la corte imperial; luego: daymios y shogunes) invocaran la
doctrina confuciana abiertamente. Al contrario, venía bien enmascararla
con rasgos autóctonos. En tiempos antiguos el confucianismo revistió los
ropajes del ie (familia ampliada o troncal) y del dozoku (a la vez herencia y
heredad). En la edad media se travistió en el bushido, código de conducta
del estamento samurai. En los albores de la modernidad, la moral
confuciana se tornó teoría estatal nacionalista con el kokutai (esencia de la
nación, su carácter o su identidad).

¿De qué forma esta moral pública consiguió ser funcional al


establecimiento de un nuevo encuadre socio-político?
Desde el siglo XVII Japón empleó la moral confuciana con dos cometidos
que ampliaron considerablemente, sin ponerlo de momento en duda, el
marco original chino. Uno era establecer lo que en términos occidentales
henos llamado una modernidad, echando las bases del aparato del estado,
de un sistema productivo y de una red de instituciones nacionales solventes
(China no consiguió estas metas con el confucianismo. Sólo empezó a
entreverlas por medio de la revolución comunista). El segundo cometido
consistía en situarse en una posición no occidental (recordemos que en la
era Tokugawa coinciden la expulsión de los occidentales y el comienzo de
la transición hacia la modernidad), cosa que en Occidente nadie esperaba y
que hasta hoy muchos siguen sin entender. En tiempos de los shogunes de
Nikko y de Edo, la moral confuciana contribuyó positivamente a forjar una
mentalidad al mismo tiempo políticamente burocrática (organizadora de un
programa de manejo del poder) y económicamente expansionista
(organizadora de un programa de crecimiento del conjunto del territorio).
Hasta el día de hoy (lo veremos en el capítulo 5), la característica señera de
la sociedad japonesa ha sido impulsar una dinámica de desarrollo sostenido
con fuerte presencia y conducción estatal (le llamaremos estado
desarrollista). En el marco de un modo de pensamiento confuciano, desde
muy antiguo pero con especial acento desde el siglo XVII, se fue
elaborando una concepción funcionalista del estado. Este proceso se
incrementó con la aparición de las potencias occidentales en el Este de
Asia. Recluido en el archipiélago, el régimen Tokugawa no por eso dejó de
procesar la presencia de europeos y norteamericanos en las costas de China
y otros territorios cercanos, décadas antes de iniciar su cerco sobre el
archipiélago japonés. En Japón, el confucianismo empezó a operar como
contrapeso ideológico del arrogante capitalismo de Occidente. Mientras
que en Occidente, el capitalismo se mostraba revolucionario y producía en
gran medida lo que el economista Schumpeter ha llamado una destrucción
creadora, del confucianismo se privilegiaban los fermentos inversos, anti-
revolucionarios, remitiendo la organización del futuro a un más profundo

30
escarceo de un pasado cada vez más acreditado y asumido. Amplificado
por Japón, el paradigma confuciano pudo ser entendido como una forma
de modernidad. La paradoja es tan sólo aparente. El régimen Meiji,
instaurado en Japón desde 1968, constituye una abertura hacia Occidente
(hacia su tecnología, sus modos de comercio, su organización
administrativa, su monarquía constitucional, su sistema educativo) y
también, de forma simultánea e indisoluble, una restauración del pasado
(pero no el pasado de Heian y del Genji Monogatari sino, sobre todo y
antes que nada, el pasado de las instituciones confucianas).

3.2. Adaptación

Cuando hablamos de contexto, no nos referimos al marco mental general


sino a un constreñimiento fruto de circunstancias concretas. Si el marco
mental es invisible, el contexto en cambio es observable en su inmediatez.
La observación, claro está, toma forma de interpretación. El que observa es
el habitante de un territorio, de una geografía, de un clima, de un ciclo
estacional, con los que se identifica o, como mínimo, a los que se siente
referido. En suma: es usuario de una serie de factores exteriores que
delimitan su accionar. Esta es la situación de partida: la naturaleza enmarca
al hombre quien, a su vez, interpreta y codifica el mundo natural. La
traducción de todo esto al contexto japonés resulta inmediata: en un país
pobre y mal comunicado, semi-ignorante y carente de religiones
prestigiosas en las que sentir cobijo de paso por este áspero mundo, era
necesario y urgente dotarse de un instrumento discursivo (material y
simbólico) capaz de otorgar el resguardo buscado. Tanto como en las artes
o en la comida chinas, tanto como en la escritura o la religión importadas,
Japón encontró ese reaseguro en la institución imperial.

Era necesario hacer al imperio compatible con el contexto japonés. ¿Cómo


se buscó la adaptación? De una parte, sacralizando al tenno (emperador) y
transformándolo en centro vacío (el origen del pueblo es divino y se
encuentra en un interior que siempre es posible reformular). De otra,
bajándolo del alejado cielo chino en que moraba. Se le asignó un territorio
y lugar original en un punto recóndito de la isla de Kyushu. Y se lo conectó
con una genealogía que, con ardides similares a los de la Biblia, anuda el
origen pasado con la actualidad del presente: en este caso, a la diosa
Amaterasu con el concreto emperador de cada era. Desde el inicio, la
institución imperial cumplirá en Japón la misma función que en Occidente
recién empezó a cumplir en la modernidad, por ejemplo con Jorge V de
Inglaterra: postular la unidad de todos los ciudadanos (ya que hijos de
Amaterasu y de los emperadores afiliados), con el consiguiente

31
reforzamiento de la autoridad del estado. El emperador japonés nunca
ostentó mucho poder. Se lo mantuvo en la época de los daymios (señores
feudales), a pesar del componente fuertemente particularista y
fragmentador de la organización señorial, la cual puso continuamente de
manifiesto la eventualidad de que coexistieran varios proyectos políticos.
La figura del tenno tal vez se mantuvo presente justamente para evitar la
dislocación y para seguir expresando el idea de un hiper-centralismo,
necesidad discursiva ante la dispersión insular y las dificultades de
comunicación. En tiempo de los shogunes, la institución de un emperador
vacío y significante permitía la continua devolución de poder en forma de
práctica política regionalista: igual que los virreyes americanos de la
corona de Castilla, los nobles regionales nipones acataban pero no siempre
cumplían. Por encima de todo, más allá de cualquier avatar, el tenno pudo
elevarse a la condición de símbolo encarnado de la unidad de la nación
(incluso mucho antes de que la nación existiera como tal). La figura
sagrada y vacía del tenno es clave en cuanto inaugura el mito japonés: no
sólo el de la mencionada igualdad de todos los miembros de la nación por
tener común origen, sino el de la homogeneidad de un imperio con
idénticos raza, territorio, lengua y religión, sintetizados en Nihon o Nippon
y providencialmente hechos carne en la figura del emperador.

Por lógica consecuencia, se produjo una separación funcional entre


autoridad y poder. Pero no entre sabio y gobernante, como en el caso chino,
sino ahora en un terreno directamente político. La autoridad (moral) se
mantuvo en manos del tenno: ante las presiones norteamericanas para abrir
el cerrojo fronterizo japonés, en 1853, el shogun explicó al sorprendido
almirante Matthew Perry que sólo el emperador tenía autoridad para
responder legítimamente al mensaje escrito que el oficial norteamericano le
acababa de entregar (no se trataba sólo de astucia dilatoria, sino de
coherencia en el razonamiento). En cambio, el poder (político y militar)
quedó para el generalísimo: cuando el shogun exigía (y conseguía) que
miembros de la corte imperial de Kioto residieran en Edo (hoy: Tokio),
sede del shogunato, creaba rehenes a los que la situación de forma continua
recordaba la diferencia entre la función imperial (que el jefe militar seguía
fomentando) y la política (que ostentaba él). La distancia entre Kioto (sede
imperial) y Edo (sede shogunal) evitaba incurrir en un vacío de poder. El
argumento era el siguiente: el tenno satisface las necesidades discursivas de
la nación (simbólicas, rituales y teóricas), mientras que el shogun resuelve
en temas organizativo-políticos, de acuerdo con la mentalidad y las
posibilidades tecnológicas de cada época. La traducción japonesa consistió
en privilegiar los aspectos políticos y en concentrarlos en la casta samurai,
con la consiguiente (y muy prolongada) militarización del discurso político
de a sociedad nipona. Desde el siglo XIII en adelante (y probablemente

32
hasta la actualidad), el neo-confucianismo japonés contribuyó a una
reorganización marcial de las principales figuras y tópicos del
confucianismo. El cielo, que en China era una lejana dimensión sagrada, en
Japón pasa a ser el ámbito simbólico de un emperador descendido a tierra.
El caballero en China personificaba al hombre meritorio (el sabio, o el
erudito, o al menos el letrado), mientras que en Japón dará pie a la
construcción del héroe (trágica heroicidad compendiada en la epopeya
popular de los 47 ronin, samurais que quedan sin señor y prometen
vengarlo). En cuanto a la familia, si en China ocupaba el lugar de la
integración social, por medio de la solidaridad intra-grupal, en Japón
existirá previo ajuste o acomodación de la instancia familiar a superiores
imperativos económicos o políticos.

El confucianismo chino permite, de suyo, la coexistencia de elementos


disímiles en estado de suspensión. La agitada interacción entre sus
elementos no consigue la dilución (ya que están compuestos de materiales
heterogéneos), sino más bien su dispersión en un fluido común (es un
contexto preciso el que los vuelve circunstancialmente compatibles) y, a
partir de allí, se esfuerza por mantener una unidad hecha de contigüidad. El
confucianismo actúa, en alguna medida, como las terapias simpáticas: para
ser eficaces necesitan el intenso contacto entre sus partes (cercanía) y así
conseguir que se generen afinidades (la cercanía armónica exige buena
convivencia). En cambio, las formas japonesas de combinar los valores
confucianos difieren del modelo original chino, originando nuevos
particularismos.
- En lugar de un mandato celestial (que explica el orden cósmico y de
allí el terrenal), en Japón se produce un descenso del cielo (con lo
cual se corporaliza lo divino en la figura de un soberano): Amaterasu
envía al primer emperador a hacer tierra en la isla de Kyushu.
- En lugar de un discurso confucianista permanente, la dinámica
japonesa lleva a su continua reforma (la idea china de permanencia
se muda en la idea japonesa de restauración: continua renovación de
la potestad imperial). El ejemplo más evidente es el advenimiento de
la era Meiji, en 1868.
- En lugar del sabio chino (erudito, reposado, racionalista), el guerrero
japonés (trágico, apasionado, no siempre dispuesto a basar su
comportamiento en elementos racionales): de Genji Minamoto de
Shikibu a los Siete Samurais de Akutagawa.
- El comerciante confuciano japonés (género muy menor) se parece al
chino y ambos al calvinista weberiano: recuerdan al padre de la gran
poetisa Akiko Yosano, de apellido chino: el señor Tô.

33
- Tanto a nivel micro-social como macro-social se vive un
confucianismo práctico que oculta sus orígenes sin dejar de
impregnar la enseñanza escolar.
Se produce una paradoja:
- En Japón ha existido desde antiguo un verdadero sistema escolar
(terakoya) que ha inculcado el confucianismo bajo un ropaje de ética
budista. El habitus confucianista se inculca en Japón desde hace
cuatro siglos, sin que acontecimientos históricos de cualquier signo
hayan interrumpido la intensidad de la impregnación ni hayan
disminuido su eficacia.
- En China, en cambio, donde no existía antiguamente ningún tipo de
sistema educativo, la inculcación ideológica se vio seriamente
perturbada por la intromisión occidental (desde las doctrinas
liberales al comunismo). Recién desde fines del siglo XX pueden los
chinos plantearse una reapropiación del ideario confucianista, tanto a
nivel escolar como a nivel del discurso macro-político (recordemos
aquello del Partido Confucianista Chino).

3.3. Indigenización

La acumulación de anomalías en un paradigma lo acaba condenando a su


progresiva sustitución. En el campo de las ideas científicas, la situación
conduce a una nueva ciencia específica, la cual no elimina la anterior sino
que se anuncia más universal, en tanto asimila en su discurso a la ciencia
normal precedente. Suele decirse que desde Werner Heisenberg y Albert
Einstein la teoría newtoniana no perdió vigencia, aunque sí hegemonía: se
convirtió en parte o aspecto de todos más amplios llamados teoría de la
indeterminación o teoría de la relatividad (en el campo de la biología
sucedió otro tanto con el advenimiento del evolucionismo darwiniano).
Trasladada la lógica de Thomas Kuhn al paradigma confuciano
(recordemos que estamos tomando al confucianismo como paradigma,
comparable al newtoniano o al darwiniano), su evolución paradigmática
señala dos cosas: una internalización (absorción que explica su difusión
por los países del Este de Asia y que se postula en todo el capítulo) y una
indigenización (adopción, sobre nuevas bases, en una sociedad particular,
aspecto presentado a continuación). En el caso de Japón, las dos dinámicas
convergen, como veremos en el capítulo 5. El ejemplo japonés resulta
ilustrativo para entender la presumible evolución del Este de Asia durante
las próximas décadas, debido al doble juego del confucianismo en el
archipiélago nipón. Consigue quedar del todo asimilado, al punto de
naturalizarse o hacerse vernáculo, prácticamente nativo de acuerdo con la
memoria social. Desde su nuevo centro consigue expandirse hacia el Este
de Asia, ya que atesora la condición clave de toda internacionalización:

34
como se dijo en su momento del silicio (factor desencadenante de la tercera
revolución industrial, la de la electrónica y la informática), el neo-
confucianismo nipón es sencillo, de reproducción barata, fácil de manipular
y dotado de una indefinida eficacia social como movilizador de la
colectividad en torno a proyectos de desarrollo nacional.

Volviendo al anuncio del presente subtítulo, el confucianismo se hace


nativamente japonés en los tres ámbitos de la vida social: macro-familiar
(ie), estamental (samurai) y de discurso unitivo (kokutai).

+ IE. Es el término japonés que, por oposición a la familia nuclear moderna


y urbana de padre, madre e hijos, designa a la familia troncal, tradicional y
de raíces agrícolas, compuesta por los abuelos, el hijo mayor con su mujer
e hijos, así como también por otros parientes (carnales o políticos),
miembros adoptados y allegados, según conveniencias circunstanciales. En
términos de antropología japonesa, se asimila el ie a la familia por el hecho
de vivir juntos, en la misma casa o en domicilios adyacentes. Sin embargo,
se trata de una familia peculiar: no forzosamente ligada a la comunidad de
sangre, sino a la lealtad hacia el jefe del grupo, provocada por la común e
intensiva dedicación a las tareas de la supervivencia las cuales, entre los
siglos VIII y XVII, no fueron otras que el desarrollo de la agricultura y la
actividad militar. La preponderancia de la rizicultura como modo de vida
impregnó la lógica social del ie más que en China, en razón del aislamiento
de cada unidad provocado por la intrincada geografía japonesa. Por otra
parte, y a diferencia del caso chino (en el que la abundancia de territorio
abría la posibilidad de cultivos extensivos, por lo que el empleo de
animales de tracción se fue generalizando), la agricultura japonesa se
centró en el cultivo intensivo del arroz. La rizicultura exige, como se sabe,
mucha concentración de mano de obra y un alto nivel de cooperación
laboral. Todo lo cual lleva a la transmutación de la ética familiar
confuciana inicial en una moral productiva y testamentaria. Esta ha sido
característica de Japón, exhibiendo rasgos como los siguientes:
- Se trataba de un agrupamiento pactado más allá del núcleo conyugal. Los
méritos genéticos cedieron paso a los méritos adscritos, o sea a cualidades
individuales socialmente valorizadas (la defensa, la producción) con vistas
al desarrollo de un proyecto común.
- Se lo vinculaba al culto de los ancestros y de allí al mito de la sucesión
lineal. Esta podía ser continuada o interrumpida, sin duda. Pero de
cualquier forma existía porque era aceptada como condición de posibilidad
para argumento el principio teórico de un origen común (remontando hasta
el emperador).
- Se lo ha considerado apto para configurar cadenas concertadas de
comunidades.

35
El sistema se acabó transformando en la unidad legal básica del Japón,
cerrando a nivel micro-social la deriva desde una inspiración china
vertiéndose a un sistema legal japonés. Este no niega su lejana ascendencia
china. Simplemente la transmuta en nueva práctica social, inédita y nativa.
Sorprende la persistencia de este sistema micro-social confuciano
vernaculizado. Poco pudo contra él su abolición formal por la vigente
constitución de 1947, de orientación norteamericana. Es más: de manera
informal, sus principios confucianos subyacentes se siguen perpetuando en
las condiciones sociales urbanas del siglo XXI.

+ BUSHIDO. En relación a sus antecedentes chinos, lo específico del


fenómeno samurai o bushi (hombre de armas) es la mutación de la simple
funcionalidad guerrera (agentes armados de señores locales o del poder
central) o del simple ideal caballeresco (identificación socialmente
aceptada con una figura ideal de rango superior) en un tipo humano
diferente: el kaihotsu ryôshu, algo así como amos del desarrollo.
- Como conjunto, los samurais constituían un conglomerado militar-
productivo encargado de tareas de defensa y de gerencia; tanto en la
rizicultura (medio rural) como en el artesanado (medio urbano). Se fueron
imponiendo, desde el siglo XI, porque eran capaces de reunir, en pequeños
núcleos muy homogéneos y unánimes, la destreza militar y la habilidad
logística. De hecho, el ie surgió históricamente como entidad social gracias
a campañas militares comandadas por samurais, que permitían la
implantación de campos de arroz en nuevos territorios conquistados.
- Pero lo que dotó realmente de carácter vernáculo al estamento samurai
fue la comprensión de su actividad en términos de camino de vida y, para
decirlo con palabras de Max Weber, como una auténtica ética de la
convicción. Lo japonés de la aplicación del confucianismo chino a nivel
estamental acabó siendo el bushido (camino del guerrero), código ético al
que muchos samurais entregaban su vida de forma particular, hasta bien
entrado el siglo XX (si es que no todavía hoy día). No solamente constituyó
una forma de jerarquía, o de liderato, o de predominancia social, sino el
ideal ascético japonés por antonomasia, capaz de desarrollar una dimensión
heroica de la realidad social. Se trató (y se trata) de una orientación de vida
que prefiere los objetivos a los medios y que califica a las personas (y su
comportamiento) según el grado de proximidad o adecuación a una tabla
ideal de valores. Esos valores son confucianos, aunque en suelo nipón su
aplicación lleva mucho más lejos que a la racionalidad o al utilitarismo de
una normal aplicación pautada de sus normas. Para ellos el “hacer lo que es
justo” de las Analectas de Confucio ya no se rige por la conveniencia
inmediata, sino por la voluntad de ir construyendo un personaje ejemplar,
alguien que obra con indiferencia de los resultados, alguien que pone el

36
honor y el valor por encima de la eficacia instrumental. La abstracta tabla
de valores del caballero confuciano chino adquiriría en Japón formas
capaces de provocar un fuerte impacto ético, emocional y estético. Ello
explica que, habiendo sido legalmente abolido por las leyes presentes, el
estamento samurai siga orientando buena parte de los asuntos económicos
y políticos del archipiélago. Ello explica, igualmente, que muchos
japoneses contemporáneos sigan considerando al Heike Monogatari (La
historia de Heike) y al Hagakure (A la sombra de las hojas) como sus dos
mayores obras literarias, siendo que ambas fueron inspiradas por el código
moral del bushido.

+ NIHONJIN-RON. Del tronco caballeresco (el estamento samurai, la


ético bushi) han surgido retóricas neo-confucianas que desafían el paso del
tiempo y que hacen reconocible a cierto Japón del siglo XX: la ideología
kokutai (koku: la tierra, sea como país, nación, provincia o lugar natal; tai:
la substancia, sea como cuerpo, estructura, forma o estilo). Procede del
término chino guoti, que designa las leyes y la aptitud gubernativa de los
funcionarios confucianos. Pero su significación fue modificándose por
completo: mientras dejaba de aplicarse al conjunto de instituciones
estatales (que en Japón pasaron a ser entendidas como contingentes y
compendiadas en el término seitai) propias del modelo chino, en los
tiempos modernos pasó a designar un compromiso (de ribetes místicos) con
un “estado imperial”. La historia de Japón fue así revisada en función de
un nuevo concepto de nación, concebida como entidad al mismo tiempo
política y racial. De Motôri a Aizawa, de Fukuzawa a Kato, los principales
intelectuales japoneses fueron reuniendo ladrillos para la construcción de
los nihonjin-ron, relatos sobre los japoneses, ciudadanos de un país nada
imaginario que, en lógica consecuencia con aquellas premisas, fue virando
hacia el nacionalismo, luego al nacionalismo racista, finalmente al racismo
expansionista. Pieza fundamental de este descarrío argumental fue el
Kokutai no Hongi (principios cardinales de la identidad nacional), texto de
lectura obligatoria entre 1937 y 1945. Según este escrito, la nación no es
sólo un concepto capaz de generar la unidad nacional, ni una teoría política
para la restauración del aparato del estado. La nación pasa a ser definida, en
términos metafísicos y religiosos, como una comunidad dotada de
superioridad y convocada a señalar vías al resto de naciones. Este texto,
nada excepcional, marca el ápice de una transmutación de la retórica
confuciana china. El discurso universalista se convierte en nacionalista. El
vector cambia de dirección: no se orienta más hacia el pasado, comienza a
orientarse al futuro. Y ya no se dirige hacia el interior (de uno mismo o de
su comunidad de pertenencia), sino derechamente al exterior, hacia ese
mundo en el que empiezan a influir (de la mano de las potencias
occidentales) ideas modernas y democráticas que podrían poner en peligro

37
a las naciones vecinas. Estas podrían encontrar un destino mejor si aceptan
la co-prosperidad que Japón les propone... Contrariamente a lo que el
confucianismo ofrecía, Japón se ensoberbeció imaginándose protagonista
de una especie de destino manifiesto. Bajo la forma del kokutai, ese
designio providencial adoptó un criterio regeneracionista (en eso afín al
tronco confucianista), aunque basado en un criterio exclusivista y
atropellador completamente ajeno a las propuestas de Confucio.

4) Un siglo de relaciones conflictivas y un presente ambivalente

La relación entre China y Japón fue correcta durante quince siglos, como
consecuencia de factores tanto geopolíticos como culturales. En la edad

38
antigua, la conciencia territorial de las naciones era similar a la de ciertos
grandes terratenientes que dejan de luchar por expandirse y se limitan a
administrar posesiones demasiado vastas para su limitada capacidad de
exploración. La conciencia territorial china era la de una inmensa masa
circular de dominios que buscan su unidad orientándose hacia su centro. La
conciencia territorial japonesa es, en cambio, la que corresponde a quien
forma un largo collar, la unidad de cuyas piezas sólo se vuelve posible al
fortificar los enlaces (lingüísticos, religiosos, políticos, comerciales) entre
miles de islas. Si el tópico de la muralla ilustra el proceso de formación de
China (un sistema que relaciona a los enemigos, seccionándolos y a la vez
adosándolos), son las imágenes del puente y de la navegación las que
explican, de forma contrastante, la necesidad japonesa de proteger una
integridad física percibida en constante peligro. La disposición cultural
china ha sido de espera paciente hasta que sus periferias acudan a un centro
del que todo procede (en términos de creación cultural). En cambio Japón
sufrió urgencias e impaciencias, fruto de la lucha por no quedar descolgado
de la dinámica continental, al margen de un proceso histórico que, a ojos
nipones, habitualmente se produjo allende los mares.

Lo propio, entonces, de la interacción entre el vasto continente chino y el


minúsculo archipiélago nipón acostumbró ser de vecindad sin conflictos
armados, una vecindad alimentada por el despliegue chino de grandes dosis
de autoridad discursiva, pero sin el correlato, al menos en lo que se refiere
a Japón, de imposiciones de poder político. Como ha sido observado, China
se ha conducido más como civilización que como imperio. La única
excepción a esta regla quiso ser (y no pudo ser) la invasión de pobladas
nómades procedentes de las estepas de China septentrional, deseosas de
obtener, gracias a formar parte de un imperio de corte militar, mejores
climas y tierras en los que asentar empobrecidas poblaciones. El doble y
decidido rechazo japonés de 1274 y 1281 convenció a los invasores de la
escasa rentabilidad de sus pretensiones (a pesar de la reconocida fiereza del
suelo). Japón fue, para el imperio mogol, lo que la cornisa cantábrica
española había sido para los emperadores romanos trece siglos antes: una
empresa que podía desgastarlos sin enriquecerlos, Nunca, antes o después,
el mandarinato chino se mostró interesado en territorios demasiado lejanos
y en extremo reticentes a la dominación extranjera. Después del incidente
mongol, las cosas volvieron a su cauce habitual: interés japonés hacia
China en asuntos culturales e institucionales; tolerante indiferencia china
hacia el archipiélago nipón, el cual no intentó conquistar ni siquiera como
respuesta a cincuenta años de agresión nipona, entre 1895 y 1945,
limitándose a defender su territorio.

39
Sorprende el nacimiento y desarrollo de una rivalidad entre ambas
naciones, diferendo que daría lugar a feroces guerras y que hoy en día
cubre las relaciones bilaterales con una espesa capa de enemistad y
resquemor. Conviene explicar las modificaciones que intervinieron desde el
siglo XIX en adelante, mediante la presentación de factores endógenos y
exógenos.

4.1. Proceso de desarrollo auto-inducido en Japón

Desde el siglo XVII los caminos de China y Japón empezaron a


distanciarse, al principio de forma imperceptible, en todo caso inadvertida
y en parte involuntaria. Pero el proceso de alejamiento de Japón con
respecto a China se produjo sin ninguna duda. Conviene tenerlo en cuenta
para entender lo que ocurrió en el pasado y, también, lo que podría ocurrir
durante el siglo XXI.

En 1603 toma el poder en Japón la dinastía guerrera Tokugawa, cuyo


control imperativo del territorio (el territorio disponible era el actual Japón
menos Hokkaido y Okinawa, colonizados y niponizados recién desde fines
del siglo XIX) dio lugar a un periodo de 265 años de unidad territorial,
estabilidad institucional y crecimiento económico. Estos tres factores, que a
continuación serán precisados, señalan un camino que China sólo empezará
a transitar tres siglos más tarde.

Hijo del emperador Hideyoshi, Ieyasu Tokugawa, primer shogun


consolidado, se instaló en el castillo de Edo (minúscula aldea convertida
más tarde en Tokio), desde donde al principio se limitó a desarrollar su
condición de primus inter pares de las otras familias feudales, hasta
conseguir controlarlas y someterlas a estricto vasallaje. Los métodos
mediante los cuales los shogunes (generalísimos) impusieron su poder
sobre los daymios (nobles feudales) se parecen a los empleados por las
casas reales europeas en el momento de sacar a sus reinos del atraso
medieval y organizarlos en forma de estados modernos: normalización de
feudos, fijación de fronteras y estabilización de poblaciones. Estas
decisiones hicieron posible el surgimiento de un sistema de equilibrios
dosificado mediante la iniciativa de lo que empezó a verse como una
administración central, compuesta por representantes shimpan
(emparentados con los Tokugawa) y fudai (herederos tradicionales de sus
tierras). Esta burocracia nobiliaria controlaba los asuntos públicos, ahora
homogeneizados a escala nacional (orden público, comercio, fiscalidad,
educación)... al precio de convertirse sus miembros en rehenes del metsuke,
policía secreta encargada de impedir cualquier oposición a los dictados
shogunales. Brigadas bien entrenadas de gokenin (hidalgos domésticos)

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adictos al régimen consiguieron así manejar al 7% de nobles (daymios
diversos y samurais a su servicio), los que a su vez demostraron habilidad
para sojuzgar al restante 93% de la población (grosso modo compuesta por
85% de campesinos – propietarios o no -, 6% de comerciantes y artesanos,
y un remanente 2% de eta – marginales variados, desde samurais sin señor
a geishas, actores, luchadores de sumo, vagos y maleantes - ). Esta forma
escalonada y censitaria de concebir una estructura de desigualdad no difiere
de la de numerosos países europeos. Japón se distingue solamente por
haber conservado dicha pirámide social durante un tiempo más prolongado,
de hecho hasta la actualidad, aunque revistiéndola de un organigrama
democrático desde 1868, de una legitimación constitucional desde 1947, y
de una formidable escansión tecnológica desde los años 60-70, todos ellos
factores favorables al mantenimiento de un tipo de dominación tradicional.

A pesar de su aislamiento (y en parte gracias a él), Japón pudo iniciar y


asentar un proceso de modernización económica y social. La estabilidad
política, recuperada después de un largo periodo de guerra civil, condujo a
un rápido aumento de la población y de la ocupación de tierras de labranza.
Ambos factores redundaron en un incremento de la nupcialidad de las
zonas agrícolas. Este mayor dinamismo estimuló el comercio interno.
Dadas las dificultades de comunicaciones por causa de ríos torrenciales y
escarpados montes (resueltas del todo solamente por los ferrocarriles del
siglo XX), el desarrollo económico se concentró en algunas ciudades (en
primer lugar Osaka, la cual ha ocupado en Japón la primacía comercial y
financiera, de un modo semejante al de Shanghai en China). La creciente
red vial y marítima hizo posible que a mayor diferenciación funcional de
las regiones (seda entre Edo y Nagoya; algodón entre Nagoya y Osaka;
azúcar en el sudoeste de Kyushu; arroz en los valles de Niigata; pesca en
miles de pequeños o grandes puertos de cada isla) correspondiera mayor
desarrollo de los mercados, regionales y luego nacionales, con innegable
concentración en Edo y Osaka. Por otra parte, los campesinos comenzaron
a utilizar métodos de producción más eficaces: una repartición ordenada
del agua, mayor uso de animales de tracción, concurso intenso de
fertilizantes. El contacto tradicional con los fenómenos naturales permitió a
los campesinos comprender las ventajas de la rotación de cultivos (la de
tierras era impensable, dada la exigua extensión de los terrenos). Un
excedente comercial sostenido alentaba cultivos que favorecían el
mantenimiento del manto vegetal, evitando por otra parte la saturación de
mercados (de por sí racionales y ordenados) y las efímeras
especializaciones oportunistas. En ausencia de cualquier importación de
productos agrícolas o ganaderos, la administración se limitaba a regular el
flujo de una lista fija de productos. La innovación no procedía de las
novedades consumistas sino del mejoramiento de los métodos de

41
producción y de organización. Resultaba evidente que, en situación de
aislamiento (el régimen Tokugawa consiguió la completa auto-suficiencia
agrícola del archipiélago), el excedente sólo podía aumentar como
resultado de la aplicación repetida de los mismos principios productivos y
de la continuidad de una única pauta de consumo. Antes de la aparición del
estímulo del capitalismo occidental, Japón alcanzó un nivel de desarrollo a
partir del cual podía iniciar un crecimiento económico de tipo moderno. La
economía nacional ya ostentaba el grado de integración requerido. En las
regiones más desarrolladas (Kansai, alrededor de Osaka; Kanto, con centro
en Edo) los aldeanos empezaron a utilizar dinero para realizar sus compras
(las monedas de plata se acuñaron en parte con metal secretamente
comerciado con el virreinato de México, vía Manila). El excedente agrícola
incentivó el ahorro dinerario. A su vez, el excedente de dinero en efectivo
llevó a una activa compra-venta de terrenos, alimentando un proceso de
sustitución del criterio de propiedad nobiliaria (de puro usufructo) por otro
de propiedad mercantil (ligado a la explotación). Otros usos del excedente
económico fueron la organización de nuevas manufacturas (del arroz al
sake, del gusano de morera a los hilados de seda, de los copos de algodón a
una creciente industria textil, de los bosques nativos a la construcción de
edificios y barcos, etc.), el acopio de reservas (de aperos agrícolas,
fertilizantes, etc.), los préstamos y créditos (ligados a la producción) e
incluso la organización de macro-empresas de cubriendo todo el circuito
económico (producción, manufactura y comercialización: sogo shoshas, la
primera de las cuales fue Mitsui, con asiento en Kioto), operando a escala
nacional y poco a poco internacional. En esta búsqueda por incrementar de
forma regular los ingresos del erario público, resulta interesante hacer
constar tanto las opciones tomadas (ligadas al otorgamiento de créditos de
bajo interés y a la emisión de papel moneda en los señoríos) como las
evitadas (elevar en demasía los impuestos directos y los gravámenes al
consumo). Se agilizó el nacimiento de multitud de micro-emprendimientos
(ligados al dinero barato y la facilidad de comercialización directa en las
ciudades) pero también, más allá de la aparente paradoja, la configuración
de oligopolios, basados en alianzas comerciales entre la hacienda de los
señores locales (que conservaban prerrogativas estatutarias) y los grandes
comerciantes (plebeyos enriquecidos por el crecimiento sostenido).

Un aspecto crucial del proceso japonés de modernización endógena


consiste en reinvertir parte del excedente acumulado en lo que podemos
llamar desarrollo educativo y cultural. Manteniendo su nupcialidad
tradicionalmente alta, una proporción menor de la prole fue destinada a
tareas productivas o comerciales, y más vástagos quedaron libres para
opciones sin incidencia económica inmediata.

42
- Para los hijos disponibles de pequeños o medianos propietarios rurales o
comerciantes aldeanos, las terakoyas (escuelas adosadas a los templos
budistas, dotadas por el señorío, y a veces por la administración central) se
convirtieron en una posibilidad de formación más seria en lenguas y
humanidades. Es posible que las terakoyas constituyan la primera red
educativa establecida de forma planificada en el territorio de una nación.
Japón llegaría a su revolución industrial con un porcentaje de
analfabetismo bastante inferior al de cualquier nación occidental en
parecidas circunstancias. Desde entonces, el hábito de la lectura y la
habilidad para desentrañar una lengua de por sí abstrusa constituyen rasgos
proverbiales de la nación japonesa: explican la veloz adopción de cualquier
innovación tecnológica difundida por escrito.
- Los hijos disponibles de caballeros samurai y de nobles bushi pudieron
llegar incluso más lejos. Obligados a permanecer en la corte shogunal de
Edo o en los centros administrativos urbanos de provincia, los jóvenes
pudientes optaron por transformarse en administradores. A la aculturación
cultural y la alfabetización de las terakoyas pudieron adicionar estudios de
contabilidad, organización empresaria y hacienda pública. Aprendieron
lenguas extranjeras otras que el chino (que ya formaba parte de la
asimilación habitual de la poesía continental y de las escrituras budistas
antiguas). El conocimiento de lenguas occidentales como el inglés o el
holandés (unos pocos conocían el portugués y el español desde la llegada
de los misioneros) les permitió mantener contacto (a pesar del estricto
aislamiento) con obras literarias y científicas arribadas en los barcos que
hacían puerto en Nagasaki. Aunque esta historia será contada en la 2º parte
del capítulo 3, señalemos hasta qué punto los sueños de modernización de
la elite japonesa fueron alimentados, durante el periodo Tokugawa por unas
pocas pero decisivas armas occidentales de probada eficacia:
+ La idea de la tecnología aplicada extensivamente a la industria (por
medio de maquinarias), a la guerra (nuevas armas) o a la navegación
(instrumentos de uso corriente en el Oeste).
+ Sistemas de procedimientos institucionales centrados en aspectos
específicos de la producción (metalurgia, textil), de la administración
(organización burocrática a la vez centralizada y delegada) y de la
gobernación (concepción de la autoridad imperial y sus relaciones con una
estructura ejecutiva colegiada).
+ Discursos ideológicos capaces de argumentar en favor de opciones más
modernas de contrato social (en un arco amplio, desde el liberalismo de
cuño inglés al socialismo de procedencia europea continental).

4.2. El discípulo supera al maestro


como conductor político. Sus pequeños vecinos no pudieron substraerse al

43
Hasta comienzos del siglo XIX, el Este de Asia había vivido al margen de
la sociedad internacional. China, primera potencia de la región,
tradicionalmente actuó más como fuente de inspiración cultural y casi nada
influjo institucional de esa madre patria, con lo que terminaron adoptando
como propios pilares de sustentación similares a los de la sociedad china.
Pero si alguna diplomacia desarrollaba China era la de una extensa nación
que se precave de invasiones exteriores (las cuales nunca provinieron de su
flanco meridional) y, sobre todo, que disuade a sus vecinas de cualquier
conflicto bilateral, cosa que pudo ocurrir en países ribereños de los Mares
de China (entre Japón y Corea, por ejemplo o entre Japón y Taiwán).

En marcado contraste con lo anterior, la dinámica generada por el


desarrollo de la revolución industrial llevó a naciones europeas (Inglaterra,
Alemania, Francia) y a Estados Unidos a crecientes incursiones en el área,
tendentes a lograr una remodelación de las relaciones internacionales
basada en tres principios:
- Asegurarse fuentes estables de aprovisionamiento de materias primas
necesarias para sus propias industrias (de origen animal, vegetal o
mineral).
- Rediseñar los mecanismos de comercialización de productos
manufacturados en las nuevas metrópolis y distribuidos hacia los
puertos al alcance de sus crecientes flotas.
- Impedir (o dificultar, o al menos retardar) transferencias de
tecnología que permitieran a los países productores convertirse en
manufactureros.
Esta estrategia es lo que algunas tradiciones llaman imperialismo, otras
neo-colonialismo, o estructura centro-periferia, etc. Más allá de las
denominaciones, el poder político de las naciones mencionadas buscó
ampliarse a todo el mundo (cierta globalización resulta connatural a dicho
proyecto), mediante el comercio armado: barcos mercantes protegidos por
destructores; cónsules comerciales secundados por agentes secretos;
diplomáticos doblados en consejeros áulicos de los gobernantes locales. El
método no difería del ya utilizado por España, para el desarrollo de su
imperio de ultramar desde el siglo XVI, y por las naciones europeas que en
aquellos siglos tuvieron los mismos apetitos.

Cuando los países colonialistas occidentales irrumpieron en el Este de Asia


(primera mitad del siglo XIX), buscaron integrar a estas naciones según
criterios y estrategias a su conveniencia. Esta situación encontró a China
completamente desprevenida: en 1830, Shanghai fue convertida en emporio
internacional compartido por Inglaterra, Francia y Holanda; en 1840, los
ingleses compraron los territorios de Hong-Kong. Por su parte, los Estados
Unidos encontraron a Japón en pleno movimiento interno: los

44
norteamericanos pudieron obtener cierta apertura comercial de Japón recién
en 1865; de allí en más, observar procedimientos occidentales ayudó a los
japoneses a pulir su propia estrategia de dominación del área, tarea a
emprender cuando se dieran las condiciones.

A pesar de los reveses sufridos contra los occidentales por los países del
Este de Asia, a fines del siglo XIX el archipiélago nipón superaba a China
en numerosos aspectos. Japón era el primer país no occidental que entraba
seriamente en la vía del desarrollo capitalista, cuando el campesinado chino
se debatía en la miseria. Japón ya era un país completamente unificado y
con siglos de experiencia en relaciones intra-territoriales, mientras China
vivía expuesta a divisiones internas (aspecto tenebroso de las murallas) y a
agresiones desde su flanco septentrional. Japón había desarrollado mayor
capacidad militar, consiguiendo una mejor articulación con la sociedad
civil, así como un nivel tecnológico sin comparación con el del ejército
chino. Final y consecuentemente, tras una larga reclusión, Japón había
comprendido un hecho básico: pasada la primera etapa de desarrollo auto-
generado, una revolución industrial en serio requería la transformación del
país en actor económico internacional (al menos a nivel regional),
persiguiendo objetivos similares a los de las potencias llegadas desde el
Oeste: aprovisionamiento, manufactura, exportación y control de los otros
sistemas económicos, buscando transformarlos en complementarios. Japón
tenía que hacerse capaz de conseguir todas esas metas, si era necesario por
la fuerza. Aunque lejano, un antecedente siguió presente en la mente de los
gobernantes Tokugawa: apenas tomado el mando como primer shogun,
Hideyoshi protagonizó dos ensayos de invasión a Corea (en 1592 y 1597),
con vistas a controlar el acceso a las materias primas de la península, así
como de territorios continentales chinos colindantes. La estrategia se vio
truncada (Hideyoshi murió prematuramente; las autoridades chinas
amenazaron con respuestas militares), con lo que el esfuerzo se reorientó
hacia adentro, por cierto según el ejemplo chino. Sin embargo, debido a
irresolubles limitaciones territoriales, la idea de una economía con ínfulas
expansionistas se mantuvo de forma perenne como punto de inflexión de
las preferencias políticas niponas. Además, ahora los japoneses tenían la
impresión de estar más desarrollados y mejor preparados para despegue
que los chinos.

Las conveniencias estratégicas favorecieron la eclosión de ideologías


afines: pudo afirmarse el nacionalismo japonés. Los primeros
comportamientos nacionalistas son tan precoces que preceden incluso al
régimen Tokugawa. Durante la época Kamakura (a partir del siglo XII),
jefes religiosos como Nichiren predicaron (con éxito) la fusión del budismo
con la idea de patria. De forma paralela se produjo una simbiosis entre el

45
budismo de raíz china y el sintoísmo, con vistas a la sacralización del suelo
nativo (siglos XIII y XIV), provocando un ambiente de intolerancia con
extranjeros que convenía expulsar (este sentimiento maduró en los siglos
XV y XVI, explotando a comienzos del XVII). Por su parte, la
intelectualidad laica contribuyó a explicitar una doctrina favorable a la
difusión, fuera de las fronteras, de valores vernáculos. Motôri Norinaga
redactó un comentario del Kojiki en el que, como muchos historiadores de
la época, buscaba extraer del pasado una afirmación (nunca antes
confesada) de superioridad de Japón sobre China. Afirmaba detectar las
virtudes inigualables del Japón eterno. La obra de Norinaga acabó siendo
breviario de nacionalistas y coartada de sus deseos expansionistas.

Japón siempre había sido periferia: ¿osaría ahora alzarse contra China, a
quien hasta entonces había atribuido la posición central? A los
razonamientos circunstanciales anteriores Japón agregó otros, de carácter
étnico, para compararse con el país que pasó a considerar un rival más
peligroso que las mismas potencias occidentales.
- El mejor desempeño japonés respecto a China en materia
institucional resultaba de invocar un proyecto político más claro, con
una focalización del carácter japonés en la dimensión organizativa,
como eje de conducción de los asuntos públicos, una de cuyas
prioridades bien podía ser guerrear contra China.
- La homogeneidad étnica pasó a ser tenida como rasgo peculiar
japonés (a expensas de la antropología asiática en general y, en lo
particular, de evidentes similitudes raciales con los coreanos),
explicativo de una mayor unanimidad de comportamientos, mejor
repartición de la abundancia relativa y resistencia más firme en los
momentos de penuria. Momentos terribles que bien podrían estar
motivados por un conflicto exterior prolongado (con China).
- Sobre todo, hacían notar una actitud diferente ante las ciencias y la
tecnología: la tecnología era vista como condición para transformar
en dominio permanente lo que se hubiera provisoriamente
conseguido en el campo de batalla (por ejemplo: en una guerra, que
bien podía ser contra China).

Había cierta verdad en este último asunto. Lejos de rechazar la dimensión


tecnológica en el siglo XIX, Japón aceptó la nueva civilización técnica con
los brazos abiertos, aunque sin renegar de sus tradiciones: lo que se suele
considerar proceso de occidentalización del archipiélago (desde 1868 en
adelante) con la perspectiva del tiempo ha pasado a ser comprendido
principalmente como modernización tecnológica. La China, cuya ciencia
antigua había avanzado incluso más que la de Occidente, con quien además
mantuvo mejores contactos que sus vecinos, en agudo contraste no tomó en

46
los tiempos modernos el mismo camino que Japón. Bajo la dominación de
la dinastía Ch’ing del norte, desde el siglo XVII rechazó la mayor parte de
las ciencias occidentales, salvo los elementos inmediatamente compatibles
con su sistema filosófico, leído entonces en clave muy retrógrada. Mientras
Japón abría las primeras universidades tecnológicas desde 1870 (las
primeras en todo el mundo), China recién lo haría ochenta años después.

4.3. Etapas del conflicto chino-japonés moderno

Durante los últimos cien años, las relaciones chino-japonesas ilustran dos
fenómenos concomitantes: el efecto dislocante del cambio estratégico
japonés explicado, así como las inconsistencias y contradicciones de la
propia China. Se trató tanto de un cambio unilateral de relaciones por parte
de Japón, como de una incapacidad de respuesta por parte continental. El
encuentro de Japón con el Oeste estimuló el despegue desarrollista del
archipiélago y sirvió de confirmación a la necesidad nipona de dedicarle
una diplomacia musculosa a su tradicional maestra, devenida un elefante
esclerosado. Un estado periférico se transformaba en el más modernizador
y expansivo de la zona. En más expansivo porque más innovador, deseoso
de ocupar el centro del escenario y muy estimulado por la defección
estratégica de China ante las agresiones occidentales.

El rápido proceso de desarrollo desatado por Japón en 1868 tenía aspectos


contrastantes. Desde los años 1870 fluían sobre Japón artilugios
tecnológicos variados (invenciones recientes, maquinaria industrial,
manuales técnicos, informes de política industrial), algunos traídos por
extranjeros y muchos adquiridos por profesores y estudiantes becados para
visitar países occidentales industrializados (Estados Unidos, Alemania,
Inglaterra y Francia) en lo que se llamaron misiones. La más famosa,
llamada Iwakura por el nombre de su líder, tuvo lugar entre 1871 y 1873.
Buscaba reconocimiento para el nuevo régimen y al mismo tiempo
examinar elementos de la civilización occidental que Japón pudiera tomar
en préstamo provechosamente para fines propios. Se incrementó el
contingente occidental desplazado a Japón (por invitación, o al menos
como efecto de la apertura fronteriza).

Japón buscaba igualarse a las naciones del Oeste. Estas, en cambio, nunca
lo consideraron a su altura y, en la práctica, ejercieron durante cuatro
décadas una estricta dominación comercial formalizada en tratados
desiguales. Desde 1840 en adelante, los países del Este de Asia pasaron a
formar parte de los esquemas internacionales de varias potencias
occidentales. En lo que se refiere a Japón, barcos de reconocimiento
británicos fueron avistados en costas japonesas desde 1845, al igual que

47
navíos franceses, rusos y holandeses. Pero el interés hacia Japón por parte
de Estados Unidos desde el comienzo tuvo más enjundia que el de las otras
naciones: USA estaba en proceso de convertirse en potencia del Pacífico.
Consideraba a Japón como promisoria estación de recalada del carbón y
otros insumos transportados desde China por la creciente flota americana
del Pacífico. Desde 1850, las expediciones de exploración se tornaron
presionantes misiones diplomáticas, mediante las que Estados Unidos
buscaba romper el cerrojo comercial de Japón, transformándolo en nuevo
enclave de la red de comercio hacia América y Europa.

Entre 1853 y 1963 Japón firmó acuerdos con Estados Unidos, Holanda,
Rusia, Francia e Inglaterra, que durarían hasta finales del siglo XIX. Japón
resultó víctima de la dominación internacional, por cuanto las potencias
occidentales pretendían enajenarle precisamente las fuentes continentales
que más necesitaba para acelerar el desarrollo nacional (carbón, hierro,
otros metales, maderas, productos agrícolas). Las autoridades niponas se
esforzaron por aprender no sólo los medios adecuados para contener las
presiones occidentales, sino también los mecanismos para imponer a los
países del Este de Asia un dominio parecido al que estaba padeciendo. El
proceso de desarrollo japonés necesitaba la expansión territorial.
Imposibilitada de guerrear entonces contra Europa y Estados Unidos (eso
ocurriría recién medio siglo después), la diplomacia japonesa inició el
doble juego característico de su diplomacia: diálogo diplomático
(negociación con las potencias occidentales) y agresión militar (intentos de
anexión de porciones de países vecinos).
- 1894-1905. En 1894 el ejército japonés ya controlaba la mayor parte
de la península coreana, mientras su marina dominaba el Mar
Amarillo. Nuevas divisiones de infantería se adentraron en el sur de
Manchuria. En una costa ocuparon Port Arthur y en la otra
Weihaiwei, pasando a controlar los accesos marítimos a Beijing. En
1895, China tuvo que negociar la paz en condiciones muy favorables
para Japón: entrega de Taiwán (que ni siquiera había sido ocupada) y
de la península de Liaotung, supervisión de Manchuria y de Corea,
así como firma de un tratado comercial que daría a los nipones los
mismos privilegios en China que ya tenían los occidentales. La
ciudad de Shanghai ya era (hoy sigue siendo) corazón económico de
la China continental (a la par que Hong-Kong, bajo control británico
hasta 1997). Fue cuarteada en zonas bajo control inglés, francés, ruso
y japonés: Japón formaba parte de la elite que transformó a Shanghai
en embudo de acumulación de productos chinos de exportación. La
necesidad de posicionarse en China forzaba el crecimiento
exponencial de su ejército y de una industria metalúrgica que supo
especializarse en vehículos, barcos y equipamiento militar de todo

48
tipo. A su vez, la dinámica expansionista de Japón exacerbaba las
disputas no sólo con China (la cual, desde entonces, pasaría a
considerar a Japón como enemigo estratégico número 1) sino con
Rusia, vitalmente interesada en Manchuria, sudeste de China y Corea
al igual que Japón. Apoyado por Inglaterra (ansiosa por oponer
fuerza japonesa contra el avance ruso en el Pacífico), en 1903 Japón
planteó el principio conocido como Man Kan Kokan (trueque de
Manchuria por Corea; o si se quiere: más poder para Rusia en
Manchuria, y más para Japón en Corea): se trataba de una concesión
por parte de Japón, ya que en secreto seguía codiciando el control de
Manchuria, aunque prefería ocultar dicha intención a los británicos.
Como Rusia se opuso de cuajo a la política japonesa, la guerra fue
declarada a comienzos de 1904. Sucesivas victorias terrestres y
navales japonesas condujeron al sitio de Vladivostok y a la derrota
de la flota rusa del Báltico. A ambos países les convenía la paz. Esta
fue firmada a toda velocidad. Rusia se enfrentaba a poderosos
movimientos sediciosos internos, que acabarían desencadenando la
revolución soviética de 1917. Por su parte, Japón se veía incapaz de
seguir soportando bajas y gastos de tan grueso calibre. El acuerdo de
paz de New Hampshire en 1905 resultó muy favorable para Japón:
Corea entró a formar parte de la esfera de soberanía japonesa (entre
1911 y 1945 se podrá incluso hablar de un imperio informal japonés
en la península); Manchuria de la esfera de interés estratégico, que
Japón acabó anexando con el nombre de Manchukuo; China del
sudeste de la esfera de control comercial, de Hong-Kong a Shanghai;
finalmente, la mitad sur de la isla de Sajalin se transformó en
territorio cedido por Rusia. El siglo XX comenzaba con una China
amenazada por el expansionismo japonés.
- 1850-1949. Ahora miremos la relación bilateral desde el punto de
vista chino. Las incursiones occidentales en China se volvieron
imparables desde 1840. Las respuestas chinas fueron débiles e
indecisas, propias de una nación no solamente subdesarrollada sino
carente de dinámicas de unificación territorial en torno a un estado
moderno. Incapaz de controlar las zonas de territorio continental
consideradas innegociables, de forma impotente China dejó escapar
en el norte a Manchuria, en el este a la península coreana, en el sur a
Taiwán, en el oeste a Tibet. Todos estos territorios estaban o bien
controlados por potencias colonialistas (incluyendo a Japón), o bien
empujados a vivir (en la práctica) segregados de la administración de
Beijing. Las potencias extranjeras se dividían en zonas la influencia
a ejercer sobre el territorio central del imperio chino. Ya hemos visto
el caso de Shanghai. Podríamos agregarle el caso de la provincia de
Cantón (con Hong-Kong en manos británicas y Macao en poder de

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Portugal) y el del este de Siberia (con dominio repartido entre rusos
y japoneses). La rebelión de Taiping, en 1850, constituyó el
levantamiento anti-extranjero más importante del siglo XIX. Dejó
muchos muertos y un gran resentimiento, pero no aportó ninguna
solución. La revolución de 1911, impulsada por Sun Ya Tsen
(precisamente desde las zonas con mayor influencia occidental), no
llegó a ser ni democrática ni burguesa: echaron abajo el viejo orden
apolillado, sin conseguir crear una nueva elite social o un marco
institucional durable. Pero acentuaron el sentimiento nacionalista
que, desde Taiping, no dejaría de crecer. Los nacionalistas chinos
adquirieron aguda conciencia de que sólo un estado enteramente
nuevo podría asegurar el nacimiento de una China independiente.
¿Una China liberal burguesa o una China popular socialista? La
caída de la endeble estructura imperial condujo espontáneamente a
una prolongada guerra civil entre dos versiones de nacionalismo
chino: la derechista de Chian Kai Sek, la izquierdista de Mao Tse
Tung. A medida que la dinámica política devolvía a Europa a sus
propias fronteras (por el triunfo de la revolución soviética y el
ascenso del nacional-socialismo), Japón fue ocupando zonas de
influencia descuidadas por otras potencias coloniales. De forma cada
vez más explícita y amenazante, Japón consideró al conjunto de
China como condición para el desarrollo de un imperio japonés (El
final de la primera guerra mundial, considerada por Estados Unidos
como una guerra europea, llevó al incremento en este país de las
tentaciones aislacionistas, de la que dan testimonio las políticas del
presidente Woodrow Wilson en adelante). De forma lógicamente
correlativa, China pasó a considerar a Japón como su enemigo
principal, con tintes por momentos más virulentos (ayer y hoy) que
los expresados con Inglaterra o Rusia. Resulta significativo que los
ejércitos de Chian y de Mao detuvieran su prolongada guerra y se
aliaran para, juntos, repeler proyectos de invasión nipona traducidos
en múltiples iniciativas desde la segunda década del siglo XX:
colonización de Taiwán, progresiva reorganización de Manchuria,
directa niponización de Corea. Solamente tras la derrota japonesa en
1945 y el fin de la llamada guerra de Asia, pudo China recuperar sus
territorios y acabar el diferendo insoluble entre hermanos enemigos
del nacionalismo chino. Para entonces, los puentes estaban rotos con
el vencido Japón. Con más razón desde 1949, cuando el
nacionalismo comunista popular derrotó al urbano y burgués,
obligando a Estados Unidos a forzar su apoyo al antiguo enemigo
nipón, aliado anti-comunista fabricado para la ocasión, desde
entonces sumamente fiel. El inicio de la guerra de Corea en 1952 no
haría más que ahondar el surco. Las diferencias ideológicas

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funcionaron como justificación de algo previo: inquinas étnicas y
resentimientos históricos.
- Desde 1949. La revolución comunista china obtuvo resultados
sorprendentes y paradójicos. China abandonó su reticencia respecto a
la tecnología y se lanzó (con ayuda soviética y luego europeo-
occidental) a un veloz proceso de modernización. El despegue
económico-social del continente chino no se produjo con los ropajes
liberal-burgueses que proponía Sun Ya Tsen, sino con el fabril
uniforme de los guardias rojos. Al principio de forma instintiva y de
a poco más reflexiva, China comunista hacía propio el programa
reformista del hiper-capitalista imperio japonés de Meiji (gracias al
cual Japón tantas veces pudo dominar a China): ética oriental,
ciencia occidental (Toyo no dotoku, Seiyo no gakugei). De un lado:
adopción de todo tipo de tecnologías modernas para organizar la
producción y la defensa; absorción paralela de teorías políticas
occidentales de vertebración de la nación heterogénea en un estado
dotado de fuerza legal y policial (discursos no sólo de filiación
marxista; también provenientes de la ilustración francesa). De otro
lado: reconciliación (después de la revolución cultural) con el
patrimonio ético y filosófico autóctono, y muy especialmente con el
legado confuciano, transformado en sustrato metafísico del nuevo
régimen. Este doble movimiento interno (alma oriental, osamenta
occidental) fue consiguiendo que, en lo profundo, China comience a
derivar de alguna forma hacia Japón (dotado éste de un siglo de
experiencia en esas lides). Sin embargo, las circunstancias políticas
propias de la posguerra (aplicación de los criterios de la guerra fría al
Pacífico oriental) explican que en la superficie de la confrontación
histórica China y Japón se sigan mostrando en orillas distintas y
distantes. China y Japón parecen seguir confrontados como en la
guerra fría cuando en realidad, como veremos, ya no lo están.

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