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Taumas, genio del mar, fue un hijo del mar y de la tierra, que desposó con
Electra, la hija de Océano, la deslumbrante ninfa oceánica, que no la famosa
hija de Agamenón de Argos, y de ella tuvo al arco iris y a los vientos. Estas
hijas recibieron, por un lado, el nombre de Iris y, por el otro, el de Arpías.
Antes de seguir con Iris, digamos que las Arpías, personificación de los vientos
súbitos y tremendos, fueron consideradas, en un principio, como divinidades
bondadosas, seres de muy buen corazón, a pesar de lo que después se pasó a
contar de ellas, sobre todo en la mitología romana. Las Arpías fueron tres
(Aelopos, Ocipeta y Podargé), según Homero, y ocho (las dos anteriores y
Ocípoda, Celeno, Ocitoa, Nicolea y Aqueloo), según otros autores más generosos
con su número. En lo que respecta a Iris, que sólo gozó del mejor de los
reconocimientos, se dividen sus apologistas en dos grandes grupos. Hay quienes
la sitúan entre la pléyade de divinidades virginales, y hay también quienes
prefieren considerarla esposa de Céfiro, la divinidad del suave y benéfico
viento del Poniente que para otros estuvo desposado con la ninfa Cloris. Aunque
sus pasos por la tierra están mal dibujados, tal vez porque su cometido era el
de volar de un lado a otro con la velocidad del rayo, sí podemos reconocerla con
facilidad cuando está relacionada con determinados dioses y determinadas
escenas. La veremos volando, con la inmejorable ayuda de sus sandalias aladas de
oro, a veces también con alas en la espalda, siempre joven y hermosa y con un
caduceo como el de su compañero de trabajo Hermes, con el mismo significado de
paz y comunicación.
La hermosa Iris, aparte de estos datos sucintos sobre su misión y sus atributos
visibles, no tiene unas características propias que la conviertan en una diosa
conocida y reconocida. En cuanto a su representación, nunca contó con un gran
repertorio de personalizaciones o imágenes definidas, incluso a veces es fácil,
hasta para el erudito, que sea confundida con otras divinidades aladas
similares, a no ser que medie otra señal externa que pueda hacer comprender que
estamos ante la bella y rápida Iris. Hasta su historia está escrita al fondo de
las grandes hazañas de dioses y héroes, siempre ayudando con denuedo a los
grandes personajes olímpicos a salir de dificultades. Por todo ello, Iris es una
excelente auxiliar, una divinidad de muy necesaria existencia para la
supervivencia del Olimpo mismo. Iris era una diosa feliz a pesar de estar en
segunda fila, una de las muchas divinidades menores que se encontraban
satisfechas de poder ser útiles a los doce grandes dioses, sin quejarse jamás de
la misión que les tocaba, ni plantearse siquiera otra forma de ser o estar en la
corte celestial. Estas divinidades, exclusivamente nacidas para trabajar en el
servicio de la corte celestial, sabían que debían limitarse a obedecer todas las
órdenes que los grandes dioses quisieran dar, y cumplir con exactitud todos los
recados que tuvieran a bien mandar, porque ese era su feliz destino, y por ello
estaban libres de las rivalidades y enfrentamientos surgidos de las envidias y
los rencores que, con tanta frecuencia, se producían entre los doce. Los
servidores aparecían cuando se les necesitaba y cumplían al pie de la letra lo
ordenado, nada más.
SU HISTORIA
LAS ARPIAS
Aunque en nuestros días esta palabra nos traiga la imagen inequívoca de unos
odiosos seres femeninos a medias, de unas pseudomujeres de características
monstruosas y de malvadas intenciones, las arpías fueron, al menos en su origen
griego, unas bondadosas y arriesgadas divinidades aladas que se aventuraban en
el interior, en lo más recóndito de los infiernos para, al vuelo, arrancar al
dios de la tinieblas sus presas y rescatarlas, devolviéndolas a su mundo
perdido. La palabra que las designa significa "arrebatadoras" y esa definición
aclara bien su cometido original de ladronas de almas en sufrimiento. Pero al
ser adscritas a los elementos en acción, como imagen divinizada de los vientos
huracanados, su papel se transformó en el de un peligro, en el de una fuerza
brutal de la naturaleza; así pasaron a ser unas criaturas pálidas como el frío
de su viento; con unos pavorosos rasgos, tan terribles como su fuerza
destructora; unos seres temidos por ser tan voraces como la tormenta que todo lo
arranca y destrozable de unos monstruos implacables, de unos monstruos que
terminaron siendo los demonios alados que amenizaban los relatos de los míticos
viajeros marinos, que sólo pensaban en comerse a sus víctimas, o en personajes
que cambiaron de bando y terminaron por ser ellas las portadoras de víctimas
inocentes para los moradores de los infiernos, como cuando se cuenta que las
Arpías fueron quienes llevaron a las infelices hijas de Pandáreo y Harmótoe a
las Erinies, para que éstas las tuvieran sometidas a la esclavitud.
Como casi todas las diosas del Olimpo, Temis tuvo mucho que ver con el fogoso
Zeus, a cuyo lado se sentaba, para ayudarle y aconsejarle, porque Temis era
representación de la sabiduría unida a la prudencia, y su conocimiento se
extendía desde el recuerdo del pasado a la certeza de lo que iba a suceder.
Temis era sabia y correcta, era el ejemplo que los demás dioses - mayores y
menores- debían observar en su comportamiento oficial; a Temis la observaban
atentamente todos los olímpicos, ella precedía protocolariamente a Hera. Pero su
historial no termina ahí, ya que también su belleza y dotes conmovieron
fácilmente a Zeus y, como grata consecuencia de ese apasionado romance, en lugar
del habitual castigo o de la posible persecución de la airada Hera, Temis,
además de ser ella la diosa que representa la ley, toda ley, fue la gozosa madre
de muchos e importantes grupos de hijas, como lo fueron las Estaciones o las
Horas, que son dos denominaciones que concurren en las mismas divinidades
encargadas de ese funcionamiento incesante de la máquina del tiempo, ya fuera en
la división del día o en la de las diferentes partes del año agrícola y
climático. Las tres Horas o Estaciones, encargadas de abrir y cerrar las puertas
celestiales y preparar cada día el carro de Helios, para que éste recorriera el
cielo derramando sus benéficos y vitales rayos solares. Las Horas o Estaciones
tenían todas ellas el don de la apariencia juvenil, fragante y atractiva de la
primavera y, para recalcar su cargo, jamás abandonaban -en su representación
artística- la flor que les corresponda portar en sus manos. Las tres Estaciones
u Horas respondían a estos nombres y calificaciones: Diké, la justicia; Eunomia,
la disciplina; y Eirené, la paz. Para terminar, y para que sea más sencillo
comprender la importancia de estas divinidades auxiliares, recordemos que fue a
las Estaciones a quienes se encargó que acompañaran y cuidaran, en su
adolescencia, a la recién surgida Afrodita tras su triunfo, tras esa gloriosa
salida triunfal de la diosa del amor y la belleza de la espuma del mar.
Para concluir esta visión de Temis como madre, digamos sólo que lo fue de otras
famosas y significativas hermanas, las tres Moiras o Parcas. Se trata de un
trío, como es común en la mitología helenística, que tanto gusta de adscribirse
al número tres: son Cloto, Láquesis y Atropos, las divinidades complementarias
que nos recuerdan la duración de la vida y su fin, midiendo con exactitud el
tiempo transcurrido y el que todavía queda a los mortales. Pero Temis antes que
nada, antes de ser amante de Zeus y madre de tan ilustres hijas, fue, al
principio de los tiempos, en la creación del Universo, la Titánida adscrita por
Eurinome al planeta que hoy llamamos Júpiter. Temis fue también, ya como una
diosa y en su propio templo, la divinidad magnánima que dio a Deucalión y a su
esposa Pirra, los supervivientes del Diluvio, el regalo de una nueva generación
de hombres y mujeres. De Temis proviene, pues, la humanidad renovada que habría
de encargarse de poblar nuestro planeta; nuestra tierra purificada por uno de
los muchos diluvios, ahora por esa lluvia enviada por Zeus, y que sirvió para
aplacar su ira y la del resto del Olimpo, ante el repugnante comportamiento de
Licaón, al querer invitar a los dioses a un banquete en el que ofrecía de manjar
a su propio hijo. Temis se convierte así en la diosa que cierra el incidente y
da otra nueva oportunidad a los humanos, como clara demostración de que toda
ley, todo orden pasa por ella y en ella encuentra su lugar, porque su misión es
la de hacer que el orden exista y se mantenga entre los pobladores de la tierra,
pero no con la fuerza ni con el castigo, sino con el imperio de la ley y la
justicia que el Olimpo depositó en ella.
Llegados al Olimpo y una vez satisfechas las más perentorias pulsiones de Zeus,
el hermoso Ganimedes fue, además de ser aceptado por el resto de los dioses como
amante de su colega y superior, elevado al cargo de copero de los dioses, lo que
supuso la automática destitución de Hebe en el servicio del néctar y la
ambrosía, aunque Hebe fuera hija de Hera y del imperdonable Zeus, y también
diosa de la juventud, y una ejemplar hija, ya que era ella quien se cuidaba de
atender a las necesidades del palacio de Zeus y Hera con inigualable presteza.
Pero todo su rango y genealogía de nada le sirvió cuando su padre decidió el
cambio, y ni la misma Hera consiguió anular la orden de su marido. Así que
Ganimedes fue amado y obsequiado por el mayor de los dioses, quien le hizo
entrega de regalos tan preciados como el don de la eterna juventud, para que
fuera aún más parecido a la pospuesta Hebe. Además, Zeus, para honra de
Ganimedes o mayor burla de su esposa Hera, se empeñó en compensar al rey Tros
por el secuestro de su hijo y le dio la vid de oro que había encargado forjar a
Hefesto, para que el rey la tuviera y exhibiera en su reino; asimismo le regaló
un par de caballos inigualables, casi como dote por este irregular matrimonio
consumado con su hijo. Como Hera no cesase en sus reclamaciones y en irritación
contra el bello Ganimedes, ni olvidase la afrenta hecha a su hija, la hacendosa
Hebe, e insistiese en pedir reparación al daño causado, el caprichoso Zeus
terminó por reaccionar en sentido contrario y, en lugar de restituir a la joven
diosa y excelente hija en su perdido puesto y dignidad, hizo que, por contra,
Ganimedes recibiera el honor máximo que Zeus concedía a sus más queridos seres,
y así se cumplió, ya que el joven copero se incrustó eternamente en el
firmamento y con su figura se ocupó un nicho destacado del cielo, festoneando su
cuerpo con estrellas en forma de la constelación que lleva su nombre para
siempre, de modo que ni los dioses ni los mortales pudieran olvidar nunca su
belleza y el amor que Zeus había sentido y demostrado hacia él.
Las siempre bien amadas Musas, ese benefactor y tutelar grupo de deseables
compañeras de todos los pensadores y artistas, está formado por el número
perfecto de tres veces tres, por esas nueve bellas doncellas que son las hijas
habidas en el amor de Zeus y de Mnemosina, la diosa de la memoria, hija a su vez
de Urano, el primero de los dioses, y de la diosa de la tierra, la madre Gea.
Por lo tanto, además de ser su esposa, Mnemosina es tía de Zeus, pero el
parentesco no enturbia para nada el resultado y sólo es un factor benéfico para
la descendencia de la pareja, ya que de esa unión va a resultar el más positivo
grupo familiar de la mitología griega, junto a las Gracias o Cárites. Las Musas
representan un enfoque nuevo, son una familia de divinidades que están a la
altura de la civilización que se propone desde el área de influencia griega, y
lo son porque se convierten en unas figuras simbólicas de gran importancia por
sí mismas y por lo que representan: ser las divinidades tutelares de las artes y
de las ciencias, la personificación del interés del pueblo griego hacia las
formas conocidas de expresión sensible e intelectual. Las Musas, aparte de su
patrocinio del estudio y la creación, tañen instrumentos musicales, cantan
armoniosamente y danzan ante sus compañeros en el Olimpo, actuando siempre
desinteresadamente, entregándose a los demás con generosidad, como depositarias
que son de la sabiduría, de la belleza formal y de la alegría de la divinidad.
Tal es su gracia, que se decía que habían sido los propios dioses los que habían
pedido a su superior Zeus que éste tuviera la deferencia de engendrar a tan
necesarios seres, para regocijo de los cielos, y que - escuchada la petición -
Zeus amó a Mnemosina nueve noches sucesivas, para que pudieran ser concebidas
las nueve Musas que el cielo y la tierra tanto anhelaban.
Erato fue la Musa musical y lírica del erotismo y, por tanto, la encargada de
acompañar a los dioses y a los humanos en el amor y en el matrimonio.
Melpómene estaba originalmente a cargo del canto coral y desde allí pasó a los
coros de la tragedia.
En el principio, las Musas eran tan sólo unas buenas ninfas que estaban
asociadas al agua de tierra adentro, a los manantiales que brotaban en las
alturas de las montañas, y de ahí viene su nombre, de la asignación a las
montañas. Pero los manantiales no se quedaban quietos, sus aguas caían por entre
las peñas, se adentraban en los valles, pasaban entre los asentimientos humanos,
fecundándolos, y luego descendían hasta los ríos mayores que terminaban por
devolver su agua al mar original. Con el paso del tiempo, las Musas se fueron
especializando, asociándose su nombre y actividad al campo de la palabra
recitada o cantada, como un recuerdo del murmullo de esas aguas que jugueteaban
con sonoridad por entre los riscos de la montañosa Grecia, porque la palabra
hablada o acompañada de música era importante y respetada en todo el país, y se
sentía la necesidad de que tuviera una divinidad específica, una tutela
celestial que la protegiera y ayudara a su mantenimiento y difusión. Y como
muestra de su importancia creciente, tenemos que ver como se recurre a ellas
para que juzguen la pugna artística entre Marsias y el mismo Apolo, el músico
por excelencia. El caso es que el pobre Marsias se había topado con la doble
flauta que Atenea se hizo para su entretenimiento y a la cual maldijo, por una
cuestión de coquetería frente a las burlonas Afrodita y Hera, que apenas viene
al caso, ya que se reían de ella al verla con la cara hinchada por el esfuerzo
inhabitual de soplar el instrumento nuevo para la industriosa Atenea. Pues bien,
al parecer quiso el destino que Marsias soplara la doble caña de hueso, sin nada
esperar de ello, sólo por ver cómo era su sonido y quedó tan asombrado que ni él
mismo podía dar crédito a sus oídos: la flauta de Atenea era melodía pura en sus
labios.
Si a Marsias le sorprendió lo bien que sonaba, a todos los que le oyeron con el
maldito doble tubo perforado, les parecía un prodigio y así este buen hombre se
transformó en atracción, se sintió famoso y fue a todos los lados tocando su
flauta maravillosa. También a Apolo le llegó la fama del flautista, del que se
decía que era el mejor de los músicos, tan bueno, si no mejor que el mismo
Apolo. A un dios no se le puede ofender con comparaciones de tal calibre y
nuestro músico supremo se acercó a oír a su rival, y no con las mejores
intenciones. Oyó cómo sonaba la flauta de Marsias y oyó también cómo se
enorgullecía el vanidoso Marsias de que le emparejasen con el dios. Apolo
decidió dar una lección a su oponente y le retó a un combate musical, en el que
quien ganara tendría el premio de hacer lo que quisiera con el vencedor. Para
dar más realce a la prueba, llamó a las Musas como jurado de toda garantía;
nadie mejor que ellas podrían calificar al músico entre los músicos. A las Musas
no les quedó más remedio que tener que sancionar a los dos contendientes como
los dos más grandes genios que se habían conocido, juicio que no fue del agrado
de Apolo, pero al cual no se podía oponer en buena lid, así que Apolo pergeñó
una treta para enredar a Marsias y darle su merecido. La trampa funcionó y
debemos recordar que el pobre vanidoso hizo que se cumpliera la maldición de
Atenea en su pobre persona, ya que se celebró la segunda ronda del certamen, con
la condición de que cada uno de ellos diera la vuelta completa a su instrumento
y siguiera abierto el juicio, ahora con la salvedad de que tenían que cantar al
tiempo que manejaba la flauta Marsias y la lira Apolo. Realmente, las Musas
tuvieron que decir que Apolo tocaba su lira y cantaba como el dios que era,
mientras que el advenedizo rival se desgañitaba, tratando de soplar y cantar,
alternativamente. Con la sentencia de las Musas en su contra, el desgraciado
admitió la derrota y se entregó en manos de su vencedor, de quien no se podía
esperar el perdón, precisamente. Y así fue, Marsias murió desollado a manos de
Apolo y su piel se quedó clavada en un árbol, para escarmiento de los que
quisieran presumir de ser mejores que los dioses. Pero, hasta en un caso como
éste, el gran prestigio musical de Apolo no hubiera valido de nada de no haber
quedado ratificado públicamente por la palabra final de una autoridad en arte
como lo eran las Musas. Y hasta las buenas Musas sabían lo peligroso que era
medirse en música entre las divinidades, pues las tres Sirenas se quedaron para
el resto de sus días sin las alas de que antes dispusieron, cuando se
enfrentaron y perdieron en una batalla de canto con las Musas, en un peligroso
concurso establecido por deseo de Hera, que no por el capricho de ninguna de
ellas, aunque hay quienes afirman que las Musas arrancaron las plumas de las
alas de las Sirenas y con ellas tejieron unas triunfales coronas.
LAS GRACIAS
Finalmente, las tres Gracias o Cárites de las que acabamos de hablar forman el
último grupo de serviciales divinidades que se pueden considerar en este gran
grupo de personalidades auxiliares olímpicas. Son las tres Cárites las
inigualables hijas de Eurinome, la diosa de todas las cosas, y del gran Zeus, y
son así de grandiosas, porque a las tres se las constituye tres en fuente de
toda la belleza y toda la gracia que pueda existir en la tierra o en lo alto de
los cielos, en un culto originado en Orcómenos, en donde se las imaginaba como
piedras caídas del cielo, para después ser representadas en la escultura
púdicamente cubiertas de largas túnicas, y terminar siendo, en la más liberal
Atenas, las tres mujeres desnudas y alegres de su belleza. Para que tengamos
idea justa de la belleza física que acompañaba y distinguía a estas tres
Cárites, a las muy hermosas Calé, Eufrosine y Pasítea (o Aglaia, Eufrosina y
Talía, según la versión que se elija), hay que decir que, en una determinada
ocasión, las tres tuvieron que vérselas con la diosa de la belleza y el amor,
nada menos, porque se disputaba por el inexistente título de la máxima belleza
con Afrodita, seguramente por deseo de esta diosa, que querría revalidar su
condición de insuperabilidad en su categoría y así se hizo. Para juzgar se
eligió al mejor adivino de Grecia, al ciego Tiresias, aunque para entonces no
debía serlo, porque si no, difícilmente hubiese sido árbitro de tal concurso,
aunque gozara de la visión interior que le concediera Hera. La cosa es que
Tiresias -a quien ya le había pasado más de una aventura parecida- no tuvo más
solución que decir la verdad y presentar a Calé como la mujer a quien habría de
considerarse como la más bella. Como de costumbre Afrodita reaccionó
coléricamente, con esa rabia que tienen sólo los dioses para con quienes se
atreven a contradecirles, y castigó a quien había osado disgustarla, no a la
bella Calé, sino al sincero y honesto Tiresias, a quien convirtió en un muy
achacoso anciano. Calé entonces se sintió responsable de la triste suerte
corrida por el castigado juez y lo llevó consigo a la isla de Creta, para
cuidarlo y atenderlo merecidamente.