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CONTRA EL CONSENSO

30 años después de su muerte, el pensamiento de Thomas Bernhard sigue vigente debido a la verdad que
enunció: la mentira oculta tras el hegemónico espíritu conciliador que rige el mundo actual; aquí, una
reflexión de Nicolás Cabral sobre la obra del austriaco

NICOLÁS CABRAL | martes, 12 de febrero de 2019

U na voz, se ha dicho. Pero ¿qué dice esa voz? Alrededor

de Thomas Bernhard (1931-1989) se ha construido una serie de


mitos, que anima cierto tipo de lecturas. En ello, conviene
aclararlo, colaboró el propio escritor: mientras componía una de
las obras más poderosas de la literatura del siglo pasado se daba
tiempo para construir una figura pública siempre envuelta en
polémicas y escándalos. Miguel Sáenz, a quien debemos las
impagables traducciones de los libros del austriaco, ha enlistado
en su biografía algunos epítetos representativos: “Artista de la
exageración, maestro de la nada, monómano incorregible, patriota,
sentimental, intrigante, moralista, aguafiestas, vulnerable,
depresivo, desconfiado, cortés, sensible, alegre, romántico,
satírico, contradictorio…”.

Tal vez ha llegado la hora de volver a la obra de Bernhard con una


mirada renovada, en el espíritu de ensayos iluminadores
como Kafka. Por una literatura menor (Gilles Deleuze y Félix
Guattari, 1975) o Beckett. El infatigable deseo (Alain Badiou,
1995). Menciono estos libros porque han entregado, desde
perspectivas singulares, lecturas reacias al lugar común, que
tradicionalmente ha situado a ambos escritores entre los maestros
de la negatividad. Kafka ha dejado de ser meramente un
apesadumbrado pesimista, profeta del horror totalitario, para
revelársenos en su manifestación más viva: irónico, humorístico,
político. Los textos de Beckett, por su parte, no son ya una mera
expresión de desesperanza, absurdo, soledad y degradación,
indagan lo que hay de inmortal en el hombre. ¿Qué hacer,
entonces, con Bernhard, pesimista impenitente o, como también se
lo ha llamado, “anarquista conservador”?

Las claves para una relectura provechosa del escritor austriaco se


hallan esbozadas en un ensayo de W.G. Sebald, Cuando la
oscuridad pone punto final: “En comparación con el continuo de
todas las posibles posiciones políticas, corresponde a las
invectivas de Bernhard sin duda, sobre todo, el estatus de una
herejía que no puede integrarse en ese espectro, se manifiesta
como un arrebato antipolítico y antisocial totalmente invariable y
se remonta a las funestas experiencias que tuvo el autor, ya muy
pronto, con la resquebrajada institución de la familia y del poder
de disposición social en general”. ¿Una voz hereje, entonces? Sí,
en el entendido de que, como ha investigado Giorgio Agamben, el
poder occidental se sostiene en una genealogía teológica. Si en las
palabras del pintor Strauch (Helada, 1963) y del príncipe Saurau
(Trastorno, 1967) –que, como las de tantos personajes de su autor,
se pasean en los límites entre lucidez y locura– es posible percibir
ecos de gnosticismo, la totalidad de la obra de Bernhard puede ser
leída como una imprecación feroz del consenso político que
alumbró al Estado austriaco moderno, en el sentido de su
institucionalidad religiosa, es decir, de su naturaleza conciliar.

Debe recordarse que el joven Bernhard creció en un país obligado


a la neutralidad perenne, luego de ser derrotado en la Segunda
Guerra Mundial. Apenas en 1955 la nación alpina recuperó su
soberanía: había sido administrada por los aliados a partir de 1945,
luego de los siniestros años en los que fue regida por la Alemania
nazi. “La feliz Austria”, la conciliada y pacificada Segunda
República austriaca, surgió del consenso de las principales fuerzas
políticas, que durante décadas acallaron toda voz discordante,
produciendo una brutal despolitización en la sociedad. En
perspectiva, la Austria de la posguerra puede ser vista como el
campo de pruebas en el que se establecieron las bases del
actual consenso democrático, impuesto planetariamente a partir
del derrumbe de la Unión Soviética. Como sugiere Sebald, la obra
de Bernhard es, para usar una frase incluida en Trastorno, “un
sistema totalmente carnavalesco”, cuyas carcajadas fúnebres
serían, si hacemos caso a Mijaíl Bajtín, una respuesta a los
códigos represivos de la sociedad burguesa, “ese suelo de muerte,
arquitectónico-arzobispal-embrutecido-nacionalsocialista-
católico” (El origen, 1975).

Bernhard quería ser distinto. Su herejía se mantiene al margen de


las coordenadas políticas habituales para postularse como una
transgresión del sistema en su totalidad. Su obra narrativa –que
incluye, además de los libros ya mencionados, cumbres
como Amras (1969), La calera (1970), Corrección (1975), La
pentalogía autobiográfica (1975-82), Tala (1984), Maestros
antiguos(1985) o Extinción (1986), así como un puñado de
soberbios relatos breves– se sostiene en una de las prosas más
idiosincrásicas de la literatura moderna, en la que el recurso de la
repetición es uno de los rasgos dominantes. No es, en absoluto,
casual. No si se piensa en lo escrito por Deleuze en la introducción
de Diferencia y repetición (1968): “si la repetición existe, expresa
a la vez una singularidad contra lo general, una universalidad
contra lo particular, un extraordinario contra lo ordinario, una
instantaneidad contra la variación, una eternidad contra la
permanencia. En todos los aspectos, la repetición es la
transgresión. Pone en cuestión a la ley, denuncia su carácter
nominal o general, en provecho de una realidad más profunda y
más artística”.

La prosa de Bernhard utiliza la repetición, como tantos han dicho,


en un sentido musical, pero esencialmente recurre a ella para
progresar formando espirales, imantando las palabras,
retrocediendo y avanzando en un mismo movimiento hipnótico,
haciendo girar la lengua sobre sí para conferir a los vocablos una
fuerza centrípeta que nos hace vislumbrar, en otro lugar, algo más
que esa desolada caterva de esnobs, dementes y tullidos:
“…pensaba mientras corría que aquella ciudad por la que corría,
por espantosa que la encuentre siempre, que la haya encontrado
siempre, es para mí, sin embargo, la mejor de las ciudades, esa
Viena odiada, siempre odiada por mí, era otra vez de repente para
mí querida, mi querida Viena, y que aquellas gentes que siempre
he odiado y que odio y que siempre odiaré son, sin embargo, las
mejores gentes, que las odio, pero son conmovedoras, que maldigo
a esas gentes y, sin embargo, tengo que quererlas y que odio a esa
Viena y, sin embargo, tengo que quererla, y pensaba, mientras
corría ya por el centro de la ciudad, que esa ciudad es, sin
embargo, mi ciudad y siempre será mi ciudad y que esas gentes
son mis gentes y siempre serán mis gentes” (Tala).

“Si queremos alcanzar nuestra meta / debemos ir siempre en la


dirección opuesta”, escribe Bernhard en Minetti (1975), pieza
teatral. Lo que tenemos hoy, en un mundo envilecido al máximo,
embrutecido espectacularmente, es un sospechoso consenso, un
hegemónico espíritu conciliar. La belleza arrasadora de la obra
bernhardiana no proviene exclusivamente de su absoluta maestría
formal, alberga además, a pesar de que su autor se empeñara en
negarlo, una verdad: el auténtico escándalo no es insultar a la
patria, maldecir a la Iglesia, denunciar al Estado, el auténtico
escándalo es la mentira oculta tras el consenso. La modesta
proposición de Bernhard consiste entonces en ir, como heresiarcas
risueños, en la dirección opuesta.
Aparecido originalmente en La Tempestad 66, mayo-junio de 200

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