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LA CORRESPONDENCIA EDITORIAL DE JOHN KENNEDY TOOLE

Santiago Gallego Franco

The men who really believe in themselves are all in lunatic asylums.
Chesterton

Puedo concebir por qué alguien escribe, pinta o esculpe. Menos claras me resultan las
razones por las que ese alguien decide exhibir su cuadro, mostrar su escultura, publicar su
obra. Veo con claridad al tenedor de libros que en la oficina umbría, en medio del temblor
de la tarde y acaso obligado por una necesidad íntima, obedeciendo a un irreprimible
impulso, se aleja de las habituales cuentas para escribir un poema o componer su biografía
ficticia; muy brumosos se me aparecen, en cambio, los móviles que inspirarán a que el
mismo oficinista envíe sus poemas a algún editor ignoto con la esperanza de que un día su
mundo de palabras le pertenezca a otros hombres. El dinero, la fama y el amor, conforman
ese probable sumario heterogéneo de motivos. Y también el destino: lo más posible es que
muchos pretextos se confabulen en el centro inviolado que atañe a cualquier decisión,
aunque me gusta pensar que todo escritor, independiente de su insignificancia o grandeza,
intenta publicar su trabajo guiado por la misma suprema inocencia por la que brilla el sol y
la flor florece.
La conjura de los necios fue publicada once años después de que John Kennedy Toole
conectara una manguera al tubo de escape de su auto introduciendo el otro extremo por la
ventanilla, suicidándose en un paraje solitario de Biloxi, Misisipi, en 1969. La obra aún
vive –como la de Schwob–, en el seno de pequeños círculos de lectores que le rinden venal
admiración; se ha convertido en un clásico de culto de la literatura norteamericana. Ignatius
Jacques Reilly, su protagonista, es uno de esos entrañables personajes que, a despecho de la
excentricidad, del absurdo y la provocación, termina imponiéndose sobre la realidad:
treintañero adiposo y medievalista obseso, holgazán emérito, masturbador goloso,
hipocondríaco crónico, pesimista confeso, renegado católico, zahorí terco y pedorro eximio,
Reilly pasa sus horas en compañía de mamá viendo las aventuras del Oso Yogui en la
televisión, admirando la férrea moral de Batman, y escribiendo unas notas dispersas a las
que llama Cuadernos Gran Jefe: una invectiva contra el mundo contemporáneo, la
democracia norteamericana, y “la causa del Clearasil”. Pero un evento desafortunado lo
obliga a salir de casa y a enfrentar la tragedia más inmediata e inevitable del hombre
moderno: conseguir trabajo (una oferta laboral leída por nuestro héroe en un diario reclama
un “Hombre limpio, muy trabajador, de fiar, callado”, a lo que Ignatius vocifera: “¡Santo
Dios! ¿Pero qué clase de monstruo quieren?”). En adelante, el mundo de Nueva Orleans
cobrará vida a través de los sucesivos intentos de Ignatius por ganarse unos dólares; un
mundo donde no se sabe claramente quién es el genio y quién el tonto.
Solo la insistencia de una mamá medio loca y obstinada, convencida de la grandeza de
su hijo, permitió que la obra se rehusara al completo olvido: Thelma Toole (“la persona
más bizarra que jamás he conocido”, dijo de ella el director de la editorial de la Universidad
de Louisiana), acosó a diversos editores hasta lograr que La conjura fuera publicada en

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1980, ganando el premio Pulitzer el año siguiente. Era la segunda novela escrita por Toole
(la otra, La biblia de neón, la escribió cuando tenía dieciséis años), quien no llegó a ver
ninguna de sus obras en molde, rechazadas ambas por distintas casas editoriales. Su intento
por publicar La conjura está documentado en la correspondencia que sostuvo entre 1964 y
1966 con Robert Gottlieb, editor de la casa neoyorquina Simon & Schuster: diez cartas son
el triste testimonio de un proceso que culminó, a pesar del interés de las partes, con la
decisión de Toole de abandonar el proyecto, inclinándose en lo sucesivo en una pendiente
de paranoia y melancolía que acabarían con su vida en 1969. Tres cartas más, del editor a
Toole, se perdieron, lo mismo que algunas notas enviadas a Gottlieb desde Nueva Orleans.
Esta dilatada comunicación epistolar es la historia de un fracaso; en ella el protagonista
es derrotado por fuerzas que están más allá de sus bienintencionados benefactores.
Acostumbrados como estamos, soporíficamente, a ver el triunfo del héroe sobre las
circunstancias (la historia irreal del irreal sueño americano), en estas cartas vemos la
humanidad conjunta de Gottlieb y Toole en un esfuerzo infecundo que, no obstante,
muestra algunas de las razones que invitaron al autor a comunicar su obra; son la huella del
génesis y desarrollo del libro, y de la íntima relación entre el autor, el editor y La conjura
de los necios.

II

En una carta a su madre, enviada desde Puerto Rico (adonde había ido a parar por cuenta de
la armada norteamericana), Toole escribió el 11 de junio de 1963: “¡Vaya civilización
espantosa la que existe en esta isla! Ignorante, cruel, maliciosa, egoísta, poco fiable y, a
pesar de ello, muy orgullosa”. Fue en la isla donde la escritura de La conjura de los necios
tomó forma; escritura que se prolongaría durante meses con algunas interrupciones. De
regreso a Nueva Orleans, ese mismo año, Kennedy Toole se dedicó a impartir clases de
literatura en el Dominican College, un instituto católico para mujeres de la orden de los
dominicos, alternando diez horas semanales de clases con la escritura de la novela el resto
del tiempo. Por aquella época le confesó a Sidney Snow, amigo músico de la ciudad, que se
sentía aprisionado viviendo en casa con sus padres (aunque solo la abandonaría
misteriosamente, sin anunciar su partida, dos meses antes de ser encontrado muerto dentro
de su auto), y que trabajaba en el primero de los varios libros que planeaba escribir sobre la
ciudad de Nueva Orleans.
La escritura del libro, sin embargo, se detuvo en noviembre de 1963 por el asesinato del
presidente Kennedy, que sumió a Toole en una profunda depresión tal y como le había
ocurrido con la muerte de Marilyn Monroe el año anterior (“Sé que suena trillado decir que
no podía creer que había muerto, pero así fue. Marilyn Monroe y la muerte son una pareja
incompatible… ninguna actriz me hizo nunca tan feliz como ella”). En febrero siguiente
retomó el trabajo, lo terminó –sin una previa revisión-, y lo envió por correo a Simon &
Schuster, una de las cuatro editoriales norteamericanas más importantes en la actualidad, y
que en ese entonces había publicado las primeras novelas de Bruce Jay Friedman.
En 1964, Jean Ann Jollet Marks trabajaba para Simon & Schuster como asistente de
Robert Gottlieb, el futuro editor de The New Yorker entre 1987 y 1992, y por cuyo
escritorio pasaron las obras de Joseph Heller, Salman Rushdie, Ray Bradbury, John le

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Carré, Bob Dylan, Paul Simon y John Lennon. La comunicación entre Gottlieb y Toole
comenzó con algunas notas que hoy están perdidas, pero se sabe que cuatro meses después
de haber recibido el manuscrito, la editorial se puso en contacto con el autor de La Conjura.
Entre los planes del autor figuraba un encuentro con el editor para discutir cómo sería el
proceso de revisión del original. La correspondencia que se conserva comienza con una
nota formal de la asistente Jollet, quien no ignora las virtudes de la obra.

Junio 9, 1964
Querido Sr. Toole:

Gracias por la carta que envió a Robert Gottlieb. En este momento él se


encuentra en la Convención Americana de Librerías, en Washington, pero
regresará el jueves y me solicitó escribirle diciéndole que lo llamará o le
escribirá cuando regrese.
Hay, sin embargo, un pequeño problema: Bob parte a Europa el 27 de
junio. De todos modos estará en la oficina el día anterior, el 26. ¿Podría
cambiar las fechas y estar aquí con alguna anticipación? (me gustaría que
fuese antes del 26 porque, a pesar de las buenas intenciones, sé que esa
fecha será caótica). En cualquier caso, así son las cosas y estoy segura de
que todo saldrá bien: esta es la forma de explicarle por qué Robert se ha
demorado para contactarle de vuelta.
¿Es este el momento de decirle cuánto me reí, a carcajadas -y aun
colapsé-, mientras leía La conjura? Seguro que sí.

Sinceramente,
Jean Ann Jollet

Unos días después, el mismo Robert Gottlieb, menos entusiasta que su asistente, le
escribía a Toole mencionando la que fuera su objeción fundamental a la obra hasta el final
de la correspondencia entre ambos: aun cuando encontraba en La conjura una descripción
original y muy graciosa de unos personajes de Nueva Orleans, y admiraba el humor general
de la misma juzgando algunos episodios particulares como “grandiosos”, creía que al libro
le faltaba un propósito, un punto qué probar, una tesis. Y era ese el asunto al que el escritor
debía consagrarse en adelante; sin embargo, esencialmente, no había un consejo específico
sobre cómo hacerlo: no se trataba de alterar el argumento, sino de revestirlo de significado.
Pero, ¿cómo?

Junio 15, 1964


Querido Sr. Toole:

Aparentemente no nos veremos en Nueva York. Lo siento mucho. Pero


no tanto como lo sentiría si no me fuera para Europa. En cualquier caso, si
acaso no hablamos antes de que me vaya, quisiera decirle una cosa más
acerca del libro –habiendo leído su carta–, y es la siguiente:

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Me parece que usted entiende el problema –el mayor problema– de la
obra, pero piensa que con el simple desenlace puede resolverlo. Sin
embargo, se requiere más. No solo es necesario que se tejan mejor los hilos
de la trama (estos siempre pueden tejerse mejor); lo que en verdad debe
ocurrir es que dichos hilos sean fuertes y significativos todo el tiempo, no
tan solo de una forma episódica que luego sea ingeniosamente aunada
aparentando que todo salió como se esperaba. En otras palabras, debe haber
un punto para todo lo que usted ha escrito, un punto real, y no simplemente
que la historia sea un divertimento forzado a resolverse luego de algún
modo.
¿Tiene sentido lo que le digo? Espero que sí, porque se trata de un asunto
vital.
Por favor, sin importar qué, permítame ver el libro una vez más cuando
haya trabajado en él de nuevo; entiendo completamente por qué tuvo que
parar y dejar el proyecto a un lado, terminándolo luego a cualquier costo.
Esto le ocurre incluso a los editores; algunos libros son enviados a la
imprenta necesitando al menos una revisión más, y todo porque uno no
puede mirarlos en otro momento. Un periodo alejado del trabajo usualmente
ayuda.
Espero verlo algo más tarde si no podemos reunirnos en junio.

Sinceramente,
Robert Gottlieb

Dos días después, la asistente le escribió de nuevo a Toole esperando que viajara a
Nueva York a recoger personalmente el manuscrito para comenzar a trabajar en una
segunda versión, dadas las recomendaciones de Gottlieb:

Junio 17, 1964


Querido Sr. Toole:

De cualquier forma llámenos cuando se encuentre aquí, y venga. Así


podré ver cómo luce el autor de El Libro y usted, al menos, podrá ver cómo
vivimos por estos lados.
Probablemente yo no tendré más recados editoriales por parte de Bob,
pero quizás sus vacaciones del manuscrito además del documento adjunto
serán suficientes y podrá tomarlo consigo sabiendo exactamente qué hacer
con él.
Ya veremos. Venga.

Sinceramente,
Jean Ann Jollet

Esta carta de Ann Jollet fue escrita casi un año después de que John Kennedy Toole
regresara de Puerto Rico. Durante este tiempo había trabajado a gusto en Dominican donde

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se había ganado una notable reputación como profesor de literatura por sus
caracterizaciones y su mordacidad; había trabajado en su libro, y además había captado la
atención de un importante editor en Nueva York, que no era poco. Confiaba en que podría
trabajar en el manuscrito y publicar su libro, lo que comunicó a sus pocos amigos,
emocionado. Aunque no viajó a la Gran Manzana, recibió el manuscrito por correo y al
final del otoño trabajó en las correcciones, enviándolo nuevamente a Simon & Schuster
bajo la presión de Thelma, quien preguntaba constantemente por la suerte de la obra.
Gottlieb le escribiría de vuelta en diciembre, en una carta donde el desconcierto es notable.

III

En la respuesta de Gottlieb, el editor llamaba nuevamente la atención sobre la falta de


sentido o significado general de la obra, y mencionaba aspectos específicos a favor y en
contra de algunos personajes. En especial, tenía quejas sobre esa intelectual judía y liberal,
neoyorquina, que haría las delicias del lector en La conjura sosteniendo una
correspondencia atípica con Ignatius en que el insulto y la mutua ridiculización serían el
telón de fondo. La observación sobre Myrna Minkoff le valió la reprobación definitiva de la
mamá de John Kennedy, quien adujo –hasta el final de su vida- que Gottlieb tenía razones
antisemitas para no publicar la obra maestra de su pequeño genio.
Lo cierto es que, como más adelante se verá, Toole nunca fue ajeno a las opiniones de
Gottlieb, y coincidió con él en gran parte de sus apreciaciones. Es incierto hasta qué punto
el libro tal y como vio la luz en 1980 difiere de aquel manuscrito rechazado por Gottlieb
casi quince años antes, pero lo que la correspondencia sí permite inferir es que su interés
hacia Kennedy Toole nunca se atenuó, a tal punto que, aunque accesoriamente, se servía de
las obras de Friedman, Haller y Pynchon como referentes de comparación con La conjura.
Después del segundo rechazo de la obra la relación estrictamente profesional entre
ambos desaparece dando paso a un trato más personal. El editor y el autor se convierten
milagrosamente, por arte de la literatura epistolar, en personajes reales más allá de los
formalismos.

Diciembre 14, 1964


Querido Sr. Toole:

Me he tomado un largo tiempo antes de escribirle nuevamente, pero no


porque lo haya olvidado. Y aún no sé qué decirle, después de haber pensado
y consultado a una persona en la ciudad cuya opinión me urgía.
Pienso que, en varios sentidos, usted ha hecho un excelente trabajo:
puliendo la trama de la obra, dándole sentido a eventos que antes no lo
tenían, profundizando en algunos personajes, eliminando otros. El libro está
mucho mejor, pero todavía no está bien del todo.
Permítame hacer una digresión para decirle que la opinión consultada fue
la de Candida Donadio, una joven mujer que es, probablemente, la mejor
agente literaria de la ciudad y una de mis mejores amigas. En sus manos
están escritores como Joe Heller, Bruce Friedman, John Cheever, Nelson

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Algren, Thomas Pynchon, Harvey Swados, Philip Roth, y así, ad infinitum.
Quería conocer la opinión de Candida por varias razones: porque es su
agente; porque, en lo que usted es bueno, ella encuentra especial interés;
porque su juicio es preciso; porque, francamente, si ella y yo no sabemos
qué hacer exactamente con usted, es poco probable que alguien más lo sepa.
En cualquier caso, y después de habérsela presentado, déjeme decirle lo
siguiente: ella y yo hablamos durante más de una hora la noche del domingo
anterior y, como ocurre con frecuencia, compartimos idéntica opinión: nos
gustaron las mismas partes de su obra, tenemos el mismo entusiasmo, y
también las mismas dudas.
Lo que pensamos es lo siguiente. Que, con frecuencia, usted es
increíblemente gracioso, más gracioso que cualquiera por estos días, y que
además tiene el humor que nos gusta. Que muchos de sus personajes son
maravillosos: Burma, Santa, Irene, Mancuso, Lana Lee, y otros (también la
señorita Trixie). Que algunas cosas no funcionan: Myrna, especialmente.
Que Ignatius está en problemas: no es tan bueno como usted supone y hay
demasiado sobre él en el libro. Que la pareja Levy no es tan brillante. Que el
libro es demasiado largo. Que algunas escenas –particularmente mi favorita,
la manifestación por los derechos civiles en la fábrica- son gloriosas. Que
otras son descoloridas (lo que Joe Heller llamó “ojos negros” y “plumas en
el sombrero”). Pero que, dejando todo esto de lado, aún hay otro problema:
con toda su grandeza, el libro –a pesar de su buena trama, y todavía
susceptible de mejora– no tiene una razón de ser; es un ejercicio brillante de
invención, pero a diferencia de Catch-22 y Besos de madre, y V, y los otros,
no es realmente acerca de algo. Y eso es un punto sobre el que nadie puede
hacer nada. Ciertamente, un editor no puede decir: “Póngale un
significado”.
Todo lo cual está claro, ¿pero qué hacer? El libro podría mejorarse y
publicarse. Pero no tendría éxito; no podríamos decir que fuese algo. Por
otra parte, no podemos abandonarlo a él ni a usted (nunca podría abandonar
al Sr. Micawber1). No lo haremos. Pero sabemos por experiencia que
cuando Candida y yo coincidimos en algo es difícil que otras personas en el
negocio disientan.
Así que no sé qué decirle.
Lo que realmente me gustaría hacer es conversar, pero usted está allá, no
aquí, y es poco probable que yo vaya por esos lados en el corto plazo. ¿Hay
alguna posibilidad de que venga? En caso contrario, y si no está molesto
conmigo, quizás Candida y yo pensemos en el paso a seguir. O quizás usted
lo haga.
De todos modos escríbame sin nerviosismo porque estoy aquí, y cuenta
conmigo cualquiera que sea el desenlace de toda esta historia. Déjeme saber

1
Gottlieb hace referencia a Wilkins Micawber, personaje de David Copperfield, de Dickens, quien a pesar de
sus múltiples infortunios y problemas con los acreedores, escucha repetidamente la decisión de su esposa
Emma de permanecer a su lado, diciendo “I will never desert Mr. Micawber”.

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qué piensa; mi sospecha es que siente que no puede hacer nada más en el
libro sin una sugerencia editorial específica. Realmente no lo culparía; si es
así, trataré con mayor ímpetu de pensar en algo. O, si se da por vencido,
dígamelo y le enviaré el manuscrito de vuelta. Pero no quiero hacer eso y no
creo que sea una gran idea.
O, simplemente, piénselo con cuidado.
No desespere.

Saludos,
Bob Gottlieb

Dos días después Toole emborronó una respuesta pidiéndole que lo llamara por
cobrar, no sin antes declarar que no se encontraba desesperado (como Gottlieb
quizás estuviera insinuando).

Diciembre 16, 1964


Querido Sr. Gottlieb:

Irónicamente, encontré alentadora su carta. Quizás esto suene


masoquista; sin embargo, estoy muy agradecido por la atención que le ha
dispensado al libro.
Ahora debo “pensarlo nuevamente”. Pero, mientras lo hago, me gustaría
hablar con usted acerca de él en términos más específicos: en más detalle,
qué está mal, etc., dónde las cosas se tornan erráticas… No sé si la
conversación telefónica le parezca apropiada, pero si es así, llámeme por
cobrar a Nueva Orleans, al ———. En ese número me encontrará la
mayoría de las noches.
Debo parecerle un escritor muy “ambicioso”, pero no estoy desesperado.

Sinceramente,
John Toole

Era definitivo: después de hablar telefónicamente quedó claro que Gottlieb no publicaría
el libro tal y como se encontraba. Exigía más trabajo y Kennedy Toole no sabía
exactamente cómo alterar la obra. Por ello, después de haber corregido la primera versión y
haberle sido negada la publicación en dos ocasiones, solicitó el manuscrito de vuelta.

Enero 15, 1965


Querido Sr. Gottlieb:

La única cosa sensata por hacer, me parece, es solicitarle el manuscrito.


Además de borrar algunas cosas, en realidad no creo poder hacer mucho
más por él ahora y, por supuesto, aun con algunas revisiones usted no

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quedaría satisfecho. Ni siquiera puedo pensar en qué pudiera hacer por el
libro. Así que no tiene caso agobiarlo con él. ¿Podría enviármelo?
Debo decir, con toda honestidad, que fui muy afortunado al haber
llamado su atención; espero que esté deseoso de darle una mirada a
cualquier trabajo que le envíe en un futuro.

Sinceramente,
John Toole

Junto con el manuscrito, Robert Gottlieb le envió una carta, ahora perdida, que causó
gran impresión en Toole, quien desconcertado decidió entrevistarse personalmente con él
en Nueva York al mes siguiente. No lo encontró. En cambio creyó, erróneamente, haberse
topado con su asistente Jean Ann Jollet, refiriéndolo luego en una carta enviada a Gottlieb
en la que se quejaba por su torpeza en aquella situación: al parecer había llegado a las
oficinas de Simon & Schuster confundido y nervioso, se había molestado por la ausencia
del editor, y no había acertado a decir una sola palabra sensata en frente de la mujer que
tomó por Jollet.
En cualquier caso, dejó una nota pidiéndole a Gottlieb (quien ya no tenía el manuscrito
en sus manos), que lo llamara a Nueva Orleans. Hablaron por más de una hora y el editor le
recomendó escribir otro libro, poniendo una distancia entre él y el viejo trabajo. Gottlieb le
pedía, ni más ni menos, dejar a un lado La conjura de los necios. En marzo siguiente Toole
le escribió una conmovedora carta narrando la génesis del libro y el significado que este
tenía para él. Es una bella y humilde confesión donde Toole manifiesta su relación con la
obra.
Comentando los últimos momentos de Alonso Quijano, dice Borges que aquella
descripción de la muerte del Quijote que dice: “el cual, entre compasiones y lágrimas de los
que allí se hallaron, dio su espíritu, quiero decir que se murió”, verbalmente coja, tiene la
magia de comunicar el dolor de Cervantes al presenciar la muerte de su héroe. Similar
suerte, creo, sentía Kennedy Toole previendo que su universo del Misisipi moriría sin haber
nacido; insistía en la necesidad de una nueva oportunidad porque ese mundo era mucho
más real para él que el de sus clases de literatura y el de su vida familiar. “Una noche,
recientemente, vi de nuevo a Santa tropezando mientras Irene se sumergía a carcajadas en
su copa. ¡Y cuántas veces he visto a Santa besando el retrato de su madre!”. Prometió una
segunda revisión.

IV

Marzo 5, 1965
Querido Sr. Gottlieb:

He intentado meditar con claridad desde que hablamos por teléfono pero
la confusión y la depresión me han inmovilizado. Tengo que salir de esta, no
hay duda, o nunca haré nada provechoso; escribir una carta puede ser un
buen comienzo: espero que sea paciente y llegue hasta el final. Puede ser

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larga. Si hubiera sido menos inarticulado el otro día, cuando hablamos, esto
quizás no hubiera sido necesario; tal vez esta es la carta que debí haberle
escrito en diciembre, en lugar de aquella nota estoica que solo sirvió para
prolongar las cosas.
Después de la conversación telefónica tenía la certeza de que estaba
aferrado ansiosamente al borde del risco. Quizás aún lo estoy. Cuando me
sugirió que escribiera otro libro si podía, sentí que me estaba ofreciendo una
oportunidad para retirarme con elegancia. Mi sentimiento puede haber sido
el correcto.
Cada vez que hablo sobre La conjura de los necios me pongo ansioso y
vacilante. Y es así porque albergo un sentimiento bastante paternal hacia el
libro; en realidad es un sentimiento andrógino porque siento, además, como
si lo hubiera dado a luz. Sé que tiene sus defectos, y sé que cualquier
extraño podría hacérmelos saber. El peor ejemplo de todo esto fue mi difícil
e incoherente encuentro con la señorita Jollet en el cual yo, doblegado por el
servilismo, casi me hundo en el suelo en medio de mis silencios, mis
comentarios crípticos y mis absurdos sinsentidos. Las cosas no fueron mejor
en el teléfono cuando usted y yo hablamos. Pero una o dos de las pocas
cosas que dije parecen haber sido malinterpretadas (lo que, en vista de su
origen, es comprensible). Una pregunta se sigue de allí: ¿Por qué decidí ir a
Simon & Schuster? ¿Para qué le pedí llamarme? Como sea, esta insistencia
de mi parte solo ha logrado confundirme, lo que es irónico; no soy dado a
hablar de mí mismo, pero es necesario decir un par de cosas sobre todo el
asunto.
Este libro comenzó a escribirse en 1961. En aquella época, durante el día,
trabajaba durante tiempo completo en Hunter y hacía un doctorado a medio
tiempo en Columbia; durante la noche, además, trabajaba como profesor
sustituto en el colegio nocturno de Hunter para pagar la matrícula y
sobrevivir. Vivía en el ciclo frustrante de quien quiere escribir pero ha
elegido la docencia como forma de sustento y debe conseguir un PhD para
hacer algo decente en el ámbito académico. La mente, así, se dispersa en
tres direcciones distintas, y la escritura es por supuesto la que más sufre.
Cuando obtuve mi máster en Columbia, en 1959, yo vivía en el seno de una
beca Woodrow Wilson y obtuve financiamiento extra de la Ford Foundation
por una serie de pseudo-poemas y relatos breves que nunca fueran enviados
a nadie, como la mayoría de mis primeros trabajos. El año de 1959-1960 lo
pasé enseñando en la Louisiana State University y sufriendo de una apatía
neurótica inducida por el crudo horror de la Louisiana rural.
En el verano de 1961 tuve tiempo suficiente para trabajar en una versión
temprana del libro, en la que Ignatius se llamaba “Humphrey Wildblood”.
La armada excluyó tanto a la escritura como al juego Hunter-Columbia,
llamándome a formar filas en agosto y enviándome a Puerto Rico donde me
convertí en supervisor (algo denominado “Líder del Equipo de Inglés”) de
un programa surrealista de enseñanza de inglés para los reclutas
puertorriqueños. Mis deberes consistían principalmente en usar un silbato

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para indicar el cambio de clases y en emanar una gran comprensión
hispanoamericana para alivianar tanto los temperamentos hostiles y
provocadores de los estudiantes, como los ánimos de los impopulares y
defraudados instructores norteamericanos. Yo codiciaba mi trabajo porque
con él tenía derecho a un cuarto privado muy confortable que incluía un
escritorio: la oportunidad para escribir. Y usé el silbato tan bien, y emané tal
comprensión –todo para tener ese cuarto–, que terminé ganando varios
honores militares (incluso unas vacaciones en las Antillas Holandesas).
Nunca antes un cuarto provocó tanta ambición. Allí el libro comenzó de
nuevo totalmente y por primera vez en mi vida tuve la oportunidad de
escribir sin tener que preocuparme por la supervivencia o por problemas que
tuvieran algún tipo de contacto con la realidad. Desde mi punto de vista, la
armada me dio cuatro cosas invaluables: tiempo, alejamiento, seguridad, y
privacidad. Lo irónico y absurdo de la vida en Puerto Rico fueron sutilmente
valorados, y el lapso entero de tiempo que pasé allí fue muy valioso.
Cuando llegó la hora de dejar la armada, en agosto de 1963, debía tomar
una decisión. Había completado más de la mitad del libro y, contrario a lo
ocurrido con mis trabajos anteriores, podía releer lo que había escrito sin
sentirme dolorosamente avergonzado. Y aún más: estaba totalmente
involucrado y absorto en él; me había cautivado. Ante mí yacía entonces la
obligación de escribir el trabajo para graduarme, así como la circunstancia
de tener que viajar frecuentemente entre Morningside Heights y Bedford
Park Boulevard para dar clase en el campus de Bronx de Hunter, lo que
significaba al menos dos horas diarias de transporte. Además tenía el
requerimiento, por parte de Hunter, de hacer el PhD en tres años, lo que
significaba que tenía dos años para arreglármelas con las clases, la escritura
de la disertación y la presentación de los exámenes respectivos. No tendría
tiempo suficiente para dedicarme a la escritura. Así que me puse en contacto
con Hunter y conseguí un trabajo en un pequeño y tranquilo colegio
cuidadosamente seleccionado donde, como yo esperaba, había poca
demanda de tiempo y casi ninguna de cerebro.
De este modo el libro siguió su curso hasta el asesinato del presidente
Kennedy. Entonces no pude escribir más. Nada me parecía gracioso y caí en
una profunda depresión. En febrero de 1964, por fin, sin cambios ni
revisiones, transcribí lo que tenía, lo concluí brevemente, y comencé a
enviarlo a diferentes casas editoriales con la esperanza de que le interesaría
a alguien. La primera versión del libro nunca se transformó en nada más.
Esto me lleva a su primera lectura del manuscrito. Aunque quizás, a esta
altura, usted haya dejado de leer esta carta, quisiera hablar del libro en sí
mismo. Estos comentarios nada tienen que ver con la “calidad” de mi
trabajo, que no es una autobiografía pero tampoco completamente una
invención. Si bien la trama es una manipulación y yuxtaposición de
caracteres, la gente y los lugares fueron trazados a partir de la observación y
de la experiencia, salvo una o dos excepciones. Yo no estoy en las páginas

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de la historia; nunca he pretendido estarlo. Pero escribo sobre cosas que sé
y, al contarlas, es difícil no sentirlas.
En la revisión los hilos de la trama fueron unidos mejor, aunque a veces
esto resultó ser solo ruido. Myrna se convirtió en una caricatura en un libro
donde casi todos los demás personajes eran reales, y eso a pesar de estar
concebida para ser muy, muy agradable (por eso, si para un lector objetivo
ella resulta ser “una patada en el culo”, entonces he fallado en mi propósito).
Cuando le envié la revisión estaba seguro de que la pareja Levy era la peor
falla del libro. Tratando de involucrarlos como parte de la trama se salieron
de mis manos, yendo de mal en peor; se convirtieron en cartón y me era
difícil releer sus diálogos (creo que comenzaron a transformarse en una vaga
remembranza de los capítulos más viejos del show Easy Aces en el que el
esposo —Goodman Ace, si no me equivoco— y su esposa, discutían
mientras la suegra aparecía esporádicamente en escena). No sé si pueda
describir cómo esa pareja insistió en escaparse de mi control mientras
intentaba manipularla a lo largo del libro.
Irene, Reilly, Mancuso: todos ellos dicen algo auténtico de Nueva
Orleans. Son reales como individuos y como representantes de un grupo.
Una noche, recientemente, vi de nuevo a Santa tropezando mientras Irene se
sumergía a carcajadas en su copa. ¡Y cuántas veces he visto a Santa besando
el retrato de su madre! Burma Jones no es una fantasía, ni lo es la señorita
Trixie y su empleo, o el club Noche de Alegría, y así. No hay necesidad de
abrumarlo con una lista detallada.
En breve: pocas cosas de la historia son inventadas, aunque el argumento
sí lo es. Es cierto que, bajo la irrealidad de mi experiencia en Puerto Rico,
este libro se convirtió en algo más real que cuanto acontecía allí: comencé a
hablar y a comportarme como Ignatius. No hay duda de que esta es la razón
por la cual hay tanto de él y por qué su verbosidad puede extenuar. En
realidad no es su verbosidad sino la mía. Y el libro, que comenzó en una
tarde de domingo, se convirtió de esta forma en un modo de vida. Con
Ignatius como representante mis experiencias de Nueva Orleans
comenzaron a encajar las unas con las otras, y entonces me encontré de
pronto observando y no inventando. La vieja versión de “Humphrey
Wildblood” era dolorosa, extensa, afectada y poco sentida; la nueva cobró
vida, al menos para mí.
Estaba inseguro de la revisión que le envié: con frecuencia se trataba de
más (y mero) retoque argumental. Por lo tanto, cuando recibí su carta en
diciembre, estaba a la vez animado y desanimado. Animado por el tipo de
comentarios y las indicaciones de persistente interés, desanimado por
aquello de que “El libro podría mejorarse y publicarse. Pero no tendría
éxito”. ¿Se refería usted al libro tal como está, o a su versión definitiva? La
llamada telefónica tornó mis dudas en desespero; mi trabajo parecía haberse
convertido en una nada: y allí estaba yo, congelado del otro lado de la línea,
lamentablemente ansioso, opacado por el temor; débil, inarticulado,
frustrado por mi inhabilidad para hacer algún comentario sensato (si no me

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sobrepongo a todo esto la escritura me convertirá en un incoherente y mudo
Mr. Hyde). Su carta, después de solicitarle el manuscrito, fue lo que más me
confundió; después de nuestra conversación telefónica yo estaba convencido
de que la suerte y la oportunidad para la obra habían llegado y se habían ido.
Mencionó a Bruce Jay Friedman cuando hablamos, en una suerte de
oblicua conexión con el libro. Stern es mi novela moderna favorita y tuve
una intensa reacción frente a ella. Fue después de leer Stern que envié mi
manuscrito a su editorial, y lo hice por lo mucho que aquella novela me
gustó, porque algo en ella me causó una respuesta muy sincera. Así, desde
que recibí su primera carta, supe que había acertado. Mientras quedaba en
blanco en frente de Miss Jollet cuando fui a su oficina en Nueva York, de
algún modo me las ingenié para transmitir incongruentemente estas últimas
apreciaciones, que se convirtieron en el clímax de dicha visita. Stern me
conmovió por varias razones inexplicables que tenían relación con actitud o
impulso... no lo sé; no puedo explicarlo.
En cualquier caso, si pudiera ponerme a mí mismo en la ficción con la
humanidad y la perspectiva que Bruce Jay Friedman lo hace, lo intentaría.
Pero no puedo escribir ese tipo de cosas bien, al menos no ahora; y lo sé
porque lo intenté antes. Hay suficiente y aburrido despliegue de “sí mismo”
en las obras publicadas estos días, y no creo que sea una buena idea
añadirles algunas páginas más. No me seduce intentarlo: no creo ser lo
suficientemente interesante para ello. Solo puedo hacer lo que este libro
representa y que es escribir sobre asuntos de los que algo sé, sobre lo que he
visto y vivido. Algo ciertamente muy atinado en su comentario sobre la
revisión fue la separación de los personajes reales de los irreales.
No quiero deshacerme de ellos. En otras palabras, voy a trabajar en el
libro nuevamente. Ni siquiera he tenido tiempo para mirar el manuscrito
desde que lo recibí, pero como una parte de mi alma está en el asunto, no
puedo dejar que muera sin al menos intentarlo una vez más. No creo que
pueda escribir nada hasta que le haya dado una última oportunidad a este
proyecto.
¿Tendrá paciencia conmigo?

Sinceramente,
John Toole

Casi veinte días después, Gottlieb le respondió con una carta que no desdice de las
calidades de la de Toole. Conocedor de algunas de las circunstancias en que el escritor
vivía –sin vínculos con el mundo editorial, en una ciudad alejada de la capital de la
industria cultural norteamericana, en el sur de los Estados Unidos justamente en medio de
toda la convulsión política generada por las acciones en contra de los negros-, Gottlieb
podía sentir la fragilidad del mundo del autor, al que se añadían otras eventualidades no
conocidas por el editor neoyorquino como la presencia de Thelma Toole como figura
sofocante en su vida dada su manía inquisitiva y su voluntad de controlarlo todo, así como

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la progresiva paranoia del papá, quien se había convertido silenciosamente en un fantasma
fugitivo en casa.

Marzo 23, 1965


Querido Sr. Toole:

Dejé que varias semanas pasaran antes de responderle; en parte porque


no sé qué decir, en parte porque he estado esperando el momento en que
pudiera escribir algo sereno y bien pensado. Pero dicho tiempo nunca llegó.
Entre el trabajo, mis actividades por los derechos civiles y la considerable
cantidad de basura mental y frenesí práctico de la vida privada, ese Tiempo
nunca llega. Espero que obtenga de esta carta la certeza absoluta de que hay
alguien comprensivo de su libro, de sus problemas, de usted mismo; porque
esa es la realidad.
No puedo decirle muchas cosas sensatas acerca de su desempeño en el
teléfono cuando hablamos, o sobre su encuentro aquí en la oficina con Jean
Jollet. Seis años de psicoanálisis no me han robado mis inseguridades o
neurosis, así que, ¿por qué yo habría de intentar robar las suyas? Pero
recuerde que si para usted todos somos Figuras amenazadoras en un mundo
complicado y confuso, para nosotros usted es un atractivo e importante
misterio. Usted no tiene que ponerse en la línea de fuego en persona, en
tanto ya hizo su trabajo en el papel; somos nosotros los que tenemos que dar
la cara y comportarnos a la altura. Además, durante nuestra conversación, el
silencio nunca fue desesperante y usted solo me pareció cauteloso y
relativamente dócil y abierto a aceptar la crítica de un completo extraño.
Me place que haya escrito todo lo que me contó sobre su historia. En
primer lugar porque satisface mi curiosidad; en segundo, porque ello
significa que tenemos una conexión en tanto no le habría escrito de ese
modo a un completo desconocido. Tal y como me gustó su libro, asimismo
me gustó su carta, lo que quiere decir que lo aprecio; lo que quiere decir que
tenemos una oportunidad para forjar una amistad (y eso, sin duda, está muy
bien). Por supuesto usted no me conoce ya que que no ha tenido la ventaja
de haber leído una novela mía (que, además, no he escrito). Así, debe
confiar a ciegas en mí, en tanto yo tengo pruebas sobradas de su
singularidad.
Acerca del libro: todo cuanto ha dicho tiene sentido, incluidas sus dudas
y sus últimas resoluciones. Como coincidimos en qué es real y en qué no lo
es, no tiene mucho sentido volver a mencionar los puntos sobre los que
tengo mis dudas y aquellos que definitivamente tienen mi aprobación: usted
los conoce, e incluso antes de habérselo dicho. Como dice, es necesario que
continúe trabajando y me alegra saber que ya lo está haciendo. En cuanto a
mis palabras (“Pero no tendría éxito”), puedo decirle ahora lo que quise
decir entonces: probablemente que, tal y como el libro se encontraba, no se
vendería. Pero el problema es –y esto es siempre así– que cuando una
persona como usted espera una respuesta proveniente del centro de las

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actividades empresario-culturales del país, con el que solo tiene un delgado
vínculo (a través de contactos vagos y solitarios), todo se vuelve
desproporcionado, difícil de analizar, de sopesar correctamente. Es como
esa rara gente que aparece en Nueva Zelanda, o Tanganica, o Finlandia,
escribiendo o pintando obras maestras: esas personas tienen su propio poder
pero parece como si hubieran tenido que arreglárselas por ellas mismas; no
tienen la seguridad de la vida mundana que garantiza el interés de los demás
y su apoyo. Así que puedo ver cómo, para usted, yo (o Jean), no somos
meramente personas corrientes, sino voces con una autoridad superior a la
que posiblemente deberíamos tener. No que yo no sea bueno en mi trabajo,
porque de hecho lo soy y nadie lo hace mejor, pero sí que apenas soy una
persona cualquiera, y además una con mucho menos talento que el suyo.
No sé en verdad qué es lo que acabo de decir, y no sé exactamente hacia
qué quiero voltearme a ver (es lo que llaman el complejo de la esposa de
Lot). Lo que básicamente quiero que quede claro es lo siguiente: no tiene
nada de qué disculparse; usted es un buen escritor, y una persona seria, y
está haciendo su trabajo seria y modestamente, y por supuesto eso no es
fácil. En cuanto a la actual reescritura, le digo, como ya se lo dije antes:
“Nunca abandonaré al Sr. Micawber”. Las decisiones de un escritor son
autónomas, no las dicta su editor. Si usted cree que debe continuar con
Ignatius eso es por supuesto lo que debe hacer. Yo leeré, releeré, editaré,
quizás publicaré, lidiaré con ello hasta que esté harto de mí. ¿Qué más
puedo decir?
Por favor escríbame breve o largamente, cuando guste, así sea solo para
decirme que está trabajando (o que no lo está). O, si prefiere, muéstreme
fragmentos de lo que vaya haciendo (o no lo haga): lo que sea que le resulte
más beneficioso. Ánimo. Trabaje. Estamos venciendo.

Saludos,
Bob Gottlieb

Agradecido por esta carta de Gottlieb, el tono invernal de comienzos de enero,


con que pedía el manuscrito de vuelta, dio paso a la jovialidad en la siguiente y
última carta de Toole por medio de la cual, más alegre, prometía trabajar una vez
más en el libro. Esta sería su tercera escritura después de dos negativas editoriales
en las que, no obstante, el editor le señalaba aquellos aspectos del libro que no
estaban funcionando, sin dejar de anotar que a la obra le faltaba –en algo que no
puedo concebir sino como un juicio con tintes metafísicos-, un significado central,
un qué, una suerte de sustancia.
Walker Percy, el editor que sería acosado por Thelma Toole hasta publicar el
libro, dijo en su magistral y brevísimo prólogo a la obra, que esta contaba entre sus
mayores virtudes con el haber reflejado las peculiaridades lingüísticas de Nueva
Orleans: lo cual es virtualmente imposible de percibir en su versión castellana a
pesar del ingente esfuerzo realizado por J.M. Alvarez Flórez y Ángela Pérez por
cortesía de la Editorial Anagrama. La cadencia del habla del negro Burma Jones,

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las erratas y exabruptos de Santa y de Irene, son difícilmente traducibles. La
grandilocuencia de Ignatius lo es menos.
Aún así, tanto en la versión inglesa como en la castellana lo más notable es la
realidad de los personajes. Todos ellos tienen algo de tontos, locos, ridículos,
exagerados, histriónicos; pero a todos los sentimos como reales. Las aventuras del
héroe, como trabajar en una fábrica de pantalones y vender perros calientes en la
calle, son adjetivos de Ignatius. No se me ocurre otro logro más grande y otro
“significado central” más que este de insuflar vida a una unión de palabras. Aunque
parezca una pregunta retórica, ¿quién duda de la realidad del Quijote? ¿Quién
descree de la existencia de ese gordo con bigote y gorra de cazador llamado
Ignatius Jacques Reilly?
Este asunto, el problema capital planteado desde el principio por Gottlieb, era al
que Toole debía enfrentarse en su último intento. Era consciente de que al libro le
faltaba un qué, y que dicho qué no se resolvía con un retoque argumental: dicho qué
debía emanar de los personajes mismos; ellos no eran los engranajes para demostrar
una tesis, sino seres vivos que hablaban por sí mismos y que le daban el sentido a la
obra; la sustancia de esta era ese grupo de necios en sí mismo. “Veo la posibilidad
de que el libro diga algo que será real, que se desarrollará a partir de los personajes
y de lo que sé de ellos, que no será simplemente una imposición superficial de
‘propósito’”.

Marzo 28, 1965


Querido Sr. Gottlieb:

La anterior fue una carta tranquilizadora, y se lo agradezco.


Fue un desahogo, así como mi carta fue un alivio. Tenía que hablar:
gracias por haberme escuchado. Había perdido la perspectiva del libro y de
mí mismo, pero básicamente tengo un sentido del ridículo y el absurdo
(incluidos el propio), que me hacen mantenerme a flote.
Lo que sucedió, creo, fue esto: diez años de sentimientos reprimidos
salieron a la superficie cuando leí por primera vez su reacción a mi libro. En
1954, cuando tenía dieciséis años, escribí una novela llamada La biblia de
neón: un ataque sociológico, denodado y adolescente, a los odios
engendrados por las distintas religiones calvinistas en el sur del país (y la
mentalidad fundamentalista es una de las raíces de lo que ha estado
sucediendo en Alabama, etc.). El libro, por supuesto, era malo, pero de
todos modos lo envié un par de veces a algunas casas editoriales. Después
de eso escribí algunos artículos y proyectos que nunca fueron infligidos a
editor alguno. Primero, mi mente estaba ocupada en otras cosas; segundo,
como le escribí, con Puerto Rico llegó un aislamiento físico y mental en que
la energía relativamente poco usada durante diez años convergió en este
libro creando una concentración inmensa de emoción. De haber enviado
algunos trabajos con regularidad a algunas casas, durante esos años, es
posible que hubiera recibido algún grado de comentarios editoriales y

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sugerencias que me habrían proveído de cierta perspectiva, o al menos de
cierta “tranquilidad”.
He estado releyendo el libro. Lo que se me hace más claro es la
necesidad de usar un lapicero rojo a lo largo de sus páginas. Hay algunos
indicios de ideas y temas a desarrollar, pero parecen ser abandonados antes
de convertirse en declaraciones consistentes. Veo la posibilidad de que el
libro diga algo que será real, que se desarrollará a partir de los personajes y
de lo que sé de ellos, que no será simplemente una imposición superficial de
“propósito”. Tal como está, la obra evade ciertas consecuencias lógicas que
se desprenden de la naturaleza de los personajes, y de este modo pierde a
uno o dos de ellos en el camino. ¿Soy claro? Espero que esto no suene muy
confuso, pero aún tengo ideas y estoy comenzando a trabajar en ellas.
Espero poder enviarle una reescritura del asunto en un tiempo no muy
lejano; como puedo “ver” y “oír” a los personajes, siempre puedo trabajar
con ellos.
Ya veremos qué sucede.
Incidentalmente, si está interesado en un comentario desde mi aventajado
punto de vista, debo decir que los eventos en Alabama han tenido profundos
efectos y los resultados de las luchas civiles allí han sido en su mayor parte
exitosos. El Klan, irónicamente, ha sido uno de los mejores amigos del
Negro.
Y me he recuperado, he comenzado a trabajar. Y la primavera está aquí.

Sinceramente,
John Toole

VI

En cartas de la época a algunos amigos, Toole les decía que la editorial continuaba
trabajando en su manuscrito (lo cual no era cierto porque él lo tenía de vuelta y pulía su
tercera versión), y hacía referencia al reconocimiento dado por el editor a la obra. También
bromeaba sobre la publicación de La conjura de los necios cuando él fuera un hombre viejo
y desdentado. Al comienzo de 1966, casi un año después de haber recibido la última noticia
desde Nueva Orleans donde Kennedy prometía más trabajo, Gottlieb nuevamente oyó del
autor, en una carta ahora perdida. Su carta de respuesta fue la última de una
correspondencia que duró un total de dos años:

Enero 17, 1966


Querido Sr. Toole:

Me alegró saber de usted, especialmente porque desde el principio del


año estaba presente en mi mente.
Mi interés en el libro es el mismo de otros días: antes me gustó mucho
gran parte de él y pensaba que necesitaba bastante trabajo; ahora tengo la

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pequeña duda de que algo que ha estado agonizando durante tanto tiempo
vaya a sobrevivir (al menos) a sus propias expectativas. Ciertamente quiero
leerlo de nuevo, cuando termine de hacer lo que está haciendo.
No creo que su propósito al escribirme fuera vago. Todos queremos
sentir el interés externo y profesional en lo que hacemos. Escribir: de eso
vivimos. Pero no está escribiendo en vano, al menos no en cuanto a la
publicación editorial en Nueva York: este editor, al menos, está interesado.
Espero que haya tomado la decisión correcta al elegir continuar con el libro
en lugar de escribir otro; la decisión ya fue tomada y ahora veremos qué
pasa con ella.

Saludos,
Bob Gottlieb

Toole no solo no envió el libro de vuelta, sino que dado el tono poco entusiasta de
Gottlieb (o dada cualquier otra razón: en un mundo de necios nunca se sabe claramente qué
razones impulsan a qué), decidió abandonar calladamente el copioso manuscrito en lo alto
de su armario, tal como lo había hecho veinte años atrás con La biblia de neón. La muerte,
a pesar del interés mostrado por la importante editorial neoyorquina, a pesar del esfuerzo
prolongado de Toole durante dos años, a pesar de que los personajes habían cobrado vida
para él, parecía sentenciada sobre su obra; el mundo confuso nuevamente se manifestaba
confusamente.
En La conjura de los necios esta oscuridad era medianamente iluminada por la filosofía
estoica que Ignatius, en medio de sus excentricidades, anunciaba. Boecio era su filósofo de
cabecera y la figura de Fortuna y su rueda explicaban los distintos eventos que debía
enfrentar.
En la novela el final de la trama es, sin embargo, audazmente elusivo: Ignatius, sabiendo
que ya viene a su casa una ambulancia que lo internará en el manicomio, huye en un auto
con su despreciada Myrna Minkoff hacia Nueva York, ignorando su porvenir. John
Kennedy Toole, cansado de soportar los reveses de su obra (o cansado, lo repito, de
cualquier otra cosa), imitó a su héroe y salió solo en su auto, huyendo, en un viaje que lo
conduciría dos meses después a una silenciosa muerte en un paraje desierto.

uqbargallego@hotmail.com

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