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MARIPOSAS DE KOCH

Antonio Di Benedetto

Dicen que escupo sangre, y que pronto moriré. ¡No! ¡No! Son mariposas, mariposas rojas.
Veréis.
Yo veía a mi burro mascar margaritas y se me antojaba que esa placidez de vida, esa
serenidad de espíritu que le rebasaba los ojos era obra de las cándidas flores. Un día quise
comer, como él, una margarita. Tendí la mano y en ese momento se posó en la flor una
mariposa tan blanca como ella. Me dije: ¿por qué no también?, y la llevé a los labios. Es
preferible, puedo decirlo, verlas en el aire. Tienen un sabor que es tanto de aceite como de
yerbas rumiadas. Tal, por lo menos, era el gusto de esa mariposa.
La segunda me dejó sólo un cosquilleo insípido en la garganta, pues se introdujo ella
misma, en un vuelo, presumí yo, suicida, en pos de los restos de la amada, la deglutida por mí.
La tercera, como la segunda (el segundo, debiera decir, creo yo), aprovechó mi boca abierta,
no ya por el sueño de la siesta sobre el pasto, sino por mi modo un tanto estúpido de
contemplar el trabajo de las hormigas, las cuales, por fortuna, no vuelan, y las que lo hacen no
vuelan alto.
La tercera, estoy persuadido, ha de haber llevado también propósitos suicidas, como es
propio del carácter romántico suponible en una mariposa. Puede calcularse su amor por el
segundo y asimismo pueden imaginarse sus poderes de seducción, capaces, como lo fueron,
de poner olvido respecto de la primera, la única, debo aclarar, sumergida --muerta, además--
por mi culpa directa. Puede aceptarse, igualmente, que la intimidad forzosa en mi interior ha
de haber facilitado los propósitos de la segunda de mis habitantes.
No puedo comprender, en cambio, por qué la pareja, tan nueva y tan dispuesta a las
locas acciones, como bien lo había probado, decidió permanecer adentro, sin que yo le
estorbase la salida, con mi boca abierta, a veces involuntariamente, otras en forma deliberada.
Pero, en desmedro del estómago pobre y desabrido que me dio la naturaleza, he de declarar
que no quisieron vivir en él mucho tiempo. Se trasladaron al corazón, más reducido, quizás,
pero con las comodidades de un hogar moderno, por lo que está dividido en cuatro
departamentos o habitaciones, si así se prefiere nombrarlos. Esto, desde luego, allanó
inconvenientes cuando el matrimonio comenzó a rodearse de párvulos. Allí han vivido, sin
que en su condición de inquilinos gratuitos puedan quejarse del dueño de casa, pues de
hacerlo pecarían malamente de ingratitud.
Allí estuvieron ellas hasta que las hijas crecieron y, como vosotros comprenderéis,
desearon, con su inexperiencia, que hasta a las mariposas pone alas, volar más allá. Más allá
era fuera de mi corazón y de mi cuerpo.
Así es como han empezado a aparecer estas mariposas teñidas en lo hondo de mi
corazón, que vosotros, equivocadamente, llamáis escupitajos de sangre. Como véis, no lo son,
siendo, puramente, mariposas rojas de mi roja sangre. Si, en vez de volar, como debieran
hacerlo por ser mariposas, caen pesadamente al suelo, como los cuajarones que decís que son,
es sólo porque nacieron y se desarrollaron en la obscuridad y, por consiguiente, son ciegas, las
pobrecitas.
En: Cuentos completos. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2007.
EL PLUMERO
Wellington Gabriel Mainero

—...tá güeno! —reflexionó en voz alta y sonriéndose Nicasio, mientras con un palito
atizaba las brasas sobre las que, en una pava tiznada por mil fuegos, se calentaba despacito el
agua para el amargo de la mañana.
—...tá güeno el cuento! —volvió a repetir, soplando un poco sobre la leña, para tratar de
hacer llama.
—Perdone, compadre —terció el que lo había contado—: no es cuento. ¡Es verídico!
—Perdone usted entonces, que no lo quise ofender, mi amigo. Si usted lo dice, verdad ha
de ser.
Movió la bombilla, empujando un poco la yerba hacia un lado y apretándola hacia otro, y
sentenció:
—Güeno, la cebadura está pronta. ¿Y quién tiene otra historia pa'contar? —Y mientras
hablaba, echaba morosamente el agua caliente sobre una parte de la yerba.
Hermenegildo era un muchacho fornido y de gallarda estampa. Rondaba los veinte años
y era muy apreciado entre los compañeros de trabajo. También las mujeres le querían mucho,
aunque le criticaban ser muy picaflor. Cosas de la edad, sentenciaban los mayores.
Se acomodó el sombrero sobre la espalda, corriendo el lazo, y alzando los ojos hacia el
cielo por donde estaba amaneciendo, exclamó:
—¡Ya está! Pedí tres deseos; vi caer una estrella.
La peonada se rió. El mate había comenzado a recorrer la rueda, a medida que Nicasio lo
cebaba.
—¿Y qué pediste, che —le preguntó uno con desenfado—, si es que se puede saber...?
—Y claro que se puede. El sábado pienso invitar al baile a la Jacinta y pedí que me diga
que sí.
Los peones se rieron, conociendo sus intenciones.
—El segundo deseo que pedí... es que también me diga que sí cuando al regreso la invite
a cortar camino por los maizales...
Ahora la peonada estalló en carcajadas, imaginando cuál sería la tercera petición.
Pero Hermenegildo se encerró en un estudiado mutismo, hasta que todos clavaron la
vista en él.
—Y... ¿el tercer deseo? —preguntó otra voz, con acento malintencionado.
—El tercer deseo... —respondió lentamente— es que me crean la historia que voy a
contarles.
Hubo algunas exclamaciones de decepción. Alguien dijo:
—Güeno, a ver contá.
—¿Ustedes creen en eso de los platos voladores? —preguntó Hermenegildo; y sin darles
tiempo a contestar agregó, señalándose a sí mismo—: Pues aquí donde me ven, yo tuve hace
dos días una experiencia con uno de ellos.
Las sonrisas y el asombro que causaron sus palabras quedaron dibujados como en una
fotografía, por unos segundos, en las caras de aquellos hombres rudos y sencillos.
El auditorio se dispuso a escuchar.
—Eran como las seis de la mañana —comenzó a contar—. Me habían mandado a buscar
una yegua manchada que estaba prometida pa'un regalo y me palpité que a esa hora la
encontraría abrevando con los demás animales en la picada del arroyo. Así que ensillé el
malacara y, mientras armaba una chalita pa'calentar la boca, rumbié al trotecito pa'donde
esperaba encontrarte. Al llegar a la aguada, menudo revuelo que se armó de pájaros. También
sentí alboroto de bestias que escapaban y, de pronto, por delante mío, tres ñanduces salieron
al pique. Y allí jué donde me acordé. Unos días atrás la Jacinta me había dicho (y aquí afiló la
voz en un desafinado intento por imitarla): «Hermenegildo, estoy precisando un buen
plumero pa'pasar a los muebles; el que tengo, ya perdió casi todas las plumas. Vos que sos
bueno (ahora su voz se hizo meliflua), cuando veas un bicho acordate de mí y haceme uno
bien bonito». Y pá' mí, pedido de la Jacinta es ley.
Los peones sonreían; había prendido el interés y la gente escuchaba atenta. Había quien
masticaba un pastito para frenar su impaciencia, pues la historia se demoraba cada vez que el
mate llegaba a las manos del relator. Otro, con una varita, rasguñaba lentamente la tierra,
como rascándole con complacencia la epidermis al mundo.
—Así que —continuó Hermenegildo, dándole a la bombilla de plata la última y sonora
chupada— jué ni ver a los ñanduces que ya corría detrás de ellos revoleando las Tres Marías.
Dos de los bichos salieron zigzagueando y un tercero, malentrazao, pero que corría como
ninguno me llamó la atención. «A vos mesmo», le dije y, al galope detrás, le grité: «y ya te
boleo». Y así jué. Las bolas salieron disparadas, enriendándosele en las patas, y cayó como un
tala partido por un rayo. Me bajé, con el poncho pronto pa'taparle la cabeza y evitarle el pico,
y menuda sorpresa que me llevé.
Ahora miró a su público, apreciando que estaba prendido de su relato. Se demoró en un
nuevo mate y, luego, prosiguió.
—Lo miré con curiosidad. «¡Mandinga!», me dije, qué animal más raro era aquél; tenía
puestos como un casco y una capita de cuero trabajado, y dos manitas, pequeñas como de niño
mamón y que remataban dos bracitos que nacían debajo de las alas, trataban de zafar las
patas del enriedo de las boleadoras. «Ah, no», le dije, «te me quedas ahí quietito». Y el animal
se me quedó mansito, como si me hubiera entendido.
Hermenegildo se pasó la lengua por los labios, para humedecerlos, gozoso de la
atención de sus amigos. Y se puso a liar una chala, con lentitud, apreciando la tensión
expectante.
—Y... ¿qué más? —preguntó un monteador viejo, mientras le ofrecía la llamita de una
leña.
—...güeno —continuó, aspirando el humo—, que el bicho se puso a prociarme como
cualquier cristiano. Me dijo que no era de este mundo, que andaba explorando, y me pidió que
lo soltara, que lo estaban esperando sus iguales. «¿Y qué estás haciendo en la aguada con los
otros bichos?», le pregunté curioso. No me contestó, pero les juro que me pareció verle
ponerse colorado.
Los hombres se rieron, festejando la ocurrente intención.
—Y ¿qué hiciste, che? —preguntó otro de la rueda, ansioso por llegar al final del relato.
Hermenegildo lo miró a los ojos.
—Y, me dio lástima, y lo solté...
Hubo un murmullo de voces, mostrando decepción e incredulidad.
—...pero con una condición, sí señor, con una condición...
Las voces se acallaron, volviendo todos a prestarle atención.
—...«me pagarás una prenda», le dije, y sin dejarlo pensar mucho me puse a arrancarle
las plumas que precisaba, las mejores, las que están debajo de las alas.
Los peones disiparon la tensión del momento riendo y haciendo comentarios.
—Y ¿qué tienen que ver los platos voladores con tu cuento, che? —preguntó otro más.
—Pues dispués que lo solté —replicó Hermenegildo—, lo vi irse avergonzado
internándose en el monte, y un rato más tarde salía disparado hacia lo alto un plato de ésos,
prendido de luces como una calesita. Pa'mí que era él. Los hombres se pusieron a comentar la
historia. Algunos movían sus cabezas, aceptando o negando el relato.
Nicasio le alcanzó otro mate. Era el último. Arrastró las palabras para hacer énfasis.
—Y... ¿se puede saber qué hiciste con las plumas? —le preguntó.
Se hizo el silencio. Todos volvieron a mirarlo. Hermenegildo buscó un paquete al lado de
su montura. Mientras lo desenvolvía, para mostrar orgulloso lo que guardaba, se hinchó como
un pavo en celo.
—¡Aquí está el regalo pa'la Jacinta! —exclamó en tono de desafío.
Unas chispitas saltaron de las brasas, confundiéndose con el rojo amanecer.
En ese momento, un grueso cuerpo que había estado agazapado y escuchando saltó
entre los paisanos, sorprendiéndolos. Tan rápido como un parpadeo, arrebató de las manos el
objeto a punto de exhibir y desapareció a la carrera, entre las sombras de la noche que se
alejaba. Los hombres se habían quedado mudos por la impresión.
—¡Ustedes lo vieron...! —atinó a decir Hermenegildo, contemplando sus manos vacías.
—¡Malhaya! —exclamó alguien, recobrando la compostura. Otros se rieron, nerviosos.
—¡Pucha! —dijo uno—, por un momento pensé que era el mismísimo diablo.
—Pa'mí —dijo otro— que era un bicho asustado. —Sacó pecho, como envalentonado
ante el silencio, con olor a miedo, de los demás.
—Yo creo —dijo Nicasio, pateando tierra sobre el fuego— que al bicho le hacían falta
sus plumas y volvió por ellas.
Eran hombres supersticiosos y, pasado el momento, el hecho se diluía en suposiciones,
tan rápido había sido todo.
—¡Carajo! —despotricó Hermenegildo—, ¿cómo le explico ahora a la Jacinta? Ya tenía
hecho su plumero, tan lindo y amarillo.
—Bueno —respondió Nicasio—, decile que se lo quedas debiendo; mientras buscas otro
animal más corriente. Dispués de todo —le dijo malicioso—, nunca te hubiera creído la
historia esa. Capaz que todavía te salía diciendo «Pa'comprarlo en el pueblo, no precisaba
encargado». ¿Dónde se han visto plumas así, en un ñandú?
—Dispués de todo, ¿no lo habrás comprado? —le chanceó alguien.
Los hombres se rieron; la tensión se había disipado. La aurora se desperezaba y estaban
a punto de dispersarse, cada cual a sus obligaciones.
Tendrían tema, ese día, para hablar. En tanto masticaban los hechos, éstos perdieron su
carácter sobrenatural. Un ñandú se había acercado al fuego y, voraz por todo lo llamativo, se
había lanzado sobre el plumero, posiblemente tragándoselo. Sí, eso es lo que había pasado.
—Este Hermenegildo... —dijo Nicasio, rumbeando para un galpón.
—Pero yo...
Los peones ya se habían ido. Se agachó y recogió el extremo de palo de su plumero.
—¡Cha digo! —maldijo, y arrojó con violencia el extremo desnudo hacia el sol, que ya
había nacido.
La estancia había despertado. Los animales se movían inquietos, esperando que los
sacasen de sus corrales.
Los postigos de la ventana del dormitorio de la Jacinta aún estaban cerrados.
Bueno sentenció Hermenegildo, ahora lo principal era que, de sus deseos, se cumplieran
al menos los dos primeros. Total, p'hacer plumeros, el campo estaba lleno de bichos.

En: Sinergia número 6, 1984.

MIEDO DE LA ETERNIDAD
Clarice Lispector

Jamás olvidaré mí angustioso y dramático contacto con la eternidad.


Cuando yo era muy pequeña todavía no había probado chicles y en Recife casi no se
hablaba de ellos. Yo ignoraba qué clase de caramelos o bombones eran. Y hasta el dinero con
que contaba no alcanzaba para comprarlos: con el mismo dinero podía conseguir no sé
cuántos caramelos.
Al final mi hermana juntó dinero, los compró y al salir de casa para la escuela me explicó:
–Ten cuidado de no perderlo, porque este caramelo no se acaba nunca. Dura toda la vida.
–¿Cómo que no se acaba? –me detuve un instante en la calle, perpleja.
–No se acaba nunca, y listo.
Yo estaba embobada: me parecía haber sido transportada al reino de las historias de
príncipes y hadas. Tomé la pequeña pastilla de color rosa que representaba el elixir del largo
placer. La examiné, casi no podía creer en el milagro. Yo que, como otros niños, a veces me
sacaba de la boca un caramelo todavía entero, para chuparlo después, sólo para hacerlo durar
más. Y heme con aquella cosa rosada, de apariencia tan inocente, que hacía posible el mundo
imposible del cual ya había empezado a darme cuenta.
Con delicadeza, terminé poniéndome el chicle en la boca. –¿Y ahora qué hago? –
pregunté para no equivocarme en el ritual que ciertamente tenía que existir.
–Ahora chupa el chicle para ir saboreando su dulzor, y sólo cuando se le vaya el gusto
empieza a masticar. Y ahí mastica toda la vida. A no ser que los pierdas, yo ya he perdido
varios. Perder la eternidad. Nunca.
Lo dulzón del chicle era bueno, no podría decir que excelente. Y, todavía perpleja, nos
encaminábamos a la escuela.
–Se acabó lo dulce. ¿Y ahora?
–Ahora mastica para siempre.
Me asusté, no sabría decir por qué. Empecé a masticar y pronto tenía en la boca ese
pegote ceniciento de goma sin gusto a nada. Masticaba, masticaba. Pero me sentía a disgusto.
Y en verdad no me estaba gustando el sabor. Y la ventaja de ser un caramelo eterno me
llenaba de una suerte de miedo, como el que se tiene ante la idea de la eternidad o del infinito.
No quise admitir que no estaba a la altura de la eternidad. Que sólo me producía aflicción.
Mientras tanto, masticaba obedientemente, sin parar.
Hasta que no soporté más, y, cruzando el portón de la escuela, me las ingenié para que el
chicle masticado se cayera al suelo arenoso.
–Mira lo que pasó –dije con fingidos asombro y tristeza. Ahora ya no puedo masticar. Se
terminó el caramelo.
—Ya te lo dije, repitió mi hermana, que no se termina nunca. Pero una a veces los pierde.
Hasta de noche se puede seguir masticando, pero para no tragarlo cuando se duerme se pega
en la cama. No te pongas triste que un día te doy otro, y ése no lo vas a perder.
Yo estaba avergonzada ante la bondad de mi hermana, avergonzada de la mentira que
había tramado al decir que el chicle se me había caído de la boca por casualidad.
Pero aliviada. Sin el peso de la eternidad sobre mí.
En: Aprendiendo a vivir y otras crónicas. Madrid: Siruela, 2007.

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