Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
A Flor de Piel - Final - PARCIAL1 PDF
A Flor de Piel - Final - PARCIAL1 PDF
Pilar Chargoñia
© Pilar Chargoñia, 2009
ISBN 978-9974-8174-3-2
5
Luna de miel
7
tuvo la delicadeza del primer gesto amable: la luna de miel,
el fin de semana en un hotel de la Colonia del Sacramento.
Con los mínimos bolsos en las manos, partieron de la ter-
minal de ómnibus, inexpresivos y circunspectos. Cerca de las
once de la noche llegaban al mejor hotel de la zona turística
de la ciudad, El Nuevo Colonial.
Durante el viaje hablaron, con menos reservas, de sus res-
pectivas ex parejas. Ana resiente las infinitas burlas, la indife-
rencia, que la han vuelto discreta y silenciosa. A él le duelen
los años perdidos junto a una mujer sin sensibilidad, burda y
disconforme. Ana le gusta. Le gustan sus ojos celestes, el óva-
lo perfecto de la cara, su pequeña estatura, la cadencia de sus
movimientos, el tono suave de la voz, la sencillez de su blusa
azul a juego con el color de los ojos. Ella admira la barbilla
firme, cuadrada, la piel curtida del mismo tono canela de su
pelo apenas encanecido, los ojos serenos, la atención con que
la escucha y la virilidad de su boca y de sus manos.
Ya en el hotel, ella se sorprende del lujo innecesario, del
dormitorio de mal gusto. Una enorme cama matrimonial de
estilo Luis XV en color marfil y con ribetes dorados se halla
encajada en una habitación empapelada con un estampado
de millones y millones de rosas rococó.
Hambrientos, salen a comer al lugar reservado por Javier
—segunda sorpresa de la noche—, un sitio pretencioso, os-
curo, decorado al estilo de un barco pirata. Solo sirven platos
sofisticados, y allí prueban calamares con una salsa rosada,
lenguado cremoso, un vino blanco de cosecha reciente sufi-
cientemente buena y un postre con nombre raro, muy dulce
y húmedo.
A Javier los ojos le brillan de satisfacción mientras disfruta
los platos sin dejar ni los restos. Pero Ana siente el cansancio
8
de las últimas semanas, acumulados de golpe en estas horas.
Se comprueba tensa y algo fastidiada de no desear estar ahí.
De vuelta en la habitación de la ridícula cama, sin hablar y
casi sin mirarse, se quedan inmóviles, de pie, observando el
vacío. Javier se encierra en el baño y Ana decide desnudarse
dejando su ropa en orden sobre la correspondiente silla de
estilo. Y protegerse entre las sábanas verdes, sedosas como
las olas neutras del mar en calma.
Le sorprende verlo salir —a su marido, tiene que acos-
tumbrarse al reciente y reiterado estado civil— vestido con
una enorme bata de felpa blanca, de esas que proveen los
hoteles. Camina silbando una tonada que le juguetea en los
labios, mientras llega a su lado de la cama —el izquierdo, ine-
vitablemente—, apaga las luces usando el comando inserta-
do en la pared, sobre la cabecera. Se despoja de la bata y se
introduce entre las sábanas con una sincronía de prestidigi-
tador. Pero esta oscuridad absurda, la estúpida bata, las rosas
rococó, el lenguado…, provocan en Ana un malestar crecien-
te. ¿Y ahora qué?
Habla. Él habla… Javier se siente libre de decir lo que ella
le gusta. Como un adolescente, describe sus sentimientos,
expresa sus gustos reprimidos durante años. Habla de la ma-
ravillosa noche, de la maravillosa luna de miel que está vi-
viendo, del futuro venturoso que les espera, de la amistad y
del amor que los hará inseparables para siempre…
¡Basta! Ana decide que ya es suficiente ¡Este hombre es un
tonto! La conversación le provoca dolor de cabeza y no pien-
sa pasarse la vida tomando aspirinas para neutralizarlo. Esa
tonada fue el detonante, la gota que rebalsó la copa de su
paciencia. No lograba identificarla pero era conocida. Un
maldito tango…
9
Sin decir palabra, prende la lámpara de su mesa de noche,
y abriendo la ola verdosa, emerge desnuda. Lentamente, con
la furia contenida en sus mandíbulas apretadas, se viste. Arre-
gla su bolso con movimientos seguros y mirándolo de frente,
con decisión, le anuncia:
—Me voy. El lunes nos divorciamos.
Sorprendido por el gesto intempestivo, sentado de golpe
en la cama, con las piernas cruzadas ante sí debajo del agua,
como un Buda equivocado, Javier no atina a responder, pen-
sando que desnuda, caramba, es preciosa, de formas redon-
deadas y piel sonrosada y lisa como la de un bebé. Compren-
de que tal vez ella esté muy cansada, que no se han tomado el
tiempo necesario para adaptarse, que tanto apresuramiento
no ha sido buena idea.
—¿Qué? —pregunta luego de unos instantes, mirándola
compasivo.
Ella, lista para irse, con el bolso en sus manos, responde
algo incomprensible.
—¿Qué? —repite, esforzándose por entender.
Firmemente, para no dejar lugar a dudas, ella insiste:
—Que las apariencias engañan, digo. Que me voy. Que el
lunes nos divorciamos.
Él queda inmóvil mientras ella cierra la puerta con suavi-
dad. Se escuchan sus pasos rítmicos hasta el ascensor, y la
puerta de este al cerrarse.
10
con esa grotesca luna de miel! ¡Esa habitación empapelada
de rosas, esa cama horrible, esa comida, esa conversación
desatinada sobre el amor y el futuro! ¡Y vivir con él en ese
apartamentucho pintado de un amarillo tan rabioso que se-
guro le provocará ictericia; debería vivir con anteojos de sol
dentro de casa, hasta tanto pudieran pintarlo de otro color
más civilizado! ¡Ese gasto innecesario cuando faltaban tan-
tas cosas por resolver en la vida de ambos! No. Así, no.
Saca la cuenta de que el matrimonio ha durado unas…
ocho horas en total. Al llegar, se quedará en un hotel y des-
pués de dormir un poco retornará a la pensión. Se comprue-
ba muy cansada y admitiendo que tal vez mañana vea las
cosas de otro modo. Hay veces en la vida en que nada tiene
más importancia que dormir, dormir, dormir…
Durante el trayecto, soñolienta, no puede quitarse de la
cabeza los versos que recuerda de la tonada silbada: Yo sé que
ahora vendrán caras extrañas… ¿Qué más? Algo así como de
alivio a mi tormento… Lo que se le graba, obsesivo, es la frase
incompleta de todo es mentira, mentira ese lamento, hoy está
solo —pausa— mi corazón. Una verdad absoluta y terminan-
te: otra cara extraña en la soledad de su agonizante espíritu.
11
más tranquila. No crea usted que llegaré así, sin más, no,
no… Pasaré por un comercio que me venda el ramo de rosas
más lindo que tengan, las flores más frescas, compraré por
lo menos dos, no, tres docenas. Eso: tres docenas, treinta y
seis rosas rojas para una mujer hermosa y dulce. Tuve suerte
en encontrarla.
Acomoda la cabeza sobre el respaldo de su asiento mien-
tras su boca se distiende en una sonrisa y una expresión in-
genua se le instala en la cara.
Repite, en voz muy baja:
—Tuve suerte.
12
Trenzas
13
—Me siento rara —dice Manuela—. Como que me falta-
ra algo. Como con demasiado aire sobre la cabeza.
—Yo estoy más liviana, parece que flotara —interrumpe
Antonia mientras se mesa el cabello.
—Cuando conocí a Rosario —insisto—, ella tenía las tren-
zas espesas, doradas. Parecían animales atados. Cuando sol-
taba el abanico de su pelo…
—Pero se usa así, ahora, papá —Antonia se fastidia—.
Diga que le gusta, qué le cuesta.
—Vamos, abuelo José, diga que estamos hermosas y en-
tonces le traemos el desayuno —sermonea Manuela mien-
tras se planta los puños en las caderas.
—Y —Antonia me mira de soslayo, me amenaza con el
dedo—, para cuando llegue el verano y nos cortemos estas
pesadas faldas, ¡ay, papá!
—Mire, abuelo —Rosarito gira y gira sobre sí—. Mire
cómo se mueven mis rulos, mire.
Las miro. Y no es el pelo sino los ojos de mi hija. Y los
ojos nuevos de mis nietas. Miro el destino de estas mujeres
solas, aisladas en una casa demasiado grande donde el campo
está al mando de hombres ajenos, hoscos, rudimentarios.
—Sí, de acuerdo —digo—. Me gusta. Parecen otras. Como
si la primavera hubiera llegado primero a las mujeres, des-
pués al campo.
Se ríen.
Y así, con esos cascabeles, se reía Rosario.
14
Despedida
15
moda antes de partir. Envuelve la figura en su camisón sedoso
y apenas estrenado, cuidando ubicar el bulto donde no pue-
da romperse.
Se le ha ido la mañana en la limpieza a fondo de la cabaña,
en preparar la comida para el mediodía —el pollo está en el
horno, la ensalada preparada y la fruta alcanzará justo hasta
hoy—. Empacar las ropas, las cosas de tocador, los juguetes,
fueron largos minutos lentos. Guardar la pastorcita duró una
eternidad de emociones reprimidas. Piensa que los niños no
podían haberse portado mejor. Imposible pedirles más.
16
—Esa misma. ¿Ves, Andrés?, se parece a esta.
Andrés mira por los ojos de la hermana y, claro, es la
misma. Es una casita de cuento.
—Pero, Ale —él tiene ahora una pequeña reserva—, la
casita del cuento se podía comer y esta, no.
—Sí, ya sé —Alejandra tiene gusto en explicarle que eso,
en realidad, no importa—. Esta es de troncos que parecen
barras de chocolate…
—¡Es verdad! —el asombro de Andrés complace a la mu-
chacha-niña, brillan sus ojos verdosos en la cara seria.
—Y —continúa ella— el techo inclinado, así, de paja, pa-
rece… parece…
—¡Parece una torta de miojas! —grita el chico.
—De milhojas, Andy, milhojas… Sí, parece la torta de mil-
hojas de mamá.
—Y las ventanas son como… ¿Cómo qué, Ale?
—Como masitas, con picaporte de alfajores. Y la puerta es
como una pasta frola —ella también se ha puesto a soñar—.
¡Ahí están otra vez la Talía y el Chicho! ¿Por qué Esteban le
puso ese nombre horrible al perro? ¿Cómo puede decirle
Chicho, Chicho, Chicho? Es un nombre espantoso para un
perro tan feo.
—Más fea es la Talía, Ale. —Adoran a la perra pero saben
muy bien que vale poco, más de uno se ha reído de esa cosa
fastidiosa y amarillenta.
Al unísono, comentan:
—Pero se hicieron amigos y eso es bueno.
Los niños se miran y miran a los perros.
Los animales, sintiéndose observados, corren a revolcarse
cerca de ellos, al sol y sobre el pasto deliciosamente húmedo,
recién cortado. Después de sacudirse y refregarse entre sí, la
17
Talía y el Chicho se miran amorosamente. Piensan que la
vida en la playa, el sol, el pasto, la buena compañía… son
una felicidad total. Emocionados de estar juntos, corren a
ocultarse detrás de los matorrales de hortensias, cargados
de flores rosadas y hojas carnosas.
18
Pero Andrés ha hecho un descubrimiento y está fascinado.
—¡Mirá, mamá, el globito que encontré! ¡Ale, mirá! ¡Ha-
cele un nudo acá!
La voz de Laura suena con fastidio y asco:
—¡Tirá eso, Andrés!
—Pero es un globito. Con agua. Estaba en el agua. Y Ale
sabe hacer un nudo…
—¡Que tires eso, Andrés! ¡Ya mismo!
Hay tanta repugnancia en el grito de la madre que el niño
decide, por venganza, tirar el globito sobre el Chicho. El pe-
rro se ha cansado de corretear y duerme aplastado sobre la
arena como una mancha blanquinegra.
Retorciendo los bordes gomosos con rapidez, mira a la
madre seriamente, apunta hacia el perro con el brazo exten-
dido y tenso hacia atrás. El impulso describe una parábola
perfecta y cae exactamente donde él quiere. Bien cerca de la
cabeza del perro, salpicándole el hocico al rebotar. La cosa esa
ni siquiera revienta. El nudo provisorio se desenrosca y el glo-
bito se deshace. El Chicho se sobresalta, olisquea ese objeto
extraño y se aleja de esos niños tan irrespetuosos del mereci-
do descanso que le corresponde como animal digno y adulto.
—Ale —el niño recurre a su hermana con sus dudas—,
¿por qué se enojó así mamá?
—No ves que no era un globito… —con suficiencia, Ale-
jandra espera que el hermano no le pregunte qué cosa era—.
¿No viste que tenía una forma bien rara?
—Sí, Ale. ¿Qué era, si no era un globito? Se podía llenar de
agua y todo…
—No sé —Alejandra piensa y piensa, pero no puede re-
cordar haber visto nada parecido—. Pero si mamá dijo que
lo tiraras es porque era otra cosa…
19
—Pero, ¿qué…?
—¡No seas pesado, Andy! Vamos a hacer un castillo con
un foso.
El castillo no era gran cosa pero el foso les quedó fantásti-
co. Ella cava profundo y Andrés hace todo más prolijo. Inter-
cambiaron las tareas y quedó estupendo.
—¡Niños! ¡Nos vamos!
La voz de Laura es apagada y estridente a la vez, como este
ocaso en la playa. Es la tristeza de los últimos días de febrero,
cuando el sol al ocultarse es más rojo y más grato y agobian-
te que nunca. Tiene una dulzura silenciosa que contagia al
mar, al aire, a las pocas gaviotas perdidas. Silencio como
música. Música de despedida.
Los perros corren por última vez al mar y pisotean el cas-
tillo, deshacen el foso, salen chorreando agua… Como bóli-
dos húmedos y estremecidos de frío, vuelven a pisotear los
restos de la arquitectura.
No importa. Alejandra piensa que después de todo es
mejor así. Le dolería más dejar el castillo solo, sin nadie que
lo cuidara del mar.
Pero Andrés parece a punto de llorar. Ya camino hacia las
dunas, no deja de mirar hacia atrás pensando que el agua de
las olas hubiera llegado a entrar al foso si le hacían un túnel
hasta la misma orilla. Bueno, seguro que ni Esteban —que
hace casas y endeficios altos— habría logrado nunca hacer
un foso tan bueno. Ni la mitad de bueno.
20
Dentro del coche, en los asientos traseros, Alejandra y
Andrés hablan en susurros. Los perros, echados lomo contra
lomo sobre el piso, a los pies de los niños, parecen un mismo
y enorme animal subdividido. Roncan suavemente, agotados
del día de playa y de la noche insospechadamente movida,
rota la rutina de los días felices con sus noches quietas.
—Andrés —la voz de Alejandra trasmite temor y sospe-
cha—, creo que mamá y Esteban estarán crujiendo…
—¿Qué? —Andrés no comprende y se asusta sin saber de
qué.
—Que estarán crujiendo, te digo. Eso que hacen la Talía y
el Chicho, detrás de las hortensias. Nosotros los vimos.
—Ellos no hacen eso —el niño está seguro—. Eso lo ha-
cen los bichos.
—Mamá también lo hace. Yo lo sé.
—¿Cómo sabés? ¿Los viste?
—No. Pero el piso del dormitorio de ellos hace ruido, de
noche, cuando se mueve la cama. Estoy segura.
El niño no puede, no quiere creer en lo que oye.
—Ale —dice, convencido—, ¿verdad que el foso del casti-
llo había quedado precioso?
Pero ella, acongojada más allá de las palabras, no contesta.
—Ale —insiste—, ¿verdad que quedó precioso?
—¡A la mierda el foso!, ¡a la mierda el castillo!, ¡a la mier-
da la casa de chocolate y estos estúpidos perros!
Furiosa, los patea. Los animales se remueven, cambian de
postura, siguen durmiendo.
Andrés cree que va a llorar, pero se contiene. ¿Por qué no
vienen de una vez, mamá y Esteban? Está oscuro. Quiero lle-
gar a casa a ver televisión y jugar con el tren nuevo.
21
—Total —dice el hombrecito—, a mí este tipo no me gusta
como padre. Es como de madera.
—Sería padrastro, Andy. Papá ya tenemos y estará en casa.
—No. No estará. Nunca está cuando estamos despiertos
y todavía no es la hora de dormir.
Es cierto. Ella lo sabe pero no quiso decirlo. ¡Qué valiente
que es Andy! Es chico y es más valiente. Y es verdad que Este-
ban es como de madera. Pero mamá nos explicó que ellos
solamente eran buenos amigos. Como si nosotros fuéramos
así de bobos…
Ese fue el trato, piensa Laura al acomodarse dentro del
coche. Nada de amor. Una especie de juego propio de chi-
quilines tontos. Jugar a la familia feliz por quince escasos
días. Así como los niños fuimos de inocentes. Prenderé la
radio, cualquier música viene bien en un momento como
este. Esteban está silencioso, atento a manejar con un cuida-
do supremo. Los niños se entretienen con los juegos electró-
nicos. Yo prometí no llorar más. Como si se pudiera prome-
ter algo así…
22
parte inferior de la puerta del dormitorio de Laura se esca-
pan olas de desconsuelo, a raudales. ¿Estará el Chicho ahí,
buscándola a ella?
Mirándose en el espejo flamante, Laura se define. Mujer
sola. Casada con marido reiterada y empecinadamente in-
fiel, dos hijos, profesora de idioma español y literatura en tres
colegios distintos. Imposibilitada de divorciarse por falta de
coraje. Enamorada de un hombre nuevo. Soltero empeder-
nido. Viajero incansable. Sensible a las despedidas y buen
amante. A Esteban nunca le asomó a los ojos el niño que los
hombres llevan dentro. Nunca le vio esa mirada implorante
de cariño, de comprensión o de cualquier otra cosa. De los
que se bastan a sí mismos. Esa clase única de hombres que
no sobran sobre esta tierra… ¡Qué sentimiento tan vulnera-
ble es el amor! ¡Qué inútil y desprolijo!
Abriendo la valija, desenvuelve la pastorcita de su ropaje
sedoso. ¡Qué bonita que es! Hay, repentinamente, una estri-
dencia de vidrios rotos. El espejo, hecho añicos, devuelve frag-
mentos de Lauras distorsionadas. La pastorcita yace muerta
entre los escombros, sin cabeza, sin manos, sin alma…
Y una perra, del otro lado de la puerta, aúlla de dolor,
haciendo eco a esta angustia de amor no correspondido; a
mi propio grito inarticulado, mientras me abrazo a mí mis-
ma sintiéndome tan sola. Sintiéndome tan sola. Sintiéndome
tan sola.
23
Betty
25
necesidad de mayores ganancias. Mientras ella se escucha-
ba, él observaba su vestimenta. Era absurdo, a sus años, usar
una falda tan corta. ¡Podía irse al diablo!
Llegó a destino y la portera, con la cara torcida, le repitió
la cantinela de su magro sueldo que le impedía jubilarse, de
la basura chorreante de los vecinos del último piso, del dine-
ro insuficiente hasta para comprar escobas, de la mugre de
los niños del tercero… Ubaldo se prometió extremar las pre-
cauciones para no encontrársela al entrar o al salir. Unos dos
meses atrás, los ojos le brillaban cuando le hacía sus confi-
dencias de mujer abandonada. Ahora el brillo se había con-
vertido en una especie de ferocidad.
¡Y mamita…! ¡Dios querido, qué suplicio! Apenas pren-
der la luz del apartamento, ya sonaba el teléfono, y era ella,
con la insistencia propia de una mujer confinada en silla de
ruedas. Sus lamentos no variaban nunca. El dinero. La sole-
dad. La ingratitud de la gente. Los precios de la comida. El
frío. El calor. El dinero. El dolor de sus huesos. El precio de
los medicamentos. La vejez. La soledad. El dinero… Le cortó
después de decirle, pacientemente, que acababa de llegar a
casa, que estaba cansado, que mañana la llamaría.
26
Apreció el alivio de después de la tensión. Entonces, solo
entonces, fue consciente de que debía hacer la tarea de una
vez por todas.
Se levantó, se sirvió un whisky. Se miró al espejo. Probó la
bebida y la encontró detestable. El calor lo abatió. Hacer un
balance del día fue una pésima idea, realmente, pensó. Se
ducharía. La lavaría a ella. Y después… Revisaría su piel cen-
tímetro a centímetro. La encontraría.
—En algún lugar, muñeca mía —dijo a la figura femenina
del espejo—, tienes una pinchadura. Pero te pondré un boni-
to parche.
Y estarás bien, pensó, sintiendo que la imagen se le perdía
en una neblina acuosa. Y estaré…, estaremos bien, asintió, no
demasiado convencido.
Dejó la bebida sobre la cómoda. Ella lo esperaba, inmóvil.
27
Imagen de la máscara
29
que responde a su interrogación sobre quién soy. Mira, in-
sisto. Pero la distancia le impide leer mi nombre, solo alcanza
a distinguir la orografía de lo que parece una mayúscula cur-
siva. Mira, le digo, y ella arriesga: Es una E. Le hago el signo
de correcto, con mi pulgar hacia arriba. La siguiente, insisto;
las tres patas de la… La M, acierta, y bato palmas sin sonido.
La O, tantea luego, y entonces ya bailoteo de alegría. Pausa.
Luego remarco el punto de la I… El tilde sobre la otra O…
Cuando al fin comprende que soy ella en la emoción, es que
el espumarajo de una ola borronea mis pies y desaparezco
lentamente dentro de las múltiples volutas de la E.
Mírame, le digo, mientras voy renunciando a estar: Soy el
alma del universo. Ella cree que apenas puedo ser tal vez
una fracción del alma del universo. Soy, insisto: Una frac-
ción es parte del todo y por lo tanto es el todo. Soy el alma
del universo.
Entonces ella siente crecer dentro de sí la palabra Bienve-
nida. Podría ahora hacerla descansar, cancelarle el insomnio,
dejarme ir… Incrédula, ella sospechará que su sombra no es
más que su sombra, y aqueste comprobará, una vez más, que
su ser se ha fundido en el absoluto del negro.
30
El huésped
31
Levanta las cejas y con las manos abarca el mundo entero.
—Me hice un menú bien hecho donde no faltaba nada,
nada, nada.
Abuela cocina riquísimo. Que no se vaya por las ramas, doña
Divague, como le dice papá. Ni me muevo y espero que siga.
—Había desde milanesas, las que te gustan a vos, napo-
litanas, hasta pastas, lo que quisieras: ravioles, tallarines, ca-
nelones.
Me hubiera gustado ser yo ese tipo.
—Y las carnes, claro, no se me olvidaron: pollo, vaca, pes-
cado, todas. Hasta asado. Y cuidé que no se me repitieran las
comidas a lo largo de la semana. Las catorce comidas…
Queda algo pensativa como calculando si el esfuerzo va-
lió la pena.
—Almuerzo y cena. Catorce comidas y ninguna repetida.
Ya no quiero otra pizza pero ojalá la abuela pida postres.
—¡Mozo! —grita—, traiga el menú, por favor.
Acodado en la barra el mozo nos mira sin un gesto. No sé
si nos ve.
Se lo alcanzo, estaba aquí, junto a mi gorra. Elegí helado
especial de la casa y ella dice que hace frío y prefiere los pan-
queques de manzana. El mozo se acerca, es un viejo de pelo
crespo y cara fea. Pedimos los postres y el hombre se va ca-
minando a lo pato.
Abuela continúa:
—Entonces, cuando estaba ya para irse, este sobrino va y
me dice: Tía, sé que no tienes cocinera. Yo no dije nada. Ca-
llada, a ver con qué salía. Cocinas bien, dice, pero hay algo
que nunca me hiciste. El corazón se me paró. ¿Qué?, le pre-
gunto, y pienso que se me olvidó alguno de nuestros platos
típicos. Pero le hice asado, le hice buenos churrascos.
32
Pienso si serán a la manteca, como los hace a veces.
—Te faltó algo, tía, me dice, entremeses, dice. ¿Y eso qué
es?, digo yo. ¡Dios mío, querido, pienso, si yo no sé lo que
son los entremeses! Y se lo tengo que admitir, no sé lo que
son los entremeses. ¿Que no shabesh lo que shon losh en-
tremeshesh!
Yo me doblo de risa.
—Se sorprende, querido. Entremeses, tía, me repite, en-
tre-me-ses. Mi madre me los hace siempre, en el almuerzo y
en la cena, son una delicia, dice. Pero yo no sé qué son y él me
mira como a bicho raro.
No puedo interrumpirla para preguntarle mis dudas, hay
tanto barullo a nuestro alrededor. Prefiero que continúe.
El mozo nos roba el menú y se va arrastrando los pies.
Ella sigue:
—Entremeses, tía, me dice este señor. Unos días después
se aparece en casa cargado de bolsas y paquetes, no le daban
las manos. Traía de todo. Y se pone a preparar exquisiteces,
verdaderas exquisiteces.
Abuela pone los ojos en blanco.
—¿Ves?, me dice, y me muestra lo que ha preparado. Estos
son entremeses. Y allí hay de todo: hay canapés con jamón,
hay mariscos, hay croquetas, hay melón, hay embutidos ra-
ros, hay…, qué sé yo, exquisiteces. Claro que ya había consul-
tado la enciclopedia y también un libro que tenía de hace
años en la biblioteca, regalo de otros de los parientes españo-
les de tu abuelo. Gastronomía alicantina, se llamaba el libro
este, y decía, y me lo memoricé de pura rabia…
Le asoma la profesora de idioma español en el tono de
voz. Si por lo menos no hablara tan fuerte… Los brazos son
como molinetes en el aire.
33
—De pura rabia, mi querido, y decía, textual, que procede
del vocablo entremets. Que los franceses dan el nombre de
entremets a los platos que se sirven entre el asado y los pos-
tres. Pero que para la academia española es entremés cual-
quiera de los platillos que se ponen en las mesas como fiam-
bres, aceitunas, a diferencia de los manjares que constituyen
la verdadera comida. Eso decía. Y en mi querida enciclope-
dia de siempre, que derivaba del catalán entremès, y que es la
comida ligera que se sirve antes del primer plato o sopa.
El mozo, con cara de aburrido, trae juntos los panque-
ques y mi helado; no contesta a nuestros gracias. Pero el he-
lado es común, de crema y chocolate, casi sin color, adorna-
do con una guinda y un barquillo. Empiezo por el barquillo
y dejo la guinda.
—Como si fuera poco —sigue abuela sin siquiera mirar
su plato—, le preparamos la cama en el escritorio de tu abuelo.
Hay tantos muebles en el que era el escritorio del abuelo
que no me imagino que una cama pudiera caber allí.
—¡Ah, no sabés lo lindo que era el escritorio de tu abue-
lo…! Estaba distinto, claro, ahora es otra cosa. —Brillan los
ojos verde-bolita de la abuela—. Pero resultó que la cama era
la camita de cuando tu padre era chico, durmió ahí hasta que
tuvo unos… unos doce años.
Me imagino que soy yo el que está durmiendo a la som-
bra del escritorio del abuelo, oscuro y oloroso a cosa vieja.
—Era —sigue abuela— muy estrecha y corta para un adul-
to. No, dijo tu abuelo.
Ella habla con la voz grave del abuelo.
—Fue terminante, tu abuelo. No vamos a salir a comprar
otra cama por este señor, dijo, se quedará con esta. Pero, que-
rido mío, miré la cama y faltaban unos treinta centímetros
34
hasta la pared, que debíamos rellenar. Treinta centímetros
o más. Y yo llamando a España, preguntando cuánto medía
este hombre. ¿Te imaginás —se ríe—, te imaginás a tu abuela
disimulando para que le contestaran cuánto medía este señor?
Resultó que era altísimo, querido.
Le miro el esfuerzo con que corta los panqueques resba-
losos. Tiene las uñas bien rosadas porque fue a la peluquería.
—Mirá, no sé —me contesta cuando la interrumpo—,
como dos metros, altísimo.
Pienso en los jugadores de básquetbol y en las largas ca-
mas que usarán.
—Querido, era alto. Total, que hicimos lo que podíamos.
Debajo del colchón, de tamaño normal, pusimos unas valijas
viejas del papá de tu abuelo, don Manuel. Dos valijas viejas
de las de cuero duro, bien apretadas. Cuando este señor se
fue a acostar…
Hace pausas al hablar, con el tenedor como batuta.
—Ya era bien tarde. Y mientras yo le tendía la cama con
mis mejores sábanas, va y me dice…
Cuando le pregunto, y es importante para mí, si la cama
quedaba nivelada o si era un tobogán, con eso de las valijas
abajo, abuela no responde. No puede cortar el cuento para
responder a un detalle:
—Tía, me dice este señor, muy serio y preocupado, ¿y esto
qué es? Y me señalaba la camita con una mano larga. Vieras
la cara que puso, mi querido, vieras qué espanto, el pobre
tipo. Yo, callada. Y ahí durmió, quieras que no, durante todo
el tiempo. Pero, bueno, al fin se fue.
A la abuela incluso ahora se le nota el alivio.
—Y en todos estos años me escribió una sola vez.
No me gusta cuando se pone triste.
35
—Una sola. Fue para cuando murió tu abuelo —hace una
pausa—. Nunca más después.
Cretino, pienso, cretino, cretino.
—No. No sé nada de él. No, querido.
El mozo llega sin ser llamado, nos cobra en silencio, le da
el vuelto a la abuela y se vuelve. Abuela deja una propina exa-
gerada, como siempre. Me pongo la gorra y ya nos vamos.
Controlo que no nos dejemos nada olvidado.
—No supe nunca más nada —sigue abuela.
Me mira raro cuando le pregunto si el tipo puede estar
muerto.
36
estaba enfermo. Este pariente no se comidió para ayudar en
nada. Era el señor huésped. Fue un abuso, hijo, no tenía dere-
cho, tu abuela ya tenía muchos años.
Hace una pausa en su rememoración y luego prosigue.
—No creo que quisiera enseñarle qué eran los entreme-
ses. Más bien tenía gustos refinados, quería darse el lujo de
comer aquello. Extrañaría sus costumbres de allá. Gente con
cocinera, chofer, jardinero y qué sé yo qué más. No era su
madre la que cocinaba, mandaba a hacerlo. La conocí, una
mujer muy fruncida.
Se sonríe levemente. Yo recuerdo a mamá, sus ojos pare-
cían caramelos de miel. Sus manos eran suaves. ¡Era tan va-
liente estando tan enferma! Abuela siempre me cuenta que
ellos se querían mucho y que papá no puede olvidarla.
—No era tan alto —dice papá—. Apenas un poco más
que yo.
Mira la pantalla de la computadora donde los números
están ordenados en una planilla y entonces, rápidamente,
concluye:
—No. No me escribió nunca. A la abuela creo que dos ve-
ces. Para cuando murió el abuelo y otra vez después, unas
navidades.
Entonces, inflamado, recuerda:
—Pero lo peor no es que se las diera de europeo refinado,
sino que… De acuerdo, hijo, antes de que me digas nada, lo
aclaro: los sé superiores, no en vano llevan siglos de civiliza-
ción a cuestas. Tienen una cultura más desarrollada que la
nuestra, no pretendo negarlo. Pero a este señor le faltaba hu-
mildad y, además, quería convencernos de que nuestro ape-
llido no era catalán sino judío. Estaba orgulloso…, qué digo,
exaltaba su judaísmo.
37
Responde rápido cuando lo interrumpo.
—Claro que es lícito, hijo, no tengo nada contra los ju-
díos, no. Pero decirle algo así a tu abuelo, que conocía al de-
dillo todo su árbol genealógico, que había viajado cinco ve-
ces a España para conocer al resto de la familia y que tan
contento estaba de sus antepasados… Aparecer por casa ha-
blando maravillas de lo judío y con una enorme estrella de
David colgándole del pecho…
Pienso en tío Ignacio, mi padrino. En su escudo vasco col-
gado encima de la chimenea, sus lauburus desparramados
por toda la casa, su música para bailar a los saltos…
El protector de pantalla, de cubos que se superponen, de-
vuelven a papá a la realidad. Me quedan algunas dudas pero
me las guardo; él está trabajando.
38
—A vos abuela te miente porque sos un chiquilín —me
dice.
Cuando Martín contesta así, rápido y duro, me nacen ga-
nas de insultarlo a gritos.
—Sí, claro que lo conocí —sigue con ese tono de super-
hombre—. Era de altura normal, como papá. La cama era
normal, también. No habrá puesto valijas ni nada abajo, son
cuentos. Si trajo entremeses es que estaría agradecido y ha-
bría querido darle una sorpresa. Él invitaría, se habría can-
sado de invitar a comer afuera. No sabía que era judío. No
me fijé si le colgaba una cadena o nada parecido. Y dejate de
estupideces, quiero dormir.
Cretino, pienso, por algo la abuela nunca te invita a comer
pizza.
Junto saliva amarga en la boca y tengo ganas de escupir.
—Cretino —digo.
Pero él no me escucha. Me doy vuelta contra la pared.
39
Para adquirir el libro completo,
agradecemos que te comuniques por
e-mail con el autor o que le envíes el
formulario del botón Comprar.