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A flor de piel

Pilar Chargoñia
© Pilar Chargoñia, 2009

Sello editor: Del Sur Ediciones


Av. Sarmiento 2520 - Apto. 401
E-mail: delsurediciones@adinet.com.uy
Montevideo - Uruguay

Fotografía de la cubierta: Emergente, de Marcia Petrovich (1997)

Diseño de la cubierta: Valeria Uboldi


E-mail: info@zaragata.com

Diseño del interior: María Cristina Dutto

ISBN 978-9974-8174-3-2

Hecho el depósito que marca la ley.


Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción parcial o total,
por cualquier medio gráfico o informativo, sin previa autorización de la autora.
Agradecimientos

Agradezco a los lectores que se internarán en este libro


(y mucho más a los que se animen a dejarme comentarios
en mi dirección electrónica: pilarchargonia@ adinet.com.uy).
También a los directores de distintos talleres de escritura
a los que concurrí, especialmente a Elena Romiti, profesora
de literatura y escritora, por su entrega y dedicación.
A las críticas generosas de Rosario Peyrou y Sylvia Ries-
tra. A la mirada crítica de Marcia Petrovich, así como al amigo
que nos dio una mano con la edición, Juan Antonio Varese.
A mi colega Maqui Dutto, por su mirada de excelente
profesional en la corrección de libros.
A mi familia y amigos, especialmente a mi madre querida,
por aguantarme el «Y…, ¿qué te parece?» con que los agobié.
A mi marido, por su paciencia con mi malhumor de co-
rrectora y escritora siempre desconforme, y por este mara-
villoso «sistema de escritura» que creamos desde que la lite-
ratura nos acercó.
A mi hijo, por verse obligado a tolerar la espalda materna
en la búsqueda de un tiempo-espacio propio para la expre-
sión de una pasión constante.

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Luna de miel

Presentados distraídamente por amigos bienintenciona-


dos, Ana y Javier coincidieron en sobrevivir a divorcios re-
cientes; en la frustración de los estudios universitarios incom-
pletos —ella, los de Bellas Artes; él, los de Agronomía—; en
el dolor por la falta de hijos; en soportar trabajos rutinarios
de sueldos sin futuro; en la escasa diferencia de edad pasada
la barrera de los cuarenta; en vivir en pensiones cercanas a
los lugares de trabajo. Y en sentir la soledad como una piedra
aplastante. Cautelosamente, hablaron de sí mismos como de
animales que mudaran de piel.
Resolvieron casarse de inmediato. ¿Cómo surgen esas de-
cisiones intempestivas? ¿Quién de los dos dijo las primeras
palabras comprometidas que desembocaron en el interés
común? ¿Por qué momentos como esos son intraducibles,
como si la memoria se negara a dejar constancia de unos ins-
tantes de locura ordenada o cordura irracional?
Acordaron compartir todos los gastos. Y en no mantener
relaciones íntimas hasta completar las formalidades que los
harían sentirse más seguros.
Buscaron, encontraron y compraron, un apartamento de
un solo dormitorio, un primer piso por escalera, en la zona
de La Comercial. Pequeño, bonito y pintado de amarillo.
Casi en secreto, se admitieron casados un viernes de otoño,
de aire especialmente suave, a últimas horas de la tarde. Javier

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tuvo la delicadeza del primer gesto amable: la luna de miel,
el fin de semana en un hotel de la Colonia del Sacramento.
Con los mínimos bolsos en las manos, partieron de la ter-
minal de ómnibus, inexpresivos y circunspectos. Cerca de las
once de la noche llegaban al mejor hotel de la zona turística
de la ciudad, El Nuevo Colonial.
Durante el viaje hablaron, con menos reservas, de sus res-
pectivas ex parejas. Ana resiente las infinitas burlas, la indife-
rencia, que la han vuelto discreta y silenciosa. A él le duelen
los años perdidos junto a una mujer sin sensibilidad, burda y
disconforme. Ana le gusta. Le gustan sus ojos celestes, el óva-
lo perfecto de la cara, su pequeña estatura, la cadencia de sus
movimientos, el tono suave de la voz, la sencillez de su blusa
azul a juego con el color de los ojos. Ella admira la barbilla
firme, cuadrada, la piel curtida del mismo tono canela de su
pelo apenas encanecido, los ojos serenos, la atención con que
la escucha y la virilidad de su boca y de sus manos.
Ya en el hotel, ella se sorprende del lujo innecesario, del
dormitorio de mal gusto. Una enorme cama matrimonial de
estilo Luis XV en color marfil y con ribetes dorados se halla
encajada en una habitación empapelada con un estampado
de millones y millones de rosas rococó.
Hambrientos, salen a comer al lugar reservado por Javier
—segunda sorpresa de la noche—, un sitio pretencioso, os-
curo, decorado al estilo de un barco pirata. Solo sirven platos
sofisticados, y allí prueban calamares con una salsa rosada,
lenguado cremoso, un vino blanco de cosecha reciente sufi-
cientemente buena y un postre con nombre raro, muy dulce
y húmedo.
A Javier los ojos le brillan de satisfacción mientras disfruta
los platos sin dejar ni los restos. Pero Ana siente el cansancio

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de las últimas semanas, acumulados de golpe en estas horas.
Se comprueba tensa y algo fastidiada de no desear estar ahí.
De vuelta en la habitación de la ridícula cama, sin hablar y
casi sin mirarse, se quedan inmóviles, de pie, observando el
vacío. Javier se encierra en el baño y Ana decide desnudarse
dejando su ropa en orden sobre la correspondiente silla de
estilo. Y protegerse entre las sábanas verdes, sedosas como
las olas neutras del mar en calma.
Le sorprende verlo salir —a su marido, tiene que acos-
tumbrarse al reciente y reiterado estado civil— vestido con
una enorme bata de felpa blanca, de esas que proveen los
hoteles. Camina silbando una tonada que le juguetea en los
labios, mientras llega a su lado de la cama —el izquierdo, ine-
vitablemente—, apaga las luces usando el comando inserta-
do en la pared, sobre la cabecera. Se despoja de la bata y se
introduce entre las sábanas con una sincronía de prestidigi-
tador. Pero esta oscuridad absurda, la estúpida bata, las rosas
rococó, el lenguado…, provocan en Ana un malestar crecien-
te. ¿Y ahora qué?
Habla. Él habla… Javier se siente libre de decir lo que ella
le gusta. Como un adolescente, describe sus sentimientos,
expresa sus gustos reprimidos durante años. Habla de la ma-
ravillosa noche, de la maravillosa luna de miel que está vi-
viendo, del futuro venturoso que les espera, de la amistad y
del amor que los hará inseparables para siempre…
¡Basta! Ana decide que ya es suficiente ¡Este hombre es un
tonto! La conversación le provoca dolor de cabeza y no pien-
sa pasarse la vida tomando aspirinas para neutralizarlo. Esa
tonada fue el detonante, la gota que rebalsó la copa de su
paciencia. No lograba identificarla pero era conocida. Un
maldito tango…

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Sin decir palabra, prende la lámpara de su mesa de noche,
y abriendo la ola verdosa, emerge desnuda. Lentamente, con
la furia contenida en sus mandíbulas apretadas, se viste. Arre-
gla su bolso con movimientos seguros y mirándolo de frente,
con decisión, le anuncia:
—Me voy. El lunes nos divorciamos.
Sorprendido por el gesto intempestivo, sentado de golpe
en la cama, con las piernas cruzadas ante sí debajo del agua,
como un Buda equivocado, Javier no atina a responder, pen-
sando que desnuda, caramba, es preciosa, de formas redon-
deadas y piel sonrosada y lisa como la de un bebé. Compren-
de que tal vez ella esté muy cansada, que no se han tomado el
tiempo necesario para adaptarse, que tanto apresuramiento
no ha sido buena idea.
—¿Qué? —pregunta luego de unos instantes, mirándola
compasivo.
Ella, lista para irse, con el bolso en sus manos, responde
algo incomprensible.
—¿Qué? —repite, esforzándose por entender.
Firmemente, para no dejar lugar a dudas, ella insiste:
—Que las apariencias engañan, digo. Que me voy. Que el
lunes nos divorciamos.
Él queda inmóvil mientras ella cierra la puerta con suavi-
dad. Se escuchan sus pasos rítmicos hasta el ascensor, y la
puerta de este al cerrarse.

El primer ómnibus que vuelve a Montevideo está casi com-


pleto de viajeros recién llegados de Buenos Aires.
Sentada entre el gentío, Ana no puede evitar sonreírse al
pensar en el disparate que ha llegado a cometer. ¡Casarse con
un hombre que cree que le ha dado una sorpresa maravillosa

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con esa grotesca luna de miel! ¡Esa habitación empapelada
de rosas, esa cama horrible, esa comida, esa conversación
desatinada sobre el amor y el futuro! ¡Y vivir con él en ese
apartamentucho pintado de un amarillo tan rabioso que se-
guro le provocará ictericia; debería vivir con anteojos de sol
dentro de casa, hasta tanto pudieran pintarlo de otro color
más civilizado! ¡Ese gasto innecesario cuando faltaban tan-
tas cosas por resolver en la vida de ambos! No. Así, no.
Saca la cuenta de que el matrimonio ha durado unas…
ocho horas en total. Al llegar, se quedará en un hotel y des-
pués de dormir un poco retornará a la pensión. Se comprue-
ba muy cansada y admitiendo que tal vez mañana vea las
cosas de otro modo. Hay veces en la vida en que nada tiene
más importancia que dormir, dormir, dormir…
Durante el trayecto, soñolienta, no puede quitarse de la
cabeza los versos que recuerda de la tonada silbada: Yo sé que
ahora vendrán caras extrañas… ¿Qué más? Algo así como de
alivio a mi tormento… Lo que se le graba, obsesivo, es la frase
incompleta de todo es mentira, mentira ese lamento, hoy está
solo —pausa— mi corazón. Una verdad absoluta y terminan-
te: otra cara extraña en la soledad de su agonizante espíritu.

Habiendo constatado telefónicamente que no hay salidas


de ómnibus para la capital hasta las nueve de la mañana del
día siguiente, Javier se resigna —él entiende, ella está nervio-
sa— y se duerme de inmediato.
Ya en el ómnibus, saluda a su compañero de asiento. Es un
viejo que escucha la historia de su reciente matrimonio, asin-
tiendo con la cabeza como un muñeco automático.
—Pero cuando llegue a casa —a Javier le gusta lo que ima-
gina—, en el salón luminoso, dorado por el sol, la encontraré

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más tranquila. No crea usted que llegaré así, sin más, no,
no… Pasaré por un comercio que me venda el ramo de rosas
más lindo que tengan, las flores más frescas, compraré por
lo menos dos, no, tres docenas. Eso: tres docenas, treinta y
seis rosas rojas para una mujer hermosa y dulce. Tuve suerte
en encontrarla.
Acomoda la cabeza sobre el respaldo de su asiento mien-
tras su boca se distiende en una sonrisa y una expresión in-
genua se le instala en la cara.
Repite, en voz muy baja:
—Tuve suerte.

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Trenzas

Estaban distintas. Las miraba desde mi sillón de inválido.


Ninguna tenía la mínima decencia de aclararme qué les pa-
saba. Mi hija Antonia y las descocadas de Manuela y Rosari-
to se contemplaban tentadas de risa. Se palpaban la cabeza
unas a otras. Se hacían comentarios infantiles.
—Pero abuelo —me dice Rosarito—, en estos andurriales
perdidos de la mano de Dios, ¿quién tiene que dar explica-
ciones? En la capital se puso de moda y dicen que hasta las
actrices del radioteatro de las cinco se cortaron el pelo así.
—¿Le gusta, abuelo? —la voz de Manuela es sarcástica y le
tuerce la boca.
Nadie espera mi respuesta.
En la noche de bodas, las trenzas rojizas de Rosario fue-
ron una promesa de ataduras que duraron la vida entera. Era
una seda tibia y densa que se deshacía en mis manos. Al en-
canecerle, comenzó a recoger sobre la cabeza su pelo de oro
viejo. Me negué a que se las llevara con ella bajo tierra. El
roce de esas reliquias, grises del polvo del tiempo, es uno de
los pocos goces que aún me quedan. Esta hija mía y estas
nietas retozonas, ¿qué pueden saber de un sentimiento así?
—¡Abuelo! ¡Que si le gusta! —grita Rosarito.
—No —digo, deseando no fruncir el ceño—. Cuando Ro-
sario se casó conmigo…

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—Me siento rara —dice Manuela—. Como que me falta-
ra algo. Como con demasiado aire sobre la cabeza.
—Yo estoy más liviana, parece que flotara —interrumpe
Antonia mientras se mesa el cabello.
—Cuando conocí a Rosario —insisto—, ella tenía las tren-
zas espesas, doradas. Parecían animales atados. Cuando sol-
taba el abanico de su pelo…
—Pero se usa así, ahora, papá —Antonia se fastidia—.
Diga que le gusta, qué le cuesta.
—Vamos, abuelo José, diga que estamos hermosas y en-
tonces le traemos el desayuno —sermonea Manuela mien-
tras se planta los puños en las caderas.
—Y —Antonia me mira de soslayo, me amenaza con el
dedo—, para cuando llegue el verano y nos cortemos estas
pesadas faldas, ¡ay, papá!
—Mire, abuelo —Rosarito gira y gira sobre sí—. Mire
cómo se mueven mis rulos, mire.
Las miro. Y no es el pelo sino los ojos de mi hija. Y los
ojos nuevos de mis nietas. Miro el destino de estas mujeres
solas, aisladas en una casa demasiado grande donde el campo
está al mando de hombres ajenos, hoscos, rudimentarios.
—Sí, de acuerdo —digo—. Me gusta. Parecen otras. Como
si la primavera hubiera llegado primero a las mujeres, des-
pués al campo.
Se ríen.
Y así, con esos cascabeles, se reía Rosario.

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Despedida

Con un cansancio incalculable sobre el alma, Laura busca


la valija nueva. Esa valija de color aceitunado, comprada es-
pecialmente para este fin de verano, escasos quince días de
felicidad. Le pesan los brazos como si no le pertenecieran;
sus movimientos tienen el automatismo de los dolores pro-
fundos, que nos marcan para siempre y no nos dejan reco-
nocernos cómo éramos antes de sentir este desborde.
La ropa de él ya ha sido guardada en una maleta más pe-
queña y práctica —típico de Esteban—, donde cabe lo míni-
mo de un equipaje masculino despreocupado, elemental.
Pero en la valija grande está todo lo demás: la ropa de los
niños y la suya, los juguetes y este regalo de Esteban que no
sabe todavía cómo interpretar. Sopesándolo en la mano, cree
que no es la finísima porcelana que le fuera regalada como
recuerdo de unos días bien vividos. Parece de hierro fundido,
lastre de amor, agobiadora y densa estatuilla de absurda be-
lleza.
La pastorcita tiene la cara triste y dulce de las muchachas
púberes, la cabeza ladeada, llena de rizos —despeinados por
el viento de las montañas—, la pequeña mano distraída…
Mira y acaricia al corderito que se le acerca, mimoso, levan-
tando hacia ella su diminuto hocico desvalido. Laura piensa,
acariciándola, que quedará hermosa duplicándose en el es-
pejo, de marco de madera clara, que colgó encima de la có-

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moda antes de partir. Envuelve la figura en su camisón sedoso
y apenas estrenado, cuidando ubicar el bulto donde no pue-
da romperse.
Se le ha ido la mañana en la limpieza a fondo de la cabaña,
en preparar la comida para el mediodía —el pollo está en el
horno, la ensalada preparada y la fruta alcanzará justo hasta
hoy—. Empacar las ropas, las cosas de tocador, los juguetes,
fueron largos minutos lentos. Guardar la pastorcita duró una
eternidad de emociones reprimidas. Piensa que los niños no
podían haberse portado mejor. Imposible pedirles más.

Alejandra y Andrés han pasado la mañana en el jardín


delantero. Están encantados con la casa alpina donde vivie-
ron felices y libres, con toda la playa para ellos solos, a dos
cuadras de distancia.
—Andrés —dice Alejandra—, ¿te acordás de Hansel y
Gretel?
—¿Qué cosa? —Andrés frunce el entrecejo, reconcen-
trándose.
—El cuento. De los hermanos. La madrastra los aban-
donó en el bosque. Ellos dejaron migas de pan para poder
volver a la casa. Las migas se las comieron los pájaros… ¿Te
acordás? —Alejandra adora a este hermano indefenso que
ella tiene que cuidar. Solo tiene seis años, son pocos, real-
mente…
—¡Sí! —Andrés está radiante, la cara pecosa mira a la her-
mana con la veneración escapándole por los ojos castaños,
de pestañas rojizas por culpa del sol de mediodía que asoma
por entre las ramas de los pinos—. Ellos encontraron una
casita preciosa en el bosque, de chocolate, de caramelo, con
mucho azúcar, y masitas, y…

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—Esa misma. ¿Ves, Andrés?, se parece a esta.
Andrés mira por los ojos de la hermana y, claro, es la
misma. Es una casita de cuento.
—Pero, Ale —él tiene ahora una pequeña reserva—, la
casita del cuento se podía comer y esta, no.
—Sí, ya sé —Alejandra tiene gusto en explicarle que eso,
en realidad, no importa—. Esta es de troncos que parecen
barras de chocolate…
—¡Es verdad! —el asombro de Andrés complace a la mu-
chacha-niña, brillan sus ojos verdosos en la cara seria.
—Y —continúa ella— el techo inclinado, así, de paja, pa-
rece… parece…
—¡Parece una torta de miojas! —grita el chico.
—De milhojas, Andy, milhojas… Sí, parece la torta de mil-
hojas de mamá.
—Y las ventanas son como… ¿Cómo qué, Ale?
—Como masitas, con picaporte de alfajores. Y la puerta es
como una pasta frola —ella también se ha puesto a soñar—.
¡Ahí están otra vez la Talía y el Chicho! ¿Por qué Esteban le
puso ese nombre horrible al perro? ¿Cómo puede decirle
Chicho, Chicho, Chicho? Es un nombre espantoso para un
perro tan feo.
—Más fea es la Talía, Ale. —Adoran a la perra pero saben
muy bien que vale poco, más de uno se ha reído de esa cosa
fastidiosa y amarillenta.
Al unísono, comentan:
—Pero se hicieron amigos y eso es bueno.
Los niños se miran y miran a los perros.
Los animales, sintiéndose observados, corren a revolcarse
cerca de ellos, al sol y sobre el pasto deliciosamente húmedo,
recién cortado. Después de sacudirse y refregarse entre sí, la

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Talía y el Chicho se miran amorosamente. Piensan que la
vida en la playa, el sol, el pasto, la buena compañía… son
una felicidad total. Emocionados de estar juntos, corren a
ocultarse detrás de los matorrales de hortensias, cargados
de flores rosadas y hojas carnosas.

Después de la comida, extrañamente silenciosa, han lava-


do los últimos trastos entre todos. Laura lava la loza y las
ollas, Esteban seca parsimoniosamente, Alejandra guarda lo
que ya está seco y Andrés, que ayudó a levantar la mesa, se
aburre esperando que terminen.
Irán a la playa antes de partir. Será la última tarde y el
niño se siente un poco apenado.
Plantaron la colorida sombrilla donde siempre. La playa
tiene la resaca de todos los días, una fea línea ondulante a lo
largo de la costa, incongruente como las uñas sucias en la
mano de una mujer hermosa. Pero el mar, de un color esme-
ralda esplendoroso, es una joya única.
Alejandra se acerca a la orilla. Hunde los pies dorados en
el agua fría. Las olas pequeñas, piensa, tienen espuma de
azúcar, esa que se deshace en la boca. Es espuma blanca, aun-
que a veces, con el sol dentro del agua, es también espuma
rosada.
Laura y Esteban se ven como delfines varados sobre la
arena, quietos al sol. Mirándose sin hablar. ¡Qué raro!, piensa
Alejandra, ellos estaban siempre hablando y riéndose… Cla-
ro que se acaban las vacaciones, pero… Y yo, entonces, que
tengo que volver a la escuela. ¡Ah! ¡Pero qué fastidio! Decide
hacer un castillo de arena con un buen foso alrededor, para
seguridad, bien profundo.
—¡Andy! —grita—. Vamos a hacer un castillo con…

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Pero Andrés ha hecho un descubrimiento y está fascinado.
—¡Mirá, mamá, el globito que encontré! ¡Ale, mirá! ¡Ha-
cele un nudo acá!
La voz de Laura suena con fastidio y asco:
—¡Tirá eso, Andrés!
—Pero es un globito. Con agua. Estaba en el agua. Y Ale
sabe hacer un nudo…
—¡Que tires eso, Andrés! ¡Ya mismo!
Hay tanta repugnancia en el grito de la madre que el niño
decide, por venganza, tirar el globito sobre el Chicho. El pe-
rro se ha cansado de corretear y duerme aplastado sobre la
arena como una mancha blanquinegra.
Retorciendo los bordes gomosos con rapidez, mira a la
madre seriamente, apunta hacia el perro con el brazo exten-
dido y tenso hacia atrás. El impulso describe una parábola
perfecta y cae exactamente donde él quiere. Bien cerca de la
cabeza del perro, salpicándole el hocico al rebotar. La cosa esa
ni siquiera revienta. El nudo provisorio se desenrosca y el glo-
bito se deshace. El Chicho se sobresalta, olisquea ese objeto
extraño y se aleja de esos niños tan irrespetuosos del mereci-
do descanso que le corresponde como animal digno y adulto.
—Ale —el niño recurre a su hermana con sus dudas—,
¿por qué se enojó así mamá?
—No ves que no era un globito… —con suficiencia, Ale-
jandra espera que el hermano no le pregunte qué cosa era—.
¿No viste que tenía una forma bien rara?
—Sí, Ale. ¿Qué era, si no era un globito? Se podía llenar de
agua y todo…
—No sé —Alejandra piensa y piensa, pero no puede re-
cordar haber visto nada parecido—. Pero si mamá dijo que
lo tiraras es porque era otra cosa…

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—Pero, ¿qué…?
—¡No seas pesado, Andy! Vamos a hacer un castillo con
un foso.
El castillo no era gran cosa pero el foso les quedó fantásti-
co. Ella cava profundo y Andrés hace todo más prolijo. Inter-
cambiaron las tareas y quedó estupendo.
—¡Niños! ¡Nos vamos!
La voz de Laura es apagada y estridente a la vez, como este
ocaso en la playa. Es la tristeza de los últimos días de febrero,
cuando el sol al ocultarse es más rojo y más grato y agobian-
te que nunca. Tiene una dulzura silenciosa que contagia al
mar, al aire, a las pocas gaviotas perdidas. Silencio como
música. Música de despedida.
Los perros corren por última vez al mar y pisotean el cas-
tillo, deshacen el foso, salen chorreando agua… Como bóli-
dos húmedos y estremecidos de frío, vuelven a pisotear los
restos de la arquitectura.
No importa. Alejandra piensa que después de todo es
mejor así. Le dolería más dejar el castillo solo, sin nadie que
lo cuidara del mar.
Pero Andrés parece a punto de llorar. Ya camino hacia las
dunas, no deja de mirar hacia atrás pensando que el agua de
las olas hubiera llegado a entrar al foso si le hacían un túnel
hasta la misma orilla. Bueno, seguro que ni Esteban —que
hace casas y endeficios altos— habría logrado nunca hacer
un foso tan bueno. Ni la mitad de bueno.

La noche envuelve al balneario en un manto intermina-


ble, sin luna, donde sobran las estrellas, de una belleza es-
pléndida que nadie admirará.

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Dentro del coche, en los asientos traseros, Alejandra y
Andrés hablan en susurros. Los perros, echados lomo contra
lomo sobre el piso, a los pies de los niños, parecen un mismo
y enorme animal subdividido. Roncan suavemente, agotados
del día de playa y de la noche insospechadamente movida,
rota la rutina de los días felices con sus noches quietas.
—Andrés —la voz de Alejandra trasmite temor y sospe-
cha—, creo que mamá y Esteban estarán crujiendo…
—¿Qué? —Andrés no comprende y se asusta sin saber de
qué.
—Que estarán crujiendo, te digo. Eso que hacen la Talía y
el Chicho, detrás de las hortensias. Nosotros los vimos.
—Ellos no hacen eso —el niño está seguro—. Eso lo ha-
cen los bichos.
—Mamá también lo hace. Yo lo sé.
—¿Cómo sabés? ¿Los viste?
—No. Pero el piso del dormitorio de ellos hace ruido, de
noche, cuando se mueve la cama. Estoy segura.
El niño no puede, no quiere creer en lo que oye.
—Ale —dice, convencido—, ¿verdad que el foso del casti-
llo había quedado precioso?
Pero ella, acongojada más allá de las palabras, no contesta.
—Ale —insiste—, ¿verdad que quedó precioso?
—¡A la mierda el foso!, ¡a la mierda el castillo!, ¡a la mier-
da la casa de chocolate y estos estúpidos perros!
Furiosa, los patea. Los animales se remueven, cambian de
postura, siguen durmiendo.
Andrés cree que va a llorar, pero se contiene. ¿Por qué no
vienen de una vez, mamá y Esteban? Está oscuro. Quiero lle-
gar a casa a ver televisión y jugar con el tren nuevo.

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—Total —dice el hombrecito—, a mí este tipo no me gusta
como padre. Es como de madera.
—Sería padrastro, Andy. Papá ya tenemos y estará en casa.
—No. No estará. Nunca está cuando estamos despiertos
y todavía no es la hora de dormir.
Es cierto. Ella lo sabe pero no quiso decirlo. ¡Qué valiente
que es Andy! Es chico y es más valiente. Y es verdad que Este-
ban es como de madera. Pero mamá nos explicó que ellos
solamente eran buenos amigos. Como si nosotros fuéramos
así de bobos…
Ese fue el trato, piensa Laura al acomodarse dentro del
coche. Nada de amor. Una especie de juego propio de chi-
quilines tontos. Jugar a la familia feliz por quince escasos
días. Así como los niños fuimos de inocentes. Prenderé la
radio, cualquier música viene bien en un momento como
este. Esteban está silencioso, atento a manejar con un cuida-
do supremo. Los niños se entretienen con los juegos electró-
nicos. Yo prometí no llorar más. Como si se pudiera prome-
ter algo así…

Al abrir la puerta del apartamento, de vuelta a la rutina de


la ciudad, Laura se mueve con otro automatismo, con cierto
envaramiento. Hay niebla en su cabeza. Los niños corren ha-
cia el dormitorio, prenden el televisor y el ruido inusual in-
vade el ambiente.
La perra, solitaria ahora, busca al compañero de sus jue-
gos, con el estupor del sueño interrumpido. Ha sido llevada
en brazos por Laura hacia el lugar que le era propio pero que
ya nunca será el mismo. Busca al Chicho. Tal vez en la coci-
na. No. O en el patio trasero. Pega el hocico al vidrio frío. No.
Tal vez arriba, donde los dormitorios. Por el resquicio de la

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parte inferior de la puerta del dormitorio de Laura se esca-
pan olas de desconsuelo, a raudales. ¿Estará el Chicho ahí,
buscándola a ella?
Mirándose en el espejo flamante, Laura se define. Mujer
sola. Casada con marido reiterada y empecinadamente in-
fiel, dos hijos, profesora de idioma español y literatura en tres
colegios distintos. Imposibilitada de divorciarse por falta de
coraje. Enamorada de un hombre nuevo. Soltero empeder-
nido. Viajero incansable. Sensible a las despedidas y buen
amante. A Esteban nunca le asomó a los ojos el niño que los
hombres llevan dentro. Nunca le vio esa mirada implorante
de cariño, de comprensión o de cualquier otra cosa. De los
que se bastan a sí mismos. Esa clase única de hombres que
no sobran sobre esta tierra… ¡Qué sentimiento tan vulnera-
ble es el amor! ¡Qué inútil y desprolijo!
Abriendo la valija, desenvuelve la pastorcita de su ropaje
sedoso. ¡Qué bonita que es! Hay, repentinamente, una estri-
dencia de vidrios rotos. El espejo, hecho añicos, devuelve frag-
mentos de Lauras distorsionadas. La pastorcita yace muerta
entre los escombros, sin cabeza, sin manos, sin alma…
Y una perra, del otro lado de la puerta, aúlla de dolor,
haciendo eco a esta angustia de amor no correspondido; a
mi propio grito inarticulado, mientras me abrazo a mí mis-
ma sintiéndome tan sola. Sintiéndome tan sola. Sintiéndome
tan sola.

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Betty

Betsy esperou a volta do homem para morrer.


Rubem Fonseca
Histórias de amor

A Ubaldo le extrañaba verse así. Las ojeras le comían la


cara, los hombros caían en una pendiente pronunciada hacia
ninguna parte. El pene quedaba oculto por el cono de som-
bra. Su abdomen se proyectaba hacia el espejo.
Tomó un sorbo de whisky y pensó: tengo que hacerlo,
cuanto antes, mejor, ya es urgente. Tomó otro sorbo de whis-
ky y constató que tenía lo necesario, las tijeras bien afiladas y
el resto de los materiales para la tarea. Sintió la transpiración
correrle por la nuca. La bebida, tibia, tenía sabor a detergente.
La miró, reflejada en la penumbra. Lástima sus labios, pen-
só. Una boca tan bonita, pero pintada de un ridículo color
fosforescente, un rojo-anaranjado inalterable a sus besos. Las
piernas infinitas, que rozaban el borde de los pies de la cama;
la expresión estúpida en su cara, su silencio constante…

Al llegar a casa se había sentido algo feliz. La obligada ca-


minata diaria había terminado y la recaudación le dejó unos
pesos de propina. Y ella estaría en casa, esperándolo.
La jefa estaba hoy de un humor de perros, como de cos-
tumbre. Gestos de fastidio y el discurso repetido sobre la

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necesidad de mayores ganancias. Mientras ella se escucha-
ba, él observaba su vestimenta. Era absurdo, a sus años, usar
una falda tan corta. ¡Podía irse al diablo!
Llegó a destino y la portera, con la cara torcida, le repitió
la cantinela de su magro sueldo que le impedía jubilarse, de
la basura chorreante de los vecinos del último piso, del dine-
ro insuficiente hasta para comprar escobas, de la mugre de
los niños del tercero… Ubaldo se prometió extremar las pre-
cauciones para no encontrársela al entrar o al salir. Unos dos
meses atrás, los ojos le brillaban cuando le hacía sus confi-
dencias de mujer abandonada. Ahora el brillo se había con-
vertido en una especie de ferocidad.
¡Y mamita…! ¡Dios querido, qué suplicio! Apenas pren-
der la luz del apartamento, ya sonaba el teléfono, y era ella,
con la insistencia propia de una mujer confinada en silla de
ruedas. Sus lamentos no variaban nunca. El dinero. La sole-
dad. La ingratitud de la gente. Los precios de la comida. El
frío. El calor. El dinero. El dolor de sus huesos. El precio de
los medicamentos. La vejez. La soledad. El dinero… Le cortó
después de decirle, pacientemente, que acababa de llegar a
casa, que estaba cansado, que mañana la llamaría.

Ella lo esperaba desnuda, en la penumbra del dormitorio.


Ubaldo se quitó la ropa, la acarició y la montó con la ter-
nura de siempre. Primero deslizó la mano por sus piernas
tersas, luego la besó en el rojo apasionado de la boca. Cuan-
do se sumergía en el estanque de luz de sus ojos, llegó el mo-
mento en que se olvidó del mundo y de sí mismo.
—Betty —le dijo al oído, ese oído adorado, translúcida
caracola marina—. Te amo. Betty Bonita… Betty Bonita…
Betty Bonita…

26
Apreció el alivio de después de la tensión. Entonces, solo
entonces, fue consciente de que debía hacer la tarea de una
vez por todas.
Se levantó, se sirvió un whisky. Se miró al espejo. Probó la
bebida y la encontró detestable. El calor lo abatió. Hacer un
balance del día fue una pésima idea, realmente, pensó. Se
ducharía. La lavaría a ella. Y después… Revisaría su piel cen-
tímetro a centímetro. La encontraría.
—En algún lugar, muñeca mía —dijo a la figura femenina
del espejo—, tienes una pinchadura. Pero te pondré un boni-
to parche.
Y estarás bien, pensó, sintiendo que la imagen se le perdía
en una neblina acuosa. Y estaré…, estaremos bien, asintió, no
demasiado convencido.
Dejó la bebida sobre la cómoda. Ella lo esperaba, inmóvil.

27
Imagen de la máscara

El blanco de la reverberación del sol sobre los mosaicos


del piso da a la mujer una curiosa sensación: del perímetro
de su sombra se desprende una figura.
Doy pequeños tirones y me pongo en pie. Despliego mis
miembros y pruebo a dar saltos. Ella piensa que soy un mero
recuerdo de su infancia —el patio salvaje de la casa de su
abuela paterna tenía baldosas en damero blanco y negro—.
Sé que ella piensa duende; niego con un gesto. Piensa en gno-
mo, niego con un ademán seguro. Piensa arlequín y niego con
la cabeza. Piensa entonces en saltimbanqui, en pierrot, en
mimo, pero insisto en negar frenéticamente con las manos y
la cabeza. Ella piensa ahora en monigote, títere, bufón. Las ale-
tas de mi nariz se vuelven aristas punzantes, se minimizan
mis orejas, las cejas ocultan los ojos en un trazo oscuro y
encrespado. El bonete, lápiz trunco, se tuerce sobre mi arru-
ga frontal. Desenrollo la lengua bífida como látigo y mis de-
dos devienen sarmientos afilados…
El miedo es el silencio interior de la mujer.
Pausa. Ahora ella piensa imberbe y piensa andrógino. Se
pregunta por qué la lágrima, esa grafía violenta sobre mi cara
de tiza sonriente. Mira, le digo, y hago pequeñas acrobacias
como caligrafías. Mira, repito. Detrás de mí surge un mar de
tinta china y debajo de mis pies se extienden arenales de pa-
pel secante. Mira… Y dibujo con mi dedo índice la palabra

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que responde a su interrogación sobre quién soy. Mira, in-
sisto. Pero la distancia le impide leer mi nombre, solo alcanza
a distinguir la orografía de lo que parece una mayúscula cur-
siva. Mira, le digo, y ella arriesga: Es una E. Le hago el signo
de correcto, con mi pulgar hacia arriba. La siguiente, insisto;
las tres patas de la… La M, acierta, y bato palmas sin sonido.
La O, tantea luego, y entonces ya bailoteo de alegría. Pausa.
Luego remarco el punto de la I… El tilde sobre la otra O…
Cuando al fin comprende que soy ella en la emoción, es que
el espumarajo de una ola borronea mis pies y desaparezco
lentamente dentro de las múltiples volutas de la E.
Mírame, le digo, mientras voy renunciando a estar: Soy el
alma del universo. Ella cree que apenas puedo ser tal vez
una fracción del alma del universo. Soy, insisto: Una frac-
ción es parte del todo y por lo tanto es el todo. Soy el alma
del universo.
Entonces ella siente crecer dentro de sí la palabra Bienve-
nida. Podría ahora hacerla descansar, cancelarle el insomnio,
dejarme ir… Incrédula, ella sospechará que su sombra no es
más que su sombra, y aqueste comprobará, una vez más, que
su ser se ha fundido en el absoluto del negro.

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El huésped

Abuela (viernes, 20 horas)

Abuela me cuenta cómo fue que su pariente de España


vino a quedarse en su casa por un tiempo.
La pizzería revienta de gente pero nos conseguimos una
mesa contra el ventanal. La música está muy alta y el televi-
sor pasa un partido de fútbol que nadie mira. Estamos ter-
minando. Me gustaría pedir otra muzzarella y otra coca cola,
pero abuela invita —festejamos mi primera prueba escrita
en el liceo— y papá insiste en que no abuse.
Abuela quiere hablar y yo la escucho. Casi siempre son
historias divertidas.
—Este sobrino de tu abuelo vino de España, hace unos
pocos años… No sé, mi querido…
Cuando le pido precisiones siempre dice que no sabe o no
se acuerda, típico. Su mano espanta moscas imaginarias y los
ojos le vuelan hacia dentro.
—No me acuerdo bien —dice— de cuándo fue. El caso es
que vino a quedarse para un curso en la facultad…
Insisto con las precisiones. Puede ser un buen cuento.
—Tampoco recuerdo, querido, qué facultad. Algo que ver
con matemáticas, creo. Ah, eso sí me acuerdo, fue un año
completo, desde marzo a diciembre, más o menos. Y yo le
cociné de todo.

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Levanta las cejas y con las manos abarca el mundo entero.
—Me hice un menú bien hecho donde no faltaba nada,
nada, nada.
Abuela cocina riquísimo. Que no se vaya por las ramas, doña
Divague, como le dice papá. Ni me muevo y espero que siga.
—Había desde milanesas, las que te gustan a vos, napo-
litanas, hasta pastas, lo que quisieras: ravioles, tallarines, ca-
nelones.
Me hubiera gustado ser yo ese tipo.
—Y las carnes, claro, no se me olvidaron: pollo, vaca, pes-
cado, todas. Hasta asado. Y cuidé que no se me repitieran las
comidas a lo largo de la semana. Las catorce comidas…
Queda algo pensativa como calculando si el esfuerzo va-
lió la pena.
—Almuerzo y cena. Catorce comidas y ninguna repetida.
Ya no quiero otra pizza pero ojalá la abuela pida postres.
—¡Mozo! —grita—, traiga el menú, por favor.
Acodado en la barra el mozo nos mira sin un gesto. No sé
si nos ve.
Se lo alcanzo, estaba aquí, junto a mi gorra. Elegí helado
especial de la casa y ella dice que hace frío y prefiere los pan-
queques de manzana. El mozo se acerca, es un viejo de pelo
crespo y cara fea. Pedimos los postres y el hombre se va ca-
minando a lo pato.
Abuela continúa:
—Entonces, cuando estaba ya para irse, este sobrino va y
me dice: Tía, sé que no tienes cocinera. Yo no dije nada. Ca-
llada, a ver con qué salía. Cocinas bien, dice, pero hay algo
que nunca me hiciste. El corazón se me paró. ¿Qué?, le pre-
gunto, y pienso que se me olvidó alguno de nuestros platos
típicos. Pero le hice asado, le hice buenos churrascos.

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Pienso si serán a la manteca, como los hace a veces.
—Te faltó algo, tía, me dice, entremeses, dice. ¿Y eso qué
es?, digo yo. ¡Dios mío, querido, pienso, si yo no sé lo que
son los entremeses! Y se lo tengo que admitir, no sé lo que
son los entremeses. ¿Que no shabesh lo que shon losh en-
tremeshesh!
Yo me doblo de risa.
—Se sorprende, querido. Entremeses, tía, me repite, en-
tre-me-ses. Mi madre me los hace siempre, en el almuerzo y
en la cena, son una delicia, dice. Pero yo no sé qué son y él me
mira como a bicho raro.
No puedo interrumpirla para preguntarle mis dudas, hay
tanto barullo a nuestro alrededor. Prefiero que continúe.
El mozo nos roba el menú y se va arrastrando los pies.
Ella sigue:
—Entremeses, tía, me dice este señor. Unos días después
se aparece en casa cargado de bolsas y paquetes, no le daban
las manos. Traía de todo. Y se pone a preparar exquisiteces,
verdaderas exquisiteces.
Abuela pone los ojos en blanco.
—¿Ves?, me dice, y me muestra lo que ha preparado. Estos
son entremeses. Y allí hay de todo: hay canapés con jamón,
hay mariscos, hay croquetas, hay melón, hay embutidos ra-
ros, hay…, qué sé yo, exquisiteces. Claro que ya había consul-
tado la enciclopedia y también un libro que tenía de hace
años en la biblioteca, regalo de otros de los parientes españo-
les de tu abuelo. Gastronomía alicantina, se llamaba el libro
este, y decía, y me lo memoricé de pura rabia…
Le asoma la profesora de idioma español en el tono de
voz. Si por lo menos no hablara tan fuerte… Los brazos son
como molinetes en el aire.

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—De pura rabia, mi querido, y decía, textual, que procede
del vocablo entremets. Que los franceses dan el nombre de
entremets a los platos que se sirven entre el asado y los pos-
tres. Pero que para la academia española es entremés cual-
quiera de los platillos que se ponen en las mesas como fiam-
bres, aceitunas, a diferencia de los manjares que constituyen
la verdadera comida. Eso decía. Y en mi querida enciclope-
dia de siempre, que derivaba del catalán entremès, y que es la
comida ligera que se sirve antes del primer plato o sopa.
El mozo, con cara de aburrido, trae juntos los panque-
ques y mi helado; no contesta a nuestros gracias. Pero el he-
lado es común, de crema y chocolate, casi sin color, adorna-
do con una guinda y un barquillo. Empiezo por el barquillo
y dejo la guinda.
—Como si fuera poco —sigue abuela sin siquiera mirar
su plato—, le preparamos la cama en el escritorio de tu abuelo.
Hay tantos muebles en el que era el escritorio del abuelo
que no me imagino que una cama pudiera caber allí.
—¡Ah, no sabés lo lindo que era el escritorio de tu abue-
lo…! Estaba distinto, claro, ahora es otra cosa. —Brillan los
ojos verde-bolita de la abuela—. Pero resultó que la cama era
la camita de cuando tu padre era chico, durmió ahí hasta que
tuvo unos… unos doce años.
Me imagino que soy yo el que está durmiendo a la som-
bra del escritorio del abuelo, oscuro y oloroso a cosa vieja.
—Era —sigue abuela— muy estrecha y corta para un adul-
to. No, dijo tu abuelo.
Ella habla con la voz grave del abuelo.
—Fue terminante, tu abuelo. No vamos a salir a comprar
otra cama por este señor, dijo, se quedará con esta. Pero, que-
rido mío, miré la cama y faltaban unos treinta centímetros

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hasta la pared, que debíamos rellenar. Treinta centímetros
o más. Y yo llamando a España, preguntando cuánto medía
este hombre. ¿Te imaginás —se ríe—, te imaginás a tu abuela
disimulando para que le contestaran cuánto medía este señor?
Resultó que era altísimo, querido.
Le miro el esfuerzo con que corta los panqueques resba-
losos. Tiene las uñas bien rosadas porque fue a la peluquería.
—Mirá, no sé —me contesta cuando la interrumpo—,
como dos metros, altísimo.
Pienso en los jugadores de básquetbol y en las largas ca-
mas que usarán.
—Querido, era alto. Total, que hicimos lo que podíamos.
Debajo del colchón, de tamaño normal, pusimos unas valijas
viejas del papá de tu abuelo, don Manuel. Dos valijas viejas
de las de cuero duro, bien apretadas. Cuando este señor se
fue a acostar…
Hace pausas al hablar, con el tenedor como batuta.
—Ya era bien tarde. Y mientras yo le tendía la cama con
mis mejores sábanas, va y me dice…
Cuando le pregunto, y es importante para mí, si la cama
quedaba nivelada o si era un tobogán, con eso de las valijas
abajo, abuela no responde. No puede cortar el cuento para
responder a un detalle:
—Tía, me dice este señor, muy serio y preocupado, ¿y esto
qué es? Y me señalaba la camita con una mano larga. Vieras
la cara que puso, mi querido, vieras qué espanto, el pobre
tipo. Yo, callada. Y ahí durmió, quieras que no, durante todo
el tiempo. Pero, bueno, al fin se fue.
A la abuela incluso ahora se le nota el alivio.
—Y en todos estos años me escribió una sola vez.
No me gusta cuando se pone triste.

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—Una sola. Fue para cuando murió tu abuelo —hace una
pausa—. Nunca más después.
Cretino, pienso, cretino, cretino.
—No. No sé nada de él. No, querido.
El mozo llega sin ser llamado, nos cobra en silencio, le da
el vuelto a la abuela y se vuelve. Abuela deja una propina exa-
gerada, como siempre. Me pongo la gorra y ya nos vamos.
Controlo que no nos dejemos nada olvidado.
—No supe nunca más nada —sigue abuela.
Me mira raro cuando le pregunto si el tipo puede estar
muerto.

Papá (viernes, 22 horas)

Papá está trabajando en su rincón. Pero, si no es la com-


putadora, es el diario…, así que insisto. Recuesto el hombro
contra la pared y espero. Deja de teclear, me mira y se entu-
siasma:
—Era sobrino de papá —explica— y él tenía una admira-
ción desmedida por su familia de España, especialmente por
los valencianos.
Sus ojos, chiquitos detrás de los lentes, remontan el pasa-
do. El brillo del armazón baila suavemente. Me responde con
exactitud, como a mí me gusta.
—No, hijo, era un ingeniero electrónico que vino a un
curso de posgrado universitario. Fue hace siete años, justo
por estas fechas, y duró un semestre.
Las manos le descansan, cruzadas sobre sí, sosteniendo la
barriga. Le hago todas las preguntas de golpe. Piensa y dice:
—Eso de la comida no es tan así, aunque algo hay. Tu abue-
la cocinó durante ese tiempo para él y atendía al abuelo que

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estaba enfermo. Este pariente no se comidió para ayudar en
nada. Era el señor huésped. Fue un abuso, hijo, no tenía dere-
cho, tu abuela ya tenía muchos años.
Hace una pausa en su rememoración y luego prosigue.
—No creo que quisiera enseñarle qué eran los entreme-
ses. Más bien tenía gustos refinados, quería darse el lujo de
comer aquello. Extrañaría sus costumbres de allá. Gente con
cocinera, chofer, jardinero y qué sé yo qué más. No era su
madre la que cocinaba, mandaba a hacerlo. La conocí, una
mujer muy fruncida.
Se sonríe levemente. Yo recuerdo a mamá, sus ojos pare-
cían caramelos de miel. Sus manos eran suaves. ¡Era tan va-
liente estando tan enferma! Abuela siempre me cuenta que
ellos se querían mucho y que papá no puede olvidarla.
—No era tan alto —dice papá—. Apenas un poco más
que yo.
Mira la pantalla de la computadora donde los números
están ordenados en una planilla y entonces, rápidamente,
concluye:
—No. No me escribió nunca. A la abuela creo que dos ve-
ces. Para cuando murió el abuelo y otra vez después, unas
navidades.
Entonces, inflamado, recuerda:
—Pero lo peor no es que se las diera de europeo refinado,
sino que… De acuerdo, hijo, antes de que me digas nada, lo
aclaro: los sé superiores, no en vano llevan siglos de civiliza-
ción a cuestas. Tienen una cultura más desarrollada que la
nuestra, no pretendo negarlo. Pero a este señor le faltaba hu-
mildad y, además, quería convencernos de que nuestro ape-
llido no era catalán sino judío. Estaba orgulloso…, qué digo,
exaltaba su judaísmo.

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Responde rápido cuando lo interrumpo.
—Claro que es lícito, hijo, no tengo nada contra los ju-
díos, no. Pero decirle algo así a tu abuelo, que conocía al de-
dillo todo su árbol genealógico, que había viajado cinco ve-
ces a España para conocer al resto de la familia y que tan
contento estaba de sus antepasados… Aparecer por casa ha-
blando maravillas de lo judío y con una enorme estrella de
David colgándole del pecho…
Pienso en tío Ignacio, mi padrino. En su escudo vasco col-
gado encima de la chimenea, sus lauburus desparramados
por toda la casa, su música para bailar a los saltos…
El protector de pantalla, de cubos que se superponen, de-
vuelven a papá a la realidad. Me quedan algunas dudas pero
me las guardo; él está trabajando.

Hermano (viernes, 23 horas)

Martín llega, cierra la puerta de un golpe, se desnuda a


una velocidad olímpica, se pone la camiseta vieja y se zam-
bulle en la cama. Me pregunta si alguien lo llamó por teléfo-
no. Alguien, dice. Espera que estemos con la luz apagada, y yo
casi dormido, para preguntarme. Se cree que porque él cre-
ció yo me transformé en un bobo.
—Marina —me interrumpe, fastidiado, y la voz, ¡qué risa!,
le vuelve a sonar como un pito—. Marina, no Marita, estúpido.
Cretino, pienso, y le cuento lo que quiere escuchar.
Pero me guardo el comentario. Esa tiene la voz como me-
rengue podrido y me llamó gordito. ¿El gordito lindo, her-
manito de Martín?, dijo. Sentí en la oreja como un pegote de
azúcar.
Más vale hablar de otra cosa.

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—A vos abuela te miente porque sos un chiquilín —me
dice.
Cuando Martín contesta así, rápido y duro, me nacen ga-
nas de insultarlo a gritos.
—Sí, claro que lo conocí —sigue con ese tono de super-
hombre—. Era de altura normal, como papá. La cama era
normal, también. No habrá puesto valijas ni nada abajo, son
cuentos. Si trajo entremeses es que estaría agradecido y ha-
bría querido darle una sorpresa. Él invitaría, se habría can-
sado de invitar a comer afuera. No sabía que era judío. No
me fijé si le colgaba una cadena o nada parecido. Y dejate de
estupideces, quiero dormir.
Cretino, pienso, por algo la abuela nunca te invita a comer
pizza.
Junto saliva amarga en la boca y tengo ganas de escupir.
—Cretino —digo.
Pero él no me escucha. Me doy vuelta contra la pared.

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