Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Señor
Jürgen Horlbeck B.
Decano Académico
Facultad de Comunicación y Lenguaje
Pontificia Universidad Javeriana
Bogotá
D.C
Estimado Jürgen,
Hago entrega del trabajo titulado “El barrio favorito de los bogotanos, recuperación
histórica y patrimonial del barrio La Favorita de Bogotá”, con el cual opto por el título de
Comunicadora Social con énfasis en periodismo. Espero el trabajo sea de su interés y que
sea un aporte para la recuperación histórica de la Bogotá de comienzos del siglo XX.
Atentamente,
Introducción
Después de trabajar cerca de dos años como periodista en la sección de Bogotá del
periódico El Espectador, descubrí lugares que de no haber sido por el trajín diario de la
reportería quizá nunca hubiera visitado. Para mi sorpresa, estos escenarios que en un primer
momento resultaban oscuros y peligrosos se fueron revelando ante mis ojos, y detrás de la
miseria y el deterioro fui descubriendo los más hermosos inmuebles de la Bogotá antigua.
En aquellos lugares que los demás me recomendaban no visitar encontré historias de vida
asombrosas y personajes que, al contrario de las advertencias, varias veces me recibieron
con una taza de café en la mano, una sonrisa inexplicablemente reconfortante y la
disposición para responder cada una de mis preguntas.
En esas visitas me imaginaba cómo pudo haber sido la vida allí antes, cuando la Plaza de
Bolívar era el escenario central de la ciudad y Bogotá era una sociedad pequeña de
prestigiosos santafereños, damas dedicadas al hogar, obreros e indígenas que bajaban a las
plazas de mercado a ofrecer sus productos. En cada uno de estos barrios sentía que aquellas
antiguas estructuras arquitectónicas ligaban a sus habitantes con su pasado y así fui
aprendiendo algo de la Bogotá de comienzos del siglo XX. En mi mente, cada edificio,
casa, teatro, estatua era una historia para contar y poco a poco me fui enamorando del
centro de la ciudad.
En junio del 2007 llegó a mi escritorio una invitación de la Secretaría Distrital de Cultura
que decía: “Somos Mártires, ¿miedo a qué?” En el folleto se hablaba de una plaza en
donde sólo venden yerbas medicinales (la Samper Mendoza), un pasaje con casas coloridas
y un barrio llamado La Favorita que ha tenido vocación hotelera desde hace 90 años,
cuando se abrió la Estación de la Sabana. Desde ese momento, ese extraño barrio comenzó
a rondar mi mente; me parecía increíble que existiera un lugar así y yo no lo conociera.
La primera vez que fui hasta La Favorita, acordé una cita con un muchacho de la localidad,
reconocido entre los habitantes. Ese día pudo más mi miedo, y aquel lugar soñado me
pareció como las demás calles cerca de la avenida Caracas: sucio, deteriorado e inseguro.
Esperaba ver las elegantes casas republicanas y las fachadas de aquellos hoteles antiguos de
1920, pero lo único que el miedo me permitió ver fueron los expendios de droga, travestis y
prostitutas que caminaban ese día de un lado a otro.
Esa misma semana, Lorena Luengas, una artista plástica de la Universidad de los Andes
que lleva trabajando tres años con la comunidad, me envió unas fotografías de La Favorita.
Nada se parecía a lo que yo había visto en mi recorrido. En las imágenes se veían casas
coloridas con adoquines de yeso y edificios al estilo republicano con amplias ventanas y
balcones en hierro. En ese momento, me di cuenta de que La Favorita es un tesoro
escondido que sólo se deja ver si uno quiere verlo. Es un tesoro que ha sido desterrado de la
memoria de los bogotanos y de la historia de la ciudad. Un lugar inexistente que sólo se
encuentra en los documentos cartográficos, pero que no es siquiera mencionado por los
libros de historia de Bogotá del siglo XX. Un sector de la ciudad que pese a su importancia
arquitectónica, cultural y patrimonial fue borrado de la memoria histórica colectiva y del
que se encuentra poca bibliografía especializada.
Revisando las bibliotecas, periódicos antiguos y libros de historiografía bogotana las únicas
aproximaciones que encontré del barrio fueron los relatos de la Estación de Tren de la
Sabana y algunos de sus edificaciones patrimoniales, como el Instituto Técnico Central y el
Teatro San Jorge. Parece como si los investigadores de la época hubieran enfocado toda su
atención en las plazas de mercado, la problemática del vecino barrio Santa Fe —la única
zona de la ciudad donde es legal la prostitución— y los problemas de pobreza del sector,
sin entrar a descubrir las maravillas de La Favorita.
Solamente después de escuchar a Luz Marina Ibagón, líder comunal, entendí porqué es
necesario hacer lo que nadie se ha atrevido hasta ahora: recuperar la historia de este barrio.
En una mañana de martes de comienzos de 2008, mientras visitábamos el hotel Nuevo
Siboney, una edificación adecuada con 60 habitaciones donde regularmente pasan la noche
los conductores de camión, después de responder mis preguntas Luz Marina me dijo:
“Nosotros necesitamos que alguien cuente nuestra historia para que los demás se den
cuenta de la importancia del barrio. En la medida que recuperemos nuestra memoria
podemos construir patrimonio”.
Y tiene toda la razón. Si los bogotanos llegaran a conocer en dónde queda el barrio, sus
lugares turísticos, los procesos sociales que se han llevado a cabo, la historia de las
personas que habitaron allí, la belleza de sus inmuebles y, en fin, se revelara su importancia
patrimonial e histórica, sin duda se haría hasta lo imposible por no dejar morir este sector
de la ciudad. Y es que incluso muchos de sus habitantes desconocen que, tal vez, sus casas
fueron hogares de importantes personalidades.
En ese sentido nace este proyecto que intenta, a través de la crónica, descifrar los espacios
que se entretejen entre las calles 19 y 13, entre carreras 14 y 17, para, como lo hizo en el
siglo XIX, José María Cordoves Moure y en el siglo XX cronistas como Jose Antonio
Osorio Lizarazo, Felipe González Toledo y José Joaquín Jiménez visibilizar una cara de la
ciudad que muchos no conocen.
Se escoge la crónica como el género para tratar este tema pues, como dice el argentino
Martín Caparrós en el prólogo del libro Las mejores crónicas de Gatopardo, “La crónica
es un género de no ficción donde la escritura pesa más… una mezcla, en proporciones
tornadizas, de mirada y escritura…. intenta mostrar en sus historias la vida de todos, de
cualquiera: lo que les pasa a los que también podrían ser sus lectores. La crónica es una
forma de pararse frente a la información y su política del mundo: una manera de decir que
el mundo también puede ser otro. La crónica es política.” (Caparrós, 2006, p. 8)
Para la realización de estas narraciones se utilizó, al igual que lo hacen los científicos
sociales, la mirada como instrumento clave para hacer una lectura del barrio. “La
percepción es el corazón del trabajo etnográfico, por ello el lenguaje es tan importante, el
visual, el natural, todo el universo semiótico configura el cosmos visible del oficio de la
mirada y el sentido”, dice el investigador Jesús Galindo Cáceres en su texto El oficio de la
mirada y el sentido. En este trabajo el ejercicio etnográfico se enriquece con las voces de
quienes habitan o trabajan en el barrio.
El gran relato está dividido en tres partes que dan cuenta del pasado de la Favorita, su
estado actual y sus proyecciones a futuro. En el primer capítulo se recrea la Bogotá de
comienzos de siglo XX, que pasa de ser una ciudad colonial a una moderna, donde van
emergiendo nuevos barrios a las afueras de la Plaza de Bolívar, en los terrenos de las
antiguas haciendas, como La Favorita. Cuando el barrio era el punto de llegada de los
viajeros que entraban a la ciudad por el tren de la Sabana y en sus calles se establecieron los
principales escenarios culturales, hoteles, restaurantes y cafés más elegantes de la época.
De esta manera, se realiza una radiografía del estado actual del barrio. Se identifican sus
problemáticas y sus nuevos actores. Las historias dan cuenta de la llegada de los buses
intermunicipales y su posterior reubicación, el traslado del edificio de Cudecom de la calle
19 a la avenida Caracas, la desaparición de los tradicionales hoteles y su transformación en
inquilinatos, la aparición de nuevos hospedajes, la colonización de sus calles por los
antiguos habitantes del Cartucho, la cada vez más frecuente aparición de ‘ollas’ en las casas
abandonadas, la constante presencia de asesinatos y robos a mano armada que han
convertido al barrio en una de las 31 zonas críticas de la ciudad y el traslado de los
desplazados a las antiguas edificaciones del barrio, adecuadas por las autoridades distritales
como albergues temporales.
En la última parte se proyecta el futuro del barrio, teniendo como punto de partida el Plan
Zonal del Centro, que plantea una recuperación urbanística de la zona. Según este plan, en
La Favorita se desarrollará un nodo de servicios empresariales, comerciales y de vivienda
que busca complementar el proyecto de Transmilenio y consolidar el eje de servicios
institucionales de la calle 13, que tiene como fin devolverle la vida al barrio y hacerlo un
lugar transitable.
Con este recorrido, desde la pujanza del barrio hasta su estado actual de deterioro, se hace
evidencia la importancia histórica de este espacio delimitado entre las calles 13 y 19, entre
carreras 14 y 17, y la necesidad de que las autoridades locales tomen acciones inmediatas
en la zona para que las joyas arquitectónicas de la primera mitad del siglo XX no terminen
en ruinas.
Como valor agregado también utilizo la fotografía, que es una de mis pasiones, para a
través de la reportería gráfica, complementar mis relatos. Esta es una forma de contar sin
máscaras la realidad y capturar, hacer visibles, cada uno de eso espacios y situaciones
sociales que yo intento recrear en mis textos.
Este esfuerzo periodístico se convierte, entonces, en una guía de ruta para que otros, como
yo lo hice, descubran las maravillas de aquel barrio de calles angostas que una vez fue el
favorito de los bogotanos y que hoy, a pesar de sus condiciones de inseguridad y deterioro,
lucha por salir adelante.
La Favorita, el escenario del miedo
Marco teórico
A partir de la segunda mitad del siglo XX, Bogotá se fue trasformando en una ciudad
extensa y moderna que se alejó de su centro colonial y barrios aledaños, configurando
nuevas dinámicas sociales. De esta forma, el norte se convirtió en el sector de las clases
pudientes, el sur en el de los obreros, el occidente en el de las clases medias, el oriente en el
de los campesinos que llegaban a la ciudad y el centro, por su parte, quedó inscrito en el
imaginario de los bogotanos como un lugar inseguro, sucio, deteriorado, pasado de moda,
donde nadie quería vivir.
Como resultado, las calles de La Favorita, uno de los barrios más antiguos de la ciudad,
pasaron de ser el lugar de encuentro de las clases más pudientes de finales del siglo XIX a
callejones sin salida conquistados por habitantes de calle, prostitutas, travestis, desplazados,
vendedores ambulantes y todo tipo de delincuentes. Los primeros residentes migraron hacia
el norte y sus amplias casonas, de estilo republicano, adornadas con yesos, fueron
aprovechadas como inquilinatos, negocios de venta de autopartes, hoteles para
transportadores y expendios de droga.
Con el tiempo el barrio comenzó a ser menos visitado y su belleza fue quedando sepultada
por el abandono. Un día, pocos recordaron que entre las calles 13 y 19 con carreras 14 y 17
nació el barrio de la burguesía criolla1, en donde vivieron personalidades tan importantes
como el músico italiano Oreste Sindici, compositor de la melodía del himno nacional; el
magistrado Luis Fernando Gacharná; el almirante Carrizosa; los Briceño; los Paz,
descendientes de don Manuel María Paz, dibujante de la expedición de Codazzi y el poeta
León de Greiff, entre otros.
Del mismo modo, los bogotanos olvidaron que La Favorita fue el epicentro del primer
instituto tecnológico del país; de una de las salas de cine más elegantes del siglo XX,
conocida como el Teatro San Jorge, diseñado por Alberto Martín —arquitecto del demolido
Hotel Regina—, o que por su cercanía con la Estación de La Sabana contó con elegantes
hoteles al estilo europeo, como el Hotel Francés o el Hotel Estación, conocido hoy como el
Edificio Peraza, el primero con ascensor en Bogotá.
La ciudad
Los sociólogos urbanos de la escuela de Chicago definieron la ciudad como “el hábitat
natural del hombre civilizado moderno”, el lugar en donde se conglomera la real naturaleza
humana y cuya base del control político son los barrios. “La ciudad es la expresión de la
humanidad en general y específicamente de las relaciones sociales generadas por la
territorialidad, es un estado de la mente, un aglomerado de costumbres, tradiciones,
actitudes organizadas y sentimientos que son inherentes en las costumbres transmitidas con
esta tradición” (Park y Burges, 1984, p.1)2.
Para estos investigadores sociales el hombre, como los demás animales de la naturaleza,
vive en su propio hábitat, que en este caso es la ciudad. En este espacio desarrolla
relaciones temporales y espaciales que se ven afectadas directamente por las fuerzas de
selección, distribución y acomodación de su medio ambiente. Desde esta corriente,
conocida como la ecología humana, donde el hombre es concebido como parte de la
naturaleza y más concretamente de su ecosistema, los sociólogos modernos estudian su
comportamiento, sus relaciones con el medio ambiente y la forma en que transforman su
hábitat. “La ecología humana es el estudio paralelo de las relaciones espaciales y
temporales de los humanos que son afectadas por el entorno social” (Weber, 1985, p.24) 3.
Max Weber, por su parte, define la ciudad como “algo más que un conglomerado de
hombres individuales y calles, edificios, luces electrónicas, vías férreas y teléfonos, etc.
Algo más que una simple agrupación de instituciones y mecanismos administrativos,
cortes, hospitales, escuelas, estaciones de policía y funcionarios civiles de diferentes
dependencias” (1958, p. 35).
Desde esta mirada, los sociólogos Robert Park y W. Ernest Burges se pusieron en la tarea
de descifrar el hábitat humano cogiendo como unidad de estudio la ciudad de Chicago. En
primer lugar se plantearon la siguiente pregunta: ¿Qué queremos saber de los barrios,
comunidades raciales y áreas segregadas de Chicago? Luego su investigación buscó
responder a los siguientes interrogantes: ¿Cuáles son los elementos de los que la ciudad está
compuesta?, ¿Hasta qué punto son producto de un proceso selectivo?, ¿Cuál es la
permanencia y estabilidad de su población?, ¿Cuántos niños hay?, ¿Cuál es la historia del
barrio?, ¿Qué queda en el inconsciente de estas comunidades de la memoria de sus barrios
y qué han olvidado?, ¿Cuáles son los rituales sociales?, ¿Quiénes son sus líderes?, ¿Qué
intereses de la comunidad defienden?
Estructuraron la ciudad en cinco zonas que van apareciendo como círculos concéntrios
alrededor del downtown, conforme se va expandiendo el territorio. La primera zona, - —
que para el caso de Bogotá sería la plaza de Bolívar y sus barrios coloniales— fue definida
como el centro del transporte, las finanzas, las oficinas mercantiles y administrativas, los
hoteles, teatros, edificios municipales, periódicos, tiendas de especialidades. Es un sector
que a pesar de su importancia territorial tiene la más baja densidad poblacional.
Aledaño al downtown aparece la zona intermedia que se caracteriza por el deterioro de sus
calles y construcciones, la presencia de delincuencia, vicios, pobreza, desorden, habitantes
de la calle, estaciones de Policía y albergues. En esta segunda categoría se clasifica La
Favorita, uno de los barrios más antiguos de Bogotá, después de los coloniales, en donde se
encuentran las características descritas por los sociólogos. La tercera zona será la de la
clase trabajadora en donde se encuentran tiendas de víveres, fábricas, negocios de
reparación de zapatos, tabernas, casas y apartamentos familiares. Más alejado del centro, a
una media hora de camino, se situarán las residencias y apartamentos de la clase alta y
finalmente estarán las zonas suburbanas donde vivirán las familias más acomodadas, en
amplias casonas al aire libre.
Para ese entonces la capital dejaba de lado su diseño urbano colonial caracterizado por la
traza reticular5 en la que se destacaban calles rectas, manzanas cuadradas o trapezoidales y
una plaza central con catedral e incorporaba en su paisaje las nuevas tendencias de la
arquitectura republicana.
“Fueron justamente las primeras manifestaciones de esta nueva expresión republicana las
que rompieron con la monumentalidad, con el pasado colonial español y empezaron a
generar cambios en el aspecto de la ciudad” (Hofer, 2003).
En los primeros 30 años del siglo XX esta nueva estética es utilizada para la construcción
de edificios públicos y privados en las áreas cercanas al centro, entre los que se destacan el
Palacio Echeverri (1900- 1904), Asilo San Antonio (1902- 1907), Edificio Liévano (1902-
1905), Pasaje Rufino J. Cuervo, Bazar Veracruz (1905), Hospital San José (1905- 1925),
Mercado de Las Nieves (1905- 1927), la Estación del Tren de la Sabana (1913- 1917) y el
Palacio de La Carrera (1906 -1908).
“El entusiasmo con que todos los habitantes del país urbano acogen la nueva arquitectura
no es compresible sino en la medida en que esta formó parte de un sentimiento estético más
general, que penetró todos los resquicios de la vida social… es necesario destacar que los
arquitectos republicanos también se llamaron así mismos modernistas” (Arango, 1989, p.
139).
El plano Bogotá Futuro tenía como fin delimitar y definir el crecimiento de la ciudad e
instaurar normas específicas para su urbanización. “En cuanto a trazado urbano, este
pretende prolongar la retícula tradicional tanto hacia el norte como hacia el sur con
manzanas de 100 metros de largo vinculando así sectores para entonces distantes como
Chapinero y proyectando un crecimiento de casi cuatro veces su tamaño” (Rodríguez,
2006). También propone calles espaciales de lujo, ramblas y parkways. Pese a ser aprobado
por la Asamblea, este proyecto sólo se adoptó en 1925; sin embargo, nunca se desarrolló.
Para esta misma década se dan dos cambios importantes en el país que serán los primeros
detonantes de la modernización de la ciudad: el primero es la generación de un contacto
más amplio con el mundo capitalista, mediante las nuevas formas de comunicación, como
las vías ferroviarias, el avión, el automóvil, el cine y la radio. “En nuestro desarrollo
histórico, la década del veinte parece mostrar un contacto más claro con el contexto
modernizador de Occidente” (Del Castillo, 2003, p. 73). Por otra parte, durante esos años se
releva del poder a los militares, quienes son sustituidos por empresarios que comienzan a
fomentar el desarrollo intelectual y capitalista en el país. Además se crean nuevas
instituciones nacionales como el Banco de la República, los ministerios de Salud, Justicia y
Trabajo y la Contraloría General de la República.
Hacía los años treinta este proceso de modernización se hace evidente en la capital con la
llegada del urbanista austriaco Karl Brunner, quien fue contratado por el alcalde Alfonso
Esguerra Gómez para reorganizar y dirigir el Departamento Municipal de Urbanismo de
Bogotá. Su trabajo se basó en transformar a la Bogotá de traza reticular en una ciudad
diseñada bajo el concepto de la ciudad jardín.
“Los proyectos [realizados por Brunner] para la planeación urbana de Bogotá presentan su
concepción de la ciudad como un organismo compuesto. En vez de la continuación de la
monótona superficie característica de la traza reticular, intentó ensamblamientos de cuya
suma se entreteje entre sí todo el complejo urbano. Es el desarrollo del neighborhood
adaptado al contexto latinoamericano, donde su función es asumida por el barrio, con un
equipamento mínimo de la estructura social, así como cualidades formales individuales que
en la mayoría de los casos respondía a las condiciones topográficas y modificaba la
retícula” (Hofer, 2003, p. 121)
En 1936, tres años después de su llegada, Brunner elabora el primer Plan de Desarrollo
Urbano para Bogotá. Sus propuestas proyectaban una ciudad moderna con urbanizaciones
obreras en el sur, parques forestales, plazoletas para el disfrute del espacio público,
bulevares, espacios viales, barrios con calles curvas y elementos orgánicos y la ampliación
de importantes avenidas como la Jiménez y la Caracas.
Este primer Plan de Desarrollo tuvo como objetivo el diseño de una ciudad higiénica, con
este fin se prohibió la construcción de viviendas en terrenos que no estuvieran comunicados
con las redes de alcantarillado. Del mismo modo, se proyectó el desarrollo de redes de
movilidad colectiva, principalmente de las del tranvía en los barrios del sur; se realizó un
decreto para mitigar los impuestos sobre producción de material de construcción para
urbanizaciones obreras; se adecuó la administración urbana para facilitar la ejecución de
proyectos públicos y se trazó el plan para el cubrimiento de los ríos San Francisco y San
Agustín.
Bajo estas directrices Bogotá comenzó a cambiar su imagen y se desarrollaron los barrios
Palermo, Bosque Izquierdo, El Campín, Centenario y la urbanización Modelo. Del mismo
modo, se construyeron espacios verdes y zonas para la recreación que aún hoy son
funcionales para la ciudad, como el Parque Nacional (1933); el Paseo Bolívar con sus
miradores y el escenario para conciertos conocido como “la Media Torta” (1935); el Parque
El Salitre, con su lago artificial, que por años fue el lugar donde los bogotanos jugaban polo
y la avenida Caracas (1935), que atravesó la ciudad de norte a sur y que fue concebida
como una alameda.
Para cuando Brunner termina su obra, en 1948, Bogotá ya no es una villa colonial, sino que
se configura como una ciudad nueva y moderna, que en los años siguientes seguirá en su
proceso de evolución hacia una metrópoli. La expansión de la ciudad, la constitución de
nuevos barrios alejados del centro y el aumento de su población y clases sociales generaron
nuevas dinámicas urbanas y la construcción de imágenes de la ciudad que determinarán las
relaciones de los ciudadanos con sus espacios.
“La convivencia del ser humano se hace en el espacio, es el escenario del interminable
teatro de las obras de los hombres… El espacio dinamiza e involucra, permite que las
sociedades lleven a cabo sus realizaciones que provienen de sus relaciones con lo inventado
y lo inmanente, todo lo que los sistemas psíquicos —en términos de N. Luhman— no han
plasmado en lo material, pero que pronto será realizado a través de la acción: objetos y
acciones, actos y formas de pensar que terminan creando artefactos llenos de significado y
que vinculan de una u otra manera al colectivo” (Castiblanco, 2000, p. 279).
En las ciudades, los lugares (una calle, un barrio, una cafetería, una localidad) van
adquiriendo sus propios significados desde la mirada de los ciudadanos quienes crean
imaginarios urbanos colectivos, que pueden ser reales o no, sobre ciertas zonas. “En los
ámbitos de las sociedades, en los espacios, se puede evidenciar las transformaciones que
parten de los constructos mentales de los pobladores, formas simbólicas que referencian el
medio e interactúan sobre él. La intervención en los lugares depende en cierta medida de las
ideas y concepciones que el colectivo constituye alrededor de los mismos” (Castiblanco,
2000, p. 283).
De esta forma, los imaginarios urbanos se definen como la constante creación de formas e
imágenes que se refieren a un lugar. “Los imaginarios urbanos intentan interpretaciones
acerca de cuestiones como, por ejemplo, cómo se han construido las imágenes (cambiantes
a lo largo de la historia) que se hacen las sociedades y los individuos en particular, de la
ciudad y/o de sus fragmentos (barrios, colonias, etc.); cómo esas imágenes se movilizan en
la vida práctica y cobran realidad” (Aguilar, 2006, p.14).
“La inseguridad despoja progresivamente a los espacios públicos urbanos de los diversos
sentidos sociales que éstos adquieren en la construcción de ciudadanía” (Guerrero, 2006),
los segrega de la vida urbana y de sus dinámicas convirtiéndose en lugares fantasma en los
que solamente se atreven a habitar los excluidos de la sociedad (prostitutas, habitantes de la
calles, desplazados, etc).
Esta situación a su vez crea en la mente de los ciudadanos imaginarios del miedo, que
“son la invención personal o colectiva que se hace de la ciudad construida que tiene como
fundamento la vivencia cotidiana de la inseguridad, y que permite que se construya una
representación determinada de los espacios urbanos, principalmente los públicos. Es desde
los imaginarios del miedo que se constituyen las formas de nombrar y estigmatizar estos
sitios y sujetos sociales identificados con la inseguridad y el riesgo” (Aguilar, 2006, P.
120).
La Favorita, como la mayoría de los barrios aledaños al centro histórico, pasada la primera
mitad del siglo XX se convierte en uno de estos sectores de la ciudad, en un imaginario del
miedo. El deterioro y la inseguridad generan, a su vez, un fenómeno conocido como
topofobia. “La topofobia es la expresión del rechazo forjada desde las representaciones que
genera de los lugares, temores como la inseguridad o actitudes frente a lo sucio y
degradante enmarcan las reacciones de transeúntes y visitantes…” (Roldán, 2009, P.284).
Los bogotanos evitan transitar por el sector, de no ser estrictamente necesario. Los
comerciantes, extranjeros y aristócratas, quienes conformaron la clase alta de la nueva
ciudad burguesa de comienzos del siglo XX, abandonan el barrio y se trasladan hacia el
norte. Muchos, al no encontrar un comprador, incluso prefieren abandonar sus casas de
estilo republicano antes que seguir viviendo ahí.
“El miedo no sólo sorprende y origina una selección de rutas y nuevos caminos para
quienes la moran, sino que el miedo es un elemento cada vez más estructurante en el
comportamiento de la ciudad” (Silva, 2000, p. 294).
Con sus nuevos habitantes y dinámicas sociales La Favorita deja de ser el barrio de la
burguesia bogotana, caracterizado por los clubes al estilo inglés, los salones en donde se
realizaban tertulias literarias, los hoteles elegantes, las casas decoradas con muebles,
alfombras, vajillas y telas traídas de Europa y habitantes que imitaban el estilo de vida de
la Inglaterra victoriana y la Francia napoleónica parta convertirse en una de las 31 zonas
críticas de la ciudad, que “son zonas en donde confluyen distintos agentes que se vuelven
focos de inseguridad y criminalidad que deben ser intervenidos”. Por ello hoy La Favorita
es epicentro de inquilinatos, albergues, expendios de droga y foco de delincuentes.
Las cifras también muestran que en el primer semestre de 2008 en la localidad de Los
Mártires, donde está situado el barrio, se cometieron el 73.3% de los homicidios de la
ciudad la mayoría con arma de fuego (69%). El 44.4% fue por venganza, el 31% por
problemas personales, el 55.5% en horas de la noche, entre las 6 p.m. y 6 a.m, y el 60% el
fin de semana. En la Favorita, el 84% de las víctimas fueron hombres y el 16% mujeres.
Los dos sectores donde ocurrieron la mayoría de los homicidios fueron la calle 8 a la calle
10 (entre la avenida Caracas y la carrera 16) y de la calle 17 a la calle 20 (entre carreras 15
y 17).
La renovación de La Favorita
Después de años de abandono, en 1998, el Distrito comenzó a trabajar en la formulación y
aplicación del Plan Zonal del Centro, que tiene como fin la recuperación y apropiación de
los espacios públicos que por su carácter histórico y patrimonial son significativos para la
cuidad, además de la puesta en marcha de un plan de oferta de vivienda para restituirle a la
zona su origen residencial; entendiendo como patrimonio “aquellas señales físicas que son
trazas de la historia de la ciudad” (Pergolis, 1997, P.83).
El barrio La Favorita quedó incluido en uno de los seis proyectos de renovación urbana. En
este sector el arquitecto Henry Reyes, con recursos privados, desarrollará un nodo de
servicios empresariales, comerciales y de vivienda que busca complementar el proyecto de
Transmilenio y consolidar el eje de servicios institucionales de la calle 13. La iniciativa
tendrá un área de 38.285 M2 y estará ubicado entre las calles 19 y 20, limitando con la
ciudadela residencial San Fasón y la carrera 17.
Desde entonces, en el imaginario de los bogotanos surgió la posibilidad de que las grises y
sombrías calles del centro repletas de prostitutas, habitantes de la calle, carteristas y
vendedores ambulantes volvieran a ser las sofisticadas alamedas por las que departieron los
bogotanos del siglo XVIII y XIX. Esas amplias avenidas por donde una vez pasó el tranvía
cuando las mujeres vestían de sombrero y los “cachacos” portaban su paraguas como signo
de distinción. Con este proyecto se deslumbra el renacer de un sector de la ciudad en ruinas
que promete cambios estructurales y por lo tanto el replanteamiento los imaginarios del
barrio favorito de los bogotanos que pasó a ser uno de los epicentros del miedo.
Las imágenes colectivas de miedo e inseguridad que crearon los ciudadanos alrededor del
barrio, que indudablemente estuvieron y están mediadas por la desidia de los gobernantes
de tomar el control, fueron fundamentales en la configuración de sus nuevos habitantes.
Como dijo Armando Silva “cada ciudad se parece a sus creadores, y estos son hechos por la
ciudad” (2000, p. 23). En este sentido no hay razón para sorprenderse de que La Favorita
del siglo XXI haya sido creada, o esté habitada, por los bogotanos más pobres, vulnerables
y relegados de la ciudad.
Sus características estéticas la hacen indudablemente un escenario del miedo, de un miedo
tal que borra su historia, su tradición, la importancia de sus edificaciones en la
configuración de la Bogotá moderna y se convierte en un espacio que parece inexistente
tanto como para las autoridades como para los ciudadanos. Ante este imaginario se
comienza a volver común que en el siglo XXI los habitantes indeseables o sobrantes de la
urbe moderna sean trasladados a sus calles, acrecentndo losa problemas sociales de la zona.
Dos ejemplos claros y recientes son la reubicación de los habitantes del Cartucho en el
barrio y el de los desplazados que durante dos meses vivieron a la intemperie, primero en la
Plaza de Bolívar y después en el Parque Tercer Milenio.
Es así como la belleza y elegancia del barrio de la burguesía criolla desapareció de sus
calles y casas republicanas, que en algunos casos han tenido diferentes usos. La Favorita es
hoy un territorio que ha ido cambiando con la modernidad, el desarrollo de nuevas
dinámicas urbanas, la migración de las clases altas a otras zonas y la transformación de los
imaginarios urbanos capitalinos.
Pies de página
1 “El paso del tiempo anudaba las relaciones y modificaba sustancialmente la estructura de
una sociedad que dejaba de ser la de los colonizadores y las sometidas para construir un
cuadro diferente: la sociedad se acriollaba y sus diversos grupos cambian en consistencia,
en número y consecuentemente en relaciones recíprocas…Las clases altas conservan los
rezagos de la tradición hidalga e intentan a como de lugar aparentar su posición social,
riqueza, etc.” (Romero, 1976, p.123).
2 “The city embodies the real nature of human nature. It is an expression of mankind in
general and specifically of the social relations generated by territoriality. Is a state of
mind a body of customs and traditions, and of the organized attitudes, and sentiments that
inhere in the costumes and are transmitted with this tradition” (Park y Burges, 1984, p.1).
3 “The human ecology is the study of the spatial and temporal relations of human beings
as affected by selective, distributed, and acomodative forces of the environment……The
human ecology is interested in the effect of position in both means space upon human
institutions and human behavior” (Park y Burges, 1984, p.64).
Solamente hasta el siglo XX Bogotá comenzó su proceso de desarrollo hacia una ciudad
moderna y cosmopolita. Con la llegada de la nueva era Santa Fe, la capital del Virreinato
español, pasó a ser Santa Fe de Bogotá, la ciudad principal de una república libre y
autónoma. Desde el año 1900, se desarrolló una capital moderna caracterizada por el
progreso, los cambios, la multipluralidad cultural, las nuevas visiones arquitectónicas, las
relaciones comerciales y la expansión del territorio. En medio de este alboroto del naciente
siglo, comenzaron a formarse las nuevas elites sociales, y barrios que fueron adicionándose
a la cartografía de la ciudad. (Saldarriaga, 2006)
El barrio La Favorita fue uno de esos sectores exclusivos que nació en medio de esta oleada
de cambios que caracterizó las primeras décadas del siglo XX. En una sociedad fuertemente
marcada por las clases sociales, sus habitantes eran miembros de la elite que, según el
historiador Germán Mejía Pavony (1999), estaba constituida por comerciantes de gran
fortuna, banqueros, empresarios, profesionales, empleados oficiales de alto rango y ricos
propietarios o negociantes bogotanos o de la provincia. Estos elegantes capitalinos, siempre
en la búsqueda de prestigio, se agruparon finalizando el siglo XIX para fundar el barrio
favorito de los bogotanos, ubicado a las afueras del centro colonial: el más limpio, el más
elegante, el de las mejores calles y las más hermosas casas republicanas.
Fue precisamente esta amalgama de tendencias lo que dio como resultado la arquitectura
republicana. “Evidentemente la arquitectura que se estaba produciendo a principios de
siglo XX en Colombia y en Bogotá, era una arquitectura republicana. Una arquitectura
ecléctica, hecha generalmente por arquitectos extranjeros que llegaban al país. El conjunto
de arquitectura que estaban haciendo era diferente, casas inglesas, francesas y todo este
conjunto es lo que hace que sea Republicana” (Carrasco, 2008). Este estilo se caracterizó
por las yeserías, los decorados superpuestos, las mansardas chatas, los ambientes
mezquinos y los innumerables detalles que componían cada uno de los inmuebles. (Niño,
2007)
Fue así como Bogotá pasó de ser una pequeña aldea conformada por 257 manzanas a una
ciudad que con la llegada de los nuevos inmigrantes rurales, desplazados por las guerras de
mitad de siglo XX, se fue extendiendo hacia el norte, sur, oriente y occidente de la Plaza de
Bolívar, hasta llegar a conquistar los cerros orientales. Fue en esta época cuando Bogotá se
convirtió en una metrópoli extensa y desarrollada, dividida en localidades y barrios, con
sistemas de comunicación, redes de servicios públicos, accesos viales y una población que
en tan solo un siglo pasaría de 100 mil habitantes a más de 8 millones.
La Favorita
Durante el siglo XIX, La Favorita fue una de las quintas más prestigiosas de la ciudad.
“Hoy diríamos carrera 13, entre calles 17 y 18, hasta la carrera 17. La parte oriental se
desmembró con el nombre de la Nueva Aurora, y después una fracción se unió a La
Favorita” (Carrasquilla, 1989, p.104).
Para esa época la zona occidental de Bogotá, o como la llama el investigador Fredy Arturo
Cardeño “el patio trasero” de la ciudad colonial, además de las haciendas contaba con la
iglesia de San Victorino, construida en el año 1580; el primer cementerio al aire libre, el
Cementerio Central, inaugurado en 1825 por mandato del Cabildo, en el terreno que una
vez fue donado a la Legión Británica como reconocimiento del auxilio prestado durante las
batallas de la independencia, y la legendaria Huerta de Jaime, después conocida como plaza
de Los Mártires, nombre que tomaría toda la localidad, donde en 1816 murieron en
combate los próceres de la independencia Francisco José de Caldas, José Lozano, José
Maria Cabal, Manuel Ramóm Torices, Antonio María Palacio, Miguel Pombo y Franciso
Ulloa (Cortázar, 1975, Bogotá)1.
Para 1814, la hacienda La Favorita contaba con una casa de tapia y teja, dos solares, un
potrero cercado de tapia cañería nueva con su pila para agua. “La estancia se encontraba en
la parroquia de las Nieves y daba sobre la Alameda Vieja, tenía el ancho de una cuadra y un
fondo de cuatro, aproximadamente” (Escovar, Mariño y Peña, 2004, p. 478).
Según el cronista Pedro Ibáñez, en 1823 esta hermosa quinta fue ocupada por el entonces
ministro de Relaciones Exteriores, Pedro Gual y Escandón quien acababa de contraer
matrimonio con Rosa Domínguez Roche. “Este enlace unió linajudos descendientes, con
ejecutorias de nobleza e hidalguía, de casa y solar en Caracas y en Bogotá. El nuevo hogar
ocupó la Quinta de La Favorita, ubicada al occidente de la ciudad, posesión, hoy (1891)
casa de la calle 17. A la fiesta nupcial de familia asistió lo más granado y lúcido de la
sociedad de aquellos días” (Ibáñez, 1923, p.298).
Años después el doctor Gual vendió la quinta a Doña Carmen Rodríguez de Gaitán y su
hijo, el Coronel José María Gaitán, quienes a su vez se la traspasaron al doctor Miguel
Gamba. En 1840 este último se la vendió al señor José María Forero por 7.350 pesos,
esposo de doña Rosalina Sánchez, quien era ni más ni menos que la hija de José Antonio
Sánchez, el mayor hacendado con que contaba la ciudad por esos días, dueño de las
haciendas de Chapinero, Punta de Suba, Juan Amarillo y El Tintal.
En los años siguientes la quinta pasó de dueño en dueño. En 1857, Juan Malo, el
propietario en ese entonces, le hizo una serie de remodelaciones: construyó una caballeriza,
refaccionó la casa con empapelados, vidrieras, colocó 13 puertas nuevas y, una reja en el
patio. “Lindaba la quinta al sur con el terreno e Frascati (calle 17), y un solar del Cabildo.
Al norte con tierras que eran del señor Juan Ujueta (La Floresta). Al occidente, calle por
medio, con la quinta llamada La Florinda, del señor Patricio Wilson, calle de por medio. Al
oriente con la quinta del señor Juan Silva (La Nueva Aurora)” (Carrasquilla, 1989, p.105).
En 1864 la esposa de Malo vendió la quinta a Manuel Zaldúa, quien unos años después se
la traspasaría a Tomás Castellanos, propietario hasta su muerte. Finalizando el siglo XIX,
como algunas de las fincas agrícolas de la zona, La Favorita fue parcelada y subdividida
para dar origen al naciente barrio de la nueva burguesía bogotana, ubicado entre las calles
19 y 21 con carreras 13 y 19.
Uno de los principales problemas urbanos de la Bogotá del siglo XIX fue el manejo de los
desperdicios. En esa época, debido a que la ciudad no contaba con empresas que se
dedicaran al aseo urbano, las calles eran usadas como botaderos. Estas basuras, eran
después arrastradas por las lluvias y llegaban a los cauces de los ríos y lagunas, por lo que
se causaron graves problemas de salubridad. Para la época algunas de las enfermedades
más comunes eran “la tuberculosis, neumonía, fiebres entéricas tifoideas, paratifoideas,
meningitis, gastroenteritis. Además, se presentaban altas tasas de mortalidad materna e
infantil, la sífilis y la lepra” (Eraso). Como lo describió el diplomático argentino Miguel
Cané en su vista a Bogotá en 1882: “Aunque de poca profundidad, el caño basta para
dificultar en extremo el uso de los carruajes en las calles de Bogotá. Al mismo tiempo
comparte con los chulos (los gallinazos del Perú) las importantes funciones de limpieza e
higiene pública, que la municipalidad le entregó con un desprendimiento deplorable”
(Saldarriaga, 2006, p.53). Pese a los evidentes problemas de la ciudad, solamente hasta
1904 Bogotá tuvo un sistema de servicio organizado de aseo que estuvo a cargo de La
Sociedad de Aseo y Ornato.
En cuanto al transporte, Bogotá contó desde 1884 con el servicio de tranvía de mulas.
Desde 1882, el cónsul de Estados Unidos en Barranquilla firmó un contrato con la firma
americana William Randall para la construcción de un tranvía en la capital. La compañía de
tranvías se llamó The Bogotá Railway Company, y estableció su primera línea de
funcionamiento desde la Plaza de Bolívar hasta el barrio Chapinero; después se expandiría
a Las Cruces, hacia el sur y San Victorino, en el Occidente.
En la tarde del 20 de julio de 1889, cuando los primeros ferrocarriles llegaron hasta los
terrenos de La Floresta y San Façón, los vecinos de La Favorita corrieron despavoridos a
esconderse. El retumbar de las cuatro locomotoras llamadas Bogotá, Santander,
Cundinamarca y Córdoba, las máquinas utilizadas en Europa desde 1830, los dejó
impávidos. Era el comienzo de la civilización moderna.
Entre los capitalinos las locomotoras adornadas con flores y cintas de colores, que con su
paso dejaban torbellinos de humo, fueron bautizadas como los “animales de fierro”. Para
ese año la Estación del Tren de La Sabana (calle 13 N° 18-25), construida hacia el
occidente del área central de la ciudad era una precaria edificación de tejas de barro y
soportes de madera.
Al principio fue conocida como la Estación del Ferrocarril de Cundinamarca. Por mucho
tiempo se constituyó no solamente como la primera estación de la ciudad, sino también del
país. En sus terrenos quedaba la hacienda de la familia Parody que con la construcción de
la calle 13 o “Alameda Nueva”, como se le conocía antes, se convirtió en el sector de
desarrollo del occidente de la ciudad. Este lugar unía el centro con Puente Aranda,
Fontibón, Honda y el Magdalena.
Los planos generales del proyecto de la Estación de la Sabana fueron diseñados en 1907
por los arquitectos norteamericanos William Lidston y J.A. Adler, quienes influenciados
por el neoclasicismo francés y el neogótico inglés, crearon un edificio simétricamente
perfecto; con ventanas alargadas, balcones ligeros, patios cubiertos de marquesina y piezas
de yeso que resaltaban las paredes, los techos y las fachadas (Revista Cromos, febrero 12
de 1917). En el proyecto también participó el arquitecto colombiano Mariano Saenz de
Santamaría, quien se encargó de diseñar los planos de los andenes centrales y parte de los
costados laterales.
“La Estación tiene una horizontalidad simétrica con tres cuerpos claramente diferenciados,
dos caras laterales sobrias y compactas que enmarcan un cuerpo central simbólicamente
cargado en piedra, elegante y sólido; si se efectuara un corte por la mitad a la estructura
denotará que las partes resultantes son iguales…. La fachada denota la importancia de la
edificación, por ser elaborada en piedra, la cual era reservada para obras especiales y como
uno de los mejores trabajos realizados en la época en este material”, explica Andrés
Fernando Castiblanco, en su texto La Estación de la Sabana, el tren en los espacios, los
imaginarios y la historia de Bogotá.
Para 1896 comenzó la construcción del ferrocarril del Sur que transportaba pasajeros hasta
Soacha y en 1903 la línea se prolonga hasta Sibaté (Saldarriaga, 2006). De este modo, fue
hasta la segunda década del siglo que surgió una nueva forma de transportarse entre
municipios. Con el Tren de la Sabana comenzaron a llegar personas de otras partes del país,
y así la ciudad de los cachacos se convirtió en una urbe multicultural. Muchos de estos
primeros viajeros llegaban a hospedarse en los elegantes hoteles de estilo republicano del
barrio La Favorita.
Don Alfonso Quintero, un manizalita de 62 años que recorrió los ferrocarriles del país
como operador de la locomotora durante 17 años, asegura que hacia los setenta, el país
estaba dividido en cuatro líneas: Pacífico (Cali, Buenaventura, Cartago, Bolonvolo,
Popayán), Antioquia (Medellín, Puerto Berrio, La Pintada), Santander (Bucaramanga,
Barranca, Lebrija), Magdalena (Santa Marta, Gamarra) y la División Central (Bogotá,
Zipaquirá, Nemocón, Girardot).
“Cuando llegué a Bogotá tenía 22 años, todo lo que traía era una fotografía del águila que
adorna la Estación del Tren de La Sabana, esa fue mi única guía para dar con el edificio.
Después de unas capacitaciones en los talleres de la Estación Central comencé a hacer mis
primeros viajes. En el tren trabajábamos un maquinista que era como el conductor de la
máquina, cinco freneros que viajaban colgados de los vagones y supervisaban que el tren
no se descarrilara y yo, que era el operador de la locomotora y me encargaba de revisar los
niveles del combustible, agua y demás detalles técnicos para que la máquina funcionara sin
inconvenientes. Lo que más recuerdo de esos días era que cada vez que llegábamos a un
pueblo todo el mundo salía a recibir el tren, era el espectáculo de la época, nos recibían con
música, comida, como si fuéramos reyes. Y claro, las señoritas, como éramos jóvenes, se
morían por nosotros.”, dice entre risas don Alfonso.
Cada máquina, en promedio, recorría 200 kilómetros diarios, lo que representaba ocho
horas de viaje si el tren era de pasajeros y 12 horas si era de carga. “Los trenes estaban
divididos en dos clases. En los primeros vagones viajaban los comerciantes y personajes
más respetados de cada pueblo y ciudad, en sillas individuales; en cambio, en los vagones
traseros, los campesinos con sus gallinas, canastos y bultos de mercado se acomodaban
como podían en una banca que atravesaba el vagón de lado a lado”, cuenta don Alfonso.
El rugir de los trenes desapareció por completo en el año 1989 cuando el Gobierno
Nacional, mediante el decreto 1586 de ese mismo año ordenó la liquidación de la Empresa
de Ferrocarriles Nacionales. Quedaron 27 mil pensionados, entre los que se encuentra don
Alfonso, o el ‘El Gamín’, como lo apodaron sus compañeros de viaje.
Con las nuevas dinámicas de comunicación que trajo la construcción de vías férreas en el
país, hacia los años 40, comenzaron a aparecer en sus alrededores fábricas que
aprovecharon la proximidad con el nuevo sistema de transporte para despachar sus
mercancías y materiales a las demás zonas del país por el ferrocarril. Molinos El Lobo, una
fábrica de pastas, ubicada en la calle 16 con carrera 16, en el epicentro el barrio La
Favorita, es uno de los negocios que sobrevive desde esa época.
Con el Tren de la Sabana, también, comenzaron a llegar personas de otras partes del país y
así la ciudad de los cachacos se transformó en una urbe multicultural. Muchos de estos
primeros viajeros llegaban a hospedarse en el barrio La Favorita debido a su cercanía con la
Estación Central. Con estas nuevas formas de comunicarse comenzaron a plantearse
dinámicas urbanas y sociales distintas, y pronto la tradicional sociedad bogotana se
convirtió en una amalgama de culturas.
Los turistas que llegaban a Bogotá encontraron en este barrio los más elegantes hoteles de
Bogotá. Las amplias suites del Hotel Francés, con sus chimeneas monumentales, los
balcones y sus lujosos baños alojaron a las selecciones de fútbol internacionales y, a los
artistas más reconocidos. Este hotel, que hoy alberga a algunos de los ex habitantes de ‘La
Calle del Cartucho’, fue el lugar de encuentro de gobernantes, empresarios y de los más
prestigiosos viajeros que visitaron a Bogotá, igual que el Hotel Internacional, ya demolido.
“El llamado estilo francés, más o menos puro y siempre de rigurosa imitación, sirvió para
las buenas casas de alta burguesía y sobre todo para las lujosas residencias —el petit hotel o
palacio— de quienes habían llegado a los más altos niveles económicos y aspiraban a la
posición sublime que parece ofrecer el boato” (Romero, 1976, p. 280).
La Favorita nació como un lugar construido para la elite. Por aquellas angostas calles
vivieron los gobernantes, comerciantes y las mejores familias de la época. “La urbanización
era el lugar más elegante de la ciudad y el más bonito. Las casas fueron construidas al estilo
republicano y en el interior se hicieron grandes trabajos de madera y yeso” (Luengas,
2008).
Durante las primeras décadas del siglo XX, La Favorita siguió creciendo y más ilustres
bogotanos se animaron a vivir en el sector. Las casas de estilo republicano, que tenían en
sus fachadas ornamentos característicos del Art Decó, desplazaron los lotes baldíos.
Personalidades como Laureano Gómez (director de El Siglo), el magistrado Luis Fernando
Gacharná, el almirante Carrizosa, los Briceño, los Paz —descendientes de don Manuel
María Paz, dibujante de la expedición de Codazzi—, el médico José del Carmen Acosta —
por quien se le dio el nombre al pabellón materno infantil del hospital de La Hortúa—, la
familia del doctor Jorge Bejarano —el pediatra de moda de la sociedad bogotana y uno de
los amigos más queridos del ex presidente Eduardo Santos— y el poeta León de Greiff
fueron algunas de las personalidades que vivieron en esta primera época de formación del
barrio (Zalamea, 2009).
Los habitantes más antiguos de La Favorita todavía recuerdan cuando el sector era uno de
los más prestigiosos de la ciudad, cuando las niñas vestían de cuello de tortuga, las señoras
iban con sombreros y ‘zorro’ —un ornamento que envolvía el cuello a manera de
bufanda— y los hombres vestían de ‘briches’ o pantalón, saco, camisa corbatín y ante todo
llevaban sombrero. Carlos González, por ejemplo, dice que en su casa, ubicada en la calle
18 con carrera 17, vivió un familiar del ex presidente Misael Pastrana; Víctor Bolívar,
asegura que su vivienda —calle 17 con carrera 16—, donde ahora funciona un negocio en
el primer piso y un inquilinato para vendedores ambulantes en el segundo, fue por años la
morada del poeta León de Greiff y doña Evangelina Cortés — viuda de Roberto Caro, uno
de los nietos de Miguel Antonio Caro —quien vive en barrio desde hace 60 años— es la
prueba viviente del esplendor de La Favorita.
“La carrera 18 hasta el Hospital San José eran solo casas selectas, en la décima había un
plaza de mercado muy linda y la iglesia Santa Inés, luego quitaron la gracia de la ciudad.
Este sector era muy hermoso: había puertas en madera, casas decoradas, daba gusto mirar
de un lado a otro. Yo salía con mi esposo y los niños a caminar. Volvíamos a la una o dos
de la mañana. Íbamos donde Isabelita, la que se casó con Marco Fidel Suárez, allá
echábamos lengua, veíamos televisión. Isabelita era muy buena amiga del ex presidente
Eduardo Santos, que vivía en la Candelaria”2, recuerda doña Evangelina a sus 86 años.
Pero la calma y la belleza del barrio no duraron para siempre. Un día, además de los
pasajeros que transportaba el tren de la Sabana, comenzaron a llegar los buses
intermunicipales con cientos de nuevos turistas y los camiones de carga. Pronto, el sector se
llenó de vendedores ambulantes, y el caos hizo que el barrio favorito de los bogotanos
perdiera su encanto.
“Cuando aún el barrio era muy selecto empezaron a llegar las empresas transportadoras a la
zona, de eso hace como 40 años, y entonces empezó a cambiar el panorama del sector —
asegura doña Evangelina—. Roberto, mi esposo, decía que le daba miedo salir. Las flotas
fueron dañando las calles y deteriorando algunas casas, fue ahí donde las familias más
prestantes comenzaron a emigrar y llegaron los ladrones, la droga y los ‘desechables’”3.
“La áreas habilitadas para el funcionamiento de los buses eran muy reducidas y
obligatoriamente muchos vehículos dejaban y recogían pasajeros en las vías públicas
incrementando el desorden. Pese al esfuerzo realizado por algunas empresas para mejorar el
nivel de servicio, la falta de un sistema integral que propiciara condiciones mínimas de
operación, repercutió negativamente sobre esta primera terminal”, explica Marta Santos,
jefe del departamento de auditoria de la terminal y quien lleva 22 años trabajando en la
empresa.
Cerca de 120 mil pasajeros se movilizaban diariamente en los buses de las empresas Flota
Boyacá, Rápido Duitama, Expreso Paz del Río, Transporte Bolívar, Flota Valle de Tensa,
Flota San Vicente, Flota Macarena, Rápido el Carmen, Coopetrán, Berlinas del Fonse,
Expreso Barasilia, Bolivariano y Rápido Tolima, entre otras.
Según relata Felipe González Toledo en su crónica “Los Mártires, puerto seco de Bogotá”,
publicada el 29 de marzo en el periódico El Espectador, hasta este punto llegaban
diariamente 750 buses de pasajeros provenientes de Cúcuta, Pamplona, Bucaramanga,
Medellín, del Valle, Tolima, Tunja, Sogamoso, Pachavita, y Garagoa. Como era de
esperarse, con la llegada de los conductores y de los pasajeros, también comenzaron a
establecerse todo tipo de comerciantes a ofrecer sus productos. Poco a poco, esta situación
se fue volviendo incontrolable y finalmente la tradicional plaza de Los Mártires se convirtió
en un incontrolable puerto regido por el caos y las basuras.
En su crónica González Toledo relata: “Los polvorientos viajeros al llegar se ven asaltados
por los agentes de hospedaje que los asedian, los acosan se los disputan como si fueran
monedas sin dueño, aparecidas en un andén y literalmente se los llevan en peso, casi en
hombros”, Después añade: “Negocios de toda índole florecen en torno al ambiente
portuario del antiguo parque de Los Mártires. Los fotógrafos ambulantes capitalizan las
tiernas despedidas de los viajeros, y los vendedores de comestibles explotan la
obsequiosidad que excepcionalmente florece a favor de la grata sensación del viaje. La
carrera 15, cerca del templo del Voto Nacional, tiene uno de sus preferidos lugares de
estacionamiento la tienda ambulante de un antioqueño, renovador auténtico que en ese y en
otros lugares de aglomeración venden salchichas, empanadas, emparedados, dulces y toda
suerte de golosinas, además de cigarrillos y refrescos”.
Con los buses y los pasajeros las antiguas casonas fueron remodeladas y sus habitaciones
subdivididas para transformarse en hospedajes. Comenzaron a aparecer prostitutas y
expendios de droga que terminaron ahuyentando a los primeros pobladores que se
desplazaron hacia los nuevos barrios de elite que se constituían en el norte de la ciudad,
como Chapinero. Algunas residencias se convirtieron también en talleres, ventas de auto
partes y posteriormente en lugares especializados en el servicio mecánico de motocicletas,
negocios que respondieron a las nuevas dinámicas del barrio.
“Las calles y plazas de la ciudad están infestadas por rateros, ebrios, lazarinos, holgazanes
y aún locos. Hay calles y sitios que hasta cierto punto les pertenecen como domicilio y no
falta entre ellos persona que, so pretexto de insensatez, vierta sin interrupción torrentes de
palabras obscenas, que son otras tantas puñaladas dirigidas contra la inocencia de los niños
o el pudor de la mujer. La noche pone exclusivamente a la disposición del crimen o del
vicio todo cuanto hay de sagrado” (Samper, 1977, p.29).
Hacia la mitad del siglo XX las elegantes casas republicanas se vendieron a “precio de
huevo” y, por ende, el perfil poblacional del barrio cambió por completo. “La sociedad
bogotana después del 9 de abril comenzó a alejarse de la plaza y del centro para ocupar
otros espacios que reflejaban las novedosas imágenes que corrían por el mundo de la
segunda posguerra”. (Iriarte y Pérgolis, 1999, cap.2) Además, la Empresa de Ferrocarriles
Nacionales experimenta una crisis económica, que lleva a la compañía a venderles a sus
empleados parte del terreno que originalmente pertenecía a la Estación de la Sabana. “En
1945 se vende una porción de terreno a los empleados de la Empresa quienes desarrollan su
propio barrio de vivienda, conocido como “La Favorita””. ¨ (“Breve historia de la Estación
de La Sabana”, 2006)
En su mayoría, los nuevos habitantes eran campesinos de Santander que llegaron a Bogotá
buscando la posibilidad de montar un negocio y de sacar a sus hijos adelante. Al ver que
estaban “regalando” las casas de La Favorita le avisaron a sus otros paisanos y formaron
una colonia de santandereanos en pleno centro de Bogotá. Sin importarles el evidente
deterioro en que estaba cayendo el centro, estos empresarios siguieron con la tradición del
barrio: los hoteles. Apenas consiguieron lo suficiente, se dedicaron a remodelar las casas, a
construir baños, conseguir camas, sábanas y todo lo necesario para atender a los viajeros.
Mientras duró, el negocio fue muy bueno para todos. Con las ganancias lograron pagar sus
deudas, mejorar los hoteles y vivir decentemente en la “ciudad de la jungla”, como le
decían a Bogotá en sus pueblos. Sin embargo, la pobreza — como consecuencia del
deterioro del centro— y de las altas tasas de inflación que para 1944 reducían aún más los
salarios de los bogotanos comenzaron a contaminar el sector.4 (Otálora, 1999) Los
habitantes de la calle encontraron en las hermosas casas abandonadas por los más ilustres
bogotanos, un lugar en donde pasar las frías noches capitalinas. Con el tiempo llegaron los
malandros y se instauraron lugares desaseados y peligrosos en donde se establecieron
algunos de los expendios de droga más conocidos, y también se dio inició el negocio de la
prostitución, que años más tarde se establecería en el vecino barrio de Santa Fe, declarado
en el siglo XXI como la primera zona roja de la ciudad.
Con todo esto, el barrio favorito de los bogotanos, al igual que los barrios vecinos, cayó en
una absoluta decadencia y fue conquistado por la inseguridad. Quien denunciara los
expendios de droga era aniquilado por las mismas bandas, como ocurrió con uno de los
líderes locales. De día eran comunes los atracos y en las noches todos preferían quedarse
dentro de sus casas.
Junto a esto, el terminal de buses se trasladó a un lote en el sector del Salitre y como
consecuencia los hoteleros perdieron la mayoría de sus clientes. Por varios años los hoteles
de La Favorita tuvieron que funcionar como inquilinatos o residencias y cobrar tarifas muy
bajas para poder sobrevivir a la crisis.
Sin embargo, en la década de los ochenta revivió el negocio. Los hoteleros encontraron sus
nuevos clientes entre los camioneros que venían de los pueblos a entregar mercancía en las
plazas de mercado del centro de la ciudad. Desde ese entonces, los 25 hoteles que hoy hay
en La Favorita se especializaron en hospedar conductores de camión. Una noche cuesta
desde $12 mil hasta $15 mil, y lo curioso es que por lo general sus clientes son viejos
conocidos.
Después de este incidente los habitantes de La Favorita se dieron cuenta de que su espacio
era importante y que además de haber sido el escenario de sucesos históricos significativos
para la ciudad, estaban rodeados de patrimonio tangible. Con el tiempo comenzaron a
trabajar por recuperar la belleza, el orden y la seguridad de La Favorita: pintaron las
fachadas y arreglaron las calles.
Cuando apareció el plan de renovación urbana del centro, los hoteleros se dieron cuenta de
que por fin llegaba la oportunidad que tanto habían buscado. Entre los lineamientos
encontraron que el Plan establecía una amplia capacidad para el turismo en el centro y, por
lo tanto, una zona de hospedaje. Desde ese momento la comunidad de La Favorita se ha
proyectado para ser nuevamente el barrio de los hoteles. Según la Secretaría Distrital de
Planeación, este sueño no es tan lejano, pues solamente hace falta que los hoteleros se
organicen y presenten el proyecto para volverlo realidad.
Sin embargo, en el 2005 una nueva crisis golpeó al barrio. Con la eliminación de la Calle
del Cartucho, los 8 mil habitantes de calle que quedaron sin refugio comenzaron a rondar
La Favorita hasta colonizar algunas calles del barrio. Desde entonces en el barrio de los
hoteles viven cerca de 71 ‘indigentes’, 54 hombres y 17 mujeres.
Por otra parte, un estudio realizado por el Centro de Estudio y Análisis en Convivencia y
Seguridad Ciudadana (CEACS) de la Secretaría de Gobierno, estableció que Los Mártires
es una de las localidades en donde más ha aumentado la presencia de cambuches que
pasaron de 48 en diciembre de 2004, a 204 en abril de 2008, cuatro veces más. Entre los
transeúntes de los Mártires se encuentran 30.3% de los habitantes de calle que se registran
en toda la ciudad, unos 2.600 trasiegan por las calles de esta localidad. En los Mártires la
gran concentración está en la “Calle del Bronx”, con un parche de casi dos mil personas y
la calle conocida como “Cinco Huecos”, donde viven 90 más.
En sus calles viven cerca de 102 mil habitantes, 155 personas por hectárea, la mayoría
pertenece a la clase media-baja. Según la Cámara de Comercio de Bogotá (CCB), el “ 83%
de los predios son de estrato 3 y ocupan la mayor parte del área urbana local, el 8,7% y el
0,5% restante corresponde a predios no residenciales. Hay una alta presencia de jóvenes, el
43.9% de la población tiene menos de 25 años, y como es común en las demás localidades
de la ciudad, las mujeres son el sector de mayor participación (54,3%). En promedio, los
hogares están compuestos por tres personas y es una sociedad caracterizada por los altos
índices de desempleo.
“Según está establecido en el Plan de Ordenamiento Territorial de Bogotá (POT) el uso del
suelo urbano de los Mártires se divide en cuatro tipos: comercio y servicios (53%),
residencial (38%), rotacional (8%) y suelo protegido (1%)” (Cámara de Comercio). Hasta
octubre de 2006 se habían registrado ante la CCB 10.085 empresas, el 4.9% de toda la
ciudad. Es una localidad que se caracteriza mayoritariamente por sus actividades
comerciales. Algunos de los servicios más ofrecidos son el arreglo de carros y motos, las
ventas al por mayor, los negocios de alto impacto como los bares, discotecas y casas de
prostitución y las actividades empresariales. “Los sectores más importantes de la localidad
Los Mártires son: comercio (58% de las empresas), industria (18%), hoteles y restaurantes
(6,5%) y actividades inmobiliarias, empresariales y de alquiler (5,8%).” (CCB, 2006)
Además, el porcentaje de comercio de Los Mártires es el más alto entre las 20 localidades
de Bogotá.
El futuro de La Favorita
Desde 1998 el Distrito ha venido trabajando en la formulación y aplicación del Plan Zonal
del Centro, que tiene como fin que este sector de la ciudad renazca y se convierta
nuevamente en un espacio ambiental, histórico, cultural, turístico, residencial,
administrativo, comercial y de servicios con un alto nivel de competitividad, vocación de
liderazgo estratégico y referente cultural de la región. “Este escenario se logrará mediante
objetivos, estrategias, programas y proyectos que garanticen el mejoramiento de la
competitividad económica, la inclusión e integración social y el respeto y promoción de la
cultura y el medio ambiente, en el marco de un proceso equitativo e incluyente” (Decreto
492 de 2007).
Según la Secretaría de Planeación, en los primeros dos años del proceso se analizaron los
diferentes aspectos, tanto culturales como patrimoniales, sociales y económicos de los
barrios involucrados. Después de este análisis se efectuó un segundo estudio que se
postergó hasta el 2003, cuando se consideró imprescindible asignar al centro una categoría
y un manejo especial. Desde ese entonces, la Secretaría de Planeación inició los estudios
técnicos necesarios y los diferentes procesos de participación establecidos por la ley. Se
realizaron cerca de 50 reuniones con cooperaciones técnicas internacionales y con las
universidades, y se recibieron más de 1.000 propuestas “que hicieron posible la definición
de una visión integral del ordenamiento del centro”. (Informe final de participación
ciudadana, Plan Zonal Centro)
Esta transformación se tiene proyectada para el año 2038, fecha que coincide con la
celebración del quinto centenario de la fundación de la ciudad. El plan tiene cuatro
objetivos fundamentales: garantizar la oferta de vivienda y mejorar las condiciones de
habitabilidad del centro, proyectar una estructura ambiental sólida, conservar, renovar y
consolidar proyectos urbanísticos e inmobiliarios y fortalecer la inversión pública y
privada.
Además, busca “defender, proteger y promover los derechos de los ciudadanos moradores y
usuarios” (Decreto 492 del 26 de octubre de 2007) y propone un ordenamiento basado en la
inclusión social, el reconocimiento y la valorización del patrimonio cultural y el
mejoramiento de la seguridad y la convivencia. En este proyecto el barrio La Favorita está
inmerso en la UPZ Sabana.
En la caracterización que se hizo de los sectores del centro para intervenir, de acuerdo con
su tipo de población y uso, el Plan Zonal identificó a La Favorita como “Un barrio
residencial consolidado, que ha ido perdiendo residentes por el deterioro social del sector
influencia de la prostitución e inseguridad”. En cuanto a la identificación de las condiciones
socioeconómicas se estableció una población de 9.871 habitantes entre residentes y
comerciantes y entre las consideraciones se anotó: “Sector de actuación social prioritaria.
Seguridad, indigencia”.
Este plan de rehabilitación del centro, además de ser una posibilidad para el renacer de este
importante sector de la ciudad, también se convierte en un aliento de vida para el barrio La
Favorita. En las proyecciones de recuperación del espacio turístico del centro, se abre un
nuevo futuro para el barrio de los hoteles que, a pesar de las circunstancias de pobreza y
deterioro, no ha perdido la tradición que lo caracteriza desde hace 90 años. Sin duda alguna
el hospedaje es uno de sus fuertes dentro de estas proyecciones y así lo ha reconocido el
Distrito. En la tabla de clasificación de usos, diseñada por la Secretaría de Planeación, La
Favorita aparece en la categoría de servicios turísticos: “Alojamiento y hospedaje temporal
en: hoteles y apartahoteles de más de 50 habitaciones con servicios básicos. Residencias
estudiantiles, religiosas y de la tercera edad” (Decreto 492 del 26 de octubre de 2007).
Es así como este lugar de calles angostas y deterioradas casas republicanas nació y se
desarrolló en medio de un siglo de cambios y nuevas visiones sobre la vida en la ciudad. La
Favorita vivió la modernización del centro de Bogotá y también su decadencia. Fue un
barrio que se consolidó en pleno siglo XX, en medio del alboroto del nuevo siglo cuando la
capital se convirtió en la metrópoli que es hoy, y que se resigna a desaparecer pese a su
deterioro.
Pies de página
1 “El español escogió adrede, esta plaza abierta por el frente y circunvalada de paredes de
tierra, como lugar propio de expiación. Vese dominada por la ciudad, pues queda a su
extremo central, y a donde todas puede mirársela, y cuanto en ella pasa. Hacia el fondo se
levanta el suplicio, como para que se ostentase más visible. A las diez de la mañana ya
estaba formando el cuadro a su rededor por algunos cuerpos de guarnición, la multitud
ocupaba el resto de la plaza y ganaba las paredes, para presenciar con más comodidad el
espectáculo (…) renunciamos a describir el momento en que, desembocando la comitiva de
la Huerta de Jaime se encaminaba al suplicio. El redoble de los tambores, el movimiento
de las tropas, las voces de mando, el ruido y el tropel de las gentes; todo anunciaba que
había llegado el instante supremo (…) la descarga de fusiles suena, el humo se remonta en
torbellino, todo se consuma; y el niño crédulo sueña que las almas de los ajusticiados han
alzado vuelo hacia el cielo envueltas en aquella n
ube de humo”. (Santander citado en Escovar, Mariño y Peña, 2004, p. 238)
3 Ibid.
4 “Las tasas de interés crecían, la carestía hacía imposible el precio de los víveres y los
alimentos. El 15 de Mayo de 1944 hubo un paro cívico general”. (Otalora, 1999)
Capitulo 1.
El barrio favorito de los bogotanos
Llego la era industrial
Una cuadra arriba de la Estación del Tren de la Sabana, sobre la calle 13, se encuentra la
majestuosa edificación de estilo francés donde desde hace 100 años se forman los mejores
industriales del país. Un recorrido por la historia del Instituto Técnico Central.
Pequeños serafines fabricados en yeso adornan desde hace más de 100 años la imponente
escalera principal del Instituto Técnico Central. Para muchos, los angelicales rostros son el
legado de aquellos días de finales del siglo XIX, cuando en la edificación, en vez de
estudiantes de ingeniería, habitaron cientos de huérfanos que dejó la Guerra de los Mil
Días. Hay quienes dicen que en las paredes quedaron atrapadas las risas de estos pequeños,
víctimas de la contienda partidista que terminó con la separación de Panamá. Los
estudiantes del Instituto, por su parte, aseguran que en las noches, cerca de los talleres de
mecánica, ven chiquillos, con las ropas raídas, correr de un lado a otro. “Acá los pisos
suenan, las cosas cambian de sitio, las puertas se abren, pero uno se acostumbra a vivir
con los fantasmas”, dice Christian Chaparro, ex alumno y profesor del plantel.
En 1904, el asilo San José para niños desamparados pasó a manos de los Hermanos
Cristianos de La Salle, quienes venían desde Francia con la misión de formar a los primeros
“líderes industriales” de Colombia. “El proceso industrial fue traído al país por ciudadanos
extranjeros. Sin embargo, la mano de obra, casi sin excepción colombiana, generalmente
era inexperta y poco calificada. Esta situación motivó a que el presidente de gobierno,
general Rafael Reyes dispusiera crear una institución que capacitase al personal que
trabajaría en las industrias, para garantizar un mejor desempeño en sus actividades”, dice
William Rodríguez, en el libro Atlas histórico de Bogotá 1911- 1948.
La Escuela de Artes y Oficios, como se llamó al Instituto en sus primeros años, quedó a
cargo del hermano Jean Simon Refrain un francés que sobre las bases de la revolución
industrial europea diseñó un plan de estudios de tres años para los futuros obreros. Refrain
tuvo en sus manos la transformación del asilo en amplios salones y talleres de mecánica,
fundición, carpintería y tejidos.
Desde entonces, en la imponente edificación ubicada entre las calles 13 y 14 y las carreras
16 y 17, que en 1984 fue declarada Monumento Nacional , se han formado los mejores
técnicos e ingenieros industriales en electricidad, artes mecánicas, industrias textiles, arte
decorativo, dibujo, motores, modelaría, fundición y metalistería del país.
“En 1920 se graduaron los primeros 150 ingenieros de Colombia, quienes aportaron sus
conocimientos para hacer realidad el funicular de Monserrate, además de colaborar en la
construcción de puentes y carreteras y poner en marcha numerosas plantas eléctricas en
diferentes regiones del país. Ese mismo año la institución comenzó a llamarse Instituto
Técnico Central”, dice el actual director del plantel, el hermano Isidoro Cruz.
Para ese entonces, el plan de estudios era básicamente práctico. Los futuros técnicos
industriales debían cursar cinco años de primaria, para después pasar a bachillerato donde
recibían su grado de técnicos, y luego realizaban un internado de cinco años para graduarse
como ingenieros industriales. “Durante este periodo los estudiantes veían clases como
álgebra, geometría, trigonometría, mecánica, física, química, inglés, topografía, arquitectura
mecánica y electricidad, y se distribuían en 14 aulas, en las que impartían 107 clases a
diario; a los cursos prácticos en los talleres asistían siete horas semanales en promedio”, se
lee en el texto de Rodríguez.
En una especie de ático al estilo republicano —donde hoy se encuentra la biblioteca, justo
en frente del apartamento donde viven los seis hermanos de La Salle que hoy están a cargo
de la institución— dormían los consagrados estudiantes que por muchos años fueron de los
más reputados de la ciudad, como el reconocido pintor y escultor Luis Alberto Acuña
Tapias y el escultor Rómulo Rozo.
Chaparro, quien estudió en la institución por más de 10 años y ahora se prepara para ser
maestro, recuerda que en el último encuentro de ex alumnos varios invitados llegaron al
edificio y después de hacer sus respectivas presentaciones subieron rápidamente los cuatro
pisos del edificio en busca del lugar donde pasaron sus noches de juventud. “Ellos decían:
‘Acá estaba mi cama’; ‘en esa esquina estaba el armario’; ‘yo dormía ahí’. Ese día era
como si cada uno buscara los rastros de sus días en el Instituto”.
El santo de La Salle
Las proezas de San Juan Bautista de La Salle fueron conocidas por los jóvenes bogotanos
de voz de los hermanos franceses, quienes en su precario español les contaron a los
estudiantes cómo un hombre común, que se dedicó a formar maestros para que atendieran
las necesidades de la población más pobre, se convirtió en santo. La historia y la devoción
de los curas les llamó tanto la atención a los aprendices que un día, en el taller de fundición,
los estudiantes más sobresalientes decidieron hacer un busto del santo para que protegiera
el Instituto.
Desde entonces la figura de bronce permanece en el lado norte del amplio patio central
atenta a los movimientos de los cientos de estudiantes que cada vez que necesitan un favor
acuden a sus pies. “Hay algunos que creen que San Juan Bautista es el santo de los
estudiantes. Cuando hay exámenes es común que la gente se encomiende a él. Si les va bien
al otro día le llevan una ofrenda”, dice un estudiante de ingeniería de sistemas.
Según afirma el arquitecto Carlos Niño, en su libro Arquitectura y Estado: “en su núcleo
central [el edificio] está constituido por un gran patio claustrado de tres pisos y otros varios
patios secundarios; la fachada tiene cuatro pisos y se abre en forma de U hacia la Avenida
Colón, hoy calle 17. El lenguaje interior es sencillo, casi vernacular, mientras que la
fachada hacia la avenida posee una decoración clásica con molduras, capiteles, sillares
estriados y frontones que desarrollan el cánon clásico con cierta libertad. Es un lenguaje
dentro de los parámetros eclécticos de la época…”
“Además de San Juan Bautista de La Salle, los estudiantes somos fieles a la virgen María.
Desde hace más de 40 años existe un grupo llamado la ‘Legión de María’ que es como los
Caballeros de la Virgen. Nosotros estamos encargados de organizar todas las actividades
en torno a la adoración de María. Celebramos cada año su fiesta, en octubre, y es uno de
los principales eventos de la institución”, dice el ingeniero Chaparro.
El ‘Grupo Centro Literario’ es otra de las tradicionales asociaciones, que desde hace 100
años reúne a los estudiantes más cultos del plantel. Cada semana los jóvenes comparten
lecturas y después realizan tertulias en las que debaten temas políticos, literarios y
económicos. En las fotos en blanco y negro de los años cincuenta y sesenta, publicadas en
el anuario escolar, los jovencitos posan en el patio central sentados alrededor de una mesa
con una pila de libros, ese era su distintivo de intelectuales.
Antes de que los Hermanos franceses de La Salle llegaran al país, por los corredores de la
imponente edificación de estilo republicano y semicolonial pasearon los jóvenes más
ilustres de la Bogotá de finales del siglo XIX. En el lugar, que años después se convertiría
en el albergue para niños huérfanos, funcionó el prestigioso Colegio del Espíritu Santo.
Institución que contó con alumnos tan reputados como el ex presidente Marco Fidel Suárez
—quien durante su mandato se dedicó a repartir becas en el Instituto a jóvenes
necesitados— y directivos como Carlos Martínez Silva, José Joaquín Ortiz y Sergio
Arboleda.
“Entre finales del siglo XIX y comienzos del XX La Favorita era uno de los barrios
exclusivos de la ciudad. El Colegio del Espíritu Santo era una de las edificaciones más
glamorosas del sector y en sus aulas estudiaron los alumnos más adinerados de la Bogotá
de ese entonces, que de hecho vivían en el barrio”, explica Geithaner Vizcata, coordinador
de la biblioteca del Instituto Técnico Central.
La torre central —que después de más de 100 años de haber sido construida permanece
intacta—, fue uno de las construcciones de mayor altura a finales del siglo XIX en Bogotá
—equivalente a 6 pisos— junto con el edificio Manuel M. Peraza, ubicado sobre la calle
13. Pocos estudiantes han visto su interior. Los hermanos lasallistas solamente la abren
cuando las productoras de televisión o de cine llegan a hacer sus grabaciones. El lugar es
conocido como “el panóptico” y hay quienes dicen que allí iban a parar los estudiantes más
desjuiciados.
Como las demás edificaciones antiguas del centro de la ciudad, el Instituto Técnico Central
fue uno de los cientos de edificios que tuvieron que ser reconstruidos. Los talleres y
laboratorios quedaron en ruinas con lo que se afectó seriamente el funcionamiento del
Instituto. Por más de una semana se suspendieron las clases y los Hermanos de la Salle no
tuvieron más opción que buscar entre los escombros las pocas máquinas que quedaron en
buen estado.
En 1951 el presidente Laureano Gómez les devolvió la dirección del Instituto a los padres
franceses. Con su regreso se realizó la graduación de los primeros ocho técnicos en
telecomunicaciones que, durante los siguientes años, ocuparon importantes cargos en el
Ministerio de Correos y Telégrafos. Hacia 1954 los talleres del Técnico Central fueron sede
del naciente Servicio Nacional de Aprendizaje (SENA), en el que posteriormente varios ex
alumnos trabajaron en la creación de sus talleres y algunos otros como maestros. En 1957
se graduaron los primeros 14 bachilleres técnicos industriales en electricidad, mecánica y
dibujo y a comienzos de los años sesenta se modificó el plan de estudios para el
bachillerato técnico, el cual se prolongó a siete años y se enfatizó el currículo en
matemáticas, física, cálculo y diseño de máquinas.
En los recuerdos de los docentes más antiguos del plantel permanece imborrable esa
mañana de abril de 1981, cuando cientos de estudiantes seguían el acalorado partido de
baloncesto que jugaba el equipo de bachillerato contra los ingenieros de mecánica, en el
patio central. Los balcones de los cuatro pisos del edificio estaban repletos de estudiantes
que gritaban y cantaban sus barras. De pronto, un fuerte estruendo y un golpe seco llamaron
la atención del público. La baranda de madera del segundo nivel, que sostenía el peso de los
hinchas, cayó al piso con uno de los jóvenes, quien resultó gravemente herido. En los
corredores del Instituto hay quienes aseguran que el estudiante murió al caer y que se
convirtió en uno de los cientos de fantasmas del edificio de los franceses.
Años atrás las instalaciones de Instituto habían comenzado a deteriorarse, igual que las
calles cercanas al colegio. El sector pasó de ser uno de los más prestigiosos a un epicentro
de vendedores ambulantes, ladrones y habitantes de la calle. El edificio quedó sumido en el
caos de un sector que con el pasar de los años fue relegado del desarrollo de la ciudad, y en
su interior el moho, la humedad y el gorgojo comenzaron a apoderarse de la imponente
estructura.
El edificio, que desde su inauguración tuvo como fin velar por la integridad de los niños y
jóvenes de la ciudad, se convirtió en un campo de obstáculos donde los pequeños debían
medir cada paso para no sufrir un accidente. Por esos días los pisos de madera amenazaban
con desplomarse en cualquier momento, las puertas emitían fuertes crujidos, las escaleras
tambaleaban y en los techos, piso, puertas y apliques de yeso se veían las consecuencias
del deterioro.
En los pasillos los mismos estudiantes colgaron avisos que decían: “Camine suave.
Peligro”. Según reportó el diario El Espectador en su edición del 2 de noviembre de 1981:
“El Instituto, en efecto, se estaba cayendo físicamente a pedazos. Era una situación tan
dramática que el 24 de abril el caso se ventiló en una de las impenetrables sesiones de un
urgente consejo de Ministros”.
Ante las peticiones de los estudiantes y las directivas del plantel los ministros, encabezados
por Carlos Albán Holguín, accedieron a destinar 70 millones de pesos para la restauración
del viejo edificio. Pero la única obra que se realizó por esos días fue la demolición de uno
de los tramos de la parte central del edificio, en la que se invirtieron 500 mil pesos. Según
el docente Geithaner Vizcaya, los obreros dejaron los escombros tirados y más de un ladrón
aprovechó para llevarse lo que pudo.
Seis meses después de la promesa oficial y ante la falta de ejecución, los arquitectos Mario
Gómez y Bernardo Rodríguez presentaron ante 40 senadores en una de las salas del
Congreso Nacional su maqueta para la remodelación del Instituto, que incluía trabajos en el
48% de la edificación. “De los 21.508 metros cuadrados de nueva construcción
mantendrían intactos, para alivio de todos los amigos del buen arte, todo el diseño original
del 52% restantes del viejo edificio. Es decir, que se conservaría además del estilo
republicano y semicolonial del Instituto, todas las cabezas de serafines de las barandas de
las escaleras balaustradas…” (El Espectador, 2 de noviembre de 1981).
Desde entonces, el edificio conserva el diseño de los citados arquitectos. En este momento
la institución cuenta con 1.500 alumnos en bachillerato y 2.300 en las carreras
profesionales. Actualmente ofrecen tres ciclos: técnico, de cinco semestres; tecnológico,
dos semestres y profesional, tres semestres. Del mismo modo, existen cinco programas de
pregrado en electromecánica, procesos industriales, diseño de máquinas, sistemas y
mecatrónica; tres especializaciones en construcción de redes de distribución de energía
eléctrica de media tensión, instrumentación industrial y mantenimiento industrial y
diferentes diplomados.
“En bachillerato tenemos 90 profesores y en los niveles profesionales unos 210. Los
estudiantes de educación superior son hombres y mujeres que la mayoría ya se encuentran
en el campo profesional y buscan capacitación profesional. Por eso, las jornadas son de 2
p.m. a 6 p.m. y de 6 p.m. a 10 p.m. En este momento tenemos 21 laboratorios para
diferentes disciplinas desde mecánica industrial, pasando por dibujo hasta inglés”, dice
Isidoro Cruz, rector de institución.
El antiguo edificio, que como pocos de su época pasó a la modernidad en buen estado, es
una muestra de lo que fue y es la vida en La Favorita. En algunos de sus corredores todavía
se encuentran las lozas de cementos Samper, que con sus vivos colores y diseños adornaron
toda la edificación, cuando sus salones y laboratorios eran los dormitorios de los pequeños
huérfanos que dejó la guerra y cuando todavía en sus corredores no se rumoraba sobre las
travesuras de los fantasmas del edificio francés.
El rascacielos santafereno
El edificio Manuel M. Peraza, antes conocido como el Hotel Estación, con sus siete pisos
fue por años el edificio más alto de la ciudad y el primero en tener ascensor. Una
edificación de comienzos de siglo que como algunas del sector amenaza con derrumbarse.
Tres locales comerciales ubicados en el primer piso del edifico Manuel M. Peraza son la
única señal de vida en esta edificación de siete pisos de altura que en los albores del siglo
XX fue el edifico más alto y majestuoso de la ciudad. De sus años glamorosos, cuando el
lugar era conocido como el Hotel Estación y se hospedaron los visitantes más ilustres que
llegaban a la capital por la Estación de La Sabana, sólo quedan sus bases y su fachada. En
su interior desaparecieron los tablados de madera, sus elegantes lámparas de porcelana, sus
exclusivos salones y las cornisas de yeso que rodeaban la escalera en espiral. En la parte
central de la estructura unos rieles de hierro y una caja de metal con el sello ‘Otis’ son el
único rastro del ascensor que funcionó en el edificio por años y que según historiadores e
ingenieros fue el primero con el que contó Bogotá.
Su estilo republicano, que por ese entonces comenzaba a reemplazar la tradicional estética
colonial en donde las casas no contaban con más de dos pisos, se caracteriza por sus
amplios ventanales de madera, su escalera central en forma de espiral, su buhardilla en el
último piso, sus decorados en yeso y sus detalles en cada aplicación. Desde la inauguración
se convirtió en uno de los hitos de la arquitectura moderna en Colombia y el antecesor de
importantes obras, como el edificio de la Caja Colombiana de Ahorros, el Banco de Bogotá
y, posteriormente, el edificio de Avianca.
“En las distintas ciudades del país siguieron este ejemplo algunos edificios de los cuales
todavía sobreviven el edificio Otero en Cali y el edificio Manuel Peraza, también conocido
como Hotel Estación, amén de los edificios más altos previamente mencionados”, dice el
historiador Alberto Saldarriaga en su texto Modernización y arquitectura en Colombia.
El edificio tomado
Beatriz Marín, vendedora de la tienda de zapatos que junto con una cafetería y una
bicicletería funcionan desde hace más de 50 años en el primer piso del Peraza, recuerda
cuando el olor y los ruidos del edificio se volvieron insoportables. Algunos pensaban que
eran las fantasmas de los viajeros de principio de siglo que habían vuelto por sus equipajes,
otros aseguraban que se trataba de los ex habitantes de la Calle del Cartucho que habían
aprovechado el abandono de la edificación para armar sus ‘cambuches’ y los más antiguos
del barrio aseguraban que se trataba del espíritu de don Manuel Peraza, que estaba
enfurecido por la desaparición del ascensor que con tanto empeño había traído desde el
exterior para ofrecer a sus huéspedes un servicio al estilo europeo.
Finalmente, cuando llegaron la autoridades y subieron hasta el tercer piso descubrieron que
el edifico que fue alguna vez el más alto de la ciudad se había convertido en una gigantesca
ratonera donde las palomas se alimentaban de los cadáveres de los roedores y estos a su vez
de la madera, que para ese entonces abundaba en el lugar. No hubo más opción que sellar
los ventanales con tablas para que no entraran las palomas y quitar los pisos de madera.
Desde entonces todo lo que queda del viejo edificio es su deteriorada fachada y su
esqueleto que amenaza caerse en cualquier momento.
Los vecinos y comerciantes de la zona aseguran que la edificación todavía pertenece a la
familia Peraza y que es una nieta del mismo Manuel M. Peraza, Alejandra Peraza, quien se
encarga de cobrar el arriendo de los tres locales del primer piso. Cada inquilino paga en
promedio entre millón y medio y dos millones mensuales de arriendo. Dicen que la familia
lo conserva por el cariño que le tuvieron a don Manuel, pero que no están interesados en
recuperarlo ni mucho menos en poner a funcionar el ascensor cuyos motores se encuentran
en la buhardilla del último piso, y fue lo único que los ladrones no se pudieron llevar.
En el barrio pocos saben la historia del edificio viejo, como lo llaman algunos. Tampoco se
encuentran registros en los atlas de Bogotá, los libros de historia o las revistas de ingeniería
y arquitectura del siglo XX. No hay rastros. Nadie sabe hasta cuándo funcionó el ascensor,
ni tampoco qué hubo en el lugar cuando la Estación de la Sabana dejó de recibir viajeros.
Según Abraham Pereira, dueño de la cafetería que funciona en el Peraza, lo poco que sabe
del edificio se lo ha contado un señor mayor que de vez en cuando va a tomar café. “Él
comienza acordarse de todas sus historias de juventud. Dice que esta zona era distinta, que
siempre había viajeros y personas de la alta sociedad y que el Hotel Estación fue el más
elegante que él conoció por esa época”, dice.
Donde una vez vivió el compositor del Himno Nacional, hoy funciona una de las tantas
ferreterías de La Favorita. Los comerciantes del sector aseguran que hace años se llevaron
la placa que distinguía al histórico inmueble.
Cuando el músico italiano Oreste Sindici, un joven intrépido que había llegado a la capital
de los entonces Estados Unidos de Colombia como tenor de la compañía de ópera de Luisa
Visoni y quien años más tarde musicalizaría los versos que había escrito el entonces
presidente de la República Rafael Núñez, contrajo matrimonio con Justina Jannaut, se
asoció con su cuñado Justino Jannaut. Juntos compraron una casa en el barrio La Favorita y
una finca en Nilo, Cundinamarca, un tranquilo lugar en donde el músico se encerraría por
semanas a escribir las melodías que representarían el sentir patrio de toda una nación.
Como quedó registrado en las escrituras, la casa era baja, de tapia y de teja. Según la
nomenclatura de la época, quedaba situada en la carrera 15, cuadra quinta, número 66. La
compraron por la módica suma de $9.800, cuando Bogotá entraba tímidamente a la
modernidad y sus familias presumían de un aire europeo.
Para ese entonces, La Favorita era un barrio de clase media alta. A diferencia de hoy, sus
calles permanecían limpias, había pocos negocios comerciales, funcionaba el teatro San
Jorge —hoy en ruinas— y los habitantes de la calle todavía no habían colonizado cada una
de las esquinas de la carrera 15.
“Mi papá dice que en esta cuadra vivió el señor Oreste, el del Himno Nacional, en la casa
que está
pintada de blanco y azul donde había una placa que un día vinieron a quitar”, dice Wilson
Ortiz, gerente
comercial del almacén de construcción que su padre, don Francisco, inauguró en los años
70, a una cuadra de la histórica casa.
Hoy, el lugar que fue cuna de las óperas más sublimes, testigo de las intimidades del
matrimonio Sindici-Jannaut —del cual nacieron cuatro hijos, y donde el mismo Rafael
Núñez se hizo presente para escuchar la obra del músico italiano—, es una de las tantas
ventas de partes de motos del sector que, como el resto de casas antiguas de la zona, ha
quedado a los designios del azar.
Un italiano en Bogotá
A sus 36 años, Oreste Sindici se alistó para acompañar a la artista Luisa Visoni en su viaje
al Nuevo Mundo.
Desde pequeño, su tío sacerdote lo había inscrito en el Conservatorio de Santa Cecilia en
Roma y en su juventud había sido contratado como tenor por una compañía de ópera. Con
este grupo viajó a Roma, Nueva York, Cuba y, finalmente, a mediados de 1863, llegó a
Cartagena. Desde allí tuvo que viajar por el río Magdalena hasta Honda y, por último, se
trasladó a Bogotá.
La ópera se presentó con éxito en el Teatro Maldonado, hoy Teatro Colón. En la capital los
artistas fueron recibidos con honores, y su porte y elegancia llamaron la atención. “Cuando
los artistas caminaban por la Calle Real, las niñas salían a las ventanas a verlos pasar”,
narra Antonio Cacua Prada en su libro Sindici o la música de la libertad.
En una de sus tantas presentaciones en el Teatro Maldonado fue donde el músico conoció a
la mujer con la
que pasaría el resto de su vida y que lo motivaría a musicalizar el himno de los
colombianos.
La música patria
Un día de 1887, después tras concluir las presentaciones de la ópera de Luisa Visoni, llegó
hasta la casa del maestro el señor José Domingo Torres, quien llevaba los versos que Rafael
Núñez había escrito para la conmemoración de la independencia de Cartagena. Torres
quería que el maestro les pusiera música y que la composición estuviera lista para antes del
11 de noviembre de ese año.
Como se trataba de una petición del propio presidente, Sindici no tuvo más opción que
aceptarla. Durante días le dio largas al asunto, hasta que las presiones de Torres y los
consejos de su esposa lo llevaron a dedicarse a la tarea. Como primera medida mandó a
llamar al emisario de Núñez y le dijo que lo mejor era que se modificara la letra, hablara de
todo el país, no sólo de Cartagena. Acto seguido se internó en su finca en
Pese a la gran aceptación que tuvo la obra de Sindici, el Himno sólo fue oficializado en
1920, 43 años después. En sus últimos días, el maestro se desempeñó como profesor de
música y los que alguna vez lo conocieron dicen que vivió en el total olvido de los
colombianos, igual que ocurre hoy en la casa donde pasó sus mejores días.
Las ocho coloridas casas construidas por el señor Eugenio Gómez para cada uno de sus
hijos, en 1938, a principios de siglo XX, permanecen intactas en una de las calles de La
Favorita, recordando aquella época en que el barrio era una de las mejores zonas de la
capital.
En una de las ocho casas que el señor Gómez, un reconocido empresario santandereano de
comienzos de siglo XX, mandó a construir sobre la calle 16 para sus ocho hijos, vive desde
hace 45 años Álvaro Rodríguez, uno de los antiguos habitantes de La Favorita, quien por
años se ha dedicado a contarle a los visitantes la historia del pasaje, conocido como uno de
los primeros conjuntos residenciales de Bogotá.
Las ocho casas de colorido aspecto, que cuentan con más de 200 metros cuadrados y
fachadas idénticas, son una de las joyas patrimoniales del barrio que sobresalen por su buen
estado. Durante años sus habitantes se han dedicado a cuidarlas y a hacer todo lo posible
porque el deterioro, que invade cada uno de los espacios de La Favorita, no se cuele por
sus rejas. Es por esto que las casas, que hoy habitan distintas familias, han sido escenario de
de películas, series y comerciales de televisión.
El pasaje tiene forma de herradura y cuenta con un camino comunal que conecta todas las
casas. “Estas casa tienen más de 70 años son todas iguales, menos la de la mitad que es la
más grande, pues era la casa del señor Gómez. Allí se reunía toda la familia”, asegura don
Álvaro.
La familia Gómez fue conocida en la Bogotá de antaño por su bonanza económica. Según
cuentan los habitantes, eran dueños de toda la manzana de la calle 16 y entre sus
propiedades también se encontraba la molinera El Lobo, diagonal al pasaje, y todavía en
funcionamiento.
Cada una de las casas cuentan con un hall central, sala de visitas, un amplio patio, cocina,
sala, comedor, tejas de barro, balcones, floreadas macetas, ocho cuartos, amplios ventanales
protegidos con rejas de hierro forjado y en el caso de las exteriores tiene una escalera que
las conecta con el interior del pasaje.
“Yo le compré esta casa directamente a uno de los Gómez, me la dejó barata porque el
sector se estaba deteriorando mucho y lo único que les importaba era salir de acá rápido.
Por esos días todo el mundo decía que ellos eran descendientes directos de los españoles y
por eso era que los respetaban tanto”, dice don Álvaro.
Los Gómez vivieron en el pasaje hasta que los problemas del barrio los hicieron migrar
hacia sectores más seguros de la ciudad. Pasada la segunda mitad del siglo XX los
alrededores del pasaje comenzaron a deteriorarse con los negocios de motos, en la parte
superior, y muchas de sus casas vecinas se convirtieron en inquilinatos y ‘ollas’.
Don Álvaro asegura que le gustaría dejar el barrio, pero que su amor por esa casa donde vio
crecer a sus hijos y donde vivió sus mejores años es más fuerte. Dice que desde hace años
ya no se atreve a caminar por el barrio y recuerda cuando sus vecinos eran gente de bien
con los que tomaba onces en la tarde e iba a misa los domingos a la iglesia de Los
Pasionistas que queda a tan solo una cuadra.
Quienes pasan por enfrente de esta estrecha calle inevitablemente se trasladan a otra época,
cuando Bogotá apenas se expandía hacia el occidente, cuando La Favorita era uno de los
mejores barrios.
El San Jorge y el león de la metro
La historia de uno de los cinemas más prestigiosos de la Bogotá del siglo XX. En sus
salones, vestíbulos y platea departieron los cachacos e intelectuales más respetados de la
época. Una de las joyas arquitectónicas del estilo Decó de la que sólo quedan sus ruinas.
Cuando los asistentes estuvieron en sus sitios y las luces del Teatro San Jorge se apagaron
apareció sobre la inmensa pantalla un león que con sus bramidos asustó al público.
Alrededor del animal se posaron las iniciales de la productora de cine norteamericana
Metro Goldwyn Mayer (MGM), en ese entonces la empresa más poderosa de Hollywood.
Todos quedaron en silencio.
Los bogotanos jamás habían visto algo semejante. El sonido era tan potente y la inmensa
pantalla proyectaba imágenes tan nítidas que era difícil no dejarse encantar por la historia
de amor de la legendaria Maria Antonieta, protagonizada por Norman Shearer y Tyrone
Power. Esa tarde, seguramente muchos, ocultaron sus lágrimas en la oscuridad de la sala.
“Su sola fachada severa y elegante, impresiona gratamente a quien pisa sus andenes por la
primera vez. Tres motivos engalanan la entrada de forma discreta y avisan que eso es un
teatro, nada más que un teatro. Ni un colegio, ni un hospital, ni una biblioteca podrían
confundirse arquitectónicamente con este macizo de cemento, porque la sola fachada dice
lo que es…. El escenario es amplio y elegante, y el telón de boca, despachado por la casa
Tifin, de Estados Unidos, es una obra perfecta”, se lee en un artículo del diario El Tiempo el
17 de julio de 1938, titulado “El teatro San Jorge, obra de un exquisito gusto artístico”.
Pardo, “un hombre alto de tez cetrina y facciones de origen muisca y con un lejano
parecido al cantante mexicano Pedro Vargas”, como lo describiría años después Luis
Zalamea, uno de sus hombres de confianza no escatimó esfuerzos para construir “un
edificio de general atracción que promoviera la vida artística de Bogotá” (Zalamea, A.,
2009). Los planos fueron realizados por uno de los arquitectos más ilustres de la capital,
Alberto Martín, quien años antes diseñó el Hotel Regina, ubicado en la carrera séptima con
avenida Jiménez, donde hoy se encuentra el edificio del Banco de la República. La
edificación en su totalidad fue construida por la firma estadounidense Fred T. Ley,
reconocida por haber hecho el edificio para la Chrysler en Nueva York a comienzos de los
años treinta.
Aquella tarde los asistentes no podían dejar de recorrer los baños enchapados en mármol,
los palcos, el salón de té y el bar habilitado para 200 personas, en donde se ofrecían
sabrosos bocadillos. Los camerinos, más que simples vestidores parecían amplias
habitaciones acondicionadas con espejos y en la oscura sala de proyecciones relucían los
equipos de sonido y proyectores recién traídos de Holanda por la casa Philips.
“El teatro San Jorge y el teatro Colombia —hoy Teatro Jorge Eliécer Gaitán— son el
resultado en Bogotá de un lenguaje arquitectónico, en boga en el mundo europeo y
norteamericano que, enmarcado en lo conocido como Art- Decó le otorgan a las salas de
cine una fachada con relieves y manejo de elementos geométricos de gran pureza y
simplicidad. Su interior, con generosas áreas de circulación, cuenta con platea y balcón”,
explica Lorenzo Fonseca, arquitecto miembro de la Agencia Patrimonial en su artículo
“Identidad y Memoria: Teatro San Jorge, Bogotá”, publicado en la Revista Escarlata.
Esta nueva tendencia en la arquitectura surgió después de la crisis del 29 de Estados Unidos
con el fin de de distraer y divertir a la deprimida población norteamericana. Se trataba de
una estética primordialmente optimista.
“En Bogotá será adoptado como un nuevo maquillaje ‘moderno’ sobre la estructura de
fachadas de tradición republicana y las referencias clásicas de estas (pilastras, capiteles y
frontones) ceden el paso a los coronamientos
geométricos y a los rombos y a los triángulos del Art- Decó” (Pérgolis, 1997, p.139).
Cuando los invitados tomaron asiento una sorpresa más los esperaba: las sillas eran
reclinables y sin importar la ubicación todos podían ver la pantalla perfectamente. El teatro
“ofrece una capacidad para 1.200 personas sin estrecheces. La silletería es un obra maestra,
llena de confort y técnicamente distribuida, y el desnivel del piso obedece a las normas
técnicas modernas. Lleno el salón no habrá una sola persona que se sienta molesta por la
dificultad de ver el escenario, pues la posición de las butacas elimina este inconveniente tan
frecuente”, decía el diario El Tiempo.
“Sube que hay número”, le decían por el teléfono interno los operadores de la cabina de
proyectores a Luis Zalamea —joven escritor, educado en Estados Unidos— a quien don
José Pardo le confió la tarea de administrar el San Jorge durante sus primeros años. Cuando
Zalamea oía la clave dejaba sus tareas cotidianas y subía lo más rápido posible la escalera
en forma de caracol que conectaba su oficina con la oscura sala desde donde se veía la
totalidad del teatro. Esta señal quería decir que alguna pareja estaba haciendo de las suyas.
Por lo general se trataba de jóvenes amantes que se refugiaban en la oscuridad de la sala.
“Desde el estrecho pasadizo abierto encima del balcón que conducía a la cabina podíamos
regodearnos mirando sus maromas sin que ellos se percataran. ¡Hasta entonces yo no
hubiera creído posible que, encima de dos butacas de cine, y con la ropa puesta, una pareja
pudiera practicar casi todas las posiciones eróticas del Kamasutra!”, relata el hijo del
periodista Alberto Zalamea y de la crítica de arte argentina, Marta Traba, en su libro
Memorias de un diletante (2008) .
Las tres personas que durante años se encargaron del funcionamiento del teatro fueron la
señorita Sofía, una soltera cincuentona que estaba encargada de llevar los libros de
contabilidad; el señor Forero, quien manejaba el personal subalterno del teatro incluidas las
taquilleras, acomodadores y cuadrillas de limpieza y Luis Zalamea, el administrador.
Según relata Zalamea, a comienzos de 1942 un antiguo amigo suyo, que conoció durante
sus años de Copy Boy en la United Press, en Nueva York, le recomendó que fuera a buscar
al dueño del San Jorge pues le tenía una buena propuesta laboral. Zalamea, aunque joven,
era reconocido por venir de una familia de escritores, por sus buenos modales y su
excelente manejo del inglés, que resultaba perfecto para el cargo.
Al día siguiente el joven escritor llegó a las tres de la tarde, media hora antes de que
comenzara el matiné, y después de saludarse mutuamente, don Jorge le dijo: “Mi caballero
amigo, los señores de El Tiempo me han hablado maravillas de su ilustre personalidad…
De manera que después de consultarlo mucho con la almohada quiero pedirle a su excelsa
persona que me honre y me distinga aceptando el cargo de administrador general de este su
Teatro San Jorge” (Zalamea, A., 2009).
Zalamea quedó inmóvil, sentía que la faltaba la respiración. Intentó explicarle a don Jorge
que sus planes a corto plazo eran terminar de escribir un libro en inglés que tenía en mente
desde hace años, que nunca había siquiera imaginado que podía llegar a ser administrador y
menos de un teatro, que era pésimo con el dinero y muy joven para tan importante cargo.
Pardo le dijo que no se preocupara por las pequeñeces, que él estaría al tanto de las cosas
más importantes, como ordenar los anuncios de la cartelera diaria en El Tiempo, atender a
los funcionarios de la Metro Goldwyn Meyer que los visitaban de vez en cuando desde
Nueva York para traerles nuevos estrenos, recibir personalmente a los espectadores más
ilustres de la ciudad e invitarlos a entrar gratis según el caso y tratar con todo el tacto
posible a los integrantes de la Junta de Censura durante sus esporádicas visitas.
Lo que más disfrutó Luis Zalamea durante sus días en el San Jorge fueron las tardes de
compinchería con sus amigos de la sala de proyectores. Recuerda que un día durante una
función de matiné hicieron tanto ruido en la cabina que los asistentes comenzaron a
protestar porque no podían oír los diálogos de la película.
Por estricta orden de don Jorge Pardo los asistentes del San Jorge debían tener más de 15
años y debían ir vestidos con pantalones largos, camisas blancas, corbatín y sombrero de
copa. Era permitido fumar pipa y cigarros durante la función y para los más chicos se
ofrecían gaseosas, palomitas de maíz, dulces y chocolates.
En esa época el San Jorge era un teatro de primera, igual que el Colombia, hoy conocido
como el Jorge Eliécer Gaitán, Astral, Apolo, Lux, Faenza, Real y Atenas. El costo de la
entrada era de $0,60 y en los boletos estaba impresa la imagen de San Jorge, la misma que
custodiaba la fachada. Algunas de las películas más taquilleras en esos primeros años
fueron Lo que el viento se llevó, El gran vals y Rosa de Abolengo. También se presentaban
obras de teatro y películas de actores como Antonio Aguilar, José Alfredo Jiménez y
Cantinflas.
Según cuenta Jairo Sánchez, uno de los encargados en esa época y actual residente del
barrio La Favorita, varias veces vio entrar a los expresidentes Carlos Lleras Restrepo,
Alfonso López y Laureano Gómez quienes por orden del mismo Jorge Pardo nunca
pagaban boleta.
No está claro porque Jorge Pardo decidió vender su teatro. Algunos dicen que una fatal
enfermedad acabó con su entusiasmo, otros aseguran que por el deterioro y la creciente
inseguridad del barrio La Favorita los capitalinos desistieron de asistir a sus funciones y
hay quienes piensan que simplemente el teatro pasó de moda y que don Jorge no tuvo más
remedio que cerrarlo.
El 21 de junio de 1995 el periódico El Nuevo Siglo publicó un artículo titulado “De
película: de las altas clases a los gamines”, que decía: “En la actualidad el teatro es de la
Royal Films, empresa barranquillera propietaria de 23 teatros en distintas ciudades
colombianas. Lo compró hace tres años a unos descendientes de Pardo. ‘La idea es
sostenerlo hasta donde se pueda’. Entran, en promedio, 180 personas por día, en rotativo,
entre las 12 y las 8 de la noche. La boleta vale $700".
Pronto el majestuoso edificio custodiado por tres relieves de figuras humanas grabadas en
mármol quedó en el olvido de los bogotanos. El teatro pasó de ser uno de los epicentros de
la vida cultural de la capital a una de las tantas edificaciones abandonadas del barrio. Su
fachada comenzó a perder el color, las amplias carteleras anunciaban el estreno de películas
triple X y los asientos que en días pasados eran destinados a los bogotanos más prestigiosos
comenzaron a ser ocupados por “gente de la peor calaña”, como aseguran los vecinos del
sector.
permanecen en el edificio.
Durante los meses siguientes los habitantes de la calle y los expendedores de droga
aprovecharon la desolación del lugar para montar allí sus negocios, pasar las noches y
guardar sus cachivaches. “La gente dice que ahí quedaba un teatro muy elegante, y eso
parece porque arriba hay un letrero que dice ‘Teatro San Jorge’, pero quien sabe que pasó
porque ahora eso es un edificio abandonado donde hace un tiempo vivían todos los
‘gamines’ del barrio”, dice doña Ana, administradora de uno de las ferreterías que quedan
frente al San Jorge.
Fabio Vinchery compró el San Jorge pensado en convertirlo en una bodega de archivos. De
joven había trabajado como mensajero en el diario El Espectador, donde ascendió a
operario de la rotativa, y desde entonces tenía una pequeña empresa de reciclaje que
comenzó cuando los Cano, dueños del periódico, le autorizaron comercializar los residuos
de papel periódico que quedaban tras el proceso de impresión.
Con los años la empresa fue creciendo y Vinchery pudo independizarse. Cuando compró el
teatro la empresa comenzaba a ampliarse hacia el negocio de la organización y codificación
de archivos. De las primeras medidas que los Vinchery tomaron
cuando recibieron formalmente el teatro fue realizar, junto con la Policía, un operativo para
sacar del lugar a los ‘gamines’
Según cuenta Diego Vinchery, hijo de Fabio Vinchery, y uno de los actuales dueños del
San Jorge, “una vez vinimos con mi papá y unos ingenieros a ver el teatro cuando de pronto
comenzaron a despertarse todos los ‘gamines’. Ellos decían que no se iban a ir, tenían sus
cosas por todas partes y el lugar olía a diablo”.
Después, contrataron a un grupo de obreros para que derribaran el palco que años atrás don
Jorge Pardo había mandando construir para sus invitados más selectos. En sus planes
también estaba quitar el escenario y emparejar la zona donde antes se encontraba la
silletería. “Nosotros compramos el teatro como un negocio .Ninguno sabe de arquitectura,
ni de historia, ni mucho menos sabíamos que era un bien de interés patrimonial. Para
nosotros la amplitud de los espacios resultaban perfectos para convertir el teatro en una
bodega”, dice Diego Vinchery.
Los empresarios aseguran que fue en 1997 cuando los inspectores de Policía, junto con las
autoridades locales, llegaron hasta el teatro y les informaron que eran culpables de atentar
contra el patrimonio público, que debían pagar una millonaria multa y que el lugar quedaba
sellado hasta nueva orden.
Desde entonces, montañas de escombros de lo que alguna vez fue el palco más elegante de
la ciudad, maletas, radios, prendas de vestir y todo tipo de chatarra, que al parecer los
habitantes de la calle han seguido llevando al San Jorge, invaden la mayor parte del teatro.
Entre la basura sobresalen de vez en cuando pedazos de loza de color azul, partes de sillas,
que seguramente los de la Royal Films no se pudieron llevar, y cadáveres de ratas y
palomas que quedaron sepultadas, como el teatro, en el olvido.
Los Vinchery aseguran que no pagarán la multa, dicen que el teatro no les interesa y que
pese a que se lo han ofrecido al Distrito y a varios empresarios nadie está interesado en
comprarlo. “Este lugar se convirtió en nuestro peor tormento. Todo el mundo nos juzga
como criminales por dejar que el teatro se derrumbe, los arquitectos nos condenan y qué
decir de urbanistas, pero a la larga nadie se quiere hacer cargo”, dice Diego mientras
juega nerviosamente con los interruptores de las luces del escenario que quedaron anclados
en las paredes de la sala de proyecciones, donde Luis Zalamea paso sus mejores años.
Según Pardo, los planes del Distrito para el San Jorge integrarlo al Sistema de
Equipamientos Culturales de la Ciudad y que se convierta en sede la Orquesta Filarmónica
o en un teatro satélite del Jorge Eliécer Gaitán. Sin embargo, hasta ahora nada ha pasado y
hay escepticismo sobre el futuro de la edificación. Mientras tanto, en las calles de La
Favorita la famosa fachada al estilo Art Deco le recuerda a los transeúntes y vecinos del
sector que el San Jorge sigue en pie —combatiendo al dragón como en la leyenda—, que
no cederá ante el olvido porque alberga, rebobinada, una memoria compartida por muchas
generaciones de capitalinos.
Capitulo 2.
Del barrio burgues a las calles del miedo
Sobredosis en La Favorita
Las angostas calles del que una vez fue el barrio más prestigioso de la ciudad son hoy el
epicentro de 17 expendios de droga, homicidios, atracos a mano armada, habitantes de
calle, inquilinatos y desplazados. Radiografía de La Favorita, una de las zonas críticas de
la capital.
Aquella mañana de abril de 2009, en la calle 15 con carrera 15, un hombre con la mitad del
rostro atravesado con una cicatriz vigilaba la entrada de una hermosa casa republicana
pintada de azul y blanco. Su trabajo de “campanero” en el barrio La Favorita consistía en
avisar sobre cada movimiento de la Policía en el sector. Cuando los agentes entraron al
inquilinato, los huéspedes ya sabían de la “sorpresiva” visita. “Intendente, espéreme un
momento que estamos de trasteo y la casa está desordenada”, dijo el administrador cuando
vio al policía José Ovidio García en la mitad del patio que conecta con las habitaciones.
Entre tanto, una mujer en silla de ruedas, también “campanera”, tatareaba un vallenato
mientras recorría los pasillos, avisándoles a todos que se escondieran, que la Policía estaba
rondando.
Las ocho habitaciones de la casa, que a principios de siglo sirvió de hospedaje a los viajeros
que llegaban a la cercana Estación de la Sabana, estaban cerradas con candado. El hombre
de la cicatriz acompañó al agente, le mostró el lugar, le dijo que tenían cerca de 25
inquilinos y que la noche por habitación la estaba dejando entre $2.000 y $4.000,
dependiendo del número de personas. Por las rejillas de las puertas se veían ojos
expectantes que seguían los movimientos del agente. En el pasillo, la mujer transitaba con
cuidado en su silla, sonreía y parecía ocultar el miedo con el tatareo de una canción, pero
cada vez que el policía se daba la vuelta aprovechaba para hacerles señas a los inquilinos
para que no salieran.
Unas cuadras más abajo, un joven limpiaba los pasillos del edificio de la calle 16 con
carrera 14, convertidos en un lodazal de excrementos humanos la noche anterior. En las
paredes un aviso escrito a mano decía: “Favor orinar y/o defecar dentro de los baldes”. Los
colchones, que tapizaban el piso de las 16 habitaciones, daban fe de que el inquilinato había
estado a reventar. En cada una habían dormido, por lo menos, 20 personas; las sábanas
roídas y las cobijas de lana quedaron regadas por todas partes.
Según los administradores, sus huéspedes llegan entre las 5:00 p. m. y las 10: 30 p. m. y
salen entre las 6:00 a. m. y 8:00 a. m. a rebuscársela en el centro de la ciudad para
conseguir los mil pesos del arriendo. Todos son ex habitantes del cartucho.
Cerca de allí, en la carrera 16 con calle 15, una mujer embera, quien llegó de la selva del
Chocó con varios miembros de su tribu en junio de 2008, huyendo de la violencia, salía de
otra casa de inquilinato. Adentro, el administrador daba órdenes sobre dónde acomodar los
colchones y las tablas que un conocido le había regalado. “Acá tenemos 19 cuartos. Yo no
les tengo límite de ocupantes porque, por ejemplo, a los indígenas les gusta vivir
hacinados. Este es un inquilinato familiar con piezas fijas. La noche cuesta entre $7.000 y
$10.000, dependiendo de cuántos sean y va incluido el servicio de agua y luz”, dice don
Joaquín, quien lleva seis años a cargo del negocio.
La amplia casa, construida en los años treinta y donde vivieron algunas de las familias más
reconocidas de la ciudad, es ahora una especie de laberinto oscuro con divisiones y
subdivisiones en cartón y madera para optimizar el espacio. En el patio central, una mujer
con acento costeño lavaba ropa, en un corral improvisado con ladrillos dos bebés tomaban
la siesta de la mañana y en uno de los cuartos vacíos del primer piso un grupo de niños
embera —que no hablaban español— ponía a cocinar un puñado de arroz. En la planta de
arriba, en un cuarto estrecho y de techo bajo, una mujer indígena cuidaba a su pequeña,
mientras sus otros cinco compañeros de habitación pedían limosna en la calle.
Los “cartuchitos”
Desde 2005, cuando desapareció la calle del Cartucho, entre los vecinos de La Favorita se
volvió común ver a “ñeros”, “gamines”, indigentes o habitantes de la calle, que antes vivían
en el expendio de droga más grande del país, transitando por el barrio. “Por las noches,
hacia las nueve, uno los ve desfilar por la calle 15, donde está el inquilinato. Llegan
cargados con costales, cobijas y cartones. Ahí pasan la noche y vuelven a salir a eso de las
ocho de la mañana”, relata uno de los comerciantes del sector. Un poco más abajo, cerca de
los lotes baldíos de la Empresa de Ferrocarriles Nacionales, los desperdicios, las basuras y
los restos de las quemas se han adueñado de las estrechas calles que a principios de siglo
fueron el epicentro de la vida republicana.
Los planes de acabar con El Cartucho comenzaron en 1998, cuando el alcalde Enrique
Peñalosa propuso la construcción del parque Tercer Milenio, para recuperar esa zona del
centro de la ciudad, arriba del parque de Los Mártires. El proceso de desalojo terminó en
abril de 2005, cuando los últimos habitantes de la “olla” más grande del país fueron
sorprendidos por las retroexcavadoras, encargadas de acabar con el único vestigio del
tradicional barrio Santa Inés.
Por esos días el centro estuvo inundado con los 8.000 habitantes de la calle que habían
quedado sin techo. En su mayoría, consumidores asiduos de psicoactivos, que provenían de
otras regiones del país y que les hacían sentir miedo a los bogotanos de transitar por el
sector. En La Estanzuela, según registró la prensa, cientos de comerciantes y vecinos
decidieron esparcir cal y jabón en los frentes de sus casas y negocios para evitar que los
llamados “ñeros” armaran sus “cambuches”.
El domingo 24 de abril de 2005, los habitantes del barrio Cundinamarca y de los conjuntos
Colseguros y Usatama —sobre el eje de la carrera 30 entre calles 19 y 22— alertaron a las
autoridades cuando vieron que sobre la carrilera del tren se acomodaba más de un centenar
de habitantes de la calle.
Según recuerda el intendente José Ovidio García —quien trabaja en la Estación de Policía
de Los Mártires y lleva 12 años en la localidad— la protesta que protagonizaron los vecinos
de los barrios aledaños no fue tan organizada ni tan pacífica como habían prometido. Los
indigentes amenazaban con impedir la construcción del parque Tercer Milenio si no se les
daban una solución. Los vecinos, por su parte, enviaron un ultimátum al alcalde Luis
Eduardo Garzón: le daban 18 horas para sacar a los “intrusos” de sus barrios. Al final del
día, más de diez personas resultaron heridas, entre vecinos y “ñeros”.
“A mí me tocó el desalojo de El Cartucho. Ese día, cuando llegaron las máquinas, los
indigentes bajaron a lo que ahora se conoce como el Bronx, al lado de la iglesia del 20 de
Julio; de ahí los sacamos y avanzaron hacia la carrera 16. Decían que se iban a tomar las
vías del Transmilenio si no se les daba una solución. Ellos querían que los ubicaran en el
barrio La Colombianita, al lado de La Favorita. Cuando el alcalde se dio cuenta de que
ellos no iban a ceder, ordenó que los lleváramos al Matadero Distrital. Después de unos
meses se volvieron a subir al Bronx, lo que hoy se conoce como ‘Cinco Huecos’ y los
barrios cercanos, entre ellos La Favorita”, relata hoy el intendente García.
Con estos personajes llegó también la presencia de residuos y desperdicios orgánicos, que
en algunas calles, como en la 18 con carrera 18, se convirtieron en barreras de más de un
metro de altura. También se instalaron los centros de acopio de “perico” y la constante
sensación de inseguridad. Los comerciantes de la zona aseguran que desde que los
indigentes llegaron al barrio, comenzaron a disminuir las ventas en sus negocios, sobre todo
en los que se encuentran lejos de las avenidas principales. “En el taller Cigüeñal, carrera
16, por ejemplo, las máquinas traídas desde Italia para realizar el proceso de rectificación
de motores dejaron de funcionar desde hace seis años, cuando los conductores prefirieron
llevar sus vehículos a otros talleres por miedo a ser atracados en La Favorita. Con toda
esta suciedad y desorden ya nadie se atreve a venir hasta acá. Cada una de estas máquinas
costó 150 millones y ahora ni siquiera se prenden. Hemos tenido que ir vendiendo las
cosas del taller y ya no podemos ni pagar los servicios”, dice Manuel Garzón, propietario
del negocio.
El 17 de marzo de 2009, hacia las seis de la tarde, llegó una alarma a la Estación de Policía
de Los Mártires. Los agentes del CAI de Paloquemado reportaron que una mujer, con
aspecto de habitante de calle, había sido asesinada con un arma de fuego en plena avenida
Caracas con calle 15. Días después se conoció el informe de Medicina Legal: la víctima
llevaba en el interior de sus genitales más de cinco cápsulas que contenían bazuco. Al
parecer, la mujer trabajaba para uno de los jíbaros de la zona y había incumplido el trato.
Esta era su forma de ajusticiarla y de paso de recordarles a los demás las consecuencias de
la deslealtad.
En el barrio se supo lo ocurrido. Los vecinos corrieron a esconderse y, como otras veces, el
miedo se apoderó de La Favorita: nadie quería hablar de lo sucedido, nadie se prestó como
testigo. Todos sabían que las calles de La Favorita tenían dueño, que el peor error era
sobrepasar los límites de cada jurisdicción y mucho más abordar a los clientes de otros.
En las tantas inspecciones a las 17 “ollas” del barrio, identificadas por la misma Policía,
siempre han faltado las pruebas. Pese a que las autoridades saben de sobra de los
movimientos delictivos que se llevan a cabo en estas casas republicanas —en su mayoría
ubicadas en las calles 17 y 18—, en el momento de los operativos no encuentran ni un
gramo de droga. Los “campaneros” entrenados por años para avisar sobre la presencia de
patrullas son hábiles. Dentro de las casas han construido pasos “hechizos” que conectan una
vivienda con otra y así los delincuentes logran desaparecer con su mercancía en cuestión de
minutos. Los expendios, que pueden ser desde tiendas de víveres hasta inquilinatos o casas
abandonadas, tienen puertas dobles que retrasan el ingreso de la Policía. Por lo general se
trata de portones en lata con un orificio superior y otro inferior por donde los expendedores
reciben el dinero y depositan los psicoactivos que recoge el cliente.
“Ollas distinguidas”
En la carrera 17 con calle 18, un hombre de unos 60 años de edad barría el portón de una
casa de dos niveles mientras miraba de reojo la patrulla que ese día realizaba una
inspección de rutina. Su rostro lucía tenso, pero controlaba sus movimientos. En el último
allanamiento que se realizó en el lugar —en proceso de extinción de dominio—, él fue
quien prendió las alarmas para que los expendedores tiraran los alucinógenos por las
cañerías.
Según la Policía, entre las ollas más conocidas están la de la calle 18 con 16, una casa
esquinera donde los habitantes pueden comprar a través de la rejilla o entrar y consumir ahí,
y la de la calle 18 con carrera 15, vecina a los hoteles donde se hospeda la mayoría de
camioneros que llegan a la ciudad. En esta zona, que se llama comúnmente el Callejón
Cinco Estrellas, la droga se vende a domicilio para los huéspedes. Otras son: La Casa
Rosada, de la calle 17; el supermercado El Flaco; la casa de color morado, en la calle 17
con carrera 16; la tienda que queda sobre la misma calle, y una casa en la calle 16B con
carrera 17, que se conoce como El Bunker y que está en proceso de extinción de dominio.
“Puede decirse que la mayoría de los delitos de la zona se derivan de la venta y consumo
de psicoactivos que, además, han traído la presencia de habitantes de la calle, quienes
encuentran todas las condiciones para establecer sus ‘cambuches’”, asegura Rubén Darío
Ramírez, director del CEACS. Algunas de estas características son: los centros de acopio
de material de reciclaje, las zonas de alto deterioro urbano y los expendios de
estupefacientes más grandes de la ciudad.
“Es una lástima que el barrio se haya deteriorado así. Acá uno antes vivía muy bien. Las
casas son amplias y quedan cerca del centro, pero el vicio ha terminado con todo. Los
muchachos terminan consumiendo y cuando no tienen con qué comprar, amenazan a los
vecinos para que les den lo que tienen. Yo, por lo menos, ya no salgo de mi casa después de
la seis de la tarde, me da miedo. Lo mismo les recomiendo a las personas que me vienen a
visitar. En este barrio hay que cuidarse desde que nos tocó vivir entre los gamines y los
rateros”, dice don Rubén, de 85 años de edad, uno de los tradicionales habitantes del
barrio.
Con el tiempo, los habitantes de La Favorita han aprendido a reconocer por dónde transitar
y qué calles evadir. Doña Cecilia, la administradora de uno de los hospedajes del conocido
Callejón Cinco Estrellas, reconoce que desde hace tiempo les da dinero a los habitantes de
calle con tal de que la dejen caminar tranquila por el barrio. “Cuando los veo acercarse,
trato de permanecer serena. Saco mis monedas y se las pongo en la mano. A pesar de que
llevo 35 años con el negocio en La Favorita, me sigue dando miedo que uno de estos días
me encuentre con un indigente o un ‘raponero’ que esté tan drogado que saque su puñal y
me haga quién sabe qué cosa”, confiesa.
Esa mañana de abril de 2009, en la esquina inferior de la calle 15, los vendedores de
chontaduro y mango biche preparaban sus carros para salir a trabajar. El olor de la exótica
fruta, cocinada en una bodega que los comerciantes habían comprado hace unos años,
invadía el ambiente y ocultaba por momentos el habitual hedor a marihuana y bazuco.
Los habitantes de la calle saben que en La Favorita los cigarrillos de marihuana valen mil
pesos, y los de bazuco, dos mil. Todos conocen de memoria los expendios, y cuando no
tienen cómo pagar, si son conocidos piden fiado, con la promesa de volver al día siguiente
con el pago.
Al fondo, un grupo de habitantes de la calle se alistaba para salir a trabajar y una calle más
abajo una mujer de ascendencia afrocolombiana acababa de despertar de su trance dando
alaridos y agrediendo con un bastón de madera a quien se le pasara por el camino. Al lado,
un grupo de de niños embera imaginaba que los cartones que trajeron en la noche los
dueños del inquilinato eran caballos salvajes. “Otro día más en La Favorita”, dice mientras
se alista para recibir a sus huéspedes Juan Carlos Casas, un joven empresario que como
algunos de sus coterráneos dejó las cálidas tierras de Santander para montar su propio hotel;
pero esa es otra historia…
El barrio de las mil habitaciones
Un total de 25 hoteles, en los que regularmente se hospedan los conductores de camión que
llegan a la ciudad a abastecer las plazas de mercado, se encuentran en las calles del
barrio La Favorita, donde pasar una noche cuesta entre $12 mil y $17 mil pesos.
Cada miércoles, cuando finaliza la tarde, llega al Hotel Nuevo Siboney, en el barrio La
Favorita, un grupo de 30 transportadores tolimenses. Desde hace 32 años, este lugar se ha
convertido en el punto de ncuentro de los conductores de camión quienes, después de
entregar sus mercancías en Abastos y surtirse nuevamente de “cacharrerías” en San
Victorino, buscan un lugar en donde pasar cómodamente la noche. Su dueño es Juvenal
Amado, un santandereano, como los otros propietarios de los 25 hoteles de la zona, que
llegaron a Bogotá finalizando la década de los setenta y aprovecharon los bajos precios de
ese entonces para comprar una de las tradicionales casas republicanas del barrio.
“Cuando yo compré esta casa, en 1978, me la vendieron por un millón cincuenta mil
pesos”, cuenta entre risas Aquilino Amado, dueño del hotel El Sitio. Este santandereano
todavía no entiende por qué en esa época “la gente estaba regalando las casas de La
Favorita”, si precisamente fue uno de los mejores barrios de la ciudad a principios del siglo
pasado. Allí se construyeron los primeros hoteles internacionales de Bogotá y el tradicional
pasaje Gómez. La Favorita fue de los primeros barrios con calles pavimentadas y, pese a
que quedaba a las afueras de la ciudad en la década de los veinte, era el proyecto favorito
de los bogotanos, de ahí su nombre.
Para los años cincuenta, el desorden del improvisado terminal de transporte ahuyentó a los
elegantes bogotanos. Algunos comenzaron a vender sus lujosas casas al mejor postor y
otros simplemente abandonaron el lugar, dejando estos monumentos arquitectónicos a la
buena de Dios. Al mismo tiempo, el constante flujo de pasajeros del terminal atrajo a los
hoteleros, que aprovechando la “ganga”, compraron estas hermosas viviendas y las
remodelaron hasta convertirlas en los hoteles que existen hoy en día. Por lo general se
trataba de campesinos santandereanos que lo vendieron todo para labrar su futuro y el de
sus familias en la capital.
La metamorfosis
Para los nuevos empresarios el negocio fue rentable durante algún tiempo. El barrio
comenzó a vivir de las necesidades de los turistas, se abrieron nuevos hoteles, restaurantes,
parqueaderos y todo tipo de locales comerciales. Pero, con la reubicación del terminal de
transporte en el sector del Salitre los hoteleros perdieron la mayoría de sus clientes. “Lo
más hermoso de esta comunidad fue que pese a la crisis de demanda que hubo, lograron
mantenerse”, señala Luz Marina Ibagón, una de las líderes de los hoteleros.
Durante ese tiempo tuvieron que bajar los precios del hospedaje y, en algunos casos,
abrirles puertas laterales a los hoteles para que funcionaran como inquilinatos. “Fueron
momentos muy duros en los que pensábamos que íbamos a fracasar”, dice el señor Amado,
dueño del hotel El Sitio. Sin embargo, para la década de los ochenta revivió el negocio. Los
hoteleros encontraron sus nuevos clientes entre los camioneros que venían de los pueblos a
entregar mercancía en las plazas de mercado.
Desde ese entonces los 25 hoteles se han especializado en hospedar conductores de camión.
Una noche en La Favorita cuesta desde $12 mil hasta $15 mil y lo curioso es que por lo
general sus clientes son viejos conocidos.
Comunidad a la lucha
Después de este incidente la comunidad se dio cuenta de que su espacio era importante y
que además de haber sido el escenario de sucesos históricos claves para la ciudad, estaban
rodeados de patrimonio tangible. Con el tiempo comenzaron a trabajar por recuperar la
belleza, el orden y la seguridad de La Favorita: pintaron las fachadas, arreglaron las calles y
se unieron como comunidad.
Cuando apareció la norma del Plan Zonal Centro, los hoteleros vieron la oportunidad que
tanto habían buscado. Dentro de los lineamientos encontraron que el Plan establecía una
amplia capacidad para el turismo en el centro y, por lo tanto, una zona de hospedaje. Desde
ese momento la comunidad de La Favorita se ha proyectado para ser nuevamente el barrio
de los hoteles. Según la Secretaría Distrital de Planeación, este sueño no es tan lejano, pues
solamente hace falta que los hoteleros realicen una gestión organizada, que presenten el
proyecto y las maneras de volverlo realidad.
A quien camina por La Favorita, las angostas calles de este barrio republicano lo trasladan a
otras épocas y destinos. Las casas antiguas, deterioradas por los años, dan muestra de la
mágica historia que una vez se tejió allí. Como dice Lorena Luengas: “Para muchos, La
Favorita es un lugar inexistente, un lugar lleno de historias y sueños que nadie se ha
tomado la tarea de conocer”.
La Favorita, el puerto del caos
Cientos de comerciantes rodeaban el bus que esa mañana de 1953, después de más de 15
horas de viaje, se estacionaban en los parqueaderos de Coopetrán, en la carrera 16 con calle
21. Por las ventanas les ofrecían todo tipo de productos a los agotados viajeros, a quienes
el frío de la capital se les comenzaba a meter por los huesos. Fritanga, papas criollas,
gallina asada, jugos, gaseosas, comida de mar, avena, bizcochos y hasta pomadas para
aliviar los dolores se ofrecían en las calles del barrio La favorita.
En las aceras, cientos de viajeros con sus equipajes regados por todas partes esperaban a
que llegara su bus. Un carrusel ubicado en la mitad de la Plaza de los Mártires distraía a los
niños durante la espera y hacia el fondo un comerciante antioqueño vendía salchichas,
empanadas, dulces, cigarrillos y todo tipo de golosinas. En el ambiente se respiraba una mezcla de
olor a aceite quemado y hedor de excrementos humanos, este último debido a la poca infraestructura del
Terminal, que obligaba a los viajeros a utilizar las calles como letrinas.
Al bajar de los vehículos los pasajeros eran abordados por vendedores ambulantes y
agentes hoteleros de la zona que les cerraban el paso y hacían malabares para llamar su
atención. Mientras tanto, los hábiles carteristas
se aprovechaban de la incredulidad de los recién llegados.
“Al viejo parque, vuelto parqueadero llegan a diario los buses de Cucutá, Pamplona,
Bucaramanga, Medellín, Valle del Cauca, Tolima, Sogamoso, Pachavita y Garagoa, y los
polvorientos viajeros, al llegar, se ven asaltados por los agentes del hospedaje que los
asedian, los acosan, se los disputan como si fueran monedas sin dueño aparecidas en un
andén y, literalmente, se los llevan en peso, casi en hombros”, relata el cronista Felipe
González Toledo en su artículo “Los Mártires puerto seco de Bogotá”, publicado el 5 de
abril de 1953 en el diario El Espectador.
Para esa época el tren de la Sabana comenzaba a ser desplazado por los modernos buses de
transporte público que traían y llevaban pasajeros de casi todos los rincones del país. En su
mayoría eran campesinos que llegaban a la capital con la ilusión de encontrar un mejor
futuro lejos de la violencia que azotaba sus tierras.
Lo poco que los extranjeros sabían de Bogotá se los habían contado sus abuelos o
conocidos de su pueblo, quienes se vanagloriaban de haber estado en una de las ciudades
más refinadas y bellas del país. Hablaban de la elegancia de las damas, que nunca salían a
la calle sin tacones, falda de sastre, sombrero y guantes; de los buenos modales de los
bogotanos y su manía de siempre llevar siempre sombrilla, sombrero de copa, camisa,
chaleco y corbatín; de los hermosos edificios al estilo europeo, los cinemas, las avenidas y,
por supuesto, del tranvía.
Sin embargo, cuando el bus llegaba a su destino final los ilusionados viajeros quedaban
atónitos ante el desorden, los malos olores y la gritería de la terminal. Para muchos de los
que llegaron a la capital en los años cincuenta esta fue la primera impresión que tuvieron de
Bogotá. Para ellos la refinada ciudad no se diferenciaba en nada de la caótica plaza de
mercado de su pueblo.
La improvisada Terminal
La primera Terminal de Buses Intermunicipales de Bogotá se estableció en “el sector de
Paloquemado y sus lugares aledaños, entre las calles 13 y 19 y las carreras 24 y 30… otra
de las zonas utilizadas para el funcionamiento del servicio estuvo localizada en la localidad
Los Mártires, entre la calle 6 y 19 y las carreras 14 y 24”, dice un informe de antecedentes
históricos realizado por el departamento de auditoría de la actual Terminal de Transportes.
Los viajeros se quejaban del desorden en la venta de tiquetes, las pocas condiciones de
salubridad, la incomodidad tanto para los pasajeros como para los conductores, y la alta congestión
vehicularypeatonaldelazona.
“La áreas habilitadas para el funcionamiento de los buses eran muy reducidas y
obligatoriamente muchos vehículos dejaban y recogían pasajeros en las vías públicas
incrementando el desorden. Pese a el esfuerzo realizado por algunas empresas para mejorar
el nivel de servicio, la falta de un sistema integral que propiciara condiciones mínimas de
operación, repercutió negativamente sobre esta primera terminal”, explica Marta Santos,
jefe del departamento de auditoria de la terminal y quien lleva 22 años trabajando en la
empresa.
Cerca de 120 mil pasajeros se movilizaban diariamente en los buses de las empresas Flota
Boyacá, Rápido Duitama, Expreso Paz del Río, Transporte Bolívar, Flota Valle de Tensa,
Flota San Vicente, Flota Macarena, Rápido el Carmen, Coopetrán, Berlinas del Fonse,
Expreso Barasilia, Bolivariano y Rápido Tolima, entre otras.
Hoy en día los habitantes más antiguos de La Favorita aseguran que la llegada de los buses
intermunicipales al barrio fue el comienzo del proceso de deterioro del sector. Con los
buses y los pasajeros las casonas fueron remodeladas y sus habitaciones subdivididas para
convertirse en hospedajes. Aparecieron las prostitutas y expendios de droga que terminaron
ahuyentando a los primeros pobladores del barrio.
“Hace 35 años el sector cambió totalmente como consecuencia de la llegada de los buses
porque los de las flotas eran los que cargaban todas las porquerías y, cuando no estaban
tirados en la calle se ponían
a matar y robar a la gente”, dice uno de los representantes de la Junta de Acción Comunal
del barrio1.
Al finalizar los años cincuenta la mayoría de las familias que vivían en La Favorita
emigraron a Chapinero y el norte de la ciudad, e incluso muchas de las amplias casas de
estilo Art Deco y republicano fueron abandonadas.
Entre el desorden, el trancón de los buses y los equipajes de los viajeros era común
encontrar un grupo de personajes que se dedicaban a vigilar a quienes se bajaban de los
vehículos. Los seguían pacientemente con
“Al viajero escogido, recién llegado, estudiado rápidamente, lo ‘trabajan’ con relativa
facilidad. Le ofrecen un fino revólver de 500 pesos, sólo por 40. Si no se interesa por el
pingüe negocio, nada se ha perdido; pero si el palurdo se muestra ligeramente inclinado a
comprarlo, ya está perdido. Uno de los empresarios especializado en la venta cumple su rol
a cabalidad y sale con 30 o 40 pesos en el bolsillo. Después, cae el otro”, narra González
Toledo.
Una vez hecho el negocio llegaba un ficticio agente de la Policía, que era otro de los
integrantes del grupo de saboteadores, y le decía al recién llegado que el arma era falsa y
que por lo tanto quedaba decomisada. Esa táctica era conocida como el truco del revólver.
Otros menos profesionales que sacaban de los bolsillos de los transeúntes billeteras, relojes
y demás pertenencias de valor. Los comerciantes, por su parte, se aprovechaban de las
necesidades de los viajeros para vender sus productos a mayor costo.
El traslado de la Terminal
La terminal funcionó de este modo hasta 1984 cuando, después de varios estudios técnicos
para su reubicación, el Distrito decidió que el centro de llegada y salida de pasajeros debía
ubicarse en el sector de El Salitre, debido a que en esa zona se articulaban tres vías
principales: la avenida Boyacá, la 68 y El Dorado.
La ida de los buses tuvo graves consecuencias para los comerciantes de La Favorita,
quienes paulatinamente se fueron quedando sin clientes. “Nosotros trabajábamos con
empresas como La Reina, flotas que hacían viajes fuera de Bogotá, pero nadie volvió.
Hace años que nos quedamos sin trabajo y sumado a la inseguridad del barrio ya nadie se
mete acá para mandar arreglar los carros”, dice Manuel Garzón,
dueño de un taller de rectificación de motores, uno de los tantos afectados.
Los hoteleros, por su parte, aseguran que con el cierre de la Terminal vivieron una de las
peores crisis que recuerdan. Finalizando los 80 varios de los modestos hospedajes que antes
prestaban sus servicios a los pasajeros y conductores que llegaban a La Favorita fueron
adecuados como residencias. Aún hoy algunos hoteles del barrio conservan las entradas
traseras que se construyeron temporalmente para prestar estos servicios alternos.
Durante casi todo el siglo XX La Favorita funcionó como puerto de viajeros, primero con
los que llegaban a la Estación del Tren de la Sabana, y después con aquellos que eran
recibidos en plena calle por los comerciantes y ladrones más hábiles de la ciudad. En sus
calles todavía se encuentran algunas sedes de las empresas transportadoras que con su
llegada cambiaron la vida del barrio, como las de Coopetrán y Velotax, que ahora
funcionan como parqueaderos de carros. Aún hoy la gente mayor que pasa por el lugar
recuerda cuando en el barrio en vez de mecánicos de motos, se encontraban cientos de
conductores de bus que a viva voz compartían sus anécdotas más picantes y sórdidas.
El edificio que atraveso la 19
En tan solo 11 horas el ingeniero Antonio Páez Restrepo hizo posible lo que nadie creía
posible: trasladar el edificio Cudecom, de siete pisos de altura y 5.500 toneladas de peso,
desde la avenida Caracas con 19 a la calle 18A.
“¡Milagro!, ¡milagro!” gritaban los bogotanos que ese 6 de octubre de 1974 vieron cómo
el edificio de Cudecom atravesaba la calle 19. Desde pasadas las siete de la mañana, cerca
de 70 obreros comandados por 15 ingenieros civiles comenzaron a darle los primeros
empujones a los ocho mil rodillos que sostenían la edificación. Aquella mañana los
espectadores no podían creer que la estructura de 5.500 toneladas de peso que durante 20
años había estado en la esquina de la avenida Caracas con calle 19 fuera ahora a ocupar el
lugar de un lote baldío en la calle 18ª, 29 metros al sur de su ubicación original.
Dentro del edificio comenzaba a oírse el retumbar de las estructuras de metal y cemento
macizo que se reacomodaban con el movimiento. En promedio, la edificación se movía 22
centímetros por minuto, lo que hacía casi imperceptible su desplazamiento desde el
exterior. Fue hasta bien entrada la tarde cuando los bogotanos se dieron cuenta de que eran
testigos de uno de los adelantos tecnológicos del siglo XX.
El Quijote de la obra
Meses atrás el ingeniero Antonio Páez Restrepo, jefe de la operación, junto con su grupo de
obreros había comenzado las adecuaciones técnicas. Desde el momento en que supo que la
imponente edificación iba a ser derribada para dar paso a la prolongación de la calle 19, el
ingeniero le presentó a la Secretaría de Obras Públicas del Distrito, en 1973, un proyecto
para “salvar esta costosa obra mediante su traslado horizontal a predios vecinos ocupados
por edificaciones de segunda categoría que debían ser adquiridos” (Revista Proa, 1975,
febrero).
El Distrito aceptó la propuesta con la condición de que debía ser el mismo ingeniero quien
comprara el edificio y asumiera los riesgos de su traslado. Páez tramitó el alquiler de los
equipos y la asesoría técnica necesaria para esta maniobra, jamás realizada en la capital,
con la reconocida firma Spencer White & Prentis de Nueva York.
“El aspecto financiero fue difícil. No era fácil en aquellos días obtener financiación de una
entidad de crédito para un proyecto sin precedentes en el país y con ciertos visos de riesgo e
impracticabilidad. Sin embargo, el grupo Colpatria, a través de su Corporación de Ahorro y
Vivienda, me aprobó una serie de préstamos que permitieron asegurar la ejecución del
trabajo”, dice el ingeniero Antonio Páez en el artículo “Traslado del edifico Cudecom
Bogotá” publicado en la Revista Proa.
La periodista Elizabeth Saravia Ríos recuerda cuando en medio de una cena familiar su
padre les anunció a ella y a sus hermanos que debían mudarse porque el edifico donde
vivían iba a ser trasladado. “Según lo estimado por el ingeniero Antonio Páez Restrepo, en
cuatro meses se correrá el edificio Cudecom 29 metros hacia el sur de su posición original,
para dar paso a la ampliación de la calle 19. Esta operación, única en el mundo, exigirá
grandes esfuerzos de la ingeniería nacional y abrirá un camino más para el progreso”, fue
la comunicación que su padre les leyó esa noche en la mesa (Saravia E., 2009, 1 de junio, p.
1).
Los pequeños no entendían como era posible que un edifico de siete pisos, que contaba con
72 apartamentos y varios locales comerciales en la planta baja, pudiera moverse de calle sin
antes ser derribado. Los ingenieros intentaron explicarle a los residentes que el
procedimiento se iba a realizar mediante un sistema de palancas y que la edificación iba a
ser separada de su base para colocarla sobre una plataforma móvil que, como un patín, la
deslizaría hasta el otro extremo de la avenida. Les repetían una y otra vez que era un
procedimiento utilizado en varios países del mundo para mover grandes estructuras y que la
operación no generaría ningún daño. En la imaginación de los bogotanos era inconcebible
que aquella mole de cemento pudiera ser empujada por tan sólo 70 obreros.
El desalojo se hizo unos pocos meses antes del acontecimiento. Durante los cuatro meses
anteriores, el grupo de 12 ingenieros, comandado por Páez, se concentró en un estudio
riguroso del edificio que sirvió como base para diseñar el procedimiento del traslado. Los
especialistas fueron cuidadosos en hacer los cálculos y acomodar los equipos.
La operación comenzó pasadas las siete de la mañana del 6 de octubre de 1974. “Hubo un
poco de frustración
ya que nadie veía mover el edificio porque la acción de los gatos hidráulicos lo corrían a
21.81 centímetros por minuto, que no permitía propiamente palpar el movimiento”, decía el
diario El Tiempo en su edición del 7 de octubre de 1974.
Desde la mesa de control instalada para el procedimiento en el primer nivel del Cudecom,
los ingenieros vigilaban todos los pormenores. “Las instalaciones complejas de esta mesa
permitían comunicación con cada uno de los ingenieros situados en los controles de los
gatos; igualmente con las estaciones de topografía y estaciones volantes. Contaban además
con un servicio de ‘walky- talky’ (sic), parlantes, teléfonos, citófonos
fijos y un monitor de televisión para visión directa” (Revista Proa, 1975, Febrero p. 20).
Durante las 11 horas que duró el traslado los ingenieros mantuvieron un estricto control de
los movimientos de la edificación. Uno de los principales riesgo era que el edifico se
inclinara, o en el peor de los casos, que su estructura se desestabilizara por completo.
“Había cierto temor de que el edificio sufriera un pequeño hundimiento al pasar a sus
nuevas bases”, le dijo el ingeniero Rafael Esguerra al diario El Tiempo.
“En el interior de la mole de concreto se encontraban cerca de mil personas entre
ingenieros, técnicos, oficiales de albañilería y ancianos, que atravesaron la avenida 19 a
bordo de este original medio de trasporte”, narra el diario El Espectador en su edición del 7
de octubre de 1974. La periodista Elizabeth Saravia Ríos recuerda ser uno de los tantos
pequeños que esa mañana jugaba por los pasillos del edificio mientras se llevaba a cabo
uno de los procedimientos más osados de la ingeniería civil.
Hacia las cuatro de la tarde llegó el alcalde Alfonso Palacio, quien felicitó al ingeniero Páez
por tan admirable proeza y vigiló la operación desde la sala de control, al interior de la
primera planta de la edificación. Saravia recuerda que “el alcalde sacó de su bolsillo unos
anteojos, se los acomodó y se inclinó sobre el tablero que en ese instante empezó a registrar
el movimiento tembloroso que producía el edificio” (Saravia E., 2009, 1 de junio, p. 2).
“La operación concluyó a las 6:06 p.m. luego de una intensa labor que demandó 11 horas
de trabajo para
dejar la gigantesca mole en su nueva posición y cambiar de vecinos. Los cálculos fueron
precisos, la construcción respondió como se esperaba y al final solamente se registró una
desviación de 1,7 milímetros” (Aldana G., 1974, 7 de octubre, p. 6A).
Para sorpresa de todos, cuando el edifico llegó a su nueva base los cimientos respondieron
de forma favorable.
Los testigos describieron la operación como exitosa y los bogotanos se regocijaron ante el
“milagro” del que
habían sido testigos.
Durante los meses siguientes el edificio, que ahora se erige en la calle 18ª, fue sometido a
varios cambios.
Sobre su costado principal se habilitó un parqueadero de tres plantas con capacidad para 41
vehículos, se construyeron dos nuevos pisos superiores, y los apartamentos situados sobre
la avenida Caracas se transformaron en oficinas.
Dos años después de su traslado, 1976, los nueve pisos del edificio de Cudecom se
habilitaron como oficinas y consultorios del Seguro Social. Desde entonces, diariamente
acuden cientos de trabajadores a tramitar sus seguros en salud y riesgos profesionales. A
comienzo de cada mes se ven filas de cientos de personas de la tercera edad que acuden a
recoger sus pensiones. Pese al deterioro del sector, el edificio de Cudecom conserva las
características que lo hicieron una de las joyas de ingeniería y la arquitectura capitalina en
el siglo pasado.
Como en ese entonces, cuando el ingeniero Antonio Páez le comunicó a los bogotanos que
el edifico iba a trasladar, hoy los ciudadanos creen que la historia del Cudecom es otro de
los mitos urbanos de la historia santafereña. Pocos imaginan posible que la gigantesca
estructura haya atravesando la calle 19 sobre una plataforma acondicionada con ocho mil
rodillos y que después del proceso el edifico hubiera quedado sin una sola grieta.
Ese 6 de octubre de 1974, a las 6:06 p.m., cuando la estructura del Cudecom se acomodó en
su nueva base, el ingeniero Páez no pudo pronunciar ni una sola palabra. El matemático fue
invadido por un llanto incontrolable que se convirtió en la prueba más sincera de su
victoria. Ese fue el día en que lo imposible se hizo realidad y cuando los bogotanos gritaron
a viva voz “¡Milagro!, ¡milagro!”
A todo motor
A medida que pasa la mañana, la avenida Caracas, desde la calle 18 hasta la 16, y la carrera
15, se va tapizando por cientos de motociclistas de toda la ciudad que llegan en busca de
repuestos nuevos, cascos, chalecos, protectores, aceites y todo tipo de artefactos para sus
motos. Con su llegada, el humo de los carburadores y el penetrante olor a gasolina invade el
ambiente de estas calles, como ocurre desde hace cinco años.
Los viernes y sábados, cuando hay más afluencia de compradores, las calles del barrio se
convierten en vitrinas al aire libre donde los amantes de las motos, en su mayoría
mensajeros, adquieren todo lo necesario
para sus vehículos. Sobre la avenida Caracas, un grupo de mujeres diseña, corta y teje los
chalecos reflectivos que oscilan entre 20 mil hasta 80 mil pesos, dependiendo del material
de confección y el diseño. Dentro del centro comercial se exhiben chaquetas para deportes
extremos, protectores, gafas, guayas, plumillas, frenos, guardabarros, luces, tapas y demás
repuestos para las motocicletas.
Blanca Amado, propietaria de un local de chalecos, asegura que un día confecciona entre
10 a 12 de estas prendas. Sus compradores más frecuentes son las empresas de vigilancia y
mensajería para las que ha diseñado modelos espaciales. “A mi me gusta brindar un
servicio personalizado, entonces además de vender la mercancía que tengo acá lista
confecciono los chalecos según el gusto del comprador, les tomo las medidas y busco las
telas que me piden. Recuerdo uno de color fucsia que me mandaron a hacer, quedó muy
bonito”, dice.
Con la llegada de los negocios de artículos para motos aparecieron también los talleres de
mecánica, que por años funcionaron en pleno espacio público, afectando la movilidad del
sector y generando altos niveles de contaminación tanto auditiva como ambiental. Además
las autoridades comenzaron a sospechar que las partes de motos que se comercializaban en
la zona provenían de robos —como ocurre en el sector del 7 de Agosto— y que muchas
veces los comerciantes se las compraban a los habitantes de calle.
Desde la aparición de estos negocios era común que en los andes y las calles, los mecánicos
le cambiaran el aceite a los vehículos, montaran llantas o incluso pintaran piezas de las
motos sin ninguna precaución. Durante unos tres meses la Policía, junto con la Secretaría
Distrital de Ambiente, realizaron campañas cívicas con el fin de que los comerciantes
tomaran conciencia del impacto de sus prácticas en el medio ambiente. Del mismo modo,
se les notificó que la invasión del espacio público era un delito y que con el fin de mantener
sus negocios debían cumplir con las normas básicas.
Simultáneamente, la Sijín comenzó a realizar operativos de moto partes. Los cerca de cinco
comerciantes que fueron descubiertos en este tipo de prácticas fueron judicializados. Sin
embargo, en los demás operativos no se pudieron volver a comprobar los delitos. Según el
intendente José Ovidio García, de la estación de Policía de Los Mártires, “a pesar de que
en muchos casos tenemos todas las evidencias que los negocios funcionan con piezas
robadas en el momento de realizar las capturas no encontramos pruebas y no podemos
hacer nada para sellar esos negocios”.
Pese a las advertencias los comerciantes siguieron con sus prácticas habituales y,
finalmente, en febrero de 2009, después de un intenso operativo, las autoridades sellaron
los negocios ubicados sobre la carrera 17 por cerca de cuatro meses. “Desde ese día se
prohibió el funcionamiento de talleres en el sector, los antiguos dueños vendieron y ahora
en el lugar solamente se venden repuestos”, explicó la administradora del centro comercial
Mega Centro, Ana Vargas.
Aunque con estas medidas mejoró la situación del sector, se mantienen el caos y la
congestión. Día a día, los motorizados se siguen tomando La Favorita, como 50 años atrás,
cuando el barrio se convirtió en el improvisado terminal de buses intermunicipales y sus
calles fueron el hogar de conductores, mecánicos y comerciantes del sector de los
automotores. Ante esta complicada situación las autoridades distritales se han
comprometido a realizar sellamientos a los locales que sigan incumpliendo con las normas
ambientales y la Policía, por su parte, realiza constantes operativos para restituir el espacio
público. “No vamos a permitir que un grupo de comerciantes perjudiquen el medio
ambiente de la zona y se sigan tomando el espacio público a su libre albedrío”, concluyó el
secretario de Ambiente, Juan Antonio Nieto.
Los nómadas de la urbe
Desde el 26 de mayo 280 familias de campesinos desplazadas por la violencia viven en uno
de los albergues del Distrito, ubicado en el barrio La Favorita, donde esperan que tanto el
Gobierno Nacional como el Distrital algún día les cumplan la promesa de ayudarlos a
comenzar un nuevo proyecto de vida.
Los nueve salones que a principio de siglo funcionaron como bodegas de la compañía de
Cementos Samper y después se convirtieron en sede de la Cruz Roja, en la calle 16 con
carrera 17, son desde el 26 de mayo de 2009 el hogar de 280 familias de campesinos
provenientes de diferentes zonas del país a quienes la guerra no les dejó más opción que
huir de sus parcelas. Por los patios y amplios salones pintados de blanco 130 niños, que
todavía no entienden muy bien porqué tuvieron que cambiar su vida en el campo por el frío
y las incomodidades de la ciudad, juegan descalzos con carritos de plástico, botellas de
gaseosa, palos de madera y hasta sábanas que transforman en muñecos.
Estos pequeños, como sus héroes preferidos, imaginan que son los protagonistas de una
aventura que comenzó cuando los enemigos, unos hombres vestidos de camuflado y botas
de caucho, llegaron a sus hogares, los amenazaron de muerte y les hicieron abandonar todas
sus pertenencias. Dormir sobre el pavimento, caminar hasta la plaza de Bolívar gritando por
sus derechos, tomarse el Parque de la 93, después el aeropuerto El Dorado y finalmente el
Parque Tercer Milenio —el mismo lugar que habitaron por años los ‘desechables’ de la
ciudad, quienes como ellos fueron reubicados en una de las desoladas calles del barrio La
Favorita— son las pruebas que deben superar.
En el albergue, adecuado por el Distrito, los adultos pasan la mayor parte de su tiempo en el
patio principal, donde se encuentran los fogones de leña y las cuerdas para secar la ropa.
Algunos salen a mendigar en las calles, otros se las arreglan como albañiles, reparadores de
electrodomésticos, obreros, voceadores de prensa y vendedores ambulantes.
La huida
Leandro Martínez, uno de los líderes del albergue, todavía recuerda aquella noche de 2003
cuando durante ocho horas seguidas, junto con su esposa y sus dos hijos, caminó por la
oscuridad de las montañas del Tolima para salvar su vida. Horas antes, integrantes del
frente 21 de las Farc llegaron hasta su finca en el Cañón de las Hermosas, cerca de
Chaparral, y le dijeron que tenía 24 horas para irse del pueblo.
“Cuando a uno le dicen que se tiene que ir o si no lo matan se siente miedo, rabia, y
después una tristeza muy grande por tener que dejar todo por lo que uno ha trabajado en
su vida. En el camino me acordaba de las cosas que se me habían quedado: los zapatos
nuevos, las reses, los perros. Cuando llegamos a Bogotá solamente teníamos lo que
llevábamos puesto”, recuerda Leandro.
Como la mayoría de las personas que viven en el albergue, Leandro comenzó a ser
amenazado por las Farc años antes de ser desplazado de su finca. En la vereda todos fueron
obligados a pagar mensualmente tributos, conocidos como vacunas, a los guerrilleros. En el
caso de Leandro eran 500 mil pesos que correspondían a una recolecta de café mensual.
“Las cosas iban bien hasta que llegó la broca. Ahí me atrasé en los pagos. Me amenazaron
y me dijeron que fuera a sembrar amapola con ellos. El cultivo era muy complicado, el
clima se dañó y nunca me pude adelantar en las cuotas. Después me llegaron a la casa”,
cuenta.
Desde entonces comenzó su batalla por huir de la violencia y salvar la vida de su familia.
Nunca más volvió al pueblo. Supo por sus conocidos que después de su partida los
guerrilleros se tomaron su casa para cobrar la deuda que tenía con ellos. En Bogotá vivó
por unos meses en la casa de un familiar, intentó buscar trabajo, pero por su condición de
desplazado fue discriminado en varias ocasiones, hasta que un conocido le hizo caer en
cuenta de que el Gobierno era quien tenía la obligación de ayudarle.
Un paisano, quien como él huyó de la violencia, le contó que en Bogotá existía un grupo de
desplazados que se estaba organizando con el fin de hacer respetar sus derechos. Martínez
comenzó a ir a las reuniones a tomar parte de las discusiones y con el tiempo se convirtió
en uno de los voceros de la colectividad.
Las batallas de los desplazados
Desde las 6 de la mañana del 30 de julio de 2008 los comerciantes y ejecutivos del norte de
la ciudad vieron caminar por las calles a más de 200 familias de campesinos. Estos
hombres, mujeres y niños con sombreros, maletines, carpas y plásticos a cuestas le pedían
al gobierno garantías para comenzar una nueva vida lejos de la violencia. Ese día los
transeúntes los miraban con desconcierto, para mucho era la primera vez que se enfrentaban
cara a cara con las víctimas de la guerra colombiana.
Un mes atrás el Gobierno Nacional, por medio de su oficina de Acción Social, les había
prometido que les entregaría a cada uno un PIN por medio del cual obtendrían un subsidio
de vivienda y otros beneficios. Además, dos días antes, varios de los marchantes había
acudido a la jornada de atención de desplazados que la Personaría organizó en el Palacio de
los Deportes, pero debido a alta concurrencia de personas muchos no habían logrado ni
siquiera inscribirse en las planillas para recibir atención. Se sentían humillados, insultados,
“Como no han querido ‘pararnos bolas’, decidimos llamar su atención visitando el Parque
de la 93 donde están los ricos de este país para que ellos se den cuenta de nuestra situación
real”, le dijo uno de los manifestantes al diario El Tiempo ese día.
Para cuando los desplazados llegaron a las cercanías del Parque de la 93 un grupo del
escuadrón anti motines de la Policía Metropolitana de Bogotá acordonó el área. Según los
registros de la prensa, en total eran unos 100 manifestantes, entre los que se encontraban 30
niños, algunos de brazos, que se ubicaron durante todo el día en la esquina de la calle 93ª
con carera 11.
Ante la respuesta de las autoridades Andrea Ocampo, una de las manifestantes, no entendía
cómo el Gobierno le entregaba a un reinsertado 18 millones de pesos para comenzaran una
nueva vida y a ellos que eran sus víctimas sólo les prometían un millón 400 mil pesos. “Es
increíble que en este país paguen los santos por pecadores”, decía entre lágrimas.
Debido a la presión de los desplazados y los continuos roces entre la fuerza pública y los
manifestantes, finalmente hacia las dos de la tarde los funcionarios de Acción Social se
comprometieron a entregar recursos a 44 familias. Los desplazados se retiraron al finalizar
la tarde.
Esta nueva protesta fue violenta y dramática. Ante la negativa de los manifestantes de
retirarse, los policías, acompañados por agentes de la Policía de Menores y el Instituto
Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), comenzaron a quitarles sus hijos. Los
campesinos se defendieron con lo que pudieron, hubo llanto, golpes y moretones. Al final
de la jornada nueve niños fueron llevados a jardines del ICBF y siete personas fueron
retenidas por las autoridades.
“A mi esposa la jalaron del pelo. Una de las oficiales la amenazó, le dijo que era una mala
madre y después se llevó a nuestra bebé recién nacida. Fue una de las peores noches que
hemos pasado acá en Bogotá, no sabíamos si no la iban a devolver”, recuerda Josefino
García, uno de los habitantes del albergue.
Después vinieron marchas hasta la plaza de Bolívar, la sede de Acción Social, las
inmediaciones del aeropuerto El Dorado y, finalmente, el 19 de marzo de 2009 se les
terminó la paciencia y prometieron no abandonar la Plaza de Bolívar hasta que el Gobierno
Nacional les entregara entre 8 y 15 millones de pesos a cada familia para montar su propia
microempresa.
Ese día, al finalizar la tarde, y ante la falta de soluciones, 200 carpas rodeaban la estatua de
Simón Bolívar, en el centro de la ciudad. En total 20 días vivió este grupo de desplazados
bajo el frío y la inclemente lluvia. Durante este tiempo ninguno de los dos bandos cedió.
Los desplazados, por un lado, no aceptaban irse a refugios temporales si no se les
aumentaba el valor del subsidio, y Acción Social, por su parte, aseguraba que era todo lo
que podían ofrecerles.
“Con el tiempo más y más familias desplazadas comenzaron a unírseles hasta que la
situación se salió de las manos. El problema es que entre los desplazados había gente a la
que se le pudo comprobar que se estaban aprovechando de la situación.”, dice Nelson
Linares, coordinador de la población desplazada del Distrito.
Por esa época, el subsecretario de seguridad, Andrés Restrepo, afirmaba que el Distrito le
venía brindando ayudas a esta población con bonos de alimentación, implementos de aseo y
visitas médicas. “Hemos recogido unas listas que se las entregamos a Acción Social para
que verifique cuál es la necesidad de cada una de las familias desplazadas”, explicó el
funcionario.
Según Linares, “el problema es que en este momento no hay ningún desplazado que haya
superado el desplazamiento. Se comprobó, por ejemplo, que a muchos de los que
acamparon en la Plaza de Bolívar ya se les había brindado ayudas en diciembre y enero y
que la mayoría, contrario a lo que dicen, ya tienen un lugar seguro donde vivir. Lo que
pasa es que han encontrado que es más rentable tomarse el espacio público por la fuerza”.
La conciliación
Para el mes de mayo, 1.200 familias habitaban el Parque Tercer Milenio, de las cuales 280
comenzaron a entablar diálogos con el Distrito para trasladarse a un albergue. “Estábamos
muy preocupados por la salud de nuestros niños. Algunos ya presentaban casos agudos de
bronquitis, diarreas y gripa, entonces comenzamos nuevamente las negociaciones con las
autoridades”, cuenta Leandro Martínez.
El 26 de mayo de 2009, como en tantas otras ocasiones, este grupo de campesinos empacó
las pocas pertenencias que los han acompañado desde que comenzó su vida como nómadas,
se despidieron de sus compañeros de batalla que se quedaron en el parque y se dirigieron
hacia el norte, cerca a la Estación de la Sabana, donde los esperaba su nuevo hogar.
Las autoridades, por su parte, se comprometieron a entregarle a 100 familias un proyecto
productivo, a las 180 restantes empleos en el Instituto de Desarrollo Urbano (IDU) y
Acción Social y a entregarles un mercado mensual, un arriendo y utensilios de aseo.
Mientras que los desplazados prometieron que no volverían a tomarse la ciudad y que
saldrían del albergue el 30 de junio para comenzar su propio proyecto de vida. Sin
embargo, la fecha establecida pasó y estas familias, al no recibir las prometidas ayudas no
tuvieron más opción que quedarse en el albergue.
Desde entonces, las mujeres intentan mantener el orden del lugar, los hombres aprenden
nuevos oficios para defenderse en la vida de la urbe y los pequeños sueñan con el día en
que su aventura por fin termine, y a través de su ventana en vez de carros, basura y peligros
aparezca el olor y los sonidos de esa tierra que con el tiempo parece cada vez más
irrecuperable.
Capitulo 3.
La futura favorita
El renacer del centro
Desde 1988 surgió en las autoridades distritales una preocupación por recuperar el centro
histórico de Bogotá, donde se conformó la ciudad que hoy ocupa más de 40 kilómetros de
sur a norte, 20 de oriente a occidente; 20 localidades y más de 10 millones de habitantes.
Ese año, un diagnóstico realizado por el Fondo Financiero de Proyectos de Desarrollo
(Fonade) determinó que los principales problemas de esta zona eran la cada vez más baja
presencia de residentes, la excesiva concentración de negocios, el deterioro del medio
ambiente, la presencia de lotes abandonados, el caótico sistema de transporte, la
disminución de la inversión privada, la invasión del espacio público y la creciente imagen
del centro como un sector sucio e inseguro.
El ideal era que para el siglo XXI este importante núcleo de la ciudad comenzara su
proceso de transformación o “renacimiento”, como prefirieron bautizarlo algunos
urbanistas. En el imaginario de los bogotanos surgió la posibilidad de que las grises y
sombrías calles del centro repletas de prostitutas, habitantes de la calle, carteristas y
vendedores ambulantes volvieran a ser las sofisticadas alamedas por las que departieron los
bogotanos del siglo XVIII y XIX. Esas amplias avenidas por donde una vez pasó el tranvía
cuando las mujeres vestían de sombrero y los “cachacos” portaban su paraguas como signo
de distinción.
“La operación del centro tiene tres elementos fundamentales: primero, la recuperación del
centro histórico; segundo, la articulación de los bordes delimitados con el proyecto Ciudad
Salud –que es un cluster (centro) de servicios de la salud que se realizará en la zona del
Hospital San Juan de Dios y el Materno Infantil–, Paloquemado y la Plaza de la
Democracia y tercero, una franja de intervención prioritaria en donde se realizarán 15
proyectos de renovación urbana sobre la décima, Caracas y el borde de la calle 26. Renovar
el centro significa traer inversionistas privados que quieran desarrollar proyectos en estas
zonas con gran potencial urbano. Este proceso traerá una mezcla de usos del suelo y de
estratos. La implementación del PZC es uno de los objetivos del gobierno del alcalde
Samuel Moreno como uno de los mecanismos de crear una ciudad densa y compacta con
una expansión urbana controlada” (García, 2009).
La renovación de la Favorita
En junio de 2009, el barrio La Favorita quedó incluido entre los seis proyectos de
renovación urbana de Administración. En este sector, el arquitecto Henry Reyes, con
recursos privados, desarrollará un nodo de servicios empresariales, comerciales y de
vivienda que busca complementar el proyecto de Transmilenio y consolidar el eje de
servicios institucionales de la calle 13. “Se promoverá el reordenamiento y mejoramiento
de las condiciones urbanísticas del sector, dirigidos a aumentar la competitividad de los
servicios al automóvil, mitigando sus impactos, mejorando la accesibilidad vehicular y la
oferta de estacionamientos e incrementando el área del espacio público peatonal existente, a
través de la generación de los controles ambientales requeridos sobre la Avenida Ciudad
Lima y sobre la Avenida Mariscal Sucre, así como la construcción de una alameda sobre la
calle 20, con el fin de mitigar los impactos de los usos propuestos sobre el barrio Santa Fe”.
La iniciativa tendrá un área de 38.285 M2 y comprenderá las calles 19 y 20, limitando con
la ciudadela residencial San Fasón y la carrera 17.
En el decreto 492 de 2007 se clasifica el uso del suelo del barrio como un sector para la
oferta de servicios turísticos como el alojamiento y hospedaje temporal en “hoteles y
apartahoteles de más de 50 habitaciones y/o servicios complementarios”. Del mismo modo,
se dictamina que los servicios de alto impacto como el expendio y consumo de bebidas
alcohólicas en discotecas, tabernas y bares son también reglamentados en el barrio; así
como el alojamiento por horas en moteles, hoteles de paso y residencias.
El futuro de La Favorita
Este proyecto ha despertado polémica entre las autoridades distritales y los académicos. La
Administración de Samuel Moreno lo considera una de sus metas prioritarias. Para el
arquitecto y urbanista Fernando Carrasco el proyecto es necesario: “El rescate del centro
de Bogotá es de vital importancia y es una deuda que tienen los capitalinos con la ciudad.
La riqueza de las ciudades está en sus centros y esta no es la excepción, allí además de la
arquitectura colonial se encuentran los referentes de la arquitectura de la primera
modernidad colombiana”1.
El concejal Jorge Ernesto Salamanca, del Partido Liberal, quien desde hace nueve años ha
trabajado el tema asegura que pese a que el PZC es el proyecto más importantes del siglo,
se deben priorizar los sectores que serán intervenidos. “No se puede pensar en la
renovación del centro desde una postura idealista de que todo el centro se va a renovar.
Hay que defender el patrimonio, pero donde se pueda recuperar. En vez de trabajar en
sectores altamente deprimidos como, por ejemplo, Las Cruces, se deben destinar esos
recursos a mejorar las zonas recuperables, como La Candelaria”2.
El arquitecto Juan Carlos Pergolis, en su libro Escritos sobre ciudad y arquitectura, asegura
que la preservación del centro no solamente debe ser un trabajo desde la renovación de su
estética, sino que se debe pensar en cambiar las dinámicas sociales de la zona. “La
intención de preservar el centro histórico está íntimamente ligada a la normativa para los
nuevos sectores. Poco éxito tendrá la recuperación de ‘las formas’ del centro histórico si la
vida se aleja de ellas, convirtiéndolas en monumentos congelados, testigos de una historia
cada día más lejana, ajena, mientras la ciudad inventa su presente histórico, a cultural y
amnésico de todos los sectores nuevos”.
Y los habitantes y líderes de La Favorita aseguran que a pesar de los anuncios sobre la
renovación de su barrio y los proyectos que les ha presentado el Distrito el proceso se
encuentra congelado, lo que es preocupante pues desde hace dos años se firmó el decreto.
“A nosotros no nos han vuelto a mencionar nada del tema, a pesar de los proyectos y los
mapas que nos han mostrado de cómo van a transformar el sector no se ha visto nada, la
zona no mejora y es cada vez menor la esperanza frente al futuro de este barrio”4, dice
Leonel Amado, dueño de uno de los 25 hoteles del barrio.
El Plan Zonal del Centro es hoy en día la esperanza de renacer para este barrio incluido
entre las 31 zonas críticas de la capital. Si bien se han enfrentado tropiezos, la firma del
acuerdo es de alguna forma el comienzo de una serie de cambios que podrían transformar
La Favorita. En este momento, está en manos de las autoridades devolverle la vida a estos
barrios cercanos a la Plaza de Bolívar, primeros sectores de la era moderna que dejaron de
lado la traza reticular de la Colonia, pero que con la expansión de la ciudad y sus nuevas
dinámicas se convirtieron en los escenarios del miedo. Con el fin de que por La Favorita se
pueda caminar tranquilamente y en vez de un foco de inseguridad y miedo se convierta
nuevamente, como a principios de siglo XX, en símbolo de pujanza, modernidad, prestigio.
ANEXOS
Anexo 1
1. ALEMANIA: Waterfront Development Project de Berlín
Al terminar la Segunda Guerra la situación de la ciudad era dramática; lugares como la
Leipziger Platz quedaron reducidos a escombros al igual que la gran mayoría de la ciudad.
Era urgente la reconstrucción y densificación del área del centro. Por consiguiente, se
renoaron los atributos más emblemáticos de la ciudad tales como el río, los parques, las
plazas y el casco histórico.
Pies de página
Sin duda, La Favorita fue uno de los primeros escenarios de la era moderna que dejó de
lado la tradicional estética colonial y adoptó las nuevas tendencias que se desarrollaban en
Europa. La importancia de sus edificaciones reside en su valor arquitectónico, al ser de las
pocas muestras del republicanismo y Art- Déco que todavía quedan en la ciudad, lo que a la
vez demuestra que por sus calles habitaron importantes bogotanos y extranjeros.
Desde su nacimiento fue un barrio que suplió las necesidades de la emergente Bogotá,
primero las de sus clases altas que encontraron en estos terrenos el lugar ideal para
construir sus casas, y después de las distintas dinámicas que trajo consigo la modernidad.
De esta forma, pasó de ser un lugar netamente residencial, al centro de llegada de buses
intermunicipales, después el albergue de los habitantes más vulnerables, el submundo de
expendios de droga, el local de talleres y ventas de repuestos de motos, hasta convertirse en
la amalgama de escenarios que es hoy.
Actualmente, el barrio está dividido en pequeñas zonas que han ido respondiendo a las
condiciones de deterioro del centro de la ciudad. En la avenida Caracas se consolidan las
ventas de repuestos, cascos, chalecos y todo tipo de productos para motos; en la calle 18 se
encuentran los hoteles que hospedan a los conductores de camión; la calle 17 es la de los
expendios de droga e inquilinatos y la 14 y 16 de las más tradicionales donde todavía viven
algunos de sus antiguos habitantes.
De esta forma el sector fue adquiriendo las mismas características de sus vecinos. La
suciedad, el deterioro y la inseguridad se hicieron comunes hasta consolidarse como un
lugar inexistente, no sólo a la mirada de los transeúntes, sino a la de las autoridades quienes
saben de sobra que en sus calles funcionan 17 de los expendios de droga más grandes de la
capital, o que en los viejos edificios se hacinan los habitantes de calle o incluso que en las
antiguas casas republicanas adecuadas como inquilinatos se esconden los delincuentes más
buscados de la capital. Así su estética a francesada cuya belleza queda oculta ante el
deterioro tanto social como patrimonial del sector.
En estas calles los antiguos edificios, únicos en su arquitectura y belleza, quedaron, al azar.
Muchos se encuentran en estado deterioro, próximos a derrumbarse, como es el caso del
Edificio Manuel M. Peraza y del Teatro San Jorge, cuyas fachadas esconden edificaciones
en ruinas. Para subrayar este destino de marginalidad, las autoridades distritales, al no tener
dónde reubicar a los desplazados que llevaban más de dos meses viviendo en el Parque
Tercer Milenio y la Plaza de Bolívar, los acomodaron en una antigua edificación que hace
años funcionó como bodega de la compañía de cementos Samper.
Reconocer estos espacios fue un trabajo que me llevó días enteros de acercamientos con la
comunidad, reuniones, charlas y recorridos por el barrio en los que logré identificar sus
calles, límites y zonas prohibidas. En esos primeros meses de investigación me dediqué a
trazar mapas mentales de la zona, que posteriormente me ayudaron para entender sus
dinámicas. Las primeras visitas fueron de reconocimiento, observación y agudeza de los
sentidos, con el fin de poder captar en mi mente aquel misterioso lugar en el que se
entretejieron tantas historias del siglo XX, pero que a la vista desprevenida se convierte en
uno de los tantos barrios deteriorados del centro.
Durante el desarrollo de estas crónicas pudo más mi deseo por narrar sus historias y
descubrir sus antiguos espacios que el miedo que en ocasiones me causaron sus calles. Con
el tiempo terminé sintiéndome parte de este lugar tan distinto a la ciudad que yo siempre
había conocido. Desde mi primera visita percibí la magia de la vida que tuvo lugar allí
antes. En sus antiguas estructuras sentía como a pesar del paso del tiempo permanecían las
huellas de una vida pasada representadas en amplias chimeneas, escaleras, adornos en yeso,
lámparas y todo tipo de artefactos que les pertenecieron a sus primeros habitantes.
Me sentí parte de ese lugar, conocedora de un secreto que debía divulgar a como diera lugar
para que otros también lo descubrieran. En mí surgió una necesidad por recuperar su
historia y denunciar su terrible decadencia. En este sentido, la crónica se convirtió en el
vehículo perfecto para construir mis relatos, algunos descriptivos, otros con tono de
denuncia y otros más históricos. Mi único fin fue sensibilizar, por medio del lenguaje, a
otros lectores frente a este deteriorado espacio, abrir esa puerta que yo había descubierto y
tal vez llegar a generar algún cambio.
Durante este proceso, la fotografía fue mí aliado clave para sustentar que esas narraciones,
que a veces parecen relatos traídos de la ficción, no son más que la radiografía de un sector
de la ciudad con graves problemas sociales. Esas ansias por recolectar información y
conocer la realidad me llevaron a recurrir a todo tipo de estrategias para poder ver esas
zonas de miseria y registrarlas en mi mente. Fue así como logré ingresar a los inquilinatos,
expendios de droga y albergues de los habitantes de calle.
En esos momentos, la adrenalina y la fascinación por poder recolectar la mayor
información posible me hacían olvidar de que quizá estaba pisando uno de los escenarios
más peligrosos de la ciudad. Era solamente hasta cuando llegaba a mi casa o cuando
compartía con un amigo mis aventuras, que me daba cuenta de la proeza que había
cometido armada solamente con mi cámara fotográfica y mi diminuta grabadora de
periodista.
Hubo también momentos difíciles, situaciones que rodaron en mi cabeza por noches, como
cuando vi a seis familias de indígenas emberas viviendo en las más terribles condiciones de
hacinamiento, cuando presencié como los habitantes de calle dormían entre sus heces o
cuando los desplazados que viven en el albergue de La Favorita, en medio de llanto,
compartieron sus historias de destierro conmigo.
Mi decepción fue mayor al buscar respuesta de las autoridades frente a estas situaciones y
darme cuenta de que no había nada que hacer, de que La Favorita es el barrio de los
ciudadanos sin nombre, donde todo es permitido, donde parece como si sus habitantes se
convierten en sombras, en escorias de la urbe.
En medio del desolador panorama también me topé con antiguos habitantes del sector,
hombres y mujeres de cabellos blancos que jamás se rehusaron a contestar mi llamado. En
nuestros encuentros rememoramos esos días en que La Favorita era otra, cuando ellos
llegaron al barrio de los burgueses criollos, cuando podían transitar por sus calles sin temor
a toparse con un mendigo o con el perturbante sonido de los motorizados.
Espero que este trabajo de grado, del cual algunas partes ya se han publicado en el
periódico El Espectador y la Revista Directo Bogotá, sea un aporte para la reconstrucción
de la memoria de la Bogotá del siglo XX, y un acopio de documentos, fuentes y fotografías
de utilidad para los próximos investigadores. Mi gran anhelo es ver este documento
periodístico convertido en una publicación, que estoy segura suplirá los vacíos
documentales que existen en torno este sector de la ciudad, pues actualmente no se
encuentra bibliografía especializada de La Favorita en los archivos históricos, paginas de
internet y bibliotecas.
Después de más de un año de internarme en La Favorita puedo decir que este barrio es un
claro ejemplo de las consecuencias de la modernidad de la ciudad, la falta de políticas
urbanas claras encaminadas a la recuperación de esas primeras zonas que fueron el
escenario de la vida santafereña y la desidia de las autoridades para tomar el control de la
zona y solucionar sus problemáticas sociales. Es el espacio de los imaginarios, de lo
invisible, de los habitantes sin nombre, de la tradición. Un barrio céntrico que pide a gritos
ser recuperado, volver a ser parte de la memoria de los bogotanos y cuyo futuro depende de
la puesta en marcha de políticas distritales concretas, como el Plan Centro, para que este
vuelva a ser el barrio favorito de los bogotanos.
Bibliografía
BIBLIOGRAFÍA