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Historia de Una Maga Negra PDF
Historia de Una Maga Negra PDF
Mabel Collins
EDITORIAL HIPERBÓREA
LA FLOR Y EL
FRUTO
(HISTORIA DE UNA MAGA NEGRA)
Mabel Collins
Hiperbórea
© 2011 Bubok Publishing S.L.
© 2011 Editorial Hiperbórea
1ª Edición 2011
ISBN: 978-84- 615-0544-9
ÍNDICE
ÍNDICE ................................................................................................ 3
PREFACIO ......................................................................................... 6
INTRODUCCIÓN .............................................................................. 8
CAPITULO I .................................................................................... 25
CAPITULO II ................................................................................... 37
CAPITULO III ................................................................................. 48
CAPITULO IV.................................................................................. 63
CAPITULO V ................................................................................... 74
CAPITULO VI.................................................................................. 88
CAPITULO VII .............................................................................. 118
CAPITULO VIII ............................................................................ 128
CAPITULO IX................................................................................ 139
CAPITULO X ................................................................................. 150
CAPITULO XI................................................................................ 160
CAPITULO XII .............................................................................. 178
CAPITULO XIII ............................................................................ 190
CAPITULO XIV ............................................................................. 198
CAPITULO XV .............................................................................. 214
CAPITULO XVI ............................................................................. 224
CAPITULO XVII ........................................................................... 241
3
CAPITULO XVIII.......................................................................... 253
CAPITULO XIX ............................................................................. 265
CAPITULO XX .............................................................................. 277
CAPITULO XXI ............................................................................. 291
CAPITULO XXII ........................................................................... 304
CAPITULO XXIII.......................................................................... 315
CAPITULO XXIV .......................................................................... 322
CAPITULO XXV ........................................................................... 334
CAPITULO XXVI .......................................................................... 341
CAPITULO XXVII ........................................................................ 348
CAPITULO XXVIII ....................................................................... 354
CAPITULO XXIX .......................................................................... 356
CAPITULO XXX ........................................................................... 364
CAPITULO XXXI .......................................................................... 377
CAPITULO XXXII ........................................................................ 385
CAPITULO XXXIII ....................................................................... 394
CAPITULO XXXIV ....................................................................... 403
CAPITULO XXXV ........................................................................ 407
EPILOGO ....................................................................................... 420
NOTAS EDICIÓN .......................................................................... 421
4
Esta extraña historia ha llegado a nosotros de
una remota comarca y de una manera misteriosa;
no pretendemos ser otra cosa que meros
narradores. Y sólo en este sentido
responderemos ante el público y la crítica. Si
bien, de antemano, nos atrevemos a solicitar un
favor de nuestros lectores, y es que acepten como
un hecho, mientras lean esta historia, la teoría de
la reencarnación de las almas.
Mabel Collins
PREFACIO
Este libro ha sido titulado «Historia de una maga negra»,
porque en él se narran las luchas y los errores de una extraña
mujer que, habiendo sido maga negra, se esforzó, sin embargo,
grande pero ciegamente, en pertenecer a la Hermandad de la
Magia Blanca, estudiando y practicando el bien en lugar del
mal. Fleta, la heroína de esa lucha, quien en su inmediata
encarnación anterior adquirió por sí misma poderes egoístas,
se convirtió en una maga negra, empleando practicas ocultas
en provecho propio, para fines egoístas. La veremos en el primer
capítulo esforzándose en atraer hacia ella, por medio de sus
artes, al compañero de muchas de sus pasadas vidas… Y lo
hace porque así le atrae a la vez bajo la influencia de Iván
quien, perteneciendo a la Blanca Hermandad, había tendido
hacia ella su mano llena de profunda compasión. Su objetivo al
comenzar su gran obra ocultista es salvar a los demás,
especialmente a aquellos a quienes ella injuriara en otros
tiempos. ¡Pero por qué terribles experiencias atraviesa ella y
los que la rodean en sus tentativas! La veremos caer en sus
antiguas prácticas negras y en el uso de sus antiguos poderes,
como veremos a Horacio arrastrado por sus sentidos y sus
pasiones. Fleta olvida que la flor del Loto no puede florecer
sino en el propio espíritu; pero, lector, no juzgues a Fleta; no
6
juzgues sus relaciones con la Blanca Hermandad, mientras no
hayas presenciado el término de su agitada vida, en tanto no
hayas oído el eco de la voz de Iván, cuando dice: «Entra»
7
INTRODUCCIÓN
Conteniendo dos tristes
vidas sobre la tierra y los
dulces ensueños en el
cielo…
UNA «VIDA»
8
belleza y en la natural majestad de sus formas, virginales en sí
mismas por la raza a que pertenecen, inculta, indómita, no
degradada. En el semblante sublimemente natural de esta
criatura se vislumbran los latidos de una inmensa tragedia. Su
espíritu, su pensamiento, luchan por despertar. Acaba de
cometer una acción que antes le pareciera completamente
sencilla y natural, y que ahora hace surgir la perplejidad y la
confusión en su oscuro espíritu. Vagando de una a otra parte
bajo las espléndidas masas de florecidos árboles, se esfuerza en
vano por explicarse la misma pregunta. Mas, nada comprende,
sin embargo, y vuelve de nuevo a contemplar su obra.
10
pudiera contestarla? ¿Cuánto tiempo transcurriría antes de
poder ser oída la respuesta?
***
Las florecillas del albaricoque han caído y en su lugar ha
nacido el fruto; cayeron las hojas también, los árboles están
desnudos. En lo alto el cielo está gris y turbulento, la tierra
húmeda, blanda, alfombrada con las hojas caídas… Ha
cambiado el aspecto de aquel sitio, pero el sitio es el mismo; ha
cambiado el rostro y la forma de la mujer, pero también es la
misma. De nuevo está sola en el huerto silvestre, vagando
instintivamente por el sitio donde muriera su primer adorador.
Lo ha encontrado. ¿Qué hay ya de él allí? Unos cuantos
huesos aún reunidos; un esqueleto. Los ojos de la joven, fijos,
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dilatados, terribles, devoran aquel espectáculo. El horror aflige
por último su alma. ¡Esto es todo lo que queda de aquel joven
amante que murió por su mano: unos blancos huesos que
yacen en orden espantoso! Y sus largos y ardorosos días y las
ardientes noches de su vida, han sido dados a un tirano que no
ha recogido satisfacción y alegría de su sumisión; a un tirano
que aún no ha aprendido ni siquiera la diferencia entre mujer
y mujer; un tirano para quien todas eran indistintamente
meros seres salvajes, criaturas dignas de ser perseguidas y
conquistadas. En su tétrico corazón un extraño y confuso
problema surge. Ella volvía de este cementerio de otros
tiempos y volvía a someterse a su esclavitud. A través de los
años de su vida espera y se asombra mirando confusamente la
vida que la rodea. ¿No vendrá alguna respuesta a su espíritu?
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DESPUÉS DEL SUEÑO, DESPERTANDO
14
UNA VIDA
15
En este momento una voz dice a su lado:
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–Créeme, dice; no soy como tu padre, no soy un salvaje.
Cuando seas mi pequeña mujer te querré mucho más que a mí
mismo. Serás mi alma, mi norte, mi estrella, te escudaré como
escudo mi alma dentro de mi cuerpo; te seguiré como a mi
guía; te contemplaré como a una estrella en el firmamento.
Seguramente podrás confiarte a mi amor.
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miraba ardientemente atrás observando cómo desaparecía el
antiguo Palacio, aquel Palacio en cuyas gradas bañadas por la
luz del sol había pasado su vida de niña. Ahora comprendía
que todo aquello había concluido, que en adelante todo
cambiaría aunque no le importaba cómo ni en qué forma dada
la extraña confianza con que había aceptado a su joven
compañero. No dejaba éste de intrigarla confusamente. Y, sin
embargo, ¿cómo podía dejar de tener confianza en aquel joven
a quien había conocido mucho tiempo atrás, cuyo amor y vida
había arrojado bajo los silvestres frutales y cuya firmeza
amorosa había visto después cuando su alma estaba al lado de
la suya?
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la terrible respuesta que había de tener su penosa, íntima,
secreta interrogación.
***
Un profundísimo sueño
de reposo, un más vigoroso
despertar.
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parecía ser más fácil ayudada de aquel probado compañero;
con la proximidad de aquel que estaba escalando el mismo
escarpado sendero de la vida.
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CAPITULO I
Hay en los bailes de máscaras una atmósfera de aventuras
que atrae a los osados de ambos sexos, a los brillantes e
ingeniosos espiritas, Horacio Estanol reunía las condiciones
precisas para ser el héroe de una de estas brillantes fiestas. Era
un hermoso joven de rostro bellísimo y ojos profundamente
tristes. Su rostro en reposo, no dejaba de resultar en cierto
modo afeminado por su blancura, más la fría brillantez de su
sonrisa y el especial ligero escepticismo que latía en su
conversación, le daban un aspecto completamente distinto. No
había, sin embargo, razón que explicara el escepticismo de
Horacio, harto natural por otra parte para que pudiera
suponérselo adoptado por afectación o por moda. El origen de
aquella innecesaria frialdad e indiferencia estaba dentro de él
mismo.
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Horacio a la facultad de la improvisación una voz llena y suave
y unas dotes musicales y poéticas sorprendentes. Horacio era
admirado por sus amigos, aunque poco querido y, a decir
verdad, casi odiado por su única allegada próxima: su madre.
Se hallaba en aquel momento ésta a su lado, dirigiéndose a un
grupo que se había formado a su alrededor. Era Madame
Estanol una de las mujeres de más talento de aquella época, y
como aún era hermosa y de encantadora arrogancia, había
reunido a su alrededor una verdadera corte. Su aversión hacia
Horacio se fundaba en la idea que tenía de su carácter. A una
de sus amigas íntimas haba dicho: «Horacio deshonrará su
nombre y su familia antes de que un hilo gris se haya mezclado
a sus oscuros cabellos. Reúne las cualidades que atraen la
desesperación y aseguran el remordimiento. Dios me
perdonará, seguramente, esto que digo de mi hijo; pero lo veo
ante mí. Veo un abismo al cual me arrastrará con él; y espero
la caída todos los días.»
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Había entre aquellos salones uno pequeño, cuya puerta se
abría en aquella misma estancia en que estaban. Era tan
pequeño, que sólo contenía una mesa cubierta de flores, un
pequeño diván y una butaca. El alegre grupo que rodeaba a
Horacio convirtió inmediatamente aquel salón en el santuario
de la profetisa. Bajaron y suavizaron la luz, corrieron las
persianas y cerraron con llave todas las puertas excepto una,
en la que fue colocado un guardián que admitiría de mal modo
y uno por uno a los que fueran suficientemente afortunados
para hablar a solas con la sibila. Esta sólo quería ver a algunos
de los convidados que ella misma elegía de entre la multitud,
describiendo su aspecto y vestido al guardián del santuario.
Eran casi siempre distinguidas señoras. Entraban riendo, casi
provocadoras. Mas, después, salían pálidas unas, sonrojadas
otras, algunas temblorosas, algunas con lágrimas en los ojos.
«¿Quién podrá ser?», se preguntaban aterradas las unas a las
otras. Y demostraban así que la adivina penetrara en sus
corazones, y descubriera sus más secretos pensamientos.
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–Seguramente, señora –dijo él–, nosotros nos hemos
encontrado antes.
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–No os conozco –contestó él–, aunque en verdad me
extraña cómo haya podido vivir hasta ahora sin conoceros.
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La Princesa, sonriendo, volvió sobre él sus maravillosos
ojos.
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amigos verdaderos. Anoche he soñado que había de encontrar
aquí un verdadero amigo. ¿Os interesan estas espirituales
investigaciones?
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su amiga, con cortesía. Madame Estanol apenas pudo
disimular su sorpresa al conocer la excelsa jerarquía que había
estado oculta, durante aquella noche, bajo el disfraz de
adivinadora.
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–Venid –dijo–, y os enseñaré mi laboratorio. Jamás nadie
de esta casa penetró en él; si dijerais en la ciudad que habíais
atravesado sus umbrales, seríais asediado a preguntas. Cuidad,
pues, de no decir nada.
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sombreados, el pelo de apariencia humana. Horacio
permanecía en el umbral sin resolución para avanzar, a causa
de la fascinación que aquella forma ejercía sobre él.
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Horacio se dispuso entonces a objetar superficialmente.
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que no han sido vistos por más ojos que los míos. ¿Quisierais
verlos, verdad? No lo afirméis, sin embargo, precipitadamente.
Obtener el dominio de tales criados representa un largo y
penoso aprendizaje. Si no les domináis, no podréis verme a
menudo. Os odiarán si permanecéis mucho tiempo junto a mí
y su odio sobrepujará a vuestro poder de resistencia.
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sepa que lo he traído aquí. Me figuro que se extrañará de
veros aún vivo.
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Siguió un breve silencio. Horacio miró de nuevo a la pared
esperando, sin duda, encontrar grabado allí su pensamiento.
Mas las figuras en aquel momento recuperaban su primitiva
disposición. El perfume se extinguía en el ambiente.
43
La estrecha puerta estaba entre un espeso y florecido seto
de arbustos. Cuando salió volvió la cabeza. La Princesa se
apoyaba en el umbral, cuyas flores formaban en torno suyo un
marco magnífico. Desde allí le tendió su mano. La majestuosa
presencia de aquella mujer le trastornaba. Por un momento
perdió la noción del abismo que le separaba de ella.
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aquella criatura que amaba? No acertaba a comprenderlo.
Sólo sabía que estaba locamente enamorado.
***
Un deseo irresistible le arrastraba todos los días por aquel
camino bordeado de setos florecientes hacia la casa del jardín.
Pero tan sólo algunas veces tenía el valor suficiente para entrar
en ella. Las más de las veces sólo se atrevía a detenerse ante la
estrecha puerta rodeada de flores, a través de la cual miraba
ardientemente. La primera vez, después de aquella visita en la
que encontrara su secreto escrito ante su vista, descubrió a la
Princesa al otro lado de la puerta. Le tendió la mano
diciéndole:
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Inmediata a la perfumadora vasija y en un pequeño asiento
había una figura: la de una hermosa mujer. Una extraña
mezcla de emociones se apoderó de Horacio. ¿No era, acaso,
aquella figura la de la mujer que vio en aquel mismo sitio la
primera vez que penetró en él? Sin embargo, a poco que fijó
su atención reconoció a… ¡su propia madre! Se lanzó hacia
ella y vio que estaba sin vida. Entonces, horrorizado y con la
cólera en la mirada, volviese hacia la Princesa exclamando:
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Durante unos momentos permanecieron al lado de la
llameante vasija de los perfumes. Horacio, de pronto exclamó:
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CAPITULO III
En la ciudad, en la capilla de la gran Catedral, diariamente
un monje acostumbraba a dar consejos a quien se los pedía.
Horacio acudió a él poco tiempo después. Hacía algunos días
que no veía a la Princesa. Su espíritu desorientado vagaba de
una idea en otra. En su pasión, la mujer hermosa le atraía,
pero el horror por la maga le hacía retroceder. Acudió, pues, a
la Catedral dispuesto a revelar al monje todas sus penas.
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un corazón sensible a los sentimientos religiosos animase a
aquella maga que él recordaba haber visto en el laboratorio.
Tal vez aquella mujer extraña usaba sus poderes
generosamente y para hacer el bien. Desde aquel momento
comenzó, pues, a verla de otro modo y a rendirla culto, tanto
por su bondad como por sus atractivos. Su corazón latía de
gozo al imaginar que todo en ella, cuerpo y alma eran
hermosos. Entonces se incorporó, e iba a seguirla cuando se
cruzó con el Padre Amyot que, atravesando lentamente la
amplia nave y sin fijarse en nada, se arrojó en el suelo cuan
largo era. Horacio observó entonces que el monje vestía una
larga túnica de burdo paño negro, atada a la cintura con una
cuerda y que una capucha del mismo paño cubría sus cabellos.
Parecía un esqueleto, tal era su aspecto demacrado. Su rostro
descansaba de lado sobre la piedra. En su abstracción, parecía
inconsciente y sus ojos, sus abiertos ojos azules, Llenos de una,
profunda y mística nostalgia, parecían que dejaban asomar las
lágrimas. El corazón de Horacio latió ante tal melancolía, Una
cuerda sensible de su naturaleza vibró intensamente, y
contemplando por algunos momentos aquella figura postrada,
después de inclinarse profundamente, abandonó la iglesia.
***
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Fuera ya, el alazán de la Princesa le aguardaba. Era ésta
una infatigable y valiente amazona que pocas veces entraba en
la ciudad sin ir a caballo, con gran asombro de la generalidad
de las damas de la corte, muy amigas de pasear en coche para
lucir sus trajes; Fleta carecía de estas vanidades. Pocas
mujeres de su edad hubieran adoptado el antiestético traje de
adivinadora con que se presentó en la recepción de la señora
de Estanol. Para ella la belleza y apariencia eran cosas de
escasa importancia. Se presentaba no pocas veces en el paseo
público donde lucia hermosas vestiduras, con su sencillo traje
de amazona, mientras un criado paseaba su caballo. Así la vio
Horacio, así la observó desde cierta distancia, incapaz de
acercarse a ella, e intimidado por la presencia de tanto
personaje. Fleta lo descubrió, sin embargo, y se le acercó
desembarazadamente.
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–¿Creéis que no agradaría a cualquiera de estos que os
contemplan penetrar en él?
51
–Será preciso que nos alejemos de aquí –dijo–. En el campo
sois un verdadero apasionado, aquí sois un escéptico.
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espléndida y alegre luz del sol, iluminando sus majestuosos
movimientos, le hacían aparecer ante los ojos de Horacio
semejante a una antigua sacerdotisa. La reciente visita a la
Catedral acudió a la mente de éste y nuevamente hubo de
preguntarse: ¿aquella figura que le pareciera de aspecto casi
religioso, podía ser una cultivadora de las ciencias mágicas?
Nuevamente, pensando en estas cosas, cayó en su antiguo
estado de ánimo. Estaba dispuesto a prestarle su antigua
adoración.
55
–No sabéis quien sois –le decía–, y es de sentir, porque así
la vida es más triste. Pero poco a poco lo llegaréis a saber si lo
deseáis. Y ahora veamos otra muy diferente página de la vida.
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–Tal vez no –contestó Horacio–. Puede ser que seáis falsa
de corazón. Y, sin embargo, tal y como me hallo, comprendo
que aunque me traicionarais dentro de poco, aunque me
arrancarías mi libertad y mi vida, amaría hasta vuestra propia
traición.
57
incienso y por las extrañas escenas que habían tenido lugar
ante sus ojos. Apenas se daba cuenta de cuál de las
personalidades de Fleta era la que contemplaba. Lo que sin
embargo no dudaba era de que la amaba a pesar de todas.
Cada momento que pasaba a su lado la adoraba más
ciegamente y su desconfianza impedía cada vez menos el
apasionado goce de su intimidad.
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una ligera sacudida nerviosa. Las sombras se esparcieron
inmediatamente por el escenario y un momento después la
ilusión se había desvanecido y el sólido muro aparecía
nuevamente ante Horacio. Tanto se había acostumbrado a
contemplar el maravilloso interior de este cuarto, que no se
detuvo ante esta nueva circunstancia. Siguió a Fleta, según
ella se dirigía hacia la puerta, e intentó atraer su atención.
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–¡Ah! –dijo entonces ella–. ¡Cuán dolorosamente busco un
compañero!
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sufrió jamás; hería su vanidad, que era más delicada aun que
su corazón.
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ella. Tales eran sus pensamientos en tanto se alejaba. ¡Ah, si
hubiera podido ver a Fleta!
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CAPITULO IV
El Padre Amyot envió, a la mañana siguiente, un recado
rogando a Horacio que viniera. Éste acudió inmediatamente
perplejo ante lo inexplicable de aquel aviso. Se dirigió sin
titubear a la Catedral, donde esperaba encontrar al asceta.
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Así lo parecía. El nombre de la Princesa fue el primero que
salió de sus silenciosos labios.
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–Querréis saber el motivo de vuestro viaje –dijo–, más debo
advertiros que esto es imposible. La Princesa ha decidido no
informar a nadie respecto a este punto.
–A nadie.
–Acompañaré a la Princesa.
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aún siendo tan poco sentida su oración. Horacio había sido
educado desde su infancia en todos los usos y costumbres del
devoto católico griego.
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–Sí –contestó Fleta sencillamente–. Tenía un recado mío
para vos. ¿Queréis encargaros de un trabajo fatigoso para
quien tan poco acostumbrado esta a pasarlos?
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–Así sea –dijo la Princesa acompañando sus palabras de
una sonrisa llena de frescura–. Estad presto mañana a medio
día. Por la mañana recibiréis la indicación del punto en que me
habréis de encontrar.
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–¡Qué no os amo! –exclamó Horacio lleno de asombro,
como si aquellas palabras le hubieran privado de
conocimiento.
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y es más, parecía ver en la Princesa algo a modo de
bienhechora diosa que la buena fortuna colocara en su camino.
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CAPITULO V
Se dice que las aventuras son dulces para los jóvenes. De
ser así Horacio debió encontrar el colmo del placer ante tantas
y tan extraordinarias como se le presentaron. Durante los
varios días que siguieron a su partida apenas transcurrió una
hora sin que algún acontecimiento grande ocurriera. No se ha
de decir que estuvo pronto a la hora indicada por Fleta y
preparado para cualquier contingencia posible. Pensando que
tendrían que subir a montañas durante el viaje y conociendo la
anti aristocrática repugnancia de la Princesa por las cosas
superfluas, redujo lo más que pudo su equipaje.
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recibirla inmediatamente y una vez en su poder la abrió. «¡Un
renglón tan sólo! ¡Y sin firma!»
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El coche rodaba con gran velocidad. Estaba tirado por
cuatro hermosos caballos rusos y conducido por los propios
postillones de la Princesa, acostumbrados a las maneras de
ésta, y a las grandes velocidades que encantaban su intrépido
espíritu de amazona. Inteligente y aficionada a los animales,
eran siempre los suyos los mejores de la ciudad.
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Durante toda la tarde caminó el coche sin hacer apenas un
alto. El tiempo transcurría sin que se pronunciasen sino
insignificantes palabras. Para Horacio, sin embargo,
transcurría rápidamente. La mera idea de su nueva posición
era suficiente para abstraerlo. ¡Permanecer junto a Fleta,
contemplando durante tanto tiempo seguido su misterioso
rostro! ¡Oh, aquello era suficiente para llenar su anhelante
espíritu! Fleta misma parecía abismada en profundos
pensamientos. Permanecía silenciosa dejando caer su mirada
sobre el variable paisaje, mientras su espíritu vagaba quién
sabe por qué remota región. En cuanto al Padre Arnyot, su
mirada permanecía clavada sobre un pequeño crucifijo que
parecía escondido entre sus entrelazadas manos y en sus labios
parecía vagar de vez en cuando alguna plegaria. Toda su
austera expresión no parecía indicar sino la secreta
contemplación de un interior mundo divino.
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desenganchados. Fleta se internó por una de las puertas
laterales seguida de sus dos compañeros.
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–Los caballos están fatigados –respondió el Padre Amyot,
hablando por primera vez desde que saliera de la ciudad.
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frecuentadores de la casa, se reunían aglomerados, bebiendo,
charlando y cantando. Su presencia resultaba horrible para
Horacio, acostumbrado a susceptibilidades. Fleta, en cambio,
parecía tan indiferente a toda aquella algazara como al olor del
pésimo tabaco; más bien parecía que no se daba cuenta de
ninguna de aquellas cosas, abstraída en sus propios
pensamientos. Permanecía sentada con la cabeza apoyada en
su mano, contemplando el fuego y en una tan graciosa y
perfecta actitud que parecía un extraordinario objeto de
exquisito arte, colocado entre los más groseros objetos de la
vida vulgar. Resultaba más hermosa que nunca por el
contraste y, sin embargo, aquella incongruencia resultaba
dolorosa para Horacio.
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respiraba con ansia mientras extendía su mirada por el
horizonte. La comarca en la que se habían detenido era en
extremo pintoresca y en aquellos momentos aparecía revestida
de su más fascinadora apariencia. Una sensación de grato
deleite llenó su alma, la inquietud de la pasada noche se había
disipado y ahora se encontraba alegre y lleno de juventud y de
fuerza. Salió, pues, y paseó fuera de la casa abandonando el
camino e internándose por entre las hierbas salpicadas de
fresco roco. Había un arroyo en el valle en el que determinó
bañarse.
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pues, en la umbría espesura, agradándole el contraste que con
ella ofrecía la luz del sol de aquella mañana.
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Pero nada más justo que paguéis en alguna forma este
instrumento. No puedo adoraros únicamente a vuestros pies.
Fleta, habéis de entregaros a mí, completamente,
absolutamente. Casaos con el hombre a quien habéis sido
prometida si deseáis ser reina, más concededme vuestro amor,
vuestro amor único. ¡Oh Fleta, Princesa encantadora, no
podéis rechazarme!
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CAPITULO VI
Aquel día la jornada comenzó muy temprano y se prolongó
bastante. Tan sólo dos veces se detuvieron brevemente con
objeto de proporcionar alimento a los caballos. Por la tarde
entraron en la parte más desierta de aquel bosque de que se
vanagloriaba el país. El Palacio de caza del Rey estaba allí,
pero mucho más lejos de aquella salvaje región que
atravesaban. Horacio no había estado jamás en aquellos
lugares a los que muy pocas gentes de la ciudad se
aproximaban excepto las que formaban parte de la comitiva
del Rey. De esta región salvaje apenas se conocía nada
positivamente y el espíritu aventurero de Horacio se llenaba
de regocijo al observar que aquella jornada les obligaba a
cruzar tan despoblada comarca. Su curiosidad por conocer el
objeto del viaje se había aminorado, ante las distintas
sensaciones por que estaba atravesando, suficientes por sí
solas para procurar su atención. Por otra parte, se daba cuenta
del gran abismo que se había abierto entre la Princesa y él y
conocía que ésta le era superior por todos conceptos. Conocía
también que estaba separado de ella no sólo por su distinta
posición ante la sociedad, sino por algo más, por la distancia
de sus pensamientos, más determinada aún en aquella ocasión.
Se sintió feliz, sin embargo, cuando una mirada de la Princesa
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penetró profundamente en sus ojos, y casi electrizado cuando
la delicada mano de la Princesa se posó suavemente sobre la
suya con una dulce languidez que él sólo comprendía. ¡Ah,
cuán dulce esa secreta comprensión que separa a los amantes
del resto del mundo! ¡Qué extraña, asimismo, esa avasalladora
sensación de simpatía que parece rayar con la suprema
inteligencia, y que permite a cada uno leer en el corazón de su
amante! ¡Caros momentos esos en los que toda la vida fuera
del círculo del amor es tenebrosa y oscura, y dentro de él,
grande, fuerte y suave! Horacio se reconocía supremamente
feliz ante la simple idea de encontrarse al lado de la mujer
amada. En la actualidad, habiendo solicitado amar y no
habiendo sido rechazada su súplica, nada podía haber para él
de una felicidad semejante. Permanecía indiferente ante las
asperezas y ante los peligros probables de la jornada, porque
iba atravesando peligros que hubieran tal vez preocupado a
otro espíritu más intrépido; se hubiera considerado dichoso
sufriendo y aún muriendo con tal de compartir todas aquellas
sensaciones con Fleta. No podía compartir toda la vida de ella,
pero Fleta podía compartir y disponer de toda la suya. Cuando
un hombre llega a esta situación, cuando le complace un tal
estado de cosas entre él y la mujer que adora, puede decirse
que está verdaderamente enamorado.
89
***
Era muy entrada la noche cuando terminó aquella jornada
y los caballos se hallaban fatigados. Mas era preciso llegar
hasta cierto lugar, y los postillones les hicieron aún avanzar.
Fleta pareció manifestar alguna ansiedad, levantándose
frecuentemente para observar por las ventanas del carruaje, y
una o dos veces preguntó a los postillones si estaban seguros
de no haberse extraviado en el camino. Estos respondieron
afirmativamente, con sorpresa de Horacio, para quien
resultaba esto incomprensible después de haber estado
durante largo tiempo atravesando confusos e intrincados
senderos llenos de hierba, imposibles de distinguir entre sí.
Pero los que guiaban tenían sin duda señales que sólo ellos
podían distinguir, o conocían perfectamente su camino; al fin
se detuvieron. Entonces vio que estaban ante una puerta
inmediata al camino, una puerta lo suficientemente ancha para
poder entrar en coche por ella, pero de muy sencilla
construcción. Parecía, por su aspecto, colocada para defender
alguna plantación de árboles o cosa semejante y cerraba un
rústico vallado casi enteramente oculto por espesas matas de
arbustos salvajes. La Princesa Fleta sacó un pequeño silbato
que hizo sonar con agudas notas. Después aguardaron. A
Horacio le pareció que esperaban mucho tiempo, aunque lo
90
que experimentaba era más bien extrañeza a causa de los
misterioso de la noche, de aquel silencio profundo y de toda la
originalidad de la escena. Estaba interesado, por vez primera
desde que salieran, sobre lo que iba a suceder; y lo que sucedió
fue que se oyeron algunos pasos y los ecos de una risa, y que
inmediatamente dos figuras aparecieron en la puerta: una la de
un hombre alto y otra la de una joven y esbelta muchacha.
Cuando la puerta se abrió por completo, la joven se dirigió
rápidamente hacia el carruaje y abrazó a Fleta con el mayor
entusiasmo y deleite. Horacio no comprendía nada de lo que
sucedía, si bien en breve había traspasado los umbrales de la
puerta con todos los que formaban aquel extraño grupo. Una
vez en la casa, el hombre alto se dirigió hacia el interior
seguido de la muchacha, mientras Horacio caminaba al lado de
la Princesa. La luna iluminaba entonces plenamente el
hermoso rostro de ésta y Horacio pudo contemplar en él una
alegría y una inusitada expresión de felicidad; sus labios
reflejaban la sonrisa de sus propios pensamientos. Tal súbita
alegría de Fleta hizo saltar de gozo el corazón de Horacio.
Tanta satisfacción no podía ser ocasionada por la presencia de
sus amigos, porque éstos se habían adelantado dejándoles
solos.
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–¡Fleta, Princesa mía! No, Fleta mía –dijo–. ¿Estáis
contenta por estar a mi lado?
–Sí, estoy contenta por estar con vos, pero yo no soy Fleta.
–¡Oh, si! –dijo él–. Esto es vida; cuando uno ama puede
vivir en cualquier parte.
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–Pero ¿no decíais esta mañana que me amabais? –exclamó
desesperadamente Horacio.
93
siguiente. Reina la perfecta novedad en los menús y todos son
siempre buenos. ¿No os parece extraordinario?¿Y los vinos?
¡Cielo santo, qué bodegas las de nuestro santo padre! No
podría bendecir de corazón a nadie más que a los padres ha
largo tiempo fallecidos, que fundaron esta orden e instituyeron
semejantes comodidades.
94
–¡Vaya una pregunta cándida! Pues porque Fleta me ha
dicho todo lo que os relaciona. ¿No habíais oído decir que la
Princesa tenia una hermana de leche tan igual a ella que nadie
podría distinguirlas? ¿No habéis oído decir que la madre de
Fleta era rubia, poco despejada y fea, y que la Princesa no se
parecía a nadie de su familia? ¡Ah, Horacio; vos que acabáis
de llegar de la ciudad no sabéis estas cosas!
–¡Bien! ¿De modo que aún seguís creyendo que soy Fleta?
–dijo la joven–. ¡No sabéis qué felices días he pasado, cuando
Fleta me dejaba en otros tiempos jugar a la princesa en la
ciudad! ¡Cuán extraño, encantador y delicioso encontraban
los hombres entonces su carácter! Más, cuando aquel humor
se disipaba, de nuevo se sentían dominados y les imponía
respeto dirigirse a ella. Pero… ¡Entrad! ¡Estoy sin comer hace
tiempo y me hallo desfallecida!
95
llenos de plantas esparcían por la atmósfera penetrantes
aromas. Unos leños ardían en el ancho hogar, ante el cual, con
su traje de amazona, con aquel mismo traje usado durante el
viaje, permanecía Fleta.
Sí, Fleta.
96
Horacio permanecía incapaz de hablar e incapaz de pensar
y de comprender. Ante él se encontraban dos muchachas y las
dos eran… ¡Fleta! Tan sólo por la diferencia en la expresión
podía encontrarse entre una y otra cierta discrepancia. Una de
ellas le dirigió la más coqueta y encantadora de las miradas,
mientras se dirigía hacia su grave hermana. Entonces pudo
sentir cuán esencialmente distintas eran las dos. Pero estando
juntas una al lado de otra, cuando Fleta decía «mi pequeña
hermana» no había exteriormente diferencia alguna. Edina era
tan alta y tan hermosa. ¡Eran iguales en todo!
97
Este se quedó solo, en aquel mismo sitio, sin acción y sin
pensamiento. Aún permanecía en aquel estado, cuando sintió
que alguien le tocaba ligeramente en el hombro; a no ser de
este modo no hubiera salido de su abstracción. Era el hombre
alto que en la puerta le saliera al encuentro para recibirle; un
hermoso joven de expresión bondadosa y llena de alegría y de
mirada resplandeciente.
99
Horacio conocía. Su corazón permaneció despedazado,
contemplándolas e interrogando en sus ojos, en busca de una
mirada de amor, de un destello que le indicara que era su
Fleta, su Princesa, la Fleta a la que servía. No había ninguna.
Aquellas criaturas habían estado hablando calurosamente y
ambas parecían tristes y abatidas.
101
Amyot. Esta circunstancia extrañó a Horacio, aunque por ella
llegó a la conclusión de que era cierto cuanto Edina le había
referido.
103
¡Aquella voz era la de Fleta, como eran de ella aquellos
hermosos ojos que se volvían para Horacio! Éste no pudo
menos de creerlo así. ¿No conocía bien a Fleta?
Entonces vio por primera vez las hermosas frutas que tenía
ante sus ojos y tomando algunas, comió, y bebió el vino que
había en su vaso. Fleta le observaba.
104
La respuesta de Horacio era tan indicada que no es
necesario escribirla. No supo cómo la pronunciara, mas en su
espíritu estaba que por Fleta soportaría todos los azares del
mundo. La joven sonrió de nuevo y exclamó pensativamente.
105
Horacio hubiera deseado abandonar el invernadero, pero
era tan evidente que no era este el deseo de Fleta, que no se
atrevió a proponérselo. Se veían junto a los flores algunos
asientos, en uno de los cuales se sentó Fleta invitando, a
Horacio a que se colocara a su lado.
¡Ah, con qué tono hablaba, con qué inflexión dulce y gentil
tono hablaba aquella adorable mujer! Horacio perdió todo su
106
dominio sobre sí mismo e incorporándose, de un salto, se
plantó ante ella.
107
habéis dicho hoy mismo que me amabais, que os entregaríais a
mí? ¿Os volveréis ahora atrás?
108
–Sí –dijo Fleta–, lo hay. Necesito algo que ningún poder
real podría proporcionarme. Necesito algo que me costará tal
vez la vida el obtenerlo. Más estoy, sin embargo, pronta a
sacrificarla. ¡Qué es para mí la vida! ¡Nada!
110
–¿Lo deseáis verdaderamente? –preguntó Fleta con una
inflexión de voz dulcísima.
–Déjale aquí.
112
inmediata obediencia? Parecía increíble. Más no tardó en
olvidar semejante escena ante las palabras que el desconocido
personaje comenzó a dirigirle.
113
–No entiendo –dijo Horacio–. Es la Princesa de esta
comarca; no tardará en ser la Reina de otra. Tiene todo cuanto
el mundo puede dar a una mujer.
114
–Lo sé –dijo Horacio con voz apagada.
–No así, según lo que pensáis de ella; para vos era como las
restantes, una del montón ¿Cómo habéis podido hablar de ella
en este sentido? ¿Cómo habéis podido pensar en ella
deshonrándola con vuestros pensamientos?
115
Estaban uno enfrente de otro y en este momento sus
miradas se encontraron. Un extraño rayo pareció atravesar el
alma de Horacio a medida que aquellas amargas palabras se
deslizaban en sus oídos «deshonrándola». ¿Era esto posible?
Horacio retrocedió ante aquellas palabras y no pudo menos de
contemplar el hermoso rostro que tenía ante sí.
116
ansiedad. ¡Qué espléndida estaba! Horacio observó aquella
mirada, y repentinamente una salvaje y devoradora sensación
de celos despertó en su corazón. ¡Una sensación de celos tal
que ni el Rey Otto ni cien Reyes Otto hubieran despertado!
117
CAPITULO VII
Pasó la nube y pasó dejando aparecer el rostro de Fleta.
Esta permanecía inclinada sobre Horacio y con su rostro
inmediato al suyo.
118
Horacio se incorporo al oír estas frases y, mirándola con
sorpresa, no pudo menos de exclamar:
–¡Estáis enferma?
119
Horacio dejó escapar un ahogado grito. Le parecía que su
corazón estallaba bajo el peso de aquella tortura.
122
Horacio permaneció durante algún tiempo mirando aquella
figura que se alejaba; contemplándola sin fuerza para moverse
de aquel sitio, sin fuerza para poder pensar en nada, con una
idea, sin embargo, fija en él: la de que no le era permitido
seguir a Fleta, ni le era permitido dirigirse a ella como la
generalidad de los hombres se dirigen a las mujeres que
aman… Que no le era permitido manifestarle toda la fiebre de
amor que ardía en sus venas. ¿Por qué? ¿Tal vez a causa de su
nacimiento real? ¿Tal vez a causa de su belleza o de su poder?
¡Oh, todo aquello era un profundo misterio que le obligaba a
encerrarse en el silencio y en la inmovilidad!
127
CAPITULO VIII
En el largo corredor, a través del cual Fleta condujera a
Horacio al cuarto del Padre Iván, había otra puerta cerrada de
una muy extraña manera. Estaba encajada en su sitio mediante
unos travesaños de hierro que extrañarían al contemplador,
pues sujetaban por la parte de afuera, dando casi idea de
asegurar la puerta de una prisión más que de defender a quien
pudiera estar detrás de ellos. En aquella habitación era donde
Fleta pasaba la noche. ¡Oh, si Horacio hubiera sabido esto,
cuánta no hubiera sido su angustia! ¡Qué deseos no hubiera
sentido de arrancar aquellas barras y de libertar a su hermosa
prisionera!
129
surgía delante de sus ojos! Repentinamente se sobresaltó ante
la idea de que aquella visión era casi real, pues vio al Padre
Iván levantar su mano con un gesto autoritario que parecía
dirigido a él. Un momento después caía profundamente
dormido.
130
aire de sonámbula, aunque no podía negarse que en sus ojos se
traslucía conocimiento, propósito y resolución. Nadie, sin
embargo, que hubiera visto a Fleta en tal estado, hubiera
podido después reconocerla. Tan extraña era aquella mirada.
Iván se acercó a una gran puerta en forma de arco y,
descorriendo las cortinas que la ocultaban, hizo una señal a
Fleta de que pasara. Al hacer esta indicación, tocó ligeramente
una de las manos de Fleta que caían a lo largo de su cuerpo.
La mano se levantó y arrojó a un lado el manto, y apareció el
airoso cuerpo de la Princesa cubierto con un blanco traje de
seda. En la otra mano traía un antifaz. Iba a levantar
lentamente éste para cubrir su rostro cuando un violento y
repentino cambio de ánimo se operó en ella. Abrió sus
resplandecientes ojos tanto como pudo y en ellos brilló
centelleante luz. Entonces, arrojando su antifaz al suelo y
entrelazando convulsivamente sus manos, exclamó agitada por
la más intensa emoción:
131
–¿Y qué? –gritó Fleta enardecida– ¿ha de ser una
vergüenza el ser mujer? ¿No he intentado traspasar esa puerta
en vano bajo una personalidad distinta? Hoy pido entrada
como mujer. ¡Oh, maestro, no quiero fingir más!
132
jamás en aquel corredor ni había conocido hasta entonces su
existencia.
133
multitud se extendía por ella agolpándose en dirección al
edificio.
135
que cerraba la puerta y la levantó. La tarea no fue difícil; casi
parecía obedecer a su impulso. Después empujó ligeramente la
gran puerta que fue abriendo, aunque no completamente, sino
en tanto ella empujaba. ¡Ah! ¡La luz estaba allí! ¡Allí, ante su
vista! Era como la vida y la alegría para Fleta que alzó sus ojos
y quedó un instante ante sus resplandores con las manos
enlazadas, y como en éxtasis…
138
CAPITULO IX
Le parecía que durante largas edades había estado sola. Su
mente trabajaba como nunca. Había comprendido su ligereza,
su falta. Un día antes, tal vez no hubiera creído todo aquello ni
hubiera tenido significación, pero ahora lo comprendía todo.
Comprendía además cuán terrible era su castigo. Estaba
postrada, sin ayuda, con los ojos cerrados, agotada… Había
perdido toda fe, toda esperanza. Estaba castigada.
139
Iluminando su hermoso semblante juvenil. Fleta, tendida como
estaba, le miró vagamente. Sentíase a su lado mucho más
avanzada en edad, en conocimientos y en experiencia y, sin
embargo, yacía allí enervada y sin esperanza.
140
aquellas palabras. ¡Qué extraña actitud la suya, inmóvil sobre
la hierba cubierta de rocío! ¡Qué aspecto el suyo, con aquel
traje blanco y aquél rostro pálido con terrible palidez! ¡Cómo
aquellos grandes ojos miraban con fija y tristísima mirada!
¿Volverían a sonreírle aquellos pálidos y apretados labios?
¿Quedaría la brillante Fleta convertida para siempre en aquel
ser paralizado y blanco? Horacio sentía que aunque esto
sucediera la amaría más apasionada y religiosamente que
antes. Su alma sentía por ella el más profundo sentimiento
amoroso.
141
–No puedo creeros –dijo Horacio–, no me es posible creer
que vos fracaséis nunca. Estáis soñando, estáis febril…
Dejadme, pues, levantaros y conduciros a la casa.
144
que estaba desamparada… ¡sus antiguos y sobrenaturales
poderes habían desaparecido!
145
aquellas malezas. Cuando estuvieron ante la puerta dijo la
Princesa:
146
silbido del centinela. En aquel momento se acercaba también
Horacio.
147
Fleta se libró de él temblorosa aunque resueltamente. Después
se incorporó con dificultad y miró sinceramente su rostro.
148
hombres y de las mujeres, vos lo sois en el de las almas. Os he
rendido culto y a este culto le llaman amor. Puede que lo sea y
que yo esté aún ciega, más no lo sé. Pero ya no podéis ser mi
rey por más tiempo. Sola estoy; más toda la ciencia que
obtenga en lo sucesivo habrá sido obtenida por mi propio
esfuerzo.
149
CAPITULO X
Mucho avanzó el día antes de que Fleta saliera de su
habitación. Parecía haber recobrado su natural modo de ser y
aspecto y, sin embargo, cualquiera hubiera podido observar
que un profundo cambio se había operado en ella.
–¿A dónde?
151
El Padre Amyot continuo inmóvil durante un momento;
después marchó lentamente.
152
avanzar paso a paso, poseyendo cada verdad según llega a mí.
He estado hablando largo rato con el Padre Iván y comprendo
que no puedo aún entender las doctrinas de la Orden sin su
ropaje religioso.
153
–¿A cuál? –preguntó Otto–. ¿Cuál será ese caro precio?
154
vulgarmente se dice amor. Una mujer que no fuera Fleta se
hubiera creído provocada por aquel modo de ser tan parecido
a la amistad. Ésta tan sólo dijo, después de guardar breve
silencio:
155
voces que generalmente se denominan «del mundo invisible».
Para Fleta este mundo no era ni invisible ni mudo. Vio de una
vez, ganando tiempo y espacio, el sitio en que se encontraba el
Padre Amyot y, más aún, el estado de ánimo en que se hallaba.
156
costumbre, sino que llevaba una especie de traje de caza digno
de un rey, bajo el cual se adivinaba su sagrado ropaje. Su
rostro expresaba una profunda y casi patética seriedad, a pesar
de lo cual resultaba tan hermoso, de aspecto tan noble, y tan
brillantemente iluminado por el fulgor de sus azules ojos –más
azules entonces que nunca– que cualquier corazón de mujer,
reina o no reina, hubiera latido de admiración contemplándole.
Nunca le viera Fleta de aquel modo; siempre fuera aquel
hombre el Maestro, el iniciado en misteriosos conocimientos,
el recluso que ocultaba su amor a la soledad bajo el velo del
monje. ¡Tal era para ella Iván!
157
–Sois la única persona que no las puede contestar, porque
no las preguntaré.
158
Fleta había llegado a un grado de asombro que
evidentemente estaba más allá de todo lo que pudiera
imaginarse. Aquellas órdenes de Iván eran frías, casi groseras.
Jamás había sido tratada por él de aquel modo. Se tranquilizó,
sin embargo, apresuradamente, y sin detenerse a dirigir a Iván
palabra alguna se internó con ligereza por entre los árboles en
dirección a la casa. Otto estaba asomado en una de las
ventanas. Fleta fue a buscarle directamente.
159
CAPITULO XI
Era el día de la boda de la Princesa Fleta y la ciudad entera
estaba de gala.
160
él mismo? ¡Oh, como su corazón yacía frío, muerto, cansado,
mientras alguna sonrisa de la diosa o su recuerdo no venían a
despertarle a la vida! ¿Habría desaparecido de él la alegría
para siempre? Imposible. Era aún joven; un simple muchacho.
Tenía además derecho a ella; tenía el primer derecho, y ahora
y siempre sería su adorador, fuera el que quiera el nombre que
ella le diera a su pasión. Este era el tema perpetuo de su
pensamientos. Aquella mujer era suya sin duda y la
reclamaría. Mas aún, cegado y sobreexcitado como estaba,
comprendía que su derecho era secreto. Que no podría ir a
reclamarla ante el altar porque no se le había concedido
derecho para ello. Lo único que Fleta le había dicho era.
«Tomad de mí lo que podáis» y él no había podido hacerla su
esposa. No podía casarse con una Princesa de raza Real. No
pertenecía a su categoría. ¿Qué esperar, pues? Nada. Sin
embargo, contaba con su amor, con aquel último amable
estremecimiento de su mano, con aquella última dulce sonrisa
de sus labios. ¡Ah, cómo corría su impetuosa sangre al través
de las venas!
161
Horacio, en uno de los momentos en que recorría la ciudad
descubrió, marchando hacia donde él estaba, el cortejo
nupcial.
162
Fleta puso su mano en la del Rey y dijo:
–Ésta.
163
–¡Oh, padre mío!, no pronunciéis una sola palabra –
contestó–, justo es este matrimonio.
164
asombrado al oír asegurar que su coche acababa de pasar
sobre el cuerpo de un adorador aceptado en un tiempo y
abandonado y rechazado después. ¡No de otra manera
interpretaban su carácter y sus actos aquellas gentes!
Otto, por su parte, no tenía más que una sola idea, que bien
claramente expresó en sus primeras palabras:
–Sí –dijo Fleta sin alterarse y con una calma extraña–. Aún
más, querido Otto; me ha amado hace largos siglos, cuando
este mundo tenía un aspecto distinto. Cuando la superficie de
166
la tierra permanecía inculta y salvaje. Entonces representamos
esta misma escena. Sí, Alan, nosotros tres. Sin la pompa de
hoy, pero con el esplendor natural de la belleza salvaje y de los
cielos espléndidos. Pequé entonces y expío mi falta; una y otra
vez me castigó la naturaleza por mi ofensa. Hoy, por fin, veo
más, comprendo más. Sé que el pecado permanece. Deseaba
adquirir, poseer para mi misma, conquistar. Pues bien: he
conquistado. ¡Estoy conquistando desde entonces! ¡Oh, cuán
frecuentemente! Esa ha sido mi expiación: la saciedad. Ya no
volveré a gozar más. Desde mi error, desde la esfera de mi
ligereza tomaré fuerzas para elevarme de este pequeño y
miserable escenario donde representamos continuamente los
mismos dramas a través del hastío y del cansancio amoroso de
continuadas y consecutivas vidas.
168
quieren la conservéis y que creen que os pueden obligar a
hacer todo cuanto quieran sus monarcas respectivos. ¡Mas no!
Moved vuestros muñecos, Otto. No me satisface tal reino.
Pienso ganarme mi propia corona. He de ser reina de almas,
no de cuerpos; reina en la realidad, no en el nombre.
169
Habéis conseguido de mí lo que habéis querido. Me he
sometido a la farsa o mascarada de vuestra Orden misteriosa.
Me he confiado a esos traicioneros monjes que me han
vendado los ojos y conducido a través de secretos caminos.
¿Todo para qué? Iván me ha hablado de aspiraciones, de
ideas, de pensamientos que no han hecho sino enfermar mi
alma y llenarla de desesperación y de vergüenza, pues yo creo
en el orden, en la regla moral, en el gobierno! del mundo de
acuerdo con los principios de la religión. Si os dije que quería
pertenecer a la Orden fue porque mi naturaleza simpatizaba
con sus teorías confesadas. Pero sus doctrinas secretas, tal
como las que he escuchado de vos misma me son odiosas. ¿Es
para poner en práctica esa vuestra no sagrada doctrina o
dogma para lo que me habéis propuesto que os entregue mi
vida? No, Fleta, no. Ahora sois mi reina.
172
–Seré vuestro compañero –dijo Horacio con una voz
normal y sin entusiasmo.
173
el manto blanco que llevara cuando intentó penetrar en el
recinto de los místicos. Envolviéndose en el manto se disponía
a salir de la estancia cuando se encontró de cara a cara con
Otto que había entrado sin hacer ruido y estaba silencioso ante
ella. Fleta, al darse cuenta de su presencia, vario ligeramente
de dirección encaminándose a otra puerta. Pero Otto se
interpuso de nuevo en el camino.
174
arrodillado ante él, pronunciasteis aquellas palabras: «Juro
obedecer al maestro de la verdad, al preceptor de vida»
175
otro. Se rindió instantáneamente en su intento y retrocedió,
pálido y tembloroso.
177
CAPITULO XII
Era una noche espléndida, una noche de ambiente saturado
por el aroma de las flores, una noche llena de brisas
perfumadas.
178
Un pequeño golpe sonó de pronto en la puerta., y en
seguida se abrió. Horacio pasó y se dirigió con Fleta por la
senda bordeada de flores. Marchaba ella silenciosamente, con
el manto suelto sobre sus espaldas, dejando ver sus brazos
desnudos cuando dicho manto era agitado por el aire.
–Sí, lo deseo.
179
Por un momento Fleta ocultó su rostro, dominada por
secreta angustia. Pero aquello no duró sino un momento.
Después sus manos cayeron a lo largo del cuerpo y se
incorporó con su regia cabeza erguida.
180
Con los brazos dirigidos al cielo terminó esta evocación.
182
para ver que el objeto que tanto odiaba no estaba allí presente.
Aquella inexplicable y extraña forma que antes le horrorizaba
había desaparecido. Una sensación de placidez había ahora en
aquella atmósfera.
183
–¿No os acordáis –añadió entonces–, de aquella selva y de
aquellas vírgenes tierras y límpido cielo tan dulce y
exuberante?… ¿No recordáis aquellas florecillas de
albaricoque que se interponían entre nosotros y los ardientes
rayos del sol? ¡Ah, Horacio, cuán fresca y vivida era la vida
entonces, mientras vivíamos y amábamos, sin entender el por
qué de las cosas! ¿No era dulce? ¡Oh, yo os amaba; os amaba
mucho, mucho!
184
Diciendo esto tendió hacia él su mano, y cuando Horacio la
estrechó entre las suyas sintió suave y delicada presión
responder a su estremecimiento.
–«¡Pasión!»
185
–Ninguno –contestó Fleta que permanecía inmóvil envuelta
en su blanco manto–. Ninguno, para los hombres que sólo
aspiran a ser hombres y a reproducir hombres, a no ser, en
suma, otra cosa ni hacer otra cosa que esto. Pero yo tenía
dentro de mí otro poder más fuerte que yo misma y que era la
agitación de mi alma. Nuestras dos almas, Horacio, luchando
juntas, fueron víctimas de la oscuridad de la vida y no
encontraron otra luz que la del amor… Luz, sí, y calor de ese
que hace posible a los hombres la vida y que les infunde
esperanzas y alientos y les permite esperar el porvenir y les
capacita para crear otros seres que llenen el tiempo futuro. En
aquellos antiguos días, bajo las florecillas de la frondosa
bóveda, vos y yo, Horacio, éramos niños en el mundo, nos era
nueva toda la significación de éste. ¿Cómo guiarnos?
Ignorábamos el gran poder del sexo, estábamos en el borde de
su conocimiento. ¡Así sucederá siempre! ¡No puede pasarse
por una experiencia adivinándola! Nosotros no pasamos. Yo
no sabía lo que hoy sé, Horacio. De saberlo, no hubiera
arrebatado vuestra vida. No hubiera sido una simple fiera.
Más no sabía entonces nada. Hicisteis uso de vuestro poder,
hice uso del mío y vencí. Necesitaba poder; y dándoos muerte
como lo hice, dominada por aquella única emoción, logré lo
que deseaba. Pero no en seguida, necesité sufrir
186
pacientemente, necesité luchar por comprenderme a mí misma
y a la fuerza que laboraba en mi interior. Luché vida tras vida,
encarnación tras encarnación. No sólo me amabais, sino que
erais mío, os había conquistado y usaba vuestro amor y
vuestra vida para mis fines propios, para aumentar mi poder,
para crear la vida y la fuerza que necesitaba. Merced a ella me
hice conocedora de la magia, leí con mi vista interna los
misterios de la Alquimia, comprendí los secretos de la fuerza.
Sí, Horacio, soy lo que soy por vos. Por vos he llegado a
librarme de las cargas comunes a la Humanidad, de sus
pasiones, de sus deseos personales, de sus fatigosas
experiencias. He visto al egipcio y al romano de las antiguas y
soberbias civilizaciones y he visto los actuales tratando de
reproducir sus pasados placeres y su pasada magnificencia.
¡Ah, cuán inútil esfuerzo! Vida tras vida, cuando éstas son de
placer y de egoísmo, se llega al cansancio del vivir que mata las
almas humanas y oscurece el pensamiento. Pero vos y yo,
Horacio, hemos escapado de este destino fatal. No quisiera
vivir de nuevo como he vivido antes de ahora. No quisiera
usar del principio de vida que hay en el amor por mero placer
o por traer eidolones a la tierra… Resolví elevarme, levantarme
yo misma y levantaros, y crear para siempre con nuestro amor
algo más noble que nosotros mismos. Lo he logrado, Horacio,
187
lo he logrado. ¡Estamos a la puerta de la primera iniciación!
Fracasó mi primera tentativa por falta de fuerza y por no
haber podido arrancar completamente de mi alma la imagen de
mi maestro. Le busqué como apoyo tal vez, tal vez por
encontrar el consuelo de tener junto a mí un rostro conocido.
¡Ah, Horacio, dadme fuerza! ¡Sed mi compañero! Ayudadme
a entrar y vuestra fuerza os será devuelta centuplicada.
¡Vuestra recompensa será así mismo la entrada!
189
CAPITULO XIII
Aquel mismo día, Horacio recibió asombrado la noticia de
que tenía un puesto oficial en la corte, un puesto que le
permitiría estar continuamente al lado a Fleta. Apenas fue
nombrado hubo de arreglar su equipaje por tener que seguir a
Fleta a sus dominios. Nadie pudo decir cómo esto fue
realizado y Horacio menos que nadie, y más cuando observó
que al ser presentado al rey Otto, éste le miraba con antipatía
y desconfianza. Antes de pertenecer a la corte, el rey Otto no
se había fijado en él, más ahora no sucedía así. Horacio, sin
embargo, ya sabía que servir a Fleta era una dura servidumbre
y la había aceptado con todas sus consecuencias. Ningún otro
camino le quedaba fuera de éste; la vida era inconcebible sin
ella y aún sin el dolor producido por su penoso servicio.
Prefería sufrir de aquella manera a gozar cualquier otro
género de placer. ¿Qué placer podía existir apartado de Fleta?
190
ciertamente no tenía talento alguno; acompañar a Fleta le
parecía encantador; pues con ella visitaría otra corte donde
encontraría nueva serie de adoradores.
191
–No me sirve para nada –contestó ella fríamente.
192
Horacio aprovechó la ocasión para pasarse al ángulo
enfrente de Fleta. Tan oscura era la noche que apenas podía
verla. En el techo del carruaje colgaba una lámpara que él no
encendió por temor de molestarla, tal vez porque no le
desagradaban la quietud y la oscuridad. Sentíase en esta
oscuridad más a solas con Fleta e intentaba adivinar sus
pensamientos sin el estorbo perpetuo de los perspicaces ojos
de la pequeña Duquesa.
193
–¡Ah! ¡matadle! ¡matadle! –gritó la joven con una angustia
y un terror indecibles–; es un salteador, un ladrón, un asesino.
196
besaban ardientemente su cara, su frente y sus cabellos? Se
volvió asombrado.
197
CAPITULO XIV
El gran salón del Palacio estaba espléndidamente iluminado
por grandes dragones de oro, colocados a cierta altura sobre
las paredes; dentro de las extrañas figuras había poderosas
lámparas que despedían luz, no sólo por los ojos y las abiertas
bocas, sino también por las agudas garras. Estaba el amplio
salón iluminado por todo aquel resplandor y los trajes de la
servidumbre reunida abajo parecían asimismo de luz. Era
tarde y Otto se había negado a autorizar otra manifestación
más de fiesta durante aquella noche. Pero cuando Fleta se
despojó de su manto y su velo de viaje, pudiera haber sido ella
sola el centro de cualquier apoteosis. No mostraba huella
alguna de cansancio, ni aún de la extraña emoción por la que
acababan de pasar. Estaba pálida, pero su rostro sereno
ostentaba su altiva y majestuosa expresión. Su vestido de
encaje negro rodeaba sus formas como una nube. Otto se llenó
de orgullo al ver su belleza y dignidad supremas, pero también
se llenó de odio al observar que sus ojos nunca buscaban a los
suyos y que le trataba con la misma cortesía que pudiera
emplear con un extraño. Nadie podía notar esto sino él mismo
y acaso Horacio, si éste hubiera podido fijarse en algo distinto
de Fleta.
198
Después de unos momentos pasados en medio de la
pequeña muchedumbre reunida en el gran salón, Fleta
propuso retirarse a sus habitaciones para pasar la noche. Más
antes de retirarse llamó a Horacio.
199
–¿Dudáis de mí? –dijo Fleta con gran calma– ¿Dudáis que
no sea quien soy? Sea así. Vuestra opinión me es indiferente;
no podríais remedir el amarme y servirme Nacimos bajo la
misma estrella. Ahora id y dad órdenes acerca de la Duquesa.
202
Horacio estaba en un estado en el que una orden dada en
tono tal, reemplazaba la acción de su propio cerebro;
maquinalmente obedeció. Esto era lo mejor que podía haber
hecho, pues realmente tenía fiebre. Tal vez, si no hubiera
obedecido al Rey y no hubiera visto al médico de Palacio,
hubiera vagado delirando toda la noche. El doctor, después de
verle, le obligó a tomar un calmante y retirarse a su lecho, en
el que no tardó en rendirse a un sueño tan profundo como la
muerte.
–Sé que nada puedo esta noche contra vos Fleta –dijo–, no
puedo ni siquiera aproximarme a donde estáis. Pero estad
203
prevenida; intento profundizar el misterio de vuestro ser.
Intento conquistar y lo haré, aunque para ello tenga que
visitar el propio infierno en busca de una magia más fuerte que
la vuestra.
205
Por su parte, Fleta salió también a la luz de la mañana no
mucho después que él. Con su traje blanco vagó por los
jardines arrancando algunas rosas con las que engalanó su
cintura. El resplandor de juventud de la suprema belleza
brillaban en su rostro cuando volvió a estar entre las flores.
Había humedecido el rocío sus suaves mejillas y labios, y unas
cuantas gotas que saltaron de un rosal, más hermosos que
diamantes, brillaban en sus oscuros cabellos. No tardó en
enviar mensajeros para saber de Horacio y de la Duquesa;
después esperó las respuestas apoyada contra la puerta-
ventana por la cual había entrado. ¡Oh, qué brillante figura la
suya ante la fuerte luz que la hacía resplandecer como una
joya! Por fin llegaron las respuestas. La Duquesa había estado
muy enferma durante la noche y el doctor, que aún continuaba
a su lado, no permitía que fuera molestada. Horacio
permanecía en el lecho, sumido en su profundo sueño.
207
Allí la encontró Horacio paseando de uno a otro lado. Le
parecía la plasmación de la belleza suprema.
208
Horacio se estremeció comprendiendo que aludía a aquella
terrible escena del día anterior, cuando en la oscuridad del
carruaje destruyó aquel extraño ser.
–Sí, la pedíais. Por eso fue por lo que os mandé llamar aquí,
para dárosla hasta donde podáis entender… Hizo una pausa
momentánea y luego continuo hablando de esta manera:
209
encontraron en esta tierra, no me lo habéis arrebatado. He
continuado siendo vuestra dominadora. Ahora os animo para
que uséis de toda voluntad y os acerquéis a mi en
conocimiento y poder, pues ya no os necesito como servidor
sino como compañero. Sabéis que hace poco traté de iniciarme
en la Blanca Hermandad, esa Orden majestuosa que dirige el
mundo y que tiene en sus manos las riendas del Universo
estrellado. Sabéis que mi intento no obtuvo resultado. No me
pesa el haber tenido valor para probarlo; hubiera sido cobarde
si hubiera retrocedido cuando el mismo Iván estaba pronto a
conducirme al lugar de la prueba, más, ¡ay!, concedía
demasiado valor a mis esfuerzos. Había pasado por un
aprendizaje tan largo, había pasado a través de tantas vidas,
que creí que todo amor humano, todo aquel amor que se
adhiere a una sola persona en el mundo, había sido para
siempre arrancado de mi corazón en sus mismas raíces. Creí
que había sido arrojado de mí para siempre, que aunque
trabajara por el género humano, aunque me entregara a quien
deseara mi ayuda o mis conocimientos, podría permanecer
aislada sin apoyarme o dirigirme a nadie. Creí asimismo que el
problema del amor humano, el de la vida de los sexos, el de la
dualidad mística de la existencia, lo había resuelto para
siempre. ¡Oh, si así hubiera sido! Entonces, Horacio, hubiera
210
florecido sobre la tierra por última vez y hubiera encontrada
en mí misma el fruto divino que da nueva vida, llena de
conocimientos espirituales y de poder divino. Pero fracasé.
Penetré en su mansión, permanecí entre ellos Horacio. ¡Los
vi!… Ninguna otra mujer ha visto estos extraños austeros y
gloriosos seres. Más… Me visteis luego; me encontrasteis. Ya
recordaréis cuán abatida y abrumada estaba. Antes de que me
vierais había oído palabras que parecían pronunciadas por las
estrellas, que parecían repercutir en los cielos… Y aquellas
palabras predijeron mi destino, me ordenaron ser fuerte y
elevarme aún más, para llevar mi obra a cabo. Después deseé
ver a uno de la Blanca Hermandad y obtener la confirmación
del mandato, pero no pude. Entonces comprendí que sólo yo
misma había de ser el Juez y compilador de mis obras.
211
Estoy sobre ella. ¿Estáis, pues, todavía pronto, a pesar de esto,
a permanecer junto a mí y ser mi compañero?
212
–¡Ya lo habéis hecho! –contestó ella sonriendo–. ¡Y aquella
sonrisa que no era de mujer, era sin embargo de gozo!
213
CAPITULO XV
–No puedo entrar sola. No puedo entrar por mí misma.
Necesito conducir conmigo un alma en cada mano, necesito
estar purificada, preparada a ofrecerlas en el altar, de tal
modo, que ellas mismas puedan pertenecer a la Gran
Hermandad. Mientras esto no suceda me habré de contentar
con volver atrás y sentarme en los escalones del templo. Lo he
pensado, lo comprendo, pero que viva después de ello, que lo
llegue a hacer, es otra cosa. ¡Ah, Horacio!, ¿dónde encontraré
esos dos grandes corazones, esas dos almas lo suficientemente
fuertes para pasar por la primera iniciación?
214
Fleta se reclinó con aire fatigado y triste, una intensa palidez
ocupó el lugar del color brillante que no hacia todavía un
momento prestaba a su rostro tanta belleza. Sus ojos
desmesuradamente abiertos, pero que al parecer nada veían,
permanecieron fijos con la mirada perdida en el espacio.
Apenas parecía respirar. Una especie de triste parálisis había
caído sobre su bella y graciosa figura.
215
Tendió hacia él sus manos con la misma dulce sonrisa con que
no hacía mucho le había saludado; inmediatamente se acercó a
ella.
216
llegaba a un cierto punto en el que se detenía. Yo no lo soy.
Pero no me aterra lo sobrenatural. Habiendo sido educado por
católicos, me he acostumbrado a creer en su existencia. Más
vuestra maldad es una cosa muy distinta. Allí todo pretende
tener un carácter tan positivo que llega a ser una fuerza de la
naturaleza; un poder a favor o en contra del cual han de estar
todos los hombres en alguno de los períodos de su desarrollo.
¿No es esto lo que vos diríais imitando a vuestro maestro, el
Padre Iván?
217
–Después de todo –dijo en seguida–, puedo perfectamente
imaginarme que así os pueda parecer. Es inútil tratar de este
punto. Para mi la existencia de esa Hermandad es puramente
arbitraria; reconozco que Iván es extraordinariamente
superior a la mayoría de los sacerdotes. ¿Qué es lo que le hace
aparecer así? Yo diría que era tan sólo su inteligencia.
–¿Cómo?
218
Hablaba rápida, entusiasmada y con los ojos llenos de
promesas. Mientras se expresaba, su rostro se hallaba
impregnado de extraña dulzura.
219
Puerta. Pero no comprendí el hondo desinterés que se necesita
para tan gran esfuerzo. Ahora veo que no puedo vivir por más
tiempo para mí misma, ni aún siquiera en el alma interna del
amor. Tengo que trabajar y no os pido sino que me ayudéis.
220
«¡Su propia conciencia!»
221
otra parte, lugar a no pocas conjeturas. ¿Habría reñido con su
esposo? ¿Se habría casado con él contra su voluntad?
223
CAPITULO XVI
Todo se había cerrado ante ella, atada en las tinieblas; no
podía tomar ya ningún camino. Todos nosotros hemos
experimentado esta sensación; y aún los niños sufren esta
amargura cuando la oscuridad se posa sobre sus almas. En el
adulto, sin embargo, suele ser tan fuerte la impresión que le
dura a veces años enteros. Para quien caminaba por un
sendero tan peligroso y tan escarpado como el que Fleta
seguía, era comparable a un horror, a una desesperación, a
una vergüenza. Ella poseía inteligencia y conocimientos
mayores que la generalidad de los seres humanos, que no han
levantado aún sus ojos o sus esperanzas de los simples goce de
la tierra. Sus conocimientos pesaban sobre ella como una
terrible carga aplastando su propio espíritu, cuando como
ahora, no sabía cómo había de emplearlos. Sabía
perfectamente lo que había de hacer; ¿pero cómo iba a
hacerlo? Ella, la suprema, la sin igual, la inconquistable; la que
se levantaba sin ayuda después de cada nuevo desastre; la que
no podía ser detenida por especie alguna de dificultad o de
peligro personal, estaba ahora paralizada. Porque tenía que
guiar, que conducir a otro ser humano. Sola no podía ir más
lejos. Era necesario que otra alma y aún otra permaneciesen a
su lado. ¡Y aún no estaba pronta la primera! ¡Ninguna!
224
Apenas se daba cuenta de lo que sucedía a su alrededor.
Ejecutaba de una manera mecánica sus actos. No pudo dar
importancia alguna a los acontecimientos de aquel día, hasta
que por fin se encontró de nuevo en su cuarto, una vez más en
paz y sin más compañía que sus servidoras. Pero aún estas
mismas hubieron de retirarse obedeciendo sus deseos. Una vez
sola se dejó caer en un asiento, llena de ardientes y
apasionadas ideas que parecían vibrar en el ambiente y llenarle
de vida.
226
sujetos; con el cual les había guiado durante pasadas edades,
con el cual les había, por fin, aproximado a ella, ¿habría de
hacerles ahora retroceder? ¿Podría ser aquello posible?
227
–¿Qué es lo que veo en mí? –preguntó acongojadamente–.
Riesgo, pero, ¿riesgo de qué? ¿De que sus almas se pierdan
por no ser yo capaz de ayudarlas? ¡Ah, si han de ser salvadas,
alguna ayuda, aunque poca, será la mía! ¿Riesgo entonces, de
qué? ¿De perder su amor? ¡Ah, no puedo ocultarlo! Me he
estado neciamente engañando a mí misma. ¡Horacio, Otto,
perdonadme que os haya hablado como si fuera más cuerda o
más desinteresada que vosotros! La máscara está arrancada.
No me engañaré ya más tiempo. Nunca he soñado que debiera
servir o salvar a otras dos personas que a estas que han sido
mis amigos y compañeros a través de los tiempos. ¡Soy yo la
que me creía libre y capaz de traspasar el vestíbulo de la
verdad y digna de presentarme ante los grandes maestros para
recibir su sabiduría! ¿No se purificará nunca mi alma? ¿No se
abrasará jamás mi corazón? ¡Oh, fuego inmortal que no
devoras tanta debilidad!
230
sombra de algunos árboles como una serpiente. Había sido
vista a pesar de su agilidad, pero el centinela, entreviendo
aquella rápida sombra de mujer pálida, agitada y de alterada
expresión, no se atrevió a seguirla no estando seguro de haber
visto un ser de carne y hueso. Fleta, cuando alcanzó la sombra
de los árboles, permaneció parada durante un corto espacio de
tiempo, procurando calmar los violentos latidos de su corazón.
233
Hablaba con Fleta la verdadera lengua rumana, mientras que
a la mujer que había dicho la buenaventura la había hablado
en el rudo dialecto del país.
–Sí –dijo Fleta por tercera vez. Su rostro era más blanco
cada vez que hablaba. La vieja bruja la miró con sus pequeños
ojos relucientes.
234
–¿Tengo?, ¿eh?, ¿tengo? –gruñó la vieja cambiando
repentinamente su desagradable amabilidad en virulento mal
humor–. ¿De modo que os seguís dando importancia? ¿Cómo
supisteis que yo estaba aquí?
Fleta no contestó.
236
Estoy hablando del rebaño común. Pero hay quien necesita
que se le salve, quien necesita ayuda.
240
CAPITULO XVII
Al día siguiente o, mejor dicho, aquel mismo día –pues la
aurora sorprendió a Fleta cuando regresaba al palacio–, las
profecías de Etrenella comenzaron a cumplirse. Fleta había
entrado en el Palacio con toda facilidad, aunque no hubiera
podido decir de qué modo, y a la hora en que de ordinario
acostumbraba a estar entre las flores, yacía sobre su lecho en
un sopor indescriptible, llena de cansancio y desesperación.
Así hubiera continuado a no llegar de improviso un mensaje
del Rey en el que éste decía que necesitaba verla. Parecía
ocultarse una tal urgencia en aquella orden que Fleta creyó
necesario acudir a pesar de su cansancio extraordinario. Se
levantó y se vistió rápidamente con una suave bata de encaje.
Entró en el pequeño gabinete que daba al jardín para esperar
en él la llegada del Rey. Pero el canto de los pájaros la
molestaba y se retiró del ventanal al que se había acercado por
costumbre, dirigiéndose al fondo de la estancia. Allí estaba
cuando el Rey Otto llegó. Éste no pudo reprimir un
movimiento de sorpresa al observar el rostro de Fleta. No
había ahora en él aquella frescura de la mañana que le era
propia, sino la palidez que ocasionaran las emociones de la
pasada noche; sus cabellos negros, cayendo sobre la espalda, la
241
hacían parecer más bien una espectral visión que una mujer
viviente.
242
seguridad dentro de veinticuatro horas. Idos pues, y preparaos
para abandonar estos lugares. No perdáis ni un minuto.
Habéis sido Reina durante un día, ¿sin duda eso era lo
suficiente para vos?
243
Por un momento pareció que Fleta iba a contestar
violentamente; pero se contuvo con un esfuerzo y después
añadió en voz muy baja:
245
Fleta! Escuchadme: nunca abandonaré vuestro lado, os serviré
como un esclavo si me dejáis tan sólo que os ame.
246
y la escuchaban como si su voz fuera un mensaje de los cielos.
El viejo General, que iba a caballo al lado del coche de Fleta,
parecía veinte años más joven al contemplar los rostros de sus
soldados enardecidos por el entusiasmo.
247
extendió por entre los soldados la noticia de que la Reina
asistiría con ellos a la batalla, el entusiasmo fue extraordinario.
***
El primer movimiento fue enviar una división destacada a la
frontera, en la que había una gran llanura propia para que
acampase el ejército. Se suponía que allí tendrían lugar las
primeras acciones. El Rey y el General marcharon en este
cuerpo de ejército. Fleta se les reuniría más tarde. Todo el
mundo envidiaba a aquellos hombres afortunados que estaban
casi seguros de perder sus vidas, pero sobre los que, sin
embargo, caería la sonrisa de la joven Reina. ¡Tan salvajes son
los sentimientos que despierta la guerra! Todos aquellos
sentimientos parecía que estaban despiertos en la misma Fleta.
Una fiera relajación había entrado en sus venas y hacia hervir
su sangre. La parecía como si hubiera llegado una oportuna
ocasión para evitar que se volviera loca a consecuencia de la
tirantez en que vivía. Cuando tal pensamiento surgió en su
mente se detuvo ante aquello que estaba haciendo y llevó sus
manos a la cabeza. «Sería posible –se decía– que una vida
entera pudiera ser perdida en una casa de locos? ¿Aquella
fiebre de guerra no habría venido como un descanso? Así, no
pudiendo pensar mientras dure –se decía– me agitaré en medio
de la pasión y viviré en ella».
248
Mientras así pensaba dio enérgicas órdenes a sus doncellas
que empaquetaban y arreglaban sus equipajes. Se acercaba la
hora de salir de la ciudad y había sido muy corto el tiempo que
se la concediera para prepararse, a pesar de lo cual aún pudo
aparecer donde se la esperaba algunos minutos antes del
tiempo indicado. Necesitó levantarse en su coche para
responder con sus saludos a la recepción entusiasta de que fue
objeto. Al lado del coche iba a caballo un criado conduciendo
las riendas de un joven y brioso corcel. Era el caballo favorito
de Fleta. El caballo que montaba en sus paseos desde la casa
del jardín a la ciudad y que había mandado traer a su nueva
residencia. Había dado órdenes para que igualmente, en
aquella ocasión la acompañase. Cuando Otto preguntó la
causa de aquel capricho no obtuvo contestación.
250
atravesados por las balas, al tratar de huir en dirección
contraria a la que ella había marchado.
251
amor a través de las edades? ¡Sin embargo, ahora le
resultaban extraños! Tan completamente olvidados los tenía
en aquellos instantes.
252
CAPITULO XVIII
La aurora comenzó por fin a colorear el cielo para
tranquilidad de Horacio, cuyo mayor trabajo fue guiarse
durante toda la noche a través de aquellos senderos. Ahora
podían caminar con sosiego. El mayor peligro había por el
momento desaparecido. En la extraña quietud de los primeros
destellos de la aurora se volvió en su silla y miró a Fleta. Le
devolvió ésta tranquilamente su mirada, pero continuó
pensativa… absorta…
254
haber pensado. Estaba ocupada en lo que para mí es el
primero y principal trabajo; todo ese tiempo estaba fuera de mi
cuerpo. ¡Y ese cuerpo, ese mero simulacro animal esa forma
externa mía, ha conducido a esos desdichados a la muerte!
¿Qué espíritu maléfico sería el que tomó las riendas de mi
caballo? No era yo, no. Yo estaba muy lejos entonces. Si
hubiera estado allí, hubiéramos ganado la batalla.
257
se ha cumplido pronto. Bien habló Etrenella. Otto ha muerto;
la muerte está a mi puerta; mi destino marcha adelante tan
violentamente que arrolla a los hombres cuando sus vidas
tocan a la mía. ¡Es horrible! «También tres amigos», se me
dijo, a pesar de que no tengo ninguno Horacio, como sea que
os cuente como el único. Apenas si lo sé pues creo que el amor,
en vos, ahoga toda amistad. Así, pues, me dejaréis, suceda lo
que suceda. ¡Y me dejaréis pronto y ahora que Otto ha
muerto!
258
descorazonador problema surgía en su espíritu con un aspecto
completamente nuevo y asimismo incontestable.
260
remordimiento infinito por haberse convertido en el
instrumento que le arrancara de su excelso estado. En aquella
su ligereza, en aquella su honda alucinación, un suspiro se
escapo de su pecho, tan profundo, que Horacio no pudo
menos de volverse inquieto a mirarla, más la indiferencia del
rostro de Fleta le tranquilizó. Así caminaron hasta que se
aproximaron a una pequeña ciudad.
261
generalmente por los hombres. Se había dejado guiar por su
instinto, como decimos al hablar despreciativamente de los
animales que, sin embargo, se guían de él como de una
lámpara poderosa…
–Mi destino –dijo ella–, está por este momento unido al del
noble ser hacia el cual me dirijo. Hasta ahora no lo he
comprendido, como tampoco he comprendido que únicamente
puede continuar unido de tal modo en tanto piense y sienta sin
sombra alguna de interés en mis pensamientos y sentimientos.
262
–¿Qué me impulsa a decir esto? Una cosa muy sencilla: que
he cometido un gran crimen en este estado impensado mío;
crimen que ha de ser más tarde o más temprano castigado por
las leyes inmutables de la naturaleza. ¿Será posible que me
haya encontrado por obra de mi propio destino, en el momento
mismo en que lo necesitaba, con un servidor mismo de la
Hermandad Blanca? No, es al destino de aquella otra persona
a cuyo servicio estoy, a quien lo debo. Para que nunca más lo
ignoréis, Horacio, os diré que estos dos tejos marcan en todo el
mundo la casa de los servidores juramentados del altar de
plata… Habéis de saber que el tejo tiene extraordinario poder
y especialísimas propiedades. Venid. Entremos.
264
CAPITULO XIX
–Sí –dijo el Padre Amyot–, ¿os sorprende verme?
265
como un niño y lloraba como una campesina que recordaba su
viudez?
266
Horacio no contestó, sino que se volvió y miró a Fleta.
Amyot contestó a su ademán diciendo:
–Está a mi cargo.
267
ser resueltas, habrá que atravesar por ellas como el niño
atraviesa la juventud, para llegar a la edad madura, y en aquel
primer espacio juvenil aprende las artes y poderes que le
hacen tolerable la vida posterior Horacio estaba aprendiendo
la tremenda lección en su punto más difícil. El lado por el cual
el alma humana más se aproxima a lo terrestre es el del deseo.
Es el deseo el más pronto provocador, por eso el mundo
camina sin pararse por medio de la creación de las formas,
trabajo el más fácil para los hombres. Siguen después las
figuras, con cientos de ojos del deseo llenando el alma con
apetitos de todas clases, convirtiéndolo todo, hasta el delicado
amor de la madre, en pasiones que exigen devolución, porque
no saben conceder generosamente sino es pagando amor por
amor.
***
268
aquella mano que adoraba, que adoraba, sí; a pesar de los
terribles esfuerzos que había hecho para arrancar el amor a
aquella divina mujer de su corazón. Comprendía ahora,
mientras permanecía contemplándola, que su esperanza y su
deleite habían sido sostenidos por la perspectiva de ser un
compañero de aquella mujer, de escudarla tanto como pudiera
de los peligros que hubiera de encontrar en su camino, aunque
los objetos que persiguiera la separaran de él y destruyeran
toda la simpatía.
269
gobiernan, la vasta esfera de vida en la que nos hemos de
mover, y no sufriréis como ahora a causa de un mero dolor del
momento. Hoy os asemejáis al niño a quien la ruptura de un
juguete proporciona un dolor tan grande que parece borrar
todas las posibilidades de su vida futura; dejáis que vuestra
pasión y deseo del momento actual borren de vuestros ojos el
sendero inmenso que habéis de seguir. No os aturdáis de este
modo.
Fleta alzó su vista de las flores que tenía entre sus manos.
Horacio creyó descubrir estrelladas lagrimas en sus brillantes
ojos. Vio también que se sonreía con risa tan dulce que era
más que un saludo.
272
Amyot sacó una sortija de su dedo: una sola piedra de color
amarillo engarzada en un circulo de oro.
273
Había de estar allí sola durante muchas horas y había de
realizar serios trabajos. Hubiera extrañado a cualquier
desconocedor del alma de Fleta ver cómo se encontraba en
aquella pequeña habitación, como si estuviera en su propio
palacio.
276
CAPITULO XX
Erguida allí, en silencio, Fleta aguardó la completa
ejecución del encanto. Pero su feliz conclusión exigía que una
tranquilidad profunda siguiera a las vibraciones que ella había
artificiosamente producido.
279
repuesto de las penalidades de la noche anterior, pero esto sólo
intensificaba sus energías.
***
Hasta muy entrada la noche no llegaron al campo de
batalla. La luna esparcía su luz en el cielo pálido, iluminando
la escena de forma terrible. Se detuvieron y, después de haber
sujetado al caballo en un tronco, comenzaron a caminar a pie
examinando los cadáveres. Poco tiempo después el Padre
Amyot, levantando su mirada hacia Fleta, vio que ésta
caminaba resueltamente en una dirección definida;
281
inmediatamente abandonó su propia operación y siguió a la
joven.
282
–¿Qué es lo que habremos de hacer ahora? ¿Le llevaremos
a los bosques?
283
elevación sobre el terreno o la espesura de los arbustos, les
habría impedido acercarse.
284
alto, fantástico, más semejante en aquellos momentos a un
espectro que a un hombre.
285
la luz de la luna… Nada había que interrumpiera la
inmovilidad de aquellas formas que yacían en tan espantosa
confusión. Fleta sonreía sutilmente, caminando lentamente de
un lado a otro del tétrico paraje.
286
–¿Queréis ir al tormento? –preguntó, en tanto permanecía
con los ojos clavados sobre el anillo.
287
aquel nocturno silencio de muerte. Pero esto fue todo, la
cabeza y los hombros cayeron en un lago de fuego
interrumpido únicamente por el chisporroteo de la hoguera.
–¡Podemos marcharnos!
288
–Pero no me apresuréis –dijo Fleta–. Necesito tiempo para
pensar, para saber cómo se hace frente a esto, ¿no veis que
este demonio tiene poder para seguir mis pasos?
–¡No!, no le tengo.
289
su propio manto de sus hombros, lo echaba sobre ella para
apagar las chispas que nuevamente se inflamaban.
290
CAPITULO XXI
Era ya mediodía cuando llegaron a la puerta de la casita.
Amyot no había querido marchar muy de prisa porque temía
que el movimiento del rudo carro que les conducía molestara
demasiado a Fleta. Tres veces se desmayo ésta durante el
trayecto, hasta que por último cayó en un profundo trance, del
cual no pudo ser despertada.
291
Entrando en el cuarto interior, abrió aquel oculto armario
del cual sacara Fleta los materiales para sus extraños ritos y,
lentamente, con exquisito cuidado, cogió determinados tarros,
de los cuales vertió algunas gotas en un especial vaso
cuadrado. Cuando la mezcla estuvo hecha, un humo muy
tenue y un perfume apenas perceptible salió de él. Observó su
color como si dudara y después exclamó, hablando consigo
mismo:
Por fin resolvió echar las gotas del vaso sobre el hogar. Una
luz brillante, casi una llama vivamente azul, iluminó la estancia
durante un momento. Amyot volvió a colocar el vaso en su
sitio, cerrando la puerta del secreto armario y volvió
lentamente hacia el lado de Fleta. Ésta parecía estar ahora
como muerta. Ni el más tenue color tenia su rostro, ni el más
292
leve signo de desesperación manifestaba. Puso su mano sobre
el pulso de Fleta. No latía.
293
–He mezclado ya la medicina una vez y la he tirado
creyendo trabajo demasiado grande para mí el de decidir por
ella la vida o la muerte. Ahora, sin embargo, me había
parecido que debía vivir e iba a mezclar de nuevo esta droga y
dársela. ¿Haré esto, Iván?
294
–¡Vivirá! –exclamó Iván–. Ahora lo sé. ¿No lo sabéis vos?
295
ellos, teniendo demasiado ocupada su mente, no podía emplear
tiempo alguno en expresar sus sentimientos. Tal vez aquel
silencio no era sino una vuelta a las costumbres monacales que
resucitaban naturalmente, ahora que estos dos hombres se
encontraban juntos en la mesa. Habían sido educados el uno al
lado del otro; y cuando Amyot llamaba a Iván: «mi maestro»,
tan hermosa frase tenía en sus labios toda la profunda
reverencia debida a un superior, mas también todo el afecto
que podía mostrar un viejo a un hombre más joven.
296
Hasta las once no hubo en el grupo movimiento alguno.
Pero hacia aquella hora sería cuando el Padre Iván puso su
mano sobre el brazo de Amyot. El sacerdote alzó los ojos, y
estaba a punto de hablar cuando instantáneamente su mirada
quedó fija, contemplando algo.
297
la vida, para hablar a esas dos de manera que entiendan, pues
viven inconscientemente en el mundo de las sombras, en el que
ella permanece conscientemente.
301
Volvía a la vida. Iván se levantó y se acercó con una luz en
la mano para observarla. Sí, indudablemente se movía un
poco; sus párpados se entreabrieron, sus magníficos ojos
contemplaron fijamente a Iván. La confusa y adormecida
mirada se torno instantáneamente en una adoración extática
de infinito deleite. Inclinándose sobre ella se hubiera podido
percibir el débil murmullo que procedía de sus pálidos labios.
«Por esto fue –se decía–, por lo que acababa de fracasar con
Horacio». Por aquello era por lo que había fracasado su
iniciación. No por orgullo, no por desconocimiento, no por
ninguna cosa que una máscara pudiera ocultar, sino
simplemente por apoyarse en él, por considerarle como un
dios. Alma potente, ¡cuán amargo debió serle el fracaso! ¿Por
qué aquel valeroso y resuelto corazón se había presentado a la
terrible Hermandad antes de tiempo? ¿Qué podría él hacer?
Su sufrimiento, el sufrimiento de Fleta, debía ser amargo;
ciertamente había ella dicho la verdad cuando afirmó que
había pasado el tiempo de placer para la flor… Era la hora
302
propia en que se había de formar el fruto, y ningún ser,
ninguna naturaleza podía ser detenida por mano alguna ni por
lo súplica o mandato de espíritu alguno.
303
CAPITULO XXII
Fleta volvió en sí de nuevo y se encontró tendida en el suelo
de aquella morada; su cabeza se había escurrido de la
almohada que el padre Amyot pusiera debajo de ella y
descansaba ahora sobre las baldosas. Probablemente aquella
incomodidad de la postura había contribuido no poco a
reanimarla. Trató de incorporarse, pero vio que estaba
demasiado débil. Entonces volvió a dejarse caer sobre la
almohada y desde allí lanzó una mirada dé asombro alrededor
de la pequeña habitación. Penetraba, a través de la pequeña
ventana de ésta la luz del día, acompañada de una brisa suave
y agradable. Con débil alegría miró al sol que jugueteaba sobre
el piso. Una felicidad profunda llenaba su alma. Nada deseaba,
nada pensaba ni conocía. Pero su cerebro no podía
permanecer inactivo; al primer movimiento de su máquina
despertaron los recuerdos del campo de batalla. Un recuerdo
confuso, tenebroso, ininteligible, pero lleno, sin embargo, de
horrores, y un grito incoherente se escapo de su garganta.
Después pronunció el nombre de Amyot una y otra vez. Cesó
de llamar y sus ojos se cerraron debilitados ante aquel
esfuerzo. Pero la memoria era demasiado fuerte en ella, de
nuevo volvió el recuerdo del último horrible episodio e
instantáneamente volvió a abrir los ojos… ¿Había sido todo
304
aquello una pesadilla, toda aquella sangre y aquel ruego? No,
todo había sido real, allí yacía su brazo derecho, quemado,
destrozado, mutilado, horrible; allí las manchas de sangre en
su vestido. Este último hecho parecía llenarla de horror.
Miraba fijamente la sangre…
305
Se colocó entonces más derecha sobre la silla, como si
llamara a todas sus fuerzas. ¡Qué terrible expresión la de su
rostro en aquel momento en el que desaparecieron toda su
dulzura y delicadeza habituales! Nadie la había visto jamás
así. Reflejaba en su rostro la lucha de un alma por la vida. La
lucha de un ser a punto de ser estrangulado, batallando por
respirar. Pero rápidamente aquella actitud cambió, se dulcificó
y se hizo más fuerte al mismo tiempo. Entonces se levantó de
su silla como si el vigor hubiera comenzado a reanimar su
cuerpo. Así era verdad, pues comenzó a moverse a través de la
estancia lentamente, pero con seguridad a la vez. Entró en la
habitación interior y se acercó al armario secreto, ahora ella
misma procedió a mezclar aquella droga que Amyot preparara
y arrojara al suelo después de hecha. Después, sin
vacilaciones, la bebió. Valor, fuego, vitalidad, todo acudió a
ella después de haber tomado aquella bebida. Permaneció
inmóvil dejando que la sangre coloreara sus mejillas y
abrazara su corazón y su cerebro.
306
desorden de su vestido. Se envolvió en él trabajosamente
haciendo únicamente uso de un brazo.
307
después de otro. En uno de ellos encontró unas señales sobre
la corteza que parecía ser lo que ella buscaba, pues luego que
lo estudió con gran cuidado tomó desde allí una determinada
dirección por la senda abajo, después por el camino y por
último a través de un terreno inculto. Indudablemente llevaba
una dirección fija, aunque parecía que no había jamás pisado
aquella tierra. Permanecía a veces perpleja ante arroyos
desbocados, aunque siempre después de muchos intentos
encontraba un sitio por donde atravesar. Algunas veces se
encontró cerca de casas seguramente habitadas; aquellos
encuentros la molestaban y hacía lo posible por evitarlos. Por
fin entró en el bosque, siguiendo el curso de un arroyo que
corría directamente hacia él. No era fácil seguir el curso de las
aguas, a causa de las malezas que crecían en sus orillas, pero
perseveró en su intento de caminar lo más cerca posible de
ella.
309
rostro. ¡Más, qué blanco, qué frío, qué implacable! No cabía
duda que estaba ante sus propios cabellos, pero, ¡cómo
resplandecían coronados de rosas! Unas palabras se oyeron:
310
Estoy comprometida, soy su esclava, desde ahora la obedezco.
¿Qué es lo que me ha enseñado? ¿Qué es lo que he visto y he
aprendido? Que yo, Fleta, la Fleta de la tierra, no estoy libre y
no puedo entrar por la puerta de los iniciados, que hasta que
pueda hacerlo me espera allí para unirse conmigo, entonces su
corona será mía. ¡Oh, a qué precio he de obtener esta corona!
He de arrancar de mi alma hasta el último sentimiento
humano. Sí, maestro mío, la venda ha caído de mis ojos. Sí,
porque estoy desolada; conozco por qué me habéis dejado
completamente sola. Os he amado como un discípulo ama a su
maestro, pero os he amado al fin y con amor ardiente, confiado
y ansioso por vuestra gran presencia y vuestro hermoso
pensamiento. La vida no ha tenido sabor ni significado, sin el
admirable y delicado perfume de vuestra presencia… pero
todo esto terminó. No me rendiré más a ti; ninguno de los dos
lo deseamos. Estaré de hoy en adelante sola y no buscaré
ayuda ni consuelo sino en mí misma.
311
–!Cuan débil estaba para temer esto! ¿Cómo es que no tuve
más confianza en mí misma? Pero sea así; habré de llevar la
señal de mi cobardía.
***
313
Su aspecto entero cambió repentinamente; arregló sus
cabellos, buscó su manto, con el cual se envolvió, y por vez
primera durante las pruebas por las cuales había estado
pasando pensó en sí misma, en la necesidad de alimentarse.
Encontró fruta y pan en la pequeña despensa y comió casi
vorazmente. Luego, envuelta en su manto, salió de la pequeña
casita cerrando tras de sí la puerta.
314
CAPITULO XXIII
¡Cuan larga y terrible jornada era aquella en que entraba
Fleta!
315
prueba su fortaleza pasando por aquel lugar de tales
recuerdos.
318
perfume del incienso. Una sensación de poder y de energía
atravesé todo su organismo en aquel momento.
319
era, en efecto, el traje de alguna orden extinguida hacía largo
tiempo.
320
imperceptible y monótono canto, un rítmico murmullo lleno de
magia que hacía hervir la sangre en sus propias venas.
321
CAPITULO XXIV
Dos horas después Fleta se presentaba a la puerta del
Palacio. El banquete había terminado y los invitados entraban
en tropel en el salón de baile. No se trataba de un baile de
máscaras como aquel en que usó de su disfraz por primera vez,
por lo cual fue necesario apelar a un plan más complicado para
obtener la admisión. Reconoció a todos los sirvientes que
esperaban a los convidados en la entrada redonda y en la gran
escalera de roble. Escogió a uno del grupo y, dirigiéndose a él,
le dijo:
323
–Si me ayudáis os ayudaré. Jugad esta noche y dejad que
me siente a vuestro lado. Ganaréis más de lo que vuestro
marido pierda.
–Cuando vine aquí, Señor –dijo Fleta con una voz casi
imperceptible–, creí que se hablaba de un baile de máscaras;
por esto me dispensará V. M. me haya presentado con este
traje. Mas, dejadme pasar como una adivinadora y divertiré a
algunos de vuestros convidados, y además os diré el asunto
que me ha traído a vuestro Palacio,
325
El Rey vaciló sin saber qué hacer. Pero Fleta tendió por
debajo del manto su mano izquierda hacia él, como para coger
la sortija. El Rey se estremeció violentamente y dejó escapar
una contenida exclamación. Aquella mano no podía
equivocarse con otra una vez vista. Dejó caer la sortija en su
palma. ¡Oh, cómo miró aquella mano!
326
durante unos momentos la única pareja del baile. Después los
contempló durante algún tiempo deslizarse maravillosamente,
como formas de una visión que se moviera de una manera
rítmica.
328
–Has hecho traición a mi confianza; esta comedia debe
acabar. No te necesito ya más.
329
Al oír esto Edina retrocedió y cayó sobre una silla. Una
especie de estupor y de desamparo parecía haber caído sobre
ella. No obstante, obedeció a Fleta de una manera mecánica
que inspiraba compasión; quitó, pues, de sus cabellos, las
joyas. Desprendió de su cuello los diamantes, comenzó a
desatar lentamente el lujoso vestido que llevaba. Fleta la
observaba fijamente sin disminuir la intensidad de su mirada.
Pero lo más extraño de aquella escena, si hubiera podido
haber quien la presenciara, fue que el parecido entre las dos
hermanas comenzó a disminuir por momentos y cuanto más
obedecía Edina, mayor era el cambio que en ella se verificaba.
Se inclinó hacia adelante de modo que su estatura parecía
disminuir. Sus ojos se estrecharon y contrajeron, su boca
perdió su firmeza dejando caer el labio inferior. De tal modo
quedó cambiado por completo el aspecto de aquel rostro.
Nadie la hubiera tomado ya por Fleta, aunque el aspecto y el
color de las dos era aún el mismo. Pero el espíritu había
abandonado a la una y se había hecho más vigoroso en la otra.
Nunca había parecido Fleta tan poderosa, tan completamente
dueña de sí misma como en aquel momento. Todo su valor y
confianza habían vuelto a ella en aquel instante en que
descubrió la urgente necesidad de acción.
330
Al final se aproximó a Edina y estuvo algún tiempo a su
lado. Ésta, estremeciéndose y con la voz entrecortada por el
terror, le dijo:
–¿Qué hacéis?
331
De nuevo vio su propio crimen, ejecutado por la ligereza de
alguien más débil que ella.
332
asombrado mirando en silencio a una y a otra figura. Ambas
estaban transformadas y la situación era inexplicable.
333
CAPITULO XXV
–Su época acabó –dijo Fleta después de unos momentos–.
Tiene que marcharse.
334
Horacio Estanol, ciego como está de pasión, pero no a vos…
Conoceríais a vuestra hija si no sacrificarais todo derecho a
vuestra vida de relación con ella. Pero, por ahora, lo que urge
es poner fin a esta escena. Es preciso que ideéis algún medio
de enviar a Edina fuera de Palacio sin que sea vista y de que
yo vaya del mismo modo a mis habitaciones. Estoy fatigada
por las penalidades que he sufrido.
335
–Contesto con franqueza –replicó Fleta–, como contestaré
siempre.
337
Se sentó en una silla al lado de la mesa, apoyando en ella su
brazo y dejando caer sobre él su cabeza. Estaba
completamente fatigada y sabía que con abandonarse a su
positiva sensación de cansancio físico y moral, no necesitaría
fingir apariencia alguna de pesar. En el momento en que
disminuyó el esfuerzo que la mantenía, la luz desapareció de
su rostro, sus ojos se nublaron y todo su aspecto fue el de una
persona anonadada bajo un golpe terrible.
339
una viuda anonadada, teniendo en su corazón la pena terrible
que todo fracasado espiritual lleva en su corazón. La pena de
la rendición completa, no de un amor, ni de un amado, sino de
todo, no toca al alma, ni mancha los pensamientos, de quien se
ha puesto en condiciones de penetrar en el vestíbulo de la
iniciación.
340
CAPITULO XXVI
Fácil en extremo le fue a Fleta representar el papel de una
persona dominada por el dolor. Se encontraba cerca de la
crisis, cerca del más amargo sufrimiento de su vida, y el
terrible sentimiento del pasado estaba en su camino. Cuando al
día siguiente, una vez levantada se vio en el espejo, encontró
su rostro gastado, macilento, con los ojos rodeados de sombras
y una nueva arruga de dolor en su frente. Vio todo esto, pero
sin extrañarse. Era lo que esperaba ver, pues había dejado
desencadenarse la tormenta en su alma durante la noche.
341
Éste observó con ansia a la Princesa. Vestía una bata
blanquísima, sobre la que caían sus oscuros cabellos como una
masa confusa. Era una figura triste.
342
es el de un ser varonil. A través de él se trasluce un espíritu
que sufre. ¡Decidme, os lo ruego!, ¿quién sois?
346
–No me es necesario –dijo al anciano–. Mirar la pasada
escala de la vida, es más de lo que puede resistir el cerebro
humano. La razón se tambalea ante tal espectáculo. ¡Oh, qué
abismo tan hondo! ¡Oh, qué altura tan increíble! Mi mente
está gastada y necesita descanso. Necesito dormir o perderé
mis sentidos. Haced, os lo ruego, que nadie me moleste hasta
que yo llame; y hacedme asimismo un gran favor: que se
busque a Horacio Estanol. Necesito verle cuando despierte.
347
CAPITULO XXVII
Fleta despertó tres horas después. Había quedado sumida
en un sueño tan profundo que parecía como si volviera de la
muerte. Su mente estaba descansada y su fuerza interna
restablecida. Encontrase, pues, dispuesta para continuar su
obra.
350
vos no lo he abandonado. Mas, si hicierais esta elección nos
separaríamos para siempre. Aceptadme, pues, tal como soy,
como una servidora de la ciencia. Entonces no reconoceréis en
mí sino vuestro maestro y sólo podréis exigirme ciencia.
351
aunque tuvo que salir como un ciego guiándose por las
paredes… Estaba trastornado, inconsciente de lo que hacía.
Una gran soledad roía su corazón, trabajando, minando tan
positivamente en él como la necesidad física roe en las
entrañas. Habiendo adorado en Fleta, a la mujer, no había
hecho sino adorar una imagen y ahora parecía que ésta había
sido despedazada ante sus ojos quedando como una estatua
rota, destruida para siempre. Su único consuelo era no haber
sido é1 quien escogiera un ídolo tan frágil. Aún así, un
recuerdo le atormentaba: el desprecio de Fleta cuando le
confeso su debilidad. Le producía angustia y perplejidad. No
sabía que si se hubiera atrevido a elegir la mujer tal vez Fleta lo
hubiera despreciado menos, aunque desde luego lo hubiera
compadecido, porque lo condenado por ésta, fue más aquella
fugaz debilidad. Si hubiera encontrado valor suficiente para
decidirse positivamente por el mal, hubiera echado los
cimientos de un tal poder, que le hubiera capacitado después
para escoger el bien en el transcurso de otra existencia.
353
CAPITULO XXVIII
A la mañana siguiente Fleta tuvo una larga conversación
con el Rey. Durante todo aquel día en el cual había tenido la
entrevista con Horacio, no quiso hablar con nadie, ni aun con
su padre. Había permanecido sola y nadie supo si estuvo
durmiendo o despierta; si estuvo descansando y sufriendo.
Pero aquella mañana entró en el gabinete de su padre, con su
enlutado traje y alterada por las horas de soledad. Cuando la
vio el noble anciano, creyó que la juventud y la belleza habían
vuelto a su rostro. Pero una segunda mirada le demostró que
se había engañado. El encanto delicado y femenino que hasta
entonces ejerciera había desaparecido de su rostro. Estaba
ante él, esbelta, hermosa, arrogante como siempre, pero sin su
antigua belleza. Sus ojos estaban tristes, su extraña y dulce
sonrisa había abandonado, al parecer para siempre, su boca. Si
un pintor hubiera intentado reflejar su expresión, se hubiera
valido del rostro de uno de aquellos ángeles que los primeros
italianos sabían pintar.
354
Fleta se sentó a su lado y habló con él largo tiempo.
Después se retiró.
355
CAPITULO XXIX
Algunas partes de la costa Nordeste de Inglaterra son
singularmente desoladas, salvajes y extrañamente desiertas
con relación a lo pequeño de la isla. Apenas pudiera uno
figurarse encontrar retiro alguno en un país tan populoso
como las Islas Británicas. Mas la vida se concentra en las
ciudades y las gentes no comprenden que en la orilla del mar o
en medio de los campos puedan estar rodeados de huestes
aéreas que han estado asociadas a aquellos lugares desde que
las pequeñas islas surgieron de los turbulentos mares. Han
sido, sin embargo, aquellas comarcas un centro de carácter
especial (para aquellos que leen entre líneas) durante todas las
edades de la tierra, de las que nosotros tenemos algún
conocimiento.
358
infundía ésta un inexplicable terror y aun no parecía haberse
librado de él. Era esto la única hipótesis que pudiera explicar
la reverencia con la cual trataba a aquellas habitaciones sobre
las que su hijo no había dado órdenes ningunas.
360
Estaba vestido con un traje gris de caza, admirablemente
hecho, que realzaba su espléndida figura. A su presencia el
agente quedó un tanto cortado. Cuando al fin recobró algún
dominio sobre sí mismo, comenzó a hablar con mucha más de
su habitual gravedad, diciendo:
361
–Si buscabais reclusión, éste parecía ser el último sitio a que
pudierais haber venido –observó el agente.
362
comensales saber que uno de los Veryan había vuelto a
Inglaterra y vivía en su propia casa.
363
CAPITULO XXX
El antiguo castillo de los Veryan –edificio extraño,
espacioso, laberíntico y aunque no hermoso, fuerte y
extensamente cubierto de hiedra–, estaba situado en una
cumbre desde la que se veía gran extensión de tierra y de mar.
No estando protegido como la casa dotal, se encontraba
expuesto a toda clase de riesgos y entregado a su propia
resistencia. No había árbol alguno cerca de él. Todo aquel sitio
parecía castigado por la inclemencia de los elementos. Pero
jardines (que en un tiempo fueran bellos y que aun
conservaban restos de su pasada gloría), se extendían por
todas partes. Aquellos jardines tenían el encanto supremo,
desconocido en los modernos, de no estar nunca sin flores.
Durante todo el año, aun en el más agitado tiempo, líneas y
estrellas de color se extendían por el suelo embelleciéndolo.
364
frutales y florecidas trepadoras que se desarrollaban
lozanamente. Al lado del mar abríase la pared de trecho en
trecho, había asientos desde los cuales se podía contemplar el
panorama.
365
entreabiertos. Iván, sentado ante ellas, las contemplaba
atentamente.
366
vista hacia el mar. Mas, en la pausa que siguió a su respuesta,
levantó de repente sus ojos y contestó a su mirada.
367
Después permaneció silencioso un momento y añadió:
–Entrad.
372
–Me niego –dijo en alta voz-, a atravesar por esta
experiencia de neófito. No seré más esclava de mis sentidos.
Los domino; veo más allá de ellos. ¡Ven, tú, ser que eres mi
mismo ser! ¡Ven a mí, ser puro e insubstancial! ¡Ven y
guíame, pues que no hay ningún otro, ni nada más que mi
conciencia que pueda servirme de apoyo!
373
Si hubiera podido perder el sentido, hubiera experimentado
una sensación como la que produce la lluvia sobre una tierra
seca. Su cerebro ardía, su corazón pesaba como plomo.
374
Fleta, la discípula, la poderosa, como ella creía, dudaba de
aquel modo y desesperaba. Su confianza la abandonó cuando
vio aquel vacío que ante ella se extendía. Así ha de suceder
siempre con lo desconocido. Un nuevo estado de ánimo
despertó en ella. Comenzó a temer que surgieran formas y
figuras y resonara la voz de alguien conocido y querido.
Temía, sobre todo, ver de nuevo la imagen de Iván a su lado.
375
madre. Todo temor, toda ansiedad, toda duda, habían
desaparecido de ella.
376
CAPITULO XXXI
Una puerta se abrió y pasando Fleta por ella se encontró en
un espacio iluminado por débil luz rosácea. Era allí el
ambiente tibio y suave. Al entrar no pudo distinguir los objetos
que tenia ante ella, pero no tardó en ir recobrando su vista
ordinaria.
377
pan, leche y fruta en delicados platos y en finísimos vasos de
cristal de Venecia.
378
dormir bajo el cielo. La rica bandeja y el magnífico servicio
que en ella se destacaban tan extrañamente, eran también
característicos en quien pertenecía a una gran familia que ella
había ayudado a destruir.
379
Después del desayuno, se dirigió hacia la ventana. Un
ancho y pálido mar se bañaba en la luz sutil del sol de
primavera. Ansiaba oír y sentir el aire, por lo que buscó hasta
encontrar una salida medio oculta por los tapices. Daba acceso
a un cuarto de baño, de hermoso pavimento de mármol y de
muros llenos de pintadas figuras que parecían danzar en trajes
fantásticos en tornó de los muros. Fleta se bañó y, envuelta de
nuevo en su amplio manto, atravesó la puerta, saliendo a un
gran gabinete con magníficas vistas al mar. Estaba el gabinete
artísticamente amueblado, pero todo tenía en él ese aspecto de
desolación característico de los sitios deshabitados. Lo
atravesó, pues, rápidamente y salió a una meseta desde la cual
ascendía y descendía una gran escalera de roble. Mas allí
había otras habitaciones del mismo carácter; pero no quiso
estudiarlas; ansiaba salir al aire libre y respirar la brisa del
mar. Ya había bajado rápidamente la ancha escalera, cuando la
detuvo de pronto una gran puerta de hierro que la cerraba,
impidiendo en absoluto el camino. Abajo en los escalones
había troneras y Fleta se estremeció ligeramente,
imaginándose las horribles tragedias del pasado que
representaban aquellas fortificaciones. Trató de transponer
aquella puerta, mas seguramente estaba echada la llave.
380
Volvió atrás y atravesó los otros cuartos. No había en ellos
salida alguna. Subió a los cuartos de arriba. Eran una serie de
habitaciones igualmente sin salida. Entonces, algo asombrada,
volvió al cuarto en que había dormido y empezó a buscar la
puerta por la que había entrado; mas no pudo encontrarla.
Era, sin duda, una puerta secreta y sería inútil querer dar con
ella. Se despojó entonces de su manto y, sentándose junto al
fuego, comenzó a meditar profundamente sobre su posición.
No cabía duda de que estaba prisionera. Su mente se volvió
hacia Iván. Él era quien la había introducido en aquel sitio; él,
quien sin duda le había enviado aquel misterioso salvador.
381
Sentada junto al fuego se sumió en profunda meditación, en
la cual parecía sostener consigo misma una conversación muy
seria. Ella, la suprema, la poderosa, la sacerdotisa, la heroína
de tantas vidas, la que en encarnaciones pasadas había sido
maga consumada, la inteligente discípula de los divinos
maestros, se encontraba ahora, al cabo de tantos siglos de
desarrollo, con el nudo de la dificultad en el fondo de su
mismo corazón. Le sucedía lo que a todo el que es capas de
amor, de simpatía, de emoción alguna profunda. El nudo
existe en lo interior. El hombre interesado adquiere una gran
vitalidad, y tanto crece que absorbe su ser entero. En el
hombre con posibilidades divinas, se hace por momentos más
pequeño, según él evoluciona, hasta que por fin llega el
momento terrible por el que estaba pasando Fleta. Ella
comprendía que estaba en el mar blanco de la vida impersonal.
Le parecía flotar sobre aquel vasto líquido en el que no veía
horizonte, ni deseaba verlo. Sólo una fértil isla o un pequeño
bote lleno de gente encontraba su mirada. Pero no deseaba ir a
él, ni aproximarse, ni tocarle, aunque no podía concebir cómo
soportaría la inmensa soledad que seguiría a la desaparición de
aquel punto del universo. Aquello sobre lo que sus ojos aun se
fijaban, era Iván, su vida, su propósito, su ciencia. Ahora veía
que lo que la había hecho atravesar la pasada prueba, era la
382
conciencia de que allí existía aquel punto sobre el cual podía
apoyarse. Sabía que no había logrado su intento, que había
fracasado y que su desconocido salvador sólo había acudido
para salvar su cuerpo del cansancio y la enfermedad. Aquella
voz gentil no le había llegado el premio de la victoria, sino el
acento de la compasión que se tiene para el vencido.
Comprendiendo esto, Fleta continuó elaborando en su
pensamiento aquel gran problema. Este era un trabajo difícil,
pero Fleta era un alma valerosa y habiendo fracasado en el
esfuerzo más débil, resolvió vencer en éste más arduo.
384
CAPITULO XXXII
Toda la nobleza de su naturaleza se había despertado para
resistir aquella feroz y terrible tentación que se levantaba ante
ella en el momento de su mayor debilidad. ¡Ser su esclava! Lo
sabía ahora como nunca lo había sabido; sabía que le amaba.
¡Ella, que había interpretado a Horacio y a Otto los más altos
misterios! ¡Ella, que había abrasado su alma ante el altar! Sí,
así era. Completamente purificada, limpia de toda cualidad
grosera y, sin embargo, sujeta al amor.
386
–La fiera dentro de vos es fuerte –dijo él–. No necesito
tentarla. Sabed que creo innecesario practicar con vos las
pruebas de que hicisteis uso con Horacio Estanol, de otro
modo hubiera enviado a mi sombra a burlaros y tentaros. Mas
es innecesario. Vuestra imaginación es lo suficientemente
poderosa para traer ante vos todas las tentaciones posibles…
¿Para qué molestaros con imágenes?
387
momento después retrocedió un paso, pareciendo encogerse
repentinamente, encorvarse como si una repentina vejez
hubiera caído sobre ella.
390
Fleta no contestó. No le parecía posible o necesaria
contestación alguna.
Ella, que tan largo tiempo había vivido para otros, que tan
completamente se había sacrificado por su salvación, ansiaba
para ella alguna ayuda, alguna ayuda personal, alguna palabra
animosa. En vez de esto se le daba una obra más impersonal
que ninguna de las que había llevado a cabo.
391
de su mente hasta dominarla. Fleta permanecía triste con sus
ojos fijos en el suelo.
392
después de unos cuantos segundos sin la dureza de su rostro y
rodeado de una luz ideal.
–¡Idos, Idos, demonio! ¡Soy más fuerte que vos por sutil
que seáis!
393
CAPITULO XXXIII
¡Cuán oscuro, cuán triste, tranquilo y reposado!
394
idea de la realidad y angustia del hecho hasta que no lo tuvo
ante ella. Le parecía como si le arrancaran las fibras de su
corazón. La pena seguía, más bien, crecía en intensidad. A
través de las edades, había estado obrando y sufriendo sola,
mas hasta entonces no había hecho frente a aquel terrible y
postrero aislamiento del ocultista; nunca había permanecido
sin amor hacia algún ser humano. Su corazón se había
inclinado siempre hacia alguien más débil que ella. Ahora no
podía inclinarse hacia nada. Había destruido la última imagen,
el último ídolo. Había dado un golpe de muerte al poder de su
imaginación en connivencia con Iván, y ahora que había
llegado a la sabiduría, al mirar hacia atrás, veía como durante
años de su vida aquella figura creada por su imaginación había
permanecido a su lado. Nunca lo había reconocido
conscientemente como ahora, en el momento en que su
naturaleza más fuerte y hermosa había tomado tan repentina
iniciativa dándole muerte.
397
Volvió sus pensamientos a Horacio Estanol. ¿No podía
haber vivido por él en esta sola vida? ¡Imposible! Se hubiera
cansado en una hora de la esclavitud del amor y ni aún hubiera
podido proporcionarle felicidad alguna tan inconmensurable
era la distancia entre ellos. ¿A qué, pues mirar hacia atrás,
sabiendo esto? ¿Otto? No, aún menos. Entonces su mente
volvió al pensamiento de Iván y las palabras de Etrenella
acudieron a su memoria.
398
–¿Pero cómo voy a salvar el alma de mi maestro?
Seguramente aquello debió ser falso.
400
compasión y la hizo prorrumpir en un angustioso grito. Iván se
volvió y la miró.
401
–Seguid mi senda –contestó Iván–. Es la única. Ayudad sus
almas, no sus cuerpos. Apartad a un lado la ilusión que ahora
tenéis ante vos, la idea que os hace verme como un ser sin
corazón, porque mí vista y ciencia llega más allá que el vuestro
y calcula a través de mayores distancias de tiempo. Apartad a
un lado esa ilusión como habéis apartado otras y tratad de
estar a mí lado. Trabajad por el espíritu de la humanidad, no
para el placer de sus miembros individuales y os encontraréis
formando parte de aquel espíritu y por lo tanto nunca más sola
o sin amor. ¿No es así?
402
CAPITULO XXXIV
Fue aquella para Fleta una noche de paz, como no la había
experimentado hacía mucho tiempo. Se acosté sobre la piel de
tigre en la esquina de la estancia encantada, sitio en el que
ningún hombre del país hubiera entrado solo por nada del
mundo y se durmió como un niño rendido.
403
muchachas que madrugaban y que con los ojos llenos de sueño
comenzaban el nuevo día, igual al anterior; hombres
despertados a los primeros signos del día caminando en
bandadas para emprender rudos trabajos propios de bestias y
sin embargo, felices; trabajadores que descendían a las minas
entre las salamandras, desconocedores de la alegría del sol y
de las inspiraciones del espíritu; innumerables empleados en
las oficinas de todo el mundo, atareados con la producción y el
dinero; empleados sin ambición, astutos y, sin embargo, sin
ciencia en sus adormecidos espíritus; mujeres viviendo en las
calles de las ciudades y en las innumerables casas que
comercian con el vicio; mujeres aún más parecidas entre sí que
los hombres de las ciudades, mujeres de tres o cuatro tipos
mezcladas a millares, tan semejantes entre sí como los granos
de una misma plantación; hombres y mujeres con riqueza, con
dinero, que no trabajan sino para buscar placeres y
diversiones… ¡Oh, aquel rugiente mar de la vida humana,
cuán grande y gigante fuerza seria una vez despertado, una
vez inteligente, impersonal, unido, conocedor de su propia
dignidad y significación espiritual! ¡Lo veo! ¡Lo veo! –
exclamó Fleta–. Veo vuestro poder, vuestras posibilidades.
¡Oh, raza humana de la que no soy sino un fragmento tan
pequeño, deja que te hable, que te levante, que te ayude, que
404
trabaje por ti! Diciendo esto se levantó rápidamente y llena de
nueva energía. El día había ya comenzado y, como él,
comenzaría su obra. No sabía cuál iba a ser su obra, pero sin
embargo estaba preparada para ella. Toda fatiga la había al
parecer abandonado.
405
apenas se reconocía… ¡Oh cuán cambiado estaba su rostro!
Su brillantez había desaparecido y en su lugar había una
expresión hierática como la de las estatuas egipcias. Sus ojos
se dirigieron hacia abajo después de una intensa mirada sobre
sí misma y sobre su traje. Ahora se daba cuenta de todo lo
grande de la prueba por la que había pasado ¡Cuán lejos de
ella misma se había retirado en aquellas últimas horas! Ni aún
recordaba por quién llevaba aquel vestido negro. Recuerdos
confusos de diferentes vidas pasaron ante ella… ¿Quién era
ahora? ¿Qué pena era aquella que había transformado su
razón y destruido su memoria? A medida que miraba y
pensaba, sus ojos se fijaron en su inútil y desfigurado brazo. El
recuerdo de la batalla en la que recibiera su herida, vino a ella
repentinamente.
406
CAPITULO XXXV
Fleta salió del castillo y atravesó el prado que conducía al
Paseo de la Señora, donde había encontrado a Iván a su
llegada. Estaba ahora desierto y el sol lo hacía agradable. Fleta
paseó por él lentamente durante algún tiempo reflexionando.
407
Subió los escalones de la roca y cuando llegó arriba buscó
al Padre Amyot, al que no pudo descubrir en un principio,
aunque no tardó en divisarle sentado en el banco que estaba
frente al mar. Se dirigió hacia él rápidamente y se sentó a su
lado. El Padre Amyot no reparó en ella.
408
hacer una última concesión; la esencia de mi alma al ser que
soy yo. No, no puedo, Fleta, sois a mi lado un niño en las cosas
del mundo. Sin embargo, yo he sido vuestro servidor y soy
ahora más que eso. Soy demasiado fuerte para salir vencedor
en ese esfuerzo.
409
–No –contestó Fleta, algo sorprendida por la inesperada
pregunta.
410
habéis portado tan imperiosamente que no habéis querido
hacer bien, excepto haciendo daño… ¿No es así? ¿No habéis,
a través de innumerables vidas, evaluado vuestro poder sobre
Horacio Estanol tan altamente que no podíais ceder ese
poder? ¿No adquiristeis belleza y encantos para poder leer
amor en sus ojos? Cansada como estabas de él y de su
debilidad, ¿no le encontrasteis a pesar de eso para sentir el
placer de su amor hacia vos? ¡Y eso mucho después de que os
fuese posible amar a criatura alguna, cuando había yo
purificado completamente vuestra alma de la pasión! ¡Oh
Fleta! ¡Esa ansia por el ejercicio del poder es en verdad
vuestra destrucción! ¿Por qué no acudisteis a la Blanca
Hermandad para salvar a Otto, en vez de intentarlo hacer vos
misma sola? Fuisteis rechazada a vuestros antiguos ritos
mágicos que practicabais en los oscuros días cuando Etrenella
y vos trabajabais juntas. ¡Encantadora¡ ¡Bruja! ¿Creéis que
ayudasteis a Otto en su salvación? ¿Creéis que usando formas
tan destructivas y groseras de poder podíais ayudar a su
espíritu divino a libertarse? No ha sido así. Despertaos de esas
ilusiones. Sois una mujer, y no podéis escapar del amor de
poder y de placeres, esas leyes que gobiernan la vida del sexo.
Ya no amáis, pero ¿estáis algo mejor porque ya no amáis más
como las otras mujeres? No es así; habéis trasladado las
411
emociones del sexo a un plano más elevado y habéis, por tanto,
pecado más hondamente que si los hubierais dejado en el
simple plano de la naturaleza ordinaria humana. ¿Por qué
estáis libre de las pasiones ordinarias que afectan a los
hombres y a las mujeres, es algo mejor desear dominar,
encantar, fascinar y dirigir? Vos, que tenéis en vos la
posibilidad divina, el vigor y fuerza necesarios al ocultista, ¿es
posible que no sepáis ya en qué fango estáis aún metida?
Levantaos; mirad al conocimiento divino, fijad vuestra
atención en esa visión de humanidad que os he dado, no
pensad en una o en algunas personas, sino en todas; olvidad
que sois una mujer con poder de encantar; olvidad que sois
una mujer con poder de dirigir. Sabéis que la brujería está en
el mismo orden que la pasión del sexo; es interesada, desea
adquirir, intensificar todo lo que es personal. Sabéis esto, pues
de mí lo habéis aprendido ya en otras edades, lo sabíais. Sin
embargo, os habéis dejado llevar locamente de vuestra pasión,
en su forma más noble, rechazando comprender que con
elevarla solamente no cambiabais su carácter. Horacio Estanol
será capaz de aprender la lección que vos no habéis aún
aprendido, a causa de la cruel herida que le habéis inferido,
cuando le arrojasteis de vuestro lado. No amará más, no
deseará más poseer. Es libre. Ha vivido a través de las
412
experiencias del sexo; la flor ha caído. Ya no hay más ilusión
en él, pues matasteis su posibilidad en su alma por vuestros
descorazonadores actos. Aquello pasó. Pero ha encontrado el
fruto. Su alma se ha disuelto dentro de él; es blanda,
completamente tierna, capaz de todo desinterés. Cuando
menos los sospechabais le disteis su salvación. Ya no puede
sufrir más a vuestras manos. La esclavitud bajo la que cayó
hace muchas edades, cuando os amó por primera vez y le
mostrasteis vos el poder feroz que poseíais, se acabó. Ha sido
vuestro esclavo, atormentado y enloquecido; pero está
abriendo su alma al divino poder, y se encontrará, cuando
nazca de nuevo para renovar sus esfuerzas, calmado, fuerte, ya
no más apasionado, ya no más hombre; un ser puro, imparcial,
desinteresado, todo amor pronto a su servicio… ¿Y vos?
Amyot os ha dicho que este es un día memorable en vuestra
vida. Hoy habéis de aprender la verdad, y arrancar de una vez
las cataratas de vuestros ojos.
414
puro para resistir aquel fingido presentimiento de mí, que os
hizo acordaros que al hacer ese trabajo lo haríais conmigo,
aunque lo resististeis, ¿fuisteis lo bastante fuerte para arrojar
todas las gotas del delicioso veneno fuera del cáliz de vuestro
corazón? ¿No conservabais una leve confianza de que no
estaríais completamente sola? ¿Que si no podíais adorarme,
podíais, sin embargo, servirme? ¡Oh, abandonad por completo
esas ilusiones! Habéis de olvidar que sois mujer; más aún,
habéis de olvidar que sois un individuo. ¿No era vuestro sueño
de que teníais que llevar con vos otras dos almas, otra forma
de vuestra pasión por el poder? ¿Quién os dio tal orden? ¿No
fue vuestro espíritu mismo? ¿No esperabais pagar vuestra
entrada dando pruebas a la puerta de vuestro poder sobre
otros? ¡Ah, Fleta sed sincera con vos misma! ¿Cuando ahora
llegué a vos, no estabais en el umbral de otra ligereza? No os
habían tentado las palabras de Amyot a creer que en él
encontraríais una de esas almas que teníais que salvar?
¡Locura apasionada! ¿No os electrizó con una sensación de
nueva gloria la idea de que podíais conducir al vestíbulo a uno
tan grande como Amyot? Sed valiente y haced frente al hecho
de que no sois nada en vos misma, que sólo sois un fragmento
arrojado en la marea con 1os grandes poderes que se
extienden por el mundo; una simple parte de ellos y no una
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parte del todo. Sed esto; disolved vuestro ser en el amor
infinito. Esto será para voz como una muerte, pero su
despertar será un nuevo nacimiento, tal como nunca lo habéis
conocido, pues en él no sabéis la fuerza de un pobre ser
humano –pobre en verdad, aunque dueño de poderes
mágicos–, sino la fuerza del antiguo conocimiento que crea el
mundo. Venid a este divino estado. El extraño poder que os
hizo hechicera se hará más agudo y vivido cuando sea
traspasado y transmutado. ¡Venid! Pero olvidaos de vos
misma, de vuestro poder… Sed valerosa. ¿Estáis preparada a
abandonarme y dejarme caminar solo, sin ningún deseo ni
pensamiento por vuestra parte? ¿Estáis preparada para
quedar del todo sola sin rostro, ni voz humana, ni cerca de
vuestra envoltura en el mundo, ni aún en el mundo de vuestro
poderoso pensamiento?
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–Estoy preparada –dijo–. Vuestra vida mayor os espera. La
veo luciendo gloriosamente. Desde esas espléndidas alturas de
pensamiento y sentimiento, desde ese noble lugar de sacrificio
propio, sería difícil para voz aproximaros a quien está tan llena
de error y tan hondamente manchada como yo. Vuestra
discípula no fracasará, maestro mío, ya no más mío. Os
olvidará, arrojará de ella todo pensamiento y recuerdo de vos.
Estoy pronta. ¡Id!
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puro, que borraba toda memoria de existencia, penetró en ella.
Se incorporó.
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EPILOGO
Dos meses después, el agente visitó la entonces desierta
casa dotal y luego el castillo. Encontró la puerta del cuarto
encantado, abierta por vez primera. Miró dentro con timidez.
No había en el interior sino unas cuantas hojas de otoño,
arrojadas allí, al parecer, por el viento… Cerró la puerta
sobrecogido y se marchó.
420
NOTAS EDICIÓN
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