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EL FRUTO Y LA FLOR

HISTORIA DE UNA MAGA NEGRA

Mabel Collins

EDITORIAL HIPERBÓREA
LA FLOR Y EL
FRUTO
(HISTORIA DE UNA MAGA NEGRA)

Mabel Collins

Hiperbórea
© 2011 Bubok Publishing S.L.
© 2011 Editorial Hiperbórea
1ª Edición 2011
ISBN: 978-84- 615-0544-9
ÍNDICE
ÍNDICE ................................................................................................ 3
PREFACIO ......................................................................................... 6
INTRODUCCIÓN .............................................................................. 8
CAPITULO I .................................................................................... 25
CAPITULO II ................................................................................... 37
CAPITULO III ................................................................................. 48
CAPITULO IV.................................................................................. 63
CAPITULO V ................................................................................... 74
CAPITULO VI.................................................................................. 88
CAPITULO VII .............................................................................. 118
CAPITULO VIII ............................................................................ 128
CAPITULO IX................................................................................ 139
CAPITULO X ................................................................................. 150
CAPITULO XI................................................................................ 160
CAPITULO XII .............................................................................. 178
CAPITULO XIII ............................................................................ 190
CAPITULO XIV ............................................................................. 198
CAPITULO XV .............................................................................. 214
CAPITULO XVI ............................................................................. 224
CAPITULO XVII ........................................................................... 241
3
CAPITULO XVIII.......................................................................... 253
CAPITULO XIX ............................................................................. 265
CAPITULO XX .............................................................................. 277
CAPITULO XXI ............................................................................. 291
CAPITULO XXII ........................................................................... 304
CAPITULO XXIII.......................................................................... 315
CAPITULO XXIV .......................................................................... 322
CAPITULO XXV ........................................................................... 334
CAPITULO XXVI .......................................................................... 341
CAPITULO XXVII ........................................................................ 348
CAPITULO XXVIII ....................................................................... 354
CAPITULO XXIX .......................................................................... 356
CAPITULO XXX ........................................................................... 364
CAPITULO XXXI .......................................................................... 377
CAPITULO XXXII ........................................................................ 385
CAPITULO XXXIII ....................................................................... 394
CAPITULO XXXIV ....................................................................... 403
CAPITULO XXXV ........................................................................ 407
EPILOGO ....................................................................................... 420
NOTAS EDICIÓN .......................................................................... 421

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Esta extraña historia ha llegado a nosotros de
una remota comarca y de una manera misteriosa;
no pretendemos ser otra cosa que meros
narradores. Y sólo en este sentido
responderemos ante el público y la crítica. Si
bien, de antemano, nos atrevemos a solicitar un
favor de nuestros lectores, y es que acepten como
un hecho, mientras lean esta historia, la teoría de
la reencarnación de las almas.

Mabel Collins
PREFACIO
Este libro ha sido titulado «Historia de una maga negra»,
porque en él se narran las luchas y los errores de una extraña
mujer que, habiendo sido maga negra, se esforzó, sin embargo,
grande pero ciegamente, en pertenecer a la Hermandad de la
Magia Blanca, estudiando y practicando el bien en lugar del
mal. Fleta, la heroína de esa lucha, quien en su inmediata
encarnación anterior adquirió por sí misma poderes egoístas,
se convirtió en una maga negra, empleando practicas ocultas
en provecho propio, para fines egoístas. La veremos en el primer
capítulo esforzándose en atraer hacia ella, por medio de sus
artes, al compañero de muchas de sus pasadas vidas… Y lo
hace porque así le atrae a la vez bajo la influencia de Iván
quien, perteneciendo a la Blanca Hermandad, había tendido
hacia ella su mano llena de profunda compasión. Su objetivo al
comenzar su gran obra ocultista es salvar a los demás,
especialmente a aquellos a quienes ella injuriara en otros
tiempos. ¡Pero por qué terribles experiencias atraviesa ella y
los que la rodean en sus tentativas! La veremos caer en sus
antiguas prácticas negras y en el uso de sus antiguos poderes,
como veremos a Horacio arrastrado por sus sentidos y sus
pasiones. Fleta olvida que la flor del Loto no puede florecer
sino en el propio espíritu; pero, lector, no juzgues a Fleta; no
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juzgues sus relaciones con la Blanca Hermandad, mientras no
hayas presenciado el término de su agitada vida, en tanto no
hayas oído el eco de la voz de Iván, cuando dice: «Entra»

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INTRODUCCIÓN
Conteniendo dos tristes
vidas sobre la tierra y los
dulces ensueños en el
cielo…

UNA «VIDA»

Por encima, las ramas de los árboles entremezcladas


ocultan el azul profundo de los cielos y los abrasadores rayos
del sol. Y las ramas salpicadas de blancas flores asemejan una
bóveda de la que pendiesen a manera de nevados copos
teñidos suavemente de un delicado rosa. Es una floresta
natural, un privilegiado lugar de la naturaleza, en el que
crecen espontáneos frutales. Entre los árboles, desde la
claridad a la sombra, vaga una forma solitaria… Una figura
juvenil, una salvaje de la terrible e indómita tribu que habita
en lo más apartado del espeso bosque… Es morena y hermosa.
Sus cabellos, de un negro azulado, se deslizan
abundantemente sobre sus hombros, protegiendo con sus
trenzas ondulantes a la nerviosa y morena piel de los rayos del
sol. Aparece desnuda y sin adorno alguno, mas ¡ah!, ¡cuán
oscuros son y cuán avasalladores y dulces sus ojos! ¡Cómo
recuerda su boca pequeña y correcta, los entreabiertos pétalos
de una flor! Es absolutamente perfecta en su salvaje y sencilla

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belleza y en la natural majestad de sus formas, virginales en sí
mismas por la raza a que pertenecen, inculta, indómita, no
degradada. En el semblante sublimemente natural de esta
criatura se vislumbran los latidos de una inmensa tragedia. Su
espíritu, su pensamiento, luchan por despertar. Acaba de
cometer una acción que antes le pareciera completamente
sencilla y natural, y que ahora hace surgir la perplejidad y la
confusión en su oscuro espíritu. Vagando de una a otra parte
bajo las espléndidas masas de florecidos árboles, se esfuerza en
vano por explicarse la misma pregunta. Mas, nada comprende,
sin embargo, y vuelve de nuevo a contemplar su obra.

Una inmóvil forma yace en el suelo junto a la más espesa


sombra de los espléndidos frutales. Un joven yace tendido, un
hombre de su propia tribu, hermoso como ella y con el vigor y
la fuerza escritos en cada una de las líneas de su cuerpo. Era
su amante, a quien ella había considerado siempre como su
amoroso y dulce amigo, y al que sin embargo, con traidor y
brutal movimiento de su flexible brazo, ella misma matara. La
sangre mana de su frente, en donde la aguda piedra ocasionara
la herida mortal, y la vitalidad se va extinguiendo de su cuerpo
juvenil. Un momento antes aún se agitaban sus labios, ahora
permanecen marchitos. ¿Por qué había ella arrebatado en un
momento de terrible pasión, tan hermosa existencia? Le
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amaba con toda la fuerza de su tosco corazón, pero el joven,
confiando en su gran fuerza, intentó sin duda arrebatar su
amor antes de que estuviese maduro. No era entonces sino una
flor, como las blancas florecillas de la enramada. Quiso
apoderarse de ella como si fuese un fruto maduro y fácil…
Entonces un repentino y extraño destello, una nueva emoción
hizo conocer a aquella mujer que el joven era su enemigo y
que tal vez deseaba ser su tirano. Hasta aquel momento le
había considerado como a ella misma, algo a lo cual amaba
como a sí misma con una ciega e irreflexiva confianza. Ella
había obrado apasionadamente guiada por aquel a modo de
sentimiento que hasta ahora no había conocido. Él, no
acostumbrado a la traición ni a la cólera, no sospechó tan
inesperada acción por parte de su hermosa compañera y
estuvo a su merced, confiado e inadvertido. Y ahora yacía ante
ella. Los ardientes rayos del sol seguían iluminando a través de
las verdes hojas y de las plateadas flores la oscura cabellera y
la suave y morena piel de la violenta joven. Estaba hermosa
como la aurora cuando despunta por encima de los elevados
árboles seculares. Una insólita extrañeza brillaba en sus
oscuros ojos; una interrogación, un anhelo, una pregunta que
hasta entonces no se había hecho, brotaba en su mente.
¿Cuánto tiempo habría de pasar hasta que su tosco espíritu

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pudiera contestarla? ¿Cuánto tiempo transcurriría antes de
poder ser oída la respuesta?

La pobre salvaje, innominada, desconocida completamente,


excepto por su tribu, que no veía en ella sino una hija de los
bosques, no tiene quien la ayude o quien la detenga en su
corriente, en la impetuosa ola de sus actos. Ciegamente
sobrevive a sus emociones. Está descontenta, intranquila,
consciente de algún error. Cuando abandona el huerto lleno de
silvestres frutales, cuando vuelve hacia la parte del bosque
donde bajo los grandes árboles habita su tribu, sus labios están
mudos. Nadie en su tribu oyó de ella que aquel joven a quien
amaba había muerto en sus manos; ella misma no hubiera
sabido cómo relatar esta historia; lo sucedido había sido un
misterio para ella. Se sentía, sin embargo, triste, y en sus
grandes ojos latía una mirada de deseo. Pero ella era hermosa,
muy hermosa, y pronto otro joven atrevido adorador, comenzó
a cortejarla. No le agradaba; no había en sus ojos el brillo
aquel que la regocijaba en los ojos del muerto, a quien había
amado. No le rechazó, ni levantó airada su brazo, temerosa de
que su pasión se desencadenase a pesar de ella; sentía que
había atraído sobre sí una necesidad, una desesperación,
obrando violentamente, y ahora intentaba actuar de distinta
manera. Ciegamente trataba de aprender la lección que había
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recibido. Ciegamente se dejó conducir por su propia voluntad.
Ahora se convertía en voluntaria sierva de uno a quien no
amaba y cuya pasión hacia ella estaba llena de tiranía. Pero
esta vez no resistió, no se atrevió a resistir tal tiranía; no
porque le temiera, sino porque se temía a sí misma. Su estado
de ánimo era el de cualquiera que se pusiera en contacto con
una nueva y hasta entonces desconocida fuerza natural. Temía
que su resistencia o su deseo de libertarse hiciera caer sobre
ella un mayor asombro, una mayor tristeza y una mayor
pérdida que las que ya había experimentado.

Y así se sometió a lo que en su primera juventud hubiera


sido para ella peor que la mordedura de un potro salvaje.

***
Las florecillas del albaricoque han caído y en su lugar ha
nacido el fruto; cayeron las hojas también, los árboles están
desnudos. En lo alto el cielo está gris y turbulento, la tierra
húmeda, blanda, alfombrada con las hojas caídas… Ha
cambiado el aspecto de aquel sitio, pero el sitio es el mismo; ha
cambiado el rostro y la forma de la mujer, pero también es la
misma. De nuevo está sola en el huerto silvestre, vagando
instintivamente por el sitio donde muriera su primer adorador.
Lo ha encontrado. ¿Qué hay ya de él allí? Unos cuantos
huesos aún reunidos; un esqueleto. Los ojos de la joven, fijos,
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dilatados, terribles, devoran aquel espectáculo. El horror aflige
por último su alma. ¡Esto es todo lo que queda de aquel joven
amante que murió por su mano: unos blancos huesos que
yacen en orden espantoso! Y sus largos y ardorosos días y las
ardientes noches de su vida, han sido dados a un tirano que no
ha recogido satisfacción y alegría de su sumisión; a un tirano
que aún no ha aprendido ni siquiera la diferencia entre mujer
y mujer; un tirano para quien todas eran indistintamente
meros seres salvajes, criaturas dignas de ser perseguidas y
conquistadas. En su tétrico corazón un extraño y confuso
problema surge. Ella volvía de este cementerio de otros
tiempos y volvía a someterse a su esclavitud. A través de los
años de su vida espera y se asombra mirando confusamente la
vida que la rodea. ¿No vendrá alguna respuesta a su espíritu?

13
DESPUÉS DEL SUEÑO, DESPERTANDO

Espléndido era el velo que la escudaba de aquel otro


espíritu, de aquel espíritu que ella conocía y hacia el cual
demostraba su reconocimiento por medio de súbito y
repentino amor. Pero el velo les separaba con toda la pesadez
del oro de que estaba salpicado, con todo el brillo de sus
estrellas de plata. Y según miraba aquellas estrellas con
admiración deleitosa de su brillantez, se hacían mayores y
mayores hasta que al fin se fundían y el velo se transformaba
en un resplandeciente lienzo suntuoso y adornado de áureos
brocateles. Entonces era mas fácil ver a través del velo o tal
vez les parecía más fácil mirar. Antes, el velo había hecho que
la forma apareciese confusa; ahora la hacia aparecer
espléndida e idealmente bella y vigorosa. Entonces la joven
extendía su mano esperando obtener la presión de otra mano a
través de la transparente nubecilla. En aquel mismo instante él
también extendió la suya. ¡Sus almas se comunicaban y sé
comprendían! Sus manos se tocaron; el velo se rompió; se
acabó el momento de gozo y la lucha comenzó de nuevo.

14
UNA VIDA

Cantando, sentada sobre las gradas de un viejo palacio,


chapoteando con sus pies en el agua de un ancho canal, una
delicada criatura permanece. Es una muchachita que apenas
está en el umbral de la vida, despertando a las sensaciones.
Una muchacha de áspera cabellera dorada e inocentes ojos
azules, en cuyas resplandecientes profundidades aparece la
extraña y viva mirada de una criatura salvaje. Es tan sencilla y
aislada en su felicidad como cualquiera otra creación animada
de los bosques. La luz del sol la suave brisa tenuemente
impregnada con el sabor de la sal, su pura voz clara y juvenil y
alguna alegre canción popular son placeres suficientes para
ella.

El tiempo de inconsciente felicidad o desdicha que


anunciaban los sucesos reales de la vida, acababa ya. La gran
ola que ella promoviera crecía incesantemente: ¿Cuánto
tardaría en llegar a la orilla y romper sobre la lejana costa?
Nadie podría saberlo excepto aquellos cuya vista es más
penetrante que la humana. Nadie podría decirlo; y ella es
inculta, desconocedora. Más aunque nada sabe, está dentro
del curso de la ola y hasta que su alma despierte será
impotente para obtenerla.

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En este momento una voz dice a su lado:

–¡Florecilla, florecilla mía silvestre y hermosa!

Es un batelero, un joven batelero que acaba de conducir su


barquilla hacia las gradas en las que ella juega, más tan
lentamente que no se nota su llegada. El batelero se inclina en
su barca hacia ella y toma con su mano los desnudos y lindos
pies.

–Ven, ven conmigo silvestre flor, dice. Abandona esa


miserable casa a la cual te sujetas, ¿Qué hay en ella que te
haga permanecer en su seno ahora que tu madre ha muerto?
Tu padre vive una vida salvaje y te obliga a compartirla con él.
¡Ven conmigo! Viviremos entre gente que te amará y que te
encontrará tan hermosa como yo te encuentro. ¿Querrás
venir? Cuán a menudo te he preguntado esto mismo sin tener
contestación. ¿Contestarás ahora?

–Sí, dice la muchacha mirando hacia el cielo con grave


mirada, con seria mirada de bella expresión melancólica e
interrogadora.

El batelero ve esta extraña mirada y la interpreta tan


claramente como puede.

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–Créeme, dice; no soy como tu padre, no soy un salvaje.
Cuando seas mi pequeña mujer te querré mucho más que a mí
mismo. Serás mi alma, mi norte, mi estrella, te escudaré como
escudo mi alma dentro de mi cuerpo; te seguiré como a mi
guía; te contemplaré como a una estrella en el firmamento.
Seguramente podrás confiarte a mi amor.

A pesar de estas palabras, el batelero no contestaba a la


duda que había en el alma de la muchacha. Ni él había
adivinado en qué consistía, ni ella hubiera podido decírselo.
Aún no haba aprendido a conocerse, aún no sabía lo que la
apenaba. Sólo sabía que se hallaba afligida por la tristeza. Mas
disimuló y guardó silencio, Aún no había llegado el momento
de hacer otra cosa. No hubiera sabido expresar plenamente el
estado de su corazón, ni aún a su misma alma lo hubiera
revelado. La pregunta había de ser ocultada aún mucho
tiempo.

–Si; dijo, iré.

Y tendió su mano como para sellar el contrato. Él,


interpretó aquel ademán según sus propios deseos, y tomando
sus manos entre la suyas atrajo la joven hacia el barco. Ella
cedió. Después se alejaron rápidamente de las gradas haciendo
sonar los remos y desapareciendo por el canal abajo. Florecilla

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miraba ardientemente atrás observando cómo desaparecía el
antiguo Palacio, aquel Palacio en cuyas gradas bañadas por la
luz del sol había pasado su vida de niña. Ahora comprendía
que todo aquello había concluido, que en adelante todo
cambiaría aunque no le importaba cómo ni en qué forma dada
la extraña confianza con que había aceptado a su joven
compañero. No dejaba éste de intrigarla confusamente. Y, sin
embargo, ¿cómo podía dejar de tener confianza en aquel joven
a quien había conocido mucho tiempo atrás, cuyo amor y vida
había arrojado bajo los silvestres frutales y cuya firmeza
amorosa había visto después cuando su alma estaba al lado de
la suya?

Marchaban ahora en la barquilla; ya habían dejado los


canales y caminaban en mar abierto. El batelero remaba
incansablemente con sus ojos clavados en la bella Florecilla de
la que se había apoderado y que llevaba con él convertida en
algo suyo. A lo lejos se veía un pueblo en la costa, una pequeña
aldea de pescadores. A ella se dirigía el joven con su barca.
Aquella era la aldea en que vivía.

Había divisado a la puerta de su cabaña a su anciana


madre, una viejecilla de rostro sonrosado y rugoso, vestida con
traje de pescadora y cubierta con un tosco chal. Con la morena
mano hacía sombra a sus ojos mirando acercarse la barca de su
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hijo. Pronto acudió una sonrisa a sus labios. Trae la Florecilla
de que suele hablar en sus sueños! ¡Oh cuán feliz será ahora el
buen muchacho!

Se trataba en verdad de un buen muchacho; su madre le


conocía bien y cuanto más le conocía más profundamente
aumentaba su amor. Hubiera hecho lo imposible por su
felicidad. Ahora abría sus brazos a la niña, a la pequeña Flor y
se disponía a adorarla por pertenecer a su hijo. Algunos días
después, la aldea de pescadores celebraba una fiesta con
motivo del casamiento de su más vigoroso pescador. Y los ojos
de las mujeres se llenaron de lágrimas cuando vieron el rostro
tierno, triste e interrogador de la hermosa Florecilla. Se había
ésta entregado sin vacilaciones, con completa confianza. Había
cedido su vida, su alma misma. Su rendición era ahora
completa.

Cuando todo parecía haberse consumado, su pregunta


comenzó nuevamente a agitarse dentro de ella. Comprendía de
un modo confuso, que a pesar del esposo a cuyos pies se
inclinaba; que a pesar de las criaturas que llevaba en sus
brazos (en tanto que sus diminutos pies no eran lo bastante
fuertes para pisar sobre la costa al margen de las azules olas);
que a pesar de su casa (cabaña que ella adornaba, cuidaba y
quería tiernamente); que a pesar de todo, su corazón estaba
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hambriento y vacío. ¿Qué significaba aquel estado en el cual,
teniéndolo todo, le parecía no tener nada? Florecilla era ya
una mujer. Había en su frente algunas señales de cuidado y de
pena, Sin embargo, aún era hermosa, aún ostentaba su infantil
nombre de Florecilla. La belleza de su rostro se había hecho
más triste y más extraña a medida que pasaban los años. Los
años traen bienestar y satisfacción al alma inactiva, pero el
alma de Florecilla era impaciente y ansiosa, y no podía
aquietar las misteriosas voces de su corazón. Aquellas voces
(aunque no siempre comprendía su lenguaje) le decían que su
esposo no podía ser en realidad su soberano; que jamás él
había oído eco alguno de aquella misteriosa región interna en
la cual ella principalmente existía. Para él, el placer radicaba
en la vida externa, en el mero placer físico, en la excitación del
penoso trabajo, en los peligros de la mar, en la hermosura de
su esposa, en la alegría de sus felices hijos. Y su alma no pedía
otra cosa. Pero en los ojos de Florecilla resplandecían los
destellos de la luz profética. Ella veía que toda aquella paz
había de pasar; que todo aquello había de desvanecerse.
Reconocía que todas estas cosas no satisfacían ni podían
satisfacer en absoluto al espíritu. Su alma parecía temblar
dentro de ella cuando comenzaba a sentir el primer destello de

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la terrible respuesta que había de tener su penosa, íntima,
secreta interrogación.

***
Un profundísimo sueño
de reposo, un más vigoroso
despertar.

Largos años después, una solitaria mujer habitaba en aquel


pueblo de pescadores sobre las orillas del mar azul. Vieja y
encorvada por la edad y las penalidades, aún eran brillantes
sus ojos como los de cualquier muchacha. Aún se
transparentaba en ellos la misteriosa belleza de su alma. Los
cabellos antaño dorados, ondulaban ahora grises sobre su
frente de anciana. Era amada de todos, bondadosa y llena de
generosos pensamientos. Nunca fue comprendida por los
habitantes de la aldea que estaban a muchos siglos detrás de
ella en su evolución. Se encontraba entonces al borde de la
gran prueba, decisiva de su existencia; la experiencia de la
vida en el seno de la civilización. Cuando la anciana pescadora
yacía muerta dentro de su noble cabaña y la gente venía a
llorar junto a su cuerpo, pocos se figuraban que ella marchaba
hacia un grande y glorioso futuro lleno de audacia y de
peligro. Cuando sus ojos se cerraron por la muerte, sus ojos
internos se abrieron a un espectáculo de esplendidez absoluta.
Estaba en un jardín de frutales, y los florecidos árboles
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estaban en todo su esplendor. Cuando sus ojos se fijaron en
aquella blanca masa de flores, cuando se sumergieron en
aquella belleza, se acordó del nombre que había llevado sobre
la tierra y confusamente comprendió su significado. Las
florecillas ocultaban de su vista el cielo hasta que una blanda
presión sobre su mano de alguien que permanecía junto a ella,
atrajo su mirada hacia la tierra. Entonces vio a su lado al
hombre aquel a quien amaba a través de las edades, que
permanecía a su lado experimentando el profundo misterio y
atravesando por la experiencia extraña de la encarnación en el
mundo en donde el sexo es el primer maestro. Y en cada fase
de la existencia por la cual atravesaban ya juntos, forjaban
eslabones que los unían cada vez más fuertemente y les
obligaban de nuevo una y otra vez a encontrarse como si
estuvieran destinados a pasar juntos a través de la hora vital, la
hora en la que la vida se modela para grandes fines, o para
vanas acciones.

En aquel recogido lugar donde las florecillas impregnaban


el aire de dulzura y belleza, les parecía que habían llegado a la
plenitud del placer. Descansaban con perfecta satisfacción
bebiendo en las profundas aguas sorbos del goce de la vida.
Para ellos la existencia era un hecho aceptable y último en sí;
la existencia tal como entonces la disfrutaban. La vida que
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ellos vivían les parecía completa; no deseaban otra, ni otro
lugar, ni otra belleza que los que gozaban. Nadie podría decir
qué tiempos, qué edades hubieron de pasar en tan hondo
acontecimiento y en tan completo cumplimiento del placer.
Por fin el alma de Florecilla despertó de su sueño y despertó
saciada, y volvió el hambre a roer en su anhelante corazón. El
ansia de saber reaparecía. Asida fuertemente a la mano que
tenía en la suya saltó del blando lecho en que yacía. Entonces
por vez primera notó que el suelo estaba blando y agradable
porque en aquel sitio se habían amontonado grandes
cantidades de las caídas flores. El suelo estaba completamente
blanco, aunque algunas habían empezado a perder su delicada
belleza, a rizarse, a arrugarse y adquirir un color oscuro.
Florecilla miró entonces sobre su cabeza y vio que los árboles,
habiendo perdido los delicados pétalos de las flores, también
habían perdido su hermosura primera, su primaveral
esplendor. Aparecían ahora cubiertos de pequeños y verdes
frutos apenas formados, apenas bellos a la vista, ásperos al
tacto, ácidos al sabor. Con un estremecimiento de pena por la
dulce primavera que había pasado, Florecilla se apresuró a
abandonar los árboles con su mano asida aún fuertemente a las
manos de su compañero. De nuevo iba a encontrarse ante
extrañas experiencias, ante terribles peligros acaso: su obra

23
parecía ser más fácil ayudada de aquel probado compañero;
con la proximidad de aquel que estaba escalando el mismo
escarpado sendero de la vida.

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CAPITULO I
Hay en los bailes de máscaras una atmósfera de aventuras
que atrae a los osados de ambos sexos, a los brillantes e
ingeniosos espiritas, Horacio Estanol reunía las condiciones
precisas para ser el héroe de una de estas brillantes fiestas. Era
un hermoso joven de rostro bellísimo y ojos profundamente
tristes. Su rostro en reposo, no dejaba de resultar en cierto
modo afeminado por su blancura, más la fría brillantez de su
sonrisa y el especial ligero escepticismo que latía en su
conversación, le daban un aspecto completamente distinto. No
había, sin embargo, razón que explicara el escepticismo de
Horacio, harto natural por otra parte para que pudiera
suponérselo adoptado por afectación o por moda. El origen de
aquella innecesaria frialdad e indiferencia estaba dentro de él
mismo.

Aquella noche recaía sobre él toda la atracción de los


salones de Madame Estanol. El baile de mascaras se daba para
celebrar su mayoría de edad. Nunca Horacio había resultado
tan joven como cuando estuvo entre sus amigos recibiendo sus
parabienes y admirando sus regalos. Vestía un traje de
trovador, que le sentaba admirablemente, no tan sólo por lo
pintoresco de su forma, sino por lo bien caracterizado. Reunía

25
Horacio a la facultad de la improvisación una voz llena y suave
y unas dotes musicales y poéticas sorprendentes. Horacio era
admirado por sus amigos, aunque poco querido y, a decir
verdad, casi odiado por su única allegada próxima: su madre.
Se hallaba en aquel momento ésta a su lado, dirigiéndose a un
grupo que se había formado a su alrededor. Era Madame
Estanol una de las mujeres de más talento de aquella época, y
como aún era hermosa y de encantadora arrogancia, había
reunido a su alrededor una verdadera corte. Su aversión hacia
Horacio se fundaba en la idea que tenía de su carácter. A una
de sus amigas íntimas haba dicho: «Horacio deshonrará su
nombre y su familia antes de que un hilo gris se haya mezclado
a sus oscuros cabellos. Reúne las cualidades que atraen la
desesperación y aseguran el remordimiento. Dios me
perdonará, seguramente, esto que digo de mi hijo; pero lo veo
ante mí. Veo un abismo al cual me arrastrará con él; y espero
la caída todos los días.»

Un convidado, una señora que acaba de llegar, se acercó a


Madame Estanol sonriendo, y después de saludarla
cariñosamente dijo cuchicheando: «He traído una amiga
conmigo; supongo le daréis la bienvenida y celebraréis su
disfraz de adivinadora. Es muy ingeniosa y nos distraerá si
queréis.»
26
Apartándose un poco dejó ver a Madame Estanol una
figura que había permanecido detrás encorvada a manera de
una sexagenaria de temblorosa cabeza y manos débiles. Se
apoyaba en un báculo.

–¡Ah, Condesa!, no es posible conocer a vuestra amiga bajo


ese disfraz; dijo Madame Estanol. ¿No me diréis quién es?

–Estoy comprometida a no decir nada sino que es una


adivinadora, contestó la Condesa Baironn. Su nombre lo
revelará ella, sin embargo, a una sola persona; más esa persona
deberá haber nacido bajo la misma estrella que presidió su
propio natalicio.

La adivinadora volvió su inclinada cabeza hacia Madame


Estanol y fijó en los ojos de ésta su brillante y fascinadora
mirada. Madame Estanol no pudo menos de sentir que un
encanto irresistible la atraía hacia aquella misteriosa mujer y le
tendió su mano para ayudarla a atravesar la estancia.

–Venid conmigo, exclamó, quisiera presentaros a mi hijo.


Es el héroe de la escena esta noche; el baile se da en honor de
su mayoría de edad.

Atravesaron entre las máscaras que en aquel momento


comenzaban a llenar los amplios salones, las que no podían
menos de volverse a mirar la extraña figura de la vacilante
27
anciana. Horacio Estanol estaba apoyado en el marco de la
chimenea del salón interior rodeado de un alegre grupo de
amigos íntimos. Tenía su antifaz en la mano, y al verle allí
sonriendo con sus oscuros rizos, cayendo sobre la frente,
pensó su madre mientras se dirigía a él: «Mi hijo es más
hermoso a cada hora de su joven y alegre vida.» Cuando
Horacio vio la extraña compañera de su madre avanzó un paso
como para darle la bienvenida, más su madre le detuvo con
una sonrisa: «No te puedo presentar a este nuestro convidado,
dijo, pues no sé su nombre. Él sólo lo dirá a una persona que
ha de haber nacido bajo su misma estrella. En el entretanto la
saludaremos en su papel de adivina.»

Tal anuncio fue recibido con un murmullo de curiosidad y


de alegría.

–Entonces, acaso ejercite nuestro amable huésped su


habilidad en nuestro beneficio, dijo Horacio contemplando la
temblorosa cabeza y los grises cabellos de la anciana.

Ésta le miró con sus extraños y penetrantes ojos. Horacio,


lo mismo que su madre, experimento el encanto que de ellos
emanaba. Pero sintió más, sintió que se despertaba en él una
repentina oleada de inexplicables emociones; no pudo menos
de llevar su mano a la frente; estaba trastornado, anonadado.

28
Había entre aquellos salones uno pequeño, cuya puerta se
abría en aquella misma estancia en que estaban. Era tan
pequeño, que sólo contenía una mesa cubierta de flores, un
pequeño diván y una butaca. El alegre grupo que rodeaba a
Horacio convirtió inmediatamente aquel salón en el santuario
de la profetisa. Bajaron y suavizaron la luz, corrieron las
persianas y cerraron con llave todas las puertas excepto una,
en la que fue colocado un guardián que admitiría de mal modo
y uno por uno a los que fueran suficientemente afortunados
para hablar a solas con la sibila. Esta sólo quería ver a algunos
de los convidados que ella misma elegía de entre la multitud,
describiendo su aspecto y vestido al guardián del santuario.
Eran casi siempre distinguidas señoras. Entraban riendo, casi
provocadoras. Mas, después, salían pálidas unas, sonrojadas
otras, algunas temblorosas, algunas con lágrimas en los ojos.
«¿Quién podrá ser?», se preguntaban aterradas las unas a las
otras. Y demostraban así que la adivina penetrara en sus
corazones, y descubriera sus más secretos pensamientos.

Por fin, el guardián de la puerta dijo que Horacio podía


entrar.

Cuando Horacio entró, el joven guardián después de cerrar


la puerta regresó al alegre grupo que había detrás de él
diciendo:
29
–Ya le ha alarmado. Le he oído lanzar un grito.

–¿Podríais ver dentro? –preguntó alguno; acaso se haya


quitado el antifaz ante su huésped.

–No se ve nada –contestó–. Tal vez alguno de los que han


entrado haya podido adivinar quién es.

–Nada es posible adivinar, contestó una muchacha que


saliera de la prueba pálida y temblorosa.

Y sin embargo sucedió lo que habían supuesto. Había


quitado su antifaz ante el dueño de la casa. El báculo, el
amplio manto, la peluca y el gorro estaban por el suelo. Un
cosmético especial había borrado de su rosada piel la oscura
apariencia de la antigua sibila. En el momento en que entró el
joven, completaba ella su rápida toilette, y se sentaba en el
pequeño diván. Estaba vestida con un rico traje de noche y
sostenía el antifaz en su diestra. Ahora su rostro estaba
descubierto; sus extraordinarios ojos se fijaban en Horacio y
en su hermosa boca se dibujaba una especie de sonrisa. Fue
algo más que sorpresa lo que experimentó Horacio. De nuevo
aquella inexplicable oleada de emoción se apoderó por
completo de él. Se sentía como embriagado. No pudo menos
de mirar ardientemente a tan extraña mujer durante algunos
momentos.

30
–Seguramente, señora –dijo él–, nosotros nos hemos
encontrado antes.

–Nacimos bajo la misma estrella, fue contestado con una


voz electrizante. Hasta este momento no había oído hablar a la
original mujer; más a la vibración de aquella corta frase, una
extraña idea –como la de que algún vinculo o recuerdo
confuso podía haberlos unido–, se despertó en su espíritu. Esta
impresión se fortificó ante el sonido de aquella voz intensa,
sonora, dulce… De repente reconoció el significado de su
emoción; ya no lucharía más contra ella, ya no más sería por
ella trastornado. Se acercó al diván y se sentó al lado de la
joven.

La contemplaba con admiración, con asombro, pero no ya


con miedo ni sorpresa; comprendía que el acontecimiento que
él imaginaba no habría nunca de suceder, acababa de
verificarse. Estaba enamorado.

–Dijisteis que descubrirías vuestro nombre al afortunado


nacido bajo la misma estrella vuestra.

–¿Y qué, no me conocéis? –preguntó ella con una ligera


mirada de sorpresa–. Creía que era universalmente conocida,
por lo menos de vista.

31
–No os conozco –contestó él–, aunque en verdad me
extraña cómo haya podido vivir hasta ahora sin conoceros.

Pero la adulación no producía sobre aquella mujer efecto


alguno, vivía en su atmósfera; por lo cual respondió
sencillamente:

–Soy la Princesa Fleta.

Horacio se estremeció y aún sonrojó levemente al escuchar


estas palabras, y apenas pudo contener su emoción. La
Princesa Fleta ocupaba un elevado puesto en la sociedad de
aquel país; puesto que no podía pertenecer sino a quien
estuviese próximo a ocupar algún excelso trono. La Princesa
era un personaje aún entre cabezas coronadas, a quien sólo un
emperador hubiera podido solicitar sin rebajarse. Y Horacio
era el hijo de un oficial del ejército austríaco y de una noble
señora perteneciente a una antigua familia aristocrática que se
arruinara. Horacio, en un rápido impulso de su corazón, ¡Se
había dicho a sí mismo que estaba de ella enamorado! y
ciertamente comprendía que no podía desdecirse. Había
murmurado dentro de sí mismo aquellas palabras y el
murmullo había encontrado multitud de ecos. Siempre la
amaría…

32
La Princesa, sonriendo, volvió sobre él sus maravillosos
ojos.

–He hecho mi trabajo de esta noche –dijo–; he divertido a


algunos. ¿Quisierais ahora bailar?

Horacio era lo suficientemente cortés para no dejar de


escuchar este mandato, aunque su alma entera estaba en sus
ojos y todo su pensamiento pendiente de tanta belleza. Se
levantó pues y, ofreciéndole su brazo, salieron de la estancia
no sin antes haberse cubierto ella el rostro. Cuando
aparecieron ante la multitud que se agolpaba a la puerta del
improvisado santuario, un irreprimible murmullo de excitación
y asombro se escuchó por todas partes. «¿Quién podrá ser?»,
fue nuevamente la exclamación de todos los salones. Pero
nadie podía adivinarlo. Nadie podía suponer que fuera la
Princesa Fleta en persona; eran pocas las casas que ésta
visitaba y nadie hubiera podido imaginar que aliciente alguno
la llevara a casa de Madame Estanol.

El misterio de su presencia en aquel baile lo explicó ella


misma a Horacio mientras bailaban.

–Soy –le dijo– una cultivadora de la magia, y he aprendido


algunos secretos útiles. Puedo leer en los corazones de los
cortesanos que me rodean y sé dónde he de buscar a los

33
amigos verdaderos. Anoche he soñado que había de encontrar
aquí un verdadero amigo. ¿Os interesan estas espirituales
investigaciones?

–Las desconozco por completo –contestó Horacio.

–Dejadme entonces que os enseñe –dijo la Princesa con una


ligera sonrisa–. Seríais un buen discípulo; puede que hiciera de
vos un buen adepto y no son muchos los que se encontrarían
en este caso.

–¿Y por qué? –preguntó Horacio–. Seguramente es un


estudio fascinador para los que pueden creer en sus secretos.

–No es, sin embargo, el escepticismo la gran dificultad –


contestó la Princesa–, si no el temor. El terror hace retroceder
a la multitud ante sus umbrales. Muy pocos son los que se
atreven a penetrar en ellos.

–¿Y sois de esos pocos? –exclamó Horacio contemplando a


la extraña mujer con admiración ardiente.

–Nunca he sentido el miedo –contestó ella.

–¿Y sería imposible hacéroslo sentir? –preguntó Horacio.

–¿Deseáis probarlo? –replicó ella sonriendo ante la audaz


pregunta. No había estado ésta tan llena de impertinencia
como parecía; el rostro y los ojos de Horacio estaban
34
encendidos en amor y admiración cuando la formulara y su
voz había temblado apasionadamente al expresarla.

–Podéis, si queréis, intentarlo –continuó diciendo la


Princesa mientras le miraba con aquellos sus extraños ojos–.
Atemorizadme si podéis.

–Aquí en mi propia casa no sería cortés ni hospitalario.

–Venid, entonces, a la mía cualquier día que intentéis


distraeros. Probaréis entonces de asustarme. Os enseñaré mi
laboratorio donde confecciono esencias e inciensos para
agradar a los gnomos y a los duendes.

Horacio aceptó tal invitación con un transporte de alegría.

–Conducidme a donde la Condesa –dijo por último–, quiero


retirarme, pero antes quiero que me presente a vuestra madre.

La Condesa se encantó ante esta decisión de la bella y


original pareja de Horacio.

No pudo menos de pensar que a Madame Estanol le


hubiera desagradado descubrir que aquella gran señora había
estado disfrazada en sus salones, y no había querido darse a
conocer ni aún a la dueña de ellos. La Condesa daba gran
valor a la amistad de Madame Estanol, por lo cual se alegro
que la caprichosa Princesa se decidiera a tratar a dicha señora,

35
su amiga, con cortesía. Madame Estanol apenas pudo
disimular su sorpresa al conocer la excelsa jerarquía que había
estado oculta, durante aquella noche, bajo el disfraz de
adivinadora.

La Princesa, sin separar de su rostro el antifaz, dio a


entender, sonriendo a Madame Estanol, que tal vez no hubiera
sido oportuno descubrir a ciertos convidados, quién era la
sibila que tan diestramente había leído en sus corazones.
Cuando se retiró la Princesa, la alegría y el alma de Horacio la
siguieron. Parecía como si hubiera perdido los deseos de
hablar; su risa había desaparecido por completo, sus
pensamientos, su ser mismo habían seguido a la fascinadora
personalidad que le había hechizado.

Madame Estanol observó su abstracción, su trastorno y


ansioso mirar, y la nueva dulzura de sus ojos. Pero no dijo
nada. Temía a la Princesa cuyos caprichos y originalidades
conocía. Temía que Horacio fuera lo suficientemente loco para
rendirse a los encantos de la belleza o para ilusionarse ante la
actitud familiar de aquella joven; encantos peculiares
exclusivamente de quien, como ella, habitaba en un regio
palacio. Permaneció silenciosa; conocía a Horacio y sabía
perfectamente que cualquier intento de influir en sentido
contrario no haría sino intensificar la reciente pasión.
36
CAPITULO II
Dos días después, Horacio se decidió a visitar a la Princesa.
Pensó que no podía parecerle prematura dicha visita. A él le
parecía que habían transcurrido dos meses desde que la viera.

Vivía la Princesa en una posesión a dos o tres millas de la


ciudad, allá en el campo. Nunca le había agradado su palacio
paterno de la corte, al que solamente acudía cuando fiestas o
ceremonias hacían necesaria en él su presencia. Allá, en el
campo, sola, con su acompañanta y sus doncellas, era libre
para hacer lo que quería. Sus criadas la temían y miraban su
«laboratorio» con el mayor respeto. Ninguna de ellas, a no, ser
por evitar algún terrible desastre, hubiera entrado en tal
estancia.

Horacio fue conducido al jardín a presencia de la Princesa.


Ésta se paseaba en una avenida de árboles cubiertos de flores
suavemente olorosas. Dio la bienvenida a Horacio con ademán
encantador, y la hora que éste pasó allí bajo el ardiente sol, fue
de una inexplicable influencia. Entregados al delicioso paseo y
apartados de ajenas miradas, la Princesa le permitió que
olvidara que pertenecía a un distinto rango. Cuando se cansó
de pasear:

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–Venid –dijo–, y os enseñaré mi laboratorio. Jamás nadie
de esta casa penetró en él; si dijerais en la ciudad que habíais
atravesado sus umbrales, seríais asediado a preguntas. Cuidad,
pues, de no decir nada.

–Antes moriría –exclamó Horacio, a quien la simple idea de


hablar de la Princesa y sus secretos le parecían como un
sacrilegio.

Se acercó. El cuarto carecía de ventanas y estaba


completamente oscuro a no ser por la mortecina luz que
despedía una lámpara suspendida del techo. En las paredes,
pintadas de negro, resaltaban extrañas figuras y raras formas
de color rojo. Estas no habían sido pintadas, indudablemente,
por mano de artífice alguno. Aunque de toques atrevidos, eran
de una irregular y extraña construcción. Sobre el suelo, y al
lado de una vasija, había una silla y en ella una figura ante la
que no podía uno menos de quedar perplejo y extrañado.

Desde luego, se veía que no era humana aunque no era


tampoco un maniquí, ni una estatua. Recordaba en cierto
modo un maniquí, pero había algo en ella que no podía existir
en un mero artefacto destinado a sostener ropas. Aparecían,
desde el primer momento, sus detalles perfectamente
acabados: la piel coloreada, los ojos correctamente

38
sombreados, el pelo de apariencia humana. Horacio
permanecía en el umbral sin resolución para avanzar, a causa
de la fascinación que aquella forma ejercía sobre él.

La Princesa volvió la cabeza desde donde estaba; en el


centro del cuarto vio la dirección de la mirada de Horacio y
sonrió.

–No temáis a eso –dijo.

–¿Es un maniquí? –preguntó Horacio tratando de hablar


desembarazadamente porque recordaba el desprecio de la
Princesa hacia aquellos que conocían el miedo.

–Sí –contestó–, es mi maniquí.

Había algo en el tono de su voz que extrañó a Horacio.

–¿Sois una artista?

–Sí –contestó–. En vida, en la naturaleza humana. No


trabajo con el lápiz ni con el pincel. Me valgo de un agente que
no puede ser visto y que, sin embargo, puede ser sentido.

–¿Qué queréis decir? –preguntó Horacio.

La Princesa lanzó sobre él una mirada extraña, desconfiada


en un principio y tierna después.

–Aún no os lo digo –contestó por último.

39
Horacio se dispuso entonces a objetar superficialmente.

–¿Tengo que sufrir alguna prueba, antes de que me lo


digáis? –preguntó.

–Sí –contestó jovialmente la Princesa–, y ya estáis pasando


por ella.

–¿Os atrevéis a penetrar en el cuarto? –preguntó después.

Horacio hizo un verdadero esfuerzo para deshacer el


encanto que pesaba sobre él y atravesó rápidamente la estancia
hasta donde ella estaba. Entonces vio que había sufrido una
prueba, que había resistido alguna fuerza cuya naturaleza
desconocía y que había salido vencedor. Esto hizo nacer en él
otra convicción.

–Princesa –dijo–, en esta habitación hay alguien, además de


nosotros. ¡No estamos solos!

Habló tan espontáneamente y como a consecuencia de una


tan gran sorpresa y sobresalto, que no le dio tiempo para
pensar si su pregunta era o no cuerda. La Princesa se reía
conforme le miraba.

–Sois muy sensible –dijo ella–. No podría negarse que


hemos nacido bajo la misma estrella; somos susceptibles a las
mismas influencias. No, no estamos solos. Tengo aquí criados

40
que no han sido vistos por más ojos que los míos. ¿Quisierais
verlos, verdad? No lo afirméis, sin embargo, precipitadamente.
Obtener el dominio de tales criados representa un largo y
penoso aprendizaje. Si no les domináis, no podréis verme a
menudo. Os odiarán si permanecéis mucho tiempo junto a mí
y su odio sobrepujará a vuestro poder de resistencia.

La Princesa hablaba ahora seriamente y Horacio


experimentó una sensación extraña al mirar a semejante
hermosa mujer erguida bajo la lámpara. Un repentino terror le
dominó, como si estuviera ante algo superior a él. Un deseo
apasionado de ser su esclavo, de cederle su vida
incondicionalmente le dominó. Acaso leía ella tal expresión en
sus ojos, porque se volvió dirigiéndose hacia la inmóvil figura
de la silla.

–Comprendo que esto os inquieta, por lo cual no lo veréis


más –dijo–, y descorriendo una larga cortina formada de un
especial tejido de color de oro, salpicado de figuras
contorneadas de negro, ocultó completamente aquella original
forma y asimismo la vasija que estaba a su lado.

–Ahora –añadió– respiraréis con más libertad. Y voy a la


vez a enseñaros algo. No en balde hemos salido de la luz del
sol. Nos daremos prisa, pues mi buena tía se asustará cuando

41
sepa que lo he traído aquí. Me figuro que se extrañará de
veros aún vivo.

Entonces abrió un pequeño bote que estaba sobre un


antiguo mueble y un fuerte y dulce perfume se extendió por la
estancia. Horacio se llevó la mano a la frente. ¿Era posible una
tan repentina ilusión o real y positivamente se agitaban,
ordenaban y distribuían entre sí aquellas figuras rojas de la
negra pared? No cabía duda que así era. Las figuras se
mezclaban, se aislaban y se volvían a confundir. Formaban
una palabra y después otra, y se imprimían todas ellas en la
imaginación de Horacio antes de desaparecer. Éste se fijaba en
la misteriosa escena que tenía lugar ante su vista.
Repentinamente se dio cuenta de que una frase, una extraña
frase, había sido completada y escrita. Su sentido era tal, que
jamás se hubiera atrevido de modo alguno a pronunciarla.
Esculpido en la pared con letras de fuego había aparecido el
secreto de su corazón. No pudo menos de retroceder
espantado, apartando difícilmente sus ojos del muro y
buscando con ansia la mirada de la Princesa, aquella mirada
exaltada, tierna y brillante.

–¿Habéis visto? –preguntó Horacio con voz agitada.

–Lo vi –la Princesa titubeo por un momento.

42
Siguió un breve silencio. Horacio miró de nuevo a la pared
esperando, sin duda, encontrar grabado allí su pensamiento.
Mas las figuras en aquel momento recuperaban su primitiva
disposición. El perfume se extinguía en el ambiente.

–Venid –dijo repentinamente la Princesa–, hemos estado


aquí demasiado tiempo. Mi tía estará inquieta y debemos
reunirnos con ella. Y abandonó la estancia seguida de
Horacio.

Poco después estaban en un espacioso salón inundado por


la luz del sol y perfumado por el fresco aroma de las flores. Allí
estaba la tía de la Princesa ordenando unos hilos de seda que
se le enredaran y a su lado la misma Princesa con un lindo
escabel de seda amarilla entre las manos. Horacio quedó
desconcertado. ¿Soñaba? ¿Eran la negra estancia y su terrible
atmósfera alucinaciones suyas?

Pero ya había permanecido en aquella casa mucho tiempo y


era preciso retirarse. Horacio comprendía esto a su pesar. La
Princesa, a quien no agradaban los cumplidos en el jardín, se
levantó y le dijo que ella misma le acompañaría hasta la puerta.
Horacio se sonrojó de placer al escuchar esta muestra de
deferencia.

43
La estrecha puerta estaba entre un espeso y florecido seto
de arbustos. Cuando salió volvió la cabeza. La Princesa se
apoyaba en el umbral, cuyas flores formaban en torno suyo un
marco magnífico. Desde allí le tendió su mano. La majestuosa
presencia de aquella mujer le trastornaba. Por un momento
perdió la noción del abismo que le separaba de ella.

–¿Habéis leído aquellas palabras? –le preguntó–. ¿Os


confirmáis en ellas? –añadió aún.

–Leí las palabras –contestó la Princesa con suave y


conmovedora voz– y me confirmo. Adiós –añadió luego
retirando su mano que tendiera apenas un instante.

Horacio, después de esto, regresó a la ciudad por entre los


florecientes setos. Pero su corazón, su pensamiento y su alma
quedaban atrás. La Princesa había leído las palabras. ¡Sabia
que era amada por él y lo permitía! ¡Había leído en lo más
íntimo de su corazón y no se había ofendido! ¿Qué no podría
esperar, pues?

Pero un nuevo pensamiento acudió a su mente. Si la


Princesa había leído sus palabras, la existencia de la tenebrosa
estancia no era producto de su fantasía, sino un hecho tan real
como la luz del sol. ¿Qué poderes, por tanto, eran los de

44
aquella criatura que amaba? No acertaba a comprenderlo.
Sólo sabía que estaba locamente enamorado.

***
Un deseo irresistible le arrastraba todos los días por aquel
camino bordeado de setos florecientes hacia la casa del jardín.
Pero tan sólo algunas veces tenía el valor suficiente para entrar
en ella. Las más de las veces sólo se atrevía a detenerse ante la
estrecha puerta rodeada de flores, a través de la cual miraba
ardientemente. La primera vez, después de aquella visita en la
que encontrara su secreto escrito ante su vista, descubrió a la
Princesa al otro lado de la puerta. Le tendió la mano
diciéndole:

–Sabía que vendríais y os he preparado algo. He


persuadido a mi tía de que nada terrible os sucederá aunque
permanezcáis algún tiempo en mi laboratorio. Venid, pues.

Lo que la Princesa denominaba su laboratorio, estaba


brillantemente iluminado. La extraña vasija estaba en el centro
de la habitación, debajo de la luz, exhalando humo y
llamaradas. Llenaba el ambiente un fuerte y penetrante
perfume. Y aquel humo gris azulado que brillaba a la luz como
si fuera de plata se detenía en lo alto de la estancia en forma de
nube.

45
Inmediata a la perfumadora vasija y en un pequeño asiento
había una figura: la de una hermosa mujer. Una extraña
mezcla de emociones se apoderó de Horacio. ¿No era, acaso,
aquella figura la de la mujer que vio en aquel mismo sitio la
primera vez que penetró en él? Sin embargo, a poco que fijó
su atención reconoció a… ¡su propia madre! Se lanzó hacia
ella y vio que estaba sin vida. Entonces, horrorizado y con la
cólera en la mirada, volviese hacia la Princesa exclamando:

–¿Qué habéis hecho? ¿Qué es lo que habéis hecho?

–Nada –contestó la Princesa con una sonrisa–. No hice


ningún mal. ¿No veis que estáis ante una imagen? Es mi
maniquí, ya lo sabéis.

Lanzó entonces Horacio una larga mirada a la inanimada


figura, fiel y perfecta representación de su madre, y
volviéndose hacia la Princesa, clavó en ella su vista, en la que
brillaba el más intenso horror.

–¿Qué hacéis? –le preguntó con voz apagada.

–No hago daño –volvió a contestar la Princesa


tranquilamente. Vuestra madre me odia y me teme. No puedo
soportarlo y estoy haciendo que me ame y que desee estéis
aquí, en mi presencia.

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Durante unos momentos permanecieron al lado de la
llameante vasija de los perfumes. Horacio, de pronto exclamó:

–¡No puedo sufrirlo! ¡Acabad ya con este horrible encanto!

–Sí –dijo la Princesa–; lo haré, acabaré con él, pero no con


sus resultados.

Y corriendo la cortina sobre la extraña figura, arrojó sobre


la vasija una substancia que inmediatamente apagó su luz.

Después salió con Horacio de la estancia y pasearon debajo


de los árboles hablando como los enamorados, de esas cosas
que sólo a ellos interesan.

Cuando Horacio regresó a su casa, su madre, levantándose


de su chaise longue, le tendió la mano haciéndole sentar a su
lado.

–¡Horacio! –exclamó–, algo me dice que has estado con la


Princesa Fleta. Está bien y me alegro. Es una buena amiga
tuya. Habrás de decirle que si me permite visitarla, lo haré con
placer sumo.

Horacio se levantó sin responder. Un sudor frío inundaba


su frente. Por primera vez en su vida sintió miedo. ¡Y sentía
miedo hacia la mujer que amaba!

47
CAPITULO III
En la ciudad, en la capilla de la gran Catedral, diariamente
un monje acostumbraba a dar consejos a quien se los pedía.
Horacio acudió a él poco tiempo después. Hacía algunos días
que no veía a la Princesa. Su espíritu desorientado vagaba de
una idea en otra. En su pasión, la mujer hermosa le atraía,
pero el horror por la maga le hacía retroceder. Acudió, pues, a
la Catedral dispuesto a revelar al monje todas sus penas.

El Padre Amyot se encontraba en la sacristía, pero alguien


debía estar con él porque la puerta estaba cerrada. En tanto
salían, Horacio se arrodilló en un pequeño altar. Un momento
hacía que estaba en aquella posición cuando oyó un suave
ruido y volviendo la cabeza por ver si ya el superior se
encontraba libre, se encontró con que la Princesa Fleta estaba
a su lado con sus ojos fijos sobre él. Era ella, pues, la que un
momento antes consultaba con el superior. Horacio, mudo de
asombro, apenas pudo hacer otra cosa que contemplarla. La
Princesa le observó aún algunos momentos, después tomó otra
dirección y con suaves y rápidos paso abandonó la Iglesia.
Horacio quedó clavado en el suelo, absorto en un especial
estado de asombro y de ensimismamiento. Aquella mujer no
era, por lo visto, lo que él había pensado. No se concebía que

48
un corazón sensible a los sentimientos religiosos animase a
aquella maga que él recordaba haber visto en el laboratorio.
Tal vez aquella mujer extraña usaba sus poderes
generosamente y para hacer el bien. Desde aquel momento
comenzó, pues, a verla de otro modo y a rendirla culto, tanto
por su bondad como por sus atractivos. Su corazón latía de
gozo al imaginar que todo en ella, cuerpo y alma eran
hermosos. Entonces se incorporó, e iba a seguirla cuando se
cruzó con el Padre Amyot que, atravesando lentamente la
amplia nave y sin fijarse en nada, se arrojó en el suelo cuan
largo era. Horacio observó entonces que el monje vestía una
larga túnica de burdo paño negro, atada a la cintura con una
cuerda y que una capucha del mismo paño cubría sus cabellos.
Parecía un esqueleto, tal era su aspecto demacrado. Su rostro
descansaba de lado sobre la piedra. En su abstracción, parecía
inconsciente y sus ojos, sus abiertos ojos azules, Llenos de una,
profunda y mística nostalgia, parecían que dejaban asomar las
lágrimas. El corazón de Horacio latió ante tal melancolía, Una
cuerda sensible de su naturaleza vibró intensamente, y
contemplando por algunos momentos aquella figura postrada,
después de inclinarse profundamente, abandonó la iglesia.

***

49
Fuera ya, el alazán de la Princesa le aguardaba. Era ésta
una infatigable y valiente amazona que pocas veces entraba en
la ciudad sin ir a caballo, con gran asombro de la generalidad
de las damas de la corte, muy amigas de pasear en coche para
lucir sus trajes; Fleta carecía de estas vanidades. Pocas
mujeres de su edad hubieran adoptado el antiestético traje de
adivinadora con que se presentó en la recepción de la señora
de Estanol. Para ella la belleza y apariencia eran cosas de
escasa importancia. Se presentaba no pocas veces en el paseo
público donde lucia hermosas vestiduras, con su sencillo traje
de amazona, mientras un criado paseaba su caballo. Así la vio
Horacio, así la observó desde cierta distancia, incapaz de
acercarse a ella, e intimidado por la presencia de tanto
personaje. Fleta lo descubrió, sin embargo, y se le acercó
desembarazadamente.

–¿Queréis pasear conmigo? –le preguntó–; nadie podría ser


por aquí mi compañero sino vos.

–¿Qué queréis decir con eso? –exclamó Horacio


transportado mientras la acompañaba.

–Pues muy sencillo; que nadie aquí simpatiza conmigo.


Nadie sino vos ha penetrado en mi laboratorio.

50
–¿Creéis que no agradaría a cualquiera de estos que os
contemplan penetrar en él?

–Muy pocos tendrían valor para ello, excepto quizás


algunos espíritus brutales, que arrostrarían todo peligro por la
atractiva emoción del mismo. Y éstos me repugnan.

Horacio permanecía silencioso. Aquellas palabras de la


Princesa le dejaban entender claramente que le era agradable.
Más había cierta frialdad en su naturaleza, de la cual en aquel
momento se daba más perfecta cuenta. En medio de toda
aquella gente, observaba que la influencia de la Princesa sobre
él era menor, y mayores sus dudas. ¿Era acaso un juguete de
aquella mujer? Su alta posición podía permitirle este poder del
que él no podía resentirse sin embargo. Ser su favorito,
siquiera un solo día, hubiera sido para cualquier otro mortal
motivo de justa vanagloria. A él se le concedía tal honor del
que se daba aún más clara cuenta por las envidiosas miradas
que por todas partes observaba, pero no deseaba tal envidia.
Era para él el amor cosa sagrada. Su desprecio por la vida y su
escepticismo sobre la naturaleza humana se despertaban ante
su triunfo. A todos estos pensamientos hubo de contestar la
Princesa.

51
–Será preciso que nos alejemos de aquí –dijo–. En el campo
sois un verdadero apasionado, aquí sois un escéptico.

–¿Cómo conocéis mi corazón? –preguntó Horacio.

–Nacimos bajo la misma estrella –respondió la Princesa


sencillamente.

–Eso no es, sin embargo, una razón suficiente –añadió él–;


no tiene valor alguno para mí que no soy conocedor de esas
ciencias misteriosas que estudiáis.

–Venid, entonces, conmigo –replicó ella–; yo os iré


instruyendo.

La Princesa hizo una señal a su criado, que acudió con el


caballo; después montó en él y se alejó sonriendo. Conocía
que, a pesar de la aparente frialdad de Horacio, éste deliraba
por ella y la seguiría; y así fue. Para el joven las calles habían
quedado desiertas a pesar de sus innumerables transeúntes y
la ciudad se le aparecía sin vida y llena de tristeza a pesar de
ser una de las más alegres del mundo. Se apartó pues
inconscientemente de allí y se encaminó hacia el campo;
pronto se encontró ante la posición de la Princesa.

Paseaba a la sombra de los árboles. Su traje blanco, amplio


y tenue, caía en grandes pliegues desde sus hombros. La

52
espléndida y alegre luz del sol, iluminando sus majestuosos
movimientos, le hacían aparecer ante los ojos de Horacio
semejante a una antigua sacerdotisa. La reciente visita a la
Catedral acudió a la mente de éste y nuevamente hubo de
preguntarse: ¿aquella figura que le pareciera de aspecto casi
religioso, podía ser una cultivadora de las ciencias mágicas?
Nuevamente, pensando en estas cosas, cayó en su antiguo
estado de ánimo. Estaba dispuesto a prestarle su antigua
adoración.

La Princesa le recibió con su electrizante sonrisa. Había


leído en su alma a través de sus ojos y aquella sonrisa no pudo
menos da llenar de profundo gozo el corazón de Horacio.
Ambos se internaron en la casa primero, y después en el
laboratorio.

Dentro de éste, el aroma de un perfume intensísimo


impresionó a Horacio. Aún vagaba por el ambiente el oscuro
humo que lo produjera no hacía mucho. Debía haber brillado
la llama de la vasija, a cuyo lado estaba ahora postrada aquella
extraordinaria figura que tanta sensación le producía. Pero
esta vez Horacio no pudo reprimir un grito de horror y de
asombro al reconocer en ella al severo Padre Amyot. Tal fue el
desaliento que había en su mirada cuando volvió sus
interrogantes ojos hacia la Princesa, que ésta. por primera vez,
53
dirigiéndose al joven, hubo de contestar a su mirada con un
frío y altivo gesto.

–No ha llegado aún el momento de interrogarme sobre lo


que aquí veáis. Acaso algún día, cuando sepáis más, tengáis
derecho para ello, pero no ahora. En tanto, ved cómo puedo
cambiar el aspecto de esta figura que os apena.

Levantando a la postrada figura separó de ella la túnica que


la hacía recordar al Padre Amyot, con lo que reapareció en su
primitiva y extraña vestidura rojiza, tal como la recordaba
Horacio de otras veces. Después, unos rápidos toques de la
Princesa, cambiaron completamente la forma de la cara. El
Padre Amyot había desaparecido. Horacio tenía ante él, ya
definitivamente, aquella impersonal forma que en su primera
visita al laboratorio le causara tal horror. La Princesa vio aún
alguna repugnancia en el rostro de Horacio, por lo que cubrió
aquella forma, como otras veces, con la cortina.

–Ahora –dijo ella–, venid y sentaos junto a mí en este sofá.

A la vez que decía esto arrojó incienso en la vasija y le hizo


arder.

Horacio observó que pesaban sobre su mente los vapores


del incienso quemado antes de su llegada. Las formas rojas se
movían sobre la oscura pared y se veía obligado a seguirlas
54
con ojos fascinados. Se entrelazaban en aquella ocasión
formando no ya palabras, sino figuras. Luego la pared iba
tornándose brillante y luminosa. Le parecía asistir con Fleta a
una extraña representación ante un inmenso escenario, pero
como si fuesen ambos actores y espectadores a la vez. Oían las
palabras y veían los movimientos de estos actores fantásticos,
tan perfecta y distintamente como si fueran seres de carne y
hueso. Se trataba de un drama en el que luchaban las pasiones.
Horacio casi olvidó que la real Fleta continuaba a su lado, tan
absorto permanecía contemplando las acciones de la Fleta
fantástica.

Estaba trastornado, no podía comprender el significado de


lo que veía, aunque todo el drama se desarrollaba ante su
vista.

Veía cierto bosque de árboles florecidos y una espléndida y


salvaje criatura. Luego creía entrever que tanto él como la
singular mujer que tenía a su lado tomaban alguna
inexplicable parte en aquella rara representación. Pero
¿cómo? ¿de qué modo? No podía comprenderlo. Fleta sonreía
mirándole.

55
–No sabéis quien sois –le decía–, y es de sentir, porque así
la vida es más triste. Pero poco a poco lo llegaréis a saber si lo
deseáis. Y ahora veamos otra muy diferente página de la vida.

El escenario entonces se hacía más oscuro, y sombras


animadas, grandes sombras que llenaban de congoja el alma de
Horacio, pasaban y repasaban. Aquellas sombras retrocedían
por último dejando aparecer un luminoso espacio en el que se
destacaba Fleta, aquella misma forma humana de Fleta si bien
extrañamente alterada. Una Fleta de mucha más edad, y
mucha mayor hermosura a la vez, en cuya brillante mirada
lucía un fuego maravilloso y sobre cuya cabeza lucía asimismo
una brillante corona. Horacio comprendía que aquella mujer
poseía grandes poderes para el bien y para el mal, estaba
escrito en su semblante. Después, algo le obligó a bajar los
ojos y vio una nueva figura a sus pies, una figura
desamparada, sin auxilio alguno. ¿Por qué permanecía en tal
quietud en su desamparo? ¡Estaba viva, sí, pero encadenada
de pies y manos!

–¿Tenéis miedo? –oyó decir burlonamente a Fleta–.


Seguramente no. Pues qué ¿no podría yo llegar a reinar? ¿Y
no podríais sufrir? Sois escéptico. ¿O es que esperabais algo
mejor?

56
–Tal vez no –contestó Horacio–. Puede ser que seáis falsa
de corazón. Y, sin embargo, tal y como me hallo, comprendo
que aunque me traicionarais dentro de poco, aunque me
arrancarías mi libertad y mi vida, amaría hasta vuestra propia
traición.

Fleta no pudo menos de reírse y Horacio permaneció


silencioso y confuso ante aquellas palabras que había dejado
escapar tan precipitadamente y tal vez inoportunas. De todos
modos las palabras habían sido pronunciadas, su amor había
hablado. Podía negarse a que la volviera a ver y entonces la
oscuridad pesaría sobre él.

–No, dijo ella. No os obligaré a marcharos. ¿No sabéis,


Horacio Estanol, que sois mi compañero escogido? ¿Estaríais
de otro modo conmigo en este sitio? La palabra amor no me
halaga; la he oído demasiadas veces y creo que no encierra
grandes significados. Dejémosla aparte por ahora. Si os
permitís amarme, sufriréis, y no quiero que sufráis aún.
Cuando sufrís, la juventud se aleja de vuestro semblante sin
que podáis evitarlo, y vuestra juventud me agrada.

Horacio no contestó. ¿Cómo contestar a aquellas palabras?


Además no estaba en aquellos momentos para hacer nada
difícil. Su cerebro no dejaba de estar alterado por el humo del

57
incienso y por las extrañas escenas que habían tenido lugar
ante sus ojos. Apenas se daba cuenta de cuál de las
personalidades de Fleta era la que contemplaba. Lo que sin
embargo no dudaba era de que la amaba a pesar de todas.
Cada momento que pasaba a su lado la adoraba más
ciegamente y su desconfianza impedía cada vez menos el
apasionado goce de su intimidad.

–Ahora –dijo Fleta–, os necesito para una cosa nueva.


Quiero que ejercitéis vuestra voluntad y que obliguéis a mis
criados, que nos han estado distrayendo con sus fantasías, a
mostrarnos alguna de vuestra propia creación. Si queréis, lo
haréis fácilmente. Sólo es necesario que no dudéis de que
podéis hacerlo. ¡Cuán rápido sigue el acto al pensamiento!

Estas últimas palabras fueron pronunciadas con una ligera


exclamación de placer, porque las oscuras sombras habían
llenado de nuevo el escenario, aunque retirándose después,
dejando visible en el centro la figura de Fleta, bella y
apasionada, con el rostro encendido de amor, sostenida
estrechamente entre los brazos de Horacio y con sus labios
oprimidos por los suyos.

Fleta, la verdadera Fleta, que estaba a su lado se levantó,


con una risa que no era de satisfacción y a la que acompañaba

58
una ligera sacudida nerviosa. Las sombras se esparcieron
inmediatamente por el escenario y un momento después la
ilusión se había desvanecido y el sólido muro aparecía
nuevamente ante Horacio. Tanto se había acostumbrado a
contemplar el maravilloso interior de este cuarto, que no se
detuvo ante esta nueva circunstancia. Siguió a Fleta, según
ella se dirigía hacia la puerta, e intentó atraer su atención.

–Perdonadme, ¡oh, Princesa! –murmuro una y otra vez.

–Estáis perdonado –dijo ella–. No me habéis ofendido, por


lo cual me es fácil perdonaros. Ningún hombre puede ocultar
lo que hay en su corazón. Por otra parte, ningún hombre de
los de la generalidad podría hacerlo, y vos, Horacio, en esta
ocasión habéis consentido ser como el resto. ¿Estáis contento?

–No –contestó él inmediatamente y, según hablaba,


comprendió por primera voz el valor de las emociones que le
habían agitado a través de su corta vida–. ¿Contento? ¿Cómo
he de estarlo? Por otra parte, ¿no es nuestra estrella, la estrella
de la inquietud y de la emoción?

Ante aquellas palabras, Flea fijó en el joven una mirada de


ternura y de verdadera emoción. Cuando pronunció las
palabras «nuestra estrella» le pareció como si la hubieran
tocado en el corazón.

59
–¡Ah! –dijo entonces ella–. ¡Cuán dolorosamente busco un
compañero!

Después se volvió repentinamente y, antes casi de que ella


misma se diese cuenta, había abandonado la estancia.

–Venid –dijo entonces con impaciencia.

–Horacio la siguió, no quedándole ya otro remedio. Estaba


contrariado. Y su contrariedad creció aun más cuando observó
que la Princesa se dirigía con rápidos pasos hacia las
habitaciones de su anciana tía.

Una vez en ellas se dejó caer en un asiento y comenzó a


darse aire con un dorado abanico, mientras hablaba de los
rumores de la corte. El cambio fue tan repentino que durante
algunos momentos Horacio no pudo seguir sus palabras.
Estaba trastornado. En aquel momento la anciana tía de la
Princesa le acercó un pequeño asiento. Se dio entonces cuenta
de que su aspecto no producía sorpresa en la anciana señora,
sino lástima. El escepticismo renació en su corazón y un
pensamiento que abrasaba como el fuego se apoderó de su
espíritu. ¿La trastornadora emoción que él comprendía debía
reflejar su rostro, se habría reflejado asimismo en el de otros?
¿Estaría siendo un juguete de la Princesa como otros podían
haberlo sido antes? Tal pensamiento fue el más angustioso que

60
sufrió jamás; hería su vanidad, que era más delicada aun que
su corazón.

Fleta parecía no concederle oportunidad para sus


conversaciones. Parecía que éstas se agotaban ante su
majestuosa presencia. Así que Horacio tuvo que levantarse al
poco tiempo para retirarse. Esta vez no fue acompañado hasta
la puerta. Fuese solo, presintiendo que tal vez le había sido
retirado para siempre todo el favor de aquella mujer
extraordinaria, aunque pensando asimismo que tal vez su
pensamiento fuese ligero. ¿No se habían dicho ambos, aquel
día, tantas cosas?

Mas, sin embargo, Fleta estaba prometida. Había sido


prometida desde su nacimiento. En breve se realizaría su
matrimonio. Aquella corona que viera en las fantásticas
escenas de la estancia sería colocada sobre su cabeza. ¿Habría
sido necesaria aquella extraña visión para hacer presente tal
hecho a su espíritu? –se preguntaba Horacio a sí mismo–. Si
era así, aún estaba a tiempo –añadía amargamente– porque
Fleta no era capaz de renunciar a una corona por el amor. Al
pensar en esto, su corazón se revolvió dentro de su pecho.
¿Por qué, si era así, le había ella tentado con palabras de
amor? Nunca se hubiera atrevido, por su parte, a dirigirse a

61
ella. Tales eran sus pensamientos en tanto se alejaba. ¡Ah, si
hubiera podido ver a Fleta!

Tan pronto como él saliera del cuarto, se dirigió a su


laboratorio. Allí descorrió los paños que ocultaban un gran
espejo empotrado en el muro. Inmediatamente clavó su mirada
en el cristal. Allí se veía la figura de Horacio marchando hacia
la ciudad. La Princesa hubo de leer en sus pensamientos y en
su corazón. Después corrió aquellos lienzos con un profundo
suspiro y dejó caer sus brazos con un gesto que parecía indicar
desesperación. Ciertamente había en su ademán abatimiento,
porque momentos más tarde, gruesas y ardientes lágrimas
caían a sus pies.

Nadie, desde que Fleta naciera, la había visto llorar.

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CAPITULO IV
El Padre Amyot envió, a la mañana siguiente, un recado
rogando a Horacio que viniera. Éste acudió inmediatamente
perplejo ante lo inexplicable de aquel aviso. Se dirigió sin
titubear a la Catedral, donde esperaba encontrar al asceta.

Estaba allí, en efecto, postrado en la misma actitud que no


podía menos de hacerle recordar la de la mágica figura que
viera en el laboratorio de Fleta. Transcurrieron algunos
instantes y Horacio tocó suavemente al solitario para despertar
su atención. Éste se incorporó y, silenciosamente, con la
cabeza inclinada, se dirigió hacia fuera de la Catedral a través
de los claustros que la unían con el próximo monasterio.
Horacio le siguió.

No tardaron en llegar a una desnuda celda en la que no


había sino un crucifijo, una lámpara –perennemente
encendida– y un banco apoyado contra el muro. Se sentó en él
el Padre e indicó a Horacio que hiciera lo mismo. Después
cayó en un estado de profundo ensimismamiento. Horacio se
sentía preocupado ante aquella abstracción ¿Operaban aún en
aquel momento los encantos de Fleta sobre la mente de aquel
hombre? ¿Modelaba aún ésta los pensamientos del religioso,
según su voluntad?

63
Así lo parecía. El nombre de la Princesa fue el primero que
salió de sus silenciosos labios.

–La Princesa –dijo–, la Princesa Fleta está a punto de


comenzar un largo y peligroso viaje.

Horacio se sobresaltó y volvió su rostro rápidamente,


comprendiendo que se había puesto pálido. ¿Era cierto que
aquella mujer abandonaba la ciudad? ¡Qué inesperada noticia
y qué terrible!

–Dentro de muy poco –continuó el Padre Amyot–, la


Princesa se casara, y antes de su matrimonio tiene que realizar
cierta misión, en la que sólo vos, según ella, podéis ayudarla.
Su viaje está relacionado con esta misión. Es necesario que la
acompañéis, en el caso de que estéis presto a ello.

Horacio no contestó. No se le ocurría contestación alguna.


Permaneció sobrecogido, sin aliento, y no pudo reponerse en
un instante. Todo aquello resultaba increíble. Se le aparecía
como cosa imposible, a la vez que una secreta convicción le
indicaba que, sin embargo, había de realizarse.

El Padre Amyot tomó la palabra al observar que Horacio


nada resolvía.

64
–Querréis saber el motivo de vuestro viaje –dijo–, más debo
advertiros que esto es imposible. La Princesa ha decidido no
informar a nadie respecto a este punto.

–¿Ni aún a quien dice puede ayudarla? –preguntó Horacio.

–A nadie.

–¡Bien! –exclamó Horacio, levantándose con un ademán de


indignación–. ¡Que la siga quien quiera ir ciegamente en pos
de ella! No seré yo quien lo haga.

Y diciendo esto atravesó la celda, dirigiéndose a la puerta


sin saludar casi al solitario Padre. La voz de éste le detuvo.

–Viajaríais solos, a no ser por un acompañante que irá a


vuestro lado –dijo.

Horacio se volvió lleno de asombro y contempló durante


algunos momentos al sacerdote.

–¡Eso es imposible! ¡Eso no puede ser! –exclamó.

Pero luego añadió para sí mismo: ¡Cierto es sin duda!

Para el escéptico Horacio, todo aquello adquiría de pronto


una forma completamente comprensible. Sin duda, Fleta, se
decía, emprende un viaje en el que necesita un compañero a
causa tal vez de los peligros y no puede depositar en nadie su
confianza. ¡Se había propuesto tal vez aprovecharse de su
65
amor y le brindaba su compañía en pago de sus cuidados y
para retribuir su silencio! Esta idea no le era desagradable.

«He oído hablar de princesas que arriesgan hasta lo


imposible confiadas en el poder de su posición. He oído hablar
de que el capricho real no siempre aparecía comprensible a la
inteligencia general humana. Acaso sea así. ¡Pero, Fleta! ¡Ah,
yo que la había creído distinta!»

Estos fueron sus primeros pensamientos. Su conclusión fue


imaginar que la Princesa exigía de él que fuera su adorador a
la vez que su siervo. Pero repentinamente acudió el recuerdo
de la inmaculada figura de Fleta con sus blancas vestiduras,
con su adorable aspecto de sacerdotisa. Su propósito era tan
inescrutable como ella. Horacio se daba cuenta de esto a
través de sus dudas. Y mientras pensaba esto, una repentina
fragancia embriagaba sus sentidos, un fuerte perfume
semejante al de las ropas de Fleta, un sagrado perfume de
incienso llenó de confusión su cerebro. Se vió precisado a
retroceder vacilando hasta la pared y, perdida la noción de que
estaba en la celda del Padre Amyot, llegó a sentirse cerca de su
rostro… a sentir próximo su perfumado aliento. ¡Oh, que
delirio, que infinito placer estar a su lado, viajar con ella, ser
su asociado y compañero, permanecer a su lado todas las horas
del día!
66
Pero de pronto cesó aquel éxtasis y la realidad apareció
nuevamente ante sus ojos. De nuevo observó al Padre Amyot
y, comprendiendo que era preciso resolverse, le contestó de
una manera resulta:

–Acompañaré a la Princesa.

El sacerdote le miró fijamente; después advirtió:

–Os costará caro. Pensadlo bien antes.

–Es inútil pensar –replicó Horacio–. ¿Con qué objeto? ¿No


siento? Y sentir, ¿no es vivir?

Pero el Padre Amyot parecía no escuchar ya sus palabras.


En apariencia se hallaba sumido en la oración. Evidentemente
había dicho todo lo que se propusiera decir.

Horacio le observó un instante y después abandonó la


celda. Conocía demasiado bien al sacerdote para intentar
seguir conversando, cuando tan honda nube de profundo y
melancólico ensimismamiento se reflejaba en su semblante. Se
alejó, pues, atravesando de nuevo la Catedral. Pero antes de
salir se detuvo al pasar frente al altar mayor y, arrodillándose,
murmuró una plegaria, una de aquellas plegarias que
aprendiera de niño y a cuyos familiares términos apenas
concedía significación. Le consolaba pensar que había orado,

67
aún siendo tan poco sentida su oración. Horacio había sido
educado desde su infancia en todos los usos y costumbres del
devoto católico griego.

Salió, pues, de la Catedral y se encaminó apresuradamente


hacia la posesión de la Princesa. Estaba resuelto a saber la
verdad inmediatamente. ¿Entre tanto distinguido personaje
como constituía la brillante corte de la Princesa, podía ser
posible aquella preferencia por él? Una hora antes se hubiera
reído de quien se lo asegurase y, ahora, sin embrago, lo creía.
¡Ah, cómo le embriagaba esta creencia! Por vez primera
comenzaba a sentir la ceguera del amor. Miraba hacia el
pasado y le parecía que una hora antes no quería a Fleta, que
no la había amado hasta aquel momento.

Mientras pensaba llegó al jardín. La Princesa estaba en la


puerta rodeada de flores. Su traje blanco, su rostro lleno de
alegría como el de un niño y su cuello adornado de rosas
hicieron latir de gozo el corazón de Horacio. Entró éste y
juntos se dirigieron hacia la casa.

–Vengo de ver al Padre Amyot –dijo Horacio cuando


llegaron–. Esta mañana me mandó buscar.

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–Sí –contestó Fleta sencillamente–. Tenía un recado mío
para vos. ¿Queréis encargaros de un trabajo fatigoso para
quien tan poco acostumbrado esta a pasarlos?

–¡Oh, Princesa mía! –balbuceó Horacio, mientras inclinaba


su cabeza.

–Pero no vuestra Soberana –replicó Fleta, con una sonrisa


en la que se adivinaba la espléndida insolencia de quien se
reconoce digna de una corona o de quien lleva en sus venas la
sangre de los reyes.

–Sí, Soberana mía –volvió a decir Horacio.

–Si me llamáis así –dijo entonces apresuradamente la


Princesa, cambiando la dulce inflexión de su voz–, tendréis
que admitir una clase de majestad no reconocida por los
cortesanos.

–La admito –replicó sencillamente Horacio.

–La majestad y la soberanía del verdadero poder –añadió la


Princesa significativamente, dirigiendo a Horacio su
penetrante mirada,

–Llamadla como queráis –repuso el joven–. Sois mi


Soberana y os juro fidelidad desde este momento.

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–Así sea –dijo la Princesa acompañando sus palabras de
una sonrisa llena de frescura–. Estad presto mañana a medio
día. Por la mañana recibiréis la indicación del punto en que me
habréis de encontrar.

–¿Y mi madre? –preguntó.

–¡Oh! –exclamó Fleta–. ¿Creéis que no la he visitado ya?


Mi padre se va hoy al campo y ella cree que le acompañáis.
Por otra parte no la disgusta os unáis a la corte.

–Es extraño –dijo Horacio–, pues siempre le volvió la cara.


Pero la sonrisa de Fleta le hizo conocer lo ligero de sus
palabras, y añadió:

–Se hará como mi Soberana ordena. Al parecer, hombres y


mujeres la obedecen aún en lo más profundo de sus corazones.

–No –exclamó Fleta suspirando–; precisamente eso es lo


que no hacen. Ese poder es el que aún no he conquistado. Es
verdad que me obedecen, pero en contra de los dictados
íntimos de sus corazones. Si realmente me amarais, podríamos
obtener ese poder; pero sois como los otros. No me amáis en el
fondo de vuestro corazón,

70
–¡Qué no os amo! –exclamó Horacio lleno de asombro,
como si aquellas palabras le hubieran privado de
conocimiento.

–No –respondió tristemente la Princesa–, no me amáis. Si


verdaderamente me amarais, no calcularíais si era virtuosa o
no, o si descendía de un rey o de las estrellas. Os repito,
Horacio, que si fuerais capaz de amarme de verdad, podríais
encontrar conmigo la senda que conduce a la esfera de los
dioses y hasta sentaros entre ellos. Pero no, Horacio, vaciláis y
vuestro amor vacila. No os abandonáis por completo y esto
significa para vos dolor, pues no podéis encontrar placer
perfecto en una cosa que aceptáis con desconfianza y devolvéis
a medias. Viajaréis sin embargo conmigo, y seréis mi amigo y
mi compañero. A nadie más que a vos se le presentó tal
circunstancia. ¿Cómo me recompensaréis? ¡Oh, demasiado lo
sé! Ahora idos, pero estad preparado para cuando os avise.

Y diciendo esto se volvió y entró en la casa, dejándole en el


jardín. Durante unos momentos permaneció allí, turbado e
indeciso… Pero no estaba humillado y molesto en su vanidad,
como lo hubiera estado en cualquier otra ocasión al escuchar
tan altivas palabras. Estaba más bien consternado y lleno de
horror. ¿Era aquella la mujer que amaba? ¿Era a tal espíritu
tirano y soberbio a quien amaba? ¿Aquella extraña mujer que
71
antes de que le hubiera confesado su amor ya le reprochaba el
no amarle lo bastante? ¡Ah, cómo le ofendía la conducta de
Fleta! ¡Ah, cómo aquel comportamiento le llenaba de angustia
y sublevaba su corazón! Sin embargo, no podía detenerse; a
tal punto de amorosa exaltación había llegado. Sufriría en
tanto le dominase tal pasión, pero no era lo suficientemente
fuerte para sofocarla.

Sumido en estos amargos pensamientos, volvió lentamente


a la ciudad. Estaba realmente avergonzado y descorazonado;
su amor parecía mancharle. En otro tiempo había concebido
altos ideales que ahora desechaba para siempre. ¡Y como no,
cuando al día siguiente salía para un largo viaje cuyo fin
desconocía y en unión de una mujer con quien nunca podría
casarse y de la cual era, sin embargo, un adorador
juramentado! Horacio comenzó a considerar todo aquello
desde un punto de mira fatalista. Su debilidad le obligaba a
encogerse de hombros, considerándose menos fuerte que su
destino.

Así pues, tristemente y con el corazón agitado, se acercó a


su casa y una vez en ella comenzó a preparar rápidamente
todo lo necesario para un viaje por tiempo indefinido. Su
madre, como Fleta le había dicho, estaba preparada para ello,

72
y es más, parecía ver en la Princesa algo a modo de
bienhechora diosa que la buena fortuna colocara en su camino.

–Siempre me he opuesto –decía– a la idea de que fueras un


parásito de la corte. Pero es distinto que la corte desee tu
presencia. Tal vez esto pueda proporcionarte algún alto
puesto. Lo que únicamente temí es que llegaras a ser un ocioso
cortesano. Me alegra mucho que partas para el campo. No
quiero ver a mi querido hijo con un aspecto tan pálido y
marchito…

Horacio asintió tácitamente y sin replicar a todo aquel


engaño con que Fleta le había preparado el camino.

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CAPITULO V
Se dice que las aventuras son dulces para los jóvenes. De
ser así Horacio debió encontrar el colmo del placer ante tantas
y tan extraordinarias como se le presentaron. Durante los
varios días que siguieron a su partida apenas transcurrió una
hora sin que algún acontecimiento grande ocurriera. No se ha
de decir que estuvo pronto a la hora indicada por Fleta y
preparado para cualquier contingencia posible. Pensando que
tendrían que subir a montañas durante el viaje y conociendo la
anti aristocrática repugnancia de la Princesa por las cosas
superfluas, redujo lo más que pudo su equipaje.

No le hubiera extrañado ver que la Princesa partía con su


traje de amazona por todo equipo. Lo único que temía era la
sorpresa de su madre cuando le viera partir sin tanta cosa
necesaria. Pero la buena suerte –¿fue otra cosa?– hizo que
saliera aquel día. Un amigo de fuera de la ciudad, gravemente
enfermo, la llamaba y se vio precisada a despedirse de Horacio
antes de su marcha. De modo que éste hizo sus preparativos
sin ser molestado por inquisitorias y preguntas.

Hacia el medio día, un muchacho se presentó en casa de los


Estanol con una nota que dijo habría de entregar a Horacio en
propia mano. Éste, adivinando que era de Fleta, salió a

74
recibirla inmediatamente y una vez en su poder la abrió. «¡Un
renglón tan sólo! ¡Y sin firma!»

«Os espero fuera de la puerta del norte».

No decía más el plieguecillo. Horacio tomó con su propia


mano la maleta, temeroso de alquilar un coche por si
desagradaba a la Princesa que ajenas miradas presenciaran su
cita. Salió pues de la ciudad, atravesando por entre las calles
menos frecuentadas que pudo escoger y huyendo de
tropezarse con alguno de sus amigos. No encontró, empero, a
ninguno, y con un suspiro de satisfacción atravesó la puerta de
la cita y se dirigió por el campo que fuera de ella se extendía.
Pronto divisó un hermoso coche parado bajo unos árboles,
tirado por cuatro caballos con sus correspondientes
postillones. Horacio se sorprendió. No esperaba tanto lujo.
Pero cuando llegó a la puerta del coche creció aún más su
sorpresa. El aspecto de Fleta no era el más a propósito para un
largo viaje: su toilette era más cuidadosa que de costumbre y
su cabeza y sus hombros estaban cubiertos con negros y
hermosísimos encajes. Se reclinaba voluptuosamente en una
esquina del amplio coche con una soñadora expresión en su
semblante, completamente nueva para Horacio. Enfrente de
ella estaba el Padre Amyot. Horacio no pudo menos de mirar
al fraile con asombro. ¿Iba a quedarse la ciudad sin su
75
predicador favorito? ¿Cómo iban a dejar de conocer los
entrometidos de la corte el viaje de la Princesa?

Pero Horacio había resuelto no atormentarse con más


conjeturas. Entró, pues, en el coche y Fleta le indicó se sentara
a su lado.

¡A su lado, sí! Aquel era su sitio. Y el Padre Amyot, el


predicador popular, amado y aún adorado por toda la ciudad,
cuyas inspiradas palabras penetraban los secretos y las penas
todas de los ciudadanos, se sentaba en el lado opuesto del
coche. ¿Espiaba a los amantes? Aparentemente, no. Sus ojos
estaban bajos y, al parecer, miraba fijamente sus manos
entrelazadas. Estaba allí sentado cual si fuera una estatua. Una
vez o dos que Horacio le mirara, hubo de creer que estaba allí
contra su voluntad. ¿Era esto así? ¿Era un instrumento servil
de Fleta, obligado por este temperamento imperioso a hacer su
voluntad? Seguramente, no. Demasiado conocido el Padre
Amyot como hombre de voluntad, no podía suponerse de él tal
cosa. Horacio se contuvo por centésima vez en medio de sus
especulaciones sin esperanza, contentándose con gozar de
aquel presente sin preocuparse del futuro y sin tratar de leer
en el corazón de los demás. ¡Así fue este joven filósofo, con los
ojos abiertos según él creía, a su propia destrucción!

76
El coche rodaba con gran velocidad. Estaba tirado por
cuatro hermosos caballos rusos y conducido por los propios
postillones de la Princesa, acostumbrados a las maneras de
ésta, y a las grandes velocidades que encantaban su intrépido
espíritu de amazona. Inteligente y aficionada a los animales,
eran siempre los suyos los mejores de la ciudad.

Le extrañaba grandemente a Horacio aquella


independencia y libertad de acción, máxime cuando aún él no
había abandonado cierta parte de su sujeción doméstica. Él,
que no se creara aún ninguna posición, dependía en absoluto
de la fortuna de su madre, por lo cual en algunas ocasiones tan
sólo podía hacer lo que ella aprobaba. Siendo aún tan joven,
todo esto parecía natural. Fleta, sin embargo, era aún más
joven que él, aunque le era difícil recordarlo ¡Tan dominante
era su temperamento! Una simple ojeada a su lozano rostro de
líneas tan suaves que resultaban infantiles o a su flexible y
majestuoso cuerpo, dejaban adivinar que la Princesa era aún
una muchacha. ¿Habría creído acaso el afortunado personaje
que iba a contraer matrimonio con ella, que era una criatura
apenas formada, en la que aún permanecían frescas las
impresiones de la escuela y completamente a propósito para
modelar en ella un nuevo carácter?

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Durante toda la tarde caminó el coche sin hacer apenas un
alto. El tiempo transcurría sin que se pronunciasen sino
insignificantes palabras. Para Horacio, sin embargo,
transcurría rápidamente. La mera idea de su nueva posición
era suficiente para abstraerlo. ¡Permanecer junto a Fleta,
contemplando durante tanto tiempo seguido su misterioso
rostro! ¡Oh, aquello era suficiente para llenar su anhelante
espíritu! Fleta misma parecía abismada en profundos
pensamientos. Permanecía silenciosa dejando caer su mirada
sobre el variable paisaje, mientras su espíritu vagaba quién
sabe por qué remota región. En cuanto al Padre Arnyot, su
mirada permanecía clavada sobre un pequeño crucifijo que
parecía escondido entre sus entrelazadas manos y en sus labios
parecía vagar de vez en cuando alguna plegaria. Toda su
austera expresión no parecía indicar sino la secreta
contemplación de un interior mundo divino.

A la puesta del sol se detuvieron en una pequeña posada


inmediata al camino. Suponía Horacio que no habían de
quedarse en aquel pequeño mesón, donde apenas parecía
pudieran detenerse los viajeros a beber o dejar descansar sus
caballos. Pero no fue así, sin embargo. El carruaje fue
conducido detrás de la pequeña casita y los caballos

78
desenganchados. Fleta se internó por una de las puertas
laterales seguida de sus dos compañeros.

Dentro encontraron una sencilla y cariñosa mujer que,


evidentemente, conocía a Fleta. Horacio supo en breve que
aquella mujer había pertenecido a la servidumbre de la cocina
real. Pero después supo cosas verdaderamente raras. Aquella
casa no era, en realidad, sino un sitio en donde se detenían a
beber los que pasaban por el camino y no tenía ni sala, ni
comodidades de ninguna especie para viajeros de otra clase,
todo lo cual lo sabía indudablemente Fleta. Ésta aproximó
hacia el centro de la habitación una tosca silla y se sentó cerca
del fuego que llameaba hacia lo alto de la abierta chimenea,
como si estuviera en su propia casa.

–Tenemos que cenar aquí –dijo después a la posadera–.


Traednos lo que podáis. ¿Se podrá disponer habitación para
nosotros esta noche?

La hostelera se acercó a Fleta y murmuró junto a ella


algunas palabras; la Princesa sonrió. Después, dirigiéndose a
sus acompañantes, dijo:

–Según parece, aquí no hay habitaciones; esto, como se ve,


no es un hotel. ¿Continuamos nuestro camino o nos quedamos
aquí durante esta noche?

79
–Los caballos están fatigados –respondió el Padre Amyot,
hablando por primera vez desde que saliera de la ciudad.

–Es verdad –dijo Fleta distraídamente, como si no pensara


ya en aquella cosa–. Me parece, pues, que tendremos que
permanecer aquí.

Horacio no había pasado nunca, ni hubiera creído que


pudiera pasar una noche tan ruda como aquella. Gustaba del
confort, casi del lujo; más ¿cómo protestar cuando su Princesa,
la más grande señora del país, le daba el ejemplo? Cualquier
objeción hubiera resaltado afeminada, y su orgullo le obligó a
guardar silencio. Más, cuando después de una insignificante
comida tornaron cada uno de ellos a sus respectivos asientos,
Horacio no pudo menos de echar de menos, muy
sinceramente, su casa con sus confortables habitaciones.

Mientras pensaba esto, se dio cuenta de que los oscuros


ojos de Fleta estaban fijos en él y no se encontró con fuerzas
para levantar su mirada temeroso de que ésta hubiera leído en
su pensamiento. No hubiera querido que Fleta le hubiese
observado, no quería aparecer en la mente de ésta como más
afeminado que ella misma.

Había inmediata a aquella estancia una segunda cocina en


la que los postillones y otros hombres, ordinarios

80
frecuentadores de la casa, se reunían aglomerados, bebiendo,
charlando y cantando. Su presencia resultaba horrible para
Horacio, acostumbrado a susceptibilidades. Fleta, en cambio,
parecía tan indiferente a toda aquella algazara como al olor del
pésimo tabaco; más bien parecía que no se daba cuenta de
ninguna de aquellas cosas, abstraída en sus propios
pensamientos. Permanecía sentada con la cabeza apoyada en
su mano, contemplando el fuego y en una tan graciosa y
perfecta actitud que parecía un extraordinario objeto de
exquisito arte, colocado entre los más groseros objetos de la
vida vulgar. Resultaba más hermosa que nunca por el
contraste y, sin embargo, aquella incongruencia resultaba
dolorosa para Horacio.

El silencio de la estancia en que estaban resaltaba aún más


por el creciente ruido de la inmediata habitación, ahora en su
apogeo. La hora de ir cerrando la casa llegó por fin y la amable
hostelera fue conduciendo a la puerta a sus parroquianos,
hasta que ya no quedaban en toda la casa sino los que habían
de pernoctar para continuar después su camino. Estos, incluso
los postillones, se encontraron en uno de los costados de la
chimenea y en aquella misma posición no tardaron en caer en
un sueño profundo. A Horacio le parecía estar pasando a
través de un doloroso sueño y deseaba ardientemente
81
despertar de él, despertar aunque fuese para encontrarse en su
casa y lejos de Fleta.

Por último, fue el sueño apoderándose de él y su cabeza


inclinándose, hasta que allí mismo, rígido en aquella tosca silla
de madera, se quedó completamente dormido. Cuando
despertó, una verdadera sensación dolorosa había entumecido
sus miembros a causa de la violenta postura. Apenas podía
contener sus dolorosas exclamaciones. Pero en seguida
recordó que si los demás estaban durmiendo, no debía
despertarles. Entonces miró rápidamente a su alrededor. El
Padre Amyot estaba cerca de él con el mismo aspecto exacto
que tenía cuando entraron en la casa; se le hubiera tomado por
una estatua. El asiento de Fleta permanecía vacío.

Se rehízo e, incorporado ya, miró el asiento vacío y después


la habitación toda. Tal vez, pensó, la posadera habría
encontrado algún lugar para que descansara la joven Princesa.
Luego una sensación opresora se apoderó de él; aquel aire de
la cocina le asfixiaba. Se levantó con dificultad y,
desperezándose, fue hacia la puerta en busca de aire puro.

Hacia una espléndida mañana. El sol que acaba de aparecer


iluminaba la tierra que parecía una hermosa mujer acabada de
despertar. ¡Qué penetrante aire el de la mañana! Horacio

82
respiraba con ansia mientras extendía su mirada por el
horizonte. La comarca en la que se habían detenido era en
extremo pintoresca y en aquellos momentos aparecía revestida
de su más fascinadora apariencia. Una sensación de grato
deleite llenó su alma, la inquietud de la pasada noche se había
disipado y ahora se encontraba alegre y lleno de juventud y de
fuerza. Salió, pues, y paseó fuera de la casa abandonando el
camino e internándose por entre las hierbas salpicadas de
fresco roco. Había un arroyo en el valle en el que determinó
bañarse.

Se había aproximado a él en un instante y en otro se había


desnudado; luego se sumergió en el agua fría como el hielo.
Una impresionante sensación de vigor se esparció por todo su
organismo.

¡Jamás se había sentido tan lleno de vida como entonces!


No era posible permanecer mucho tiempo en el baño por estar
demasiado frío: así pues, saltó de nuevo a la orilla y allí
permaneció durante un momento a la brillante y matutina luz
del sol. Su carne brillaba de tal modo que se hubiera dicho al
verle que era una estatua tallada por el dios del día.
Lentamente comenzó a colocarse sus ropas en paulatino y
parcial retorno y sumisión a la civilización. Algo del salvaje,
oculto en él, había resucitado. Un abrasador fuego que hasta
83
entonces no había sentido, le hacía ansiar la libertad y la vida
sin trabas. ¡Este era Horacio Estanol! Parecía increíble que
unas ráfagas del aire fresco de la mañana y una inmersión en
las heladas aguas bajo el descubierto cielo, hubieran bastado
para despertar al salvaje oculto en él bajo convencional
apariencia, como está oculto en los demás seres que
encontramos en la vida ordinaria. Se apresuró y partió a
grandes pasos como si le precisara llegar a algún lugar
determinado, aunque en realidad su agitación no obedecía sino
a un nuevo placer que experimentaba en el movimiento. Había
allí un espeso grupo de viejos tejos cerca del arroyo al que los
supersticiosos consideraban como sagrado. Y no era de
extrañar, tan majestuosa era su elevación y tan oscura su
sombra. Horacio se aproximó hacia aquella avenida atraído
por su espléndido aspecto, y conforme se acercaba a su
margen una oscura y remota sensación de familiaridad surgía
en él. Jamás había salido de la ciudad por aquel sitio y, sin
embargo, le parecía que había entrado en aquel grupo de
árboles otras muchas veces. Todos estamos acostumbrados a
esta sensación. Horacio se rió de sí mismo y abandonó aquella
idea. ¿Y si había visitado aquel sitio en sueño? Ahora era día
claro y ante la luz se sentía joven y poderoso. Se sumergió,

84
pues, en la umbría espesura, agradándole el contraste que con
ella ofrecía la luz del sol de aquella mañana.

Repentinamente su corazón saltó dentro del pecho y su


cabeza se tambaleó. Allí, ante él, estaba Fleta como un espíritu
de la noche, ¡tan pálida, grave y arrogante estaba su cara y
tanta parte parecía tener en aquella espesa sombra del bosque!

–¿Sois vos? –exclamó ella con una misteriosa sonrisa, con


una sonrisa profunda, de insondable conocimiento.

–Sí, yo mismo! –respondió; y sintió que conforme hablaba


decía algo tal vez trascendental que él mismo no comprendía.
Durante algunos momentos permanecieron juntos en silencio:
entonces se dio cuenta Horacio de que estaba con aquella
mujer solo, en medio del mundo. En aquellos momentos
estaban separados del resto de la tierra, estaban separados por
la profunda sombra del bosque de todo movimiento de vida
dependiente dcl sol. Estaban solos, completamente solos. Y
bajo el peso de aquella repentina sensación de soledad el
espíritu de Horacio habló:

–Princesa –dijo–, estoy dispuesto a ser vuestro ciego siervo,


vuestro silencioso esclavo, estoy dispuesto a no preguntaros
más que lo que me digáis. Y bien sabéis por qué anhelo ser un
mero instrumento en vuestras manos. Sabed que os adoro.

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Pero nada más justo que paguéis en alguna forma este
instrumento. No puedo adoraros únicamente a vuestros pies.
Fleta, habéis de entregaros a mí, completamente,
absolutamente. Casaos con el hombre a quien habéis sido
prometida si deseáis ser reina, más concededme vuestro amor,
vuestro amor único. ¡Oh Fleta, Princesa encantadora, no
podéis rechazarme!

Fleta permaneció inmóvil durante un momento con los ojos


fijos sobre el joven.

–No –dijo ella–. No puedo rechazaros.

Y a Horacio, le pareció durante un instante de horror, que


en los ojos de aquella mujer brillaba un destello de
indescriptible desprecio. ¡Había hielo en su sonrisa y en sus
labios y en aquella mano que se había posado sobre la suya!

–El trato está hecho –dijo finalmente ella–. Todo aquello


que podáis tomar de mí, es vuestro. Yo pagaré vuestro amor
con el mío, sólo que no debéis olvidar que después de todo
somos dos personas distintas que no podemos amar del mismo
modo. ¡No olvidéis esto!

Horacio no acertaba a contestar. Conforme aquella extraña


mujer hablaba, fue reconociendo a su Princesa, fue viendo a su
Reina ante él. ¿Qué significaban sus palabras? ¿Por qué era
86
tan desgraciado que su amor había ido a recaer en una mujer
de casta real? Tal ligereza no podía, sin embargo, ser
deshecha. Debía contentarse con tomar para si aquella parte
que un súbdito puede tomar en la vida de su reina, aún siendo
su adorador.

Aquella idea golpeó súbitamente su corazón y sus labios


exhalaron un suspiro. Fleta dejó caer su mano sobre el hombro
de Horacio.

–No os pongáis aún triste –dijo entonces–, esperemos los


venideros tormentos. Venid, caminemos hacia la luz del sol.

Y marcharon con las manos cogidas, y pasearon junto al


arroyo contemplando sus límpidas aguas.

87
CAPITULO VI
Aquel día la jornada comenzó muy temprano y se prolongó
bastante. Tan sólo dos veces se detuvieron brevemente con
objeto de proporcionar alimento a los caballos. Por la tarde
entraron en la parte más desierta de aquel bosque de que se
vanagloriaba el país. El Palacio de caza del Rey estaba allí,
pero mucho más lejos de aquella salvaje región que
atravesaban. Horacio no había estado jamás en aquellos
lugares a los que muy pocas gentes de la ciudad se
aproximaban excepto las que formaban parte de la comitiva
del Rey. De esta región salvaje apenas se conocía nada
positivamente y el espíritu aventurero de Horacio se llenaba
de regocijo al observar que aquella jornada les obligaba a
cruzar tan despoblada comarca. Su curiosidad por conocer el
objeto del viaje se había aminorado, ante las distintas
sensaciones por que estaba atravesando, suficientes por sí
solas para procurar su atención. Por otra parte, se daba cuenta
del gran abismo que se había abierto entre la Princesa y él y
conocía que ésta le era superior por todos conceptos. Conocía
también que estaba separado de ella no sólo por su distinta
posición ante la sociedad, sino por algo más, por la distancia
de sus pensamientos, más determinada aún en aquella ocasión.
Se sintió feliz, sin embargo, cuando una mirada de la Princesa
88
penetró profundamente en sus ojos, y casi electrizado cuando
la delicada mano de la Princesa se posó suavemente sobre la
suya con una dulce languidez que él sólo comprendía. ¡Ah,
cuán dulce esa secreta comprensión que separa a los amantes
del resto del mundo! ¡Qué extraña, asimismo, esa avasalladora
sensación de simpatía que parece rayar con la suprema
inteligencia, y que permite a cada uno leer en el corazón de su
amante! ¡Caros momentos esos en los que toda la vida fuera
del círculo del amor es tenebrosa y oscura, y dentro de él,
grande, fuerte y suave! Horacio se reconocía supremamente
feliz ante la simple idea de encontrarse al lado de la mujer
amada. En la actualidad, habiendo solicitado amar y no
habiendo sido rechazada su súplica, nada podía haber para él
de una felicidad semejante. Permanecía indiferente ante las
asperezas y ante los peligros probables de la jornada, porque
iba atravesando peligros que hubieran tal vez preocupado a
otro espíritu más intrépido; se hubiera considerado dichoso
sufriendo y aún muriendo con tal de compartir todas aquellas
sensaciones con Fleta. No podía compartir toda la vida de ella,
pero Fleta podía compartir y disponer de toda la suya. Cuando
un hombre llega a esta situación, cuando le complace un tal
estado de cosas entre él y la mujer que adora, puede decirse
que está verdaderamente enamorado.

89
***
Era muy entrada la noche cuando terminó aquella jornada
y los caballos se hallaban fatigados. Mas era preciso llegar
hasta cierto lugar, y los postillones les hicieron aún avanzar.
Fleta pareció manifestar alguna ansiedad, levantándose
frecuentemente para observar por las ventanas del carruaje, y
una o dos veces preguntó a los postillones si estaban seguros
de no haberse extraviado en el camino. Estos respondieron
afirmativamente, con sorpresa de Horacio, para quien
resultaba esto incomprensible después de haber estado
durante largo tiempo atravesando confusos e intrincados
senderos llenos de hierba, imposibles de distinguir entre sí.
Pero los que guiaban tenían sin duda señales que sólo ellos
podían distinguir, o conocían perfectamente su camino; al fin
se detuvieron. Entonces vio que estaban ante una puerta
inmediata al camino, una puerta lo suficientemente ancha para
poder entrar en coche por ella, pero de muy sencilla
construcción. Parecía, por su aspecto, colocada para defender
alguna plantación de árboles o cosa semejante y cerraba un
rústico vallado casi enteramente oculto por espesas matas de
arbustos salvajes. La Princesa Fleta sacó un pequeño silbato
que hizo sonar con agudas notas. Después aguardaron. A
Horacio le pareció que esperaban mucho tiempo, aunque lo

90
que experimentaba era más bien extrañeza a causa de los
misterioso de la noche, de aquel silencio profundo y de toda la
originalidad de la escena. Estaba interesado, por vez primera
desde que salieran, sobre lo que iba a suceder; y lo que sucedió
fue que se oyeron algunos pasos y los ecos de una risa, y que
inmediatamente dos figuras aparecieron en la puerta: una la de
un hombre alto y otra la de una joven y esbelta muchacha.
Cuando la puerta se abrió por completo, la joven se dirigió
rápidamente hacia el carruaje y abrazó a Fleta con el mayor
entusiasmo y deleite. Horacio no comprendía nada de lo que
sucedía, si bien en breve había traspasado los umbrales de la
puerta con todos los que formaban aquel extraño grupo. Una
vez en la casa, el hombre alto se dirigió hacia el interior
seguido de la muchacha, mientras Horacio caminaba al lado de
la Princesa. La luna iluminaba entonces plenamente el
hermoso rostro de ésta y Horacio pudo contemplar en él una
alegría y una inusitada expresión de felicidad; sus labios
reflejaban la sonrisa de sus propios pensamientos. Tal súbita
alegría de Fleta hizo saltar de gozo el corazón de Horacio.
Tanta satisfacción no podía ser ocasionada por la presencia de
sus amigos, porque éstos se habían adelantado dejándoles
solos.

91
–¡Fleta, Princesa mía! No, Fleta mía –dijo–. ¿Estáis
contenta por estar a mi lado?

–Sí, estoy contenta por estar con vos, pero yo no soy Fleta.

–¡Qué no sois Fleta! –repitió Horacio, con expresión de la


mayor incredulidad. Y se detuvo ,apoderándose de una de las
manos de su compañera y mirando sus ojos. Ésta levantó su
rostro en el que latía una infantil coquetería y espontánea
satisfacción.

–Pudiera ser su hermana gemela ¿verdad?, ya que no Fleta


misma. ¡Ah, no, el destino de Fleta es vivir en una corte y el
mío es el de vivir en un bosque! ¡Vivir! No, ¡esto no es vida!

¿Qué había en aquella voz que ensanchaba abiertamente su


corazón? Horacio no pulo menos de pensar para sí que era,
que debía ser la voz de Fleta. Ninguna otra mujer podría
hablar en aquellos tonos, ninguna otra mujer podría con sus
palabras producirle una tan enloquecedora sensación de
alegría.

–¡Oh, si! –dijo él–. Esto es vida; cuando uno ama puede
vivir en cualquier parte.

–Sí, quizás cuando uno ama –replicó la Princesa.

92
–Pero ¿no decíais esta mañana que me amabais? –exclamó
desesperadamente Horacio.

–Cierto. Más yo no soy Fleta –repuso la joven


burlonamente. Pero mientras en sus palabras latía la burla, su
acento era el de Fleta. Indudablemente Horacio lo
comprendía, lo escuchaba, lo espiaba. La voz, el rostro, los
espléndidos ojos eran de Fleta. Ella y nadie más que ella era
quien estaba a su lado. Habían caminado siguiendo a los otros
durante algún tiempo, hasta que llegaron a un claro de la
plantación en el que había un jardín lleno de delicadas flores,
cuyo aroma embalsamaba el aire de la noche.

Repentinamente, divisando aquel lugar, Fleta dijo:

–Me alegra que hayamos llegado a la casa, pues estoy


rendida y deseo comer. ¿No os pasa lo mismo? Estoy intrigada
por saber lo que se nos dará de cena, porque sabréis que
estamos en un encantador lugar que nosotros denominamos el
palacio de las sorpresas. Jamás se sabe aquí lo que va a
suceder. Por esto se puede pasar aquí un día de fiesta mejor
que en cualquier otra parte. En nuestras casas suele haber una
terrible monotonía respecto de las necesidades de la vida.
Todo es perfecto, ciertamente, pero monótono. En este lugar,
come uno a la manera de Rusia un día y como en Hungría al

93
siguiente. Reina la perfecta novedad en los menús y todos son
siempre buenos. ¿No os parece extraordinario?¿Y los vinos?
¡Cielo santo, qué bodegas las de nuestro santo padre! No
podría bendecir de corazón a nadie más que a los padres ha
largo tiempo fallecidos, que fundaron esta orden e instituyeron
semejantes comodidades.

Horacio había estado mirando a su compañera mientras


hablaba, y observándola con creciente asombro. Ciertamente
no parecía Fleta. ¿Obraba ella de aquel modo en beneficio de
él? Las palabras «santo padre», sin embargo, le obligaron a
pensar en otra cosa. ¿Qué había sido del Padre Amyot? No le
había visto abandonar el coche cuando se aproximaron a la
casa.

–¡Oh!, vuestro santo compañero se ha ido con sus


hermanos –dijo la joven sonriendo–. Tienen ellos un lugar que
les pertenece, en el cual torturan y mortifican sus carnes. Pero
nos tratan bien y por eso me gustan. Tendremos un baile esta
noche. ¡Oh, la música en este lugar, Horacio! ¡Es más
hermosa que en ninguna otra parte del mundo!

Horacio, al oír estas últimas palabras, no pudo menos que


hacer una pregunta.

–Si no sois Fleta, ¿cómo es que conocéis mi nombre?

94
–¡Vaya una pregunta cándida! Pues porque Fleta me ha
dicho todo lo que os relaciona. ¿No habíais oído decir que la
Princesa tenia una hermana de leche tan igual a ella que nadie
podría distinguirlas? ¿No habéis oído decir que la madre de
Fleta era rubia, poco despejada y fea, y que la Princesa no se
parecía a nadie de su familia? ¡Ah, Horacio; vos que acabáis
de llegar de la ciudad no sabéis estas cosas!

Una repentina idea cruzó por la mente de Horacio.

–He oído, en efecto, que nadie podría explicar de dónde


había nacido la belleza de Fleta. Pero creo que tiene su origen
en la belleza misma de vuestro espíritu.

–¡Bien! ¿De modo que aún seguís creyendo que soy Fleta?
–dijo la joven–. ¡No sabéis qué felices días he pasado, cuando
Fleta me dejaba en otros tiempos jugar a la princesa en la
ciudad! ¡Cuán extraño, encantador y delicioso encontraban
los hombres entonces su carácter! Más, cuando aquel humor
se disipaba, de nuevo se sentían dominados y les imponía
respeto dirigirse a ella. Pero… ¡Entrad! ¡Estoy sin comer hace
tiempo y me hallo desfallecida!

Atravesando una ancha puerta se encontraron en una gran


sala. ¡Y qué extraña sala! El suelo estaba cubierto con pieles
de animales, algunas de ellas magníficas, y grandes jarrones

95
llenos de plantas esparcían por la atmósfera penetrantes
aromas. Unos leños ardían en el ancho hogar, ante el cual, con
su traje de amazona, con aquel mismo traje usado durante el
viaje, permanecía Fleta.

Sí, Fleta.

La muchacha que estaba con Horacio lanzó una carcajada a


la vez que hacía palmotear sus manos, mientras éste no pudo
menos que reprimir un grito de sorpresa y casi de horror.

–¡Esto es alguno de vuestros hechizos, Fleta! –exclamó casi


involuntariamente.

La Princesa volvió la cabeza al oír estas palabras y le miró


de una manera singularmente grave, casi dura, que produjo en
Horacio una sensación de temor.

–No –respondió con una voz baja y tranquila en la que


Horacio creyó descubrir algo de pena–, no hay aquí ninguna
escena de magia. Todo esto es muy natural. Esta es Edina, mi
pequeña hermana; tan igual a mí, como veis, que aún a mí me
es difícil distinguirla.

Diciendo esto, atrajo a Edina hacia ella con un gesto de


protectora ternura. Hablaba entonces la Princesa con un
acento de bondad semejante al de una reina.

96
Horacio permanecía incapaz de hablar e incapaz de pensar
y de comprender. Ante él se encontraban dos muchachas y las
dos eran… ¡Fleta! Tan sólo por la diferencia en la expresión
podía encontrarse entre una y otra cierta discrepancia. Una de
ellas le dirigió la más coqueta y encantadora de las miradas,
mientras se dirigía hacia su grave hermana. Entonces pudo
sentir cuán esencialmente distintas eran las dos. Pero estando
juntas una al lado de otra, cuando Fleta decía «mi pequeña
hermana» no había exteriormente diferencia alguna. Edina era
tan alta y tan hermosa. ¡Eran iguales en todo!

–No os alarméis –dijo Fleta tranquilamente–; pronto os


acostumbrareis a estas semejanzas.

–Aunque dudo –añadió Edina con una sonrisa picaresca de


sus brillante ojos–, que logréis distinguimos jamás a menos que
estemos juntas.

–Venid –dijo Fleta–, vamos a hacer desaparecer el polvo del


camino; vamos a asearnos. Justamente es la hora de comer.

Fleta hablaba de manchas de viaje, más Horacio la


encontraba de una tan soberana hermosura que le parecía
acababa de salir de las manos de su doncella. A pesar de todo
se retiraron cogidas de los brazos y Edina aún tuvo ocasión de
dirigir una última mirada hacia el perplejo rostro de Horacio.

97
Este se quedó solo, en aquel mismo sitio, sin acción y sin
pensamiento. Aún permanecía en aquel estado, cuando sintió
que alguien le tocaba ligeramente en el hombro; a no ser de
este modo no hubiera salido de su abstracción. Era el hombre
alto que en la puerta le saliera al encuentro para recibirle; un
hermoso joven de expresión bondadosa y llena de alegría y de
mirada resplandeciente.

–Venid –dijo–, venid y conoceréis vuestra habitación. Yo


aquí soy el maestro de ceremonias, dirigíos a mí para todo
cuanto necesitéis, ¡aún para aquello que sea de información!
Yo podré o no satisfacer vuestros deseos según los poderes
que tengo. Me llamo Marco… Tengo un nombre larguísimo –
media docena de nombres más largos que este y sobre todos
ellos un título aún–, pero ninguno de ellos os interesarían;
aparte de que en medio de un bosque donde no hay ninguna
jerarquía son casi preferibles los nombres de una sílaba.
Mientras decía esto, en apariencia indiferente a la atención
que pudiera prestarle Horacio, fue saliendo delante de él e
internándose a lo largo de un alfombrado corredor. Abrió
después la última puerta de este corredor e hizo pasar por ella
a Horacio.

Se encontró éste en una habitación en la que ya no hubiera


podido echar de menos las de su casa, pues era aún más lujosa.
98
Un gran baño estaba preparado con agua perfumada. Horacio
resolvió bañarse. Le parecía como si le hablara en medio de
una multitud de alucinaciones que hubiera de alejar de sí con
el agua. Su reducido equipaje había sido conducido a la
habitación y así, cuando hubo terminado el baño, sacó de el un
traje de terciopelo que creyó el más adecuado para aquel
palacio de sorpresas. Acababa justamente de finalizar su aseo
cuando oyó un pequeño golpe en la puerta. Después, sin más
ceremonia, abrió y entró.

–Venid –dijo–; aquí no esperamos por nadie. El cocinero no


lo tolera. Es un santísimo padre verdaderamente, pero nadie
puede contradecirle excepto la Princesa. Ella hace siempre lo
que quiere. Pero… ¿Estáis ya pronto?

–Completamente –replicó Horacio abandonando la


estancia.

En el recibidor había una gran puerta doble, de encina


ricamente labrada. Esta puerta, que Horacio viera cerrada
cuando pasó a su cuarto, permanecía ahora abierta, y por ella
entró Marco indicándole el camino. Entonces se encontró en
una vasta habitación, cuyo suelo estaba abrillantado como un
espejo. Dos figuras permanecían en medio de la sala,
adornadas de iguales encajes blancos; eran las dos Fletas que

99
Horacio conocía. Su corazón permaneció despedazado,
contemplándolas e interrogando en sus ojos, en busca de una
mirada de amor, de un destello que le indicara que era su
Fleta, su Princesa, la Fleta a la que servía. No había ninguna.
Aquellas criaturas habían estado hablando calurosamente y
ambas parecían tristes y abatidas.

Al vagar la mirada de Horacio de uno a otro rostro creció


su confusión. Un repentino destello de hechizadora y bella
sonrisa acudió sobre uno de aquellos semblantes en el que él
creyó reconocer a Edina, pero ¿no había visto también aquel
encantador destello cruzar el rostro de Fleta? Pero todo fue
cosa de un momento y no hubo de detenerse más a pensarlo.
En el final de la sala se descubría una mesa servida como
pudieran estarlo las mesas de los reyes. Resultaba fastuosa,
cubierta con los más finos manteles bordeados de espesos
encajes, con múltiples bandejas de oro rebosantes de frutos y
decorados espléndidamente con hermosísimas flores. Horacio
despertó de sus otras muchas grandes perplejidades ante aquel
lujo que encontraba en medio de un bosque. ¿Estaba
preparado aquello en honor de Fleta, a quien había visto
comer alegre, o mejor, indiferente, una seca corteza de pan en
una posada? Mientras él pensaba en todo esto, Fleta, o por lo
menos una de las hermanas, se coloco en el final de la mesa. La
100
otra ocupó un asiento inmediato al de Horacio, mas éste no
podría decir cuál de ellas era; su espíritu entero se absorbía en
la resolución de este problema. Marco se sentó en el otro
frente de la mesa, preparándose evidentemente para realizar
todos los trabajos necesarios a la regularidad y marcha de los
manjares. Dos asientos más había dispuestos en aquella mesa,
aunque nadie había venido a ocuparlos. Se servía una
aparatosa y abundante comida. Horacio hubo de pensar que
sin duda era Edina quien se había sentado próxima a él al
observar sus indiscutibles dotes de pequeño gourmand. Llegaba
a esta conclusión, cuando su atención fue distraída por la
apertura de las grandes puertas y por la entrada de dos
personas en la habitación. Todos los que ocupaban la mesa se
levantaron, excepto Fleta, que avanzó, sonriendo, a recibir a
los recién llegados. Eran éstos dos hombres, uno de ellos de un
poco más edad que el mismo Horacio y de un aspecto
extremadamente distinguido. Poco menos que un muchacho,
había en sus ademanes una dignidad tal que le hacía aparecer
de más edad. Repentinamente Horacio experimento una
indescriptible sensación de celos, vaga, pero de celos sin duda.
Fleta había puesto sus dos manos sobre las de este joven y le
había saludado con gran fervor. A su lado permanecía un
pequeño y estropeado viejo con el mismo traje del Padre

101
Amyot. Esta circunstancia extrañó a Horacio, aunque por ella
llegó a la conclusión de que era cierto cuanto Edina le había
referido.

Algo de familiar en el semblante del joven recién llegado


atraía la atención de Horacio. Cuando Fleta se le acercó hizo
una mutua presentación.

¡Era el joven Rey a quien estaba prometida!

Al llegar a este punto es necesario advertir que esta es una


de esas historias que no suelen ser frecuentes, no una historia
de las que conoce todo el mundo, por lo cual se nos permitirá
que demos a este joven Rey el nombre de Otto dejando,
empero, a los que lo deseen, la determinación del reino sobre
que dominaba y la averiguación de su verdadero nombre.

Dicho esto añadiremos que el joven Rey se sentó frente a


Horacio y al lado del anciano sacerdote.

Horacio sintió que le abandonaban todas sus fuerzas; que


toda su esperanza y su vida se disipaban; y por una terrible
resolución de toda su naturaleza volvió a su escéptica
estimación de las cosas humanas y aún más todavía de las que
se relacionaban con Fleta. Hubo entonces de creer que ésta le
llevara allí para burlarse, para atormentarle, para mostrarle su
propia locura e insensatez al pretender su amor frente a tal
102
rival… Sentía destrozado su corazón al encontrar que el joven
Rey Otto era un ser tan privilegiado. ¿Y cómo Fleta había ido
hasta allí? ¿Y por qué le había obligado a acompañarla? Estas
dudas, y estas conjeturas y temores despedazaban su alma y le
obligaban a permanecer silencioso, abstraído y sin fijarse en
los platos que ante él desfilaban intactos. Entretanto, en la
mesa se hablaba alegremente y se reía; el joven Otto parecía
tener una conversación inagotable. Horacio, que lo observaba,
sentíase aún más molesto oyendo siempre aquella voz
timbrada y armoniosa que ponía más de relieve su mutismo y
la amarga pena que silenciosamente le oprimía…

–¿Estáis triste? –dijo a su lado una voz suavísima–. Es duro


si amáis a Fleta verla monopolizada por otra persona… Mas
¡oh!, ¿cuantas veces he sufrido de este modo? Pero bien está.
Así ha de ser y si lo siento es tan sólo por vos. Acasos si Otto
no hubiera estado aquí dedicando toda su atención a Fleta, lo
hubierais hecho vos y no hubierais tenido una simple mirada
para nadie más… ¡Ay de mi!

Edina, que era quien hablaba, dejó escapar un suspiro


mientras pronunciaba sus últimas palabras con una voz tenue
y suave.

103
¡Aquella voz era la de Fleta, como eran de ella aquellos
hermosos ojos que se volvían para Horacio! Éste no pudo
menos de creerlo así. ¿No conocía bien a Fleta?

–¡Ah, cómo estáis jugando conmigo! –exclamó


ansiosamente– ¡Sois Fleta ahora y no Edina! ¿No es así? ¡Oh,
amor mío, sed sincera, sed sincera y confesadlo!

Hablaba en medio de las voces de los demás, pero Fleta


miró a su alrededor alarmada. En seguida hizo un rápido gesto
imponiéndole silencio.

–¡Callad, por Dios! –dijo después–, y tened cuidado;


¡vuestra vida sería perdida si revelarais aquí vuestro secreto!
Cuando la comida acabe venid conmigo.

Aquella cita trajo la alegría al corazón de Horacio; su alma


se conmovió, su espíritu vibró, la escena toda revistió nuevo
aspecto.

Entonces vio por primera vez las hermosas frutas que tenía
ante sus ojos y tomando algunas, comió, y bebió el vino que
había en su vaso. Fleta le observaba.

–¡Ahora comenzáis a comer! –dijo–, mas no importa; sois


joven y sois fuerte. ¿Creéis –añadió aún sonriendo– que
viviríais a través de muchos azares?

104
La respuesta de Horacio era tan indicada que no es
necesario escribirla. No supo cómo la pronunciara, mas en su
espíritu estaba que por Fleta soportaría todos los azares del
mundo. La joven sonrió de nuevo y exclamó pensativamente.

–¡Puede ser! –Mas esta frase fue acompañada de una


sonrisa tan encantadora por una parte y de una mirada tan fría
por otra, que todos los tristes pensamientos del joven
renacieron aún con más fuerza que antes. Horacio vació su
vaso y no volvió a comer más, así, que vio con agrado que
pocos momentos después abandonaban todos la mesa. Él
siguió a la joven que se sentara a su lado desde la entrada de
Otto y, después de atravesar con ella la espaciosa habitación,
vio que entraban en un invernadero cuya puerta se abría en
aquella misma estancia. Era una magnífica estufa llena de
plantas rarísimas y excesivamente hermosas que, sin embargo,
le inspiraron una inexplicable repugnancia. Sus colores
variadísimos y sus numerosos capullos no impedían observar
que todas ellas pertenecían a una misma extraña especie.

–Como veis son preciosísimas –dijo Fleta contemplando las


flores que estaban a su lado–. Obtengo de ellas una rara y
preciosa substancia que tal vez me hayáis visto emplear –
añadió después de una pausa.

105
Horacio hubiera deseado abandonar el invernadero, pero
era tan evidente que no era este el deseo de Fleta, que no se
atrevió a proponérselo. Se veían junto a los flores algunos
asientos, en uno de los cuales se sentó Fleta invitando, a
Horacio a que se colocara a su lado.

–Hoy, comenzó a decir la Princesa, voy a haceros saber


cosas que ya tenéis derecho a conocer. Empezaré por deciros
que estamos en un monasterio, perteneciente a la más rígida de
todas las órdenes religiosas del mundo.

–¿Sois católica? –preguntó Horacio repentinamente. Pero


aquella fue una pregunta risible para él mismo. ¿Cómo era
posible clasificar las ideas de aquella mujer cuyo pensamiento
no podía ser limitado?

Fleta se contento con responder:

–No, no soy católica, pero pertenezco a esta orden. Y como


viera extrañeza en los ojos de Horacio, añadió:

–Creo que esta contestación no es muy inteligible, tanto que


os parecerá impertinente y sin sentido. Perdonadme, pues,
Horacio.

¡Ah, con qué tono hablaba, con qué inflexión dulce y gentil
tono hablaba aquella adorable mujer! Horacio perdió todo su

106
dominio sobre sí mismo e incorporándose, de un salto, se
plantó ante ella.

–No quiero saber cuál es vuestra religión –exclamó


apasionadamente–. No quiero saber dónde estamos, ni por qué
hemos llegado a este sitio. Sólo os pregunto una cosa. ¿Me
amáis ciertamente, como me dijisteis antes de ahora, o amáis al
Rey y os estáis burlando de mi? Tengo derecho a pensar en
todo esto cuando me habéis traído a este sitio y a su presencia.
¡Oh, cómo me habéis insultado, cómo os burláis de mi
cruelmente! ¿Por qué habéis hecho que os ame con toda mi
alma? Hoy, que os pertenece mi vida entera, decidme
sinceramente la verdad. ¡Decídmela aunque sea triste!

–Pues bien; tenéis un rival poderoso –dijo Fleta


deliberadamente–. ¿No es el hermoso cortesano que conocéis
todo lo que puede ser un Rey? Además, estoy comprometida
con él. Sí, Horacio, estoy comprometida. ¿Os agradaría que la
mujer que amáis viviera una vida de falsedad por amaros
traicionando a cada hora el cariño del hombre con quien tiene
que casarse?

–Yo quisiera que me amase –dijo Horacio


desesperadamente–, y que me amase a toda costa y por encima
de todo peligro. ¡Oh, cuan grande es mi agonía, Fleta! ¿No

107
habéis dicho hoy mismo que me amabais, que os entregaríais a
mí? ¿Os volveréis ahora atrás?

–No –respondió Fleta–; no lo haré. Porque os amo,


Horacio. ¿No fue en sueños donde os vi por primera vez? ¿No
he soñado con vos? ¿No fui a vuestra casa a buscaros? ¿No
era indigno de una mujer el hacer esto y lo hice sin embargo?
¿Quién sino Fleta hubiera arriesgado algunos peligros? ¡Ah, si
supierais lo que arriesgaba y lo que arriesgo ahora mismo por
vos! No, no podéis adivinarlo; no puede adivinarse; !no puede
saberlo nadie excepto yo misma!

Dijo la Princesa estas palabras con un acento de tal


convicción, que Horacio no pudo menos de exclamar:

–¡Huid, escapad de tales peligros! –a la vez que un


apasionado deseo de ayudarla nacía en él arrastrando todos
sus pensamientos. Luego añadió, más tranquilo:

–Sois tan poderosa y tan libre que no tenéis necesidad de


encontrar peligros. Si el peligro está entre esta gente y en este
extraño lugar, ¿por qué no volver a la ciudad y a vuestra casa?
¿Qué os mueve a correr peligro a vos que tenéis cuanto puede
ofreceros el mundo? ¿Qué es lo que necesitáis? ¿Hay algo que
no podáis obtener?

108
–Sí –dijo Fleta–, lo hay. Necesito algo que ningún poder
real podría proporcionarme. Necesito algo que me costará tal
vez la vida el obtenerlo. Más estoy, sin embargo, pronta a
sacrificarla. ¡Qué es para mí la vida! ¡Nada!

Se había levantado y marchaba impacientemente de un lado


a otro, agitada por una extraña expresión de ansiedad y con
los ojos abrillantados.

¡Aquella era la mujer que amaba! ¡Un ser a quien no


importaba la vida propia!

Pero Horacio, olvidando todo lo que había de extraño en


aquellas palabras y ademanes, no pensaba sino en que no era
posible a Fleta retroceder en el camino de su amor después de
las extrañas y terribles palabras que acababa de oírla
pronunciar.

–¡Ah! ¡Esto, esto es lo que me detiene! –continuó diciendo


antes de que Horacio tuviera tiempo de hablar. Esta vez
estaba alterada profundamente y pálida, tan pálida que
Horacio se olvidó de todo al mirarla.

–Esto es lo que me detiene –repitió– y lo que me impide ser


fuerte; esta ansia por ello. Suspirando profundamente se dejó
caer en su asiento con un abatimiento incomprensible. Con la
cabeza inclinada se ensimismó en una profunda meditación.
109
Pocos momentos después comenzó a hablar de nuevo
incoherentemente y de un modo casi ininteligible.

–Siempre he sido demasiado impaciente, demasiado ansiosa


–decía con profunda tristeza–. Siempre he tratado de obtener
lo que he deseado sin esperar a merecerlo. Ha pasado mucho
tiempo desde que vos y yo vivíamos bajo aquellos florecientes
árboles. ¡Han pasado edades! Rompí la paz que nos mantenía
sencillos y fuertes e hice surgir tormentas de pena y de peligro
en nuestras vidas. Tenemos que vivir así. ¡Ay, Horacio!,
tenemos que vivir de este modo persiguiendo nuestro fin.
¡Cuánto tiempo emplearemos en ello! ¡Cuánto tiempo!

Mientras hablaba dejaba traslucir tal desesperación, tal


angustia en su voz y en sus ademanes; y todo aquello era tan
inusitado en ella, que Horacio, que no poseía la clave de todo
aquel dolor, permanecía, sin embargo, sobrecogido. No
pudiendo seguir tan extrañas ideas, permanecía mudo
siguiendo con la mirada aquella extraordinaria mujer.

–¡Oh amor! ¡Oh ilusión mía! –murmuró al fin, sin darse


apenas cuenta de lo que decía y dominado por el más
vehemente anhelo–. ¡Cuánto daría por poder ayudaros!
¡Cuánto daría por entenderos!

110
–¿Lo deseáis verdaderamente? –preguntó Fleta con una
inflexión de voz dulcísima.

–¿No lo sabéis? ¿No sabéis que mi alma se abrasa por


encontrar la vuestra, por reconocerla y por ayudaros? ¿Por
qué estáis tan lejos? ¿Por qué estáis como las apretadas e
incomprensibles estrellas para quien tanto os ama? ¡Oh,
ayudadme, ayudadme a comprender esto, haced que me sea
permitido acercarme más a vos!

Fleta se levantó lentamente, con los ojos fijos sobre


Horacio.

–Venid –dijo, y tendió su mano hacia él.

Se apoderó Horacio de ella y juntos abandonaron el


invernadero. Después atravesaron el comedor en el que antes
estuvieran y en el que ahora reinaba la animación y la
agitación de la música y del baile… Lo atravesaron y salieron
de todas aquellas habitaciones por una puerta especial que
abriera Fleta y que daba a un larguísimo corredor por el que
se internaron. Horacio no hizo pregunta alguna. No se atrevía
a interrumpir la meditación que se reflejaba en su semblante.

Finalmente, al terminar el corredor, se detuvieron ante una


pequeña y estrecha puerta en la que llamó Fleta y sin esperar
respuesta abrió bruscamente.
111
–Me he atrevido a entrar, ¿os he molestado, Maestro? –
dijo.

–No, venid, niña, fue la respuesta.

–Traigo alguien conmigo…

–Venid, se oyó por segunda vez.

Entraron. Horacio pudo ver una pequeña estancia


iluminada por una débil lámpara. En aquella habitación, un
hombre, apoyados los brazos en una mesa, leía a los rayos de
aquella mortecina luz. Al ver un extraño cerró el libro que
permanecía entre sus manos y se volvió hacia sus visitantes.
Horacio se encontró ante el hombre más hermoso que viera en
su vida. Era joven aún, aunque Horacio se sentía un niño a su
lado. A saludarles pudo observar su alta estatura y su esbeltez
a través de la cual podía entreverse una fuerte complexión.
Horacio observó que aquel hombre le miraba y que después,
dirigiéndose a Fleta, decía:

–Déjale aquí.

También observó que Fleta, inclinándose, salió de la


estancia inmediatamente sin pronunciar una palabra. Horacio
vio todo esto con secreto asombro. ¿Era la arrogante e
imperiosa Princesa quien ahora se prestaba a una tan

112
inmediata obediencia? Parecía increíble. Más no tardó en
olvidar semejante escena ante las palabras que el desconocido
personaje comenzó a dirigirle.

–La Princesa –empezó a decir éste–, me ha hablado de vos


con frecuencia, y sé que ha deseado mucho que llegase este
momento. Estará satisfecha si ve que apreciáis con vuestros
sentidos internos y elevados el paso que vais a dar si accedéis a
sus deseos. Porque es preciso que lo sepáis para siempre; si
verdaderamente deseáis profundizar en el espíritu de Fleta,
habréis de renunciar a todo lo que los hombres conceden
importancia generalmente en el mundo.

–De poco tengo entonces que renunciar –exclamó


tristemente Horacio–, mi vida no es nada espléndida.

–No lo es, pero estáis al comienzo de ella. Vuestro porvenir


está lleno de promesas. Más de ser cierto que deseáis ser el
compañero de Fleta, vuestra vida no es vuestra ya.

–No, es suya, ¡pero más que lo es ahora!

–No es esto. Ni es suya ahora, ni lo será entonces. La


Princesa no reclama vuestro amor como suyo. Ella no tiene
nada.

113
–No entiendo –dijo Horacio–. Es la Princesa de esta
comarca; no tardará en ser la Reina de otra. Tiene todo cuanto
el mundo puede dar a una mujer.

–¿No conocéis a la mujer que amáis, para que se os ocurra


pensar que ella se preocupa de su posición en el mundo? –
preguntó este hombre a quien Fleta denominó su maestro–. A
una palabra mía, a cualquier hora y en cualquier ocasión,
abandonaría su trono para siempre, cosa que hará cualquier
día seguramente; y entonces su hermana ocupará su lugar y
todo continuará igual. Fleta espera ardientemente esta ocasión.

–¡Sí, tal vez! –aseguró Horacio.

–Ella, además, no considera como suyo vuestro amor y


vuestra vida. Amándola, amáis a la Gran Orden a que
pertenece y ella dará gustosa vuestro amor a su verdadero
dueño.

Horacio se levantó ya sin poder contenerse.

–Eso es una mera insensatez, un mero insulto –exclamó


ásperamente–. Fleta ha aceptado mi amor con sus propios
labios.

–Ciertamente, fue la contestación, mas está prometida al


Rey Otto.

114
–Lo sé –dijo Horacio con voz apagada.

–¿Y qué creéis que es Fleta? ¿Creéis que es una mera


buscadora de placeres, dispuesta a divertirse con la vida de los
demás y desprovista de honor y de principios? ¿Es este el
modo de estimar a la mujer que amáis? ¿No iba todo esto
envuelto en vuestra frase «dejad que ella dé su mano al Rey
Otto» cuando yo sé que su amor os pertenece? ¿Y vos podríais
amar a tal mujer? ¡Horacio Estanol!, vos que habéis sido
educado en una escuela muy diferente de ésta, ¿no sentís
vergüenza en el fondo de vuestra conciencia?

Horacio permaneció silencioso. Cada palabra lo traspasaba.


Comprendía que no tenía que contestar. Había estado
cegándose voluntariamente a sí mismo, y las vendas habían
sido repentinamente arrancadas. Después de una pausa
respondió, vacilando:

–La Princesa no podía ser juzgada como las demás mujeres,


siendo como es distinta de ellas.

–No así, según lo que pensáis de ella; para vos era como las
restantes, una del montón ¿Cómo habéis podido hablar de ella
en este sentido? ¿Cómo habéis podido pensar en ella
deshonrándola con vuestros pensamientos?

115
Estaban uno enfrente de otro y en este momento sus
miradas se encontraron. Un extraño rayo pareció atravesar el
alma de Horacio a medida que aquellas amargas palabras se
deslizaban en sus oídos «deshonrándola». ¿Era esto posible?
Horacio retrocedió ante aquellas palabras y no pudo menos de
contemplar el hermoso rostro que tenía ante sí.

–¿Quién sois? ¿Quién sois, pues? –dijo por último.

–Soy el Padre Iván, el Superior de la Orden a la que la


Princesa Fleta pertenece –fue la respuesta–. Pero otra voz
continuó cuando la del Padre Iván había cesado y Horacio vio
que la Princesa Fleta se encontraba ante su presencia.

–Es el maestro de sabiduría, el maestro de vida y de


pensamiento del que la Princesa Fleta no es sino una humilde
e impaciente discípula. Cambiando de tono dijo, inclinándose
ante el sabio: ¡Oh maestro, perdonadme! No puedo oíros
hablar como un monje, como el mero instrumento de una
religión, o el mero maestro de una miserable creencia.

Todo esto dijo la Princesa, cayendo arrodillada ante el


Padre Iván en extraña actitud llena de humildad. El religioso
inclinó su cabeza y levantó a la Princesa de sus pies. Entonces
permanecieron un momento frente a frente. Los ojos de Fleta
le devoraban con una adorable y apasionada expresión de

116
ansiedad. ¡Qué espléndida estaba! Horacio observó aquella
mirada, y repentinamente una salvaje y devoradora sensación
de celos despertó en su corazón. ¡Una sensación de celos tal
que ni el Rey Otto ni cien Reyes Otto hubieran despertado!

Porque vio que aquel Iván que ostentaba un traje de


sacerdote, no era religioso; que hablaba del mundo como si no
tuviera ningún significado para él; que su majestuosa
presencia y sus poderes le presentaban como un igual de Fleta.
Aún más; vio que el rostro entero de Fleta se dulcificaba y
suavizaba en su contemplación. Jamás Horacio la viera de un
modo semejante. Vacilando como quien anduviese a ciegas, fue
retrocediendo hasta la puerta y de allí se precipitó fuera de la
estancia. ¿Cómo? No se dio cuenta. Rápido recorrió obscuras
habitaciones que no conocía hasta que de repente se encontró
al aire libre. Entonces, a grandes pasos atravesó por entre
helechos y matorrales hasta llegar a un lugar tan tranquilo que
parecía el corazón del bosque. Allí, arrojándose sobre el suelo,
dio rienda suelta a la agonía de su desesperación, aquella
agonía bajo la cual desaparecieron los cielos y la tierra, aquella
honda pena que cayó sobre él como si una grande nube se
extendiera sobre su espíritu.

117
CAPITULO VII
Pasó la nube y pasó dejando aparecer el rostro de Fleta.
Esta permanecía inclinada sobre Horacio y con su rostro
inmediato al suyo.

–¡Oh amado, amado mío! –decía con suavísima y


murmuradora voz–. ¿Ha sido un golpe muy fuerte? ¡Dímelo,
Horacio, háblame! ¿Conservas aún tus sentidos?

Pero Horacio no contestó. Con una mirada de extrañeza


contemplaba su rostro. Cuando salió de aquel estado interrogó
ansiosamente:

–¿Y amáis a ese hombre?

–¡Ah, pobre Horacio; habláis de lo que desconocéis! Le


amo, sí, le amo con un amor tan profundo que no podéis
imaginaros.

–¿Y me decís a mí esto? ¿Decís esto al hombre que os ha


consagrado su vida entera? ¿Necesitáis volverme loco?

–¡Una vida! –exclamó Fleta con extraño acento lleno de


tristeza a la vez que de desprecio–. ¿Qué es una vida?, nada en
suma. Nuestros grandes propósitos van siempre más allá de
estas consideraciones.

118
Horacio se incorporo al oír estas frases y, mirándola con
sorpresa, no pudo menos de exclamar:

¡Estáis loca! Comprendo ahora que necesitáis un loco a


vuestro servicio. Más no olvidéis con qué circunstancias tenéis
que luchar. No soy otra cosa que un hombre; y habéis
aceptado mi amor. Habéis logrado convertirme en un asesino
mental, en un asesino con el deseo. ¿Tardaré en serlo en
realidad? Vos decidiréis, Fleta. La primera vez que yo vea
vuestra mirada posarse sobre el rostro de ese hombre como no
ha mucho sucedió, le mato.

Fleta se incorporó al oír estas palabras y levantó sus ojos al


cielo… En aquella actitud, un estremecimiento sacudió su
cuerpo, un estremecimiento doloroso… Aquella visible
alteración cambió el especial estado de Horacio, que no pudo
menos de preguntar:

–¡Estáis enferma?

Fleta volvió hacia él su mirada.

–¡Oh, tened bien entendido, que si algún día os dominase


esa loca idea de asesinato, no sería al Padre Iván, sino a mí a
quien matarías!

119
Horacio dejó escapar un ahogado grito. Le parecía que su
corazón estallaba bajo el peso de aquella tortura.

–¡Tanto le amáis, Princesa! –dijo–. ¡Me he de contentar yo


con desear y servir, entretanto vos amáis a otro! ¿No he de
tener el derecho de protestar? Decidme, ¿es que queréis usar
del corazón de un hombre como de un simple medio para
vuestras coqueterías de gran señora? ¿Un rey, prometido
vuestro, y un extraño sacerdote a quien amáis, no os bastan
para vuestros juegos, que aún necesitáis otro hombre oscuro
como yo para quien todas estas desdichas resultan
inexplicables y cuyo corazón pisoteáis? Esto no se parece a la
nobleza que he visto en vos. ¡Oh, Princesa, yo no puedo ser ya
vuestro adorador! No podré nunca más creer en vuestro puro
y dulce corazón, ¡vuestro corazón que hubiera creído esta
mañana como una perla, como una gota de agua límpida!
¡Adiós, pues! ¡Adiós para siempre, ídolo mío! Ya seré vuestro
siervo siempre sumiso. Os he cedido mi vida para que hicierais
de ella lo que quisierais. Llamadme y acudiré a vuestros pies
como un perro, ¡más no me obliguéis a que haga lo que ya no
me causa sino pena!

Profiriendo estos exaltados reproches, que parecían


conmover el tranquilo ambiente de la tierra y de los bosques,
que hacían a la vez arder su pecho con los suplicios de una
120
pasión desesperada, se separó de Flete. Ésta permaneció
inmóvil, con los ojos inclinados sombríamente y no pudo
murmurar sino estas palabras:

–¡Nacimos bajo la misma estrella!

Aunque fueron pronunciadas con muy apagada voz,


llegaron hasta Horacio, azotándole en el corazón y en la cara.

–Bajo la misma estrella –repitió entonces el joven–, sí, pero


vos, Fleta, sois la reina y yo el súbdito. Y no sólo es así, sino
que vos lo sabéis y usáis vuestro poder. Y si no, ¿cómo
hubierais prometido que seríais completamente mía?

–Os prometí corresponder a vuestro amor con el mío. ¡Os


prometí concederos todo cuanto pudierais tomar! Mi amor es
más grande aún de lo que podéis imaginaros, de otro modo no
hubiera prestado oídos a uno solo de vuestros reproches. ¡Oh,
cuánto me han humillado y los he sufrido sin embargo!

–Vuestras palabras me parecen enigmas –exclamó Horacio


volviendo a su lado–. ¡Sois lo bastante para volver loco a un
hombre, y no puedo menos, a pesar de todo, de seguiros
amando! ¿Cuál será la causa de vuestra existencia! ¿Quién
sois? ¿Qué sitio misterioso es éste en el que nos encontramos?
¿Quién es ese sacerdote cuyas órdenes obedecéis? ¿Podré
saberlo alguna vez?
121
Fleta dejó caer sobre él una repentina y dulce sonrisa que
parecía iluminar su ser interior, sin poder contenerse:

–¡Sí! –contestó–, sabedlo. No os lo puedo decir y deseo


hacerlo; sin embargo, sí, deseo verdaderamente que lo sepáis.
¡Obligad al secreto, hacedme fuerza! ¡Sí, sí, Horacio!

Hablaba ansiosamente, con un timbre brillante en su voz


que electrizó a Horacio. Éste perdió la noción de la Princesa,
de la conspiradora, de la religiosa, dominado tan sólo por la
idea de que estaba ante la mujer que amaba, ante la mujer
joven, llena de encanto y fresca como una flor. Sintió, además,
que su dulce y hermoso rostro estaba cerca del suyo, e
inconscientemente tendió hacia ella sus brazos.

–¡Oh mi amada, mi adorada ilusión, venid! –dijo


convulsivamente con un acento en el que vibraba la pasión.
Pero Fleta se retiró de él sin pronunciar palabra y se alejó por
entre los gigantescos árboles. ¡No una mirada más para él! ¡Ni
un movimiento de su cabeza, ni una de sus blancas y
escultóricas manos! De una de éstas pendía un largo tallo que
antes arrancara, y hasta aquella tenue hierba que a veces el
aire agitaba parecía haber adquirido un rígido y extraño
aspecto. ¡Parecía que formaba parte de aquella estatua que un
momento antes fuera mujer!

122
Horacio permaneció durante algún tiempo mirando aquella
figura que se alejaba; contemplándola sin fuerza para moverse
de aquel sitio, sin fuerza para poder pensar en nada, con una
idea, sin embargo, fija en él: la de que no le era permitido
seguir a Fleta, ni le era permitido dirigirse a ella como la
generalidad de los hombres se dirigen a las mujeres que
aman… Que no le era permitido manifestarle toda la fiebre de
amor que ardía en sus venas. ¿Por qué? ¿Tal vez a causa de su
nacimiento real? ¿Tal vez a causa de su belleza o de su poder?
¡Oh, todo aquello era un profundo misterio que le obligaba a
encerrarse en el silencio y en la inmovilidad!

Más cuando por último Fleta desapareció de su vista, una


repentina reacción se operó en su ánimo. Toda la fuerza de su
vigorosa naturaleza de joven se despertó impetuosamente en
él. No era capaz de pensar, pero sentía afluir la sangre a su
cerebro, sentíase vacilar como si hubiera bebido. Se sintió
asimismo envejecer y convertirse en un ser distinto. Momentos
antes se reconocía como un hombre, ahora un abismo de
sentimientos le hacían considerarse como algo distinto. Su
pasión ardía como fuego ante el altar de la vida y a cada
momento crecientes llamaradas se agolpaban en su inflamado
cerebro. El salvaje había despertado con él, el hombre no
domado que late por dentro y que se oculta tras los rostros
123
cultivados de una edad gentil. No más que una fuerte sacudida
de la cuerda de la pasión y Horacio Estanol, el caballeroso
Horacio nacido en tiempos cultos y refinados, comprendía que
dentro de sí latían deseos salvajes y personales, que nada
respetarían frente a la satisfacción de sus necesidades. Para
Horacio aquel repentino aparecer de su doble naturaleza fue
una revelación. Permaneció rígido, fuerte, resuelto. Su mente
agitada examinó su posición y la de Fleta, y descubrió que
todo revestía un nuevo y agitado aspecto.

–Estoy –se dijo– en un antro de conspiradores. ¿Por qué


sino por esto se esconden? Este Iván es, sin duda, un ser
peligroso. ¿Qué cabeza coronada amenazará? Es sin duda un
criminal. ¡Más yo descubriré su secreto y libertare a Fleta! La
conquistaré, la rescataré de su poder por la fuerza de mi amor.
Más ahora debo calmarme, debo estar tranquilo para
averiguar el secreto de estos misteriosos lugares. Diciendo esto
se fue lentamente a través del bosque, tratando de contener los
latidos de su corazón y la efervescencia de todo su organismo.
Se figuraba necesitar de todos sus instintos, de toda su natural
inteligencia y de todo su poder. Le parecía que le iba a ser
preciso luchar con multitud de enemigos, como si tuviera
frente de sí la humanidad entera. El joven Rey Otto tenía un
derecho sobre Fleta, anterior al suyo; era pues su enemigo.
124
Iván era el verdadero dueño de aquella adorable mujer; ¿cómo
no odiar amargamente a aquel sacerdote? Edina –la falsa
Fleta– ¿qué era sino un mero instrumento del sacerdote,
empleado por éste para cegarle y derrotarle? Tal vez era esta
la persona con quien más habría de luchar dada la influencia
que sobre él ejercía, por su semejanza con Fleta.

Estaba en aquellos momentos lleno de energía y de


actividad y su sangre hervía dentro de las venas. Necesitaba el
desahogo de la acción. Así pues, resolvió hacer algo
inmediatamente. Inspeccionó toda la fachada exterior de la
casa para observar su aspecto y poder hacer algunas
conjeturas sobre su disposición interior; y exploró el circulo
exterior de la finca para tener en cuenta las dificultades que
podía haber al abandonarla. Como este último trabajo
representaba más fatiga, lo realizó el primero, abriéndose paso
por aquella parte del bosque en dirección al sitio donde debían
estar los límites. No empleó mucho tiempo en aquella tarea a
pesar de que hubo de atravesar una distancia considerable; se
sentía más fuerte que nunca. El muchacho delicado hasta
aquellos momentos, se reconocía ahora un hombre fuerte,
como si nueva sangre corriera por su venas. A la luz de la luna,
alta, casi llena y de intenso brillo aquella noche, pudo
descubrir que el extraño sitio en que se encontraba aparecía
125
fortificado de un modo más positivo por altos muros o
barreras. Una muralla natural de lianas selváticas espesamente
entrecruzadas y nunca pisadas, al parecer, por la planta
humana, crecían a su alrededor. No se podía suponer tan
extraordinaria vivienda a unas simples jornadas de la ciudad.
Más era cierto, sin embargo, y ante su vista estaba. Su
inexpugnable cerca no hubiera podido ser atravesada sino a
hachazos y abriendo palmo a palmo el camino… Pero aún este
mismo trabajo resultaría inútil, por no ser conocida la
dirección que habría de tomarse.

Retrocedió por tanto después de innumerables esfuerzos


inútiles; por allí no había senda alguna. Había descubierto la
puerta por la cual entraron; más aquella puerta estaba
guardada. Alguien iba y venía lentamente por entre la sombra
de los árboles y no con el aspecto de quien pasea por placer,
sino con el aire y los movimientos regulares de un centinela.
Era una figura poco familiar, vestida con el traje de la
misteriosa Orden.

Horacio se deslizó suavemente a orillas de la senda que


conducía a la casa. Era inútil desperdiciar más tiempo en
aquellas investigaciones; no podía dudar que se encontraba
prisionero. Entonces comprendió que si no le era posible
escapar, para nada valdrían sus pesquisas e informaciones.
126
Así, en tanto caminaba suavemente, se fue dando cuenta de
todas las dificultades de la misión que se había impuesto…
Aquellos monjes pertenecían sin duda a una Orden
extraordinariamente poderosa y eran hombres de grandísima
habilidad.

Estaba en el corazón mismo de uno de sus centros secretos,


cuyos trabajos eran seguramente políticos. Fleta y el Rey Otto
estaban bajo su poder. Eran conocedores de la magia y de los
secretos de la naturaleza en cuyos conocimientos habían
iniciado a la Princesa.

De tal lugar oculto, y de tal lugar cuidadosamente vigilado,


era de donde estaba decidido a escaparse, llevando con él su
secreto y a la vez a Fleta. A Fleta, a su amor, suyo propio, al
cual, sin embargo, tenía que ganar por medio de la fuerza.

127
CAPITULO VIII
En el largo corredor, a través del cual Fleta condujera a
Horacio al cuarto del Padre Iván, había otra puerta cerrada de
una muy extraña manera. Estaba encajada en su sitio mediante
unos travesaños de hierro que extrañarían al contemplador,
pues sujetaban por la parte de afuera, dando casi idea de
asegurar la puerta de una prisión más que de defender a quien
pudiera estar detrás de ellos. En aquella habitación era donde
Fleta pasaba la noche. ¡Oh, si Horacio hubiera sabido esto,
cuánta no hubiera sido su angustia! ¡Qué deseos no hubiera
sentido de arrancar aquellas barras y de libertar a su hermosa
prisionera!

No se vio, empero, bajo la influencia de tan aguda pena ni


era probable que se viera. Un extraño centinela paseaba a lo
largo del corredor con andar monótono –el mismo Padre
Iván–. Aquel original centinela iba y venía constantemente
ante la puerta.

Sería muy cerca de la media noche cuando el Padre Iván


penetró en su cuarto.

Horacio, por su parte, hallábase echado sobre la cama,


aunque despierto y dando vueltas sobre sus lujosas ropas en
espera tal vez de un sueño que no llegaba. Había andado
128
vagando alrededor de la casa una docena de veces, sin haber
conseguido otra cosa que trastornarse ante su extraña forma y
la de las plantaciones que crecían junto a las que se había
podido aproximar. Comenzaba a desanimarse cuando
descubrió una ventana completamente abierta, por la que se
divisaba una habitación espléndidamente iluminada. Se veía en
ésta una lámpara sobre una mesa y un lujoso lecho adornado
de suaves encajes. Estaba ya Horacio algunos momentos
contemplando aquella estancia, cuando de pronto reconoció en
ella su propio cuarto. Tal rara circunstancia le produjo una
molesta y especial sensación… Parecía como si hubiera sido
vigilado y estuviese prevista su llegada… Decididamente era
un prisionero. Era inútil evadir este hecho. Sintiéndose
derrotado por el momento, determinó aceptar su situación del
mejor modo posible, no sin cierta calma. Entró pues, cerró la
ventana por donde entrara y se tumbó rápidamente con ánimo
de dormir. Pero el sueño no acudía. Todo su pensamiento y
toda su atención se había repentinamente concentrado en el
Padre Iván. Trató varias veces de alejar de sí el recuerdo de
éste, más no pudo. Llamó en su auxilio a la imagen de Fleta, ¡y
apenas pudo acordarse de su bello rostro! Torturó su espíritu
procurando atraer hacia él el recuerdo del semblante que tan
entrañablemente amaba… ¡Y siempre la figura del Padre Iván

129
surgía delante de sus ojos! Repentinamente se sobresaltó ante
la idea de que aquella visión era casi real, pues vio al Padre
Iván levantar su mano con un gesto autoritario que parecía
dirigido a él. Un momento después caía profundamente
dormido.

En este momento el Padre Iván estaba en su propio cuarto.


Se había detenido quizás algo más tiempo que el necesario
para ver la hora. Un fruncimiento de su amplia y hermosa
frente hacía juntar sus cejas. Abandonó su cuarto cerrando
tras de sí la puerta y se dirigió a la habitación asegurada con
las barras de hierro. Una ves allí, abrió sus cerraduras y la
puerta giró pesadamente, aunque con suavidad. Después
entró.

En una especie de hueco tapizado que se abría en el muro,


había un bajo diván que lo llenaba casi por completo, cubierto
con grandes tapices de piel de lobo y de oso. Fleta estaba
tendida sobre ellos envuelta en un largo manto blanco de
espeso tejido y bordeado y forrado de piel. A pesar de tal
abrigo, cuando el Padre Iván se inclinó sobre ella y tocó con
suavidad su mano, estaba tan fría como el hielo.

–Venid –dijo, e hizo ademán de alejarse. Fleta se levantó y


le siguió. Caminaba con los ojos medio cerrados y con cierto

130
aire de sonámbula, aunque no podía negarse que en sus ojos se
traslucía conocimiento, propósito y resolución. Nadie, sin
embargo, que hubiera visto a Fleta en tal estado, hubiera
podido después reconocerla. Tan extraña era aquella mirada.
Iván se acercó a una gran puerta en forma de arco y,
descorriendo las cortinas que la ocultaban, hizo una señal a
Fleta de que pasara. Al hacer esta indicación, tocó ligeramente
una de las manos de Fleta que caían a lo largo de su cuerpo.
La mano se levantó y arrojó a un lado el manto, y apareció el
airoso cuerpo de la Princesa cubierto con un blanco traje de
seda. En la otra mano traía un antifaz. Iba a levantar
lentamente éste para cubrir su rostro cuando un violento y
repentino cambio de ánimo se operó en ella. Abrió sus
resplandecientes ojos tanto como pudo y en ellos brilló
centelleante luz. Entonces, arrojando su antifaz al suelo y
entrelazando convulsivamente sus manos, exclamó agitada por
la más intensa emoción:

–¿Por qué, decídmelo, os lo ruego, por qué he de


enmascararme?

–Os lo he dicho –contestó Iván con gran tranquilidad–.


Ninguna mujer ha entrado aquí hasta hoy.

131
–¿Y qué? –gritó Fleta enardecida– ¿ha de ser una
vergüenza el ser mujer? ¿No he intentado traspasar esa puerta
en vano bajo una personalidad distinta? Hoy pido entrada
como mujer. ¡Oh, maestro, no quiero fingir más!

–Sea –contestó Iván–, pero no abandonéis vuestro antifaz


por si vuestro humor cambiase de nuevo. Acordaos que lo
deseabais hace un momento.

Fleta quedó inmóvil un momento contemplando el arrojado


antifaz. Después levantó su cabeza y mirando firmemente a los
ojos de Iván, dijo:

–Si es preciso arrojaré de mí mi sexo y disfrazaré mi ser de


mujer sin necesidad de esos auxilios.

En aquel momento Iván comenzó a marchar adelante.


Caminaban por un largo corredor iluminado, cuyas paredes
aparecían débilmente coloreadas de rojo pálido salpicado de
estrellas de plata. La brillantez de aquel corredor, a pesar de
sus tonos vívidos, le prestaban cierto carácter extrañamente
solemne. ¿Cuál era la causa? Fleta miraba a una y otra parte
sin descubrirla. Había en todo aquello algo tan nuevo para ella
que no lo comprendía. Ella, instruida en tantos misterios y en
tanta sabiduría de aquella misma Orden, no había penetrado

132
jamás en aquel corredor ni había conocido hasta entonces su
existencia.

En tanto, se acercaron a su final, donde había una alta


puerta de roble al parecer herméticamente cerrada, si bien fue
abierta con gran facilidad por el Padre Iván.

–¡Oh Dios! –exclamó Fleta instantáneamente dominada


por el asombro–. ¿Dónde estoy, a dónde me habéis
conducido? ¿Es éste mi propio país? ¿A qué distancia me
habéis conducido en tan corto espacio de tiempo?

–Un inmenso camino recorréis, venid, hija mía, no tardéis.

Una vasta llanura se extendía, en efecto, ante ellos; una a


modo de pradera limitada hacia su fin por un gran brazo de
montañas que desaparecían en el lejano horizonte. Sobre la
llanura se podía ver un punto lejano, un sitio donde una lívida
luz ardía. Aquella luz resplandecía por encima de los brillantes
rayos de la luna. Iván comenzó a caminar por una senda que
estaba ante ellos y entonces vio Fleta que se encontraban a
una gran altura. Marchó, pues, descendiendo, con todos sus
pensamientos concentrados en aquella vívida luz que ahora
comenzaba a observar que irradiaba de las ventanas de un
gran edificio. Asimismo descubrió repentinamente que gran
número de personas pululaban por la llanura; que casi una

133
multitud se extendía por ella agolpándose en dirección al
edificio.

–Decidme, Padre, ¿entrarán allí? –dijo dirigiéndose a Iván


que caminaba rápidamente.

–¿Qué si entrarán en el templo? ¿Los de la llanura?


Ciertamente, no. Son fieles que rinden culto fuera. Esa
muchedumbre pertenece al mundo, y sin embargo tiene valor
para acercarse aquí con frecuencia, cuando falta la luz y los
vientos helados soplan a través de la llanura…

–Nunca entran –añadió Fleta–, porque no tienen fuerza


bastante para ello.

Iván volvió su mirada hacia atrás con curiosidad.

–No siempre es fuerza lo que se necesita –dijo–, y continuó


su camino. Pero Fleta parecía no oírle: sus ojos estaban fijos en
las ventanas del templo. Repentinamente se detuvo,
exclamando:

–¿Acaso todo esto es un sueño?

–No, no lo es, no estáis dormida –replicó Iván sonriendo.

Continuaron caminando. Muy pronto estuvieron sobre la


llanura y avanzaron con gran rapidez hacia el templo. Fleta
era naturalmente atrevida; pero ahora le parecía que hasta la
134
misma idea de fatiga era absurda. Hubiera escalado montañas
para llegar hasta aquella luz. ¿Qué había en ella que así la
atraía? Nadie hubiera podido decirlo. Su corazón palpitaba
apasionadamente. Volvió la faz Iván y dirigió hacia ella una
mirada de profunda compasión.

–Permaneced tranquila, le dijo.

La Princesa le miró fervorosamente. Después dijo:

–Sí, si está dentro de poder humano hacerlo.

La gran muchedumbre iba lentamente reuniéndose junto al


templo, formando masas de silenciosas y casi inmóviles
figuras. Fleta caminaba ahora entre ellas y, aunque absorta en
sus propias ideas, no podía menos de contemplar el extraño
aspecto de aquellas gentes. Estas eran de todas edades y
naciones, hombres en su mayoría. Caminaban a modo de
sonámbulos, pareciendo inconscientes de la escena en la que se
movían y del objeto que allí les llevaba. Parecía como si
vivieran una vida subjetiva. Mas, ¿cómo entonces habían
llegado a tan extraño y casi inaccesible lugar? Conforme Fleta
pensaba en estas cosas hubiera de nuevo preguntado sobre su
sentido a no haberse adelantado mucho en su camino el Padre
Iván. Cuando llegó a las puertas del templo su guía las había
ya transpuesto. Fleta no vaciló, puso su mano sobre la barra

135
que cerraba la puerta y la levantó. La tarea no fue difícil; casi
parecía obedecer a su impulso. Después empujó ligeramente la
gran puerta que fue abriendo, aunque no completamente, sino
en tanto ella empujaba. ¡Ah! ¡La luz estaba allí! ¡Allí, ante su
vista! Era como la vida y la alegría para Fleta que alzó sus ojos
y quedó un instante ante sus resplandores con las manos
enlazadas, y como en éxtasis…

Alguien pasó junto a ella y entró rozando sus ropas


ligeramente. Esto la hizo recordar que ella también deseaba
penetrar. Se dio valor para el supremo esfuerzo. Conocía que
tan sólo los iniciados en su fe podían atravesar aquellos
umbrales y ella no había pasado por ninguna forma externa de
iniciación, aunque tal vez ésta había tenido lugar en el fondo
de su alma. ¡Oh, cuántas emociones recordaba! El mundo era
nada para ella… había arrojado su antifaz creyendo que su
forma y rostro de mujer, simples apariencias externas, no
serían vistos en el supremo momento, y ahora parecía más bien
algo sobrenatural, transfigurada como estaba por la nobleza de
sus aspiraciones. Alguien que la contemplaba a la puerta del
templo quedó allí mismo, en su umbral, herido por el terror,
ante tan majestuosa belleza.

Ella, mediante un esfuerzo supremo, resolvió hacer frente a


todo, vencerlo todo. Osadamente transpuso la puerta, subió
136
los blancos escalones de mármol y penetró en el templo. Un
gran salón apareció ante su vista, un gran salón inundado de
luz clara y suave que hacia brillar infinidad de objetos que ella
no se detuvo a mirar. Adivinaba por su centelleo que las
paredes estaban cubiertas de joyas; adivinaba que había flores
por el brillo y color del resplandeciente jarro que en el suelo
las contenía. ¿Más quienes eran aquellas figuras adornadas
con trajes de plata, que ostentaban en su cuello una tan
extraña joya que parecía un ojo que veía? Algunas se le
aproximaban. ¡Oh, qué placer! Más no se permitiría tal vez
mostrarse demasiado gozosa… Trató, pues, de calmarse,
aunque la alegría penetraba tumultuosamente en su corazón,
al sentirse confundida en el número de aquella augusta
compañía. Pero los rostros de aquellos seres, según se le
aproximaban, le parecían extraños y poco familiares. Miraba
de uno a otro de ellos y no pudo menos de murmurar:

–¿Dónde está Iván?

Pero en aquel momento todo se cambió. Las figuras blancas


crecieron y crecieron hasta que parecía que había miles de
ellas… Todas con sus manos extendidas empujaban a Fleta
por los escalones de mármol, abajo… abajo… muy abajo… De
nada valía resistirse. De nada valía pelear y luchar, gritar,
clamar primero por justicia y luego por piedad. ¡No había
137
conmiseración! ¡No se ablandaron aquellos rostros
sobrehumanos! Fleta tenía que huir ante el número infinito de
ellos. Entonces llegó a sus oídos el clamor de sus voces que
decían las mismas palabras:

«¡Le amáis! ¡Idos!»

Fleta no pudo más y cayó al pie del umbral anonadada y


deshecha… La gran puerta se cerró tras ella. No estuvo sin
conocimiento más que algunos minutos. Abrió los ojos y miró
al cielo estrellado. Sintió entonces que no podía soportar ni
aun aquella luz, que las estrellas leían su alma. Levantándose
se alejó precipitadamente siguiendo a ciegas la primera senda
que sus pies tropezaron. La siguió sin llegar a ningún sitio
conocido hasta que por fin se encontró en un oscuro bosque.
El musgo allí era fragante y suavemente perfumado por las
violetas. Se tendió sobre él y, envolviéndose toda ella con su
manto, escondió sus ojos de la luz.

138
CAPITULO IX
Le parecía que durante largas edades había estado sola. Su
mente trabajaba como nunca. Había comprendido su ligereza,
su falta. Un día antes, tal vez no hubiera creído todo aquello ni
hubiera tenido significación, pero ahora lo comprendía todo.
Comprendía además cuán terrible era su castigo. Estaba
postrada, sin ayuda, con los ojos cerrados, agotada… Había
perdido toda fe, toda esperanza. Estaba castigada.

Una leve presión sobre su mano la despertó a la realidad,


aunque en su indiferencia no abrió los ojos. ¡Qué le podía
importar lo que sucediera a su lado! Lo único que había real
para ella era la lucha de su propio espíritu…

Mas una voz que le parecía extrañamente familiar acarició


sus oídos. Aquella voz que oyera en otra ocasión, airada y
rebelde, se deslizaba ahora suave, dulce y llena de un
abrumador asombro y piedad.

–¿Vos aquí? ¿Vos, Princesa Fleta, en este sitio? ¡Oh Dios!


¿Qué puede haber sucedido? Mas, seguramente no estáis
muerta. ¡No! ¿Qué es esto, entonces?

Fleta abrió sus ojos lentamente. Quien estaba allí era


Horacio, arrodillado, con el sol de la mañana sobre su cabeza,

139
Iluminando su hermoso semblante juvenil. Fleta, tendida como
estaba, le miró vagamente. Sentíase a su lado mucho más
avanzada en edad, en conocimientos y en experiencia y, sin
embargo, yacía allí enervada y sin esperanza.

–¿Qué ha sido? ¿Qué es lo que os pasa? –preguntó


nuevamente Horacio, cada vez más apenado.

–¿Queréis saberlo? –dijo ella con un acento de piedad en el


que, sin embargo, había algo de desprecio–. Más, ¿para qué?
¡No lo entenderíais!

–¡Oh! ¡Decídmelo, decídmelo! ¡No sabéis cuanto os amo y


cuán grande es mi deseo por serviros!

Fleta apenas parecía escuchar sus palabras, pero aquella


voz suplicante la hizo seguir hablando en contestación:

–He intentado… –dijo–, y he perdido.

–¿Intentado qué? –interrogó Horacio–. ¿Cómo habéis


perdido? ¡Oh Princesa!, creo que estos malhadados
sacerdotes os han trastornado; creo que tenéis fiebre… No
sabéis lo que estáis diciendo.

–¡Oh, sí lo sé! –replicó Fleta–. No tengo fiebre. Pero estoy


casi muerta, estoy abatida… –Horacio, que la observaba
atentamente, no pudo menos de notar la amarga verdad de

140
aquellas palabras. ¡Qué extraña actitud la suya, inmóvil sobre
la hierba cubierta de rocío! ¡Qué aspecto el suyo, con aquel
traje blanco y aquél rostro pálido con terrible palidez! ¡Cómo
aquellos grandes ojos miraban con fija y tristísima mirada!
¿Volverían a sonreírle aquellos pálidos y apretados labios?
¿Quedaría la brillante Fleta convertida para siempre en aquel
ser paralizado y blanco? Horacio sentía que aunque esto
sucediera la amaría más apasionada y religiosamente que
antes. Su alma sentía por ella el más profundo sentimiento
amoroso.

–Decidme, explicadme, ¿qué es lo que ha producido esto? –


exclamó Horacio con creciente y apasionado dolor–.
¡Decídmelo en nombre de mi amor hacia vos! ¿Qué es lo que
habéis tratado de hacer en esta horrible noche pasada?

Fleta abrió sus ojos, cuyos párpados cayeran pesadamente;


mirando a Horacio respondió:

–He tratado de conseguir la entrada en la Blanca


Hermandad… He tratado de pasar por la primera iniciación
de la Gran Orden… No pude imaginarme que fracasaría, pues
había pasado por otras muchas anteriores que hubieran hecho
retroceder a no pocos hombres. Más he fracasado.

141
–No puedo creeros –dijo Horacio–, no me es posible creer
que vos fracaséis nunca. Estáis soñando, estáis febril…
Dejadme, pues, levantaros y conduciros a la casa.

–¡Sí, sí me he equivocado! –replicó Fleta tristemente–. No


había medido mis fuerzas. No había medido la fuerza de mis
afectos. ¡De estos afectos que llevo arraigados dentro de mí!
Soy lo mismo que cualquiera otra mujer. Me creía suprema,
me creía capaz de grandes acciones y ¡ah, Horacio, aún estaba
al comienzo de mis primeros pasos! He fracasado porque
amaba, porque amo como cualquier otra vulgar y pueril mujer.
Sin embargo, ni un rayo de luz amorosa en pugna con el más
puro fervor anida en mi alma. ¡Cuánta elevación se necesita!
¿Será posible depurar el espíritu hasta este punto? Sí,
seguramente los de la Blanca Hermandad lo han conseguido.
Y yo ¡oh Dios!, yo asimismo lo conseguiré aunque tarde en
ello mil años, aunque emplee una docena de vidas para llegar a
ello.

Mientras hablaba, se había medio incorporado. Una nueva


y terrible pasión había venido a ocupar el lugar de la anterior
desesperanza. Quiso levantarse completamente, más sus pies
vacilaron y cayó sobre sus rodillas. Horacio apenas la había
entendido mientras hablaba. Tan sólo algunas de sus palabras
cayeron precipitadamente en su espíritu. Ahora que viera en
142
tan triste situación a la Princesa, inclinado sobre ella hasta que
su rostro rozaba con el blanco manto, mientras besaba una y
otra vez a éste, dijo:

–¿Habéis fracasado por causa del amor? ¡Oh Princesa mía,


entonces no habéis fracasado! Los hombres viven por el amor
y por él mueren. ¡Oh Princesa, dejadme que os arranque de
este horrible lugar! Venid, venid conmigo al mundo, donde los
hombres y las mujeres saben que el amor es el único gran goce
por el cual todo lo demás puede arriesgarse. ¡Oh Fleta, de
verdad os digo, que mientras dudaba de vuestro amor he
vacilado; más ahora, ahora que me amáis y con un amor tan
grande que tiene poder para detener la carrera de vuestra
alma, me siento fuerte, me siento capaz de hacer todo cuanto
un hombre fuerte pueda! ¡Venid, dejad que os conduzca fuera
de este sitio a un lugar de paz y de deleite!

Horacio, apasionado y erguido, estaba ante ella magnífico,


iluminado por la luz matinal del sol. Su esbeltez en otro tiempo
afeminada no indicaba ahora sino fuerza. Resultaba
majestuoso en aquellos momentos. Con las manos extendidas
hacia Fleta aparecía elevado, transformado por la fuerza del
amor. Fleta, sin embargo, descubrió que en sus ojos brillaba el
fuego del salvaje conquistador. Entonces se levantó y le miró
frente a frente.
143
–Estáis equivocado –dijo con aspereza–. No es a vos a
quien amo.

Aquellas palabras de Fleta hicieron desaparecer al hombre


noble y exaltado…

–¿Qué habéis dicho? ¡Oh Dios! –fue la entrecortada


exclamación de Horacio, y sin poder respirar apenas, gritó–:
¿Luego es que amáis a ese maldito sacerdote?

–Ciertamente –contestó Fleta, mirándole fijamente e


inmóvil como una estatua–, «a ese maldito sacerdote».

Sin decir más palabras, se separó de él.

Miró entonces a su alrededor. Conocía aquel sitio que era


una de las tierras de bosque del monasterio. En breve
encontraría el camino de la casa. Más, ¡qué difícil era
moverse! No había dado un paso cuando quedó inmóvil y tuvo
que reconcentrar toda su voluntad para poder continuar.
Entonces intentó usar su poderosa voluntad.

–¿Dónde están mis criados? –dijo en voz baja–. ¿Dónde


están los que ejecutan mis mandatos?

Mientras esto decía, con los ojos cerrados e inmóvil a la luz


del sol, usó de todos sus poderes para atraer las fuerzas que
había aprendido a manejar. Más en aquellos momentos parecía

144
que estaba desamparada… ¡sus antiguos y sobrenaturales
poderes habían desaparecido!

Un amargo grito de angustia se escapó de sus labios al


notar aquella prueba cruel. Horacio, espantado ante tan
extraña lamentación, se acercó rápidamente a ella y miró su
cara.

Aquellos oscuros ojos, tan llenas de poder en otro tiempo,


estaban ahora entristecidos por la angustia. La expresión de su
rostro era la de un ser perseguido y moribundo. Más no
desmayó por esto ni buscó refugio en el hombre que
permanecía a su lado. Después de algunos instantes habló con
desmayada y a la vez tranquila voz, diciendo:

–¿Conocéis el camino que conduce a la puerta?

–Sí –contestó Horacio, que casualmente había recorrido


aquella noche todo el bosque.

–Tomad entonces mi mano –dijo ella– y conducidme hasta


allí.

Usaba ahora de su natural poder de regio mandato. Aunque


abatida, siempre era la Princesa. Horacio no soñó
desobedecerla. Tomó la mano fría y sin vida que ella le tendía
y la condujo tan rápidamente como era posible a través de

145
aquellas malezas. Cuando estuvieron ante la puerta dijo la
Princesa:

–Volveréis a la ciudad. Es preciso, y os ruego no me


preguntéis el motivo. Sólo sí, os advierto que es por vuestra
salvación. He perdido mis poderes antiguos y no puedo
protegeros durante más tiempo y en este sitio hay ángeles y
demonios. Lo he perdido todo. No tengo derecho a arriesgar
vuestra seguridad como lo tengo para arriesgar la mía. Es
preciso, pues, que os marchéis.

–¿Qué es preciso que os abandone aquí? –exclamó Horacio


trastornado.

–Estoy a salvo –repuso arrogantemente la Princesa–.


Ningún poder de la tierra o del cielo podría hacerme daño
ahora. He jugado el todo por el todo. Sabed Horacio, antes de
que nos separemos, que nunca me doblegaré ni rendiré. He de
arrojar de mi corazón este amor que me mata y he de entrar en
la Blanca Hermandad. Sabed Horacio que vos también
entraréis en ella. Mas, ¡oh, no en mucho tiempo! Aún tenéis
que aprender amargas lecciones. Adiós, hermano mío.

El centinela que guardaba la puerta se acercaba a ellos en


aquel momento. Fleta se dirigió rápidamente hacia él. Después
de unas breves frases que ambos cambiaron, sonó un agudo

146
silbido del centinela. En aquel momento se acercaba también
Horacio.

–Venid –le dijo–, os enseñaré el camino durante algún


trecho; después os proporcionaré un caballo y un guía que os
llevará a la ciudad.

Horacio no vaciló en obedecer las órdenes de Fleta;


comprendía que no tenía más remedio que marcharse. No
pudo, sin embargo, ponerse en camino sin mirar una vez más
aquella casa en la que quedaba la extraordinaria mujer. Esta
no estaba ya allí. Horacio inclinó su cabeza y siguió
silenciosamente al monje.

Fleta, en tanto, se internaba en la casa bajo la sombra de los


protectores árboles. Su figura parecía en aquellos momentos la
de una mujer de edad, tan encorvada estaba y tanto temblaba
según se movía. No fue hacia la puerta central de la casa sino
hacia una puerta-ventana abierta completamente en aquella
ocasión. Era la ventana de su cuarto en el que penetró con
débiles y vacilantes pasos. «¡Descansar! ¡Descansar!
¡Necesito descansar!», se decía a sí misma una y otra vez. Mas
en el mismo umbral tropezó y cayó. Alguien se acercó
inmediatamente a ella e intentó levantarla. Era el Padre Iván.

147
Fleta se libró de él temblorosa aunque resueltamente. Después
se incorporó con dificultad y miró sinceramente su rostro.

–¿Y vos sabíais por qué había de fracasar?

–Sí –contestó–, lo sabia. No sois lo suficientemente fuerte


para sosteneros sola en medio del espíritu de la humanidad. Sé
que os aferrasteis a mí. Bien habéis sufrido por ello. Mas bien
pronto os mantendréis sola.

–¿Qué empleo hubiera podido tener aquel antifaz que


deseché? –preguntó Fleta siguiendo la corriente de sus ideas.

–Ninguno. Pues habiéndome obedecido en esto, no


hubierais tenido el espíritu suficiente firme para llegar al
templo. No podíais haber conocido la Blanca Hermandad.
Pero habéis hecho, sin embargo, más de lo que cualquiera otra
mujer hubiera podido hacer.

–Aún he de llegar a más –dijo Fleta–, y entonces seré uno


de aquellos seres.

–Así sea: mas para lograrlo –contestó Iván– sufriréis como


ninguna otra mujer. Lo humano habrá de ser aplastado en
vos… aplastado como si fuera una víbora.

–Lo será. Moriré si es preciso, mas no me detendré. Adiós,


Maestro. Lo mismo que yo soy una reina en el mundo de los

148
hombres y de las mujeres, vos lo sois en el de las almas. Os he
rendido culto y a este culto le llaman amor. Puede que lo sea y
que yo esté aún ciega, más no lo sé. Pero ya no podéis ser mi
rey por más tiempo. Sola estoy; más toda la ciencia que
obtenga en lo sucesivo habrá sido obtenida por mi propio
esfuerzo.

Iván inclinó su cabeza como en acatamiento a su


incontestable decreto y un momento después había
desaparecido entre los árboles. Fleta le contempló, petrificada,
hasta perderle de vista y luego, arrastrándose y apoyándose en
la ventana, dio algunos pasos. Después cayó pesadamente
sobre el suelo, desamparada, agitada por hondos sollozos y
conmovida por estremecimientos de desesperación.

149
CAPITULO X
Mucho avanzó el día antes de que Fleta saliera de su
habitación. Parecía haber recobrado su natural modo de ser y
aspecto y, sin embargo, cualquiera hubiera podido observar
que un profundo cambio se había operado en ella.

No había salido a las demás habitaciones, ni había saludado


al resto de los huéspedes. Su rostro estaba lleno de resolución
y parecía sosegada, por lo menos exteriormente.

Sin pasar por las habitaciones del resto de sus compañeros,


ni por el salón de entrada, marchó por detrás de la casa hacia
donde había una pequeñísima puerta, casi oculta en el ángulo
de la pared. Aquella puerta excepcionalmente sólida y firme
parecía conducir a los subterráneos de la casa. Fleta dio en ella
un golpe especial con su abanico y la puerta se abrió
inmediatamente, apareciendo tras de ella el Padre Amyot.

–¿Me necesitáis? –preguntó.

–Sí, podríais prestarme un gran servicio llevando un recado


mío.

–¿A dónde?

–No lo sé; pero vos lo sabréis tal vez. Tengo necesidad de


hablar a uno de la Blanca Hermandad.
150
El rostro del Padre Amyot se nubló. No pudo menos de
mirarla con cierta duda.

–¿Qué podéis preguntar que no pueda contestar Iván?

–¿Os importa? –dijo imperiosamente Fleta–. Sois mi


mensajero meramente.

–No podéis mandarme como antes –dijo tranquilamente el


Padre Amyot.

–Qué, ¿ya sabéis que he fracasado? ¡Lo sabe ya el mundo


entero!

–¿El mundo? –repitió el anciano despreciativamente–. No,


a este no le importa. Pero lo sabe toda la Hermandad y sus
servidores. Nadie me lo ha dicho, pero lo sé.

–Por supuesto –se dijo Fleta–. ¡Qué candidez!

Se alejó de allí. Después paseó de un lado a otro durante


algún tiempo, ensimismada aparentemente en hondos
pensamientos. De pronto irguió su cabeza y se dirigió
rápidamente hacia el Padre Amyot, que permanecía inmóvil en
la tenebrosa sombra de la puerta. Fijó en él sus ojos animados
de brillo intenso. Todo su aspecto era de mandato.

–¡Id! –le dijo.

151
El Padre Amyot continuo inmóvil durante un momento;
después marchó lentamente.

–¡Oh, habéis recobrado un tesoro perdido –dijo–, habéis


recuperado de nuevo vuestra voluntad! Os obedezco. ¿Me
habéis dicho lo que mandáis?

–Sí. Deseo hablar con uno de los Hermanos de la Orden.


¿Qué más deciros? ¡No los distingo a unos de otros! Pero os
ruego que os apresuréis.

Inmediatamente Amyot se lanzó a través del campo y


desapareció. Fleta se dispuso a retirarse de allí igualmente.
Tan abstraída estaba que no reparo que alguien estaba a su
lado. Más una mano que se posó suavemente sobre su brazo la
hizo levantar la cabeza.

Era el joven Rey Otto.

–¿Habéis estado enferma? –preguntó éste clavando en ella


su mirada.

–No –contestó–. ¡Pero he vivido mucho, he pasado en una


sola noche a través de las experiencias de un siglo! ¿Os
hablaré de ello, amigo mío?

–Creo que no –contestó Otto, que ahora caminaba


lentamente a su lado–. Tal vez no os entendiera. Yo sólo ansío

152
avanzar paso a paso, poseyendo cada verdad según llega a mí.
He estado hablando largo rato con el Padre Iván y comprendo
que no puedo aún entender las doctrinas de la Orden sin su
ropaje religioso.

–¡Pero si eso no es sino lo meramente exterior!

–Cierto es, y así lo veo. Mas no soy lo suficiente fuerte para


permanecer en pie sin forma alguna externa en que apoyarme.
Los preceptos de la religión, el deber de cada cual hacia la
humanidad, el principio del sacrificio mutuo, todas estas cosas
puedo entenderlas. Pero no puedo rr más allá. ¿Estáis
desengañada de mí? ¿He perdido en vuestro concepto?

–¿Por qué? –repuso Fleta.

Otto dejó escapar un suspiro de satisfacción; en seguida


repuso:

–Temía que pudierais estarlo. Más soy sincero. Estoy


presto a ser uno más en la Orden, Fleta; uno de sus servidores
más humildes. !Cuánto me aleja esto de vos, que pretendéis
ser uno de sus más esotéricos miembros!

Fleta le miró muy seria y gravemente.

–Lo pretendo –dijo–, pero ¿está en mi poder? Sólo sé que


he de obtenerlo, Otto; ¡aún al más caro precio!

153
–¿A cuál? –preguntó Otto–. ¿Cuál será ese caro precio?

–Entreveo –dijo ella con lentitud–, siento ya en lo que


consiste. Tengo que aprender a vivir en la llanura tan
complacida como en la montaña. He ansiado abandonar mi
puesto en el mundo buscando en esos centros donde sólo
habitan los verdaderamente grandes, el secreto de escapar de
la vida terrestre. Ese ha sido para decirlo de una vez, mi
sueño, Otto; el viejo sueño ya perseguido por los Rosa-Cruces
y todos los ansiosos investigadores del Ocultismo que en todas
épocas vagaron por el mundo como fantasmas, sin satisfacción
y sin morada. Por ser una criatura de voluntad fuerte, por
haber aprendido a usar de mi voluntad, por haber sido
instruida en algunas prácticas de magia, me creí apta para
pertenecer a la Blanca Hermandad. Mas, ¡esto no bastaba! He
fracasado, Otto. Seré vuestra reina.

El joven rey volvió hacia ella una repentina mirada llena de


mezcladas emociones.

–¿Será eso verdad, Fleta? Si así fuera, ¡qué sea yo digno de


ser vuestro compañero!

Fleta había hablado amargamente aunque no con aspereza.


La respuesta de Otto fue dada en un tono en el que había
exaltación, alegría y reverencia, mas nada de lo que

154
vulgarmente se dice amor. Una mujer que no fuera Fleta se
hubiera creído provocada por aquel modo de ser tan parecido
a la amistad. Ésta tan sólo dijo, después de guardar breve
silencio:

–Otto, voy a poner a prueba vuestra generosidad. ¿Queréis


dejarme ahora sola?

–¿Mi generosidad? –exclamó Otto–. ¿Cómo es posible que


os dirijáis a mi de este modo?

Sin otra palabra volvió sobre sus talones y se alejó


rápidamente. Fleta comprendió cuánto aquello representaba;
por lo cual se sonrió suavemente según le miraba alejarse.
Después su rostro cambió, así como su actitud entera. Durante
un momento permaneció inmóvil, ensimismándose al parecer
en sus propios pensamientos. Entonces con paso igual y ligero
comenzó a caminar a través de la hierba y por entre los árboles
sin titubear en la dirección en que iba. En verdad que si se la
hubiera preguntado cómo sabía la senda que había de tomar
hubiera respondido que nada tan fácil como hacerlo estando
guiada por un llamamiento del Padre Amyot, llamamiento tan
perceptible para ella como el de cualquiera voz humana. La
doble conciencia de Fleta –espiritual y natural– no necesitaba
de la oscuridad de la noche para hacerse impresionable a esas

155
voces que generalmente se denominan «del mundo invisible».
Para Fleta este mundo no era ni invisible ni mudo. Vio de una
vez, ganando tiempo y espacio, el sitio en que se encontraba el
Padre Amyot y, más aún, el estado de ánimo en que se hallaba.

Lucia espléndidamente el sol, iluminando la extraña figura


del monje, que estaba arrodillado y rígido sobre la hierba.
Fleta, de pie ante él, miró su rostro vuelto fijamente hacia el
cielo. Durante un corto espacio de tiempo continuó
contemplándole con los ojos fijos y la frente fruncida,
denotando en su cerebro extraños pensamientos. El Padre
Amyot estaba en uno de sus profundo éxtasis, en los cuales
adquiría todas las apariencias de la muerte.

–Ya comienzan las dificultades a amontonarse a mi


alrededor –exclamó Fleta en alta voz– ¿Qué ligereza cometeré
próximamente sin saberlo? ¡Pobre servidor mío! ¿Me atreveré
a intentar volverle en sí o será la naturaleza más segura
ayuda?

Llena de dudas y de vacilaciones comenzó a pasearse


lentamente sin apartarse del anciano. Más, al poco rato vio
que no estaba sola. Sobrecogida por la sorpresa se volvió
rápidamente y se encontró al Padre Iván a su lado, con sus
ojos clavados sobre ella. No vestía el traje sacerdotal de

156
costumbre, sino que llevaba una especie de traje de caza digno
de un rey, bajo el cual se adivinaba su sagrado ropaje. Su
rostro expresaba una profunda y casi patética seriedad, a pesar
de lo cual resultaba tan hermoso, de aspecto tan noble, y tan
brillantemente iluminado por el fulgor de sus azules ojos –más
azules entonces que nunca– que cualquier corazón de mujer,
reina o no reina, hubiera latido de admiración contemplándole.
Nunca le viera Fleta de aquel modo; siempre fuera aquel
hombre el Maestro, el iniciado en misteriosos conocimientos,
el recluso que ocultaba su amor a la soledad bajo el velo del
monje. ¡Tal era para ella Iván!

Joven, soberbio y digno de ser amado. Fleta permanecía


inmóvil y silenciosa respondiendo a la mirada de aquellos
interrogadores, serenos y azules ojos, con otra suya llena de
rebeldía y de firmeza. Estaban los dos de pie, frente a frente,
sin hablar y, según lo que parecía, sin desearlo. Mas, en
aquellos momentos de silencio, una lucha de fuerzas se
entabló. Fleta fue la primera que rompió aquel silencio
preguntando:

–¿Por qué habéis venido? No deseaba vuestra presencia.

–Tenéis que hacer preguntas que sólo yo puedo contestar.

157
–Sois la única persona que no las puede contestar, porque
no las preguntaré.

–Pues será a mí ciertamente a quien las preguntaréis –fue la


contestación de Iván. Y aún añadió–: De mí será de quien
conozcáis esas respuestas. Podréis conocerlas por experiencia
o a ciegas si lo deseáis, más hablad y yo os contestaré. Mis
palabras pueden ahorraros tiempo, años enteros de trabajo
inútil. ¿O es que sois demasiado arrogante para acceder?

Siguió una pausa. Después Fleta contestó resueltamente:

–Sí, soy demasiado arrogante.

Iván inclinó su cabeza y se volvió para marcharse. Pero


antes se acercó al Padre Amyot y, sacando un frasco de su
bolsillo, frotó con un líquido los blancos y rígidos labios del
monje. Después, dirigiéndose a Fleta, dijo:

–Os prohíbo usar de nuevo vuestro poder sobre Amyot.

–¿Me lo prohibís? –repitió Fleta en un tono de profundo


asombro. Evidentemente aquello era nuevo por completo para
ella.

–Sí, y no osaréis desobedecerme. Si lo hicierais sufrirías


instantáneamente.

158
Fleta había llegado a un grado de asombro que
evidentemente estaba más allá de todo lo que pudiera
imaginarse. Aquellas órdenes de Iván eran frías, casi groseras.
Jamás había sido tratada por él de aquel modo. Se tranquilizó,
sin embargo, apresuradamente, y sin detenerse a dirigir a Iván
palabra alguna se internó con ligereza por entre los árboles en
dirección a la casa. Otto estaba asomado en una de las
ventanas. Fleta fue a buscarle directamente.

–Deseo volver a la ciudad en seguida –le dijo–, ¿queréis


ordenar que preparen los caballos?

–¿Puedo ir con vos?

–No; pero si queréis podréis seguirme mañana.

159
CAPITULO XI
Era el día de la boda de la Princesa Fleta y la ciudad entera
estaba de gala.

Horacio Estanol vagaba sobreexcitado por las calles en un


estado de trastorno indescriptible. No había visto a Fleta
desde el día que saliera del oculto monasterio. No confiaba en
sí mismo lo bastante para atreverse a verla, porque sabia que
el ser salvaje de dentro se sobrepondría a todas las
consideraciones ante tan crueles ocasiones de provocación.

Se contenía cuanto le era posible. No quería aventurarse a


estar bajo el mismo techo con la mujer a quien amaba tan
extraordinariamente y en la cual había depositado todo su
cariño, mientras ella se entregaba a otro hombre. ¡Ella!
Horacio no se había dado cuenta de todo lo que representaba
aquel hecho hasta entonces… ¡Hasta aquellos momentos en
los que oía repicar las campanas de boda! ¡Hasta ahora, que
Fleta iba a ser entregada de una manera absoluta! ¡Fleta
entregada a otro hombre! ¿Sería posible? Horacio se detenía
de cuando en cuando en medio de las concurridas calles
tratando de recordar las palabras que Fleta le dijera en el
bosque, aquel amanecer en que aceptó su amor… ¿Qué le
arrebato Fleta aquel día, a partir del cual había dejado de ser

160
él mismo? ¡Oh, como su corazón yacía frío, muerto, cansado,
mientras alguna sonrisa de la diosa o su recuerdo no venían a
despertarle a la vida! ¿Habría desaparecido de él la alegría
para siempre? Imposible. Era aún joven; un simple muchacho.
Tenía además derecho a ella; tenía el primer derecho, y ahora
y siempre sería su adorador, fuera el que quiera el nombre que
ella le diera a su pasión. Este era el tema perpetuo de su
pensamientos. Aquella mujer era suya sin duda y la
reclamaría. Mas aún, cegado y sobreexcitado como estaba,
comprendía que su derecho era secreto. Que no podría ir a
reclamarla ante el altar porque no se le había concedido
derecho para ello. Lo único que Fleta le había dicho era.
«Tomad de mí lo que podáis» y él no había podido hacerla su
esposa. No podía casarse con una Princesa de raza Real. No
pertenecía a su categoría. ¿Qué esperar, pues? Nada. Sin
embargo, contaba con su amor, con aquel último amable
estremecimiento de su mano, con aquella última dulce sonrisa
de sus labios. ¡Ah, cómo corría su impetuosa sangre al través
de las venas!

Pero una conmovedora escena había de tener lugar aquel


día, ¡aquel día de bodas!

161
Horacio, en uno de los momentos en que recorría la ciudad
descubrió, marchando hacia donde él estaba, el cortejo
nupcial.

La procesión se acerca. Los soldados han abierto camino


conteniendo a la muchedumbre con sus caballos. Horacio
permanece petrificado, buscando un semblante, un solo
semblante… De repente lo ve. ¡Ah! ¡qué bello, qué
supremamente bello y lleno de misterio! La ve y todo en la
tierra y en los cielos queda invisible ante sus ojos… Todo
queda sin vida, excepto aquel rostro adorado… Un grito
resuena… una voz clara y penetrante, una voz que retumba
por el aire sobre todas las de la muchedumbre.

–¡Fleta! ¡Fleta! ¡Mi amor! ¡Mi vida!

¡Qué grito aquel! Penetró en los oídos de Fleta; llegó a los


de su novio el Rey Otto…

Entonces en la iglesia, en medio de la pompa de la


ceremonia y de la multitud de personajes elevados, Otto hizo
una cosa que llenó de asombro a los que le rodeaban. Se
adelantó para recibir a su prometida y tocó su mano.

–Fleta –dijo–, esa es la voz de alguien que os ama. ¿Qué


respuesta le dais?

162
Fleta puso su mano en la del Rey y dijo:

–Ésta.

En aquella forma ascendieron por las anchas gradas del


altar.

Nadie sino el Rey oyó lo que se había dicho.

Era el padre de Fleta un hombre sombrío, ceñudo y mal


dispuesto hacia la humanidad, según parecía a los que no
poseían la clave de su carácter. Era un ser extrañamente
distinto de su hija. Esta era, según se decía, la única que había
logrado conocer aquel carácter; no faltaba quien asegurase que
Fleta no era su hija y que un secreto de Estado estaba
mezclado al misterio de su nacimiento.

El hecho es que pocas veces se entrometía el Rey en los


actos de la Princesa. Mas en esta ocasión lo hizo. Cuando
todos los ojos de la corte estaban sobre ellos, inclinándose
sobre la joven, murmuró sobre sus oídos estas palabras:

–Fleta, hija mía, ¿es justo que se verifique este matrimonio?

Fleta volvió hacia él un rostro tan lleno de tortura y de


mortal angustia que el Rey no pudo reprimir una exclamación
de horror.

163
–¡Oh, padre mío!, no pronunciéis una sola palabra –
contestó–, justo es este matrimonio.

Volvió en seguida su cabeza y fijó sus espléndidos ojos


sobre Otto.

¡Qué novia taxi extrañamente hermosa! Su traje


sencillísimo, que ella misma ideara, caía en suaves y
prolongadas líneas a lo largo de todo su cuerpo y su larga cola
arrastraba por el suelo. Sin flores en el pelo y sin joyas en su
cuello, ¿oh cuán admirablemente sencilla iba vestida aquella
Princesa que en breve iba a ser Reina! Las damas de la corte
la miraban asombradas, comprendiendo que aquella gracia
suprema y aquella tan admirable majestad hacían innecesarias
otras galas y que bastaban por sí solas para eclipsar a
cualquiera que se hubiera colocado a su lado.

Nadie había oído las palabras que cruzaron los tres


personajes que intervinieron en la anterior escena y sin
embargo todos comprendieron que algo extraordinario había
sucedido. Una nube de misterio de excitación y de extrañeza
vagaba en la atmósfera. Más ¿qué otra cosa podía suceder
donde la Princesa estuviera? En la corte de su padre se la tenía
por un ser lleno de impetuosidades y de caprichos cuya
voluntad no podría ser resistida de nadie. Nadie se hubiera

164
asombrado al oír asegurar que su coche acababa de pasar
sobre el cuerpo de un adorador aceptado en un tiempo y
abandonado y rechazado después. ¡No de otra manera
interpretaban su carácter y sus actos aquellas gentes!

Otto comprendía esto y lo sentía; sabía que no pocos


superficiales intrigantes hubiesen pensado aún menos
favorablemente de ella, si la hubieran podido tratar tan
íntimamente como él. Sin embargo Fleta era pura, inmaculada,
virgen en pensamiento y en alma. Todo esto fue diciéndola
cuando después de salir de la Catedral entraron solos en el real
carruaje. Habían atravesado por entre la multitud de
felicitaciones de los nobles, de los personajes, de los
diplomáticos; habían saludado, sonreído y contestado
cortésmente y, sin embargo, ¡cuán lejos de la escena estaban
sus pensamientos! No hubieran podido decir a quiénes habían
visto, a quiénes habían hablado. Todo se desvanecía ante una
sola idea, ante un solo pensamiento dominante. ¡Y aquel
pensamiento tenía a sus mentes tan separadas una de otra
como los polos de la tierra!

Fleta tenía embargada toda su atención y meditaba vastos


propósitos. Aquel matrimonio no era sino el primer paso de un
programa gigante y sus pensamientos volaban ahora desde
aquellos primeros pasos hasta los últimos como cuando un
165
artista dibuja las primeras líneas de un cuadro viendo ya en su
mente la obra completa.

Otto, por su parte, no tenía más que una sola idea, que bien
claramente expresó en sus primeras palabras:

–Fleta, ¿no os figurasteis que dudaba de vos? Nunca, sin


embargo, pensé en ello. Creí que había reproche en vuestros
ojos; más estad tranquila. ¡Nunca, nunca he dudado! No fue
sino que aquel grito tan terrible hirió mi corazón. Más, ¿es
cierto que no te figuraste que dudaba de ti? ¡Asegúramelo
Fleta!

–No, no creí tal cosa –replicó Fleta con tranquilidad–.


¿Sabéis de quien era aquella voz?

–No. No se podría reconocer, ¡sólo podía percibirse que era


un grito de martirio!

–¡Pues yo sí! –exclamó Fleta–. ¡Ah, yo sí conocí aquella


voz! ¡Quien gritó mi nombre fue Horacio Estanol!

–¿Cómo entonces dijo «Fleta, amor mío»? –preguntó Otto–


. ¿Es vuestro amor?

–Sí –dijo Fleta sin alterarse y con una calma extraña–. Aún
más, querido Otto; me ha amado hace largos siglos, cuando
este mundo tenía un aspecto distinto. Cuando la superficie de

166
la tierra permanecía inculta y salvaje. Entonces representamos
esta misma escena. Sí, Alan, nosotros tres. Sin la pompa de
hoy, pero con el esplendor natural de la belleza salvaje y de los
cielos espléndidos. Pequé entonces y expío mi falta; una y otra
vez me castigó la naturaleza por mi ofensa. Hoy, por fin, veo
más, comprendo más. Sé que el pecado permanece. Deseaba
adquirir, poseer para mi misma, conquistar. Pues bien: he
conquistado. ¡Estoy conquistando desde entonces! ¡Oh, cuán
frecuentemente! Esa ha sido mi expiación: la saciedad. Ya no
volveré a gozar más. Desde mi error, desde la esfera de mi
ligereza tomaré fuerzas para elevarme de este pequeño y
miserable escenario donde representamos continuamente los
mismos dramas a través del hastío y del cansancio amoroso de
continuadas y consecutivas vidas.

Otto permanecía apartado de Fleta, contemplándola


intensamente mientras hablaba con aquella su voz suave,
pausada, vehemente y apasionada. Cuando la Princesa acabó,
exclamó a su vez después de pasar su mano por la frente:

–¡Oh Fleta! ¿Es alguno de vuestros encantos que pesa


sobre mí o he visto cambiar realmente vuestro rostro mientras
hablabais? ¡Vuestro rostro se ha convertido en el de alguien
no desconocido para mí! ¡Oh, cuán remotos, cuán confusos
recuerdos! He creído percibir el perfume de infinitas
167
florecillas. Decidme, Fleta, decidme: ¿estáis soñando, lo estoy
yo? ¿He vivido ciertamente antes de ahora? ¿Os he amado?
¿Os he servido en otras edades cuando el mundo era joven?

–Nada más cierto que todo eso, Otto –dijo Fleta.

–¡Ah! –exclamó él repentinamente–. ¡Sí! ¡Lo veo, lo siento,


hay sangre sobre vos, sangre en vuestras manos!

Fleta alzó su bellísima mano y la miró con infinita tristeza.

–Así es –exclamó–. Hay sobre ella sangre y la habrá hasta


que estemos más allá del reino de la muerte y de la sangre. En
aquella época me subyugasteis, Otto; triunfasteis por la
violencia y por la fuerza, sin saber que en mí había una fuerza
oculta de cuya existencia no sospechabais, una voluntad
agitadora y vital. Podía haberos aplastado. Pero ya había
usado una vez de la fuerza de mi voluntad y había visto el
amargo e incomprensible sufrimiento que me produjo. Intenté
entonces investigar y comprender la Naturaleza antes de
volver a usar de mis poderes. En tanto me sometí a vuestra
tiranía. Vos os aficionasteis a ella primero y la amasteis
después. A través de vidas consecutivas habéis llegado a
amarla más aún. Vuestros dominadores deseos os han
proporcionado por fin una Corona con un puñado de soldados
para defenderla y media docena de diplomáticos astutos que

168
quieren la conservéis y que creen que os pueden obligar a
hacer todo cuanto quieran sus monarcas respectivos. ¡Mas no!
Moved vuestros muñecos, Otto. No me satisface tal reino.
Pienso ganarme mi propia corona. He de ser reina de almas,
no de cuerpos; reina en la realidad, no en el nombre.

Fleta, pareció envolverse en un velo impenetrable de


desprecio cuando pronunció sus últimas palabras.

Otto en tanto se sentía agitado por inexplicable emoción.


Por fin después de una gran pausa habló. Estaba cambiado.
De su gentil modo de ser, de su dócil aspecto de
condescendencia, había surgido repentinamente un fiero y
batallador espíritu de oposición.

–¿De modo que despreciáis la corona por la cual os


casasteis conmigo? ¿No es así? Bueno: yo os enseñaré a
respetarla.

Una rápida sonrisa cruzó el rostro de Fleta.

No otra cosa que una sonrisa fue la contestación concedida


a la regia amenaza. Otto añadió, mirando fijamente a la
Princesa:

–Sois una criatura admirable y espléndida, mas con un


cerebro de acero y un corazón según se ve parecido al cerebro.

169
Habéis conseguido de mí lo que habéis querido. Me he
sometido a la farsa o mascarada de vuestra Orden misteriosa.
Me he confiado a esos traicioneros monjes que me han
vendado los ojos y conducido a través de secretos caminos.
¿Todo para qué? Iván me ha hablado de aspiraciones, de
ideas, de pensamientos que no han hecho sino enfermar mi
alma y llenarla de desesperación y de vergüenza, pues yo creo
en el orden, en la regla moral, en el gobierno! del mundo de
acuerdo con los principios de la religión. Si os dije que quería
pertenecer a la Orden fue porque mi naturaleza simpatizaba
con sus teorías confesadas. Pero sus doctrinas secretas, tal
como las que he escuchado de vos misma me son odiosas. ¿Es
para poner en práctica esa vuestra no sagrada doctrina o
dogma para lo que me habéis propuesto que os entregue mi
vida? No, Fleta, no. Ahora sois mi reina.

–Sí –dijo Fleta–. Soy vuestra reina. Lo sé. ¡Cómo que he


escogido voluntariamente ese destino! No necesitáis decirme
que poseo la corona que me había propuesto obtener.

En este momento llegaron al Palacio. Allí era preciso


atravesar aún una pesada serie de ceremonias y de conversar
sobre infinidad de cosas sin importancia, antes de poder
quedar de nuevo a solas. Otto volvió a su agradable y
bondadoso modo de ser habitual. Fleta se sumergió en una de
170
sus abstracciones y la corte adoptó una política de
circunstancias.

Nadie se hubiera atrevido a recibir una de aquellas


respuestas satíricas que tan prontamente acudían a sus labios
cuando era sacada de uno de aquellos estados.

Pero una persona, sin embargo, se aventuró a turbar su


abstracción. Contra lo esperado, fue recibida con una sonrisa
deliciosa que partió brillante de los labios de Fleta como un
haz de rayos de luz.

Era Horacio Estanol. Era Horacio, gastado, pálido,


convertido en una sombra de sí mismo. ¡Cómo la miraron
aquellos ojos que ahora aparecían extrañamente grandes!
¡Cómo se clavaron en ella como si no existiera nada más en el
mundo!

Fleta le tendió su mano. Su acompañante –un oficial que le


introdujera hasta la regia estancia de mala gana–, retrocedió
asombrado. Ahora comprendía la insistencia de aquel joven
desconocido. Horacio se inclinó sobre la mano regia y puso sus
labios, por un instante, junto a ella, mas no la tocó y de su
pecho salió un gemido que llegó a los oídos de Fleta.

–¿Me habéis abandonado? –preguntó ella con una voz


suavísima.
171
–Vos sois la que me ha arrojado de su lado –contestó él.

–Sea como decís, mas habéis sobrevivido y nada reclamáis


ya. ¿No es así? Lo leo en el mudo dolor de vuestros ojos.

–Sí –dijo Horacio, irguiéndose y permaneciendo derecho


ante ella, dominándola con su mirada–. No lloraré ya por
poseer las estrellas, no cansaré más a ninguna mujer con mis
penas ni mis súplicas; ni os cansaré a vos siquiera. No es
deshonra humillarse a las plantas de personas como vos;
además, yo soportaré mi dolor como hombre. He venido aquí a
deciros adiós. Aún hoy conserváis algún parecido con la Fleta
a quien amé. Más no le conservaréis mañana.

–¿Cómo podéis saberlo? –exclamó ella con escrutadora


mirada–. Después añadió: Tal vez tengáis razón. Mas… ahora
que no somos ya novios, ¿querríais comprometeros a una cosa
conmigo? ¿Seríais mi compañero para emprender la gran
obra? Sé que no conocéis el miedo.

–¿La gran obra? –exclamó Horacio, llevándose una mano a


la frente.

–La gran obra, sí, de esta mezquina vida. Aprender una


lección e ir más allá de ella.

172
–Seré vuestro compañero –dijo Horacio con una voz
normal y sin entusiasmo.

–Entonces, encontraros a las dos de esta misma mañana en


la puerta del jardín por donde acostumbrabais a entrar.

Eran en aquel momento las doce de la noche. Horacio lo


notó al marcharse y se volvió para observar a Fleta. ¿Había
pensado ella lo que decía? Mas la Fleta que él conocía había
ya desaparecido. Una reina joven, fría, altiva e impasible
devolvía en aquel momento el poco interesante homenaje que
acababa de ofrecerle un ministro extranjero. Los convidados
comenzaban a retirarse. Fleta y Otto no se habían propuesto
emprender viaje alguno en honor de su boda. El rey había
mandado habilitar la mejor ala del regio palacio y en ella
permanecieron hasta que se hubieron marchado los
convidados. Al día siguiente Otto había dispuesto conducir a
su esposa a su palacio; mas hubo de ceder a los deseos de Fleta
y de su padre que deseaban atrasar la jornada.

Cuando el último huésped hubo salido, la Princesa se


deslizó rápidamente como una sombra a lo largo de los
pasillos. Entró en su cuarto y una vez en él comenzó a
despojarse apresuradamente de su traje de boda sin llamar en
su ayuda a sirvienta alguna. Sobre un diván estaban el traje y

173
el manto blanco que llevara cuando intentó penetrar en el
recinto de los místicos. Envolviéndose en el manto se disponía
a salir de la estancia cuando se encontró de cara a cara con
Otto que había entrado sin hacer ruido y estaba silencioso ante
ella. Fleta, al darse cuenta de su presencia, vario ligeramente
de dirección encaminándose a otra puerta. Pero Otto se
interpuso de nuevo en el camino.

–No –dijo–. No abandonaréis esta noche este cuarto.

–¿Por qué? –preguntó Fleta mirándole fríamente.

–Porque ahora sois mi mujer y os lo prohíbo.


Permaneceréis aquí conmigo. Venid, dejad que os despoje de
ese manto sin molestia alguna: la bata que lleváis bajo él os
sienta mejor aún que vuestro traje de boda.

Diciendo esto comenzó a desatar los broches que cerraban


el manto. Fleta no hizo resistencia alguna, pero continuó con
los ojos clavados en su rostro. El no quería encontrar su
mirada, pálido como estaba por la intensidad de la pasión y del
propósito…

Entonces Fleta le habló.

–¿Os acordáis –dijo– de lo último que hicisteis cuando


estuvisteis con el Padre Iván? ¿Os acordáis de que,

174
arrodillado ante él, pronunciasteis aquellas palabras: «Juro
obedecer al maestro de la verdad, al preceptor de vida»

–¿Aquel maestro y aquel preceptor? –interrumpió


acaloradamente Otto–. Reservé mi razón aún en aquel cuarto
impregnado de incienso. Tal maestro y tal preceptor no eran
sino mi propia inteligencia: así formé la frase en mi mente. No
reconozco otro maestro.

–¡Vuestra propia inteligencia! ¡Cuándo aún no habéis


aprendido a usarla! No, no fue ideado así vuestro juramento.
Lo que hay es que después reformasteis su sentido. Cuando
salisteis de allí y os quedasteis solo, comenzasteis a luchar por
vuestra egoísta libertad. No, Otto. Aún no habéis comenzado a
usar vuestra inteligencia. Sois un esclavo de vuestros deseos
carcomido por el ansia del poder y de las pasiones. No me
amáis; la que deseáis es poseerme. Pues bien, si creéis que
vuestro poder es tan grande, ponedle a prueba. ¡Intentad
arrancar este manto de mis espaldas!

Otto se acercó y cogió con sus manos el manto… Mas de


pronto, una avasalladora pasión inundó su ser y, apoderándose
de Fleta, la estrechó entre sus brazos y apretó sus labios sobre
los suyos… Pero no llegó, sin embargo, a hacer ni lo uno ni lo

175
otro. Se rindió instantáneamente en su intento y retrocedió,
pálido y tembloroso.

Fleta estaba ante él erguida y arrogante.

–Ya sabíais cuando hicisteis aquel juramento –dijo con voz


reposada–, y lo sabíais desde vuestra alma, desde vuestro
verdadero y no cegado ser, que os hacíais un mero servidor de
la gran Orden. Vuestro juramento podrá aún salvaros de vos
mismo si no lo violáis demasiado brutalmente. Acordaos de
esto. Soy una novicia en la Orden, vos un servidor; estáis,
pues, bajo mis órdenes. Soy vuestra reina, Otto, pero no
vuestra esposa.

Diciendo esto salió pasando por su lado sin que él pudiera


hacer esfuerzo alguno para detenerla. Lo cierto era que aún no
le había abandonado aquel inexplicable temblor y toda su
fuerza estaba empleada en contenerlo. Sólo cuando Fleta hubo
traspasado la puerta pudo gritar:

–¿Por qué, entonces, os casasteis conmigo?

–Ya os lo dije –contestó Fleta, deteniéndose un momento–.


Creo que os lo dije. Yo tengo necesidad de aprender a vivir lo
mismo en la llanura que en la cima de las montañas. Y no
tengo más camino para realizar este propósito que el de
sacrificar mi vida como reina vuestra en aras del gran
176
propósito que perseguiría si fuera la iniciada del
resplandeciente traje de plata que deseo ser. Ahora voy a
comenzar mi gran obra con la ayuda de un amante que ha
aprendido a dominar su amor.

Diciendo esto salió majestuosamente. Parecía mucho más


alta que de ordinario. Otto la dejó marchar sin hacer ademán
algún, sin pronunciar una palabra.

177
CAPITULO XII
Era una noche espléndida, una noche de ambiente saturado
por el aroma de las flores, una noche llena de brisas
perfumadas.

Horacio estaba en el umbral de la puerta, apoyado en ella y


contemplando el cielo en el que unos débiles matices indicaban
la futura salida del sol. Era aquella una noche clara,
luminosa… mas sin las claridades de la luna… Una de esas
calurosas noches serenas en las que se divisan los caminos y
nos se ven los rostros de las personas inmediatas… Una de
esas noches en las cuales se pasea como en un ensueño, por
entre sombras que vagan… En las que el misterio del ambiente
y la oscuridad del espíritu son iguales. Horacio había
caminado hasta la puerta en donde esperaba a la mujer que
amaba, a la mujer que cualquier otro hombre que la conociera
no hubiera podido menos de amar y estaba allí tranquilo, sin
fiebre en sus venas, sin alteración alguna en su corazón o en su
cerebro. Allí permanecía ensimismado, sumergido en sus
propios sentimientos, aunque con una tranquilidad tal que le
parecía como si hubiera muerto el día anterior cuando aquel
inconsciente grito se escapara de su alma.

178
Un pequeño golpe sonó de pronto en la puerta., y en
seguida se abrió. Horacio pasó y se dirigió con Fleta por la
senda bordeada de flores. Marchaba ella silenciosamente, con
el manto suelto sobre sus espaldas, dejando ver sus brazos
desnudos cuando dicho manto era agitado por el aire.

–Vos que tanto sabéis, decidme –preguntó Horacio–.


¿Cómo conocéis tantas cosas?

–Porque abrase mi alma hace muchos siglos. Cuando hayáis


quemado vuestro corazón seréis tan fuerte como yo.

–Otra pregunta –dijo Horacio–. ¿Por qué en aquella


iniciación fracasasteis?

Fleta se detuvo de repente y fijó sobre él una dura y


penetrante mirada. ¡Terrible fue su actitud en aquel rápido
acceso de enojo! Mas Horacio la miró sin inmutarse. Le
parecía que nada podría ya conmoverle. ¿Estaba en verdad
muerto cuando así podía soportar la abrasadora luz de
aquellos ojos fascinantes?

–¿Qué es lo que os impulsa a preguntarme eso? –exclamó


Fleta con una voz tristísima–. ¿Deseáis, exigís saberlo?

–Sí, lo deseo.

179
Por un momento Fleta ocultó su rostro, dominada por
secreta angustia. Pero aquello no duró sino un momento.
Después sus manos cayeron a lo largo del cuerpo y se
incorporó con su regia cabeza erguida.

–Es mi castigo –murmuró–, es preciso. Se dijo que yo


descubrí cuan absolutas son las ligaduras de la Gran Orden.

Volviéndose repentinamente hacia Horacio le dijo con


severo acento:

–Pues bien: fracasé porque había abrasado mi alma y


necesitaba abrasar también mi corazón. Porque, aún no
amando como ama la generalidad hasta el punto de que casi he
olvidado lo que significa pasión, rindo culto a una naturaleza
más elevada que la mía, de tal modo que tal culto puede
confundirse con el amor. No he aprendido aún a permanecer
completamente sola y a considerarme tan grande como
cualquiera que luche con sus mismas posibilidades y con su
misma divinidad. Aún me apoyo en otro ser, aún le contemplo
y aún ansío su sonrisa sabiendo que no he de encontrar
descanso alguno mientras continúe en tal estado. ¡Oh, Iván,
mi preceptor, mi amigo, qué tortura la de arrancar tu imagen
del fondo de mi corazón! ¡Fuerzas, poderes ocultos de la
indiferente naturaleza, venid, venid en mi auxilio!

180
Con los brazos dirigidos al cielo terminó esta evocación.

Horacio permaneció silencioso ante la presencia de aquella


que más bien que mujer parecía el espíritu de la aurora… ¡Oh,
cuánto le impresionaron aquellos acentos inexplicables y
pavorosos, aquellos gritos de un alma destrozada!

Sin observar al joven, Fleta dejó caer nuevamente sus


brazos y ciñendo el manto alrededor de su cuerpo marchó
sobre la hierba cubierta de rocío. Horacio, silencioso y triste
como ella, aunque sin emoción exterior alguna, siguió sus
pasos. Hacia algún tiempo, el mismo día anterior –parecía que
había transcurrido un siglo– hubiera contemplado aquellos
oscuros y ondulantes cabellos, aquellos movimientos de tan
delicada figura; hoy ni los veía. Repentinamente Fleta se
detuvo y, volviéndose quedó frente a él. Horacio, levantando
sus ojos lleno de sorpresa la miró.

–Observo, Horacio, que ha ya tiempo no os devoran los


celos. Me oís hablar como ahora lo habéis hecho, sin
convertiros en un salvaje. ¿Qué es lo que os ha sucedido?

Mientras hablaba parecía atravesar con su mirada la


impasible y lánguida expresión del rostro de Horacio. ¡Cómo
ansiaba que la respuesta de éste fuese la que esperaba!

–Estoy sin esperanza ninguna –contestó.


181
–¿Sin esperanza de qué?

–De vuestro amor. Comprendo ahora que tenéis un gran


propósito en vuestra vida y que no soy sino a manera del
grano de arena que cayó en el torrente. Pensé que tenía sobre
vos algún derecho y ahora veo que no lo tengo. Hoy me rindo
a vuestra voluntad, ¿qué es lo que me queda por hacer?

Fleta permaneció pensativa durante un momento; después


miró su rostro con amargura.

–Pues aún eso no es bastante –dijo–. Vuestro don ha de ser


positivo.

Volviéndose de nuevo marchó camino de la casa. Todo


estaba en ésta en silencio; sus ventanas permanecían cerradas;
debía estar evidentemente desierta. Fleta abrió una puerta
lateral, por la cual entró seguida de Horacio. Después, siempre
precediéndole, atravesó por oscuras y silenciosas habitaciones
hasta llegar al laboratorio. Para Horacio aquel cuarto tenía
ahora un nuevo aspecto. Miró, asombrado, a su alrededor:
todo era pálido… No ardía en la lámpara incienso alguno; no
brillaba ya el color de las paredes y tan sólo una débil luz gris
penetraba por la claraboya del techo. El resto del cuarto que
no estaba iluminado por la claraboya permanecía en la
semioscuridad. Horacio encontró, sin embargo, suficiente luz

182
para ver que el objeto que tanto odiaba no estaba allí presente.
Aquella inexplicable y extraña forma que antes le horrorizaba
había desaparecido. Una sensación de placidez había ahora en
aquella atmósfera.

–¿Dónde está? –fue su primera pregunta.

–¿Preguntáis por la figura? ¡Oh! De nuevo hacéis una


pregunta a la que estoy obligada a contestar. Os diré, pues,
que no puedo usar de aquel poder ahora; tengo que ganar de
nuevo el derecho.

–¿Cómo lo ganasteis antes de ahora? –preguntó Horacio


con interés vivísimo.

Fleta se estremeció y durante un momento la arrogante


majestad de siempre volvió a surgir en su rostro… Pero en
breve desapareció, y permaneció de nuevo tranquila, gentil,
sublime.

–Os lo diré –repuso, y con una clara y dulce voz le susurró


al oído:

–La gane tomando vuestra vida.

Horacio la miró con una perplejidad y asombro


indescriptibles.

183
–¿No os acordáis –añadió entonces–, de aquella selva y de
aquellas vírgenes tierras y límpido cielo tan dulce y
exuberante?… ¿No recordáis aquellas florecillas de
albaricoque que se interponían entre nosotros y los ardientes
rayos del sol? ¡Ah, Horacio, cuán fresca y vivida era la vida
entonces, mientras vivíamos y amábamos, sin entender el por
qué de las cosas! ¿No era dulce? ¡Oh, yo os amaba; os amaba
mucho, mucho!

¡Cuán temblorosa era su voz al decir esto! Tanto lo era, que


el aterido corazón de Horacio volvió de nuevo repentinamente
a la vida. Jamás hasta entonces vibrara aquella voz con tonos
tan ardientes de pasión y de ternura.

–¡Oh, Fleta mía!, ¿me amáis aún? –dijo como si despertara


de un sueño.

Se dirigió a ella. Pero parecía que Fleta lo detenía


violentamente con un misterioso ademán de su brazo desnudo.

–Con aquella pasión –contestó ella–, solemnemente no


puedo amar ya nunca. No he olvidado completamente lo que
es el amor. Horacio, no lo he olvidado. De no ser así, ¿creéis,
acaso, que os hubiera encontrado de nuevo en medio de las
muchedumbres de la tierra?

184
Diciendo esto tendió hacia él su mano, y cuando Horacio la
estrechó entre las suyas sintió suave y delicada presión
responder a su estremecimiento.

–Os reconocí –siguió diciendo la joven–, por vuestros


queridos ojos, llenos en otro tiempo de un amor tan puro por
mí, que eran como las estrellas de mi vida.

–¿Qué fue, pues, lo que se interpuso entre nosotros? –


preguntó Horacio.

Fleta le miró de un modo extraño, retiró su mano y,


envolviéndose aún más en su manto, murmuró esta sola
palabra:

–«¡Pasión!»

Una extraña emoción se apoderó de Horacio. Confusas


reminiscencias se despertaron en el fondo de su espíritu.

–¡Ahora creo recordar! –exclamó agitado por una


repentina exaltación–. ¡Dios mío! Ahora os recuerdo, os veo
ante mí con vuestro hermoso y descompuesto rostro y con
vuestros labios tan bellos como las florecillas que nos
defendían del sol. Ahora recuerdo, Fleta, que os amaba como
aman los hombres, que anhelaba por vos. ¿Qué mal había en
ello?

185
–Ninguno –contestó Fleta que permanecía inmóvil envuelta
en su blanco manto–. Ninguno, para los hombres que sólo
aspiran a ser hombres y a reproducir hombres, a no ser, en
suma, otra cosa ni hacer otra cosa que esto. Pero yo tenía
dentro de mí otro poder más fuerte que yo misma y que era la
agitación de mi alma. Nuestras dos almas, Horacio, luchando
juntas, fueron víctimas de la oscuridad de la vida y no
encontraron otra luz que la del amor… Luz, sí, y calor de ese
que hace posible a los hombres la vida y que les infunde
esperanzas y alientos y les permite esperar el porvenir y les
capacita para crear otros seres que llenen el tiempo futuro. En
aquellos antiguos días, bajo las florecillas de la frondosa
bóveda, vos y yo, Horacio, éramos niños en el mundo, nos era
nueva toda la significación de éste. ¿Cómo guiarnos?
Ignorábamos el gran poder del sexo, estábamos en el borde de
su conocimiento. ¡Así sucederá siempre! ¡No puede pasarse
por una experiencia adivinándola! Nosotros no pasamos. Yo
no sabía lo que hoy sé, Horacio. De saberlo, no hubiera
arrebatado vuestra vida. No hubiera sido una simple fiera.
Más no sabía entonces nada. Hicisteis uso de vuestro poder,
hice uso del mío y vencí. Necesitaba poder; y dándoos muerte
como lo hice, dominada por aquella única emoción, logré lo
que deseaba. Pero no en seguida, necesité sufrir

186
pacientemente, necesité luchar por comprenderme a mí misma
y a la fuerza que laboraba en mi interior. Luché vida tras vida,
encarnación tras encarnación. No sólo me amabais, sino que
erais mío, os había conquistado y usaba vuestro amor y
vuestra vida para mis fines propios, para aumentar mi poder,
para crear la vida y la fuerza que necesitaba. Merced a ella me
hice conocedora de la magia, leí con mi vista interna los
misterios de la Alquimia, comprendí los secretos de la fuerza.
Sí, Horacio, soy lo que soy por vos. Por vos he llegado a
librarme de las cargas comunes a la Humanidad, de sus
pasiones, de sus deseos personales, de sus fatigosas
experiencias. He visto al egipcio y al romano de las antiguas y
soberbias civilizaciones y he visto los actuales tratando de
reproducir sus pasados placeres y su pasada magnificencia.
¡Ah, cuán inútil esfuerzo! Vida tras vida, cuando éstas son de
placer y de egoísmo, se llega al cansancio del vivir que mata las
almas humanas y oscurece el pensamiento. Pero vos y yo,
Horacio, hemos escapado de este destino fatal. No quisiera
vivir de nuevo como he vivido antes de ahora. No quisiera
usar del principio de vida que hay en el amor por mero placer
o por traer eidolones a la tierra… Resolví elevarme, levantarme
yo misma y levantaros, y crear para siempre con nuestro amor
algo más noble que nosotros mismos. Lo he logrado, Horacio,

187
lo he logrado. ¡Estamos a la puerta de la primera iniciación!
Fracasó mi primera tentativa por falta de fuerza y por no
haber podido arrancar completamente de mi alma la imagen de
mi maestro. Le busqué como apoyo tal vez, tal vez por
encontrar el consuelo de tener junto a mí un rostro conocido.
¡Ah, Horacio, dadme fuerza! ¡Sed mi compañero! Ayudadme
a entrar y vuestra fuerza os será devuelta centuplicada.
¡Vuestra recompensa será así mismo la entrada!

Se había transformado por instantes según hablaba. Parecía


en aquellos momentos una sacerdotisa; parecía haber en ella
algo divino. En aquellos momentos se elevaba su cuerpo y su
ser entero; se elevaba como una llama… Los primeros rayos
del sol naciente atravesaron la claraboya, iluminando su rostro
transfigurado y su espléndida cabellera.

Horacio la contemplaba como un idólatra a su ídolo.

–Os pertenezco. Soy vuestro –dijo arrebatado–. ¿Cómo os


lo puedo probar?

Ella le tendió su mano y su mirada se fundió con la del


joven.

–Juntos descubriremos el gran secreto, Horacio –dijo–. No


podéis ya confiaros más en mi sin conocimiento de lo que
hacéis. Hasta aquí nuestras vidas no han sido sino las vidas de
188
la flor… Hoy necesitamos entrar en el período en el que nace
el fruto… Encontraremos el poder que representa el sol;
descubriremos el puro poder creador. ¡Pero aún no tenemos
fuerzas! Siento a veces terror y a veces tiemblo. A mayor
fuerza corresponde aún mayor sacrificio.

En aquel momento la luz desaparecía de su rostro. Volvió


su cuerpo y se sentó en la sombra en un amplio diván.

Horacio sintió que una intensa sensación de tristeza, de


simpatía y de nostalgia penetraba en su espíritu. Sentado al
lado de la Princesa y con una de sus pálidas manos entre las
suyas, cayó en una meditación profunda. Así estuvieron
sentados, silenciosos… Así estuvieron durante largas horas,
hasta que el sol brillaba alto en el cielo. La habitación estaba
aún tranquila, oscura y llena de sombras.

189
CAPITULO XIII
Aquel mismo día, Horacio recibió asombrado la noticia de
que tenía un puesto oficial en la corte, un puesto que le
permitiría estar continuamente al lado a Fleta. Apenas fue
nombrado hubo de arreglar su equipaje por tener que seguir a
Fleta a sus dominios. Nadie pudo decir cómo esto fue
realizado y Horacio menos que nadie, y más cuando observó
que al ser presentado al rey Otto, éste le miraba con antipatía
y desconfianza. Antes de pertenecer a la corte, el rey Otto no
se había fijado en él, más ahora no sucedía así. Horacio, sin
embargo, ya sabía que servir a Fleta era una dura servidumbre
y la había aceptado con todas sus consecuencias. Ningún otro
camino le quedaba fuera de éste; la vida era inconcebible sin
ella y aún sin el dolor producido por su penoso servicio.
Prefería sufrir de aquella manera a gozar cualquier otro
género de placer. ¿Qué placer podía existir apartado de Fleta?

Sin embargo, dudaba de ella.

Fleta había escogido una compañera de sangre real para


que viajase con ella; una joven Duquesa que llevaba su mismo
apellido. Esta joven, recién salida del colegio, desde donde
directamente fue llevada a la corte, había reunido en torno
suyo una corte de admiradores. No era muy hermosa y

190
ciertamente no tenía talento alguno; acompañar a Fleta le
parecía encantador; pues con ella visitaría otra corte donde
encontraría nueva serie de adoradores.

Muy extraño le pareció a Horacio que la Princesa escogiese


a esta niña como compañera, no porque la Duquesa fuese más
joven que Fleta –pues casi parecían de una misma edad–, sino
porque Fleta parecía llevar en su hermosa cabeza la
experiencia de muchos siglos, mientras la Duquesa no era sino
una pueril colegiala educada en la etiqueta de la corte.

Decidió que este viaje lo realizarían los tres en el carruaje


propio de la Princesa. Ésta, con gran naturalidad se negó a
que les acompañara su marido. Cuando el Rey Otto se dirigió
a ella con tal motivo, Fleta se limitó a contestar:

–Me cansaríais y además tengo que hacer.

Así partieron. Al ocupar su asiento Horacio no pudo menos


de recordar aquel extraordinario viaje, también en coche, en
que los tres compañeros fueran la Princesa, el Padre Amyot y
él.

Este recuerdo le hizo pensar en el Padre Amyot; ¿qué


habría sido del sacerdote a quien no volviera a ver en la
ciudad? Preguntó por él a Fleta.

191
–No me sirve para nada –contestó ella fríamente.

La jornada era larga y fatigosa para Horacio, pues la


Duquesa, no encontrando con quien coquetear se empeñó en
divertirse con él, mientras Fleta permanecía reclinada en un
ángulo del coche hora tras hora con los ojos cerrados. ¿Cuál
era el objeto del viaje? Horacio, que había oído la contestación
de Fleta al Rey Otto, se perdía en conjeturas. Sin embargo, al
observarla atentamente vio que su rostro había cambiado.
Estaba ahora más impenetrable, más inmóvil, más llena de
energía.

Un extraordinario incidente vino a interrumpir el viaje,


cuando esperaban llegar aquella misma noche a su destino.

Durante todo el día Fleta había permanecido silenciosa,


sumida al parecer en una profunda meditación, más cuando
algunas veces Horacio la observaba, veía que sus labios se
movían como si hablase. Siempre que podía se sentaba frente a
ella; más no siempre era posible, porque la joven Duquesa se
obstinaba en hablar con él, y como el coche era muy ancho y
espacioso, tenía que mudar de posición para poder oír sus
palabras. Pero fue anocheciendo y la Duquesa, tal vez
cansada, se arrellanó medio adormilada en uno de los ángulos
del carruaje.

192
Horacio aprovechó la ocasión para pasarse al ángulo
enfrente de Fleta. Tan oscura era la noche que apenas podía
verla. En el techo del carruaje colgaba una lámpara que él no
encendió por temor de molestarla, tal vez porque no le
desagradaban la quietud y la oscuridad. Sentíase en esta
oscuridad más a solas con Fleta e intentaba adivinar sus
pensamientos sin el estorbo perpetuo de los perspicaces ojos
de la pequeña Duquesa.

Se sentó y permaneció frente a Fleta contemplando su


espléndida belleza. Aquella situación era insoportable; sin
embargo, el hombre se despertó al fin en él y le dominó. Hubo
un momento en que, inclinado sobre Fleta, pasó ligeramente
su mano sobre ella… No había terminado aquel movimiento
cuando la Duquesa lanzó un agudo grito.

–¡Dios mío! –exclamó con voz aterrorizada–. ¿Quién está


con nosotros en el coche?

Se arrodilló sobre el suelo, entre Fleta y Horacio; su terror


era tan grande que no sabía lo que hacia.

Horacio se acercó a ella e instantáneamente descubrió que


tenía razón la joven. Además de él, había otro hombre en el
carruaje.

193
–¡Ah! ¡matadle! ¡matadle! –gritó la joven con una angustia
y un terror indecibles–; es un salteador, un ladrón, un asesino.

Horacio se precipitó sobre aquella persona a quien no podía


divisar. Un instinto de propia defensa, de defensa de las
mujeres que con él iban, se apodero de su espíritu. Aquel
hombre también se había levantado. Ciega y furiosamente le
atacó con fuerza extraordinaria. Horacio era joven y vigoroso
y aunque su estructura no era atlética, ahora, no obstante, lo
parecía. Se encontró, sin embargo, con que su adversario era
más fuerte que él… Se entabló una lucha terrible. El coche
continuaba corriendo velozmente a través del invisible paisaje;
Fleta podía haberlo detenido si hubiera abierto la ventanilla y
avisado a los postillones. Pero permanecía inmóvil como si
estuviera desmayada, y la pequeña Duquesa temblaba en el
suelo a su lado. Esta mujer aterrorizada no tenía la suficiente
presencia de ánimo para pensar en detener el coche o reclamar
socorro. En tanto los que luchaban tan pronto estaban sobre
las das mujeres como en el otro lado del coche; era una lucha
horrible, mortal, espantosa, y el silencio mismo en que se
verificaba aumentaba su horror. No se oían gritos ni
exclamaciones, sólo los rugidos sordos, las respiraciones
ansiosas, los sonidos terribles que salen de la garganta de un
hombre cuando lucha por su vida… Nadie podría decir el
194
tiempo que duró este horrible combate; Horacio no tenía idea
del transcurso del tiempo. El salvaje dormido en él había
despertado y le dominaba. Había perdido toda idea y toda
conciencia excepto la del peligro… Su único pensamiento, lo
único que le preocupaba, era matar, matar, matar. Y esto hizo.
Hubo un momento en el que su adversario estuvo debajo de él.
En este instante usó de todas sus fuerzas hasta que se oyó un
gemido, un horroroso gemido… Después nada, silencio
absoluto durante un corto espacio de tiempo. Nadie se movía.
La Duquesa estaba petrificada de horror. Horacio había caído
exhausto; más aún, trastornado… Un tropel de confusas
emociones, además de las de su furor salvaje, comenzaron a
despertarse en él ¿Qué? ¿Quién era el ser cuya vida había
destruido?

En aquel momento los caballos comenzaron a galopar, pues


entraban por las puertas de la ciudad. Horacio bajó con
estrépito la ventanilla que tenia más cerca y gritó: ¡Luces!
¡Traed luces!

El coche se detuvo e inmediatamente una multitud se


acercó a las ventanas; el resplandor de las antorchas penetró
por ellas iluminando su interior. La pequeña Duquesa yacía en
un rincón, sumida en mortal desmayo; Fleta, sentada, erguida
y pálida, pero con gran calma. ¡Y nada más! Nadie había allí
195
muerto o vivo a la vista de Horacio, sino Horacio mismo…
Éste, ante semejante descubrimiento, sumergió su rostro en las
almohadas del carruaje, y nunca supo lo que le pasó.., si lloró..,
rió.., o maldijo… Tan sólo el extraño sonido de su propia voz
oyó en sus oídos…

Detrás del coche de Fleta venía otro lleno de servidores; y


cuando el suyo se detuvo tan repentinamente, todos se
apearon dirigiéndose con presteza hacia las portezuelas.

–La Duquesa se ha desmayado –dijo Fleta levantándose


para ocultar a Horacio–, la jornada ha sido demasiado larga.
¿Hay alguna casa cerca en donde pueda estar tranquila un
momento hasta que se encuentre con fuerzas para ir a Palacio?

Inmediatamente fueron hechos diferentes ofrecimiento de


ayuda y la pequeña Duquesa fue conducido a un sitio de
descanso entre los sirvientes y otras personas.

–¡A palacio! –gritó entonces Fleta cerrando la portezuela y


corriendo las cortinas. El postillón hizo partir los caballos al
galope.

Más en aquel momento la sangre de Horacio comenzó a


arder en todo su cuerpo… ¿No eran los brazos de Fleta los
que rodeaban su cuello? ¿No eran los labios de Fleta los que

196
besaban ardientemente su cara, su frente y sus cabellos? Se
volvió asombrado.

Decidme la verdad –exclamó–: ¿no sois un demonio?

–No –contestó ella–. Yo busco únicamente las leyes de pura


bondad que gobiernan la vida. Pero estoy rodeada de
demonios y vos acabáis de matar uno de ellos esta noche. Más,
¡callad, os lo ruego! Acordaos de lo que representáis ante el
mundo. Mi padre está en la puerta del Palacio aguardándonos
para recibirnos.

Diciendo esto se detuvo el coche y la Princesa saltó al suelo.


Horacio la siguió tambaleándose, destrozado. Tuvo que decir a
los que le hablaron que se encontraba enfermo. Después se
detuvo contemplando el admirable espectáculo que tenía ante
su vista.

197
CAPITULO XIV
El gran salón del Palacio estaba espléndidamente iluminado
por grandes dragones de oro, colocados a cierta altura sobre
las paredes; dentro de las extrañas figuras había poderosas
lámparas que despedían luz, no sólo por los ojos y las abiertas
bocas, sino también por las agudas garras. Estaba el amplio
salón iluminado por todo aquel resplandor y los trajes de la
servidumbre reunida abajo parecían asimismo de luz. Era
tarde y Otto se había negado a autorizar otra manifestación
más de fiesta durante aquella noche. Pero cuando Fleta se
despojó de su manto y su velo de viaje, pudiera haber sido ella
sola el centro de cualquier apoteosis. No mostraba huella
alguna de cansancio, ni aún de la extraña emoción por la que
acababan de pasar. Estaba pálida, pero su rostro sereno
ostentaba su altiva y majestuosa expresión. Su vestido de
encaje negro rodeaba sus formas como una nube. Otto se llenó
de orgullo al ver su belleza y dignidad supremas, pero también
se llenó de odio al observar que sus ojos nunca buscaban a los
suyos y que le trataba con la misma cortesía que pudiera
emplear con un extraño. Nadie podía notar esto sino él mismo
y acaso Horacio, si éste hubiera podido fijarse en algo distinto
de Fleta.

198
Después de unos momentos pasados en medio de la
pequeña muchedumbre reunida en el gran salón, Fleta
propuso retirarse a sus habitaciones para pasar la noche. Más
antes de retirarse llamó a Horacio.

–La Duquesa ha de venir a verme esta noche –dijo ella–.


Deseo verla en mi propio cuarto. Enviad un coche y sirvientas
para que la traigan.

¡Cómo resplandecían sus ojos! ¿Los había visto brillar


antes de ahora tan vívidamente?

–Decid una cosa –exclamó Horacio con voz ronca–. Creo


que habéis tomado para vos la vida y aún el cuerpo de aquel
ser que maté. ¿No es cierto?

–Sois astuto –dijo Fleta riéndose–. Sí; es verdad: mi ser


entero es más fuerte por su muerte; absorbí su poder vital en el
instante en que se lo arrebatabais.

–¿Y él? –preguntó Horacio con ojos extraviados.

–Era uno de esos seres ni humanos ni bestias que persiguen


a los hombres para su mal, que el vulgo llama fantasmas o
demonios. Le he hecho un favor al fundir su vida en la mía.

Horacio se estremeció violentamente.

199
–¿Dudáis de mí? –dijo Fleta con gran calma– ¿Dudáis que
no sea quien soy? Sea así. Vuestra opinión me es indiferente;
no podríais remedir el amarme y servirme Nacimos bajo la
misma estrella. Ahora id y dad órdenes acerca de la Duquesa.

¡Bajo la misma estrella! Aquellas palabras no habían


llegado a sus oídos hacía ya mucho tiempo y, sin embargo,
¡cuán horriblemente verdaderas eran! Porque él, Horacio, era
quien había en verdad cometido aquel hecho atroz, quien
había dado muerte a aquella invisible e inimaginable criatura.
El horror le hacía juntar fuertemente las manos al pensar que
había tocado a aquel ser. ¿No podía haber sido algún ser
bueno que trataba de derrotar a Fleta? ¡Oh, cómo dudaba de
ella! Sin embargo, al dudar tan profundamente, hasta la misma
tierra parecía que se hundía a sus pies. El mismo, su vida, todo
se lo hubiera dado a ella, buena o mala. Tambaleándose y
oprimido por tan terribles pensamientos, Horacio se encontró
al lado de una de las mesas en que se servía la cena. Allí se
sentó exhausto intentando reparar sus fuerzas; creyó le sería
posible comer. No pudo, sin embargo; entonces bebió; pero de
pronto recordó que tenía el encargo de velar por la Duquesa y
se levantó. Ésta no hacía mucho había sido conducida al
Palacio; no podía sostenerse en pie, pues acababa de salir de
un síncope y parecía estar apunto de sufrir otro. Entonces se
200
desarrolló una extraña y violenta escena que por fortuna muy
pocos presenciaron. Cuando Horacio conducía a la Duquesa
por los pasillos, Fleta, con su traje de camino, les salió al
encuentro. Pero no había acabado de verla la joven Duquesa,
cuando comenzó a gritar como si estuviera a la vista de algún
terrible objeto: no permitía que Fleta la tocara y además se
negaba rotundamente a entrar en la estancia.

–Pero si tenéis que estar conmigo –decía Fleta en voz baja.

–¡No, no estaré! –gritaba la Duquesa. Su resolución era tan


firme que asombró a todos los que la conocían. Después de
esta escena se alejó sin ayuda de nadie a lo largo del pasillo; al
hacer esto se encontró con el joven Rey que había oído los
penetrantes gritos y no había podido resistirse a saber lo que
acontecía.

–¿Qué os sucede, primita? –preguntó al ver su rostro


agitado y surcado de lágrimas.

–¡Fleta quiere que permanezca en su cuarto toda la noche!


Pero no lo haré. ¡Oh! Es un demonio, me mataría o haría que
su amante me matara y nadie volvería a saber de mí. ¡No!
¡No!

Hablando así se precipitó sobre los anchos escalones


dejando a Otto como herido por un rayo. Pero como algunas
201
personas se habían reunido en el descanso de la escalera,
disimuló y, con duro y sereno rostro, atravesó por el pequeño
grupo sin hacer observación alguna. Pero desde allí marchó
inmediatamente al cuarto de Fleta. Allí estaba ella, de pie,
silenciosa, oscura como una sombría estatua. Allí estaba
también otra persona: Horacio Estanol. Se encontraba éste en
la más extraordinaria agitación, lanzando ávidas palabras y
acusaciones. Algo horroroso parecía dominarle y cegarle, pues
no observó la entrada del Rey. Fleta sí la notó, sin embargo, y
volviéndose hacia él le sonrió de una manera extraña, dulce,
sutil…

Raras eran, en verdad, las veces que Fleta le había mirado


de aquel modo. El corazón de Otto saltó en su interior y el
joven Rey se reconoció esclavo de ella; la amaba más a cada
momento, bastaba que Fleta le mirase con dulzura para que su
alma se abrasara en ardor. Pero aquel era, en verdad, un ardor
salvaje. Así pues, se volvió a Horacio y contuvo sus palabras
con una repentina y severa orden.

–Abandonad esta estancia –dijo–. Lo mejor que podíais


hacer sería ver al doctor Brándem antes de acostaos, pues
tenéis fiebre, o estáis loco. Idos en seguida.

202
Horacio estaba en un estado en el que una orden dada en
tono tal, reemplazaba la acción de su propio cerebro;
maquinalmente obedeció. Esto era lo mejor que podía haber
hecho, pues realmente tenía fiebre. Tal vez, si no hubiera
obedecido al Rey y no hubiera visto al médico de Palacio,
hubiera vagado delirando toda la noche. El doctor, después de
verle, le obligó a tomar un calmante y retirarse a su lecho, en
el que no tardó en rendirse a un sueño tan profundo como la
muerte.

Una vez que Horacio hubo salido, Fleta cerró tras él la


puerta y, volviéndose hacia Otto, le dijo dulcemente:

–No hagáis que haya esta noche un combate de voluntad


entre nosotros. Os prevengo que soy mucho más fuerte que
antes; ahora soy mucho más fuerte que vos. Ya visteis antes de
ahora que ni siquiera podíais acercaos lo suficiente para
tocarme. Dejadme descansar tranquila; deseo conservar mi
belleza, tanto por vuestro bien como por el mío.

Otto reflexionó durante unos instantes antes de contestar al


extraordinario discurso. Después habló con dificultad; su
frente estaba sudorosa.

–Sé que nada puedo esta noche contra vos Fleta –dijo–, no
puedo ni siquiera aproximarme a donde estáis. Pero estad

203
prevenida; intento profundizar el misterio de vuestro ser.
Intento conquistar y lo haré, aunque para ello tenga que
visitar el propio infierno en busca de una magia más fuerte que
la vuestra.

Fleta se despojo de su traje de camino y se puso un cobertor


de seda blanca que su doncella le había traído; aflojo después
sus cabellos dejándoles caer sobre sus hombros El cobertor
dejaba asomar a través de sus amplias mangas los desnudos
brazos de Fleta…

¡Oh, cuan hermosa parecía! A su lado se veía el ancho


mullido lecho con sus sábanas de seda terminadas en encajes y
su colcha bordada de oro. Se echó Fleta sobre él y sus blancos
párpados fueron cayendo lentamente hasta cerrarse Las
pestañas sombrearon entonces oscuras líneas sobre sus
mejillas. En breve quedó dormida en un sueño más profundo
que el que pudieran producir las mismas drogas; conocedora
de los misterios de la naturaleza, sabía sumergirse en sueños
de reposo absoluto de los que se despertaba como de un
nuevo, nacimiento Otto, inmóvil, había contemplado aquella
escena encantadora sintiendo ardorosa su cabeza, aunque
helado su corazón ¡La amaba tan ardientemente y al mismo
tiempo tan sin esperanza! Ningún esfuerzo de su voluntad le
impedía acercarse a ella. Estaba en absoluto protegida y
204
perfectamente aislada de él. Nada mas extraño que aquel
infantil descanso a unos cuantos pasos de un hombre y más
siendo este hombre esposo, dominado por una pasión fiera
llena de deseo y de insaciables ansiedades. En aquellos
momentos la aurora penetraba a través de las ventanas

Otto retrocedió y salió de la estancia. Después bajó


lentamente la escalera, atravesó los pasillos; descendió nuevas
escaleras y llegó, por último, ante una puerta que abrió.
Aquella era la entrada lateral del gran jardín. El aire de la
mañana se respiraba allí suavemente. En la frescura espaciosa
del temprano cielo su enloquecido espíritu pareció encontrar
alguna esperanza. Atravesó entonces el parque y se dirigió
hacia una colina que estaba ante su vista. Desde su cima
podría contemplar la ciudad entera y aún la comarca que la
rodeaba…

Subió como pensaba. Aquel espectáculo le calmo,


despertando sus energías. Comprendía que él no era un
pequeño Príncipe. Que si su reino era pequeño y su capital
podía ser vista de uno a otro extremo desde la cima de aquel
cerro, los demás estados Europeos no dejaban de mirarle con
interés.

205
Por su parte, Fleta salió también a la luz de la mañana no
mucho después que él. Con su traje blanco vagó por los
jardines arrancando algunas rosas con las que engalanó su
cintura. El resplandor de juventud de la suprema belleza
brillaban en su rostro cuando volvió a estar entre las flores.
Había humedecido el rocío sus suaves mejillas y labios, y unas
cuantas gotas que saltaron de un rosal, más hermosos que
diamantes, brillaban en sus oscuros cabellos. No tardó en
enviar mensajeros para saber de Horacio y de la Duquesa;
después esperó las respuestas apoyada contra la puerta-
ventana por la cual había entrado. ¡Oh, qué brillante figura la
suya ante la fuerte luz que la hacía resplandecer como una
joya! Por fin llegaron las respuestas. La Duquesa había estado
muy enferma durante la noche y el doctor, que aún continuaba
a su lado, no permitía que fuera molestada. Horacio
permanecía en el lecho, sumido en su profundo sueño.

–Despertadle –dijo la joven Reina–, y decidle que le


aguardo dentro de una hora en el cenador de las magnolias.

Nuevamente comenzó a pasear por el jardín. Era éste un


jardín completamente apartado, al que rodeaban muros
altísimos y protegían espesos árboles del ardor de los rayos del
sol. Era además un verdadero vergel de flores. En aquel
momento Fleta se sentía completamente feliz ante tales
206
bellezas. Su mente se tornaba como si fuera niña, cuando se
encontraba en reposo o impresionada por las bellezas
naturales. Aún arrancó alguna rosa más, de las que
especialmente le agradaban. Cuando fue la hora de acudir al
cenador de las magnolias parecía la Reina de las rosas; con tan
exquisito gusto había ido adornándose con ellas.

Era el cenador de las magnolias la gran belleza del jardín.


Estaba enfrente de las ventanas, aunque separado de ellas por
un espeso alfombrado de hierba. En un principio habíase
construido únicamente el cenador, y después la larga alameda
que seguía hasta la mitad del muro del jardín.

El abuelo de Otto, cuando lo mandó construir, había hecho


plantar, a su lado, toda clase de árboles raros y de plantas
trepadoras. Pero el sitio había sido más favorable a las
magnolias que a las otras especies de plantas, y tanto se habían
desarrollado éstas que habían hecho completamente suyo
aquel lugar, embelleciéndolo en invierno con sus grandes y
verdes hojas dispuestas en trepadoras masas, dándole un
aspecto aún más hermoso cuando comenzaba a florecer. Fleta
había sido fascinada por la belleza de aquel sitio desde que le
vio. En él se sentía feliz.

207
Allí la encontró Horacio paseando de uno a otro lado. Le
parecía la plasmación de la belleza suprema.

Fleta parecía más joven, más hermosa, más expresiva que


nunca. La riqueza pura de las flores que sobre ella había
colocado, excedía a la de todos los diamantes y adornos
posibles. Tan extraña criatura era especialmente natural. Lo
era lo mismo en su casa que entre las flores o en la cima de las
montañas o en presencia de los cortesanos…

–Sentaos aquí –dijo a la vez que se reclinaba en un blando


diván que había en una de las sombreadas esquinas. ¡Ah, cuán
tranquilo y dulce está el ambiente!

Después de una pausa continuó diciendo:

–Estáis mejor, lo veo. Habéis dormido como un muerto. Así


lo esperaba, aunque tal vez pudiera no haber sucedido. Ahora
necesito hablaros. Sabréis que nuestra obra se acerca y que al
mediodía he de estar vestida y pronta para ir a la gran
Catedral donde he de ser coronada. Desde ese momento estaré
en público todo el día, hasta bien entrada la noche. He
aprendido a vivir aislada en medio de la muchedumbre y a
hacer un papel desconocido por todos. Vos haréis lo mismo.
Hoy empieza nuestra obra, hemos ganado la suficiente fuerza
para emprenderla.

208
Horacio se estremeció comprendiendo que aludía a aquella
terrible escena del día anterior, cuando en la oscuridad del
carruaje destruyó aquel extraño ser.

–Fleta –dijo con bastante tranquilidad–: ¿recordáis lo que


estaba diciendo anoche cuando se me ordenó que os dejara?
¿Recordáis que os estaba pidiendo una explicación antes de
trabajar más por vuestra causa?

–Sí, la pedíais. Por eso fue por lo que os mandé llamar aquí,
para dárosla hasta donde podáis entender… Hizo una pausa
momentánea y luego continuo hablando de esta manera:

–Hemos hablado de las vidas que en remotos tiempos


vivimos juntos, Horacio, cuando nos amamos, nos perdimos y
nos separamos tan sólo para volver a encontrarnos, amarnos y
perdernos de nuevo. A manera de las flores que anualmente
nacen y luego mueren, hasta que otra nueva estación les da
nueva vida, así una vez cada eón hemos florecido sobre esta
tierra y hecho brillar la flor suprema que la tierra puede
producir, la flor del amor humano. Tal vez no comprendáis
esto, Horacio, porque no reclamáis vuestra experiencia y
conocimiento; sois débil y contentadizo, os falta la fe, tenéis
amor a la vida. Por esto es por lo que sois mi servidor. El
poder que adquirí cuando por vez primera nuestras almas se

209
encontraron en esta tierra, no me lo habéis arrebatado. He
continuado siendo vuestra dominadora. Ahora os animo para
que uséis de toda voluntad y os acerquéis a mi en
conocimiento y poder, pues ya no os necesito como servidor
sino como compañero. Sabéis que hace poco traté de iniciarme
en la Blanca Hermandad, esa Orden majestuosa que dirige el
mundo y que tiene en sus manos las riendas del Universo
estrellado. Sabéis que mi intento no obtuvo resultado. No me
pesa el haber tenido valor para probarlo; hubiera sido cobarde
si hubiera retrocedido cuando el mismo Iván estaba pronto a
conducirme al lugar de la prueba, más, ¡ay!, concedía
demasiado valor a mis esfuerzos. Había pasado por un
aprendizaje tan largo, había pasado a través de tantas vidas,
que creí que todo amor humano, todo aquel amor que se
adhiere a una sola persona en el mundo, había sido para
siempre arrancado de mi corazón en sus mismas raíces. Creí
que había sido arrojado de mí para siempre, que aunque
trabajara por el género humano, aunque me entregara a quien
deseara mi ayuda o mis conocimientos, podría permanecer
aislada sin apoyarme o dirigirme a nadie. Creí asimismo que el
problema del amor humano, el de la vida de los sexos, el de la
dualidad mística de la existencia, lo había resuelto para
siempre. ¡Oh, si así hubiera sido! Entonces, Horacio, hubiera

210
florecido sobre la tierra por última vez y hubiera encontrada
en mí misma el fruto divino que da nueva vida, llena de
conocimientos espirituales y de poder divino. Pero fracasé.
Penetré en su mansión, permanecí entre ellos Horacio. ¡Los
vi!… Ninguna otra mujer ha visto estos extraños austeros y
gloriosos seres. Más… Me visteis luego; me encontrasteis. Ya
recordaréis cuán abatida y abrumada estaba. Antes de que me
vierais había oído palabras que parecían pronunciadas por las
estrellas, que parecían repercutir en los cielos… Y aquellas
palabras predijeron mi destino, me ordenaron ser fuerte y
elevarme aún más, para llevar mi obra a cabo. Después deseé
ver a uno de la Blanca Hermandad y obtener la confirmación
del mandato, pero no pude. Entonces comprendí que sólo yo
misma había de ser el Juez y compilador de mis obras.

Dijo esta última frase, se levantó y comenzó a pasear de un


lado a otro; luego, con más lentitud y con los ojos fijos en el
suelo, continuo diciendo:

–Novia, esposa, madre; esas cosas no puedo ya volverlas a


ser por el amor de un hombre. Estoy sola en el mundo; no
puedo ya apoyarme en nadie. No podré jamás amar a ningún
hombre a través de las edades durante las cuales haya de pasar
por esta tierra. Esa vida ha sido arrancada de mí para siempre.

211
Estoy sobre ella. ¿Estáis, pues, todavía pronto, a pesar de esto,
a permanecer junto a mí y ser mi compañero?

Un gran suspiro escapó del pecho de Horacio. Después


murmuró un «sí» apenas perceptible. Le parecía que estaba
despidiéndose para siempre de aquel entrañable e intenso
amor suyo. De aquella única esperanza de su vida. De todo
aquello que había de hermoso en la mujer. Ante él, pálida y
espléndida, estaba aquella diosa. Ante él, con su rostro de
sacerdotisa, con sus ojos animados por una luz infinita…

Horacio comprendió entonces que algo más bello, algo más


espiritualmente deseable, algo habría de ocupar el lugar que
dejara vacío en su corazón la hermosa flor del amor que
acababa de arrancar. Todo esto pasó por su mente en un
instante; y cuando dejó escapar aquel suspiro y pronunció
aquella palabra que parecía haber conmovido su ser,
súbitamente la blanca figura de la sacerdotisa, desapareciendo
de su mente, dejó de nuevo aparecer en ésta el fresco, juvenil y
hermoso rostro de la mujer amada… un suspiro, un verdadero
gemido de dolor se escapó de su pecho.

–¡Oh, Fleta! –dijo–. ¡No puedo, no, hacerlo! ¡No puedo


renunciar a vos!

212
–¡Ya lo habéis hecho! –contestó ella sonriendo–. ¡Y aquella
sonrisa que no era de mujer, era sin embargo de gozo!

–No podéis volveros atrás de las promesas hechas por


vuestro espíritu porque proteste vuestro corazón! –dijo ella–.
Vuestro corazón protestará mil veces; parecerá que va a
destruir vuestro cuerpo con sus sufrimientos. ¿Creéis que no
lo sé? He pasado a través de esa prueba sin que me haya
consolado otra cosa que la muerte. Pero una vez que la
promesa ha sido hecha no tenéis más remedio que cumplirla.
Estoy satisfecha; ahora sé que trabajaréis conmigo.

Volvió a sus silenciosos paseos. Luego, sentada a su lado,


continuó hablando como anteriormente lo había hecho. Con
intensidad, aceleradamente…

213
CAPITULO XV
–No puedo entrar sola. No puedo entrar por mí misma.
Necesito conducir conmigo un alma en cada mano, necesito
estar purificada, preparada a ofrecerlas en el altar, de tal
modo, que ellas mismas puedan pertenecer a la Gran
Hermandad. Mientras esto no suceda me habré de contentar
con volver atrás y sentarme en los escalones del templo. Lo he
pensado, lo comprendo, pero que viva después de ello, que lo
llegue a hacer, es otra cosa. ¡Ah, Horacio!, ¿dónde encontraré
esos dos grandes corazones, esas dos almas lo suficientemente
fuertes para pasar por la primera iniciación?

–Decidme; cuando lleguen a aquella puerta –preguntó


Horacio con un confuso y extraño tono de temor–, ¿habrán de
estar prestos a traspasar sus umbrales dejándoos a vos fuera?

–Sí –contestó Fleta–. Seguramente.

–¡Ah!, en ese caso no seré yo uno de ellos. Os amo y no


quiero perderos, aun cuando sea por el propio Paraíso. Os
serviré si queréis, pero será estando con vos.

Sin más palabras se levantó y se alejó a través del prado,


como si no pudiera soportar la conversación por más tiempo.
Unos momentos después había desaparecido entre los árboles.

214
Fleta se reclinó con aire fatigado y triste, una intensa palidez
ocupó el lugar del color brillante que no hacia todavía un
momento prestaba a su rostro tanta belleza. Sus ojos
desmesuradamente abiertos, pero que al parecer nada veían,
permanecieron fijos con la mirada perdida en el espacio.
Apenas parecía respirar. Una especie de triste parálisis había
caído sobre su bella y graciosa figura.

–¿Qué hacer, Dios mío, qué hacer? –exclamó por último


haciendo un gran esfuerzo por hablar. ¿Cómo podré salir viva
de esta lucha y de este sufrimiento? He invocado a la ley del
dolor. El placer no será ya nunca mío.

Durante un corto espacio de tiempo permaneció silenciosa e


inmóvil. Después se levantó y comenzó a pasear, perpleja,
abstraída. Su mente trabajaba con rapidez.

–No puedo, no puedo hacerlo sola –se decía–: ¿Quién me


ayudará? No he adivinado siquiera el nombre de mi segundo
compañero. ¿Quién será la otra alma que ha de llevarme a las
puertas del templo? ¡Oh, poderosa Hermandad, cuán difícil es
el deber que me has impuesto!

Dijo esto mientras inclinaba la cabeza. Cuando levantó sus


ojos vio a Otto de pie sobre la hierba iluminada por la luz del
sol. Vio su rostro más tranquilo que nunca mientras la miraba.

215
Tendió hacia él sus manos con la misma dulce sonrisa con que
no hacía mucho le había saludado; inmediatamente se acercó a
ella.

–He estado pensando –dijo–. He estado allá, sobre la


montaña, desde que os dejé anoche. He estado pensando
fervorosamente, Fleta. No me considero juramentado a esa
Hermandad a la que tan fielmente obedecéis.

La mirada de Fleta se llenó de asombro y casi de dureza.

–¿Cómo es posible que os podáis engañar de ese modo,


cuando tan poco tiempo hace que habéis salido de la esclavitud
que se impone al novicio?

–¿En qué he podido engañarme a no ser en acercarme a


vos? Sois una maga, bien lo sé; es completamente inútil que
tratéis de ocultármelo; porque os he visto hacer uso de vuestro
poder. Esos hermanos os han enseñado algunos de sus no
sagrados secretos. Tal vez podríais ahora mismo formar un
circulo a vuestro alrededor, dentro del cual no pudiera entrar.
Os lo he visto hacer. Pero ¿qué importa eso? He leído y he
pensado mucho sobre estas materias. Lo sobrenatural no es
más extraordinario que lo natural, una vez que se acostumbra
uno a su existencia. Sólo un ciego y loco materialista podría
sustentar que lo sobrenatural no existe o que la naturaleza

216
llegaba a un cierto punto en el que se detenía. Yo no lo soy.
Pero no me aterra lo sobrenatural. Habiendo sido educado por
católicos, me he acostumbrado a creer en su existencia. Más
vuestra maldad es una cosa muy distinta. Allí todo pretende
tener un carácter tan positivo que llega a ser una fuerza de la
naturaleza; un poder a favor o en contra del cual han de estar
todos los hombres en alguno de los períodos de su desarrollo.
¿No es esto lo que vos diríais imitando a vuestro maestro, el
Padre Iván?

–Sí –contestó Fleta.

–Bien, en eso es en lo que yo no os sigo. No veo que la


Hermandad tenga derecho alguno a sostener esa pretensión.

–La Hermandad nada sostiene –dijo Fleta–. No hay


necesidad de presentar hechos; esperad y os convenceréis.
Mas preferiría no discutir de esto con vos. Esto es la mismo
que hablar sobre si la tierra es plana o redonda.

Una oleada de sonrojo y de rencor inundó el rostro de Otto.


No cabía duda que estas últimas palabras habían sido
pronunciadas con una indiferencia insolente y digna tan sólo
de ser empleada por una Reina al dirigirse a sus súbditos. Pero
se repuso instantáneamente.

217
–Después de todo –dijo en seguida–, puedo perfectamente
imaginarme que así os pueda parecer. Es inútil tratar de este
punto. Para mi la existencia de esa Hermandad es puramente
arbitraria; reconozco que Iván es extraordinariamente
superior a la mayoría de los sacerdotes. ¿Qué es lo que le hace
aparecer así? Yo diría que era tan sólo su inteligencia.

–No –dijo Fleta–, es la Estrella Blanca de su mente la que le


distingue de entre todos los hombres y le hace superior. Vive
para el mundo, no para él mismo. Como toda la Hermandad,
no tiene pasiones ni desea placer alguno. Otto, yo he de ganar
esa misma estrella. ¿Seríais vos capaz de ayudarme?

–¿Cómo?

–Llevando a cabo un trabajo importantísimo. Es preciso


instituir una escuela de filosofía y volver los pensamientos de
los hombres hacia las verdades más útiles de la vida. Es una
obra que puedo realizar, pero necesito ayuda para ello y ésta
sólo puede serme prestada por quien no suspire por mi amor,
por quien no me mire como una mujer sino como un
Instrumento de la Blanca Hermandad; por quien esté pronto a
ser útil sin remuneración ni independencia alguna; por quien
decididamente desee atravesar la puerta del gran Templo.

218
Hablaba rápida, entusiasmada y con los ojos llenos de
promesas. Mientras se expresaba, su rostro se hallaba
impregnado de extraña dulzura.

–Yo me he acercado a vos –contestó lentamente Otto–, con


una petición, con una oferta; y la haré. Estoy pronto a ser
vuestro adorador hasta la muerte; a ser vuestro amigo y hasta
vuestro siervo en todo lo que sea natural y humano, si vos,
Fleta, arrojáis a un lado todas estas aspiraciones antihumanas
y queréis ser mi esposa y compañera.

Estas palabras fueron pronunciadas tan viril y


convincentemente, que las lágrimas se agolparon en los ojos de
Fleta al escucharlas.

–Jamás os he amado Otto –contestó ella, y después añadió–


. Y nunca, nunca podré amaros como vos queréis que os ame,
y, sin embargo, podéis conmover hasta las profundidades de
mi ser y agitar mi alma. Sois muy leal. Pero tanto podríais
intentar mudar la forma y dirección de mi vida, como tratar el
cambiar el curso de las estrellas. Está irrevocablemente
escrito: yo misma lo he inscrito en el libro del destino por mi
constante deseo a través de pasadas y lejanas edades. Si no
hubiera valorado en poco las dificultades, ahora estaría ya aún
más lejos de vuestro conocimiento y habría traspasado la Gran

219
Puerta. Pero no comprendí el hondo desinterés que se necesita
para tan gran esfuerzo. Ahora veo que no puedo vivir por más
tiempo para mí misma, ni aún siquiera en el alma interna del
amor. Tengo que trabajar y no os pido sino que me ayudéis.

Otto contempló a Fleta gravemente.

–Yo pido un compañero y vos hacéis lo mismo por vuestra


parte –dijo–. Esto es lo que parece debiera suceder entre dos
esposos. Alguien debe ceder ante el otro.

Fleta le miró y sus ojos brillaron, parecía como si estuviera


midiendo su fuerza.

De repente se separó de él con un suspiro.

En aquel momento el gran reloj del Palacio dio la hora. Se


acercaba la de prepararse para las ceremonias del día. Se
detuvo y miró a Otto de nuevo. Estaba muy pálida. Las rosas
parecían más brillantes.

–¿Deseáis que sea coronada como vuestra reina –le


preguntó–, o preferiríais que tal ceremonia no se verificase
ahora que me conocéis mejor?

–No tengo alternativa –respondió amargamente Otto–. Sois


ya de hecho mi Reina. Pero tenéis vuestra propia conciencia
con quien tratar de todo esto que estáis haciendo conmigo…

220
«¡Su propia conciencia!»

¡Aquellas palabras repercutían en la mente de Fleta


conforme se dirigía a la ventana sin haber contestado a Otto!

«¿Tengo yo, acaso –se decía– lo que se llamaría conciencia?


¿Me reprocho a mí misma hechos perversos o pasadas
ligerezas? No; no podía vivir si así fuera yo que tengo la
memoria mística, la memoria negada a la generalidad de los
hombres, yo que puedo verme viajando a través de mis vidas y
ver cómo las he vivido y cuáles fueron los actos que en ellas
realizara. Otto sufrirá; no es lo suficientemente fuerte para
reclamar su memoria, ama al mundo de la vulgar naturaleza
humana; el mundo en el que no se reconoce lo inevitable y el
Destino es una fuerza desdeñada. ¡Ah, mi pobre Otto, esposo,
amigo, adorador, si pudiera evitarte el sufrimiento!»

En tanto, había llegado a sus habitaciones en donde la


esperaban sus doncellas y no pocas grandes damas, que habían
sido elegidas para acompañarla en aquel día. Se mostró amable
con todas ellas, pero estaba tan profundamente sumida en sus
meditaciones, que apenas distinguía a las unas de las otras,
hablando con la misma protectora amabilidad a las doncellas
que a las encopetadas bellezas de la Corte. Todo aquello
parecía muy extraño. El rostro entristecido de Fleta daba, por

221
otra parte, lugar a no pocas conjeturas. ¿Habría reñido con su
esposo? ¿Se habría casado con él contra su voluntad?

La ceremonia del tocado fue aquella vez mucho más


complicada que de ordinario. Fleta estaba pálida y fatigada
antes de que se acabase. Pero estaba espléndidamente bella. Al
fin se levantó con su magnífico ropaje, con el poder y la
resolución reflejados en sus delicadas facciones. Cuando,
venciendo su fatiga por un esfuerzo de su poderosa voluntad,
llegó a la gran Catedral y se convirtió en la primera figura de
las suntuosa ceremonia, no era sino la joven y brillante Reina
de siempre… la fascinadora Reina de los atrevidos ojos que la
miraban… la conocedora de su gran belleza y de su regio
poder. Sin embargo, dentro de ella su corazón estaba
acongojado. Aquella Puerta en la que constantemente
pensaba, permanecía fuertemente cerrada ante su vista. Los
dos hombres que la amaban sólo la querían con el amor vulgar
de la tierra. ¡Cómo podría infundirles la idea de que el gran
amor no debía ser remunerado! Por otra parte, ¿dónde
buscaría otras almas? No seguramente en aquella Corte en la
que los hombres le parecían más pobres de espíritu y más
egoístas que los que había dejado atrás. No podía ni aun
comenzar su más amplio trabajo. ¿Cómo influir allí en pro de
ninguna filosofía? Por otra parte, ¿estarían cerradas para ella
222
todas las puertas? Así parecía. Con esta convicción, vino sobre
ella la más fuerte y profunda de las resoluciones. Se propuso
vencer.

223
CAPITULO XVI
Todo se había cerrado ante ella, atada en las tinieblas; no
podía tomar ya ningún camino. Todos nosotros hemos
experimentado esta sensación; y aún los niños sufren esta
amargura cuando la oscuridad se posa sobre sus almas. En el
adulto, sin embargo, suele ser tan fuerte la impresión que le
dura a veces años enteros. Para quien caminaba por un
sendero tan peligroso y tan escarpado como el que Fleta
seguía, era comparable a un horror, a una desesperación, a
una vergüenza. Ella poseía inteligencia y conocimientos
mayores que la generalidad de los seres humanos, que no han
levantado aún sus ojos o sus esperanzas de los simples goce de
la tierra. Sus conocimientos pesaban sobre ella como una
terrible carga aplastando su propio espíritu, cuando como
ahora, no sabía cómo había de emplearlos. Sabía
perfectamente lo que había de hacer; ¿pero cómo iba a
hacerlo? Ella, la suprema, la sin igual, la inconquistable; la que
se levantaba sin ayuda después de cada nuevo desastre; la que
no podía ser detenida por especie alguna de dificultad o de
peligro personal, estaba ahora paralizada. Porque tenía que
guiar, que conducir a otro ser humano. Sola no podía ir más
lejos. Era necesario que otra alma y aún otra permaneciesen a
su lado. ¡Y aún no estaba pronta la primera! ¡Ninguna!
224
Apenas se daba cuenta de lo que sucedía a su alrededor.
Ejecutaba de una manera mecánica sus actos. No pudo dar
importancia alguna a los acontecimientos de aquel día, hasta
que por fin se encontró de nuevo en su cuarto, una vez más en
paz y sin más compañía que sus servidoras. Pero aún estas
mismas hubieron de retirarse obedeciendo sus deseos. Una vez
sola se dejó caer en un asiento, llena de ardientes y
apasionadas ideas que parecían vibrar en el ambiente y llenarle
de vida.

Estaba sola. ¡Cuán absolutamente sola! Nadie, sino ella


misma, podría decirlo. Una de sus doncellas, que al mirar
dentro de la estancia vio a la hermosa y joven Reina en tan
completa inmovilidad, supuso habría caído dormida en la
cómoda butaca. El rostro de Fleta, reclinado en los
almohadones de seda, tan tranquilo y tan falto de expresión,
más bien hubiera podido ser tomado por una artística talla de
marfil, que por una persona viviente. Tal era su palidez y la
débil y pasajera sombra de su expresión.

Fleta se encontraba a solas con su terrible realidad; un


pavoroso problema que bien sabía tendría que resolver si no
quería morir de desesperación Esto mismo no era para ella un
desenlace, pues bien sabía que su muerte no seria sino para
volver a vivir, para volver a encontrarse de nuevo frente a
225
frente con aquel problema. No desconocía que la naturaleza
obedecía a leyes; que el hombre, lo mismo que los demás seres
de la naturaleza, se desarrolla, que la vida supone progreso y a
éste nadie puede oponerse. Fleta había entrado en la gran
ráfaga de la intelectual y lúcida existencia que esta por encima
de la vida vulgar en la que la mayoría de los hombres se
desarrollan. Ningún triunfo natural, ni el poder de su belleza,
ni la magia de sus encantos personales, ni el resultado de su
brillante inteligencia podía en lo sucesivo agradarla o
satisfacerla. Poseía el conocimiento claro de las cosas que no
perecen; se reconocía inmortal y calculaba que había de sufrir
una y otra vez hasta que hubiera pasado por aquella terrible
prueba de su vida. Le parecía imposible pasarla. No podría
jamás acercarse a aquella Puerta cuyos umbrales ansiaba
traspasar, sino era llevando con ella otras dos almas como la
suya, prontas y puras. Su fuerza, su poder debía ser usado
para salvarlas, no para salvarse a sí misma. ¡Pero nadie a su
alrededor quería ser salvado! Los dos hombres que conocía y
que a través de muchas existencias habían permanecido a su
lado, aún hoy, después de tanto tiempo, estaban cegados por
su amor. Al considerar la certeza de todo esto, un profundo
suspiro la hizo agitarse débilmente. Se sentía llena de una
angustia infinita. Aquel amor con el cual les había tenido

226
sujetos; con el cual les había guiado durante pasadas edades,
con el cual les había, por fin, aproximado a ella, ¿habría de
hacerles ahora retroceder? ¿Podría ser aquello posible?

Fleta, conmovida y agitada, se levantó y comenzó a recorrer


la estancia en un estado de dolorosa impaciencia.

–Usaré de mi poder –se decía en alta voz–; me haré a mí


misma horrible anciana, me convertiré en una vieja marchita.
¿Pero mataría esto ese amor apasionado que existe en ambos?
¿Sería este el modo de convertirme en su guía y no en el objeto
que cada uno de los dos anhela? ¡He de pensarlo! ¡Oh, mucho
he de pensarlo!

Meditó largo tiempo en silencio. Pero ni un rayo de alegría,


de luz ni de fuerza consciente, se reflejaba en su mirada.

–He de intentar –exclamó por fin en alta voz–, arrojar de mi


lado la Juventud y la belleza, y ver si alguno de lo dos puede
descubrir el alma que hay dentro de mí. Pero en ello hay un
riesgo terrible…

Lo dijo con intranquilidad, como si aún meditara


profundamente. Mas de pronto algo pareció aguijonearla y
agitarla como si el acero hubiera atravesado sus fibras.

227
–¿Qué es lo que veo en mí? –preguntó acongojadamente–.
Riesgo, pero, ¿riesgo de qué? ¿De que sus almas se pierdan
por no ser yo capaz de ayudarlas? ¡Ah, si han de ser salvadas,
alguna ayuda, aunque poca, será la mía! ¿Riesgo entonces, de
qué? ¿De perder su amor? ¡Ah, no puedo ocultarlo! Me he
estado neciamente engañando a mí misma. ¡Horacio, Otto,
perdonadme que os haya hablado como si fuera más cuerda o
más desinteresada que vosotros! La máscara está arrancada.
No me engañaré ya más tiempo. Nunca he soñado que debiera
servir o salvar a otras dos personas que a estas que han sido
mis amigos y compañeros a través de los tiempos. ¡Soy yo la
que me creía libre y capaz de traspasar el vestíbulo de la
verdad y digna de presentarme ante los grandes maestros para
recibir su sabiduría! ¿No se purificará nunca mi alma? ¿No se
abrasará jamás mi corazón? ¡Oh, fuego inmortal que no
devoras tanta debilidad!

Diciendo esto retrocedió hasta su asiento, en el que se dejó


caer mirando fijamente al espacio con sus soberbios ojos…
Después continuo:

–¿Cómo he de quemar estas últimas cenizas? ¿Cómo?


¡Tengo que pensarlo! ¡Hoy, cuando después de una y otra
vida en las que me he creído salvadora de los demás, libre de
mí misma y ayudada de los que me rodeaban, descubro que no
228
he hecho sino apoyarme en el amor y asirme a los que me han
rodeado como pudiera haberlo hecho cualquier otro ser frágil!
¡Si Horacio y Otto no me amaran, creería que el amor no
existe…! Si ellos no me siguieran y ayudaran, creería que el
mundo estaba vacío. ¡En tanto el verdadero amor, que entrega
todo y nada reclama, no ha nacido en mí! Pero ya estoy
castigada. ¡Me he castigado yo misma antes de conocer mi
falta! El mundo no está vacío, mas yo me encuentro en verdad
sola, completamente sola, sin maestro porque me abandonó, y
sin amigos porque me dejaron. He hecho mal a todos ellos y se
han apartado de mí. ¿Por qué asombrarme ahora? ¿No lo
merecí? ¿No lo merezco?

Fleta se cubrió con un manto, que estaba en el respaldo de


la silla. Se cubrió el rostro, la cabeza y el cuerpo de modo que
parecía una egipcia entre sus envoltorios Así estuvo largas
horas, completamente inmóvil Algunas veces entraron
personas en la estancia, pero viéndola tan inmóvil, creyéndola
dormida, no se atrevieron a molestarla.

Ya no había solemnidad alguna en la que fuera necesaria su


presencia; el Rey y la Reina debía haber comido juntos
privadamente; pero como Fleta no se presentó, el Rey no la
mandó llamar ni preguntó por ella; así fue pasando la tarde y
así llegó la noche.
229
Entonces Fleta se levantó, poniéndose con rapidez un
oscuro vestido y un manto, se alejó del cuarto
apresuradamente en un momento en que nadie la observaba,
bajó con rapidez la escalera a la manera de una sombra y pudo
llegar al jardín sin haber sido vista. La fragancia exquisita de
las magnolias la atraía. Durante un momento quedó parada
ante ellas recordando allá, en su imaginación, las escenas que
habían tenido lugar aquella mañana Después se alejó de allí
apresuradamente y camino a través del sombrío prado hasta
que llegó a los límites del parque. Entonces se deslizó
silenciosamente a lo largo del muro; su objeto era encontrar
alguna puerta o salida fuera del circuito. Era indudable que no
había ido a aquel sitio para meditar bajo los árboles o para
aspirar la dulzura de las flores. No conocía otro camino para
llegar a la ciudad y no había querido salir por la gran entrada
del Palacio, donde hubiera sido observada. Después de buscar
algún tiempo pudo encontrar una puerta de hierro, llena de
puntas metálicas en su parte superior. La reconoció durante
un momento y luego se lanzó a ella de repente, subió pasando
por encima de una manera rápida y ágil, debido más bien a un
esfuerzo de voluntad que a la destreza de su cuerpo. El mismo
momento en que descendía observó al centinela de aquella
zona, que por lo visto se acercaba a ella. Pero se deslizó bajo la

230
sombra de algunos árboles como una serpiente. Había sido
vista a pesar de su agilidad, pero el centinela, entreviendo
aquella rápida sombra de mujer pálida, agitada y de alterada
expresión, no se atrevió a seguirla no estando seguro de haber
visto un ser de carne y hueso. Fleta, cuando alcanzó la sombra
de los árboles, permaneció parada durante un corto espacio de
tiempo, procurando calmar los violentos latidos de su corazón.

Pronto recobró su energía y marchó valientemente en


dirección de las luces de la ciudad. El instinto o algún
conocimiento misterioso parecía guiarla, llevándola rectamente
hacia donde se dirigía. En breve llegó a la ciudad, entrando en
ella por su peor barrio, que no era sino una serie de callejuelas
en las que durante la noche había resplandores de luz,
extrañas y discordantes voces. Era el barrio de los gitanos; el
corazón de aquella ciudad. Aquellos seres nómadas volvían
frecuentemente por aquellos sitios como si regresaran a su
casa. De tal modo inflamaban las pasiones y el placer de
emoción que dominaba al pueblo, que alrededor de las tiendas
y chozas en las cuales vivían se celebraba una orgía perpetua.

Fleta siguió caminando a través de aquel extraviado


distrito, tan rápida y seguramente lo atravesó, que nadie la
habló ni la detuvo para nada, aunque algunos la observaron y
la siguieron con la vista durante algún tiempo mientras se
231
alejaba. No podía ocultar del todo su extraordinaria belleza. Al
fin llegó al sitio a donde se dirigía. Era éste un espacio abierto
entre tres esquinas, embaldosado y con una gran fuente en el
centro. Cuando se construyó aquella parte de la ciudad había
sido destinada a mejores usos que aquellos a los que estaba
destinada en la actualidad. Las casas habían sido construidas
para habitaciones de gente obrera, pero ahora estaban en
poder de una raza de rufianes, ladrones y asesinos, que
formaba ese barrio especial y aislado de todas las ciudades por
donde nadie se atreve a transitar. La plaza de las tres esquinas
era, sin embargo, un sitio en el que se reunían muchos caminos
y en el que se celebraba de noche un mercado abierto. Debió
haber tenido árboles alrededor de las aceras y arbustos al lado
de la fuente que había en medio de ella, pero todas estas
huellas de civilización hacía mucho tiempo que habían
desaparecido. En la actualidad estaba entregado a la
podredumbre y al desaseo.

Cuando Fleta entró en la plaza comenzaba ésta a animarse.


Era en verdad un extraño mercado en el que se vendían trapos
y viejos cacharros de cocina a la vez que joyas de relativo
valor. Todo lo que se ofrecía allí a la venta estaba, sin
embargo, cubierto por el velo de suciedad que dominaba al
conjunto. Fleta se dirigió en línea recta hacia la fuente,
232
atravesando la plaza. Al lado de la fuente se levantaba una
vieja tienda desvencijada. Dentro de ella había en el suelo una
especie de cama hecha de trapos sobre la que estaba sentada
una vieja. La tienda no era sino lo estrictamente grande para
servirla de abrigo; en ella la vieja estaba sentada mirando a la
puerta. A su lado había un pequeño taburete, sobre el cual
hacía extrañas combinaciones con un grasiento manojo de
viejos naipes. Una mujer se inclinaba hacia ella en aquel
momento, mirando con ansiedad infinita y pendiente de las
cartas que la vieja pasaba de una a otra parte.

Fleta se acercó apoyándose en uno de los lados de la fuente


seca y contempló la escena con sus bellísimos ojos.

La vieja levantó la cabeza después de un momento.

–¡Ah!, ¿sois vos? –dijo Fleta con naturalidad.

La vieja contó sus cartas y metió en su bolsillo las monedas


que le habían dado. Luego, como su visitadora la abandonara
y ninguna otra había llegado, volvió a mirar de nuevo a Fleta
mientras le decía bruscamente:

–¿Queréis que os diga la buenaventura?

Hablaba con un tono áspero y entrecortado, de cuyo


carácter peculiar sería imposible dar una idea aproximada.

233
Hablaba con Fleta la verdadera lengua rumana, mientras que
a la mujer que había dicho la buenaventura la había hablado
en el rudo dialecto del país.

–Sí, decidla –contestó Fleta.

La vieja se rió con una risa especial y temblona. En seguida


sacó una pequeña pipa negra y comenzó a llenarla. De pronto
la dejó a su lado y miró hacia arriba.

–Empiezo a sentir como si verdaderamente lo quisierais.


Eso no puede ser posible.

–Sí –dijo Fleta por tercera vez. Su rostro era más blanco
cada vez que hablaba. La vieja bruja la miró con sus pequeños
ojos relucientes.

–¿Entonces, os han llegado los malos tiempos querida mía?


Pero sois la Reina, ¿no es así?

Fleta hizo un signo afirmativo con la cabeza.

–¿Entonces, cómo os arregláis para estar sola en un sitio


como este? ¡Oh!, bien sé que sois lista hasta para el mismo
diablo, pero, ¿qué de nuevo os ha sucedido para venir aquí?

–Me he perdido –dijo Fleta con gran calma–. No sé qué


camino tomar y me tenéis que ayudar para que lo encuentre.

234
–¿Tengo?, ¿eh?, ¿tengo? –gruñó la vieja cambiando
repentinamente su desagradable amabilidad en virulento mal
humor–. ¿De modo que os seguís dando importancia? ¿Cómo
supisteis que yo estaba aquí?

Fleta no contestó.

–¿Sois bastante lista para eso aún?, ¿verdad, querida mía?


¿Por qué no miráis entonces las cosas del mañana y del futuro
vos sola?

Fleta juntó sus manos y continuó callada.

–¡Insisto en saberlo! –gritó la vieja con una llamarada de


furor–, o no haré lo que deseáis, aunque me llenéis de dolores
desde la cabeza hasta los pies. Sé lo que sois. Sé que me
torturaríais con tormentos como antes de ahora lo habéis
hecho, para proporcionaros los conocimientos que necesitáis.
Pero hacedlo si queréis. He aprendido una nueva manera de
soportarlos. No haré nada por vos sino me decís por qué
habéis venido a solicitar mi ayuda. Creía que seríais ya tan
blanca como un lirio sentada en un trono y hablando con
ángeles. ¿Por qué, pues habéis venido aquí?

Estas palabras hubieran hecho reír a la mayoría de las


gentes. Pero Fleta sabía con quién trataba, conocía a su
antigua instructora y compañera, y miraba todo esto
235
seriamente; pesaba aquellas palabras según la vieja las iba
pronunciando.

–Traté de pasar la iniciación de la Estrella Blanca y fracasé.


Mis poderes han desaparecido y estoy ciega y sola.

La vieja lanzó una exclamación extraordinaria; algo que


pudiera ser un juramento y un grito.

–¿Tratasteis de eso?, ¿eh?, ¿tratasteis? ¿No sabíais que


ninguna mujer había podido resistirla? Merecíais estar ciega y
muda por vuestra insolencia.

Dicho esto, la vieja arpía lanzó una insolente carcajada.


Fleta continuaba observándola tranquilamente.

–Sé muy bien lo que os proponéis hacer ahora –dijo por


último–. Os proponéis salvar almas como yo me propongo
perderlas, continuando la obra de nuestras últimas vidas. Os
diré, sin embargo, que no os será fácil. Nadie os necesita ahora
que os habéis metido en ese negocio.

–Ya lo he visto –dijo Fleta.

–¿Y me necesitáis? –preguntó la bruja–. Pensad en esto y


fijaros lo bella que sois y lo fea que soy yo. A la gente le gusta
que ayuden a perder almas, pero le molesta que las liberen.

236
Estoy hablando del rebaño común. Pero hay quien necesita
que se le salve, quien necesita ayuda.

Fleta continuaba inmóvil contemplando a la vieja.

–¿Os diré quién es?

–Decidme la verdad Etrenella. ¡Os lo mando!

Después de un momento, la vieja habló en voz baja y menos


áspera que antes.

–Es vuestro maestro Iván. Si os habéis de dedicar a salvar


almas, salvad la suya. Necesita alguien que le ayude.

Fleta se estremeció involuntariamente y retrocedió; la


mirada que había sostenido sobre Etrenella se atenuó.

–¿De verdad queréis decir eso? –exclamó completamente


engañada.

Etrenella se rió y recupero su humor original.

–No necesitáis fingir que no sabéis cuando digo la verdad –


dijo–, no os habéis vuelto a convertir en un niña de pecho,
estoy segura de ello. Ahora fijaos, mi Reina: puedo daros algo
mucho mejor para vos que vuestro trono, vuestro Rey o
vuestro Reino; algo mejor que cualquiera otra cosa de la tierra.
Puedo hacer que Iván os ame con más ardor que a la misma
Estrella Blanca. Está ya en la mitad del camino y no necesita
237
más que un toque. Puedo darlo si queréis… ¡Ah! ¡Veo vuestro
rostro, mi Blanca Reina! ¡Veo que tiemblan vuestras
manos…! Por esto fue por lo que fracasasteis, ¿no es verdad?

Aquella terrible Etrenella cogió su pequeña pipa negra y,


después de llenarla la encendió, mientras Fleta se apoyaba en
la fuente, enferma y desmayada ante aquella oleada de
emociones. Era la mayor tentación con que había tropezado en
su camino.

Después de una astuta y cruel mirada, Etrenella siguió


diciendo a aquella estremecida figura:

–No necesitáis titubear. Tenéis suficientes crímenes sobre


vuestra conciencia. Lo veo en el aura misma que os rodea.
¿Qué hicisteis para que Horacio Estanol matara el vampiro?
Le hicisteis cometer un asesinato y lo sabéis. ¡Se trataba de
algo casi humano!

–Vos lo enviasteis –gritó Fleta encontrando repentinas


fuerzas para hablar.

–Sí, yo le envié. ¿Por qué no? Había oído que estabais


casada y le envié para tener noticias vuestras. Estuvisteis
acertada y oportuna matándole y apoderándoos de su
vitalidad. Si no lo hubierais hecho estaríais ahora con fiebre y
muy cerca de la muerte. Esa Duquesita morirá. De tal modo la
238
asustasteis que no volverá a reponerse. ¿Qué me decís de
Horacio Estanol? ¿No está casi perdido por vuestra belleza?
¿De modo que ahora no podéis usar vuestro laboratorio?

–Habladme como debéis hacerlo –exclamó Fleta,


recobrando rápidamente su presencia de ánimo y su tono de
mando–. Decidme dónde he de buscar a mi maestro.

–No os lo puedo decir –dijo Etrenella–. Tenéis que estar


mucho más ansiosa y anhelante de lo que estáis antes de que
podáis encontradle. Os digo esto porque es bien claro y vos
misma podréis leerlo. Todo se derrumbará y os abandonará;
no sólo vuestros amigos sino vuestro trono y vuestro Reino.
Quedaréis olvidada como si fuerais tan horrible como el viejo
padre de los diablos. Mi oficio es un oficio mejor, ¿verdad?

Fleta dio media vuelta y se retiró sin detenerse un solo


momento, sin mirar atrás, sin titubear. Era evidente que no
consideraba a Etrenella como una persona hacia la cual era
necesario conducirse correctamente. Cuando la vieja se dio
cuenta de que Fleta se marchaba de verdad, se incorporó
sobre los trapos en los que había estado sentada y gritó:

–¡Tendréis que ir a encontrarle a la puerta del infierno!

Fleta continuo su camino sin conmoverse aparentemente.


Pero aquellas palabras resonaban una y otra vez en sus oídos y
239
parecían repercutir a lo largo de las calles. La ciudad entera le
pareció a Fleta que estaba llena de su dolor… no había
ninguno otro semejante en la ciudad o tal vez en el mundo
entero.

240
CAPITULO XVII
Al día siguiente o, mejor dicho, aquel mismo día –pues la
aurora sorprendió a Fleta cuando regresaba al palacio–, las
profecías de Etrenella comenzaron a cumplirse. Fleta había
entrado en el Palacio con toda facilidad, aunque no hubiera
podido decir de qué modo, y a la hora en que de ordinario
acostumbraba a estar entre las flores, yacía sobre su lecho en
un sopor indescriptible, llena de cansancio y desesperación.
Así hubiera continuado a no llegar de improviso un mensaje
del Rey en el que éste decía que necesitaba verla. Parecía
ocultarse una tal urgencia en aquella orden que Fleta creyó
necesario acudir a pesar de su cansancio extraordinario. Se
levantó y se vistió rápidamente con una suave bata de encaje.
Entró en el pequeño gabinete que daba al jardín para esperar
en él la llegada del Rey. Pero el canto de los pájaros la
molestaba y se retiró del ventanal al que se había acercado por
costumbre, dirigiéndose al fondo de la estancia. Allí estaba
cuando el Rey Otto llegó. Éste no pudo reprimir un
movimiento de sorpresa al observar el rostro de Fleta. No
había ahora en él aquella frescura de la mañana que le era
propia, sino la palidez que ocasionaran las emociones de la
pasada noche; sus cabellos negros, cayendo sobre la espalda, la

241
hacían parecer más bien una espectral visión que una mujer
viviente.

–¡Estáis enferma, terriblemente enferma! –exclamó Otto.

Fleta se dirigió a un espejo en el que se contempló largo


rato. Después sonrió amargamente. Su pensamiento era: «me
estoy ajando ya; el mecanismo humano da siempre la misma
fatigosa vuelta y muy pronto se habrá cansado ya por
completo. Esto se acaba».

Con sombría tristeza en su corazón se aparté del espejo,


retirándose hacia el ángulo más oscuro de la estancia, en
donde se dejó caer en un diván. Su ademán era tan indiferente
que, en realidad, más bien que de despecho, parecía lleno de
insolencia. Otto, algo molestó por todo esto, no dijo nada por
el momento sobre la enfermedad de Fleta.

–Os he molestado –dijo secamente–, porque era mi deber


hacerlo. Anoche se declaró la guerra entre dos grandes
potencias. Mi posición y la de mi reino es hoy la de un insecto
entre mi dedo índice y mi pulgar. Las potencias aliadas son tan
fuertes y están de tal manera situadas, que por fuerza he de ser
aplastado. Desde luego, me defenderé aunque el resultado lo
conozco ya de antemano; pero vos no debéis de permanecer
aquí. Debéis alejaros hoy mismo; no podré garantizar vuestra

242
seguridad dentro de veinticuatro horas. Idos pues, y preparaos
para abandonar estos lugares. No perdáis ni un minuto.
Habéis sido Reina durante un día, ¿sin duda eso era lo
suficiente para vos?

–Lo suficiente, en efecto –contestó Fleta con tranquilidad–,


y sin embargo la caída del telón parece un poco precipitada.
Sabia vuestra posición, desde luego, pero creo que esperabais
salvarla y que confiabais en mi ayuda para hacerlo. Creí que se
trataba de una mera cuestión diplomática.

–Así fue hasta anoche –contestó Otto–. No tenía idea de


que se meditase una acción tan repentina. Había proyectado
que ambos visitáramos las Cortes de Londres y San
Petersburgo en los dos próximos meses y os confieso que
esperaba una gran ayuda por vuestra parte en mis relaciones
con esas potencias. Pero todo se ha deshecho entre mis manos;
todo se ha determinado sin conocimiento mío.

Se dirigió a la ventana y allí, de pie, exclamó con hondo


sentimiento:

–¿Será ésta alguna de vuestras malditas brujerías?


¿Habréis agitado a esos hombres en sus sueños para que
inconscientemente precipiten mi derrota?

243
Por un momento pareció que Fleta iba a contestar
violentamente; pero se contuvo con un esfuerzo y después
añadió en voz muy baja:

–Como Reina os soy completamente leal.

Había algo extraordinario e impresionante en aquella


respuesta, que convenció a Otto instantáneamente. Se volvió
hacia Fleta con un rápido y repentino destello de interés y
curiosidad en su rostro. Era el primer destello de luz que había
caído sobre él, en todo el tiempo que había estado a su lado.

–¿Os mostraréis al Ejército antes de partir? –preguntó–. Le


daréis una fuerza distinta.

–¡No! –gritó Fleta levantándose al instante.

Una mancha colorada iluminaba ahora sus mejillas. Sus


ojos resplandecían.

–¿Cuando sería eso? –preguntó, sin embargo, rehaciéndose.

–Ahora mismo –respondió el Rey–. En la gran llanura,


fuera de la ciudad, están en parada. ¿Queréis, pues, venir?

–Un momento aún –exclamó Fleta.

Atravesó la estancia, entrando en su cuarto


majestuosamente. Allí, completamente sola, comenzó a hacer
su toilette. Nada más extraño que tal operación. Por espacio
244
de tres minutos permaneció completamente inmóvil, con sus
facciones rígidas como las de una estatua, con todas sus líneas
fuertemente marcadas, con sus ojos enérgicos y fijos. Su fuerte
voluntad operaba atravesando todo su ser atrayendo todas sus
fuerzas y todo su vigor latente. Aquello fue un milagro, un
conjuro. A ella misma la asombraron sus resultados cuando de
nuevo se acercó a contemplar su rostro en el espejo, al
observar de nuevo sus facciones llenas de vida, sus mejillas
sonrosadas, sus ojos brillantes, la juventud y lozanía del
conjunto. Apresuradamente recogió sus cabellos, sujetándolos
con largos alfileres cubiertos de piedras preciosas, pasó su
mano por el rostro con el mismo resultado que si llevara en ella
los más exquisitos cosméticos del mundo. Media hora más de
trabajo y los detalles fueron modelados y suavizados
armoniosamente. Después arrojó su bata blanca y comenzó a
vestirse uno de sus más espléndidos trajes, un majestuoso
ropaje de paño de oro, sobre el cual colocó un largo manto
blanco forrado de seda morada.

Entonces salió de la habitación diciendo: «Estoy


preparada».

–¡Dios mío! –exclamó Otto–; sois en verdad prodigiosa.


Sois brillante y veinte veces más hermosa que nunca. ¡Oh,

245
Fleta! Escuchadme: nunca abandonaré vuestro lado, os serviré
como un esclavo si me dejáis tan sólo que os ame.

–¡Amadme! –exclamó Fleta con el desprecio más soberano–


, pero, tened cuidado, no os engañéis amando mi belleza, una
cosa tan sólo del momento. Si en vez de hacerme hermosa,
quisiera hacerlo a otra mujer, la amaríais igualmente.
Llevadme, llevadme a vuestros soldados. Ellos al menos son
sinceros. Aman a una mujer mientras es joven y bella, y la
fatigan con su amor; después la relegan a la cocina y la cargan
como un asno. Vosotros los Reyes, siendo igual, no tenéis el
valor de decirlo. Vamos, estoy pronta, enseñadme el camino.

Su ademán era tan imperioso que Otto no tuvo fuerza sino


para obedecer. Entonces llegó la única hora en la cual se sintió
Fleta, Reina en todo su esplendor. Las poderosas emociones
del día anterior apenas si habían hecho efecto en ella.

Cuando ahora marchaba entre las tropas, era como una


antorcha llevada de un lado a otro prendiendo fuego por todas
partes que tocara.

El ver a la joven Reina en su triunfal belleza hizo despertar


en todo el ejército el más violento entusiasmo. De cuando en
cuando le era posible dirigir algunas palabras a sus
contempladores más inmediatos, que la devoraban con los ojos

246
y la escuchaban como si su voz fuera un mensaje de los cielos.
El viejo General, que iba a caballo al lado del coche de Fleta,
parecía veinte años más joven al contemplar los rostros de sus
soldados enardecidos por el entusiasmo.

–¡Oh, si Vuestra Majestad pudiera acompañarnos al campo


de batalla! –exclamó de repente.

–También yo lo he dicho. ¡Oh, cuánto no representaría! –


exclamó el rey Otto desde el otro lado del coche.

–Iré –contestó tranquilamente Fleta.

–¿Qué queréis decir? –exclamó Otto asombrado.

Nunca hubiera podido imaginarse que Fleta interpretara


seriamente sus palabras.

–Decid a los soldados, General –exclamó Fleta– que les


acompañaré en el campo de batalla. Voy ahora a palacio a
hacer mis preparativos. Sería inútil que cualquiera de vosotros
intentase disputar sobre este acto una vez que me he decidido.
Iré pues.

Ordenó entonces al cochero que volviese a Palacio


apresuradamente. Nadie tuvo tiempo de reflexionar. Habíase
ya retirado Fleta, pero no así su influencia. Cuando se

247
extendió por entre los soldados la noticia de que la Reina
asistiría con ellos a la batalla, el entusiasmo fue extraordinario.

***
El primer movimiento fue enviar una división destacada a la
frontera, en la que había una gran llanura propia para que
acampase el ejército. Se suponía que allí tendrían lugar las
primeras acciones. El Rey y el General marcharon en este
cuerpo de ejército. Fleta se les reuniría más tarde. Todo el
mundo envidiaba a aquellos hombres afortunados que estaban
casi seguros de perder sus vidas, pero sobre los que, sin
embargo, caería la sonrisa de la joven Reina. ¡Tan salvajes son
los sentimientos que despierta la guerra! Todos aquellos
sentimientos parecía que estaban despiertos en la misma Fleta.
Una fiera relajación había entrado en sus venas y hacia hervir
su sangre. La parecía como si hubiera llegado una oportuna
ocasión para evitar que se volviera loca a consecuencia de la
tirantez en que vivía. Cuando tal pensamiento surgió en su
mente se detuvo ante aquello que estaba haciendo y llevó sus
manos a la cabeza. «Sería posible –se decía– que una vida
entera pudiera ser perdida en una casa de locos? ¿Aquella
fiebre de guerra no habría venido como un descanso? Así, no
pudiendo pensar mientras dure –se decía– me agitaré en medio
de la pasión y viviré en ella».
248
Mientras así pensaba dio enérgicas órdenes a sus doncellas
que empaquetaban y arreglaban sus equipajes. Se acercaba la
hora de salir de la ciudad y había sido muy corto el tiempo que
se la concediera para prepararse, a pesar de lo cual aún pudo
aparecer donde se la esperaba algunos minutos antes del
tiempo indicado. Necesitó levantarse en su coche para
responder con sus saludos a la recepción entusiasta de que fue
objeto. Al lado del coche iba a caballo un criado conduciendo
las riendas de un joven y brioso corcel. Era el caballo favorito
de Fleta. El caballo que montaba en sus paseos desde la casa
del jardín a la ciudad y que había mandado traer a su nueva
residencia. Había dado órdenes para que igualmente, en
aquella ocasión la acompañase. Cuando Otto preguntó la
causa de aquel capricho no obtuvo contestación.

La marcha no fue larga; sólo duró día y medio. El coche de


Fleta estaba cerrado cuando partieron a la mañana siguiente
sin que nadie la hubiera visto (ni aún el mismo Otto) desde
que se detuviera para pasar la noche. Tampoco la vio nadie
animando de un lado a otro a los soldados con la luz de sus
ojos, como lo había hecho durante la tarde. Caminaba ahora
con la mirada fija ante ella como si no viera nada, como si no la
agitase ninguna idea. Según iba oscureciendo notó que alguna
cosa sucedía a su alrededor: pero tan sumida estaba en el
249
abismo de sus fantásticas ideas que no se detuvo ni presto
atención a lo que sucedía en modo alguno.

Posiblemente no veía nada, pues sus ojos estaban fijos y


extraños como los de una sonámbula. Caminaba rápidamente
a través de la oscuridad hasta que por último, aterrado su
caballo y sin poder ser contenido, se lanzó a galope
vertiginoso. Fleta aguantó en la silla, balanceándose
ligeramente al compás de los movimientos de su enloquecido
corcel, sobre el que ya no trataba de ejercer ningún dominio…
Aún dejó caer las riendas de sus manos sujetándose
fuertemente a su larga y espesa crin.

Un extraño grito llegó por fin a sus oídos. Un grito extraño,


una voz conocida, aunque desfigurada por el terror, una voz
que pronunciaba su nombre en el mismo momento que su
caballo, retrocediendo, tropezaba y caía lanzando un relincho
de muerte. El caballo había sido afortunadamente atravesado
por una bala; sólo así hubiera podido ser detenido en su
carrera.

Fleta se levantó y, mirando a su alrededor, descubrió la más


extraordinaria de las escenas. Se encontraba precisamente
bajo el mismo fuego del enemigo, y rodeada tan sólo de unos
cuantos hombres y caballos moribundos que habían sido

250
atravesados por las balas, al tratar de huir en dirección
contraria a la que ella había marchado.

La luna oscurecida y medio oculta por las nubes daba, sin


embargo, suficiente luz para que Fleta pudiera ver a sus
propios soldados huyendo en todas direcciones, y contemplar
el campo de batalla cubierto de cadáveres.

Fleta permaneció inmóvil, mirando a su alrededor…


aterrorizada… entretanto seguía siendo el blanco de los
disparos que sonaban no lejos de ella. Parecía que su vida
estaba secretamente guardada, y permaneció allí impávida.
Repentinamente un caballo vertiginosamente guiado comenzó
a dejar oír su desesperado galope en dirección al sitio en que
se encontraba y el grito que poco antes oyera sonó ahora de
nuevo más potente.

–¡Fleta! ¡Fleta! –decía.

Un momento después un caballo se paraba a su lado con


brusquedad, tembloroso y respirando fatigosamente. Alguien
se inclina hacia ella desde la silla gritando:

–¡Daos prisa, saltad detrás de mí!

Fleta miró el rostro del jinete. ¿Cuánto tiempo hacía que


conocía aquellos ojos? ¿Cuántas veces la habían hablado de

251
amor a través de las edades? ¡Sin embargo, ahora le
resultaban extraños! Tan completamente olvidados los tenía
en aquellos instantes.

–¿Vos, Horacio? –exclamó.

–¡Saltad! –gritó él–. ¿No veis que os están haciendo fuego?


¡Daos prisa!

Le obedeció sin replicar. Un momento después el gran


caballo de Horacio galopaba furiosamente a través de la
oscuridad.

Cuando estuvieron fuera del mayor peligro, Horacio detuvo


el paso de su corcel porque sabia que si no se apiadaba del
caballo no les podría servir más tarde.

252
CAPITULO XVIII
La aurora comenzó por fin a colorear el cielo para
tranquilidad de Horacio, cuyo mayor trabajo fue guiarse
durante toda la noche a través de aquellos senderos. Ahora
podían caminar con sosiego. El mayor peligro había por el
momento desaparecido. En la extraña quietud de los primeros
destellos de la aurora se volvió en su silla y miró a Fleta. Le
devolvió ésta tranquilamente su mirada, pero continuó
pensativa… absorta…

–¡Estamos a salvo! –fue la primera exclamación de


Horacio. Sólo él conocía la ansiedad y la angustia que por ella
había pasado; sólo él podía conocer la desesperación que
soportara cuando la vio inmóvil y serena bajo el fuego del
enemigo.

–Podíais haber sido muerta de un tiro –añadió, con un


ligero temblor en su voz–. Vuestro valor es indomable, lo sé,
pero exponerse a servir de blanco es una locura, no es valor.

–Tengo aún que realizar algo –contestó Fleta–; no estoy en


peligro de muerte. Habéis sepultado toda la ciencia que
habíais adquirido bajo una capa tan espesa Horacio, que ni
aun siquiera podéis encontrar un poco de fe en la que
apoyaros.
253
Hablaba en un tono de frío y no disimulado desdén que
molestó a Horacio, quien no podía olvidar los terribles
sufrimientos que acababa de sufrir a causa de ella. No pudo
menos que contestar:

–Las balas han trabajado bien en vuestros soldados, en esos


hombres a quienes guiasteis a la muerte, Fleta, y al parecer ni
siquiera pensáis en esos pobres seres. Creo que no tenéis en
absoluto corazón.

–¿Los hombres que yo guié? –exclamó Fleta en un tono de


no fingido asombro–. Me intriga lo que queréis decir.

–Ya lo sabéis bien antes de que yo os lo diga. Hubieran


vuelto la espalda y hubieran huido mucho antes si no os
hubierais obstinado en continuar constantemente avanzando.
Era evidente que de seguir avanzando no podía resultar nada
sino la catástrofe que ha resultado. Los soldados os hubieran
seguido a todas partes; os hubieran seguido hasta la muerte.

–¡Graciosos poderes! –exclamó Fleta–, ¿no sabéis que yo


me dejé ir cientos de millas de aquel campo de batalla? No
sabía absolutamente nada de lo que sucedió durante la tarde y
la noche, Horacio. Hasta que me encontrasteis no he sabido
absolutamente nada. Esas muertes pesan, sin embargo, sobre
mi alma. Lo sé. No trato de evadirlo. Pero sólo por causa de no

254
haber pensado. Estaba ocupada en lo que para mí es el
primero y principal trabajo; todo ese tiempo estaba fuera de mi
cuerpo. ¡Y ese cuerpo, ese mero simulacro animal esa forma
externa mía, ha conducido a esos desdichados a la muerte!
¿Qué espíritu maléfico sería el que tomó las riendas de mi
caballo? No era yo, no. Yo estaba muy lejos entonces. Si
hubiera estado allí, hubiéramos ganado la batalla.

Horacio se sometió ante el extraordinario tono de honda


seriedad con que fueron dichas estas palabras.

–¿Pero es cierto eso? –dijo–. ¿Podríais tener fuerza para


ganar un combate?

–No –contestó Fleta–. Ya veis que no la he tenido. Pensaba


en un alma que amo y olvidé los sufrimientos que me eran
indiferentes. Esta es, Horacio, una terrible caída en la senda
que piso. He de sufrir mucho por ella. Fracasé por falta de
fuerza. Debí haber tenido paciencia hasta que la batalla
hubiera terminado.

–Acaso estaba escrito que habíamos de perder –dijo


Horacio.

–Había que contar, en efecto, con el destino de esa nación.


Lo sé –contestó Fleta–; pero estuve lo suficientemente fuerte
durante un período del día para haber podido contar con él.
255
Sabéis muy bien, Horacio, que quien ha ganado poderes a
costa de lo que yo los he ganado puede intervenir en la marcha
de las fuerzas que regulan las masas de hombres.

Horacio no contestó, pero cayó en un profundo estado de


meditación.

–Tenemos que llegar a una ciudad, a un sitio donde nos


detendremos tan pronto como sea posible –dijo Fleta, poco
después–. Tenemos un largo camino que andar.

–¿Adónde vamos? –preguntó Horacio–. No sabía que


tuviéramos otro destino que el de llegar a un sitio seguro.

–¡Seguro! –dijo imponentemente Fleta.

–Bueno, ¿pero a dónde vamos? –dijo Horacio repitiendo su


pregunta con un aire que no demostraba ya sorpresa ni
ansiedad.

–A Inglaterra –respondió Fleta.

–¿A Inglaterra? –repitió Horacio sin poder por esta vez


reprimir su verdadera sorpresa–. ¿A qué?

–Tenemos que hacer allí o por lo menos yo.

–Mi suerte es la de estar siempre a vuestro lado –dijo


Horacio con voz algo forzada, como si tratara de disimular el
peso de alguna emoción.
256
Fleta, que observó este hecho, a pesar de que sus
pensamientos estaban aún en otro lugar muy lejos del camino
rural que atravesaban, le preguntó:

–¿Por qué habláis tan extrañamente?

–¿Qué hablo extrañamente? –dijo Horacio–. Sí; tal vez he


sufrido mucho esta noche. Os he visto bajo el fuego enemigo y
esto es ya bastante. Además, yo no había estado nunca en
ningún campo de batalla y no es cosa baladí ver por vez
primera perecer cientos de hombres bajo las balas.

Un débil suspiro de Fleta le interrumpió en este momento.

Después continuó esforzándose visiblemente al hablar.

–Pero he visto más; he visto a alguien con quien he estado


muy unido, agonizar a mi lado atravesado de un balazo.

Fleta se inclinó y miró en el rostro de Horacio, poniendo


sus manos en los hombros y obligándole a mirarla de frente. A
Horacio le pareció que aquella mirada penetraba en su cerebro
y leía hasta sus más secretos pensamientos. Fleta entonces le
dijo:

–Lo sé, no necesitabais habérmelo dicho. Se me había


advertido que todo se derrumbaría ante mí y que todo lo
perdería. Amigos, reino, todo… La profecía se ha cumplido y

257
se ha cumplido pronto. Bien habló Etrenella. Otto ha muerto;
la muerte está a mi puerta; mi destino marcha adelante tan
violentamente que arrolla a los hombres cuando sus vidas
tocan a la mía. ¡Es horrible! «También tres amigos», se me
dijo, a pesar de que no tengo ninguno Horacio, como sea que
os cuente como el único. Apenas si lo sé pues creo que el amor,
en vos, ahoga toda amistad. Así, pues, me dejaréis, suceda lo
que suceda. ¡Y me dejaréis pronto y ahora que Otto ha
muerto!

Diciendo esto volvió a sumirse en una meditación tan


profunda que Horacio no se atrevió a distraerla. ¿Qué
significaba aquel estado? ¿Era dolor? Horacio no acaba de
comprenderlo. Estaba Fleta cerca de él tan cerca que sus
formas tocaban con las suyas a cada movimiento del caballo y
sin embargo estaba a la vez tan apartada como pudieran
estarlo las estrellas en el cielo. Aquello era un enigma
indescriptible. Que sus palabras fuesen ininteligibles no le
preocupaba; con frecuencia le había sido imposible seguir el
hilo de sus pensamientos, pero no podía explicarse la
naturaleza de aquel espeso velo que alejaba un mundo entero
de ella y aún de su misma proximidad física. ¿Podría alguna
vez sentirlo ella? ¿Podría alguna vez amarle? Tal

258
descorazonador problema surgía en su espíritu con un aspecto
completamente nuevo y asimismo incontestable.

Se había olvidado del tiempo que venía persiguiendo su


amor; sólo sabía que en aquel momento su amor se
intensificaba hasta lo absoluto. Sucumbía de pena ante la idea
de que su amor era un amor sin esperanza: por que, ¿cómo
hacer que aquel ser, aquella estrella tan apartada de todas las
formas ordinarias de la vida, le concediese una parte
cualquiera de su corazón?… Entretanto, marchaban adelante,
cada cual sumido en sus tristes pensamientos, separados
mutuamente por un mundo de ideas. El alma de Fleta estaba
ocupada por una que absorbía y obscurecía a todas las
demás… Que borraba de su memoria hasta los horrores de
aquella noche… Aquel pensamiento era el norte de su vida: la
otra alma hacia la cual se dirigía toda su existencia. ¡Ah, joven
infeliz de elevada estrella! ¿Por qué lo humano de tu
naturaleza te ha de arrastrar de nuevo hacia el oscuro lugar de
sentimiento en el que la gran luz es invisible? Fleta se sentía
vacilar: sabía que su alma estaba en el borde de un abismo
terrible.

Un solo paso impensado y se encontraría enamorada como


otras mujeres; amando, adorando, concentrando todo su
pensamiento en el objeto de su adoración, limitando de este
259
modo el horizonte de su vida a la simple finalidad de abarcar el
alma y la inteligencia de la persona amada. Un repentino
estremecimiento conmovió su organismo, un estremecimiento
que la sacudió violentamente. «¿Sería verdad lo que Etrenella
dijo? –se preguntaba–. ¿Le amo? ¿Es este un hecho realizado?
¿O tal vez no otra cosa que algo que pudiera suceder? ¿Y
estaría él (quienquiera que fuese), en el borde del mismo
abismo de modo que no necesitare sino un débil impulso para
caer? ¿Sería posible la caída desde tanta altura?» Todo esto
pensaba con honda vergüenza, con infinita tristeza y
humillación. Porque aunque su propio corazón estaba siendo
despedazado por una pasión completamente humana, no
dejaba de comprender el desinterés que anidaba en el espíritu
de aquellos escogidos seres de la Hermandad Blanca. Sentía
que el fracaso posible de Iván sería inconcebiblemente más
terrible que el suyo, y tanto más grande, que su sola idea la
atemorizaba y avergonzaba aun en medio de sus ansías. La
idea de Iván era para ella algo así como un ideal religiosa, pero
la idea de su fracaso, algo así como un horrible sacrilegio. De
modo que no experimentaba el más pequeño placer al pensar
en la posibilidad de que él hubiera podido comenzar a amarla.
Ni un solo rayo… Comprendía que el amarla a ella sólo
representaría para él angustia y desesperación, y para ella

260
remordimiento infinito por haberse convertido en el
instrumento que le arrancara de su excelso estado. En aquella
su ligereza, en aquella su honda alucinación, un suspiro se
escapo de su pecho, tan profundo, que Horacio no pudo
menos de volverse inquieto a mirarla, más la indiferencia del
rostro de Fleta le tranquilizó. Así caminaron hasta que se
aproximaron a una pequeña ciudad.

–Aquí podremos tomar el tren –dijo Horacio–, pero no sé


cómo hemos de entrar en ella mientras llevéis estas vestiduras.
No sé si aquí estamos o no a salvo. ¿No podríais ver el modo
de disponer vuestro traje de alguna otra manera?

Diciendo esto detuvo el caballo y Fleta saltó a tierra. Ahora


que salía de sus abstracciones observó todo el cansancio que
sobre ella pesaba.

–Será preciso, antes, tomar algún alimento –contestó–.


Entremos en la casa más próxima. Marchó la primera sin
esperar contestación alguna. Horacio la siguió conduciendo al
cansado corcel. Así caminaron alguna distancia, hasta que se
encontraron frente a la puerta de un coto ante la que se
erguían dos magníficos árboles. Horacio no podía imaginarse
que detrás de aquella puerta pudiera haber casa alguna. Pero
Fleta usaba, sin duda, sentidos más finos que los empleados

261
generalmente por los hombres. Se había dejado guiar por su
instinto, como decimos al hablar despreciativamente de los
animales que, sin embargo, se guían de él como de una
lámpara poderosa…

Fleta abrió la puerta y entró sin vacilar, encaminándose por


una estrecha senda bordeada de flores, a las que hacía brillar
el rocío de la mañana. Aquella senda parecía terminar en un
espeso grupo de árboles. Pero cuando llegaron a éstos, se
encontraron con un camino que repentinamente se torcía hacia
la entrada de una pequeña casa. Fleta se detuvo ante ella y
juntó sus manos como si murmurase una plegaria. Horacio,
que acaba de llegar a su lado, extrañándose que no continuara
adelante, le preguntó por qué se detenía.

–Mi destino –dijo ella–, está por este momento unido al del
noble ser hacia el cual me dirijo. Hasta ahora no lo he
comprendido, como tampoco he comprendido que únicamente
puede continuar unido de tal modo en tanto piense y sienta sin
sombra alguna de interés en mis pensamientos y sentimientos.

–¿Qué os impulsa a decir ahora esto? –exclamó Horacio,


conteniendo una cierta impaciencia que surgía en él ante lo
que parecía una completa falta de ilación en las ideas.

262
–¿Qué me impulsa a decir esto? Una cosa muy sencilla: que
he cometido un gran crimen en este estado impensado mío;
crimen que ha de ser más tarde o más temprano castigado por
las leyes inmutables de la naturaleza. ¿Será posible que me
haya encontrado por obra de mi propio destino, en el momento
mismo en que lo necesitaba, con un servidor mismo de la
Hermandad Blanca? No, es al destino de aquella otra persona
a cuyo servicio estoy, a quien lo debo. Para que nunca más lo
ignoréis, Horacio, os diré que estos dos tejos marcan en todo el
mundo la casa de los servidores juramentados del altar de
plata… Habéis de saber que el tejo tiene extraordinario poder
y especialísimas propiedades. Venid. Entremos.

La puerta de la pequeña vivienda estaba abierta de par en


par. Dentro divisaron una morada de lo más primitivo y
sencilla del país. Fleta y Horacio entraron. La casa estaba
compuesta evidentemente de dos habitaciones, una detrás de
otra, en la más alejada de las cuales se verificaba, al parecer,
todo el trabajo doméstico. En la mayor se abría la puerta. Allí
parecía residir, dormir y estudiar su morador. Una especial
circunstancia muy poco usual entre los campesinos de aquella
comarca daba un carácter inusitado a toda la estancia –una
pequeña tabla de libros… de viejos volúmenes amontonados–.
La casa estaba solitaria; dos miradas eran suficientes para
263
observarlo. Fleta, después de una rápida ojeada, se dirigió a un
armario, y antes de que Horacio hubiera podido reponerse de
su sorpresa, la abrió, sacando de él lo necesario para medio
poner una mesa; después sacó nuevamente pan, leche, queso y
un tarro de miel.

–Venid –dijo–, este es un alimento que libremente se nos


ofrece.

Horacio, sin detenerse a cuestionar sobre la afirmación de


Fleta, como lo hubiera hecho en otras circunstancias, se sentó
y, con una gran sensación de comodidad, la ayudó a hacer
desaparecer aquel impromptu.

Habían apenas apaciguado las primera exigencias del


hambre cuando una sombra obscureció de repente la entrada.

–¿Sois vos? –exclamó Fleta completamente maravillada.

Horacio, que estaba de espaldas a la puerta, se estremeció y


volvió su cabeza. Inmediatamente reconoció, a pesar del traje
que ahora llevaba, al monje, al Padre Amyot.

264
CAPITULO XIX
–Sí –dijo el Padre Amyot–, ¿os sorprende verme?

–En verdad me sorprende –replicó lentamente Fleta.

–¿Entonces estáis perdiendo rápidamente vuestra ciencia?


¿Podríais haber olvidado que hay deberes que cumplir a la
muerte de un ciego esclavo de la Gran Hermandad y mucho
más a la muerte del que ha formado ya uno de los votos
elementales?

Fleta le miraba según hablaba con la misma expresión


dudosa que había tenido desde la entrada del Padre Amyot.
Luego exclamó de pronto:

–¿Os referís a Otto? –exclamó. Apoyando repentinamente


su cabeza entre las manos cayó en un estado de congoja y
sollozó profundamente.

Horacio se sintió atravesado como si un golpe le hubiera


dejado mudo; nunca había visto llorar a Fleta, no hubiera
creído nunca haberla visto en tal estado. Había llegado a
considerar que su apoyo en sí misma y su serenidad
inconmovibles eran las condiciones esenciales de su carácter.
¿Cómo ahora, al oír el nombre de su esposo muerto se abatía

265
como un niño y lloraba como una campesina que recordaba su
viudez?

Pero aquello era tan solo una fuerte y apasionada


tempestad que pasó tan rápidamente como había nacido. Con
un rápido movimiento, Fleta abandonó su abatimiento y se
levantó. Los ojos de Amyot la habían estado contemplando
severamente durante todo aquel tiempo. Tendió entonces sus
manos llenas de hierbas y de flores.

–¿Quién va a hacer esto? –preguntó–. ¿Sabéis lo que es?

Fleta se estremeció al observar las blancas florecillas.

–Si; sé lo que es –contestó tristemente–. Lo haré yo. Ese


trabajo es mío; aun me quedan poder y fortaleza suficientes
para hacerlo. Recordaré mis conocimientos.

Avanzó hacia él y con resuelto ademán cogió las hierbas de


sus manos. El Padre Amyot dejó que las tomara sin
pronunciar una palabra, atravesó después la pequeña estancia
y, acercándose a Horacio, le dijo:

–Vuestra madre está enferma, muy enferma y sus


sufrimientos aún son mayores por la ansiedad que tiene de
veros.

266
Horacio no contestó, sino que se volvió y miró a Fleta.
Amyot contestó a su ademán diciendo:

–Está a mi cargo.

En la mente de Horacio se cruzaron encontrados


pensamientos, con mortificadora rapidez.

El Padre Amyot no sólo era un servidor de Fleta, tan fiel


como él y más adecuado por lo visto, sino que además tenía en
su poder facultades misteriosas que él desconocía. Horacio vio
todo aquello de inmediato, y un tumultuoso grito despertó en
su corazón «no me separaré de ella» –se dijo–, y le oprimió el
dolor de saber que su separación de Fleta era lo que hacía
imposible el cumplimiento de su deber. Más de una vez la
había abandonado lleno de indignación; más de una vez había
jurado no volverla a ver y, no obstante, siempre se encontraba
de nuevo a sus pies, desamparado, ansioso, incapaz de vivir
lejos de su voz y su presencia. ¡Pobre alma humana que vive
en el amor y la pasión mezclando ambos sentimientos! ¡Y esta
mezcla del animal y de lo divino, esta mezcla de la bestia y del
Dios, es lo que constituye la humanidad! Lugar difícil de ser
habitado largo tiempo; en un principio éramos los humanos
tan inocentes como los brutos y con el tiempo seremos tan
puros como nuestra propio divinidad. Las dificultades han de

267
ser resueltas, habrá que atravesar por ellas como el niño
atraviesa la juventud, para llegar a la edad madura, y en aquel
primer espacio juvenil aprende las artes y poderes que le
hacen tolerable la vida posterior Horacio estaba aprendiendo
la tremenda lección en su punto más difícil. El lado por el cual
el alma humana más se aproxima a lo terrestre es el del deseo.
Es el deseo el más pronto provocador, por eso el mundo
camina sin pararse por medio de la creación de las formas,
trabajo el más fácil para los hombres. Siguen después las
figuras, con cientos de ojos del deseo llenando el alma con
apetitos de todas clases, convirtiéndolo todo, hasta el delicado
amor de la madre, en pasiones que exigen devolución, porque
no saben conceder generosamente sino es pagando amor por
amor.

***

Horacio no contestó a Amyot ni le hizo nuevas preguntas.


Aceptó como verdaderas las noticias y no dudó de la razón de
su mandato. Amyot era para él, como para la ciudad en que
había nacido, un modelo de vida santa, un carácter sagrado.

No vaciló en obedecer. Se levantó pronto a retirarse,


dejando a Fleta bajo el cuidado del monje. Pero no sabía cómo
marcharse sin una palabra, sin una mirada, sin estrechar

268
aquella mano que adoraba, que adoraba, sí; a pesar de los
terribles esfuerzos que había hecho para arrancar el amor a
aquella divina mujer de su corazón. Comprendía ahora,
mientras permanecía contemplándola, que su esperanza y su
deleite habían sido sostenidos por la perspectiva de ser un
compañero de aquella mujer, de escudarla tanto como pudiera
de los peligros que hubiera de encontrar en su camino, aunque
los objetos que persiguiera la separaran de él y destruyeran
toda la simpatía.

Se acercó a ella un paso.

–Adiós –dijo con voz ahogada–; ya no me necesitáis.

Fleta le contempló con una repentina dulzura que aumentó


grandemente su belleza.

–Sabéis que siempre os necesito –dijo reposadamente,


aunque con un tono de tristeza que parecía llegar hasta la
misma alma de Horacio–, ya os he dicho que aun cuando el
deber nos separe durante algún tiempo, no me miréis como si
fuerais a perderme para siempre. Esto no podrá suceder nunca
a no ser que separaseis violentamente vuestro destino del mío;
ya sabéis que nacimos bajo la misma estrella y que,
voluntariamente, entramos en el mismo destino. Tratad de
mirar a lo lejos y reconoced las grandes leyes que nos

269
gobiernan, la vasta esfera de vida en la que nos hemos de
mover, y no sufriréis como ahora a causa de un mero dolor del
momento. Hoy os asemejáis al niño a quien la ruptura de un
juguete proporciona un dolor tan grande que parece borrar
todas las posibilidades de su vida futura; dejáis que vuestra
pasión y deseo del momento actual borren de vuestros ojos el
sendero inmenso que habéis de seguir. No os aturdáis de este
modo.

Fue pronunciado esta especie de sermón con tanta


afabilidad y ternura, que Horacio no pudo resentirse por
ninguna de sus palabras.

La hermosa mirada de Fleta parecía llegar ahora a algún


profundo lugar de su sentimiento, en el que hasta entonces no
había penetrado. Una gran tristeza parecía anegarle como una
ola; por vez primera una oscura sensación le hizo comprender
que no era Fleta quien le negaba su amor, sino el destino
inexorable e inapelable. Fleta no podía entregarse, lo había
manifestado por el enternecimiento. ¿Lo vio en sus ojos?, ¿lo
oyó en su voz? ¿Por qué sino aquella ternura? Podría decir
cómo, pero comprendía que no era causa de un amor como el
deseaba, y una tristeza densa le martirizaba… Una tristeza tan
grande que nunca podría ser arrojada con las fatigas y con el
trabajo.
270
Fue esta su primera sumisión al destino; fue esta la primera
vez que abandonó toda esperanza de gozo que le era posible
en la vida ordinaria. Acongojado y suspirando, salió de aquella
pequeña casita sin ninguna otra despedida. Después
permaneció fuera un momento, estupefacto ante su propia
barbarie.

–¿Será posible –se dijo–, que porque esto me conmueva


haya de marcharme sin decir una palabra?

Sin poder contenerse se lanzó hacia la puerta.

–¡Conservaos en paz, alma mía! –dijo.

Fleta alzó su vista de las flores que tenía entre sus manos.
Horacio creyó descubrir estrelladas lagrimas en sus brillantes
ojos. Vio también que se sonreía con risa tan dulce que era
más que un saludo.

Horacio se marchó aceleradamente, temeroso de que su


valor le abandonara. Amyot le detuvo aún un momento.

–Podéis ir a pie –le dijo–, ¿o estáis muy cansado?

–Tal vez sea para mí lo mejor que camine a pie; dejadme.

–Dejadnos entonces el caballo; ahora está cansado, pero se


repondrá con un día de reposo. Hay aquí un pequeño carro en
el que le podré enganchar para conducir a la Reina. Tal vez
271
tengamos que atravesar por el campo y caminar muy lejos
antes de que podamos hacer uso de otro género de
locomoción. Vos no tenéis que hacer sino dirigiros al pueblo
próximo que desde aquí se otea y del que sale una diligencia
que no os dejará lejos de vuestra casa.

–¿Podéis decirme en que dirección he de caminar? –


preguntó Horacio cuando estuvo en la puerta. Amyot le dio
instrucciones y antes de abandonarle le dijo con las manos
puestas en sus hombros:

–He tratado de enseñaros religión, hijo mío. Hoy quiero


enseñaros algo que hay más allá de todas las religiones: el
poder divino que las crea; el poder divino del hombre mismo.
Ese conocimiento está en vos, es vigoroso y poderoso; de otro
modo no podríais ser amado como lo sois. Comprendedle y
hacedle una parte de vuestro conocimiento. Habéis de sufrir,
lo sé; tratad de evitarlo. El crecimiento en sí mismo no puede a
veces distinguírsele apenas del dolor. Mas, caminad; haced
frente a los deberes de vuestra vida; acordaos cuando tengáis
necesidad de ciencia que quien fue una vez vuestro director,
no es sino un humilde siervo de grandes maestros. Acudid a mí
si necesitáis ayuda.

–¿Cómo os he de encontrar? –preguntó Horacio.

272
Amyot sacó una sortija de su dedo: una sola piedra de color
amarillo engarzada en un circulo de oro.

–Nunca la uséis para otra cosa –dijo–. Pero si realmente me


necesitáis, mirad con intensidad en esta piedra. Adiós.

Dicho esto se volvió hacia la casita por la estrecha senda,


mientras Horacio emprendía su camino.

Fleta estaba entre los tejos que había en la entrada.

–Estoy preparada –dijo con aire abstraído al acercarse


Amyot, que la miraba interrogativamente.

–Os dejaré ahora –contestó él–. Sabéis vuestro trabajo


mejor que yo. Además, me es necesario el ocuparme de otras
cosas. A la puesta de sol partiremos. Os acompañaré; me ha
sido encargado que os vigile durante esta prueba. ¿Seguís aún
completamente confiada en vuestra ciencia?

–Completamente –contestó Fleta.

–Iré con vos. Conozco un camino que nos llevará


directamente al sitio que necesitamos. Iremos cuando la luna
haya salido.

Fleta se encerró en la pequeña vivienda y aseguró bien la


cerradura.

273
Había de estar allí sola durante muchas horas y había de
realizar serios trabajos. Hubiera extrañado a cualquier
desconocedor del alma de Fleta ver cómo se encontraba en
aquella pequeña habitación, como si estuviera en su propio
palacio.

Abrió ciertos armarios muy ocultos y puso su mano, sin


vacilar, sobre vasijas y otras cosas que habían de hacerle falta,
algunas le fue preciso buscarlas en apartados rincones. Mas
nada había de extraordinario en todo aquello: aquellas
pequeñas casas en cuya entrada aparecen como emblemas los
tejos, están construidas de cierta manera, adaptadas a ciertos
usos que una vez conocidos es muy fácil descubrir en casi
todos sus detalles las restantes viviendas. Fleta había visitado
no pocos de aquellos pequeños santuarios. Pasó, pues, al
cuarto más apartado y en un instante efectuó en él una
transformación extraordinaria. La pequeña cocina, mediante el
arreglo de algunos muebles, mediante la desaparición de
ciertas vasijas y la aparición de otras, quedó convertida en una
especie de primitivo sancta sanctorum en el que nada faltaba ni
aún el pequeño altar. Sobre éste se veía una vasija de cobre de
forma extraña, suspendida sobre un recipiente lleno de alcohol
ardiendo. Un líquido de oscuro color hervía arrojando espuma
blanca. Fleta había preparado aquel líquido con ayuda de
274
varias sustancias encerradas en diversos tarros de cristal
fuertemente tapados y ocultos en un armario secreto. Había
tomado diversas cantidades de varios de ellos sin vacilación;
tan sólo algunas veces parecía detenerse cuando comenzaba
alguna nueva parte de la obra que tenía entre manos, como si
tratase de probar aún más su memoria.

Cuando el líquido arrojó una cantidad grande de espuma,


que Fleta hubo de apartar cuidadosamente, comenzó a echar
lentamente en él las hierbas que el Padre Amyot había cogido.
Estas hierbas habían sido previamente separadas y dispuestas
en varios montones sobre el altar. Fleta iba ahora
escogiéndolas de cada uno de ellos con un propósito
indudablemente determinado. Según caían luego en el
hirviente líquido, el rostro de Fleta parecía ir perdiendo su
aspecto natural, y se hubiera dicho que adquiría una expresión
de rapto cada vez más marcada. Gradualmente sus
movimientos entre los distintos grupos de hierbas fueron
tomando un carácter, una regularidad rítmica.

Poco después Fleta comenzó un canto en voz muy baja, casi


imperceptible. Sus movimientos fueron complicándose y
acelerándose de tal modo que últimamente aquella especie de
danza había adquirido un carácter perfectamente
determinado. Cuando cayó en la vasija la última de las hierbas,
275
Fleta se lanzó fuera del altar y comenzó inmediatamente a
ejecutar las más fantásticas y complicadas figuras. Su
conocimiento había reaparecido por completo en ella o por lo
menos así lo parecía; tal era la extraña expresión de su
rostro… Su ojos, sin embargo, estaban siempre fijos en el
hondo hueco de la chimenea por el que ahora ascendía una
columna de espeso humo procedente de la vasija.

Fleta se detuvo repentinamente, permaneciendo inmóvil de


pie ante el altar. Ante ella, en medio del humo gris, había una
forma, una figura visible.

276
CAPITULO XX
Erguida allí, en silencio, Fleta aguardó la completa
ejecución del encanto. Pero su feliz conclusión exigía que una
tranquilidad profunda siguiera a las vibraciones que ella había
artificiosamente producido.

El pequeño cuarto parecía estar ahora lleno de un humo


gris. La forma que sus ojos habían descubierto se colocó
enfrente de ella.

–¿Eres tú? –preguntó fleta.

–Yo, que acudo a vuestra invitación –contestó una voz que


parecía proceder de una gran distancia–. ¿Por qué detenéis
mis esfuerzos para penetrar en la felicidad?

–Acercaos más –fue la respuesta, dicha en un tono tan


imperativo que no parecía ser posible la resistencia.

Un momento después la forma que había aparecido hasta


entonces, como una nube algo más densa que la del humo, se
hizo más definida y Otto, el difunto Rey, apareció vestido
como lo había estado en la batalla y con el rostro cubierto de
sangre.

–Dejadme marchar –exclamó airadamente–, ¿a qué


hacerme volver a los dolores de la muerte? Necesito placer y
277
descanso. Había llegado a una sitio delicioso. Dejadme que
vuelvas a él. ¿Por qué atormentarme?

–Os atormento –contestó Fleta–, porque tengo que


impediros llegar a ese lugar delicioso en donde los espíritus de
los muertos pierden edades enteras en el placer. No debéis
vos, que habéis hecho el primer voto de la Blanca Hermandad,
permanecer en semejante sitio –añadió asumiendo en su
impetuosa ilusión, un poder y conocimientos que estaban más
allá de ella–. Vos no sois ya de aquellos que pasan desde la
tierra al cielo. Habéis entrado en la gran profesión;
conscientemente habéis de aprender y crecer. Querría
preveniros que en el cielo cada copa de placer sería para vos
un veneno y que no puedo permitir eso. Ya no soy vuestra
esposa, ni aún una persona a quien amáis, o de quien seáis
amiga. En este momento estamos en nuestra verdadera
relación, vos siendo un neófito de la Gran Orden, obligado tan
sólo por su primer voto, aunque no por eso menos obligado;
yo, un neófito también, pero que ha pasado todas las
iniciaciones primeras y que está a las puertas del saber
supremo. Para vos soy como un maestro. Lo soy de hecho en
este momento; la Hermandad entera habla por mi boca. Os
ordeno pues, no descansar en ningún paraíso, en ningún sitio
de paz, sino marchar valerosamente por la senda del noble
278
esfuerzo; penetrad de nuevo en la vida de la tierra, comenzad
de nuevo con humildad y valor a pasar por las experiencias
que la vida terrenal enseña. Volved una vez más a ser alma de
vivos, entrando en vuestra nueva vida, resuelto a convertiros
durante ella en un verdadero neófito…

Había alzado su mano mientras hablaba con aquel ademán


peculiar suyo lleno de sencilla arrogancia inconsciente, casi
satánico en su fuerza.

La sombra retrocedió ante ella. Algún dominador encanto


parecía sujetar su voluntad. Al pronunciar sus últimas
palabras, la forma se difundió en el humo gris. Fleta alzó sus
dos manos y las agitó sobre su cabeza. La nube se alejó y
después fue desapareciendo lentamente de la estancia. Fleta se
dejó caer al suelo con aire de abatimiento y de absoluta fatiga,
y allí quedó tan inmóvil como si estuviera muerta.

El tiempo pasaba y toda la estancia permanecía tranquila,


silenciosa… Por último Fleta lanzó un suspiro de cansancio y
de tristeza; después de agitarse lentamente se levantó con
alguna dificultad. Una vez de pie miró a su alrededor. Se
sentía débil y mareada, su gran belleza había desaparecido,
pero su voluntad se mantenía firme para las obras que ante ella
se presentaban. Eran arduas, pesadas. Lo sabía; y no se había

279
repuesto de las penalidades de la noche anterior, pero esto sólo
intensificaba sus energías.

Había ido anocheciendo y tan sólo había luz en la estancia


para arreglarla de manera que volviera a presentar su
ordinario aspecto. Todo el día había empleado en aquellas
tareas. Cuando hubo hecho desaparecer todas aquellas huellas
de sus operaciones, abrió la puerta de la casa y salió al aire
libre. Aquello fue para ella un alivio. Permaneció durante
algún tiempo junto a los tejos, respirando el aire crepuscular
como si con él respirara bocanadas de vida.

Allí estaba cuando el Padre Amyot, de regreso, penetró en


el sendero. Una vez ante Fleta, dijo mientras la contemplaba
de una manera penetrante:

–¿Estáis preparada para ir?

–Sí –contestó Fleta–; lo estoy.

Se volvió hacia la casa en cuyo umbral se detuvo un


momento, vacilando.

–¿Llevo aquel traje de escarlata? –hubo de preguntar.

El Padre Amyot no lo creyó oportuno.

–Tengo para vos un traje de campesina –dijo–. Está fuera,


en el pequeño carro que ha de conduciros. Os le traeré y lo
280
mejor será que os deshagáis inmediatamente de ese que lleváis.
Si me lo dais yo lo enterraré de manera que quede bien oculto.

Todo aquello fue hecho. Después se preparó y enganchó en


un carro del país el caballo que Horacio dejara. Algunos de los
caballos que en la batalla perdieron sus jinetes habían sido
cogidos por los campesinos. El de Horacio no llamó por tanto
la atención. Subieron, pues, en el pequeño carro y se alejaron
atravesando de nuevo el camino que Fleta había recorrido
durante la noche anterior. Para cualquier transeúnte tenían a
primera vista el aspecto de unos vulgares campesinos; y sin
embargo nadie hubiera podido resistir una segunda mirada de
aquellos extraños rostros, el del Padre Amyot parecía el de un
espectro; tan espiritual era su expresión; el de Fleta aparecía
hermoso, lleno y reflejaba las señales de su absorbente
pensamiento.

***
Hasta muy entrada la noche no llegaron al campo de
batalla. La luna esparcía su luz en el cielo pálido, iluminando
la escena de forma terrible. Se detuvieron y, después de haber
sujetado al caballo en un tronco, comenzaron a caminar a pie
examinando los cadáveres. Poco tiempo después el Padre
Amyot, levantando su mirada hacia Fleta, vio que ésta
caminaba resueltamente en una dirección definida;
281
inmediatamente abandonó su propia operación y siguió a la
joven.

Los pasos de Fleta no vacilaban y el Padre Amyot tuvo que


andar muy de prisa para poder llegar hasta su lado. Entonces,
mirando el rostro de Fleta, vio en él aquella expresión
abstraída que suele ser común en los sonámbulos. Aquello
pareció satisfacerle y bajó los ojos al suelo caminando del
mismo modo que Fleta. Media hora después, fue sacado de su
abstracción por una repentina parada de Fleta. Ésta acababa
de lanzar una exclamación acompañada de un profundo
suspiro.

–Ya lo he encontrado –dijo.

Al decir esto dirigía su mirada a una confusa masa de


cuerpos humanos que yacían a sus pies. Entre ellos se
distinguía fácilmente, a la primera mirada, el cadáver del joven
Rey. Allí estaba, en efecto, con los brazos abiertos, la cara
vuelta al cielo y en ella una expresión que jamás tuviera
durante su vida, una expresión de profunda paz, de espantosa
calma; aparecía heroico y soberbio.

Fleta cayó de rodillas. Durante un momento contempló


aquel ensangrentado rostro. Después se levantó con presteza
y, volviéndose hacia Amyot, exclamó:

282
–¿Qué es lo que habremos de hacer ahora? ¿Le llevaremos
a los bosques?

–No hay necesidad de hacerlo –dijo Amyot–. Este lugar es


ahora el más solitario de la tierra. Nadie visitará de noche este
campo. Ved, allí hay un sitio en donde los arbustos crecen
espesamente, lleno de arbustos y de maleza.

–Sea así –dijo Fleta–. Pero antes es necesario hacer un


círculo para ahuyentar los negros espíritus y los fantasmas.

–Podéis hacerlo –contestó Amyot– yo le llevaré allí primero.

Fleta se apartó algunos pasos. Hubiera deseado ayudar al


Padre Amyot en aquella tarea, pero sabía que el Solitario, a
pesar de su aspecto aparentemente débil y gastado poseía las
fuerzas de un Hércules. Sabía que aquel hombre había
emprendido trabajos físicos y llevado a cabo esfuerzos
heroicos que solamente hubieran sido resistidos por un
hombre de hierro. Fleta sabía esto y no presto por tanto
atención sino a la parte que le correspondía de aquellos
trabajos. En tanto, Amyot separaba el cuerpo del joven Rey de
los otros cadáveres entre los que yacía. Ella se dirigió al grupo
de arbustos que su compañero había indicado. No había allí
cuerpos de hombres, ni de caballos, tal vez porque su perfecta

283
elevación sobre el terreno o la espesura de los arbustos, les
habría impedido acercarse.

Allí estuvo Fleta un corto espacio de tiempo hasta que el


Padre Amyot apareció conduciendo a su pesada carga.

–Echadlo ahí –dijo Fleta, indicando un claro de aquel


terreno que venía a estar casi en el centro del mismo.

Amyot dejó caer allí, suavemente, el cadáver. Fleta se


acercó y se inclinó sobre la figura inerte. No cerró sus ojos
como generalmente y por instinto se acostumbra a hacer; los
dejó abiertos mirando el cielo iluminado por la luna. Tan sólo
levantó sus manos cruzándolas en el pecho. Al hacer esto
descubrió el anillo real en una de aquellas manos; lo sacó y lo
colocó en su propio dedo sobre su mismo anillo de boda.

–Sólo fui vuestra Reina durante un día –dijo ella–, pero


nunca vuestra esposa. Esto, sin embargo, es mío. No teníais
otra Reina y, ¡ay!, pobre Otto, creo que tampoco otro amor.
¡Amasteis a una mujer como yo que no tenía corazón que
devolveros!

Al decir esto cayó de rodillas permaneciendo en tal actitud


durante algún tiempo hasta que el Padre Amyot le tocó el
hombro. Levantó entonces su mirada y observó al anciano,

284
alto, fantástico, más semejante en aquellos momentos a un
espectro que a un hombre.

–Tened cuidado –dijo éste–; no es ahora el momento de


emocionarse. Hablo por experiencia; pues si yo pudiera matar
los sentimientos en mi alma, no sería el esclavo que soy.
Corréis un riesgo mil veces mayor que el mío al dejaros llevar
ahora por vuestros sentimientos. Hace un momento habéis
desafiado a las creaciones satánicas que llenan este campo de
batalla; levantaos, sed vos misma y las contendréis. De otro
modo seríais aniquilada, sí; aún siendo la escogida de la
Estrella Blanca.

¿Por qué habían sido pronunciadas aquellas palabras con


un énfasis tan irónico? Fleta no pudo detenerse y conjeturarlo,
el trabajo que había escogido estaba aún por terminar.

Fleta se levantó sin pronunciar una palabra. Su rostro fue


cambiándose. Las líneas más suaves fueron reemplazadas por
otras más duras; la energía y el vigor reemplazaron en sus ojos
a las lágrimas en que un momento antes estaban anegados.

Miró a su alrededor con una arrogante mirada. Como una


Princesa miraría sobre una inculta multitud que intentara
rodearla y, sin embargo, a la mirada ordinaria, nada había que
interrumpiera la tranquilidad de aquella noche inundada por

285
la luz de la luna… Nada había que interrumpiera la
inmovilidad de aquellas formas que yacían en tan espantosa
confusión. Fleta sonreía sutilmente, caminando lentamente de
un lado a otro del tétrico paraje.

–Quedaos aquí, padre –dijo ella–. Vigilad este sitio.

Después se alejó de él con lentitud; era evidente que guiaba


sus pasos de manera que formasen una figura. Era ésta una
mágica y compleja figura. Aunque no le era desconocida a
Amyot, cuando este la miraba, no pudo menos de asombrarse
de la facilidad con que se verificaban. Sus movimientos eran
extrañamente proteicos.

Desde luego Amyot había dejado de ver el cuerpo para


contemplar únicamente el sentido de aquellas líneas. Aquella
figura estaba ya escrita en su mente y sus pasos no hacían sino
marcar las líneas que se presentaban en su vista interna. A
todos aquellos movimientos les acompañaba una extraña y
monótona canturía, cuyo sentido no comprendía el mismo
Amyot. A veces los brazos se movían con un movimiento
imperioso. Por último, cuando todo hubo comenzado a
moverse, cuando todo parecía girar alrededor, Fleta, sacando
su anillo del dedo, describió con él una figura en el aire.

286
–¿Queréis ir al tormento? –preguntó, en tanto permanecía
con los ojos clavados sobre el anillo.

De dónde obtuvo la respuesta no hubiera podido decirlo el


Padre Amyot; mas el hecho fue que ésta hubo de llegar y que
debió ser satisfactoria, pues Fleta no pronunció más palabras
que «Así sea».

Después de todas aquellas ceremonias se acercó al lado de


Amyot y, abriendo una caja construida con piedras preciosas,
sacó de ella un eslabón y un pedestal primitivos. Amyot estaba
aparentemente absorto.

En tanto, ella encendió una luz y pegó fuego a las plantas y


a los arbustos. Al principio no había llama. Parecía que el
fuego se resistía en el verde bosque. Fleta pronunció algunas
enérgicas palabras, al mismo tiempo que encendía otra luz;
entonces se levantó la llama y saltó de un lado a otro formando
en algunos minutos una gran hoguera. Fleta estaba con sus
manos sobre ella conduciendo sus llamas de un lado a otro,
aunque siempre en dirección al cuerpo del joven Rey. En
cuanto algunas lenguas de fuego tocaron su cara una cosa
extraña sucedió. Parecía como si aquel contacto ardiente
hubiera galvanizado el cuerpo, que medio se incorporó
dejando escapar un extraño gemido. Sus ecos interrumpieron

287
aquel nocturno silencio de muerte. Pero esto fue todo, la
cabeza y los hombros cayeron en un lago de fuego
interrumpido únicamente por el chisporroteo de la hoguera.

Las dos figuras vivientes permanecieron completamente


inmóviles contemplando la horrible escena hasta que al fin
Fleta, volviéndose hacia Amyot, exclamó:

–¡Podemos marcharnos!

Salió la primera de aquella extensión de terreno incendiado.


Pero repentinamente se detuvo al llegar a la linea de la figura
que tan extrañamente marcara.

–¿Que voy a hacer?––exclamó aturdida–. Me es imposible


avanzar. No soy lo suficientemente poderosa para hacer frente
a esos demonios. Ved, el mismo Otto está allí esperándome
para matarme.

–¿El mismo Otto? –repitió Amyot asombrado.

–¡No, no! –exclamó apresuradamente Fleta–. Otto no, sino


aquella parte animal que ahora está separada de él. Ya tengo
bastante que hacer con ella. ¡Oh, tiene su mismo rostro y
figura! ¡Amyot, esto es horrible!

–¡Sois cobarde! –exclamó el sacerdote desdeñosamente.

288
–Pero no me apresuréis –dijo Fleta–. Necesito tiempo para
pensar, para saber cómo se hace frente a esto, ¿no veis que
este demonio tiene poder para seguir mis pasos?

–Tenéis que ir adelante –dijo Amyot–, a no ser que queráis


sufrir una muerte miserable. El fuego se acerca a nosotros.
¿Tenéis o no poder para detenerle?

Fleta miró hacia atrás y pronunció una sola palabra con


acento de desesperación.

–¡No!, no le tengo.

–Ni yo tampoco –dijo Amyot–. Pero estoy dispuesto a


permanecer con vos y morir si no hay otro remedio.

–¡Oh! ¡Sería lo más fácil! –dijo Fleta–. Pero no puedo.


¿Cómo es posible? No es mía mi vida. Iván me necesita. Me es
preciso avanzar. ¿Mas, cómo apagar este monstruo, este
animal que está ahí? Voy a ser muerta por algún negro espíritu
si escapo del fuego.

En aquel mismo momento una chispa saltó y prendió su


manto, subiendo después por todo su brazo derecho. Fleta se
lanzó fuera del círculo y se arrojó en un gran charco de sangre
en el que apagó el fuego, mientras el Padre Amyot, quitando

289
su propio manto de sus hombros, lo echaba sobre ella para
apagar las chispas que nuevamente se inflamaban.

–¡Levantaos! –dijo Amyot ahogadamente–. ¿Qué es lo que


habéis decidido, ahora que el fuego se propaga con rapidez?

–No irá lejos –dijo Fleta agitada–, hay demasiada sangre.

Pero Fleta se levantó al hablar así. ¡Qué figura la suya,


erguida a la luz de la luna!

Aún el mismo Amyot, cuyos ojos parecían mirar siempre


para dentro, la vio ahora con asombro. A la blanca luz de la
luna, su belleza era mucho más extraordinaria que nunca. En
su rostro pálido, sus osos resplandecían como dos ardientes
estrellas. Había extendido el brazo cruelmente abrasado para
contemplarlo. El brazo manchado horriblemente con sangre.

–No puedo restaurar esto –dijo con extraña sonrisa.

–Es la señal de la acción que habéis realizado –dijo Amyot–.


Acaso por eso obtengáis la admisión la primera vez que tratéis
de entrar en la Gran Orden.

Fleta no contestó. Poco después se alejaba rápidamente,


seguida por Amyot que caminaba a su lado silencioso.

290
CAPITULO XXI
Era ya mediodía cuando llegaron a la puerta de la casita.
Amyot no había querido marchar muy de prisa porque temía
que el movimiento del rudo carro que les conducía molestara
demasiado a Fleta. Tres veces se desmayo ésta durante el
trayecto, hasta que por último cayó en un profundo trance, del
cual no pudo ser despertada.

Sin salir de tal estado, fue conducida por el Padre Amyot


desde el carro hasta el interior de la estancia, en la cual fue
colocada suavemente sobre unas esteras, con una pequeña
almohada bajo la cabeza.

El Padre Amyot, después de desenganchar, volvió en


seguida al interior.

No dio a Fleta calmante ni restaurador alguno, sino que,


arrodillándose a su vera, después de clavar su penetrante
mirada sobre ella, tomó sus manos entre las suyas. Aquello fue
bastante para que Fleta se levantara repentinamente
exhalando un suspiro.

–Se pondrá muy enferma –dijo en alta voz–. Dudo que


viva. Apenas parece posible ahora. Pero lo que ha de suceder,
sucederá.

291
Entrando en el cuarto interior, abrió aquel oculto armario
del cual sacara Fleta los materiales para sus extraños ritos y,
lentamente, con exquisito cuidado, cogió determinados tarros,
de los cuales vertió algunas gotas en un especial vaso
cuadrado. Cuando la mezcla estuvo hecha, un humo muy
tenue y un perfume apenas perceptible salió de él. Observó su
color como si dudara y después exclamó, hablando consigo
mismo:

–¿Osaré dárselo? ¿Me incumbe decidir de su vida y hacer


frente al terrible destino que ella misma ha labrado? No puedo
hacerlo. Esta es una decisión que le pertenece a ella
exclusivamente. ¡Ojalá que ella no se equivoque!

Dijo esto hablando consigo mismo en alta voz, costumbre


que adquiriera durante su vida monástica en la ciudad en
donde vivía, de una manera mucho más aislada que en los
apartados monasterios.

Por fin resolvió echar las gotas del vaso sobre el hogar. Una
luz brillante, casi una llama vivamente azul, iluminó la estancia
durante un momento. Amyot volvió a colocar el vaso en su
sitio, cerrando la puerta del secreto armario y volvió
lentamente hacia el lado de Fleta. Ésta parecía estar ahora
como muerta. Ni el más tenue color tenia su rostro, ni el más

292
leve signo de desesperación manifestaba. Puso su mano sobre
el pulso de Fleta. No latía.

–Ella es quien solamente debe decidir –volvió a decir


Amyot en voz de intensa tristeza. Le parecía encontrarse
obligado a hacer frente al hecho de que Fleta prefiriese morir.
Este pensamiento era para él angustioso.

–Sin embargo –se decía–, ¿por qué he de dudar que vivirá?


¡Ella que siempre está pronta a la acción y nunca se detiene
para descansar o gozar! Desde luego querrá vivir; ¿por qué no
la he de ayudar?

Después de volverse para mirar al blanco y marmóreo


rostro, se dirigió nuevamente al cuarto interior con la
intención de mezclar de nuevo la medicina que poco antes
vertió en las cenizas.

Pero no había tenido tiempo de dar más de uno o dos pasos


cuando oyó un ruido en la puerta de la casa. Se detuvo y miró
hacia atrás. Alguien estaba allí. Una figura alta envuelta en un
largo manto de viaje y con un sombrero de anchas alas que
ocultaba casi por completo su rostro. Amyot reconoció
inmediatamente la silueta de aquella figura, a la que hizo una
profunda reverencia.

293
–He mezclado ya la medicina una vez y la he tirado
creyendo trabajo demasiado grande para mí el de decidir por
ella la vida o la muerte. Ahora, sin embargo, me había
parecido que debía vivir e iba a mezclar de nuevo esta droga y
dársela. ¿Haré esto, Iván?

–No –fue la respuesta–. Ahora, no. Velaremos a su lado.


Tiene terribles enemigos que la rodean, de los cuales podemos
tal vez salvarla.

Iván dejó su manto y su sombrero, mostrando así las


sencillas vestiduras de monje.

–¿Estáis fatigado, maestro? –dijo Amyot–. Dejadme que os


proporcione algún alimento.

–Ahora, no –replicó Iván–. Ahora tenemos que guardarla.


He venido desde una larga distancia para estar a su lado.

Durante la mañana entera estuvieron sentados al lado de


Fleta con la mirada fija sobre ella, sin moverse, casi sin hablar.
Probablemente ninguno de los dos se daba cuenta de si el
tiempo pasaba rápida o lentamente. Sería mediodía cuando
Iván se movió. Se levantó repentinamente, aunque con
tranquilidad, e hizo una seña a Amyot. Juntos salieron
lentamente del abrigado pórtico hacia la luz del sol.

294
–¡Vivirá! –exclamó Iván–. Ahora lo sé. ¿No lo sabéis vos?

–Sí –contestó Amyot–. Nunca lo he dudado desde que


pensé seriamente un momento. Al principio estaba cegado tan
sólo por la pena.

Comenzamos nuestra guardia a las nueve de la mañana; la


comenzaremos de nuevo a las nueve de la noche. Antes de las
doce su alma habrá pasado adelante o habrá muerto.

Comenzó a pasear de un lado a otro por la senda que


conducía a la casa. Amyot parecía tomar el puesto de servidor
con absoluta naturalidad.

Cumplía sus deberes con la misma sinceridad austera con


que hubiera emprendido una obra que le hubiera sido preciso
realizar. Nada, por trivial que fuese, parecía costarle trabajo.
Mientras iba de un lado a otro, su alma parecía estar tan
apartada y tan elevada como cuando se encontraba ante las
gradas del altar de la gran Catedral. En un corto espacio de
tiempo, una mesa cubierta con blanco mantel había sido
trasladada a la hierba y en ella había café, pan y frutas.
Cualquiera que hubiera visto aquellos dos monjes en el jardín
de la pequeña casa, creería que estaban hospitalariamente
atendidos por el dueño de la misma. La comida no duró
mucho; ninguno de los dos habló. Parecía que cada uno de

295
ellos, teniendo demasiado ocupada su mente, no podía emplear
tiempo alguno en expresar sus sentimientos. Tal vez aquel
silencio no era sino una vuelta a las costumbres monacales que
resucitaban naturalmente, ahora que estos dos hombres se
encontraban juntos en la mesa. Habían sido educados el uno al
lado del otro; y cuando Amyot llamaba a Iván: «mi maestro»,
tan hermosa frase tenía en sus labios toda la profunda
reverencia debida a un superior, mas también todo el afecto
que podía mostrar un viejo a un hombre más joven.

A través del largo y brillante día, Fleta permaneció como un


cadáver en la misma postura en que Amyot la había colocado.
Nunca se la dejaba sola durante más tiempo que algunos
minutos. O Amyot o Iván estaban siempre a su lado. Por
último llegó la noche.

A las nueve los dos hombres se situaran uno a cada lado de


ella. Fue una velada extraña, pues todo estaba tan
perfectamente tranquilo y silencioso, que más bien parecía
aquella escena la vela de un cadáver que otra cosa; y sin
embargo había un decidido propósito en todo aquello. Que
Fleta viviera o muriera aquella guardia hubiera sido
observada. Cuando el espíritu acaba de perder su unidad con
el cuerpo es cuando el peligro se acerca.

296
Hasta las once no hubo en el grupo movimiento alguno.
Pero hacia aquella hora sería cuando el Padre Iván puso su
mano sobre el brazo de Amyot. El sacerdote alzó los ojos, y
estaba a punto de hablar cuando instantáneamente su mirada
quedó fija, contemplando algo.

Detrás de la cabeza de Fleta había una oscura sombra que


por momentos parecía tomar una forma más determinada. A la
vez, parecía que de aquella substancia vaga se formaban
distintas figuras. Tres siluetas fueron por último haciéndose
visibles claramente. Una de ellas, Fleta misma, pálida, gris,
semejante a un espectro; y a su lado Otto, fuerte, oscuro,
poderoso. Los dos amigos se estremecían al reconocer el otro
rostro; era el de Horacio, oscuro también y fuerte como el Rey
difunto.

La pálida figura de Fleta, como una oscura llama, ondulaba


entre ellos, inclinándose tan pronto a un lado como a otro,
como si careciese de fuerza para mantenerse en una posición
determinada.

–¿Por qué será tan débil? –preguntó Amyot en un piadoso


murmullo.

–¿Ya sabéis? –dijo Iván–. Porque ésta es su sombra, su


alma animal. Está inclinada, apegada más fuerte que nunca a

297
la vida, para hablar a esas dos de manera que entiendan, pues
viven inconscientemente en el mundo de las sombras, en el que
ella permanece conscientemente.

En aquel momento la forma de Fleta se mostró de repente


más fuerte y más clara, y Amyot pudo llegar a oír su voz,
aunque con un timbre especial, como si fuera pronunciado
desde una remota distancia. Las palabras salían lentamente de
su boca como si no estuviera segura de sus fuerzas. «Os
llamé», se la oyó entonces decir, os llamé a los dos para que me
hallarais cara a cara antes de que entrásemos en un nuevo
capítulo de la vida, ¿Podéis acordaros de aquel tiempo lejano
en que me amabais, como los hombres aman sobre la tierra?
¿Recordáis cuando por vez primera esta alma y esta vida
humana despertaron al conocimiento? ¿Recordáis cuando en
aquel espeso bosque la pasión, el deseo y los propósitos
egoístas nos dominaron a todos y cada uno de nosotros,
incluso a mí misma? ¿Recordáis cómo provoqué la muerte del
que deseó ganar para sí mi amor? Aquellas cadenas que nos
unen fueron forjadas entonces en aquellos antiguos tiempos
salvajes; nos unen aún hoy, pero han de ser cambiadas y
alteradas o rotas para siempre. He sufrido durante largas
edades por vosotros dos, he sufrido hasta esta misma hora,
pero ahora tengo derecho a ser libre, no de vosotros, cuya
298
compañía es para mí preciosa, sino de vuestro amor, de
vuestro amor humano que mata y destruye la vida divina que
en vosotros y en mí se encierra. Otto: ¿sabéis que mi último
esfuerzo por vos atrajo sobre mi la ira de esta alma animal que
aquí ahora os representa y asume vuestra forma? Recordaréis
que la arrojé de vos dejándoos libre para pasar purificado a
otras vidas. ¿Me seguirá siempre ahora a través de la mía
enloqueciéndome con los recuerdos de vuestro cruel amor?
Otto, desde vuestro lugar de reposo os llamo; venid, matad
esto que me oprime, libertadme. Dejaos que me ausente de vos
como de alguien que sintió gentileza hacia mí, no ese algo
devorador que los hombres llaman pasión amorosa.

Un silencio profundo siguió a estas palabras y los dos


religiosos vieron a la figura de Otto oscilar y debilitarse. Pero
de pronto la vieron también arrojarse sobre Fleta como para
abrazarla. Pero aquel movimiento fue tan sólo el de una
oscilante luz, y según Fleta estaba inmóvil mirando
atentamente a la moviente forma, un grito inexplicablemente
triste y terrible resonó en la estancia y la forma desapareció.
Iván respiró como si le hubieran quitado un peso del pecho.
Fleta permaneció tan marmórea en aquella forma sombreada
como en el inconsciente cuerpo que yacía en el suelo, hasta
que Horacio se acercó más a ella y la tocó. Inmediatamente se
299
volvió a él y de nuevo se oyó su voz, aunque ahora con una
expresión más dulce que antes, aunque con aquella misma
lúgubre entonación.

–¡Horacio! –exclamó–. Escuchadme; os pido, como he


pedido a Otto, la muerte en nuestra forma actual. Toda esta
vida, desde que os he conocido como Horacio, os he estado
pidiendo la mismo. Vuestro amor para mí es una carga; para
vos algo que os abrasa y os hace ciego y sin amparo. Liberaos
de él, Horacio. Conocedme como soy, no como una mujer para
ser amada como antes. Como una discípula de la luz, como
uno que trata de pasar a otra vida mayor. Hora es que vengáis
y os pongáis a mi lado; nada os impide hacerlo, excepto esa
ciega pasión que aún oscurece vuestros ojos. Venid, Horacio,
haced que muera ese ser salvaje que hay en vos. Que pase a la
naturaleza de la cual surgió; le habéis usado; habéis aprendido
de él, experimentado con él plenamente. Estáis ahora dormido
en vuestra casa. Veo vuestro cuerpo mucho más claramente
que esa sombra que está delante de mi. Sed tan valeroso como
Otto, que ha vencido. Su espíritu está en un sitio de reposo,
hasta que llegue el momento de despertar a una nueva vida de
trabajo, libre de esa sombra que acaba de destruir. Vuestro
espíritu retrocede y deja reinar a la sombra. Venid a mí en
vuestro ser divino y sed mi amigo y compañero; haced esto
300
ahora y desterrad para siempre esa sombra de enfurecidos
ojos. Cuando despertéis a la aurora, el desorden de vuestra
mente y la fiebre de vuestra alma habrán pasado. No me
amaréis menos, Horacio, pero vuestro amor os ayudará en vez
de paralizaros. La flor se ha desarrollado plenamente; sus
pétalos están prontos a caer. Ahora es tiempo de que aparezca
el fruto. Venid, Horacio, debo ir adelante; venid conmigo.

Las sombras cambiaron y desaparecieron de repente. En su


lugar vinieron nuevas y confusas formas. Entonces Amyot vio
que la figura de Horacio Estanol estaba allí, sumida en el
sueño.

Pero de repente salía de él y su voz gritaba como desde una


distancia inmensa: «¿Fleta, me llamabais? ¡Voy! ¡voy!».

Horacio, saltando de su lecho, comenzaba apresuradamente


a vestirse.

–Ha salido fallido su intento –dijo tristemente Iván–.


¡Pobre niña!; tendrá que llevar aún más lejos su carga.

La oscuridad les rodeó. Las luces y las sombras habían


desaparecido. Un débil y ligero suspiro les recordó la Fleta
muerta que tan desamparadamente yacía.

301
Volvía a la vida. Iván se levantó y se acercó con una luz en
la mano para observarla. Sí, indudablemente se movía un
poco; sus párpados se entreabrieron, sus magníficos ojos
contemplaron fijamente a Iván. La confusa y adormecida
mirada se torno instantáneamente en una adoración extática
de infinito deleite. Inclinándose sobre ella se hubiera podido
percibir el débil murmullo que procedía de sus pálidos labios.

–¡Ivan! ¡Iván!, me ayudaréis.

Iván se levantó, entregó su luz a Amyot y salió por el


pórtico a la oscuridad de la noche. Allí permaneció inmóvil
pensando profundamente…

«Por esto fue –se decía–, por lo que acababa de fracasar con
Horacio». Por aquello era por lo que había fracasado su
iniciación. No por orgullo, no por desconocimiento, no por
ninguna cosa que una máscara pudiera ocultar, sino
simplemente por apoyarse en él, por considerarle como un
dios. Alma potente, ¡cuán amargo debió serle el fracaso! ¿Por
qué aquel valeroso y resuelto corazón se había presentado a la
terrible Hermandad antes de tiempo? ¿Qué podría él hacer?
Su sufrimiento, el sufrimiento de Fleta, debía ser amargo;
ciertamente había ella dicho la verdad cuando afirmó que
había pasado el tiempo de placer para la flor… Era la hora

302
propia en que se había de formar el fruto, y ningún ser,
ninguna naturaleza podía ser detenida por mano alguna ni por
lo súplica o mandato de espíritu alguno.

Iván, con la cabeza inclinada, absorto en profundos


pensamientos, se alejó en la obscuridad y se internó en el
bosque. Fleta, el débil, quebrantado y extenuado cuerpo de
Fleta, permaneció después de aquel rápido y primer momento
de gozo en una tal pena y debilidad que el delirio borró de él
todo conocimiento, todo pensamiento.

303
CAPITULO XXII
Fleta volvió en sí de nuevo y se encontró tendida en el suelo
de aquella morada; su cabeza se había escurrido de la
almohada que el padre Amyot pusiera debajo de ella y
descansaba ahora sobre las baldosas. Probablemente aquella
incomodidad de la postura había contribuido no poco a
reanimarla. Trató de incorporarse, pero vio que estaba
demasiado débil. Entonces volvió a dejarse caer sobre la
almohada y desde allí lanzó una mirada dé asombro alrededor
de la pequeña habitación. Penetraba, a través de la pequeña
ventana de ésta la luz del día, acompañada de una brisa suave
y agradable. Con débil alegría miró al sol que jugueteaba sobre
el piso. Una felicidad profunda llenaba su alma. Nada deseaba,
nada pensaba ni conocía. Pero su cerebro no podía
permanecer inactivo; al primer movimiento de su máquina
despertaron los recuerdos del campo de batalla. Un recuerdo
confuso, tenebroso, ininteligible, pero lleno, sin embargo, de
horrores, y un grito incoherente se escapo de su garganta.
Después pronunció el nombre de Amyot una y otra vez. Cesó
de llamar y sus ojos se cerraron debilitados ante aquel
esfuerzo. Pero la memoria era demasiado fuerte en ella, de
nuevo volvió el recuerdo del último horrible episodio e
instantáneamente volvió a abrir los ojos… ¿Había sido todo
304
aquello una pesadilla, toda aquella sangre y aquel ruego? No,
todo había sido real, allí yacía su brazo derecho, quemado,
destrozado, mutilado, horrible; allí las manchas de sangre en
su vestido. Este último hecho parecía llenarla de horror.
Miraba fijamente la sangre…

Entonces trató de incorporarse, lo que no pudo hacer en


algún tiempo; mas cuando al fin estuvo sobre sus pies, procuró
ir tambaleándose hasta una silla en la que se dejó caer
postrada. Aquel cambio de postura no sirvió sino para
revelarla su abrumadora debilidad y hacerla volver más en sí;
unos momentos después empezó a darse cuenta de su posición.

Estaba sentada en una tosca silla rústica apoyada contra la


pared, con la mitad de su cuerpo iluminado por la luz del sol.
¿Quién hubiera reconocido en aquella mujer quebrantada,
inutilizada y marchita a la espléndida joven Reina?

Ésta miró su brazo desfigurado y exclamó:

–¡No hubiera sucedido aquello, sino hubiera fracasado mi


prueba! ¡Oh Fleta! –murmuró un momento después–. ¡Cuán
enferma y débil estás! ¿Has perdido el secreto de aquellos
poderes de inmortalidad y de juventud? Han desaparecido.
¡Oh, si no hubiera sido por aquel fracaso!

305
Se colocó entonces más derecha sobre la silla, como si
llamara a todas sus fuerzas. ¡Qué terrible expresión la de su
rostro en aquel momento en el que desaparecieron toda su
dulzura y delicadeza habituales! Nadie la había visto jamás
así. Reflejaba en su rostro la lucha de un alma por la vida. La
lucha de un ser a punto de ser estrangulado, batallando por
respirar. Pero rápidamente aquella actitud cambió, se dulcificó
y se hizo más fuerte al mismo tiempo. Entonces se levantó de
su silla como si el vigor hubiera comenzado a reanimar su
cuerpo. Así era verdad, pues comenzó a moverse a través de la
estancia lentamente, pero con seguridad a la vez. Entró en la
habitación interior y se acercó al armario secreto, ahora ella
misma procedió a mezclar aquella droga que Amyot preparara
y arrojara al suelo después de hecha. Después, sin
vacilaciones, la bebió. Valor, fuego, vitalidad, todo acudió a
ella después de haber tomado aquella bebida. Permaneció
inmóvil dejando que la sangre coloreara sus mejillas y
abrazara su corazón y su cerebro.

–Estoy de nuevo viva –se dijo entonces a sí misma–. Ahora


debo llevar a cabo la purificación.

Miró a su alrededor buscando su manto de campesina, que


estaba en la habitación exterior, y se lo puso para ocultar el

306
desorden de su vestido. Se envolvió en él trabajosamente
haciendo únicamente uso de un brazo.

Inmediato al manto, había un velo que aprovechó para


cubrir su rostro. Al cogerlo, un papel doblado cayó sobre sus
pies. Lo cogió y lo desdoblo. No había en él otro signo
inscripto que una estrella. Fleta se conmovió ligeramente al
contemplarlo.

–Me vigilan, pues, se dijo. La terrible Hermandad me


vigila. ¿Quién habrá estado aquí? ¿Quién habrá dejado
esto?… Amyot no ha sido porque no conoce el signo que brilla
en el interior. ¡La Blanca Hermandad! No más hombres. Sólo
la fría abstracción. Comenzó a marchar de un lado a otro del
estrecho cuarto murmurando consigo misma.

–Nada, nada que sea humano. Marchita mi alma pensar en


los hombres y, sin embargo, llegaré a ser como ellos. Es mi
única esperanza. La pasión, la humanidad, la vida, esos son
para mí los fuegos de la muerte. No tengo otra morada ya que
el seno de la Blanca Hermandad.

Diciendo esto se detuvo bruscamente, dobló de nuevo el


papel y volvió de nuevo a sus primeros pensamientos. Salió
hacia el pórtico y allí se detuvo un instante entre los tejos
observando de cerca sus troncos, minuciosamente, uno

307
después de otro. En uno de ellos encontró unas señales sobre
la corteza que parecía ser lo que ella buscaba, pues luego que
lo estudió con gran cuidado tomó desde allí una determinada
dirección por la senda abajo, después por el camino y por
último a través de un terreno inculto. Indudablemente llevaba
una dirección fija, aunque parecía que no había jamás pisado
aquella tierra. Permanecía a veces perpleja ante arroyos
desbocados, aunque siempre después de muchos intentos
encontraba un sitio por donde atravesar. Algunas veces se
encontró cerca de casas seguramente habitadas; aquellos
encuentros la molestaban y hacía lo posible por evitarlos. Por
fin entró en el bosque, siguiendo el curso de un arroyo que
corría directamente hacia él. No era fácil seguir el curso de las
aguas, a causa de las malezas que crecían en sus orillas, pero
perseveró en su intento de caminar lo más cerca posible de
ella.

Fleta era una nadadora notable. A menudo, cuando


habitaba la casa del jardín, se había pasado no pocas noches
nadando en el lago del Parque. Pero ahora sólo podía hacer
uso de un brazo. Pudo, sin embargo, a pesar de esto,
mantenerse a flote cuando más tarde decidió sumergirse,
aunque no le fue posible lanzarse vigorosamente hacia el
medio, como hubiera hecho si hubiera podido valerse como en
308
otros tiempos. Permaneció en el agua largo tiempo y cuando
volvió a la ciudad había en su rostro una sonrisa de tranquila
satisfacción. Se había vestido rápidamente, sacudiendo antes
sus empapados cabellos. Se cubrió luego con el manto y
emprendió su viaje de vuelta. Caminaba ahora ligeramente,
pareciendo insensible al frío y a la humedad.

Sería cerca de la media noche cuando regresó a la pequeña


casa. Miró ansiosamente la luna un momento antes de entrar;
aún no era tarde. Entró rápidamente y cerró bien la puerta
detrás de ella; la luna dejaba penetrar su luz a través de la
ventana. Fleta se despojó de su manto y se arrodilló en aquella
luz.

–Ven –dijo–, ¡oh tú que eres yo misma, mi propio y


supremo ser! ¡Ven, deseo hablar contigo, deseo conocer el alto
y sublime significado de mi vida, deseo saber qué senda he de
tomar!

Los rayos de luna parecieron concretarse en una forma;


Fleta miró hacia arriba. Una forma materializada como la luz
de la luna estaba ante ella. ¡Era ella misma!

Sí, su propio rostro, su propio pelo oscuro. ¿Quién,


habiendo experimentado una vez tan terrible momento, puede
volver a ser como los demás hombres? Fleta miró su propio

309
rostro. ¡Más, qué blanco, qué frío, qué implacable! No cabía
duda que estaba ante sus propios cabellos, pero, ¡cómo
resplandecían coronados de rosas! Unas palabras se oyeron:

–No me pidas que hable contigo, pues aun permaneces en el


barro de la tierra, mientras que yo moro en regiones serenas,
coronada de rosas.

Fleta lanzó un grito y después se desplomó insensible. Así


permaneció durante un largo espacio de tiempo en aquella
claridad de la luna, cuyo resplandor caía sobre su rostro.
Volvió en sí por último y, después de algunos momentos de
vacilación, comenzó a murmurar unas precipitadas palabras.

–¿Cómo me habré atrevido a llamar a ese espíritu estrellado


que degradé y que arrojé fuera de la misma puerta de la
iniciación? No es extraño que mi propia vergüenza me haya
postrado de aquella manera. Pero he aprendido mucho en esta
hora de inconsciencia. Sí, Fleta, has aprendido mucho,
aprovéchate ahora de tu experiencia. Encadena esa parte
majestuosa y coronada de flores de ti misma a la desfigurada e
inculta Fleta terrestre. ¿Cómo? Cumpliendo su voluntad. Será
mas heroica, más terrible, más severa que pudiera serlo el
rostro de cualquier otro maestro. Se ha visto algún rostro de
maestro dulcificado por la piedad, pero éste será implacable.

310
Estoy comprometida, soy su esclava, desde ahora la obedezco.
¿Qué es lo que me ha enseñado? ¿Qué es lo que he visto y he
aprendido? Que yo, Fleta, la Fleta de la tierra, no estoy libre y
no puedo entrar por la puerta de los iniciados, que hasta que
pueda hacerlo me espera allí para unirse conmigo, entonces su
corona será mía. ¡Oh, a qué precio he de obtener esta corona!
He de arrancar de mi alma hasta el último sentimiento
humano. Sí, maestro mío, la venda ha caído de mis ojos. Sí,
porque estoy desolada; conozco por qué me habéis dejado
completamente sola. Os he amado como un discípulo ama a su
maestro, pero os he amado al fin y con amor ardiente, confiado
y ansioso por vuestra gran presencia y vuestro hermoso
pensamiento. La vida no ha tenido sabor ni significado, sin el
admirable y delicado perfume de vuestra presencia… pero
todo esto terminó. No me rendiré más a ti; ninguno de los dos
lo deseamos. Estaré de hoy en adelante sola y no buscaré
ayuda ni consuelo sino en mí misma.

Se levantó al pronunciar estas últimas palabras


majestuosamente, su actitud era arrogante, erguida como si no
acabara de pasar enfermedad ni cansancio alguno. No pudo
menos de mirar, sin embargo, con verdadera tristeza su
destrozado brazo.

311
–!Cuan débil estaba para temer esto! ¿Cómo es que no tuve
más confianza en mí misma? Pero sea así; habré de llevar la
señal de mi cobardía.

La estancia continuaba solitaria.

Fleta no había probado alimento alguno hacía demasiado


tiempo.

Parecía, sin embargo, indiferente a la incomodidad y


soledad de su posición. Atravesó el cuarto y al hacerlo
reconoció que había gastado toda su fuerza en las extrañas
luchas y esfuerzos por que acababa de atravesar. Fue, pues, al
armario y de nuevo preparó y absorbió una bebida
revitalizadora. Con ella la energía y la fuerza acudieron de
nuevo a todo su ser, mas acompañadas de una mayor
intensidad en su semblante. Volvió al cuarto exterior y
comenzó a meditar profundamente.

«Vuestro maestro Iván… si habéis de salvar almas… salvad


la suya… tendréis que ir a la puerta del infierno para
encontrarle».

Aquellas palabras de Etrenella se habían fijado en su


imaginación. Permanecía inmóvil mirando a través de la
estrecha ventana, pero sin pensar en otra cosa distinta de sus
propias ideas,
312
–¿Cómo podía estar tan ciega que creyera a aquella bruja?
–preguntó por fin en alta voz–. ¿Qué sería lo que me hizo
desear ir a verla? ¿Estaría realmente cegada por el amor?
¡Oh, cuán pronta estaba a desafiar todos los poderes del
infierno! ¡Oh, cuán fácilmente había sido engañada! No hay
necesidad de pedir perdón al maestro, mis locos pensamientos
no pudieron ofenderle. Sólo a la Humanidad Divina, a la
Blanca Hermandad pudiera pedir perdón por haber soñado
que el más excelso de sus pensamientos pudiera caer desde tan
elevado sitio… ¿Cómo he purificado mis pensamientos y mi
corazón hasta el punto de conocer ahora mi ligereza? ¿Qué es
lo que he hecho para obtener esa luz? Mas lo comprendo. He
comenzado mi obra. He salvado a Otto de sí mismo. Pero,
¿quiénes son los que habré de conducir conmigo a los
umbrales de las puertas de plata? ¿Quién es uno? ¿Horacio,
cuyo contacto es como la muerte para mí a causa de los
recuerdos de amor pasado que trae consigo? ¿Horacio, con
quien tantas veces he fracasado? ¡Ah, Fleta! Sí; aun estás en
medio del barro de la tierra. Sé valerosa, emprende tu obra. La
flor ha caído y se está marchitando; su aroma demasiado dulce
me enferma y me disgusta. Ha llegado el momento de buscar el
fruto…

***
313
Su aspecto entero cambió repentinamente; arregló sus
cabellos, buscó su manto, con el cual se envolvió, y por vez
primera durante las pruebas por las cuales había estado
pasando pensó en sí misma, en la necesidad de alimentarse.
Encontró fruta y pan en la pequeña despensa y comió casi
vorazmente. Luego, envuelta en su manto, salió de la pequeña
casita cerrando tras de sí la puerta.

314
CAPITULO XXIII
¡Cuan larga y terrible jornada era aquella en que entraba
Fleta!

El caballo y el pequeño carro habían desaparecido del


establo. No tenía dinero con el cual obtener medio alguno de
transporte. Pero tenía valiosos anillos en sus dedos y un collar
de piedras sin labrar que era su favorito, tal vez por su tosca
simplicidad. Le llevaba siempre con ella con un pequeño
relicario en el que guardaba algún preciado objeto. En el
primer pueblo con que tropezó vendió una de sus sortijas en la
vigésima parte de su precio, con el importe compró un ajuar
completo de campesina. Vestida con él y envuelta en su manto
y con el velo sobre la cara, podía caminar por aquellos lugares
sin causar extrañeza. Compraba alimentos en el camino;
necesitaba fuerzas para la obra que tenía que realizar; no
dormía ni descansaba bajo techado y caminaba lo mismo de
día que de noche. Perdió una gran parte de su camino dando
un rodeo por no atravesar el campo de batalla, aquel teatro de
su gran falta cuando, en su ansia por encontrar a Iván, olvidó
la obra que había emprendido, precipitando así en la ruina al
Rey Otto y su ejército… Parecía como si no quisiera poner a

315
prueba su fortaleza pasando por aquel lugar de tales
recuerdos.

Al fin llegó a una gran ciudad en la que había joyeros a


quienes podría vender las piedras de su collar. Estas, aunque
toscas, eran de un gran valor por su tamaño. Vendió tres de
ellas, en lo que la ofrecieron que era nada en comparación de
lo que realmente valían, pero una fortuna en aquella ocasión,
pues podía de aquel modo realizar el resto del viaje en coche o
en diligencia. Necesitó decir que había encontrado aquellas
joyas en el campo de batalla, pues su venta hubo de despertar
grandes sospechas acerca de ella. Aquella misma noche,
temiendo que la espiaran, alquiló apresuradamente un coche
en la posada más próxima y salió de la ciudad deteniéndose
apenas para tomar alimento.

Aquella misma noche atravesó por la ciudad de la que había


sido Reina un solo día, y de la cual saliera triunfalmente a la
cabeza del ejército de Otto. Estaba la ciudad desolada,
cerradas las tiendas; las calles estaban solitarias. El luto era
visible en ella por todas partes. Fleta se echó hacia atrás en el
coche, pálida y llena de horror. Aquella era su obra. Por un
momento le pareció que el remordimiento iba a dominarla y
postrarla por completo; pero luchó contra aquel sentimiento
con entereza.
316
–¡No lloraré por el pasado! –gritó en voz alta–. Tengo que
redimirlo.

Poco después pasó por el camino que había recorrido con


Horacio y la joven Duquesa… Se estremeció al recordarlo.
Parecía que aún veía a Horacio luchar con aquella creación
infernal que ella permitió que matara. Seguramente hubiera
podido ella rechazarla por su propio esfuerzo, si ya entonces
no hubiera empezado a perder sus poderes. Iba pensando en
estas extrañas cosas y procurando averiguar la significación
del pasado. ¡Tristes lecciones las que aprendía con estos
recuerdos! ¡Qué palidez se extendía por su rostro a medida
que iba pensando! Al fin vio las torres de su propia ciudad, del
lugar de su nacimiento, y abandonó el coche a corta distancia
antes de llegar. Había anochecido. Con su velo sobre su rostro,
logró atravesar las calles sin llamar la atención a pesar de ser
muy conocida. Pronto llegó a las anchas calles del centro
inmediatas a la Catedral. Todo estaba en ellas esplendoroso,
reinaba la animación de siempre y acaso más, pues todos los
que temían los horrores de la guerra se habían apresurado a
trasladarse allí desde la capital de Otto. Llegó por último a la
calle principal, que estaba atestada de coches. Evidentemente
se trataba de algún suceso notable. Muchas señoras estaban
aún de compras; los ramilletes de flores iban de una a otra
317
parte; los establecimientos de modas y de joyas estaban
atestados. Fleta, que conocía de vista a casi todo el mundo,
experimente un ligerísimo sentimiento de diversión al pasar
entre toda aquella multitud con el traje de una obscura
campesina. ¡De cuán diferente modo solía ella transitar por
aquella calle! Según iba y venía por aquellos lugares se acercó
al Palacio paterno y entonces comprendió cuál era el
acontecimiento de aquella noche. El Palacio entero estaba
iluminado y evidentemente iba a ver en él una fiesta.

Un pensamiento brotó en la mente de Fleta: Horacio estaría


seguramente en el baile, ella debía de estar también allí. Sin
pensar en la fatiga ni en la distancia, volvió en seguida sus
pasos hacia el camino que iba desde la ciudad a su querida
casa del Jardín. Había descansado lo suficiente en el coche
para poder recorrer aquella distancia sin gran fatiga. Encontró
la casa, como creía, completamente desierta. ¡Oh, cuán dulce
era el familiar y fragante aroma del jardín! Le pareció como si
hubiera atravesado toda una existencia, desde que no había
estado allí. Y así era en verdad. No la importó que la casa
estuviera cerrada. Tenía para su uso una entrada secreta que
la conducía a su laboratorio. En un momento llegó allí,
deteniéndose un instante en la obscuridad para gozar del tenue

318
perfume del incienso. Una sensación de poder y de energía
atravesé todo su organismo en aquel momento.

–¡Oh, si recobro mi puesto perdido! –exclamó para sí–.


¡Oh, si mis poderes vuelven a mí! Pero no debo pensar en
esto. Debo continuar mi trabajo.

A pesar de la obscuridad de aquellos sitios, después de unos


cuantos pasos había encontrado luz y con ella encendió una
gran lámpara colgante que inundó la estancia con brillantes
resplandores. Allí, debajo de aquella lámpara, estaba su vasija
vacía. La miró durante un momento con ansia y se apartó de
ella suspirando.

–No me está permitido –murmuró.

Inmediatamente comenzó a ejecutar la obra que se había


propuesto. Había un armario profundo, tan espacioso como
una pequeña habitación, en una de las paredes de la estancia.
Lo abrió y llevó allí la luz. Estaba todo lleno de vestidos
colgados; mas no vestidos vulgares, sino de los que se ven en
los guardarropas de los teatros, aunque verdaderamente
espléndidos. De entre ellos sacó primeramente una bata
blanca, la misma que había llevado puesta en cierta ocasión en
que Horacio la había ido a ver a la casa del jardín… Aquella
bata que daba a Fleta el aspecto de una sacerdotisa. Tal vez

319
era, en efecto, el traje de alguna orden extinguida hacía largo
tiempo.

Después arregló su tocado cuidadosamente ante el gran


espejo del laboratorio. Todas las huellas del viaje
desaparecieron. Aguas perfumadas devolvieron a la piel su
delicada frescura. Limpió sus cabellos, arrollándolos después
artísticamente sobre su cabeza a manera de una corona.

Se vistió su bata blanca, cerrándola en el cuello con un


imperdible muy antiguo que sacó de un estuche cerrado con
llave.

Al hacer esto, el fuego acudió a sus ojos; la luz resplandeció


en su semblante.

–Sí –dijo–, soy otra vez aquélla, tengo su fuego y su valor.


Soy la sacerdotisa de los desolados bosques mirando para
guiarme, no a una inteligencia humana, sino al primer rayo de
la aurora. Soy tan fuerte en esta personalidad como en la de la
Princesa Fleta. ¡Tomé yo y use el fuerte valor de aquella pura
naturaleza! No puedo ser de nuevo enseñada por los espíritus
del aire y de agua, pero puedo ser tan indiferente hacia el
hombre como entonces lo era. ¡Ven con tu fuerzas mi pasado
ser! ¡Acude al altar de la solitaria tierra de los bosques!
Diciendo esto se retiró del espejo murmurando apenas un

320
imperceptible y monótono canto, un rítmico murmullo lleno de
magia que hacía hervir la sangre en sus propias venas.

Sacó entonces del gran armario otro gran vestido –aquel de


adivinadora que llevaba puesto cuando conoció a Horacio por
primera vez–. Con aquel gran manto y la capucha, oculto por
completo su blanco traje. Después enmascaró su rostro, de
modo que tan sólo dejara ver su mirada, que parecía así mucho
más maravillosamente brillante.

321
CAPITULO XXIV
Dos horas después Fleta se presentaba a la puerta del
Palacio. El banquete había terminado y los invitados entraban
en tropel en el salón de baile. No se trataba de un baile de
máscaras como aquel en que usó de su disfraz por primera vez,
por lo cual fue necesario apelar a un plan más complicado para
obtener la admisión. Reconoció a todos los sirvientes que
esperaban a los convidados en la entrada redonda y en la gran
escalera de roble. Escogió a uno del grupo y, dirigiéndose a él,
le dijo:

–Decid al Rey que deseo hablar con él.

El servidor, al ver la encorvada figura de aquella aparente


vieja, se rió.

–Esta noche no podéis –dijo.

–Pues será esta misma noche cuando le hable –replicó Fleta


mirándole fijamente con sus maravillosos ojos.

La sonrisa del criado desapareció.

–Es imposible, en verdad –dijo entonces–. Venid por la


mañana.

–Deseo entrar en el salón de baile –dijo Fleta–. Divertiré a


los convidados si agrada a S. M.
322
El criado movió negativamente la cabeza.

–Esta noche no –repitió–. La gente es demasiado grande.

–Les contaré cuentos de ellos mismos que les hará mirarse


estupefactos –dijo Fleta con una curiosa sonrisa que obligó al
criado a mirarla extrañado.

–No podéis estar aquí –dijo al mismo tiempo que llegaba a


la puerta un nuevo grupo de invitados. El manto rojo de vieja
adivinadora daba a Fleta un aspecto extrañísimo. Cuando
pasaba aquel grupo, Fleta saludó ceremoniosamente a una
hermosa dama, a la ves que la decía en voz baja:

–Lograréis vuestro deseo, duquesa. Pero no como os


agradaría. Vuestro esposo perderá esta noche, jugando, todo
cuanto posee y se suicidará antes de abandonar el tapete.

La señora se detuvo mirándola con ojos desmesuradamente


abiertos y después se marchó apresuradamente, pálida y sin
habla.

–¡Vamos!, es preciso que os marchéis –dijo el criado con


bastante dureza–. Esto no puede continuar. Fleta avanzó
rápidamente y deteniendo a la duquesa exclamó:

323
–Si me ayudáis os ayudaré. Jugad esta noche y dejad que
me siente a vuestro lado. Ganaréis más de lo que vuestro
marido pierda.

–Imposible –dijo la duquesa–. ¿Cómo voy hacer semejante


cosa?

–Diciendo al Rey que necesito hablarle. Que tengo noticias


de su hija que ha sido encontrada.

La duquesa la miró estupefacta; pero enseguida cambió su


rostro y se echó a reír.

–Me parece que habéis ido más allá de lo que debíais,


buena mujer –dijo–, creo que me arreglaré esta noche sin
necesidad de vuestra ayuda.

Fleta se apoyó en la pared silenciosa y asombrada. El criado


se acercó de nuevo y le dijo que tenía que marcharse.
Entonces se quitó del dedo una sortija, diciendo:

–Llevad esto al Rey, y decidle que su dueña desea entrar


esta noche en el salón.

El criado vaciló, miró a la sortija asombrado evidentemente


por su valor y belleza. Por fin se resolvió, y salió en dirección a
las regias habitaciones.

Tardó más de un cuarto de hora en volver.


324
–Venid –dijo–, el Rey ha dicho que podéis venir.

La encorvada figura subió la escalera adornada de flores y


entró por entre la multitud de cortesanos y de damas
espléndidamente vestidas. Todo el mundo la miraba. Suponían
que se trataba de alguna sorpresa del Rey; de alguna
inesperada diversión de aquella noche.

Alguien que había cerca del trono anunció la entrada de la


adivinadora. El Rey se volvió apresuradamente; estaba
turbado, ansioso por saber quién llevaba aquel anillo que era
de su hija y qué había pertenecido a la madre de ésta.

–Cuando vine aquí, Señor –dijo Fleta con una voz casi
imperceptible–, creí que se hablaba de un baile de máscaras;
por esto me dispensará V. M. me haya presentado con este
traje. Mas, dejadme pasar como una adivinadora y divertiré a
algunos de vuestros convidados, y además os diré el asunto
que me ha traído a vuestro Palacio,

–Cómo queráis –dijo el Rey, no encontrando otra salida a


aquella situación–. Os dispondrán un pequeño gabinete y allí
tendréis vuestra recepción.

–Ahora os ruego me devolváis la sortija –dijo Fleta en la


misma voz baja que antes empleaba.

325
El Rey vaciló sin saber qué hacer. Pero Fleta tendió por
debajo del manto su mano izquierda hacia él, como para coger
la sortija. El Rey se estremeció violentamente y dejó escapar
una contenida exclamación. Aquella mano no podía
equivocarse con otra una vez vista. Dejó caer la sortija en su
palma. ¡Oh, cómo miró aquella mano!

Fleta la escondió apresuradamente bajo su manto; no podía


comprender la actitud del Rey y era, además, hora de acabar
con aquella situación que comenzaba a despertar curiosidad.

Pero en aquel mismo momento se lo explicó todo, pues allí,


al otro lado del Rey, se vio a ella misma, hermosa, triunfante,
radiante, vestida con el mayor esplendor y las más fantásticas
joyas.

Instantáneamente lo comprendió todo y se maravilló de su


evidente ceguera. Aquella mujer era Edina y el hombre que
estaba a su lado el más hermoso de todo el salón, el joven
aquel cuyo rostro encendido de amor y de orgullo ahora veía
ofreciéndole su brazo, era Horacio Estanol.

Todo el grupo aquel que rodeaba al Rey estaba a la entrada


del salón del baile. En aquel momento comenzó la orquesta a
ejecutar un vals de gusto exquisito y Fleta vio aquellas dos
figuras alejarse hacia el otro lado del salón, siendo la primera y

326
durante unos momentos la única pareja del baile. Después los
contempló durante algún tiempo deslizarse maravillosamente,
como formas de una visión que se moviera de una manera
rítmica.

Fleta se alejó rápidamente.

–Yo misma y otra, a la vez –pensó, pero sus pensamientos


fueron de pronto interrumpidos por algunas palabras que oyó
a su alrededor.

–¡Qué espectáculo! –decía alguien a su alrededor–.


Siempre me pareció algo loca la Princesa –continuó diciendo
la misma voz–, pero nunca creí que pudiera llegar a semejante
cosa. Figuraos que no ha querido llevar traje de luto, ni aun
permanecer en sus habitaciones, porque el cuerpo del Rey
Otto no ha sido encontrado, cuando hay aquí mismo, esta
noche, dos o tres oficiales que le vieron caer… ¡Oh, es atroz!
No comprendo cómo el Rey lo permite.

–Se dice que nunca tuvo influencia alguna sobre ella –


continuó la otra persona–. Es una hechicera que le ha obligado
a dejarla hacer lo que quiere.

–¡Oh! Pero pasear ante los ojos de todos, y en esta ocasión,


su intriga amorosa con Horacio Estanol es de un gusto
execrable.
327
Mucho más se dijo, pero no pudo Fleta detenerse a
escucharlo: alguien le mostraba el camino del pequeño
gabinete dorado que el Rey había destinado para ella. Allí se
sentó sola y reposó. Habíase quitado su careta y apoyaba su
cabeza en su mano tratando de pensar. Pero un pequeño ruido
que se oyó en la puerta la obligó a colocarse apresuradamente
el antifaz.

Dos o tres señoras de la corte entraron una tras de otra


seguidas de algunos cortesanos; poco después salían pálidas y
asustadas. No sólo las había alarmado el especial conocimiento
de la bruja, sino las severas palabras que oyeran de ésta. Hubo
entonces una pequeña pausa, después algunas risas que se
oyeron fuera de la puerta y por último se abrió ésta dejando
aparecer en su dintel a Edina y Horacio. Fleta fijó sus ojos en
la imagen de sí misma sin ver siquiera a Horacio. Edina
penetró sola en el cuarto cerrando la puerta. Parecía que tenía
pocas ganas de hacerlo, a juzgar por la sonrisa que murió en
sus labios. Fleta arrojó violentamente de sí su manto y su
careta y se levantó mirando terriblemente a la joven. De aquel
modo estuvieron una enfrente de otra durante un momento,
contemplándose en silencio. Entonces habló Fleta, con fría y
dura voz.

328
–Has hecho traición a mi confianza; esta comedia debe
acabar. No te necesito ya más.

Edina se estremeció y se puso pálida.

–Creí que estabais muerta –dijo estúpidamente como si no


se le hubieran ocurrido otras palabras.

Fleta la miró con desprecio.

–Como si yo pudiera morir mientras tu vivieras –dijo–.


Mas, bastante has tenido ya con estos días y estas noches para
usar de mi poder y de mi nombre manchándolos. Idos, ahora,
ya es tiempo de que lo hagáis. E idos para siempre; nunca más
ocuparéis mi puesto ni volveréis al monasterio; ningún derecho
tenéis para estar allí. Volved a vuestra casa con los
campesinos.

Edina lanzó un agudo grito de dolor y retrocedió como si


Fleta le hubiera pegado. Pero no dijo nada; todo poder parecía
haberla abandonado.

–No hay tiempo que perder –dijo Fleta, después de una


pausa–. Habéis hecho mucho mal y tengo que deshacerlo.
Vamos, despojaos de mi parecido, quitaos ese vestido. Arrojad
fuera de vos esas locas ligerezas que han trastornado vuestro
cerebro.

329
Al oír esto Edina retrocedió y cayó sobre una silla. Una
especie de estupor y de desamparo parecía haber caído sobre
ella. No obstante, obedeció a Fleta de una manera mecánica
que inspiraba compasión; quitó, pues, de sus cabellos, las
joyas. Desprendió de su cuello los diamantes, comenzó a
desatar lentamente el lujoso vestido que llevaba. Fleta la
observaba fijamente sin disminuir la intensidad de su mirada.
Pero lo más extraño de aquella escena, si hubiera podido
haber quien la presenciara, fue que el parecido entre las dos
hermanas comenzó a disminuir por momentos y cuanto más
obedecía Edina, mayor era el cambio que en ella se verificaba.
Se inclinó hacia adelante de modo que su estatura parecía
disminuir. Sus ojos se estrecharon y contrajeron, su boca
perdió su firmeza dejando caer el labio inferior. De tal modo
quedó cambiado por completo el aspecto de aquel rostro.
Nadie la hubiera tomado ya por Fleta, aunque el aspecto y el
color de las dos era aún el mismo. Pero el espíritu había
abandonado a la una y se había hecho más vigoroso en la otra.
Nunca había parecido Fleta tan poderosa, tan completamente
dueña de sí misma como en aquel momento. Todo su valor y
confianza habían vuelto a ella en aquel instante en que
descubrió la urgente necesidad de acción.

330
Al final se aproximó a Edina y estuvo algún tiempo a su
lado. Ésta, estremeciéndose y con la voz entrecortada por el
terror, le dijo:

–¿Qué hacéis?

–Leo vuestros pecados. Acabo de descubrir que si no limpio


esos pecados, tendréis que responder de la muerte de un alma
que lucha, vos que no sois lo bastante fuerte para responder
por vos misma. ¿Cómo osasteis juguetear con Horacio
Estanol? ¿No sabíais que era un escogido? ¿No podíais
haberes contentado con arrastrar mi nombre y hacer de él una
cosa risible, sin entremeteros con uno de los pretendientes a la
Gran Hermandad? ¿No recordabais que era un escogido?
¿No lo habíais visto en el bosque? ¡Ah, traidora! ¡Ingrata! No
sois capaz de ser sino un mero instrumento. No podéis alentar
un alma dentro de vuestro cuerpo vicioso. Idos; no soy yo la
que os condena, sino la sagrada Hermandad. Habéis
traicionado la confianza puesta en vos; sufriréis por ello.

Fleta cesó de hablar y el cuarto quedó por completo


tranquilo. Edina estaba anonadada, sin pronunciar una
palabra; la misma Fleta estaba sumida en meditación profunda
con sus ojos fijos en algo terrible que en realidad solo era
visible a su mente.

331
De nuevo vio su propio crimen, ejecutado por la ligereza de
alguien más débil que ella.

–¡Oh, cuánto tengo que pasar por unas cuantas salvajes


horas de infatuación! –murmuró– ¿Por qué la imagen de mi
maestro acudió a mis ojos cegándoles para todo lo demás?
¿Por qué dije a aquella bruja que vertiera locamente su
ponzoña en mi alma, haciéndome soñar que mi maestro me
necesitaba? ¿Cómo pudo bastar tan corto espacio de locura
para destrozar un ejército, para sacrificar su Rey y para hacer
olvidar a esta pobre muchacha todo lo que es bueno ante los
efímeros placeres? ¡Oh, tengo mucho que hacer y tengo que
hacerlo sola! Ahora no tengo maestro. ¡Cómo es posible que lo
tenga, habiendo sacrificado su confianza! ¡Oh, Fleta, Fleta!
Estate pronta a aprender la horrible lección. Aprende que no
habrá ya para ti, en lo sucesivo, hombre ni mujer a quien
puedas amar o en quien puedas apoyarte.

Hablaba ahora fuerte y de un modo vehemente. Al


pronunciar sus últimas palabras se dirigió a la puerta, y
entreabriéndola, dijo a la persona que estaba más cerca que la
Princesa deseaba ver al Rey inmediatamente.

Dos o tres minutos después, su padre abría la puerta y


entraba. Fleta la cerró prontamente. El Rey se quedó

332
asombrado mirando en silencio a una y a otra figura. Ambas
estaban transformadas y la situación era inexplicable.

333
CAPITULO XXV
–Su época acabó –dijo Fleta después de unos momentos–.
Tiene que marcharse.

–¿Pero quién? ¿Qué quiere decir esto? ¿En qué locura


estáis ahora obstinada?

–Sabed –dijo Fleta tranquilamente–, que esta muchacha,


pobre campesina, ha ocupado aquí mi lugar antes de ahora.

–Eso me habíais dicho pero nunca lo creí.

–Seguramente lo creeréis ahora. ¿Visteis mi mano y me


reconocisteis inmediatamente cuando entré disfrazada?

–Ciertamente. Pero, ¿por qué entregarse a todas estas


farsas?

–Además, os diré que no es por mi causa por lo que está


aquí, sino por su propia osadía; lo cual merece un castigo.

–Pero, ¿cómo es posible todo esto a mis propios ojos?


¡Fleta, me estáis engañando!

–En verdad que habéis sido engañado –dijo Fleta


fríamente–,, pero no lo hubierais sido tan fácilmente si
hubierais escuchado la voz de nuestros instintos y sentidos
más altos. Edina podría engañar al mundo y aun al mismo

334
Horacio Estanol, ciego como está de pasión, pero no a vos…
Conoceríais a vuestra hija si no sacrificarais todo derecho a
vuestra vida de relación con ella. Pero, por ahora, lo que urge
es poner fin a esta escena. Es preciso que ideéis algún medio
de enviar a Edina fuera de Palacio sin que sea vista y de que
yo vaya del mismo modo a mis habitaciones. Estoy fatigada
por las penalidades que he sufrido.

–¿Cómo? –dijo el Rey–. ¡No hay otra salida de este cuarto


que la que conocéis!

–¿Estáis seguro? –preguntó Fleta–. ¡Pensadlo! Había


vivido tan poco tiempo en el Palacio que nada sabía acerca de
su construcción y de sus pasillos o puertas desconocidas que
seguramente poseía.

–Estoy seguro –contestó el Rey.

–Entonces, tendré que obrar por todos –dijo Fleta–. Vamos,


Edina, daos prisa, quitaos ese traje y dádmelo.

Edina ejecutó aquella orden temblorosamente. Su rostro


estaba pálido como su traje. En tanto se despojaba de su ropa,
el Rey la observaba minuciosamente. De pronto se volvió con
impaciencia hacia Fleta.

–Siempre habláis en enigmas –dijo.

335
–Contesto con franqueza –replicó Fleta–, como contestaré
siempre.

–¿Dónde está vuestro esposo?

–Muerto. Yo misma vi su cadáver. Yo misma le vi arder y


yo misma vi su espíritu libre de su cuerpo.

–¿Luego es cierto? –exclamó el Rey tristemente–. ¡Había


esperado aun en contra de mis pensamientos!

Mientras el Rey hablaba, Edina se había vestido con el traje


de adivinadora y había cubierto su rostro con el antifaz. Fleta
no puso sobre ella su bata de sacerdotisa, sino que colocó
simplemente su manto, a pesar de lo cual, Edina quedó
perfectamente disfrazada. En seguida le dijo:

–Ahora encorvaos, imitándome. Podéis resultar idéntica.


Volviéndose al Rey, añadió:

–Podéis abrir la puerta y dejarla salir inmediatamente.

Antes de que saliera, añadió por último:

–Daos prisa, Edina, id a vuestra casa y arrepentíos. No


olvidéis que si no guardáis una gran vigilancia sobre vuestra
lengua referente a todo lo que habéis oído y visto, los Oscuros
Hermanos os castigaran con la muerte inmediata, ¡Os lo
prevengo!
336
El Rey abrió la puerta y Edina salió, encontrándose en
medio de la multitud asombrada por tan inesperado
espectáculo.

Fue preguntada y asediada por todas partes, mas atravesó


en silencio las habitaciones y desapareció en la gran escalera.

–¿Qué de extraordinario habrá sucedido? –se decían los


convidados unos a otros– ¿Por qué siguen el Rey y la Princesa
encerrados ahí dentro?

Entretanto el Rey preguntaba a la Princesa:

–¿Qué es lo que vamos a hacer ahora?

–Vos debéis salir –dijo ella, vistiéndose rápidamente el


brillante traje de Edina–. Debéis decir que la bruja vino para
traerme noticias ciertas de la muerte de Otto y entregarme el
anillo del sello que llevaba en su dedo. Ved: tengo aquí el
anillo. Yo misma lo saqué de su mano. Los convidados se
retirarán y yo me quedaré en mis habitaciones ocupando mi
lugar como su viuda vuelta a vuestro lado.

–Tenéis razón –dijo el Rey–. Es el mejor medio. ¿Estáis


preparada?

–Sí –dijo Fleta–. Idos. Dejadme la puerta abierta cuando


salgáis y dejad que venga a mi lado todo el que lo desee.

337
Se sentó en una silla al lado de la mesa, apoyando en ella su
brazo y dejando caer sobre él su cabeza. Estaba
completamente fatigada y sabía que con abandonarse a su
positiva sensación de cansancio físico y moral, no necesitaría
fingir apariencia alguna de pesar. En el momento en que
disminuyó el esfuerzo que la mantenía, la luz desapareció de
su rostro, sus ojos se nublaron y todo su aspecto fue el de una
persona anonadada bajo un golpe terrible.

En el momento en que el Rey salió del cuarto, Horacio


Estanol apareció en la puerta. Mas, cuando vio la figura de
Fleta, no entró; quedó mudo y lleno de horror en el umbral.
Oyó en aquel momento hablar al Rey y se volvió para
escucharle. Entonces algunas damas de la corte llegaron a la
puerta y pasaron. Una hora antes, enloquecido por su amor
hacia Fleta, hubiera arrastrado cualquier comentario y hubiera
sida el primero en acercarse a ella, pero una extraña frialdad
había caído sobre él desde el momento en que tropezaron sus
ojos con los de la bruja. ¡No la había conocido! –tanta era su
ilusión y ceguedad–. Pero había quedado sobrecogido y no
dejó ya un momento dé vagar intranquilo y lleno de temor ante
la puerta del cuarto. Ahora que veía allí su figura rígida y con
una tal mirada de muerte en los ojos, no podía menos de
conmoverse, dominado por una sensación que no podía
338
comprender. Sentía como si una mano fría como el hielo se
hubiera posado sobre su corazón, deteniendo sus latidos. ¡Ah,
pobre Horacio!

Media hora después el Palacio estaba casi desierto. Aun


quedaban algunos invitados, cuando Fleta se levantó y
atravesó por entre ellos majestuosa, entristecida, con los ojos
oscurecidos.

–¡Debía quererle! –comenzaron a murmurar–. En realidad


no le creería muerto. ¡Y nosotros que la creíamos sin corazón!

De este modo la joven reina no coronada, la joven viuda, se


retiró a sus habitaciones en compañía de la compasión de toda
la corte. ¿Quién hubiera podido adivinar la honda soledad y el
dolor sin esperanza de aquel corazón? El neófito que había
fracasado y perdido en el fracaso todo lo que hace cara la vida;
el candidato a la iniciación que sabe que toda compañía y todo
amor deben ser para siempre abandonados. Sólo éste.

Terrible momento de la vida humana el de la sombra antes


de la aurora, cuando el amor, la pasión y toda amistad y
compañía deben ser para siempre desechados por la absoluta y
desamparada soledad que obscurece la puerta de la iniciación.
Nadie osa penetrar en una hora tal de desesperación y de
agonía. Fue fácil para Fleta aparentar la acongojada actitud de

339
una viuda anonadada, teniendo en su corazón la pena terrible
que todo fracasado espiritual lleva en su corazón. La pena de
la rendición completa, no de un amor, ni de un amado, sino de
todo, no toca al alma, ni mancha los pensamientos, de quien se
ha puesto en condiciones de penetrar en el vestíbulo de la
iniciación.

340
CAPITULO XXVI
Fácil en extremo le fue a Fleta representar el papel de una
persona dominada por el dolor. Se encontraba cerca de la
crisis, cerca del más amargo sufrimiento de su vida, y el
terrible sentimiento del pasado estaba en su camino. Cuando al
día siguiente, una vez levantada se vio en el espejo, encontró
su rostro gastado, macilento, con los ojos rodeados de sombras
y una nueva arruga de dolor en su frente. Vio todo esto, pero
sin extrañarse. Era lo que esperaba ver, pues había dejado
desencadenarse la tormenta en su alma durante la noche.

Ahora se decía a sí misma: «La expiación se acerca… Tiene


que comenzar la expiación.»

Era una mañana clara, lozana y fresca. Fleta se había


levantado muy temprano y había abierto de par en par su
amplio ventanal. Desde éste se veía la ciudad y a lo lejos las
azules crestas de los montes. Fleta estuvo en la balaustrada
largo tiempo, bebiendo la frescura de la mañana y dejando
henchir su alma de una paz tenue y confusa que parecía llegar
del amplio cielo. De pronto un ruido producido en su cuarto
atrajo su atención y la obligó a volverse. Una figura había en
él. La miró dudosamente; era su padre, era el Rey.

341
Éste observó con ansia a la Princesa. Vestía una bata
blanquísima, sobre la que caían sus oscuros cabellos como una
masa confusa. Era una figura triste.

–¿Os asombráis de esta visita temprana? –preguntó el Rey–


. No he descansado en toda la noche, he pasado vagando por
el jardín y ahora, cuando os he visto he subido. He venido a
haceros una pregunta extraña: ¿Quién sois? ¿Qué sois?

–¿Por qué me preguntáis esas cosas? –dijo Fleta en voz


muy baja.

–Porque no podéis ser mi hija, ni tampoco la de vuestra


madre. La experiencia de anoche me convenció de vuestros
extraordinarios poderes. Arrancasteis de Edina su parecido
con vos. ¿Cómo? No lo puedo decir. No quería creer hasta
ahora que poseíais conocimientos de magia, pero ya es inútil
ocultar la verdad. Os he estado mirando desde el jardín, no
hay en vuestra figura un solo rasgo de mis antepasados ni de
los de vuestra madre. Os he visto sin disfraz alguno, como
nunca lo había hecho… pues siempre habíais llevado careta
para mí y he descubierto en vos una honda desemejanza con lo
que os rodea que ha hecho nacer en mí apasionada curiosidad
hacia vos… Vuestro rostro, desposeído de sus dulces encantos,

342
es el de un ser varonil. A través de él se trasluce un espíritu
que sufre. ¡Decidme, os lo ruego!, ¿quién sois?

–¡Soy vuestra hija! –exclamó Fleta–. No tenéis necesidad


de dudarlo. No tenéis necesidad de creer que fui cambiada en
mi cuna. Mi herencia es verdadera a pesar de ser desemejante
a ti y quienes vivieron antes que vos.

–¡Vuestra herencia! ¡Ni es física, ni moral, ni visible de


ninguna manera!

–Eso –dijo Fleta–, es porque me he modelado yo para mis


propios fines.

–¡Estáis ahora hablando como lo que sois! ¿Qué poder


extraño es el vuestro? ¿De dónde lo habéis obtenido? ¡Oh,
vos no sois una mortal común!

Fleta se sonrió con una tristeza infinita.

–No lo soy, en efecto; no. La diferencia no ha sido sino una


sola cosa: que descubrí un camino que conducía hacia la
divinidad y le seguí… Mas, ¡ah, que perdí el camino!

–¡No lo comenzasteis a recorrer desde que os conozco! –


exclamó el Rey con voz conmovida–. ¡Lo comenzasteis antes!

–En verdad –repuso Fleta–, mucho antes, en una edad


arcaica, cuando el mundo era un vasto desierto de belleza
343
salvaje… Entonces, en aquel pasado remoto tracé mí destino
por un terrible acto de rebeldía contra la pasión que hace
posible la vida humana… Contra el ansia ciega del hombre
deseoso de una sensación que lo arroja a este triste mundo de
la materia y le obliga a vivir innumerables vidas incultas
dignas de bestias… ¡Oh, yo me rebelé! Levanté mi mano y
tomé su vida. Fue aquel el primer paso en el poder, paso que
he expiado a través de muchas existencias de dolor. Mas, con
el poder, adquirí ciencia y comencé a escalar el gran camino de
lo infinito, y en cada renacimiento he ganado mas ciencia y
más poder.

Cesó de hablar. Dejó de pronunciar aquellas palabras,


apasionadamente y con el corazón conmovido. El Rey no
había apartado sus ojos de ella. El soldado, el hombre rudo y
casi desprovisto de sentimientos, estaba ahora hechizado. Se
encontraba ante una sorprendente realidad.

–¡Seguid, seguid! –dijo–. ¿Por qué sufrís ahora?

–¿Tenéis verdadero deseo de saberlo? ¿Sois sincero


preguntándomelo?

–¡Oh, lo deseo mucho! –exclamó el Rey con voz apagada.

–Tenéis derecho a preguntármelo –dijo Fleta–. No sólo


como padre sino como servidor de la Blanca Hermandad.
344
Estáis casi bajo su influencia sin que nunca os hayáis dado
cuenta de ello. Os diré, pues, que he estado poseída de una
arrogancia que me convencía de que yo por mi único esfuerzo
podría obtener el derecho a entrar en la Sagrada Orden. Mi
anhelo por entrar en ella me dio el privilegio de nacer en
vuestra familia, y he tenido grandes oportunidades…
Concluyó en tono de infinita tristeza: ¡pero he fracasado…!

–¿Por eso sufrís? –preguntó el Rey.

–No –contestó Fleta–, sufro porque aquellos que ha mucho


tiempo me amaban, siguen amándome todavía. Han
permanecido y quieren seguir permaneciendo en el
maravilloso jardín de la vida, en el que la naturaleza florece
con soberbia fertilidad y no saben que ese jardín es hermoso
¡pero que no puede serlo más! Una fuerza que siempre
trabaja, una fuerza que exige, que demanda progreso, existe.
Después de la flor, el fruto… Ser hombre y mujer, vivir uno
para otro, es hermoso como lo es todo en la naturaleza. Mas,
tiene su fin. El milagro de la transmutación ha de hacerse. La
dulce blandura de la florecilla –mera belleza–, ha de pasar y el
verde fruto ha de formarse y madurar hasta su recolección. La
experiencia debe ser atravesada y el alma debe continuar su
camino. Pero ¡he aquí que hay alguien que le impide atravesar
por las excelsas puertas a causa de su amor! ¡He de
345
purificarle, he de conducirle conmigo, o de lo contrario
perderé toda esperanza de llegar jamás a mi meta!

Fleta apenas parecía fijarse a quien hablaba. Sus contenidos


sentimientos apenas habían prorrumpido en palabras y la
emoción la hacía hablar sin detenerse. Hubo, sin embargo, una
breve pausa. Entonces el Rey se acercó a ella.

–Decidme –preguntó–, ¿qué soy para vos?

–Un amigo, un simple amigo bueno y fiel, nada más.


Vuestras experiencias en la vida han estado lejos de las mías.
Excepto en determinadas circunstancias, nunca hemos sido
padre e hija.

–Es verdad –contestó él suspirando–. ¡Sin embargo, yo


desearía que lo fuéramos! Pero estáis mucho más allá que yo.
¡Ayudadme!

Fleta tendió hacia él su mano. El Rey la estrechó en


silencio. Pero Fleta se aparto de él, dejándose caer en una silla,
completamente emocionada y con una mortal palidez en su
rostro. El Rey, alarmado, salió inmediatamente de la estancia y
volvió trayendo un vaso de un licor reconfortante que llevó a
los labios de Fleta. Ésta abrió sus ojos y sonrió dulcemente,
pero apartó su mano.

346
–No me es necesario –dijo al anciano–. Mirar la pasada
escala de la vida, es más de lo que puede resistir el cerebro
humano. La razón se tambalea ante tal espectáculo. ¡Oh, qué
abismo tan hondo! ¡Oh, qué altura tan increíble! Mi mente
está gastada y necesita descanso. Necesito dormir o perderé
mis sentidos. Haced, os lo ruego, que nadie me moleste hasta
que yo llame; y hacedme asimismo un gran favor: que se
busque a Horacio Estanol. Necesito verle cuando despierte.

Se levantó y se acercó al lecho.

¡Oh, qué desfallecida figura la suya! El Rey se alejó sin


poder soportar tal espectáculo.

Fuera ya de aquella impresión, llamó a una doncella y le


ordenó permaneciese a la puerta vigilando la estancia para que
la Princesa no fuera molestada. Después envió a Horacio un
mensajero…

Luego en su despacho, meditó. Sus pensamientos se


agolpaban en su mente… Se sumergían en el pasado, saltaban
hacia el porvenir… Estaba inconsciente de la realidad del
momento.

347
CAPITULO XXVII
Fleta despertó tres horas después. Había quedado sumida
en un sueño tan profundo que parecía como si volviera de la
muerte. Su mente estaba descansada y su fuerza interna
restablecida. Encontrase, pues, dispuesta para continuar su
obra.

Se levantó y llamó a la camarera que había vigilado la


puerta. Penetró en la habitación y, cuando supo que Fleta
deseaba vestirse, salió un instante volviendo con unas cuantas
costureras que habían estado trabajando toda la mañana
laboriosamente. En un corto espacio de tiempo Fleta se bañó y
fue peinada y vestida de negro –de luto– por el esposo de un
día.

Su brazo quemado había sido envuelto en seda negra y


cuidadosamente sujeto. Cuando se miró en el espejo sonrió.
¡Fleta, la hermosa, la radiante, desfigurada y vestida de aquel
modo! Se retiró de allí arrastrando tras ella la negra cola de su
traje.

Había preguntado por Horacio y sabía que estaba


esperándola en su antiguo gabinete –aquel retiro de su
pubertad que aun permanecía como en los tiempos en que por
capricho o necesidad lo habitaba… brillante… decorado de
348
blanco y oro… con las paredes cubiertas de libros y las
ventanas llenas de flores.

Horacio se levantó súbitamente cuando la Princesa


apareció en la puerta, y no pudo reprimir una exclamación de
dolor cuando la vio. El cambio desde Edina, flor de la alegre
vida superficial, hasta aquella mujer pálida y llena de dolor,
era terrible. El enlutado traje acentuaba más aquella transición
y hería y sorprendía a Horacio. En su felicidad reciente había
olvidado que era la esposa de Otto. Aquella idea le hizo ahora
ocultar su rostro entre las manos.

–No os aflijáis así –dijo Fleta en tono dulce y suave–. Esto


tiene que pareceros terrible y más aún cuando ayer mismo
bailabais con mi burlona sombra. La he apartado ya de mí
para siempre, porque traicionó muy hondamente mi confianza,
haciéndoos traición a vos mismo. ¡Oh, cómo habéis sido
engañado; vos, nacido bajo la estrella de la verdadera ciencia
como yo! ¡Vos, uno de los hijos del esfuerzo! Bien sé que
echabais de menos ese mi fantasma y que le amabais con
ternura. Leo el dolor en vuestro corazón, porque me muestro a
vos tal como soy; sin mi apariencia astral, sin belleza, sin
juventud y sin alegría. Querido amigo mío, no tenéis fuerza
para elegir entre el dolor y el placer. Si escogierais éste,
estarías siempre persiguiendo una mariposa que nunca
349
alcanzaríais y la persecución se convertirla pronto en dolor.
Pero aun cuando no tenéis poder para esa elección, yo puedo
presentar otras cosas a vuestra vista. Podéis escoger entre esta
Fleta que ahora os habla y la otra que hace horas adorabais,
mi burlona sombra…

–¿Dónde encontrare a esa Fleta? –preguntó Horacio con


doloroso acento.

–Seréis burlado por ella cuanto queráis, si la escogéis –


contestó Fleta.

–Pero, ¿será un disfraz vuestro?

–¡Ah! ¿Queréis a las dos Fletas en una sola? –exclamó ella–


. No, eso terminó ya. Lo habéis deseado mucho tiempo y de
vez en cuando creíais que lo habíais obtenido, ¿no es así? En
aquella mañana llena de sol –cuando viajamos por primera
vez, y algunas veces en la casa del jardín–, os imaginasteis que
podíais, sin perder la sacerdotisa reclamar la mujer, ¿no es
cierto? ¡Oh, eso era imposible! Jamás ha sucedido, ni podrá
suceder. Hoy tenéis que aceptar una u otra. Os he esperado
bastante tiempo; ahora es preciso que escojáis. Tengo poder
para daros lo que deseáis, si sólo deseáis la mujer, lo que
muere. Haré que este cuerpo sea bello y alegre y os lo dejaré
para diversión vuestra. Estoy tan cansada de él que sólo por

350
vos no lo he abandonado. Mas, si hicierais esta elección nos
separaríamos para siempre. Aceptadme, pues, tal como soy,
como una servidora de la ciencia. Entonces no reconoceréis en
mí sino vuestro maestro y sólo podréis exigirme ciencia.

Horacio se levantó agitado. Parecía como si sus sentidos le


fueran a abandonar. Se dirigió a una de las ventanas y allí
permaneció un momento. Después volvió y se colocó frente a
Fleta.

–No soy lo suficiente fuerte para hacer tal elección –dijo


con una especial entonación de desafío.

–¡No sois lo suficientemente fuerte! –exclamó Fleta


despreciativamente–. ¡Idos pues! ¡Seguid por vuestro propio y
negro camino con toda la oscuridad que os habéis creado!
Pero, no culpéis luego a nadie por grandes que fueren vuestros
sufrimientos. Habéis invocado las falsas sombras que rodean
al hombre que no sabe si él mismo desea el bien o el mal.
¡Todo ha concluido!

Dicho esto, salió lentamente del cuarto, arrastrando tras


ella su negro vestido. Horacio se lanzó hacia ella para
detenerla, pero retrocedió de nuevo, quedándose inmóvil. Por
fin, después de un largo silencio se repuso y ya no deseo sino
salir del palacio sin tener que hablar con nadie: y así lo hizo,

351
aunque tuvo que salir como un ciego guiándose por las
paredes… Estaba trastornado, inconsciente de lo que hacía.
Una gran soledad roía su corazón, trabajando, minando tan
positivamente en él como la necesidad física roe en las
entrañas. Habiendo adorado en Fleta, a la mujer, no había
hecho sino adorar una imagen y ahora parecía que ésta había
sido despedazada ante sus ojos quedando como una estatua
rota, destruida para siempre. Su único consuelo era no haber
sido é1 quien escogiera un ídolo tan frágil. Aún así, un
recuerdo le atormentaba: el desprecio de Fleta cuando le
confeso su debilidad. Le producía angustia y perplejidad. No
sabía que si se hubiera atrevido a elegir la mujer tal vez Fleta lo
hubiera despreciado menos, aunque desde luego lo hubiera
compadecido, porque lo condenado por ésta, fue más aquella
fugaz debilidad. Si hubiera encontrado valor suficiente para
decidirse positivamente por el mal, hubiera echado los
cimientos de un tal poder, que le hubiera capacitado después
para escoger el bien en el transcurso de otra existencia.

La ocasión había ciertamente llegado, mas, fue de tan


instantánea y fugaz duración, que le parecía a Horacio que no
le había dado ni tiempo para decidirse y escoger. Por otra
parte comprendía que si aquel momento hubiera sido
prolongado, al cabo de dos mil años no hubiera estado más
352
cerca de la elección que entonces. ¡Quién sabia, además, si
aquel momento que parecía haber llegado tan
inesperadamente, era, en verdad, un verdadero resumen, una
síntesis de su vida! El hecho era que desde que había conocido
a Fleta estaba en un tal estado de desdichada indecisión, que
cuando se le presentó la ocasión de decidirse, se había sentido
incapaz de aprovecharse de ella. Aun no había considerado su
situación desde este punto de vista, aunque no tardó en
presentársele más tarde. Sólo una cosa conocía: que había
perdido a Fleta, a la Fleta que él había conocido y adorado, a
la mujer y a la sacerdotisa.

Todo había concluido.

353
CAPITULO XXVIII
A la mañana siguiente Fleta tuvo una larga conversación
con el Rey. Durante todo aquel día en el cual había tenido la
entrevista con Horacio, no quiso hablar con nadie, ni aun con
su padre. Había permanecido sola y nadie supo si estuvo
durmiendo o despierta; si estuvo descansando y sufriendo.
Pero aquella mañana entró en el gabinete de su padre, con su
enlutado traje y alterada por las horas de soledad. Cuando la
vio el noble anciano, creyó que la juventud y la belleza habían
vuelto a su rostro. Pero una segunda mirada le demostró que
se había engañado. El encanto delicado y femenino que hasta
entonces ejerciera había desaparecido de su rostro. Estaba
ante él, esbelta, hermosa, arrogante como siempre, pero sin su
antigua belleza. Sus ojos estaban tristes, su extraña y dulce
sonrisa había abandonado, al parecer para siempre, su boca. Si
un pintor hubiera intentado reflejar su expresión, se hubiera
valido del rostro de uno de aquellos ángeles que los primeros
italianos sabían pintar.

–Voy a Inglaterra –fueron sus primeras palabras–. ¿Me


ayudaréis?

–Es mi deber –fue la contestación del Rey–. Decidme lo


que deseáis.

354
Fleta se sentó a su lado y habló con él largo tiempo.
Después se retiró.

El Rey llamó a su secretario y a su intendente y empezó a


ejecutar los preparativos que ella deseaba.

Al terminar aquella tarde, Fleta salió del palacio. Estaba


envuelta en un manto de pieles que ocultaba su negra vestido.
La palidez dé su rostro estaba disimulada por un espeso velo.

Al despedirse, levantó éste y besó la mano del Rey.

–Llamadme inmediatamente que me necesitéis –dijo éste al


oído de Fleta–. Toda la servidumbre del Palacio estaba
reunida para verla marchar. Pero nadie le acompañó, ni entró
con ella en su coche de camino. Este viaje lo realizaba sola, ni
una doncella, ni un criado la acompañaba…

355
CAPITULO XXIX
Algunas partes de la costa Nordeste de Inglaterra son
singularmente desoladas, salvajes y extrañamente desiertas
con relación a lo pequeño de la isla. Apenas pudiera uno
figurarse encontrar retiro alguno en un país tan populoso
como las Islas Británicas. Mas la vida se concentra en las
ciudades y las gentes no comprenden que en la orilla del mar o
en medio de los campos puedan estar rodeados de huestes
aéreas que han estado asociadas a aquellos lugares desde que
las pequeñas islas surgieron de los turbulentos mares. Han
sido, sin embargo, aquellas comarcas un centro de carácter
especial (para aquellos que leen entre líneas) durante todas las
edades de la tierra, de las que nosotros tenemos algún
conocimiento.

Tan extraño como esto es, que hay quienes conocen y


sienten los poderes y las fuerzas invisibles a los ojos materiales,
y aun saben emplearlos.

Fue en una casita de aquella costa… En una casita


protegida por un alto cerro y un espeso cinturón de árboles,
donde sucedieron las escenas que se conocerán.

La tierra sobre la que estaba enclavada, formaba parte de


una posesión muy extensa que fue vendida sucesivamente por
356
una serie de dueños derrochadores. Eran éstos restos de la
antigua sangre Normanda y nunca echaron profundas raíces
en el suelo Británico. El gran castillo, que era su casa
solariega, estaba casi siempre sin ocupar, así como la pequeña
casa dotal de la orilla del mar. Era ahora propiedad de un hijo
menor que apenas había sido visto por las gentes del lugar.
Alguna vez venía gente a la antigua casa, que de este modo
estaba habitada por algunos días. Se veían luces en las
ventanas. Siempre sucedía tan repentinamente que los
campesinos decían que la casa estaba encantada.

Estaba ocupada en la actualidad, regularmente, por un


criado extranjero que llegó un día al pueblo para hacer
compras y dijo que estaba con un amigo de Mr. Veryan, a
quien la casa pertenecía. Este amigo de quien habló, la había
alquilado para vivir en ella algunos meses. Cuando algunas
gentes excesivamente curiosas le preguntaron diferentes
detalles, no dijo sino que su amo era un joven doctor de gran
reputación, que había venido a tan lejana parte del país para
estar tranquilo y poder dedicarse a estudios especiales.

No era probable que su tranquilidad fuese perturbada, pues


el viejo castillo no era sino una gran ruina. La rama mayor de
la familia estaba representada por un negociante que dudaba
entre hacer dinero construyendo el castillo en una curiosidad
357
para el turista o en derribarlo y vender los ladrillos de que
estaba construido. Nadie tenía idea positiva de dónde estaba el
actual dueño. A esto había venido a parar una antigua y
soberbia familia. Todo había sido malgastado; hasta la plata
antigua de la familia había sido enviada ya mucho tiempo antes
a Londres, donde se vendió. Se decía que el peor de todos los
malgastadores dueños de aquella raza, fuera la esposa del
último señor, madre de los dos hijos que en la actualidad eran
los únicos representantes de aquel nombre. Era ésta una
señora húngara, de noble familia, según las afirmaciones que
se hicieron durante la boda. Pero los servidores y campesinos
siempre declararon que era, sencillamente, una gitana, bruja
por añadidura. Lo que desde luego no podía negarse era su
hermosura. En los pocos años de su vida conyugal hizo de su
marido lo que quiso. Su muerte había sido terrible y la pobre
gente creía a pie juntillas que su espectro frecuentaba el
antiguo castillo, cuyas lujosas habitaciones, adornadas con un
gusto extraño y bárbaro, apenas habían sido tocadas desde su
muerte… El mismo agente aquel, cuya idea no parecía ser otra
que la de convertir en dinero todo lo que se pudiera, había
dejado muchos costosos ornamentos en sus primitivos sitios.
Cierta idea supersticiosa le impedía despojar a aquellos
cuartos de sus muebles. Mientras vivió la hermosa castellana le

358
infundía ésta un inexplicable terror y aun no parecía haberse
librado de él. Era esto la única hipótesis que pudiera explicar
la reverencia con la cual trataba a aquellas habitaciones sobre
las que su hijo no había dado órdenes ningunas.

El nuevo residente de aquella casa vivía muy recluido y sin


otra compañía que sus dos criados extranjeros que parecían
desempeñar todos los servicios que necesitaba. Era un buen
jinete, mas,únicamente paseaba en las primeras horas del día,
por lo cual apenas era visto. Se supo en seguida, sin embargo,
que era un hombre hermoso y en la flor de la vida, y
comenzaron a correr multitud de rumores acerca de él. Se
supone siempre a los reclusos como hombres viejos y
excéntricos. ¿Cómo aquel joven, para quien la vida parecía
ofrecer los mayores atractivos, se encerraba en aquella
soledad? De vez en cuando los trabajadores que tenían que
levantarse al alba para ir a su trabajo, le encontraban de
vuelta, indudablemente de algún paseo. Esto era suficiente
para indicar a un rutinario espíritu de campesino, algo
anormal; la intranquilidad de una conciencia enferma o
culpable tal vez. Pero algo había, sin embargo, en el rostro del
joven que hacía que aquellas ideas no tomasen incremento: el
entendimiento más tardío no podía menos de reconocer el
poder y la fuerza que transparentaba aquel hermoso rostro.
359
Sus criados le llamaba siempre «Señor», sin otro nombre
alguno. No consideraba a los campesinos dignos de una
información más detallada. Todo esto, aunque raro, fue siendo
aceptado paulatinamente y pronto, pasaba la primera
impresión de su llegada, nadie volvió a ocuparse de ello.

Pero es imposible permanecer de incógnito en un país


civilizado. Siempre alguna persona curiosa e inquisidora,
poseída de alguna misión oficial, turba seguramente la paz
temporal del retiro. Esto fue lo que hizo el agente…

Fue a caballo a la casa dotal. Se apeó de la cabalgadura y


transmitió su nombre. Pocos momentos después era
introducido en un cuarto que no reconoció; tan completamente
cambiado estaba desde la última vez que lo viera. ¡Qué de
tapices llenos de vividas figuras! ¡Qué guerreros, qué damas y
qué monjes! No parecían pintados. Por un original capricho
del artista que los ideara, no habían sido distribuidos en
grupos o en cuadros en la generalidad de los tapices, sino que
habían sido dispuestos alrededor del cuarto, como si fueran
otros tantos testigos de cualquier escena que allí se pudiera
desarrollar. Tan real era el efecto, que el agente medio dudó
por un momento si la entrevista iba a ser tete a tete, cuando el
habitante de aquel salón se adelanto para recibirle.

360
Estaba vestido con un traje gris de caza, admirablemente
hecho, que realzaba su espléndida figura. A su presencia el
agente quedó un tanto cortado. Cuando al fin recobró algún
dominio sobre sí mismo, comenzó a hablar con mucha más de
su habitual gravedad, diciendo:

–Presumo, señor, que tenéis alguna razón para estar aquí


sin que la gente sepa quién sois; aunque parece una cosa rara,
pues tenéis, tarde o temprano, que ser reconocido. No os he
visto desde que erais niño, pero vuestro parecido con vuestra
madre es infalible: como sé que Sir Haroldo Veryan está
actualmente en África, presumo que estoy hablando con Iván
Veryan.

–Así es –fue la respuesta–. No tenía intención alguna seria


de ocultar mi identidad, pues eso sería absurdo. Pero mis
criados me llaman habitualmente «Señor», encontrando difícil
pronunciar mi nombre; y como estas pobres gentes no tienen
recuerdo alguno mío, preferiría siguieran ignorando quién soy.
Deseo gozar aquí de completa soledad, no asumir mí posición
de heredero, lo que implicaría el hacerme cargo de la suerte
del castillo, de la condición de las casas de los trabajadores, de
la corta de la madera…

361
–Si buscabais reclusión, éste parecía ser el último sitio a que
pudierais haber venido –observó el agente.

–Encuentro aquí una reclusión que me conviene por ahora.


Sólo necesito una cosa, una llave de las puertas del castillo,
pues vine aquí en parte para hacer uso de su biblioteca, a no
ser que hayan sido vendidos sus libros.

–No. Los libros no han sido tocados –contestó el agente–.


La librería era uno de los cuartos favoritos de Lady Veryan, y
ninguno de ellos ha sido desarreglado.

–Entonces me agradaría poseer una llave, tan pronto como


fuera posible.

–¿Y no deseáis que nadie sea informado de vuestra


presencia aquí? –preguntó dudosamente el agente.

–¿A quién podía importarle saberlo?

–Las familias del país –dijo tímidamente el visitante–,


desearían mucho que se les diera permiso para relatar este
tema de comentarios en el próximo mercado de la ciudad.
Siempre solía haber una comida de mediodía en el mayor hotel
en donde toda clase de magnates y dueños de propiedad se
reunían y hablaban; y hubiera interesado a todos los

362
comensales saber que uno de los Veryan había vuelto a
Inglaterra y vivía en su propia casa.

–Si deseara ver a alguno de mis vecinos, les visitaría –fue la


decidida contestación–. Hasta entonces preferiría que nada se
dijera acerca de mí.

Con el aire de mando que esto fue dicho, no admitía replica.


El agente no habló más sobre el particular y pronto se
despidió, unas horas después, aquel mismo día llegaba un
mensajero a la casa dotal con una llave de la puerta del castillo
y otra de una de las puertas de sus habitaciones.

363
CAPITULO XXX
El antiguo castillo de los Veryan –edificio extraño,
espacioso, laberíntico y aunque no hermoso, fuerte y
extensamente cubierto de hiedra–, estaba situado en una
cumbre desde la que se veía gran extensión de tierra y de mar.
No estando protegido como la casa dotal, se encontraba
expuesto a toda clase de riesgos y entregado a su propia
resistencia. No había árbol alguno cerca de él. Todo aquel sitio
parecía castigado por la inclemencia de los elementos. Pero
jardines (que en un tiempo fueran bellos y que aun
conservaban restos de su pasada gloría), se extendían por
todas partes. Aquellos jardines tenían el encanto supremo,
desconocido en los modernos, de no estar nunca sin flores.
Durante todo el año, aun en el más agitado tiempo, líneas y
estrellas de color se extendían por el suelo embelleciéndolo.

A lo largo de escarpadas rocas habían sido construidas altas


paredes, y entre ellas estaba el Paseo de la Señora, sitio de
deleite para cualquiera que llegara a tan desierto lugar. Una
ancha senda arenosa se extendía en el centro y a lo largo del
paseo formando un camino maravillosamente cómodo. A cada
lado crecían espléndidos lechos de flores y de plantas raras
resguardándole, y los muros estaban cubiertos por hermosos

364
frutales y florecidas trepadoras que se desarrollaban
lozanamente. Al lado del mar abríase la pared de trecho en
trecho, había asientos desde los cuales se podía contemplar el
panorama.

Iván se encaminó al Paseo de la Señora tan pronto como


entró en los terrenos del castillo. Los lechos de flores estaban
abandonados, las plantas crecidísimas, y las trepadoras en
desorden colgaban de las paredes en espesas masas. El sitio
resultaba hermoso en aquella negligencia continuadora del
cuidadoso cultivo pasado. Recordaba la languidez de una
fatigada beldad con sus cabellos sueltos y despeinados, más,
con exuberante y no obscurecida belleza.

Iván, preocupado, paseo de una a otra parte de la senda


durante un largo espacio de tiempo.

Era el principio de la primavera y los muros estaban


cubiertos de flores amarillas. Aquel color tenía una especial
significación para Iván. Se detenía a veces y contemplaba
aquellas flores, aunque sin arrancarlas. Jamás arrancó una flor
a no ser para estudiarla.

En una de las extremidades del paseo crecían las más


variadas rosas, mostrando sus encendidos capullos

365
entreabiertos. Iván, sentado ante ellas, las contemplaba
atentamente.

La tarde iba cayendo y el aire comenzaba a ser fresco,


aunque la luz era aún fuerte.

Estaba allí al pie de los rosales, abrumado de pensamientos


y pronto a retirarse, cuando sintió pasos inmediatos. Se volvió
y descubrió a Fleta que se le acercaba con aquella arrogante
majestad que la distinguía.

–¿Dejasteis abierta la puerta para mí? –dijo cuando estuvo


próxima.

–Sí –contestó él.

–Luego hice bien en venir aquí a veros? –preguntó con


cierto tono de seguridad.

–Ciertamente, hicisteis bien –contestó Iván–. No dudéis de


vuestra ciencia. Sabíais desde el principio que me teníais que
encontrar aquí.

–Cierto –contestó ella.

Iván se había levantado cuando ella se acercaba, y estaban


ahora frente a frente. Sus ojos quedaron ardientemente fijos en
ella. Fleta le había mirado un instante, volviendo después su

366
vista hacia el mar. Mas, en la pausa que siguió a su respuesta,
levantó de repente sus ojos y contestó a su mirada.

–Necesitaba el antifaz –dijo ella, hablando con un esfuerzo


evidente–. Aun era lo bastante mujer para adoraros como a un
espléndido ser de mi propia raza. Hice bien en arrojar la
careta, y sufrir como sufrí, porque así mi lección ha sido más
breve aunque más terrible. Ahora sé que no sois un ser de mi
propia raza, sino que sois divino y maestro, y no puedo ser
para vos sino una servidora. ¡Enseñadme a ser humilde!
Enseñadme a transformar mi amor por vos de tal manera que
se convierta en puro servicio, no a vos, sino a lo divino que
hay en vos. He cortado todos los nudos; he arrojado todo lo
que me contenía. Mi deber está hecho y completamente
cumplido. Estoy libre del pasado. ¡Enseñadme!

Iván arrancó el capullo de una rosa que luego dio a Fleta.


La tomó ésta en su mano y la miró como si estuviera
completamente trastornada.

–¿No conocéis el color? –dijo Iván–. Cuando hayáis


entrado en el Vestíbulo del Saber, veréis esas flores en los
altares. La púrpura de la pasión arde hasta en este color
carmín pálido, que es asimismo el color de la resurrección y de
la aurora.

367
Después permaneció silencioso un momento y añadió:

–Sentaos aquí hasta que yo vuelva.

Se alejó a través de los jardines, hasta la puerta. Allí estaba


el coche de Fleta. Se acercó al cochero y le envió al pueblo a
que llevara el equipaje de Fleta y lo dejara en la posada hasta
que hiciera falta. Luego volvió a entrar en los jardines. Fleta
estaba allí contemplando la rosa que tenía entre las manos.

–¿Estáis preparada para el ofrecimiento? –le preguntó.

–Sí –contestó ella sin levantar la cabeza.

–Venid, entonces –dijo Iván–. Comenzó a caminar a través


de las pendientes enverdecidas del jardín.

Fleta se levantó y le acompañó. Ya había casi obscurecido.


Iván marchaba rodeando los muros del castillo hasta llegar a
una puerta lateral que abrió. Un frío de muerte salió del
interior del edificio. Fleta se estremeció ligeramente al cruzar
el umbral.

–¿Teméis? –dijo Iván deteniéndose antes de cerrar la


puerta–. Aún hay tiempo de volverse atrás.

–¿Atrás, a dónde? –exclamó Fleta.

–Eso no puedo decíroslo –contestó él–. No sé lo que habéis


dejado detrás de vos.
368
–Me he desligado de todo –contestó ella–. No tengo ya a
dónde volver. No puedo hacer ya otra cosa que ir adelante.
Nada temo. ¿Cómo temer ya?

Iván cerró la puerta y marchó el primero por un largo


pasillo. Abrió otra puerta y dijo:

–Entrad.

Fleta atravesó la puerta y cuando se volvió estaba sola. Iván


no había entrado.

–¡Sola! ¿Y dónde? –preguntó–. No tenía noción del sitio en


que se encontraba. Sólo sabía que estaba en oscuridad
completa.

Por primera vez se dio cuenta de las ideas de oscuridad y


soledad. No la aterrorizaban, pero se presentaban a ella como
hechos absolutos, los únicos de que se daba perfecta cuenta.
Sabía que no podía eludirlos, lo que les hacía aún más
intensamente reales. No podía adivinar en qué dirección
moverse, ni creía que el moverse le aportara beneficio alguna.
Volvió, pues, a la puerta por donde había pasado, que era en
su imaginación el único vínculo entre ella y el mundo actual y
permaneció allí con su mano sobre ella. Lo primero que
percibió fue de que no había aire; así por lo menos le parecía.
Se imaginó estar en un gran sitio, en un salón, en un vestíbulo
369
tal vez, pero cerrado herméticamente desde hacía muchos
años… Débiles ideas sobre aquel lugar en que se encontraba
acudieron a su mente; mas luego desaparecían, faltas de una
unidad, de una clave. Poco después la idea de tiempo
desapareció asimismo de su mente. No hubiera podido decir si
había estado allí horas o minutos. Sus sensaciones eran
extraordinariamente agudas, aunque a ella le parecían existir
apenas, estando como estaban sin objetivo alguno… en un
momento, desde el instante en que Iván la hizo entrar en aquel
sitio, Fleta se remontó a una inmensa distancia en el pasado y
poco después se encontró pensando en Iván como en un
detalle de su vida, del que se encontraba completamente
apartada… No podía imaginarse que le había de ver mañana,
tal vez le parecía que el mañana no había de ser posible. Toda
aquellas amargura parecía una eternidad.

Ningún peligro ni aventura de su vida la afectaron de tal


modo. Estaba desprevenida en absoluto para una caída tan
repentina en el abismo de la nada y, sin embargo, se sostenía
llamando en su ayuda a la filosofía, a cuya luz comprendía que
nada podía hacerle daño. Dominó sus nervios y su mente,
teniendo siempre esto presente, mas no pudo dominar una ola
de cansancio que gradualmente se fue apoderando de ella y
que no pudo menos de hacerla temblar. Era el inexplicable
370
peso del silencio y de la obscuridad. No se oía el más débil
crujido, no se oía gemido ni eco alguno del mar ni del aire.

Hubo un momento en el que llegó a dudar si estaba viva y


si en vez de atravesar los umbrales de una puerta hablase
sumergido en algún hondo estanque de muerte. Mas,
conservaba aún sobrada experiencia, sobrado conocimiento de
la vida para engañarse. No hubiera llegado a tal extremo, si no
hubiera esperado una experiencia de excepcional carácter.
Creía que había ofrecido su corazón, que había extinguido las
faltas todas que la impidieran avanzar y que podría pedir la
ayuda del maestro. En su creencia había algo de amigable, de
tranquilo, de natural… en vez de lo cual se encontraba con
una experiencia extraordinaria, por la que nunca había
pensado atravesar.

Aquel completo y absoluto silencio hacía más mella en su


sensibilidad que ninguna otra circunstancia. Veía que estaba
observando el silencio. Temía moverse, contenía su respiración
con un vago y pueril miedo de perturbarle. Parecía ser un
hecho positivo, en vez de uno negativo, aquel completo y
reposado silencio. Entonces se hubiera dicho que una fuerza
despertaba en lo más íntimo de su ser un poder, mas que
aquella quietud y que aquella fuerza rompía el silencio, que
con suave rumor rítmico llenaba el aire de algo tan tierno
371
como las lágrimas, tan hermoso como la luz del sol. El placer
más intenso llenó el alma de Fleta… Escuchó largo tiempo
apoyada en el muro. Un pensamiento brotó repentinamente en
su mente: «El silencio perdura… ¡Sólo mi imaginación es la
que llena este espantoso vacío!». Ante esta idea, de nuevo
reapareció el silencio. Fleta cayó de rodillas. Era el primer
movimiento que hacia desde que estaba en aquel sitio. Aquel
movimiento despertó en ella una impetuosa oleada de
emociones, de sentimientos, de alucinaciones, de fantásticas
escenas que pasaban huyendo. Vio a Iván a su lado, mas sin ni
siquiera moverse para mirarle comprendiendo que no era sino
una creación de su deseo. Vio el lugar en que se encontraba,
iluminado repentinamente, y se vio rodeada de seres, en un
salón vasto y sombrío. Multitud moviente de personas
brillantemente vestidas la rodeaba.

–¡Ah! –exclamó con desesperado acento– ¡que haya de ser


así engañada por mi propia fantasía, es demasiado terrible!

Con el sonido de su voz, volvió la oscuridad aún más espesa


que antes. Se levantó resueltamente. Comprendía todo lo que
en aquellos momentos estaba experimentando y su
conocimiento la hacia fuerte.

372
–Me niego –dijo en alta voz-, a atravesar por esta
experiencia de neófito. No seré más esclava de mis sentidos.
Los domino; veo más allá de ellos. ¡Ven, tú, ser que eres mi
mismo ser! ¡Ven a mí, ser puro e insubstancial! ¡Ven y
guíame, pues que no hay ningún otro, ni nada más que mi
conciencia que pueda servirme de apoyo!

Recostada contra la puerta temblaba con la fuerza de su


fiero esfuerzo. Aquella puerta y el suelo que pisaba eran sus
únicos vínculos con el mundo material. No tenía idea de otro
cosa; parecía como si hubiera perdido la noción del mundo que
la rodeaba, y ciertamente el poder de esperanza y de temor la
estaban abandonando. Permanecía indiferente a todo menos al
deseo de sostener a su ser, más alto; a su alma pura. Su deseo
de hacerse frente a sí misma y de encontrar alguna
certidumbre, algún conocimiento, anegaban todos sus otros
deseos. Así permaneció largo tiempo, fijando resueltamente
toda su intensidad de voluntad en tal idea y aguardando el
momento de ver ante sí la estrellada figura. Una vez la vio
distintamente, mas parecía de mármol, inanimada. Era, sin
duda, un producto de su imaginación, al cual no tardó en
perder de vista.

373
Si hubiera podido perder el sentido, hubiera experimentado
una sensación como la que produce la lluvia sobre una tierra
seca. Su cerebro ardía, su corazón pesaba como plomo.

Mas, nada experimentó, nada se hizo visible. De nuevo se


postró de rodillas y, juntando sus manos, cayó en una actitud
como de plegaria. En realidad estaba sumida en meditación
profunda. Como en una larga serie de pinturas se veía a sí
misma sufriendo y gozando sin ira, sentimiento o pena;
observaba su lenta separación de los que la amaban aún hasta
aquel momento en que Iván la dejó en la hora de prueba.

Había atravesado las duras pruebas y duros ensayos de sus


pasiones y emociones, pero todo aparecía insignificante al lado
de aquel vacío misterioso, aquella gran sima de obscuridad que
parecía estar no sólo fuera de ella sino dentro de su propia
alma.

¿Cómo acabaría aquello? ¿Había algún fin, o era aquel el


estado al cual sus trabajos le habían llevado triunfalmente y en
el cual había de permanecer? Esto era imposible. Tal estado
no era vida; era muerte. ¿No iba su esfuerzo encaminado a
obtener la vida en su esencial vitalidad? Seguramente la
muerte no podía ser el resultado final.

374
Fleta, la discípula, la poderosa, como ella creía, dudaba de
aquel modo y desesperaba. Su confianza la abandonó cuando
vio aquel vacío que ante ella se extendía. Así ha de suceder
siempre con lo desconocido. Un nuevo estado de ánimo
despertó en ella. Comenzó a temer que surgieran formas y
figuras y resonara la voz de alguien conocido y querido.
Temía, sobre todo, ver de nuevo la imagen de Iván a su lado.

–Si veo esto –se dijo–, creeré en verdad de nuevo en el


mundo de las formas. No he de buscar nada sino la oscuridad.

En aquel momento una mano se poso suavemente sobre sus


cabellos. Fleta no se encontraba tan nerviosa como para
temblar o gritar; sin embargo, la conmoción de aquel contacto
repentino la agitó de tal modo que no pudo hablar ni moverse.
Entonces oyó una voz muy suave y delicada que decía:

–Hija mía, ¿no sabes que del caos ha de salir el orden; de la


oscuridad la luz, y de la nada algo? Ningún estado es
permanente. No incurras en el error de temer o ansiar la
vuelta al mundo de las formas, después de haber llegado a
penetrar en el mundo de lo informe.

Fleta no contestó. Se daba cuenta de que había una


profunda familiaridad en aquella voz que hasta no
comprendía. Estaba como en su casa, como un niño junto a su

375
madre. Todo temor, toda ansiedad, toda duda, habían
desaparecido de ella.

–No moriréis en esta prueba –dijo la voz–. Habéis estado


aquí muchas horas. Venid conmigo y os llevaré a un sitio
tranquilo donde podréis descansar.

Fleta se levantó. Su mano tropezó con otra y cuando trató


de moverse comprendió que había estado allí mucho tiempo,
pues estaba aterida y desamparada y le fue casi imposible
hacer uso de sus miembros. Tendió maquinalmente su mano
derecha como para balancearse y se sorprendió al ver que no
podía extender el brazo. Inmediatamente tocó una pared cerca
de ella. En un momento comprendió que no estaba en un gran
salón sino en una pequeña y estrecha celda en la que apenas se
podrían dar dos pasos. Le pareció muy raro pues había creído
firmemente que estaba en algún sitio muy espacioso.

–¡Cuán amplia es mi imaginación! –pensó casi sonriendo.


Ahora estaba en paz, sin ansiedad alguna, aun no sabiendo
dónde estaba, ni quién permanecía a su lado.

376
CAPITULO XXXI
Una puerta se abrió y pasando Fleta por ella se encontró en
un espacio iluminado por débil luz rosácea. Era allí el
ambiente tibio y suave. Al entrar no pudo distinguir los objetos
que tenia ante ella, pero no tardó en ir recobrando su vista
ordinaria.

Se encontraba en un cuarto extrañamente amueblado.


Como en el cuarto que Iván habitaba, las paredes estaban
cubiertas con tapices, en los que había dibujadas figuras de
tamaño natural, tan diestramente trabajadas que parecían ser
reales a primera vista y siempre producían el efecto de estatuas
más bien que el de figuras dibujadas. El suelo no estaba
alfombrado, sino completamente cubierto de helechos y hojas
marchitas. Una gran alfombra de lana de cordero y una piel de
tigre extendida cubrían el pavimento. No lejos, en un ancho
hogar, ardía un fuego de leña cuyo calor, aun no siendo
grande, pareció delicioso a Fleta, cuyos miembros estaban
ateridos. La luz procedía de una lámpara que ardía sobre un
pie de madera fijo en la pared encima de la chimenea. Enfrente
del hogar había un taburete de madera de tres pies, sobre el
que brillaba una gran bandeja de plata repujada, conteniendo

377
pan, leche y fruta en delicados platos y en finísimos vasos de
cristal de Venecia.

Fleta miró con tenue y casi plácida curiosidad la extraña


incongruencia de aquellos muebles. Le producían la misma
sensación familiar, de hogar, que la produjera la voz
desconocida.

Después de aquella primera ojeada, se aproximó al fuego y


comió. Se había sentado en el suelo cubierto de hojas, pues no
había sillas, ni mesas, ni nada que pudiera llamarse mueble en
todo el cuarto, excepto el citado taburete de madera.

Aquel era el cuarto de la difunta castellana. A continuación


se extendía una serie de cuartos que habían sido todos
sucesivamente ocupados y que fueron amueblados extraña y
exóticamente… Aquellos cuartos se enseñaban a los visitantes,
mas aquel en que estaba Fleta, jamás se mostraba a nadie. Se
decía que lo mismo durante su vida que después de la muerte
de su extraña dueña, la lámpara había ardido en su cuarto de
noche, y el fuego en el hogar noche y día sin que nadie supiera
quién los mantenía.

Era la habitación completa de una bohemia, de una


nómada, de un ser de los campos y de los bosques. Había
dormido sobre aquella piel de tigre como hubiera podido

378
dormir bajo el cielo. La rica bandeja y el magnífico servicio
que en ella se destacaban tan extrañamente, eran también
característicos en quien pertenecía a una gran familia que ella
había ayudado a destruir.

Una sensación extraordinaria de paz y tranquilidad


penetraba en el corazón de Fleta y la consolaba más que la
presencia de cualquier viviente.

Poco después se levantó y se dirigió al lecho de pieles y


hojas sobre el que se recostó. No sabía que la madre de Iván
había dormido en esta misma cama. De haberle importado y
haberlo deseado lo hubiera sabido, pero se encontraba bien de
aquel modo recostada, poco después se rindió al sueño.

Cuando despertó, la lámpara estaba apagada, las cortinas


descorridas y el sol penetraba por las ventanas. El fuego,
empero, seguía ardiendo, observando bien se veía que había
sido atizado y cuidado. El taburete estaba en su lugar y en él,
una bandeja con todo género de provisiones para un desayuno.
Fleta observó que necesitaba alimentos. Su cuerpo comenzaba
a reponerse de las penalidades de la pasada semana, gracias a
la fuente de juventud que constituía la naturaleza de Fleta
además de su poderosa voluntad, derechos estos de su
condición, gajes que parecía haber ganado…

379
Después del desayuno, se dirigió hacia la ventana. Un
ancho y pálido mar se bañaba en la luz sutil del sol de
primavera. Ansiaba oír y sentir el aire, por lo que buscó hasta
encontrar una salida medio oculta por los tapices. Daba acceso
a un cuarto de baño, de hermoso pavimento de mármol y de
muros llenos de pintadas figuras que parecían danzar en trajes
fantásticos en tornó de los muros. Fleta se bañó y, envuelta de
nuevo en su amplio manto, atravesó la puerta, saliendo a un
gran gabinete con magníficas vistas al mar. Estaba el gabinete
artísticamente amueblado, pero todo tenía en él ese aspecto de
desolación característico de los sitios deshabitados. Lo
atravesó, pues, rápidamente y salió a una meseta desde la cual
ascendía y descendía una gran escalera de roble. Mas allí
había otras habitaciones del mismo carácter; pero no quiso
estudiarlas; ansiaba salir al aire libre y respirar la brisa del
mar. Ya había bajado rápidamente la ancha escalera, cuando la
detuvo de pronto una gran puerta de hierro que la cerraba,
impidiendo en absoluto el camino. Abajo en los escalones
había troneras y Fleta se estremeció ligeramente,
imaginándose las horribles tragedias del pasado que
representaban aquellas fortificaciones. Trató de transponer
aquella puerta, mas seguramente estaba echada la llave.

380
Volvió atrás y atravesó los otros cuartos. No había en ellos
salida alguna. Subió a los cuartos de arriba. Eran una serie de
habitaciones igualmente sin salida. Entonces, algo asombrada,
volvió al cuarto en que había dormido y empezó a buscar la
puerta por la que había entrado; mas no pudo encontrarla.
Era, sin duda, una puerta secreta y sería inútil querer dar con
ella. Se despojó entonces de su manto y, sentándose junto al
fuego, comenzó a meditar profundamente sobre su posición.
No cabía duda de que estaba prisionera. Su mente se volvió
hacia Iván. Él era quien la había introducido en aquel sitio; él,
quien sin duda le había enviado aquel misterioso salvador.

Este pensamiento la tranquilizó durante algún tiempo, pero


no tardó en observar su ligereza. ¿No había dejado de ser
acreedora a la protección de Iván por el hecho mismo de
ansiarla? Estaba frente al gran problema con el que lucha el
hombre a través de tantas mutaciones e incesantes esfuerzos.
¿Tan imposible era para ella romper sus vínculos con la
humanidad? ¿Había de apoyarse para siempre en su maestro y
buscar su protección y su fuerza?

Parecía como si por vez primera pudiera preguntarse esto a


sí misma desapasionadamente. Se había libertado de todo lo
que la impedía avanzar…

381
Sentada junto al fuego se sumió en profunda meditación, en
la cual parecía sostener consigo misma una conversación muy
seria. Ella, la suprema, la poderosa, la sacerdotisa, la heroína
de tantas vidas, la que en encarnaciones pasadas había sido
maga consumada, la inteligente discípula de los divinos
maestros, se encontraba ahora, al cabo de tantos siglos de
desarrollo, con el nudo de la dificultad en el fondo de su
mismo corazón. Le sucedía lo que a todo el que es capas de
amor, de simpatía, de emoción alguna profunda. El nudo
existe en lo interior. El hombre interesado adquiere una gran
vitalidad, y tanto crece que absorbe su ser entero. En el
hombre con posibilidades divinas, se hace por momentos más
pequeño, según él evoluciona, hasta que por fin llega el
momento terrible por el que estaba pasando Fleta. Ella
comprendía que estaba en el mar blanco de la vida impersonal.
Le parecía flotar sobre aquel vasto líquido en el que no veía
horizonte, ni deseaba verlo. Sólo una fértil isla o un pequeño
bote lleno de gente encontraba su mirada. Pero no deseaba ir a
él, ni aproximarse, ni tocarle, aunque no podía concebir cómo
soportaría la inmensa soledad que seguiría a la desaparición de
aquel punto del universo. Aquello sobre lo que sus ojos aun se
fijaban, era Iván, su vida, su propósito, su ciencia. Ahora veía
que lo que la había hecho atravesar la pasada prueba, era la

382
conciencia de que allí existía aquel punto sobre el cual podía
apoyarse. Sabía que no había logrado su intento, que había
fracasado y que su desconocido salvador sólo había acudido
para salvar su cuerpo del cansancio y la enfermedad. Aquella
voz gentil no le había llegado el premio de la victoria, sino el
acento de la compasión que se tiene para el vencido.
Comprendiendo esto, Fleta continuó elaborando en su
pensamiento aquel gran problema. Este era un trabajo difícil,
pero Fleta era un alma valerosa y habiendo fracasado en el
esfuerzo más débil, resolvió vencer en éste más arduo.

El sol estaba ya alto en el cielo, y el mar brillaba como si


fuera de plata, pero Fleta había olvidado el sol, el mar y el aire
dulce por el cual hacía poco suspiraba. Aun permanecía
inmóvil cuando el sol caía por el horizonte. Poco después llegó
la oscuridad, que la encontró demasiado absorta para que se
pudiera dar cuenta de cambio alguno. El fuego se apagaba y la
lámpara continuaba sin encender.

A medida que transcurría el tiempo su sufrimiento se hacia


más intenso, más amargo, más punzante. Ella, la poderosa,
comenzaba a darse cuenta de su impotencia. No podía
apartarse de esta idea. Así como en la noche pasada había
estado físicamente consciente de aquella puerta, sobre la que
se apoyaba y que formaba su vínculo entre ella y el mundo. Le
383
parecía que si lograba destruirlo, destruiría con ello su propia
vida. Cuando reconocía esto, cuando confesaba la inutilidad
del esfuerzo, un suave contacto vino a ella de nuevo y la voz
gentil sonó otra vez en sus oídos murmurando:

–Hija mía, preveníos. No miréis demasiado ardientemente


la victoria o de lo contrario perderéis el equilibrio sobre el alto
sitio al que habéis llegado y os encontraréis en el abismo sin
fondo, siendo una maga y nada más. Aun hay abierto ante vos
un tercer camino. ¿Serviréis a Iván como una esclava,
obedeciéndole como obedeceríais a aquel a quien hubierais
vendido vuestra misma alma, rindiéndole toda vuestra razón?

–¡No! –gritó Fleta echando atrás su rostro–. Sus ojos se


abrieron en la negra obscuridad de la estancia. ¿A quién había
hablado? Su fuerza había desaparecido. Aquel grito de desafío
y de soberbia agotó sus fuerzas y cayó hacia atrás sin sentido.

384
CAPITULO XXXII
Toda la nobleza de su naturaleza se había despertado para
resistir aquella feroz y terrible tentación que se levantaba ante
ella en el momento de su mayor debilidad. ¡Ser su esclava! Lo
sabía ahora como nunca lo había sabido; sabía que le amaba.
¡Ella, que había interpretado a Horacio y a Otto los más altos
misterios! ¡Ella, que había abrasado su alma ante el altar! Sí,
así era. Completamente purificada, limpia de toda cualidad
grosera y, sin embargo, sujeta al amor.

¡Qué tentación aquella tan repentinamente suscitada,


cuando acababa casi de volverse loca con sus desesperados
esfuerzos! ¡Qué confusión de sentimientos se levantaba
impetuosamente en ella! Aquello era insoportable. Tenía el
poder y el valor de desecharlo antes de que sucumbiera a la
emoción producida.

Cuando de nuevo despertó fue para darse cuenta repentina


de todo aquello. Al despertarse sufrió una sensación
desconocida para ella mientras había sido Fleta, la fuerte.
Sintió la aguda punzada de su corazón torturado. ¡Y cuán
horrible era en aquel momento del despertar!

Durante el sueño había recobrado alguna fuerza. No tenía


idea del tiempo que había transcurrido. Despertó para
385
experimentar un torbellino tal de sensaciones como nunca las
experimentara en su extraña existencia. Hasta entonces había
sido capaz de sostenerse por encima de sus emociones;
consciente de ellas, pero aparte de ellas. Ahora parecía que
estaba pasando de una vez toda una larga prueba.

–Soy todavía mujer, después de todo –se dijo fatigada–.


Luego se incorporo y miró a su alrededor.

Mientras dormía, el cuarto había nuevamente tomado


aspecto doméstico. El fuego ardía y la bandeja de plata estaba
de nuevo preparada. Una sensación de agotamiento se había
apoderado de ella. Se levantó y reparó sus fuerzas, sin dejar de
pasear mientras lo hacia inquietamente de uno a otro extremo
de la estancia. No era aquella la tranquila y poderosa Fleta que
había conquistado y ganado tantos extraños combates. En las
anteriores batallas había peleado contra las pasiones ajenas;
ahora combatía consigo misma.

Paseaba de uno a otro lado con las manos cruzadas a la


espalda, hasta que su largo vestido formo una senda en las
secas hojas.

Al volverse desde la ventana vio que la puerta estaba


abierta y que Iván en persona entraba en la estancia, se paraba
y la miraba intensamente.

386
–La fiera dentro de vos es fuerte –dijo él–. No necesito
tentarla. Sabed que creo innecesario practicar con vos las
pruebas de que hicisteis uso con Horacio Estanol, de otro
modo hubiera enviado a mi sombra a burlaros y tentaros. Mas
es innecesario. Vuestra imaginación es lo suficientemente
poderosa para traer ante vos todas las tentaciones posibles…
¿Para qué molestaros con imágenes?

Fleta no contestó, aunque él se detuvo. Miraba


silenciosamente ante ella como si algo atrajera su atención.

–¿Veis vuestra propia imagen? –dijo él sonriendo


ligeramente al observar aquella expresión. Pues tened cuidado.
Estáis creando un ser con el cual tendréis que luchar. No
dejéis que se haga demasiado fuerte o llegará un día en el que
tendréis que probar contra él vuestra fuerza y quizás
sucumbáis en la batalla. ¿Os agrada? ¿Os place? No hace sino
reflejar vuestros propios pensamientos. Rehusasteis
escucharlos, pero fueron tan fuertes que pudieron crear esa
imagen de mujer apasionada que me sigue y molesta por
donde voy. Sed, pues, fuerte; atreveos, desterradla de vos
como desterrasteis a Edina.

Fleta se irguió hasta el punto de parecer elevarse sobre su


talla; levantó sus manos con un ademán imperioso. Un

387
momento después retrocedió un paso, pareciendo encogerse
repentinamente, encorvarse como si una repentina vejez
hubiera caído sobre ella.

–Está bien –dijo Iván–, habéis destruido esa creación.


Ahora os es más fácil trabajar. Animaos y escuchadme.
¿Sabéis quién os ha servido y guardado aquí? Habéis sido
visitada, seguida, por una gentil forma de los elementos aéreos,
que una vez tan sólo fue servidora de mi madre. Sabia que
necesitabais un amigo y se os acercó en esta forma. Puede
decirse que ha guardado este sitio para vos y para vuestro
trabajo.

–¿Luego estaba previsto? –preguntó Fleta.

–Ciertamente; este lugar está lleno de los elementos que


necesitáis y os han sido conservados. Pero el servicio ha
concluido. El pobre espectro –como dice la gente vulgar–, ha
vivido lo suficiente para vuestro uso en tan anormal forma.
Despertaos, animaos, pues tenéis que ser desde ahora el único
guardián de vuestro destino. De lo contrario tendríais que
despreciar este esfuerzo.

–Estoy preparada para avanzar siempre, cueste lo que


cueste.

–Sea así. Pero antes he de referiros una historia. Escuchad.


388
Fue al hogar y se apoyó contra el mármol de la chimenea.
Fleta permaneció de pie como había estado desde su entrada,
pero ya no miraba vagamente ante ella sino que fijaba su
mirada en Iván.

–Mis antecesores –comenzó a decir– vinieron a este país


con un ejército de conquistadores, pero vinieron a salvar la
tierra e implantar en ella una semilla que la redimiera de su
desdichado futuro. Escuchad, Fleta, tenéis que acordaros de
esto. Hay un viento que sopla a través de Inglaterra, trayendo
con él una masa entera de seres invisibles que se asientan en la
tierra y después se extienden oscureciendo la atmósfera
psíquica y moral. Son ellos los que la hacen tan grande aunque
es tan pequeña; son ellos los que traen a ella poder y riqueza.
Pero obscurecen el cielo. Son como los pensamientos de los
hombres que, cuando se concentran demasiado intensamente
sobre una forma de vida, crean un velo mental que les oculta la
concepción de otras formas más amplias y más grandes. De
hecho, tales seres son poco más que esos pensamientos
individualizados y hechos poderosos. Hay en el globo un
espacio en el que viven con gran poder, siendo siempre
guiados por los hombres que habitan en ese espacio del globo
y que continúan, siglo tras siglo, viviendo dentro del horizonte
del materialismo. Sin embargo, hay un poder opuesto al suyo.
389
A través de la historia y antes de ella, ha habido una vida
profunda al lado de esta vida obscura y el conocimiento de los
hechos oscuros y grandes de la existencia, han encontrado
aquí una estrecha aunque permanente habitación. Hay lugares
en Inglaterra que cuando un ocultista pasa su mirada sobre
ellos, resplandecen como llamas. Son los centros antiguos de
esta vida interna. Londres, Birmingham, Manchester están
señalados en los mapas y en la mente de los hombres; se llega a
ellos por los ferrocarriles; pero hay otro camino brillante que
atraviesa oblicuamente la isla y que sólo es perceptible al
vidente y los puntos de este camino tienen siempre encendida
la luz astral. Este castillo es uno de ellos. Este cuarto ha sido
absolutamente preservado y jamás penetró la obscuridad en él,
hasta anoche en que vos en vuestra lucha con vos misma la
dejasteis entrar. Aquí hay una atmósfera purificada. Yo he
venido a este país a cumplir uno de los deberes de mi vida.
Tengo que hacer que esta atmósfera despierte, haciéndola
viviente de nuevo. Cuando se haya hecho, habrá que hacerlo
en otros puntos en el camino. Esto ha de hacerse ahora o el
camino se debilitaría y el poder palidecería, y en la próxima
generación sería más difícil de encontrar. En esta obra
necesito vuestra ayuda.

390
Fleta no contestó. No le parecía posible o necesaria
contestación alguna.

Había experimentado un confuso y amargo choque


mientras él hablaba. Había reconocido inmediatamente que
formaba parte de una gran obra y, aunque apenas podía
comprender su carácter, la aceptaba sin queja ni aún en su
corazón.

Pero ahora en el silencio que siguió a aquellas palabras y en


el que permaneció Iván durante algún tiempo, comenzó a
darse cuenta de lo que era aquella pena que tan agudamente la
hería.

Ella, que tan largo tiempo había vivido para otros, que tan
completamente se había sacrificado por su salvación, ansiaba
para ella alguna ayuda, alguna ayuda personal, alguna palabra
animosa. En vez de esto se le daba una obra más impersonal
que ninguna de las que había llevado a cabo.

Una amarga sensación de la inutilidad y desesperanza de la


vida se apodero de ella. ¿De qué servía la ayuda dada a la
muchedumbre de los hombres, si después de todo, las personas
que componían esta muchedumbre no iban a tener en verdad
una suma mayor de dicha? Esta pregunta llegó a posesionarse

391
de su mente hasta dominarla. Fleta permanecía triste con sus
ojos fijos en el suelo.

Un impulso, sin embargo, pareció hacerla levantar


repentinamente la mirada. Entonces vio a su lado un ser, ni
hombre ni mujer, aunque de humana forma, cuyos salvajes
ojos ardientes en pasión estaban fijos en ella… Aquellos ojos
parecían expresar con su mirada el pensamiento que los
animaba… Un momento después la forma había desaparecido,
una obscura nube que había en la estancia desapareció
también. Iván, tranquilamente ante Fleta, permanecía
contemplándola gravemente.

–Ese es uno de los seres de los que quiero libertar a la raza


de los hombres –dijo–, y poco después se alejó del cuarto.

Triste y cansada, Fleta se echó sobre las pieles que


formaban su lecho y cerrando los ojos trató de descansar. Pero
inmediatamente aquella creación que había visto volvió a ella y
apareció más vivida y real que antes.

Pero su forma había cambiado, o mejor aún: estaba


gradualmente cambiando. Aquel cambio era como una
horrible pesadilla, pues Fleta comprendía que eran su
pensamiento y emoción contenidos los que formaban en aquel
momento semejante figura. Era Iván quien estaba ante ella

392
después de unos cuantos segundos sin la dureza de su rostro y
rodeado de una luz ideal.

Se acercó a ella y Fleta le observó con una fascinación que


parecía sujetarla con cadenas de hierro…

–Porque trabajéis para la humanidad no hay razón de


sacrificar vuestra felicidad –dijo él, con un acento suave como
jamás oyera de sus labios–. Reclamar vuestra atención
absoluta para la obra, es cierto, pero no olvidéis que estaréis
asociada conmigo a través de toda ella. El orden y ley de vida
han decretado esto. No hemos buscado el placer para nosotros
mismos. Ha venido a nosotros. ¿Por qué no tomarlo, sin
preguntar, como las flores reciben la luz del sol? Se acercó un
paso más a Fleta; pero aquel paso pareció romper el encanto
que la dominaba; aquello era más de lo que podía soportar y
con extraño grito se levantó exclamando:

–¡Idos, Idos, demonio! ¡Soy más fuerte que vos por sutil
que seáis!

393
CAPITULO XXXIII
¡Cuán oscuro, cuán triste, tranquilo y reposado!

Fleta pareció despertar llegando a este conocimiento. Todo


fuego, toda vida y esperanza parecían haber abandonado el
mundo. ¿Por qué? Esto era lo que se preguntaba en su
despertar. Pero antes de intentar responder a semejante
pregunta, otra más extraña se le aparecía: ¿de qué era de lo
que había despertado? No había sido un sueño. ¿Qué especie
de inconsciencia había sido?

Un momento después llegaba al pleno conocimiento de


aquellas dudas.

Estaba como quien hubiera visto de repente la muerte y


hubiera sido privada por ella de la única creación amada. Este
y no otro era el significado de su inexplicable pena.

Miró hacia atrás y se vio a sí misma –¿cuánto tiempo


hacía?, no podría decirlo–, desterrando de ella al ser que tan
tiernamente había amado y desterrándole de manera tan
decisiva que quedaba de hecho muerto para ella. Le deseaba
ahora como maestro, no como adorador ni aún como amigo.

Muchas veces había hablado de aquel acto de renuncia


como sucede con todo acto grande de la vida, no había tenido

394
idea de la realidad y angustia del hecho hasta que no lo tuvo
ante ella. Le parecía como si le arrancaran las fibras de su
corazón. La pena seguía, más bien, crecía en intensidad. A
través de las edades, había estado obrando y sufriendo sola,
mas hasta entonces no había hecho frente a aquel terrible y
postrero aislamiento del ocultista; nunca había permanecido
sin amor hacia algún ser humano. Su corazón se había
inclinado siempre hacia alguien más débil que ella. Ahora no
podía inclinarse hacia nada. Había destruido la última imagen,
el último ídolo. Había dado un golpe de muerte al poder de su
imaginación en connivencia con Iván, y ahora que había
llegado a la sabiduría, al mirar hacia atrás, veía como durante
años de su vida aquella figura creada por su imaginación había
permanecido a su lado. Nunca lo había reconocido
conscientemente como ahora, en el momento en que su
naturaleza más fuerte y hermosa había tomado tan repentina
iniciativa dándole muerte.

Ciertamente había desaparecido. Estaba completamente


sola aun en el pensamiento.

El dolor causado por aquel estado tenía su origen en la


tristeza, en la oscuridad, en el vacío. Con un esfuerzo pensó en
Iván, mas aquel pensamiento era de cansancio. Su imagen no
la producía el entusiasmo, la fe y el ansia de antes.
395
–¿Qué la obligaba ya a vivir? Nada. Esto se repetía a sí
misma echada fatigosamente sobre su extraño lecho de hojas y
de pieles, mirando tristemente alrededor del original y
desolado cuarto. Sus ojos se cerraron faltos de atención…

Pero de pronto se levantó. ¡Oh, no! Ningún espectro, nada,


ninguna prueba había impresionado su alma como aquello…
¿Era posible continuar viviendo así, sin interés, sin efectos, sin
objeto, sin corazón? ¡No! Ningún horror era comparable a
este. Se sobrecogía –Fleta, la poderosa, la confiada– se
sobrecogía ante la perspectiva de aquel vacío. Aquello no
podía ser posible y, sin embargo, no había alternativa para
ella. El suicidio no le ofrecía aliciente alguno. Sabía que había
avanzado mucho para encontrar olvido en alguna parte. La
muerte no haría sino llevar con ella su recuerdo y despertarla
de nuevo como se despierta al dolor de alguna enfermedad
después de dormir. ¡Se vio caminando a través de eones sin
fin, sola, desesperanzada, sin corazón, sin horizontes! ¿Qué
había que esperar? ¿A quién amar? ¡Nadie! ¡Nada! Estas
eran sus respuestas, las respuestas de su propia alma, las que
encontraba en ella misma. No deseaba hacérselas a nadie, ni
aún a Iván, pues no imaginaba que pudiera éste aportarle
consuelo alguno. ¡Pobre Fleta! gustaba ahora de la amargura
del fracaso y de la desesperación. ¡Sin embargo, necesita
396
consuelo! Todo su ser lo anhelaba. ¡Oh, qué desierto tan árido
y tan intolerable era su vida! Los momentos eran tristes y tan
llenos de pena, que cada uno de ellos le parecía una eternidad.
Anegada en angustia comenzó a vagar con una especie de
locura. ¿Cuánto tiempo hacia que había sufrido de aquel
modo? ¿Acaso desde aquel lejano y floreciente tiempo en que
vivía bajo los salvajes árboles? ¿No estaba tan ciega y llena de
deseo ahora como entonces? ¿Luego haba sido inútil tan largo
y terrible noviciado? ¿Perdido? Ante tal pensamiento se
detuvo llena de pasión y con las manos rígidas y unidas. Si así
era no había en verdad elección. La locura había de ser su
reino. Todos sabemos la angustia, la ansiedad y la
desesperación que trae consigo la pérdida de los instantes de la
vida. Para todos ha de llegar el dominante dolor, el supremo
momento en el cual el amor personal es arrancado para
siempre del alma. Fleta estaba ciega, el muro que tenía ante su
vista no presentaba abertura alguna. Pero no era ignorante;
conocía la prueba por que atravesaba. ¡Y aquel conocimiento
parecía añadir más intensidad a su dolor! Sabía que si no
podía soportarla habría de retroceder a la oscuridad vacía de
la vida ordinaria, sin objeto. Sabía que en la puerta de la
iniciación no cabía detenerse… ¡Había que entrar o
retroceder!

397
Volvió sus pensamientos a Horacio Estanol. ¿No podía
haber vivido por él en esta sola vida? ¡Imposible! Se hubiera
cansado en una hora de la esclavitud del amor y ni aún hubiera
podido proporcionarle felicidad alguna tan inconmensurable
era la distancia entre ellos. ¿A qué, pues mirar hacia atrás,
sabiendo esto? ¿Otto? No, aún menos. Entonces su mente
volvió al pensamiento de Iván y las palabras de Etrenella
acudieron a su memoria.

«Tendréis que ir a la puerta del Infierno a encontrarle».

¡Ciertamente allí se encontraba ahora! Mas, ¡qué absurdo


suponer que ella pudiera tener poder para salvarle o que él
pudiera amarla un instante excepto como a una discípula!
Más, ¿qué figura era aquella que la había molestado con sus
tentaciones? ¿No era la del mismo Iván? ¡Oh! No. Acaso no
era más que un fantasma, creado por su propia pasión. ¡En
este sentido podía ser verdadero todo cuanto Etrenella había
dicho! Aquel infierno abierto ahora ante Fleta podía ser tan
fantástico como la aparecida imagen de Iván.

Fleta reconoció la misteriosa voz del invisible visitante que


había venido dos veces a auxiliaría en sus más amargos
momentos. Sin moverse, sin mirar a su alrededor, contestó:

398
–¿Pero cómo voy a salvar el alma de mi maestro?
Seguramente aquello debió ser falso.

–Poneos vuestro manto y seguidme a donde yo os guíe –fue


la respuesta.

Fleta obedeció. Su manto yacía en el sitio donde lo dejara


cuando se creyó prisionera. Siguió a su guía. ¡A su guía
invisible! Estaba confusa y trastornada. Un momento después
había recobrado su conocimiento. Sabía que debía obedecer
simplemente su instinto.

Atravesó la estancia saliendo a la escalera cuya puerta


estaba abierta. Poco después se encontraba al aire libre.

Una nueva perplejidad se apoderó de ella. ¿Qué camino


tomaría? Se concentró y continuó guiada por su instinto…
Moría la tarde. Miró al mar, miró las estrellas. ¡Cuán pocos
saben la profunda desolación que hay en las bellezas de la
naturaleza para aquellos que sufren verdaderamente!

Fleta camino apresurada, llevada por su intuición y con la


voluntad empleada en acallar la mente. Así era como había
encontrado a Iván en aquel país para ella desconocido. Tenía
que encontrarle ahora del mismo modo, lo que no dejaba de
ser difícil teniendo su alma llena de rebeldía… Pocos
momentos después estaba ante la puerta de la casita de Iván.
399
Entró sin vacilar, pues la puerta estaba abierta, y se detuvo en
el umbral admirada de la escena que tenía ante ella. Parecía
estar llena de gente, tan reales parecían las figuras que
adornaban los tapices. Iván estaba sentado ante una gran mesa
sobre la que tenía un amplio mapa extendido. El conocimiento
oculto de Fleta, no perdido por completo, despertó plenamente
en aquella encantada atmósfera. Iván permaneció durante
algún tiempo estudiando el abierto mapa y luego observó las
figuras de la pared. Estas cambiaban alguna vez de aspecto y
Fleta comprendió que eran para él lo que el maniquí en su
laboratorio. Pero ella no había tenido poder sino para dominar
una sola figura mientras que Iván hacia sentir su influencia
sobre un gran número de personas por el mismo
procedimiento… Las figuras tomaban aspectos de reyes,
príncipes, emperadores diplomáticos, políticos. El destino de
Europa, el del mundo civilizado, parecía estar en manos de
aquel hombre o más bien en su pensamiento. Fleta, mirando
de las paredes al mapa vio que el punto central en el drama
que se representaba era aquel monasterio de los bosques de su
padre. Este monasterio se prolongaba poderoso, oculto y para
que esto pudiera suceder, una guerra devastaba países enteros.
Aquel espectáculo, tan claramente visible, llenó su alma de

400
compasión y la hizo prorrumpir en un angustioso grito. Iván se
volvió y la miró.

–¡Oh, tened piedad! –dijo ella–. ¿Qué importa el destino de


nuestra Orden comparado con el de estos míseros, con el de
estas masas de humanidad que sólo en la humanidad tienen
vida?

Una tenue sonrisa de extraordinaria dulzura brilló en el


rostro de Iván.

–Hija mía –dijo–, entended que la Orden existe sobre la


tierra y en forma humana simplemente para el beneficio de
esas masas de humanidad, para salvarlas de una oscuridad y
desesperanza peor que el infierno. Está bien que den sus vidas
por preservar la existencia de la Orden, generación tras
generación. ¿No es así?

–Sí –contestó violentándose Fleta–. ¡Pero es terrible ver


estos sufrimientos, estos corazones destrozados estos hogares
desolados! ¡Tened piedad, maestro!

–¿Está ahora vacío vuestro corazón? –preguntó Iván.

–¡No! –exclamó ella absorta en sus pensamientos–. No


puede estarlo hasta que no haya ayudado a esa gente. ¡Oh
maestro, dejadme que las ayude! ¡Mostradme cómo!

401
–Seguid mi senda –contestó Iván–. Es la única. Ayudad sus
almas, no sus cuerpos. Apartad a un lado la ilusión que ahora
tenéis ante vos, la idea que os hace verme como un ser sin
corazón, porque mí vista y ciencia llega más allá que el vuestro
y calcula a través de mayores distancias de tiempo. Apartad a
un lado esa ilusión como habéis apartado otras y tratad de
estar a mí lado. Trabajad por el espíritu de la humanidad, no
para el placer de sus miembros individuales y os encontraréis
formando parte de aquel espíritu y por lo tanto nunca más sola
o sin amor. ¿No es así?

–Sí –respondió ella con lentitud. A medida que hablaba, vio


que había alguien en el cuarto además de Iván y de ella. Se
estremeció al verlos, pues sus pálidos rostros sin pasión,
indicaban a los Hermanos de la Blanca Estrella ¡Eran
hermosos!

–Mañana por la noche –dijo Iván–, entraréis en el vestíbulo


de la Sabiduría. Habéis obtenido el derecho y el poder. Volved
a vuestro retiro y reflexionad. Id en paz.

Fleta abandonó la estancia y volvió lentamente a recorrer


sus pasos. ¡Cuán cerca le parecían ahora las estrellas! ¡Cuán
suave el rumor del mar!

402
CAPITULO XXXIV
Fue aquella para Fleta una noche de paz, como no la había
experimentado hacía mucho tiempo. Se acosté sobre la piel de
tigre en la esquina de la estancia encantada, sitio en el que
ningún hombre del país hubiera entrado solo por nada del
mundo y se durmió como un niño rendido.

Cuando despertó amanecía y una tenue luz penetraba en la


estancia. Una profunda sensación de ternura y de
confraternidad inundaba el corazón de Fleta. ¡Qué cosa tan
maravillosa la vida cuando esta llena de un amor semejante!
Ella misma, asombrada, interrogaba la causa de su alegría.
Inmediatamente comenzó a ver innumerables rostros
humanos, alumbrados apenas por la luz de la aurora y
moviéndose lentamente hacia la luz del día. Procesiones de
hombres y mujeres pasaban por su imaginación. Trabajadores
de todas clases, oscuros mendigos, reyes, consejeros, todos
pasaban; los primeros repetidos, duplicados, sin variación
perceptible. Aquellos parecidos y aquella hormigueante
muchedumbre, atraía, fascinaba y exaltaba su corazón con un
nuevo y hasta entonces desconocido sentimiento. Ante su
visión interna desfilaban multitud de escenas y su vista lo
penetrada todo. Veía casas en las que dormían niños,

403
muchachas que madrugaban y que con los ojos llenos de sueño
comenzaban el nuevo día, igual al anterior; hombres
despertados a los primeros signos del día caminando en
bandadas para emprender rudos trabajos propios de bestias y
sin embargo, felices; trabajadores que descendían a las minas
entre las salamandras, desconocedores de la alegría del sol y
de las inspiraciones del espíritu; innumerables empleados en
las oficinas de todo el mundo, atareados con la producción y el
dinero; empleados sin ambición, astutos y, sin embargo, sin
ciencia en sus adormecidos espíritus; mujeres viviendo en las
calles de las ciudades y en las innumerables casas que
comercian con el vicio; mujeres aún más parecidas entre sí que
los hombres de las ciudades, mujeres de tres o cuatro tipos
mezcladas a millares, tan semejantes entre sí como los granos
de una misma plantación; hombres y mujeres con riqueza, con
dinero, que no trabajan sino para buscar placeres y
diversiones… ¡Oh, aquel rugiente mar de la vida humana,
cuán grande y gigante fuerza seria una vez despertado, una
vez inteligente, impersonal, unido, conocedor de su propia
dignidad y significación espiritual! ¡Lo veo! ¡Lo veo! –
exclamó Fleta–. Veo vuestro poder, vuestras posibilidades.
¡Oh, raza humana de la que no soy sino un fragmento tan
pequeño, deja que te hable, que te levante, que te ayude, que

404
trabaje por ti! Diciendo esto se levantó rápidamente y llena de
nueva energía. El día había ya comenzado y, como él,
comenzaría su obra. No sabía cuál iba a ser su obra, pero sin
embargo estaba preparada para ella. Toda fatiga la había al
parecer abandonado.

Fue al cuarto inmediato y penetró en el baño donde se


tonificó con el agua fría. Su juventud había vuelto, más ya no
la perdería, pues la raza humana era siempre joven lo mismo
que vieja. Este era el pensamiento que la regocijaba. ¿Qué
podía en efecto importarle ser joven o vieja, bella o no bella,
cuando todo esto no eran sino aspectos de la vida humana,
fuerzas de la naturaleza? Con esta indiferencia o mejor, con
esta posibilidad más amplia de satisfacción, una nueva
expresión nació en su rostro, una expresión que no era ni de
juventud, ni de belleza, ni de edad, sino algo indefinible, pero
más permanente que todo esto.

–Está bien –se dijo–. No necesito más ser maga, ni tomarme


el trabajo de hacer milagros sobre mi misma, o sobre otros.
¿Qué importa que sea débil? Permaneceré en la gran corriente
de la vida, y la debilidad podrá ser ennoblecida como la fuerza.

Al moverse para salir del cuarto se vio inesperadamente


ante un espejo. Se detuvo un instante con las cejas fruncidas;

405
apenas se reconocía… ¡Oh cuán cambiado estaba su rostro!
Su brillantez había desaparecido y en su lugar había una
expresión hierática como la de las estatuas egipcias. Sus ojos
se dirigieron hacia abajo después de una intensa mirada sobre
sí misma y sobre su traje. Ahora se daba cuenta de todo lo
grande de la prueba por la que había pasado ¡Cuán lejos de
ella misma se había retirado en aquellas últimas horas! Ni aún
recordaba por quién llevaba aquel vestido negro. Recuerdos
confusos de diferentes vidas pasaron ante ella… ¿Quién era
ahora? ¿Qué pena era aquella que había transformado su
razón y destruido su memoria? A medida que miraba y
pensaba, sus ojos se fijaron en su inútil y desfigurado brazo. El
recuerdo de la batalla en la que recibiera su herida, vino a ella
repentinamente.

–¡Soy Fleta! –exclamó–. Me recuerdo a mí misma ahora y


conmigo recuerdo las negras tragedias a través de las cuales he
vivido.

406
CAPITULO XXXV
Fleta salió del castillo y atravesó el prado que conducía al
Paseo de la Señora, donde había encontrado a Iván a su
llegada. Estaba ahora desierto y el sol lo hacía agradable. Fleta
paseó por él lentamente durante algún tiempo reflexionando.

–¿De qué sirve pensar? –preguntó de repente– ¿He


aprendido y realizado algo en mi vida por el pensamiento? No,
tengo que buscar algo más alto que me guíe.

Abandonó el paseo y descendió por un tramo de escaleras


talladas en la roca que la llevaron a orillas del mar.

¡Oh qué encanto mágico el de aquella mañana con su


frescura y su dulce y clara luz! El corazón de Fleta palpitaba
como el de un niño ante el espectáculo del mar. En la misma
orilla de las olas distraída con sus movimientos se olvidó de
toda ansiedad y de todo cuidado propio y ajeno. Poco después,
levantando la vista, pudo observar que alguien paseaba sobre
la roca. Era una figura extraña, negra, que contrastaba
raramente con la luz del sol. Un momento después reconoció
al Padre Amyot, vistiendo su traje de monje. Era muy natural
que estuviese allí estando también Iván.

–¡Mi pobre servidor! –se dijo– ¡Le había olvidado!

407
Subió los escalones de la roca y cuando llegó arriba buscó
al Padre Amyot, al que no pudo descubrir en un principio,
aunque no tardó en divisarle sentado en el banco que estaba
frente al mar. Se dirigió hacia él rápidamente y se sentó a su
lado. El Padre Amyot no reparó en ella.

–Habladme, Amyot –dijo entonces Fleta afectuosamente.

Amyot levantó su cabeza y volvió su demacrado rostro


hacia ella.

–¿Qué diré? –contestó.

–¿No tenéis para mi una palabra de saludo?

–Ninguna. No os conozco ya. Habéis entrado mientras yo


continúo fuera.

–Aún no he entrado –replicó Fleta–. Tengo que pedir


entrada. Se me dijo que tenía que traer dos almas conmigo una
en cada mano. He comprendido que eso no podía ser, que tal
ilusión era sólo un ardid por el cual me sujetaba. Sin embargo,
¿he de entrar completamente sola? Debíais tomar vuestro sitio
a mi derecha; un hijo de la Hermandad salvado por su propia
ciencia, por su propio sentido de verdad.

–No –contestó Amyot–, no puede ser. Estoy cansado. No


quiero entrar. He servido a la Hermandad bien, pero no puedo

408
hacer una última concesión; la esencia de mi alma al ser que
soy yo. No, no puedo, Fleta, sois a mi lado un niño en las cosas
del mundo. Sin embargo, yo he sido vuestro servidor y soy
ahora más que eso. Soy demasiado fuerte para salir vencedor
en ese esfuerzo.

–¡Demasiado fuerte! –exclamó Fleta.

–Nada más cierto –contestó con frialdad Amyot–. Estoy tan


asido a este mundo, tan fuertemente compuesto de sus
elementos, que no puedo ser separado de él sin pasar por una
insoportable agonía, peor que cualquier otro género de
muerte. He hecho todo lo que el hombre puede hacer. Cuando
vi que con ninguna otra ayuda podía forzarme a mí mismo a
seguir las leyes necesarias de la vida, ni a adquirir la
concentración necesaria, me ofrecí al servicio de la religión.
He sido un servidor sincero. Yo que estoy perdido, he salvado
innumerables almas, he hecho en el mundo la obra de la
Hermandad. Yo que he hecho esto, soy devorado por el
mundo. Sí, es inútil. Esta vida en la cual he tratado de expiar
mis culpas, en la que he vivido sin pecado, me ha aportado
sufrimientos tan sólo. Pero la oscuridad del pasado está
todavía en mí; no puedo escaparme de ella ¿Sabéis por qué
vais a entrar esta noche?

409
–No –contestó Fleta, algo sorprendida por la inesperada
pregunta.

–Es la aurora del año; la luna llena de esa aurora. Es el


séptimo año de siete años, el vigésimo séptimo de veintisiete.
¿Sabéis qué edad tenéis? Fleta se levantó de repente y se alejó
por la senda sin contestarle.

Encontró al marcharse a Iván, que empezó a hablarle.


Había algo en su rostro que la llenaba de temor y la hacía estar
en silencio, algo tan fuerte y poderoso que estuvo temblando al
esperar el ejercicio de aquella fuerza que reconocía en él.

–Amyot no se engaña –dijo Iván–, pero no os toca


escucharle. No sois vos quien puede ayudarle a entrar entre
los iniciados. ¡Vos! ¿Cómo habéis llevado a cabo vuestra
misión? Después de edades de degradación, en las que habéis
cedido vuestra alma por poderes mágicos, no sois más fuerte
para ayudar a otros que cuando por vez primera vinisteis a
este mundo como un ser ignorante y salvaje. Sois fuerte, Fleta;
pero como Amyot, sois demasiado fuerte. Pero él es un
escogido y permanecerá guardado y cuidado, porque no desea
poder para sus propios usos, sino para ayudar a otros. Y vos,
que habéis tenido contacto con la elevada Orden de la Blanca
Estrella, esa Hermandad que vive para la humanidad, os

410
habéis portado tan imperiosamente que no habéis querido
hacer bien, excepto haciendo daño… ¿No es así? ¿No habéis,
a través de innumerables vidas, evaluado vuestro poder sobre
Horacio Estanol tan altamente que no podíais ceder ese
poder? ¿No adquiristeis belleza y encantos para poder leer
amor en sus ojos? Cansada como estabas de él y de su
debilidad, ¿no le encontrasteis a pesar de eso para sentir el
placer de su amor hacia vos? ¡Y eso mucho después de que os
fuese posible amar a criatura alguna, cuando había yo
purificado completamente vuestra alma de la pasión! ¡Oh
Fleta! ¡Esa ansia por el ejercicio del poder es en verdad
vuestra destrucción! ¿Por qué no acudisteis a la Blanca
Hermandad para salvar a Otto, en vez de intentarlo hacer vos
misma sola? Fuisteis rechazada a vuestros antiguos ritos
mágicos que practicabais en los oscuros días cuando Etrenella
y vos trabajabais juntas. ¡Encantadora¡ ¡Bruja! ¿Creéis que
ayudasteis a Otto en su salvación? ¿Creéis que usando formas
tan destructivas y groseras de poder podíais ayudar a su
espíritu divino a libertarse? No ha sido así. Despertaos de esas
ilusiones. Sois una mujer, y no podéis escapar del amor de
poder y de placeres, esas leyes que gobiernan la vida del sexo.
Ya no amáis, pero ¿estáis algo mejor porque ya no amáis más
como las otras mujeres? No es así; habéis trasladado las

411
emociones del sexo a un plano más elevado y habéis, por tanto,
pecado más hondamente que si los hubierais dejado en el
simple plano de la naturaleza ordinaria humana. ¿Por qué
estáis libre de las pasiones ordinarias que afectan a los
hombres y a las mujeres, es algo mejor desear dominar,
encantar, fascinar y dirigir? Vos, que tenéis en vos la
posibilidad divina, el vigor y fuerza necesarios al ocultista, ¿es
posible que no sepáis ya en qué fango estáis aún metida?
Levantaos; mirad al conocimiento divino, fijad vuestra
atención en esa visión de humanidad que os he dado, no
pensad en una o en algunas personas, sino en todas; olvidad
que sois una mujer con poder de encantar; olvidad que sois
una mujer con poder de dirigir. Sabéis que la brujería está en
el mismo orden que la pasión del sexo; es interesada, desea
adquirir, intensificar todo lo que es personal. Sabéis esto, pues
de mí lo habéis aprendido ya en otras edades, lo sabíais. Sin
embargo, os habéis dejado llevar locamente de vuestra pasión,
en su forma más noble, rechazando comprender que con
elevarla solamente no cambiabais su carácter. Horacio Estanol
será capaz de aprender la lección que vos no habéis aún
aprendido, a causa de la cruel herida que le habéis inferido,
cuando le arrojasteis de vuestro lado. No amará más, no
deseará más poseer. Es libre. Ha vivido a través de las

412
experiencias del sexo; la flor ha caído. Ya no hay más ilusión
en él, pues matasteis su posibilidad en su alma por vuestros
descorazonadores actos. Aquello pasó. Pero ha encontrado el
fruto. Su alma se ha disuelto dentro de él; es blanda,
completamente tierna, capaz de todo desinterés. Cuando
menos los sospechabais le disteis su salvación. Ya no puede
sufrir más a vuestras manos. La esclavitud bajo la que cayó
hace muchas edades, cuando os amó por primera vez y le
mostrasteis vos el poder feroz que poseíais, se acabó. Ha sido
vuestro esclavo, atormentado y enloquecido; pero está
abriendo su alma al divino poder, y se encontrará, cuando
nazca de nuevo para renovar sus esfuerzas, calmado, fuerte, ya
no más apasionado, ya no más hombre; un ser puro, imparcial,
desinteresado, todo amor pronto a su servicio… ¿Y vos?
Amyot os ha dicho que este es un día memorable en vuestra
vida. Hoy habéis de aprender la verdad, y arrancar de una vez
las cataratas de vuestros ojos.

Fleta tembló, se estremeció, y retrocedió un paso… ¿Qué


cataratas quedaban aún por arrancar? ¿Le había quedado algo
más que perder? No pronunció una palabra, pues Iván seguía
hablando.

–No os dije que esta noche estaríais en el vestíbulo del


saber? Es verdad; pero sólo después que hayáis llenado ciertas
413
condiciones. Las llenaréis, lo sé. ¿Si no tuvierais dentro de vos
el poder de hacer esto, hubierais obtenido acaso mi ayuda y la
protección de la Blanca Estrella? Hoy a la puesta del sol
tendréis vuestra ocasión; el reloj os mostrará la hora que
debéis aprovechar. Cuando llegue el momento de la puesta del
sol podréis, si queréis entrar en el vestíbulo y ser uno de los
verdaderos discípulos de los divinos maestros. Pero ha de ser
libertado vuestro espíritu. No os ayudaré a entrar en aquel
sagrado lugar, ni me volveréis a ver ya ni en cuerpo, ni en
espíritu. Debéis renunciar voluntaria y espontáneamente a mi
ayuda y guía. Tenéis poderes para crear una semejanza mía si
queréis, pero habéis de renunciar a todas las ilusiones; tenéis
que arrancar de raíz de vuestro corazón vuestra adoración por
mí y libertarme de ella. Tengo que ir a otra vida y tenéis que
separaros voluntaria y absolutamente de mí. Habréis de
prometeros, de juraros que vuestros poderes han muerto para
vos. Y lo haréis esto a voluntad. Recorred en vuestra mente las
muchas ilusiones a las que habéis sucumbido. Recordad
aquella última, la más sutil de todas, en la que os figurabais
que ibais a ser mi aliada y servidora en la obra de preparar
estas sendas actuales para la humanidad futura. La experiencia
os ayudó en la idea de trabajo impersonal y yo os di, por tanto,
esa experiencia. Pero, aunque vuestro espíritu era lo bastante

414
puro para resistir aquel fingido presentimiento de mí, que os
hizo acordaros que al hacer ese trabajo lo haríais conmigo,
aunque lo resististeis, ¿fuisteis lo bastante fuerte para arrojar
todas las gotas del delicioso veneno fuera del cáliz de vuestro
corazón? ¿No conservabais una leve confianza de que no
estaríais completamente sola? ¿Que si no podíais adorarme,
podíais, sin embargo, servirme? ¡Oh, abandonad por completo
esas ilusiones! Habéis de olvidar que sois mujer; más aún,
habéis de olvidar que sois un individuo. ¿No era vuestro sueño
de que teníais que llevar con vos otras dos almas, otra forma
de vuestra pasión por el poder? ¿Quién os dio tal orden? ¿No
fue vuestro espíritu mismo? ¿No esperabais pagar vuestra
entrada dando pruebas a la puerta de vuestro poder sobre
otros? ¡Ah, Fleta sed sincera con vos misma! ¿Cuando ahora
llegué a vos, no estabais en el umbral de otra ligereza? No os
habían tentado las palabras de Amyot a creer que en él
encontraríais una de esas almas que teníais que salvar?
¡Locura apasionada! ¿No os electrizó con una sensación de
nueva gloria la idea de que podíais conducir al vestíbulo a uno
tan grande como Amyot? Sed valiente y haced frente al hecho
de que no sois nada en vos misma, que sólo sois un fragmento
arrojado en la marea con 1os grandes poderes que se
extienden por el mundo; una simple parte de ellos y no una

415
parte del todo. Sed esto; disolved vuestro ser en el amor
infinito. Esto será para voz como una muerte, pero su
despertar será un nuevo nacimiento, tal como nunca lo habéis
conocido, pues en él no sabéis la fuerza de un pobre ser
humano –pobre en verdad, aunque dueño de poderes
mágicos–, sino la fuerza del antiguo conocimiento que crea el
mundo. Venid a este divino estado. El extraño poder que os
hizo hechicera se hará más agudo y vivido cuando sea
traspasado y transmutado. ¡Venid! Pero olvidaos de vos
misma, de vuestro poder… Sed valerosa. ¿Estáis preparada a
abandonarme y dejarme caminar solo, sin ningún deseo ni
pensamiento por vuestra parte? ¿Estáis preparada para
quedar del todo sola sin rostro, ni voz humana, ni cerca de
vuestra envoltura en el mundo, ni aún en el mundo de vuestro
poderoso pensamiento?

Fleta permanecía como había permanecido desde que él


empezó a hablar: inmóvil, ligeramente estremecida por el
dolor, contemplándole como si se hubiera convertido en
piedra. Durante un momento continuo así como un estatua,
como si sus sentidos estuviesen paralizados y no pudiera
hablar ni moverse. Pero de pronto extendió los brazos con
ademán imperativo.

416
–Estoy preparada –dijo–. Vuestra vida mayor os espera. La
veo luciendo gloriosamente. Desde esas espléndidas alturas de
pensamiento y sentimiento, desde ese noble lugar de sacrificio
propio, sería difícil para voz aproximaros a quien está tan llena
de error y tan hondamente manchada como yo. Vuestra
discípula no fracasará, maestro mío, ya no más mío. Os
olvidará, arrojará de ella todo pensamiento y recuerdo de vos.
Estoy pronta. ¡Id!

Iván se volvió y se alejó por el sendero. Fleta le miró hasta


que hubo desaparecido. Luego se volvió a ver a Amyot; pero
éste también se había marchado. Estaba sola ante el mar y el
cielo. Entonces acudió a ella el recuerdo del reloj de sol y fue a
mirarlo. Fue una larga pesquisa, pues un viejo rosal había
trepado por él y tuvo que arrancar las ramas con sus manos.
Cayó de rodillas a su lado y allí permaneció a través de las
silenciosas horas de la soleada tarde ¡Sola! Al principio
aquella palabra llenaba el horizonte entero de sus
pensamientos. No podía apartarla, no podía arrojar de ella tal
idea.

Cuando algún dolor físico interno se ceba en nosotros sin


interrupción, el que sufre comienza a batallar contra él hasta
que le vence. Cuando no puede se retira a otra posición de
conocimiento desde donde el dolor se hace tolerable y luego a
417
otras, hasta que el dolor se convierte repentinamente en
placer. Este es todo el misterioso secreto a que se refieren lo
ocultistas cuando dicen que el dolor y el placer son lo mismo.
Ambas cosas no son sino sensaciones en efecto, casi imposibles
de diferenciar. Lo que es placer para unos es dolor pasar otros.
Si hubiera sido Fleta maga de corazón y no otra cosa, aquella
soledad, aquel completo aislamiento, la hubiera envuelto en un
manto de consuelo; le hubiera proporcionado oportunidad
para pensar, para planear y proyectar. Pero no era así; era
maga tan sólo por poderes innatos y por la ceguera de su
ignorancia. Su corazón estaba ahora conmovido y lleno de
amor, si bien no sabia a pesar de tal amor olvidar su absoluto
aislamiento. ¡Sin embargo éste había de ser olvidado!

Poco después fue cambiando su actitud y retirándose de


aquella angustia hasta convertirla en una simple sensación, si
bien no placentera. Por fin llegó a ser placer. Pero aún tenía
que hacer algo más. ¡Tenía que convertirla en nada! De
improviso este estado llegó. El hecho de estar sola, apartada de
todo el mundo, no fue nada para ella… ¿Por qué? ¡Porque ella
misma ya no era nada!

Entonces un nuevo vigor conmovió todo su ser. Algo tan


fuerte como si luz, luz sólo, corriera por sus venas; algo tan

418
puro, que borraba toda memoria de existencia, penetró en ella.
Se incorporó.

–¡Oh! ¡Vivo por todo lo que vive! –exclamó.

Su voz retumbó en el aire y la asustó a ella misma. Le


parecía desconocida… Tenía las vibraciones de una
campana… Miró hacia abajo y su mirada cayó sobre el reloj de
sol. Era la puesta del día. Durante un segundo que le pareció
una eternidad, permaneció completamente inmóvil. Su mente,
su alma, su ser, se bañaron en un desconocimiento que era más
vívido que cualquier conocimiento. Luego cayó hacia adelante,
con el rostro sobre el suelo al lado del rosal… entre las
flores…

419
EPILOGO
Dos meses después, el agente visitó la entonces desierta
casa dotal y luego el castillo. Encontró la puerta del cuarto
encantado, abierta por vez primera. Miró dentro con timidez.
No había en el interior sino unas cuantas hojas de otoño,
arrojadas allí, al parecer, por el viento… Cerró la puerta
sobrecogido y se marchó.

Un impulso caprichoso le hizo bajar al paseo de la Señora


cuando se retiraba. Pero no lo vio, pues en el momento en que
entró en el paseo, vio una figura que yacía entre las flores y
que atrajo toda su atención. Era una mujer inmóvil, ricamente
vestida y con hermosos cabellos que habían caído sueltos,
esparcidos sobre el suelo. Instantáneamente vio que estaba
muerta y con un estremecimiento de terror, volvió hacia arriba
su rostro. ¡Oh, qué espectáculo! Nadie podría decir que
aquello había sido un rostro humano, excepto por los huesos.

¿Dónde estaba ahora la belleza de Fleta? ¿Dónde Fleta


misma?

420
NOTAS EDICIÓN
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