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Gracias por el fuego

La película de Julian Schnabel sobre Vincent Van Gogh, protagonizada


por Willem Dafoe

¿Cómo volver sobre la vida de un artista que es un mito? ¿Cómo darle vida a
una obra magnífica pero de alguna manera anestesiada por posters de ocasión
y postales de souvenir? Según Julian Schnabel –también artista plástico– en su
nueva película, Van Gogh en la puerta de la eternidad, evitando la biografía y
rodando una película sobre qué significa ser artista. Vincent Van Gogh tuvo
muchas caras famosas, la más importante de todas, la de Kirk Douglas según
Vincente Minelli en Sed de vivir. Más tarde, lo filmaron Maurice Pialat y Robert
Altman. Ponerlo en la piel de Willem Dafoe, sin embargo, es el gran acierto de
Schnabel. El hombre que deslumbró como villano en Calles de fuego, como
ese ser degenerado y sexual que es Bobby Perú en Corazón salvaje, como
Jesús en La última tentación de Cristo, como Pasolini para Ferrara o como
gerente de un hotel para desamparados en El proyecto Florida está nominado
al Oscar como Mejor Actor por primera vez, a los 60 años: para su Van Gogh
filmó en locaciones reales y aprendió a pintar. Y, una vez más, logra una
composición inolvidable que, quizá, logre imponer en el público una nueva cara
para imaginar al hombre de los cuervos, las noches estrelladas y los girasoles.
Por Diego Brodersen





En Arlés, la ciudad francesa inmortalizada en al menos tres
centenares de sus óleos, le decían “el loco del pelo rojo”. O así dicen
que le decían. La leyenda es irrebatible y hace ya un buen rato que
Vincent Van Gogh es una marca registrada, el arquetipo del artista
sufriente, eterno caminante del filo que divide la genialidad de la
insania. Poco importa que en tiempos relativamente recientes se
hayan puesto en duda, con argumentos de peso, dos indiscutibles
hitos sangrientos de su vida: la oreja cortada ante un feroz ataque de
angustia, el intento de suicidio como clímax de otro aún más profundo.
El mito del holandés errante (nunca mejor utilizada esa expresión)
comenzó poco después de su muerte en 1890 y tomó aún más fuerza
luego de la publicación, en 1934, de la novela biográfica Lust for Life,
del escritor Irving Stone, basada en gran medida en los intercambios
epistolares entre Van Gogh y su hermano Theo. Fue ese texto, a su
vez, el que sirvió como base del guion de Sed de vivir, la película de
1956 de Vincente Minelli que terminó de cristalizar en la pantalla la
vida y una parte de la obra del autor de “La noche estrellada” y “Los
girasoles”, dos de esas obras pictóricas inmediatamente reconocibles
por el más amplio de los públicos. A pesar de las diversas
adaptaciones de su vida que le siguieron con el correr de los años,
tanto en el cine como en la tevé, ese film convirtió asimismo el rostro
de Kirk Douglas, convenientemente barbudo y virado al naranja, en
espejo cinematográfico de las decenas de autorretratos del pintor. El
inminente estreno de Van Gogh en la puerta de la eternidad, dirigida
por el artista plástico devenido cineasta Julian Schnabel, quizás
cambie ese reconocimiento popular casi automático. Nominado por
primera vez a un premio Oscar como Mejor Actor principal, el
estadounidense Willem Dafoe le aporta a la figura de Vincent sus
propias y particulares facciones, en un rol típicamente potente que le
hace los honores a la experiencia inmersiva propuesta por el director
de La escafandra y la mariposa. Esta nueva biopic de un personaje
visitado tantas otras veces está atravesada por la necesidad de
transmitir la subjetividad del artista, los placeres y dolores del proceso
creativo, sus explosiones intelectuales y emocionales, como así
también los recovecos táctiles de un oficio necesariamente manual.

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En la versión Minelli reinan la estructura clásica de tres actos y la


sensibilidad inherente a los trazos, los contrastes y las perspectivas es
reconvertida en excelso melodrama, pautado por las rencillas
tempranas con el padre del artista, el intento por servir a Dios a través
de la entrega al prójimo y la relación poderosa e íntima con su
hermano, el marchand, mecenas, protector y, en más de una ocasión,
salvador. Allí aparece también, desde luego, la amistad intensa y
contradictoria con Paul Gauguin (Anthony Quinn, ganador de un
premio Oscar por esa interpretación), que en los términos del guion de
Norman Corwin se impone como una suerte de antídoto a los
conflictos existenciales de Vincent, puro goce libertino de los placeres
terrenales, del sexo y la puesta en práctica de una virilidad basada en
el potencia y la violencia. El origen de la mutilación nunca es discutido:
como un torero con su ofrenda posterior a la corrida, el holandés toma
la navaja y hace lo que puede para intentar retener a su confidente.
Schnabel, ayudado por esa eminencia de la escritura cinematográfica
llamada Jean-Claude Carrière, deja en un notable fuera de campo la
más famosa instancia no creativa en la vida de van Gogh, las causas y
responsables del corte de oreja convenientemente ocultos detrás de
las suturas de la elipsis. Es apenas un ejemplo del procedimiento
utilizado por At Eternity’s Gate para correrse de los caminos más
convencionales de la película biográfica.

“Creo que Julian realmente logró romper con la idea de la biopic


tradicional y los clichés referidos a van Gogh como una persona
trastornada, incomprendida y cerrada sobre sí misma”, declaró Dafoe
por estos días, en conversación con periodistas del periódico Los
Angeles Times. “La verdad es que, tanto en sus obras como en sus
cartas, hay evidencia de que sí deseaba conectarse. Probablemente
era más feliz cuando estaba pintando y solo en medio de la
naturaleza, pero sí quería compartir su visión con la gente. Y si bien es
cierto que tuvo que enfrentar muchos desafíos, uno también puede
imaginar que se trataba de una persona muy despierta y abierta. Era
muy productivo, sus pinturas son evidencia de ello. Se puede sentir la
fuerza de todos esos cuadros y es por ello por lo que han resistido el
paso del tiempo, no sólo porque un crítico de arte decidió que había
creado algo especial. Realmente tienen magia”.

Impresiones y pasiones

Podrá pensarse que la relación entre su última película y aquel debut


de 1996, Basquiat –dedicado a su amigo personal, el pintor, dibujante
y grafitero neoyorquino Jean-Michel Basquiat, muerto por sobredosis a
los veintiocho años–, es lógica. Incluso, indudable. Pero el film con el
que Van Gogh en la puerta de la eternidad tiene más puntos de
contacto es La escafandra y la mariposa: la historia del editor de
revistas Jean-Dominique Bauby, luego de que una enfermedad
paralizara totalmente su cuerpo, fue transformada por Schnabel en un
relato sobre la subjetividad, sobre las maneras únicas y particulares
con las cuales cada ser humano observa y comprende el mundo. Al
comienzo de Van Gogh una aparente cámara subjetiva recorre los
campos de Arlés (el film fue rodado en locaciones reales de esa
ciudad del departamento de Bocas del Ródano) y la respiración
entrecortada de un hombre ocupa casi todo el espectro de la banda
sonora. La lente gran angular deforma los extremos de la imagen, a su
vez ligeramente manipulada en sus tonalidades. Se trata de un nuevo
ejemplo de ese clásico recurso narrativo conocido como in medias res:
la película volverá, casi noventa minutos más tarde, a esa búsqueda y
encuentro casual con una campesina. Poco después, cuando la
estadía en Arlés haga sonar las campanas del inicio de la etapa más
prolífica en la obra del autor, la fotografía digital intentará transmitir –
sin cruzar las fronteras de lo artificioso– los colores vibrantes y trazos
chocantes de sus pinturas. Es un procedimiento muy diferente al de la
reciente Loving Vincent (2017), el exitoso largometraje de Dorota
Kobiela y Hugh Welchman realizado a partir de la captura del
movimiento de actores de carne y hueso, reelaborado luego
artesanalmente –cuadro por cuadro– por un centenar de artistas a
partir de los diversos estilos pictóricos de Van Gogh. Allí,
paradójicamente, esa imitación minuciosa terminaba ofreciendo un
resultado mediocre, similar al de una de esas aplicaciones de teléfono
móvil cuyos filtros imitan la textura de un comic, un vitral o el
inconfundible estilo de un artista determinado. Schnabel sigue a
Dafoe/van Gogh y la cámara se acerca y aleja de su rostro, ofreciendo
indicios de pasión y también de locura. Durante esos primeros minutos
se produce el encuentro con Gauguin (Oscar Isaac), el único artista en
París que parece congeniar con sus ideas sobre el arte, en una París
marcada por la incertidumbre y las interminables discusiones creativas
nacidas a la sombra del post impresionismo. ¿Cómo pintar, cómo
transmitir? ¿Qué porcentaje de la realidad debe necesariamente
quedar plasmado en la tela? Cuestiones que han estado presentes en
todas y en cada una de las vidas de Van Gogh en la pantalla, incluida
la naturalista oda a la hermandad de Robert Altman en Vincent & Theo
(1990) y la irresistiblemente iconoclasta y anti convencional Van Gogh
(1991), del francés Maurice Pialat, ambas producidas durante las
celebraciones por el centenario de la muerte del homenajeado.

Durante la secuencia de títulos finales de Sed de vivir, colado entre los


agradecimientos a museos e instituciones de todo el mundo, aparece
el nombre de Edward G. Robinson. El actor de Hollywood, uno de los
rostros inmortales del cine de gangsters, era un coleccionista
empedernido de arte moderno y entre sus mayores tesoros se
encontraban varias pinturas del holandés, entre ellas el segundo
retrato de Père Tanguy. Willem Dafoe nunca coleccionó arte y, mucho
menos, tomó entre sus dedos un pincel para plasmar imágenes en un
lienzo. Sin embargo, a la hora de prepararse para interpretar el papel,
Schnabel lo hizo pintar. Y mucho. Algo un poco más difícil que subir o
bajar algunos kilos, ese símbolo de entrega actoral en el microcosmos
de Los Ángeles y aledaños. Según detalla Dafoe en esa misma
entrevista, Schnabel “era un verdadero loquito a la hora de definir
cómo tenía que sostener los pinceles en la mano. Cómo ordenaba la
paleta, cómo el pincel tocaba la tela. Una vez que comencé a pintar y
a ordenar los materiales, a tener el aspecto y la técnica física
adecuados, comenzó a hablarme acerca de las maneras de ver. Yo
miraba un ciprés y corría a hacer una buena semejanza. Y entonces él
decía ‘No, no. No se trata simplemente de hacer una deconstrucción.
Observa cómo la luz le llega. Pinta lo que estás viendo, no lo que
crees que es’”. Todos esos preparativos fueron la base de dos
extensas secuencias en las cuales el actor encarna al artista
dibujando o pintando al aire libre, suerte de éxtasis creativo que se
asemeja a un trance espiritual, a una forma del misticismo nacido de la
técnica, la concentración y la entrega a una forma de comprensión del
universo. Las discusiones posteriores sobre arte –en particular acerca
del movimiento impresionista– que Van Gogh mantendrá con Gauguin
le cederán el lugar a una serie de imágenes cinematográficas
expresionistas (algún recuerdo de Murnau, en particular el de El último
hombre), un detalle para nada irrelevante que vincula la obra del
holandés con una de las expresiones pictóricas más importantes del
futuro cercano. Desde luego, varias de las pinturas/copias que pueden
apreciarse en la película no fueron realizadas por Dafoe, sino por el
propio Schnabel.

Amor amarillo
Interpretar a un hombre de 37 años con 63 abriles sobre los hombros.
Un detalle al cual Dafoe le resta importancia, citando además una
lógica indiscutible: no es lo mismo acercarse a los 40 a finales del
siglo XIX que en los términos actuales. ¿Los sesenta son los nuevos
cuarenta? La carrera del actor nacido en Wisconsin en 1955 ha sido
una de las más notables y menos explosivas de los histriones de su
tiempo y espacio. Lo indica claramente esta primera nominación a un
Oscar como actor principal, a pesar de haber encabezado repartos
como el de La última tentación de Cristo (1988), de Martin Scorsese,
o, más recientemente, Pasolini (2004), de Abel Ferrara. Pero no es
menos cierto que su filmografía incluye roles secundarios de toda
clase y tenor, reconocidos por la Academia de Hollywood con tres
nominaciones, que se quedaron solamente en eso: Pelotón (1986), La
sombra del vampiro (2001) y, el año pasado, El proyecto Florida. Las
facciones amplias y huesudas, su sonrisa enorme, esa voz por
momentos grave, en otros ligeramente aguda, siempre
imperceptiblemente ceceosa, forman parte inseparable del cine
contemporáneo desde su debut en un papel de peso, en las Calles de
fuego (1984) de Walter Hill. La oferta de interpretar a van Gogh se
imponía como una oportunidad difícil de resistir, uno de esos papeles
que todo actor reconoce de inmediato como singularidad irrepetible.
Máxime teniendo en cuenta que la idea del realizador no era hacer
una película sobre van Gogh sino “sobre ser van Gogh”, según afirmó
en una función con público en el Museo de Arte de Los Ángeles. “Esta
película es una acumulación de escenas basadas en las cartas de van
Gogh, eventos de su vida que se consideran ciertos por común
acuerdo, aunque suelen tomarse como hechos, y escenas que han
sido absolutamente inventadas. Esta no es una biografía forense
sobre el pintor. Es una historia acerca de qué significa ser artista”.
Para muchos espectadores, la biografía cinematográfica definitiva
sobre el pintor seguirá siendo la versión Minelli/Douglas, con sus
colores y emociones de alta intensidad y la anchísima pantalla de
CinemaScope. Para otros, en cambio, lo será el acercamiento terrenal
de Pialat, con Jacques Dutronc en el rol central, una aplicada e
imaginativa descripción de los últimos 67 días de vida del artista
durante su estadía en Auvers-sur-Oise, marcada en la pantalla por la
relación sentimental entre el visitante y la hija del Dr. Gachet, creada
específicamente para la ocasión. En esa película el proceso creativo
quedaba relegado a un segundo o tercer plano y los quiebres
mentales del holandés –quien hablaba, desde luego, perfecto francés–
eran descriptos como el resultado de una tendencia a la monomanía y
una personalidad definitivamente sensible. “La histeria no es
propiedad absoluta de las mujeres”, decía allí un usualmente adusto
Gachet. Según la visión de Schnabel, los límites de la locura están
mucho más cerca de lo que se cree y la internación de van Gogh en
una institución mental ocupa varios minutos de proyección. Antes de
volver a salir al mundo exterior, el paciente mantiene una
conversación con un sacerdote interpretado por Mads Mikkelsen,
discusión de orden teológico que demuestra, entre otras cosas, que el
gusto artístico del religioso es tan convencional como su puesta en
práctica del dogma cristiano. En una de las cartas que Vincent le envió
a Theo, el remitente escribió que un grano de locura puede ser el
origen del mejor arte. Van Gogh en la puerta de la eternidad utiliza esa
frase real y crea otras, reconstruyendo el incidente que terminaría con
la muerte del gran artista a partir de la reciente teoría que deja de lado
el concepto del suicidio. A esa altura de la proyección resulta claro que
la intención no ha sido tanto homenajear como transformar la figura de
van Gogh en un símbolo. Algo así como una forma artística de la
transfiguración. En palabras de Willem Dafoe, referidas a la totalidad
de su carrera: “Probablemente aprendí más sobre la actuación en las
galerías de arte y la danza que por ver cine o teatro. Es una cuestión
de acumulación de acciones que son una expresión de tu vida. No es
‘aquí necesitamos un poco de amarillo, así que voy a usar amarillo’.
Es algo intuitivo. Algo vivo”.

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