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ERRANCIA… LITORALES MAYO 2013

la palabra inconclusa

EL MALESTAR EN LA CULTURA EN LA SOCIEDAD


CONTEMPORÁNEA.

ANTONIO BELLO QUIROZ

Resumen: Jacques Lacan señaló en algún momento que el psicoanalista tendría que estar a
la altura de su época, de esta manera, los cambios sociales y políticos no podrían quedar
fuera de las reflexiones del psicoanálisis, de hecho le atañen directamente al presentarle
nuevas configuraciones de subjetividad. Sigmund Freud utilizó la expresión “malestar en la
cultura” para referirse a la relación que el sujeto mantiene con lo social, con su época, y
bien vale acercarse a mirar desde el psicoanálisis los malestares que se producen en las
configuraciones sociales contemporáneas.

Palabras clave: malestar, sociedad contemporánea, Otro, holocausto, inexistencia del Otro,
imperialismo, consumo, “plus de gozar”, toxicomanía, razón, ciencia, técnica, angustia,
“ética del bien decir".

El psicoanálisis nació en una época de ideales, en sentido estricto es hijo de la modernidad.


Aunque más exactamente hay que decir que nació en el momento en que los ideales de la
modernidad empiezan a tambalearse, en la evidencia de su resquebrajamiento. Su invención
ocurrió en una época que se conoce como La Viena del fin de siglo, marcada por el
surgimiento de diversas voces que desde los matices de la filosofía con Nietzsche, el teatro
con Wedekind, Kandinsky y Klimt en la plástica, o la atonalidad de Schönberg en la
música, se muestran discordantes con la hegemonía del positivismo que se empieza a
revelar como insuficiente para contener el malestar que la modernidad no puede silenciar.
La razón de este resquebrajamiento no es casual, como el psicoanálisis mismo enseña, los

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ideales son organizados y regulado su funcionamiento por la existencia de un Otro; luego


entonces, sin ese Otro no hay garante que medie en la relación del sujeto con los ideales. En
este sentido de mediador, el Otro tiene una función política: es garante de discurso.

En este punto es necesario hacerse una pregunta: ¿En nuestro tiempo, en dónde podemos
situar a ese Otro que operaría como garante y regulador de los ideales y cuáles son sus
consecuencias? Desde el psicoanálisis podríamos dividir su ubicación en dos momentos,
por un lado, con la modernidad, el Otro opera según los principios de El Nombre del Padre.
Esa época es la época de Freud. Pero, por otro lado, más cerca de nosotros, para Lacan, la
“gran neurosis contemporánea” es la de la inexistencia del Otro, lo que dirige al sujeto a la
caza del plus de gozar.

¿Qué se trata de decir con estas afirmaciones? El psicoanálisis nos permite descubrir que
hay dos maneras de situar el goce: una, la que privilegia el mito freudiano, la vigencia del
agente de la castración, a saber, el padre; y la otra, que tiene que ver con el tapón a la
castración, lo que Lacan llama “el plus de gozar”.

Lacan dice en 1970 en Psicoanálisis, radiofonía y Televisión: “... nuestro goce se sitúa en
el plus de goce”, lo que él llama nuestro goce, el goce contemporáneo, el goce del tiempo
marcado por el Otro que no existe, no se sitúa más a partir del agente de la castración, como
ocurre hasta la modernidad, sino que está situado en la vertiente del plus de goce, operando
justamente como tapón de la castración.

Una última puntuación de entrada, en la época contemporánea, al haberse agujereado los


semblantes (lo que sostiene los ideales) para descubrir y comprobar que no hay nada atrás,
se dibuja un fondo de angustia general y generalizada, que es otra forma de llamar al
malestar de nuestra época y el lugar del sujeto en ella.

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Por otro lado, hay que señalar que lo simbólico contemporáneo, aquello que posibilita
sostener el lazo social, se encuentra consagrado a la imagen. No sólo por el dominio del
espectáculo de la imagen sobre la reflexión (lo que ya ha señalado en el campo de lo social
Giovanni Sartori), sino que frente a la caída del Otro hay un refuerzo de lo especular; hay
que destacar la evidencia de que, ante la inexistencia del Otro, como último reducto, se
impone el imperio de la imagen, en una fórmula podemos resumir esta reacción del sujeto:
“si el Otro no existe, existe el doble”.

Pero la cuestión de la condición humana, y su actual malestar, no llegó al momento en que


se nos hereda de la nada, en una muy apretada síntesis y a grandes saltos, es posible
recorrer los momentos y lugares que los ideales han experimentado hasta llegar a esta época
de inexistencia del Otro.

Para los griegos el mundo era un cosmos ordenado, una totalidad armoniosa determinada
por leyes eternas. En la base del conocimiento griego están los axiomas de donde se deduce
el conocimiento a través de inferencias, y todo conocimiento permite apropiarse del mundo
porque es una representación exacta de lo conocido. Así, el mundo está ordenado por el
conocimiento, lo desconocido tiene su lugar, pero en la medida en que hay conocimiento,
que vendrá a operar como garante, deja de ser amenaza. El conocimiento media en la
relación del sujeto con lo desconocido.

Esta idea va a pasar a la tradición medieval como un mundo dirigido y organizado por
Dios, garante de orden; donde la sociedad reproducía la jerarquía monacal y existía el orden
celestial.

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En el occidente cristiano, Lutero y Calvino, promotores de la Reforma, barren con la


certeza que garantizaba el dios católico medieval como regulador de todo orden. Sí, es dios,
pero no el de los católicos.

Es René Descartes quien desechando toda la tradición filosófica jesuítica bajo la cual había
sido instruido, decide buscar la certidumbre en las facultades racionales, dejando sentadas
las bases de la modernidad, las del cielo casi vacío. Al tiempo que con su “Sistema de
Duda” da inicio al método científico, estableciendo reglas de conocimiento racional. Al
introducir al método como sistema, y fundamentalmente a partir de introducir su cógito
“Pienso, luego soy” establece a la racionalidad, al pensamiento como garante de orden.

Descartes descubre al hombre como ser autónomo, lo que funda el conocimiento como
antropocéntrico. Pero aún así, como se señaló en el párrafo anterior con un casi, Descartes
sostiene que la única garantía de que las premisas originales sean válidas se encuentra en la
existencia de Dios.

Podemos decir que Descartes fue un incauto, ya que aunque respondió a la crisis de saber,
no borró al Otro, en tanto que puso a dios como garantía de lo que regula. Este Dios era un
real que no se equivocaba, y por lo tanto funcionaba en la medida en que ubicaba al sujeto
al abrigo de los semblantes. Para Descartes, más allá de la racionalidad, había dios, había
padre, había Otro.

Con las ideas de Descartes como fondo, la Modernidad se constituyó a partir de las
promesas de progreso ilimitado que se desprendían de los avances técnicos y científicos al
servicio del desarrollo industrial, que alcanzan su esplendor romántico en el siglo XIX: los
nuevos medios de transporte y comunicación, cada vez más rápidos; los medios masivos de
comunicación que conjuntan el audio y la imagen, como ocurre con la fotografía y el

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cinematógrafo de los Lumiere; el uso de nuevos materiales (vidrio pulido, acero, hormigón
armado, plástico, fibras artificiales) y las nuevas fuentes de energía como la electricidad o
la gasolina. Con la modernidad un nuevo orden se establece, ahora el de la técnica y la
ciencia, como garantes de progreso y felicidad.

El inicio del siglo XX es convulso, muy pronto las guerras ya no son entre países sino que
adquieren carácter mundial. Al final de la Primera Guerra Mundial quedaron radicalizadas
dos grandes posturas: El fascismo de Mussolini, en 1922, con el fondo de la Revolución
Rusa de 1917. Estas posturas se plantearon como alternativa frente a otra, el capitalismo
liberal, que atravesaba su peor momento tras el derrumbe de la bolsa de Nueva York en
1929.

La tensión entre estas alternativas terminó en la Segunda Guerra Mundial, revelándose cada
una de ellas, en la más radical de las paradojas, como fuerzas que prometían progreso al
tiempo que producían genocidios: desde el Holocausto[1] a las matanzas de Stalin, pasando
por los bombardeos de Hiroshima y Nagazaki.
La modernidad dio como hijo[2] a lo que se considera como el mayor crimen del que la
humanidad ha sido testigo. Nos mostró el rostro más siniestro de lo humano: el exterminio
nazi. El ideal de progreso puesto al servicio de la aniquilación de los seres humanos tal
como fue explotado por el Nazismo, no revestía antecedentes: fueron hechos operar todas
las técnicas cadenas de montajes, transportes, burocracia, la electricidad, la organización
social de los campos de concentración, la valoración al trabajo, los principios del orden y la
administración, todo lo que el desarrollo le había dado a la humanidad era usado en contra

1
Término introducido por Elie Wiesel, pero la expresión no da el sentido último de la guerra total
de exterminio del nazismo, existe otra expresión mucha más exacta: soha.
2
Tres hijos propios de la modernidad podemos señalar: el cine, cuyo nacimiento ocurre en 1895 con
las proyecciones en los cafés de los hermanos Lumiere; el psicoanálisis con su invención datada en
1900 y el exterminio nazi. Se habla de hijos en tanto que estos eventos tienen el sello de unicum, de
singularidad.

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de la humanidad. La serpiente humana se empezaba a comer la cola: destrucción por la pura


destrucción[3].

La Shoah planeada y ejecutada por los nazis no sólo fue un acto criminal, sino que produjo
un efecto inédito en la historia de la humanidad: se inventó un modo de producir el vacío.
Se borraron nombres de hombres y mujeres de la lista de los vivos y se suprimieron
también de la lista de los muertos. Como si pareciera que no hubieran existido nunca. La
vida, la historia de cada uno de ellos fue reducida a cenizas, y las cenizas también
esparcidas.

Con el extermino nazi, con el uso del progreso en el exterminio, el mundo se quedó sin
palabras, sin referencias al horror. El objetivo era la desaparición absoluta y total de
cualquier rastro que hiciera posible suponer que alguna vez un grupo humano de origen
judío había existido. Podemos constatar este ideal de borramiento en las palabras de Primo
Levi que recuerda lo que los soldados de las SS le comentaron a Simón Wiesanthal:

“De cualquier manera que termine esta guerra, la guerra contra vosotros la hemos ganado;
ninguno de vosotros quedará para contarlo, pero incluso si alguno lograra escapar el mundo
no lo creería. Tal vez haya sospechas, discusiones, investigaciones de los historiadores,
pero no podrá haber ninguna certidumbre, porque con vosotros serán destruidas las pruebas.
Aunque alguna prueba llegase a subsistir, y aunque alguno de vosotros llegara a sobrevivir,
la gente que dirá que los hechos que contáis son demasiado monstruosos para ser creídos:

3
Para una referencia mayor de las implicaciones de la Soha nazi en la modernidad y su extensión a
las sociedades contemporáneas ver Homo SacerI y II; Lo que queda de Auschwitz de Giorgio
Agamben editadas por Pre-textos.

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dirá que son exageraciones de la propaganda aliada, y nos creerá a nosotros que lo
negaremos todo, no a vosotros. La historia del Lager, seremos nosotros quien la escriba”[4]

Los ideales modernos colapsados, el mundo atónito, pero entonces ¿Qué vino a suplir la
caída del Otro? Justamente la constitución de un imperio, un imperio moderno, un imperio
con basamento en la razón, en la ciencia, en la técnica y sus productos, que desde luego,
con el capitalismo salvaje, vino a imponer un nuevo ideal de orden: el del consumo.

En 1992, Francis Fukuyama publica El fin de la historia y el último hombre, un ensayo


teleológico que celebra la historia postmoderna y considera a la sociedad consumista, la
democracia liberal y la economía de libre mercado como la finalidad de la evolución social,
meras proyecciones del ideal, ya que representan el logro de un sistema que satisface los
anhelos y necesidades fundamentales; los lugares donde no se ha conseguido este ideal son
considerados en proceso de conseguirlo.

De este modo, Fukuyama anuncia el fin de las ideologías ya que la pugna de la guerra fría
terminó en la universalización del liberalismo y la instalación del capitalismo salvaje en
casi todas las democracias, sin otros enemigos que la oposición que representan los
fundamentalismos religiosos y las culturas tradicionales que no se ciñen a los postulados de
la vida en occidente. Sólo deviene enemigo quien no se pliega, no sólo al progreso sino al
consumismo.

En El Imperio, libro de Anthony Negri y Michael Hardt, los autores proponen la tesis del
fin del imperialismo, en tanto éste sostenía un centro regionalizado como centro de poder,
en cambio la globalización supone la liberalización de la lógica de los mercados respecto a
los controles estatales, del mismo modo que la desaparición de las categorías entre primer y

4
Cf. Primo Levi. Los hundidos y los salvados. Muchnik Editores, España 2000. Pág. 11

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tercer mundo, puesto que existe un primer mundo dentro del tercero y viceversa. De este
modo el Imperio postmoderno globalizado carece de fronteras definidas y se arroja a sí
mismo la tesis de Fukuyama proclamándose como el fin de la historia.

Aún así, Negri y Hardt aclaran que la globalización se da a todos los niveles, no genera sólo
la apertura de los mercados, sino también impone los límites a la vida privada: cualquiera
de nosotros figura en bancos de datos que intercambian su información entre sí, la nuestra,
a través de redes cada vez más amplias. Michel Foucault ya nos hizo pensar en las
sociedades disciplinarias, y en particular en el biopoder; más tarde se nos ha llevado a
pensar en las “sociedades de control” que sustituyen a las disciplinarias como estas a su vez
sustituyeron a las soberanas. “Control” es el nombre propuesto por Bourroughs para
designar al nuevo monstruo que Foucault reconoció como nuestro futuro inmediato. Las
sociedades de control han sido analizadas de manera ejemplar por Deleuze en un ensayo
que lleva por nombre justamente Post-escritum sobre las sociedades de control.

De este modo la tesis más actual y polémica en sociopolítica apoya definitivamente lo que
en psicoanálisis se ha denominado “La época del Otro que no existe” en tanto que, lo que
no está definido en este nuevo orden es quién es el conductor, dónde está el garante, cuál es
el referente, dónde está el enemigo.

El hecho que los sujetos estén atravesados por esta realidad, que todos formemos parte del
imperio sin darnos cuenta, que la inexistencia del Otro genere sus efectos y que cueste
determinarlos sin una distancia prudente para el análisis, es lo que se pone en jaque ante
determinados sucesos, momentos traumáticos entendidos como el encuentro del sujeto con
un Real, con lo inefable y ahora sin lugar. Podemos decir que hay hechos sociales
traumáticos que se producen cada tanto como cortes, sobresaltos de lo que subyace a la
lógica del Imperio y que invitan a pensar sobre las condiciones en las que producimos

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nuestra vida cotidiana. Momentos donde hay una conmoción social, pero donde la
subjetividad se encuentra involucrada.

En la época contemporánea acudimos a la caída de lo que representaba el último reducto de


orden, el centro financiero del imperio se vio vulnerado, derruido: el 11 de Septiembre de
2011, con la caída de las torres gemelas en New York, el mundo asistió atónito al derrumbe
de un signo internacional, un signo de la ciudad, un signo de forma de vida, pero está la
otra lectura, el horror de asistir a la caída del mito. Nueva convulsión al inicio de un siglo.

Caído el mito, el sueño americano, el pequeño narcisismo que cobijaba el sueño de


occidente (“al menos hay un lugar donde el sueño es posible de alcanzar”), ¿qué queda?,
desorientación, una ausencia difícil de explicar, representada en el nombre de la zona
devastada: zona cero.

La angustia a través de sus síntomas se hizo sentir desde el 11 de septiembre, no es la


inseguridad real, es el encuentro traumático con una ausencia: la garantía del Otro.

En 2002, un año después del suceso traumático de occidente, Jacques Alain-Miller en el


seminario “El desencanto del psicoanálisis”, explica que el padre, al ser el “al menos uno”
dotado de un elemento suplementario y antinómico, sostenía una estructura del todo, que
representaba justamente una barrera, un límite, que establecía una prohibición
posibilitadora de la organización del deseo y de cierta estabilidad. Actualmente, dice
Miller, la estructura del todo cedió ante el no-todo: la globalización, entendida como la
explica Negri, se desarrolla sin encontrar límites.

La fragmentación del discurso, que hace que el significante llegue de un modo como
bombardeos de información, como una desorientación generalizada, lo que se puede

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apreciar en las vaivenes que la economía mundial da, bandazos de los que ya no se escapan
tampoco las economías de los países desarrollados o del primer mundo.

Desde hace ya algunos años, los sociólogos notaron que existen replegamientos a zonas
limitadas de certezas: las llamadas tribus urbanas son un ejemplo. Pequeñas y diversas
formas de micro-discursos del amo pululan e intentan operar una simplificación de la
realidad, difundir modelos de coherencia bajo autoridades reglamentarias, a costa de una
especialización extrema de los sujetos allí atrapados. Por terribles y contrastantes que nos
parezcan sus expresiones, no resultan ser sino intentos desesperados por restablecer el “al
menos uno” que organice.

La mayor identificación que está propuesta puede sostener en la sociedades


contemporáneas es la identificación al consumidor, consumir como una forma de poner
límite a la angustia. Razón por la que la toxicomanía es el mejor ejemplo del sueño
capitalista; no se trata de sujetos, ni hombres ni mujeres, ni chicos ni grandes, no hay
diferencias que importen, todos son consumidores. La toxicomanía es una nueva forma del
síntoma en la medida en que define al sujeto por una práctica, en absoluto por su síntoma.

Esto, traducido al campo de las ciencias “psic” inaugura una nomenclatura y clasificación
sostenida por los especialistas en síntomas: “desórdenes alimentarios”, “trastornos de
ansiedad”, etc., suponiendo que esos sujetos son diferentes a los otros, que esos síntomas
traducen una personalidad definida, proponiendo un “modelo-receta”: Ya Chesterton decía
que el especialista es aquel personaje que sabe cada vez más de cada vez menos, a tal punto
que conoce tanto de tan poco, que sabe casi todo de casi nada. Una etiqueta que opera como
límite, la que sea antes que el vacío.

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Esto, por supuesto, está sostenido por el mercado, porque ¿a quién le convienen más los
especialistas en trastornos de ansiedad que a los fabricantes de ansiolíticos y antidepresivos.

Primer laboratorio en ventas de ansiolíticos, su ultimo boom comercial “Rivotril” se


expende como vitaminas por doquier. Primero fue Prozac, luego Alplax, ahora Rivotril.
Roche hace fortunas, los sujetos se encapsulan en una cifra diagnóstica que no dice nada.

Miller dice en “El desencanto...” que Lacan intentaba, al final de su enseñanza, hacer una
clínica acorde a los tiempos. De este modo, hace el pasaje de la vieja clínica estructural de
los años ‘50 a la del RSI; los registros introducen una clínica discontinua, poniendo el
acento en la relación del sujeto con el corazón de goce del síntoma que colma la falta
constitutiva.

La propuesta clínica a que el psicoanálisis desde Lacan apela es la afirmación es pensar en


la ética. Por eso es desde la ética del psicoanálisis como un principio fundamental que
orienta la práctica analítica a pesar de los tiempos, desde donde pretendo hacer las últimas
puntualizaciones.

Otra vez en Psicoanálisis, radiofonía & Televisión, Lacan define la Ética del psicoanálisis
como "ética del bien-decir". ¿Qué quiere decir "Ética del bien-decir"?, El bien decir no es el
decir elegante, logrado, literario, ilustrado. Se trata del bien decir que condice que es el
saber inconsciente del analizante, un bien decir cuya norma está en el analizante, que no es
un a priori universalizable. Lacan decía “La ética del bien decir debe ser sustraída de una
práctica. La forma del bien decir tendrá que cercar en un dicho un inconmensurable propio
de cada sujeto, imposible de generalizar, de universalizar".

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Desde esta posición, podemos decir que el psicoanálisis puede permitirse intervenciones
sociales frente al malestar actual, lo que no implica ceder en eso que se ha dado en llamar
como psicoanálisis aplicado.

El psicoanálisis entonces tiene algo diferente para ofrecer frente al Imperio, frente al reino
del Otro que no existe, mientras sostenga los principios que rigen su práctica y los
fundamente en su ética.

Frente al deseo de cada sujeto no hay coyunturas posibles que justifiquen la


universalización, no es posible hacer masa bajo ningún pretexto para un psicoanalista,
porque aún en las peores condiciones externas se conserva la subjetividad y esto es lo que
intenta rescatar por sobre todo el psicoanálisis.

La singularidad apuesta a un rasgo distinto, en cada enunciación se muestra un sujeto


diferente frente a situaciones límite, eso lo que reitera es la inexistencia de un otro
universal. En última instancia, se trata de aceptar que sólo existe la “pura diferencia”, lo
que buscamos los analistas cuando nos encontramos con cada sujeto en una consulta, eso
que lo hace único, singular.

Miércoles 20 de febrero de 2013,

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