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Yo Me He Llevado Tu Queso.
Yo Me He Llevado Tu Queso.
Darrel BRISTOW-BOVEY
Primero voy a forrar este libro para que no se estropee y en el futuro, cuando
tenga nietos, pienso leérselo como si fuera un cuento y decirles: «Esto es lo que os
pasará si no termináis la carrera de Derecho.»
JAMES BYE, del bufete de abogados Bye, Bye, Baby & Co.
Siempre supe que Darrel escribiría un libro, pero nunca pensé que sería sobre
queso. Cuando era pequeño no le interesaba demasiado. Le gustaba en los macarrones,
claro, como a todos los niños, pero si hace veinte años alguien me hubiese dicho:
«Roslyn, ¿sobre qué será el primer libro de tu hijo?.», yo no sé qué le habría contestado,
pero desde luego queso no. Quizás helado. A Darrel le gustaban mucho los helados.
ROSLYN BRISTOW-BOVEY madre del autor
Todavía le debo una cerveza a Darrel, pero no pienso decir lo que él quiere que
diga.
JEREMY MAGGS, presentador de la versión surafricana de ¿Quiere ser
millonario?.
No sé quién es.
OPRAH WINFREY, presentadora de televisión
Este libro me impresionó tanto que encargué ejemplares para todos mis
empleados, y esta Navidad voy a regalárselo a todos mis amigos.
MARLENE FRYER, editora del libro
Introducción.-
Además del Osmósix al final del libro os ofrecemos una serie de páginas en
blanco. Aparte de servir para que el tomo parezca más grueso en las estanterías, estas
páginas os permitirán fingir que leéis -en la playa o en el Metro-, cuando en realidad
estéis descansando la vista y pensando en el último episodio de Sexo en Nueva York.
Por cierto, si por casualidad se os ocurre compartir este manual con vuestra
pareja, miembros de vuestra familia o colegas de trabajo, debo advertiros que Osmósix
es un compuesto muy sofisticado que, cual lapa, se pega a la composición química de la
primera persona que abra el libro y respire su intenso perfume. El Osmósix funcionará
sólo con quien lo haya comprado, por lo que los maridos o las secretarias deberán
adquirir su propio ejemplar.
Obviamente esto no os hará muy felices pero sí a nosotros. De hecho, en el
mundillo editorial, el olor a Osmósix nos recuerda mucho al de los billetes recién
salidos del banco.
Así que seguidme, hermanos y hermanas, y caminemos hacia un mundo más
feliz (o un mundo en que, como mínimo, nuestra cobardía pase totalmente inadvertida).
Y mientras avanzamos, recordad nuestro mantra, entonadlo en voz alta, imprimidlo y
pegadlo en la nevera o la guantera del coche, o tatuároslo en el interior de los párpados
para poder leerlo mientras dormís la siesta. Si queréis, podéis quitaros la camisa, sacar
los tambores y cantarlo al ritmo de tam-tam (aunque si decidís saltar por ahí medio
desnudos, os ruego que cerréis las persianas para que no os vean los vecinos).
¿Listos?.. ¿No?.. Ay, perdón.
Pensaba que ya os lo había dicho.
Nuestro mantra es: «Todo se puede fingir.». Podéis añadir todos los oms, ahs y
grititos que os dé la gana, pero lo básico es eso: todo se puede fingir (excepto la falta de
sinceridad, supongo. Es difícil fingir falta de sinceridad. Ah, y tener un pelo bonito.
Desgraciadamente o tienes un pelo bonito o no lo tienes. Pero aparte de eso, el mantra
no falla).
¿Preparados?. ¿Listos?. Pues adelante.
Buscar y encontrar.-
No es fácil ser vago en esta época (bueno, ni en esta ni en ninguna). Los súper
ocupados no tienen ni la más remota idea de lo que cuesta no hacer nada. En efecto,
amigos, requiere paciencia, dedicación y un firme rechazo a entrar en razones. Sólo
nosotros somos conscientes de la disciplina y energía que se necesita para dedicarnos a
nuestro arte (Dios, qué cruz la nuestra ... ).
Hoy en día existe más presión que nunca para mejorar: para parecer más guapos,
meditar mas, beber menos y elevarnos a la altura de los ángeles. De vértigo. Incluso yo,
cuando era más joven y dinámico, caí en la trampa de recorrer el mundo en busca del
secreto de una vida mejor.
Viajé hasta Suramérica, al tórrido desierto de Atacama, en Chile, donde me
habían dicho que vivía un hombre muy sabio. No podía perderme, me aseguró la gente
del lugar, al tiempo que me indicaban una montaña y un estrecho sendero entre rocas y
peñascos. Me dijeron que el sabio era un viejo con barba que se asomaría por detrás de
una roca y, cuando yo llegara a la parte más empinada, me acribillaría con mangos
maduros.
- ¿De dónde saca los mangos si vive en medio del desierto?. -quise saber.
La gente del lugar bajó la cabeza y trazó dibujos en la arena con los dedos de los
pies.
- ¿Qué demonios?.
- ¿Cómo has subido por la parte más empinada sin que yo te oyera?. -preguntó el
viejo, que aprovechó mi postura para patearme la cabeza.
Pese a la sorpresa no me ofendí, ya que tengo entendido que los viejos sabios
pueden ser un poco ariscos.
Una vez, mi buen amigo Chunko visitó a un sabio en las calurosas junglas de
Laos: el viejo perdió los nervios después de una partida de ajedrez y apaleó a mi amigo
con un junco de bambú. «A veces -me dijo Chunko- las lecciones de los sabios son un
poco durillas.»
Así pues, escribí otra lección en el polvo con el dedo: No temas descubrir que
tus ídolos tienen los pies de barro, así no te dolerá tanto cuando te pateen en la
cabeza.
Por suerte, el viejo de la montaña enseguida dejó de patearme y se dispuso a
volver a su siesta.
Así pues, nos sentamos el uno frente al otro y la paz volvió a reinar entre
nosotros.
Qué va. Tienes que aprender a apreciar el buen queso, tío Bueno, pues me
ofrecieron la comida a cambio de unas cuantas palabras de sabiduría. Yo les contesté
que no sabia ninguna, que como máximo podía recitarles las dos primeras estrofas de
Yesterday. Ellos asintieron, así que eso hice, y se marcharon tan contentos. Fue entonces
cuando me di cuenta de que no sabían ni una palabra de inglés.
Curiosamente no parecía importarles y cada día venia más gente del pueblo con
cestas de comida y se sentaban a escuchar Yesterday o, cuando quería variar, Ob-la-di
Ob-la-da.
Efectivamente, la conocía aunque la última vez que la había visto estaba mucho
más colorada y sucia. El libro se titulaba «Díselo a la Montaña”. Diez lecciones
aprendidas durante mi camino de perfección», y en la portada llevaba un adhesivo en
forma de estrella con la frase: «Más de un millón de ejemplares vendidos.». Al principio
no quise abrirlo, pero finalmente me armé de valor. El primer capítulo empezaba con el
siguiente epígrafe: «Si no tememos que nos arrojen frutos tropicales a la cabeza,
veremos más claramente las riquezas que tenemos ante nuestras narices.»
Encuentra tu huevo.-
Como habéis visto, a nosotros, los gurús de las montañas no nos sirven de nada.
De hecho no sirven a nadie, pero para los que somos vagos por naturaleza son
especialmente inútiles. Aunque sean gurús de verdad (en vez de chalados sin afeitar que
viven al aire libre), os costará tanto encontrarlos que, cuando lo consigáis, estaréis
hartos y con ganas de iros a casa. Por suerte, yo sé una historia que nos enseña todo lo
que necesitamos aprender.
Xam era joven pero muy buen cazador. Era capaz de seguir el rastro de un
avestruz por una llanura pedregosa con los ojos vendados con el taparrabos (cosa que
siempre impresionaba a las chicas) y era muy hábil con la cerbatana. Por las noches
solía jadear y resoplar en la cama y, cuando su madre le preguntaba: «¿Qué haces?.», él
contestaba: «Estoy practicando el arte de la cerbatana. » Ella siempre le respondía:
«Muy bien, pero pon las manos donde yo las vea».
Xam soñaba con cazar un elefante del desierto, pues creía firmemente que un
joven cazador sólo llegaba a ser un hombre de verdad cuando lograba seguir el rastro
de aquel poderoso animal y conseguía matarlo.
¿Te suena esta historia?. ¿Sueñas tú con cazar el elefante del desierto?.
Xam, que hasta entonces había creído que alguno de los chicos los iba guiando,
bajó la vista lentamente y la fijó en la arena.
- No exactamente...
A continuación se produjo una escena muy fea en la que hubo de todo: arañazos,
patadas, mordiscos y hasta maldiciones Cuando se acabó, iniciaron la larga marcha de
regreso a casa.
- Podríamos seguir las huellas del elefante en la otra dirección -sugirió alguien
en voz baja, aunque todo el mundo se alegró de que no lo repitiera.
- Quizá sabe algo que nosotros no sabemos. Tal vez sabe que estamos muy lejos
de casa y que necesitará el huevo más adelante para sobrevivir en el viaje de regreso por
este desierto.
Otro aventuró:
- Quizás está siendo noble. puede que no quiera beber mientras nosotros
pasamos sed.
Otro añadió.
Todos se ofrecían a llevarle el huevo de avestruz, pero Xam, por muy mal
rastreador de elefantes que fuera, no era tonto y siempre declinaba muy educadamente.
Y claro, cuanto menos hablaba, más convencidos estaban los demás de que guardaba un
gran secreto.
Al llegar a casa, el resto de la comunidad enseguida reparó en que los chicos un
poco mayores estaban pendientes de todo lo que hacía o decía Xam. Observaron que
siempre compartían la comida con él, y se ofrecían para barrerle las piedrecitas y ramas
que había en el suelo antes de acostarse.
Notaron esto y muchos otros detalles, con lo cual su respeto por Xam fue en
aumento. Con el paso del tiempo, Xam se convirtió en el hombre más respetado y
poderoso de la comunidad.
Así, Xam vivió feliz y comió perdiz (bueno, avestruz) hasta el día de su muerte.
Encuentra tu pareja.-
- Consíguete un buen garrote, unas pieles como Dios manda y vete de una vez
por todas de la cueva de tus padres -le dijeron al hombre australopiteco.
- Consíguete un feudo y una aldea llena de leales vasallos con cuyas novias
puedas acostarte en su noche de bodas -le dijeron al hombre medieval. (Por cierto,
siempre he soñado, con una loción para después del afeitado que se llame Droit de
Seigneur [«Derecho de Pernada», pero no lo divulgues]. ¿Por qué no se ha fabricado
aún».)
- Consíguete una melena y unas drogas -le dijeron al hombre de los años sesenta.
(De hecho, lo de las drogas vale para cualquier época desde entonces hasta el presente.)
- Consíguete un poco de ritmo en el cuerpo, unos collares llamativos, una barba
y patillas, y una camisa de un tejido sintético altamente inflamable -le dijeron al hombre
de los setenta-. Ah, y no te olvides de las drogas.
Y eso no se debe a que las mujeres se hayan vuelto mucho más exigentes, ya que
si os fijáis en los tipos impresentables y repugnantes que se ven del brazo de chicas
despampanantes, compartiréis mi sospecha de que las mujeres apenas les piden nada a
esos hombres que seleccionan de manera inexplicable.
No, la lista de demandas ha aumentado porque ésas son las exigencias que nos
estamos haciendo nosotros mismos. Increíble, pero cierto.
Fuimos nosotros los que empezamos a decir: «Sí, cariño, tienes razón. Es verdad
que somos seres simples y superficiales. Es cierto que tenemos que añadir color a
nuestro vestuario y profundidad a nuestra vida para poder así adorar a la diosa que hay
en ti. ¡Mírame: cocino platos que incluyen la palabra "balsámico" en su nombre, y al
mismo tiempo gano un buen sueldo, e incluso voy al gimnasio para no tener barriga!.
¡Compruébalo, si hasta puedo explicarte lo que es el feng-shui, e incluso pronunciarlo
correctamente (creo)!. ¡Ámame: ¿no ves que hasta puedo opinar sobre decoración?!. Por
favor, ¿me prestas Conversaciones con Dios cuando termines de leerlo?.»
Y las mujeres pensaron: «Por Dios.».
Porque no imaginaban que nosotros nos tragáramos esas pamplinas. Ni siquiera
ellas mismas las creen. Sin embargo, ante tal oferta de desarme unilateral, no dudaron y
respondieron al unísono: «¡Perfecto!.»
De no haber contestado eso, habrían sido tontas. Y desde luego, las mujeres
pueden ser muchas cosas, pero no tontas. Es como si los rusos hubieran llamado a
Reagan en los años ochenta y le hubiesen dicho:
«Camarada, lo hemos pensado mejor y hemos decidido que mantener estas
armas y misiles nucleares representa demasiado esfuerzo, así que vamos a
desmantelarlas y tirarlas al mar. A no ser que vosotros las queráis. ¿Os va bien que os
las enviemos por correo?. Así podréis añadirlas a vuestro arsenal. Incluso pagaremos el
franqueo. Ah, y de paso, también dejaremos de beber vodka. ¿Qué os parece?.»
Resulta improbable que Reagan respondiera: «No, tranquis. Echaría de menos el
tener otra superpotencia por aquí. Además, hay muchas partes de nuestra relación que
no hemos explorado. Hace tiempo que queríamos probar la guerra biológica.»
O sea, que no es de extrañar que ellas aceptaran nuestra oferta, pero el resultado
ha sido fatal para nosotros.
Porque, ¡sorpresa!., LA COSA NO FUNCIONA. O al menos no para los
hombres. Mejorar es demasiado esfuerzo, sobre todo cuando cada cromosoma Y te está
recordando: «¡Esto no es una mejora!. ¡Eras (un hombre) mejor cuando usabas aceite de
oliva en aerosol!. ¡Eras (un hombre) muchísimo mejor cuando creías que el sushi era un
dibujo animado japonés!.»
Representa demasiado esfuerzo, y para colmo suele salirte mal, con lo que
acabas sintiéndote fracasado y tu vida sexual se resiente. Y aunque te salga bien, las
recompensas apenas valen la pena. Los hombres nos deprimimos y nos sentimos poco
hombres y acabamos sublimando nuestros deseos haciendo otras cosas que acaban
siendo menos atractivas aún. Por ejemplo, en vez de pasarnos el domingo viendo fútbol,
nos lo pasamos viendo carreras de Fórmula 1 y fingiendo que nos interesan.
En vez de admitir: «No quiero hablar de nuestra relación», decimos: «Me
encantaría hablar de nuestra relación, pero según mis biorritmos en estos momentos
estoy en una fase muy emotiva y no quisiera estropear este instante tan positivo con una
rabieta que me lleve a salir dando un portazo y, quién sabe, tal vez acabar en un bar
viendo striptease y bebiendo como un cosaco.»
Y las mujeres tampoco están satisfechas. ¿Por qué?. Pues porque, por alguna
extraña razón, a las mujeres les gustan los hombres.
Durante siglos les hemos gustado tal como somos. No, yo tampoco lo entiendo.
Es uno de esos misterios de la vida, como el funcionamiento del mando a distancia o el
hecho de que los semáforos cambien todos al mismo tiempo: hay que aceptarlos como
un acto de fe. Si nos paramos a cuestionarlos se produce el caos. Y eso es exactamente
lo que hemos hecho: cuestionarlos, intentar mejorar. (Lo cual me devuelve a mi tesis: no
intentéis mejorar. ¡No vale la pena!.)
Ahora que no sabemos los hombres que las mujeres hablan aprendido a amar
con resentimiento y a resentir con amor, ellas se encuentran tan confusas y apáticas
como nosotros.
Para las pobres es aún peor, porque ellas finalmente han conseguido lo que
querían, y ¡horror!. han descubierto que NO ES LO QUE QUERIAN. Ahora mismo
están pensando: «¿De verdad, en lo más profundo de mi ser, quiero compartir mi vida
con alguien a quien le interesa el romance entre Ally McBeal y el personaje de
Robert Downey Jr.?. ¿Acaso no prefería pasar la noche con el propio Robert Downey
Jr.?. Sé que se droga y no está mucho en casa, pero no sé por qué, me resulta de lo más
atractivo.»
Por eso mi consejo para los hombres del nuevo milenio es sencillo y minimalista
como un mueble escandinavo (una analogía que por desgracia comprenderán
perfectamente la mayoría de los hombres del nuevo milenio). Mi consejo es: busca tu
huevo interior.
Lo repito: busca tu huevo interior.
Bueno, vale. Sé que acabas de empezar y quizá necesites más explicación.
¿Recuerdas a Xam y su huevo de avestruz?. ¿Te acuerdas de cómo lo conservó y todos
se preguntaron cuál era su secreto?. Si el huevo de avestruz hubiese estado lleno de
agua, y Xam se la hubiese bebido, o compartido, o dudado de qué hacer con ella, no se
habría convertido en el hombre más poderoso de la tribu. Un secreto sólo tiene fuerza
cuando es secreto.
Si cuidamos de ese huevo de avestruz que todos llevamos dentro, si lo
protegemos y nos negamos en redondo a explorar su interior, los demás empezarán a
imaginarse su contenido. Las mujeres, especialmente, prefieren sus propias imágenes de
quienes somos. (Con razón, ya que lo que ellas se imaginan es infinitamente más
interesante y atractivo que nuestra identidad real.)
Escuchad, pues, mis palabras: en vez de intentar mejorar, cosechad los
beneficios de dejar que los demás hagan esas mejoras. Cultivad la mirada cómplice, la
sonrisa misteriosa y el ceño fruncido de forma repentina, como si recordarais palabras
oídas hace mucho tiempo de boca de alguien totalmente distinto.
Mientras no os quedéis con cara de bobos, y mientras no os riáis de todas sus
gracias, poco a poco ellas intuirán profundidades y dimensiones en vuestro carácter que
jamás habríais imaginado (y no digamos conseguido mediante un programa chapucero
de automejora).
Os voy a contar una anécdota para ilustrar los peligros de hablar demasiado. Mi
amigo Chunko es un optimista empedernido en el tema de mujeres y, lo que es peor,
debo admitir que tiene iniciativa. Se pasa gran parte de su tiempo en tiendas y jugando a
los bolos a la espera de conocer chicas. (¿Por qué jugando a los bolos, os preguntaréis?.
No tengo ni idea. He dicho que Chunko tenía iniciativa, no inteligencia.) El año pasado
se pasó horas y más horas en la librería del barrio, sin ningún resultado. «Las mujeres
no frecuentan la sección de pesca deportiva -refunfuñaba-. Y si te quedas en la sección
de manuales de autoayuda, sólo conoces al tipo de mujer que lee manuales de
autoayuda.»
Su última idea fueron los supermercados. Yo me burlé, pero él me ofreció un
argumento muy convincente: «Si me acompañas, luego te invito a otra copa.». Así pues,
un sábado por la ma ñana atacamos el súper del barrio.
¿Cómo reaccionar ante semejante respuesta?. ¿Creéis que debería haber sonreído
misteriosamente y haberme alejado con disimulo, sin dejar claro si estaba o no hablando
de papayas?.
¿O debería haber tartamudeado algo como: «¿Ah, sí?. No sabía yo que los
papagayos tuvieran el plumaje amarillento en la cabeza... Qué interesante.». Os dejo
adivinar por qué opción me decanté. Yo sólo soy el autor de este libro: no alguien capaz
de seguir todas sus enseñanzas.
Mi único consuelo -consuelo de tontos, lo sé- es que en la sección de alimentos
congelados, a Chunko tampoco le iban muy bien las cosas.
Mientras revoloteaba junto a las croquetas congeladas, se fijó en una mujer con
un vestido un poco escotado. Cuando ella iba a coger una bandeja de muslos de pollo, él
se las apañó para que sus manos toparan.
La mujer retiró la suya rápidamente.
Conservar la pareja.-
Ahora que lo pienso, esta anécdota no resulta muy esclarecedora. Bueno, qué
más da. De todos modos, si me haces caso y sigues mi consejo, descubrirás que en poco
tiempo habrás cazado a tu pareja. Pero no te duermas en los laureles, hermano.
Más difícil que conseguirla es conservarla. Busca en tu interior, palpa la suave
superficie de tu huevo, dale unos toquecitos y oye cómo suena a hueco.
Mi primer consejo es que esperes un poco para llevar a casa a tu última
conquista (aunque sin pasarte, porque si no acabará imaginándose que guardas mujeres
desmembradas en el congelador. O peor aún, una esposa).
Y cuando finalmente la invites, asegúrate de que todo está limpio y ordenado. Si
insistes en tener elementos decorativos, es importante que sean enigmáticos, como una
colección de mariposas o un lagarto disecado, o misteriosamente impersonales, como un
tablero de ajedrez con piezas de marfil tallado.
No te olvides de esconder tu maravillosa colección de latas de cerveza de todo el
mundo, o ese póster tan gracioso con todas las posturas sexuales, o la Playstation con
sus respectivos cartuchos de juegos. Lo mismo digo de cualquier foto de ti y tus amigos
sacada en: a) un estadio de fútbol; b) una despedida de soltero, especialmente si debes
explicar que eres «el que lleva el cubo de basura en la cabeza»; c) cualquier
circunstancia en que luzcas pantalones cortos (sea partido de fútbol, excursión a la
montaña o la playa). A no ser que tengas la copa de la Champions en la mano, evita
cualquier imagen tuya en la que muestres las piernas.
Por el contrario, siempre resulta aceptable dejar en lugar visible tu foto
enmarcada recibiendo un Oscar o el Nobel de la Paz, sobre todo si está un poco
escorada hacia la pared en señal de modestia y si luego respondes a las preguntas de ella
con un gesto de indiferencia y una sonrisa de confusión en los labios. Pero, ojo, esto
sólo sirve si has ganado un Oscar o un Nobel de verdad (nada de esas estatuillas de
plástico que regala la gente «Al más juerguista» o «Al mejor eructo»).
Además, el silencio y el misterio siempre son atrayentes. Yo aún diría más: la
gente atractiva siempre es silenciosa. Pensad en hombres silenciosos: Clint Eastwood,
Batman, o aquel malo de James Bond con los dientes de acero. Ahora piensa en los que
hablan por los codos: Woody Allen, el cerdito Porky, o ese pesado de la oficina que se
pasa el día explicando cómo la última entrega de La Guerra de las Galaxias explorará el
paso de Darth Vader al lado oscuro.
Está claro, ¿no?.
Sé listo. Cuando ella te pregunte «¿En qué estás pensando?.». (cosa que sin duda
hará), considera tu respuesta con cuidado.
No digas: «En ti», porque es patético y no tiene ni pizca de misterio.
No digas tampoco: «En lo mucho que te quiero», porque además de ser mentira,
desperdiciarás una de las últimas cartas que te quedan por jugar. Un día la necesitarás
para salir de algún apuro, y entonces te alegrarás de haberla reservado.
Podrías decir: «Pensaba en lo mucho que me apetece arrancarte la ropa
con los dientes y retozar contigo sobre la alfombra.». Pero cuidado con lo que
desees.
Tampoco te recomiendo que seas sincero. «En la hora del partido del sábado» o
«En ese ruidito que hace el motor cuando voy a más de ciento veinte» son respuestas
que revelan demasiado. No te arriesgues ni des demasiadas pistas. Mira por la ventana y
suelta algo así como: «Y pensar que a Mozart/Einstein/Indira Gandhi los iluminó la
misma luna ...»
Alto. No pienses que va a creerte.
Ella sabe perfectamente que no estás pensando en el tiempo, el espacio y los
misterios del universo, pero eso es lo de menos. A ver si te queda claro: ella no quiere
saber lo que estás pensando. Lo que desea es una hoja en blanco donde poder dibujar al
hombre de sus sueños. Así pues, amigos, cantad conmigo: «Aceptemos nuestro huevo
interior.»
A estas alturas creo que empieza a quedar clara la idea de los huevos de avestruz
interiores.
Cuesta un poco pillarle el truco, pero cuando lo tengáis dominado, tendréis el
mundo a vuestros pies. No obstante, andaos con cuidado: el peligro acecha. Hay mucha
gente que no sabe aceptar el concepto del huevo/hueco interior. Lo temen tanto que no
cesarán hasta rellenarlo, sin importarles con qué.
Sed cautelosos, colegas. Si os confiáis demasiado, a la primera de cambio os
pueden rellenar el huevo con todo tipo de porquerías. ¿A qué me refiero?. No seáis
tontos: está claro a qué me refiero. Basta con ir a la librería de la esquina y echar un
vistazo a lo que se ofrece. Por todas partes hay nuevos temas con que llenar nuestro
vacío interior. Adonde mires verás un recién descubierto río de sabiduría esperando
penetrar en ti, siempre que lo permitas.
Cada temporada sale algo nuevo. Lo último ha sido el feng-shui, que es la cosa
más absurda del mundo. Para los que no lo sepan, resulta que la última moda en
Occidente es una serie de libros minúsculos y mal editados que nos enseñan a colocar
el mobiliario del mismo modo que lo hacen en China. Por favor.
Por todas partes la gente se dedica a colgar espejos en el recibidor, o a
descolgarlos, ya no me acuerdo. Sé de una mujer que cubría las esquinas de la mesa del
comedor con plastilina para (juro que no me lo invento) «redondearlas, lo cual permite
que la energía fluya libremente por la casa». Señora, si realmente hubiera energía
fluyendo libremente por la casa, lo que necesitaría es un electricista, un exorcista o un
pararrayos.
¿Y quién dice que los orientales sean expertos en conseguir el éxito a través de la
decoración?. Dudo mucho que el Ministerio de Defensa japonés empleara el feng-shui
cuando a sus generales se les ocurrió la genial idea de Pearl Harbor.
Y en cuanto a los chinos, ¿os imagináis al presidente Mao colocando
simétricamente los adornos y puntos de luz antes de apuntar ideas en su libretita roja?. A
ver: 1 . Mandar a los intelectuales a trabajar en los arrozales. 2. De paso, darles una
buena paliza. 3. Colgar carteles con mi cara. 4. Comprobar si el sofá está perpendicular
a la pared. ¿O tenía que quedar paralelo?. Ya no me acuerdo. 5. Sacar a un intelectual de
los arrozales para que escriba las reglas de colocar sofás, así no me olvidaré la próxima
vez. 6. Pegarle un tiro al intelectual para que nadie más, aparte de mi, sepa las reglas de
colocar sofás.
Además, aquí las cosas son diferentes. Lo que funciona perfectamente en una
pagoda japonesa, por ejemplo, puede que no resulte tan bien en una casa occidental.
Hazme caso, no se te ocurra construir tu casa como una pagoda japonesa. ¿Has visto las
dimensiones que tienen?. Te pasarás la vida pegándote contra el marco de las puertas,
apoyándote en las paredes y cayéndote fuera porque están hechas de papel. Para colmo,
en el mobiliario japonés falta mi mueble favorito: la butaca con respaldo reclinable,
apoyapiés graduable y receptáculo para cerveza en el apoyabrazos.
Deberíamos haber aprendido la lección después de la moda del bonsái, pero no.
Y ya que hablamos de Oriente, la próxima persona que me mire con mala cara cuando
rechazo los palillos en un restaurante chino, se va a enterar de quién soy yo. Sólo pienso
decirlo una vez: la razón por la cual en Occidente comemos con tenedor es que hace
siglos descubrimos que cuatro puntas afiladas resultan más eficaces para manipular la
comida que dos palos romos.
Cuando elijo el tenedor no estoy siendo cerrado, sino que me limito a aprovechar
los avances tecnológicos, maldita sea.
Sin embargo, el feng-shui no es el único relleno de huevo: hay muchísimos más.
El otro día, sin ir más lejos, encontré otro. Estaba curioseando en la librería del barrio
-quizá la misma donde comprasteis este libro- cuando se me acercó una joven con un
libro de la sección Novedades editoriales. ¿Ha leído esto?. -me preguntó, seductora-. Le
cambiará la vida. Aquí tiene toda la sabiduría perdida de los antiguos mayas.
El libro se titulaba Las Profecías del Aguacate o Pisadas de Tucán o algo por el
estilo. Me quedé sin palabras y le lancé una mirada asesina mientras negaba con la
cabeza, porque si hay algo que no soporto es la moda del perdedor.
- Toda mujer es una diosa -me dijo hace poco una mujer, lanzándome una mirada
altiva. (Supongo que intentaba parecer una diosa, aunque a mí, no sé por qué, me
recordó más a una jirafa estreñida.) La susodicha estaba leyendo un libro titulado
Mujeres que Aman Demasiado Corren con los Lobos. Creo que el subtítulo era
Cómo dejar de ser codependiente y descubrir tu diosa interior, pero no estoy
seguro.
- Pero si toda mujer es una diosa -dije yo muy despacito para que me
entendiera-, ¿qué significa exactamente ser una diosa?. Cuando se usa para definir a
todas las mujeres, la palabra pierde su significado. ¿Por qué no llamarse simplemente
«mujeres»?.
Ser o no ser.-
Actualmente una gran fuente de preocupaciones para la gente joven que intenta
abrirse camino en la vida es el bombardeo de consejos despreocupados que reciben por
parte de todo el mundo: desde profesionales hasta amigos y parientes, tan
bienintencionados como equivocados.
Los consejos de los demás son un poco como el banco de ejercicios abdominales
que os comprasteis siguiendo un impulso irracional una madrugada en que combatíais el
insomnio viendo la teletienda: algo que se guarda un tiempo sin prestarle demasiada
atención y finalmente acaba regalándose. Eso es lo único que se puede hacer con un
banco de ejercicios abdominales o con los consejos de la gente, ya que uno nunca los
usa para sí mismo.
Y es que los malos consejos abundan. Un ejemplo claro son los miles de dichos
y refranes de sabiduría popular que llevan empleándose durante siglos y siglos. Una
generación no les hace ni caso, la siguiente los descubre e intenta pasárselos a la
posterior, quien a su vez no les hace caso y así sucesivamente.
Son frases que nunca se cuestionan. Sin embargo, yo me pregunto por qué
insistimos en declarar que una puntada a tiempo ahorra ciento cuando, según los
estudios científicos más recientes, la media suele ser de cincuenta y dos. ¿Y qué padre
con dos dedos de frente le cuenta a su hijo que en todas partes cuecen habas?. Es la
forma más rápida de cargarse el mito de la infalibilidad de los padres. Lo único que
tiene que hacer el enano es echar un vistazo en casa de sus amigos, en el colegio o en el
parque para descubrir que sus padres mienten como bellacos. Tal como sus abuelos les
mintieron a ellos.
Las mentiras no acaban aquí. A no ser que esté borracho, quien ríe el último no
ríe mejor, sino que normalmente para de reír en cuanto se da cuenta de que se está
riendo solo y que todos lo miran con reprobación. Y la próxima vez que te digan que a
quien madruga Dios lo ayuda, puedes contestarles que no te parece que a tus colegas de
trabajo que llegan más temprano les vaya mucho mejor. A lo mejor Dios se ha hartado
de verlos leer el diario. ¿Y a quién se le ocurrió la tontería de que la lluvia en Sevilla es
una pura maravilla?. ¿Qué quieren decir?. Todo el mundo sabe que en Sevilla hay
muchas maravillas, como la Giralda y el Alcázar, pero que yo sepa, la poca lluvia que
tienen es de lo más normalita. A menos que yo haya estado en los lugares equivocados.
Lo que quiero decir es que la gente suelta consejos a troche y moche sin ningún
respeto por la verdad. ¿Cuántas veces os han dicho: «Ánimo. Ya verás como ahora las
cosas irán a mejor»?.
Y se quedan tan satisfechos, cuando es evidente que os están mintiendo
descaradamente. Todos sabemos que las desgracias nunca vienen solas y que las cosas
seguramente irán a peor.
Os lo digo yo: si se les da la ocasión, las cosas pueden empeorar más rápido que
una película de James Cameron.
Otro consejo que me indigna es el famoso «Sé tú mismo». ¡Menuda barbaridad!.
La civilización y todas las normas básicas de convivencia humana se basan en el hecho
de no ser nosotros mismos. ¿Es que no han leído El Señor de las Moscas?. ¿No se han
peleado nunca con alguien por un sitio para aparcar?. Podemos usar trajes de
Ermenegildo Zegna, pero en el fondo todos somos animales.
Dejando de lado el debate sobre la naturaleza humana, ser uno mismo es una
ruta sembrada de peligros. La mayoría de nosotros, en el fondo, somos unos gallinas
hipócritas, malhumorados y quejicas, con sentimientos contradictorios, escasos
principios y ciertos gustos en música que nunca confesaríamos en público.
¿Por qué íbamos a querer ser esas
personas?. En un mundo de gente que parece mucho más interesante que
nosotros, ¿por qué tenemos que insistir en ser nosotros mismos?. Si ser tú mismo fuera
tan fantástico, habría legiones intentando ser como tú.
Lo que realmente hace indigesto este consejo es que suele darse a la gente que
ha demostrado claramente que ser ellos mismos era la peor decisión, dadas las
circunstancias. Si tú le has pedido a una chica para salir y ella no sólo te ha rechazado
de plano, sino que se ha esmerado en enumerar cada una de las razones por las que tu
aspecto es tan lamentable, está claro que ser tú mismo no te servirá de nada.
Peor aún es la gente que dice: «Sé tú mismo», sin pararse a pensar a quién se lo
dice. No me sorprendería nada que el joven Jeffrey Dahmer -el asesino en serie y
coleccionista de piezas anatómicas- fuera a la escuela, preocupado por una serie de
sueños extraños que estaba teniendo, y el maestro le soltara lo siguiente (mientras
pensaba en lo que haría en las vacaciones de verano): «Jovencito, el mejor consejo que
puedo darle es que sea usted mismo.»
En definitiva, mi mensaje es: no tenéis por qué ser siempre vosotros mismos.
Sed otras personas si es necesario. Por ejemplo, si eres Slobodan Milosevic, ¿por qué no
decides ser alguien que no sea un repulsivo genocida?. Si eres George W Bush... Bueno,
mejor me callo. Me he prometido a mí mismo que no haría más chistes sobre George W
Bush en este libro.
¡Ojo!. No estoy diciendo que debas tratar de mejorar. Eso supone tiempo y
esfuerzo, casi nunca funciona y al final uno siempre acaba siendo el mismo.
Simplemente te sugiero que seas otra persona de vez en cuando, ya que el mundo es
demasiado variado para poder sobrevivir en él siendo siempre igual. «Soy enorme - dijo
Walt Whitman-. Abarco multitudes.».
(Aunque ahora no estoy seguro de si fue Walt Whitman o James Bond en esa
escena de Goldfinger en que Sean Connery está amarrado a una mesa y lo amenazan
con un rayo láser.) Si no tienes más voluntad que un felpudo y no posees ningún talento
o interés especial, bienvenido: eres uno de los nuestros. Somos millones de personas,
con billones de antepasados y trillones de descendientes en el futuro. En mi modesta
opinión, en la historia universal ha habido tan sólo siete u ocho personas originales a
quien todos los demás se han dedicado a imitar con más o menos fortuna.
(Ahora esperáis que os revele quiénes son esas personas, pero me niego. Os diré,
sin embargo, que ninguno de ellos es John Lennon. Ni Shirley MacLaine. Ni nadie a
quien conozcáis personalmente.) Si habéis comprendido el concepto del huevo interior,
os habréis dado cuenta de que todo es posible. Es decir, todo es «fingible». Podéis ser lo
que decidáis.
Ser Oprah.-
El cuerpo es un tema peliagudo. Creo que he dejado bien patente que soy un
hombre tranquilo que pone mucho esfuerzo en no esforzarse mucho. No obstante, como
la mayoría de los que estáis leyendo este libro en este momento, soy humano y, por
tanto, víctima de la maldita vanidad.
El otro día, sin ir más lejos, bajé la guardia un momento y me convencieron para
que me quitara la camisa en público. Las circunstancias exactas carecen de importancia,
aunque os diré que algunos de los elementos presentes eran: una baraja de cartas, unas
latas de cerveza y unas pizzas a medio comer. Sin asomo de delicadeza -de ésa que hace
que los hombres esbocen una sonrisa educada y eviten mirar a los ojos de una chica
gorda cuando aparece en camiseta y bermudas-, las mujeres del grupo no disimularon su
horror. Se quedaron tan boquiabiertas que algunas mandíbulas hicieron ruido. «No sabía
que bebieses tanta cerveza», soltó una. «Qué pena, y ni siquiera llegaba a los cuarenta»,
comentó otra. Una joven madre les tapó los ojos a sus retoños y se apresuró a sacarlos
de la escena del crimen.
Las risitas crueles se prolongaron durante toda la tarde a pesar de que no sólo me
había vuelto a poner la camisa, sino que también me había envuelto con un mantel a
cuadros. Fue humillante. Sin embargo, lo peor de todo fue recordar que hubo una época
en que incidentes semejantes me habrían avergonzado tanto como para decidir tomar
medidas al respecto.
El problema de semejantes
resoluciones es que suelen comenzar por el gimnasio, unos lugares que odio
entrañablemente. Para mi hacer ejercicio es comer en un self-service y el aerobic me
suena a marca de bolígrafos. Además, nunca he logrado mantener una conversación con
un ser vivo en un gimnasio. La gente que frecuenta esos sitios es más delgada y atlética
que yo, lo cual me intimida y, lo confieso, me da una rabia horrorosa. Vale, hay gente
que está peor, pero ¿a quién le apetece charlar con una pandilla de gordos?.
A veces he sentido la tentación de hacer ejercicio en casa, pero no por mucho
tiempo. La simple idea de cansarme en mi propio hogar transgrede todos mis principios,
especialmente el de tomar cerveza sentado en el sofá. Ni siquiera me gusta hacer
bricolaje o trabajitos por la casa; el día en que se me fundió la bombilla del dormitorio,
trasladé la cama a la cocina para poder leer a la luz de la nevera. Era bastante cómodo,
aunque una vez me olvidé de cerrar la puerta y me desperté con los párpados
congelados. (Algunos de vosotros os estaréis preguntando si no era más esfuerzo llevar
la cama a la cocina que cambiar la bombilla. Es posible que tengáis razón, pero no es
eso lo que cuenta. Lo fundamental es que yo haría cualquier cosa con tal de proteger mi
vagancia.)
Desgraciadamente, resulta muy difícil escapar de los aparatos de gimnasia, ya
que si uno no va a comprarlos, ellos vienen a ti. Si yo mismo no he sucumbido es más
por casualidad y buena suerte que por fuerza de voluntad. Normalmente dichos aparatos
se anuncian en canales tipo Teletienda o en publirreportajes nocturnos. Y yo soy
especialmente susceptible a estos últimos, porque a esas horas es cuando más veo la tele
y más aburrido estoy.
Los publirreportajes -bautizados en inglés con la infame expresión infomercials-
suelen emitirse por todo el mundo y son maquiavélicamente persuasivos. ¿Por qué?.
Pues porque son de origen norteamericano y los norteamericanos, como todos sabemos,
dominan el arte de vender. Por eso adornan sus infomercials con antiguas Miss América,
oscuras medallistas olímpicas y animadoras de equipos de fútbol americano. Uno ve a
estas mujeres de sonrisa dentífrica y piensa: «Dios, qué rubias y neumáticas. Qué bien
están, para la edad que tienen y su evidente adicción a las drogas.». De inmediato uno
llega a la conclusión: «Quién sabe, si me compro este juego de cuchillos de titanio tal
vez lograré tener el cuerpo de un californiano.».
Seguramente yo también habría caído en la trampa de los aparatos de gimnasia si
no hubiera tenido una noche libre durante un viaje de trabajo a Amsterdam. Ya sé lo que
estáis pensando, pero a pesar de ser un hombre con una noche libre durante un viaje de
trabajo enAmsterdam, no salí de la habitación del hotel. En lugar de eso asalté el
minibar e hice zapping por la televisión holandesa. ¿Y sabéis lo que encontré en la
televisión holandesa después de medianoche?. Algo totalmente improbable: un
publirreportaje italiano que anunciaba un aparato de gimnasia. Fue muy instructivo.
Mientras los americanos nos venden aparatos como el Alpine Skier y el Fitness Flier
-objetos de metal ligero que parecen piezas de arte abstracto y adornan muchos armarios
trasteros del país-, los italianos nos enternecen al seguir depositando su fe en un
producto llamado Vibromass.
Vibromass es aquella máquina, totalmente olvidada en el resto del mundo, que
consiste en unas bandas elásticas para la cintura y muslos, y que mediante vibraciones
promete acabar con nuestra celulitis (y de paso con nuestros ahorros). El publirreportaje
lo presentaba una viejecita italiana que le había dado tanto al lápiz de ojos que
recordaba a una orca asesina. No quiero ser descortés, pero daba miedo.
La viejecita parecía muy satisfecha de aparecer en la televisión holandesa a las
dos de la mañana, cosa que expresaba atizando con una vara las enormes nalgas de una
chica vestida con un ajustado atuendo de gimnasia. Aquí se apreciaban claramente las
diferencias culturales.
Mientras los americanos prefieren emplear una modelo que represente el
«Después» en sus demostraciones de aparatos para adelgazar, los italianos parecen
decantarse por la versión correspondiente al «Antes». Es curioso. De todas formas, era
bastante duro de ver, especialmente tan tarde, en una habitación de hotel en una ciudad
desconocida y sin estar lo bastante borracho para gastarme la herencia de mis futuros
hijos en canales eróticos.
«Si abusas de la máquina -advirtió la bruja italiana mientras una banda elástica
amasaba el hemisferio inferior de la rolliza modelo- te puede doler.». Acto seguido, le
colocó las bandas sobre la cara. «¡También sirve para hacer masajes faciales!.»,
exclamó la mamma, mientras la nariz y boca de la pobre chica cambiaban de sitio. Cada
vez más pálida, la chica tuvo que so-portar otro asalto de la vara. «¡Adelgaza los
muslos!. -declaró su torturadora-. ¡Y sirve para todas las edades!.». Con aire
amenazador, la señora acercó su rostro claroscuro a la cámara.
«Gracias a Vibromass -susurró con aire libidinoso- ¡veo a los hombres con otros
ojos!.»
Aquella experiencia alejó para siempre la posibilidad de que se me ocurriera
adquirir aparatos semejantes. No obstante, hermanos y hermanas, seguí siendo débil.
Soñaba con cambiar, con remodelar mi cuerpo, no amorfo, pero sí corriente. SÍ, quería
un cuerpo nuevo: un cuerpo como el de los anuncios de Danone.
(Nota al editor: ¿Cuenta esto como publicidad?. ¿Crees que los de Danone me
pagarán por lo que he puesto?. Yo no tengo ningún orgullo: aceptaré su dinero
encantado. Si quieren, incluso puedo cambiar el titulo del libro a ¿Quién se ha llevado
mi danone?.) Sin embargo, mucho peor que el ejercicio físico son las dietas. Me
avergüenza confesarlo pero es así: yo he hecho régimen. Y eso que mis dietas no son
demasiado ambiciosas: normalmente se basan en dejar de comer los caramelitos que me
traen con el café en la pizzería de la esquina. Incluso yo soy capaz de resistir la
tentación cuando te traen esos caramelos pegajosos. Lo malo es cuando te traen
chocolatinas de las buenas, porque entonces no hay quién que se resista. La vida es
demasiado corta para privarte de una chocolatina.
Total, que la cosa se puso grave. Una noche estaba yo en el bar de la esquina, el
Billares Unidos, a puntísimo de caer en la trampa de pedir una cerveza light cuando de
pronto vi la Luz.
(Hay una camarera en el Billares Unidos que se llama Luz, pero no me refiero a
ella, sino a la Luz de la Verdad: la que ilumina a un hombre cuando toca fondo.
Curiosamente tocar fondo suele estar relacionado con las idas y venidas de esta
camarera, pero ya os aseguro que no me refiero a ella.)
Pensé: «Pero ¿qué hago?. ¿Acaso esta cerveza light va a hacerme feliz?. ¿Es
posible que mi sueño de tener una barriga musculosa en lugar de este barrigón sea mi
elefante del desierto?.
¡Debo buscar mi huevo interior y aceptarlo!. ¡Debo convertir mi debilidad en
una virtud!.»
«Ya basta -decidí-. Basta de la tiranía de los flacos. Basta de esconderme y pasar
vergüenza y acabar envolviéndome la barriga con papel de plata. (Por cierto, cuando te
envuelves la barriga con papel de plata, ¿el lado brillante hay que ponerlo hacia dentro o
hacia fuera?. Bueno, no hace falta que me contestéis. Ya no me interesa.) ¡Soy un
hombre, caray, y tener barriga es un derecho irrevocable!. ¿Qué más da si mi estómago
no parece una tabla de lavar, sino una lavadora industrial?. Además, vivo muy lejos de
la playa, y siempre puedo llevar camisas holgadas.»
Así es como me reconcilié con mi yo más débil. Y la cosa no queda así; desde
estas páginas invito a todos los hombres de buena voluntad a que se unan a mí (no en
matrimonio sino en espíritu) y que marchen a mi lado para defender la Liga de la
Liberación de la Tripa. De hecho, ya he empezado a organizar la primera manifestación
del Orgullo Barriguil para principios del año que viene. (Aunque me temo que no estaré
presente. Las manifestaciones no me entusiasman; sólo pensar en el frío que hace en
febrero y ya me pongo a estornudar. De todos modos, vosotros seguid con el plan: me
han dicho que habrá comida en cantidad".)
En resumen, nuestras barrigas son el fruto de una esforzada dedicación, por no
mencionar el dinero y la herencia genética: no las rechacemos. Vamos, cantemos todos
juntos: «Somos gordos, somos pesados, somos más. No... no... no nos moverán ... »
Conclusión.-
Llega la hora de la despedida. No, no lloréis, puesto que es ley de vida: las rosas
se marchitan, las golondrinas emigran y -aunque parezca imposible- un día de éstos
Robert Redford dejará de hacer de guapo de la peli. Todo sigue su ciclo vital, y yo
empiezo a notar el aire fresco del otoño. Además, no me dieron un gran adelanto por
escribir este libro, con lo cual o me pongo a buscar otro trabajo o los del estanco de la
esquina van a venir a requisarme los cigarrillos.
A veces el universo funciona de forma misteriosa. Hay un vejete que vive al lado
de mi casa.
(No es el vecino al que le pido hielo y cuyo suplemento dominical me agencio
de vez en cuando; ésos son los Katze, que viven en el número 27. El hombre que vive
en la casa de al lado no compra el periódico del domingo.) Nunca había mantenido una
conversación larga con él, porque siempre me había parecido un poco raro. Resulta que
el hombre tiene un perro de yeso pintado en el jardín y a menudo le lleva huesos o
platitos de galletas; y en invierno, termos de café o sopa caliente. A veces, cuando me he
quedado trabajando hasta tarde, me cuelo en su jardín y le escondo el perro debajo de un
arbusto o me llevo su comida. El pobre hombre se vuelve loco; se pone a dar saltos y
gritar: «¿Quién ha estado tocando mi perro?.». Ya sé que es una tontería, pero a mi me
hace gracia.
Aparte de eso, no habíamos tenido demasiada relación. De vez en cuando nos
saludábamos desde nuestros jardines y él me decía:
- Claro... como pone usted la música tan alta -replicaba él, y se metía en casa sin
decir más.
Ahora que lo pienso, no me caía demasiado bien. Pero resulta que, mientras
escribía este manual, me pasó algo muy curioso. Una tarde vi al viejo en el jardín con
un libro en la mano: estaba leyéndoselo en voz alta a su perro de yeso. Al ver el título
del libro, se me heló la sangre en las venas. Era el best seller Martes con mi viejo
profesor, de Mitch Albom.
Después de aquel incidente, dejé de salir al jardín durante un tiempo, aunque no
podía esconderme para siempre. Mi vecino -llamémosle Bill, ya que así se llamaba- se
dedicó a merodear cerca de la valla del jardín esperando que yo apareciera. Un día me
pescó mientras sacaba una caja de botellas vacías.
- ¡Oiga, joven!. -me dijo-. ¿Por qué no viene un día a casa a tomar té?.
- Bueno, vale, pues que sea whisky -respondió al ver mis botellas vacías-. ¿Qué
tal el martes?. El martes es un buen día, ¿no?.
- Pase, pase -me dijo-. ¿Ha traído la grabadora?. No importa, puede tomar
apuntes.
El plan de Bill era evidente: su intención era legar su sabiduría al resto del
mundo. Se sentó en una silla, juntó las yemas de los dedos y miró al techo como si
estuviera reflexionando profundamente. A continuación comenzó a soltar frases del
estilo: «¿Sabe lo que siempre he pensado?. Pues que, para poder perdonar a los demás,
antes hay que aprender a perdonarnos a nosotros mismos.». O bien: «A mi parecer,
deberíamos aceptar el pasado como pasado, sin negarlo o descartarlo.». O: «Admitamos
lo que somos capaces de hacer y lo que somos incapaces de hacer.»
- Oiga -le interrumpí-. ¿No fue el profesor de ese libro quien dijo todo eso?.
Bill lo pensó por unos instantes, y al final decidió legarme su propia sabiduría.
Casi todo lo que me dijo entonces yo ya lo había oído antes, sobre todo de boca de mi
padre. Mi padre era una verdadera fuente de sabiduría. «Nunca mezcles bebidas
alcohólicas -solía decir-, busca un profesional que se ocupe de ello.». O: «Nunca lleves
calcetines blancos, a no ser que seas un jugador de tenis o un recién nacido.». Y
también: «Nunca te fíes de los hombres bajitos.»
- ¿Sabe qué?. -me dijo con un cierto tono de desesperación-. A veces el universo
funciona de forma misteriosa.
Yo consideré aquella reflexión. Sí, era verdad, ya que sigo sin entender cómo la
luz puede ser una partícula y una onda al mismo tiempo. Tampoco he averiguado nunca
en qué dirección se escurre el agua si el desagüe está justo en el ecuador. Tal vez las
máximas de Bill acabarían sirviéndome de algo.
- Siga -le dije, al tiempo que sacaba un bolígrafo y fingía que tomaba apuntes.
Aquello lo dejó paralizado. Es posible que el universo funcione de forma misteriosa, así
pero es más fácil decirlo que demostrarlo con ejemplos concretos.
- Por ejemplo, ¿por qué el teléfono puede pasarse todo el día sin sonar y de
repente te llaman dos personas al mismo tiempo?.
- Ah... Eh... ¿Y ha pensado alguna vez cuál sería el nivel del mar si no existieran
las esponjas?.
De pronto el viejo me dio pena. Me levanté de la silla y le puse una mano sobre
el hombro.
Sin embargo, a ninguno de los dos nos hizo ninguna gracia, por lo que
inmediatamente retiré la mano y me volví a sentar.
- Bill, ¿por qué no nos tuteamos?. -dije con amabilidad-. Y veamos, ¿quién dice
que si eres mayor tienes que ser sabio?. La sabiduría es para la gente que quiere vender
libros.
Bill me dirigió una mirada agradecida, y nos quedamos un buen rato en silencio.
- Los masagetas eran un pueblo escita que vivió en las tierras situadas al este del
mar Caspio alrededor del 600 antes de Cristo -le conté a Bill-. Veneraban a sus mayores:
los cuidaban, respetaban sus opiniones y nunca les exigían que impartieran lecciones o
máximas inteligentes. Aceptaban que la gente mayor ya había hecho bastante con
envejecer. La vejez misma ya es de por sí un buen ejemplo.
- Conque los masagetas, ¿eh?. -asintió Bill con aire pensativo-. Quizá yo debería
haber sido un masageta.
- No creas -tuve que añadir-. Veneraban a sus mayores hasta cierto punto,
después organizaban una buena fiesta de cumpleaños, y en un momento dado de la
noche (supongo que después de los discursos y la primera ronda de bebidas), mataban al
pobre anciano, lo asaban y lo añadían al banquete.
- Vaya.
Bill asintió.
- No te agobies tanto -le aconsejé-. Deja la sabiduría para los que creen que su
vida está vacía sin ella. Son gente triste, Bill. Gente desesperada. Tú y yo podemos
sobrevivir sin eso. -Entonces recordé que hoy en día sólo te escuchan si hablas en
aforismos y añadí-: Si lo piensas, la sabiduría no es más que otra palabra para definir
una buena vida.
Fue uno de esos momentos que uno nunca olvida por mucho que lo intente.
Quizá Bill fue un regalo del cielo para ayudarme a escribir este último capítulo.
(Si en efecto lo es, qué deprimente. Imaginaos vivir toda una vida con sus fracasos,
traumas, y cortes de pelo decepcionantes, simplemente para que el pesado del vecino
pueda acabar su libro a tiempo para la campaña de Navidad.) Total, que después de
llegar a casa y ocultar las llaves bajo una baldosa floja de la cocina, me puse a cavilar.
Tú y yo hemos recorrido un largo camino -bueno, larguillo- y me temo que quizá no he
sido justo. A lo largo del libro me he referido a nosotros como «vagos», pero quizás ésa
no sea la palabra más adecuada. Simplemente ocurre que no queremos hacer esfuerzos
innecesarios, siendo la palabra a subrayar «innecesarios», no «esfuerzos».
En resumen, este mundo está repleto de sandeces, dislates y simples estupideces,
y cuesta muchísimo abrirse paso entre ellos. Es casi imposible no acabar tan cansado
que uno se deje caer y la ola de necedades lo arrolle la estupidez adopta muchos
disfraces (de funcionario, de Spice Girl en solitario o de periodista del corazón) y una de
las tendencias de ésta y próximas temporadas es vestirse de sabiduría.
Nuestro trabajo -el tuyo y el mío- es rechazar la estupidez, dejarla atrás y, si
podemos, hacernos ricos por el camino. Yo he puesto mi granito de arena escribiendo
este libro (y vendiéndolo). Ahora el resto depende de los lectores. Y no me preguntes
cómo, porque no lo sé.
Quería terminar el libro con una explicación del título, pero ahora creo que ya no
interesa. Ya habéis visto que no hay ningún queso y, de haberlo habido, yo me lo habría
comido ya, en vez de llevármelo a algún sitio. Lo del queso no era más que un truco
para conseguir que leyeseis el libro hasta el final. Aquí estáis, así que supongo que ha
funcionado.
Epílogo.-
Ahora Bill y yo somos buenos vecinos. Nos saludamos cada mañana con cierto
afecto, aunque, evidentemente, es difícil cambiar una costumbre. Cuando me quedo
trabajando hasta tarde, todavía me entran ganas de colarme en su jardín y esconderle el
perro de yeso o la comida que le deja. Ayer por la mañana, por ejemplo, Bill me
despertó con sus gritos y maldiciones mientras rebuscaba entre los arbustos.
Os habréis fijado en que las últimas páginas de este libro están en blanco.
A no ser que los dependientes de la librería se hayan dedicado a hacer el
gracioso con el rotulador, estarán libres de garabatos, graffiti, gráficos, listas de la
compra y comentarios soeces. No os sintáis engañados: estas páginas no son un timo,
sino una oportunidad de oro.
Las páginas en blanco de un libro son el equivalente literario a los minutos en
blanco de vuestra agenda. Siento, pues, que mi deber sería sugeriros algunos posibles
usos instructivos para estas páginas: anotando pensamientos filosóficos, o tomando
notas para ese ciclo de sonetos épicos que revolucionará la historia de la poesía,
etcétera... No obstante, creo que se puede hacer un uso más simple y efectivo de estas
páginas.
Por ejemplo:
• Puede que estés leyendo este libro un día de calor y vayas vestido con prendas
de abrigo que te pusiste esta mañana pensando que por la tarde refrescaría En tal caso,
estas páginas resultarán ideales para secarte el sudor de la frente. No dudes en hacerlo,
ya que una cara sudorosa se asocia normalmente con los luchadores de sumo y no queda
muy bien que digamos. Te aseguro que no vas a ligar nada si andas por ahí sudando
como un cerdo (y yo no voy a vender nada si la gente te ve leyendo mi libro).
• Si arrancas las páginas podrás usarlas para confeccionar posavasos o para hacer
confeti casero.
• Tal vez quieras emplear estas hojas para escribir una lista de todo lo que has
aprendido en las páginas precedentes. Cada mañana puedes levantarte, silbar
alegremente y repasar los consejos utilísimos que te he dado. No pienso hacerte un
resumen de lo que deberías haber aprendido, pero sí puedo apuntar algunas sugerencias:
• Piensa antes de hablar. Lee antes de pensar. Lávate las manos antes de leer.
• Yo estoy bien.
• No te creas lo del «Just do it» (simplemente, hazlo). Las cosas hay que
pensarlas. Más bien di: «Ya veremos» o «Puede que lo haga o puede que no». O mejor
no digas nada.
Os deseo lo mejor, amigos. Si notáis que os fallan las fuerzas, hojead este libro
de nuevo y recordad: «Todo se puede fingir.»