Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
LA SEÑORA DE ROBLES
CACHO
EL EXILIO
Mi hermano tenía asma. Tenía asma todo el tiempo y estaba
extremadamente flaco. El contaba entonces con trece años, uno y
medio más que yo.
Mis padres no sabían qué hacer y los médicos menos.
Cuando íbamos de vacaciones a la Costa, se sentía perfectamente.
“El clima de mar lo ayuda” decía todo el mundo con razón.
Eran los últimos días de marzo y la decisión resultaba tan difícil
como inevitable: nos radicaríamos en alguna ciudad balnearia, para
evitar que el deterioro físico de mi hermano pusiera en peligro su
vida.
Se barajaba la posibilidad de instalarnos definitivamente en Mar
del Plata, donde habría mejores posibilidades laborales para mi
padre, comerciante y único sostén del hogar. El pondría allí una
sucursal del negocio que tenía, con otros socios, en Monte Grande.
Por el momento y como medida de emergencia, iríamos con mi
madre, mi hermano y mi hermana, dos años menor que yo, a
instalarnos en el departamento de mi abuela, calle 3 al 700 de
Santa Teresita. Mi padre, por razones de trabajo, quedaría en
Monte Grande y nos visitaría los fines de semana.
Once años de vida montegrandense habían hecho de mí una
persona, mejor dicho una personita, muy arraigada.
Sentí el primer escalofrío cuando se gestionó nuestro pase escolar
de la Escuela 37 hacia una escuela de allá.
Mi hermano, que había repetido tercer grado más por vago que por
enfermo, cursaba séptimo conmigo. Mi hermana estaba en quinto.
Las maestras y los compañeros de toda la vida me veían triste.
- Nosotros también sentimos que ustedes se vayan. - dijo mi amigo
Chanchi, tal vez porque sabía que el dolor, compartido, duele un
poco menos.
- Si, pero ustedes pierden dos compañeros y nosotros perdemos
treinta. – respondí.
Cada visita a la casa de Víctor y de Pablo, que antes era rutina,
tenía entonces sabor a despedida. La mirada a cada árbol, a cada
esquina, a cada vereda, tenía sabor a última vez. Y en los
momentos más pesimistas, creía que efectivamente así sería.
No siempre uno sabe que se esta despidiendo, pero sí en este
caso.
El viaje en el Fiat 1500 se hizo largo. En esos años, parte del
camino era de tierra y había llovido el día anterior.
A poco de llegar, comenzamos a cursar en la escuela Nº 7, Ricardo
Gutiérrez, calle 41 entre 4 y 5 de Santa Teresita, a ocho cuadras del
departamento en que acabábamos de instalarnos. Nos tocó el turno
mañana y viajábamos en transporte escolar: dos novedades.
Luis, el chofer del micro, no quería que volviéramos con Polo, que
manejaba el otro micro. Se enojaba si llegaba a enterarse.
Deberíamos volver con él aunque el recorrido de vuelta fuera, en
nuestro caso, mucho más largo y más lento. A la distancia, creo que
solamente un niño toleraría tales caprichos; pero hete aquí el
inconveniente: éramos niños y entonces lo tolerábamos.
La cuestión era, claro, tratar de integrarse. Pero nunca me había
pasado eso de ser nuevo en un grupo.
Mis compañeros, definitivamente, no me caían bien. A la distancia,
creo que tal cosa resultaba esperable y no era, por supuesto, culpa
de ellos: mi estado de ánimo hacía imposible que alguien me
simpatizara.
Además, hay algo arraigado, creo, en la naturaleza humana y es el
reflejo de mirar con recelo al desconocido. Eso les pasaba a ellos
con nosotros; y seguramente eso es lo que nosotros también les
demostrábamos.
Tino, un pibe del otro séptimo de quien nunca más supe, fue el
único que nos dio charla desde el comienzo, nos preguntó por qué
estábamos allí y nos hizo sentir menos extraños.
No mucho más durante los primeros días.
Me llamó la atención, eso sí, la inmensa libertad que tenían en ese
lugar los chicos de once o doce años: salían de noche, viajaban
solos en transporte público y algunos hasta conducían vehículos.
A veces, en esas muy frías mañanas costeras, mientras
esperábamos el colectivo conducido por Luis, cruzábamos algunas
palabras con Pepe y Dany, nuestros vecinos que vivían a la vuelta,
en la 34. Pepe cursaba con mi hermano y conmigo; Dany era un
año menor, estaba en sexto.
La mutua desconfianza fue cediendo a medida que empezamos a
conocernos, tal como ocurre en el mundo adulto y con cuestiones,
seguramente, más importantes.
En la escuela, durante un recreo, me hallaba parado junto a un
grupo de compañeros, formando un círculo en el patio. Todos
hablaban. Yo escuchaba y prestaba atención, pero la charla me era
razonablemente ajena. Pepe comentó que, después de la escuela,
solían ir con su hermano a pescar a un estanque cercano al Golf
Club. El Golf era un hermoso predio arbolado, con lindas casas, de
acceso libre y muy poco movimiento.
Y aunque no me hablaba a mí, dije tímidamente:
- Me gustaría conocerlo.
- Bueno, hoy a eso de las dos de la tarde, los paso a buscar a vos y
a tu hermano. Vamos a ir en bici. Creo que Dany se prende
también. – dijo Pepe.
Acabábamos de tender el primer puente.
Y así es que Pepe, Dany, mi hermano y yo recorrimos, pedaleando,
las diez cuadras que, aproximadamente, nos separaban del Golf
Club. El estanque en el que supuestamente pescaríamos era un
tanque australiano y, a decir verdad, ni por asomo se advertía la
presencia de peces.
No importa. Igual la velada resultó amena. Y una tibia sonrisa se me
dibujó a la vuelta.
Dos días después, Rita, la chica más linda del grado, nos invitó a
su cumpleaños. Por supuesto que fuimos y la pasamos bastante
bien. Hablamos poco, no contradijimos a nadie y sonreímos,
agradecidos por la posibilidad que nos brindaban.
De a poco, las primeras horas de la tarde, después de la escuela,
se transformaron en ocasiones para reunirse con los compañeros
de la escuela y con otros chicos del barrio. Andábamos en bicicleta
y corríamos carreras en las despobladas calles. El Negro Ramón,
un pibe muy alto que – después supe – murió muy joven, pedaleaba
como nadie y no había quien pudiera alcanzarlo. Incluso Claudia, la
hermana más chica de Dany y Pepe, que apenas tenía ocho años,
participaba de esas bicicleteadas como acompañante, en el
portaequipaje.
Más tarde, a veces me encontraba con Dany y charlábamos de
todo un poco. Filosofábamos diría, pero el término resulta
demasiado pretencioso.
Cada tanto, subíamos de a diez o doce chicos a la Estanciera
conducida por Silvio, quien pronto cumpliría catorce y para nosotros
era grande.
Mis nuevos compañeros empezaban a caerme bien, pero
extrañaba demasiado la ciudad en que nací. Y la tristeza no admitía
distracciones: me atrapaba antes de dormir, al despertar, cuando
estudiaba…
Una chica de apellido Romero, organizó un baile en un local, vacío
como casi todos en esa época del año, que quedaba en Mar del
Tuyú. La cita era a la noche y había que andar alrededor de
cuarenta cuadras por esas calles no muy bien iluminadas. Nadie
tenía miedo, claro. Llegamos al lugar caminando y en grupo.
Disfruté tanto de la larga recorrida nocturna, para mí impensada en
Monte Grande a esa edad, como de la fiesta.
La noche del 29 de junio hicimos, por supuesto, la fogata – que
llamábamos fogarata – de San Pedro y San Pablo. La cita fue en la
esquina de las calles 3 y 34, entonces baldía y hoy más que
edificada.
Y en esa época ocurrió la muerte del presidente Perón, que no
pudimos seguir por la tele porque no teníamos. Apenas vi unas
imágenes, muy borrosas y con interferencias, en la casa de Dany.
De a ratos, con suerte y con muchas rayas, podían sintonizarse en
ese entonces dos canales, que transmitían desde Mar del Plata.
Por fin, al cabo de tres meses y pico de añorar mucho, dado que
mi hermano se había recuperado lo suficiente, decidimos regresar a
Monte Grande.
Nuestros recientes amigos, al saber la noticia, nos organizaron una
despedida en el bowling Bambocha, calle 2 entre 34 y 35. Por
supuesto que la cita también fue a la noche y la pasamos muy bien.
El regreso resultó glorioso para mí, no tenía donde guardar tanta
alegría. De vuelta a la Escuela 37 y a terminar la primaria, viaje de
egresados a Córdoba incluido, con mis amigos de toda la vida.
Un tratamiento médico exitoso en Capital Federal, hizo que la
mejora de mi hermano resultara definitiva.
Durante los siguientes años, cada evocación de esa breve estancia
invernal en Santa Teresita, me provocaba angustia. El recuerdo del
sufrimiento que me causó el desarraigo impedía cualquier ejercicio
de agradable nostalgia.
Al pasar el tiempo, comenzaron a acudir a mi memoria las
personas que nombro en este relato y muchas otras. Entonces,
cada tanto volví a mirar la vieja foto escolar, ésa que justo tomaron
durante los meses en que mi hermano y yo cursábamos. Aún lo
hago: la observo y recuerdo cada uno de los nombres de mis
compañeros, anotados al dorso en su momento. Si ellos miraran la
foto, muy probablemente no registraran quién era ese pibe chiquito
y flaquito, un tal Carlos, que estuvo apenas unos meses.
Y de a poco, al cicatrizar la herida, los recuerdos se volvieron
risueños. Como dijo Serrat:
“Tus recuerdos son cada día más dulces
el olvido solo se llevo la mitad.”
Y es que el olvido se lleva lo feo, lo triste; se lleva esa mitad. Y nos
deja lo agradable, claro. Nos deja las sonrisas, las bicicleteadas, los
viajes en Estanciera, las fogaratas…
Santa Teresita es hoy uno de mis lugares en el mundo.
Estará ligada siempre a mi existencia tal como la viví en ese
invierno, durante mi forzado exilio infantil: con esa gente amistosa,
querible, solidaria.
Y con ese modo de vida tan libre y tan tranquilo que, quizás, como
tantas cosas, ya no exista.
UNA PROHIBIDA
TÍA ROSA
LA PROFE MIMÍ
OCTAVIO Y EL SAPO
ATRAPAME
9 DE JULIO
ESTA NOCHE
Esta noche, una compañera del colegio celebra sus quince años.
Los hombres no prestamos tanta atención a ese tipo de
ceremonias.
Parece que el salón es lindo y espacioso, del otro lado de la vía,
arriba de la confitería “Tierra Hermosa.”
Ella tiene unos meses más que yo; recién cumpliré quince el año
próximo.
Decía que el salón es lindo y espacioso, seguramente porque
espera recibir a mucha gente. Todos sabemos que hay invitados
ineludibles: los parientes, cuyo rostro, muchas veces, nos resulta
más familiar a través de una fotografía que la rara vez que vienen,
tan molestos.
Decía que espera recibir a mucha gente, que ha invitado a mucha
gente: pero a mí no me ha invitado.
Somos treinta y dos compañeros este año. Nadie hizo una lista de
incluidos y excluidos; pero escuché, la semana pasada, conversar
en el aula acerca de eso: si en la fiesta pasan lista de este curso, de
segundo, no seremos más de cuatro los ausentes.
No tengo la certeza, pero intuyo la razón que me lleva a integrar la
minoría.
Hasta mi hermano, a quien conoce de pasada y que va a otro
colegio, está invitado.
Menos mal que esta tarde me fui a Quilmes, en un micro, a jugar un
campeonato de ajedrez. Es por equipos y yo soy tercer tablero,
juvenil, del Club Atlético. Algunos me auguran buen futuro en esas
lides. Yo sé bien que el juego ciencia va a aburrirme, aún antes de
intentar algún progreso.
Lejos estoy de ser fanático de las fiestas de quince. No es
quedarme sin salir, pasarla en casa, tampoco, la razón de mi
tristeza.
Tengo catorce años y un deseo voraz de formar parte.
A nadie le he contado que me duele, salvo a Claudio, ese amigo
del barrio y de la esquina:
- Vos le debés haber hecho algo a esa mina, algo le hiciste, no te
hagas el sota. – Dice Claudio.
Y lamento que no acierte ni a los premios.
Este lunes, nomás, volviendo a clase, habrá un tema en común en
los recreos.
Llevaré ese día una revista, quizá El Gráfico y fingiré leerla, absorto,
ensimismado.
LA PELEA
LAS FIESTAS
MUNDIAL 78
CERVECERÍA
MATEADAS
LA DESPEDIDA DE QUINTO
BAILE DE EGRESADOS
Che, los viejos nos quieren hacer partido. – me dijo Pablo aquella
tarde de otoño.
¿Quiénes son los viejos?
El equipo de Pichi, el profesor de matemáticas.
Ah… Sí. Escuché decir que se juntaron varios veteranos y armaron
un equipo. ¿Hablaron con vos?
Sí, Pichi me dijo que si arreglábamos, ellos venían a la 37 a
desafiarnos.
Bueno ¿Te parece proponerles jugar para el domingo que viene?
Sí, dale. – dijo Pablo.
Ese diálogo fue la antesala: jugaríamos al fútbol, en la cancha de la
Escuela 37 contra un equipo formado por el citado Pichi - conocido
docente local - y un grupo de amigos de su edad.
Para nosotros, veinteañeros entonces, el apodo “Los Viejos”
aplicado a ese conjunto, resultaba más que atinado: algunos tenían,
incluso, más de cuarenta años.
Dicen que juegan bien, no nos confiemos. – comentó Alfredo.
A los diez minutos del primer tiempo los conectan a todos juntos al
pulmotor y se termina el partido. - dije, con ese desdén que a los
veinte tenemos respecto de aquello que, en un abrir y cerrar de
ojos, llegaremos a ser.
Así fue que el domingo a la mañana, a eso de las diez, nos dimos
cita en el campo de juego.
Ellos venían bien pertrechados. Su ropa deportiva era mucho mejor
que la nuestra. Es que su poder adquisitivo era, también, mejor que
el nuestro.
¡Qué nos importa!
“Y no tener fortuna
Y no importar la cosa
La juventud es una
Estupidez gloriosa”
Dijo Enrique Jardiel Poncela con toda razón.
La cancha era chica, así que jugaríamos ocho contra ocho.
Apenas comenzó el partido, recibí un pase en profundidad y no
tuve mayor problema en superar en velocidad a mi marcador. Pateé
en diagonal y la pelota se fue afuera, mucho más lejos de lo que
aconseja la ortodoxia futbolística..
Ellos jugaban, al parecer, de manera defensiva. Pateaban la pelota
bien lejos de su arco y ésta, invariablemente volvía.
Nosotros, al ser conscientes de la ventaja que teníamos en cuanto
a despliegue físico, basábamos nuestro juego en la velocidad.
Tres minutos después, Alfredo esquivó a un rival y lanzó un centro
que Marcelo cabeceó con precisión. La pelota picó en la línea y
traspasó el arco, inatajable.
Uno a cero para nosotros. Nos parecía poco.
Ellos tiraban pases largos y despejaban; nosotros atacábamos.
Uno de esos pases largos rebotó en Víctor, nuestro defensa,
cuando éste quiso despejar. El señor que estaba parado cerca del
arco la empalmó bastante bien, reconozcámoslo, y empató el
partido.
Nos fuimos todos al ataque, un poco ofendidos con nosotros
mismos y heridos en nuestro orgullo.
Hubo un rato largo de juego aburrido, sin peligro en los arcos.
De pronto, otra vez un pase largo de un señor de la defensa y el
mismo señor atacante colocó el dos a uno.
Los señores, todos juntos, todos viejos, todos cuarentones, nos
estaban ganando.
¡Vamos a mantenermos cada uno en su puesto! ¡No nos apuremos!
– grité.
Me pareció que, al escucharme, un señor le sonrió a otro señor.
Un ratito después yo mismo, que era el encargado de controlar el
tiempo, anuncié el final de la primera etapa.
Durante el intervalo, estuvimos de acuerdo en que habíamos
subestimado a nuestros rivales. Obviamente, íbamos a ganarles,
pero sólo si nos tomábamos en serio el partido.
Empezó el segundo tiempo y ahí nomás, en un reboté, empujé -
más bien con el tobillo -una pelota y logré el empate.
- ¿Vieron? ¿Vieron que había que dejarse de joder? – comenté a
mis compañeros mientras me abrazaban.
El partido se volvió aburrido: ellos atacaban poco y nosotros,
cautelosos, tampoco lo hacíamos. Era una guerra de pelotazos sin
ninguna precisión.
En una de esas, el más canoso de todos pateó de lejos y agarró
desprevenido a nuestro arquero Chanchi: tres a dos.
Y ahí nomás, una pelota boyando en nuestra área. Esta vez no fue
un canoso, sino uno que se teñía: la empujó y nos pusimos cuatro a
dos abajo.
De allí en adelante, todo fue para esos señores mayores, a quienes
– dado que el resultado a su favor se abultaba y por eso mismo –
cada vez considerábamos más unos viejos de mierda.
No nos salía una.
No vimos la pelota ni cuadrada hasta el final, que, todavía me da
vergüenza confesarlo, resultó ocho a dos a favor de ellos.
Supongo que estos señores deben haber notado, al comienzo, lo
agrandados que estábamos.
Supongo también que se deben haber reído mucho entre ellos, por
eso mismo, después del partido.
Por supuesto, no hubo revancha.
Para ellos, resultaba un riesgo que no querían correr.
Y, duele decirlo, para nosotros más aún.
PENTHOUSE
EL DESAFÍO
POETA HAITIANO
EL CANDIDATO
EL ABUELO
LA EX NOVIA
Un día de estos podrías invitarme a bailar ¿No? - Me dijo, casi en
tono de reproche, Alejandra, fugaz ex novia, cuando la encontré
ayer en la esquina de Alem y Mariano Acosta.
No estoy acostumbrado a que una mujer tome la iniciativa.
Sostengo, además, que casi siempre esa actitud resulta poco
seductora.
Pero reconozco que mi ego se sintió acariciado al escuchar ese
reclamo; y mis ganas de aceptar esa propuesta tienen más que ver
con eso, que con el interés que esa chica me despierta.
Con Alejandra hemos salido, tiempo atrás, unas semanas, de
manera irregular, poco después de que ella sufriera un gran
desengaño amoroso. La decisión de cortar esa tenue relación fue
mía. Sin embargo, aquella vez, al despedirse me dijo:
- Gracias por llevarme a todos los lugares a los que me llevaste, por
sacarme un poco del bajón en que estaba metida. – Inclusive, estiró
la primera “a” de “Gracias”, dando énfasis a la expresión.
A persona tan agradecida, daba pena patearla.
Todo parece indicar que, ahora, ella quiere reflotar nuestro pasado.
Ese sábado ya teníamos medio arreglado, junto a Mario y al Matu,
para ir a bailar por la zona, en Monte Grande.
Preguntále, a ver si tiene dos amigas y vamos los seis – dice el
Matu.
La llamo a Alejandra y me dice que sí, que es muy probable que
pueda venir con unas compañeras de trabajo.
Sé que está mal ser vanidoso, pero no puedo evitar sentir un
orgullo, que juzgo legítimo, al ser invitado a bailar por una chica y,
tras cartón, conseguir dos chicas más para presentarle a los
muchachos.
Al mediodía de ese sábado, se confirma la múltiple presencia
femenina.
Vamos en el auto de El Matu, un Falcon con asiento delantero
enterizo, que puede transportar tres parejas convenientemente
apretujadas.
Como siempre ocurre cuando de presentaciones se trata, Mario y el
Matu andan preguntándose qué tal estarán las amigas de Alejandra.
Las pasamos a buscar, una por una y las chicas no son para nada
feas como sí lo somos nosotros. Una de ellas, inclusive, es muy
linda; rubia, de ojos claros, figura menuda y delicada. Tal vez por
negligencia nuestra, terminan sentadas las tres, en el asiento
posterior del Falcon. Nosotros compartimos el asiento, enterizo, de
adelante.
El viaje resulta breve hasta La Vieja Posada, en Dardo Rocha al
100. Llegar a un lugar bailable en compañía femenina otorga una
tranquilidad que compensa, a mi modo de ver quizás conservador,
la falta de aventuras que ello implica.
Cada uno de nosotros, por supuesto, paga la entrada a su
respectiva dama. Veo que Mario ingresa junto a la rubia más linda y
sospecho que le ganó el lugar al Matu mientras éste cerraba el
auto.
El lugar está oscuro, repleto de gente y el sonido resulta
ensordecedor; es decir, todo está en orden.
Tomo de la mano a Alejandra e intento avanzar, por un pasillo,
hacia una pista, la del medio. Siento que ella se detiene y me
detengo. Ha encontrado a una amiga o conocida y se ha puesto a
cruzar un par de palabras. La suelto de la mano, porque, si no lo
hago, la marea humana va a arrastrarnos.
Pasan cinco muchachos auxiliándose con los codos y pierdo de
vista a Alejandra.
Mala suerte, confío en que el lugar no es muy grande y volveré a
encontrarla.
No es tan fácil la tarea. Van dos vueltas, literalmente, que doy y ni
noticias. En los lugares bailables, cuando me he puesto a caminar
sin rumbo, invariablemente terminé en el lugar desde donde había
partido.
Decido quedarme parado, ya que si a Alejandra le ocurre lo mismo
que a mí, seguramente la veré pasar.
Nada, no hay caso. Vuelvo a dar vueltas.
Ha pasado más de una hora y nada. Tengo ganas de intentar sacar
a bailar a alguna desconocida, pero me parece el colmo de la
descortesía.
Al que sí encuentro es a Mario. Viene caminando, solo, pasea en
su mano un recipiente con una bebida espumosa y dorada.
- ¿Qué hacés, Mario? ¿Y la piba que estaba con vos, la rubiecita?
- Es una buena pregunta. Ni idea, che, bailó una media hora
conmigo, después vio a la amiga, la que estaba con el Matu y me
dejó de seña, se fue con ella. No he vuelto a saber de su paradero,
estoy pensando en publicar edictos.
- ¿Entonces el Matu también está en banda?
- Seguramente. No lo vi, pero imagino que sí.
Vamos con Mario hasta la barra; he resuelto acompañarlo con la
cerveza. Allí está el Matu, sin compañía y sujetando un vaso, con el
que saluda; me recuerda a Bogart en Casablanca, más
precisamente a la escena del piano y de Sam.
Tomamos asiento, dispuestos a compartir y comentar el plantón
simultáneo que acabamos de sufrir.
Nos reímos, somos jóvenes, todo puede mejorar; brindamos por la
noche, por la vida y por la jugarreta que nos hicieron esas
malvadas.
Convengamos en que mi orgullo por convocar a esta velada, con
una chica que me propone salir y dos más para los amigos, ha
menguado considerablemente.
La oscuridad de la noche palidece para encontrarnos charlando,
riendo y bebiendo. El Matu, presa del alcohol, con brazo tembloroso
y voz equivalente, señala un punto en el espacio, a la izquierda:
Miren, ahí están las tres, con tres flacos. Se las ve sonrientes.
Brindamos también por ellas.
Empieza a amanecer. Salimos a la vereda. El auto del Matu queda,
estacionado, cerca de la entrada. Ninguno de nosotros está en
condiciones de manejar. Volvemos a pie a nuestras casas. Hasta la
esquina lo hacemos abrazados y cantando a viva voz.
Celebrar la derrota es una manera de saber perder.
KARINA, MI AMIGUITA
LA MUÑECA
EL CLUB