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Asencio Abeijón

(Tandil 1901- Comodoro Rivadavia 1991). Legó en 1903 a Comodoro Rivadavia. Fue
resero, petrolero, camionero, jefe de comparsa de esquila y chofer de colectivos en
Chubut y Santa Cruz; diputado constituyente en 1957 y provincial en 1958 y 1962.
Ya con 68 años comenzó a publicar en el diario El Patagónico sus manuscritos de
trabajador trashumante, que conformarán, luego: Apuntes de un carrero patagónico
(A. Andrade, Comodoro Rivadavia, 1971), que Galerna reeditó, en 1974, como
Memorias de un carrero patagónico con prólogo de Osvaldo Bayer. Más adelante
publicó: Recuerdos de mi primer arreo,1974; El guanaco vencido, 1976; Los recién
venidos, 1983; Caminos y rastrilladas borrosas, 1983 y El vasco de la carretilla
(1986).

CAMINO, OSCURIDAD Y MIEDO

El pullman salió a las cuatro de la tarde de Esquel para Comodoro Rivadavia


con sólo ocho pasajeros Todos fueron descendiendo en el trayecto: la Mimosa,
Tecka, Putrachoique, etc. Los últimos se quedaron en Gobernador Costa. El
conductor entró en el hotel Americano, agencia de la empresa Giobbi, donde le
dijeron que no había ningún pasaje pedido. Debía seguir con el ómnibus vacío hasta
río Senguerr, casi treinta leguas de distancia aproximadamente, con mal camino y
viaje nocturno. No le importaba mucho, porque cuando se viaja de noche es menor
responsabilidad hacerlo solo que con pasajeros, sobre todo cuando viajan familias
con criaturas, que en caso de probables roturas de máquinas o encajaduras en los
numerosos badenes, deben sufrir frío y hambre.
Después de cargar la correspondencia y el correo, le llevó el pullman a don
Magallanes, el mecánico del pueblo, para una reparación en la luz. Vuelto al hotel, lo
invitaron con un churrasco a la plancha, a comer de pie junto a la cocina, y con la
bota de vino.
En el salón sólo había un hombre de campo, desconocido. Estaba apoyado
contra el mostrador frente a una copa de caña fuerte.
Ricardo, el dueño del hotel, invitó al conductor con una ginebra. Se arrimó a
tomarla en el mostrador. También le hizo entrega de la rendición mensual de
pasajes de la empresa, para que la llevara a Comodoro Rivadavia; el hombre de la
caña fuerte seguía apoyado en el mostrador con la copa entre los dos. Vestía
bombachas, botas acordeonadas, saco, sombrero con barbijo y pañuelo de cuello.
En la cintura, ceñida por faja criolla y tirador con rastra, le hacían bulto el
cuchillo y el revólver. Era de rostro simpático y de unos treinta años.
Cuando Ricardo puso sobre el mostrador los ocho mil pesos de rendición, que
el conductor juntó con otros tantos recaudos en otras agencias, el hombre exclamó:
“¡La pucha! ¡Que lindo toco! ¡Ese me hacía falta a mí!”. Le contestaron con un chiste
y él se rió.
En ese momento llegó a la puerta del hotel don Magallanes, con el pullman ya
listo. El conductor se despidió y salió. Luego de tantear los neumáticos y revisar
agua y aceite del motor, lo puso en marcha, pero cuando arrancaba, Ricardo lo
llamó desde la puerta diciéndole que había un pasajero. Al mismo tiempo, el hombre
de la caña fuerte salió apurado del hotel y subió al ómnibus con el pasaje en le mano
diciéndole alegremente: “De golpe me dio la loca de viajar a Shaman”. No traía
ningún equipaje y se sentó en la primera fila de butacas, inmediatamente después
del conductor.
Comenzó a anochecer cuando habían marchado unas tres leguas; las
sombras, malas consejeras en el amor y en los pensamientos que vuelan, también
predisponen al miedo. De improviso, en la mente del conductor entró el pensamiento
que no conocía la identidad de su único pasajero, cuyo no figuraba ni siquiera en el
boleto, hecho con apuro. De inmediato piensa en la forma imprevista en la que
resolvió viajar. Y que iba sin equipaje…y que lo resolvió luego de haber visto el
dinero de la recaudación de las planillas. Pensó que había sido imprudente al dejar
ver las sumas que llevaba. Pero el un hombre de una presencia que inspiraba
confianza y desechó el mal pensamiento, tratándose de cobarde y desconfiado.
Pero ya estaba prendida la chispa y de pronto la mala idea reapareció,
recordándole una cadena de coincidencias sospechosas. ¿Por qué decidió el viaje
tan de improviso y a último momento, cuando vio que no viajaba ningún pasajero y
el viaje sería de noche?. Seguramente porque las sombras se prestan para la
perpetración de delitos. Se sintió inquieto y sin saber qué actitud adoptar. Estaba
pendiente del mínimo ruido que pudiera indicarle un movimiento del pasajero
sentado detrás de él.
De pronto halló un pensamiento tranquilizador: si el hombre tuviera malas
intenciones, no habría tomado el pullman en el hotel, delante de testigos, incluido un
policía. Se convenció de que su temor no tenía lógica. Pero muy pronto nuevas
sospechas se agolpan: ¿por qué se fue a sentar detrás de él?. Habitualmente un
pasajero, cuando viaja solo, se sienta al lado del conductor, para ir conversando.
¿Por qué iba armado?. Había mala intención ala vista. Estuvo tentado de regresar a
Gobernador Costa y exponer sus sospechas a la policía. pero al momento pensó
que posiblemente haría un mal papel. La policía le tomaría los datos al pasajero,
pero no podía impedirle viajar por una desconfianza del chofer. En todo caso, sería a
éste a quien correspondía aceptarlo o no. Pero… ¿qué dirían en la empresa y en
toda la región de un conductor que se negaba a llevar a un pasajero por que le tenía
miedo?. Quedaría en ridículo
Resolvió seguir viaje. No era posible que un saltante fuera tan incauto,
porque, aun cuando se supiera su identidad, lo mismo lo detendrían, y sería
identificado por los testigos que lo habían visto subir al pullman en el hotel. Pero
pronto esta reflexión, un tanto tranquilizadora, fue reemplazada por otra que sólo
sirvió para aumentar su miedo: en caso de que el otro lo asesinara para robarle,
¿qué puede importarle y qué saca el finado con que al asesino lo atrapen o no?.
Comenzó a parecerle que en cualquier instante podía sentir la sensación de una
bala penetrando en su nuca.
Tuvo una buena idea: lo invitaría asentarse a su lado. Así podría observarlo
con el rabo del ojo, y, al menor movimiento sospechoso, aferrarle los brazos. y en
caso de que se negara a cambiar de asiento, pondría en claro sus malas
intenciones, y entonces ya motivo para, con el pretexto de algún olvido, regresar a
Costa y recurrir a la policía. Pero en cuanto lo invitó a cambiar de asiento, el hombre
aceptó muy gustoso y se sentó contento a su lado diciendo: “Aquí se ve mucho
mejor”. Desapareció el temor, pero antes de tres minutos, nuevamente la pertinaz
sospecha. Todos los asesinos adoptan buenos modales para despistar a sus
víctimas. También desde el costado, en el asiento pegado al suyo, podía dispararle
un tiro mortal, disimulando el arma por debajo del saco y favorecido por la oscuridad,
o bien darle una puñalada antes de que tuviera tiempo de defenderse.
Ansiaba que apareciera alguna luz a los lejos. Aunque éste marchase en
sentido contrario al suyo, le advertiría lo que pasaba, y lo seguiría bien de cerca.
Sentado a su lado, el asesino (ya no tenía dudas de que lo era) le dirigía palabras
sin trascendencia, que el conductor le contestaba, cada vez más nervioso.
Imprimió mayor velocidad al pullman. En esa forma, el asesino no se atrevería
a herirlo de improviso por miedo a una volcada. Quería llegar a Shaman, pero al
mismo tiempo tenía miedo, pues abrigaba la seguridad de que el asaltante lo iba a
agredir antes de la llegada. No estaba ya lejos de las boscosas montañas
cordilleranas. Seguramente el asesino tendría cerca algún caballo a mano, para
internarse en esos lugares. Pensó en sus familiares con la pena de que ya no los
volvería ver. Recordó el bárbaro crimen del boliche de Apeleg, de la región. Los
asesinos se refugiaron luego en la cordillera. Cierto que después los apresaron,
pero… ¿de qué le valió al pobre Lagarcegui?.
El asesino hizo un movimiento sacando del bolsillo y el conductor se envaró
al ver el brazo que le apuntaba. Pero al instante vio que le ofrecía un cigarrillo.
Desapareció la desconfianza y casi se rió del ridículo miedo. Le que no fumaba y el
hombre guardó los cigarrillos. Después lo vio inclinarse hacía la izquierda llevando la
mano a la cintura por debajo del saco desprendido. Entonces, a la luz débil del
tablero del coche, vio que la mano iba hacía el revólver que llevaba en la cintura.
Frenó bruscamente para abrazarlo e impedirle el movimiento. Al impulso de la
frenada brusca, el asesino fue casi impelido contra el tablero, al mismo tiempo que
se prendía el encendedor de nafta que, para encender el cigarrillo, el hombre había
sacado del bolsillo del chaleco… justo encima de la empuñadura de su revólver. Se
enderezó y, con voz tranquila mientras prendía el cigarrillo, preguntó si pasaba algo.
Le contestó que parecía haberse roto un caño de aceite. Para disimular, bajó del
pullman y levantó el capot. Pero el hombre se bajó lo mismo.
Se dio cuenta de que había cometido un error al bajarse del pullman y le
volvió el miedo. Borrosamente, en la oscuridad, más bien oyó que vio al asesino
descender del coche y dirigirse hacía él. Ahora éste se hallaba libre de la
incomodidad del asesino, y con plena libertad de movimiento para usar sus armas.
Cuando oyó acercarse, casi tuvo la sensación de oír el disparo hecho a
quemarropa… Lo enfoco con la linterna y vio que no traía nada en las manos.
Cuando el pasajero llegó a su lado le pidió que le mantuviera el capot levantado, y
casi de inmediato, con el fin de mantenerle ocupadas las manos, le pasó la linterna,
pidiéndole que lo alumbrara. Después con bastante recelo y medio observándolo de
soslayo, fingió que revisaba algo en el motor, para justificar la brusca frenada. Como
el hombre cumplió todo con la mayor tranquilidad, le pasó totalmente el miedo y
reemprendieron la marcha, cambiando algunas palabras sobre motivos mecánicos.
Pero el diablo no duerme y, a los escasos minutos, viene de nuevo la mortificada
duda...
Seguramente que el asesino no lo había atacado en el lugar donde se
detuvieron para levantar el capot porque aun debían hallarse lejos del lugar donde
el tenía los caballos escondidos y listos, para luego del crimen refugiarse en los
bosques de la cordillera y de ahí pasar a Chile… y ahora, seguramente, se
acercaban…¡Otra vez el miedo!… A cada movimiento del pasajero, el conductor se
envaraba, listo para la defensa contra el brazo o la puñalada traidora.
Al tomar un recodo del camino vieron las luces de Shaman, aun lejanas. Dió
fuerte velocidad al ómnibus: así, por medio a lastimarse en una volcada, el asesino
no lo atacaría y, para el conductor, era preferible morir en un vuelco que de un tiro o
una puñalada en la oscuridad. Se acercaban a Shaman, no descuidaba al asesino.
Este seguía tranquilamente sentado, aunque mirándolo con cierta extrañeza, tal vez
por la velocidad injustificada. A toda marcha entraron en la aldea, parando delante
de la casa de negocios. El hombre dijo: “Yo me quedo aquí”. El chofer, todo confuso,
fue hasta la estafeta y la escuelita a entregar algunos encargues.
Cuando volvió al negocio, el asesino estaba plácidamente recostado en el
mostrador, tomando una caña fuerte, mientras conversaba amigablemente con
Nicolás Gargaglione…
Amablemente invitó con las copas al conductor mientras le decía:”¿Tuvimos
lindo viaje, no es cierto?. Llegamos rápido y lo más bien”.
Estuvo tentado de pedirle disculpas, pero no lo hizo por no descubrir el miedo
pasado. Le ofreció que, si quería seguir viaje, lo llevaba sin cobrarle hasta
Comodoro…
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