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Una
cuestión latente en la reflexión más elaborada como en aquélla que reúne el sentimiento de los
hombres en desgracia. Oscila entre la complejidad descubierta por los pensadores y la frialdad
entumecedora de los hechos maléficos que constriñen el sentir de las personas.
El mal no está en el cuerpo o la sensibilidad, donde parece situarse su origen, según los
testimonios de muchos pensadores a lo largo de la historia, hasta hacer de la sexualidad o la
sensualidad los auténticos enemigos. No. Estos son inocentes. Ya en la edad Media, fue quizás, el
tiempo donde más se estigmatizó a los sentidos y a la sexualidad como origen o campo de dominio
del mal. Pero si hemos de buscar una etiología del mal, es claro que ahora podemos reconsiderar
estos posicionamientos que llevaron al martirio a la carne y a la castidad al cuerpo. El amor está
inscrito en el corazón del ser humano, y esto quiere decir que su manifestación es perceptible por
la acción del hombre. Por lo tanto, el problema del mal se circunscribe en la cuestión acerca de la
libertad. No hay pues fatalidad en el ser ni en el cosmos, sino sólo contracción de la libertad; nos
hayamos pues en el campo moral.
En este sentido tiene razón San Agustín. Con su planteamiento del Pecado Original—que
tantas tergiversaciones ha tenido—San Agustín pudo explicarse el sentido del mal. No su origen,
puesto que ya de entrada, el obispo de Hipona no pretende encontrar el origen, según comprendió
que el mal no tiene consistencia ontológica. ¿Cómo buscar el origen de lo que no existe en cuanto
tal? Pero sí es posible determinar su causa para luego comprender el sentido de lo que sucede. Y
es que la voluntad humana jamás es neutra en sus inicios, para obrar, el hombre constituye ya una
opción hacia algo, una inclinación hacia algo: un sentido (Husserl podría pensar en
intencionalidad). Es aquí cuando inicia también la historia del mal, la historia del pecado.
Una primera consideración, nos muestra que a menudo identificamos el mal con tres
realidades que son distintas: el pecado, el sufrimiento y la muerte. El mal moral—el pecado, en
lenguaje religioso—designa aquello por lo que la acción humana es objeto de imputación,
acusación y reprobación. La imputación consiste en otorgar cargo de responsabilidad a un sujeto
por su acción susceptible de apreciación moral, cualitativamente moral. La acusación designa el
peso cualitativo de tal acción frente a un código ético establecido en una sociedad considerándola
violatoria: Tal acción viola la disposición legar de una comunidad; mientras que la reprobación
indica el juicio que determina tal acción: el sujeto es culpable y merece ser castigado. Según lo
hemos visto, en esta acepción del mal, confundido con el pecado, hay una fuerte carga jurídica que
ha producido innumerables teorías acerca del mal, justamente, por los retrueques provocados por
el mecanismo legal. Tal ha sido la casusa de ruptura en la Reforma protestante, a partir de la
consideración teológica de carga más legal que ética.
El sufrimiento se distingue del pecado por rasgos opuestos, ya que el sufrimiento enfatiza
el hecho no en el sujeto responsable, sino en el sujeto que padece. El problema no está en se esto
o aquello se hace, sino en que nosotros lo padecemos. La causa del sufrimiento puede ser diversa,
a diferencia del pecado, ya sea la adversidad natural, deficiencia corporal o mental, indignidad
personal, la muerte de un ser querido, etc. Podeos decir que el sufrimiento vendría a ser lo
contrario al placer: lo no-placer. También se contrapone el efecto, respecto del pecado, ya que no
provoca reprobación, sino lamentación, porque si la falta hace al hombre culpable; el sufrimiento
lo hace víctima.
Lo cierto es que el entretejido común entre el sufrimiento y el pecado, hacen que esta
tergiversación se continúe, puesto que la punición es justamente un sufrimiento físico o moral,
como cuando se priva de libertad a una persona o se le infringe algún tipo de tortura. La pena es el
término que salvaguarda la correlación entre el mal culpable y el mal padecido. Algo así sucede
cuando el mal se traduce como el daño hecho a otro hombre. En la estructura dialógica de los
individuos, el mal cometido por unos encuentra réplica en el mal padecido por otros. Cuando el
hombre se siente víctima del mismo hombre es cuando el hecho sentido adquiere el nombre de
lamentación: un mal padecido como ningún otro, que afecta de modo letal la condición de ser del
paciente.
El mito es la primera configuración que buscó tocar el corazón del problema, articulando el
sesgo tenebroso y el lado luminoso del hombre. En su talante creativo, el mito integra la
historicidad del mal en muchos relatos de origen, de este modo, el mito yuxtapone una
antropogénesis como parte de la cosmogénesis, cumpliendo así una función ideológica mayor, una
vez que justo al cosmos se sitúa un ethos. La plasticidad del mito, ha permitido que a lo largo de la
historia se crearan mistos distintos, fantásticos y coloridos, que tanto la ciencia de las religiones
comparadas como la antropología cultural organizan en grupos identificando elementos más o
menos comunes, cuya clasificación es el monismo, dualismo o soluciones mixtas. Desde luego que
nos referimos a una clasificación por demás, general y bastante abstracta, que no impide variables
hermenéuticas sobre mitos originarios como el relato bíblico de la caída, que tuvo varias
interpretaciones antes y después de Agustín. El carácter plástico y a la vez especulativo del mito,
permitió finalmente el planteamiento de la pregunta fundamental tanto para la filosofía como para
la teología: ¿De dónde viene el mal? De este modo, pasamos del estado del mito, al de la sabiduría
acerca del mal.
¿De dónde viene el mal? Es la pregunta que propone la gnosis. Aquí inicia la contienda
encarnizada entre los ejércitos del bien que se ponen en marcha y los del mal, que surten efecto
en el universo, creando la realidad generalizada del sufrimiento. A esta visión, se opone el juicio
meticuloso y certero de Agustín. No podemos negar que sin la gnosis no se hubiese afinado la idea
cristiana con tanta exactitud como se conoce, una vez que no concede a esa visión trágica del
cosmos su crédito efectivo. Agustín toma de los filósofos, principalmente del aparato neoplatónico,
los elementos sustanciales para desarticular un mito racionalizado, como lo era la gnosis y adopta
el presupuesto fundamental de la insubstancialidad del mal. El mal no puede ser tenido como una
sustancia y en consecuencia, surge una nueva perspectiva de la nada, la ex nihilo, dócil a la idea de
creación total, sin resto alguno. Al mismo tiempo se instala una diferencia óntica entre el Creador y
o creado, donde cabe la ineficiencia que posee la creatura respecto al Creador y por lo tanto, la
cualidad humana de optar por algo, la libertad, aun esta, si está lejos de lo propuesto por el
Creador. Está la opción de elegir lo que es o declinar por lo que es menos, por la nada. Este
discurso es el mérito más prominente del Obispo de Hipona, que logró constituir una onto-teo-
logía, desplazando la pregunta del ¿de dónde viene el mal? A esta de ¿de dónde viene que
hagamos el mal? Una vez más nos hallamos sitiados por la moral, el ámbito de la acción y el
problema de la voluntad, el libre arbitrio. De todo esto se saca una conclusión, la de que todo mal
o bien sea pecatum o bien sea poena. Al tiempo, bajo esta visión moral del mal, bien se dice que
no hay mal que sea injustificado. Lo que sí podemos conceder a la teoría del pegado original o de
naturaleza agustiniana, es el hecho innegable de la miseria del hombre, de su exposición fatal
frente al mal y más allá de cualquier efecto voluntario deliberado. Antes de la propia acción
maléfica del hombre, el hombre ya está expuesto al mal: la experiencia demoniaca de un mal ya
presente. Agustín se mostró más profundo que Pelagio al advertir que la nada de privación es
superior a cualquier voluntad individual y a cada volición singular, mientras que Pelagio fila al
hombre en su propia responsabilidad volitiva, lo deja al amparo—o desamparo—de su propia
libertad, y encontramos el primer antecedente de la condena a la libertad postulada por Sartre.
Ambos desarrollos dejan sin respuesta la pregunta del sufrimiento del justo, y eh aquí otra
calamidad.
La Teodicea de Leibniz sigue siendo el ejemplo. Por una parte, se asume la visión del mal
metafísico como acápite del ser, es decir, como un mal presente en todo ser y no solo en su
cuadrante moral. Es un defecto ineluctable de toso ser creado. Por la otra se enriquece a la lógica
cuando se aduce el principio de razón suficiente, enunciado como principio de lo mejor.
Recordamos la premisa del mejor de los mundos posible planteada por Leibniz. Desde luego que
solo una actitud optimista puede dosificar el mal vivido y real traducido como aquello que es
negativo, al testimonio de lo positivo que, en el mejor de los casos, se reduce a la impresión
estética que el universo nos ofrece, pero ante la pregunta del justo sufriente, desde luego que no
le satisface el optimismo enflaquecido de los bello. No se puede llevar a cabo un balance positivo
entre todos los males presentes y el conjunto estético que parece superado por el sufrimiento. La
lamentación, según no hemos referido más arriba, no se conforma con una respuesta estética.