Está en la página 1de 5

El problema del mal se ha convertido en un reto tanto para la filosofía como para la teología.

Una
cuestión latente en la reflexión más elaborada como en aquélla que reúne el sentimiento de los
hombres en desgracia. Oscila entre la complejidad descubierta por los pensadores y la frialdad
entumecedora de los hechos maléficos que constriñen el sentir de las personas.

El mal no está en el cuerpo o la sensibilidad, donde parece situarse su origen, según los
testimonios de muchos pensadores a lo largo de la historia, hasta hacer de la sexualidad o la
sensualidad los auténticos enemigos. No. Estos son inocentes. Ya en la edad Media, fue quizás, el
tiempo donde más se estigmatizó a los sentidos y a la sexualidad como origen o campo de dominio
del mal. Pero si hemos de buscar una etiología del mal, es claro que ahora podemos reconsiderar
estos posicionamientos que llevaron al martirio a la carne y a la castidad al cuerpo. El amor está
inscrito en el corazón del ser humano, y esto quiere decir que su manifestación es perceptible por
la acción del hombre. Por lo tanto, el problema del mal se circunscribe en la cuestión acerca de la
libertad. No hay pues fatalidad en el ser ni en el cosmos, sino sólo contracción de la libertad; nos
hayamos pues en el campo moral.

En este sentido tiene razón San Agustín. Con su planteamiento del Pecado Original—que
tantas tergiversaciones ha tenido—San Agustín pudo explicarse el sentido del mal. No su origen,
puesto que ya de entrada, el obispo de Hipona no pretende encontrar el origen, según comprendió
que el mal no tiene consistencia ontológica. ¿Cómo buscar el origen de lo que no existe en cuanto
tal? Pero sí es posible determinar su causa para luego comprender el sentido de lo que sucede. Y
es que la voluntad humana jamás es neutra en sus inicios, para obrar, el hombre constituye ya una
opción hacia algo, una inclinación hacia algo: un sentido (Husserl podría pensar en
intencionalidad). Es aquí cuando inicia también la historia del mal, la historia del pecado.

Cuando el hombre se inclina, tiende, se direcciona por su acción es cuando se le puede


llamar hombre en sentido propio, cuando es convocado, traído al ser por medio de su hacer, aquí
el sujeto es hombre en sí, cunado es responsable. Por esta razón el pecado se encuentra como
presente durante toda la historia del hombre, porque ha surgido ahí donde el individuo se
determina, se piensa a sí mismo al grado de hacerse. El mal se inserta en la historia del hombre,
ahí donde la voluntad es el punto culmen del ser del hombre, por eso, cuando hablamos del
hombre, es necesario testificar una falla, la cual se realizó de una vez y para siempre, puesto que
broto del elemento constitutivo de la acción identitaria. El mal no pertenece al orden del ser,
cierto, pero nace en la acción de un ser constituyéndose. A semejanza de un meteorito que cae
sobre la tierra en tiempos remotos, el mal así destruye lo que alcanza su potencia, pero no es de
este mundo, ha venido. En correlación a lo trascendente, a Dios, sucede algo parecido, puesto que
Dios no tiene su sustrato en el mundo, lo trasciende y en su concierto lo convoca a la vida. Como el
suceder lógico, regular, discreto y majestuoso, la acción divina opera en el mundo, casi como un
fenómeno espontáneo cuya cualidad es la de siempre comenzar desde abajo, como un chorro de
agua que nace de un venero misterioso.

Una primera consideración, nos muestra que a menudo identificamos el mal con tres
realidades que son distintas: el pecado, el sufrimiento y la muerte. El mal moral—el pecado, en
lenguaje religioso—designa aquello por lo que la acción humana es objeto de imputación,
acusación y reprobación. La imputación consiste en otorgar cargo de responsabilidad a un sujeto
por su acción susceptible de apreciación moral, cualitativamente moral. La acusación designa el
peso cualitativo de tal acción frente a un código ético establecido en una sociedad considerándola
violatoria: Tal acción viola la disposición legar de una comunidad; mientras que la reprobación
indica el juicio que determina tal acción: el sujeto es culpable y merece ser castigado. Según lo
hemos visto, en esta acepción del mal, confundido con el pecado, hay una fuerte carga jurídica que
ha producido innumerables teorías acerca del mal, justamente, por los retrueques provocados por
el mecanismo legal. Tal ha sido la casusa de ruptura en la Reforma protestante, a partir de la
consideración teológica de carga más legal que ética.

El sufrimiento se distingue del pecado por rasgos opuestos, ya que el sufrimiento enfatiza
el hecho no en el sujeto responsable, sino en el sujeto que padece. El problema no está en se esto
o aquello se hace, sino en que nosotros lo padecemos. La causa del sufrimiento puede ser diversa,
a diferencia del pecado, ya sea la adversidad natural, deficiencia corporal o mental, indignidad
personal, la muerte de un ser querido, etc. Podeos decir que el sufrimiento vendría a ser lo
contrario al placer: lo no-placer. También se contrapone el efecto, respecto del pecado, ya que no
provoca reprobación, sino lamentación, porque si la falta hace al hombre culpable; el sufrimiento
lo hace víctima.

Lo cierto es que el entretejido común entre el sufrimiento y el pecado, hacen que esta
tergiversación se continúe, puesto que la punición es justamente un sufrimiento físico o moral,
como cuando se priva de libertad a una persona o se le infringe algún tipo de tortura. La pena es el
término que salvaguarda la correlación entre el mal culpable y el mal padecido. Algo así sucede
cuando el mal se traduce como el daño hecho a otro hombre. En la estructura dialógica de los
individuos, el mal cometido por unos encuentra réplica en el mal padecido por otros. Cuando el
hombre se siente víctima del mismo hombre es cuando el hecho sentido adquiere el nombre de
lamentación: un mal padecido como ningún otro, que afecta de modo letal la condición de ser del
paciente.

La experiencia confusa y tenebrosa del mal culpable, es la causa de nuestra asociación de


un artífice que nos trasciende, como proviniendo de otro lado. Aquí aparece la personificación
demoniaca que el mito otorga excepcional ilustración. El hombre se siente víctima cuando es
culpable y se continúa en seguida un círculo vicioso como parte de la misma trama de iniquidad.
Son tales las características y desdobles del problema del mal que éstas mismas lo convierten en
un enigma sin igual.

El mito es la primera configuración que buscó tocar el corazón del problema, articulando el
sesgo tenebroso y el lado luminoso del hombre. En su talante creativo, el mito integra la
historicidad del mal en muchos relatos de origen, de este modo, el mito yuxtapone una
antropogénesis como parte de la cosmogénesis, cumpliendo así una función ideológica mayor, una
vez que justo al cosmos se sitúa un ethos. La plasticidad del mito, ha permitido que a lo largo de la
historia se crearan mistos distintos, fantásticos y coloridos, que tanto la ciencia de las religiones
comparadas como la antropología cultural organizan en grupos identificando elementos más o
menos comunes, cuya clasificación es el monismo, dualismo o soluciones mixtas. Desde luego que
nos referimos a una clasificación por demás, general y bastante abstracta, que no impide variables
hermenéuticas sobre mitos originarios como el relato bíblico de la caída, que tuvo varias
interpretaciones antes y después de Agustín. El carácter plástico y a la vez especulativo del mito,
permitió finalmente el planteamiento de la pregunta fundamental tanto para la filosofía como para
la teología: ¿De dónde viene el mal? De este modo, pasamos del estado del mito, al de la sabiduría
acerca del mal.

¿Puede el mito, responde a la realidad adversa y la condición doliente, de sufrimiento del


ser humano pensante, reflexivo? Sobre todo como necesidad a esa pregunta contenida en el hecho
de la lamentación: ¿Hasta cuándo? “Se siente en carne propia, hasta las entrañas de mi ser” puede
ser la traducción al lamento donde germina la pregunta por el origen del mal. Semejante pregunta
reúne la realidad más fría y triste del hombre, a la cual no parece abonar consuelo el mito, que lo
remitía solo a una explicación de orden cósmico, provocando no más que una simple resignación
ante un pasado irrevocable; sin embargo, el carácter personalísimo de la lamentación exige una
respuesta que atañe al hombre en su individualidad: ¿Por qué yo? Si bien el mito representaba la
causa del mal dando explicación al cómo del hombre que está así o asá, ahora debe integrar el
recurso de la sabiduría, el por qué sucedió así.

El primer gran relato explicativo es indudablemente la retribución: todo sufrimiento es


merecido, es causa de un pecado cometido individual o colectivamente. Si bien esta parece ser una
explicación convincente, es también una absolutización del orden moral. Pero apenas se puso en
marca el orden jurídico en la sociedad, esta primera visión se volvió insuficiente, pues bajo criterios
jurídicos nos preguntamos si corresponde la pena al grado de culpabilidad de cada individuo. Una
idea tal de justicia se pone en juego a la hora de importunar la marcha de la Retribución: ¿si en el
mundo de los buenos y los malos, la pena corresponde a la culpa, por qué todos somos
sentenciados con la misma pena? Y he ahí otra serie de preguntas: ¿por qué se muere este niño y
no esa persona? ¿por qué tantos sufrimientos? ¿por qué la guerra en Oriente y no en Europa?.

El libro de Job, dentro de la literatura Judeo-cristiana representa el dilema de la


lamentación convertida en queja y luego ésta en controversia y expresa de un modo incomparable
el drama de la humanidad que se queja, por medio de un diálogo entre Job y sus amigos donde el
mal-moral y el mal-sufrimiento se aguijonean en una discusión discordante. Este enigmático y
desconcertante relato pone de manifiesto que ante el designio insondable de la voluntad divina no
cabe la queja; se difiere toda posible respuesta al sufrimiento de justo por varias salidas, pero la
más desconcertante es la del perdón reconocido por Job de su misma queja, pues ¿cómo es
posible amar a Dios por nada en virtud de este arrepentimiento?. Pero sin esta contradicción no
hubiese sido posible la gnosis, el siguiente estadio que dio nuevos matices a la cuestión del mal.

¿De dónde viene el mal? Es la pregunta que propone la gnosis. Aquí inicia la contienda
encarnizada entre los ejércitos del bien que se ponen en marcha y los del mal, que surten efecto
en el universo, creando la realidad generalizada del sufrimiento. A esta visión, se opone el juicio
meticuloso y certero de Agustín. No podemos negar que sin la gnosis no se hubiese afinado la idea
cristiana con tanta exactitud como se conoce, una vez que no concede a esa visión trágica del
cosmos su crédito efectivo. Agustín toma de los filósofos, principalmente del aparato neoplatónico,
los elementos sustanciales para desarticular un mito racionalizado, como lo era la gnosis y adopta
el presupuesto fundamental de la insubstancialidad del mal. El mal no puede ser tenido como una
sustancia y en consecuencia, surge una nueva perspectiva de la nada, la ex nihilo, dócil a la idea de
creación total, sin resto alguno. Al mismo tiempo se instala una diferencia óntica entre el Creador y
o creado, donde cabe la ineficiencia que posee la creatura respecto al Creador y por lo tanto, la
cualidad humana de optar por algo, la libertad, aun esta, si está lejos de lo propuesto por el
Creador. Está la opción de elegir lo que es o declinar por lo que es menos, por la nada. Este
discurso es el mérito más prominente del Obispo de Hipona, que logró constituir una onto-teo-
logía, desplazando la pregunta del ¿de dónde viene el mal? A esta de ¿de dónde viene que
hagamos el mal? Una vez más nos hallamos sitiados por la moral, el ámbito de la acción y el
problema de la voluntad, el libre arbitrio. De todo esto se saca una conclusión, la de que todo mal
o bien sea pecatum o bien sea poena. Al tiempo, bajo esta visión moral del mal, bien se dice que
no hay mal que sea injustificado. Lo que sí podemos conceder a la teoría del pegado original o de
naturaleza agustiniana, es el hecho innegable de la miseria del hombre, de su exposición fatal
frente al mal y más allá de cualquier efecto voluntario deliberado. Antes de la propia acción
maléfica del hombre, el hombre ya está expuesto al mal: la experiencia demoniaca de un mal ya
presente. Agustín se mostró más profundo que Pelagio al advertir que la nada de privación es
superior a cualquier voluntad individual y a cada volición singular, mientras que Pelagio fila al
hombre en su propia responsabilidad volitiva, lo deja al amparo—o desamparo—de su propia
libertad, y encontramos el primer antecedente de la condena a la libertad postulada por Sartre.
Ambos desarrollos dejan sin respuesta la pregunta del sufrimiento del justo, y eh aquí otra
calamidad.

Llegamos finalmente al estado de la Teodicea, de la cual solo podemos hablar cuando se


cumplan tres presupuestos, en el entender de Ricoeur. 1. Cuando el enunciado del problema del
mal se apoya en proposiciones que tienden a la univocidad: Dios es todopoderoso; su bondad es
infinita; el mal existe. 2. Cuando el propósito de la argumentación en propiamente apologética y 3.
KCuando la lógica de la no contradicción es satisfactoria. Estos requerimientos se encuentran ya en
la onto-teología echando mano de varios conceptos teológicos como Dios, ser, nada, causa
primera, finalidad, etc.

La Teodicea de Leibniz sigue siendo el ejemplo. Por una parte, se asume la visión del mal
metafísico como acápite del ser, es decir, como un mal presente en todo ser y no solo en su
cuadrante moral. Es un defecto ineluctable de toso ser creado. Por la otra se enriquece a la lógica
cuando se aduce el principio de razón suficiente, enunciado como principio de lo mejor.
Recordamos la premisa del mejor de los mundos posible planteada por Leibniz. Desde luego que
solo una actitud optimista puede dosificar el mal vivido y real traducido como aquello que es
negativo, al testimonio de lo positivo que, en el mejor de los casos, se reduce a la impresión
estética que el universo nos ofrece, pero ante la pregunta del justo sufriente, desde luego que no
le satisface el optimismo enflaquecido de los bello. No se puede llevar a cabo un balance positivo
entre todos los males presentes y el conjunto estético que parece superado por el sufrimiento. La
lamentación, según no hemos referido más arriba, no se conforma con una respuesta estética.

La gran armatoste de Agustín a Leibniz hallará su fin con el desmantelamiento realizado


por Kant, pero esto no significa que el problema del mal desaparezca, sino que dará un giro y
obtendrá un nuevo posicionamiento en el ámbito de la praxis. Se revindica la pregunta de : ¿de
dónde viene que yo haga el mal? Kant desvincula el mal de la moralidad y su carácter de punición,
y entonces compete al juicio de la finalidad (Crítica del juicio) que otorga las disposiciones que la
naturaleza ha dotado al hombre un sentido optimista. El sufrimiento se entiende cuando el
hombre asume una de tales disposiciones, como puede serlo la de la sociabilidad, en la cual el
sufrimiento está en relación a esta labor moral. Tal parece que el problema del mal radical es el
punto culminante de la religión en los límites de la razón pura. El origen del mal de ninguna
manera es un origen, sino la máxima suprema que sirve de fundamento subjetivo a todos los
mínimos de males, pero la hondura de ese mal radical es inescrutable. Desde luego que Kan no
evade el problema del mal, sino que le da un giro con precisión racional, dotando a la teología de
un discurso más ajustado a las posibilidades del entendimiento, actitud adoptado luego por Fichte,
Schelling y Hegel.

Justo en Hegel, la negatividad es el elemento dinámico d ela dialéctica, por la que es


posible la transformación de las figuras del espíritu, e donde se suceden las contradicciones entre
lo lógico y lo trágico: algo tiene que morir para que nazca otra cosa. En este sentido, la desgracia
está presente en todas partes, pero siempre superada. La dialéctica hegeliana toca por segunda
vez la cúspide del problema del mal, pero se queda la respuesta convincente para el justo
sufriente, postergada. Ahora entonces, hemos de preguntar sobre ello a la teología cristiana. A
nuestro parecer Karl Barth es una nueva respuesta al modo de Hegel como Tillich lo fue de
Schelling. Barth considera que solo una teología fracturada, es decir, que renuncie a su pretensión
totalizante, puede hablar nuevamente del mal. Una teología fracturada concede al mal una
realidad irreconciliable con la bondad de Dios, cierto, es necesario pensar en un realidad hostil a
Dios, una nada no solo de deficiencia y privación, sino además de corrupción y destrucción. Con
esta distinción el teólogo suizo hace justicia a Kant por una parte, acerca del mal moral como mal
radicalmente inexplorable; y por la otra, no deja en el desamparo al justo sufriente en la
aceptación de la lógica retributiva. Barth encuentra el nexo doctrinal en la cristología. La nada es lo
que Cristo venció aniquilándose a sí mismo en la cruz. En Jesucristo Dios encontró y combatió la
nada. El problema para el mal, entones no es un problema directamente del hombre sino de Dios
principalmente, pero nosotros, en Cristo, nos volvemos co-beligerantes. No podemos hablar ya,
como si el mal nos superada; ya cabe el hecho y no solo la esperanza –futura—de que venceremos,
porque ya vencimos al mal en Cristo. Barth se ocupa de una sustanciosa distinción entre la victoria
ya obtenida y la victoria manifestada. Dios aun permite que no veamos aun su reino y que sigamos
amenazados por el mal que se ha vuelto un curioso servidor.

El enunciado de Bath en donde Cristo es el habitáculo bélico de Dios con la Nada y en


donde la venció, expresa que también la nada depende de Dios, pero en un sentido distinto a
como depende la creación como cosa buena, y es que no pude ser de otro modo, porque situado
el mal en la opción libre del hombre, en cuanto creatura, no puede nacer una nueva creación de lo
creado. Cuando el hombre rechaza algo para inclinarse por la nada, no está creando la nada, ya
que ésta depende de Dios y no del hombre. He aquí la complejidad meticulosa de Barth. La nada
es algo así como la mano izquierda de Dios, la cual solo existe porque es rechazada, porque no la
quiere. El mal existe nada menos que como objeto de su ira: porque Dios reina también en la
mano izquierda, el es causa y Señor de la nada misma.

También podría gustarte