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LIBRO VII

Alegoría de la caverna
I
– Después de eso – proseguí yo –, represéntate nuestra naturaleza, según haya sido o no
iluminada por la educación, con esas propiedades de las cosas [ya referidas]. Imagínate, pues, a
unos hombres en un abrigo subterráneo en forma de caverna, cuya entrada, abierta a la luz, se
extiende a todo lo largo de la fachada; están allí desde su infancia y, encadenados de piernas y
cuello, no pueden cambiar de sitio ni ver en otra dirección que hacia delante, porque las ligaduras
les impiden volver la cabeza; el resplandor de un fuego encendido lejos, sobre una altura,
reverbera tras ellos; entre el fuego y los prisioneros hay una vereda ascendente; a lo largo de esa
vereda figúrate un pequeño muro parecido a los pequeños tabiques que los que hacen farsas con
marionetas ponen entre ellos y el público y por encima del cual lucen sus habilidades.
– Lo veo – afirmó.
– Entonces, figúrate a lo largo de ese pequeño muro a unos hombres que llevan utensilios de
todas clases que sobresalen de la altura del muro, figuras de hombres y de animales, de toda clase
de formas, talladas en piedra y en madera, y, como es natural, de entre los que los llevan, unos
hablan, otros están callados.
– Expones un cuadro extraño – dijo – y extraños prisioneros.
– Semejantes a nosotros – intervine yo -; porque, ante todo, ¿piensas que en esa situación pueden
ver de sí mismos y de sus compañeros otra cosa que las sombras proyectadas por el fuego sobre la
parte de la caverna que da frente a ellos?
– Pues ¿cómo – preguntó -, si están obligados a tener sus cabezas inmóviles durante [toda] la
vida?
– ¿Y qué [diremos] de las cosas que son llevadas?, ¿no eso mismo?
– Sin duda alguna.
– Entonces, si podían hablar entre sí, ¿no piensas que creerían nombrar como objetos reales al
nombrar las cosas [= las sombras] que verían?
– Necesariamente.
– ¿Y qué?; si también un eco que enviase los sonidos desde el fondo de la prisión, ¿no crees que
cada vez que uno de los que pasaban se pusiese a hablar, pensarían que esa voz era emitida por la
sombra que desfilaba?
– ¡Por Zeus!, yo no [creo otra cosa], ciertamente – contestó.
– Sin ningún género de duda – proseguí yo –, que a los ojos de esas gentes la realidad no podría
ser otra cosa que las sombras de los objetos confeccionados.
– Es muy necesario – afirmó.
– Examina ahora – proseguí yo – su reacción, si se les librase de las cadenas y de su ignorancia y si
las cosas pasasen, naturalmente, de este modo: que uno de los prisioneros fuera liberado, que se
le obligara a levantarse de pronto, a volver la cabeza, a andar, a levantar los ojos hacia la luz,
movimientos todos que le causarían dolor y, deslumbrándole, le impedirían mirar los objetos
cuyas sombras veía poco antes; ¿qué piensas que contestaría, si alguien le dijera que entonces,
[hasta hace poco], veía cosas sin consistencia, pero que ahora, más cerca de la realidad y vuelto
hacia objetos con más realidad, vería con más rectitud; si, finalmente, haciéndole ver cada uno de
los objetos que desfilaban ante él, se le obligase a fuerza de preguntas a decir lo que eran? ¿No
crees tú que se vería muy en apuros y que los contornos que antes veía le parecerían mucho más
verdaderos que los objetos que se le mostraban ahora?
– Mucho más [verdaderos] – contestó.
II
– Y si se le obligase a mirar la misma luz, ¿[no crees] que le dolerían los ojos y que rehuiría y los
volverla hacia las cosas que puede mirar y que considera a éstas más visibles en realidad que las
que ahora se le muestran?
– Así [es] – contestó.
– Y si – proseguí yo – de allí se le sacara a la fuerza a través de la áspera y escarpada pendiente y
no se le dejase hasta haber sido sacado afuera a la luz del sol, ¿no piensas que él sufriría y se
quejaría de ser así tratado y que, una vez llegado a la luz, quedarían deslumbrados sus ojos y no
podría ver ninguno de los objetos a los que nosotros, en estos momentos, podemos llamar
verdaderos ?
– Pues no [los vería] claros, ciertamente.
– Debería, creo, habituarse, si tenía intención de ver el mundo superior. Y al principio, lo que vería
más fácilmente serían las sombras; luego, las imágenes de los hombres y de los otros objetos
reflejados en las aguas; luego, los objetos en sí; luego, elevando sus miradas hacia la luz de los
astros y de la luna, contemplaría durante la noche las constelaciones y el firmamento con más
facilidad que no lo haría durante el día con el sol y su claridad.
– ¿Pues cómo no?
– Finalmente, yo pienso, [sería] el sol, no en las aguas ni en las otras imágenes reflejadas sobre
cualquier otro punto, sino el sol en su propio sitio, al que podría mirar y contemplar cual es.
– Necesariamente – afirmó.
– Después de eso, ya deduciría acerca de él que es él mismo quien produce las estaciones y los
años, quien rige todo en el mundo visible y quien es de alguna manera la causa de todas esas
cosas que él y sus compañeros veían en la caverna.
– Es evidente – dijo – que llegaría a eso tras aquello.
– ¿Qué, pues?, al recordar él su primera morada y lo que allí cabía y a los compañeros de
cautividad, ¿no crees que él se felicitaría del cambio y se compadecería de ellos?
– Sí, ciertamente.
– En cuanto a los honores y alabanzas que entonces podían darse los unos a los otros y a las
recompensas acordadas a aquel de ellos que mejor distinguiese las sombras de los objetos que
pasaban, que recordase con más exactitud los que pasaban los primeros o los últimos o el
conjunto y que por ello fuese el más hábil en adivinar lo que seguiría detrás, ¿piensas tú que
nuestro hombre tendría envidia de todo ello y tendría celos de aquellos que de entre los
prisioneros estuviesen en posesión de honores y de poder?, ¿o acaso pensaría como Aquiles en
Homero y no preferiría cien veces ser mozo de carro al servicio de un pobre labrador y soportar
todos los males posibles antes que volver a sus antiguas ilusiones y vivir como vivía?
– Así pienso yo – dijo -, que él sufriría todo antes que volver a vivir de aquella manera.
– Y reflexiona ahora precisamente esto – añadí yo -. Si nuestro hombre, después de haber
descendido de nuevo, ocupara el mismo sitio, ¿no quedarían ofuscados sus ojos, viniendo
bruscamente del sol?
– Sí, ciertamente – contestó.
– Y si él tuviera que juzgar de nuevo sobre las sombras y competir con los prisioneros, que jamás
habían dejado las cadenas, mientras su vista estaba todavía ofuscada y antes de que sus ojos se
habituasen de nuevo a la oscuridad, lo que exigiría un tiempo bastante largo, ¿no les causaría risa
y se diría de él que por haber subido a las alturas volvía con los ojos estropeados, que no valía la
pena haber intentado subir y que si alguien intentara desatarlos y conducirlos arriba, si tuvieran
alguna posibilidad de cogerlo y matarlo, lo matarían?.
– Seguramente [lo harían] – contestó.
III
– Ahora, pues, querido Glaucón – proseguí yo -, debe aplicarse con exactitud esa imagen a lo que
hemos expuesto anteriormente: debe compararse el mundo visible con la prisión subterránea, y la
luz del fuego con la que ella queda iluminada, con el poder del sol; en cuanto a la subida al mundo
superior y a la contemplación de sus maravillas, debes ver la ascensión del alma al mundo
inteligible, y tú no te equivocarás sobre mi pensamiento, ya que tú deseas conocerlo. Dios sabe si
es verdadero. Mi opinión es ciertamente que en los últimos límites del mundo inteligible está la
idea del bien que se advierte con esfuerzo, pero que no puede concebirse sin llegar a la conclusión
de que es la causa universal de todo eso que hay de bien y de bello, que en el mundo visible ella es
la creadora y la dispensadora de la luz y que en el mundo inteligible es la que dispensa y procura la
verdad y la inteligencia y que debe mirársela para tener que obrar con prudencia tanto en la vida
privada como pública.
– Yo estoy de acuerdo contigo – dijo – en cuanto me es posible seguir tu pensamiento.
– Por tanto, ¡vamos! – proseguí yo –, coincide conmigo en este punto y no te extrañe que esos que
se han elevado hasta allí [= a la idea del bien] no están dispuestos a volver a interesarse en los
negocios humanos y que sus almas aspiran sin cesar a morar sobre las alturas alcanzadas; porque
así es ciertamente natural, si todavía nos relacionamos con la alegría expuesta anteriormente.
– Natural, en efecto – asintió.
– ¿Y qué?, ¿piensas que debe causar extrañeza – dije yo – si, pasando de las contemplaciones
divinas a las miserables realidades de la vida humana, se tiene el aspecto torpe y ridículo cuando,
con la vista todavía turbada y no estando suficientemente habituado a las tinieblas en las que
acaba de caer, se ve obligado a entrar en los tribunales o en cualquier parte para discutir sobre las
sombras de lo justo y sobre las imágenes que proyectan esas sombras y a rebatir las
interpretaciones que hacen unas gentes que jamás han visto la justicia en sí?
– De ninguna manera hay que extrañarse – contestó.
– Pero si uno es sensato – añadí yo –, recordaría que los ojos se turban de dos maneras y por dos
causas opuestas: por pasar de la luz a la oscuridad y de la oscuridad a la luz. Y después de haber
comprendido que esas mismas cosas llegan a ser también para el alma, cuando se viera un alma
turbada e impotente de discernir un objeto, en vez de reírse sin razón, se examinaría si, al salir de
una vida más luminosa, está, falta de hábito, ofuscada por las tinieblas, o si, viniendo de la
ignorancia a la luz, está deslumbrada por el exceso de luz; en el primero de los casos, se la
felicitaría por su aprieto y del uso que hace de la vida; en el otro, se la compadecería y, si quisiera
reír a costa suya, esas risas serían menos ridículas que si cayesen sobre el alma que desciende de
la mansión de la luz.
– Sí – dijo -, te expresas con justicia.

La educación debe hacer mirar al alma hacia la idea del bien IV


– Si, pues, eso es verdad, nosotros debemos juzgar acerca de ello lo siguiente: que la educación no
es cual algunos dicen que es. Afirman que, no estando la ciencia en el alma, ellos la colocan, como
poniendo la vista en unos ojos ciegos.
– Pues lo afirman, realmente – dijo.
– Ciertamente, la discusión actual – continué yo –señala que en el alma se encuentra esa facultad
y el órgano con los que cada uno aprende y que, como un ojo que no se podría volver de la
oscuridad hacia la luz, sino volviendo al mismo tiempo todo el cuerpo, ese órgano debe volverse
con el alma toda entera desde lo perecedero hasta lo que es capaz de soportar la vista del ser y de
la parte más brillante del ser; y nosotros afirmamos que eso es el bien, ¿verdad?
– Sí.
– Por lo tanto – proseguí yo –, la educación sería el arte de volver ese órgano y de encontrar para
ello el método más fácil y el más eficaz, y no consiste en poner la vista dentro del ojo, puesto que
ya la posee, sino, como no está rectamente orientado y no mira adonde debe, en corregir esa
orientación.
– Pues es natural – dijo.
– Entonces, las otras facultades llamadas facultades del alma son análogas a las del cuerpo;
porque es cierto que, cuando faltan naturalmente, se las puede adquirir por el hábito y los
ejercicios; pero existe una, la facultad de conocer, que parece que pertenece realmente a algo más
divino, que nunca pierde su poder y que, según la dirección que se le da, llega a ser útil y ventajosa
o inútil y perjudicial. ¿No te has dado cuenta de los llamados perversos, pero astutos, cómo su
aguda alma inferior mira y distingue netamente esas cosas hacia las que se vuelve, porque no
tiene la vista débil, pero se ve obligado a ponerse al servicio de su maldad, de manera que, cuanto
con más agudeza mira, tanto obra con más maldad?
– Completamente cierto – dijo.
– Por lo tanto – continué yo –, si desde la infancia se operase el alma así conformada por la
Naturaleza y se le cortaran, por así decirlo, esas masas de plomo producto de existencias inferiores
y que, aferradas al alma por los lazos de los festines, placeres y demás apetitos del mismo género,
hacen bajar la vista hacia las inmundicias; si, desembarazada de ese peso, se la volviera hacia la
verdad, el alma de esos mismos hombres la vería con la más esplendorosa nitidez, como ella ve las
cosas hacia las que en estos momentos está vuelta.
– Es verosímil – afirmó.
– ¿Y qué?, ¿no es verosímil también – pregunté yo –, y necesaria consecuencia de lo dicho
anteriormente, que ni las gentes sin educación y sin conocimiento de la verdad, ni aquellos que
han dejado pasar toda su vida en el estudio, son indicados para gobernar el Estado; unos, porque
no tienen en su vida un ideal al que puedan referir todos sus actos, tanto públicos como privados,
y los otros, porque no consentirán en ocuparse de ellos, ya que se creen que ya en vida están
establecidos en las islas afortunadas?
– Es verdad – afirmó.

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