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SOBRE QUÉ ES LA EXPERIENCIA DE DIOS Y LA MÍSTICA

CRISTIANA (Notas de “La experiencia de Dios en mitad de la vida”,


Salvador Ros, Ed. de Espiritualidad, 2ª ed, 2010)
Vivimos tiempos en que el cristiano ha de tener una vivencia mística de
su fe, y esto no quiere decir más que cultivar una experiencia intensa de
Dios. Las palabras de Rahner son un reto: “hemos aprendido demasiado
poco el arte increíblemente elevado de una auténtica mistagogia para la
experiencia de Dios”. Se trata de iniciar en un encuentro personal con Él,
más allá de la doctrina y de la razón (incluyéndolas, claro está).
Ayudadndo a consentir a esa Presencia descentrándose con confianza
absoluta. Los fundamentos son la referencia de la propia existencia al
Misterio que llamamos Dios, de evidente indecibilidad. Esta mistagogia
ha de enseñarnos a perseverar en mantenernos cerca de Él, a hablarle
como a un Tú y a aventurarnos en su silenciosa oscuridad. En el centro de
la mistagogia cristiana está Cristo, muerto y Resucitado.
Rahner recomienda leer a los antiguos maestros espirituales, tener coraje
para ser discípulos de ellos y cultivar relaciones maestro-discípulo que
hoy parecen exclusivas de la relación terapéutica. Hacen falta maestros
espirituales, mistagogos, que ayuden en la experiencia viva de Dios
-partiendo del núcleo de la propia existencia- y que acepten y guíen con
arrojo en lo fundamental de la persona: la unión con Dios. Hay necesidad
de mística en una Iglesia rendida a la palabra o la acción. Y precisamos
aceptar la Revelación cristiana aprendiendo a experimentarla como
definición de nuestra vida.
Pero, ¿qué es la experiencia? La fe es inseparable de la experiencia y
viceversa: el asunto es entender bien en qué consiste. Muchos dicen no
haber tenido o haber perdido en el horizonte la experiencia de Dios, pero
es un importante malentendido. Hasta el punto que la fe no es adherirse a
unas verdades sino la experiencia íntima de Dios. Si se tiene fe, se tiene
experiencia de Él. Y aunque pueda haber dudas o zozobras, la experiencia
de fe sabe convivir con ellas, acabando siendo una oportunidad para
mejorar el conocimiento real de Dios.
La experiencia hay que buscarla dentro del vivir y acontecer humano, y
ahí puede ser experienciado Dios. La posesión del Espíritu no es
vivenciada desde fuera como algo comunicado exteriormente, sino desde
nuestra interioridad iluminada a la luz de la Iglesia: así no la busquemos
primordialmente en hechos extraordinarios, teofanías o revelaciones. S.
Juan de la Cruz huía con razón de todo ello. Lo que nos ocurre con la
mística es que nos olvidamos que reside en lo ordinario, y la pasamos por
alto o se reprime: no está tan lejana como suponemos. Ha hecho mucho
daño el equiparar lo místico con fenómenos sobrenaturales, que sólo son
dones extraordinarios. Toda nuestra vida está traspasada, atravesada por
el Espíritu Santo y, si hay momentos especiales/puntuales, son
únicamente llamaradas que surgen de las brasas de la vida ordinaria. Hay
que recuperar la mística de la cotidianeidad. Así pues, la experiencia de
Dios no trata de estar en una situación o lugar y moverse a otro sino de
tener conciencia o no de poseerla: de la siempre cierta presencia divina
(incluso en los periodos de oscuridad y ante los hechos más dolorosos y
desconcertantes). Esta manera de enfocar lo experiencial de la vivencia
de Dios supone que la experiencia no está nunca totalmente constituida,
sino siempre adviniendo, en tensión permanente, como verdadero motor
de vida; esto precisamente es lo que quiere decir: “el justo vive de fe”. La
experiencia de Dios es la de haber sido visitado preguntándose y
buscando por Quién (pues Dios es incomprensible y no se deja aprisionar
en nuestros estrechos esquemas). La relación con el Infinito no es un
saber, sino un deseo: y no puede ser satisfecho (Levinas). Dios excede los
deseos que suscita en nosotros. Así se entiende que S. Agustín afirme que
la única oración continua posible es el deseo de Dios: porque constituye
la relación creyente de la manera más íntima y profunda.
La experiencia de Dios, que está en el fondo de lo real y en el corazón del
sujeto, es la de una Otreidad trascendente en la raíz de la inmanencia. de
lo divino como Presencia constituyente: somos tabernaculos del Espíritu
Santo, que está en el yo humano como su más honda raíz y fundamento.
Es una Presencia originante, no añadida, no percibida con la experiencia
ordinaria SINO SALIENDO DE SÍ MISMO Y ACEPTANDO QUE EL
CENTRO DE LA VIDA ES ESA OTRA REALIDAD. Dios mismo
sustenta mi realidad, más allá de los vaivenes: el ateo eclipsa esa
experiencia fundante; que dependemos del Absoluto. Lo decisivo de la
experiencia de Dios es que pone en juego el acto de creer, la actitud
teologal (la fe, la esperanza, el amor) que cae decididamente en la cuenta
de que Dios está en la raíz de nuestro ser, lo que reorienta nuestra vida,
desasiéndonos de nosotros mismos y confiando entregadamente en Dios.
De dueños de nosotros pasamos a estar a disposición de Otro (“vivo yo
pero ya no soy yo, es Cristo que vive en mí”) Comenzamos a existir
desde Él.
Esto no quita que la experiencia de Dios sea “teopática”: más sufrida que
sabida, pasión (de amor y de sufrimiento), aprendida existencialmente (no
nocional o intelectualmente). Dice la Escritura que “Jesús aprendió
sufriendo a obedecer”, no se trata de una visión negativa del seguimiento
al Padre sino de una experiencia de consentir a su voluntad padeciendo de
su mano, por el camino de su luz deslumbrante que nos ciega y por eso no
vemos y creemos estar en oscuridad o no saber/entender. Sus caminos son
distintos a los nuestros y hacer la experiencia de Dios es dejarse iluminar
por Él, por su luz, que no podemos dominar como hacemos con la luz
eleéctrica. Es el aprendizaje, el proceso, de ver las cosas con su luz, con y
desde sus ojos.
A veces el camino nos parece intrincado y difícil, pero la experiencia
intensa creyente que es la mística es la que facilita perseverar en el Amor.
Simone Weil afirma que si nos mantenemos en ese amor en la profunda
desdicha se llega a tocar la esencia de la alegría/sufrimiento que es el
amor mismo de Dios: “¡Dios mío, Dios mío, por qué me has
abandonado!” (Sal 21) Es un misterio paradójico, pero ahí reside el
secreto de la sabiduría de la Cruz, y por lo tanto del Amor que nos ha sido
no sólo dado sino también vivido por Dios mismo.
Solo se puede creer cuando se ha “muerto” alguna vez, cuando se han
destruido sin contemplaciones todas nuestras aspiraciones, seguridades y
sueños y vayamos aprendiendo que sólo la gracia nos basta para vivir
(“mi gracia te basta”, dice S. Pablo). Suele ser muy doloroso pero a
posteriori podremos reconstruirlas y relatarlas, e incluso con la ayuda
divina iluminar esas situaciones como puertas abiertas a una mayor y más
profunda experiencia de Dios.
Lo negativo, lo duro de la vida, el sufrimiento no esperado y que nos
duele hasta en el corazón nos ciega ante esas otras experiencias de Dios
en medio de la vida, en las que sin hechos espectaculares, podemos
descubrir Su Presencia gratificante. Son experiencias de la gracia,
experiencias del Espíritu, definitivamente: son la mística de la
cotidianidad, y profundas experiencias de Dios –aunque nos parezca lo
contrario-. Entre ellas señala Rahner: callarnos sin defendernos de un
trato injusto, perdonar sin recompensa, sacrificarse sin agradecimientos ni
reconocimientos (ni siquiera satisfacción interior), hacer algo siguiendo la
voz de nuestra conciencia –a sabiendas de responder sólo de nuestra
decisión sin poder explicárselo a nadie, actuar puramente por amor a Dios
(sin entusiasmo, cuando parecía un salto en el vacío y casi absurdo), tener
gestos amables sin esperar agradecimiento ni sentir la satisfacción del
interés…“SI ENCONTRAMOS TALES EXPERIENCIAS EN
NUESTRA VIDA ES QUE HEMOS TENIDO LA EXPERIENCIA DE
DIOS A QUE NOS REFERIMOS: LA EXPERIENCIA DE LO
ETERNO”. Cuando se acepta una esperanza total que prevalece sobre las
demás, cuando se afronta libremente una responsabilidad donde no se
tienen claras perspectivas de éxito y utilidad, cuando se acepta con
serenidad la muerte como comienzo de una promesa que no entendemos,
cuando se dan por buenas las cuentas de la vida que a Dios le salen pero a
nosotros no, cuando nos arriesgamos a orar en medio de tinieblas
silenciosas con la certeza de ser escuchados –aún sin percibir una
respuesta que podamos razonar o disfrutar, cuando uno se entrega sin
condiciones y esa rendición es vivida como una victoria, cuando el caer
se convierte en un verdadero estar de pie, cuando se experimenta la
desesperación y uno se siente consolado sin consuelo fácil…ALLÍ ESTÁ
DIOS Y SU GRACIA LIBERADORA, ALLÍ CONOCEMOS AL
ESPÍRITU SANTO. Es una experiencia que no se puede ignorar en la
vida, es la mística de cada día, el buscar a Dios en todas las cosas. Esta es
la sobria embriaguez de la que hablan los Padres de la Iglesia y la liturgia
primitiva. Somos aficionados a lo espectacular, pero el Espíritu sopla
donde y cuando quiere y, sobre todo, como brisa suave…

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