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César Peña

MORIR EN MADRID
Conversaciones de Durruti con su escribiente
Drama en cuatro actos

Grupo Libertario Pensamiento Crítico


Morir en Madrid. Conversaciones de Durruti con su escribiente
por César Peña
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Morir en Madrid
César Peña
Grupo Libertario Pensamiento Crítico, 2017

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¡Ay!, si conocieras mis sueños,
si pudieras elevar la vista
hasta la altura de mi horizonte.

¡Ay!, si pudieras entender


que no quiero nada para mí,
que mi voluntad se derrama,
infatigable,
como versos en el agua.

A Buenaventura Durruti,
en el ochenta aniversario de su muerte.

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INTRODUCCIÓN

Glosar la figura de José Buenaventura Durruti Dumange (1896-


1936) a estas alturas es un acto baladí. Numerosos libros y artícu-
los se extienden en infinitas páginas, analizando sus hechos y su
tiempo. La figura de este ser singular ―semejante a otras muchas
personas de su época con menor renombre―, representa un ideal
como ser humano ejemplar y como modelo a seguir. Se puede
considerar como excepcional su arrojo, su carácter firme, su entre-
ga a una lucha sin cuartel difícil de ganar desde el principio; todo
eso es encomiable y, desde luego, digno de admiración; sin embar-
go, lo que más atrae de él es su talante generoso, escrupuloso con
sus conductas, con las que pretendía servir de ejemplo; desapegado
de cualquier afán de posesión y con una incomparable voluntad de
sacrificio por sus iguales.
Recordarle y quererle, sin haberle conocido, me ha llevado,
en estos días mendaces e indignos, a escribir esta ficción en cuatro
actos. El encuentro entre dos hombres muy diferentes; un suceso
arduo de imaginar, pero cierto. Durruti el guerrillero, el atracador,
el obrero metalúrgico, el comandante de una columna de milicia-
nos libertarios dispuestos a morir por La Idea, frente a un cura
rural de treinta y dos años, Jesús Arnal Pena, natural de Candas-
nos, provincia de Huesca, al que salva la vida y acoge con respeto
bajo su protección.
Permanecieron juntos hasta días antes de la muerte de Du-
rruti, acaecida un 20 de noviembre de 1936. Incluso después, Jesús
Arnal Pena se mantuvo fiel a su misión de escribiente dentro de la
Columna Durruti, ya convertida en la 26ª División del ejército re-

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publicano, a la que acompañó hasta que atravesó la frontera fran-
cesa en 1939.
Imaginar a los dos juntos, a solas, en una humilde casilla de
peón caminero donde se había montado la oficina que gestionaba
el papeleo de la Columna, genera todo un universo de escenas de
convivencia, de diálogos y, por supuesto, de contrastes. Porque
tenía que haberlos por necesidad; Durruti, el militante anarquista
intransigente, el ateo irredento, y el sacerdote conservador, teme-
roso de Dios y de los hombres (en ese momento más de los hom-
bres), defensor del orden y las buenas costumbres burguesas, que
temía el nuevo mundo que la revolución social estaba poniendo en
marcha. Jesús Arnal Pena no era un converso a las ideas anarquis-
tas, estaba protegido por alguien casi incuestionable como era Du-
rruti. Eso le hacía desdibujar su figura eclesiástica, sin convertirle
en un miliciano, aproximándole a algo intermedio de definición
compleja, quizá huidizo, tal vez camaleónico; por sus hechos, éti-
co, pues pudiendo haber escapado cuando tuvo ocasión no lo hi-
zo.
En base a esa convivencia atípica se construye esta obra en
la que se describen un conjunto de sucesos documentados por el
propio Jesús Arnal Pena en su libro Yo fui el secretario de Durruti
(1996), por Abel Paz en Durruti en la revolución española (2004) y por
Hans Magnus Enzensberge en El corto verano de la Anarquía (2006).

El autor
15 diciembre 2016

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PERSONAJES

DURRUTI (Buenaventura Durruti)


JESÚS (Jesús Arnal Pena)

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ACTO PRIMERO

Cuando sube el telón se ve en el escenario una mesa larga hecha


con unas borriquetas y un tablero. Sobre esa mesa hay planos, lapi-
ceros, unos prismáticos, una jarra de agua y dos vasos. Junto a ella
hay dos sillas. Cerca de esta mesa hay otra mesa, a su derecha (des-
de el punto de vista del espectador); es una mesa pequeña de des-
pacho, con una silla. Encima hay una máquina de escribir antigua,
un flexo, papeles y carpetas. La pared del fondo tiene una ventana
abierta de par en par; encima de ella hay una gran bandera rojine-
gra con las siglas en blanco CNT-FAI.
(JESÚS está de pie, a la derecha de la ventana según el punto
de vista del espectador, mira uno de los mapas que hay en la
mesa grande, de vez en cuando dirige la mirada, nervioso,
hacia la puerta que está, imaginariamente, a la izquierda del
público. Es un hombre joven, de unos treinta años. Vestido
con un mono azul de trabajo y una cazadora de cuero gasta-
da. En el cuello lleva anudado un pañuelo rojinegro. Des-
pués de unos instantes de espera, unos dos minutos, entra
DURRUTI en escena por la «puerta» con paso enérgico y se
queda parado, mirándole. Representa unos cuarenta años, al-
to, moreno, de complexión fuerte. Va vestido con un mono
azul parecido al de JESÚS, correaje con pistolera, pañuelo
rojinegro al cuello y gorro también rojinegro en la cabeza; el
que llevaban muchos milicianos de la CNT al principio de la
Guerra Civil. Tiene las mangas del mono remangadas por
encima de los codos. Los dos se observan. JESÚS da mues-
tras claras de agitación. DURRUTI, sin perder de vista a JE-

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SÚS un instante, saca la pistola y, con el cañón apuntando al
suelo, camina despacio hasta la mesa. JESÚS retrocede un
paso, asustado. DURRUTI deja la pistola sobre la mesa con
un golpe seco, y sonríe malicioso.)
DURRUTI: Así que tú eres el amigo de Timoteo, al que quiere
salvar el pellejo, ¿no?
JESÚS (Titubea.): Sí… Soy amigo de Timoteo Callén… Somos del
mismo pueblo, nos conocemos desde niños.
DURRUTI: Ya… Me ha dicho Timoteo que eres nada menos que
un ¡puto! cura… ¡Increíble!... Un cura con pañuelo anarquis-
ta al cuello y vestido con un mono de obrero. No está mal el
disfraz. Por qué es un disfraz, ¿no es así?... Es cierto que eres
cura, ¿verdad?
JESUS: Sí, señor.
DURRUTI (Irritado, elevando la voz.): ¡No me llames, señor, hos-
tias! No soy un señor, como tú dices. En España ya no hay
señores, sino trabajadores, hombres y mujeres, que hacen la
revolución. ¿Lo entiendes o tengo que explicártelo con más
detalle? ¿Es que no sabes acaso dónde estás?
JESÚS (Asustado.): Lo entiendo, lo entiendo… Sé perfectamente
dónde me encuentro… ¿Cómo debo dirigirme a usted?
DURRUTI (Condescendiente.): Tutéame, joder. No me lo pongas
más difícil de lo que ya es para mí este encuentro. Un ¡puto!
cura en la Columna, ¡vivo!, es algo difícil de creer, y de tole-
rar.
JESÚS: ¿Cómo debo llamarte?
DURRUTI: (Piensa la respuesta.) Puedes llamarme Pepe, Buena-
ventura, José, Ventura, Durruti o, simplemente, compañero.
(Se vuelve a quedar pensativo sin dejar de mirarle fijamente.)

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Si no te fusilamos dentro de un rato, supongo que tendre-
mos que plantearnos ser compañeros. (Sonríe.) Quedan po-
cos de tu clase por la zona… ¿Y yo, cómo debo dirigirme a
ti, curita?
JESÚS: Me llamo Jesús Arnal Pena.
DURRUTI (Se ríe.): ¡Qué propio! ¡Jesús, María y José! Me alivia
que no me pidas que te llame padre, mosén o algo por el es-
tilo. (Mira al plano que hay sobre la mesa durante unos trein-
ta segundos y luego dirige una mirada inquisitiva a JESÚS.)
Yo solo reconozco a un padre, al que me dio la vida. Ese no
es tu caso, ¿no te parece?... (Desafiante.) ¿Qué se supone que
tengo que hacer contigo, Jesús? Y no me digas que será lo
que dios quiera porque aquí tu dios no pinta nada, ¿eh? Mi
viejo amigo Timoteo quiere que te mantenga vivo. Tienes
suerte de contar con su apoyo. Hay compañeros por aquí
muy exaltados que no están por la labor de dejar a un solo
cura vivo en España. Una fatalidad para vosotros, no me ca-
be la menor duda. Así que, fíjate en qué situación me habéis
puesto Timoteo y tú. Lo más fácil para mí sería eliminarte,
aquí y ahora, así acabaríamos con el problema. Tú te conver-
tirías en mártir de la Iglesia Católica e irías a ese cielo que
tanto nombran los que profesan vuestro credo, y yo seguiría
con lo mío, con la guerra revolucionaria que tenemos entre
manos, que bastante tarea es. (Silencio.) ¿No tienes nada que
decir, Jesús?
JESÚS: No. No puedo decir nada a mí favor que pudiera servirme
de ayuda. Estoy en tus manos y en las de… (Va a decir dios
pero se contiene.) Me encuentro cansado de huir, de escon-
derme constantemente, siempre con miedo a que alguien me
reconozca o me pida la documentación. (Guarda silencio
unos segundos y se arma de valor para replicar a DURRU-
TI.) Yo no he hecho mal alguno a nadie, nunca. Nada justifi-

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ca mi condena a muerte, salvo que esa sea la voluntad de
dios.
DURRUTI (Entre risas.): ¡Cómo que no has hecho nada a nadie!
¡Infeliz! El que te matemos o no, no es la voluntad de tu
dios, sino la nuestra, esté acertada o errada. Nadie es perfec-
to. Tal vez, directamente, no hayas cometido ningún crimen
contra el pueblo, pero la institución a la que representas roba
y asesina en nombre de ese dios quimérico desde su funda-
ción, y de eso hace mucho tiempo. Han corrido ríos de san-
gre en su nombre. Gentuza como tú ha pregonado la resig-
nación cristina como alternativa a la miseria, al hambre, a la
guerra y a la injusticia, mientras disfrutaba de sus privilegios
y acumulaba riquezas. Cuando elegiste formar parte de la
Iglesia te hiciste cómplice de sus crímenes. Quizá sea odioso
que el escalón más bajo de la pirámide eclesiástica pague de
manera tan extrema, pero vivimos tiempos difíciles, caóticos,
tiempos en que pagan justos por pecadores. Yo no soy par-
tidario de ejecutaros sino de poneros a trabajar y elevaros a
la categoría de trabajadores, lo mismo que a los guardias civi-
les, a los militares y a los capitalistas. Soy un idealista irreduc-
tible. Algunos de mis compañeros y compañeras de lucha no
lo son tanto. Sí, creen en un ideal; no obstante, prefieren
guardar la pedagogía para después de ganar la guerra. Desde
esa perspectiva, dejaros vivos es un peligro inmediato que
hay que atajar. Supongo que no estarás de acuerdo con ello,
pero así están las cosas.
JESÚS: Yo creo en la palabra de Cristo.
DURRUTI (Hace un gesto de asco. Eleva la voz.): No me jodas
ahora con cuentos chinos que te pego un tiro. (Hace ademán
de coger la pistola que está sobre la mesa. JESÚS se queda
congelado ante la posibilidad inminente de que verdadera-
mente lo mate. DURRUTI se detiene y baja el tono de voz
que sigue siendo duro.) Tú perteneces a la Iglesia, eso es in-

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cuestionable, y si no eres tan canalla como ella pues peor pa-
ra ti. La ignorancia y la ingenuidad se pagan caras; que se lo
digan a la clase obrera. Toda esa palabrería melosa de cristos,
de vírgenes y de dioses, en la España libertaria no tiene cabi-
da. Nuestro lenguaje es el de la revolución, un lenguaje ra-
cionalista que busca la libertad por encima de todo. Si no sa-
bías en dónde te metías, ahora sí lo sabes. Tú hiciste una
elección: servir a dios; al igual que nosotros elegimos acabar
con la explotación del hombre por el hombre, y para ello
debemos poner punto y final a todas las formas de domina-
ción; una de ellas es la Iglesia Católica. La revolución libera
al ser humano de opresores materiales e inmateriales, de ver-
dugos con sotana y sin sotana, de seres superiores omnipo-
tentes que miran a los mortales desde el espacio infinito. (Se
relaja y sonríe.) ¿De verdad te crees esos cuentos de viejas?
Así, a primera vista, pareces un chico listo.
JESÚS (Con la mirada baja pero firme.): Si ejerzo el sacerdocio,
tengo necesariamente que creer en dios. Necesito creer en él
y en la palabra de Cristo.
DURRUTI: Podrías ser un cura ateo…
JESÚS: Sí, pero no lo soy.
DURRUTI (Condescendiente.): Necesidades tenemos pocas. Creer
en dios no es una necesidad, en última instancia es un recur-
so para aliviar los sufrimientos emocionales derivados de la
vida; un mal recurso porque se sustenta en la resignación y
en la sumisión a una autoridad incontestable.
JESÚS: Yo crecí con dios desde pequeño. Mis padres me educaron
para ser sacerdote. No sé ser otra cosa. No he conocido otra
palabra, otro sentido de la existencia. Quizá no nací sacerdo-
te pero, indudablemente, me hicieron sacerdote.

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DURRUTI: Eres prisionero de tu fe. De una fe irracional en un
universo irracional, que ha conducido a la humanidad a la ca-
tástrofe. El futuro del ser humano pasa por liberarse de todo
ese tipo de ideas mágicas que le esclavizan.
JESÚS (Envalentonado.): ¿Y tú acaso no eres también prisionero
de tu fe, de tu credo o como lo quieras llamar?
DURRUTI (Le mira, reflexionando unos segundos.): Al revés,
curita. Luchar por el comunismo libertario me ha liberado.
Nunca he sido más libre que ahora. Aunque si lo pienso
bien, desde el momento en que comencé a pensar que las
transformaciones del mundo teníamos que hacerlas por no-
sotras mismas, y no esperar a que ninguna entidad, ni terre-
nal ni divina, no las concediera, empecé a ser libre. La liber-
tad se construye día a día. Tuve que superar muchas contra-
dicciones, miedos y culpabilidades. Desde pequeño fui bas-
tante rebelde, cuestionaba la autoridad de mi padre, que
pronto me dejó a mi aire; también la de mis maestros y la de
todas aquellas personas que quisieron imponerse sobre mí su
voluntad. En mi tierra natal, en León, estábamos rodeados
de curas. Supongo que lo sabes bien. León es una ciudad cle-
rical hasta la médula de los huesos. Muy pronto sentí que no
tenía nada que ver con todo aquello… Me gustaba el barrio
de Santa Ana, mi barrio, no más de un montón de casas vie-
jas y pequeñas. El típico barrio obrero. Mi padre trabajaba en
el ferrocarril y sacaba a la familia adelante como podía.
¡Éramos ocho hermanos!, nada menos, siete chicos y una
chica, una auténtica locura. No entiendo por qué los proleta-
rios se reproducen. Yo mismo lo he hecho, pero siendo
consciente de la desgracia que le caía a la criatura al nacer. Mi
Colette querida… Dices que yo tengo mi fe. Más bien yo lo
llamaría mi vocación y mi compromiso con la humanidad,
con la igualdad y la justicia, si quieres. Me gusta más expre-
sarlo así.

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JESÚS: Te entiendo bien. Comparto ese deseo universal de frater-
nidad entre los hombres.
DURRUTI: Tal vez, no lo dudo; pero tú rezas para lograr ese ho-
rizonte, a la espera de que el cielo te escuche y te conceda
una dádiva; yo, sin embargo, he utilizado el camino más rec-
to para conseguirlo, empuñar una pistola.
JESÚS: Cada uno hace lo que puede.
DURRUTI: Y también lo que quiere.
JESÚS: Eso también. Pero para hacer algo primero hay que imagi-
narlo, sentirlo como posible. Para mí la palabra de Cristo es
lo más próximo y tangible a lo que puedo aferrarme.
(Los dos se van sintiendo más cómodos. DURRUTI se sien-
ta y hace una seña a JESÚS para que ocupe la otra silla que
hay junto a la mesa. JESÚS se sienta.)
DURRUTI: Nuestras vidas han sido diferentes, seguro que muy
diferentes. La educación, el ambiente, el temperamento, nos
determinan. A pesar de ello, pienso que los seres humanos
podemos elegir, al menos en la edad adulta, cuando tenemos
la capacidad de discurrir por nosotros mismos.
JESÚS: Hasta cierto punto tienes razón, somos libres para liberar-
nos de los condicionamientos sociales que nos insertan en la
infancia. Mas lograrlo es todo un reto. Tiene que existir, pre-
viamente, una capacidad crítica que nos impulse a un cues-
tionamiento que puede llevarnos o no a un cambio en nues-
tras vidas.
DURRUTI: Estoy de acuerdo. Es un proceso complejo despren-
derse de todo lo que te meten en la cabeza desde el momen-
to en que naces. No obstante, hay que hacerlo para dotar a la
vida de un sentido basado en la razón, en la experiencia y en

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el apoyo mutuo. Si no actuamos así, nos convertimos en me-
ros reproductores de la ideología dominante, sea esta justa o
no lo sea.
JESÚS: No obstante, insisto, ese proceso mental no está al alcance
de cualquiera.
DURRUTI: Nada es inmutable, Jesús. Nada está escrito. Hay que
pedir lo imposible solo así conseguiremos lo posible. Eso lo
decía Bakunin, un viejo amigo. No estamos determinados
por fuerzas que vayan más allá de las relaciones humanas y la
propia naturaleza. ¿Crees que un ser todo poderoso, al que
llamas dios, rige los destinos de los seres que pueblan este
mundo?
JESÚS: No puedo responder a esa pregunta. Quiero creer que los
fenómenos físicos ocurren por alguna razón superior o últi-
ma, aunque nunca lleguemos a entenderla o a conocerla.
DURRUTI: Bajo ese criterio jamás seremos libres, no podremos
decidir por nosotros mismos. ¿En qué nos convertimos si
renunciamos a la libertad individual? En esclavos.
JESÚS: Dios nos concedió el don del libre albedrío
DURRUTI: Sí, desde luego. Un libre albedrío que podemos utili-
zar relativamente, puesto que existe una entidad sobrehuma-
na incuestionable que nos determina. ¿O no es así? ¿Puedes
revelarte contra el jefe de tu secta y desobedecer sus precep-
tos?
JESÚS: Yo no puedo desobedecer a mis superiores; si lo hiciera,
los pilares que sustentan la casa de dios se desbaratarían. Les
debo obediencia. No estamos ni preparados ni autorizados
para tomar una iniciativa, interpretar los evangelios o hacer
cada uno el apostolado que crea conveniente.

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DURRUTI: ¡Déjate de pamplinas! Dime lo que piensas tú, con
honestidad. Eso es lo que me interesa. No repitas la doctrina
que te han inculcado.
JESÚS: Hay ocasiones en que me quedo sin tierra bajo los pies
porque mi conciencia me exige respuestas que no puedo dar-
le si no es a través de la fe. Sin la fe en dios no soy nadie, no
tengo nada que justifique el tránsito de las horas; eso me
convierte en un hombre común, dominado por las pasiones
que inducen inexorablemente al pecado. Tendría que partir
de cero en mi vida para modificar eso, y no sé cómo hacerlo;
ni tan siquiera sé si me conviene.
DURRUTI: Te encuentras dominado por el «misterio», ¿no?
JESÚS: Algo así.
DURRUTI: No hay ningún misterio en el sufrimiento humano,
Jesús, ni en la pobreza, ni en la desigualdad. Todo ello es
tangible y explicable. Unos seres humanos acumulan la ri-
queza y los medios de producción, y los defienden con los
instrumentos coercitivos que poseen: con el Estado, con la
policía y con el ejército. El resto solo disponemos de la fuer-
za de nuestro trabajo, y, por supuesto, de nuestra voluntad,
para sobrevivir. Yo elegí en su momento cómo iba a ser mi
vida y mi forma de interpretar el mundo. Nací en una familia
obrera, lo que significa que tuve poco margen de maniobra.
Aunque de niño se me daba bien la escuela, en cuanto tuve
edad para ello me puse a trabajar en un taller por un jornal
de 25 céntimos. ¡Eso no era ni una limosna! Mi madre, do-
minada por su mundo de miedos e ingenuidades, me decía
que me resignara, ¿te suena?...; es lo que decís vosotros.
Añadía que ese empleo era bueno para mí, que así me forja-
ría un porvenir; como si los obreros tuviéramos otro porve-
nir que no sea trabajar y trabajar hasta la extenuación. Mi ge-
nio se rebelaba contra una situación que consideraba aborre-

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cible. A pesar de ello, lo soporté con paciencia; todavía no
estaba preparado para decir «¡No!». Aguanté un tiempo en
ese taller y me fui a otro, a una fundición, allí estuve hasta
1916. Lo que viví fue más de lo mismo, pero entre un traba-
jo y otro aprendí un oficio, el de mecánico. Se me daban
bien las máquinas, y las montaba y desmontaba con soltura.
En cuanto se presentó la oportunidad mi padre me apuntó a
un examen para entrar en los ferrocarriles del Norte, y lo
aprobé. Aquello mejoró mi calidad de vida. Tenía mucha
gente a mi alrededor con la que hablar y canalizar la furia que
me dominaba. Así me inicié en el sindicalismo. No creas que
lo que experimenté fue algo especial, es lo que le toca vivir a
los hijos e hijas de la clase obrera. ¿Puedes decir tú lo mis-
mo?
JESÚS: No. Desde luego que no. Mi vida no se parece a la tuya en
absoluto. He vivido bien desde mi nacimiento, no me ha fal-
tado de nada; he gozado de educación, aunque a ti te parezca
poco dónde he acabado. Mis padres son agricultores adine-
rados, y llevan una existencia cómoda. No he conocido el
mundo del trabajo ni sus penalidades más que a través de pe-
riódicos que hablaban de huelgas, de asesinatos y de revuel-
tas. Por ellos he sabido de los padecimientos de los pobres,
hasta que salí del seminario y tuve un destino. No soy un
obrero ni tengo nada que ver con la clase obrera, exceptuan-
do mi angustia antes sus tribulaciones. (Silencio breve.) Tie-
nes razón en eso de que no hay ningún misterio en la explo-
tación ni en la miseria en la que vive gran parte de la pobla-
ción de este país. Pero eso no lo quiere dios, es cosa de los
hombres. Desconozco por qué dios lo permite, no lo en-
tiendo, mas lo acepto como una prueba, para los ricos y para
los pobres. Quién puede entender la obra de dios…
DURRUTI (Sonríe.): Me desconciertas, curita. De nada te ha ser-
vido el conocimiento al que has tenido acceso. Saber más no
te ha hecho un librepensador por lo que veo. Tu pensamien-

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to es mágico. Hablas de dios como si estuviera en ti, como si
fuera una presencia palpable y constatable. Supongo que es
tu papel de sacerdote el que te impulsa a expresarte con esa
sarta de vaguedades.
JESÚS: Creo. Eso es todo. A partir de ese punto, los designios de
dios me son próximos y comprensibles; desde la fe soy lo
que soy, con todas sus consecuencias.
DURRUTI: ¡La fe! No digas sandeces. ¿Piensas entonces que a
dios le gustaría otro modelo social más justo? ¿Una sociedad
en la que no hubiera pobres ni ricos?
JESÚS: Sí. Quiero creer en ello. La palabra de Cristo…
DURRUTI (Le corta, tajante.): ¡No me jodas con la palabra de
Cristo! Aquí, en este microcosmos que formamos las gentes
de este país levantadas en armas, las desigualdades se entien-
den desde la lucha de clases; y es la firme voluntad del pue-
blo acabar con la explotación económica y con la derivada
de la irracionalidad propia de la religión. No nos interesa lo
que una quimérica entidad sobrenatural pueda querer o dejar
de querer. Importa lo que tú y yo pensemos, y nuestras deci-
siones a favor del bienestar colectivo.
JESÚS: Mi forma de pensar tiene que ver con mi educación.
DURRUTI (Se levanta incómodo de su asiento y pasea por la es-
cena.): Lo sé, hombre. El tema es redundante. Todas las per-
sonas tenemos que desprendernos de gran parte de ese las-
tre. Algunos aspectos del mismo nos pueden ser útiles, pero
pocos. La mayor parte de lo que nos enseñan nuestros edu-
cadores va dirigido a reproducir las diferentes formas de
dominación. Y esto ocurre sin que seamos conscientes de
ello. Solo una minoría lo descubre a tiempo y trata de trans-
mitirlo a los que le rodean.

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JESÚS: Yo, ahora mismo, solo puedo ser cura, pensar como un
cura y obedecer las leyes de la Iglesia.
DURRUTI: A ti te educaron para vivir sin penalidades. Para pre-
gonar la resignación y el obligado respeto de los pobres a los
privilegios de los ricos. A mí me educaron para ser un traba-
jador sumiso, para casarme y para generar nuevos esclavos
con los que mantener el aparato productivo en marcha. Yo
no elegí ese camino. Desconozco por qué no lo hice. Quizá
llevara algo en los genes que me impulsaba a rechazar la au-
toridad, a cuestionarlo todo, a buscar el bienestar de mis
iguales…
JESÚS: Yo tampoco he cumplido mi apostolado al pie de la letra,
ni en el contenido ni en las formas.
DURRUTI: Ya… (Se queda pensativo.) Eso me ha dicho Timo-
teo… ¿De dónde eres?
JESÚS: Soy del pueblo de Timoteo: Candasnos. ¿Lo conoces? Allí
nací hace treinta y dos años
DURRUTI: No sé nada de tu pueblo. Solo que Timoteo Callén
pertenece al Comité Local.
JESÚS: Lo es. Siempre nos hemos llevado bien a pesar de que él
pronto eligió seguir un camino diferente al mío. Ya lo sabes,
la CNT y la FAI son su vida. Es mayor que yo; con un ca-
rácter retraído, no habla mucho, observa fríamente y trata de
comportarse siempre de una manera justa. Cree en la con-
cordia, en la igualdad y en la justicia. Da la impresión de ser
una persona incapaz de hacer daño a nadie.
DURRUTI: La revolución es su vida; como la mía. La CNT y la
FAI solo son herramientas para avanzar en esa dirección. Es
nuestra conducta moral la que sirve de ejemplo a seguir y
nos señala el camino.

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JESÚS: Timoteo desde muy joven poseyó una idea del mundo
idílica. En el fondo, creo, como yo, aunque a ti te produzca
risa, un lugar donde todas las personas convivieran en paz,
donde no existiera la pobreza, ni la enfermedad, ni la igno-
rancia. Su vida ha sido dura, llena de persecuciones y desca-
labros, en tanto que yo he vivido cómodamente, apartado de
las zozobras del mundo.
DURRUTI: Te has perdido muchas cosas, Jesús. Se puede decir
que tu aprendizaje es incompleto.
JESÚS: Cuando salí del seminario tenía muchas y variadas ilusio-
nes: quería trabajar para el pueblo y con el pueblo, compartir
sus penalidades y reconfortarle con la palabra de Cristo; y de
paso animarle a luchar por la justicia para que mejoraran sus
condiciones de vida.
DURRUTI (Se ríe.): ¿Cómo iba a suceder eso, Jesús?
JESÚS: Mediante la educación y la armonía entre ricos y pobres.
DURRUTI: ¿Armonía entre clases antagónicas, dices?
JESÚS: Los ricos tendrían que ser más comprensivos con los que
nada poseen.
DURRUTI: ¡Pobre iluso! Esas ideas caducas limitan tu capacidad
de obtener respuestas. Hay pobres porque hay ricos y hay ri-
cos porque lo toleran los pobres. De vez en cuando esa rela-
ción se vuelve tensa y la sumisión se torna confrontación. La
única forma de restablecer un nuevo equilibrio es a través de
una revolución que acabe con la clase dominante o mediante
una dictadura de los poderosos.
JESÚS: Entiendo lo que me dices pero esa tensión supone violen-
cia, muerte, la liberación de la bestia que llevamos dentro.
Por una parte veo que no es posible la paz entre los hombres

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en tanto las diferencias de clase sean tan abismales. Cada una
defiende hoy lo suyo con las armas. Pero no entiendo una
paz que pase por el escarnio del enemigo. El enemigo puede
ser amigo con las leyes adecuadas.
DURRUTI: No sé si eres un farsante o un socialdemócrata. Por
momentos me caes bien. La verdad es que ni me gustan los
farsantes ni los socialistas lameculos; siendo cura, es un pun-
to de partida esperanzador que tengas ideas de progreso. Si
bien, creo que al final barrerás para casa, es decir, para el
mantenimiento de tus prerrogativas, y eso supone agachar la
cabeza ante el nuevo orden que quiere establecer el fascismo
nacional e internacional. Si no, dejarías de ser cura y de obe-
decer a tus superiores eclesiásticos.
JESÚS: No te molestes en intentar entenderme, yo tampoco soy
capaz de discernir cuál es el camino correcto. El vuestro no
lo quiero, por mucho que lo presentéis de igualitario y justo.
El otro no lo conozco. (Se queda callado, mirando a DU-
RRUTI con aprensión.) No pretendo caerte bien. Solo deseo
seguir vivo, si dios quiere… Y si tú quieres… (DURRUTI le
escucha con seriedad, sin hacer una mueca.) Cuando llegué a
Aguinaliu, fue mi primer destino, tenía ideas diferentes a las
habituales en un cura rural sobre lo que iba a hacer. El pue-
blo es un conjunto de casuchas destartaladas distribuidas en
la ladera de una montaña. Era mediado diciembre. La gente
del pueblo se quedó sorprendida cuando vieron llegar a la
plaza a un individuo vestido con un mono de trabajo en una
moto. Me costó lo indecible convencerles que yo era el cura
que esperaban. Al principio no terminaban de creérselo,
pensaban que era una especie de broma. Las fuerzas vivas no
celebraron mi llegada, no les gustaron mis formas. Me trata-
ron con reserva. Era el año 1935 y el ambiente ya estaba lo
suficientemente tenso en el país como para que apareciera en
su parroquia un cura con ideas renovadoras, «¡un cura mo-
derno!», dijeron con cierto asco; un cura que pregonaba la

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hermandad entre los hombres. La gente llana reaccionó me-
jor, eso sí, con un cierto cachondeo. Pensaban que yo ni era
cura ni era nada, que era una especie de trastornado que no
había pasado el filtro del seminario; me observaban con cu-
riosidad, yo era algo distinto a lo que habían conocido hasta
ese momento.
DURRUTI: No me extraña.
JESÚS: Poco a poco me fueron integrando en el entorno como
una pieza más del puzle social. Tenían otras cosas más im-
portantes en qué pensar, que en el nuevo cura. A mí, desde
el primer momento, me gustó mucho el pueblo, si bien tenía
sus inconvenientes. La iglesia estaba muy deteriorada, y la luz
eléctrica era un lujo. Gozábamos de ella dos o tres horas al
día gracias a un generador que se alimentaba de un salto de
agua situado cerca de allí. El paisaje era maravilloso. Yo tenía
poco que hacer. Misa por la mañana, algún rosario, pocas
confesiones y, menos todavía, charlas con los feligreses. Así
que, daba largos paseos, cazaba, jugaba al dominó, incluso
llegué a organizar algún torneo de pelota; teníamos un fron-
tón que estaba en buen estado. A los dos meses de estar allí,
no sé qué me pasó por la cabeza, me compré un modesto
Peugeot y me paseé con él por el pueblo y sus alrededores.
El revuelo que se formó fue memorable, casi un tumulto.
Pienso que llegaron a olvidarse que era el cura. Me llamaban
Jesús por aquí y Jesús por allá. Yo estaba feliz. No sé si hacía
algo que mereciera la pena en la comunidad, pero me sentía
cómodo. Nadie me supervisaba. Como tú dices, era libre. Al
pueblo llegaban los periódicos a través del cartero muy de
vez en cuando. Para paliar tanta desinformación me compré
una radio. Eso supuso otro acontecimiento social. Tal exis-
tencia idílica duró poco. Había una sombra en las cabezas de
todos que nos decía que algo terrible iba a pasar.
DURRUTI: Buena intuición tuviste.

23
JESÚS: Pues sí. El 18 de julio de 1936, mientras escuchaba la ra-
dio, me enteré del levantamiento militar. Debí ser casi el
primero, salvo los derechistas del pueblo. De inmediato, un
temblor que no podía parar me recorrió de los pies a la ca-
beza. Intuía, como dices, lo que iba a pasar. Si el golpe triun-
faba habría una matanza de obreros revoltosos. Y si no
triunfaba, la rabia y el odio acumulados durante siglos entre
los pobres, se iba a desatar; yo sabía perfectamente cuál era
mi posición. Al pueblo llegaban noticias de que grupos de
milicianos armados se habían adueñado de algunos pueblos y
sembrado el terror entre sus gentes. Como todo era confuso
y el Gobierno decía que no pasaba nada, unos días después,
me fui a ver a los párrocos de la zona para advertirles del pe-
ligro. Me habían informado de que se iba a perseguir a los
curas. Vestido de paisano cogí mi coche y me fui a Torres
del Obispo para hablar con los sacerdotes que allí había. No
les gustó mi actitud y medio se mofaron de mí aprensión.
Me reprocharon mi cobardía y se quedaron tan tranquilos.
Lo pagaron caro un tiempo después, esa pasividad les costó
la vida. (DURRUTI asiente de vez en cuando sin decir pala-
bra.) Volví al pueblo y esperé a ver qué pasaba, talvez me
equivocaba y las aguas volvían a su cauce. Pero en el pueblo
las cosas habían cambiado. El pueblo lo controlaba un comi-
té revolucionario que llevaba todas las gestiones del mismo.
El alcalde, el médico y los señoritos habían desaparecido.
Conmigo no se metió nadie, era uno más. Hasta que el 27 de
julio desde mi casa vi llegar a la plaza un coche con las siglas
CNT-FAI pintadas en la carrocería, iba lleno de milicianos
procedentes de Barcelona. Ahí vi el peligro, claramente. Ve-
nían por mí. Asustado, abandoné mi casa y me fui al monte;
antes hablé con la señora María, la mujer que me hacía las
labores domésticas, para indicarle dónde iba. Por lo que me
dijeron los vecinos, enseguida fueron a buscarme; se enfada-
ron mucho por no encontrarme. Mi decisión de escapar fue
correcta.

24
(DURRUTI da unos pasos por la estancia con la mirada ba-
ja, se detiene y se encara a JESÚS.)
DURRUTI: ¿Y qué esperabas? ¿Qué pusiéramos la otra mejilla?
¿Qué cayéramos de hinojos ante vuestra presencia salvadora
para que nos perdonarais los pecados? (Elevando la voz.) Lo
que estamos haciendo es una revolución, y si la hacemos es
para que la vida social cambie radicalmente. En esta cons-
trucción que tenemos en marcha, las fuerzas que se desenca-
denan son mortíferas. El odio es difícil de contener, y voso-
tros tenéis mucho que pagar. (JESÚS va a hablar pero un
ademán violento con la mano de DURRUTI le hace callar.)
No vuelvas a decirme eso de que no has hecho nada. Imagí-
nate que yo fuera un guardia civil y estuviera tranquilamente
en el cuartel, encerrado, bien por miedo, bien con una acti-
tud arrogante. A lo mejor soy joven y todavía no he hecho
daño a nadie, como tú dices. Pero la institución a la que per-
tenezco pende como una losa sobre mi cabeza. ¿Qué puede
pasar entonces si un grupo de milicianos, exaltado, castigado
por la represión de esa misma institución de la que soy
miembro, se encuentra con la oportunidad de saldar cuentas?
(JESÚS agacha la cabeza.) Tal vez no sea justo pero tiene
sentido y justificación. Mal por mal, diente por diente. Ven-
ganza, sí venganza, de eso estamos hablando. No creo que
sea una actitud que se deba generalizar pero la entiendo…
Para delimitar ese tipo de altercados, precisamente, se ha or-
ganizado el Comité de Milicias Antifascistas. En pocos días
la situación estará controlada. Entretanto, tú y tu gente es
mejor que tengáis cuidado.
JESÚS: Por encima de todo soy un ser humano. Somos seres hu-
manos. ¿Eso no es suficiente?
DURRUTI (Con tono muy duro.): Eso deberías habértelo pensado
antes de meterte a cura. Yo hago lo que creo tengo que ha-
cer. Sigo mi propio criterio; y, que sepas, que la CNT y la

25
FAI no ha mandado a nadie a matar curas, es el pueblo el
que quiere acabar con vosotros. Tú sabrás por qué. Refle-
xiona en ello.
JESÚS: No es justo lo que hacéis, ni lo comparto, ni pienso que
nadie se merezca tal trato. En lo que a mí respecta, solo sé
que quiero seguir vivo, si es posible.
DURRUTI: Mira, Jesús. En esta vida hay que elegir en qué bando
se está, y después apechugar con las consecuencias de esa
decisión. No valen las medias tintas. No hay puntos inter-
medios. No existe neutralidad posible.
JESÚS: Nadie me puede acusar de no asumir mi responsabilidad,
ahora mismo lo estoy haciendo contigo, pero sobre lo que
he hecho, no sobre lo que han hecho otros. Yo no he mata-
do a nadie.
DURRUTI (Alterado.): ¡Yo también asumo mis responsabilidades,
siempre lo he hecho, y no voy dando pena! Y ya que lo has
mencionado, los anarquistas sí hemos matado, y lo seguire-
mos haciendo si es necesario, aunque no nos sintamos orgu-
llosos de ello… (Sonríe.) Ahora que lo recuerdo, uno de tus
jefes cayó bajo nuestras balas hace ya dieciséis años: el car-
denal Soldevila; no sé si estarás al tanto del asunto.
JESÚS: Conozco el caso. Se ha escrito mucho sobre ti y tus haza-
ñas. Para unos eres un criminal para otros un ídolo.
DURRUTI: No quiero entrar en ese tema, que la historia me juz-
gue. Te cuento, para que me entiendas si puedes, quién era el
famoso cardenal de Zaragoza. El ajusticiamiento lo llevó a
cabo el grupo «Los solidarios», quizá el grupo anarquista más
arrojado que ha existido en estas tierras nuestras. Decidimos
eliminarlo por lo que representaba; es decir, a la Iglesia más
despótica y violenta de este país, que, entre otras cosas, fi-
nanciaba a los sindicatos libres, compuestos por pistoleros

26
que se dedicaban a asesinar a nuestros compañeros por de-
fender sus derechos laborales. Hasta aquel momento los ase-
sinos de la patronal habían matado a más de trescientos
anarcosindicalistas en Barcelona. Como ves, la historia tiene
diferentes lecturas según el que la escriba. Asimismo, mata-
mos a Soldevila por venganza, no te voy a engañar. En casos
como el suyo la venganza es un placer extremadamente dul-
ce. Pero también lo hicimos para demostrar al pueblo espa-
ñol y, sobre todo, a las clases pudientes que nadie era intoca-
ble, y que nuestras balas podían alcanzar a cualquiera. De
hecho, como sabrás, intentamos ir a por el rey en París; un
traidor hizo que el proyecto fracasara. A eso yo lo llamo
asumir responsabilidades… Con respecto a quemar todas las
iglesias de Barcelona menos la catedral, que supongo lo ten-
drás en mente, no tengo nada que decir. Nadie dio la orden
pero así ocurrió. Prácticamente los únicos incendios de edifi-
cios que hubo el 18 y el 19 de julio fueron iglesias. La razón
es simple: demasiados siglos de sometimiento a la cruz y al
incienso. (Un silencio corto.) El matar para los anarquistas
no es un fin en sí mismo, repudiamos la violencia. No es
nuestro oficio el de matarife, ni nuestro objetivo eliminar fí-
sicamente al adversario, preferiríamos que fuera razonable y
se uniera a la causa universal de la hermandad entre los seres
humanos. Sin embargo, parece que nadie acepta de buena
gana renunciar a sus posesiones y prebendas si no es por la
fuerza. Cuando los anarquistas usamos la violencia lo hace-
mos por venganza o para restablecer el equilibrio entre dos
clases contrarias. Digamos que repartimos equitativamente el
miedo. Si no nos hacemos respetar estamos perdidos. Ahora
la situación es diferente, ya no va a haber tregua. La matanza
está asegurada, con una salvedad, los ricos necesitan a una
parte de nosotros para que sigamos produciendo riqueza; pe-
ro nosotros no les necesitamos a ellos, son prescindibles.
Esa es la piedra angular de la revolución en marcha. Lo

27
mismo que no necesitamos a los amos, no necesitamos a la
religión ni al Estado.
JESÚS: Me parece bien tu discurso. Puedo compartir, incluso,
algunos aspectos de él, mas nunca apoyaré ningún crimen.
No hay por qué matar a nadie.
DURRUTI: Jesús, me cansas. Se mata por muchas razones, como
ya te he explicado: para defenderte, por venganza, para
ejemplarizar, o de manera preventiva, para ahorrarte males
futuros. Si se hubiera fusilado a los militares de la «sanjurja-
da» cuando se levantaron, tal vez no estaríamos como esta-
mos hoy, envueltos en una guerra civil. En fin, ¿qué tenemos
que hacer, según tu criterio, cuando matan a nuestra gente
impunemente? ¿Qué tenemos que hacer cuando algunos cu-
ras disparan desde una azotea sobre las personas que pasean
por la calle, apoyan a los facciosos, los esconden o acumulan
riquezas con las que financiar el golpe de estado?
JESÚS (Con la mirada baja.): No tengo nada que decir. No soy
más que un cura de pueblo pequeño. No entiendo de políti-
ca, solo de doctrina cristiana.
DURRUTI (Duro.): ¿No lo sabes, verdad?
JESÚS (Con voz tenue.): No.
DURRUTI (Irascible.): ¡Dejémoslo estar! De todas formas, te diré,
para que lo sepas, que el obispo de Barcelona salvó la vida
gracias a que fuimos a buscarle y le protegimos a la salida del
obispado; si no a estas alturas estaría muerto. Teníamos una
deuda con él que provenía del año 34, cuando la revolución
asturiana. Él firmó una petición de clemencia para mí y para
Pérez Farrás, que estábamos condenados a muerte. Se libró
de ser ajusticiado, como tú dirías, de milagro. Después de
todo, no somos tan malos como nos pintáis…

28
JESÚS: Es posible.
DURRUTI: Cuéntame más cosas de ti. Me estabas diciendo antes
que te fuiste al monte cuando viste llegar a tu pueblo un co-
che con milicianos.
JESÚS: Sí. Así fue.
DURRUTI: ¿Qué hiciste entonces?
JESÚS: Me fui a la sierra y me escondí. La conocía bien por ir de
caza a menudo. Allí me topé con el cura de Olvera, que es-
taba tan asustado como yo. Estuvimos un tiempo ocultos, y
después decidimos bajar al pueblo. La gente nos dijo que los
milicianos iban a volver, por lo que regresamos al monte y
nos refugiamos en una cueva que había en la sierra, entre
Aguinaliu y Estadilla. En la cueva nos organizamos bien, hi-
cimos una fogata con la que pretendíamos reducir la hume-
dad; nos iluminamos con una lámpara de carburo e improvi-
samos una cama con hojarasca y un hogar en el que cocinar.
María, la mujer que llevaba mi casa, nos subía comida y lo
que pudiéramos necesitar, hasta que un día nos dijo que los
milicianos habían regresado, la habían interrogado y sospe-
chaban de ella. Tenía mucho miedo porque sabía que la es-
taban vigilando. María contaba setenta años de edad, su es-
fuerzo por ayudarnos era más que encomiable. Tuvimos que
prescindir de sus servicios a la fuerza y nos quedamos solos,
sin ningún apoyo exterior. No sabíamos qué hacer, y la vida
en la sierra era difícil. Tras valorar los pros y los contras, to-
mamos la decisión de irnos al pueblo de mi compañero de
escondite, Vicente, a Estada, en él tenía un sobrino que era
miembro del Comité. Después de un recorrido lento, reali-
zado con todas las precauciones que podíamos permitirnos,
llegamos a nuestro destino. Allí nos recibieron con desigual
atención; a él bien y a mí no tanto. La situación era com-
prometida para todos los protagonistas; para el sobrino de

29
mi compañero también. Este me confesó que existía la con-
signa no escrita de eliminar a todos los curas. Como no que-
ría perjudicar a nadie opté por marcharme en dirección a
Barbastro, pueblo en el que había mucho movimiento de
tropas. Cogí la carretera de Estadilla a la aventura. No sabía
si llegaría a algún sitio en el que pudiera refugiarme. Me pa-
reció una buena idea presentarme voluntario en una columna
de milicianos que se estaba formando. El viaje no fue fácil,
tuve que pasar muchos controles de carretera. Con algo de
atrevimiento y sangre fría, llegué sin mayores inconvenientes,
y aunque la situación era confusa, comprendí que estaba más
seguro dentro que fuera. Dicho y hecho: me enrolé en las
milicias; pero no me fue bien. El ambiente era peligroso, la
gente estaba muy atenta con los extraños que podían ser in-
filtrados quintacolumnistas. Yo no conocía a nadie allí ni te-
nía referencias que me avalaran. Mal negocio para mí. En
Barbastro estuve de conductor unos días. Cada noche se fu-
silaba gente; el ambiente de terror en el pueblo era indescrip-
tible. Así, decidí marcharme sin más. Seguí las vías del ferro-
carril de Barbastro a Selgua.
DURRUTI: Eres todo un aventurero, Jesús. Si hubieras sido de los
nuestros ahora serías famoso y la prensa libertaria contaría tu
gesta. Pero el ser cura en estos tiempos no está bien visto
que se diga. Es todo un inconveniente. (Se carcajea.)
JESÚS (Circunspecto.): Me temo que puedo dar fe de ello.
DURRUTI: Pero continúa, hombre. Me interesa y me entretiene lo
que cuentas. Tal vez algún día puedas escribir tu historia en
un libro.
JESÚS: ¿Crees que tengo cuerpo ahora para pensar en ello?
DURRUTI: Me imagino que no. Sigue con el relato. Te escucho.

30
JESÚS: Llegué a Selgua como pude, pasando lo más inadvertido
posible. De allí me marché a Monzón sin mayores inconve-
nientes. La situación de inseguridad era idéntica a la de otros
pueblos que había visitado por lo que me planteé regresar a
Candasnos. Estaba agotado de tanta huida. En Candasnos
tenía amigos y familia, era mi lugar de nacimiento. Quizá el
único sitio donde podía encontrar protección y apoyo. Era
conocedor de que mi viejo amigo Timoteo Callén era el jefe
del Comité Local. Y por lo que se decía, gracias a él en el
pueblo no se había ejecutado a nadie. Se decían tantas co-
sas… Entre ellas que los milicianos de Durruti estaban por
la zona. Eso, ni que decir tiene, producía pánico. A la Co-
lumna Durruti se la adjudicaban todo tipo de excesos. Ca-
mino de Candasnos me encontré con Juan «El habanero»,
padre de la sirvienta que teníamos en mi casa paterna. Él me
confirmó que por allí también había bandas de milicianos
que provocaban el terror. Para que no me dieran un susto, al
entrar en el pueblo me camuflé en un carro lleno de leña. De
ese modo logré llegar a mi casa sin despertar sospechas. En-
tré por el corral porque en mi casa se encontraba la central
de teléfonos y estaba vigilada por milicianos. Me contaron
que gracias a Timoteo, el cura de Candasnos había sido libe-
rado sin consecuencias. Le recomendaron que se fuera a
Barcelona, con los pases necesarios, pero no hizo caso. Se
fue a Fraga. Allí lo ejecutaron nada más reconocerlo. En
fin… Después de los abrazos y aspavientos típicos de la fa-
milia, recurrí a Timoteo Callén, al que le sorprendió mi pre-
sencia, pensaba que me había pasado al otro lado puesto que
no era conocedor de mi muerte.
DURRUTI: Buen compañero, Timoteo.
JESÚS: Él era mi única esperanza de salir bien parado de todo ese
periplo incierto que había iniciado en Aguinaliu. En cuanto
le describí a Timoteo mi situación, se ofreció a ayudarme.
Me dijo, literalmente, que mientras él estuviera en el pueblo

31
en el Comité, no me pasaría nada, primero porque éramos
amigos y segundo, porque si me mataban a mí seguirían mi
misma suerte otros muchos, hecho que él quería evitar a to-
da costa. Mi presencia era un problema para él y me lo hizo
notar. Su idea era darme un carnet de la CNT de fecha de un
año antes y llevarme a Barcelona para que allí me buscara la
vida como pudiera. El carnet, se suponía, me iba a abrir
puertas. En ese momento no tenía ninguno por lo que había
que esperar. La noticia de que había un cura en el pueblo co-
rrió como la pólvora, y muchos ojos miraban en mi direc-
ción con desiguales intenciones. Se rumoreaba expresamente
que estaba en la casa de mi familia. De hecho, en cuanto Ti-
moteo se ausentó me detuvieron milicianos del pueblo y me
llevaron preso al Ayuntamiento, y si bien no me trataron
mal, llegué a temer que me dieran el paseíllo. Mi existencia
era una anomalía cósmica inconcebible que debía ser elimi-
nada. (Se da cuenta de lo que ha dicho y se queda mirando a
DURRUTI.)
DURRUTI: No busques mi aprobación, yo tampoco la concibo
pero no creo que haya que mataros, a algunos sí. Como te he
dicho antes, yo solo os pondría a trabajar por la revolución.
Pero sigue.
JESÚS: Pues eso. Estaba detenido y entonces apareció Timoteo.
Él les paró los pies con argumentos y algo de agresividad,
pero le costó esfuerzo. Le llegaron a decir que él no era na-
die para protegerme. Entonces él te citó a ti. En cuanto tu
nombre apareció en escena los ánimos se aplacaron.
DURRUTI: ¡Inaudito! Mi nombre gana batallas sin estar yo pre-
sente. Es todo un logro personal.
JESÚS: Les preguntó por las acusaciones que había contra mí. Les
explicó que no era conocedor de suceso alguno del que pu-
diera acusárseme; sí tenía referencias de lo mucho bueno que

32
había hecho. Les dijo también que si había que juzgarme se
me juzgaría, pero que era necesario tener acusaciones con-
cretas para ello. Las palabras de Timoteo me tranquilizaron
y, de paso, calmaron los ánimos. Después de eso escuché
una conversación entre varios milicianos que hablaban de
sacarme del pueblo a la menor oportunidad, con la excusa de
llevarme a la Comarcal, y pegarme cuatro tiros.
DURRUTI: Este Timoteo los tiene bien puestos.
JESÚS: Pero la cosa no acabó ahí. Timoteo se daba cuenta que la
situación era precaria, y que aquello iba a acabar mal. No
obstante, intentó hacer las cosas de manera recta. Su concep-
to de la justicia es elevado. Sabía que no podía garantizar mi
seguridad. Mi vida estaba en juego. Timoteo tomó la iniciati-
va y abrió una investigación pública sobre mí. Los informes
que se recabaron fueron buenos, no existía ningún dato que
me acusara, salvo el derivado de ser cura. Eso me ayudaba
por el momento pero no era suficiente. Todos los curas so-
mos malos, es lo que pensáis los anarquistas. Con esa idea
los ánimos no se calmaban. Entonces a Timoteo se le ocu-
rrió apostar fuerte, el premio era mi vida. Como no íbamos
ni para delante ni para atrás, montó una especie de juicio
popular. Me sacó al balcón del Ayuntamiento y expuso los
informes que había obtenido en Aguinaliu, y a los congrega-
dos, hombres y mujeres de todas las edades, les preguntó ni
más ni menos si querían que viviera o tenían que matarme.
No soy capaz de expresar lo que sentí en esos momentos. Si
bien nadie ejerció violencia física sobre mí, me dolía todo el
cuerpo y temblaba como si me hubieran sumergido en agua
helada. El miedo me devoraba como un cáncer. Me imagino
que sabes lo que pasó porque te lo habrán contado. (DU-
RRUTI asiente.) La gente gritó unánime, en lo que yo pude
entender, un «¡No!» rotundo. «¡Qué viva!», gritaron, «¡Qué le
dejen en paz». Timoteo me abrazó fraternalmente, entramos
y brindamos con una copa de vino de la tierra para celebrar

33
que de momento iba seguir en el mundo de los vivos gracias
a la voluntad popular. Lo digo sin ironía. Pero allí mismo, en
aquella sala del Ayuntamiento en la que estábamos, la actitud
de algunos compañeros de Timoteo era muy crítica y ame-
nazante. Alguna pistola salió a relucir si bien enseguida vol-
vió a guardarse sin más contratiempos. Era evidente que el
tema no estaba zanjado. Preocupado por lo que pudiera pa-
sar, haciendo un aparte, me comentó que tú estabas cerca, en
Bujaraloz, con una columna de milicianos procedente de
Barcelona, cosa que yo ya sabía. Me dijo que tú y él erais
muy amigos, y que podrías ayudarme. Habló contigo del ca-
so y por lo que me dijo, tú le habías comentado que me tra-
jeras a la Columna si quería que viviera. Después de eso, es-
cogió a varios compañeros de confianza, bien armados, y
personalmente me ha traído hasta aquí. Lo demás ya lo sa-
bes…
DURRUTI (Lacónico.): Sí.
JESÚS: Y aquí estamos, en esta pequeña casilla de peón caminero
en el cruce de la carretera de Gelsa.
DURRUTI (Guarda silencio unos segundos.): ¡Vaya historia la
tuya!... Solo falta decidir lo que hago contigo. (Se le queda
mirando, serio. JESÚS se encoge de hombros, resignado a su
suerte.) En realidad solo tienes dos opciones: marcharte por
dónde has venido, lo que conlleva que probablemente te ma-
ten; o quedarte conmigo en la Columna, es decir unirte a no-
sotros. Fuera, cualquier grupo incontrolado te localizará y te
fusilará; a mi lado te garantizo seguridad. Timoteo me ha pe-
dido que te proteja, y la amistad que nos une hace que sus
deseos sean los míos. Si te quedas, cambiamos favor por fa-
vor. Necesito a alguien que colabore en el papeleo del per-
sonal de la Columna, que ahora anda bastante destartalado.
Me falta gente capacitada. (Le mira, observando la reacción
de JESÚS.) Ahora bien, yo exijo una lealtad absoluta. Y te

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puedo asegurar que soy severo con los que me traicionan.
Las cosas deben estar claras entre nosotros si decides que-
darte.
(JESÚS se pone de pié.)
JESÚS: ¿De verdad puedo elegir? ¿Si quiero me puedo ir?
DURRUTI: Así es. Pero, insisto, no puedo garantizarte la vida una
vez que estés fuera de mi zona de influencia.
JESÚS (Agacha la mirada y piensa.): Me quedo contigo.
DURRUTI (Muy contento.): ¡Bien! Buena elección. (Se acerca a
JESÚS y le coge de los hombros como si fuera a darle un
abrazo, pero se queda solo en eso.) Has decidido lo más sen-
sato. Te ayudará en tus tareas Pilar, una compañera joven
muy eficiente. Tenemos que organizarnos mejor. La oficina
ya está en marcha pero no acaba de funcionar como yo quie-
ro. En la Columna tengo santos de la anarquía dispuestos a
dar la vida, sin dudarlo un instante, por la causa de la libera-
ción de la humanidad, pero que apenas saben leer y escribir.
Cada día aumenta el trabajo por la cantidad de voluntarios
que vienen a incorporarse a la Columna. Tendréis que encar-
garos de registrarlos, equiparlos y distribuirlos entre las dis-
tintas unidades. Necesitamos estadísticas, hacer fichas y todo
eso. Pilar te apoyará en todo lo que necesites. Pero, ¡ojo!, sin
cortejos ni tonterías. Te recuerdo que eres cura. No quiero
que cometas algún pecado mortal que te condene a las lla-
mas eternas del infierno… (Se ríe.) No te estoy regalando
nada, tienes mucho trabajo que hacer.

FIN DEL PRIMER ACTO

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ACTO SEGUNDO

La misma disposición en el escenario que en el primer acto, pero


en la gran mesa una parte está dispuesta para comer. DURRUTI y
JESÚS están sentados a ella. Hay un plato para cada uno con co-
mida, dos trozos de pan y una botella con agua, con dos vasos.
Hay periódicos. Hablan mientras comen en un tono distendido.
Ambos van vestidos con monos de trabajo, DURRUTI con pisto-
lera y un pañuelo rojinegro al cuello. Llevan la cabeza descubierta.
DURRUTI (Mira un periódico.): ¡Qué hijos de puta! Nos la están
jugando.
JESÚS: ¿Quién?
DURRUTI: ¡Quiénes van a ser! Los partidos burgueses, los repu-
blicanos de Esquerra, los socialistas del PSOE y los comu-
nistas del PSUC. Nosotros hacemos nuestra guerra, y ellos
hacen la suya en la retaguardia en contra de la revolución. Es
lo que cabía esperar.
JESÚS: Eso dicen ellos de la CNT y de la FAI. Que estáis obse-
sionados con la revolución y descuidáis la guerra. (Haciendo
énfasis.) «¡Primero ganar la guerra y después hacer la revolu-
ción!» No se cansan de repetir ese eslogan a todo el que
quiere oírles.
DURRUTI (Le mira un instante, deja el periódico y hace un gesto
de conformidad.): ¿Cómo sabes tantas cosas, Jesús? Eres un
cura con un oído muy fino. (Se ríe.)

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JESÚS (Sonríe.): Tengo oídos muy finos, no puedo negarlo, y los
milicianos hablan mucho, no tienen otra cosa que hacer se-
gún está el frente. Cotillean. Repiten una y otra vez lo que les
llega por «radio macuto».
DURRUTI: Es verdad lo que dices. Para las organizaciones liberta-
rias lo prioritario es hacer la revolución. Aunque no te creas
que todo el mundo comparte la misma opinión dentro de la
CNT y de la FAI. En general se habla mucho, pero ganar la
guerra es otra cosa. Yo no lo veo tan fácil, sobre todo con
las condiciones que tenemos, calzados con alpargatas, sin fu-
siles, sin balas, sin artillería, sin instrucción… No obstante,
pienso, y lucho por ello, para que ambas cosas estén conec-
tadas. Todos los esfuerzos tendrían que centrarse en acabar
con los fascistas, pero haciendo la revolución al mismo
tiempo. (Come en silencio.) Están buenas las lentejas.
JESÚS: Sí. Por una vez son comibles. No tenemos otra cosa.
DURRUTI: ¿Ha habido comida para toda la Columna?
JESÚS: Sí, por supuesto. Nos hemos apañado bastante bien con
los camiones que llegaron la semana pasada de Lérida. Por
cierto, de Lérida tendríamos que hablar. Allí están pasando
cosas que desacreditan a la Columna. Supongo que sabes que
quemaron la catedral.
DURRUTI: Me he enterado.
JESÚS: Se dice que fueron milicianos de la Columna Durruti.
DURRUTI (Golpea la mesa, furioso.): ¡Nosotros no hemos que-
mado nada! Ni siquiera estábamos allí cuando sucedió. Sería
gente de otras columnas.
JESÚS: Pues la fama te va a quedar a ti.

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DURRUTI (Con un tono de hastío.): Qué hagan y digan lo que
quieran. No puedo estar en todos los lugares a la vez. Me pa-
so el día yendo de un sitio a otro, hablando y hablando, gri-
tando, pidiendo material, animando a los que desesperan,
castigando a los traidores. No sé qué puedo hacer más. Sien-
to lo de la catedral, es una obra de arte y como tal pertenece
a la humanidad entera; yo nunca quemaría un monumento
así, lo utilizaría de testimonio vivo de otros tiempos, como
lo son las pirámides de Egipto o los puentes romanos. Todas
esas obras grandiosas las hicieron gentes humildes, obreros y
artesanos de otras épocas, y como tal, deben ser guardadas y
protegidas. Es nuestra memoria colectiva, la de nuestra clase,
y el legado de las generaciones futuras.
JESÚS: Ojalá todos pensarán así.
DURRUTI: El ser humano es demasiado emocional, Jesús, y las
emociones son malas consejeras. Si se reflexionara con calma
y discernimiento, la mayoría apoyaría mis palabras con fir-
meza; no tan solo porque yo lo diga, sino porque mis afir-
maciones tienen sentido.
JESÚS: Tal vez…
(Se hace un silencio entre los dos mientras comen.)
DURRUTI: ¿Sabes cocinar, Jesús?
JESÚS: Malamente.
DURRUTI: Has sido un hijo de mamá, ¿eh?
JESÚS: Vaya si lo he sido. Y cómo cocina la condenada. Solo de
recordar sus guisos me siento desfallecer.
DURRUTI: Hablemos de otra cosa. Si no voy a mandar las lente-
jas a la mierda, me quedaré con hambre y será peor.

39
JESÚS: Traga y no pienses en ello. Ya vendrán tiempos mejores.
DURRUTI: Eso espero. (Comen.) No creas que he olvidado lo
que está pasando en Lérida, me quita el sueño. Hay que ac-
tuar y rápido. Como sea. No quiero darle muchas vueltas al
tema porque no soy persona que se ande con politiqueos y
miramientos, y si me caliento alguien lo va a sentir. Pero no
puedo dejar pasar el tema y que se pudra más.
JESÚS: ¿Quieres un vaso de vino, Pepe?
DURRUTI (Sorprendido.): ¿Tenemos vino?
JESÚS: Algo hay. Lo trajo un compañero de Barcelona. (Se levanta
como si fuera a por el vino.)
DURRUTI: ¿Hay vino para todas las centurias?
JESÚS: No, hombre. Solo nos ha llegado una caja con seis bote-
llas.
DURRUTI: Entonces no quiero vino. Guarda esas botellas para
los heridos y enfermos; les alegrará la vida un poco.
(JESÚS se sienta.)
JESÚS: No se va a perder la revolución por un vaso de vino, Pepe.
DURRUTI (Serio.): Por ahí se empieza, Jesús, por ahí se empieza.
(JESÚS se encoge de hombros.)
JESÚS: Cómo quieras. (Sonriente.) Ya me he enterado que el otro
día te liastes a tiros con una barrica de vino que habían traí-
do para el Estado Mayor de la Columna. Si sigues con ocu-
rrencias como esa no sé qué van a pensar de ti.
DURRUTI (Se ríe.): Menudo espectáculo monté. (Más risas.) Se
me fue la cabeza. Demasiada tensión. Estaba siendo un buen

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día y tuvo que venir alguien a jodérmelo. ¿No dice eso el di-
cho popular?
JESÚS: Algo así.
DURRUTI: No me entra en la cabeza la actitud de algunas perso-
nas. ¿Es que no entienden cómo estamos o dónde estamos?
¿Qué la gente, nuestra gente, muere a diario? ¿Qué nos faltan
los elementos más básicos?... Y no se les ocurre otra cosa
que traer vino para el Estado Mayor. (Ríe de nuevo.) Acabé
cagándome en el vino, en el que lo trajo y en el mismísimo
Estado Mayor, yo incluido; sin pensármelo dos veces saqué
la pistola y la descargué sobre la pobre barrica. (Se ríen los
dos.) Tenías que haber visto las caras que pusieron los que
estaban allí. Supongo que pensaron, por un lado, que me ha-
bía vuelto loco y por otro que era un crimen lo que acababa
de hacer con el mosto. En este país somos muy aficionados
a las tabernas. En esos vicios nos perdemos los obreros.
JESÚS: Yo que tú me andaría con cuidado a la hora de atentar
contra el vino. Cualquier día se te levanta la Columna y te
quitan del puesto, eso si no te fusilan por alta traición. (Se
ríe.)
DURRUTI (Se ríe.): No había caído en ello. Tengo que mimar al
vino. A los curas los puedo fusilar pero al vino ni tocarlo.
Tiene cojones la cosa.
JESÚS: Dejemos el tema de los curas tranquilo, ¿quieres?... Otra
anécdota que se contará de ti en el futuro.
DURRUTI: Es verdad, eres cura. A veces se me olvida. (Se ríe y se
atraganta con la comida. Tose.)
JESÚS: (Se levanta y le palmea la espalda.) Vamos, vamos. No va
hacer falta que te peguen un tiro para acabar contigo, tu solo
te matas con el cachondeo que te traes. (Vuelve a sentarse.)

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DURRUTI: No me des tan fuerte que me vas a romper algo. (Si-
gue riéndose.)
JESÚS: Sigue así. Tú a lo tuyo…
DURRUTI: Vale, me serenaré. Me hablabas del futuro, de mi futu-
ro… ¿Tenemos futuro, Jesús?
JESÚS: Siempre hay un futuro. Seguro que se hablará de ti y mu-
cho cuando ya no estés en la tierra.
DURRUTI: ¿Crees que eso me importa?
JESÚS: Imagino que nadie quiere ser olvidado. Digamos que vivi-
mos mientras alguien nos mantiene en su memoria.
DURRUTI: Es posible. Pero preferiría celebrar la vida, vivo. Joder,
Jesús, quiero vivir, aunque no me importe morir por la causa
que defiendo.
JESÚS: Desde luego, es mucho más edificante poder contar estas
historias en persona, a las generaciones futuras. Pero esta-
mos inmersos en una contienda en la que todos los días
mueren personas, combatientes y civiles inocentes.
DURRUTI: Estaría bien, para variar.
(Se centran los dos en las lentejas, en silencio.)
JESÚS: Tengo que decirte una cosa pero no te enfades, que en
cuanto te digo algo que no te gusta te cabreas y te pones a
recitarme de mala manera todo el epistolario.
DURRUTI: A ver con qué me vas a joder la comida, Jesús. (Se ríe.)
Piénsatelo antes de hablar.

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JESÚS: Ha venido una representación de Bujaraloz a decirme que
quieren celebrar la fiesta de San Agustín y me han pedido
que te pregunte si pueden hacerlo.
DURRUTI (Enfadado.): ¡Ya estamos con los puñeteros santos a
vueltas! Es que no aprendemos. ¡Qué puto país de mea pilas!
Es que lo llevamos en la sangre, como un cáncer.
JESÚS (Paciente.): ¿Qué les digo?
DURRUTI (Se lo piensa, luego, sonriendo, responde.): Qué hagan
lo que quieran. El pueblo necesita esparcimiento y cualquier
motivo es bueno para celebrar una fiesta y olvidarse de la
guerra. Pero con una condición, que en vez de celebrarse en
nombre de San Agustín, que se haga en nombre del compa-
ñero Agustín.
(Los dos se ríen a carcajadas.)
JESÚS: Muy buena la ocurrencia, Pepe. Eres único.
(Se ríen hasta que se quedan en silencio.)
DURRUTI: ¿Cómo va el papeleo?
JESÚS: Está controlado. El equipo de administración hace un gran
trabajo. A la gente no le entra en la cabeza que tenemos que
inventariar todo, lo que entra y lo que sale, los que llegan y
los que se van, a los vivos y a los muertos, hacer salvocon-
ductos, estadísticas, informes. Solo así se puede organizar la
vida de miles de personas que conviven juntas, darles de
comer y demás tareas logísticas. Parece que las cosas caen
del cielo.
DURRUTI (Con una sonrisa pícara.): Un poco de maná nos ven-
dría de lujo, ¿eh, Jesús? En el fondo somos gentes de fe, de
buena fe.

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JESÚS (Irónico.): A ver si te vas a hacer creyente al final, Pepe.
DURRUTI: ¡Dios no lo quiera! (Se ríe por la broma.) Pero que un
maná en forma de munición, cañones, obuses, bombas de
mano fusiles, botas, mantas y comida, nos cayera del cielo
sería la hostia.
JESÚS (Sentencioso.): Dios premia a los buenos y castiga a los
malos. Persevera en el rezo y ya verás…
DURRUTI (Mirando al techo con gesto de sorpresa.): ¡Es verdad!
No había caído en el hecho de que somos los malos. ¡Qué
perra suerte la nuestra! Los desheredados de la tierra siempre
estamos en el bando equivocado. Por eso dios favorece a los
fascistas; eso sí, lo hace indirectamente. Sus caminos son
inescrutables, ¿no, Jesús? (JESÚS no le coge la indirecta.) Sí,
hombre. El maná de los fascistas les llega a través del ban-
quero Juan March, de Hitler y de Mussolini. (JESÚS asiente.
DURRUTI suspira.) No teníamos que haber quemado tantas
iglesias; al final dios nos va a castigar. Si me acuerdo hablaré
con él esta noche; si me acuerdo y tengo un rato claro. Aun-
que lo mismo dios no quiere saber nada de mí, por eso de
que siempre me estoy acordando de él cuando cago.
JESÚS: Si fuerais más benevolentes con los eclesiásticos quizá...
DURRUTI (Risueño y distendido.): Eso es… Tengo que comen-
tarlo en la próxima reunión de delegados de centuria. No te-
níamos que haber matado a tanto cabrón, una especie que en
este país abunda mucho. Pero claro…, somos un pueblo
apasionado y a veces se nos inflama la sangre y zas, vamos y
quemamos algo o le reventamos la cabeza a un mal nacido
sin pensárnoslo dos veces. Este carácter ibérico nuestro es la
leche, Jesús; ¿será debido a tanta mezcla de razas como han
pasado por la península? Dios nos perdone. (Intenta persig-

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narse.) ¡Hostias! No sé persignarme. Así cómo voy a tener
buenas relaciones con el de arriba. Lo mío no tiene remedio.
JESÚS (Serio.): ¿Te estás riendo de mí?
DURRUTI (Guarda la compostura.): No, Jesús. Perdona si te he
ofendido. Se me ha calentado la boca y no me he dado cuen-
ta de que tenía a un cura delante. (Sonríe.)
JESÚS (Manteniendo la distancia.): Mira cómo se hace. Es fácil.
(Se persigna.)
DURRUTI (Cambia a un tono más arisco.): Bueno, ya está bien de
cruces y bendiciones. De eso encárgate tú que para eso te hi-
ciste sacerdote. Aunque no sé si convivir con anarquistas te
beneficia, lo mismo pierdes puntos con tu jefe, y al final no
te matamos nosotros pero te matan los fascistas. Qué mala
follá tiene el asunto, ¿no te parece? Salvas el culo por un la-
do, y lo pierdes por otro. Y lo peor es que son los tuyos.
JESÚS (Con aprensión.): Seguro que dios entiende y perdona mis
pecados.
DURRUTI: Ahora que caigo en el detalle. No te has comportado
como un buen católico, podías haber sido un mártir de la
Iglesia. Si te hubiéramos fusilado, seguramente algún día te
habrían ascendido a los altares. Has perdido una buena
oportunidad de llegar a santo. ¡Hostias, Jesús! Esas oportu-
nidades no ocurren a menudo. Si quieres lo solucionamos,
rápidamente pido voluntarios para que te santifiquen a tiros.
JESÚS (Sonriendo.): No, muchas gracias, querido compañero. Sé
que lo harías con todo cariño.
DURRUTI: Menudo ejemplo das a los creyentes, Jesús. Te juntas
con anarquistas, vistes como anarquista… Eres una pena de
cura. (Bebe un trago de agua y cambia de tema de conversa-

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ción.) Te he traído un regalo. (Le da un paquete que hay so-
bre la mesa, hecho con papel de periódico y atado con una
cuerda.)
JESÚS: ¡Un regalo! ¿Para mí?
DURRUTI: Para quién va a ser. (Impaciente.) ¡Vamos, hombre!
Ábrelo de una puta vez, que tenemos cosas que hacer.
JESÚS (Lo abre y se queda sorprendido de su contenido.): No me
puedo creer lo que veo.
DURRUTI: ¿Qué pasa ahora? ¿No te gusta?
(JESÚS se levanta emocionado y hace ademán de ir a abrazar
a DURRUTI pero se contiene.)
JESÚS: Gracias, Pepe. Has logrado emocionarme.
DURRUTI (Le mira con una sonrisa aviesa.): No es para tanto,
Jesús. Es solo una biblia y en Latín. Aquí de poco puede ser-
vir a nadie excepto a ti.
JESÚS (Se sienta, admirado. Hojea el libro.): Parece una obra anti-
gua y valiosa.
DURRUTI (Lacónico, sin mirarle.): Tal vez. No entiendo mucho
de semejantes lecturas.
JESÚS (Le mira interrogante.): No quiero saber de dónde ha salido
este ejemplar tan especial.
DURRUTI: Si me los estás preguntando de ese modo tan poco
directo, te diré que no lo sé; pero la he encontrado en un ca-
jón que ha llegado hoy: contenía objetos preciosos de carác-
ter religioso que he mandado para Barcelona.

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JESÚS (Deja la biblia sobre la mesa.): No sé si puedo aceptarla. Me
da horror pensar que proceda de algún desmán hecho por
alguno de los depravados que bien te siguen o pululan alre-
dedor de la Columna.
DURRUTI: Jesús, piénsalo así, si te quedas con la biblia, la salvas.
Haces algo parecido a lo que yo he hecho contigo. Además,
me gustan los libros, aunque no haya leído mucho de adulto.
De pequeño leía todo lo que caía en mis manos. Mi tiempo
libre lo aprovechaba para estudiar. Pero en cuanto crecí
cambié los libros por la dinamita y la pistola. (Se ríe.) Más
adelante, en mis períodos de exilio, incluso en la cárcel, he
leído todo lo que ha caído en mis manos. Biblias, no, desde
luego.
JESÚS: Es una pena.
DURRUTI: ¿Qué es una pena? ¿Qué no leyera una biblia?
JESÚS: No, hombre. Que no pudieras estudiar.
DURRUTI: Los hijos de los obreros no llegan lejos. Por alguna
razón será. Entre otras, mantenernos siempre en el mismo
nivel de conocimiento para que no podamos poseer criterio
propio y cuestionemos el orden social.
JESÚS: No es justo ese proceder. Todo el mundo debería poder
tener acceso al conocimiento.
DURRUTI: Cuando triunfe la revolución, estudiar, aprender, ad-
quirir saber en todas las áreas de la experiencia humana,
formará parte de la existencia con normalidad. No será una
excepción digna de reseñar, como es ahora, sino algo coti-
diano.
JESÚS: Hablas como si la nueva sociedad que pregonáis estuviera
al caer de un momento a otro. ¿Lo crees así?

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DURRUTI: Hay mucho trabajo que hacer. Tú lo puedes ver a dia-
rio en la convivencia que se produce dentro de la Columna.
No basta con acabar con los fascistas, con la Iglesia y con
cambiar de manos la riqueza y los medios de trabajo. Para al-
canzar el nuevo mundo tenemos que revolucionar las con-
ciencias, y para que se produzca esa transformación radical
tendrá que pasar tiempo. Estamos educados en la explota-
ción, en los valores burgueses, en las creencias perniciosas
emanadas de la ignorancia. Esas ideas conforman nuestro
modo de pensar el mundo y de vivir, las llevamos gravadas
en nuestro cerebro, y secuestran nuestra voluntad. Las nue-
vas generaciones que nazcan después de la revolución esta-
rán limpias de ese veneno; entonces sí, se gestará un mundo
nuevo.
JESÚS: ¿No dudas nunca de tu credo, Pepe? ¿Has pensado siem-
pre que el porvenir iba a estar compuesto de ríos de leche y
miel, de hombres y mujeres libres que armados con la pala-
bra iban a ser capaces de modificar el rumbo de la historia?
DURRUTI: Hablas bien, Jesús, podías haber sido un gran agitador
de masas si te lo hubieras propuesto. (Se ríe.) No, hombre.
No nací anarquista, si es lo que me preguntas; sin embargo,
desde pequeño tuve ideas que no eran propias de un niño;
por ejemplo, sentía la necesidad de desprenderme de cual-
quier tipo de posesión. Desconozco de dónde me surgió esa
actitud ante la acumulación de bienes materiales. Yo no co-
nocía lo que era la anarquía, el anarquismo, y, desde luego,
no conocía a anarquistas. De hecho, cuando empecé a traba-
jar me afilié a la UGT; pero pronto ese sindicato se quedó
pequeño para mí. Sus dirigentes no tenían vocación revolu-
cionaria. Estaban vendidos a su miedo a perder su posición,
y por añadidura a la patronal. Hacían huelgas, sí, huelgas que
nacían derrotadas. En la huelga general de 1917 me cansé de
tanta mojigatería e hipocresía sindical, y con otros compañe-
ros dimos un verdadero sentido a la lucha obrera en mi tie-

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rra. Eso nos costó que nos expulsaran del sindicato. Nos
acusaron de instigación a la violencia durante el desarrollo de
la misma. Lo que, por cierto, era verdad. Fue algo grandioso;
atacamos a las fuerzas represivas, hicimos sabotajes y provo-
camos el caos todo lo que pudimos. Eso no gustó a la direc-
ción de la UGT, ellos querían conseguir cambios en la socie-
dad sin romper nada, y eso es imposible, Jesús. A partir de
ese momento me di cuenta que tenía que explorar otras al-
ternativas de lucha más eficaces y con proyección rupturista.
JESÚS: Eras muy joven, Pepe. ¿De dónde sacabas tanto arrojo e
ímpetu?
DURRUTI: ¡Yo que sé! Sí que era joven. Pero los hijos de los
obreros nacemos viejos y morimos jóvenes. El mundo del
trabajo te hace madurar deprisa. Los talleres y las fábricas
son una escuela de la vida. Mi verdadero aprendizaje revolu-
cionario se desarrolló en París con los sindicalistas franceses.
Por allí estuve hasta 1920. Luego de vuelta a España, en Bar-
celona, aprendí lo que me quedaba por saber. Fue mi docto-
rado en ciencias de la lucha callejera. Catalunya era otro
mundo dentro de España y de Europa, diría yo; a todos los
niveles que te puedas imaginar. La clase obrera estaba muy
avanzada, bien organizada; y a pesar de la terrible represión a
que era sometida por el gobernador civil, Martínez Anido, y
su sanguinario secuaz, el jefe de la policía Arlegui, resistía,
moría y mataba, no se conformaba con su suerte adversa. Al
llegar a la ciudad, los compañeros y compañeras de la CNT
me recibieron bien, me sentí mejor que en mi propia tierra.
Ellos eran lo que había estado buscando durante años. Me
maravilló la conciencia proletaria que existía en los sindicatos
confederales y su compromiso con la lucha. La prensa bur-
guesa contaba las monstruosidades que se suponía hacían los
anarquistas siempre en primera página, aunque lo cierto es
que no hacíamos ni la mitad de lo que ellos escribían. La ma-
yoría de los atentados con bomba que acaecían en la ciudad

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de Barcelona, los cometía la propia policía. Provocaban el te-
rror entre la población para justificar después sus crímenes
con los militantes anarcosindicalistas, aplicándoles la «ley de
fugas», o asesinándoles de manera impune en cualquier es-
quina mediante los sicarios del Sindicato Libre. Por esos
años nos hicimos amigos Paco (Ascaso), Gregorio (Jover),
Juan (García Oliver) y yo. Fuimos el núcleo duro de un gru-
po con las ideas muy claras, no te quepa duda.
JESÚS: Erais tan populares que algunos niños de mayores quieren
ser como Durruti o como Francisco Ascaso.
DURRUTI: No exageres, Jesús. Éramos personas de acción no de
palabras; si bien, si teníamos que dar un discurso lo hacía-
mos. Cada uno de nosotros poseía sus peculiaridades. Gre-
gorio Jover, por ejemplo, era el mayor de nosotros; era muy
serio. Los campesinos a veces son así de cerrados y él lo era.
Tenía la profesión de colchonero. Actuaba sin hacer pregun-
tas. En el grupo «Los solidarios» se proponían acciones y se
ejecutaban. Actuábamos de manera rotatoria. Los discursos
solíamos dejarlos en manos de otros, aunque, como ya te he
dicho, no los rehuíamos si era necesario. Yo he dado mu-
chos para enardecer a la multitud, pero prefiero la calle, estar
con la gente, cara a cara, discutir. Paco era todo cerebro. Es-
taba a mi lado, y cuando yo decía algo que podía ser trascen-
dente, le miraba de reojo, por su gesto sabía lo que pensaba.
Era un individuo tranquilo. Juan, aunque radical e impulsivo,
por regla general es muy político, se mueve bien en los comi-
tés y entre los profesionales de las instituciones. A mí me
enciende tener que compartir mesa con los Companys y de-
más gentuza burguesa. Solo están aguardando a que nos
mostremos débiles para darnos el tiro de gracia. Están mejor
armados los comunistas del PSUC, los guardias de asalto y
los guardias civiles en la retaguardia, que nosotros en las
trincheras, cuando la guerra se pelea aquí. Si bien, si lo pien-
so detenidamente, no es del todo cierto lo que digo, la guerra

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también se está desarrollando en la retaguardia y temo que
ahí la estamos perdiendo ya.
JESÚS: Supongo que entre tanta vorágine de interminables luchas,
a través de los años, tendréis, los anarquistas, algo de tiempo
para dedicarlo al amor.
DURRUTI (Serio.): ¿A qué viene eso ahora? ¿A qué amor te refie-
res? ¿Amor a la humanidad? ¿Amor a la familia? ¿Amor a
todo lo que vive y siente? ¿Amor a la Naturaleza? ¿O te re-
fieres al amor carnal? ¿Al romántico? ¿Al amor a dios? Hay
muchos tipos de amor, ¿no es verdad?
JESÚS (Sonriendo.): ¡Claro que hay muchos tipos de amor, Pepe!
Eres imposible. A veces tu fuerza me desconcierta. Incluso
me infunde más temor que respeto. (DURRUTI hace un
gesto de ir a hablar pero JESÚS le detiene con un gesto.) No
hace falta que te justifiques. Llevo el tiempo suficiente a tu
lado para saber que detrás de tanta dureza existe una gran
bondad.
DURRUTI: Jesús, no me jodas ahora con sentimentalismos, sabes
que eso me pone de mala leche.
JESÚS (Paciente.): Escúchame…
DURRUTI (Furioso.): ¡No sabes nada de mí! (Se levanta y mira
por la ventana, vuelve a sentarse.)
JESÚS: Permite que me exprese con libertad, por favor.
DURRUTI: Sea. Di lo que quieras, te escucho.
JESÚS: Se te conoce no solo por la violencia que has ejercido so-
bre esos a los que tú llamas burgueses.

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DURRUTI: También he ejercido violencia, como tú dices, sobre
gente que no es burguesa. No he sido nada estricto con el
criterio. ¿Qué se dice más de mí?
JESÚS: Si el pueblo te admira es por tu honestidad y por tu cerca-
nía con los humildes y necesitados. (DURRUTI le escucha
con atención.)
DURRUTI: ¿A dónde quieres ir a parar? ¡Maldito cura de los cojo-
nes! (Se ríe.)
JESÚS: Esa voluntad de favorecer a los menesterosos es una
muestra fehaciente del inmenso amor que fluye de ti de una
manera natural.
DURRUTI (Expectante.): ¿Y…?
JESÚS: Me pregunto si eres capaz de amar de una manera común,
como aman los hombres y las mujeres corrientes, como ama
una mujer a un hombre, y viceversa.
DURRUTI (Irónico.): ¿Y tú, curita? ¿Eres capaz de amar tú? Se
cuentan muchas cosas de vosotros, de vuestro supuesto celi-
bato.
JESÚS: He preguntado yo primero.
DURRUTI: Si lo que quieres saber es si quiero o amo a Mimi
(Emilienne Morín) y a Colette (la hija de ambos), la respuesta
es sí, no lo dudes en ningún momento.
JESÚS: Luego, después de todo, eres humano.
DURRUTI: ¡Qué tonterías dices, Jesús! ¿Por qué no voy a tener
sentimientos y deseos como la demás gente? Lo que sucede
es que los anarquistas y las anarquistas, en nuestra práctica
diaria, damos prioridad a la revolución, a la lucha, por enci-
ma de otras consideraciones humanas. Por ejemplo, en mi

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caso, yo me enamoré de Emilienne en cuanto la vi. Ella dice
lo mismo de mí. Lo que hace que nuestro encuentro fuera
más insólito aún si cabe. Yo estaba en París. Sería… (Pien-
sa.), 1927, creo. Acababa de abandonar la cárcel. Nos cono-
cimos en nuestro círculo de amigos. Luego lo que siguió es
cosa de novela. Dejó su empleo de taquígrafa y se marchó
conmigo a recorrer Europa. Yo entraba y salía de la cárcel,
sin trabajo; vivíamos de prestado en casas de conocidos y
amigos. Nuestra vida fue un auténtico desastre pero así nos
quisimos; sin pedir nada, sin preguntar nada. ¿Era lo que
querías saber?
JESÚS: Sí.
DURRUTI: Vamos a ver, Jesús. ¿Es que acaso piensas que las
personas que practicamos el anarquismo solo entendemos el
amor como apareamiento? Hay más cosas en la vida. ¿No te
has dado cuenta? Nuestro amor se sitúa por encima de lo
meramente carnal. Supongo que con otro tipo de vida, más
tranquilo, tal vez pensáramos más en ello. He de reconocer
que la idea en sí misma me satisface. No estaría mal poder
dedicarme a la holganza y a la sensualidad una temporada.
JESÚS (Incómodo.): La sensualidad no forma parte de mi educa-
ción.
DURRUTI: Joder, Jesús, eres un mojigato de la hostia. Manda a la
mierda el crucifijo y disfruta un poco de la existencia, por si
acaso te es esquiva. No tienes nada que perder. Por aquí hay
algunas milicianas a las que no les resultas indiferente; claro,
porque no saben que eres cura, si no supongo que les darías
grima. Aunque nunca se sabe, lo mismo les generabas morbo
para ver que tenías debajo de la sotana. (Se carcajea.)

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JESÚS: No sabía yo que despertaba pasiones tan audaces. Sin em-
bargo me temo que sigo encadenado por propia voluntad a
mis votos.
DURRUTI: Peor para ti. No sabes lo que te pierdes, amigo.
JESÚS: Aunque no hablas nunca de ello, imagino que echarás de
menos a algunos compañeros y compañeras desaparecidas
en combate, como Paco (Francisco Ascaso). Erais uña y car-
ne; lo han escrito los periódicos una y otra vez. Se decía de
vosotros que erais inseparables.
DURRUTI (Baja la mirada y guarda tres o cuatro segundos de
silencio. Con tono afectado.): Le quería como a un hermano.
Incluso más. Cuando mi hermano Manuel murió en la revo-
lución de Asturias, no lo sentí tanto. Paco y yo nos comple-
mentábamos. Aunque a los dos nos gustaba la acción, yo
ponía el ímpetu y él la serenidad. Yo ponía la energía al obje-
tivo y él se encargaba de la planificación, de la logística…
(Con brusquedad.) Eso ya es historia pasada. Hay que evitar
volver continuamente atrás. Desde que comenzamos la lucha
sabíamos que nos jugábamos la vida. En el camino recorrido
hasta hoy se han quedado muchos seres queridos. En eso yo
he tenido suerte. (Se levanta y camina con las manos a la es-
palda y el rostro tenso.)
JESÚS: ¿Qué te pasa ahora?
DURRUTI: Pasa y mucho, Jesús. Aunque tú no puedas entenderlo
desde tu posición conservadora y acomodaticia.
JESÚS: No entiendo lo que me quieres decir. No sé a qué viene
ese reproche.
DURRUTI (En tono duro.): Es fácil de explicar y de entender. Ha
habido demasiados sacrificios, muchos muertos, para que
todo se quede en nada. Teníamos que haber cogido el toro

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por los cuernos y haber arrasado con los pilares de la socie-
dad. Hemos sido débiles y lo vamos a pagar. ¿Crees que no
lo sé? Los republicanos, los comunistas del PCE y del PSUC,
y esos que se dicen socialistas, han traicionado la revolución
y tratarán de eliminarnos, moral y si es preciso físicamente.
Todos estos demócratas de pacotilla que ahora nos sonríen,
temen más a la revolución que a los fascistas. Con las armas
en la mano y con el control de la calle, que es mucho decir,
nuestra misión tendría que haber sido ir a por todo: haber
expropiado la riqueza que acumula la burguesía y los terrate-
nientes; también tendríamos que haber abolido el Estado.
No lo necesitamos. Los comités revolucionarios federados y
confederados habrían puesto punto y final a esta maldita so-
ciedad.
JESÚS (Sonríe.): No te veo muy optimista que se diga.
DURRUTI: No te rías, no me hace gracia tú sarcasmo.
JESÚS: No pretendía reírme. Lo que sucede es que estoy acos-
tumbrado a un Durruti arrollador, y me sorprende el Durruti
doliente y negativo que estoy viendo ahora mismo.
DURRUTI (Le corta.): Ya me sé esa canción. Soy el indestructible
Durruti. Me repiten el calificativo todos los días. Lo leo en
los periódicos de la retaguardia. Los titulares lo dicen aquí
también, en la prensa que se edita en el frente para enardecer
a la milicia. Puedo ser enérgico pero no imbécil. ¿Es que
crees que no me doy cuenta de que con las armas que tene-
mos y el ninguneo continuo del gobierno republicano, esta-
mos perdidos? No podemos hacer una guerra de posiciones
como esta sin armamento y una retaguardia que suponga un
auténtico respaldo al coste en vidas que tiene mantener el
frente; ni tampoco lanzar una ofensiva contra Zaragoza. En
estas fechas, el que más y el que menos de las cabezas visi-
bles de este país ya ha hecho su elección, y nosotros no he-

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mos sido los escogidos; nuestra ideas están más vivas que
nunca, pero nosotros lo tenemos complicado.
JESÚS (Titubea.): No puedo imaginar lo que va a suceder después
de tanta sangre y barbarie acumulada. Las furias andas suel-
tas. ¡Qué dios nos ampare!
DURRUTI (Sin escucharle.): Qué gran oportunidad estamos per-
diendo. Habíamos conseguido hacer temblar a la burguesía y
eso no era fácil. Ha costado mucho. (Cambia el tono lúgubre
por otro más alegre.) No hay que dejarse llevar por el derro-
tismo, Jesús. Todavía estamos aquí, y quién sabe, hasta puede
que no lo hagamos demasiado mal y nos sonría la suerte. Esa
sería una buena combinación: voluntad y suerte. Después de
todo no hemos vivido tan mal. Yo, sin ir más lejos, gracias a la
revolución, he hecho mucho turismo. He visitado infinidad de
países de tres continentes; he conocido a las gentes más vario-
pintas e interesantes; me he hospedado en las mejores cárceles
y he gozado de fama y reconocimiento. (Se ríe.) La verdad es
que no me puedo quejar; he llevado una vida plena de aventu-
ras, casi poética. Y, encima, he tenido la fortuna de conocer a
Mimi y compartir con ella la maravillosa experiencia de nues-
tra hija Colette… Me gustaría ver crecer a la niña, como los
demás combatientes que tienen hijos pequeños, sin embargo
tengo la sensación de que no va a ser posible.
JESÚS: ¿Por qué dices eso? ¿Por qué no va a ser posible, hombre?
DURRUTI: Pareces ciego, Jesús. ¿No te das cuenta de las bajas
que hay día tras día? Para ganar esta guerra hay que correr
riesgos y eso tiene costes en vidas. En cualquier momento
puedo ser yo uno de esos muertos que nos llegan a diario. A
veces no se sabe ni de dónde pueden venir las balas.
JESÚS: No te pongas trágico, Pepe.

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DURRUTI: Sabes que soy un optimista por naturaleza. Me esfuer-
zo en ello todos los días. Lo que pasa es que los hechos me
abruman y hacen que se tambaleen mis expectativas.
JESÚS: Mira, Pepe. Se es o no se es optimista. No basta con esfor-
zarse.
DURRUTI: ¡Sigue tocándome las narices!... Vale. Tú ganas. Pues
soy optimista. ¿Sabes lo que pienso en este momento?...
JESÚS: No. Dime.
DURRUTI: Pues muy sencillo, que casi la mejor época de mi vida
fue cuando andaba de un sitio para otro por el mundo, ha-
ciendo lo que me venía en gana y me dejaban. No me gusta-
ba ir a la cárcel, eso es obvio; aun así, las sensaciones que vi-
vía, eran intensas, de libertad absoluta. Llegaba a sentirme
invulnerable. Naturalmente, era una alucinación emocional.
La vida me resultaba más satisfactoria que ahora, atrapado
en estas trincheras asquerosas, con un objetivo a la vista de
pájaro que cada hora que pasa me parece más inalcanzable.
JESÚS: No creo que esté todo perdido.
DURRUTI: Ni ganado. Estamos con la mierda el cuello. (Silencio.)
Recuerdo la huelga de una cervecera en Barcelona. Buena
época aquella. Entonces, cuando nosotros hablábamos la
burguesía se estremecía. Hoy tiembla menos pues cuenta con
un ejército profesional protegiéndole las posaderas. Eso
proporciona, como comprenderás, una cierta tranquilidad a
sus tripas.
JESÚS: Ya…
DURRUTI: Lo de la cervecera fue buenísimo. Es en acciones así
como se forman los militantes jóvenes. Se declaró una huel-
ga porque los salarios de los trabajadores eran míseros. Las

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consecuencias inmediatas, como te puedes imaginar, fueron
los despidos. CNT no titubeó, declaró un boicot a esa cerve-
cera para que no lograran vender ni una gota. Muchos loca-
les no atendieron a nuestro llamamiento y siguieron ven-
diéndola. Donde ocurría eso, aparecíamos nosotros y des-
trozábamos todo con mucho gusto. A partir de nuestra visita
se acababa la venta de cerveza. No hay mejor pedagogía que
la acción directa.
JESÚS: Eso no era muy democrático, ¿no?
DURRUTI (Enfadado.): ¿No era democrático? Si se pone en cues-
tión la supervivencia de los más desfavorecidos hay que ele-
gir de qué lado se está, y esa elección tiene consecuencias pa-
ra unos y para otros. Los propietarios de los locales tenían la
oportunidad de apoyar nuestra lucha, a fin de cuentas los
obreros son los principales consumidores de cerveza, ¿no es
así? Unos lo hicieron y otros no.
JESÚS: Es una forma de verlo.
DURRUTI: Cuando una clase se ve agredida, se defiende. ¿Qué
está haciendo la burguesía en España ahora?... Defendiéndo-
se. ¿Ha respetado ella las leyes democráticas republicanas?...
¡No! ¿Nosotros sí debemos respetarlas? ¡Venga, hombre! Es-
tamos hablando de autodefensa, de revolución, y en ese te-
rreno primero se toma partido y luego se participa de la de-
mocracia directa… (JESÚS se encoge de hombros.) El esta-
llido de la revolución en Barcelona fue emocionante, qué
quieres que te diga. Sabíamos que el momento iba a llegar y
estábamos preparados para ello, aunque no lo suficiente.
Una vez que se eliminó a los facciosos, una parte de los em-
presarios huyeron, abandonaron las fábricas, otros se incor-
poraron a las plantillas como un miembro más y los menos
fueron fusilados por los trabajadores. Ahí se produjo lo es-
pectacular, los propios obreros, hombres y mujeres, organi-

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zados en sus sindicatos, se encargaron de ellas. Crearon co-
mités que las autogestionan, incluso mejor que antes.
JESÚS: ¿Y hoy?
DURRUTI: Mucho de eso queda pero me temo lo peor.
JESÚS: ¿Se ha acabado el tiempo de los héroes?
DURRUTI: No éramos ni somos héroes. (Reflexiona.) O en todo
caso no sabíamos que lo éramos. Nuestro arrojo y atrevi-
miento parecía no tener límites. Y no creas que éramos in-
munes al miedo. Cualquiera que diga lo contrario, miente
descaradamente. Cuando me encuentro con algún miliciano
nuevo al que le asustan las balas y las explosiones, le digo:
«Yo tengo tanto miedo como tú. El miedo y el valor vienen
juntos. A veces no sé dónde comienza uno y termina otro».
JESÚS: Eso lo sé por mi propia experiencia hasta llegar aquí, a la
Columna.
DURRUTI: Aunque te cuente todo esto con tanto entusiasmo y
júbilo, detrás de las imágenes que refiero hay muchos aspec-
tos sombríos. Ya te he descrito unos cuantos. Hay que tener-
los presentes para ser humildes, y para poder conocer la his-
toria desde todos los ángulos. Por ejemplo, la muerte de mi
hermano Manuel. No he tenido mucho tiempo para pensar
en ello. Parece que si eres un revolucionario llevas la mortaja
puesta, y tal vez sea así. No lo lloré, no tuve oportunidad pa-
ra hacerlo. Una sombra más con la que cargar. Luego están
esas otras sombras de los que se han ido y que permanecen
firmes en la memoria. Y qué decir de Mimi y Colette. Mimi
es una gran compañera. Desde que nos conocimos, ha se-
guido mis pasos, sin una queja; y motivos le he dado, te lo
aseguro. Tampoco tenía por qué hacerlo, sabía quién era yo
cuando me conoció, y cuál era mi destino más plausible. En
1931, mientras yo estaba en la cárcel, ella trabajaba de lo que

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le salía, de fregona o de acomodadora en un cine. Lo pasó
muy mal. No tenía dinero. Cuando nació Colette la situación
se complicó aún más. Por suerte, los amigos siempre nos
han protegido, y a ella y a la niña nunca les faltaron apoyos
para poder sobrevivir. Fue duro, muy duro, te lo aseguro. La
lucha lo es, y no termina nunca, ni con la revolución. Quizá
lo más difícil de la misma comience después... Mimi y yo, a
pesar de todo, lo hemos pasado bien juntos, nos hemos reí-
do mucho. Ella dice que tengo un gran sentido del humor.
JESÚS: Hombre, algo de bromista si tienes; me pareces bastante
campechano y de risa fácil.
DURRUTI: Tal vez sea cierto. Hay momentos en que no sé de
dónde saco la fuerza para sonreír y animar a los demás. Lle-
vo años militando, pero nunca me pude imaginar que acaba-
ríamos metidos en una guerra civil como esta. Esto supera
todas las previsiones.
JESÚS: ¿No erais conscientes de lo que se estaba fraguando en
España?
DURRUTI: Verás, Jesús. Dejamos libertad de voto a nuestros
afiliados en las elecciones de 1936 porque teníamos treinta
mil presos en las cárceles republicanas. Buenos militantes,
los mejores. Fogueados en la lucha en la calle, indesmaya-
bles. Sabíamos que los íbamos a necesitar en los aconteci-
mientos que se avecinaban una vez que se hiciera con el po-
der político un gobierno de izquierdas, aunque fuera mode-
rado. Cuando llegó el momento del golpe de estado fascista,
la insuficiencia de armas nos frenó. Es deprimente y desco-
razonador pero es así. Asaltamos armerías pero eso no fue
suficiente. No puede serlo porque estamos combatiendo en
una guerra sin recursos, que vamos a perder si no lo damos
todo. No basta con brazos y voluntades contra los militares
profesionales y sus aliados alemanes e italianos. Somos obre-

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ros, campesinos. Estamos acostumbrados a largas jornadas
de trabajo en los tajos y en las fábricas, pero no somos sol-
dados obedientes, disciplinados y expertos en el manejo de
las armas; no estamos habituados a los cañonazos. Tenemos
miedo, a pesar de nuestra ilusión revolucionaria. Venimos al
frente a morir, a veces sin disparar un tiro, porque no hay
fusiles para todos. Sin ser comprendidos ni apoyados. Nos
acusan de locos, de ingenuos, de radicales. Quizá seamos to-
do eso pero luchamos por liberar a la humanidad entera, pa-
sando por encima de nuestras debilidades personales. Lu-
chamos y morimos, anónimamente, sin esperar nada a cam-
bio, sin pretender ser reconocidos, sin estar preparados del
todo para ello; mas siempre dispuestos a enfrentarnos con
las balas enemigas.
JESÚS: Vuelvo a notar una cierta pesadumbre en tus palabras.
DURRUTI: No tengo dudas sobre la tarea que hemos emprendi-
do, Jesús; sin embargo, temo la derrota. Me pregunto si ha-
bría podido llevar otro tipo de vida más tranquila y normal,
sin tanto sobresalto, con mi familia, con Mimi y Colette, con
mis amigos muertos y con los que todavía están vivos. Esas
pérdidas me duelen y hacen que el presente, cuando no va
bien, se convierta en un sentimiento agónico, que es mucho
más que frustración. (JESÚS se levanta y se acerca a él con
intención de tocarle, consoladoramente. DURRUTI hace un
gesto con el brazo para detenerle.) Déjame. Estoy bien.
JESÚS: Eres fuerte.
DURRUTI: Nadie lo es lo suficiente.
JESÚS: Tú, sí.
DURRUTI: Solo soy un hombre.
JESÚS: Eres mucho más que un simple hombre.

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DURRUTI: ¡Déjate de zalamerías! Yo no soy Pili, a la que bien
regalas la oreja.
JESÚS: Sabes bien cuál es mi condición. Solo soy amable con ella.
Trato a todo el mundo igual.
DURRUTI: Dejémoslo… No me gusta darle vueltas al pasado, a
lo que pudo ser y no fue. Pensar no es práctico, te resta
energía. Recordar es peor. El pensamiento debe estar dirigi-
do a la acción, si no es algo inútil.
JESÚS: Sí. Sin embargo, limpiar los desvanes de nuestro cerebro es
saludable.
DURRUTI: Tal vez, no lo niego, pero duele… (Silencio.) Te con-
fieso, que en momentos tristes, en los que me siento vulne-
rable, me acuerdo mucho de Paco (Francisco Ascaso.) Me
falta su templanza. Sin él estoy como desnudo. A veces le
busco con la mirada, entre la multitud, y hasta parece que le
veo, con su expresión inteligente, asintiendo o negando lo
que digo. Nuestro último día juntos fue terrible. En cuanto
supimos que se había producido el alzamiento fascista, co-
gimos todas las armas que teníamos y nos pusimos en mar-
cha. Le peor ocurrió en el cuartel de Atarazanas, una auténti-
ca fortaleza. Un cañón disparaba sin cesar sobre él, pero a
pesar de ello el cuartel resistía. Desde todos los puntos de la
ciudad acudían hacia allí hombres, mujeres y niños, unos ar-
mados y otros no. Los que podíamos, disparábamos contra
él con rabia. Los que no tenían armas, traían alimentos y
municiones. Las barricadas se sostenían con una valentía que
pocas veces se ha visto en nuestra historia reciente. Paco es-
taba a mi lado y de pronto desapareció. No sé qué pudo pa-
sarle por la cabeza. La situación era muy peligrosa, y su ma-
niobra careció de sentido. Cuando volví a verle estaba apro-
ximándose a un camión para utilizarlo como parapeto. Antes
de alcanzarlo, se arrodilló y disparó. Luego intentó seguir

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adelante pero… (Se conmueve.) Cayó abatido por una bala
certera.
JESÚS (Se acerca a DURRUTI, le da una palmada en la espalda y
se retira.): El destino…
DURRUTI (Con todo duro.): Sí. Pudo morir mil veces antes de
ese día, sin embargo… Me hubiera gustado que hubiera ex-
perimentado el día siguiente, y las demás semanas; que hu-
biera disfrutado de la Barcelona revolucionaria.
JESÚS: ¿Qué diría de la situación actual?
DURRUTI: Creo que no le gustaría. Han pasado acontecimientos
que habíamos soñado: el levantamiento popular, la organiza-
ción de comités, la toma de las fábricas, las milicias obre-
ras… Estábamos preparados para iniciar una revolución que
nos llevara a la victoria de una manera rápida pero no para
este tortuoso camino, rodeados de traidores y advenedizos.
Nuestro idealismo nos ha colocado en una difícil posición.
Teníamos el poder absoluto en las manos y no supimos qué
hacer con él. Lo repudiamos, siempre lo hemos hechos; si
bien esta vez era diferente, lo teníamos ahí delante. La dis-
yuntiva era fácil de entender: o lo tomábamos o se lo cedía-
mos a otros. De hecho, aunque parece que nosotros lo con-
trolamos todo, no es más que un espejismo. Por inercia
combatimos hasta la muerte, porque estamos mentalizados
para ello; mas sabemos que hemos perdido la iniciativa, y eso
no solo nos va a costar la revolución, también va a tener un
precio muy alto a pagar.

FIN DEL SEGUNDO ACTO

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ACTO TERCERO

Mismo escenario que en actos anteriores. Hay apiladas algunas


cajas de cartón; falta la mesa de JESÚS y la máquina de escribir.
DURRUTI va vestido igual que en el acto anterior más una caza-
dora de cuero vieja. Mira a través de la ventana con unos prismáti-
cos.

(Entra JESÚS en escena con una cartera de cuero y con un


petate. Viste un mono azul. Lleva correaje y una pistola.)

JESÚS: ¡Hola, Pepe!

DURRUTI: ¡Hombre, Jesús! Tenía ganas de verte. (Se estrechan la


mano efusivamente.) Tienes buen aspecto. Parece que te ha
sentado bien cambiar de aires.

JESÚS: Hubiera preferido ahorrármelo. Tantas impresiones juntas


me desalientan y agotan.

DURRUTI: No empieces a quejarte de tu perra vida.

JESÚS: Claro que me tengo que quejar. Estoy harto de ir de aquí


para allá, resolviendo problemas que me vienen grandes.

DURRUTI: No te sulfures que no es para tanto.

JESÚS: Estoy agotado, Pepe. De verdad. No exagero.

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DURRUTI: No seas pusilánime.

JESÚS: Que sí, Pepe, empiezo a notarme muy bajo de fuerzas.

DURRUTI: Pues no creas que vas a poder tomarte unas vacacio-


nes.

JESÚS: ¿Crees que no lo sé?

DURRUTI: Por si lo has olvidado, estamos en guerra.

JESÚS: Esa explicación sobra. No es necesario que seas sarcástico


conmigo.

DURRUTI: Anda, relájate y cuéntame cómo te ha ido la misión.

JESÚS (Abandona el petate en el suelo y la cartera sobre la mesa):


Déjame que respire un momento. Bebo un vaso de agua y
estoy contigo. Tengo la garganta seca.

DURRUTI: Haz lo que tengas que hacer.

JESÚS: Estas carreteras aragonesas nuestras son infames. No sé si


la expresión define en toda su extensión su calidad. (Se sir-
ve un vaso de agua y bebe con ansia.)

DURRUTI (Impaciente.): Ya está bien de preámbulos, Jesús, vete


al grano.

JESÚS: Tengo sed, estoy sucio y fatigado, solo eso. Soy de carne y
hueso.

DURRUTI: No empieces a joderme con tus monsergas.

JESÚS: ¿Es que no puedo quejarme?

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DURRUTI (Tono leve de enfado.): Claro que puedes enfadarte
pero los rojos no tenemos también la culpa de que las ca-
rreteras estén hechas una mierda.

JESÚS: Yo no he dicho eso…

DURRUTI: Llevamos cuatro días, como el que dice, intentando


cambiar el rumbo de la historia. Así que no me vengas con
payasadas que hoy no es mi día.

JESÚS: Por el tono que empleas, no cabe la menor duda de que te


has levantado con el pie equivocado.

DURRUTI: Algo así… Anoche me dijiste por teléfono que estaba


todo solucionado en Lérida.

JESÚS (Se sienta.): Sigue siendo cierto. De momento, Lérida se


encuentra más o menos en estado de revista.

DURRUTI: Eso me gustaría verlo con mis propios ojos.

JESÚS: No es necesario que vayas en persona a arreglar los desa-


guisados que han cometido unos pocos desaprensivos.

DURRUTI: Pues ha faltado muy poco para que me presentara allí


con un par de centurias a solucionar el asunto para siem-
pre, a mi estilo.

JESÚS: No empieces…

DURRUTI: Yo no hubiera sido tan diplomático como tú.

JESÚS: No ha sido necesario pegar un solo tiro.

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DURRUTI: Por eso te mandé. Reconozco que tienes dotes de las
que yo carezco, y a estas alturas de mi vida no creo que las
vaya a desarrollar.

JESÚS: Estate tranquilo.

DURRUTI: No puedo estar tranquilo.

JESÚS: Todo está bien. (Bosteza.) Me encuentro cansadísimo.


¿Cómo están las cosas por aquí?

DURRUTI: Vamos de mal en peor. El frente se encuentra absolu-


tamente estancado, lo que quiere decir que no vamos ni pa-
ra delante ni para atrás.

JESÚS: Se ha perdido el ímpetu inicial…

DURRUTI: Mira el plano y verás nuestras posiciones y las de los


fascistas.

JESÚS: No será para tanto.

DURRUTI: Estamos con la soga al cuello y el gobierno republi-


cano parece no darse cuenta o le da igual. Ya no sé qué
pensar sobre todo esto.

(JESÚS se levanta y mira con detenimiento el mapa.)

JESÚS: La Columna está, evidentemente, atascada. Yo diría que


paralizada.

DURRUTI: Pues así es.

JESÚS: ¿Cómo está el ánimo de la gente?

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DURRUTI: La gente se encuentra inquieta.

JESÚS: Normal…

DURRUTI: Hasta ahí sí, pero lo más descorazonador del asunto


es que algunos quieren marcharse.

JESÚS: Situación complicada.

DURRUTI: Todos los días hay altercados debido a ese tema, y ya


estoy harto. Hasta los cojones. Voy a acabar haciendo lo
que no quiero: fusilar a más de uno, a ver si así aprenden.
No sé cuál es su interpretación del sentido de responsabili-
dad.

JESÚS: ¡No, Pepe! Eso no. Ya ha corrido demasiada sangre.

DURRUTI: Si dura mucho, esta guerra nos va a convertir en bes-


tias sin sentimientos. No me gusta en los que nos estamos
transformando.

JESÚS: No pienses inspirado por la ira y la frustración.

DURRUTI: Es que no aprendemos.

JESÚS: Hasta cierto punto es comprensible que los milicianos


quieran volver a sus casas.

DURRUTI: Yo también preferiría no tener que estar aquí, hecho


un cabrón, todo el día tragando mierda y tomando decisio-
nes que muchas veces me repugnan. Qué te crees.

JESÚS: Tienes que aceptar que vinieron a luchar voluntariamente,


y parecen creer que tienen la prerrogativa de marcharse
cuando quieran.

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DURRUTI: Quizá estén en su derecho y en eso consista la libertad
individual. Yo no soy nadie para prohibírselo. (Furioso.)
Pero estamos metidos en una guerra que es necesario ganar
a cualquier precio.

JESÚS: No te sulfures, Pepe.

DURRUTI: ¡Necesitamos disciplina y organización! Si esto se con-


vierte en un cachondeo, ¿qué pintamos aquí? ¿Me lo pue-
des decir? (JESUS mira al suelo y rehúye la respuesta.) ¿Si
me apetece me quedo y si no me apetece me voy? ¡No
puedo con ello! Ya me lo advirtió Néstor Majnó, cuando le
vi con Paco, hace unos años, en París. Pobre. Estaba mu-
riéndose de tisis. Le habría gustado, de estar vivo, venir a
luchar a España en nuestras filas.

JESÚS: No sé quién es ese Majnó.

DURRUTI: Fue un gran anarquista ucraniano. Que se enfrentó


con su ejército negro a todo el mundo: a los bolcheviques,
al ejército blanco que luchaba contra los bolcheviques y a
los ejércitos occidentales que apoyaban al ejército blanco.

JESÚS: ¿Todo esto ocurrió en 1917?

DURRUTI: Más tarde. Durante la guerra civil rusa.

JESÚS: No tenía ni idea.

DURRUTI: Era de suponer que en el seminario no te hablarían de


él. (Sonríe.)

JESÚS (Sarcástico.): Pues la verdad es que no venía en los libros


que tenía a mi alcance el tal Majnó. A mí me hablaban, co-

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mo sabes, de santos, vírgenes y temas de esos tan prosai-
cos.

DURRUTI (Sonríe.): Advierto que empiezas a desarrollar sentido


del humor, Jesús.

JESÚS: Siempre lo he tenido, aunque no te hayas dado cuenta has-


ta ahora. Volviendo al tema del que hablábamos. Ten pa-
ciencia con los milicianos, Pepe. Hay que hablar mucho
con ellos.

DURRUTI: ¿Y qué crees que hago durante las veinticuatro horas


del día? Me voy a dejar la voz en estos campos de muerte y
desolación. Al final los convenzo y no se van, y el que se va
lo hace sin armas y en calzoncillos. Luego, que explique al
llegar a Barcelona que ha abandonado la Columna por ca-
pricho.

JESÚS (Se ríe.): ¡Qué cosas se te ocurren! Es buena idea, desde


luego. Algo inmoral, eso sí…

DURRUTI (Irritado.): ¿Inmoral? ¡Me cago en…! Lo mismo si los


mando fusilar, el resto se toma en serio que esto que esta-
mos haciendo no es un juego de niños.

JESÚS: Son jóvenes…

DURRUTI (Duro.): ¡Y qué! Si somos revolucionarios lo somos de


lunes a domingo, llueva o haga sol. Y si no pues a otra co-
sa, nos quedamos en nuestras casas y ya está la faena hecha.

JESÚS: Bueno… Cálmate.

DURRUTI: ¿Qué me calme…?

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JESÚS: Te encuentro hoy muy enfadado. (Mira alrededor.) Veo
que está habiendo cambios.

DURRUTI: Sí. Ahora te lo cuento.

JESÚS: De acuerdo. Cómo va el tema venéreo.

DURRUTI (Le mira hecho una furia.) ¡No me hables de eso que
me pongo enfermo y me dan ganas de marcharme yo tam-
bién o cargarme a alguien!

JESÚS: Ya estamos con lo mismo.

DURRUTI: Es que tiene cojones la cosa. Resulta, ya lo sabes, que


hace un mes teníamos más bajas por enfermedades vené-
reas que por heridas de bala. La falta de medidas profilácti-
cas más la escasa higiene había convertido el asunto en una
epidemia.

JESÚS: La carne es débil.

DURRUTI: ¡Qué carne ni que hostias! Aquí venimos a pegar tiros,


a conquistar Zaragoza, y no a utilizar las trincheras para jo-
der como conejos. (JESÚS le mira en actitud de reproche.)
Sí. No me mires así. Es lo que se hacía y todavía se hace en
cuanto los delegados de las centurias se dan la vuelta.

JESÚS: ¿Las milicianas…?

DURRUTI: Sí, las milicianas. Pero, ¿y ellos qué? Podían hacerse un


nudo en los huevos y utilizarlos para matar fascistas.

JESÚS: Pepe…

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DURRUTI: Con respecto a ellas, lo mismo te digo. Parece que
estamos en las trincheras de fiesta.

JESÚS: Pero Pepe, ya no hay milicianas, en las centurias al menos,


¿no?

DURRUTI (Con desesperación.): ¡Vaya si las hay! Eso creía yo,


que no había ni una pero…

JESÚS: No lo entiendo.

DURRUTI: Han pasado muchas cosas en tu ausencia. El hospital


que abrimos en Bujaraloz para tratar el asunto, lo cerramos
porque solo servía para acumular vagos y escaqueados.

JESÚS: Ten en cuenta que en la Columna hay de todo, Pepe. Si lo


sabré yo. No seas tan exigente.

DURRUTI: Es que tengo que serlo si no todo esto se desmorona.

JESÚS: Quizá en los primeros días primó el idealismo a la hora de


alistarse en la Columna, no lo sé, yo no estaba; pero des-
pués, y yo he sido testigo de ello puesto que soy el que re-
gistra a la gente cuando llega, ha venido de todo: camufla-
dos como yo que quieren pasar inadvertidos, izquierdistas
que han abandonado sus formaciones originales, desertores
de otras columnas, gente con hambre, aventureros, anti-
guos soldados… Hasta guardias de asalto, carabineros y
guardias civiles… Qué quieres que pase entonces. No toda
la gente es así, quizá incluso los advenedizos sean una mi-
noría, mas por pocos que sean, ahí están. Dar cohesión a la
Columna en estas condiciones es arduo. Así pasa lo que
tiene que pasar.

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DURRUTI: Soy consciente de ello… El caso es que cuando ce-
rramos el hospital venéreo, decidimos potenciar las medi-
das profilácticas, y parece que van funcionando, eso es lo
que me cuentan.

JESÚS: ¿Qué ha pasado con las milicianas que estaban en las cen-
turias?

DURRUTI (Mostrando cansancio.): Problema irresoluble. ¿Te


acuerdas la que tuvimos que montar para alejarlas del fren-
te?

JESÚS: ¡Vaya si me acuerdo! Un día entraste en la oficina como si


te persiguiera el mismísimo diablo, con cara de pocos ami-
gos, gritabas y maldecías, diciendo que había que acabar
con los contagios veneros como fuera. Yo me quedé de
piedra pues no podía imaginarme cómo podíamos terminar
con ello si no era a través de medidas profilácticas, de las
que no disponíamos en ese momento; o practicando la más
severa abstinencia. Me dijiste, con un gesto de terror en el
rostro, que o hacíamos algo o nos íbamos a quedar los dos
solos en la Columna. A pesar de tu mal humor, he de reco-
nocer que la situación me hizo gracia. Sin embargo, me hi-
zo menos gracia cuando me exigiste que solucionara ¡yo!, el
problema. ¡Yo precisamente! Qué tenía que ver yo con en-
fermedades venéreas. Pues así fue. ¿No te acuerdas? (Du-
rruti se ríe.) Sí, ríete, pero yo sudaba de miedo en el mo-
mento que me ordenabas que hablara con los compañeros
de transportes para que mandaran todos los vehículos po-
sibles a las centurias, y recoger a las milicianas, ¡a todas!, di-
jiste, ni más ni menos. Como si fuera algo fácil de hacer.
Menudas son. ¡Qué carácter! Querías que las llevara a Sari-
ñena y allí las metiera en algún tren rumbo a Barcelona. Y
así lo hice; no sin múltiples esfuerzos, amenazas, insultos e

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imprecaciones de por medio; y, por supuesto, ante el ca-
chondeo general.

(DURRUTI se carcajea y le palmea el hombro.)

DURRUTI (Riéndose.): Hiciste un buen trabajo, Jesús.

JESÚS (Irónico.): Gracias. Eso me tranquiliza mucho, de verdad.

DURRUTI (Serio.): Pues quiero que sepas que tanto esfuerzo no


ha servido para mucho, por lo que sé las mismas milicianas
que te llevaste están de vuelta en las centurias. Si no todas,
la mayoría. No sé cómo han regresado. Imagino que en los
camiones de avituallamiento que van y vienen a diario des-
de Lérida y Barcelona.

JESÚS: ¡No me digas!

DURRUTI: Sí. Va… Dejémoslo. No tiene remedio. Tengo cosas


más importantes de qué preocuparme. Háblame de Lérida.

JESÚS: Esa ha sido otra de tus misiones gloriosas, de esas que me


encanta cumplir.

DURRUTI (Sonriendo.): Es lo que te corresponde por ser cultiva-


do, paciente y cura camuflado en una columna anarquista.

JESÚS: ¡Pepe…!

DURRUTI: De acuerdo. Me he pasado un poco. Perdóname. Va-


mos con el tema de Lérida de una vez. Que se nos va el
tiempo y tengo mucho que hacer todavía hoy.

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JESÚS: En realidad ya sabes lo que ha pasado. Te he llamado to-
dos los días por teléfono y te he ido contando mis gestio-
nes.

DURRUTI: Sigue.

JESÚS: Cuando llegué a Lérida, acompañado por los salvoconduc-


tos firmados por ti y con mi escolta, mucha gente se puso
nerviosa. Enseguida se rumoreó que Durruti había manda-
do una comisión para investigar las conductas poco éticas
de algunos milicianos, que, inevitablemente, desprestigia-
ban a la Columna. Lo que descubrí, que tú ya sospechabas,
es que algunos desaprensivos, en nombre de la Columna
Durruti, se dedicaban a esquilmar comercios y almacenes,
amparados en la impunidad que les confería, y que ellos
mismos se arrogaban: su condición de combatientes; con la
justificación o el pretexto de hacer requisas siempre en fa-
vor de la revolución.

DURRUTI: ¡Pandilla de ladrones!

JESÚS: Efectivamente, eso era lo que hacían, robar a su antojo, sin


el menor escrúpulo.

DURRUTI: ¡Canallas!

JESÚS: Al principio pensamos que había alguien que controlaba el


asunto en su totalidad, una especie de jefe que llevaba el
negocio. Pero en realidad no había nadie en concreto, sino
una nube difusa de oportunistas, golfos y vividores.

DURRUTI: Si hubiera ido yo en persona se habrían enterado de lo


que cuesta la traición. Los habría fusilado a todos. Es que
no habría dejado ni a uno vivo…

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JESÚS: Pepe…

DURRUTI: Sigue, sigue.

JESÚS: Debíamos tener un aspecto imponente, armados hasta los


dientes, con pistolas, metralletas y granadas de mano, por-
que al momento de arribar en la ciudad nos empezó a lle-
gar información fiable sobre lo que estaba pasando. Diga-
mos que hicimos una buena puesta en escena. Desde el
Hotel Suizo llevamos las investigaciones sin problemas.
Primero fuimos a ver a los funcionarios de la Generalitat,
que, por cierto, no nos miraron con mucho agrado, más
bien con aprensión. Buscábamos su apoyo y aunque no co-
laboraron demasiado, nos explicaron que los responsables
de los saqueos entregaban un justificante, una especie de
recibo, en los comercios que robaban. Estos documentos
llegaban a la Generalitat bajo la solicitud de reembolso, al-
go, evidentemente, poco probable. Es necesario que te diga
que hasta ese momento nadie había cobrado ni una peseta.
Existían cientos de vales de ese tipo. Recopilé todos los
que pude, sobre todo aquellos en los que se podía identifi-
car a los firmantes y que habían dicho que lo requisado era
para la Columna Durruti. Si bien parecía una misión impo-
sible, fuimos indagando cada uno de los recibos y recupe-
ramos la mayor parte de la mercancía.

DURRUTI: ¡Muy bien! ¡Qué grande eres, Jesús!

JESÚS: No castigué a nadie pero transmití tu advertencia de que si


se repetían los hechos, nuestra siguiente intervención no
sería tan benigna.

DURRUTI: ¿Cómo se lo tomó esa panda de cabrones?

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JESÚS: No rechistaron. No se atrevieron ni a mirarnos a la cara.
Ya te he dicho que nuestra presencia y determinación im-
ponía.

DURRUTI: Parece que la misión no era tan difícil.

JESÚS: ¡Claro que ha sido difícil! Muchísimo. A ti todo te parece al


alcance de la mano. Pero yo estoy hecho de carne y huesos,
no como tú que pareces venido de otro planeta.

DURRUTI (Se ríe.): Nunca me habían dicho nada parecido. Es un


punto de vista interesante. Quizá procedo de fuera del pla-
neta Tierra, y no lo sepa. Tengo que pensar sobre ello.

JESÚS: Tú lo solucionas todo riéndote o pegando tiros.

DURRUTI: ¿Y qué quieres que haga con la que tenemos encima?

JESÚS: Yo no me he reído tanto como tú. Lo he pasado muy mal,


que lo sepas. Sobre todo con un tipo barriobajero al que vi-
sité en un burdel, delegado de abastos de la Columna, que
practicaba sus latrocinios en nombre de la misma. Descubrí
que se había llevado de la Tabacalera una gran cantidad de
cigarrillos sin que hubiera llegado nada al frente. Cuando le
encontré se estaba jactando de lo bien que le iban las cosas
ante las mujeres y parroquianos presentes, mientras invita-
ba a bebida y a tabaco a todo el que le hacía caso.

DURRUTI (Furioso.): ¡Maldito, hijo de su madre!

JESÚS: A mí y a mi escolta, que en ese momento no ostentábamos


armas, nos invitó también, sin percatarse de quiénes éramos.

DURRUTI: ¡Qué cara!

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JESÚS: Desde luego. Era todo un personaje, te lo aseguro. En un
momento dado se sentó a nuestra mesa, y entonces me pre-
senté, exponiéndole sucintamente mi cometido. (Sonríe.) Ni
siquiera intentó justificarse. Obedeció todas mis órdenes sin
decir ni pio. No tenía otra alternativa, claro. De no haberlo
hecho, lo hubiera detenido y te lo habría traído a ti para que
el Comité de Guerra examinara su comportamiento.

DURRUTI (Sonríe.): Se cagó en los pantalones, ¿eh?

JESÚS: Algo así; pero supo reaccionar con presteza a nuestras


exigencias.

DURRUTI: Eso ha permitido que de momento siga vivo.

JESÚS: Es posible.

DURRUTI: Creo que nos estamos volviendo blandos.

JESÚS: No sigas por ese camino. No todo hay que resolverlo con
violencia.

DURRUTI: No sé, no sé. Intento tener tu templanza y compasión


pero lo mismo que me cansaba no tener una peseta nunca
para gastarme alegremente con Mimi y Colette, también ya
me cansa, especialmente, tener que ser siempre tan pedagó-
gico y dialogante.

JESÚS: Vales para ello. Eres la persona más pedagógica que he


conocido, sobre todo porque predicas con el ejemplo.

DURRUTI: Ya vale. No me dores la píldora que no me gusta.

JESÚS: Tienes que aceptar los halagos.

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DURRUTI: No me parece constructivo recibir tantos; es un ali-
mento para el ego, y de eso ya vamos sobrados.

JESÚS: Es decente y necesario que se reconozcan los méritos de


cada uno.

DURRUTI: Bien. De acuerdo, Jesús. (Cortando la conversación.)


Pero dime cómo ha quedado Lérida al día de hoy.

JESÚS: El decirles a los protagonistas que tomarías represalias si


continuaban los abusos, surtió un efecto decisivo. Te puedo
garantizar, por la información que poseo, que el caos que
imperaba ha cesado; gran parte de lo incautado ha sido resti-
tuido. En la ciudad hay calma.

DURRUTI: Sabía que lo conseguirías. Buen trabajo, de nuevo.

JESÚS: Gracias. Pero, por favor, si me mandas alguna tarea, que


sea más fácil. Voy a acabar mal de los nervios.

(DURRUTI se ríe.)

DURRUTI: Precisamente de eso quería hablarte. Tengo una nueva


misión para ti. (Sonríe malicioso.)

JESÚS (Con cara de disgusto.): ¡No, por favor! Permite al menos


que me recupere de esta última.

DURRUTI: Escúchame y deja de lamentarte. Hay algo que no me


gusta en la Columna y quiero que lo soluciones.

JESÚS (Enfadado.): ¿Por qué yo?

DURRUTI: Porque confío en ti. ¿Es suficiente explicación?

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JESÚS: También confías en otros.

DURRUTI: Sí. Sin embargo, en ti confío más.

JESÚS: Pero, Pepe, te recuerdo que soy un puto cura, como tú


dices, un miembro de la Iglesia, tu potencial enemigo…

(DURRUTI se carcajea.)

DURRUTI (Entre risas.): Parece que me estás convenciendo para


que te mande fusilar.

JESÚS: Es que no es justo.

DURRUTI: Si me dejaras hablar te darías cuenta de que esta mi-


sión es más llevadera que las otras.

JESÚS (Molesto.): Sí, claro. Más llevadera. ¡Pues hazla tú!

DURRUTI (Paciente.): Jesús…

JESÚS: Está bien. Al final siempre te sales con la tuya. Te escucho.

DURRUTI: Verás, Jesús. (Enfadado.) Estoy harto de ver a gente


en el Cuartel General pavoneándose con estas putas pellizas
que manda el Sindicato de la piel de Barcelona. (Se señala la
que lleva puesta.) Mientras que quienes están en las trinche-
ras se protegen con mantas mugrientas. Eso no lo voy a
consentir de ninguna manera, ¿me entiendes? (JESÚS asien-
te.)

JESÚS: ¿Qué quieres que haga?

DURRUTI: ¿Qué quiero que hagas?... Que las recojas todas, una
por una, y las repartas en las centurias que están en primera

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línea. Supongo que nadie se resistirá a entregarla, pero si al-
guien te pone pegas, me lo dices de inmediato, que yo sabré
cómo ponerle en el lugar que le corresponde.

JESÚS: ¿Recojo la tuya también?

DURRUTI: La mía también. La primera. (Se quita la pelliza y se la


da a JESÚS. Este la coge y la deja sobre la mesa.)

JESÚS: ¿Quieres que lo haga ahora mismo?

DURRUTI: No, no hace falta. Descansa un poco. Tenemos que


hablar de más asuntos.

JESÚS: ¿Qué hay pendiente que no sepa?

DURRUTI: Habrás observado que ni está Pili, ni tu mesa, ni la


máquina de escribir, ni los archivos…

JESÚS: Sí. La oficina, obviamente, está desmontada.

DURRUTI: ¿Echas de menos a la guapa Pili?

JESÚS: ¡Pepe…!

DURRUTI (Sonriendo.): Era una broma. Hace un momento me


gustaste, parecía que tenías sentido del humor. Pero veo que
vuelves por tus fueros. ¿Todos los curas tienen tan poco sen-
tido del humor como tú?

JESÚS (Cortante.): No lo sé.

DURRUTI: No te enfades…

JESÚS: Si no me enfado, ya te conozco un poco.

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DURRUTI: Nos estamos trasladando unos kilómetros más atrás.
Esta zona no es segura. De vez en cuando sorprendemos a
avanzadillas fascistas por los alrededores. Además, temo que
la aviación enemiga tenga nuestra posición y nos arroje una
bomba cualquier día. Llevamos demasiado tiempo instalados
aquí.

JESÚS: Me parece bien.

DURRUTI: Pero se van a producir más cambios.

JESÚS (Intrigado.): ¿Qué cambios?

DURRUTI: Siéntate, por favor.

(JESÚS se sienta. DURRUTI coge una botella que se presu-


pone contiene licor y sirve dos vasos; le ofrece uno a JE-
SÚS.)

JESÚS: Algo malo sucede cuando te tomas tantas molestias y eres


tan delicado conmigo.

DURRUTI (Sonríe mientras se sienta.): No es ni bueno ni malo…


Más bien no sé qué está pasando ni en el gobierno republi-
cano ni en la CNT. Y lo que ocurra en los dos ámbitos nos
va afectar a todos nosotros.

JESÚS: ¿Qué me quieres decir con eso?

DURRUTI: ¿No te has enterado de las últimas noticias?

JESÚS: Lo cierto es que he estado tan absorto en los asuntos de la


Columna que he permanecido al margen de los aconteci-
mientos.

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DURRUTI: Muy bien. Pues te voy a poner al día. La primera noti-
cia, la más importante, al menos para mí por lo que ello con-
lleva, es que cuatro anarquistas van a formar parte del go-
bierno republicano.

JESÚS: ¿Qué…?

DURRUTI: Sí…

JESÚS: Cómo…

DURRUTI: En el fondo no me sorprende. Tanto hemos tolerado


que solo nos faltaba colaborar con el estado burgués. Todos
nuestros principios pisoteados. Para llegar a esto más nos
hubiera valido haber impuesto la tan temida dictadura anar-
quista; supongo que lo habríamos hecho mejor que los bol-
cheviques en Rusia.

JESÚS: No sé qué decirte. Este tema es un asunto que a mí me


resulta lejano cuando no ajeno.

DURRUTI: Lo sé. Pero quería compartirlo contigo. La situación


en sí misma me asquea.

JESÚS: ¿Quiénes son los ministros, si se puede saber?

DURRUTI: ¡Casi nadie! La mismísima Federica Montseny va a ser


ministra de sanidad. ¡Hostias con la Federica! Quién lo iba a
decir. Aunque de siempre ha apuntado maneras de persona
elevada a la que le gusta funcionar por las alturas, sin mojar-
se demasiado. El siguiente en la lista es mi querido compañe-
ro de correrías, Juan García Oliver, que va a asumir la cartera
de justicia. Otro que primero iba a «por el todo» y ahora de
repente se ha vuelto republicano y tolerante con las políticas
contrarrevolucionarias… (Silencio.) No me hagas mucho ca-

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so en lo que te digo, estoy soltando veneno, y, seguramente
Juan lo hace con la mejor intención. Aun así, su nueva po-
nencia política ha pasado de llamarse «ir a por el todo» a «ir a
perderlo todo»; y eso es lo que hacen los comités de la CNT
con esta decisión, tirarlo todo por tierra. Han perdido el nor-
te y habría que corregirlos, aunque fuera a viva fuerza.

JESÚS: ¿Quiénes son los otros dos ministros?

DURRUTI: ¡Ah, sí! Me había olvidado de Juan Peiró, futuro mi-


nistro de industria; y Juan López, ministro de comercio…
(Silencio.) Retrocedemos a pasos agigantados. Pronto nos
faltará el suelo bajo los pies. Las ideas nos impulsan hacia
adelante; renunciar a ellas nos hace caer en una posibilismo
reaccionario que nos convierte en una fuerza más, al mismo
nivel que el resto de las organizaciones que se mantienen en
lucha contra el fascismo. Y nosotros no somos, o no éramos
como los demás. Eso nos daba fuerza moral y una confianza
en nuestras posibilidades como nunca habíamos tenido hasta
ahora.

JESÚS: Vuelves al pesimismo.

DURRUTI: ¡Y qué quieres que haga! Los acontecimientos se pre-


cipitan. Veo cómo poco a poco nos alejamos de nuestros
sueños. Me encuentro desalentado. Cada día me asusta más
perder la guerra por las consecuencias que ello va a tener so-
bre la población. Lo que nos pase a nosotros, a los comba-
tientes, me es indiferente, sabíamos lo que nos jugábamos
desde el principio; pero el resto…

JESÚS: No pienses en eso.

DURRUTI: Me siento responsable de toda esta gente...

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JESÚS: Lo sé, pero no puedes ser el responsable de todo lo que
sucede en el país, o al menos en la zona republicana.

DURRUTI: Es que me invaden presentimientos nefastos. Veo el


futuro muy negro, y no puedo quitarme esa imagen de la ca-
beza.

JESÚS: Vamos, hombre…

DURRUTI: No te lo cuento para que me consueles, solo para


desahogarme. No eres mi confidente, nunca he pretendido
que lo seas; ocurre que estas inquietudes no las puedo com-
partir con cualquiera. ¿Lo entiendes?

JESÚS: Sí.

DURRUTI: Sé que tú no se lo vas a contar a nadie, al menos


mientras la guerra dure.

JESÚS: Eso seguro. Y después, suponiendo que sobreviva y gane


Franco, no creo que sea factible hablar de las confidencias
del líder anarquista Buenaventura Durruti.

DURRUTI: Es probable que no.

(Guardan silencio.)

JESÚS: Me dijiste una vez que el futuro no estaba escrito, que na-
da estaba escrito...

DURRUTI: Lo dije pero todo lo que está ocurriendo me confunde


y hace que me dominen los temores.

JESÚS: Tonterías.

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DURRUTI: Es posible.

JESÚS: En los momentos de desánimo todo se ve negro.

DURRUTI: Es así, no puedo negarlo. Y hoy no estoy muy conten-


to que se diga.

JESÚS: ¿Tanto te ha afectado la noticia de los ministros?

DURRUTI: Todavía no te lo he contado todo. Los pocos días que


has estado fuera han dado mucho de sí.

JESÚS: ¿Hay más?

DURRUTI: Sí.

JESÚS: Cuenta, por favor.

DURRUTI: Me han llegado noticias de que el Gobierno está pre-


parando su traslado a Valencia.

JESÚS: ¿Abandonan Madrid?

DURRUTI: Sí.

JESÚS: ¿Y eso por qué?

DURRUTI: Está muy claro o al menos yo lo veo así: piensan que


Madrid va a caer. Van a dejar al general Miaja como defensor
de la ciudad, y ellos se marchan. ¿Para seguir gobernando
desde lugar seguro? No, hace tiempo que dan palos de ciego,
como nosotros. Ellos solo pretenden salvar el pellejo. En ca-
so que las cosas empeoren, de Valencia tienen la salida más
fácil al extranjero.

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JESÚS: ¿Crees que dan la guerra por perdida?

DURRUTI: No pienso que lleguen a tanto pero seguro que entre


ellos tienen conversaciones como esta que tenemos tú y yo.
Es decir, hacen sus cuentas, su inventario de recursos, y con-
cluyen, lo mismo que yo, que lo tenemos mal, salvo que las
potencias europeas nos ayudaran; y eso no va a ocurrir, pre-
fieren a Franco al riesgo de una revolución que soliviantara a
toda la clase obrera de Europa. Franco es el mal menor.

JESÚS: No pensaba que la situación estuviera tan mal.

DURRUTI: Lo está.

JESÚS: Es una estupidez decir que esto se va a arreglar porque no


va a ocurrir. Lo idóneo para todas las partes sería alcanzar la
paz a través de acuerdos, de una negociación; y pienso que
con Franco no hay negociación posible.

DURRUTI: No. Está arrasando por allí por donde pasa. Aplica
una política de exterminio sobre resistentes y no resistentes.
Provoca el terror para proclamar lo que les espera a aquellos
que se le opongan. Nos queda vencer o morir. Quizá lo úl-
timo sea nuestra auténtica y segura liberación.

JESÚS: La muerte nunca puede ser una liberación.

DURRUTI: Para Cristo lo fue. La muerte le liberó del sufrimiento.

JESÚS: Él aceptó su destino, pero quería vivir por encima de todo.


Y, desde luego, no deseaba sufrir como lo hizo en el suplicio
de la cruz.

DURRUTI: Yo también; quiero vivir. Sin embargo, no vamos por


buen camino. Para que lo sepas, el Gobierno me ha llamado

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para que vaya a Madrid, a contribuir a su defensa con parte
de la Columna.

JESÚS: ¡Madre mía! ¡Esa sí es una sorpresa! Tu sitio está aquí, en el


frente de Aragón.

DURRUTI: Eso pienso yo. También me he quedado atónito


cuando me han llamado… Es un hecho, nos vamos…

JESÚS: Por supuesto, yo me voy contigo. Aquí no me quedo.


Donde tú vayas, yo voy.

DURRUTI: Lo siento, Jesús. Esta vez no. Te quedas. La Columna


te necesita.

JESÚS (Poniendo cara de espanto.): ¡Me condenas a muerte! ¿Es


que no te das cuenta, Pepe?

DURRUTI: ¡No me jodas, Jesús! Deja de decir idioteces. La gente


te respeta, y más me respeta a mí. Tú eres mi amigo y prote-
gido, por tanto, tocarte a ti es tocarme a mí. En la Columna
estás seguro, esté yo o no.

JESÚS: Pero, ¿por qué te llevan a Madrid? ¿Qué pintas tú en Ma-


drid?

DURRUTI: No lo tengo del todo claro. Sobre todo cuando el Go-


bierno está a punto de irse. No confían en los anarquistas ni
nos quieren, y mucho menos en mí, me consideran un radi-
cal intratable. El Partido Comunista, si pudiera, nos elimina-
ría como al ganado. Posiblemente, sea una acción propagan-
dística para animar la resistencia, no lo sé. Desde luego, me
huele mal. La CNT apoya la decisión. Cree que mi interven-
ción en la capital será decisiva para detener el avance de los

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fascistas. No me creo nada. Ya no me fío de los comités de
la organización.

JESÚS: ¿Por qué?

DURRUTI: ¿Qué voy a hacer yo solo con dos mil hombres? Apar-
te del hecho de que una parte de ellos van a ser de la Co-
lumna, pero la otra mitad va a estar compuesta por volunta-
rios recién enrolados en Barcelona, sin experiencia ni entre-
namiento. No tenemos armamento adecuado para enfren-
tarnos al ejército profesional que asedia la ciudad. Mi viaje
no va a servir para mucho. Un sacrifico de vidas inútiles. Es-
tos voluntarios no saben lo que es el frente… Va a ser un
desastre… En cuanto entren en combate se van a hacer ma-
tar como corderos en el matadero o van a salir corriendo…
Aparte de eso, temo por el porvenir de la Columna aquí en
Aragón cuando yo no esté presente. Me preocupa toda la
gente que me ha seguido sin hacer preguntas ni exigir nada.
Me sangran las entrañas de pensar que los tengo que dejar.
(Se levanta y camina por la sala.) ¿Sabes lo que me gustaría?,
que no sé si es lo acertado.

JESÚS: No. Dime.

DURRUTI: Ir a Madrid pero con mis mejores fuerzas, las más


entrenadas y aguerridas, esas que llaman fanáticas; y una vez
allí, acabar con el Gobierno o con lo que quede de él, y mo-
vilizar a toda la población, hombres y mujeres, entre 16 y 60
años. Todos volcados en el frente. Vaciaría los bancos para
comprar armas y municiones. Convertiría, si era preciso, las
farolas en balas y granadas de mano; en resumen, haría del
pueblo de Madrid un inmenso ejército imparable y de la ciu-
dad una fortaleza inexpugnable. Entonces, quizá, tuviéramos
una oportunidad. Pero, es obvio que no voy a hacer nada de
eso. Voy a obedecer las órdenes que he recibido, como un

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imbécil, yo que nunca he obedecido a nadie, y me voy a ir a
Madrid sin rechistar, a hacer que me maten, que nos maten.

JESÚS: ¡Pepe, por favor!

DURRUTI: ¡Sí, Jesús! A eso vamos a Madrid, a morir.

FIN DEL TERCER ACTO

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ACTO CUARTO

El escenario está vacío de todos los elementos anteriores. Hay una


mesa camilla y sobre ella una botella de licor y un vaso. También
hay una silla.

(JESÚS viste una camisa blanca y un pantalón viejo. Está


sentado a la mesa y bebe de un trago el contenido del vaso.
Deja caer la cabeza sobre los brazos, que están apoyados so-
bre la mesa. Llora desconsoladamente unos segundos. Se re-
cupera. Se seca las lágrimas con el dorso de la mano y vuelve
a beber. Mira al vacío.)

JESÚS: Dios mío, estoy perdido. Mañana cruzará la frontera fran-


cesa lo que queda de la Columna, yo iré con ella. Es mi des-
tino. No tengo la obligación de hacerlo pero mi conciencia
me dice que es lo correcto… Qué será de nosotros. Qué será
de mí. La guerra se ha perdido. Tendría que decir que la he-
mos perdido pero en realidad la ha ganado el bando que mis
convicciones morales apoyan… ¿Qué hay de mis sentimien-
tos? He estrechado lazos de amistad y de cariño muy fuertes
con los compañeros de estos largos meses y años, que van
más allá de las diferencias políticas e ideológicas… Yo no
soy anarquista, ni socialista, ni comunista, por lo tanto, nece-
sariamente, tengo que ser parte del mundo que va a surgir
del ejército triunfador. Soy un cura español, defensor de la
Iglesia Católica, del orden y de las buenas costumbres. Mi si-
tio es ese espacio de seguridades incuestionables e imperece-
deras. El tiempo de los ilusos ha pasado, han sido vencidos.
No sé si podrían haber ganado, quién puede saberlo. Hay

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ocasiones en que lamento su derrota… ¡Pero qué estoy di-
ciendo! ‘Insensato! ¿Es que acaso me he vuelto loco? ¡Cómo
puedo pensar estas cosas! Mi debilidad me ha hecho pecar
de obra, y ahora lo estoy haciendo también de pensamien-
to… El mundo de justicia e igualdad que ellos pregonaban
es lo que quería Cristo en la tierra, así figura en el Nuevo
Testamento… Sin embargo, sus conductas transgresoras y
mortíferas han provocado el pánico entre nosotros, sus
enemigos… La Iglesia siempre ha estado del lado de los po-
derosos. Eso es innegable. Nadie en el seminario me habló
de justicia social, solo me repitieron hasta la saciedad que
siempre habían existido los ricos y los pobres, que dios lo
quería así; y que lo único que podía paliar en cierta medida
esa catástrofe era la caridad cristina, y la redención por el re-
zo y la penitencia. En el cielo dios acogería a pobres y ricos
por igual… No me creo nada de todo eso, ya no puedo, he
visto demasiado… Pero necesito volver a creer en ese uni-
verso compuesto de cielo e infierno, porque es al que pro-
bablemente vuelva.
Si no hubiera sido por Pepe a estas horas estaría muerto,
bien muerto. (Se sirve de la botella y bebe un trago.) Han
desfilado tantos acontecimientos por mi vida desde que se
fue a Madrid; parece que ha transcurrido una eternidad.
¡Cómo le echo de menos! Era mi amigo. Mi compañero,
como él diría. No tengo nada que reprocharle. Durruti era
irreprochable, eso lo puedo certificar con mi testimonio vivo
y sincero. A su lado aprendí lo que significa ser coherente
con los principios, a pesar de las pasiones, la educación y las
contradicciones. ¡Cuántas veces discutimos de ello! (Sonríe.)
Él me enseño, sin pretenderlo, a ser mejor persona, a ser
consciente del orden del mundo, prescindiendo de supersti-
ciones, prejuicios y etiquetas falsas. Nunca intentó cambiar
mis convicciones, aunque más de una vez se mofó de ellas,
el muy ca… ¡Perdóname, dios mío! Las malas compañías
han ensuciado mi lenguaje. Menudo vocabulario tenía Pepe.

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Al principio me ofuscaba su forma de hablar, con el paso del
tiempo me hacía reír. Ahora le extraño.
He hablado de malas compañías de manera inconscien-
te. ¿Mis compañeros y compañeras son malas compañías?
No, esa no es la expresión adecuada. Esta gente, la mayoría,
es de una ética intachable, a pesar de que su radicalismo en
ocasiones les lleve a cometer crímenes insoportables. Creen
en lo que hacen con un fervor parecido al religioso. Yo amo
a dios, te amo a ti, señor. Ellos aman primero a la libertad y
luego a la humanidad. Un amor revierte sobre el otro. Eso
debería unirnos en algún punto. Sus sueños rebosan amor
igual que los de cualquier cristiano que se precie. Buscan la
hermandad entre los hombres, acabar con la pobreza… igual
que el hijo de dios… ¡Sí, ya lo sé! ¡Ya lo sé! También queman
iglesias y matan a sacerdotes y a monjas… ¡El otro bando ha
asesinado indiscriminadamente a ancianos, mujeres y a ni-
ños!… «Quién esté libre de pecado que tire la primera pie-
dra», dijo Cristo… Pepe me aceptó como era y me pidió que
le acompañara en un viaje sin retorno, cuyo final adivinó
mucho antes de que ocurriera…
Recuerdo la última noche que pasamos juntos. Una ma-
la noche para todos; nuestras vidas estaban a punto de cam-
biar radicalmente. Pepe estaba irritado, lo más nimio le mo-
lestaba; hablaba con escepticismo sobre el viaje a Madrid,
renegaba de él, de los comités de la CNT y de algunos viejos
compañeros en los que había perdido la confianza: no quería
irse. Varias veces le vi a punto de estallar y mandarlo todo a
la mierda. Decía que iba a hacer su revolución particular sin
escuchar a nadie; sin embargo, después de ese arrebato de
furia, se calmó y aceptó con resignación su destino. Horas
amargas aquellas. Cuando nos despedimos me dio un abrazo
tan fuerte que creí que me iba a descoyuntar las costillas. Yo
lloré por dentro y por fuera. No tuve reaños para decirle lo
que sentía por él. No pude explicarle que el mundo era un si-
tio mejor con él cerca… Le dejé montarse en el coche, sin

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mediar más que las palabras justas de cortesía, con una fuerte
congoja en el pecho.
Le vi partir rumbo a Sariñena, con la sensación de que
no volvería a verle más. Como así fue. Ese sentimiento fata-
lista no tenía un significado concreto, no me anunciaba su
muerte, tampoco la mía, solo me decía que nuestros caminos
no se iban a volver a encontrar. Más tarde supe que desde
Sariñena voló a Barcelona con el doctor Santamaría, el médi-
co de la Columna, en una avioneta desvencijada que daba
miedo ver, debido a su estado; era un montón de chatarra.
En Barcelona permaneció unos pocos días para hablar con
unos y con otros, quería enterarse de lo que en verdad estaba
sucediendo en los entresijos de la ciudad. Las explicaciones
que le dieron fueron pocas y las que entendió menos.
De Barcelona viajó a Valencia done le esperaban los
nuevos e impecables ministros anarquistas, ¡qué gracia!, no lo
digo por mí sino por Pepe, a mí me daba igual quien fuera o
dejara de ser ministro. Él se debió sentir raro al estrechar sus
manos. Sus antiguos compañeros de clandestinidad, de lucha
sangrienta, de interminables sacrificios, ahora convertidos en
marionetas de un gobierno burgués. ¡Formidable escena!
Tragar con eso tuvo que ser duro para Pepe. Adivino que
dentro de sus entrañas al fuego abrasador que en ocasiones
le dominaba le hubiera gustado fusilarlos, pero su sentido de
la responsabilidad y su respeto a la CNT, organización a la
que tenía bastante endiosada, le hizo agachar la cabeza; eso
sí, con una sonrisa cínica y algún que otro comentario sarcás-
tico. ¿Por qué con una sonrisa? Porque sus compañeros de
Columna se miraban en él como en un espejo, y estaban dis-
puestos a morir por él y con él. Durruti no podía decepcio-
narlos, ni en ese momento ni ante el pelotón de fusilamiento
de haberse presentado la ocasión…
En Valencia se hizo cargo de los nuevos milicianos re-
clutados en Barcelona que debían dirigirse a Madrid para
unirse al resto de la Columna, que había viajado directamen-

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te desde Aragón, y les esperaban. Malditos estúpidos, igno-
rantes idealistas, eran carne de cañón sin saberlo. Durruti sí
lo intuía pero no dijo nada. Tenían que haber desertado. No
sabían lo que les esperaba… Nada más llegar a Madrid
acuartelaron a las tropas, que fueron bien recibidas por la
población; la Columna Durruti tenía buenas referencias, y es-
taba comandada por un héroe del pueblo. Los milicianos,
según me contó Rico, tenían el ánimo alto, un ánimo que les
iba a durar poco. Sin dejarlos descansar, el general Miaja pre-
sionó a Durruti para que reconquistara el Hospital Clínico,
que había perdido el famoso Quinto regimiento. Las tropas
de Franco estaban ya dentro de Madrid, y si no se las detenía
iban a desfilar triunfales por Arguelles.
El diez de noviembre fue el bautismo de fuego de las
fuerzas de la Columna. Los milicianos hicieron lo que pudie-
ron, cansados, mal armados y la mitad de ellos sin formación
ni experiencia en combate, no mantuvieron las líneas. Durru-
ti sufrió el castigo junto a ellos y contuvo la desbandada. Las
bajas fueron cuantiosas, una auténtica matanza. Quizá para
eso les habían enviado allí, para hacer que sus ideas agoniza-
ran en una ciudad que no conocían, frente a un enemigo que
creía que tenía la batalla ganada. Pero no pasaron, las fuerzas
de Franco no lograron vencer el empuje y la resistencia de
los soldados republicanos y los milicianos anarquistas. Y me
alegro. No puedo entenderlo pero lo siento así. Aunque haya
sido su prisionero moral durante todo este tiempo. Mi leal-
tad a Durruti y a su memoria, y mi amor por la Columna, me
han mantenido fiel a su servicio hasta el final, hecho del que
tendré que dar cuentas. (Bebe.) ¡Me da igual!
A las seis de la mañana del día 20 de noviembre de
1936, recibimos en el Cuartel General de la Columna, una
llamada telefónica que nos comunicó que Durruti estaba
gravemente herido. Su vida pendía de un hilo, y la mía tam-
bién. Pensé aterrorizado que si Durruti moría yo perdía a mi
valedor. El suelo me fallaba bajo los pies. En cualquier mo-

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mento podía entrar alguien en la oficina de la Columna y pe-
garme un tiro en la cabeza. Así de fácil… La muerte de mi
amigo me afectó más de lo que yo mismo hubiera podido
imaginar. El tiempo que habíamos pasado juntos fue inten-
so. Lo compartíamos todo, lo bueno y lo malo. El miedo, la
incertidumbre… A pesar de nuestras diferencias, en cuanto a
concepción del mundo se refiere, las responsabilidades dia-
rias nos unían…Sé que él me apreciaba de verdad.
Mi gran apoyo desapareció un frío día de noviembre, le-
jos de su gente, de los que le queríamos. Una bala de origen
poco claro segó su vida. Muchos deseaban su muerte porque
Durruti era molesto como una mosca cojonera, no se casaba
con nadie, y eso provocaba tensiones que él no eludía. Mira-
ba a la vida cara a cara, con altanería, llanamente, sin impos-
turas. Por eso se le admiraba, se le quería y se le odiaba…
Aunque parezca increíble, Durruti no poseía nada. Al
morir hubo que buscar algunas prendas con las que vestirle,
y solo le encontraron una chaqueta de cuero vieja, unos pan-
talones caquis gastados y un par de zapatos agujereados. Da
risa pensarlo sobre todo, tratándose de alguien que podría
haberlo tenido cualquier cosa solo con un gesto. Por sus
manos habían pasado millones de pesetas; a pesar de ello,
tenía que pedir prestado dinero de vez en cuando para reali-
zar pequeños gastos. Esa era parte de su grandeza. Lo daba
todo porque no necesitaba nada. Me contaron que su equi-
paje, lo que guardaba en una maleta desvencijada, era una
muda de ropa interior, dos pistolas, unos viejos prismáticos y
una gafas de sol. Ese era el bagaje del comandante de la más
famosa Columna anarquista que ha existido en nuestro país y
quizá en el mundo entero. (Bebe.)
¡Qué difícil resulta revivir su ausencia!... De Madrid el
cadáver de Pepe fue transportado a Barcelona. Llegó por la
noche de una manera espectral. El tiempo era aterrador, llo-
vía y hacía mucho frío. Los coches de escolta estaban llenos
de barro. Hasta la bandera rojinegra que cubría el vehículo

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que transportaba su cuerpo estaba sucia. La capilla ardiente
se instaló en la antigua sede de la Cámara de Comercio. Un
grupo de milicianos hacía guardia en ella, incansable. Durruti
era su amigo, su hermano, su ejemplo. Desde que se conoció
la llegada del cadáver, se formó una fila interminable de per-
sonas que quisieron desfilar ante su ataúd para darle un últi-
mo dios, para desearle que la tierra le fuera leve. Todavía no
podían creerse que no iban a escuchar más su vozarrón du-
ro, animándoles a rebelarse contra toda opresión.
El entierro se celebraba al día siguiente. (Se levanta de la
mesa y pasea.) Durante toda la noche la gente esperó pacien-
te, bajo la lluvia, para verle. Barcelona estaba herida y san-
graba de dolor por su hijo más querido. Algunos periódicos
dijeron que uno de cada cuatro habitantes de la ciudad había
estado presente en el entierro. Posiblemente el cálculo se
quedó corto, y habría muchas más personas. Las calles esta-
ban a rebosar, las ventanas, los árboles, las farolas… Cual-
quier lugar que permitiera ver el paso de la comitiva estaba
ocupado por mujeres y hombres de todas las edades, enarde-
cidas. Las banderas ácratas ondeaban al viento indesmaya-
bles. Lo curioso del asunto es que nadie en concreto organi-
zó esa grandiosa expectación, sino que surgió de una manera
espontánea. El pueblo quería a Durruti y deseaba estar a su
lado camino de la tierra. Aunque no pude verlo, imagino el
espectáculo… Se imponía un silencio sepulcral en medio de
un caos indescriptible donde los coches no podían avanzar
ni un paso. Un silencio que fue roto infinitas veces por el
inmortal himno anarquista «Hijos del pueblo». En aquellas
calles abarrotadas, dominadas por la tensión, el sudor y las
lágrimas, se estaba escribiendo un hecho inolvidable que la
historia tiene la obligación de recordar, a pesar de la derrota
de los protagonistas. El pueblo suspiraba porque Durruti si-
guiera vivo, aunque fuera en sus corazones humildes. Un
lamento multitudinario le llamaba desde un extremo del

99
abismo que separa la vida de la muerte, para retrotraerlo de
un modo imposible…
Finalmente, ese día no pudo ser enterrado Pepe. Hubo
que esperar al día siguiente cuando la ciudad se lamía las he-
ridas y las calles reposaban la resaca derivada del dolor acu-
mulado el día anterior. Cómo seguir viviendo ante semejan-
tes pérdida… Hay que hacerlo, es inevitable, no se puede
hacer otra cosa, pero es como si al mirar el mundo que te
rodea, las mismas imágenes que antes te eran queridas ahora
se transfiguraran en formas grises, sucias, indiferentes, caren-
tes de significado. (Se acerca a la mesa, llena el vaso y bebe.)
No debería beber más, estoy borracho, y si sigo así
pronto veré espectros que me acosarán como organismos
vivos, que me tocarán y que abrazaré para que me transpor-
ten a otro lugar en el que esta zozobra sobre; un lugar en el
que el silencio y la paz sean la sabia de esa nueva existencia.
En esta hora oscura, un agotamiento indescriptible me para-
liza. No tengo más fuerzas para seguir adelante. La muerte
me resulta atrayente… ¡Qué dios me perdone! No estoy en
mis cabales. Estas horas me recuerdan aquellas otras, inme-
diatas a la muerte de Pepe. Creí que había llegado mi fin. Pe-
ro qué diferente fue lo que sucedió de lo que yo imaginaba.
De inmediato dos influyentes figuras de la Columna, Flores y
Rico, me dijeron que en lo que se refería a mí, en la Columna
iba a seguir todo igual. Desempeñaría las mismas funciones y
se me trataría del mismo modo que cuando estaba vivo Du-
rruti… Rico duró poco como jefe de la Columna pues a
principios del año treinta y siete fueron militarizadas todas
las milicias, incluyendo la nuestra. Otro cambio radical. Pa-
samos a ser la 26 División del Ejército Republicano, y Rico
se convirtió en comisario.
He estado hoy con Rico… Nuestros caminos se van a
separar pronto, en escasas horas. Quién sabe cuáles serán
nuestros respectivos destinos. Lo mismo que con Pepe, con
Rico he desarrollado una gran amistad. Su marcha me pro-

100
duce un sentimiento de vacío inexplicable. Mi vida ha sido
siempre recogida, carente de exabruptos ni sorpresas. Pronto
entré en el seminario y allí pocos cambios se podían esperar,
mucho menos los afectivos. Cuando llegué a Aguinaliu, aun-
que la gente me apreciaba y me lo pasaba bien, me sentía al-
go solo. Era lo que esperaba de mi vida eclesiástica… La vi-
da en la Columna era intensa, inesperada, próxima con todo
el mundo, con hombres y mujeres, no había margen para la
soledad. Nuestras vidas estaban colectivizadas, al igual que
nuestros afectos. Yo no me daba cuenta de ello, hasta casi el
final, pero así pasó. ¡Qué sensación tan completa! Es increí-
ble cómo me he unido a esta gente, tan lejana de mis esen-
cias, tan próxima en la convivencia…
Cuando la Columna fue militarizada el orden dentro de
la misma siguió prácticamente igual, excepto la forma en que
nos llegaban los efectivos, que ya eran reclutas, no volunta-
rios. Las centurias pasaron a llamarse compañías y poco más.
Cambió la jerga militar. Algunos compañeros se creyeron los
rimbombantes rangos que les eran adjudicados pero a la ma-
yoría les resultaba indiferente, y hacían lo mismo que habían
estado haciendo hasta ese momento. Nuestra situación en el
frente se mantuvo estable hasta agosto de 1937, fecha en que
se intentó romper las líneas enemigas mediante una ofensiva,
que fracasó… Vuelta a empezar… Belchite fue un desastre.
Las fuerzas republicanas estaban desencantadas por todos
los cambios que se habían producido sin contar con los pro-
tagonistas, los milicianos, ahora convertidos en soldados. Yo
veía como día a día la moral se desmoronaba.
En ese tiempo sí me sentí solo, muy solo… Pili no esta-
ba con nosotros y se notaba su ausencia, más de lo que hu-
biera podido imaginar. Su juventud, su alegría, su desparpajo,
su atrevimiento. Cuando conducía un coche en el que íba-
mos a comer, su forma de conducir alocada ponía en peligro
las vidas de quienes la acompañaban. (Sonríe.) Hasta eso lo
echaba de menos. A pesar que continuamente la recrimina-

101
ba: «¡Pili que nos matamos! ¡Pili conduce con cuidado! ¡Pili
mira la carretera! ¡Pili deja de reírte y coge el volante del co-
che!»… Nunca había convivido con una mujer de un modo
tan próximo, exceptuando con mi madre, evidentemente. Pi-
li me gustaba mucho, y a la vez la temía. Sí, es inapelable que
la temía, cómo no iba a temerla, yo no estaba a su altura co-
mo hombre. Cualquier muchacho imberbe recién llegado a la
Columna me hubiera dado lecciones sobre cómo relacionar-
se con una mujer… ¡Qué estoy diciendo! ¡Desgraciado!
Quiero pensar que era una amiga, nada más; y creo que para
ella yo era su amigo. Nos estimábamos, solo eso, como dos
hermanos entrañables… ¡Me autoengaño!... Pepe a menudo
bromeaba, maliciosamente, con que me atraía la chica, y la
advertía a ella que tuviera cuidado conmigo cuando estuvié-
ramos a solas. Ella se reía divertida y excitada, y yo me enfa-
daba porque no era capaz de reconocer que era cierto… ¡Pu-
to cura!... Pepe disfrutaba con mi enfado, con mi rubor pue-
ril. Por una parte me molestaba que dudara de mi integridad;
mas la idea de que Pili pudiera estar interesada por mí, como
hombre, me halagaba… (Exaltado.) ¡Nunca la toqué! ¡Lo ju-
ro! ¡Nunca! Ella sí me tocaba a mí, de manera juguetona, eso
me electrizaba: me abrazaba cuando menos me lo esperaba,
me cogía un brazo, o la mano, me daba un beso de buenas
noches... ¡Demonio de chica! Yo quería verla de una manera
fraternal, y casi siempre lo conseguía. Pero había ocasiones
en las que el hombre que soy sentía como hombre, y la chis-
pa de sus ojos me encendía… ¡No, no, no y mil veces no!
¡Era mi amiga, mi hermana!... Si no hubiera sido sacerdote
tal vez… pero mi condición se imponía. Pepe se daba cuenta
de mi desazón y Pili también. (Sonríe.) Los dos, los muy hi-
jos de…, disfrutaban de un modo sádico con mis sofocos.
Sospecho que me ponían a prueba o pensaban que la situa-
ción, si subía de tono, podía hacerme abandonar los hábitos,
es posible… ¡Ay, Pepe! ¡Y tú, Pili! Qué solo me habéis deja-
do… (Se sienta y bebe. Apoya la cabeza en una mano.) Es-

102
toy muy mareado, todo me da vueltas. (Se levanta de repente
y vomita, volviendo la cabeza fuera de la vista del especta-
dor.) Mal consejero el vino, aunque ayude a pasar los malos
ratos… (Permanece de pie.)
Desde aquel veinte de noviembre negro, ha habido
pocos momentos apreciables, dignos de recordar. Quizá
exagero. Después de Belchite tuvimos calma. Una calma tris-
te, la típica del animal herido que se lamenta mientras se re-
cupera. A continuación llegó el invierno y se lanzó una ofen-
siva sobre la ciudad de Teruel que cayó en enero de 1938.
No sirvió para nada tanto sacrificio en vidas. Un mes des-
pués la ciudad fue reconquistada. (Acongojado.) ¡Tanta san-
gre vertida! ¡He visto tantos muertos…! ¡Estoy harto de esta
maldita guerra! (Silencio.)
Aquella primavera del treinta y ocho fue terrible. Las
tropas de Franco rompieron el frente, y empezamos a correr
a la desbandada, sin orden… No sé por qué pienso en plural
una y otra vez. ¡Somos! ¡Soy! Yo no me siento parte de este
bando… ¿Pero puedo decir que soy de los otros? ¡Sí! ¿Ellos
lo entenderán así?... Lo sabré en su momento, y no tardando
mucho. El tiempo de este cuento se acaba definitivamente…
¡Qué tortura! A santo de qué tengo tanto miedo a la muerte.
Hace un momento la llamaba con deseo. Todos tenemos
que morir tarde o temprano. No soy un, lo he demostrado
con creces todo este tiempo. (Enfadado.) Me repugnan mis
lloriqueos enfermizos. ¡Pobre niño mimado! Siempre debajo
de las faldas de mamá, luego protegido en el seminario, para
acabar en una columna anarquista. ¡El mundo a mis pies!
¡Mentira!... (Camina por el escenario.)
Nunca pude imaginar que iba a pasar todo esto. Pepe
me daba seguridad. Él se reiría de mí, si me estuviera viendo.
Tal vez lo esté. ¡Pepe! ¡Pepe! ¿Estás ahí?... Dime algo que me
reconforte, por favor. Necesito tu firmeza… Estoy borracho
y tengo miedo. Solo eso… Seguro que te estás riendo de mi
debilidad. Y no empieces con el tema Pili, claro que me

103
acuerdo de ella también cómo, no hacerlo. Lo pasamos
bien… Echo de menos esa otra vida posible que no estoy
viviendo, porque soy un cura, y ser cura significa o debería
significar dejar de ser hombre. Los curas no tenemos sexo,
¿no lo sabes, Pepe? ¡Te ríes! Seguro que te ríes. Tienes razón.
Sí que tenemos sexo los putos curas, aunque no tendríamos
que usarlo si cumplimos escrupulosamente los sacramentos
de la Santa Madre Iglesia... ¡Claro que tenemos sexo, Pepe!
¡Lo siento muy vivo! ¡Qué estupidez!... Yo no pude elegir…
Ahora sí puedo. Lo hago de continuo. Elegí estar en la Co-
lumna para evitar que me mataran. Elegí no cortejar a Pili.
Ella posiblemente me hubiera sido propicia. ¿Y yo, habría
estado a la altura? ¿La deseé? Sí, la deseé, para qué negarlo
más. Es posible que incluso hubiéramos podido llegar a ser
pareja. ¿Por qué no? Mas esa idea me resulta inconfesable,
solo pensarlo me produce nauseas… Pepe, seguro que pien-
sas, allá donde estés, que soy un perfecto imbécil sin sangre
en las venas, el rarito de la Columna, el rancio, el chiflado…
Ya es demasiado tarde, demasiado tarde para todos noso-
tros…
Aquel tiempo parece tan lejano, aunque hayan pasado
unos cuantos meses. Lo recuerdo perfectamente, como si es-
tuviera sucediendo en este mismo instante… Después de la
batalla del Ebro, en tanto retrocedíamos, pude quedarme en
mi pueblo, en Candasnos, y mandar todo esto al infierno,
pero no lo hice. Había jurado lealtad a Durruti. Tras su
muerte esa lealtad pasó a los compañeros que me siguieron
protegiendo en su nombre. Dudo de si debería haberme
desprendido de cualquier compromiso que no estuviera rela-
cionado con mi seguridad personal, pero así lo hice. Quizá
volví a hacer una elección que no me convenía. La decisión
la dejé en manos de dios. (Cae de rodillas y mira al cielo.) ¡A
ti apelo, señor! ¡Ayúdame en esta hora aciaga que me recuer-
da mucho a aquella otra que padeció tu hijo!... ¡Perdóname!...

104
(Se levanta.) No soy digno de tal comparación. Mi mente
desvaría sin remedio…
Dejé Candasnos atrás y partimos hacia Barcelona. Bus-
cábamos unirnos a los restos de la División que se retiraba
en desorden. Nos fuimos a Fraga para concentrarnos. En
Fraga se encontraban los restos de la 119 Brigada, desarmada
pero con gran parte de sus fuerzas. Habíamos llegado hasta
allí en buen estado pero no duró mucho esa bonanza: la
aviación enemiga nos masacró literalmente. Nos bombardeó
y ametralló sin piedad. Le daba igual si éramos militares o ci-
viles. Salí airoso milagrosamente de uno de esos ataques. Los
mandos decidieron detener la marcha en Artesa de Segre y
tomar posiciones. Ese frente improvisado no servía más que
para retrasar un poco el avance del ejército de Franco, y faci-
litar que la mayor parte de nuestra gente se retirara, camino
de Francia, tal vez camino de ningún sitio.
En ese punto me quedé solo otra vez. En la descom-
posición general del ejército republicano, los mandos deci-
dieron llevarse a Rico de comisario al Tribunal General del
Ejército. En ese momento volví a pensar que estaba perdido.
En cierta medida me dominó una apatía indiferente, acepta-
ba la muerte como algo inevitable que iba a ocurrir de un
momento a otro. Me equivoqué de nuevo. Desde el princi-
pio he ido de error en error, al menos en lo que se refiere a
los motivos de mi angustia. Rico no me dejó tirado, como yo
esperaba, me llevó con él de ayudante, junto a su hijo Alfre-
do y a Clemente, que hacía las funciones de chofer. Esa deci-
sión de Rico me hizo sentir feliz, como un niño al que le han
hecho un regalo inesperado, deseado de antemano… Nos
instalamos en un pueblecito de cuento que se llamaba Suria,
situado a orillas del Cordones, en la provincia de Barcelona.
El pueblo y sus habitantes habían permanecido ajenos a la
guerra, envueltos en una paz imposible de imaginar. No ha-
bían conocido ni ajusticiamientos, ni tropelías, ni ningún tipo
de violencia. En tan idílico lugar imperaba una armonía so-

105
brecogedora para los que estábamos acostumbrados a la pe-
sadilla de los obuses, las balas y la visión de cuerpos destro-
zados. Allí pasé buenos momentos. No tenía prácticamente
obligaciones, y me dedicaba a relacionarme con algunas de
las familias que estaban instaladas en el lugar. Generalmente
se mantenían distantes de nuestras idas y venidas, mas yo
conseguí abrirme algunas puertas con educación y buena
conversación. (Pone cara alegre.) La familia Rodergas poseía
el estanco, una imprenta y una librería. Tenían varios hijos.
Entre ellos una chica de unos veinticuatro años que se lla-
maba Neus. (Silencio.) Neus… (Suspira.) Otra prueba, dios
mío… La familia Bacardit era muy amiga de los Rodergas.
Los Bacardit tenían una tienda de ultramarinos, regentada
por su hija Pilar, amiga de Neus. Ambas cumplían la misma
edad. Las dos eran aficionadas a la lectura. Yo, que frecuen-
taba a diario la librería, hice buenas migas con las dos. Había
muchas personas con las que podía relacionarme en el pue-
blo, pero los libros y la compañía de las dos mujeres me atra-
jeron como la miel a las moscas… Sí, Pepe, ya lo sé. Piensas
que eran las mujeres las que me atraían y no los libros. Yo
diría que eran ambas cosas. Primero me motivó ir a la libre-
ría a husmear entre los estantes; para ser un pueblo pequeño
tenía muchos libros. Luego ellas marcaron la diferencia. Lle-
gué a ser casi parte de la familia, debido al tiempo que pasá-
bamos juntos. Las dos familias estaban algo amoscadas por
mis modales, que no eran los propios de los milicianos que
habían llegado del frente. Se preguntaban qué podía haber
estudiado yo y quién sería. Nadie se imaginó nunca que fuera
un cura. ¡Un puto cura! Un cura que tenía poco de cura y
menos de hombre, si ambas cosas se pueden separar. En ese
pueblo fui Jesús el hombre. Me sentía exultante, tratado de
igual a igual. Nadie me conocía salvo los más íntimos. Mi
identidad permanecía en la reserva más absoluta; era tratado
exclusivamente por mi conducta. Todo fue perfecto, si es
que la perfección existe. Aquella existencia plácida era como

106
la isla perdida de un náufrago o un oasis en el desierto. Vivía
como en una especie de limbo atemporal en el que el día y la
noche estaban constituidos para mi mayor goce, el goce de la
vida, una vida sencilla y plena. Las tensiones de semanas an-
teriores habían desaparecido. Dios me protegía. Pepe diría
que era el azar quien me protegía, y quizá tendría razón; sin
embargo, yo prefiero sentir el aliento de dios en mi cogote.
Eso evita que me desvíe de mi camino. No recuerdo si sentí,
en verdad, dicho aliento o no, más bien lo ignoré, pero sí no-
té cómo Neus, cada día que pasaba, se acercaba más a mí.
Hora a hora la veía más como mujer. Si era capaz de verla
como hombre el sacerdote sobraba; entonces el aliento de
dios se convirtió en un rugido en mi cabeza. (Se coge la ca-
beza con las manos.) «¡Qué haces, insensato!», creía escuchar
en mi interior de manera reiterada. «Amar, señor», respondía
apesadumbrado. No hacía nada malo. Amaba como cual-
quier mortal que se precie. Había dejado atrás a la carnal Pili,
y la suerte me presentaba otra oportunidad para entrar en
contacto con una explosión de sensaciones desconocidas pa-
ra mí, que se componían, desde luego, de atracción física, pe-
ro también de adoración a la persona, de complicidad, de
necesidad de profundizar en ella; buscaba instintivamente
una fusión que nunca había conocido: estaba enamorado
como un adolescente. Consciente de ello me dejé llevar hasta
que un «¡No!» horrísono, rotundo, resonó en mis oídos co-
mo un estampido. A partir de ahí la ciudad de cuento en la
que vivía dejó de estar encantada; y mi princesa Neus se
convirtió en una fuente de pecado carnal de la que debía
apartarme. Tenía el pecado delante de mis narices y no me
había dado cuenta. El maligno me tentaba con sus manipula-
ciones retorcidas. Y yo, pobre incauto… me enamoré. Solo
me enamoré, como un hombre, como un joven inexperto
anhelante de vida. «¡Maldito seas, Jesús!», me gritó Pepe des-
de la dimensión en la que se encuentran los muertos. Sí,
maldito sea por siempre.

107
Ríete todo lo que quieras, Pepe, tienes razones para ha-
cerlo. Resulto ridículo. Soy un idiota incorregible. No puedes
sentirte orgulloso de mí. Es probable que regrese al punto de
partida. A una vida anodina y miserable, persiguiendo fan-
tasmas y recitando cuentos de hace dos mil años.
Dejé que Pili pasara por mi vida sin pena ni gloria; más
con pena que otra cosa. Ahora le tocaba el turno a la bella
Neus, a la que también renunciaba… Tenía que ser coheren-
te con mis votos, ¿es que no lo entiendes, Pepe? Tú eras fiel
a tus ideas hasta las últimas consecuencias. O soy cura o no
lo soy. Si lo soy, me debo a dios y a la Iglesia…
Ya no sé si lo que digo tiene un significado que pueda
asumir como mío. Estoy perdido. Perdido en todos los sen-
tidos. He corrido mucho desde las puertas de Zaragoza hasta
llegar hasta aquí, a Puigcerdá, tan cerca de la frontera que
desde este cubículo en el que me oculto puedo oír hablar
francés.
No tengo muchas opciones ante mí. No hay retroceso
posible. Puedo esperar a que lleguen las tropas de Franco y
ponerme en sus manos. O puedo cruzar la frontera con los
restos de la Columna, haciendo honor a mi promesa a Pepe,
de no traicionar su confianza hasta el último instante. Una
vez en el otro lado, pediría a las autoridades francesas que
me devolvieran a España para encomendarme a la suerte a
que me quisieran sentenciar las nuevas autoridades. También
puedo seguir el destino de mis compañeros de la Columna,
sea el que sea, y renunciar al sacerdocio. Entre los fugados
tal vez esté Pili, si no ha muerto en la retirada; no he vuelto a
verla. En España se queda Neus…
¡Basta! La cabeza me va a explotar. (Bebe un largo trago
directamente de la botella.) ¿Por qué el sueño no acaba con
este suplicio de la consciencia que parece no tener fin? Solo
soy capaz de elaborar pensamientos destructivos, sin tregua,
como si no tuviera el entendimiento suficiente para trascen-
der a mi condición de prisionero resentido. ¿Es que acaso no

108
se trata de eso? ¿Es que he sido otra cosa? Mi boca se llena
de palabras huecas: ¡Lealtad!... ¡Amistad!... He gozado y su-
frido en mi voluntario cautiverio en la misma proporción...
Pepe me ayudó, todavía no sé por qué. Es posible que lo hi-
ciera porque era un hombre justo y nada más. También por
querer hacer un favor a su amigo Timoteo. No creo que me
perdonara por pena, o porque deseara redimir sus instintos
sanguinarios. Bajo sus órdenes, su columna mató a mucha
gente, sin compasión. ¡No matarás!... Los otros también ma-
tan y mucho... Yo no he participado directamente en ningún
asesinato, ni he inducido ninguna muerte. De hecho no he
disparado nunca un arma contra otro ser humano. He caza-
do animales, desde luego. Tal vez eso se le parezca. Los ani-
males están indefensos ante nuestra violencia cruel, instru-
mental y acomodaticia. No siempre matamos por placer, mas
lo hacemos con facilidad si ello nos produce algún tipo de
beneficio…
¿Qué hacer? ¿Cómo resolver esta vorágine de interro-
gaciones sin respuesta?... Mañana atravesaré la frontera y a la
primera persona con autoridad que vea, y me quiera escu-
char, le declararé mi identidad. Luego, probablemente, vol-
veré a España y que sea lo que dios quiera. ¡Sí, Pepe! Ya lo
sé, será lo que los vencedores quieran… Puede que sean pia-
dosos y se olviden que he formado parte de una columna
anarquista desde el principio de la guerra. Se preguntarán por
qué no he intentado escapar, ocasiones he tenido de sobra.
¿Cómo les podré explicar que había empeñado mi palabra
con el hombre más leal que he conocido: José Buenaventura
Durruti? Su bestia negra, ya muerto y enterrado por los que
le querían. Él va a tener más suerte que los muchos que le
van a seguir a la tumba a partir de ahora. Pepe no sufrió
apenas en sus últimas horas…
Mañana mi vida comenzará de nuevo… No sé quién
soy o qué quiero ser. El Jesús que conocí es posible que haya
muerto; si bien no puedo descartar que todavía permanezca

109
agazapado en algún rincón de mi memoria. No he olvidado
mi pasado pero las inercias derivadas del camino recorrido
poseen un peso incuestionable, están presentes en mi ánimo.
Quién sabe hacia dónde me conducen. En esta hora aciaga,
el hombre que se arrastra por estas baldosas sucias y gasta-
das, no entiende el flujo de su mente, no comprende su ra-
zón de ser, su sentido de la existencia. El sacerdote Jesús tal
vez se haya disuelto entre monos azules y pañuelos rojine-
gros…
¡No es posible! ¡No es posible! Sigo siendo yo, sin sota-
na, pero consciente de mi responsabilidad. Comprometido
con dios y con el orden cristiano de las cosas. Volveré a mi
reino, no como ave descarriada sino como oveja capturada
por una manada de lobos. No me comieron, no, me enseña-
ron a vivir entre ellos, y a entender su lenguaje, a hacer mía
su guerra, a amar como hombre, y hasta a sentir su dolor
como propio. Ese es el sacrilegio que he cometido. La locura
de no querer morir me ha llevado a esto, a una supervivencia
ciega entre sombras fanáticas que perseguían un sueño im-
posible… No se lo reprocho, eso no, no se le puede prohibir
a nadie soñar; qué somos sin los sueños. No han alcanzado
su horizonte pero lo tuvieron cerca. Van a pagar su derrota.
Quizá en ese sueño yo hubiera tenido cabida. Nunca lo sa-
bré. Es demasiado tarde para ellos y para mí. El reloj marca
una hora que indica que hay que pasar página. La historia va
a escribir frases y hechos con otra pluma, que yo aplaudiré,
seguramente. Si tengo oportunidad, contaré mi experiencia,
diré que he vivido en las tripas del monstruo y he sobrevivi-
do para dar testimonio de ello…
Curiosamente, en este instante, el miedo me abandona.
Siento una fatiga descarnada que me oprime el corazón pero
que resulta gratificante. (Se reduce la luz de escena lentamen-
te hasta la mínima expresión. Un foco le ilumina el rostro
débilmente.)

110
¿Qué sucede?... ¡Dios mío, ilumíname! Enséñame el ca-
mino que debo seguir. No sé qué hacer, qué desear, qué
rumbo dar al paso de los días. Las tinieblas en las que vivo
no me ayudan a acercarme a ti, a recuperar la seguridad de tu
ilusión. Ellos eran tan adorablemente terrenales que me
acostumbré a compartir de manera casi infantil las pequeñas
facetas del devenir, con sencillez, con aceptación, sin proto-
colos, sin exigencias.
¡Pepe! Compañero, amigo. Ven a socorrerme. Abando-
na tu morada eterna y acuérdate de mí, de tu pupilo, de ese
pobre cura que acogiste con una sonrisa cínica. Soy yo. Te
necesito como un niño necesita a un tutor cuando la vida le
confunde o se pierde en el marasmo de lo cotidiano. Pepe,
añoro tu mano de hierro, tus convicciones inflexibles, la idea
que te servía de soporte y de aire. Ven con Pili a mi lado, vi-
vos o muertos, y acariciadme con vuestras voces y risas ale-
gres. Transmitidme ese amor universal que os envolvía y os
hacía necesarios para construir el nuevo mundo. Pepe, tú me
reconfortabas. A ti, Pili, te adoraba. No tengo claro de qué
manera, si mundana o espiritual, quizá ambas estaban pre-
sentes en mi ánimo, pero tu presencia era acariciadora, me
hacía sentir vivo. Y tú, Neus, por qué no acudes a mi llama-
da demente, bella e inteligente criatura. Te expulsé de mi vi-
da por miedo a lo que significabas y a lo que yo tenía que re-
nunciar. El miedo, siempre el miedo. La gran presencia per-
niciosa que todo lo pudre, que afecta hasta a los seres más
poderosos, a cada uno en un aspecto de su ser; mas nadie se
libra de su mordedura ponzoñosa.
¡Pili!... ¡Pepe!... ¡Neus!... Habéis sido mi oxígeno. Habéis
llenado mis pulmones con aire fresco y puro. En este instan-
te, al llamaros, no sé si lo hago para que proporcionéis luz a
esta hora negra o para que me entreguéis las llaves de una
existencia que me es desconocida. En cuanto cruce la fronte-
ra arrojaré la moneda de mi vida al viento. Viviré o moriré. Y
si vivo, ¿cómo lo haré? Volveré a las misas y a la expiación

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de mis pecados a través del rezo y la mortificación de la car-
ne… ¡No soy capaz de orar! Hasta ese punto me he abando-
nado…
Neus, querida mía. Hoy puedo llamarte así, desde este
silencio sin testigos. Quizá un beso de tus labios me hubiera
convertido en un ser diferente, pero no te di ninguna opor-
tunidad, ni me la di a mí mismo. ¿Qué poseo ahora?: oscuri-
dad y más oscuridad. Y aunque el sol más luminoso amanez-
ca, seguiré sumergido en ella, hasta el fin de mi tiempo en la
tierra, bendiciendo vacíos de dimensiones difusas. En esta
fatalidad en la que bebo mi presente, ¿no sería mejor cerrar
los ojos y no abrirlos nunca más?

FIN DEL CUARTO ACTO

TELÓN

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