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MARIO PAOLETTI

A FUEGO LENTO
Este libro está dedicado a
Tito, mi único hermano,
y a los innumerables
hermanos de mi hermano.

2
Escribo sobre un tema
que no le gusta a nadie.
Tampoco a mí.
Hay temas que no le gustan
a nadie.

Po I-po
(año 341 AdC)

3
I. Gladiadores y esclavos

Esta es la peor hora. Ya ha pasado el recreo, la ducha y el turno de los


mandados, de manera que sólo resta la cena silenciosa. Con ella se cerrará
otro día ("un día menos", celebrará Borges desde la 14; "un día más",
corregirá Lunadei desde la 16) y entonces comenzará la noche, la mejor
amiga de los que tienen el sueño pesado y el infierno más temido de los que
no.
Si me pongo en puntas de pie junto a la puerta de la celda, puedo ver por
la alta ventana la copa de un árbol. Ese árbol es, todo en uno, mi reloj y mi
almanaque. Ahora, triste criatura de invierno, parece sólo un bronquio. Pero
en el verano nos aporta muchos pájaros, el único verde y el tesoro in-
valorable de la música del viento entre sus hojas. Mientras dure el invierno el
pobre tendrá, sin remedio, un aspecto tan deshilachado como el nuestro. El
invierno es la cárcel de los árboles.
Esta es la peor hora. Sólo falta que el uruguayo se ponga a tocar en su
quena de papel para que el alma acabe de caérsenos al suelo. Mala cosa,
porque el secreto para sobrevivir en este submundo consiste en no irritar al
ciervo de la cordura: cuando algo está a punto de hacer clic en el cerebro
hay que dar un prudente paso atrás y desensillar hasta que aclare.
De modo que he vuelto a sacar del sobre la última carta de la abuela.
El preso no lee las cartas: se zambulle en ellas como quien se tira a una
pileta. Cada palabra es medida y remedida, cada frase es pesada y repesada.
El preso analiza las formas de las letras, compara las aes del principio con las
aes del final y todas las aes de esta carta con las aes de la anterior y cada
carta con las que le precedieron y las que vendrán. Una tachadura o un
borrón lo convierten súbitamente en Holmes (un patético Holmes sin lupa ni
caja de polvos para huellas) y entonces mira y remira, investiga y explora
hasta reconstruir el lapsus del inocente corresponsal que jamás podrá ima-
ginar que está siendo vigilado por un loco. Y qué dolor cuando la carta acaba
sin haberse utilizado todo el espacio disponible y las prisas se ocultan detrás
de unas letras repentinamente enormes ("te quiero mucho y te mando mil
besos"). Si verdaderamente me quisieras, ingrata, no derrocharías esas
magníficas cuatro líneas de jugoso papel blanco que son para mí la diferencia
entre la riqueza y la miseria.
Pero este no es mi caso, porque mi abuela ágrafa le dicta sus cartas a la
nieta de Doña Amelia, su vecina, que cumple la tarea sin ángel pero con letra
clara y pequeña, que no es poco, porque de ese modo las dos únicas hojitas
permitidas por el reglamento de la cárcel rinden al cien por ciento. Además,
no hubiese supuesto ningún beneficio adicional que mi abuela escribiese sus
propias cartas puesto que ningún lapsus me podría revelar nada nuevo de
esta mujer que es toda ella un grande y perpetuo lapsus y con la que puedo
comunicarme mentalmente cuando se me antoje, sin necesidad de carta al-
guna, hasta al punto de no saber a ciencia cierta, en muchas ocasiones, si
soy yo quien está pensando en ella o si sólo capto la onda de sus propios
pensamientos.
La carta contaba su entrevista con el coronel Fazzoletto, para cuya mujer
mi abuela había planchado durante años. El coronel Fazzoletto estaba

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retirado y un poco enfermo y sólo tenía de coronel el nombre, ya que su
misión única y exclusiva consistía en suministrar artículos de oficina a las
Mayorías de los regimientos, labor que apenas había alcanzado para marcarle
una muy módica impronta castrense. Pero para mi abuela este hombre era la
quintaesencia del guerrero y del militar, todo en uno, puesto que ella no co-
nocía a ningún otro. Además, lo único que le importaba a mi abuela es que
ese coronel podía sacarme de la caja oscura donde me habían metido.
La letra de la copista reproducía con fidelidad la sintaxis oral de mi abuela,
de manera que su voz empezó a alzarse poco a poco desde el papel y al poco
rato ya me estaba hablando directamente al oído. Pero la desesperación de
mi abuela por el pobre resultado de la entrevista la hacía pasar rápidamente
sobre los detalles, prescindiendo del escenario, la descripción de los
personajes y la coreografía. De modo que decidí enriquecer la carta con un
camus, que es el modo que utilizamos aquí Adentro para sisarle minutos al
terror.
(Afueras de Buenos Aires, mañana de sábado. Bajo un quincho ad hoc, el
coronel Fazzoletto inicia el ritual propiciatorio de un asado. Mi abuela es
recibida por la señora de Fazzoletto.
-- ¿Usted por aquí, doña Rafaela?
-- Sí --responde, económica, mi abuela, que sabe que no hay que gastar
saliva en los saludos de llegada porque lo que importa en estos negocios son
los saludos de despedida.
Desde el quincho, el coronel mira con ojo inquieto. Una mujer vieja,
desconocida y toda vestida de negro, como en una tragedia griega, no es un
buen augurio para el asado en proceso. Huele a queja, a molestia, a muerte.
A política.
-- Aníbal...
Aníbal Fazzoletto se da vuelta, tenso, con el cuchillo en la mano.
-- Doña Rafaela es la abuela de aquel chico que recomendaste para el diario
"Clarín" ¿Te acordás?
Aníbal se acuerda y se pone definitivamente en guardia.
-- ¡Claro que me acuerdo! ¿Cómo sigue el muchacho?
Mi abuela no responde de inmediato, porque está ocupada en mirar a
Fazzoletto. Es una mirada marca conventillo que toma como referencia los
ojos del enemigo y desde allí, sin perder nunca el referente, barre toda su
figura en abanico. La impresión primera que resulte de este ojeo será
definitiva e inmodificable, sin que importe en absoluto que el examinado
cambie de futuro, se meta a monje o degüelle a una niñita espástica. Es el
Juicio Final, pero en vida.
La más inquieta, sin embargo, es la mujer del coronel. Tiene muchos
motivos de inquietud: el mal momento que pasará Aníbal, el casi seguro
atraso del asado, la incómoda situación que se producirá cuando lleguen los
invitados y, por último, la turbadora imagen, de inmediato rechazada, de ese
remoto muchacho entrevisto en una lejana tarde de verano, que ahora se
hallaba en un lugar aún más lejano y remoto que la señora Fazzoletto sólo
podía imaginar como la celda de Burt Lancaster en "El Pajarero de Alcatraz",
con pájaros incluídos.
-- Mi muchacho está preso, en Sierra Chica.

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Fazzoletto acaba de salar la carne y la cubre con un repasador de cuadros
celestes y blancos.
-- Yo le dije que no se metiese en política --le explica a mi abuela, señalando
con el cuchillo--. Pero al parecer no me hizo caso.
-- Mi muchacho no es político. Es periodista.
El coronel desaprueba moviendo la cabeza.
-- Mire, señora: no tiene sentido que discutamos. Si su nieto está preso por
algo será. De todos modos, yo no puedo hacer nada.
Tras un nuevo abaniqueo, mi abuela decide concederle al coronel, como
excepción, una segunda oportunidad.
-- Le pido muy poco: que hable con alguien para que vuelvan a estudiar su
caso. Mi nieto no ha hecho nada.
Fazzoletto se dedica a reorganizar el fuego con la punta de un hierro. Al
mover uno de los troncos mayores brota una lluvia de chispas que le dibuja
una aureola levemente infernal tras la cabeza.
-- Compréndame, por favor: yo lamento lo que le pasa al chico, pero tendría
que haberlo pensado antes. Y para ser sinceros, también creo que usted
tendría que haber recapacitado antes sobre estas cosas porque lo que está
pasando ahora en el país se debe a que quienes tenían la obligación de
controlar la educación de la juventud, no lo hicieron.
Parece evidente que el pobre Fazzoletto se ha dejado engañar por el
aspecto desvalido de mi abuela, que en tanto ha comenzado a hacer crujir
los dientes con un ruido muy parecido al del tronco cuando estalló en
chispas.
-- Yo no he venido a pedirle un consejo sino un favor. ¿Me va a ayudar o no?
Ahora le toca a Fazzoletto utilizar su mirada profesional. Pero la de él no es
sino una mirada de coronel de intendencia, que sólo puede medir cosas que
no tienen que ver con la vida y la muerte.
-- No se trata de querer o no querer-- se defiende Fazzoletto.
-- Todo, en la vida, es cuestión de querer o no querer...
La abuela ha cambiado de voz y de entonación. Ya no es una viejita
mendicante. Fazzoletto saca los chorizos de una bolsa de plástico y empieza
a disponerlos sobre la parrilla.
-- Antes tiene que mojarlos. Si no, revientan.
Fazzoletto alza la vista, interrogante.
-- Me refiero a los chorizos --dice la abuela, que empieza a controlar la
situación.
Fazzoletto mira los chorizos como si fueran los primeros chorizos que ve en
su vida y después de un rato también él decide darle a esta insólita
contrincante una segunda oportunidad.
-- ¿En serio?
-- Sí. Y tampoco conviene salar la carne toda de una vez, sino cuando se le
da la vuelta.
-- ¿Por qué?
-- Porque pierde el jugo.
Fazzoletto retira con dificultad los chorizos de la parrilla. Su mujer, sin
aguardar la orden, se va a buscar una palangana con agua. Se quedan los
dos solos, frente a frente, listos para iniciar el dúo de esta ópera.

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-- Usted planchaba para nosotros ¿verdad?
-- Sí.
El coronel intenta poner su mano en el antebrazo de la abuela, que da un
paso atrás.
-- Créame: no puedo hacer absolutamente nada...
-- ¿Ni siquiera hablar con alguien?
-- Sería inútil...
La abuela da entonces por terminada la negociación y, al mismo tiempo,
dicta in pectore la sentencia inapelable: maldición eterna para Fazzoletto.
-- Bueno. Entonces me voy.
-- Yo la acompaño --dice la coronela, que ha traído con pasos cuidadosos la
palangana llena de agua. Mientras tanto, el olor a leña quemada ha vencido
al fin a todos los demás y reina ahora sin disputa sobre el territorio del quin-
cho.
Fazzoletto deja el morillo contra uno de los soportes de la parrilla, se limpia
las manos con el repasador blanquiceleste y tiende la derecha a mi abuela.
-- Gracias por sus consejos, señora. Los seguiré.
-- Yo no puedo decir lo mismo --se venga la abuela--. Además, le han
vendido carne de vaca vieja.
Fazzoletto mira a mi abuela y a la carne, a mi abuela y a la carne, a mi
abuela:
-- ¿Cómo lo sabe?
La abuela agarra una costilla y señala la membrana que une la carne al
hueso.
-- Si tiene este color azul es porque el animal era viejo. Además, la grasa es
marrón y no amarilla.
Fazzoletto sonríe.
-- ¿Y cómo sabe tanto de asados, siendo española?
Mi abuela mira a Fazzoletto con fastidio y, por primera vez, con un poco
de desprecio.
El camus comienza a deshilacharse cuando la abuela sube al colectivo que
la llevará de regreso a Barracas. Pero ni siquiera entonces se permite el alivio
de unas lágrimas, reservándolas para el momento secreto, privado y
anónimo en que se tumbe sobre nuestra cama. (Sin embargo, una vez allí el
cansancio podrá más que la pena y la abuela acabará durmiéndose abrazada
a la almohada, como un niño harto de llorar).

***

El color gris es consustancial a las cárceles, del mismo modo que el agua
no tiene más remedio que ser húmeda y el oro dorado. Pero aquella cárcel en
especial era absolutamente gris, sin gamas ni matices. Así como en las
afueras de París se guarda el metro-patrón en una urna del Museo de Artes y
Oficios, construído en iridio y platino, esta cárcel bien podría ser elegida para
custodiar eternamente el exacto e indubitable color del gris.
Sierra Chica había sido construída a principios de siglo con las piedras de
las inagotables canteras que la circundan y materiales sobrantes del fe-
rrocarril inglés. Por todos lados se podía leer made in England. También en la

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taza de mi inodoro, que lo lleva marcado en un celeste que poco a poco va
virando hacia el gris general. En lugar de vigas comunes se han utilizado
rieles, que sobresalen por los pasillos como si se tratase de una galería de
horcas. Así y todo, ese pasillo es nuestra metáfora de la libertad, aunque
más no sea de la pequeña libertad de salir de la celda. Pero no salimos
mucho a ese pasillo, salvo para ir al recreo tres veces por semana, para asis-
tir a la visita de los sábados, si la hay, y para recibir alguna ropa que nos
envían los familiares. Por ese pasillo, también, han salido muchos que no han
vuelto jamás. De algunos sabemos que, milagrosamente, pertenecen de
nuevo al mundo de Afuera. A los otros se los tragó el Agujero Negro y no
hemos vuelto a saber nada, ni bueno ni malo, aunque eso no puede significar
más que malo. (Aquí, en Sierra Chica, casi nunca hablamos de estas cuestio-
nes, quizás porque el silencio las hace menos probables; pero todos sabemos
que los hornos están funcionando a tope. Aunque Afuera nuestros familiares
se hayan juramentado piadosamente para no enloquecernos de terror, lo
horrible suele colarse, de todos modos, a través de las Visitas. Dicen que a
las compañeras presas les meten ratas vivas en la concha).
¡Qué desmesuradamente largas son estas tardes de invierno! En ocasiones
parece como si el día hubiese olvidado que tiene que pasar, dirigirse
obedientemente hacia la noche, que es su conclusión natural. La noche, sin
embargo, volverá a traer consigo la inquietud de lo desconocido. Braulio, el
uruguayo, se ha puesto nomás a tocar su quena de papel, hecha con unas
hojas de "Clarín" enrolladas y el engrudo de nuestras comidas. Braulio es un
sentimental, como todos los uruguayos. Está tocando "El cóndor psa", que es
la historia de otra gran derrota, aunque la verdad es que mis antepasados no
estuvieron entre los vencedores ni entre los vencidos, porque llegaron a este
país mucho tiempo después, cuando ya todo se había cocinado. Será peor,
por eso, para Abregú, a cuyos antepasados les rompieron el culo hace quini-
entos años y ahora a él, otra vez. Aunque lo más probable es que Abregú no
esté pensando en estas historicidades sino tomando tranquilamente mate
mientras mira el árbol/bronquio, porque los indios saben que cuando a uno lo
mean lo mejor es decir que está lloviendo.
Mañana es día de visitas.

Bien pensado, tampoco la hora de levantarse es una buena hora. Aún los
sueños más miserables (debo rendir examen y no recuerdo ni palabra, la piel
de ella es perfecta pero yo no tengo nada entre las piernas) nos lanzan por
encima de los muros y de nuevo estamos libres. Cada sueño es una rara jo-
ya, magnífica e irrepetible. Sin contar con que un buen sueño bien trabajado
durante la vigilia puede rendir horas y horas de camus de primera calidad.
El problema es el despertar, porque el hombre que durante el sueño es
libre, al despertarse está otra vez preso. Cada madrugada, todos los días y
durante tres décimas de segundo (clic) la historia vuelve a ocurrir (detención,
encierro, maltrato) como si fuese la primera vez. Durante dos de las tres
décimas de segundo no está claro si uno es Chuang-tzu o la mariposa, si uno
es el preso que acaba de despertar de un sueño o si uno es un señor como
cualquier otro que está soñando que se ha despertado en una cárcel.

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Hoy me he despertado sin la menor duda de que soy una mariposa que
está soñando que es Chuang-tzu. Una mariposa ordenada y obediente que se
dedica a hacer su cama siguiendo las normas de la casa, que prescriben
pliegues y dobleces de muy difícil ejecución. Afortunadamente, ya he
agotado hace bastante tiempo la fase de las quejas domésticas. Después de
todo, esta cárcel no es mía.
Porque quienes más sufren aquí son los constructores. En cambio, los que
llegaron a la Revolución a golpes de Rabia tienen más suerte: este es el
mejor lugar del mundo para destilar odio en todas direcciones. Pero para los
que se apuntaron a la Revolución con el propósito de edificar mundos nuevos
y perfectos, esta mayoría inválida de hombre los hace polvo. Es el caso de
Ottolía, que acaba de entrar a mi celda para arreglar la ventana, que se
desencajó en la última tormenta (si yo fuera otra clase de hombre, esa ven-
tana rota podría ser una vía hacia la libertad). Ottolía entra a la celda con los
ojos bajos, seguido del guardián que ha de controlar que no habrá
connivencia entre el preso/obrero y el preso/preso.
Hace ya un mes que advertimos a Ottolía sobre la ambigüedad de su
situación y sobre los riesgos que corre.
-- Te están usando.
Ottolía echa picadura de tabaco sobre la hojita de papel y la enrolla sin
más ayuda que tres dedos de una mano. En ocasiones hasta ha fabricado
filtros utilizando hilachas de toalla.
-- Ya lo sé. Pero si no hago algo me vuelvo loco.
De modo que siguió trabajando para el penal, arreglando todo lo viejo y
roto, guiado por su necesidad de darle ocupación a esas manos mágicas y
también, quizás, porque éste era su propio camus, su manera de recordar su
pueblo santafesino, cerca de Ceres, donde los niños aprenden a utilizar llaves
y pinzas antes de aprender a caminar. Ottolía es el coronel de "El Puente
sobre el Río Kwai". Se lo digo.
-- ¿Viste la película?
Sí que la había visto, pero no recordaba más que el infame en-
calabozamiento del coronel. A medida que yo se la voy narrando, las
imágenes empiezan a proyectarse en el fondo de sus ojos celestes: la jungla
birmana, el ejército inglés andrajoso pero incólume, el norteamericano cínico
(William Holden), el coronel británico digno y obstinado, el coronel japonés
obstinado y digno (y brutal, como japonés de película).
-- Sí --dice Ottolía--. Y el coronel inglés, que es Alec Guiness, convence a sus
hombres para que construyan el puente. Y levantan un puente precioso.
Ottolía evoca el perfil del puente, todo de troncos, y se le encienden los
ojos de admiración.
-- Claro --digo (y me da vergüenza tener razón, porque mis razones son
nada al lado de la sólida emoción de Ottolía por su precioso puente de tron-
cos), pero por ese puente llegarán los suministros de guerra con los que los
japoneses van a matar a muchos ingleses. Ingleses como el coronel...
Ottolía acaba de fumar su cigarrillo made in Ottolía, aplasta la colilla contra
el suelo y se recuesta sobre el alambre del patio de recreo.
-- Vos querés decir que yo soy como Alec Guiness...

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Me quedo mirándolo a sus ojos de Mediterráneo del norte con mis ojos de
Mediterráneo del sur.
-- Puede que tengas razón --concluye--. Pero si no hago algo me vuelvo
loco...
Cierto día llegó a mi celda con su caja de herramientas y su guardián, pero
esta vez lo traía una misión especialmente insolidaria. Dispuso sus
destornilladores y pinzas --ingleses y grises como todo en aquella cárcel-- y
comenzó a trabajar en la cerradura de mi puerta que no era, al parecer, lo
bastante segura.
-- Buen día, coronel --le dije cuando el guardián se fue por ahí a robarle
cigarrillos a algún preso--. ¿Cómo va ese puente?
Ottolía me miró fijo, para determinar si le estaba hablando desde el
desprecio. Pero halló sólo burla, y eso lo tranquilizó.
-- A propósito --dice Ottolía--. Anoche recordé que la película termina cuando
el propio coronel hace volar el puente.
-- Sí, al final. Pero por ahora lo cierto es que lo estás construyendo.
-- Tronquito a tronquito --dice, y sonríe.
Tardó una media hora en terminar su trabajo. Antes de irse probó una y
otra vez la cerradura, hasta que no quedaron dudas de que el mecanismo
funcionaba perfectamente. Hizo una seña con la mano que quería decir:
"misión cumplida" y volvió a meter todas las herramientas en su maletín de
médico de cosas, con gran ruiderío de fierros.
-- Gracias por el servicio, coronel.
Me guiñó el ojo y se fue. 1

Esta mañana la cama me quedó como una pinturita. El asunto tiene su


importancia en día de visita, porque cualquier violación de las reglas es causa
suficiente para suspenderla. No estoy seguro de que haya de venir mi
abuela, pero sería espantoso que viniese, con su centuria a cuestas, sólo
para enterarse de que no podrá verme porque estoy castigado. Casi sin
proponérmelo (son los mejores) un relampagueante camus se instala en el
centro de mi cerebro y detrás de mis ojos.
(Mi abuela en la cola de la sala de guardia de la cárcel, donde van can-
tando los nombres de las visitas autorizadas):
--¡Brizuela!
-- Aquí --contesta la mujer de Brizuela, levantando por sobre las cabezas de
la masa de familiares la tarjeta roja que atestigua que es la esposa legítima
del Delincuente Subversivo Raúl Brizuela.
-- Primer turno.

1 Volví a ver a Ottolía en España, muchos años después, cuando hacía rato que el Diluvio había acabado.
Nos saludamos con entusiasmo de náufragos redivivos, nos comunicamos nuestros respectivos estados (por este
orden: civil, económico, político) y por último nos entregamos a la evocación de las memorias del submundo.
-- ¿Te acordás de aquella vez que arreglaste la cerradura de mi celda?
Por los ojos de Ottolía pasa una sombra de perplejidad.
-- ¿Yo?
-- Vos, sí. ¿No te acordás de tu caja de herramientas, de Alec Guiness, de El Puente sobre el Río Kwai?
Más perplejidad.
-- Creo que me estás confundiendo con algún otro --contesta Ottolía mientras enciende un cigarrillo de verdad con
filtro de verdad. Y no hay en sus ojos la menor sombra de duda. Ottolía había conseguido volar su puente.

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La mujer de Brizuela agradece al Cielo este regalo inesperado, que le
permitirá ver a su hombre con el tiempo justo para tomar el autobús que
debe llevarla de regreso a su casa jujeña, a 1.500 kilómetros de distancia,
casi en la frontera con Bolivia, por esos mismos mundos por donde mi abuelo
eligió perderse hacia los años de la muerte de Gardel.
El encargado de las visitas se llama Darío, es maricón y perverso. No digo
que sea perverso por ser maricón, pero no hay dudas de que un maricón en
una cárcel de varones tiene mayores posibilidades para desarrollar probables
perversiones, en potencia o en acto. Darío mueve su uña policial a lo largo de
la lista y se detiene en mi nombre. Lo pronuncia.
-- ¡Yo!-- grita la abuela, enarbolando la tarjeta infame como si fuese el
estandarte más victorioso.
Darío sonríe.
-- Malas noticias: su nieto no se ha portado bien y está castigado.
¿Cómo? Lívida, mi abuela aparta a codazos a quienes se interponen entre
ella y ese hombre que acaba de negarle la Felicidad.
¿Qué dice usted?
Darío frunce la boquita granate. ¿Serán sordos los subversivos?
-- Que no hay visita, abuela. El muchacho se ha portado mal y le han hecho
chaschás en el culito.
Mi abuela tiembla de indignación, sin moverse de la baldosa sobre la que
está parada, como un álamo en la tormenta. Pero esta veterana de muchas
guerras, todas perdidas, sabe también que es preciso hacer un esfuerzo,
tragar saliva y dulcificar la voz, para provocar lástima y misericordia.
-- Soy muy vieja...
-- Ya lo sé, abuela. No soy ciego.
-- Y me cuesta mucho esfuerzo llegar hasta aquí...
Darío empieza a aburrirse.
-- ¿Y qué quiere que haga? Mejor sería que su nieto se portase bien. Y
muévase, que hay gente esperando --y aparta con su mano regordeta a
Rafaela Aguilera, malagueña de Barracas.
Como si estuviera dirigiendo una sinfónica, mi abuela reune con un solo
gesto los timbres más roncos y sombríos de su vozarrón.
-- No soy su abuela, ni podría serlo, porque en mi familia a los manflorones
los olemos en la cuna, apenas nacen, y se los tiramos a los perros.
(La indignación de mi abuela es legítima, pero el discurso falso: antes de
desaparecer, mi tío Andrés solía hacerle bromas sobre cierto primo que
atendía por los dos teléfonos, a quien mi abuela defendía a capa y espada. Mi
abuela, como pasa con muchas mujeres, no veía con antipatía a los marico-
nes, siempre que no fuesen demasiado cloqueantes o manoteadores. O como
Darío, que le cerraba el paso hasta mí. Veinte años antes le hubiese saltado
directamente a la yugular).
El rojo de los labios de Darío, como un incendio, se extiende en un
segundo a todo el resto de su cara:
-- Le aconsejo que tenga cuidado con lo que dice. Parece que usted no se da
cuenta dónde está ni con quién está hablando.
-- Manflorón --reitera mi abuela, y le da la espalda).

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El camus podría haber durado un poco más, pero hay ruidos en la Reja y
eso quiere decir que Cambí está esperando del otro lado con su carro y el
gran tacho de leche. Es necesario estar alerta, porque si uno no tiene
preparado el jarro cuando se abre el pasaplatos (plac) simplemente se queda
sin leche (plac) y adiós desayuno.
-- ¡Cambí! --grita Cambí y de inmediato empieza a oírse el jubiloso son de
las ruedas del carro sobre los rieles del pabellón y el plash del gran cucharón
sumergiéndose en el líquido nutricio. Cambí es paraguayo y preso común.
Además de servir la leche (cambí es leche, en guaraní) también trabaja de
peluquero. Es alegre como un cascabel, pero está allí por haber matado a su
hermano.
-- ¿Cómo se puede matar a un hermano? --le pregunto a Borges en el
recreo.
-- Leé La Intrusa.
-- ¿De Borges? --pregunto yo, inútilmente.
-- Claro. Está en El Informe de Brodie. Las relaciones entre hermanos son
una cosa muy compleja.
Borges, que es hijo único, se llama Pérez. Es un gordito con anteojos y, en
cierto modo, uno de los pocos milagros de la cárcel (porque en la cárcel
nadie cambia, sólo se revela). Afuera, Pérez odiaba a Borges por razones
ideológicas y por eso mismo nunca lo había leído. El contacto se produjo
Adentro y por casualidad.
-- Ayer estuve leyendo unos cuentos sensacionales...
-- ¿De quién?
-- No sé. El libro está todo roto. Le faltan las veinte primeras páginas.
Cuando al cabo se estableció que el libro misterioso era obra de su
denostado Borges, Pérez no tuvo más remedio que soportar la burla sistemá-
tica de cien monstruos burlistas. Pero esa fue, también, la posibilidad de que
diese pruebas de su capacidad de autocrítica.
-- Yo estaba equivocado --dijo en tarde memorable, mientras Braulio hacía
volar su cóndor.
Y a partir de ese momento tuvimos que soportar las desmesuras del
converso.
-- Borges es un genio.
-- Ufa.
-- En serio: es un genio.
-- Escuchame, Pérez: ¿hace diez días era un ciego fascista hijo de puta y
ahora es Dios?
Pérez resopla.
-- Ya dije que me equivoqué.
-- Sí, lo dijiste.
Pérez escucha por cortesía militante, pero en el fondo de su corazón se
siente incomprendido e indignado con el poco caso que hacemos de la nueva
y rutilante estrella que guiará sus pasos.
En castigo a su obstinación, perderá su apellido.
-- Me llamo Pérez --decía al principio, incómodo, cuando le llamábamos por
el nombre de su héroe.
-- Claro --le contestaban--. Saludos a María Kodama.

12
Pero ahora Cambí está por llegar a mi celda y entonces el Mundo Entero es
sólo un pasaplatos ("el pasaplatos es tu aleph", diría el plomo de Pé-
rez/Borges), y yo estoy frente a mi pasaplatos abierto de piernas, con una
mano apoyada en la pared y la otra empuñando el jarro. Plac. Lo saco y
Cambí me lo llena de leche hasta los bordes. Unas gotas caen al piso, quizás
como justa ofrenda a Onán, que es la mayor, sin discusión, de todas las
deidades de esta casa. En un segundo el jarro ha cambiado de color: lo
saqué gris y vuelve blanco. Un pequeño triunfo, aunque más no sea cromá-
tico, sobre la maldita cárcel. Plac. Son importantes estos triunfos en la cárcel,
aunque sólo sean pequeños y cromáticos. (También es posible obtener otros
triunfos más grandes, pero esos son mucho más caros).
Con la leche ya bebida, satisfecho como un archipreste ahito, voy hasta la
puerta de mi celda y me pongo de puntillas para hacer la comprobación del
aspecto de mi árbol. Hay niebla y está disfrazado de árbol de cuento de
horror. La niebla es bastante espesa y no se vé el cielo. Me visto con mi
mejor camisa, por si el camus de esta mañana falla y la abuela consigue
pasar el filtro dariano.
Lunadei siempre recibe visita, excepto cuando está castigado, porque su
mujer y su madre se turnan para venir a verlo. Lunadei ocupa la celda
contigua, a mi izquierda. Por los ruidos que me llegan desde su celda yo
puedo saber, con precisión, cómo va transcurriendo su día. El preso casi no
usa el tacto, ni el olfato ni el gusto. Es nada más que vista y oído. Pero la
vista le sirve sólo cuando sale de la celda y camina por los pasillos; entonces
debe detectar, con velocidad de rayo, las pequeñas pistas e indicios que
luego, en el espacio químicamente puro del aislamiento, se elaborarán y
reelaborarán hasta obtener las conclusiones que formarán las delicias del
próximo recreo. El rey de los sentidos del preso es el oído, porque de él
depende su supervivencia. Un preso es dos orejas.
Ahora Lunadei está limpiando la taza de su inodoro inglés, que en este
agujero infecto hace también las veces de lavabo. Golpeo la pared y formulo
la predicción meteorológica con que comenzamos cada día:
-- Tenemos pista pesada, socio.
Lunadei se ríe con su risita de chivo, sin dejar de limpiar el inodoro. Hay
muchos que no quieren a Lunadei, porque se niega a participar del
economato y desconfía de toda organización dentro de la cárcel.
-- Somos perdedores natos --suele decir ante cualquier amago de
entusiasmo entre los compañeros.
Se lo respeta, sin embargo, porque es veterano de una tortura
especialmente bestial: con un par de pinzas para el carbón le retorcían los
testículos hasta que perdía el conocimiento. Sus bolsas llegaron a alcanzar el
tamaño de dos pelotas de fútbol. Tenía que estar todo el día con las piernas
abiertas, como una parturienta, porque cualquier movimiento lo colocaba al
borde del desmayo. Y la misma gente que ahora le reprocha su derrotismo
sabe, con una convicción que no necesita de comprobaciones, que Lunadei
soportó aquellos espantos con entereza y hasta con humor. Y eso, en una co-
munidad de hombres maltratados, es un dato que suele tenerse en cuenta. 2

2
Este asunto del valor personal fue el que permitió la primera convergencia entre Pérez/Borges, Lunadei y

13
Vuelvo a golpear en el muro con la mano abierta.
-- ¿Cómo le sentaría ahora un vinito de La Caroya, socio?
-- Callate, bruja, que me estás matando.
Hablamos a media voz, como si fuesen pensamientos en voz alta. Las pa-
labras/pensamientos vuelan hasta las ventanas y caen en las otras celdas.
-- Yo me anoto para el vinito --dice Borges desde la derecha. Borges no
recibirá visitas; es un huérfano integral. Incluso por el lado de su novia, que
también está presa.
Un lejano tintineo empieza a buscar sitio entre los demás ruidos de la
cárcel, que a esa hora es una avispero (avispero, que no colmena): con-
versaciones ventaneras, descargas de depósitos de agua, súbitas carcajadas,
súbitas imprecaciones, alguien que silba, alguien que maldice, el ronco
tambor de Rado haciendo gimnasia contra todo reglamento. El tintineo
empuja con los codos a los otros ruidos y se va haciendo un pasillo sonoro
por el que avanza en dirección a nuestro pabellón. A esa distancia aún puede
ser varias cosas: el encargado del guardarropa, el vigilante de los presos
comunes que trabajan en la cantera, algún jefazo de Tratamiento y
Vigilancia. Poco a poco las alternativas se van decantando y de pronto el
tintineo deja de ser sólo un tintineo y adquiere una cara determinada e in-
transferible: la del encargado de las visitas.
-- ¡Prepararse para visitas! --grita la mala bestia, y de inmediato lee la lista
de los afortunados. (Por unos segundos puede detectarse la densa onda de
fantasías que recorre todo el pabellón, imaginando los rostros de los
visitantes probables. La onda de imágenes imaginadas va desde la Reja
hasta las gélidas duchas del fondo y vuelve otra vez hacia esa Reja que algún
día traspasaremos definitivamente. Entonces, de un modo o de otro, todo
habrá terminado).
Borges me golpea la pared.
-- ¿A que no pensaste en una cosa?
Cuando Borges está amasando algo trascendente, siempre comienza con
un "¿a que no pensaste en una cosa?"
-- ¿Qué cosa, mariposa?
-- Suponé que vos no hubieras nacido en Buenos Aires, ni trabajado de
periodista, ni caído preso. Suponé que naciste en Londres, que sos arquitecto
y que estás contratado para la remodelación de Trafalgar Square...
--De acuerdo --le digo--. Ya está suponido. ¿Y?

Borges/Borges. Lunadei era quien más se burlaba de Borges (de los dos) porque decía que Pérez pertenecía a la raza
de los que no pueden dormir ni un día sin un techo sobre sus cabezas (en alusión a su imperiosa necesidad de formar
parte de alguna secta protectora), y que Borges no era tan cretino como Pérez decía antes, ni tan genial como pre-
tendía ahora. Pérez, en tanto, quería convencer a Lunadei de las bondades de Borges trayendo al recreo citas que se
aprendía de memoria. "Literatura", respondía Lunadei, sistemáticamente. Pero una tarde de verano (el patio hervía
bajo un sol impío y nosotros nos licuábamos dentro de nuestros uniformes de invierno) Pérez acertó con la cita que
dejaría mudo a Lunadei:
-- ¿Sabés qué dice Borges en un poema?
-- No.
-- Que hay una sola cosa de la que un hombre jamás se arrepiente.
-- ¿Sí? ¿De qué?
-- De haber sido valiente.
Lunadei no respondió nada. Y siguió callado todo ese día, y el siguiente.

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--Que el día de hoy de todos modos sería el día de hoy.
-- ...
-- ¿No comprendés? No importa que tu vida haya sido de una manera o de
otra totalmente distinta: el día de hoy sería, de todos modos, el día de hoy.
Han leído mi nombre en la lista. Me coloco al fondo de mi celda, en la
reglamentaria posición de firmes, y aguardo a que la abran. Y entonces
vuelvo a sentir el desasosiego, jamás superado, de estar frente a una puerta
sin picaporte, que sólo puede ser abierta desde fuera. Ser preso es no tener
picaporte.
Menos mal que me puse la camisa limpia.

Nos organizan en fila de a dos y nos llevan hacia la capilla del penal, que
hace las veces de improvisado locutorio. Los bancos son colocados a lo largo
de la única nave y se dispone a los presos de espaldas a los muros,
arrodillados en los reclinatorios. Después de un rato llegan los familiares y
tras el único beso (que, como el de los enamorados muy jóvenes, nunca
encuentra el lugar preciso) los presos se arrodillan en el centro de la nave y
comienza el torneo de preguntas y respuestas, de gritos y susurros. Un
Cristo de yeso contempla la escena desde lo alto de su propia cruz. (Podría
haber sido nuestro representante natural, pero le ha restado puntos su
caracter de fundador de un club que apoya a nuestros enemigos. Igual que
en el caso de Lunadei, sólo nos merece respeto su condición de gran tortu-
rado).
La semana pasada visitó la cárcel el obispo de la ciudad a la que pertenece
Sierra Chica. Durante una hora se deslizó como una fragata a lo largo de los
pabellones con una mueca en la cara que según Borges, nuestro optimista,
era de tensa resignación y según Lunadei, nuestro pesimista, de oler mierda.
Había tenido el cuidado de vestirse con las prendas más sencillas de su
ropero, pero así y todo lucía magnífico entre nuestros harapos. Desentonaba,
también, el color demasiado sano de sus mejillas amanzanadas. Era casi
imposible encontrar una conexión directa entre su plenitud física y el cristo
ceniciento del locutorio.
Igual que un conejito de Indias en un juego de kermesse parroquial, al
entrar a nuestro pabellón el obispo miró hacia todos lados y al fin decidió
meterse en la celda de Braulio, para dar testimonio concreto de su
solidaridad con los que sufren.
-- Ven, hijo, acércate --dijo el obispo mientras tomaba asiento, con
dificultad, a los pies de la cama del uruguayo, tendida según reglamento.
Braulio, como también era de precepto, se había colocado de espalda a la
pared de la celda, con las manos atrás y la cabeza baja.
Junto a la puerta, pero sin traspasar el umbral (aunque, en realidad, las
celdas no tienen umbral) se estacionó el director de la cárcel, que acom-
pañaba al obispo en este descenso a los infiernos. Se trataba de una
presencia ominosa que ni siquiera Braulio, sereno paseador de cóndores, era
capaz de registrar sin un escalofrío. Ese hombre podía disponer de nuestros
cuerpos como si fuésemos sapos o cucarachas (sapos y cucarachas). Ahora,

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el propietario de nuestros cuerpos había venido acompañando al que se
ocupaba de nuestras almas.
Braulio consultó con la mirada al director, que puso cara de piedra (y esto
quería decir, con prístina elocuencia: "haga ahora todo lo que le pida este
gordo, pero no se olvide que él se irá y que yo me quedo, y que ésto no será
de ningún modo considerado como un precedente para el futuro, si es que
hay futuro"). Braulio fue y se sentó junto al obispo al tiempo que empezaba
a preocuparse por esta suspensión de la dulce rutina en la que pasaban sus
horas uruguayas. ¿Por qué él entre tantos otros?
El obispo le puso una mano en el antebrazo y lo atrajo aún más hacia sí,
haciendo ingresar a Braulio en el círculo de sus olores más íntimos. El olfato
del preso, que estaba casi tan virgen de sensaciones como el día de su
nacimiento (porque en una celda sólo hay olor a roña antigua, sudores y
sangre de chinches y para eso no hace falta tener nariz y hasta se agradece
el no tenerla) detectó efluvios cosméticos de los que había perdido hasta el
recuerdo: espumas de afeitar, desodorantes, talcos, lavandas.
El obispo inclinó la cabeza con algún esfuerzo, porque era de cuello corto, y
acercó su boca a la oreja de Braulio, que empezó a pensar que, después de
todo, este hombre estaba haciendo todo lo posible por crear un espacio de
privacidad y confidencia que, en cierto modo, suponía un acto de valor. Los
presos, aún los más recalcitrantes, jamás son insensibles a una demostración
de solidaridad, por tenue que ésta sea.
-- Dime una cosa, hijo --comenzó el obispo, con voz de tenorino.
-- ¿Sí? --dijo Braulio, ya casi ganado por el gesto de su inesperado visitante.
-- ¿Te masturbas mucho?

Delante mío camina Abregú, a quien una vez por mes lo viene a visitar su
hermana, oscura y callada como él. Entre los dos, de algún modo misterioso,
consiguen crear una isla de silencio en medio del espantoso estruendo del
locutorio. Abregú y su hermana se tratan de "usted" siempre que hablan,
pero casi no hablan. La conversación está hecha sobre todo de miradas, de
unas pocas preguntas y respuestas pudorosas, de pequeños gestos de
aliento y cariño. No parece posible que Freud tuviera en cuenta a gente como
ésta cuando inventó sus teorías. No es que Abregú y su hermana no tengan
sexualidad o inconsciente, como cualquier hijo de vecino. Pero ellos dos
parecen pertenecer a un espacio donde las cosas ocurren de otra manera.
Basta ver cómo descansa la mano de la hermana sobre el brazo de Abregú y
de qué callada manera se van trasladando la crónica de sus respectivas vi-
das, para comprender que estos dos son habitantes de un mundo del que
nosotros no tenemos ni la idea de por qué medios se podría llegar hasta él.
Un mundo que ni siquiera está relacionado con el remoto cóndor que Braulio
saca a volar con su quena, porque para Braulio, hombre blanco, ese cóndor
es música, mientras que para estos dos condoritos un Cóndor es otra cosa.
Abregú es tucumano, de Concepción. Lo detuvieron una madrugada en el
mismo ingenio azucarero en el que trabajaba. Todavía no había salido el sol,
y las últimas luciérnagas --que en Tucumán llaman tucu-tucu-- flotaban
entre los surcos húmedos como brasas de cigarros. Los antebrazos y el
pecho de Abregú son todavía ahora una pura llaga, secuela de las

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dentelladas de los perros. Hacían así: durante semanas y meses les daban de
comer a los perros sobre el cuerpo de un preso, al que mantenían atado.
Luego dejaban de alimentar a los perros durante setenta y dos horas. Al
cabo, cuando toda la jauría era liberada de una sola vez, partía como una
flecha hacia el barracón de los presos, buscando una comida inexistente.
Algunos presos terminaban siendo esa comida.
Abregú vive frente a mi celda, pasillo por medio. Casi nunca salimos en el
mismo grupo al recreo, de modo que nuestros encuentros se producen sólo
cuando, como ahora, los dos tenemos visita --y el canallita de Darío las pone
en el mismo turno-- o cuando abren a un tiempo los pasaplatos de las dos
alas del pabellón, para distribuir alguna cosa. Yo le hago entonces alguna
mueca a la que Abregú contesta con su mirada amistosa pero siempre seria,
porque es algo serio esto que nos está pasando.
-- ¿Cómo va, compañero? --le pregunto a Abregú mientras caminamos hacia
la capilla.
Abregú vuelve apenas la cabeza sobre el hombro, porque está prohibido
hablar en formación, y no hay nada que yo pueda decir, ni ahora ni nunca,
que tenga más importancia que la visita de su hermana.
-- Bien nomás.
Abregú es, además, el argumento preferido de Lunadei para molestar a
Borges.
-- Si los argentinos somos europeos que hemos nacido en el exilio, ¿dónde lo
metés a Abregú?
-- ¿Y qué? ¿Acaso habla en quichua? --responde Borges, chicanero. Apenas
se le pone delante de la nariz una verdad incómoda, Borges sale corriendo y
se esconde detrás de alguna teoría.
Antes de ir al locutorio tendremos que desnudarnos, con lo que a la
indignidad se añadirá el frío. Estar en cueros a la intemperie, con el viento
aullando entre nuestras carnes, no es el mejor modo de empezar un día de
invierno. Lo mismo le ocurrirá a las visitas, aunque bajo techo. Y para ellos la
indignidad será aún más indigna, porque vienen de Afuera, donde los
hombres son hombres y las cucarachas cucarachas.
Nos quitamos las ropas y las vamos dejando en un montón a nuestros pies.
Abregú es el que se desviste con más parsimonia y, también, con más pudor.
A medida que se va sacando la camiseta comienzan a aparecer los labios de
las cicatrices aún supurantes. El espectáculo del cuerpo de Abregú da más
frío que el frío.
Costa patea el suelo para calentarse, pero no es una buena idea, porque
vamos descalzos y el suelo está helado y duro. Afuera, antes del diluvio,
Costa trabajaba en un centro de investigación sobre producción vegetal.
-- ¿Y qué trabajo es ese? --pregunta Lunadei.
Costa se pone las dos manos entre las piernas, para darles un poco de
calor a sus pobres joyas gemelas.
-- Investigación --responde Costa, que con las dos manos calentándose los
huevos no parece en absoluto un investigador.
A favor de las preguntas de Lunadei, o quizás sólo para olvidarse del frío,
Costa hace un rápido camus de su antigua vida en el laboratorio: hay una
gran pileta de agua y una cesta repleta de tomates redondos y maduros que

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él va lanzando al agua, uno a uno."Comportamiento de un sólido dentro de
un líquido que lo contiene". Costa mira a través del ventanal de su
laboratorio: el buen tiempo está ad portas y el campo empieza a desperezar
sus verdes, de modo que el invierno se ha tenido que retirar a su última línea
de defensa, en las escarchas matutinas. Una ráfaga del camus de Costa
(tomates, primavera, la buena tierra), atraviesa las galerías heladas entre
nuestros hombros desnudos, pero sólo Costa conoce el origen del milagro. Y
Costa, igual que todos nosotros a cada rato, piensa en lo feliz que había sido
cuando era infeliz.
Llegan los guardias y nos revisan (levante los brazos, sacúdase el pelo,
abra la boca, saque la lengua, extienda las piernas, dése vuelta, separe los
cantos, vístase) y ya podemos volver a vestirnos. De pronto, ha cambiado la
foto: hemos dejado de ser judíos en Auschwitz; ahora, con la ropa en las
manos y en distintas etapas de la ceremonia de recubrirse, parecemos
participantes en un concurso de televisión. Abregú no podrá ir a la visita
porque olvidó sacar el pañuelo del bolsillo, uno de los pecados capitales. No
pide reconsideración, como tampoco la pedirá su hermana. (Pero estas cosas
no tienen que ver con el orgullo sino con la convicción de que el mundo es
como es y que no tiene sentido oponerse al destino cuando el mensaje del
destino es trasparente). Los Abregú no pedirán nada, pero a los dos se les
mueren de pena los ojos en la cara.
-- Ojalá me hayan traído los remedios --murmura Costa con aire contrito.
Costa tiene casi siempre aire contrito, aunque quizás ayuden los anteojos de
miope y su flacura. Además, un plumero de pelo domina su coronilla, ador-
nándolo con un gesto de adolescente eterno. Costa es una especie de aves-
truz: se come todos las medicinas que, mediante penurias inenarrables,
logramos hacer entrar al pabellón. Se le ha advertido que no debe hacerlo --
no sólo por disciplina y solidaridad sino para evitar que se envenene-- pero
su hipocondría puede más que todas las recomendaciones: remedio que pasa
por su celda (antibiótico, analgésico, diurético, carbón antidiarrea) Costa se
lo manda a bodega. Y el problema es que la celda de Costa está en un lugar
estratégico, es un nudo vital dentro de los vericuetos del pabellón, que los
compañeros llaman "la ruta de la seda".
-- Es la última vez, flaco --le advierten los compañeros encargados de la
salud--. La próxima nos vamos a enojar en serio.
-- Comprendo --dice Costa con aire contrito. Y a las dos horas se bebe de un
solo trago el jarabe para la tos que le han enviado a Ottolía.
¿Qué vamos a hacer con Costa? Borges dice que es un enfermo, y que a
los enfermos no hay que castigarlos sino ayudarlos.
-- ¿Enfermo? --se burla Lunadei-- Con todos los remedios que se zampa
tendría que ser el tipo más sano del mundo.
Lunadei trata con sequedad a Costa porque le fastidia toda forma de
debilidad no asumida. Por lo mismo, en suma, que le molesta la necesidad de
Borges de contar con estrellas bonafide que le guíen en la oscuridad.

¿Qué guardia nos llevará a la capilla? El asunto es de suma importancia. Si


nos lleva Picabea, no permitirá el beso de bienvenida (pero sí el de
despedida) y ningún abrazo. Montero no permite abrazos ni besos, ni de

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entrada ni de salida. Monterito, su hermano, es impredecible: una vez hasta
dejó que nos sentáramos junto a los familiares en los bancos de madera.
Pero eso ocurrió hace ya meses, cuando Monterito recién ingresaba a Sierra
Chica y sólo era un pichón de canalla. La memoria colectiva de la cárcel, sin
embargo, jamás ha olvidado aquella favorable alteración de las reglas y aun-
que Monterito se fue luego transformando en un guardia como los demás, de
todos modos durante un tiempo lo preferimos, porque al fin y al cabo es más
probable que un milagro venga de la mano de quien ya ha suscitado otro.
Monterito tiene otro rasgo distintivo: antes de dedicarse a esta profesión
fue peón en una panadería, igual que Mignola, que vive a tres celdas de la
mía. Un día que Monterito iba tomando una lista de presos con mención de
oficio, Mignola le contestó que "obrero panadero", y entonces nos enteramos
que Monterito también lo había sido, porque luego le hizo muchas preguntas
a Mignola sobre cómo trabajaban la masa en Córdoba, cómo preparaban el
horno y otras tecniquerías por el estilo. Algunas tardes, cuando el aburri-
miento de la cárcel era tan espeso que hubiera podido cortarse con un cu-
chillo, Monterito bajaba el pasaplatos de Mignola (plac) y con cualquier
excusa se quedaba allí, acodado en el pasaplatos como si fuese la barra de
un bar, charlando sobre esos asuntos que eran su punto de unión. Hubo al-
gún ortodoxo que creyó necesario advertir a Mignola sobre los riesgos de
confraternizar con el enemigo, pero a todos nos pareció evidente que éste no
era un caso como el de Ottolía y además la conversación de estos dos pan-
aderos se nos metía por las hendijas de nuestros respectivos cubos y al
menos por esa tarde nos ahorraba el trabajo de inventar camus porque su
conversación estaba cargada de imágenes perfectamente utilizables. Y había
que agradecerles, además, el maravilloso olor a pan caliente que se instalaba
en el pabellón 3 .

Nuestra formación debe detener su marcha para permitir el paso de una


columna de presos comunes que vuelve de su trabajo en la cantera. Con los
picos y las palas al hombro, parecen más hombres que presos. Además, ellos
no usan uniforme y entonces es posible adivinar alguna característica de sus
temperamentos y personalidades. Un cuello de camisa alzado, una faja
reemplazando un cinturón, tres cigarrillos en la cinta de un sombrero, dan
pistas sobre modos y costumbres. Nosotros, en cambio, somos chinitos,
todos iguales, y sólo nos personalizamos por la altura, el color del pelo, los
anteojos. Se nos ha amputado toda posibilidad de coquetería. Pero quizás

3
Tenía razón el único desconfiado y nos equivocábamos todos los tolerantes: Monterito mató a patadas a un
preso de Río Cuarto una noche que estaba encargado de los calabozos de castigo. El preso era epiléptico y aquella
noche tuvo una crisis que Monterito, ignorante por cuenta propia e insensible por entrenamiento, confundió con un
raro modo de simulación o con un más raro todavía intento de insubordinación. De manera que empezó a patearlo
en el suelo, mientras el infeliz se retorcía como una víbora. Entre las botas de Monterito y los ahogos de su propio
mal, el preso crepó. Con el tiempo, el hermano mayor de Monterito fue trasladado a otra cárcel, y entonces a Mon-
terito empezamos a llamarlo Montero, porque ya no era preciso diferenciarlo de ningún homónimo y quizás también
porque nos pareció que los diminutivos son impropios de los asesinos. Monterito (Montero) siguió buscándolo a
Mignola para hablar de cuestiones panaderiles, pero ahora Mignola casi no le respondía. Después de un tiempo,
dejó de visitarlo.

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nos hagan un favor. Es posible que la presitud y la coquetería no sean una
buena combinación.
Los comunes pasan a veinte pasos y nos clavan esa misma mirada de
preocupada interrogación con que también nosotros los miramos a ellos.
Nuestro único vínculo es el de pertenecer al submundo de los miserables,
pero allí acaba toda la fraternidad. Ellos desconfían de nosotros, porque
nuestra comunidad se guía por unas reglas (solidaridad, aliento, tolerancia)
que ellos aborrecen; y también nos odian porque desde que hemos llegado a
su cárcel las normas de seguridad se han acentuado, privándoles de algunas
pequeñas comodidades. Nuestros sentimientos, en cambio, son más compli-
cados: nos asombran, nos dan pena y, sobre todo, nos asustan por su irre-
ductible condición de fieras.
Estamos en la misma cárcel pero nuestros caminos jamás se cruzan,
excepto cuando ellos nos cortan el pelo (una tarea de tres minutos, una vez
cada cuarenta días) o cuando coincidimos en alguna visita a un médico que
no tiene tiempo de dividirnos en comunes y subversivos.
Con los peluqueros casi no podemos hablar, porque un sargento los vigila a
tres metros de distancia. De modo que nos comunicamos con mínimos gestos
que se enmascaran tras las reglas de cortesía del ritual peluqueril.
-- Mové un poco la cabeza.
-- ¿Así?
-- ¡Qué están hablando!
Pero también el sargento (sargento de peluqueros, como el coronel
Fazzoletto es coronel de oficinistas) tiene a veces ganas de conversar y se
aleja entonces en procura del encargado de pabellón. Se produce así uno de
esos raros cortocircuitos en la rutina de la cárcel, que sólo pueden ser apro-
vechados si se tienen muy bien afinados los reflejos. Nosotros los tenemos, y
en una milésima de segundo pasamos de ser imágenes de una película de
Visconti a otra de Chaplin. Todo se crispa y acelera. Hablamos con el ángulo
de la boca, el ángulo que queda en el costado contrario a aquel en cuya
dirección se alejó el sargento de peluqueros.
-- ¿Qué hay de nuevo?
-- Van a repartir pan dulce en Navidad.
Ese es el problema con los comunes: tejen el sueño de sus días con las
hilachitas de estas mínimas contingencias domésticas.
A veces me corta el pelo Cambí, el fratricida. Está condenado a treinta y
cinco años. Si se porta bien, saldrá dentro de diecisiete.
-- ¿Qué es lo primero que vas a hacer cuando salgas, Cambí?
Cambí detiene la maquinilla en el aire, como un director de orquesta que
está contando hasta diez antes de pasar al movimiento que sigue, y entorna
los ojos para concentrarse mejor en las imágenes de su remota liberación.
¿Lo primero?
Pero entonces vuelve el sargento y Cambí sólo alcanza a hacerme un gesto
vago que puede significar cualquier cosa: que se dedicará a buscar y
encontrar el mayor par de tetas del mundo o que matará a otro hermano.
El viernes pasado coincidimos con un grupo de comunes en la espera del
urólogo (todos, aquí, más tarde o más temprano acabamos en la consulta del
urólogo). Fue un cortocircuito excepcionalmente largo. Hasta hubo

20
ceremonias tan poco habituales como la de intercambiar tabaco y encenderse
los cigarrillos.
El preso desarrolla una extraordinaria habilidad para comunicarse con una
voz muy baja y a la vez muy nítida. Quien estuviese al final del pasillo sólo
hubiera podido ver un grupo de presos, alineados junto a las paredes grises,
fumando en silencio. La realidad es que están parlando como comadres.
Un común con ojos de ratón afirma la alpargata en el zócalo y baja la
cabeza en mi dirección.
-- ¿Qué hay de nuevo?
Tengo ganas de contestarle: "la bomba de neutrones", porque realmente
es lo único nuevo que trajeron las últimas Visitas. Pero el ratón lo va a tomar
a mal. Y me interesa hablar con este hombre.
-- Dicen que va a haber libertades para Navidad --digo yo.
El ratón se encoge de hombros, quizás porque no cree en esas supuestas
libertades de la Navidad o quizás porque él tiene una condena firme y
entonces le da lo mismo cualquier libertad, supuesta o no.
No he tenido suerte con este compañero lacónico y reconcentrado. A
Lunadei, en cambio, le tocó uno que hablaba hasta por los codos. El común
quería saber cómo nos la arreglábamos nosotros con el sexo.
-- Nos hacemos la paja --le responde Lunadei, un poco frontalmente.
Pero el común está buscando información más puntual.
-- ¿Y entre ustedes...?
-- Entre nosotros ¿qué? --lo ataja Lunadei, que empieza a sentirse incómodo.
-- ¿No hacen nada?
Buena pregunta. ¿Qué hacemos entre nosotros? Salvo error u omisión, los
casos de homosexualidad son raros. Parece que lo que hacemos los políticos
es aguantarnos.
Lunadei aprovecha la brecha abierta por su interlocutor para dar paso a su
propio morbo.
¿Y ustedes?
El común lo mira a Lunadei a los ojos. A Lunadei le da vergüenza y los
baja. Pero el común ya ha decidido que le responderá, quizás para divertirse
un poco con este político con cara de mandinga (Lunadei tiene las orejas en
punta y eso le da un airecito de diablo).
-- ¿Nosotros? --dice el común--. Y, depende. Yo, por ejemplo, tengo una con-
dena de once años.
Once años. Más claro, agua.
Pero ya que llegó hasta allí, Lunadei se anima y hunde los dos brazos hasta
lo más profundo del blando y oloroso fondo.
-- ¿Y se acostumbran rápido?
El común mira la brasa de su cigarro, que ya le llega a los dedos, y
responde sin quitar la vista de allí.
-- ¿Sabés lo que pasa? En este mundo, lo más parecido que hay a una
mujer, es un varón...

**

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Nos ha tocado Montero, de modo que no habrá besos. Se extrañará sobre
todo el beso de llegada, que es el más dulce (no estoy refiriéndome a mí, po-
rque mi abuela huye de los besos y de cualquier clase de caricia corporal. No
quiero ni pensar cómo se las arregló el abuelo para perpetrar la descenden-
cia. Pero tiene que haber sido de un modo humillante y acrobático). Y ade-
más tendremos que cuidar cada detalle (los botones de la camisa
abrochados, no mirar hacia los costados, la boca cerrada) porque todo es
causa de castigo. (Y el castigo es un lugar llamado el chancho --y también
las tumbas o los buzones, porque tiene un poco de cada una de esas cosas--.
Si usted tiene mucha suerte, el castigo ocurrirá en el medio de la primavera
o del otoño, y entonces el castigo será sólo espantoso y estará hecho nada
más que de indignidades. Pero si el castigo ocurre en el verano, usted podrá
llegar a saber, con certeza absoluta, cuán verdaderas eran esas historias que
usted leyó alguna vez sobre la terrible tortura de la sed. Le darán un vaso de
agua por la mañana y otro por la noche. En realidad, ni siquiera se lo darán:
usted tendrá que atrapar el agua en el momento en que tiren la cadena
desde afuera y corra el agua de la cisterna en su inodoro, el mismo inodoro,
por cierto, donde durante el día usted ha hecho sus necesidades. El vaso es
de plástico y ha sido usado por generaciones de miserables, pero es un vaso
y en el exacto momento en que usted oye que tiran la cadena (sin aviso pre-
vio, pero usted ha estado esperado ese momento durante todo el día y está
preparado, salvo que esté enfermo o desmayado, en cuyo caso da lo mismo
que esté preparado o no porque de todos modos no podría beber nada) lo
llena de agua, o de algo que parece agua y que usted no lo cambiaría ni por
una copa del mejor champán francés. Dos vasos por día: uno por la mañana,
apenas se ha levantado y le han retirado el colchón, y otro por la noche,
cuando acaban de devolverle el colchón. Entre los dos vasos trascurre el día,
en el que la sed crece como una planta y la garganta se va cerrando como
otra planta. El calor es su compañero en esa celda sombría, absolutamente a
oscuras (y usted da gracias a Dios por esa oscuridad, porque la idea de un
solo rayo de sol le pone al borde de la histeria) y acaba por quitarse las dos
ridículas prendas que aún lo separan del mundo animal: un calzoncillo sin bo-
tones, anudado como si se tratase del pañal de un niño, y una camisa
también sin botones, que ni siquiera es de su talla --y probablemente no es
de ninguna talla concreta sino sólo una "camisa para preso en celda de
castigo", atípica prenda que debe figurar bajo ese nombre en el catálogo de
algún indecente proveedor--. Usted se quitará camisa y calzoncillo aunque
sepa que ellos no pueden ser la causa de su calor, ni siquiera de un porcen-
taje infinitésimo de ese calor, puesto que entre los dos no deben pesar ni
cincuenta gramos. Pero una vez desnuda, la carne descansará directamente
sobre el piso de cemento y durante algunos minutos existirá una especie de
simulacro de frescura, al menos hasta que el cemento se iguale con la
temperatura de su cuerpo. Cuando ello ocurrra, usted empezará a notar
ciertas rugosidades y otras anfractuosidades de ese cemento, sobre cuyo
origen usted preferirá no formular hipótesis alguna, porque todas serían
igualmente desalentadoras y contribuirían a aumentar el calor.
Pero aún existe la posibilidad de que usted sea todavía menos afortunado y
el castigo ocurra en lo más crudo del invierno, porque entonces no será la

22
sed su problema (que es horrible pero no duele) sino un frío glacial, contra el
que no hay remedio alguno, ni siquiera el de los camus, porque cuando uno
está desnudo y helado también el cerebro se hiela y sólo puede reunir la
cantidad de lucidez estrictamente necesaria para formular la trémula
esperanza de que el martirio se acabe. Sin que usted se lo proponga, incluso
sin que lo advierta, su cuerpo irá adoptando la forma de una pelota, con el
mentón entre las rodillas, los brazos cruzados y las manos sobre los
hombros, porque de ese modo podrá resistir mejor los embates del monstruo
de los dientes de hielo que le lanza mordiscos desde todos los ángulos. El
culo se le irá congelando, pero eso no importa, porque no produce ningún
problema en absoluto. La cuestión, la verdadera cuestión será la espalda, la
parte más expuesta de su cuerpo (de eso que era su cuerpo), pero poco a
poco notará que el propio frío la ha ido recubriendo de una especie de
escamas protectoras, lo que no puede ser sino una de las pruebas de la
existencia de Dios. Llegado a este punto la cuestión fundamental consiste en
no moverse ni un solo milímetro, porque de lo contrario las escamas se
deshacerían y sería preciso recomenzar todo el proceso, con su terrible y
usurario coste).
Repaso con los dedos los botones de la camisa y bajo la cabeza, para que
no parezca que hablo, aunque no estoy hablando. Al dar la vuelta a nuestro
pabellón aparece mi árbol/bronquio, que también está luchando a brazo
partido con su propio invierno. La niebla se ha despejado y los muros de la
cárcel se muestran ahora en toda su extensión. Por sobre ellos caminan los
guardias armados (dentro de la cárcel no hay una sola arma) que de vez en
cuando prueban el mecanismo de su fusil con un brutal crac crac que todavía
hoy me pone los pelos de punta exactamente igual que el primer día.
Pero el de hoy será, al parecer, un día especial por muchas razones, porque
no nos llevan directamente a la capilla sino que nos meten en el patio del
pabellón número 8. Esto ocurre muy raramente, cuando algo marcha mal
(mal para Ellos, no para nosotros, aunque todo mal de ellos terminará de un
modo o de otro transformándose en un mal para nosotros) y significa un
recreo extraordinario e inesperado, en el que podremos encontrarnos con
compañeros de otros pabellones cuya huella habíamos perdido hace meses o
años. Dentro de las escuálidas variantes de la cárcel, equivale a ganarse el
premio mayor de la lotería. Más aún: es como realizar un viaje inesperado a
otra galaxia. La información que obtendremos en esta incursión será materia
de comentarios durante muchísimo tiempo; a partir de esos datos se
formularán deducciones que permitirán establecer destinos de vidas, vicisi-
tudes inimaginadas, novedades inverosímiles. Centenares de camus nacerán
a causa de la próxima media hora. Me abren la puerta del patio y yo me
siento Neil Armstrong bajando la escalerilla del módulo de alunizaje.
Dije que la coquetería le es amputada al preso, pero me equivocaba. Hay
un tipo de coquetería, fabricada con minúsculos detalles, que incluso entre
nosotros, los chinitos, es un modo de personalizarse, de preservar alguna
seña de identidad. Vean, si no, a ese hombre serio que camina con
parsimonia la cadenciosa caminata de la cárcel. La primera mirada daría
como balance que es idéntico a cualquiera de nosotros, así como una gota de
agua es idéntica a otra gota de agua. Observen, sin embargo, que nadie más

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que él lleva zapatos negros, de cordones, en este lugar que parece desa-
consejar, de todos los modos posibles, un par de zapatos negros y de cordo-
nes. Pero para este hombre que ha usado zapatos negros desde su más
tierna infancia, y que también llevaba zapatos negros el día que lo detuvieron
en su despacho del rectorado de la Universidad de Buenos Aires, esos insóli-
tos zapatos son, quizás, el único puente que conecta su vida de antes con su
vida de ahora, si es que puede llamársele vida a esto que le está ocurriendo.
Y cada vez que se pone sus zapatos, el día de Visita, vuelve a ser el hombre
que era. Esos zapatos son, así, la lámpara maravillosa de este Aladino.
En Gonzalito, en cambio, la coquetería toma la forma de la prolijidad. Es el
único de todos nosotros, que yo sepa, que plancha las camisas ("jarrea" las
camisas, debiera escribir, puesto que para esa labor no usa una plancha sino
la base de un jarro de lata calentado al fuego) y que coloca cada noche, con
precauciones que no son de este mundo, sus pantalones debajo del colchón,
para retirarlos a la mañana siguiente como recién sacados de la tintorería.
Gonzalito es también muy hábil con la aguja y así consigue superar las
desventajas de una altura por debajo de la media (casi todos los uniformes,
democrácticamente, llevan originalmente la talla de un hombre mediano) y
gracias a su destreza sastreril es el único de nosotros vestido a medida.
Cuando se acoda en uno de los bancos de cemento del patio, con el cigarrillo
entre los dedos y el mechón de pelo rubio cayéndole sobre los ojos entorna-
dos, embutido en su uniforme marrón con la chaqueta entallada, Gonzalito
no tiene nada que envidiar a un novio de barrio que espera en la esquina la
llegada de su novia. (Con su mechón rubio y sus sacos entallados, ¿qué
buscaría en la Revolución un tipo como Gonzalito? ¿Cuáles habrán sido las
humillaciones concretas que él necesitaba lavar en este proceloso río que ha
acabado por lanzarnos a tan desconsoladoras orillas?). Gonzalito es un
militante asumido, pero nunca lo es de modo más evidente que cuando se
discuten asuntos relativos al economato. Es entonces el más riguroso y no
transige con ningún intento de individualismo. "Todos iguales, siempre", es
su lema, aunque de tan igualitario termine siendo injusto, porque le obliga a
recibir cigarrillos a los que no fuman (todos iguales) y leche en polvo a los
enfermos del hígado (todos iguales). Con lo que consigue, dicho sea de paso,
la aparición de un mercado negro en el que cada uno, por el viejísimo
sistema del trueque, trata de hacer coincidir su consumo con sus intereses.
Gonzalito aborrece toda forma de uso y utilización del otro, por la razón que
sea (y que alguna vez nos contará, porque en este infierno las confesiones
son más que una terapia: son la única forma de recordar que uno sigue
siendo quien es).
Y es por eso, también, que a Gonzalito muchas veces se le atraganta
Lunadei, que en otro sentido (el de la caballerosidad y la discreción) es su
única personalidad gemela entre todos nosotros. Pero no soporta que
Lunadei prefiera estar al margen del economato (aunque acabe repartiendo
sus cosas con la misma generosidad (no mayor, pero tampoco menor) que la
de los compañeros que están en el economato), o que no comparta sus
estampillas con nadie, haya o no una urgencia, porque Lunadei considera que
sus estampillas son material estratégico de primera prioridad, su único

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vehículo de contacto con las tinieblas exteriores y, por lo tanto, propiedad
absolutamente privada y nada comunitaria.
Una de las veces que Lunadei estuvo especialmente egoísta, Gonzalito se
volvió hacia él con el mechón de pelo colocado de un modo que subrayaba su
profunda irritación, y con una voz que era a la vez cavernosa y sibilante, le
espetó:
-- Verdaderamente, Lunadei, vos sos el Hombre Nuevo.
Borges, que en este momento aún no se llamaba Borges porque aún no
había descubierto a su nueva estrella guía (o yegua madrina, al decir de
Costa, que cuando conseguía superar su contritez era bastante gracioso) se
rió hasta que se le empañaron los anteojos. Se rió tanto que temimos que lo
castigaran (y estábamos en medio del invierno).
Pero no se trata sólo del Rector y de Gonzalito. Todos, cada uno a su
manera, cultivamos alguna clase de look. A Lunadei le gusta parecer un
diablo (un diablito de cárcel marginal y periférica) y el propio Borges, pese a
la escasez de medios y a su estampa de gordito fofo, ha logrado construírse
una cierta imagen física de intelectual. Chinitos coquetos.
La frivolidad de mis pensamientos --suscitada, probablemente, por las
felicidades sumadas de la salida de la celda y la lotería de este recreo
extraordinario-- se da de boca con un encuentro agridulce (agridulce, en
este caso, no quiere decir que fue un encuentro agrio y dulce: quiere decir
que la parte dulce del encuentro era, a la vez, agria y que la parte agria
también era, y al mismo tiempo, dulce) con un esqueleto que está meando
(una mano en la cosita, la otra en el bolsillo) en uno de esos tristes mea-
deros de los patios de esta cárcel, que es otro de los escogidos lugares --
junto con mi árbol/bronquio y el cóndor de Braulio-- que se escapa del color
gris general, aunque en este caso la escapatoria lo lleva de cabeza al color
caca.
Pedroso nunca fue gordo, pero ahora no es ni siquiera flaco. Los
compañeros dicen que está tan delgado que las inyecciones se las dan en el
uniforme. A Pedroso le dan inyecciones todo el día.
Me le acerco por detrás y le toco el culo, un viejo chiste (que a él nunca le
gustó) de los tiempos en que éramos compañeros en el diario (ese diario --la
empresa/diario-- en el que me consiguió un puesto de periodista el coronel
Fazzoletto, y el mismo diario (el diario/diario) que, enrollado, le sirve a
Braulio para su música). Pedroso da un saltito de sorpresa y salpica con las
últimas gotas los zapatos negros del rector cautivo.
Por los ojos de Pedroso desfila una caravana de emociones. Se alegra de
verme (y los ojos negros le chispean), pero yo soy también un recordatorio
de muchas cosas tristes; la última, nuestro interrogatorio conjunto en una
remota cárcel provinciana (y los ojos, como los de Abregú y los de su her-
mana, se le mueren en la cara).
En los tres segundos que él utiliza para mirarme con sus dos miradas, yo
hago un camus de aquella cárcel que estaba toda pintada de verde, de arriba
a abajo, incluídos los baños. Allí, en los baños, hallamos los primeros
fragmentos de periódicos tras dos años enteros de confinamiento. Antes de
usarlos para la labor a que estaban destinados, los leíamos cuidadosamente.
Yo tuve poca suerte, porque en mi letrina sólo había la sección de avisos

25
clasificados. Y Pedroso también, en cierto modo, había tenido mala suerte
(aunque su mala suerte hubiese representado mi fortuna) porque le tocó la
sección de espectáculos.
--¿Qué hay de nuevo? --le pregunto en un susurro, mientras nos llevan hacia
las celdas de castigo donde pasaremos la primera noche.
-- Se murió María Callas. Creo.
-- ¿Cómo "creo"?
-- Me parece que era María Callas. Pero quizás era otra de esas gordas
gritonas.
Fueron tres meses espantosos, de interrogatorios diarios. Era por los días
del Mundial de Fútbol. Cuando jugaba Argentina, no venían. Excepto la vez
que perdió con Italia (fue el único partido, afortunadamente, que Argentina
perdió en aquel campeonato). Esa vez vinieron y nos maltrataron salva-
jemente, en atención a nuestro caracter de chivos expiatorios todo terreno.
A las nueve en punto estaban allí, todos los días, puntuales como suizos
(como relojes suizos). Primero se oía el ruido de la camioneta y luego el
cuchicheo en la guardia, en el que uno, siempre, creía reconocer la mención
del propio nombre. Y entonces el cuerpo se independizaba de todo control,
hasta de los más elementales, y los intestinos acababan por agregar la
humillación al pánico. A las nueve en punto, menos los domingos
(bienaventurados sean los domingos). Venda, capucha, las manos atadas a
la espalda y boca abajo en el piso de la camioneta con una bota en los
omóplatos. Había poco aire ahí abajo, y el poco que había estaba lleno de
pelusas, de polvo, de basuritas. Es increíble la cantidad de mierda menuda
que puede juntarse en el piso de una camioneta (y sin embargo, después,
estirado en cueros sobre el elástico, uno evocará el piso de aquella
camioneta como un maravilloso y perdido paraíso. Como que no hay más
paraísos que los paraísos que hemos perdido).
Y tras el daño, el retorno al cubículo convertido ahora en lamedero de
heridas. Sangre y cansancio. Sobre todo cansancio. Cada pestaña pesaba
una tonelada.
Nos salvó el morse (bienaventurado sea el señor Morse). Gonzalito, cuando
le conté esta historia, dictaminó que "el morse es una de las contradicciones
del imperialismo".
Tuvimos suerte, porque en aquella inmensa cárcel verde habitada sólo por
una docena de presos, Pedroso y yo fuimos colocados en celdas contiguas y
los dos habíamos aprendido morse en la cárcel de la cual veníamos ("el saber
no ocupa lugar", comenta Borges, haciéndose el gracioso). Un golpe aislado
seguido de dos juntitos, a.
Tres golpes juntitos seguidos de un golpe aislado, b. Una maravilla.
-- Raya raya punto raya, punto punto raya, raya, punto, raya punto, punto,
punto, punto, raya raya raya, punto punto punto...
Comencé a descifrar el "quién sos" que me enviaba Pedroso.
-- María Callas --le contesté.
Pedroso tardó un rato en volver a golpear:
-- Hablá en serio, boludo. Y no pierdas tiempo.

26
El tiempo era lo que siempre nos había separado a Pedroso y a mí. Él vivía
como si fuera a morirse dentro de tres horas; yo, como si no me fuese a
morir nunca.
Pero ahora los dos estábamos contentos, porque los habíamos jodido. Ellos
nos creían condenados a la incomunicación y nosotros, por obra exclusiva de
nuestra inteligencia y de nuestra astucia, podíamos hablar cuando se nos
antojase. El jarro lleno de leche de Cambí era un triunfo pequeño, cromático.
Este, en cambio, era un triunfo gigantesco.
Durante una semana no nos molestaron para nada (es una de las tácticas
de estos miserables) y entonces la pared se transformó en un telégrafo que
funcionaba el día entero. Se me despellejaron los nudillos, de modo que tuve
que protegérmelos con un pañuelo. Convinimos medidas prácticas: después
de cada palabra había que hacer un leve cepillado con la palma (ras ras) y
esperar el comprendido (tun). Entonces se podía seguir.
-- Me (ras ras) parece (ras ras) que(ras ras) está (ras ras) lloviendo (ras
ras).
Pedroso, incorregible pinchador de globos (de esta clase de globos), me
contestó que no, que era la ducha de los guardias.
-- Qué (ras ras) lástima (ras ras). Me (ras ras) encanta (ras ras) la (ras ras)
lluvia (ras ras).
Pedroso me contó la primera vez que había visto llover en el campo, una
tarde de su infancia. Vestidos con el uniforme de la tormenta, la tierra y el
cielo estaban del mismo color.
-- Fue lindo ... --dice Pedroso, con un golpe de nudillos que, increíblemente,
me traslada con la precisión de una película en technicolor cada detalle de su
evocación.
Tun.
Y por un rato la transmisión se interrumpe, porque los dos nos dedicamos
a recorrer el espinel de nuestros recuerdos pluviales.
A la semana, a las nueve en punto, se lo llevaron a Pedroso. Volvió tres
horas después, a rastras por el pasillo. Entre cuatro lo tiraron adentro de su
calabozo, como lata al basural, y después se fueron silbando, haciéndose
bromas, hablando de Pasarella y Beckenbauer.
Durante tres días la pared, de su lado, enmudeció. Yo velé ese silencio con
mi propio silencio ("esa extraña forma de la presencia que es la ausencia",
apunta Lunadei). Me limitaba a saludarlo cada mañana y cada noche.
Pedroso no podría contestar, pero oiría.
Poco después fue mi turno, mi propia cuota de pelusitas, bota, Tupac
Amaru sobre un catre y hablá hijo de puta. Y entonces, solidariamente, esa
noche la pared me dijo "hasta mañana" y cuando llegó la mañana me dijo
"fuerza, hermano que ya falta poco". Gracias, pared. Otro día, a las nueve,
se lo llevaron a Pedroso en la camioneta, como habían hecho siempre. Pero
luego ya no lo trajeron de vuelta a su celda. Durante días fui, más que
nunca, sólo una oreja que trataba de percibir el regreso del compañero ido.
Pero nada ocurrió, porque la pared quedó muda. Quedó pared.
Y ahora, después de dos años, volvía a encontrar a mi bongocero favorito.
En todo este tiempo había recibido muchas informaciones sobre Pedroso y
sólo una era buena: estaba vivo. Todas las demás eran malas y alguna hasta

27
horrible: la tortura lo había hecho polvo, dos intentos de suicidio, deterioro
físico paulatino, la Cruz Roja lo había tomado bajo su protección. De ahí las
inyecciones (que quizás eran una tortura extra, porque la Cruz Roja no sabe
lo que puede llegar a ser la inocente ceremonia de ser inyectado cuando ello
ocurre en estos submundos).
Mi camus había durado el mismo tiempo que las dos miradas de Pedroso,
la alegre y la triste. Pero al final fue la alegre la que se le quedó en la cara.
-- Hola.
También la voz de Pedroso había cambiado. Ahora era como el ruido de un
engranaje sin aceite. Algo se le había roto entre pecho y espalda.
-- ¡Qué voz, hermanito! Parecés la Callas.
Tardó un rato en ubicar el chiste. Casi pude seguir geográficamente, como
en un mapa, el itinerario de la arruga de su frente que acabó desembocando
en el recuerdo que yo había suscitado. El propio y fugaz camus de Pedroso le
había conducido a la cárcel verde, las pelusas y Tupac Amaru. No fue un
camus amable.
Pedroso acabó de guardar el pitraco en su lugar y encendió un cigarrillo.
Me dio un escalofrío el solo pensar en la nicotina y el alquitrán viajando por
esos bronquios de vidrio molido. Le pasé el brazo por el hombro.
-- Cuidado --me alertó--. Si nos ven, perdemos.
Tenía razón. Si nos veían, era chancho. Y Pedroso no estaba para aguantar
ni un día de chancho extra.
Nos fuimos caminando despacio, hacia el lugar donde había menos gente,
y entonces Pedroso me puso al día con su estilo económico, a lo Hemingway.
-- Fue duro al principio, mientras pensé que podían sacarme algo. Pero poco
a poco, pregunta va y pregunta viene, ellos mismos me fueron contando todo
lo que sabían, y sabían más que yo. Entonces me quedé tranquilo.
El "principio" de que hablaba Pedroso había durado más de medio año, con
interrogatorios casi diarios. Sólo con un par de huevos de elefante era posible
aguantar semejante jueguito.
Se lo dije:
-- Hay que tener un par de huevos de elefante para aguantar ese jueguito.
Pedroso empieza una sonrisa que inmediatamente tiene que suspender
porque la boca se le vuelve a llenar con la tos de vidrio molido.
-- ¿Y vos, gomaespuma? --Antes del diluvio, Pedroso siempre me llamaba
"gomaespuma".
-- Cosí cosá.
Pedroso enciende otro cigarrillo y seguimos caminando.
-- ¿Todavía coleccionás paradojas, gomaespuma?
En nuestras antiguas discusiones, Pedroso solía quejarse de lo que él
llamaba mi "lamentable manía por la paradoja". Con el tiempo (ese tiempo
que a mí me iba a sobrar y a Pedroso le faltó) descubrí que Pedroso le
llamaba paradoja a esa cuestión de lo agridulce.
-- Por aquí no hay mucha paradoja cosechable-- le contesto.
-- Bueno. Yo tengo una.
Comprendí que, en cierto modo, Pedroso estaba realizando un acto de
cariño que no excluía cierta dosis --moderada-- de respeto político. Su

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paradoja era sobrecogedora, especialmente por venir de alguien cuyo
exquisito pudor le impedía hablar de la tortura, ni siquiera elípticamente.
Fue en la cárcel verde --comenzó Pedroso--. Vos ya te habías ido...
¿De modo que Pedroso había continuado en aquella cárcel después que a
mí me trasladaron? Por primera vez sentí algo parecido a la deserción, aun-
que fuese involuntaria, con caracter retroactivo.
-- ... Ya me habían hecho de todo --Pedroso me miró de reojo, para saber si
en este caso especial valía la pena entrar en detalles. Pero comprendió en
seguida que el "de todo" era más que suficiente--. Yo había tenido mis altas
y mis bajas, mis más y mis menos. Pero en promedio la iba llevando ba-
stante bien.
Pedroso prendió su tercer cigarrillo de la caminata y antes de que yo lo
mirase con mi mirada ecológica me dio una palmadita disuasora en la mejilla
(que también hubiera podido enviarnos de cabeza al chancho).
-- ¿Y entonces?
-- Entonces --continúa Pedroso-- pasó una cosa rarísima. Una tarde (que
había sido como cualquier otra, con las mismas preguntas, los mismos jarros
de agua sobre el cuerpo, la misma milonga de todos los días), cuando me
llevaban ya para la camioneta, sin proponérselo, el guardia me agarró los
dedos al cerrar la puerta. Y aunque yo estaba encapuchado, el interrogador
se dio cuenta, por el modo en que me retorcí, que aquella cosa que había
pasado (que era nada y menos que nada comparado con cualquier minuto de
cualquiera de aquellos días) me había llenado de terror y de asco.
-- El botón --dije yo, sin más explicaciones. Pero Pedroso entendió.
-- Sí. Era el botón. Mi botón.
Su botón del pánico. Yo había leído en algún lado que todos tenemos ese
botón: si alguien lo aprieta, perdemos todo control, somos de trapo.
Yo quería saber el final de la historia (aunque corría el riesgo de
encontrarme con un final poco heroico), pero no había habido final de la
historia porque inmediatamente después de ese suceso los interrogatorios
entraron en un período de suspensión y luego, cuando se reanudaron, el
interrogador era otro y afortunadamente no le había pasado el dato a su
sucesor. (Esta es la ventaja de ser torturado en un país latino: son más
creativos, pero menos disciplinados).
-- Lo que pasó --concluyó Pedroso-- es que de pronto me di cuenta de mi
vulnerabilidad. Que el cuerpo tiene su propia memoria y sus propios terrores,
y que no le pide permiso a la cabeza para actuar.
-- ¿Y esa es la paradoja?
Pedroso tiró al suelo el tercer cigarrillo y se encaró conmigo con su media
sonrisa alegrándole discretamente la cara (así, exactamente así como está
ahora, es como yo habré de recordarlo siempre).
-- ¿Qué? ¿No te gustó?
Le dije que considerando que no estábamos precisamente en Para-
dojalandia, su paradojita no había estado mal del todo, pero los dos
sabíamos que no era una paradoja lo que me había contado Pedroso.
-- De modo que, después de todo, sos humano. Como la Callas...
Pedroso acercó su cara a la mía todo lo que permitía el reglamento, guiñó
un ojo y luego hizo un aro con los dedos pulgar e índice de su mano iz-

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quierda y lo traspasó varias veces, en un movimiento de vaivén, con el índice
de la otra mano.
De haber estado en cualquier lugar del mundo que no fuese una cárcel, nos
habríamos dado un gran abrazo. Pero allí tuvimos que conformarnos con su
gesto y mi mirada.
Cuando crepó, tres meses después, Pedroso no pesaba mucho más que un
gato de los grandes.

***

Gonzalito también está entre los que esperan visita. A pesar de su poca
estatura se le distingue desde lejos porque es una margarita entre yuyos: el
pantalón de su uniforme tiene hasta raya. Si uno pudiera abstraer los muros
grises que circundan el patio por todos los lados y abstraer también a todos
nosotros (abstracción a la que ninguno de nosotros se opondría) Gonzalito
luciría en este lugar como un enfermero de clínica privada o algo por el
estilo. Gonzalito es un duque.
Y sin embargo, el duque atesora entre pecho y espalda, exactamente
debajo del mechón rubio, una historia espeluznante. Igual que la gente que
va a ver a un médico de venéreas, Gonzalito nos dijo al principio que le había
ocurrido a un amigo. Pero manejaba los detalles con demasiada soltura y
ponía una pasión impropia de ningún amigo, por íntimo que fuera.
La confesión se produjo en uno de esos recreos de verano en los que la
cárcel parece doblemente un infierno (algo así como un horno que estuviese
metido dentro de otro horno). Fue de este modo: Gonzalito se había
enamorado de una mujer bastante mayor que él y con características que la
diferenciaban de todas las relaciones que había tenido en el pasado.
-- No era linda, no era inteligente. Ni siquiera era buena persona.
Sólo Lunadei, Borges y yo estábamos oyéndole. De todos modos, Gonzalito
no hubiese admitido a nadie más en esta charla.
-- Y después de un tiempo supe, además, que me metía los cuernos...
-- Que le metía los cuernos a tu amigo...
-- Sí, claro, a mi amigo --corrige Gonzalito, pero ya no abandonará la
primera persona.
Gonzalito no ha dicho "me di cuenta de que me metía los cuernos" ni "me
enteré que me metía los cuernos"; Gonzalito dijo "supe", y fue evidente que
nadie se lo había contado y que él tampoco había descendido a discutirlo con
ella.
-- Una joyita --comenta Lunadei, que tiene toda la pinta de haberse comido
varias joyitas como la de Gonzalito.
-- Sí, era una de esas mujeres que más vale perderlas que encontrarlas. Pero
lo verdaderamente grave es que a mí me gustaba. Me gustaba de alma.
Gonzalito, que es un caballero, jamás nos diría por qué le gustaba tan
profundamente una mujer con tan pocos atractivos, de modo que cada uno
de nosotros le endosa a la desconocida su propia fantasía de perversiones
varias que justifiquen el cariño exagerado de Gonzalito.
-- ¿Y entonces? --pregunta Borges, que igual que su maestro abomina de las
disgresiones.

30
-- Entonces comprendí que esa mujer tenía algo (para definir esa alguitud
Gonzalito hizo con los dedos de la mano derecha el mismo gesto que se
utiliza para representar dinero) que me dominaba, y que yo jamás iba a
poder separarme de ella por propia decisión.
Gonzalito nos obsequió con una mirada redonda y nos preguntó con los
ojos, como si fuera un maestro ante su clase: ¿qué es preciso hacer para
sacudirse tan espantosa servidumbre? Nosotros movimos las cabezas hacia
uno y otro lado, solidarios y perplejos.
Muy simple: me concentré en la observación de su cuerpo como si se tratase
de un objeto colocado en un microscopio.
Borges, Lunadei y yo cambiamos una rápida mirada de escepticismo: no
nos parecía un remedio proporcionado a la gravedad del problema.
-- Es un sistema infalible --dijo Gonzalito, que pasó de inmediato a explicar el
sistema infalible, y entonces ocurrió lo espeluznante.
Era así: mientras ella hablaba (era de las que hablaban mucho) Gonzalito
fijaba la vista en un área muy reducida del insecto: los párpados, por
ejemplo, o las ventanas de la nariz.
-- Vista de cerca, en detalle, la carne es horrible.
Y Gonzalito nos contó con su voz serena, donde ninguna palabra sobresalía
de otra, cómo poco a poco fue consiguiendo dejar de ver los conjuntos y
concentrase en pequeñas zonas o sectores: la grasa del cutis, los pelos en-
carnados, las berrugas resecas, la baba de las comisuras de la boca, las
manchas de sarro que se iban comiendo los dientes de la amada, las
flaccideces varias que empezaban a dar a su piel el aspecto de ropa tendida,
los despuntes de futuras varices, la grotesca hinchazón de los tobillos, las
uñas de los pies del color de un trapo sucio.
Fue una tarea de años.
-- Cada vez que descubría un nuevo horror, sentía que la cadena había
cedido un poco.
El trabajo quedó terminado ("misión cumplida", diría Ottolía) el día que
Gonzalito pudo observar a voluntad y sin rastro de pasión la sonrisa vertical
de la mujer dormida. Gonzalito acercó sus ojos a aquél otro Ojo y escrutó
con minuciosidad de orfebre cada pliegue, cada membrana, cada humedad.
-- Vista muy de cerca, una concha es espantosa.
Y Gonzalito nos miró otra vez uno por uno, para comprobar el grado de
aceptación de sus teorías. (De todos modos, creo que los tres votamos a fa-
vor de las conchas y en contra de Gonzalito).
-- Y así me la saqué de encima --concluyó.
-- Si te sirvió para liberarte, nada que objetar --dice Lunadei, que antes del
diluvio era trotskista activo--. Las empresas no se miden por las intenciones
sino por los resultados.
-- El fin justifica los medios... --digo yo para hacerme el gracioso.
Borges tarda un rato en decir algo, pero también él consigue espe-
luznarnos.
Vos hiciste como Herodes...
Gonzalito lo mira divertido. ¿Qué puede haber de común entre Gonzalito el
Duque y el Gordo Herodes?.

31
-- Herodes --dice Borges-- quería matar a Jesús niño. Y entonces mandó
matar a todos los niños de Palestina. Vos hiciste lo mismo: para matar una
concha, mataste todas las conchas.
Herodes, Borges, Jesús niño. Nos estamos volviendo locos.

***

De Herodes y Pilatos, precisamente, nos habló el cura el domingo pasado.


Nada es más triste que una misa en la cárcel (excepto la lluvia; y cuando
coinciden la misa y un día de lluvia, cartón lleno), pero --como todas las
cosas-- tiene también su lado favorable. (Pedroso me diría: "Cuidado, pibe,
te estás haciendo experto en lados favorables". Pero Pedroso se murió y no
pesaba mucho más que un gato de los grandes). En primer lugar, nuestro
cura es de los de antes, de los que usan los gestos y la voz como atributos
de un actor. No está mal. Pero, además, Ferrobusta es un cura perverso,
complicado con toda esta miseria de aquí adentro, y que nos odia
cariñosamente en el mejor estilo inquisición. Su grado en el Ejército es el de
capitán. Vaya uno a saber qué grado tendrá en su otro empleo celestial.
El domingo pasado Ferrobusta nos contó de Pilatos (a quien malquiere
exclusivamente por exigencias del guión, puesto que los romanos, en
general, tienen su simpatía; a los que Ferrobusta odia en serio es a los
judíos. Todos nosotros, en cierto modo, somos para él una especie de judíos.
Y qué decir de los que son judíos/judíos, como tantos en esta cárcel). Y
también nos habló de Herodes y de la crucifixión de Jesús, deteniéndose con
primor en los detalles más conmovedores:
-- Los clavos (y nos indica el tamaño de los clavos) eran metidos exac-
tamente en el centro de la palma de la mano, el único lugar donde no chocan
con ningún hueso. De ese modo el crucificado puede quedar colgado durante
días sin desangrarse--. Y todos nos miramos las palmas de las manos, por-
que todos, de algún modo, figuramos en la lista de espera para la próxima
crucifixión. Ferrobusta nota nuestro gesto y, satisfecho, pasa a contarnos
otras regocijantes particularidades de la tortura divina, como el lanzazo en el
costado o las burlas de los judíos (pero entonces él también era un judío,
puesto que se burlaba). Dentro de la capilla, cuatro guardiacárceles controlan
con ojo atento que toda la representación transcurra en orden, sin rebasar
los límites del sano histrionismo.
Algunos momentos de la misa tenían, además, dignidad literaria. La lectura
de alguna parábola (a Costa le gustaba la del grano de mostaza, a la que él
llamaba "la parábola de la Savora") o algunas de las frases rituales ("tuyo es
el poder y la gloria" o "mi paz os dejo, mi paz os doy") ponían un toque de
buen decir en aquel universo de bestias lacónicas. Y también había que
agradecerle al cura preconciliar que se vistiese con la antigua morosidad y
boato, porque esas alburas (que sólo podían hallar competencia en el líquido
de Cambí) y esos púrpuras, no permitían que nuestros ojos vivieran
absolutamente ayunos de pigmentos lujosos. Sólo allí pude comprender lo
que debe haber significado una procesión o una misa para las gentes grises
de la plebe medieval: teatro, cine y televisión todo en uno. Y además se
salvaba el alma.

32
Rizzo, que no cree en nada --puesto que estudió con los jesuitas-- se burla
de Ferrobusta más tarde, durante la ducha, si los guardias nos descuidan un
poco. Entonces Rizzo se agarra el paquete con las dos manos y lo agita como
si fuese la trompa de un elefante:
-- Tomad y bebed todos de él...
La primera vez que vimos a nuestro capellán llevábamos sólo un par de
semanas en la cárcel gris. Estábamos macilentos, con hambre y
desesperados. Tanto lo estábamos, que hasta ese peñón inconmovible se
condolió, aunque a su manera, de nuestras muchas miserias.
-- Lo importante, en el sufrimiento, es mantener una fe robusta.
Ese día, entre preámbulo y sermón, lo repitió cinco veces. De modo que
por nombre le quedó Ferrobusta.
A la misa vamos por obligación y porque tenemos la curiosidad de saber
con qué nueva y misericordiosa infamia nos regalará este increíble cura que
llega todo de negro, como un tahur de película del Oeste, siempre un poco
antes que nosotros, llevando en la mano su necessaire sacro del que va
extrayendo los elementos portátiles de la misa, terminando siempre por el
cáliz de acero inoxidable. Dispone todo como un vendedor ambulante y, por
fin, se vuelve hacia nosotros con los brazos abiertos y el gesto contrito, como
el de Costa. "Comportamiento de un sólido dentro de un líquido que lo
contiene". También Ferrobusta hace sus investigaciones, a medio camino
entre la capitanía y el apostolado . ¿Estará en lo cierto el capitán Ferrobusta:
será el alma inmortal? La sola idea de un Ferrobusta eterno me pone la piel
de gallina y me reafirma en la decisión de no formar parte de ese club. "To-
mad y bebed todos de él". Tiene razón Rizzo.
También nos gusta el momento de darnos la paz (que es cuando los
guardias, y hasta el propio Ferrobusta, agudizan sus miradas vigilantes).
Cada cual lo hace dentro de su estilo. Gonzalito da toda la mano, como si se
tratase de una presentación formal, del modo como lo haría el propio Gardel.
Sólo falta que agregue un "mucho gusto" o un "encantado". Abregú, maestro
de la discreción, apenas si roza con su mano la del compañero que está más
cerca (los que se demoran en el saludo, en cambio, son sus ojos. Abregú da
la mano con los ojos). Lunadei siente un poco de apuro por este asunto de
darse la mano ("gente grande haciendo semejantes gansadas"), pero no
puede ocultar a tiempo un minúsculo temblorcito de emoción que le tuerce
un ángulo de la boca. Borges da la mano como un político, con palmadita y
todo. Rizzo y Costa, que suelen estar siempre juntos, se dan la mano entre
ellos, con cara de circunstancias (Costa, con aire contrito; Rizzo, tratando de
poner un poco de seriedad entre sus pecas). A mí me gusta, al dar la mano,
sentir la palma cálida del compañero en la mía, que también él sentirá cálida.
Aunque sea regalado, y de los pequeños, siento que también esto puede
ponerse en la lista de triunfos sobre la cárcel.
--La misa ha terminado. Podéis ir en paz --dice el cura/capitán/actor. Pero es
un guión erróneo, porque aquí nunca hay paz y tampoco podemos irnos.

***

33
Ya estamos de nuevo en fila rumbo a la capilla. Ahora mi compañero de
línea es Costa, que ha desarrollado una insólita habilidadad para hablar sin
que lo noten los guardias. Por los anteojos y el aire contrito, Costa parece
casi mudo. Y sin embargo, habla todo el tiempo, como un loro:
-- Me dijo uno del pabellón 9 que se está preparando una huelga. ¿Oíste
algo?
Hago que no con la cabeza, sin levantarla, porque a mí sí que se me nota
cuando hablo.
Me dijeron que el nombre de la huelga, en clave, será Espartaco.
Espartaco. La rebelión de los esclavos y los gladiadores. ¿Cuál de las dos
cosas somos nosotros?
Mientras camino junto a Costa, que no parece en absoluto alegrarse de la
proximidad de una huelga, lo mismo da si es de gladiadores o de esclavos,
hago un rápido camus, casi un aguafuerte: la abuela Rafaela llora sobre su
plato de sopa y yo pienso, frente a ella, que la sopa de la abuela, con la
suma de las dos saladuras, va a quedar incomible. (El camus no me sumini-
stra el origen de la pena rafaelesca, pero de todos modos decido archivarlo
tal como quedó, diciéndome que al fin y al cabo era un camus de aguas más
que un camus de abuelas).
-- ¿Y qué corno de huelga podemos hacer nosotros, si ya hacemos huelga de
todo? --se pregunta Costa.
Se lo hubieras preguntado al del pabellón 9, pienso --y no digo, para evitar
que el diablo meta la cola cuando ya estoy tan cerca de la capilla y de mi
abuela-- aunque Costa no necesita de mi respuesta para seguir quejándose
con aire contrito y hablando con su voz invisible.
-- Nos van a reventar. Y además --dice Costa después de unos segundos de
reflexión-- van a suspender la entrada de remedios. ¿Y entonces yo qué
hago?
Nuestro científico de cabecera está abrumado pensando en la posibilidad
de una veda de medicamentos que deje sin alimento a su hipocondría.
-- No te preocupes --musito.
-- ¡Quién habla ahí!-- clama Montero, y me mira, y yo decido bajarle
definitivamente la cortina a Costa, porque estoy a diez centímetros del
chancho.
-- ¡Huelga! --dice Costa con despecho y como si Montero estuviese a un año
luz de distancia--. Para hacer una huelga primero hay que existir.
Costa vino de la cárcel de Coronda, en un traslado especialmente
desalentador. Costa y sus compañeros llegaron por la noche, tras horas y
horas de tormenta. Ese día la copa de mi árbol/bronquio se estuvo agitando
de un lado al otro como si fuese la melena de una loca. Pero tras la lluvia el
tiempo se calmó y el aire se volvió delgado y trasparente. Justo entonces
llegaron los pobres infelices. La paliza, monumental, empezó en la misma
puerta del penal y terminó media hora después en las celdas, quinientos
metros más lejos. Los demás escuchábamos desde nuestra propias celdas,
inmóviles, imaginando de memoria lo que estaba ocurriendo, puesto que to-
dos, unos más y otros menos, ya habíamos pasado por estas recepciones.
Hay algo perfectamente serio en el ruido que hace una porra sobre la
pobre carne de preso. Ese ruido, y el de las voces de mando, y el de los croc-

34
crocs de los candados, y el de las carreras por los pasillos, eran todo el ruido
que hacían unos y otros. Casi no había gritos (porque éramos unos presos
bastante dignos y porque dolerse, además, suele afectar al ritmo de la fuga
hacia las celdas, que es donde hay que llegar lo antes posible) excepto
alguno de odio o de rabia (o mejor dicho: de odio y de rabia).
Aquella noche la puerta de mi celda se abrió y un paquete humano fue
lanzado hacia el fondo, entre las dos camas. Llevaba ropa de calle, como
ocurre con todos los presos que son trasladados, y ese hecho lo volvía do-
blemente extraño.
El guardia tiró detrás de él una manta y le dio dos vueltas de llave al
candado, dejándonos solos.
Este hombre de quien no sé siquiera si es joven o viejo, rubio o morocho,
porque aún no ha comenzado a incorporarse, pasará conmigo las próximas
veinticuatro horas de cada día, lo mismo da si congeniamos como si no. En
una celda de seis metros cuadrados no hay más privacidad que la de los
camus que uno sea capaz de inventar, y aún entonces todo dependerá de
que no sea ese, precisamente, el momento que el otro ha elegido para
tributar a la tierra sus jugos intestinales, porque no hay camus en este
mundo que pueda crecer y multiplicarse indiferente al aroma del abono
humano. Si simpatizamos, este hombre que sigue tratando de levantarse --y
que debe tener un hombro roto, porque ni siquiera consigue ponerse boca
arriba--me contará su vida con un lujo de detalles que no conoce ninguna
otra persona en el mundo, incluído él mismo. Y si no simpatizamos me
mirará como si yo fuese un forúnculo. Pero también puede ocurrir que este
hombre haya tenido una experiencia negativa con anteriores compañeros,
que resultaron colaboradores de las autoridades del penal, y entonces no me
mirará con simpatía ni antipatía sino que me mirará como se mira a un
enemigo potencial, estudiando cada uno de mis actos y midiendo cada una
de mis palabras, con lo que acabará por convencerse más allá de toda duda
de que yo soy un colaborador de la cárcel, porque un obseso siempre
encuentra lo que busca, sobre todo si lo está buscando dentro de una jaula
con dos fieras idénticas y simétricas.
Pero este hombre puede ser, también y sencillamente, un loco, un pedazo
de carne desbaratada por la tortura, un golem hecho ya no de prevenciones
sino de delirios arborescentes. Si lo es, si se trata de un loco, puede ser del
modelo pasivo, que mira hacia el techo todas las horas de cada día (y en-
tonces uno no podrá alejar, ni por un momento, la espantosa idea de que lo
que hay allí no es un hombre sino un espejo), o del modelo activo, uno de
esos locos acezantes que nos despiertan en medio de la noche, con los ojos
brillando de fiebre a diez centímetros de nuestro rostro, para anunciarnos su
inminente suicidio.
El paquete humano empieza a moverse y yo lo ayudo, cuidando de no
hacerle daño en el hombro. Cuando al fin consigue dar una media vuelta
sobre su eje lo primero que aparece son unos anteojos con los dos cristales
astillados y luego el rostro completo de lo que habrá de ser eso a lo que
llamaremos Costa.
El futuro Costa (que por ahora sólo es un lotería inquietante) me mira
inquieto a través de sus anteojos astillados.

35
-- Me rompieron los anteojos.
Costa se los quita y me mira de nuevo, pero no debe ser mejor esta
imagen entera pero borrosa que aquella otra fragmentaria pero nítida,
porque opta por volver a calzárselos sobre la nariz.
-- Me llamo Costa --dice, y entonces empieza a transformarse en Costa.
Costa agarra la manta y la tiende sobre su cama, que no es en realidad
una cama sino un puro elástico desnudo, sin colchón.
-- ¿Hay chinches? --pregunta.
Le digo que sí.
-- ¿Y mosquitos?
Le digo de nuevo que sí.
-- ¿Muchos?
-- ¿Muchas chinches o muchos mosquitos? --le repregunto, para testear su
nivel de humor.
--Chinches.
--Parvas.
--¿Y mosquitos?
--Cardúmenes.
Costa sonríe, y su sonrisa comienza a disipar dudas y temores. Si está loco,
se trata de una clase de locura amable y llevadera. Además es flaquísimo:
ergo, no debe comer mucho (lo que significa una ventaja a dos puntas).
-- He notado que no hay nadie a quien le piquen a la vez las chinches y los
mosquitos --dice Costa, y es la primera prueba que tengo de su almita
investigadora y científica. Repaso el espinel de mis experiencias personales y
hallo que Costa tiene razón: chinches o mosquitos, pero no ambos. ¿Otra de
las pruebas de la existencia de Dios?
-- En cambio, con las pulgas no hay reglas.
Yo lo miro y lo dejo hablar, porque es una fiesta oir la voz de alguien en
esta celda. Y entonces Costa hablará toda esa noche, aún después de la
apagada de las luces, del recuento y del cambio de guardia, con la misma
voz que luego se hará famosa porque nosotros la oímos y los guardias no.

***

Hago un camus de anticipación y la veo a la abuela esperando ya en la


capilla.
-- Oiga --dice la abuela al guardia--. ¿A qué hora vendrá mi niño?
-- ¿Su niño? --pregunta el guardia, y no agrega una grosería sarcástica sólo
porque los años de esa vieja son evidentemente infinitos. Por su parte, la
abuela mira al guardia como un toro miraría a un florero.
Mi abuela se respalda en el banco de iglesia, afloja los hombros (que sólo
en la cárcel lleva erguidos, para que nadie tenga la tentación de imaginarse
cosas que tengan que ver con fracasos, derrotas o debilidades) y poco a poco
se va transformando en un bollito de ropas negras que casi no pesa sobre la
madera en la que está posado.
Mientras espera, la abuela hace a su vez un camus del día que me llevó a
la salida del turno de la tarde de la fábrica de fósforos, donde yo tenía que
ser capaz de reconocer al infame bastardo que deshonró a su hija y me tras-

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pasó a mí la bastardez. La abuela me ve en su camus vestido con el traje de
marinero y con mi mano en la suya, aterrorizado ante la tarea de indentifi-
car, entre todos aquellos hombres que salían por la puerta de la fábrica, a
ese en especial que debía tener mi sangre. También aquel día lejano la abue-
la dejó caer los hombros y se transformó en un bollito de ropas negras (pero
esa imagen no aparece en el camus de la abuela sino en mi propio camus de
su camus).
La fila ha vuelto a ponerse en marcha, pero sólo para detenerse a los pocos
metros, justo frente a la Ropería, un edificio cuadrado y silencioso en el que
se guardan los uniformes y la ropa de cama de los presos del futuro. La
Ropería es un mundo dentro del mundo de la cárcel y se rige por otras leyes
físicas. Allí adentro las ventanas están abiertas de par en par (no hay peligro
de que se escapen los uniformes) y el sol entra a raudales, iluminando
columnas de pelusas doradas que se desprenden de las colchas, que parecen
hechas de cartón prensado. Allí, además, no hay ni rastro de olor a comida
vieja --que es el olor de todo el resto de la cárcel--porque allí nadie come,
excepto las polillas, que comen sin dejar olores. En la Ropería se guardan
también las ropas civiles que trajimos al llegar a este submundo y que son
otra de nuestras metáforas de la libertad: un día volveremos a vestir
aquellas ropas y todo habrá acabado. Si las hermanas polillas lo permiten.
A la Ropería vamos cada muerte de obispo, cuando los familiares
consiguen que les acepten ropas y calzado. La semana pasada la abuela me
envió una de esas pañoletas que ella teje al crochet y que representaron un
momento de honda perplejidad para el guardia encargado de la Ropería.
-- ¿Y esto qué es? --me preguntó al desplegar la extraña prenda de lana
color celeste, inédita en esa cárcel.
-- Es una pañoleta. También la llaman mañanita.
-- ¿Mañanita? --repitió el guardia, y en su voz la palabra mañanita ya no
significó mañanita sino una cosa distinta y vergonzante.
-- Es para ponerse sobre los hombros cuando hace frío, o cuando uno está en
cama.
El guardia da vueltas entre sus manos a esta condensación lanosa del
cariño de mi abuela, dudando si entregarme o no la pañoleta/mañanita.
Sospecha que en algún lugar del reglamento interno tiene necesariamente
que haber una disposición taxativa contra el uso de mañanitas o pañoletas.
Desde que había dejado de planchar para afuera, la abuela estaba
entregada a la manía de tejer estas prendas adorables e inútiles. Toda la
familia, toda la calle (y pronto todo el barrio, toda la ciudad y todo el mundo)
se fue equipando gradualmente con un ejemplar de este cuadrado de lana
tejida con una sola aguja y recogida en los bordes con una complicada
cadena. Sólo servían para calentar un punto exacto de la espalda, entre los
dos omóplatos (que, según mi abuela, era el justo punto donde comenzaban
absolutamente todas las enfermedades), pero esa mínima tarea la cumplía
magníficamente bien. Una pañoleta de las que tejía mi abuela era ni más ni
menos como si alguien de mano tibia te pusiese esa tibia mano sobre la
espalda. En realidad, la abuela tejía manos de lana, de color celeste.
El guardia acabó decidiéndose por la prohibición, y entonces la pañoleta
quedó condenada a volver hoy a poder de la abuela, que contemplaría con

37
pena y cólera (la cólera era un sentimiento que acompañaba siempre a
cualquier otro sentimiento que mi abuela experimentase) esta demostración
de la estupidez carcelaria, sin terminar de comprender cómo era posible que
se dictara una interdección contra prenda tan abrigada, inocente y exenta de
todo riesgo. Y en tanto, su niño continuaría en una celda gris de esa cárcel
gris sin nada que le protegiese el punto exacto.
En la Ropería trabajaban varios comunes que poco a poco se iban
mimetizando con el lugar y acababan pareciendo fantasmas de trapo que
circulaban silenciosamente por las grandes naves atiborradas de mantas y
uniformes. Una de las leyendas de la cárcel afirmaba que estos presos tenían
la costumbre de hurgar en nuestras pertenencias y apropiarse de aquellas
que les gustaban. Y por eso nosotros los observábamos con odio
reconcentrado y evidente. Ellos, en cambio, casi nunca levantaban la vista y
tal conducta nos parecía una prueba irrefutable de culpabilidad. Pensándolo
bien (ahora que puedo pensar bien) los ojos bajos quizás fueran otro de los
modos de mimetizarse con el silencioso lugar. Los ojos bajos son la forma
que tienen los ojos de hacer silencio.
Costa sigue desesperado con la posibilidad de una huelga que lo prive de
medicamentos. Como Montero se ha retirado unos pasos (también él un poco
sorprendido por todas estas demoras), me animo a hablar:
-- ¿Qué clase de huelga?
-- De hambre.
Rizzo escucha e interviene:
-- Esa huelga ya la estamos haciendo.
-- No. Cagarse de hambre es una cosa y hacer huelga de hambre es otra --
Gonzalito dixit--. Morirse de hambre es cosa de esclavos: negarse a comer es
cosa de hombres libres.
La arenga de Gonzalito enciende una lamparita en algún lugar de mi
memoria. La lamparita es intermitente y dice: gladiadores esclavos
gladiadores esclavos gladiadores esclavos. O sea, Espartaco. O sea, que
Gonzalito está en el asunto.
¿Por eso el operativo se llama Espartaco? --le pregunto.
Gonzalito me mira con su tercera mirada (no la de novio espera novia ni la
de llamar Hombre Nuevo a Lunadei, sino la de reconocimiento de un
intorlocutor apto):
-- Sí.
-- Hombres libres y hombres esclavos... --refunfuña Costa--. No son dos
cosas distintas: en todo hombre libre habita un esclavo, y viceversa.
-- Precisamente. La huelga les demostrará a estos canallas que no nos
hemos entregado.
-- Nos van a reventar --disiente Costa, moviendo la cabeza de un lado al
otro, como si fuera un boxeador que trata de asimilar el castigo.
Gonzalito retorna de la tercera a la segunda mirada y de la segunda mirada
a la primera y allí se queda:
-- Ya hablaremos en el recreo. Estén atentos.
Pero nosotros estamos más atentos a Montero, que da órdenes de rea-
nudar la marcha, cosa que hacemos con la música de fondo de los bufidos y
gruñidos desaprobatorios de Costa. Damos la vuelta a la esquina de la

38
Ropería y la capilla aparece ante nuestra vista. La capilla es la única cons-
trucción de este submundo en el que se ha permitido la línea curva y los
adornos. Y entonces parece hermosa, aunque no lo sea, sólo porque rompe y
trasgrede las normas de la casa. Si además no fuese gris, sería perfecta.
A medida que avanzamos hacia la puerta de la capilla empezamos a iden-
tificar a los familiares más cercanos, que ya están aguardando. Yo estiro el
cuello para divisar a mi abuela, que además de ser pequeña se viste de
negro y tiene la manía de buscar los lugares más alejados y oscuros. Pero
hasta donde mi vista llega, no hay nada que se pueda parecer a mi abuela.
Montero me toca el hombro.
Usted. Al costado.
Doy un paso al costado y por obra de ese mínimo gesto quedo escindido de
la columna de presos que continúa su marcha hacia la capilla. De pronto, y
sin transición, he pasado de ser un hombre entre otros hombres a ser un
hombre solo, parado junto a un pequeño arbusto (que debe de dar flores
grises) más preso que nunca y más cerca del esclavo que del gladiador. Los
compañeros siguen pasando a mi lado y me hacen toda clase de muecas y
gestos, desde la pregunta silenciosa hasta el guiño cómplice. Rizzo frunce la
nariz, como si fuese una ardilla, Gonzalito me observa con una seriedad de
cejas en ángulo agudo y Lunadei me interroga con la punta de sus orejas de
diablo. Yo devuelvo idénticas miradas de circunstancia, que no quieren decir
nada, excepto que somos amigos y que nada de lo que le ocurra al otro nos
es ajeno.
Un guardia distinto, que yo no he visto nunca, pregunta mi número 4 ,
comprueba la respuesta en una libreta negra y poco amistosa, y luego
ordena que le siga. Como los trenes que parten desde distintos andenes en
las grandes estaciones, mi camino y el de mis compañeros empiezan a
separarse separarse separarse hasta que en la primera curva nos perdemos
de vista. Ahora ya no me siento escindido sino amputado de mi familia
nutricia. Soy nada más que alguien que trota detrás de una libreta negra,
con las manos a la espalda y la cabeza baja.

¿Es posible que hayan metido presa a la nieta de Doña Amelia? Y si es así
¿quién, entonces, me escribirá las cartas que le dicte mi abuela? ¿Y cómo es
posible que una mujer haya sido enviada a una cárcel de varones?
Todos estos imposibles hacen reventar desde adentro al envase de las
preguntas en que yo he querido encerrarlos y me explotan en la cara, igual
que si fueran habanos de una casa de chascos: esa mujer es la nieta de
Doña Amelia más allá de toda duda razonable, pero es absolutamente im-
posible que esté aquí en condición de presa, no sólo porque no hay cárcel en
el mundo donde los dos sexos estén juntos y revueltos sino, y sobre todo,
porque ninguna presa tuvo jamás en su poder una cartera, un par de zapatos
de taco alto y, sobre todo, un peinado --casi una obra de repostería-- como
el que lleva esta nieta de Doña Amelia, la italiana vecina de mi abuela,
hermanas de leche de miserias migratorias.
4
Mi número es el 609. Si usted lo pone patas para arriba, sigue siendo el 609. Estoy convencido de que esta
particularidad encierra un mensaje, pero no consigo descifrarlo.

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Libreta Negra me lleva hasta una habitación oscura y desolada (pero con
suelo de madera, que mis pies reconocen y agradecen al instante con la
producción de múltiples camus sensitivos que duran lo que dura el par de
segundos que tardo en atravesar la sala y sentarme en la silla que me señala
Libreta).
Inmediatamente después entra la nieta de Doña Amelia, que también toma
asiento en la silla que le indican. Y así, de sentados, como si fuera una
presentación en un tren, nos damos la mano.
-- ¿Me recuerda?
-- Usted es la nieta de Doña Amelia --digo yo, y entonces me doy cuenta de
que no sé su nombre.
-- Sí --dice ella, y trata de acomodarse mejor en la silla.
Por cierto que conozco a la nieta de Doña Amelia, pero nunca hasta ahora
la había verdaderamente mirado, porque nunca hasta ahora había sido la
única mujer del mundo. Debe tener unos treinta y seis o treinta y siete años,
de modo que no está demasiado lejos de mis propios años. Igual que Braulio
cuando lo visitó el obispo, del cuerpo de la nieta de Doña Amelia empiezan a
desprenderse aromas que pertenecen al mundo de Afuera y que aquí es casi
imposible siquiera clasificar. El primer olor que atraviesa el espacio que nos
separa es el del cuero de su cartera, pero casi de inmediato percibo que se
trata en realidad de dos olores: un olor a cuero propiamente dicho y otro
olor, que viaja junto con él pero bajo una identidad distinta, que es la suma
del olor a cuero y del sudor de la mano de la nieta de Doña Amelia en las
manijas de la cartera. Y sólo entonces me doy cuenta de que esta mujer está
sudando a mares mientras que yo, en cambio, casi siento frío.
Quisiera decirle "¿qué la trae por aquí?", pero me parece una pregunta
ridícula, dados el lugar y la circunstancia, para ser pronunciada en voz alta,
de modo que le encargo la tarea a mis ojos, y entonces son ellos quienes se
ocupan de preguntarle qué la trae por aquí. (Y ahora me llega un nuevo olor,
también múltiple pero mucho más inquietante que el olor a cuero, que está
dominado por el perfume de un desodorante. El olor a desodorante es como
un hermano mayor que llevase de las manos a otros más pequeños --olor a
bretel de raso y olor a piel tibia-- y es también como si esos hermanitos
menores no caminaran rectamente sino que intentaran cambiar de lugar
entre ellos, se persiguiesen y enroscasen en torno a su hermano, que no los
suelta de las manos y consigue, finalmente, restablecer un cierto orden).
Se le vé bien --me dice la nieta de Doña Amelia.
También ella me parece de buen ver, aunque es imposible determinar (eso
lo haré luego, en la celda, cuando todo esto se transforme en uno o varios
camus) qué parte de esta sensación corresponde verdaderamente a la Nieta
y qué parte a la Mujer en general, puesto que la nieta de Doña Amelia es la
primera mujer desde que estoy cautivo (si no contamos a mi abuela) a la que
podría tocar, si lo quisiese, con sólo extender la mano (cosa que no hago, por
cierto, no sólo porque tocar a la gente no es un hábito aceptable en el mundo
de Afuera sino, y principalmente, porque sería una flagrante violación de las
normas de Adentro). Pero de lo que no puede haber dudas es de que me
gustan muchísimo sus ojos claros, color Adriático, muy parecidos a los de su
abuela. Son de un celeste casi gris que va muy bien con su piel blanca,

40
cambística. Si esta mujer tuviese otra barbilla y no se empeñara en peinar su
pelo de esa extraña manera, habría días que parecería hermosa. A mí hoy
me lo parece, de todos modos, pero yo no puedo ser considerado un juez
aceptable, dadas las circunstancias.
Sorprendentemente, es la nieta de Doña Amelia la que estira su mano y
me toma del antebrazo. Tengo un sobresalto en la silla y escudriño la puerta,
que es de donde puede venir el castigo. (Y hasta es posible que ese castigo
ya esté escrito en la libreta negra de Libreta Negra).
-- Tengo que darle una mala noticia.
¿Una mala noticia?, preguntan mis ojos.
-- Sí --dice la nieta de Doña Amelia.
La única mala noticia posible, pienso, es que mi abuela no podrá venir a la
visita.
-- Ya sé --digo--. Mi abuela no podrá venir a visitarme.
La nieta de Doña Amelia asiente, moviendo la cabeza hacia arriba y hacia
abajo, como hacen los caballos cuando les molesta el freno en la boca, y a mí
me parece entonces que es una forma exagerada de confirmar algo tan
sencillo como que mi abuela no vendrá a la visita.
-- Sí --dice la nieta de Doña Amelia, que piensa que yo adiviné el significado
de su absurda presencia en este lugar--. Murió esta mañana.
-- ¿Qué? --digo (y mi "qué" no es una pregunta sino un sinónimo, en
realidad, de "eso es imposible", y también de "usted debe haberse vuelto
loca" y también de "haga el favor de no gastar bromas estúpidas", pero ella
cree que mi desesperado "qué" es un qué corriente y moliente y se siente
obligada a responderlo igual que si se tratase de un qué del montón.
-- Se sintió mal cuando se estaba vistiendo...
Un abanico de camus se despliega detrás de mis ojos y dentro de mi
cerebro como si fuesen burbujas de distintos tamaños. Unas burbujas están
hechas de colores y otras burbujas están hechas de sabores. La abuela gruñe
sobre la sartén porque el huevo de la tortilla ha fraguado demasiado y no
quedará como a ella le gusta: cáscara por fuera y casi gelatina por dentro
(burbuja aceite de oliva); la abuela está enferma, en cama, y yo le doy de
comer pedazos de pan mojados en leche. "Comida de loro", dice la abuela, y
un hilillo de leche blanquiazulada se le escurre de la boca (burbuja camisón
con cuello de encajes); la abuela lleva sobre la cabeza la cesta de la ropa
recién planchada y yo troto detrás de ella, en una mañana de invierno,
sintiendo los alfilerazos del frío en las rodillas desnudas (burbuja escarcha
junto a los cordones); la abuela reduce milagrosamente su mata de pelo, que
le llega más abajo de la cintura, hasta hacerla caber en un rodete que ape-
nas si tiene el tamaño de un puño (burbuja abuela otra vez joven, con los
brazos en alto).
La nieta de Doña Amelia, que no puede ver la explosión de las burbujas de
los camus en mi cerebro, pero que sabe que este asunto de la Muerte es una
cosa seria y pesarosa, vuelve a poner su mano en mi antebrazo, y esta vez
no me importa la posibilidad de que me castiguen, porque una mano tibia en
el antebrazo es el mínimo consuelo demandable para alguien que se ha que-
dado más sólo que un perro abandonado. (Además, deliro, no es imposible

41
que en el reglamento de la cárcel se autoricen estos tocamientos de
antebrazo, en casos de óbito de familiar directo).
-- Lo lamento... --dice la nieta de Doña Amelia, que al fin no me ha contado
cómo se ha muerto mi abuela (si es que verdaderamente ha muerto). La
nieta de Doña Amelia tiene una mano bonita, muy blanca y con las venas
azul-violeta, como los ríos de un mapa.
-- Usted era quien me escribía las cartas... ---digo en voz alta.
-- Sí --dice ella--. Si quiere, le sigo escribiendo...
Sería gracioso que la misma letra que me trasladaba la Galaxia Abuela de
pronto comenzase a hablar y contar cosas que tendrían que ver con una
galaxia totalmente distinta.
No es necesario --digo yo, que me arrepentiré muy pronto de este apre-
suramiento. --Pero se lo agradezco.
La nieta de Doña Amelia se mueve inquieta en la silla, porque todo lo que
había que decir ya ha sido dicho y ahora, poco a poco, la vida de Afuera va
recobrándola para su causa. La nieta de Doña Amelia estira la falda, agarra
con más fuerza la cartera (y su gesto dispara una vaharada de cuero y sudor
en cuero) y mira hacia la única ventana, colocando el cuello de un modo que
me hace evocar el calor de la piel de su mano en mi antebrazo.
Ninguno de los dos habla y la habitación se queda callada, en lo que puede
ser considerado como la ceremonia de iniciación del largo duelo que tengo
por delante. En la pieza vacía, sin más muebles que estas dos sillas y la
bombilla de luz que pende sobre nuestras cabezas, parecemos dos actores
sobre el escenario de un teatro, en día de ensayo.
-- Bueno --dice la nieta de Doña Amelia.
-- ¿Cómo se llama? --le pregunto.
Ella no entiende, al principio, que le estoy preguntando por su propio
nombre, y debo explicárselo.
-- Ah... --exclama mientras sonríe con inesperado gesto conejil--. Me llamo
Nélida.
Y como para confirmar que todo esto es sólo un ensayo teatral, el guardia
pronuncia entonces mi número y una orden:
-- ¡Terminada la visita!
No se trata propiamente de una visita, pero en la lista de frases-hechas de
la cárcel es lo que más se le parece. Me levanto y tiendo la mano a Nélida,
que sin hacer caso de mi mano da un paso adelante y me abraza, de modo
que mi mano estirada queda a la altura de su estómago, cuya dureza llego a
percibir a través de la ropa.
-- Me gustaría poder ser más útil --dice Nélida, con su cabeza de mujer libre
apoyada en mi pecho de preso, y se echa a llorar. Yo la consuelo pasándole
la mano por el cabello, que es fino y suave y no se parece a ninguna cosa
que exista dentro de estos muros grises, y así permanecemos muchos y
dulces segundos. La caricia provoca una fulgurante erección que Nélida tiene
que haber notado, aunque no parece importarle (o todo lo contrario).
Ese es el momento exacto que elige Libreta Negra para hacer su entrada
en nuestro proscenio, y entonces nos separamos con una leve sensación de
culpa y la respiración un poco entrecortada (pero el guardia, pienso, la

42
atribuirá exclusivamente a la mala noticia y no habrá violación de regla-
mento).
-- Gracias por todo --le digo a Nélida (¿gracias por venir a decirme que soy
un maldito huérfano? ) y ella hace un gesto con la mano que quiere decir "de
ninguna manera" y se seca las lágrimas con un pañuelito. Daría dos dedos de
una mano por conservar ese pañuelito bajo mi almohada y dormir con él,
pero aún en el hipotético caso de que Nélida me lo concediera sería una
misión imposible llevarlo desde allí hasta mi celda sin que resultase
descubierto en alguna de las revisiones.
Nélida ya está en la puerta, desde donde se vuelve para despedirse con la
mano y una mirada neutra que desde ahora yo me ocuparé de enriquecer
con infinitos camus. Lo último que veo de Nélida es su cartera, un codo, un
pedazo de pierna, el taco del zapato.

***

Troto detrás de Libreta Negra hacia mi celda y los olores de Nélida van
quedándose uno a uno por el camino, como las migas de Pulgarcito. Al final,
ya cerca de la Reja de entrada al pabellón, sólo me sigue siendo fiel el olor
de su pelo, porque se había quedado en mi pecho durante el abrazo de
despedida.
Libreta Negra me entrega al encargado del pabellón, que abre la Reja y
camina junto a mí --yo por el centro del pasillo, entre los rieles por donde
discurre cada mañana el carro blanco de Cambí, y él pegado a los
pasaplatos--; a veces, de aburrido, le da un manotón al gran candado que
corona cada celda como si fuese el moño de un regalo (y quien está dentro
de esa celda, abismado en un mundo que nada tiene que ver con los
caprichos repentinos de este dios de los pasillos, pega un salto en su
banqueta y su corazón otro salto dentro de él, acortándole en algunos
minutos o en algunos años el tiempo de vida que el otro dios, el de
Ferrobusta, había originariamente señalado) y al fin se detiene ante mi celda
(que es exactamente igual a las demás, pero que es la mía) y abre el
candado con un movimiento de gran habilidad en la que es determinante el
golpe de muñeca. Yo, en tanto, aguardo de cara al muro y con las manos a la
espalda, de modo que la destreza del guardia sólo la supongo, puesto que no
la veo. Pero la he visto tantas veces que puedo suponerla sin ningún
esfuerzo.
Ya estoy dentro de mi celda y el candado (golpe de muñeca), vuelve a
quedar en su lugar. Entonces el guardia le da dos tirones para asegurarse de
que el paquete ha quedado atado y bien atado. Luego camina otra vez hacia
la Reja, pero ahora no machaca su aburrimiento fastidiando los candados
sino haciendo deslizar su gran llave por muros y puertas, como hacen los
chicos con una tiza, de manera que quienes están dentro de las celdas es-
cuchan un sonido que no se parece a ningún otro y que está hecho mitad de
llave contra pared (trrrrrrrrrrrrrrrr) y mitad de llave contra puertas (clonc-
clonc-clonc-clonc-clonc). Pero no habrá sobresaltos dentro de las celdas
porque este es un ruido desmesurado y sin sorpresa, que sólo incomoda un
poco cuando la llave llega exactamente a nuestra puerta y el ruido adquiere

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entonces su máximo volumen. Luego irá debilitándose del mismo modo, pero
en sentido contrario, hasta que se produce el raro fenómeno, descubierto por
Costa, de que al fin ya no se escucha ni rastros del estruendo de la llave pero
sí los pasos del guardia, que son perfectamente perceptibles hasta que llega
a la Reja y se apoya contra ella, dando por terminado el plano/secuencia.
Ese es el momento (cuando el guardia llega a la Reja) que solemos utilizar
para preguntarnos las novedades, pero hoy el pabellón permanece sumido en
profundo silencio. O sea que todos saben ya lo de mi abuela. Y tendrán que
pasar quince densos y pesados minutos antes que alguien pronuncie mi
nombre. Es Borges.
-- ¿Sí? --le contesto.
-- Lo siento, socio.
-- Gracias.
Gonzalito privilegia, como siempre, los aspectos de sobrevivencia:
-- ¿Necesitás algo?
-- No --digo yo, sin ponerme a pensar si verdaderamente necesito algo y si,
en caso afirmativo, Gonzalito podría dármelo o conseguírmelo.
Doy unos pasos hasta la puerta y contemplo mi árbol/bronquio, con la
oculta esperanza de hallar en él una respuesta, pero se trata sólo de un
pobre árbol de cárcel, común y silvestre, y allí no sólo no es posible
encontrar respuestas sino que ni siquiera es posible hallar pájaros, porque el
invierno está muy adelantado y los pájaros buscan ahora árboles que con-
serven sus hojas y les protejan. Más aún: mi árbol/bronquio no parece haber
cambiado en absoluto desde esta mañana, cuando me llamaron para la
visita. Yo lo había imaginado más sensible.
Quito el moho de un pedazo de queso, y me lo como. Esta vez me
desagrada raspar el moho (y ya nunca más me dejará de desagradar, a
partir de hoy) pero el queso tiene el mismo gusto de siempre. También
suenan del mismo modo la quena de Braulio, que ha empezado a oirse en
este momento, y las descargas de las cisternas y la conversación entre
Borges y Lunadei, cuyas voces hoy vuelan de una ventana a la otra
saltándose la mía. Lunadei cuenta la historia de Espartaco a Borges, que se
ha quedado todo este tiempo en su celda (y me parece rarísimo que ese
estar de Borges en su celda se haya elaborado con la misma pasta de tiempo
que utilicé yo en mi entrevista con Nélida) y quiere desesperadamente
enterarse de las últimas noticias.
-- ¿Y qué tenemos que hacer? --pregunta Borges.
-- Te lo explico en el recreo --contesta Lunadei, que es la prudencia en
persona.
-- Dale --ruega Borges, que quiere saberlo todo y ya.
-- No comer --dice Lunadei, más bajo de lo habitual.
-- ¿Qué?
-- No comer, boludo.
Hay un silencio de un minuto, que es el tiempo que Borges necesita para
representarse visualmente la huelga de hambre.
-- ¿No comer nada?
-- Hablamos en el recreo --repite Lunadei--. Además, yo no estoy en el
asunto...

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Y entonces interviene Gonzalito.
-- Borges ¿vos tenés dos hermanos?
Ahora sí Borges se calla, porque el dos y sus derivados (dupla, duque,
duquesa, dúo, doble) son nuestro código particular para advertir sobre la
proximidad de peligro (los del pabellón 13 usan el código "padre" --
padrastro, padrenuestro, patriarca, padrillo, padrino, paternóster, patria-- y
los del 11 usan el código "blanco": blancura, blanquita, blanqueo, Blan-
canieves, Bahía Blanca).
De todos modos, Borges no tiene que esperar mucho, porque in-
mediatamente después de la advertencia gonzalina nos ordenan que nos
preparemos para recreo. En menos de un segundo, la vida de las celdas pasa
de la inmovilidad al vértigo, alisando pliegues, escondiendo ropa sucia,
aventando migas, pateando pelusas debajo de la cama y controlando que
cada pieza del uniforme esté en su putísimo lugar. Yo me auto-libero de
estas servidumbres, en la confianza de que un huérfano, y su pena,
seguramente son dispensados de castigos infamantes. (O sea que además de
huérfano soy imbécil).
Las celdas se van abriendo de una en una ("¡salga!") y nosotros nos alinea-
mos en el centro del pasillo, sobre la Ruta de Cambí, hasta que se completa
un grupo de veinte. "¡Sigan!", grazna entonces el guardia y comenzamos a
caminar hacia los patios de recreo, que son iguales de gris que todo lo
demás, pero que tienen el cielo por techo y eso marca la diferencia.
Delante mío camina Rizzo, con su andar de pato que él exagera por pura
vocación de payaso. Rizzo es uno de los escasos y mágicos depositarios de la
Alegría. La Alegría es en una cárcel lo que el fuego era para una tribu prehis-
tórica.
Detrás mío (¿cómo es mi andar y a qué se parece?) Costa tiene una cara
más compungida que nunca. Cada cuatro pasos necesita reacomodarse los
anteojos sobre la nariz, que es pequeña y en tobogán. Lo hace con gran
pericia, con un preciso golpe de dedo índice en el centro de la montura, pero
eso lo coloca fugazmente al margen de los reglamentos.
-- ¡Las manos atrás!
Si alguien pudiera vernos desde lo alto, con ojos que tuviesen la capacidad
de abolir los techos (Dios o Clark Kent), les pareceríamos una larga serpiente
de color ocre que repta por los interminables intestinos de la cárcel en busca
de la luz. Pasamos por el pabellón 9, permanentemente embebido en un gran
vaho de grasa, y por el 11, cuyo piso está siempre lleno de charcos de agua.
Las zapatillas de Rizzo hacen plaf-plaf en el mismísimo centro de cada charco
y así consigue enchastrarnos a los que vamos delante y detrás.
-- ¡Huevón! --se queja Costa, gritándole con su voz invisible.
Como única respuesta, aprovechando la semioscuridad de este pabellón
húmedo y siniestro, Rizzo se ríe con todas sus pecas.
Al fin salimos a cielo abierto y el pecho se nos llena de un simulacro de
libertad, pero enseguida nos meten en uno de los patios/corrales, cercados
de alambre, y de nuevo estamos en una celda. Pero se trata de una celda sin
techo y sin puerta, y entonces seguimos apuntándonos moderadamente al
simulacro.

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Abregú, que hoy ha salido al recreo con nosotros, despliega el tablero de
ajedrez sobre el banco y comienza a disponer las piezas, colocando las
negras frente a él. Es el mejor de todos nosotros y casi nadie quiere jugarle.
Por eso siempre nos cede las blancas y a veces hasta nos deja hacerle tablas.
El uniforme de Abregú es enorme para su estatura, pero él parece preferirlo
así, porque no le ha pedido a Gonzalito que se lo arregle. Las mangas de su
chaqueta le sobran más de quince centímetros. Cuando necesita mover las
piezas se parece por unos instantes a uno de esos insectos de caparazón,
porque desde las negras profundidades de la manga salen de pronto dos
dedos furtivos que realizan la jugada y se retraen de inmediato hacia el
interior de la abrigada concha.
Costa me pone un mano en el hombro, aunque está prohibido.
-- Lo siento, hermano.
Le digo que "gracias", pero la verdad es que hasta ahora toda alusión a mi
abuela me conduce en realidad no a mi abuela sino a Nélida. Nélida, el
heraldo negro. La heralda negra. Nélida, negrita de mi alma.
Le cuento a Costa la visita de Nélida y cuando llego a lo de mi erección,
Costa, que es un puritano --como tanto investigador de vanguardia-- me
echa una mirada nerviosa, un poco preocupado.
-- ¿Ah sí? --dice, y no parece tener una buena idea de mí.
Excepto Costa y yo, todos los demás hablan de Espartaco. Me sumo a uno
de los grupos, que simula estar esperando turno para el mingitorio. Pero
apenas llego se callan y me miran con miradas fraternales y solidarias.
-- ¿Y? --pregunto--. ¿Cómo está el campo popular?
La conversación se generaliza (Gonzalito no pierde nunca de vista a los
guardias que controlan desde el otro lado del alambrado) y ya empiezan a
aparecer matices y discrepancias.
-- ¿Y qué se hace con los enfermos? --pregunta Lunadei.
Gonzalito se irrita.
-- Mirá: no me vayas a salir ahora con que estás enfermo.
Lunadei utiliza una de sus escasas miradas de desprecio (las miradas que
más usa Lunadei son las de indiferencia) para acompañar la respuesta.
-- No te preocupes, Gonzalito: yo voy a hacer la huelga para desaburrirme,
así que soy un cuadro seguro. De lo que estaba hablando es de los
enfermos/enfermos.
-- Ya se verá --dice Gonzalito.
-- ¿Quién lo verá?
Y eso nos lleva al tema de la organización de la huelga, lo que es todo un
problema porque en nuestro pabellón hay cinco bloques políticos distintos
(los montoneros, los perros, los pecés, los chinos y los independientes) a los
que habría que agregar los colaboradores --a quienes llamamos buchones--
los dos o tres locos que están más allá y más aquí de toda ideología, y
algunos refractarios a cualquier tipo de organización interna, que unos días
están cerca de los independientes, otros días cerca de los locos y otros días
cerca de los colaboradores. ¿Cómo hacer para meter a todos estos gatos ra-
biosos en la misma bolsa, incluso en el improbable caso de que estén de
acuerdo en meterse en bolsa alguna? Y todo esto sin contar a los que ni
quieren oir hablar de la huelga, desde los que plantean discrepancias

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políticas (estrategias, tácticas, principios, sectarismos varios, desconfianzas,
temores de diverso pelaje, debilidades, cobardías, sensateces, oportunismos)
hasta los que plantean cuestiones prácticas (como los medicamentos de
Costa o la visita de la hermana de Abregú, a quien no se podrá avisar que
suspenda su alucinante viaje desde las antípodas).
Hasta ahora nos habíamos limitado a una organización de sobrevivencia, a
razón de un delegado cada cuatro celdas, con la exclusiva función de
coordinar las compras en la cantina, distribuir los medicamentos (que de
todos modos acabarán inevitablemente en la barriga de Costa) y trasmitir la
información de urgencia. Pero esto que ahora se nos viene encima es otra
cosa.
-- Tenemos que organizarnos --dice Gonzalito, y saca del bolsillo alto de la
chaqueta un insólito cigarrillo con una especie de filtro. La huelga y sus
alrededores desaparecen como por arte de magia.
-- ¿Y eso? --pregunta Borges, señalando el prodigio.
-- Me lo regaló Ottolía.
Miramos en dirección a Ottolía y vemos que está en el centro de una rueda
de presos, todos provistos de artilugios como el del propio Gonzalito. Vamos
hacia allí, extendemos la mano como mendigos y Ottolía coloca un cigarrillo
con filtro en el centro de cada palma. (Ottolía no aprovecha para nada esta
situación riquísima en posibilidades teatrales: Rizzo la transformaría en un
circo, Costa en pedagogía, Lunadei en burla, Gonzalito en camaradería y yo
en metáfora de algo. Aunque pensándolo mejor, quizás esta no forma de
Ottolía de manejar la situación es sólo la premeditada "forma Ottolía" de ma-
nejar la situación).
-- ¿Cómo lo hiciste? --pregunta Costa, que empieza a intuir que su prestigio
de investigador favorito acaba de bajar varios puntos.
-- Hilos de toalla --responde Ottolía, con la sencillez de los genios.
-- El huevo de Colón --refrenda Borges, que ya ha encendido el suyo y está
gozando a tope de la novedad novedosa.
Nos fijamos en nuestros cigarrillos y vemos que, en efecto, las hilachas son
de todos colores.
-- ¿Y cómo se te ocurrió? --pregunta Gonzalito, que no devalúa la
importancia del hallazago ottoliano pero hubiera preferido seguir hablando de
la huelga.
Ottolía se alza de hombros y sonríe (a propósito: Ottolía es el único de
nosotros que nunca tiene frío. Lleva un uniforme raído que ha ido tomando el
aspecto de ropa de trabajo y que se le ajusta al cuerpo como una segunda
piel) y nada responde.
-- ¿Sentiste hablar de Espartaco? --le espeta Gonzalito, y es en cierto modo
una venganza.
-- Sí ---dice Ottolía.
-- ¿Y qué pensás?
Ottolía vuelve a alzar los hombros del mismo modo que antes, cuando lo
interrogábamos sobre el origen de su genialidad, pero ahora sin sonreir.
Gonzalito se queda mirándolo, como esperando una continuación, pero no
hay continuación.

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La situación es incómoda, como son incómodas todas las situaciones de la
cárcel donde se involucran situaciones personales. Afuera usted puede
plantear una discrepancia de muchos modos distintos (desde el debate hasta
el asesinato) y luego mandarse a mudar. Pero en la cárcel somos siempre los
mismos, nadie puede irse a ningún lado (excepto a la libertad, y eso no
siempre es un triunfo de nuestro bando, o a la muerte, y eso es siempre una
derrota de nuestro bando). Como si esto fuera poco, nunca debemos olvidar
que aquí adentro todo lo que no somos nosotros mismos es enemigo nues-
tro.
Excepto por la monopolización de las conversaciones, el patio no parece
acusar de un modo especial el tema Espartaco. La mayor parte de los presos
está caminando en torno al mingitorio, que en cierto modo viene a ser la
fuente ornamental de nuestro paseo. Según da uno las vueltas, va viendo
fragmentos distintos y complementarios del meante, igual que haría una
cámara de Welles o de Bergman. Así, veo primero la espalda de Lunadei (una
espalda de diablo, flaca y lisa, que está pidiendo a gritos un rabo con punta
de flecha), luego un tercio de oreja y de nariz, el bolsillo del pantalón y la
mano que ejecuta la operación siendo al mismo tiempo guía y visera (cada
uno de nosotros tiene un modo personal y distinto de hacer aguas menores),
luego la pared lateral del mingitorio --que, en este submundo, es un insólito
triunfo de la dignidad--, luego la mano completa de Lunadei (y, si miro aten-
tamente, también un atisbo de su preso pajarito de preso), el estómago
echado hacia adelante y los ojos bajos concentrados en la delicada opera-
ción, porque eso que Lunadei tiene en su mano derecha es el alfa y el omega
de nuestra presitud: por allí comienzan y terminan casi todas las
enfermedades, casi todos los malos tratos, casi todos los sueños y los camus.
Lunadei quizás esté recordando en este preciso instante aquellos meses en
los que le retorcían los testículos con grandes pinzas de carbonero. Y segura-
mente, por comparación, se sentirá feliz, al menos durante los diez segundos
que dure el camus. Porque todo en esta vida, y probablemente también en la
otra, es bueno o malo según con qué se lo compare.
Costa desafía a Gonzalito.
-- Vos contestá lo que yo te pregunto.
-- Dale --dice Gonzalito, que ha hecho durar más que ningún otro el cigarrillo
de Ottolía y que, además, cuando lo termine se guardará el filtro en el
bolsillo de la chaqueta, no para reutilizarlo sino para estudiarlo y hacer otros
filtros iguales.
-- Pero contestá con un sí o con un no.
-- Sí --dice Gonzalito, que ya conoce las manías de Costa.
-- ¿La Dictadura quisiera que nosotros nos muriésemos o no?
-- Sí.
-- Si hacemos huelga de hambre y no nos hacen caso, nos quedan dos
posibilidades: morirnos efectivamente de hambre o levantar la huelga...
-- Sí.
-- Muy bien. Si levantamos la huelga, es un fracaso...
-- Sí.
-- Si nos dejamos morir, hacemos exactamente lo que vos dijiste que la
Dictadura quiere: que nos muramos...

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-- No --dice Gonzalito.
-- ¿Cómo que no? --protesta Costa abriendo los brazos y mirando en torno
suyo, pidiendo nuestro testimonio en su favor.
-- Está por venir la comisión de Derechos Humanos de la OEA. La Dictadura
no puede correr el riesgo de que haya un escándalo en las cárceles justo
cuando ellos las visitan. Y además, la Dictadura quiere nuestra muerte, pero
un muerto por huelga de hambre no es cualquier muerto: es un muerto que
acusa políticamente a la Dictadura.
Costa empuja con un dedo los anteojos hasta que vuelven a quedar bien
montados sobre la nariz y retorna a su rictus compungido.
-- Nos van a reventar...
El grupo se deshace y me lo llevo a Gonzalito hacia un costado.
-- El problema es de organización --opino--. Lo primero que nos van a hacer,
cuando se enteren de la huelga, es cortarnos los recreos, los mandados y las
visitas. ¿Y cómo hacemos entonces para comunicarnos?
-- Nos queda el teléfono (es el nombre que le damos al sistema de
comunicación que utiliza las cañerías de la cárcel) y el morse (que es lo que
utilizamos con Pedroso en la cárcel verde).
-- No es mucho --le digo.
-- No, pero tendrá que bastar.
Estoy pensando que cuando aflojen cinco o seis, y los oigamos comer, ir al
recreo y recibir visitas, va a ser muy duro para el resto. Pero no se lo digo a
Gonzalito, porque tampoco es cuestión de ir por ahí pinchando globos y
pateando muletas.
Pero Gonzalito es zorro viejo.
-- Una cárcel es el peor lugar del mundo para hacer una huelga, porque
tenés a la policía adentro. Pero hay que hacerla.
-- ¿Por qué? --le pregunto.
-- Porque si no hacemos nada estamos consintiendo los asesinatos, las
desapariciones y las violaciones.
Gonzalito tiene razón. ¿Pero por qué no hacen la huelga de hambre nues-
tros compatriotas de Afuera, que no tienen a la policía durmiendo en la cama
de al lado?
El cielo ha ido desfilando a través de todos los matices del gris y ahora está
negro como nuestra suerte. Cuando se calme el viento, caerá una lluvia de
espanto.
Los presos siguen caminando en torno al mingitorio pero ahora casi todos
alzan la vista hacia el espectáculo del cielo encapotado que pronto agrega un
canal de audio (truenos) y otro de efectos especiales (relámpagos) que
provocan reacciones diversas en cada uno de nosotros, según edad, origen,
clase y profesión. Abregú consulta al Cielo en busca de alguna clase de Men-
saje; Lunadei, como buen animal urbano, se ha abrochado de inmediato el
botón más alto de la chaqueta y se ha puesto de espaldas contra el único
muro (que nos separa del patio de recreos de al lado, donde están ocurriendo
exactamente las mismas cosas que en el nuestro, como si se tratase de
mundos perfectamente simétricos); Gonzalito ha mirado inquieto a las
nubes, los truenos y los relámpagos y al fin ha elegido colocarse junto a
Lunadei. A otros, la tormenta les excita. El panadero Mignola, habitualmente

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circunspecto, se ríe ahora con todos los dientes. Costa también parece
contento, pero se limita a expresar su alegría observando, atento y
complacido, el prodigio celeste.
Cae un poco de lluvia, fría y desapacible; en seguida cesa y las nubes
toman un color amarronado.
-- Viene piedra --dice Costa.
-- ¿Piedra? --interroga Borges, que es el último de la fila en el mingitorio y
está preparándose para aliviarse.
-- Granizo --precisa Costa.
Costa será remediomaníaco, pero de estas cosas lo sabe todo.
Al principio, es un ruido de tambores (como los de las películas de Tarzán,
pero más agudos) y sólo después llega el granizo, primero pequeño y
mezclado con agua de lluvia --aunque es evidente que la lluvia, ahora, ocupa
el papel de la actriz secundaria-- y al fin el granizo propiamente dicho: enor-
me, tupido y amenazante.
Poco a poco todos nos vamos uniendo a Lunadei y Gonzalito, para
resguardarnos de esta inesperada represión divina. Alineados contra el muro
y ateridos de frío, parecemos lo que somos: sobrevivientes de un pogrom. La
única excepción es Rizzo, que se ha quedado en el patio tan campante,
encantado con esta ruptura de la rutina.
¡Vení, Rizzo! ¡Te vas enfermar! --le advierten los compañeros.
Pero Rizzo se ríe con todas sus pecas y no parece en absoluto un futuro
enfermo mientras imita una danza india o se pone a patear las piedras del
granizo como si fueran innumerables pelotas de ping-pong. Por último, Rizzo
empieza a recoger granizo del suelo, lo hace una pelota en sus manos y nos
bombardea. Al principio hay algunas quejas de los compañeros más
formales, pero primero Borges --que no puede disimular que es un Rizzo sin
la desfachatez de Rizzo--, después Mignola y al final todos, nos dedicamos a
la magnífica labor de jugar a la guerra con estas pelotas de hielo. Es el
triunfo histórico de Rizzo, porque a los pocos minutos todos estamos dando
saltos, persiguiéndonos y riendo a carcajadas.
Ochenta y seis Rizzos.
A nuestros guardias no les gusta para nada lo que está ocurriendo (los
guardias son los anti-Rizzo: toda ruptura en la rutina los pone nerviosos) y
comienzan a pasarse la orden de preparar los pabellones para que volvamos
a las celdas. El patio es una especie de campo nevado --hasta el mingitorio,
siempre del color del pis, está ahora blanco-- en el que los infelices triscamos
como niñitos de película austríaca, encantados con este regalo inesperado
que nos había parecido una traición de Jehová y que Rizzo transformó en
fiesta y carnaval.
Los guardias ya han tomado las posiciones para el cierre de los patios y
nos ordenan ponernos en fila. Vuelan las últimas bolas de hielo, se apagan
las postreras imprecaciones y carcajadas y cinco minutos más tarde
volvemos a ser los presos grises de siempre, pero esta vez con el agregado
de una miradita de Gioconda que nos permite reconocernos entre nosotros
como compañeros y cómplices y que pone histéricos a los guardias. En este
submundo donde casi nunca pasa nada, hemos tenido en sólo una hora dos

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novedades magníficas: los cigarrillos cinco estrellas de Ottolía y el Gran Rizzo
Show. No está nada mal.
Aguardamos en fila la revisión de rutina (piernas y brazos abiertos, en
posición de espantapájaros, para que el guardia nos palpe a voluntad). El
guardia que nos conducirá a los pabellones es, otra vez, Libreta Negra
(súbito camus de Nélida desnuda, cubierta de granizo, blanco sobre blanco).
Mientras camino detrás del cancerbero, hago un balance de las últimas horas
y concluyo que he soportado magníficamente bien la noticia de la muerte de
la abuela. Y en cierto modo hasta se podría decir que estoy razonablemente
orgulloso de esta demostración de fortaleza.
Por debajo de la tristeza, como un soporte tibio y tranquilizador, la
sensación de haber estado a la altura de las circunstancias dominará mi
estado de ánimo hasta el final del día, ya pasada la cena y el recuento y
después que Lunadei y Borges hayan intercambiado su ritual "un día más/un
día menos". Entonces me desvisto, me introduzco lentamente entre las dos
sábanas de loneta como si yo fuese la hoja de una carta que se mete en un
sobre y espero que apaguen la luz.
Así, tendido de espaldas y en la oscuridad, imagino por vez primera el
querido cuerpo de mi abuelita iniciando el largo proceso de putrefacción bajo
la tierra. Y entonces se me hiela la sangre en las venas.

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II. La huelga
La Dirección de la cárcel ya sabe lo de Espartaco. Y ha respondido con el
mayor Voleo del que se tenga memoria.
El Voleo es el terror mediante la geografía. Usted se acuesta a dormir una
noche cualquiera tras repasar la mísera agenda de su submundo (mañana
salen cartas, tengo que pedir la aguja gruesa para zurcir la media de lana) y
al día siguiente, al despertar, el mundo entero ha cambiado, porque el preso
de la derecha ya no es el preso de la derecha ni el preso de la izquierda es el
preso de la izquierda ni los vientos son cuatro ni siete los colores y los
zarzales crecen junto con las flores. Es el Voleo.
Ellos saben que tememos al Voleo y que nos hace daño. Sobre todo porque
nos obliga a retejer con paciencia de hormiga (con paciencia de hormiga
presa) la infinita red de contactos entre cada celda de cada pabellón,
saltando por encima de quebrados y locos, de dudosos y buchones, de
egoístas y mezquinos, del mismo modo que uno debe evitar las baldosas
flojas y las excrecencias caninas cuando anda por una vereda. Sólo por esto
el Voleo es terrible. Pero es que, además, hay una perfecta humillación en la
perentoria orden de ¡preparen el mono!" y en el propio acto de prepararlo,
quizás porque ese forzoso balance de posesiones terrestres nos confirma, con
espantosa crudeza, que somos unas ratas dejadas de la mano de Dios. Y aún
en el caso de que usted consiga absorber este golpe brutal a su dignidad --
porque aunque sean habituales, y por lo tanto esperables, de todos modos
siempre le tomarán por sorpresa, porque uno no se acostumbra jamás a
aquello que le niega como persona (y eso es una ventaja moral sobre las
ratas, pero al mismo tiempo le despoja de la única virtud que tienen las ratas
y que consiste en no sorprenderse jamás por su condición de basura per-
seguible, puesto que esa es la esencia misma de su ratidad)--, aún si usted
consigue, le decía, salir bastante entero de esta segunda ofensa, le quedará
todavía por elaborar y reelaborar una amarga fatiga a dos puntas: empezar a
olvidar a los compañeros que fueron su apoyo durante los últimos meses y
años y, al mismo tiempo, prepararse para detectar y reconocer a aquellos
que habrán de suplantarlos. Porque ni siquiera se trata de olvidar a cuatro o
cinco compañeros, lo que sería una tarea titánica pero posible, sino a cada
uno de los muchos hombres que habitan en cada uno de ellos y que usted
conoce tan bien, puesto que ha convivido con cada uno de esos compañeros
múltiples hasta un punto que Afuera ni siquiera es posible imaginar. De
Medina, por ejemplo --por tomar el ejemplo del más distante de todos esos
compañeros ahora perdidos-- deberé olvidar a sus cinco hijos (y a las cartas
de cada uno de esos cinco hijos, puesto que usted había llegado a diferenciar
con facilidad la letra de cada uno de ellos), su obstinación en escribir
romances a lo García Lorca, su modo de sonreir con la boca cerrada pero
mostrando todos los dientes, la versión psicológica de su militancia (etapa
por etapa, desde la pasión jubilosa de los primeros tiempos hasta la
desesperación del final), sus manías, sus preferencias gastronómicas
("hagamos un trato: cuando viene polenta, yo me como las dos raciones;
cuando viene arroz, te las comés vos"), sus amores (con nombre y apellido,

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fecha, circunstancia y hora, modos y hábitos penetratorios), sus desamores
(sin más precisión que su desolada magnitud), sus cobardías, sus
generosidades, sus rencores. Por olvidar, usted deberá olvidar hasta el olor
de la caca de Medina, que tan bien conoce, aunque esa sea precisamente la
única cosa que no le pesará en absoluto haber olvidado. Pensándolo bien, no
sería mala idea encargarle a Costa que haga un cálculo de la energía que se
consume en estos procesos de olvidar tantas cosas. Debe ser una cantidad
gigantesca.

El Voleo lo cambia todo: en el nuevo pabellón --orientado de otro modo,


con otros límites y otra conformación-- los ruidos ya no serán los que eran
(porque siguen otros itinerarios y cambian las horas y la frecuencia) y los
olores tampoco, porque este pabellón está muy cerca de la cocina y entonces
no hay ningún otro olor que sea capaz de disputarle el territorio a los
permanentes vahos de grasa grasosa y grasienta. Ni siquiera el grito de
Cambí es el mismo, porque este pabellón está al final de su largo recorrido y
para entonces Cambí no sólo tiene bastante agotadas sus facultades vocales
sino que en ocasiones la leche se acaba antes de llegar a nuestro pabellón y
entonces no hay ninguna clase de grito, ni estentóreo ni afónico.
Y sin embargo, en este preciso momento en que toda la cárcel (la política,
porque los comunes son otra historia y no tienen vela en este entierro)
aprieta los dientes y trata de empezar a acostumbrarse a las consecuencias
del terremoto, yo acabo de comprobar que el dios de las ratas ha decidido
apiadarse de mí, puesto que en el control de sobrevivencia que hemos
realizado a partir del momento mismo que se fueron los guardias, han ido
apareciendo uno a uno (como perlas de un collar muy querido), Rizzo,
Lunadei, Borges y Costa. Están en posiciones distintas y con algunos de ellos
ya no saldré más al recreo, pero están. Me falta Gonzalito.
-- ¡Gonzalito! --grito.
-- González --corrige Gonzalito, desde mi derecha y a tres celdas de
distancia--. Gonzalito es nombre de torero.
-- Disculpe, González --le digo, contentísimo, a Gonzalito que, después de
todo y bien pensado, no es otra cosa que una especie de torero marxista-le-
ninista.
Así que del grupo fundacional sólo falta Abregú.
-- ¡Abregú!
Nadie contesta.
-- ¡Abregú!
Abregú no da señales de vida, pero todos sabemos que hay muchas
posibilidades de que Abregú tampoco respondiera ni aún en el caso de que
estuviese en la mismísima celda de al lado, o que respondiese con una voz
tan baja que nadie pudiera escucharla.
-- Abregú se quedó --nos informa Costa, que siempre se entera de todo
antes que los demás, porque además de la voz que no se oye tiene un oído
que lo oye todo--. Cuando pasé frente a su celda lo oí respirar tras la puerta.
Adiós, Abregú, indiecito dormido. Que te sea leve.
En los Voleos hay dos loterías siniestras y yo he salido ganando en las dos.
En la primera, la de los compañeros, he tenido una suerte que no es de este

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mundo (y que pagaré de algún modo, en algún otro Voleo, porque la felicidad
siempre se paga, en todos lados, y aquí con usura). La segunda lotería
ganada es la de la celda.
Miro mi nueva celda y hago las comprobaciones de manual.
Número 1: el agua. Abro la canilla y sale un grueso y trasparente chorro de
un líquido incoloro, inodoro e insípido. Ergo, el cincuenta por ciento del
negocio ya está asegurado. Reviso la cisterna y parece en orden: tiene
flotante y no hay demasiado óxido. La cadena la tirarán de afuera (eso no lo
puedo remediar) pero cuando lo hagan, descargará. Y se llevará con ella,
hacia el lejano mar que algún día volveré a ver, todos mis jugos orgánicos.
Número dos: la ventana. Tiene el vidrio en buen estado. Un suspiro de alivio
escapa de mis pulmones asmáticos. Si no lo tuviera, nada detendría el viento
frío y la lluvia, y en invierno esta celda se transformaría en una pesadilla
permanente.
Número tres: el inodoro. Aquí he perdido. El de la celda anterior tenía la
porcelana casi intacta y su limpieza era sencilla. Este, en cambio, está
quebrado por todas partes, como si hubieran metido la cabeza de alguien
adentro y golpeado la taza con ella (espero no estar dándoles ideas). De
modo que cada mañana será un suplicio, porque tendré que repasar cada
grieta y cada hendidura. No olvide usted que este inodoro es también el
lugar donde me lavo la cara y los dientes, donde friego el plato, el jarro y la
cuchara de madera y donde me afeito, cuando toca que me afeite.
Número cuatro: la cama. No se trata de cómo sea la cama --cosa que en
estos submundos es una cuestión más que bizantina-- sino de que la haya. Y
la hay. Con cuatro patas y una estabilidad razonable. La pruebo con mi peso
(lo que es una buena prueba, puesto que soy el más pesado de todos los
presos del pabellón) y apenas si emite unos crujidos moderados. Diez
puntos.
Resulta, pues, que soy un privilegiado. Mientras toda la cárcel maldice y se
queja de la suerte, que es grela, heme aquí, en el exacto centro de mi
principesca suite, con el corazón rebosante de agradecimiento hacia la deidad
específica que se ocupa de la distribución de los presos de este mundo,
aunque no ignore que así como a mí me tocó este palacio a alguien le tiene
que haber tocado un agujero infecto. Pero mi sentido de la solidaridad es un
rival demasiado fácil para mi egoísmo, que lo derrota de una sola trompada y
en el primer round. Y entonces, aunque todavía sienta una brizna (briznita)
de culpa, sigo encantado de mi buena fortuna.
Y en ese dulce goce estoy regodeándome cuando de pronto mi corazón se
paraliza ante el recuerdo de un bien que quizás he perdido irremisiblemente.
Y entonces, al tiempo que elevo múltiples promesas compensatorias a la ya
aludida deidad distribuidora de celdas, camino hacia la puerta, doy la vuelta
y me pongo en puntas de pie, con el alma en un hilo.
Pero es una falsa alarma, porque el árbol/bronquio está ahí, incólume e
inmarcesible, con su conmovedora cara de árbol pasando el invierno, aunque
ahora, visto desde otro punto, muestre un perfil desconocido y las ramas
tengan un dibujo distinto. Pero sigue siendo mi querido árbol de siempre,
más allá de toda duda razonable, leal a mi recuerdo e idéntico a sí mismo.

54
No será hasta mañana, sin embargo, en el primer recreo después del Gran
Voleo, que me entere de que mi árbol/bronquio se ve desde todas, desde
absolutamente todas las celdas de esta cárcel. Costa, además, me revelará
que se trata de un olmo. Y Lunadei, qué boludo, meterá la cuchara para
decir que, por lo tanto, lo mejor es que no le pida peras.

La rutina es nuestra fortaleza. En la sistemática repetición de horarios y


gestos radica la única posibilidad de sentir algo parecido a la seguridad en
este reino de la incertidumbre y la amenaza. Ahora, con el Gran Voleo, el
tesoro de la rutina se ha perdido, pero nos ha traído a cambio otro tesoro
que teníamos olvidado: el de la actividad frenética, igual que cuando allá
Afuera todavía no éramos cucarachas ni estábamos en proceso de cucarachi-
zarnos.
Desde hace unas horas las novedades se producen continuamente y cada
una de ellas nos obliga a recomponer el estado de la cuestión. Acabo de
saber, por ejemplo, que tampoco Ottolía nos ha acompañado en el cambio
de pabellón (adiós coronel, adiós cigarrillos con filtro). En la celda de mi
derecha --donde antes estaba Lunadei-- vive un ex-cura que dirigía una
cooperativa en las sierras de La Rioja. Lo he podido apenas entrever cuando
se abrió el pasaplatos para recibir la blancura de Cambí. Es pequeñito y de
modales suaves, pero los ojos le brillan (¿por qué, de qué?) burlones. Sobre
mi vecino de la izquierda (el lugar que antes era propiedad de Borges), sólo
sé que es muy joven y muy rubio y que le dicen "el Alemán".
Más tarde, a la hora de los mandados, me llegan cuatro cigarrillos. Sólo al
deshacer el tercero encuentro el mensaje, que resulta ser de Gonzalito y que
trae una sola palabra: día. Esto quiere decir que día será la palabra/base
para alertar sobre la proximidad de los guardias. Lo pongo a prueba de
inmediato:
-- Gonzalito: ¿qué día es hoy?
-- Jueves --contesta una voz que no conozco y a la que, por lo tanto, no
puedo colgarle ninguna cara.
Nadie ha hecho caso de mi advertencia, de donde deduzco dos cosas: 1)
que los "nuevos" somos mayoría en este pabellón, y 2) que la consigna
apenas si ha comenzado a transmitirse.
Pero las novedades funcionan también para el otro lado del mostrador,
puesto que a nuevo pabellón corresponden nuevos guardias. Este es un
problema, y de los graves, porque lleva mucho tiempo conocer las manías,
grandes y pequeñas, de estos semidioses. Tardaremos semanas en ave-
riguar cuál de los guardias tiene debilidad por las mirillas, cuál se empeña en
que no hagamos ningún tipo de gimnasia y cuál nos prohibirá sentarnos en
la cama o dormir con las manos dentro de las sábanas. Habrá que aprender
a diferenciarlos por sus pasos, su modo de abrir los candados, el silbido y el
tarareo. Tendremos que evaluar sus diferentes grados de animosidad,
perversión, indiferencia, estupidez o crueldad.
Por lo pronto, ya hemos identificado a uno de los guardias, porque antes
trabajaba en Visitas, junto con Darío, y nuestros familiares nos lo habían
señalado. Es un rubio alto que siempre lleva el ceño fruncido, como si no

55
consiguiese recordar alguna cosa. Su particularidad más sobresaliente es
hablar del mismo modo que las madres hablan de sus hijos ("el nene no me
come").
-- Que nadie me hable en formación --dice Ceño Fruncido, y al principio no
sabemos si está prohibiéndonos que hablemos con él o que hablemos entre
nosotros.
A veces su manía lo lleva a armar oraciones hilarantes:
-- Atención todo el mundo: que nadie me abra la celda hasta que se dé la
orden. ¿Comprendido?
-- Comprendido --respondemos, y nos encanta la idea de que nadie me le
abra jamás la puerta de la celda a Ceño Fruncido y se me pudra allí dentro
para me siempre.
(Bueno, no, pudrirse no, abuelita. Nadie debería pudrirse nunca, ni
siquiera Ceño Fruncido).
Han terminado los mandados y el guardia se aleja hacia la Reja con un
andar un poco cojo (tactac tactac) que nos permitirá reconocerlo con
facilidad (también bautizarlo: le llamaremos el Rengo). Ya tenemos, pues,
dos guardias identificados y con nombre propio: el Rengo y Ceño Fruncido.
El Alemán golpea la medianera.
-- ¿Si?
-- Lindo día.
Problema: ¿está probando la consigna conmigo, un nuevo, o cree
realmente que este día de mierda es un lindo día?
-- Sí. Pero con los lindos días hay que tener cuidado.
-- Mucho cuidado, sí señor.
Al mismo tiempo que saco la conclusión de que, afortunadamente, el
Alemán es rápido (y entonces tendré el costado derecho bien cuidado) el
crepúsculo comienza a caer velozmente sobre el penal como si Dios hubiera
bajado de un solo movimiento la cortina de su tienda por este día. En pocos
minutos la luz pasa del anaranjado al rojo y del rojo al violeta. Un poco
cansada por el esfuerzo, la luz se toma un descanso entre el malva y el lila y
luego, con el aliento ya recuperado, acaba por disolverse del todo en el
negro. Como en sordina nos llega un atisbo de la quena de Braulio, que se
ha quedado con Abregú y Ottolía en el viejo pabellón, custodiando la me-
moria de lo que allí vivimos. (Adiós Braulio, uruguayo predilecto).
Apenas si tengo tiempo de hacer un camus de entretenimiento (un camus
pequeñito, porque está íntegramente construído con el olor del pelo de
Rosita cuando pasa a mi lado, disfrazada de hawaiana, de retorno del
Carnaval de Avenida de Mayo) y ya se anuncia la cena con un estrépito de
ruedas sobre rieles. Todos paramos la oreja, porque cuando empiecen a
servir, según suene a bandeja (rash rash) o a olla (plop) se tratará de una u
otra pitanza. La de bandeja es menos abundante pero más apetitosa (al
menos hasta el momento exacto de meterla en la boca) y la preferimos.
Además, excluye la posibilidad de la polenta y los tallarines, que siempre
vienen en olla y que son incomibles. Es con esos tallarines que Braulio cons-
truye sus quenas.
Ha sonado rash rash, creo. Una vez, hace cuatro meses, en las bandejas
venían milanesas. ¿Serán hoy también milanesas? Desde aquella vez, hace

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cuatro meses, cada vez que se oye ruido de bandejas el pabellón entero
evoca la silueta inconfundible de una milanesa (emblema que, según Rizzo,
debería figurar en la bandera nacional, o al menos en el escudo). Pero con
milanesa o sin ella la cena será silenciosa y lúgubre, porque la cena en la
cárcel siempre es un espanto. Todo lo contrario que el desayuno (y de ello,
precisamente, se beneficia la buena imagen que tenemos de Cambí, que nos
encuentra frescos y reciclados por el sueño y en el mejor momento de
nosotros mismos). El fin del día siempre trae efluvios de muerte, aunque
sólo sea de una muerte meteorológica y calendárica. Además, para la hora
de la cena ya se ha agotado la cuota diaria de esperanza. La esperanza es
un buen desayuno, pero una imposible cena.
Plac. Saco el plato y me lo devuelven repleto de un guiso espeso que
necesariamente tiene que haber sido fabricado a partir de alguno de los tres
reinos, pero que hoy, con la sola ayuda del gusto, me será imposible
identificar. Mañana, cuando concluya su viaje por mi cuerpo y vuelva a la
tierra, podré saber algo más sobre él.
Me lo como.

***

Entre los muchos cambios hay que incluir al patio de recreo. Ya no


saldremos más a aquellos patios alineados contra el muro, con alambre por
tres de los lados (a esta hora estarán allí, en cambio, Ottolía y Abregú,
juntos, observando a los nuevos, juntos pero callados, porque los dos son
medio mudos) sino a este otro, que también tiene alambre tejido por tres de
los lados pero que por el otro se abre, espléndido y majestuoso, hacia una
cancha de fútbol. Es una pobre cancha de fútbol con los arcos derrengados y
sin pasto, pero no es gris ni es de cemento y sólo eso ya vale un imperio.
Además, su proximidad con la naturaleza nos obsequiará con algunos
regalos impensables en el otro patio: hoy, al entrar en él, Costa nos llamó la
atención sobre una tela de araña que brillaba como una joya. Era una tela de
araña clásica, de Larousse Ilustrado, muy regular y prolija, que se movía
suavemente a ensalmos de la brisa. Quedamos paralizados por el
espectáculo, de una belleza perfecta. Fue Gonzalito, sin embargo, quien nos
llamó la atención sobre la araña, pequeñita y negra, que aguardaba en un
vértice del artilugio. Podía ser, perfectamente, la metáfora de algo horrible
que de algún modo nos concierne. Una última mirada --ya sin alegría-- y nos
apartamos del enemigo.
El patio tiene, además, dos bancos de cemento alisado y un mingitorio que
parece oler menos que sus antecesores. Pero la topografía nos interesa
menos que la fauna, sobre todo en este primer recreo, y entonces nos
concentramos en ella. Lunadei --que en casos como éste hace de una
especie de Gonzalito-- nos advierte:
-- Hasta saber bien con quién se está hablando, ojo con lo que se habla.
Decimos que sí con la cabeza, pero bastará un amigo común, la
proximidad geográfica del nacimiento o una supuesta militancia compartida
para que todos, incluídos Lunadei y Gonzalito, olvidemos la prudencia.

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-- Fos sos 609 --me dice el Alemán, colocándose a mi costado para iniciar la
peripatesis.
-- Sí --respondo yo con economía, aún bajo la influencia de las reco-
mendaciones de Lunadei.
-- Todafía está todo muy refuelto por el Foleo. Hay que esperar que fajen un
poco las aguas --opina el Alemán, y sólo entonces advierto que le faltan los
dos dientes delanteros.
Me pregunta de dónde soy y se lo digo. El es de Córdoba y tiene un
apellido endiablado, repleto de consonantes.
-- ¿Alemán?
-- Suizo. Pero todos me dicen Alemán.
Antes de que termine el recreo sabré que tiene tres hermanas, que es hijo
de un pastor alemán ("y yo soy hijo de un gran danés" le dirá cierta tarde
Rizzo, haciéndose el gracioso). Algunas semanas después sabré también que
su madre es devota de una iglesia protestante que practica tan profunda-
mente el despojamiento de todo lo mundano que consigue incluso
despojarse de su condición de madre, que es una de las pocas muletas
eficaces que nos quedan aquí adentro.
-- Es necesario que comprendas --le explicó su madre al Alemán en la
primera visita, cuando al Alemán todavía no se le habían cerrado ni dejado
de supurar las llagas causadas por la picana y que incluso estaba sentado en
ese preciso instante sobre la más grande de todas ellas-- que si estás aquí
es porque Dios así lo ha querido. Tu obligación es aceptar Su voluntad y
pagar tu culpa.
-- ¿Qué culpa?
-- Eso lo saben vos y Dios.
O sea que el Alemán estaba preso dos veces. Una vez por los militares y la
otra por su madre. Bipreso.
Con el tiempo el mejor amigo de el Alemán acabará siendo Lunadei, debido
al principio de atracción de los opuestos, porque el Alemán es igualitario,
colectivista y entusiasta. Borges explica esta amistad diciendo que el Alemán
es lo que Lunadei fue alguna vez y quisiera volver a ser. Gonzalito, que está
un poco celoso (la cárcel es la mejor tierra del mundo para que crezca el
apestoso árbol de los celos), opina que lo que gusta a Lunadei del Alemán es
que lo escucha con devoción de discípulo. Mi teoría personal es que se
quieren por una cuestión de humor: se ríen de las mismas cosas. Eso une
mucho.
Pero en este momento yo acabo de ver por primera vez al Alemán y sólo
sé que tiene veintiún años y le faltan los dos dientes de adelante. Para que
no se le vea el agujero, a veces habla con la mano puesta delante de la
boca.
-- ¿Dónde perdiste los dientes?
El Alemán hace el gesto de dar un palazo al aire y no dice más ni hace
falta que lo diga, puesto que lo que yo imagine, sea lo que fuere, coincidirá
exactamente con lo que le ocurrió al Alemán.
-- El proflema de no tener estos dientes --dice el Alemán-- es que no puedo
tomar mate.

58
Y me explica con gestos de mal actor su dificultad matística. El Alemán
dice también fenceremos y Córdofa y Ferrofusta, porque su agujero entre los
dientes le impide pronunciar las b y las v.
Con el tiempo, el Alemán acabará siendo el bibliotecario del pabellón. Y
aunque antes de eso todos nosotros hacíamos abundantes camus (porque el
camus y la cárcel son inseparables, como el rayo y el trueno) en esa época
aún no le llamábamos camus, puesto que fue el Alemán quien descubrió,
maravillado, el pasaje de El Extranjero en el que el protagonista aprende el
arte de Recordar y ya nunca más vuelve a aburrirse. 4

Ahora, por ejemplo, yo acabo de hacer un camus del modelo más


pequeño, del que dura tres o cuatro segundos (tengo relaciones sexuales
con una mujer casada y mientras hago el amor con ella de pie, en la cocina,
siento que en alguno de los dormitorios debe haber un hijo mongólico que
escucha los ruidos que nosotros hacemos y no consigue atribuirlos a ninguna
experiencia conocida), pero en aquel momento yo no le hubiese llamado
camus porque el Alemán aún no ha hallado ese pasaje de El Extranjero 5 y
por ahora es nada más que un rubito al que le faltan las dos paletas de
arriba y tiene una madre que afirma, más allá de toda duda, que Dios se ha
ocupado personalmente de que le vuelen esas paletas e incluso de que no
pueda pronunciar las b/ves.
El Alemán a veces roza el ridículo, porque no tiene una conciencia clara de
sus dificultades de pronunciación.
-- Rizzo está loco --dice, muy serio--. Se cree que la fida es jauja.
-- ¿Que es jauja qué?
-- La fida... --repite el Alemán, sorprendidísimo de que no captemos una
idea tan sencilla.
-- ¿La fida?
El Alemán nos mira anonadado.
-- ¿Fida?. No. Lo que digo...
Y entonces se da cuenta. Y como siempre que se da cuenta, se lleva una
mano a la cara y la pone en forma de visera delante de la boca mientras
nosotros nos reímos a carcajadas.
***

El cura promete ser un tipo interesantísimo.


-- Sierra Chica --me dirá más tarde, mientras echa un mirada en derredor
que abarca los alambrados, el propio patio, el mingitorio, las ventanas de las

5 En El Extranjero, Camus lo cuenta así: "A partir del instante en que aprendí a recordar, ya no volví a aburrirme
en absoluto. Me ponía a pensar en mi cuarto de hombre libre y con la imaginación iba detallando mentalmente todo
lo que iba encontrando en esa búsqueda. Cada vez que recomenzaba el juego, duraba un poco más. Recordaba cada
mueble, y de cada uno, cada objeto que en él se encontraba, y de cada objeto, todos los detalles, y de los detalles,
una incrustación, una grieta o un borde gastado, los colores y las imperfecciones. Con el tiempo, me acostumbré a
no abandonar el juego sin hacer antes un inventario completo. Podía pasar horas en esta tarea. Comprendí
entonces que un hombre que no hubiera vivido más que un solo día podría pasar fácilmente cien años en una cárcel:
tendría recuerdos bastantes para no aburrirse jamás".

59
celdas tapadas por los chapones y a Costa que está jugando al ajedrez
mientras se quita un moco de su nariz de investigador--. Es extraño que le
hayan puesto de nombre a una cárcel la misma palabra que sirve para
designar a la herramienta que se utiliza para escapar de ellas.
Sierra, serrar, aserrar. Aserrar los barrotes.
-- Sierra. Sssssssierrrrrrrra --dice el Curita, demorándose en las erres--. Es
una palabra, además, que suena como lo que hace.
Las fantasías de fuga (un género de camus, al fin y al cabo) están siempre
presentes en el pensamiento del preso, pero son más habituales al principio
del cautiverio, cuando uno todavía reacciona como una fiera enjaulada
porque los hábitos de la libertad aún no han sido trasmutados en resignación
y miedo. También depende de la personalidad de cada cual. Rizzo, por
ejemplo, se niega a participar de esa clase de conversaciones.
Dénle mis saludos a James Bond --dice, y se va a otro grupo donde hablen
de mujeres o de música.
Gonzalito, en cambio, es de los que suele proponer el tema, un poco por lo
que él considera una obligación moral ("renunciar definitivamente a la
posibilidad de la fuga es aceptar definitivamente la condición de preso") y
otro poco por desesperación. Lunadei nunca propone el tema, pero le
encanta participar de su tratamiento, aunque en su caso es evidente que
sólo le atrae la parte de juego que tiene toda conspiración.
-- Una vez vi una película sobre unos oficiales ingleses presos en Alemania
que fabricaban un planeador.
-- ¿Y dónde lo escondían? ¿En una caja de fósforos? -- A Gonzalito no le
agradan ni las fantasías ni los oficiales ingleses.
-- Lo iban haciendo en partes separadas y muy pequeñas. Y luego lo ensam-
blaban en una hora, el día elegido para la fuga.
Todos pensamos en Ottolía, que es el único capaz de dirigir y realizar
semejante proyecto, pero Ottolía se nos quedó en el otro pabellón. 6
Costa, en cambio, participó de las conversaciones sobre el plan de fuga
durante los dos o tres primeros meses, y aún entonces escuchaba más de lo
que hablaba. Pero un día dijo:
-- Ningún plan de fuga es posible sin apoyo del exterior. Y según me acabo
de enterar, 1 la cárcel está protegida por un cerco de bolsas de arena; 2,
hay un solo punto por el que se entra y se sale, y 3, ese punto está
guardado por dos tanques.
Nos quedamos mirándolo.
-- Ergo --concluyó Costa, mientras se calzaba los anteojos bien al fondo de
su nariz tobogán-- nos cagaron.
Y no aceptó nunca más hablar sobre el tema.

6
Ottolía era capaz de cualquier milagro. El primer verano que pasamos en la cárcel, que fue especialmente
tórrido, se las ingenió para que pudiéramos beber agua helada. Con el permiso del guardia, que también quería
algo fresco, metió un gran bidón con agua en un tanque de nafta y le inyectó aire a presión con un pequeño com-
presor que se utilizaba para la limpieza. El combustible, atacado por el oxígeno, hizo las veces de congelador. Y así
fue como los condenados de la tierra, por obra y gracia de Ottolía, pudimos beber un sorbo de agua helada en el in-
fierno, un día que los termómetros marcaban 38 grados a la sombra.

60
Pero la principal ventaja de los camus de entretenimiento es que no
necesitan ser verosímiles. De modo que todos los seguimos cultivando. Y
también están los sueños, que además de no necesitar de verosimilitud
alguna ocurren sin pedir permiso a nadie y mucho menos a la sensatez, que
es una exclusividad del Consciente, ese aguafiestas.
-- Ayer soñé que tenía alas --me dice Rizzo apenas salimos al recreo-- ¿Qué
significa?
-- Tenías alas y volabas sobre la cárcel...
-- ¡Sí! --dice Rizzo, entusiasmado--. ¿Qué quiere decir?
-- Yo diría que tenés bastantes ganas de irte...
Rizzo abre grande los ojos, sorprendido, y luego, a medida que va
aceptando la interpretación, comienza a sonreír con todas sus pecas. Detrás
de él viene caminando el Curita.
-- Sierra Chica --dice-- Es extraño que hayan elegido para ponerle de
nombre a una cárcel la misma palabra que sirve para designar la
herramienta que se utiliza para escapar de ellas.
El Curita habla suavemente y en voz baja, como si estuviésemos parados
en medio de una sala de fiestas. Me mira a los ojos:
-- Soy nuevo. Me llamo Raúl.
Se llama Raúl, pero todos le diremos el Curita. Yo también le doy mi
nombre y le digo que soy nuevo.
-- No --me corrige--; usted es nuevo en el pabellón. Yo soy nuevo en la
cárcel.
Esto sí que es raro, porque creíamos que toda la gente que no había
muerto, estaba presa o estaba fuera del país. Encierro, entierro o destierro.
Pero el Curita es un rara avis.
-- Me detuvieron hace un mes, en La Rioja.
Y me cuenta la magnífica e imposible historia de su cooperativa, una
especie de gran camus que ahora se ha ido al demonio por obra y gracia de
estos salvadores de la patria que nos tienen en conserva. Pero el Curita es
un hombre sin énfasis, y remata su historia con palabras que parecen más
de un juez que de un reo:
-- Creo que todos sabíamos que esta clase de proyectos se acaban más
tarde o más temprano, pero fue más temprano que tarde.
Luego me enteraré de que la principal acusación esgrimida contra el Curita
no fue la del socialismo igualitario, sino la de no ejercer debidamente su
celibato.
Por cortesía empiezo a explicarle mi propia historia, pero el Curita me
detiene poniendo su mano sobre el antebrazo (cosa que está prohibida y que
él no sabe que está prohibida de modo que me prometo informárselo, como
prioridad absoluta, apenas acabemos con esta parte de la conversación).
-- No se sienta obligado a contarme nada --dice--. Yo me dirigí a usted por-
que hace un mes que no hablo con nadie, y usted tiene cara de persona
comprensiva...
Le doy las gracias por el piropo, le digo que mejor nos tuteamos, y
seguimos caminando juntos, pero ahora en silencio. Y hasta el silencio del
Curita es suave, un verdadero silencio de doncella. Más tarde se lo cuento a
Lunadei.

61
-- ¿Silencio de doncella? ¡Aparta, satán! --y Lunadei se ríe de su diablura y
yo me quedo preocupado, porque en este lugar toda suavidad es un grave
peligro. Pero pienso, también, que el Curita es en cierto modo un reemplazo
de Abregú, la cuota de firme suavidad que tendremos en este pabellón.
Quizás, sigo pensando, estas compensaciones son el resultado de extraños
acuerdos entre el Dios blanco del Curita y el Dios múltiple (piedra, agua, sol)
de Abregú. Y quién sabe si no interviene también el Dios de la madre del
Alemán, aunque más no sea para poner unos gramitos de morbo.
Los nuevos somos legión. Pero algunos de ellos viven en celdas tan
alejadas que sólo saldremos al patio juntos una vez cada tres o cuatro meses
(si es que seguimos vivos, si es que seguimos saliendo al patio y si no hay
un nuevo Voleo). Los más interesantes son Del Fabbro, Miami y Doria. Del
Fabbro (de quien mañana sabré que se llama Abel, y por fuerza de su
nombre se transformará en un símbolo no demasiado original de esto que
nos está ocurriendo a todos) es pecé y lo detuvieron en el aeropuerto,
cuando volvía de un viaje a Cuba. Su sentido del humor, un tanto
surrealista, le causa muchos problemas con sus camaradas, que tienden
naturalmente a la solemnidad. Es flaquísimo y desgarbado y acabará siendo
adoptado por el Curita, porque tienen la misma vocación por el lenguaje.
Doria también es una metáfora: la de los que cayeron en la represión sin
comerla ni beberla. Les llamamos perejiles.
-- Estoy preso por portación de jeringa --dice Doria, y frunce la cara como
un payaso. Doria tiene la cara blanda, pero los ojos son dos piedras duras,
de asmático.
Afuera Doria era enfermero. Un día, como tantos, tocó el timbre de la casa
de un señor diabético, al que atendía desde hacía meses, todos los martes y
jueves. Pero esta vez no le abrió la puerta el diabético sino otro tipo, con un
bigote de policía.
-- ¿Sí? --dijo Bigote.
-- ¿Está Enrique?
-- ¿Para qué? --dice Bigote. Y entonces Doria pronuncia las palabras fatídicas
con las que se comprará dos meses de chupadero y tres años de cárcel.
-- ¿Cómo para qué? Hoy es martes...
-- ¿Así que se reunen los martes? --afirma Bigote, y lo agarra con su mano
de policía y lo mete dentro del departamento, donde alcanza a ver a Enrique
amordazado y sangrante un segundo antes de que comience su propio
proceso de amordazamiento y ensangrentización.
El primer destino de Doria fue una cárcel clandestina, dirigida por un
teniente casi enano que interrogaba personalmente a los chupados.
-- ¿Por qué estás aquí? --le preguntó el primer día.
-- No sé. Soy enfermero. Fui a darle una inyección a...
-- Reviéntenlo --ordenó el teniente, y dejó a Doria en manos de la escuadra
de tortura, que como primera medida le metió en el culo un palo de escoba.
Fueron días rojos y negros que en el recuerdo de Doria forman ahora una
sola masa negra y roja. De vez en cuando, en sus sueños o en sus camus,
suelen desprenderse unas telitas traslúcidas que durante unos instantes
quedan flotando en medio de la celda como burbujas de memoria, hasta que
estallan. Doria tiene pocas imágenes directas porque todo el tiempo estuvo

62
encapuchado. Pero los gritos sí los recuerda. Con los gritos el problema es al
revés, porque lo que Doria necesita es olvidarlos. En una sola ocasión les
permitieron quitarse la capucha. Fue un regalo de Navidad --todo perdido
menos el amor cristiano-- y consistió en la proyección de una película de
Fred Astaire y Ginger Rogers. Bailaban Cheek to Cheek.

Heaven,
I'm in heaven...

cantaba Fred Astaire, y el repiqueteo de sus zapatos con chapitas rebotaba


en los sucuchos de las leoneras donde las piltrafas de ambos sexos pasaban,
encapuchados y con la manos atadas, todo el tiempo que no los llevaban a
interrogatorio. Doria, que estaba en la última fila, pudo contar hasta veinti-
cinco cabezas de maditos que se recortaban nítidamente contra el plateado
vestido de Ginger Rogers, que al final de la película sonreía a todo el
chupadero, desde un gigantesco primer plano, con su gran boca de muñeca
rubia.
Por ahora, cuando apenas si hemos cambiado dos o tres palabras, Doria
sólo es para nosotros alguien que no competirá por la ración de tabaco,
puesto que no fuma. Después, a medida que nos vaya contando su historia,
iremos remodelando con esa historia su cara blanda y acabaremos por verla
de una manera totalmente distinta, una cara hecha con la suma perfecta de
todo lo que de él hemos ido sabiendo: Doria/inyección + Doria/Enrique-en-
el-suelo + Doria/asma + Doria/capucha + Doria/Ginger Rogers. La última
línea, la que completará el definitivo dibujo de su rostro, la aportará un
recuerdo que nos contará mucho después, casi al final de nuestra relación,
una siesta de invierno tan perfectamente dorada que hasta era lícito sentir
un cierto nacionalismo terráqueo.
-- En días como éste, me acuerdo del vaporizador --dice Doria, de pronto,
mientras ata con cuidado los pespuntes sueltos de uno de los remiendos de
su uniforme.
Y nos cuenta que el vaporizador --como él lo llama, como si se tratase del
único vaporizador del mundo-- había sido la prueba del nueve de su
habilidad comercial y, al mismo tiempo, un modo inesperado de
aproximación a mujeres desesperadas.
-- Las inyecciones no son mal negocio, pero la gente las odia. Y terminan
odiando al que se las pone. En el barrio, nadie me quería.
Doria era de Liniers, un barrio de clase media baja, una especie de
ordenado laberinto de casitas de dos plantas que intentaban imitar la ar-
quitectura de los barrios populares ingleses.
-- Además, para ir al médico la gente se baña. Pero para recibir una
inyección, no.
Gonzalito, que está escuchando la historia (pero él no tiene un sólo
remiendo en el uniforme, o si lo tiene no se nota) lanza hacia Doria una
sonrisa de solidaridad corporal.
-- Y entonces pensé en el vaporizador.

63
Doria interrumpe su cuento para darle unos bombazos al asmopul y cada
uno aprovecha la pausa para imaginarse al vaporizador de Doria según sus
particulares conocimientos, deseos, fantasías y necesidades.
-- Gané mucha plata, aquel invierno, con el vaporizador. Y conocí a muchas
mujeres desesperadas.
Doria nos cuenta, entonces, que así como la inyección crea una relación
sado-masoquista entre inyectante e inyectado, el vaporizador otorga
atributos de salvador. Ocurría así: sonaba el teléfono y una voz angustiada
de mujer preguntaba si estaba disponible el vaporizador. Cuando Doria
respondía que sí, la voz formulaba, con un matiz de alivio, su primer
agradecimiento. En el acto siguiente vemos a Doria llegando a la casa de Voz
Angustiada, descargando el vaporizador e instalándolo en el dormitorio. Lo
llena de líquido, lo enchufa y se va. Al día siguiente pasa a retirarlo y a
cobrar el servicio.
-- Ese invierno, calculando bajo, me debo haber cogido a quince o veinte
señoras.
Doria no dice minas porque no eran minas. Eran señoras de su casa,
agradecidas porque el hijo o el esposo enfermos de los bronquios habían
conseguido pasar la noche y recuperarse gracias al artilugio de Doria.
-- ¿Así que afuera eras un Don Fuan? --pregunta el Alemán, un poco celoso,
porque es de los que se cuecen en sus propias hormonas.
Pero Doria no se molesta por la agresión del Alemán y frunce su cara
blanda en un gesto que quiere decir: "Eran señoras como tu mamá y mi
mamá, que se pasaban la vida baldeando la vereda y rasqueteando los pisos
de pinotea, que una mañana cualquiera se encaprichaban conmigo, que
podía ser su hijo, me adoptaban por un rato y acababan tumbándose en el
sofá del living (en la cama grande del dormitorio no, porque después ¿quién
iba a atreverse a mirar al sagrado corazón en relieve?), con el batón puesto
y en chancletas".
Pero nosotros no sabemos leer gestos y entonces nos quedamos con el
recuerdo de las quince o veinte amas de casa que Doria se cogió en un solo
invierno, quién lo iba a decir con esa pinta de cuatro de copas que Dios le ha
dado. 7

* * * Definitivamente, Espartaco ha dejado de ser un secreto. Pensán-


dolo bien, no podía esperarse otra cosa con tanto buchón entremedio.
Sólo así puede explicarse el repentino endurecimiento del régimen interno
("¿endurecimiento? --se burlará Costa-- ¿y antes qué era ésto? ¿el

7
Borges (el nuestro) sostiene que eso de que hemos ido moldeando la cara de Doria con lo que fuimos sabiendo
de él, es un plagio de cierto poema de Borges titulado Ante la cal de una pared que nada/ nos veda imaginar como
infinita/ un hombre se ha sentado y premedita/ trazar con rigurosa pincelada/ en la blanca pared el mundo entero:/
puertas, balanzas, tártaros, jacintos,/ ángeles, bibliotecas, laberintos,/ anclas, Uxman, el infinito, el cero./ Puebla de
formas la pared. La suerte,/ que de curiosos dones no es avara,/ le permite dar fin a su porfía./ En el preciso instante de
la muerte/ descubre que esa vasta algarabía/ de líneas es la imagen de su cara.
Cuando Borges termina de recitar el poema, Lunadei gira la cabeza desde el mingitorio (de modo que su pitraco
apunta para un lado y su cabeza para otro), e interroga malignamente a Borges:
-- ¿Uxman es la marca del vaporizador de Doria?

64
Sheraton?"), a saber: hace cuatro días que no nos sacan a la ducha y se
dice que este sábado no habrá Visitas.
Lo de la ducha es y no es un castigo, según se mire. Para el populoso
Club de los Friolentos, en el que milito, hasta es una bendición. Las duchas
están al fondo del pabellón y no son propiamente duchas sino unos caños
que surgen del mismo muro, como si se tratase de una fuente gigantesca,
por la que nos lanzan unos chorros de agua del grosor de un brazo y helada
como el alma de un asesino. La regla consiste en estar tres minutos enteros
debajo del chorro, ante la atenta y sádica mirada del guardia (que ni siquiera
tiene el detalle de quitarse la bufanda de lana, para no hacer tan espantoso
el agravio comparativo) mientras damos saltos de acróbata sobre el piso de
cemento que por obra y gracia del agua se transforma en una peligrosísima
pista de patinaje. Es odioso el desfile de todos esos flacos cuerpos desnudos
que van secos y vuelven mojados, pero siempre patéticos e indignos, porque
no puede haber dignidad alguna cuando se desfila por el pasillo de una
cárcel infecta, y además en bolas.
Pero la alternativa al no-baño es la enfermedad y la infección, porque
nuestra celdas no sólo crían nervios sino también virus y bacilos grandes
como pelotas de ping-pong. De modo que mientras no haya ducha, habrá
que hacer algo.
-- La solución --dice Abel-- es el baño del Polaco.
-- ¿Y cómo es el baño del Polaco? --inquiere Borges.
-- Culo, huevos y sobacos.
De modo que desde hoy todos cuidamos nuestra higiene con el somero y
económico baño del Polaco, dos veces por día, enjabonando una punta de la
toalla y enjuagándonos y secándonos con la otra punta, sistema que podrá
funcionar hasta que venga el calor (y algunos de nosotros hasta lo
agradeceremos) pero luego ya todo se complicará porque el baño del Polaco
no podrá solucionar el problema cuando las celdas se conviertan en
pequeños hornos y los virus y bacilos comiencen a comer y comer de
nuestras miserias hasta que engorden como hipopótamos.
La segunda prueba del endurecimiento es la suspensión de las Visitas para
el próximo sábado. No porque sea ésta la primera vez que se suspenden las
Visitas, pero antes siempre supimos --aunque fuese aproximadamente-- las
razones que había detrás de la suspensión. Para esta suspensión masiva, en
cambio, sólo puede pensarse en Espartaco.
-- ¿Y qué hacemos si nos quitan también los recreos? --pregunta Rizzo, que
es uno de los naturalistas más perjudicados por la suspensión de las duchas
heladas.
-- Nos aguantamos --dice Gonzalito --que está preocupado pero contento,
porque el Voleo le ha deparado la compañía de dos militantes como él,
políticos natos, con los que ahora pasa la mayor parte de los recreos. Uno es
Lobatón, un porteño siempre sonriente, con la cabeza totalmente blanca
(que según los dimes y diretes de la cárcel se debe a las selectas torturas a
las que fue sometido en un chupadero de Ezeiza). El otro es Sabena, un san-
tafesino que compite en flacura con Lunadei y con Abel. Pero mientras la
flacura de Lunadei es flacura de diablo y la de Abel Del Fabbro flacura de
anémico, la de Sabena en una flacura de profeta, con una cara de cuero mal

65
curtido y llena de arrugas, las carnes muy apretadas y ni un gramo de grasa
en todo el cuerpo. Lobatón tiene sus modestos toques de coquetería, como
Gonzalito, pero Sabena es del modelo opuesto, con el uniforme que se le cae
a pedazos y hasta sucio de las comidas que come cada día. (Ya sé que se
podría decir que la anti-coquetería de Sabena es una forma, como cualquier
otra, de coquetería. Pero por ese camino no llegaremos nunca a ninguna
parte).
Gonzalito, Lobatón y Sabena se han convertido, por obra de las
circunstancias, en los administradores naturales de Espartaco en nuestro
pabellón. Se reunen por lo menos cinco minutos en cada recreo, y en esas
reuniones no admiten a ningún testigo. Tienen la precaución de juntarse
cada vez a una hora distinta (en el recreo de hoy al comienzo, en el recreo
de mañana al finalizar, en el siguiente en el segundo tercio) y en un lugar
distinto (junto al mingitorio, sentados junto al alambrado, caminando).
Nosotros los vemos reunirse y sabemos que lo que están hablando nos
concierne, aunque unas veces nos enteramos y otras no.

Ahora yo estoy sentado en el banco junto a dos jugadores de ajedrez (y


ellos son los únicos de todos nosotros, mientras dure la partida, que no
están presos, o que están presos en otra cárcel distinta y voluntaria)
mientras los demás caminan en círculos en torno al mingitorio. A medida que
las parejas van alcanzando mi altura, me dejan retazos de conversación:
-- ...bañándose en la playa de Miami, mientras yo, aquí, me tengo que bañar
como el Polaco...
-- ...la agarré del cogote y le dije: "No, nena. Cuando a mí me calientan
después hay que atenderme..." (y sigue su camino con el brazo extendido,
sacudiendo un cogote de aire).
-- ... cortás la polenta en dados y la ponés al sol en el plato; cuando se
seca...
Los miro dar vueltas y pienso que son Mi Familia. Una familia un poco
descompensada, formada íntegramente por varones, en la que no soy ni
padre ni hijo (y todos, Afuera, somos padres o hijos), una familia en la que
nadie trabaja ni cocina (excepto el peripatético mago de la polenta), que no
va de compras ni riega plantas, que no hace el amor --excepto en sueños,
pero uno se despierta en el momento más dulce, quizás por un acto de legí-
tima defensa de las sábanas--, que no cuida niños, que no sale de viaje ni
vuelve a casa por la noche. Una familia, además, casi sin secretos. Yo sé la
razón del malestar de éste que se está quejando de ese primo suyo que le
escribe cartas desde Miami, con la mejor intención del mundo, contándole
sobre el precio de los televisores (..."con decirte que me compré dos, porque
estaban regalados") y narrándole las delicias del wind-surf: "Creéme,
Huguito, no hay nada en el mundo que se pueda parecer a esa sensación de
ir volando sobre la cresta de las olas. Cuando salgas, nos vamos a hacer
wind-surf juntos". Y también sé que el terrible acogotador de mujeres nunca
ha cerrado la mano sobre otra cosa que no sea un vaso de vino Facundo o,
desde que está aquí, sobre su propia carne solitaria para hostigarla y
acercarla al deleite. A esta gente la conozco como jamás he conocido a nin-

66
guna otra, incluídas sus debilidades y sus terrores y sin exceptuar siquiera
esas angustias que Afuera escondemos con siete llaves hasta del mejor
amigo.
-- Estoy desesperado --me dice Rizzo, con cara de maldormir. Rizzo me
suele consultar sus sueños, que son larguísimos y muy nítidos.
-- ¿Qué pasa?
Rizzo me mira seriamente a los ojos, porque su confesión es mucha
confesión y no le es fácil meter la mano hasta el fondo de todo ese
tembladeral y volvérsela a sacar por la boca como quien se saca una enorme
lombriz solitaria. Así que Rizzo me mira y me remira, sopesando mi
honestidad y mi sabiduría, porque de las dos necesita. Al cabo, se decide por
la confesión.
-- Sueño que estoy cogiendo con mi novia. Pero cuando voy a acabar,
desaparece la cara de mi novia y...
--¿Y?
Rizzo se pasa entonces la mano por la frente, tratando de borrar --como
si se tratase de una pizarra de aula-- esas imágenes que no lo dejan dormir.
-- ...desaparece la cara de mi novia y aparece la cara de mi mamá.
Con toda la lombriz fuera (enredada ahora en mi propio cuello, como un
vendedor ambulante), Rizzo se queda mirándome acezante y trémulo.
Le cuento lo del complejo de Edipo y le doy algunos ejemplos conocidos.
La estadística favorable comienza a tranquilizarlo y hasta reanima la llamita
de su burlonería.
-- ¿Vos también --me pregunta-- soñás que te cogés a tu vieja?
Le digo solamente que no, sin contarle que mi vieja se murió en el parto y
que eso, probablemente, extirpó toda posibilidad de Edipo.
-- ¿Y entonces? --se queja Rizzo, que vé que la estadística empieza a tener
excepciones.
-- No es un asunto lineal. Hay matices.
Rizzo vuelve a la carga.
-- ¿Y Lunadei? ¿También sueña que se coge a su vieja?
Los dos nos reímos de su comentario perverso, porque la mamá de
Lunadei --a la que entrevimos varias veces en las Visitas-- es una de esas
señoras repintadas, con los labios en forma de corazón y un rulo rojizo
pegado sobre la frente.
-- Quién sabe --le digo--. Después de todo, es su madre, y no siempre debe
haber sido así.
La madre de Rizzo, en cambio, es una verdadera belleza. Tanto, que yo
mismo, que no soy el Edipo de esa Yocasta, la he soñado varias veces. Pero
eso no se lo puedo decir a Rizzo.
Una familia extraña, en la que sólo hay hermanos, incluídos algunos
hermanos enfermos, algunos hermanos tontos y algunos, pocos por suerte,
hermanos indignos que han vendido su alma a los mismos que nos hacen
tanto daño. Pero también ellos son mis hermanos. Abel Del Fabbro dijo ayer
en el recreo:
-- Hay dos clases de personas: los que alguna vez han querido cambiar el
mundo y los que nunca han querido cambiar el mundo. Con los primeros se

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puede hablar en el mismo idioma, aunque discrepemos en absolutamente
todo. Con los otros, no.
Estos hermanos indignos quisieron, alguna vez, cambiar el mundo. Quizás
no esperaban que sendas tan luminosas e iluminadas los llevaran a estos es-
pantos, o quizás tenían un botón del pánico muy fácil de hallar, o quizás
tenían muchos botones, o tenían un botón muy grande. Lo cierto es que por
debilidad o cobardía extraviaron su sentido de la dignidad. Ahora son
nuestros enemigos, pero en cierto modo siguen perteneciendo a la familia.
(Siguen perteneciendo a la familia, pero ahora son nuestros enemigos).

Miami se sienta a mi lado en el banco de los ajedrecistas.


-- Si esta tarde hay mandados, te voy a pasar una carta de mi primo...
¿Habrá mandados esta tarde? Si no los hay, será otra confirmación del
plan contra-Espartaco de la dirección del penal.
-- ¿Qué dice tu primo?
-- ¡Sigue en Miami, comprando televisores! --y Miami me hace con los dedos
de la mano derecha la señal de la victoria. Le digo que no entiendo.
-- ¡Dos! --me explica Miami-- ¡dos televisores!--.(No era la "v' de la victoria).
Miami descarga su rabia en el paquete de picadura y en el papelillo, y
entonces le sale un cigarro desastroso, muy gordo en el medio y escuálido
en las puntas. Al llevárselo a la boca, la mitad del tabaco se le vacía en los
pantalones.
-- Decime una cosa. ¿A vos te parece solidario lo de mi primo?
-- Según se mire.
-- Según, pelotas --se queja Miami, con su medio cigarrillo humeando en la
boca como si fuera un cigarrillo de casa de chascos.
-- ¿Y qué querés? --le reprocho-- ¿Que Afuera coman basura y se flagelen
con cilicios para ser solidarios?
Miami piensa un rato en mi exculpación de su primo --de todos los primos-
- pero su rabia puede más que su comprensión:
-- Es que no se trata de un primo cualquiera --me explica--. Es mi único
primo hermano. Tiene mi misma sangre --y Miami se señala melodra-
máticamente las venas--. Fuimos juntos a la escuela, nos sentamos en el
mismo banco. Cuando venían los Reyes, nos traían lo mismo. A él en su casa
y a mí en la mía. Pero siempre lo mismo.
Del cigarrillo de Miami siguen escapándose briznas encendidas que
amenazan incendiarnos. Lo tira al suelo y lo pisa con la punta de la zapatilla.
-- Te digo más: salíamos con dos hermanas gemelas.
Y tras haber encontrado en su memoria este argumento definitivo, a salvo
de toda refutación posible, Miami se queda mirándome de hito en hito.
-- ¿Gemelas o mellizas? --pregunto por molestar.
-- Eran iguales.
-- Entonces sí, eran gemelas.
-- Aunque en realidad no eran exactamente iguales. Me acuerdo que la mía
tenía las tetas más chicas.
Le hago la "v" de la victoria y ahora es Miami el que no entiende.
-- Dos --le digo--. Dos tetas. Y dos televisores. Tu primo te cagó siempre...

68
Me burlo de Miami, pero él sigue pensando en la traición de su primo y
entonces no se enoja.
-- En serio --insiste--. ¿No te parece que tendría que ser más solidario?
¿Cómo yo voy a estar aquí, muriéndome de asco, y él...?
Miami era maestro en una escuela del Centro. La política no le daba ni frío
ni calor, y su opinión de la guerrilla era somera: pensaba que se trataba de
buena gente que se tomaba las cosas demasiado a la tremenda. La vida de
Miami habría de cambiar por obra de una casualidad, como la de Doria. Su
vaporizador fue un alumno que en medio de la clase de Historia le preguntó
qué pensaba de la tortura y de los torturadores.
-- Un hombre que tortura a otro --respondió Miami-- no es un hombre, es un
animal.
Pero el chico quería precisiones.
-- ¿Y qué se debe hacer con un torturador?
Miami, que en esos días estaba leyendo "Los Siete Locos", se acordó de las
palabras del farmacéutico Ergueta y sin pensarlo dos veces le contestó:
-- A los torturadores hay que fusilarlos sin mirarles la cara.
A los dos días el director llamó a Miami a su despacho. El director --un
hombre de mirada triste de perro de aguas-- estaba acompañado por un
señor bien vestido, con traba en la corbata y gemelos en las mangas dobles
de la camisa.
-- El coronel Lugones es el padre del alumno Lugones --explicó el director.
"Lógico", pensó Miami, y empezó a adivinar por dónde venían los tiros.
-- El coronel Lugones acaba de presentar una queja consistente en afirmar
que usted aprovecha sus clases y la consecuente influencia que ejerce sobre
los niños para inculcarles nociones favorables a la subversión.
El director se calló, exhausto, y volvió a su actitud perruna. El coronel
Lugones se retrepó en la silla, recogió un poco más los pantalones y esperó
las explicaciones de Miami.
-- Sí --dijo Miami-- ya me acuerdo. Su hijo me preguntó qué opinaba de la
tortura y de los torturadores.
-- Y usted le contestó que había que fusilarlos sin mirarles la cara --el
coronel tenía una voz de capataz que no combinaba del todo con la traba de
la corbata ni con los gemelos de los puños.
-- Sí --volvió a conceder Miami--. Es una frase del farmacéutico Ergueta.
-- ¿El farmacéutico Ergueta? --el coronel Lugones empezaba a sentirse
incómodo.
-- Es un personaje de "Los Siete Locos".
-- ...
Entonces intervino el director, que consideró que en cierto modo le
correspondía hacerse cargo de las explicaciones académicas, en
consideración a su cargo.
-- "Los Siete Locos" es una novela de Roberto Arlt. Cuenta la historia de una
célula revolucionaria que ha planeado financiar sus actividades mediante la
explotación de una red de prostíbulos. La dirige el Astrólogo, que tiene un
sirviente que se apellida Blomberg pero al que todos llaman El Hombre que
vió a la Partera. El Astrólogo es eunuco...

69
El coronel Lugones se pone de pie de un modo tan súbito que la silla
vienesa choca contra la pared y se cae. El ruido de la silla al caerse es muy
poco escolar, y se hace una especie de silencio en todo el ámbito del colegio.
-- ¿Ustedes me están tomando el pelo?
El director y Miami miran al coronel, que se va poniendo rojo con el mismo
sistema de ponerse rojo que emplea Darío, el guardia, cuando le llaman
manflorón.
-- Permítame, coronel Lugones... --dice el director, y suena como si
estuviese mentando el nombre de un pueblo bonaerense.
-- ¡En la escuela hay que hablar de paz y de amor a la Patria, no de
fusilamientos ni de prostíbulos ni de Hombres Pantera!..
-- El Hombre que vio a la Partera --corrige Miami.
-- ¡Cállese, carajo! --truena el coronel Lugones, que los está arengando
desde lo alto de un caballo imaginario.
Miami sabe que esto que está ocurriendo es una fea cosa y, lo que es
peor, que es una cosa inútil y hasta estúpida porque de las tres personas
que hay en ese despacho sólo el coronel Lugones desempeña el papel que le
corresponde, en tanto que al director sólo le interesa que le dejen volver a
su perrunidad y Miami, después de todo, está perfectamente de acuerdo con
la paz y la Patria aunque previsiblemente no se trate exactamente de la
misma Patria ni de la misma paz de la que habla el coronel Lugones.
-- Mire, Lugones --dice entonces Miami.
-- Coronel Lugones --corrige el coronel Lugones, y esta vez no agrega un
carajo de pura casualidad.
-- De acuerdo: Coronel Lugones.
El coronel Lugones mira a Miami con asco, aguardando las disculpas.
-- Lo que quiero decirle, coronel Lugones...
-- Sí...
(Y entonces el diablo mete la cola).
-- ...es que se puede ir a la reverendísima mierda.
El director se sobresalta, pero su sobresalto es sólo la quincuagésima parte
del sobresalto del coronel, que se cae literalmente de su caballo ideal. Su
rojez es ya de pre-infarto.
-- ¡Muy bien! --dice el coronel, que no sabe qué decir.
-- Muy bien --responde Miami, que sabe que ha hecho una gran tontería y
que por la noche dormirá mal y que luego pasará días y días arrepintiéndose
a cada minuto un poquitito más hasta que todo acabe siendo una gran bola
de puro arrepentimiento. Pero en este instante preciso lo único que siente es
una dulce hinchazón de orgullo y una tibia oleada de felicidad.
-- ¡Esto no va a quedar así!
Dicho lo cual el coronel se encamina hasta la puerta pero no consigue
maniobrar adecuadamente el picaporte, de manera que primero el director y
después también Miami y al final los tres al mismo tiempo tratan de abrir la
puerta subversiva que se niega a dar paso al indignado coronel de la Nación.
Al fin el picaporte, que es más sensato que Miami, lo piensa mejor y acaba
por ceder, de modo que el coronel puede al fin alejarse de ese antro de
pesadilla.
¡Qué contratiempo! --se duele el director.

70
Miami le dice que no se preocupe, que ya habrá ocasión de aclarar las
cosas, pero los dos saben que hay cosas a las que el tiempo empeora
irremisiblemente porque están hechas, precisamente, de un material
putrefactible.
Y aquí está ahora Miami, liando otro cigarrillo infumable y pensando en su
primo traidor, insolidario y consumista que en ese preciso instante debe es-
tar machacándose enormes cantidades de rubias ojiazules.
-- Se llamaban Coca y Cuqui...
-- ¿Quién? --pregunto yo, que me he concentrado en la partida de ajedrez y
estoy a un millón de kilómetros de distancia.
-- Las gemelas. La mía era Cuqui...
Pero Miami no tiene cara de muy seguro.
-- ¿O era Coca?
Miami se pasará todo el resto del día y la mitad de la próxima mañana
tratando de dilucidar esa angustiosa incógnita. Y al fin llegará a la conclusión
de que el único que puede sacarle de la duda es su primo, ese ser de su
propia sangre del que no importa en absoluto que lo una o no la solidaridad
porque de todos modos está unido por un millón de recuerdos comunes, un
millón de cocas y cuquis compartidas e intercambiables. Y entonces le
escribirá no la carta que había pensado escribirle, quejándose amargamente
de su frivolidad capitalista sino la carta cómplice que Coca, o Cuqui, acaban
de provocar.
-- Miami --le pregunto--. ¿Por qué te llaman Miami?
Miami sonríe y me hace con los dedos el mismo gesto que me hizo Pedroso
cuando le dije que después de todo había resultado ser humano.

***

El Voleo ha retrasado tres semanas enteras el nacimiento de Espartaco,


pero Gonzalito ya nos dio hoy una fecha definitiva: el 7 a las 7. Esto quiere
decir que la primera comida que rechazaremos será el desayuno (que sirven
a las 7) del día 7 (que es un jueves dentro de diez días). La consigna es
clara y no habrá confusiones.
Según Gonzalito, todos los pabellones de políticos entrarán en Espartaco,
excepto los dos de los fácilmente recuperables. Los políticos estamos
divididos en tres grupos: los irrecuperables (que son los del pabellón 1 y 2,
que es de donde sacan gente para matar), los medianamente recuperables,
que están distribuídos en cuatro pabellones distintos (y uno de ellos es el
nuestro) y los fácilmente recuperables, que son los que no entrarán en la
huelga de hambre. Pero es un triunfo que hayan votado a favor todos los del
medio, porque allí la cosa suele estar más pareja.
-- ¿Cómo salió la votación, Gonzalito?
-- La cuestión numérica es secundaria --dice Gonzalito, que está
acompañado por Sabena y Lobatón.
-- ¿Secundaria? --dice Borges--. En una votación, lo único importante es la
cuestión numérica.
Sabena aparta con el codo a Gonzalito, que es el que está más cerca de
Borges, y se hace un lugar. La voz de Sabena es baja pero vibrante.

71
-- La huelga tiene que ser una demostración de unidad combativa --dice
Sabena--. Si nos mantenemos juntos vamos a vencer.
Borges comienza a raspar el suelo de cemento del patio con la zapatilla, lo
que quiere decir que se está empezando a enojar. Así raspaba el suelo del
patio cuando comenzamos a llamarle Borges.
-- Yo voté. Y ahora quiero saber cuál fue el resultado en mi pabellón. Si me
lo quieren decir, me lo dicen. Y si no quieren, no me lo dicen. Y santo
remedio.
Lobatón le da una palmada a Borges, a quien acaba de conocer.
-- El chiquito tiene razón.
¿El chiquito? Borges raspa el suelo cada vez con más furia.
-- Si votó --sigue Lobatón-- tiene derecho a saber cómo salió el escrutinio.
Lobatón consulta con la mirada primero a Sabena y después a Gonzalito.
De donde deduzco que Sabena es el número uno, Lobatón el número dos y
Gonzalito el número tres.
-- En este pabellón, hubo sólo once votos en contra. Y en el total de la
cárcel, ochenta y seis.
Es una información fragmentaria, ambigua y probablemente engañosa,
pero Borges tampoco tiene demasiado interés en seguir raspando el piso de
cemento por secula seculorum.
-- ¿Sobre cuántos votantes?
-- Votó a favor más del sesenta y tres por ciento --informa Gonzalito.
-- ¿Hubo abstenciones?
Vuelve a tomar la palabra Lobatón.
-- Sí, claro. Pero el número es irrelevante.
Las preguntas de Borges son como puñales en la ardiente militancia de
Sabena, que no soporta dudas de ninguna clase.
-- Tengo entendido que vos votaste a favor de la huelga...
-- Sí --responde Borges.
-- Eso está muy bien --lo felicita Sabena, con un tono de voz que no suena
en absoluto a felicitación--. Era el primer paso imprescindible, que ya ha sido
dado. Pero ahora empieza lo más difícil, porque cualquier debilidad será
utilizada por el enemigo para quebrarnos. En el momento de la votación era
muy importante que cada cual pusiera el énfasis en una buena información y
un buen análisis. Pero una vez tomada la decisión (es decir: ahora), toda
vacilación puede ser una forma de traición...
Gonzalito se pasa la mano por el jopo rubio y decide intervenir.
-- Sabena tiene razón, pero eso no es aplicable a Borges --y le da una
palmada en la espalda, en el mismo lugar que la de Lobatón-- porque Borges
es de fierro.
Nada hay en este mundo que tenga menos aspecto ferroso que Borges,
de manera que la afirmación de Gonzalito suena falsa de toda falsedad y
entonces todos nos sentimos cohibidos e incómodos. (Esta es mi familia,
pero en una familia se hablan muchos dialectos distintos. Y en el de
Gonzalito, desde que se encontró con Lobatón y Sabena, se va acentuando
cada día un poco más el matiz ideológico y magistral).
Me alejo del grupo y lo cazo al Curita en una de sus vueltas solitarias.
-- ¿Qué opinás de Espartaco?

72
-- ¿En general o en particular?
El Curita es muy preciso, pero a veces se pasa de preciso. Lo lee en mi
cara.
-- Pregunto si en general o en particular porque lo general tiene que ver con
la Dignidad, la Historia y la Revolución, pero lo particular tiene que ver con
Sabena.
-- ¿Qué pasa con Sabena?
El Curita detiene su marcha, que es tan suave y leve como toda su
persona, y me mira con seriedad.
-- Sabena está loco.
¿Sabena loco? ¿Y nosotros iremos a una huelga de hambre, dentro de una
cárcel de exterminio, conducidos por un loco?
-- Sabena es un hombre de una sola idea --añade--. Y esa idea es la Justicia.
-- ¿Piñón fijo?
El Curita se ríe.
-- Sí, eso: Sabena es de piñón fijo.
El Curita se va a orinar --lo hará muy suavemente, tan sua-
veemente que parecerá que más bien está reflexionando con la bragueta
abierta y la cosita en la mano-- y yo me uno a Miami, que da vueltas al patio
con paso elástico (Miami leyó en algún lado que media hora de paso elástico
cubre las necesidades gimnásticas diarias de un hombre medio, de modo
que utiliza la mitad de cada recreo para esa labor higiénica). Si uno quiere
hablar con él tiene que acompañarlo en su casi carrera. Es como hablar con
un bersagliero. Decido utilizar una vía indirecta.
-- ¿Qué pensás de Lobatón?
-- Es peronista.
Miami descree de los peronistas. Como buen maestro vocacional, tiene una
vena sarmientina que lo pone en guardia frente a toda forma de demagogia,
y Miami cree que el peronismo está hecho enteramente de demagogia.
-- Sí --le contesto--, Lobatón es peronista. Igual que más de la mitad de la
gente de todo este país.
Miami me mira con conmiseración.
-- Sí. Los chinos también.
-- ¿También qué?
-- Son muchos. Pero yo no soy chino.
En algo se parecen, de todos modos, Lobatón/Sabena/Gonzalito y Miami:
los números no les dan ni frío ni calor. Me parece que sólo Borges y yo, en
todo este submundo, creemos en la democracia 4

4
El Curita, cuando Espartaco ya había pasado y era sólo un recuerdo, me dirá que mi creencia en la democracia
no es una forma de respeto a los demás sino una forma de la indiferencia.
-- Sabena quiere cambiar al mundo porque está convencido de que así todos seremos felices. Vos, en cambio,
desconfías de la felicidad. Y entonces preferís que la gente vote en vez de matarse.
-- O sea que tampoco yo creo en la democracia.
-- La democracia es nada más que una forma, sensata, del escepticismo.
-- O sea...
-- Que vos querés que te dejen tomar el café tranquilo...

73
-- ¿Y Sabena? --le pregunto a Miami--.
-- Sabena es un buen tipo. Pero tiene un fuego que lo va quemando por
dentro (y Miami hace un gesto envolvente con la mano, imitando una
antorcha interior).
Me acuerdo entonces del asunto de Gonzalito y las conchas.
-- ¿Dirías que Sabena es una especie de Herodes?
-- ¿Herodes?
-- El gordo ese que para matar a Jesús mandó matar a todos los chicos de la
edad de Jesús.
Miami decide poner fin a su jornada gimnástica y se apoya contra el
alambrado que da a la cancha de fútbol, donde un gorrión escarba en la
tierra buscando gusanos. A los gorriones los trajo Sarmiento de Francia. Los
argentinos tenemos todo francés, hasta los gorriones.
-- ¿Y qué cazzo tiene que ver Herodes con Sabena?
Miami ya se ha aburrido del tema. Es de los que votó a favor de la huelga
sin dudarlo, y prefiere no darle vueltas al asunto.
-- Hay algo que no te conté de mi primo. Cuando éramos pibes, él quería
estudiar Medicina para ir luego al Africa de voluntario, a curar negritos
empestados...
-- Como Alfred Schweitzer...
-- Sí, como Alfred Schweitzer. Y miralo ahora: de joda en Miami mientras yo,
aquí, tengo que escuchar tus gansadas sobre Herodes y Sabena...
Junto con la grosería de Miami termina el recreo. Formamos fila y
esperamos que Ceño Fruncido o el Rengo nos palpen de a dos en dos y luego
nos conduzcan a las celdas. Pura rutina. Pero cuando llegamos a las celdas
las hallamos patas arriba, con todo revuelto, mezclado, pisoteado, tirado al
suelo, cambiado de lugar. Es la prolija obra de la Requisa, una de las bestias
negras de las cárceles, que tiene por misión recordarnos que somos
cucarachas y que las cucarachas viven vidas que son una pura contingencia,
sin privacidad y sin seguridad.
Entro a mi celda (porque esta celda es mía) y me siento sobre las ruinas,
con esas mismas ganas rabiosas de llorar que se tienen de niño, cuando los
mayores nos tratan con desprecio. Se abre el pasaplatos. Es el Rengo.
-- ¿Qué espera para arreglarlo todo?
Miro la cara del Rengo, que es una cara de póker que día a día va virando
muy lentamente hacia las primeras señales de la
crueldad (igual que le ocurrió a Monterito), enmarcada por el pasaplatos
como si se tratase de un retrato de familia. Lo miro y no le contesto, porque
tengo miedo de que la voz me traicione y me salga medio lloriqueante. Uno
no será un santo laico, como Sabena, pero tampoco se trata de mostrar la
hilacha.
¿No me ha oído?
Tampoco esta vez le contesto y --error-- tampoco me pongo de pie.
El Rengo espera otros diez segundos enteros, lo que habla bastante bien
de él. En el otro pabellón, Picabea no hubiese esperado ni la cuarta parte.

74
-- De acuerdo. Prepare el mono.
Y eso quiere decir chancho.
Extiendo una manta sobre la losa de la cama y coloco en el centro el
colchón enrollado. Sobre el colchón, las dos sábanas de lona, la otra manta,
los dos calzoncillos, una camiseta, los dos pares de medias, un pañuelo, la
camisa para las Visitas, el jarro y el plato de lata, la cuchara y el tenedor de
palo, otro pañuelo, el block de las cartas, cuatro estampillas (que me
robarán en el depósito donde dejaré mi atado mientras esté en la celda de
castigo), el calentador, el bidón con querosén, el mate y la bombilla, medio
paquete de yerba y un paquete de azúcar, que también me robarán. Queda
un poco de queso y otro poco de pan que decido comer allí mismo, aunque
mi estómago sea de piedra por la angustia, porque es bueno afrontar la
prueba con todas las calorías posibles y porque será una manera de quitarle
botín a la rapiña. Hago cuatro grandes nudos y la suma de todas mis
pertenencias queda encerrada en el atado, que reposa en el centro de la
celda desnuda.
Me llevarán primero al depósito, donde dejaré mis posesiones, y luego al
pabellón de castigo. Me golpearán brutalmente pero sin entusiasmo, porque
es pura rutina y no quieren conseguir nada en especial con esos golpes, sólo
golpearme, y luego me harán pasar por una ducha de agua helada, primer
paso de la larga marcha hacia la neumonía. Después me darán un pantalón y
una camisa de verano y me meterán en un agujero negro y húmedo donde
primero intentaré luchar contra el frío saltando y corriendo, hasta
comprender que si sigo por ese camino no habrá luego comida en el mundo
que pueda calmar mi hambre ni reponer las energías perdidas. Así que opto
por sentarme y adoptar una posición de esfera hasta lograr que todos los
puntos exteriores de mi cuerpo se vayan cubriendo de una especie de
escamas térmicas que me protejan del frío, aunque sea a costa de perder la
sensación de que esas partes del cuerpo me pertenecen, lo que no es en
absoluto algo desagradable sino todo lo contrario. Si uno pudiese reducirse a
ser corazón y cerebro, y que todo lo demás fuese capa aislante, sería
perfecto. Cual corderito sepultado por la nieve, en el mismo centro de la
celda de castigo se eleva el hilito de vapor de mi propio aliento. Así, siete
días.

***
5
El retorno a la luz es doblemente estelar, porque nadie es más popular en
un patio de cárcel que el que acaba de volver de los calabozos de castigo. Un
estrellato no muy largo ni muy rutilante, pero durante algunos minutos se es
una especie de Cid Campeador más Neil Armstrong, y eso, para alguien que
acaba de regresar de las catacumbas, no está nada mal.
Mi caminata en torno al mingitorio, cual torero en triunfo, recoge señales
de cariño, guiños de complicidad y docenas de sonrisas solidarias que están
queriendo decir que se alegran de volver a verme y que se alegran de volver

5
En términos emocionales, la distancia entre el chancho y el regreso a la celda es casi idéntica a la distancia
entre la celda y la libertad.

75
a verme con buena salud. Miami me hace su seña predilecta y yo prefiero
suponer que no se está refiriendo a su primo, ni a la suma de Coca y Cuqui,
sino a esta gran victoria que he obtenido con el simple ejercicio de mi ins-
tinto de conservación.
Durante un tiempo yo soy el proveedor de noticias:
-- ¿Qué te pusieron en el parte?
-- ¿Qué guardia estaba en el chancho?
-- ¿Te visitó el médico? (Costa).
-- ¿Todavía ponen en marcha el circulador de aire? (y el que me lo pregunta
tiembla al preguntármelo, porque con el circulador funcionando ni el sistema
de la pelota humana hubiese servido para nada).
-- ¿Soñaste con tu vieja? (Rizzo).
-- ¿A qué hora te retiraban el colchón?
Con la suma de todos estos datos cada uno actualiza su imagen del
chancho, construída con sus particulares terrores y aversiones, y lo va
pintando con los colores con que yo se lo voy pintando.
Pero después --justo en el momento en que se me acaba el estrellato-- es
mi turno de preguntar, porque sólo faltan tres días para Espartaco. Y como
yo soy alguien que cree en los especialistas, elijo a Gonzalito.
-- ¿Qué hay de Espartaco?
-- El 7 a las 7 --me dice Gonzalito, que cree que yo fui al chancho antes de
que se difundiera la consigna.
-- Ya lo sé. Lo que pregunto es si todo sigue igual.
-- Claro --dice Gonzalito--. ¿Por qué? ¿Escuchaste alguna cosa en el
chancho?
La alusión de Gonzalito me conduce de regreso al chancho y entonces
constato que durante la reciente agonía no pensé ni una sola vez en
Espartaco, quizás porque yo necesitaba pensamientos térmicos y Espartaco,
con su promesa de no comida, significa en cierto modo todo lo contrario
(Sabena, en cambio, hubiera hallado en Espartaco el eje y la razón de su
resistencia).
-- No --le contesto a Gonzalito--. En el chancho no oí hablar de Espartaco ni
de ninguna otra cosa.
Sólo entonces Gonzalito me mira a fondo y advierte las íntimas señales del
vía crucis. Y aunque está prohibido que me ponga una mano en el hombro
(porque si lo ven significa chancho automático, y el chancho, a estas alturas
de Espartaco, supondría para él casi una traición) me pone una mano en el
hombro:
-- ¿Fue duro?
La inesperada terneza de Gonzalito me desarma y me emociona pero debo
disimular, porque ¿cuándo se ha visto aflojar al Cid Campeador?
-- Cosí cosá.
Gonzalito sigue caminando a mi lado, pero ahora con las manos a la
espalda, como mandan el reglamento y la prudencia pre-Espartaco.
-- Está todo listo. Dentro de tres días empieza el baile.
Dicho por Sabena, este mismo anuncio hubiera sonado jubiloso
(dramáticamente jubiloso, pero jubiloso). No hay ningún júbilo, sin embargo,

76
en el tono ni en el gesto de Gonzalito. Ahora que lo miro más de cerca, hasta
diría que no se ha peinado.
-- No parece que tengas muy claro el panorama --le digo.
Por única respuesta, Gonzalito se alza de hombros.
Me digo que es una mala cosa empezar una huelga con semejantes
auspicios. Me lo estoy diciendo cuando Gonzalito se desvía hacia el
mingitorio y se pone a la cola de los que están esperando. Sin cambiar de
ritmo, me acoplo a Abel y El Curita, que caminan sonriendo (o sea que no
están hablando de Espartaco).
-- Butterfly --dice El Curita--. ¿Y en portugués?
-- No sé --dice Del Fabbro.
-- Borboruta.
Y El Curita se queda mirándolo a Abel con una media sonrisa de lo más
placentera que pueda imaginarse.
Abel me da entrada en la conversación.
-- Raúl dice que lo que es bello...
-- Lindo --corrige Raúl, que abomina del énfasis.
--... que todo lo que es lindo también tiene un lindo nombre.
No entiendo nada y mi cara pone cara de no entender nada.
-- Y dice que todo lo que es lindo tiene un lindo nombre en todos los
idiomas. Y pone el ejemplo de mariposa.
-- Butterfly --digo yo.
-- Sí, en inglés. Y en francés, papillon.
-- Es lindo --concedo--.
-- Y en portugués, es borboruta. Y en italiano, farfalla.
-- También es lindo.
-- Y en catalán --dice El Curita-- papallona. Y en español, mariposa. Y ya no
sé más idiomas.
Hemos dado una vuelta entera y estamos otra vez frente a la entrada del
mingitorio. El Alemán sacude, guarda y empieza a abrocharse la bragueta
justo en el momento que pasamos frente a él.
-- Alemán: ¿cómo se dice mariposa en alemán?
El Alemán detiene su tarea en el último botón y pone un gesto de intentar
pescar un recuerdo que está depositado en el remotísimo fondo del
proceloso mar de su memoria.
-- ¿Mariposa? Se dice Schmetterling.
-- ¿Cómo?
-- Schmetterling --repite el Alemán-- y suena igual de áspero que la primera
vez.
Abel y yo miramos al Curita con gesto de burla.
Y entonces El Curita, como Gonzalito antes, se alza de hombros.

***

Espartaco ya ha tenido una falla estratégica, y los que somos


supersticiosos tendemos a pensar que lo que mal empieza mal acaba. Pero
preferimos no decir nada, porque ya es bastante pesadumbre la de estar

77
preparando una huelga en la cárcel como para que además nos demos el
lujo de andar saboteando nuestros propios proyectos.
Como diría Almafuerte,

No te des por vencido ni aun vencido,


no te sientas esclavo ni aun esclavo,
trémulo de pavor piénsate bravo
y arremete feroz, ya mal herido.

Le voy a enseñar el poemita a Sabena, que es el natural destinatario de


estas optimisterías. Y es seguro que lo que más le va a gustar es el final:

Sé como Dios, que nunca llora


o como Lucifer, que nunca reza,
o como el robledal, cuya grandeza
necesita del agua y no la implora.
¡Qué muerda y vocifere, vengadora,
ya rodando por el polvo, tu cabeza!

La falla estratégica de Espartaco tiene que ver con la llegada de la


Comisión de Derechos Humanos de la OEA, que se esperaba para mediados
de mes y que ha llegado ayer, cuando todavía no hemos empezado la
huelga. De modo que Espartaco ha perdido su mejor caja de resonancia y, al
mismo tiempo, ya no podremos contar con la Comisión de la OEA a la hora
de las negociaciones: estamos solitos ante las malas bestias del penal, que
para colmo de desgracias ya han olido lo que se viene y deben estar
preparando abundantes fórmulas de represión y castigo.
Gonzalito está preocupado (desde hace un semana, me dicen, Gonzalito
sólo está preocupado, al punto de que ha empezado a descuidar su aliño in-
dumentario) porque sabe que ya se ha pasado el punto de retorno y con OEA
o sin OEA hay que ir a la huelga, si es que vamos a ir a la huelga, porque
una orden de suspensión sería definitiva. Ni Sabena, con su infinita paciencia
militante, tendría la voluntad necesaria para volver a tejer los innumerables
hilos (desconfiados hilos Costa, indiferentes hilos Lunadei, irresponsables
hilos Rizzo, burlones hilos Abel, gomaespumescos hilos yo) de la infinita
trama. Ahora o nunca.
La Comisión de la OEA hizo una visita a dos de los pabellones, probó la
comida de ese día --suculentos churrascos con un puré que no tenía un solo
grumo--, recibió a una docena de presos especialmente destacados
(intelectuales, profesionales, algún que otro político de partido centrista) y
se fue por la noche, con un buen mazo de denuncias en su portafolio de
cuero.
Entre los convocados por la Comisión de la OEA estuvo El Curita, por su
doble condición de sacerdote y de hijo de juez prestigioso. El oficial que le
llevó a la reunión a través de los largos pasillos de la cárcel, le advirtió:
-- Ojo con lo que dice. No olvide que ellos se irán y usted no.

78
El Curita miró al oficial a los ojos (aprovechando este día único en el que
se podía mirar a los oficiales a los ojos), y eligió el camino del medio:
-- La comida de hoy fue excelente.
Fue entonces el turno del oficial de mirar al Curita a los ojos (aunque los
oficiales podían mirarnos a los ojos cuando se les antojase, y en ese sentido
este no era un día especial para ellos) porque quería averiguar si este Curita
era un quebrado, un imbécil o un hábil tomador de pelo de oficial. Pero como
no sacó nada en limpio se limitó a seguir caminando detrás del Curita, que
en tanto aprovechaba la licencia de no llevar la cabeza baja y se daba el -
gusto de ir mirándolo todo: la cocina, ya cerrada, en la que los presos comu-
nes estaban reuniendo la basura en unos grandes cilindros que se parecían
como una gota de agua a otra gota de agua a aquellos otros en los que nos
servían la comida; los patios silenciosos y oscuros sobre los que se abrían los
mínimos rectángulos amarillentos de las ventanas; el gran volumen del
edificio de la Ropería, también en sombras, del que se desprendía un aroma
a mantas y ropas guardadas en estanterías. El Curita se detenía al llegar a
cada reja y esperaba que el oficial se adelantase a abrirla con la gran llave
que llevaba en la mano. Luego reemprendían la marcha con El Curita
adelante y el oficial atrás, en una fila india de sólo dos indios.
A medida que avanzaban hacia el lugar de la reunión --el despacho del
director-- otros presos/arroyos iban afluyendo al cauce madre provenientes
de sus respectivas catacumbas, cada uno provisto de su correspondiente
oficial acompañante, como si se tratase de doncellas que no debiesen asistir
solas a una reunión social en un lugar un poco apartado. Y al llegar al edificio
que albergaba el despacho del director, los oficiales hacían entrega de su
respectivas doncellas a un oficial de mayor jerarquía que aguardaba en la
antesala, y se retiraban luego hacia las tinieblas exteriores, igual que
choferes que deben esperar a que termine la fiesta.
El director aguardó, con gesto crispado --que presagiaba un tormentoso
day after-- a que llegase el último de los presos convocados y luego se fue,
haciendo donación de ese mismo despacho en el que se habían tomado
decisiones de horror y de muerte, para que se celebrase en él una una
extraña ceremonia de signo contrario. Pero aunque todos los presos
advirtieron inmediatamente la contradicción, a ninguno le pasó por la mente
que aquello pudiese ser la metáfora de algún tipo de victoria, ni siquiera
fugaz.
El presidente de la comisión, un chileno con un rostro que ahora reflejaba
pesar y consternación, porque acababa de descender a los infiernos, pero
que tenía toda la apariencia de florecer fácilmente en sonrisas en condiciones
más normales, dio seguridades acerca de que nadie más que la Comisión
tomaría conocimiento de las denuncias que allí se formularan, y luego invitó
a los presos a sentarse en torno a la gran mesa de reuniones (cuya madera
estaba castigada en varios lugares por algunas quemaduras que todos
prefirieron atribuir a colillas mal apagadas), donde había papel en blanco y
bolígrafos.
Al principio los presos enfrentaron con incomodidad este extraño examen
en el que el premio era improbable y remoto mientras que el castigo era
cercano y letal. Pero como en todos ellos sus hábitos de presos eran más

79
recientes y estaban menos cristalizados que el hábito de la escritura,
acabaron por embarcarse en la tarea con un cierto entusiasmo que terminó
desembocando en una forma de placer bastante parecida a la que Miami
experimentaba en sus reprensiones epistolares al primo insolidario.
Cada uno de los presos escritores se fue reencontrando con modos que él
había creído perdidos pero que sólo habían estado sentados en un rincón y
esperando: el abogado llenó su papel de "vistos" y "considerandos", El Curita
se esforzó en hacer buena letra, tal como había aprendido en el seminario
con aquel profesor de Caligrafía que estaba convencido de que la buena letra
le es grata a Dios, el político dio prioridad al argumento social y Ottolía, que
había sido uno de los convocados, concedió una página a la fundamentación
de su caso y cuatro a un informe que tituló "de las pérdidas de agua
provocadas por el mal estado de las cisternas", en el que llegaba a la
conclusión de que en ese penal se gastaba, sin provecho alguno, una
cantidad de agua igual a toda la que necesitaba una ciudad de treinta mil
habitantes en un clima templado.
Sólo la falta de barbas entre los copistas y el traje de dacrón del presiden-
te hacían imposible la ilusión de que aquello era un monasterio medieval.
Nadie fumaba, nadie hablaba, apenas si había otro ruido que el de la
escritura y el de las respiraciones. A veces alguna de esas respiraciones se
volvía repentinamente entrecortada o acezante, porque era la música de
fondo adecuada para lo que se estaba narrando. Otras veces alguien dejaba
su bolígrafo sobre el papel y se mesaba los cabellos o se pasaba los dedos
por los ojos, para apartar por unos momentos las imágenes terribles que
habían estado danzando dentro del rectángulo de papel blanco. Porque todo
tiene un límite.
Fueron terminando de a uno en uno, empezando por los que tenían menos
que contar o que menos querían recordar, y acabando por los más
meticulosos o los más lerdos. El abogado, que era las dos cosas, fue el
último que dobló las hojas y las entregó al chileno, que durante todo ese
tiempo había expresado su solidaridad con un silencio exquisito.
Por fin, igual que en un velorio, cada cual estrechó la mano del chileno,
que los miraba como si fuesen los últimos ejemplares de una especie en vías
de extinción, y retornó al cuidado de su oficial respectivo, que con cara de
sueño buscó el camino de regreso hasta dar con el pabellón y la celda
correspondiente a cada cual, poniendo de este modo punto final al trabajo de
aquella noche atípica que ni ellos ni nosotros sabíamos clasificar, porque en
realidad no correspondía a este mundo sino a otro y entonces era imposible
meterlo en ningún casillero. Esperamos que se cerrase la Reja y luego:
-- ¿Qué pasó? --Era Costa, que preguntaba con su famoso modo de musitar
en voz alta.
-- Todo bien --respondió El Curita--. Mañana, en el recreo, hablamos.
-- ¿Pero qué pasó? --La curiosidad de Costa era infinitamente más poderosa
que su cautela.
-- Escribimos todo y se lo entregamos a la OEA. No hay problemas.
Otro silencio.
-- ¿Denunciaron lo de los medicamentos?

80
Pero El Curita no necesitó contestar, porque Sabena le dijo a Costa que no
fuera tan imprudente y Costa se calló, porque después de todo él saldría al
recreo en el mismo grupo que El Curita, así que todo era cuestión de esperar
unas cuantas horas. Y como suele decir Lunadei ¿qué le hace una raya más
al tigre?
Pero Costa --y El Curita, y Sabena, y todos-- se equivocó olímpicamente,
puesto que las represalias comenzaron ese mismo día, bajo la forma de una
suspensión total de recreos. Nos enteramos por medio de Cambí, a la hora
de repartir la leche, cuando comentó a Lobatón, que ocupaba la primera de
las celdas contando desde la reja, que había suspensión absoluta de recreos
para toda la cárcel.
-- Empezó el Plan Craso --dijo Miami.
-- ¿Qué estás diciendo, Miami? ¿Te volviste loco?
-- Marco Licinio Craso, asnos --prosiguió el maestro Miami-- fue el general
que derrotó a Espartaco en Apulia.
Sobre el ámbito del pabellón se hizo un silencio de piedra, mientras todos
maldecíamos al ignoto general romano que se había muerto hace mil
novecientos años, año más año menos, tras revolcar en el polvo de la
Historia a nuestro querido Espartaco.

***

Siempre supe --porque yo soy un vocacional quemador de naves-- lo que


sintió Hernán Cortés cuando quemó sus naves. Pero ahora sé también qué
sintieron los que iban con Hernán Cortés cuando se enteraron de que su
capitán había ordenado quemar las naves. Es una sensación desagradable;
está hecha, a partes iguales, de impotencia, desesperación y desasosiego.
Afortunadamente, luego, en algún momento, llega la gran alcahueta,
Resignación, y uno acaba hasta olvidándose del olor a madera quemada.
De modo que la huelga de hambre no empezará hasta mañana, pero la
suspensión de los recreos ya rige desde hoy, y esa decisión nos hace daño
porque le quita gloria a nuestra resistencia al tiempo que nos despoja de la
iniciativa. Y para colmo, la Comisión de la OEA ya estará volando rumbo a
Washington (porque Afuera hay aviones, y azafatas en esos aviones, y
cervezas en las bandejas que llevan las azafatas, y lugares que se llaman
Washington) y nosotros, en cambio, ahora sólo somos un mazo de hojas en
el portafolios del chileno 6 .

Por suerte, aún no han suspendido los mandados --pero no hay que
hacerse ilusiones: será la primera represalia, más allá de toda duda, cuando

6
Don Quijote siempre advertía a Sancho que "de desagradecidos está lleno el infierno", así que evitaremos ese
riesgo diciendo que la Comisión de la OEA se portó bien y fue todo lo solidaria que una Comisión de la OEA podía
serlo con las cucarachas de las sierraschicas de estos mundos. Y hay pruebas de que aquellas denuncias, incluída la
de Ottolía, llegaron a destino y aún hoy reposan en los archivos de la organización, para prez y ejemplo de genera-
ciones futuras.

81
empiece Espartaco-- y entonces la incomunicación es más soportable. En los
mandados de la tarde me llegan:
-- Un problema de ajedrez de mate en dos, que me manda Borges.
-- Una foto de Teté Coustarot en bikini marca Lycra, mirando a la cámara
con cara de turrita argentina, que me envía Rizzo (con un comentario escrito
a lápiz, que dice: "y pensar que ésta debe ser madre de alguien").
-- Un poco de yerba, envuelta en una hoja de diario, que me manda
Lobatón.
-- Tres cigarrillos armados a mano, envío de Gonzalito, en uno de los cuales
se me recuerda que el sábado debo pedir médico a la hora del desayuno
(hemos resuelto que el mejor modo de romper la incomunicación, que será
nuestro mayor enemigo, consiste en aprovechar todos los medios "legales"
para salir de la celda).
-- Un dibujo de Abel, que representa a un cerdo muerto, de cuya boca se
escapa un hilo de sangre. En el cuerpo del cerdo se lee: "París". (¿Qué
quiere decir Abel? ¿Que nos matarán como a cerdos y nunca iremos a París?
¿Que los parisinos son chanchos burgueses?).
A mi vez, he enviado mandados a alguna gente:
-- Una aguja a Gonzalito, que al parecer ha gastado la suya.
-- Mis dos últimas aspirinas a Costa (después me enteraré que no tienen
como destino el dolor de cabeza que yo le suponía sino que las cortará en
pedacitos y las diluirá en el agua que utiliza para regar una matita que ha
crecido junto a su inodoro).
-- A Abel, la página de los Evangelios en la que se cuenta la segunda apari-
ción de Cristo a los apóstoles, cuando éstos pescan en el Mar de Galilea. El
evangelista narra que Jesús, mientras aguardaba el regreso de la barca,
encendió una hoguera sobre la misma arena de la playa y puso sobre las
brasas un pequeño pez para que se asara. Yo le había dicho a Abel que
aquella escena (Jesús en cuclillas casi sobre la línea del agua, y a su lado el
pez asándose sobre las brasas) era de una belleza indescriptible. Los
evangelios son muy populares en la cárcel, por su triple virtud de ser la
única lectura permitida durante las épocas en que había veda absoluta,
porque es fácil encontrar allí argumentos favorables a nuestro desesperado
caso, y porque es un libro con muchas páginas, y en una celda el papel
siempre se agradece (y si era una de esas ediciones en papel de arroz,
además servía para armar unos cigarrillos estupendos). 7
-- A Miami, una foto de Miami que había arrancado de una revista, en las
que se veía a un tipo con anteojos ahumados paseando por un malecón,
entre los cocoteros, con dos rubias de un millón de dólares.
Apenas terminaron los mandados, llegó la cena, la última cena, porque a
partir de ella sólo estábamos autorizados a beber agua, prescindiendo de
toda otra vianda o pitanza. O sea que nos supo a gloria, aunque estaba

7
Una Biblia, en un páramo sin libros, es siempre una joya. Aunque fuese una edición tan desalentadora como
la que me había tocado. Por ejemplo, en el pasaje del Sermón de la Montaña en el que Jesús advierte que es más
fácil que un camello pase por el ojo de una aguja y no que un rico entre en el Paraíso, el anotador paulista
comentaba a pié de página: "Obsérvese que Jesús no habla de imposibilidad sino sólo de extrema dificultad".

82
fabricada con la misma basura de todos los días. Pero así es el alma humana
(y también la de Dios, se supone, puesto que nos hizo a Su imagen y se-
mejanza).
La post-cena fue especialmente silenciosa, como ocurre con las vísperas de
los grandes acontecimientos. Las únicas excepciones eran el silbido de
Lunadei --que siempre silba cuando termina la limpieza nocturna de la celda
con el repaso de la taza del inodoro-- y las gárgaras de Rizzo, que tenía una
educación higiénica espantosa. Luego, cuando apagasen la luz, se escucharía
el ronco tambor de los saltos de Rado, un evangelista pro-chino del que no
he hablado en detalle, ni hablaré, porque es una metáfora demasiado brutal
de todo lo que nos estaba pasando. Lunadei decía, y eso nos espantaba, que
del mismo modo que nosotros veíamos a Rado, así nos veían los demás (los
de Afuera) a nosotros. Sólo diré de Rado que en una ocasión utilizó toda la
miga de los deseados panes sobrantes del desayuno para modelar en
grandes letras la leyenda "Dios te ama", que colocó frente a la Reja de
entrada, para elevación espiritual de nuestros cancerberos. Verdaderamente
era para preocuparse ésto de estar preso junto a Rado, puesto que no podía
significar sino que nos parecíamos en algo, por pequeño que fuese ese algo.
Dentro de unos minutos apagarán la luz y la cárcel desaparecerá, excepto
en nuestra memoria. Pero ninguno de nosotros será tan estúpido que vaya a
utilizar tesoro tan preciado como la memoria para evocar una cosa tan
siniestra, de modo que la cárcel desaparecerá irremisiblemente, incluso de
nuestras memorias, dándole razón al obispo Berkeley y a su teoría acerca de
la irrealidad del mundo exterior. Dentro de unos minutos todas las luces se
apagarán (la celda es un lugar donde no hay picaportes ni interruptores de la
luz, artilugios reservados a los hombres libres) y con la música de fondo de
los saltos de Rado (y los gemidos de sus abdominales, que a veces se nos
cuelan en los sueños y nos vuelven locos) cada cual irá tejiendo la red de su
propia fuga. Me apresuro, entonces, a lavar mis castigados dientes (de prisa,
porque lavarse los dientes en la total oscuridad es humillante y difícil). Al pa-
sar el cepillo por las muelas de arriba me sorprende la novedad de un
pinchazo que no puede suponer nada bueno, dadas las circunstancias.
Mañana, con la primera luz del día, tendré que inspeccionar atentamente mi
repugnante boca de preso, con el mismo método escudriñador con que
Ottolía revisa las cerraduras.
Me duermo preocupado y sueño con la abuela, que me dice: "Todo lo que
tú necesitas es un buen pedazo de tortilla". Y mi estómago, que no puede
ver a mi abuela, porque es sólo un estómago, recibe de todos modos las ór-
denes que le envía el órgano con el que vemos durante el sueño, y como se
trata de un estómago obediente, de inmediato se pone a segregar los jugos
del caso, igual que si se tratase de una tortilla de verdad.

***

¡Arribaaaaaaa!
Puesto que la mala bestia dijo "arriba", la mala bestia es el Polaco, ya que
si se tratase del Rengo el grito no hubiese sido "arribaaaaa" sino
"levantaaaarsé" (seco y corto, y con acento en la última e). Ceño Fruncido,

83
en cambio, es heteróclito: unas veces grita "arriba" y otras veces
"levantarse", pero siempre acompañado de un "todo el mundo" (arriba todo
el mundo/levantarse todo el mundo) de donde se podría deducir, si Ceño
Fruncido estuviese hecho de tal modo que pudiesen deducirse líneas lógicas
de su conducta, que para él no hay otro mundo fuera de estos muros grises
donde mi alma se deshace como el agua en el agua, abuelita.
-- ¡Arribaaaaaaaaaa!
De modo que ya ha pasado la noche (la nuestra, la de los condenados,
porque Afuera seguirá durando, como Dios manda, hasta que el sol la
expulse, dentro de dos horas largas) y entonces otra vez (una vez más,
según Lunadei; una vez menos, según Borges) nos dedicamos a la labor de
plegar sábanas y esconder pelusas, mientras bostezamos, nos rascamos las
costillas y realizamos relampagueantes micro-camus, absolutamente todos
ellos vinculados a un pasado de maravilla en el que las camas las hacían las
madres, las hermanas y/o las esposas.
Pero yo soy la excepción entre todos los fabricantes de camus de esta
precisa madrugada, porque mi espantosa realidad no admite evasiones de
ningún tipo, puesto que al amparo del calor de la noche un flemón ha
anidado y crecido en el extremo izquierdo de mi maxilar superior.
Paso la lengua por el flemón y siento con horror la tensión de la piel que lo
recubre, tirante como el parche de un tambor. Me parece, además, que su
tamaño es descomunal. A medida que avance el día el flemón irá ganando
más y más espacio en mi boca y en mi obsesión, hasta llegar un momento
en que yo no seré más que un apéndice del flemón, una mera presencia
testimonial y adventicia que vive de él y a su sombra.
O sea que no podré esperar hasta el sábado, como habíamos planeado con
Gonzalito, para llamar al médico.
-- Gonzalito... --murmuro, y el flemón protesta con una puntada que me
obliga a llevar la palma de la mano izquierda hasta el costado enfermo de mi
cara, donde la dejaré durante el resto del día, como si se tratase de un bebé
al que hay que llevar siempre en brazos.
-- ¿Quién llama? --pregunta Gonzalito, que no ha podido reconocer mi voz
aflemonada.
Le digo que no podré esperar hasta el sábado para ir al médico, y le
explico la causa. Gonzalito sólo responde con un "entendido", sin agregados
de ninguna clase, lo que técnicamente significa un asentimiento, pero que
también puede significar su preocupación ante el surgimiento de un presagio
desfavorable.
De modo que cuando poco después pasa el Rengo por las celdas
apuntando a los que piden médico, yo le llamo la atención cantando mi
número.
Plac. Se abre el pasaplatos y aparece en el rectángulo, a contraluz, la cara
hirsuta del Rengo.
-- ¿Usted? --pregunta innecesariamente el Rengo--. ¿Qué quiere: médico o
dentista?
-- Dentista --le digo, con la mano puesta en el costado de la cara.
El Rengo se interesa.
-- ¿Flemón?

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Contesto que sí con un casi imperceptible movimiento de la cabeza, porque
acaba de empezar un latido en el centro del núcleo del flemón y ahora
cualquier gesto facial percute y repercute en él.
El Rengo cambia de género de mirada.
-- Yo tuve un flemón el año pasado. Fue espantoso.
El Rengo vuelve a mirarme, pero no ya al flemón sino a mis ojos (aunque
también mis ojos son peleles en manos del flemón).
-- Tiene que meterse antibióticos pronto --me dice el Rengo--. Si no, es
peor.
Yo lo miro al Rengo con cara de "los antibióticos son un tesoro oriental
escondido en un fabuloso cofre cuya llave tenés vos, cretino". Y el Rengo
comprende.
-- Voy a tratar de que lo atiendan hoy mismo.
Ya no somos el carcelero y el subversivo sino dos miembros de la Cofradía
del Flemón, porque no hay nada que una tanto como una miseria
compartida.
El Rengo se va con mi nombre en su lista y la media promesa de
interceder ante los dioses dispensadores de antibióticos. No acaba de
apagarse el ruido de la Reja que se abre para que salga el Rengo cuando
tienen que volver a abrirla para que pase Cambí.
-- ¡Cambí! --grita Cambí, con su grito de siempre. Pero hoy su leche no será
nuestra leche, puesto que a su blanco alimento le ha tocado el honor de ser
el símbolo de nuestra primera renuncia.
Afino los oídos todo lo que el flemón me permite para detectar las
novedades que indefectiblemente habrán de producirse en el pasillo, cuando
los compañeros, uno tras otro, vayan rechazando la leche. Pero esos sucesos
ocurren todavía muy lejos de mi celda (puesto que hoy empezaron el reparto
desde el fondo, junto a las duchas) y no hay modo por ahora de hacer el
mínimo balance de la situación.
-- ¿Cómo va todo? --pregunta Sabena desde mi izquierda. O sea que hasta
nuestro hombre más prudente y metódico ha sucumbido a la ansiedad.
-- Perfectamente --responde Costa, y todos nos quedamos preguntándonos
si Costa entendió la pregunta de Sabena o si el perfectamente tiene que ver
con su plantita de inodoro alimentada con mis aspirinas o alguna otra cosa
por el estilo.
De pronto el carro de Cambí se detiene y hay unos murmullos nerviosos
entre Ceño Fruncido, el Rengo y el Sargento de la Leche, que es el que
acompaña siempre a Cambí en su gira láctea. Los murmullos de
desorientación no pueden significar sino que ya han detectado la alteración
de la Rutina, que es lo más terrible que puede ocurrir en un lugar hecho
íntegramente de Rutina del mismo modo que una ciruela está hecha íntegra-
mente de ciruela.
Así que volvemos a encargar al oído que determine por sí mismo qué
ocurre en ese pasillo del que sólo nos separa el grosor de un muro y nuestra
condición de cucarachas sin picaporte. El oído va y lo intenta con su mejor
buena voluntad, pero no tiene más remedio que volver pidiendo disculpas,
porque no encuentra nada a qué agarrarse. El olfato, en cambio, tiene un
poco más de suerte: hay olor a picadura de tabaco negro (que es lo que se

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debe estar fumando Cambí sentado en el borde de su carro) y olor a mucha
leche, más que nunca, puesto que hoy la carga permanece intacta.
A los pocos minutos, sin embargo, vuelve a haber trabajo para el oído.
-- Tactac tactac tactac tactac
Han enviado al Rengo a pedir instrucciones ante este hecho nuevo para
ellos, que no son estrategas ni tácticos de ninguna clase, sino simples
escoltas de cambises.
-- Tactac tactac tactac tactac
Vuelve el Rengo y no vuelve solo: lo acompaña un oficial. Sé que es un
oficial porque habla con voz de táctico y de estratega.
El oficial se dirige al Rengo, pero lo hace en una voz lo bastante alta como
para que le escuchemos todos.
-- ¿De modo que se niegan a recibir la leche? Muy bien. Vuelva a empezar el
reparto desde el principio.
Oído nos dice que el carro de Cambí ha retornado a las duchas. Ahora hay
tanto silencio en el pabellón que podemos escuchar con nitidez lo que ocurre
a cincuenta metros de distancia.
El Sargento de la Leche abre el pasaplatos de la primera celda, que es la
de Miami.
Un silencio. Y luego:
-- ¿De modo que se niega a recibir la leche? --vocifera el estratega.
Lo que contesta Miami no se oye, porque ha contestado en voz baja o
porque se ha limitado a hacer un movimiento de cabeza.
-- Muy bien. Sargento: tómele el número.
Hago un camus del sargento escribiendo el número de Miami, que está en
una tarjetita en la puerta, sobre el pasaplatos. Si uno ha tenido más de cinco
sanciones en el año, la tarjetita es roja. Si hasta tres, amarilla. Y si ninguna
sanción, verde. La de Miami es amarilla, como casi todas las de pabellón.
Plac. Es el turno de Lobatón.
-- ¿Y su jarro?
Lobatón no responde.
-- ¿Se niega a recibir el desayuno?
Lobatón sigue mudo, aunque no es imposible que la palabra desayuno le
haya desencadenado un camus de dos segundos acerca del olor y el sabor
de un verdadero desayuno con pan recién sacado del horno y medialunas
tiernas, de esas que uno moja en el café con leche para que la medialuna se
beba el café con leche y así después uno se puede comer a la medialuna y al
café con leche que se bebió la medialuna.
-- Sargento: tómele el número.
No va a tener que esforzarse mucho el Sargento con su bolígrafo a medio
llenar y sin el taponcito de atrás, porque el número de Lobatón es el 222 (y
por eso algunos lo llaman Tres Patitos).
El carro de Cambí sigue avanzando celda a celda y la historia se repite una
y otra vez casi sin cambios, excepto que la voz del oficial va duplicando el
volumen tras cada nuevo preso, por la doble razón de que a cada preso está
más cerca de mi celda y porque grita un poco más después de cada
negativa. La escena se repite, calcada, con Abel, El Curita y Borges. Y
entonces es mi pasaplatos el que se abre.

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El oficial asoma la cabeza por la ventanilla y me vé en mi posición de mano
en la cara.
-- ¿Va a recibir la leche o no? ¿Qué le pasa en la cara?
El Rengo aparece por detrás del oficial y entre los dos llenan la totalidad del
pasaplatos.
-- Tiene un flemón --dice el Rengo, aprovechando para dárselas de guardián
informado.
El oficial me mira pensativo, tratando de imaginar mi flemón de preso.
-- No le apunte el nombre. Si no puede tomar la leche, que no la tome.
Cierran mi pasaplatos y se van a las celdas del Alemán, de Doria, de
Gonzalito, de Costa y de Sabena, hasta que llega un momento en que el
diálogo vuelve a ocurrir demasiado lejos y sólo puedo percibir un rumor
confuso. Pero al poco tiempo el carro de Cambí reemprende el viaje hacia la
Reja, atendiendo a los presos de la otra ala del pabellón (presos ignotos, de
los que sólo conocemos retazos de su voz o de su aspecto, porque jamás
salen al recreo con nosotros y tienen otro turno de Visitas) y entonces la voz
del oficial empieza a recuperar paulatinamente los mismos volúmenes que
hace un rato, pero ahora en sentido contrario, del mismo modo que cuando
se va la onda de una radio y luego vuelve.
Y es en ese momento (cuando todos estábamos instalados en la nueva
Rutina de no recibir la leche que había abolido la anterior Rutina de recibirla)
que ocurre la nueva ruptura de la Rutina, porque el preso que está frente a
mi celda (el lugar que en el otro pabellón ocupaba Abregú, y por eso yo lo he
bautizado Agubré) ha sacado su jarro por el pasaplatos, en gesto de
aceptación. Se oye entonces el cucharón de Cambí sumergiéndose en el
líquido (glub) y saliendo inmediatamente henchido de él para vertirse en el
jarro del traidor (bluac).
La voz del oficial cambia del tono amenazante al ejemplificador:
-- Al parecer, hay alguien que sabe lo que le conviene.
El silencio del pabellón es total.
-- Apunte, sargento: éste y el del flemón, exentos de castigo.
Un cuarto de hora después, el oficial se va.
***

O sea que soy una especie de desertor, puesto que me han embarcado en
el mismo barco que la única oveja negra del pabellón. Qué vergüenza.
El Alemán golpea nuestra medianera:
-- Lindo invento el del flemón, socio.
-- Tengo un flemón en serio --me defiendo--. Y además, no me dieron la
leche.
Gonzalito, en cambio, está más interesado en la otra excepción, (aunque
no le preocupe en forma directa, puesto que los del ala de enfrente no están
bajo su responsabilidad política).
-- Lobatón... --dice Gonzalito.
-- Sí...
-- ¿No olés a mierda?
Lobatón caza la alusión al vuelo.
-- Sí; viene de enfrente, ahí por el medio.

87
Debo estar poniéndome algo paranoico, porque siento que el "ahí por el
medio" que usó Lobatón quizás también me incluya.
-- Gonzalito...
-- ¿Qué?
-- Tengo un flemón en serio.
-- Ya sé, boludo.
Pero ni siquiera entonces se alivia mi culpa porque de todos modos sigo
siendo distinto, lo que es también un modo de ser culpable, por lo menos en
este lugar. Y me mortificarán las bromas que harán durante toda la mañana
Gonzalito, Lobatón, Sabena y Rizzo (aunque éste se agregue sólo por diver-
sión y no por método) acerca del mucho olor a mierda que hay en el
pabellón. Y resuelvo que a mediodía produciré una negativa evidente e
indubitable acerca de mi propósito de no recibir alimento alguno, para que
de ese modo mi solidaridad quede más allá de toda duda.

Sin mandados, sin recreo y con la panza vacía (porque junto con la leche
se entregan los panes para todo el día), las cinco horas que separan el
desayuno del almuerzo se hacen eternas. Afortunadamente, nuestra vida se
sigue rigiendo por la Rutina número 1 (la anterior a Espartaco) y eso nos
sirve para sacar la conclusión de que todo sigue igual, excepto que ya no
comemos. Pero eso es una mentira maldita puesto que la comida no es
importante sólo por ser comida sino porque en un lugar como este, sin
calendarios y sin estaciones, las horas fijas de nuestras tres ingurgitancias
diarias (la palabra es de Costa, que jura y perjura que es impecablemente
científica) eran tres monolitos de acero clavados en el centro exacto de
nuestras vidas planas.
Recurriendo, pues, a artimañas propias de la Rutina número 1, vuelvo a
sacar de su sobre la última carta de mi abuela, que ahora --por obra y gracia
de su muerte-- se ha transformado en una cosa distinta de cuando fue
enviada. Ahora las palabras, aunque son las mismas, significan nuevas
cosas, porque antes se referían a una anciana viva y ahora salen de la boca
de una anciana muerta. Y entonces el saludo de despedida, que cuando fue
escrito tenía el caracter de un mero rito epistolar, sin color de ninguna clase,
pinta ahora la celda con los colores de lo patético:

Cuando salgas de allí, muy pronto, nos vestiremos y nos iremos a pasear
por el Centro. Iremos al teatro, a ver alguna zarzuela, o una de esas obras
que te gustan a tí, con griegos y esopos. Y si lo deseas --decía la muerta--
nos comeremos una pizza en Las Cuartetas.

Mucho debe haberme querido esta andaluza, que aborrecía a la pizza casi
tanto como a la polenta, para proponerme semejante final de noche.
Pero no era sólo la voz de mi abuela lo que se había transmutado en esta
carta, puesto que también la letra de Nélida, antes sin rostro, acababa de
abandonar su papel de puro soporte técnico para convertirse en protagonista
de primera magnitud. Estudié su caligrafía, los cambios de dibujo de las
letras (era más apretada y tensa cuando la abuela me comunicaba gestiones

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y afectos, y se deshilachaba (se aburría) al tocar los chismes del barrio, que
Nélida debía conocer de antemano). Nélida hacía los puntos de las íes con
forma de redondelito, y todas sus mayúsculas se beneficiaban de unos or-
namentos especiales, como si fuesen ellas, las mayúsculas, las receptoras
naturales de las descargas de romanticismo que Nélida albergaba en su
blanco pecho. Centré mi estudio en el "querido nieto" del principio, pero allí
la mano de Nélida estaba aún fría y le había salido una Q que no le hacía
justicia. Para colmo, tampoco el bolígrafo le ayudaba en esos comienzos y la
tinta adelgazaba o engrosaba según se le antojase o no fluir, de modo que la
única emoción registrable en ese tramo era el fastidio de la copista por la
mala calidad de sus instrumentos. Pero en el "querido nieto" de la despedida
(que seguía a un párrafo entero de letras muertas de aburrimiento) el trazo
se erguía vital y orgulloso, y la cu mayúscula estaba tan recargada de lacitos
y arabescos que parecía que acabaría sucumbiendo bajo todo ese peso.
Hice un camus de mi encuentro Afuera con Nélida, después de la libertad.
Sería un domingo, que era el día que ella visitaba a Doña Amelia y el día que
le escribía las cartas a mi abuela. Escucharía el golpe de sus nudillos en la
puerta de casa y luego, al abrirla, me encontraría con su gran sonrisa
solidaria.
-- ¡Bienvenido!
Yo le doy las gracias y la invito a pasar. Nélida se disculpa, arguye
obligaciones pendientes con Doña Amelia y dice que además sería una mo-
lestia para mí, que seguramente tengo deseos de descansar. Acepta, al fin,
con la condición de que la visita será breve.
Nos sentamos en la cama --que es el único mueble del cuarto capaz de
admitir dos cuerpos juntos-- y yo bendigo al Cielo por la fortuna de que no
haya ninguna posibilidad de que mi abuela nos interrumpa.
-- Lo primero que quiero agradecerle es el trabajo que se tomó durante todo
este tiempo escribiendo las cartas de mi abuela.
-- ¡Por favor! --dice Nélida, alzando una mano e inclinando la cabeza en un
ángulo que no deja duda alguna del poco esfuerzo que le significó aquella
tarea.
-- Y también --sigo-- por su visita a la cárcel.
Nélida se pone seria.
-- No. De ese día la agradecida soy yo. Fue una experiencia inolvidable.
-- ¿Inolvidable, Nélida? ¿Y por qué?
Nélida se aproxima a mí en la cama y ya una pierna de Nélida queda al
alcance de mi mano para el momento en que yo ordene a mi mano que se
pose sobre esa pierna.
-- Es muy difícil explicarlo --me explica Nélida, poniendo cara de explicación
difícil--. Esa cárcel gris, ese árbol/bronquio en el patio, ese mundo habitado
sólo por varones...Y usted, que llegó hasta mí con una luz extraordinaria en
los ojos. Parecía un santo.
Me encanta oir a esta rubita hablando de nosotros.
-- Y luego, cuando nos dimos el abrazo de despedida, yo sentí un bienestar,
una paz, una serenidad como jamás había experimentado en mi vida-- y
Nélida lanza un suspiro que por unos segundos la convierte en una de sus
cus mayúsculas.

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-- Y bueno --digo yo- repitamos ese abrazo, puesto que significó tantas
cosas para los dos.
-- ¿Para los dos? --inquiere Nélida, con rostro anhelante.
Por toda respuesta, la abrazo.
El camus se acelera (a veces ocurre eso con los camus) y ahora Nélida
está de pie frente a mí, que estoy sentado, sin más ropa que su bombacha,
y yo amaso suavemente sus pezones entre las yemas de mis dedos, como si
se tratase de alas de mariposa de las que quisiese quitar su polvo volador.
Nélida pone su cara a la altura de la mía y me pide que le haga donación de
mi lengua, y entonces se dedica a lamerla y chuparla como si fuese el
sucedáneo de otras cosas lamibles y chupables. Todo es tan perfecto que el
camus no tiene tiempo de proyectar imágenes de penetración alguna, puesto
que mis líquidos de la pasión ya han partido veloces desde sus dulces depó-
sitos y están por desembocar en el cañón lanzador. Me bajo las ropas y
descargo el camus en el inodoro justo en el instante que elige El Curita (que
aunque sacerdote especial, es un sacerdote) para preguntar:
-- ¿Cómo va ese flemón?
Y entonces, con infinita culpa y doble sensación de pecado, me acuerdo del
flemón, que el camus había puesto entre paréntesis, y compruebo que me
duele más que nunca.

El almuerzo fue un calco del desayuno, con negativas a recibir los


alimentos y levantamiento de nombres. Al llegar a mi celda, el Rengo retuvo
la mano del sargento de cocina cuando ya empezaba a abrirse mi
pasaplatos.
-- Este no. Está enfermo. No puede comer.
Aunque este Rengo de mierda sea quien me llevó al chancho la última vez,
no puedo evitar una corriente de simpatía por el renovado intento de
ampararme con su imposible solidaridad. Pero está claro que yo debo dar
testimonio de mi militancia espartaqueana, más allá de todos los Rengos del
mundo:
-- No es que no pueda comer --digo con una voz que sale de mi flemón y
que ni yo mismo reconozco como mía--. Pero no voy a recibir la comida.
Entonces es el turno para que en el Rengo se produzca una nueva vuelta
de tuerca (ñac) que lo recoloca exactamente en el mismo lugar en el que
estaba antes de sentirse conmovido por mi flemón, que le había recordado el
suyo. El Rengo desempolva su mirada profesional --la misma que utilizó para
enviarme al chancho-- y se la coloca en los ojos como quien se pone unos
anteojos.
-- ¿Ah sí? --afirma/pregunta el Rengo--. Como usted quiera.
Y escribe mi número en la gran lista de los leprosos mientras me obsequia
con una media sonrisa renga que es lo último que veo antes de que vuelva a
cerrarse el pasaplatos y yo me quede a solas con mi flemón, mi honor
huelguístico recuperado y con la espantosa duda de si la flamante
animadversión del Rengo puede, de algún modo, volver a zamparme otra
vez en el chancho.
La sola idea de trasladar mi flemón al chancho y alojarlo allí, sobre el suelo
desnudo, me pone los pelos de punta. Y sólo entonces advierto --como

90
inesperado corolario de un cuasi-camus, cuando debiera haber sido una
deducción primordial-- que la Naturaleza ha puesto a disposición de mis
victimarios un botón del pánico de superlujo y cinco estrellas cinco. Si lo
desearan, ahora podrían hacerme mucho daño y con muy poco esfuerzo:
bastaría con que tocasen el núcleo palpitante de mi flemón con cualquier
objeto de este mundo. Una pluma alcanzaría.
Hago entonces un camus mediano. Me interrogan en la cárcel verde. Yo
estoy con los ojos vendados y con capucha, y entonces el flemón es más
flemón que nunca, porque es con él que veo, huelo, oigo y siento lo que
ocurre a mi alrededor. Así, ciego, el flemón desarrolla una especie de radar
anti-agresiones. Pero el tremendo esfuerzo de la sustitución agiganta sus
palpitaciones y lo coloca al borde de un estallido. El camus concluye con una
gran lágrima de autoconmiseración que brota de mi ojo izquierdo, que es el
costado del flemón, se detiene un poco en la colina del malar y luego se
desliza mejilla abajo, ya sin nada que la sujete, hasta desaguar su salinidad
en el vértice de mi boca. Y pienso, de paso, que esta es la mejor representa-
ción visual de mi miseria, puesto que bien puede definirse a los miserables
como aquellos que se alimentan exclusivamente de sus propias lágrimas.
Nadie ignora, por otra parte, que esto que estamos viviendo son sólo los
prolegómenos de la huelga, ese momento pendular en el cual la Realidad
duda entre elegir este o aquel territorio. En algún lugar de esta cárcel --y
muy probablemente en el mismo despacho donde El Curita y los otros
escribieron sus denuncias a la OEA--, los verdaderos Represores (porque el
Rengo es nada, y una nada renga, y porque el oficial estratega sólo está
haciendo gimnasia) elaboran los detalles del Plan Craso. La lista de nombres
es sólo un modo de ir delimitando el campo de batalla.
-- ¿Cómo están esos ánimos? --pregunta Gonzalito en voz más bien bien
baja, porque no puede haber dudas de que una de las primeras medidas del
Plan Craso será la de poner un par de guardias permanentes en los pasillos
de los pabellones para impedir toda comunicación entre celdas (pero ellos no
saben que sabemos morse).
Nadie responde a la pregunta de Gonzalito, lo que puede ser entendido
como que nadie creyó necesario contestar, puesto que los ánimos están
intactos, o como que nadie tuvo ganas de contestar, porque los ánimos
están por el suelo.
-- ¡Sursum corda!-- prorrumpe entonces, inesperadamente, nuestro Borges.
-- ¿Y eso con qué se come? --dice el Alemán, que suele jugar a hacerse el
ignorante.
-- Quiere decir "¡arriba los corazones!". En latín.
Pero el latín, Borges querido, es el idioma de Craso. ¿Cuál es la lengua de
Espartaco? ¿En qué hablan los esclavos que se meten a gladiadores?
La falta de comida se empieza a hacer sentir y entonces cada celda se va
transformando en un calabozo de chancho, porque son las estrategias de
aquellas tumbas las que ahora se deberán utilizar para sobrevivir sin
alimento: moverse poco, dormir lo más posible y no sudar. Los que fuman
son los que la pasarán peor. No ahora, al principio, porque el cigarrillo les
quitará la sensación de languidez. Pero dentro de dos días, cuando la
nicotina y el alquitrán empiecen a depositarse en las paredes de su alma y

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no obtengan la ayuda samaritana de sangre nueva, vitaminizada y
oxigenada, La Tos plantará su estandarte en el centro del pabellón y nuestro
pequeño mundo se llenará de ahogos, gargajos y asfixias, haciendo más
daño que Craso.
Rado, en cambio, tiene una idea personal e intransferible de todo este
asunto y aprovecha la falta de actividades para dedicarse a acrobacias y
abdominales. Mientras escucho el tum tum de los saltos (y los siento como si
Rado estuviera saltando sobre mi flemón), y los gemidos orgásmicos que
acompañan a sus flexiones, no puedo evitar el pensamiento de que si bien la
Derrota ha sido espantosa, al menos nos ha salvado del Triunfo de Rado. (Y
la fugaz imagen de un Rado ministro de algo, tomando decisiones entre una
y otra tanda de abdominales me pone, por segunda vez en este día, los pe-
los de punta).

¿De qué murió mi abuela? Recién ahora, cuando acabo de leer su última
carta de viva, advierto que Nélida no me ha dicho una sola palabra sobre eso
y que yo tampoco se lo he preguntado. Pensándolo bien, es muy extraño
que mi abuela se haya muerto en medio de esta batalla que estamos
librando, juntos, contra las tinieblas exteriores. Que yo recuerde, mi abuela
jamás se había retirado antes de una batalla, ni de una refriega, ni de una
escaramuza. Por supuesto que nada le gustaba más que ganarlas, pero si
hubiese tenido que elegir entre la certeza de ganarlas y el riesgo de no
tenerlas, hubiera firmado con su propia sangre el pacto de tenerlas, porque
vivir peligrosamente era la sal de su vida de exiliada profesional. Y entonces
¿cómo podía explicarse esta deserción integral y definitiva, sin posibilidad
alguna de transformarla siquiera en un modo de presión, en una pálida ex-
torsión o al menos en un pequeño chantaje que sirviese, aunque más no
fuera, para salvar el honor? Misterio.
¿De qué pudo haberse muerto la vieja inmortal? Utilizando un camus
largo, del modelo debe y haber, paso revista a todas las enfermedades de mi
abuela que yo fuese capaz de recordar y sólo hallo cuatro. A saber:
* La especie de gripe que le dio en aquellos remotos días de mi infancia en
los que me puso el marinerito y me llevó de la mano hasta la salida del turno
tarde de la fábrica de fósforos donde había trabajado mi madre y me exigió
que le indicara (yo debía saberlo, puesto que llevaba su sangre) a aquél que
había desgraciado a su hija. A esta lejana enfermedad la caratulé "gripe".
* La rabieta que le dio el día que me echaron de mi trabajo en el hotel
Savoy de Constitución. Yo estaba en cama y pude entonces observar el
desarrollo de su "enfermedad" con los privilegios de un espectador de
primera fila. Cuando recibió el telegrama de despido ("por abandono de
trabajo", decía) y me lo alcanzó para que se lo leyera, la tez se le puso lívida
ya antes de que yo empezase a leerlo, porque en mi familia los telegramas
sólo podían significar muerte y catástrofe. Luego, cuando lo hube leído, el
color de su tez empezó a virar hacia la gama de los violetas --desde los más
tenues hasta los más fuertes--y se estacionó unos minutos en ese tono que
suelen tener los labios de los enfermos del corazón en las fases terminales
de su agonía. Con esa máscara violácea puesta, dejó escapar entre los
dientes apretados su maldición más terrible:

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-- Me cago en sus muertos.
Se refería a los muertos de Oscar, el encargado del hotel, que era el
responsable moral de mi despido.
Esa noche la abuela se acostó en nuestra cama sin desatarse el rodete en
el que recogía la formidable mata de pelos que le había estado creciendo
desde que naciera, y no se levantó a la mañana siguiente, a la hora de
levantarse a encender el fuego, al punto que yo pensé primero que me había
equivocado en el cálculo de la hora, y luego, cuando la claridad empezó a
revelar el perfil de los objetos que hasta entonces habían compartido el
volumen único de la pieza en sombras, pensé que el sol se estaba
adelantando, puesto que mi abuela aún seguía en la cama. Y allí siguió toda
esa mañana, dándome la espalda y casi sin moverse, limitando su presencia
biológica a la mínima inspiración del aire necesario.
Yo estaba leyendo por entonces la historia de Alexis Zorba, y no pude
menos que comparar a mi abuela con la Bubulina, tan parecidas y tan
distintas, como si la vida de cada una de ellas hubiese sido la posibilidad de
una segunda vida para la otra. Porque como dice Kafka, la vida que vivimos
es sólo una de las miles de vidas que pudimos haber vivido.
Así estuvo todo ese día y la noche. A la mañana siguiente, cuando los
objetos empezaban a recobrar otra vez sus perfiles y yo a preguntarme si
tendríamos otra jornada de cama y ayuno, la abuela tornó a dar señales de
vida, se volvió hacia mi costado, y dijo económicamente:
-- Ya van a ver.
No era necesario preguntarle quiénes eran los que iban a ver ni qué
habrían de ver, puesto que los dos sabíamos que la guerra de mi abuela era
contra el mundo entero y que por lo tanto Ellos eran, simplemente, Todos. Y
lo que verían Ellos Todos, era el Triunfo final e indubitable de mi abuela (y el
mío, puesto que yo era su único aliado) más allá de toda duda y para ejem-
plo de las generaciones por venir. Esta enfermedad la caratulé "rabieta y/o
catalepsia".
* En uno de los cumpleaños de Doña Amelia, nuestra vecina italiana,
habíamos asistido a la cena del onomástico, lo que no era habitual, puesto
que mi abuela no celebraba jamás su cumpleaños, ya fuese porque no tenía
ningún deseo de subrayar que había pasado otro año o porque de ese modo,
no celebrando su cumpleaños, evitaba que se le forzase a celebrar los de los
demás. Pero aquella vez Doña Amelia insistió tanto ("Fame el piacere,
Raffaella, ti prego") que la abuela resolvió aceptar pasando por encima de
sus normas o quizás para reafirmarlas, por aquello de que las excepciones
etc. Ahora que lo pienso, se me ocurre que el asunto no debe haber sido tan
inocente y que en la aceptación de la invitación tuvieron que haber jugado
factores que necesariamente se escapaban a mi mentalidad juvenil, incapaz
de comprender las extrañas alianzas y contra-alianzas que adornaban la vida
de mi abuela aliancera. Es casi seguro, ahora que lo sigo pensando, que la
insistencia de Doña Amelia y la insólita aceptación final de mi abuela
tuvieran el propósito de neutralizar la presencia de la nuera de Doña Amelia,
la mujer de su hijo Tadeo --los padres de Nélida-- de quien tanto Doña
Amelia como mi abuela (y probablemente también Tadeo) pensaban que era
una pobre infeliz.

93
Lo cierto es que en aquella cena táctica, ocurrida en pleno invierno, Doña
Amelia no tuvo mejor idea que cocinar polenta, que era el plato más odiado
por mi abuela. Cuando Doña Amelia apareció con la gran olla de harina de
maíz humeante y la volcó sobre la inmensa mesa de madera, mi abuela
empalideció. Y siguió empalideciendo cuando Doña Amelia roció el alimento
amarillo con el rojo sangriento del tuco, en el que sobrenadaban algunas
salchichas. Y cuando Doña Amelia dejó caer una nevada de queso
parmigiano sobre el todo, que al fin adquirió su aspecto definitivo, mi abuela
no empalideció aún más porque eso era imposible, pero en cambio le inició
un temblor en un ángulo de la boca que se le quedó allí durante el resto de
la comida.
Como si se tratase de vasos comunicantes, a medida que la tez de mi
abuela se vaciaba de sangre, la de Tadeo se iba llenando de ella. Tadeo
seguía atentamente los movimientos de su madre mientras mantenía
empuñada la cuchara de alpaca con la que atacaría ese festín apenas Doña
Amelia retirase las dos cacerolas (la grande, donde había llegado la polenta y
la pequeña, del tuco) y el plato en el que había sido rallado el parmigiano,
que es lo que Doña Amelia estaba haciendo en este preciso momento
mientras con un gesto de su mano libre nos invitaba a sumarnos al
entusiasmo de Tadeo.
-- Mangiate, mangiate.
Tadeo delimitó con su cuchara un sector del continente de polenta que le
quedaba más cerca, y se dedicó sin pausa a la tarea de mandar a bodega
aquel alimento arenoso y nutricio.
Doña Amelia nos regalaba todos los fines de semana una ollita de aquella
misma polenta. Mi abuela la agradecía pero jamás la comía. En realidad, ni
siquiera la miraba.
-- Esto --me decía la abuela, mostrándome la ollita con polenta como si se
tratase de algo indecente-- en mi tierra lo comen los cerdos.
Pero luego caía en la cuenta de que aquello equivalía a llamar cerdo a
Doña Amelia, lo que ciertamente no era su propósito:
-- Es que los italianos son muy raros--me explicaba entonces--También
comen unas flores amarillas que se llaman broccoli.
De modo que en aquel momento mi abuela estaba padeciendo la doble
derrota de no poder desairar a Doña Amelia (porque mi abuela era una fiera,
pero las fieras viven de acuerdo a códigos sociales mucho más rígidos que
los de los hombres tolerantes), y de tener que meterse en la boca el
alimento odiado, casi una traición a su identidad cultural y gastronómica
cuestionada por este comistrajo indigno.
Mi abuela separó con la cuchara una cantidad ínfima de aquella cordillera
amarillo-rojiza, con la esperanza de limitar lo más posible la espantosa
experiencia. Pero Doña Amelia --que había provisto durante años a mi
abuela de una olla de polenta exactamente igual a esta otra, y por lo tanto
daba por supuesto que era consumida jubilosamente--, interpretó el gesto
de mi abuela como un exquisita demostración de buenas maneras.
-- Mangia, mangia, Raffaella --dijo mientras acercaba a mi abuela un lote de
polenta del tamaño de un tablero de ajedrez--. Habbiamo moltissima...

94
Y entonces comenzó el polenta crucis de mi abuela polentófoba, que duró
dos eternidades: la suya (que fue una eternidad localizada en la garganta,
continuamente al borde del vómito) y la mía, que era una eternidad por
simpatía, hecha de miradas de apoyo a aquella abuela mía que me estaba
dando el mayor ejemplo de cortesía del que jamás se haya tenido noticia.
Detrás de la polenta vino la carne del estofado --que mi abuela rechazó
con una excusa creíble acerca de no sé qué historia sobre la urea-- y, de
postre, la zuppa inglesa, que me traspasó casi íntegra con el argumento de
que yo era un maníaco de ese manjar.
Brindamos con una copa de sidra y al fin mi abuela creyó ganado el
derecho de retirarse, para lo cual puso una mano sobre la cabeza de Tadeo y
otra sobre la de su esposa, la pobre infeliz que seguramente no merecía ni
una pizca de todo el heroísmo invertido aquella noche, y dirigiéndose a Doña
Amelia, que se felicitaba desde el fondo de sus ojos azules por la idea de
haber hecho el plato favorito de mi abuela, le dijo: -- Gracias, Amelia. Ha
sido una cena buenísima.
El buenísima le salió un poco farfullado y pedregoso, porque la polenta ya
empezaba a iniciar el camino de retorno, pero Doña Amelia lo tomó como
una última y definitiva prueba de buen provecho.
Ya en casa, mi abuela se pasó tres cuartos de hora inclinada sobre el
inodoro, haciendo una clase de ruidos que yo nunca le había escuchado ni le
volvería a escuchar. Al fin volvió a la pieza con la frente húmeda y los ojos
nublados por el esfuerzo y casi sin fuerzas para ponerse el camisón y
meterse en cama.
-- ¡Polenta!.. --tornó a decir, en una mezcla de queja y exorcismo--pero
bastó la mención del alimento infame para que se tuviese que levantar a las
corridas y volver a doblarse sobre el inodoro, donde al fin dejó las últimas
briznas de la odiada comida y hasta las siete letras de la palabra con que se
la nombraba.
-- Recuerda, hijo --me aleccionó mientras se enjugaba las lágri-
mas--. Antes de ir a una fiesta de extranjeros hay que informarse.
-- Sí --dije yo, solidariamente, aunque "lo extranjero" era para mí una cosa
distinta de lo que era para mi abuela, empezando por mi propia abuela, que
para mí era extranjera y para ella no. Además, a mí me había gustado la
polenta.
De manera que caratulé aquella enfermedad como "ataque de asco".
* La última enfermedad que recordaba de la abuela (y el inmenso camus
empieza a perder potencia porque mis orejas, que están de guardia y no
participan del camus, han registrado la lejana quena del uruguayo haciendo
volar a su cóndor, que esta tarde suena a condor flaco por la falta de
comida) fue hace sólo un par de años, cuando ya el Diluvio era irreversible.
Una noche sentimos golpes en la puerta (golpes que trataban de pasar
desapercibidos, pero que no podían esconder su origen desesperado) y al
abrirla casi cayó en mis brazos un Mauricio acezante y exhausto.
-- ¿Pero qué pasa? --dijo mi abuela, mientras se cubría con la sábana el
escuálido cuerpo ya de sobra cubierto con su inmenso camisón.
Igual que mi abuela el Día de la Polenta, Mauricio estaba lívido. Hasta sus
pecas y el pelo, antorchas rojas, hoy habían adoptado un tono ceniza.

95
-- ¡Pero sí es Mauricio! --dijo mi abuela al reconocer al invasor, y aflojó un
poco la mano que sostenía la sábana.
Mauricio Gaustein había sido mi médico hacía veinte años, cierta vez que
yo me había enfermado de amor. Luego nuestras vidas habían discurrido
paralelas (pero las paralelas no se tocan) hasta que él ingresó en una
organización guerrillera y yo me apunté a la condición de observador
gomaespuma. Luego el Diluvio arrasó con todo y ya casi nadie fue algo
distinto y separado de los demás, porque cada cual, de uno u otro modo, fue
enredando sus hilos con el de arriba, el de abajo y los de los costados, de
manera que aquello acabó siendo una galleta espantosa y a veces alguien
tiraba de un hilo que creía ajeno y era un pie o una mano propios los que se
movían. Pero en medio de tal maraña se siguieron manteniendo separadas
las actitudes, porque Mauricio se entregó en cuerpo y alma a su misión
histórica en tanto que yo enajené sólo una pequeña parte de mi cuerpo (la
imprescindible para no sentirme despreciable, la suficiente para no perder el
respeto y la amistad de mis Mauricios) y en cuanto al alma, mejor no
hablemos.
Así que sin imaginarlo, y mucho menos premeditarlo, fue resultando que
mi principal aporte a la Causa habría de ser el de tibia cabaña en el corazón
del bosque helado, de gran pensión del campeonato, de última pepsicola del
desierto. Y entonces mis amigos y ex-amores solían aparecer por el diario o
por casa como planetas errantes, para dejarme un bolso de aspecto siniestro
o quedarse un par de días junto al fuego, comiendo las comidas que les
preparaba mi abuela (que se hacía la tonta pero vigilaba con ojo inquieto) y
pagando el impuesto revolucionario de escucharla. Don Quijote hubiese
dicho que la aventura que yo había elegido no era de ínsulas sino de
encrucijadas (y fue de tal modo, dicho sea de paso, como acabé apareciendo
con nombre y teléfono en muchas libretitas confiscadas por los Diluvianos, lo
que me llevó de cabeza a estos submundos de tristeza y penitencia).
Pero esta vez la cosa era más peliaguda, porque Mauricio tenía una herida
de bala en el muslo. Cuando al fin ví la gran mancha de sangre, ya fuimos
tres los que teníamos el rostro del color del camisón de mi abuela.
-- No te preocupes --me dijo Mauricio, dejándose caer en una silla--. No hay
ningún hueso roto. Es sólo el agujero.
Sería sólo el agujero, pero era un agujero grandísimo.
Yo no me preocupé y, en realidad, tampoco me ocupé, porque no hubiera
sabido cómo. Mi abuela fue la que calentó el agua y, bajo las instrucciones
de Mauricio, remendó toda aquella carne lastimada. Hacíamos la tarea en
voz muy baja, porque ya estábamos en una etapa del Diluvio en la que el
Enemigo podía esconderse bajo la forma de un vecino, de un curioso, de un
pariente.
Antes de que la abuela acabara con su tarea de vendaje, Mauricio se
quedó dormido en la silla, con la boca abierta y los brazos cruzados y
entonces pude inspeccionarlo a gusto. Ya quedaba muy poco del Mauricio de
los años juveniles, aquel cuyos ojos chispeaban como brasas encendidas
detrás de la pesada armazón de sus anteojos de carey. Este Mauricio de
ahora tenía el cuerpo pesado y el rostro lleno de arrugas, una especie de

96
mapa puntual de estos últimos tres o cuatro años de angustias, riesgos y
deber cumplido.
Intercambiamos con mi abuela una mirada que contenía la misma
pregunta: "¿y mañana?", y sin ponernos de acuerdo cada uno volvió a la
gran cama por su costado y se metió en ella, porque formábamos parte de
una familia que estaba convencida de las bondades del sueño como
reparación y olvido.
A la mañana siguiente, cuando despertamos, Mauricio ya no estaba.
Busqué algún papel sobre la mesa --porque Mauricio era de los que dejan
mensajes escritos por cualquier cosa ("fui a comprar cigarrillos, vuelvo
dentro de ocho minutos", "si salís, apagá el calefón")-- pero allí no había
nada. Por no haber, no había tampoco el traje mío que se había llevado en
sustitución del suyo, inservible. De modo que reuní todos los restos textiles
de la batalla nocturna (el traje de Mauricio, los trapos que la abuela había
utilizado para limpiar la sangre) y los metí en dos bolsas de plástico que
llevé hasta el gran cubo de basura del bar de la esquina, donde fue a
mezclarse con restos de milanesas y papas fritas.
Al regresar al cubil, la abuela estaba sentada en la silla de Mauricio, con
otro resto de trapo ensangrentado que yo había pasado por alto.
-- ¡Qué va a ocurrir en este país, Dios mío!
Con el camisón y los pelos sueltos, mi abuela parecía un personaje de
teatro clásico. La calavera de esta Hamlet era la pelota de trapo sanguinolie-
nta, y su to be or not to be se refería en realidad a mí, solamente a mí,
puesto que yo y sólo yo era la fuente de su preocupación y el objeto de sus
reflexiones. Quería que a Mauricio no le pasase nada, y lo mismo para el
resto de mis amigos. Pero sabía que por la calle deambulaba un monstruo
grande que pisaba fuerte y que nadie estaba ya a salvo de esas pisadas.
La abuela se pasó parte de esa mañana con el trapo en la mano y la mi-
rada fija en la olla que seguía hirviendo en la cocina, temblando de vez en
cuando como si tuviese una de esas enfermedades tropicales que se curan
con quinina.
La cubrí con dos de sus famosas pañoletas y me quedé esperando a que
saliera del ataque de angustia, lo que ocurrió al caer la noche, cuando se
empezaron a encender todas las luces de la casa.
-- En Málaga --me dijo entonces mi abuela-- había un señor que se llamaba
José Moreno, que era artista. A su casa le decían "la casa de los pájaros",
porque allí había una pajarería, y estaba en los callejones de El Perchel. Él
trabajaba en la pieza que daba a la calle, porque era la que tenía mejor luz o
porque así podía saber mejor qué estaba pasando allí afuera mientras
trabajaba.
Mi abuela se tomó un respiro, dejó a un lado el trapo ensangrentado, y se
acomodó mejor las pañoletas sobre los hombros.
-- A veces ese hombre usaba muchos pinceles y colores y entonces uno
podía ver, día tras día, cómo aquello iba tomando forma, hasta que una
mañana o una tarde el lugar de aquel cuadro lo ocupaba otro casi blanco, y
vuelta a empezar. Pero otras veces el artista sólo se servía de un papel y un
carboncillo, y entonces había que estar atenta porque todo empezaba y
acababa dentro del mismo día.

97
La abuela calló y yo me quedé mirándola y esperando, porque sabía que
este recuerdo tenía que estar conectado por alguno de sus lados con La
Noche que Vino Mauricio.
-- En El Perchel, cada tanto, había inundaciones. Teníamos que reunir todo lo
de más valor y escapar hacia los lugares más altos, alejándonos del mar y
del río, que se llama Guadalmedina. En una de aquellas inundaciones,
cuando mi madre me dijo que corriese, que el agua ya venía, yo alcé el
atadito de ropas que mi madre me había preparado y me fui directamente
hacia la casa del artista, que no estaba trabajando adentro sino de pie en el
portal, con las piernas abiertas y fumando. Tenía los ojos del mismo color
que los de tu abuelo.
Otro respiro. Ahora la abuela continuó hablando mientras se empezaba a
recoger la cabellera, con un puñado de hebillas en la boca, y algunas
palabras le salían mal pronunciadas.
-- Ese hombre me invitó a entrar a su casa, me pidió que me sentase en una
sillita baja, con el atado de ropa sobre mi falda, y dedicó el resto de la tarde
a dibujarme, mientras afuera el agua se llevaba puentes y calles y se metía
en los patios de las casas haciendo navegar a las macetas con malvones.
Cuando terminó (la inundación y el trabajo del artista) ya era casi de noche.
El hombre desprendió el papel de unos ganchos con los que lo tenía sujeto y
me lo mostró. Allí estaba yo, en la sillita baja y con el atado de ropa sobre la
falda, para siempre. Me preguntó si deseaba quedármelo pero le dije que no,
porque pensé que si él lo guardaba yo iba a poder volver a esta casa,
mientras que si me lo llevaba habría de ser como si algo se hubiese termina-
do, una especie de despedida.
La abuela se volvió hacia mí.
-- Yo nunca sabré si aquel dibujo era bueno o era malo, porque yo no
entiendo de esas cosas ni me importa entender, pero lo que sí supe es que
aquella casa sería para siempre mi imagen del refugio, el lugar en el que
pensaría cada vez que necesitase descansar de mi fatiga o de mi
desesperación o de mi miedo.
Se acercaba, pues, la conclusión. Paré las orejas.
Yo sé que visitas como la de Mauricio pueden traerte problemas. Pero la
verdad es que me alegra que Mauricio piense en esta casa nuestra del
mismo modo que yo recuerdo la casa del artista. Y que nos busque, y se
duerma entre nosotros, como un niño que al fin puede descansar tranquilo.

De modo que a esta cuarta y última enfermedad la caratulé "mauricitis", a


falta de diagnóstico más preciso 8 .

8
(Nota del Editor) En otro manuscrito de "A Fuego Lento", la abuela Rafaela cuenta una historia distinta en
relación con la visita de Mauricio. Es ésta: "Cuando yo era pequeña, mi abuelo Alejo --que era pescador-- me contó
que en su juventud, cuando luchaba contra los franceses, al entrar a una aldea, un viejo cochino que le conocía, uno
de los notables del pueblo, lo denunció. Rodearon la casa en que se había refugiado. El abuelo Alejo se escurrió por
la terraza y saltando de tejado en tejado, como un gato, trató de huir. Alumbraba la luna, le vieron, persiguiéronle a

98
Y bien: ¿cómo es posible que una mujer que en cuarenta años sólo tuvo
cuatro enfermedades y ninguna importante, se muera de pronto, sin ninguna
clase de decadencia paulatina (puesto que sólo una semana antes me había
visitado tan incombustible y vivaz como siempre) y sin las necesarias
señales de toda enfermedad mortal. El camus se deshilacha en una estela de
dudas y contradicciones que acaba por resumirse en lo que me parece una
férrea disyuntiva: o mi abuela no había muerto o mi abuela había sido ase-
sinada. Pero la primera de las alternativas incluía, necesariamente, la
complicidad de Nélida con la dirección de la cárcel. Y la segunda, la
existencia de una conspiración gigantesca.
Empiezo a desenredar los hilos de esa gigantesca conspiración cuando la
voz de Costa quiebra el silencio de muerte que ahora campea en el pabellón
y tiene la virtud de extraerme de mi festín paranoico:
-- Miami...
-- ¿Qué? --pregunta Miami, que siempre tiene un tono irritado y desde que
empezó la huelga, más.
-- El Craso que lo reventó a Espartaco ¿es el mismo del que se decía que era
el hombre más rico de Roma?
"Más rico que Craso". Es cierto. Aguardé con interés la respuesta de
Miami.
-- Sí.
Oh tiempos en que los ricos se ocupaban personalmente de reventar
esclavos, pensé, sin caer en la cuenta de que después de todo los tiempos
no habían cambiado tanto aunque Pedroso se enojaría con esta conclusión
mía, y Gonzalito también, porque ellos creen en la Historia como continuidad
y progreso mientras que para mí la Historia en un invento, igual que el
álgebra. ("Gomaespuma --me diría Pedroso--: los ricos nunca revientan a
sus esclavos, excepto que los esclavos se rebelen". Y me haría notar, con
una palmadita en lo alto de la espalda, que a mí siempre se me escapa el
matiz principal de cualquier asunto). De todos modos había algo
desalentador en el hecho de que este romano, general y potentado, se
dedicase personalmente a aniquilar a aquellos entrañables ancestros.
-- No --dice El Curita,
¿No qué?, nos preguntamos todos.
-- El rico no era Craso, sino Creso. Y no era romano de Roma, sino de Africa.
"Más rico que Creso". Es verdad.

tiros de fusil. ¿Qué hizo, entonces? Se dejó caer al patio interior de una casa, donde una mujer estaba durmiendo.
La mujer se irguió en camisón al notar la presencia del abuelo Alejo y abrió la boca para gritar, pero el abuelo
Alejo le tendió los brazos diciéndole: "¡Por favor, por favor, calla!", y le puso las manos en el pecho. La mujer
empalideció. "Entra", le dijo quedamente; "entra, que no nos vean". Entró, ella le estrechó las manos y le dijo:
"¿luchas contra los franceses?; en este pueblo somos buenos amigos de los franceses". "Lucho contra los franceses -
-le dijo el abuelo Alejo-- pero no me delates". La tomó de la cintura y ella no opuso resistencia. Marchóse por la
mañana, vistiendo ropas que le diera la aldeana. Ella era viuda y había sacado del arca ropas de su difunto esposo
para vestirle de tal modo que pudiese burlar a sus perseguidores. Y le abrazaba las rodillas, al despedirse, suplicán-
dole que volviera. El abuelo Alejo no tardó mucho en volver, puesto que volvió a la noche siguiente, con una
patrulla. Llevaban latas de petróleo e incendiaron la aldea. La desdichada mujer debió perecer en el incendio. Se
llamaba Ana".

99
-- Craso error --dice entonces el Alemán.
Necesitamos dos minutos para absorber este cambio violento de
paradignma (la Historia como ciclos que se repiten, etc.)
-- Entonces Craso era general, pero no rico.
-- ¿Y dónde viste un general pobre?
Ahora es prácticamente todo el pabellón que participa del coloquio sobre la
naturaleza de los generales, hallando un medio perfecto para olvidar el ruido
que empiezan a hacer el estómago y la primera porción del intestino grueso.

-- ¿Así que los generales deben ser, por fuerza, ricos? --pregunta Borges, y
la pregunta tiene todo el aspecto de ser un mero proemio táctico para
zamparnos luego una frase célebre de su yegua madrina.
-- Claro --interviene Rizzo--. Por ejemplo: General Electric.
-- Y General Motors.
-- Y el General Beneplácito.
El juego continúa todavía unos minutos, deslizándose por la pendiente de
la pavada, hasta que se produce el retorno a las fuentes.
-- Bueno --dice Costa-- ¿Creso o Craso?
-- Craso era el general que le pasó por encima a Espartaco, y Creso el
ricachón.
-- Puede ser --dice Miami, que se había quedado callado todo el tiempo que
duró la broma--. Pero hay que confirmarlo.
A Miami no le gusta equivocarse (a nadie le gusta equivocarse, pero Miami
es de los que sufren cuando se equivocan).
Lunadei me golpea la pared.
-- ¿Cómo va ese flemón?
-- Bien --le digo para hacerla corta, porque ¿cómo explicarle en pocas
palabras que el flemón ha ingresado en un nuevo estado en el que no puedo
decir, sencillamante, que me duele porque en realidad yo ahora me he
transformado en una Laguna llamada Dolor en la que a veces el Flemón
flota, como si se tratase de una fragata, y otras veces se sumerge como un
submarino, tocando esa sirena ronca de los submarinos al sumergirse, que
yo siento como una especie de puñaladas en las sienes? De modo que le
digo "bien".
Pero la charla sobre Craso/Creso ha servido para establecer que aún no
nos han puesto ningún guardia permanente en el pabellón, lo que no puede
significar sino que el plan de represión de la huelga, sea el que fuere,
todavía no ha sido llevado plenamente a la acción. ¿Estarán esperando que
llegue la noche? La noche es el momento más adecuado para la represión
(recuerdo de pronto que los sioux nunca atacaban de noche porque
entonces, si morían, no podrían ascender al paraíso de los sioux y formulo
entonces votos para que ocurra lo propio con el paraíso de los
guardiacárceles).

-- ¡Milaneeeeesas!. ¡Preparando los platos para milaneeeeesas!


Insólito. Traen milanesas para la cena, el plato más codiciado por cualquier
argentino sin distinción de sexo, raza, religión, ideología ni clase social, y la

100
suma perfecta de todas las utopías gastronómicas de un argentino preso. Y
entonces nos damos cuenta, más allá de toda duda razonable, que acaba de
comenzar la parte seria del Plan Craso.
Sabena se angustia ante la posibilidad de deserciones.
-- Tranquilos, compañeros. A ninguno de nosotros nos pueden comprar con
una milanesa.
-- Con una, no --dice Rizzo--. Pero con dos...
El chiste de Rizzo no tiene gracia y nadie se ríe, pero tampoco provoca las
iras de Sabena.
-- Callate, Rizzo --le dice Lobatón. Y Rizzo se calla.
El carro con las milanesas comienza a acercarse. Por la velocidad con que
lo hace parece evidente que nadie las está recibiendo.
-- ¡Milaneeeeeeeesas! --grita cada tanto el Sargento de la Cena, provocando
toneladas de jugos en bocas, gargantas y estómagos.
Se abre mi pasaplatos y me quedo mirando el rostro impasible de Ceño
Fruncido.
-- ¿Y? --pregunta.
Muevo la cabeza diciendo que no, sin quitarme la mano de la mejilla y
Ceño Fruncido cierra el pasaplato con una violencia inusual. Se están
poniendo nerviosos (¿pero eso es bueno o es malo para nuestros intereses?).
El carro de las milanesas sigue su ruta y ahora sólo queda como dato de
interés saber qué hará el neo-Abregú que está enfrente mío, aunque parece
imposible que alguien que se vendió por los treinta dineros de un innoble
guiso de arroz pueda ahora rechazar el tesoro oriental de una milanesa (¡y
quizás dos!).
Pero los hombres son inmpredecibles (¿eso es bueno o es malo para los
hombres?) y al llegar a su pasaplatos el Judas dice que no, que no recibirá la
milanesa.
-- Pero usted me comió esta mañana --se queja Ceño Fruncido, compro-
bando su lista de leprosos.
La respuesta del Judas redimido (ahora transformado en Hijo Pródigo) no
se alcanza a escuchar, pero todo hace presumir que ha perseverado en su
negativa heroica y finalmente se oye la apertura de la Reja y el carro se
marcha para siempre hacia el lugar desde donde había partido con su carga
de ilusiones (esta noche los comunes se van a agarrar el mayor empacho de
sus delictivas vidas).
El olor a milanesa queda flotando en el pabellón durante bastante tiempo,
sirviendo de angustiante música de fondo al debe y haber que cada cual
realiza en la intimidad de su celda. Una parte del debe parece evidente: la
milanesa no comida. Y también parece evidente una parte del haber: la
prueba de unidad combativa. Queda por ver cuánto debe y cuánto haber se
derivarán de lo que acaba de ocurrir, pero ese balance sólo puede hacerlo el
tiempo (que es el que hace, siempre, los últimos y definitivos balances).
Automáticamente --porque aún sigo programado por la Rutina número 1--
saco una hoja de papel y me preparo a escribir la carta semanal para la
abuela. Llego, incluso, a escribir el ritual Querida abuela antes de recordar
que ya no hay abuela que reciba mis cartas y que tampoco sería solución
que la hubiera, puesto que el general Craso ha cancelado toda comunicación

101
con el exterior. No rompo la hoja, sin embargo (porque quizás, después de
todo, la abuela siga viva y me sirva más adelante) y aprovecho para adornar
la Q del Querida hasta que comienza a parecerse a una de esas Q de crema
chantilly que dibuja Nélida, cosita de papá.
¿Qué haremos hasta el momento de acostarnos, ahora que no nos per-
miten hacer lo que siempre hacemos?
Pero el General Craso está en todo (puesto que, como corresponde, tenía
prevista la hipótesis del fracaso del Operativo Milanesa) y con la voz de Ceño
Fruncido nos ordena acostarnos (¡se me acuesta todo el mundo!) cosa que
no suele ocurrir hasta una hora y media más tarde. Al mismo tiempo que se
nos da la orden de acostarnos, los comunes proceden desde afuera a cerrar
los chapones que condenan nuestras ventanas durante la noche. Son grue-
sas láminas de hierro que se accionan todas juntas por medio de una
palanca, con un ruido naval de leven anclas. Los chapones tienen unos
agujeros, para dejar pasar el aire.
La ventaja de tener los chapones corridos (la única, puesto que es
espantosa la sensación cuando corren los chapones) es que podemos echar
una mirada hacia afuera, encaramados en la ventana, sin temor a que nos
vean. Lo hago, luchando con el flemón (que ya tiene el tamaño de una nuez
de las grandes) y veo a mi árbol/bronquio iluminado por las últimas luces de
la tarde (púrpura y dorado) como si fuese un árbol de película sobre Africa.
El árbol/bronquio también me mira, pero yo no puedo imaginar cómo me ve
él, en esta hora flemónica de mi vida.
De un salto cuidadoso vuelvo al piso de la celda (perfecta metáfora de la
Realidad) y empiezo a tender mi cama empezando por las sábanas de
loneta, que cuando yo era un preso joven me raspaban como si se tratase de
ralladores de queso, y ahora en cambio acunan mi sueño igual que si fuesen
plumas de aves del paraíso. Sobre las sábanas, las dos mantas de pelusa
aglomerada (fue Ottolía el que descubrió que nuestras mantas no estaban
tejidas sino pegadas, con la misma técnica con que se fabrica el cartón) y
sobre las mantas mi uniforme y sobre el uniforme la toalla, para que se
seque con el calor de mi cuerpo. Me meto adentro y cierro los ojos en el
exacto momento en que también el pabellón los cierra (quiero decir que
apagan la luz) y me congratulo de la casualidad, esforzándome por hallar en
ese capricho del azar un presagio favorable.

**

Pero el guión del Destino no tiene en cuenta mis deseos, y esta noche
terrible será, sin duda y para siempre, la Noche de los Ruidos. El primero de
los ruidos es triste pero grato, porque me despierto escuchando llover. Al
principio sólo oigo una masa indiferenciada de lluvia, pero luego empiezo a
distinguir las muchas lluvias que hay en la Lluvia: el repiqueteo de las gotas
contra el chapón, el manso caer de la lluvia sobre la tierra, la lluvia en
grageas de las goteras del pabellón, que hacen un ruido entre panteón y
caverna prehistórica con estalactitas. La lluvia (las lluvias) estimulan
múltiples camus que se realimentan unos a otros, porque todas las lluvias de
una vida son en realidad una sola Lluvia bajo varias formas, y porque la llu-

102
via es siempre un camus, incluso cuando sucede en el presente. En mi caso,
siempre que llueve en mi memoria es en Barracas, el barrio de mi niñez,
donde está lloviendo.
La lluvia me recuerda también un poema de Bécquer acerca de lo solos
que se quedan los muertos y sobre la lluvia en un cementerio (que no puede
ser demasiado distinta a esta lluvia mía, porque también esto es una especie
de cementerio) y reflexiono que tampoco mi abuela (si es que está
realmente muerta y enterrada, y no en nuestra casa, viendo llover en
Barracas) tampoco debe estar de un modo demasiado distinto a como estoy
yo ahora porque un féretro es, en cierto modo, una especie de cama y una
cama de cárcel debe ser lo que más se parece a un féretro. O sea que me
siento triste pero no culpable, y eso me ayuda a espantar con cierta facilidad
la imagen de la abuela bajo la tierra mojada. Acunado por el agua que cae
del cielo, me vuelvo a dormir.
El segundo ruido de la noche es más íntimo pero más difícil de discernir.
Ocurre dentro de mi celda y está formado por la combinación de un gong y
de una especie de delgadísima perforadora que me horada el cerebro. Me
lleva bastante tiempo comprender que esos ruidos tienen como centro
emisor al flemón que, igual que un volcán dormido, ha vuelto a entrar en
erupción. El gong corresponde a sus latidos y la perforadora al dolor que
partiendo del flemón se dirige al punto más alto del cerebro utilizando como
caminos y sendas a todos los nervios que hay entre el flemón y el cerebro.
Me levanto de la cama y hago varios buches de agua, que a esa hora está
helada, y entonces el flemón parece enloquecerse dentro de mi boca,
irradiando unas ondas de dolor que revientan el cierre de mis lacrimales y
hacen brotar unas grandes gotas redondas y pesadas que también se me
meten en la boca, que no halla alivio y se sigue retorciendo como un loco
peligroso al que le acaban de colocar el chaleco de fuerza. Pongo entonces
una mano frente a la boca y exahalo sobre ella, tratando de que el aire
caliente restablezca, aunque más no sea, el dolor inicial (que ahora,
comparado con el ataque producido por el agua helada, me parece un estado
de felicidad inapreciable) y poco a poco lo voy logrando. Observo, sin embar-
go, que a medida que la boca se va calentando el flemón empieza nue-
vamente a moverse, preparando una pataleta de características idénticas a la
provocada por el agua helada. Deduzco, pues, que ni el frío ni el calor le ha-
cen bien al monstruo y que tendré que garantizarle un clima tibio si quiero
que no me mate a puñaladas. Vuelvo a la cama y con infinitos cuidados
coloco el flemón sobre un nido hecho con prendas de lana (dos medias y una
bufanda) y espero hasta que el nido genere su temperatura normal, que
viene a resultar excesiva, de modo que le resto una media y luego la otra,
hasta hallar al fin el punto de equilibrio exacto y me congratulo por ello. En
tanto, la lluvia ha cesado. Me duermo.
El tercer ruido de la Noche de los Ruidos está integrado en realidad por
toda una batería de ruidos. No puedo saber qué hora es --sobre todo en esta
noche sin luna--, pero mi instinto de preso me dice que faltará una hora
larga para el recuento, y eso ocurre a las tres de la madrugada.
He sentido la Reja y luego pasos. La lluvia de las goteras en el pasillo
confunden un poco las pisadas, pero no parecen pertenecer a más de dos

103
personas, que se detienen a mitad del pabellón y abren el candado de una de
las celdas.
-- ¡Salga!
La orden ha sido formulada en voz baja pero firme, por alguien a quien
nosotros no conocemos. Craso empieza a enviarnos sus oficiales más
expertos.
El siguiente sonido es muy extraño y no logro identificarlo (algo así como el
ruido que hace el agua que se ha juntado en un toldo cuando uno lo vacía
con un palo de escoba), seguido de un sonido metálico.
-- ¡Coma! --vuelve a ordenar la voz del experto.
¿Qué ha de comer y quién ha de comer?
El Alemán golpea la pared, en una rápida transmisión de morse. "Sabena",
telegrafía el Alemán. Yo me apresto a pasarle la información al Curita, pero
en ese momento se oye la voz de Sabena:
-- No. --Sabena ha hablado fuerte, para que todos sepamos que es él a quien
han sacado.
-- Cállese --le ordena el experto, y se oye un ruido que todos reconocemos
al instante: el que hace una porra sobre el cuerpo de un preso.
Luego hay un intervalo en el que no se oye ningún ruido, excepto el de
pies descalzos (los nuestros) que se acercan a las puertas de las celdas para
seguir de más cerca lo que sucede, con el corazón en la boca (y yo con el
corazón y el flemón en la boca) y una clase de angustia muy especial, porque
está hecha de pánico, odio, impotencia y humillación, tres elementos que
raramente se encuentran juntos, excepto en una congregación de
condenados.
Poco a poco, un sonido se va abriendo paso desde el silencio, en un
crescendo perfecto (como el comienzo del "Mediterráneo", de Serrat). El
ruido se parece al que hacen esos fuelles que los herreros utilizan para avivar
el fuego de la fragua. O sea que a Sabena le han ordenado hacer flexiones.
(Es notable la predilección que estos sicarios tienen por semejante castigo,
quizás porque se trata de un castigo que, visto de lejos, no lo parece, puesto
que tiene una coreografía de deporte olímpico, de mens sana in corpore
sano. En una ocasión lo castigaron de esa manera a Rado, que vio así
coronadas todas sus ilusiones, puesto que acababan de castigarlo con aquello
mismo que él hacía clandestinamente para que no lo castiguen. Era como si
al primo de Miami lo condenaran a comprar televisores y salir con rubias).
Pero Sabena no es Rado y sus pulmones ya han comenzado a protestar por
el esfuerzo. No aguantará mucho más sin derrumbarse.
-- ¡Siga! --El experto sabe que se aproxima el clímax y hostiga a su víctima.
Con nuestros oídos apretados contra el bloque de madera maciza de la
puerta, oímos los crecientes estertores de Sabena y luego, coronándolos, el
ruido que hace su cuerpo al caer, exhausto, sobre el pavimento.
-- Levántenlo --ordena el experto y podemos ver (porque somos veteranos
de múltiples encapuchamientos) cómo Sabena es izado hasta una posición de
pie, donde se queda acezando como un perro cansado.
-- ¡Coma! --y se vuelve a oir ese ruido de desagotar un toldo, pero ahora
comprendemos que han traído la olla de la sopa para hacer la prueba de la
comida. De ahí viene el ruido.
104
-- ¡Coma, carajo!
Hay entonces un silencio difícil de interpretar, porque no escuchamos al
experto ni el guardia, pero tampoco a Sabena, que ya ha recuperado su
respiración normal.
-- Ultima oportunidad: ¿va a comer o no?
Y entonces se oye el ruido del plato de lata que cae al suelo y rueda hacia
el fondo, la porra del guardia y las patadas del experto (el ruido de una bota
militar sobre un cuerpo indefenso no se parece a ninguna otra cosa en este
mundo) y los ¡uj! de Sabena, que trata de escapar al castigo del único modo
que nos está permitido: hurtando el cuerpo.
-- ¡Asesinos!
Es la voz de Gonzalito.
-- ¡Asesinos! --vuelve a gritar Gonzalito, con un casi alarido que tiene el
poder de detener por el momento la paliza.
-- ¿Quién grita? --pregunta el experto a Ceño Fruncido.
Veo, entonces, cómo Ceño Fruncido señala la celda de Gonzalito.
-- ¡Sáquelo!
Candado, puerta y Gonzalito en el pasillo.
-- ¡Coma!
Silencio.
-- ¡Coma!
-- ....
La porra de Ceño Fruncido empieza a trabajarlo a Gonzalito. Sentimientos
y emociones puras e impuras se cruzan y entrecruzan por nuestros corazones
y nuestros cerebros, generando una especie de música de fondo.
-- Hijos de puta... --dice Sabena, con una voz que ya casi no es la de él.
En una celda (¿Rizzo?, ¿Costa?) alguien empieza a golpear el jarro contra
los herrajes de la puerta. Clanc clanc clanc clanc.
-- ¡Silencio! --ordena Ceño Fruncido.
Mientras, desde las celdas del fondo comienza a crecer un canto que al
principio no armoniza con el clanc clanc de los jarros, porque el ruido de los
jarros es ruido defensivo, mientras que el canto del fondo es un canto
guerrero.
-- Hí-jós depúta hí-jós depúta hí-jós depúta.
Clanc-clanc clanca clanc-clanc clanca.
Busco mi jarro y lo golpeo contra la puerta, pero al abrir la boca para
sumarme al hí-jós depúta, siento la puñalada del flemón que ha seguido
creciendo dentro del refugio tibio de mi boca, y que sólo me concede una luz
mínima, como de labios que se entreabren para tomar un café.
-- Hí-jós depúta hí-jós depúta hí-jós depúta --digo en un susurro que nadie
oirá nunca pero que me enloquece de dolor. Sufro y me alegro de sufrir,
puesto que esa es mi posibilidad única de queja y denuncia, en las presentes
circunstancias.
El jarreo es ya universal. Atruena en nuestro pabellón, pero está pasando
lo mismo en los pabellones vecinos donde, al igual que en el nuestro, se
empiezan a encender las luces y entran refuerzos venidos de la guardia que
nos ordenan que nos callemos y nos amenazan con tirar gases dentro de los

105
pabellones, que sería lo más parecido al infierno que podría ocurrir en este
ídem.
Clanc-clanc clancla clanc-clanc clanca. El jarreo no cede. Y tampoco el
canto: hí-jós depúta hí-jós depúta.
Costa ha dejado esta vez a un lado su voz inaudible y está gritando a pleno
pulmón. Rizzo aprovecha para payasear, aún en estos momentos, y no sólo
utiliza el jarro sino que se acompaña de un chiflido de cancha de fútbol, de la
cuchara de palo y de la cadena del inodoro. El Curita ha elegido una cadencia
intermitente, dedicándose durante una frase al jarreo (clanc-clanc clancla) y
durante la otra al canto (hí-jós depúta). Lobatón no jarrea, porque prefiere
utilizar las dos manos para ponerlas como bocina delante de la boca y
multiplicar así el volumen de su protesta. El Alemán, que carece de oreja
hasta para una cosa tan sencilla como ésta, jarrea al tuntún y canta fuera de
tono, pero no hay dudas de que está poniendo el alma entera en su queja.
Lunadei, en cambio, se ciñe a un gritado sobrio y eficaz, mientras que Borges
baritoniza el hí-jós depúta, que de ese modo sobresale entre las demás
voces.
-- ¡Saquen a todos los que gritan! --ordena el experto.
Hay una orgía de ruidos de candados y los presos van siendo colocados de
cara a la pared del pasillo, donde los refuerzos empiezan a aporrearlos. Los
gritos, las imprecaciones, los insultos y las maldiciones se suman entonces al
jarreo y las puteadas de los que aún siguen en sus celdas, de manera que la
protesta pierde cadencia y va siendo absorbida por la gigantesca batahola.
Uno de los guardias llega hasta mi puerta. Con el corazón en un hilo
aguardo el momento en que se abra mi candado y sea yo lanzado a la
violencia del pasillo, donde hará falta muy poco para que me pongan fuera
de combate a través del flemón, que ni siquiera me permitirá exhalar una
queja digna.
-- Aquí no hay nadie --dice el guardia al que le tocó mi celda.
¿Cómo nadie? Redoblo el golpe de mi jarro contra la puerta y grito todo lo
que me permite el flemón, que es muy poco.
-- Golpean la puerta --dice ahora el guardia-- pero nadie grita.
-- ¿Ahí? --dice una voz que reconozco como la del oficial táctico de la
mañana--. No; ese no hizo la huelga. Está enfermo.
Y el candado no se mueve de mi puerta y mi flemón suspira y mi dignidad
llora y mi pánico se extingue cual fuego al que se ha dejado de alimentar y
dos grandes lágrimas de alivio, humillación y asco ruedan por mis mejillas de
superviviente profesional, mientras en los pasillos, a treinta centímetros de
mi puerta, continúa durante toda la noche el espantoso aquelarre.

106
III. ¿Nunca la noche es más negra que un minuto
antes del alba?

-- Nunca la noche es más negra que un minuto antes del alba --me dice El
Curita, con cara de creer en lo que dice. Y yo también le creería si no fuese
por esa gran venda que le tapa casi todo el cráneo y medio ojo derecho y
que le quita fiabilidad a cualquier cosa que diga.
-- ¿Y eso?
-- Es de un poeta inglés. Shelley, o Keats.
Si Gonzalito estuviese aquí, en el hospital, con nosotros, ya hubiese torcido
el gesto. Los ingleses le caen mal, y los poetas doblemente. Pero por
desgracia Gonzalito no sólo no está aquí con nosotros sino que ni siquiera
sabemos si está en algún lado. Las secuelas de la rebelión han sido terribles
y Gonzalito es uno de los desaparecidos.
De nuestro pabellón sólo estamos aquí El Curita y yo. Los demás, hasta
ochenta, proceden de todo el resto de la cárcel ("de cada pueblo un paisano",
en palabras de El Curita) y por idéntica razón: la Noche de los Ruidos. El caso
más patético es el de un chico cordobés que tiene un balazo en la cabeza.
Será una planta por el resto de sus días. Con El Curita hemos hablado de ir
hasta su cama y quitarle la sonda que lo mantiene vivo, pero al final al Curita
le han retenido sus escrúpulos religiosos y a mí el temor de que me casti-
guen. El Curita opina, además, que sería una forma (confusa, pero cierta) de
completar la tarea comenzada por los sicarios. Y eso, ni por el compañero
Planta. Pero espeluzna ver sus ojos de vidrio, siempre fijos en el mismo
punto, eternamente anclados en el presente.
La otra excepción soy yo, puesto que a mí nadie me ha golpeado, excepto
mi propia estupidez (aunque El Curita sostiene que no debo amargarme,
porque esa fue, según su consoladora teoría, mi única manera de ser
solidario). Aquella noche terrible, tal vez alentado por los espantos que
estaban ocurriendo junto a mi puerta, el flemón siguió creciendo y doliendo,
doliendo y creciendo, hasta que pensé que iba a volverme loco. Probé
nuevamente el método del agua (con los mismos contraproducentes
resultados), el nido de calor y las promesas a deidades varias, incluídas
algunas de religiones ya extinguidas. Por último me metí dos dedos en la
boca y traté de arrancar ese núcleo palpitante de dolor, pero me lo impidió la
falta de uñas. Y entonces, ya más allá de todo pensamiento sensato (e
incluso insensato), destejí una parte del elástico de mi cama (que es de
alambre de acero) y me clavé la punta de uno de esos alambres en el
flemón, hasta que pude sentir cómo una llamarada de dolor respondía a
aquella salvajada y cómo luego la boca se inundaba de pus y de sangre.
Entonces dentro de mi cráneo hubo ya, por fin y afortunadamente, bastante
más ruido que fuera de mi celda, y me desmayé. Cuando recuperé el
conocimiento, en el hospital, El Curita estaba dormido en la cama de al lado
con su venda a lo Apollinaire y un patético aspecto de muñeco de cera. La
sala del hospital (del hospital de la cárcel, que es como decir la cárcel de la
cárcel) era un puro túnel de gemidos que surgían de los cuerpos estibados
sobre las camas. El único que no se quejaba era Planta, que ya había elegido
107
el punto del espacio del que ya no más quitaría los ojos (eso que habían sido
sus ojos) por siempre jamás.
Hacia las once de la mañana El Curita empezó a dar señales de vida y se
despertó del todo a las doce y media, cuando llegó el carro del almuerzo.
Intercambiamos una mirada de muda interrogación. ¿Qué debíamos hacer
con la comida?
-- Yo creo --dijo El Curita-- que cualquiera sea la situación actual en los
pabellones, los enfermos del hospital están autorizados a comer.
El Curita había hablado en voz alta, y nadie le rebatió. Pero hubo un
compañero que no recibió la comida (su tristeza debía ser mayor que su
deseo de supervivencia). Tampoco comió Planta, que era alimentado por
otros medios (y que estaba al margen de cualquier consideración moral o
ideológica) y yo, que me había hecho tal estropicio en la boca que apenas si
podía tomar líquidos.
-- ¡Bestias! --dijo el dentista, cuando me revisó en su consultorio esa misma
tarde. Había una cierta leyenda, en torno al dentista, acerca de que no era
del todo insensible a las penas de los presos.
-- ¿Cómo le hicieron esto?
Otro problema moral: ¿debía yo aprovechar la contradicción para
profundizar el malestar de este dentista con el personal de la cárcel, o en
homenaje a su actitud debía decirle la verdad? ¿Qué hubieran hecho Sabena
o Gonzalito en un caso así?
-- Fui yo.
-- ¿Usted? --. El dentista dejó de mirarme como se mira a la víctima de una
masacre y empezó a mirarme como al factor de una masacre, aunque fuese
una masacre personal y privada.
-- No podía más del dolor --expliqué.
El dentista recuperó parte de su conmiseración.
-- Tiene que haber estado muy desesperado.
-- Muy --contesté yo, con el laconismo que me imponían el dolor de la boca y
el desaliento.
-- ¡Qué desastre! --confirmó entonces el dentista, mientras inspeccionaba el
desastre con su espejito de metal. Yo traté de imaginarme el desastre, pero
como ignoraba de qué manera estaba hecha mi boca, sólo pude
representármelo bajo la forma de un volcán apagado, pero de carne, con las
laderas empedradas de pus/lava putrefacta.
Fue entonces --cuando regresé de la consulta del dentista y le comenté a
El Curita que mi ánimo estaba tocando fondo, porque por primera vez sentía
que todo yo (cuerpo y espíritu) estaba preso y más allá de cualquier
sensación de aliento o esperanza--, que El Curita me dijo que nunca la noche
es más negra que un minuto antes del alba. Y pensé que El Curita ( o Shelley
o Keats) tenían razón en cuanto a la noche --que, en efecto, nunca es más
negra que un minuto antes de que empiece a amanecer-- pero que eso no
era en absoluto aplicable a mi noche personal, que más bien se parecía a una
de esas noches polares, eternas y heladas.
La herida de El Curita tenía forma de taco de bota. Empezaba en el centro
de la frente y se extendía hasta la sien, en medialuna, tomando la mitad de
una ceja.
108
-- ¿Quién te taqueó?
El Curita se alzó de hombros y filosofó:
-- Antes, cuando yo leía la palabra "orgía", no me imaginaba nada
determinado...
Lo miré con ojitos pícaros.
Quiero decir que sabía de qué se trataba, pero no tenía una imagen
"panorámica"...Ahora sí que la tengo. Una orgía tiene que ser algo igual, sólo
que de signo contrario, a lo que pasó la otra noche.
¿Orgía de dolor? Este Curita siempre estaba al borde del off-side.
O sea que cualquiera podía ser el autor de la herida de El Curita. El Rengo,
probablemente, quizás para vengarse de su renguera o para demostrar que
no por rengo era menos certero con su pata renga que los otros con sus
patas normales. O Ceño Fruncido ("que nadie me patee al Curita que al
Curita me lo pateo yo"). O hasta el mismísimo Darío, puesto que esa noche
fue convocado absolutamente todo el personal, de cualquier pelaje y marca,
que estuviese presente en el penal. Me fijé más de cerca en la herida de El
Curita, por si se trataba en realidad de una herida de zapato, puesto que ni
Darío (ni nadie del personal administrativo) usaba botas. Me hubiese en-
cantado tener un motivo adicional para odiar a Darío.
-- ¿Estaba Darío?
El Curita no lo había visto, pero eso no significaba nada. Pensé que, en
cierto modo, la presencia de Darío reforzaba e ilustraba la teoría orgiástica
de El Curita.
Para la cena trajeron una polenta desastrosa, que parecía y era incomible
(así, como yo veía esta polenta, así debía ver mi abuela todas las polentas,
incluída la polenta de lujo del cumpleaños de Doña Amelia). Yo no sufrí
demasiado el agravio, porque de todos modos no hubiese podido comer nada
sólido (y en ese sentido hasta era de agradecer que no trajeran nada
apetitoso), pero los demás recibieron su cena con pena y asco. En realidad,
casi nadie comió, pero no ya por obra y gracia de militancias espartaquianas
sino por la mucho más antigua huelga del ser humano contra lo horrible y
soso, sin añadidos morales.
Tras la cena El Curita hizo una recorrida por el pabellón, saludando a los
compañeros y confortando a los más doloridos. A Planta le acarició las manos
y lo tapó mejor, quizás con la esperanza de obtener algún tipo de respuesta.
El guardia del hospital dejó moverse al Curita, aunque lo que estaba
haciendo era un delito capital, sólo porque se trataba de El Curita (que solía
cosechar mucha más consideración --y a veces también mucho más odio--
que cualquiera de nosotros) y porque en el penal se había instalado una at-
mósfera de calma después de la tormenta y era el tiempo de hacer la vista
gorda.
Observé cómo El Curita circulaba entre las camas, con su gesto adusto de
sacerdote profesional (las manos juntas, la espalda un poco encorvada, la
voz baja) y pensé que también El Curita, igual que el Alemán, debía sentirse
bi-preso, pero con la diferencia de que la mamá del Alemán era nada y
menos que nada al lado de la gran mamá dos veces milenaria de este Curita
que ahora parecía muy poco sacerdotal con su pijama carcelario y su cómica
venda. Afuera, y en los últimos tiempos, El Curita había usado una larga
109
barba, aunque no muy tupida, de profeta bíblico. Ahora, sin esa defensa, se
hacían más aparentes su calvicie y la cara de monito triste. Recordé el día
que fue a su primera misa en el penal y Ferrobusta (que había sido avisado
de su presencia, porque en estas cosas, y en algunas otras, la Iglesia
funciona como la Mafia) lo invitó a ayudarle en la ceremonia, llamándole
"padre". El Curita aceptó y entonces pudimos asistir a una extraña puesta en
escena que parecía más bien la teatralización de la obra "Las Dos Iglesias",
porque era muy fuerte la contradicción --visual y auditiva-- entre las
evoluciones vodevilescas de Ferrobusta (subrayadas por su ropa de telas
finas y almidonadas) y el silencio discreto de El Curita, embutido en un
gigantesco uniforme que la aguja de Gonzalito aún no había reducido a
proporciones decentes. Y cuando llegó el momento de "darse la paz" El Curita
miró angustiado hacia la primera fila de presos, con la esperanza de que al-
guien se adelantara un paso y le extendiera su mano. Pero casi nadie conocía
aún al Curita y entonces El Curita no tuvo más remedio que darle la mano a
Ferrobusta, que se la estrechó sin mirarlo a los ojos y la soltó enseguida,
como si quemase. Lunadei me dio un codazo:
-- ¡Qué malos vendedores tiene esta Empresa! --dijo.
A mí, en cambio, la escena me recordó una historia de la Segunda Guerra
Mundial. Ocurrió en Francia, durante la ocupación alemana, cuando los nazis
impusieron el "diez por uno" (se fusilaría a diez rehenes,
indiscriminadamente, por cada soldado alemán muerto por la Resistencia).
Los condenados de ese día eran conducidos en la caja de un camión hacia el
lugar donde se llevaría a cabo el fusilamiento, acompañados de un cura. Era
una caja cerrada, sin vista al exterior, con una lamparita oscilante brillando
en la oscuridad. El cura se ocupaba especialmente de un joven que no debía
tener más de dieciocho años. El joven se quejaba con desconsuelo de su
mala fortuna y de la poca vida que le quedaba, en tanto que el cura lo
exhortaba a seguir creyendo en Dios, porque Dios no abandona nunca a sus
hijos y mientras hay vida hay esperanza. Las palabras del cura fueron
proféticas, porque el joven descubrió que una de las tablas del piso del
camión estaba suelta. Tirando de ella logró hacer un hueco lo
suficientemente grande para caber en él y aguardó a que el camión redujese
un poco la velocidad para pasar por el hueco y dejarse caer mientras el
camión seguía su camino. Pero entonces el cura, consternado, se levantó del
asiento y dio golpes de aviso en la cabina con su cruz de metal hasta que le
oyeron y la marcha se detuvo. El joven fue buscado, encontrado y vuelto a
subir al camión, donde la tabla salvadora quedó bien encajada en su lugar. El
cura hizo el resto del viaje en la cabina, con los soldados.
Mientras nos preparamos para acostarnos, le cuento la historia al Curita,
que no la conocía. El Curita la oye en silencio, sin hacer comentarios y con
cara de preocupación.
-- Comprendo que pensases en Ferrobusta al recordar esa historia --me dice-
-. Es la clase de persona que podría hacer una cosa así.
-- Es espantoso... --me quejo.
-- Sí. Los hombres son muy contradictorios.
Pero a mí me parece que "contradictorio" es un adjetivo demasiado
benevolente para Ferrobusta.
110
-- Ferrobusta no es contradictorio --le corrijo--. Es un hijo de puta.
El Curita se tapa con la manta hasta la barbilla y asiente con su voz de
doncella:
-- Eso es lo que quise decir.

En el hospital trabajan algunos presos comunes. La mayoría hace tareas de


limpieza, pero algunos han sido promovidos a funciones que lindan ya con la
condición de enfermeros. ¿Nos permitirían a nosotros, los políticos, ser
enfermeros de los comunes? Es poco probable. Primero, porque aquí hay
clases (y un enfermero es una especie de sirviente, sobre todo en un hospital
de prisión), y segundo, porque los comunes raramente se enferman, excepto
como consecuencia de sus bárbaras trifulcas.
Un común , precisamente, es el encargado de distribuir los medicamentos,
que lleva en una de esas bandejas de madera colgadas al cuello como las de
las cigarreras de night club de película norteamericana. La sola visión de este
abundante muestrario de grageas, supositorios, jarabes y cremas podría
colocar a Costa al borde del éxtasis.
-- Tome --me dice, alcanzándome los antibióticos.
El común mira hacia los dos lados para comprobar que estamos solos.
-- Tome --vuelve a decir, pero ahora me entrega un papelito doblado en
cuatro. Lo interrogo con la vista, pero él ya ha recuperado su cara de póker.
Voy al baño, donde también está El Curita, para leer el mensaje con
tranquilidad. Es de Lunadei y tiene su estilo económico:

Gonzalito y Sabena desaparecidos. Lobatón fue trasladado ayer a


Rawson. Rizzo tiene fracturadas las dos piernas. Costa está en el chancho.
Los demás, jodidos pero bien. Pásenlo.

Le alcanzo el mensaje al Curita, que lo lee y me lo devuelve. Nos miramos


con idénticos ojos de preocupación.
-- ¿Dónde pueden estar Gonzalito y Sabena?
El Curita sacude la cabeza de un modo que quiere decir: sea donde sea, la
están pasando mal. De Lobatón no hablamos, porque el traslado a Rawson es
una cosa muy poco atractiva (se trata del penal más duro del país), pero
esperable y soportable. La fractura de Rizzo, en cambio, y el chancho de
Costa...
El papelito de Lunadei no dice nada de Espartaco, pero tampoco es
necesario que lo diga. Si Lunadei ha tenido que hacerse responsable del
pabellón significa que no hay una dirección a cargo de la huelga. Y sin
dirección no hay huelga.
-- ¿Qué hacen aquí? ¡A las camas!
No conocemos a este guardia --que es gordo como una bola de cebo, al
que le encanta entrar por sorpresa al baño y que probablemente sea del
mismo club que Darío-- y tampoco queremos conocerlo, ni siquiera en el
caso de que ese conocimiento sea útil y necesario para nuestra so-
brevivencia. Y mientras vuelvo a mi cama constato que mi vida de preso (mi
vida presa) ha entrado en una nueva etapa, muy peligrosa, que se
111
caracterizará por la falta de proyectos de cualquier tipo. A esto, Afuera, se le
llamaría depresión. Aquí es otra cosa, infinitamente más triste, solitaria y
final.
El Curita, que suele adivinar estas cosas (supongo que como subproducto
de su experiencia de confesionario y demás yerbas), me palmea en la
espalda:
-- No afloje, socio. Recuerde que nunca la noche es más negra que un
minuto antes del alba.
¿La verdad verdadera, Curita? Estoy desesperado.

**

La mayor ventaja del hospital es que está en un segundo piso y que hay
grandes ventanas. Es cierto que las ventanas dan a las murallas --lo que no
es en absoluto fascinante-- pero las murallas ocupan sólo la mitad inferior de
la vista. La otra mitad está hecha de cielo, nada más que de cielo, hasta
donde alcanza la mirada. De modo que no hay razón para que yo extrañe a
mi árbol/bronquio (pero no debe verse en estas palabras el mínimo
desagradecimiento a mi árbol/bronquio) puesto que con un cielo así a mi
disposición se puede seguir perfectamente la marcha de las horas. Este cielo
de cárcel le da la razón a Einstein, que decía que si quitáramos del universo
todo lo material, no quedaría nada, ni siquiera el Tiempo, pues el Tiempo
sólo existe en las cosas. La idea de un Tiempo puro, envejeciéndose a sí
mismo en un universo vacío, es inabarcable. En cambio, qué fácil es ver la
actuación del Tiempo en este cielo del atardecer, con esos púrpuras y
dorados que van preparando el escenario para el drama de cada día. Como
otros miran el mar, yo me paso las horas sentado en la cama mirando el
cielo y asistiendo como único testigo (¿habrá otro hombre en algún lugar del
mundo --un Planta, un náufrago, otro preso-- que hoy esté mirando el cielo
de la misma manera que yo?) a sus cambios de humor, a la llegada y la
partida de las grandes nubes, al lento viraje de los colores, a los caminos que
trazan los pájaros y los aviones en el espacio inmenso. Y, de paso, aprovecho
para sacar a pasear mi depresión por el cielo, del mismo modo que un padre
cariñoso y responsable lleva a tomar el sol a su hijito anémico. Mi depresión
vuela por el azul como un barrilete, fabricando una multitud de mini-camus
que se proyectan en el cielo como en la pantalla de un cine al aire libre. El
Curita, en la cama de al lado, lee sus Evangelios (que son los mismos que lee
Ferrobusta y, con unas pocas diferencias, el propio Rado) y de vez en cuando
levanta sus ojos hacia mí, El Hombre que Mira al Cielo, preocupado por mi
suerte como hombre, como compañero, como amigo y como sacerdote. Son
tantas preocupaciones que ni siquiera El Curita puede con ellas y entonces
acaba embarcándose en el sueño (ese otro cielo) con la boca abierta y los
Evangelios todavía en la mano, con un dedo marcando el lugar donde deberá
continuar la lectura al despertar. Pobre Curita.
Mirándolo mientras duerme, recuerdo que él fue el introductor de un
asunto (mitad juego, mitad pedagogía) que durante un tiempo dividió las
112
opiniones del pabellón en dos sectores irreconciliables. Ocurrió un poco
después de su teoría acerca de los nombres de las mariposas, pero ahora
tenía que ver con una cuestión mucho más seria: el modo en que debía
pedirse perdón a los oficiales del penal.
Por aquellos días había llegado a Sierra Chica un oficial tras-
ladado de Rawson (en donde ahora debe estar Lobatón) trayendo el hábito
rawsoneano de que los presos pidiesen expresamente perdón cuando
violaban alguna norma reglamentaria. Si el preso pedía perdón, evitaba el
chancho. Si se negaba...
En realidad, en el pabellón no existían dos sino tres posiciones o actitudes:
1) la de los que decían que "libres o muertos, jamás esclavos" y se llamaban
a sí mismos los defensores de la dignidad. 2) La de los que decían que
perdón era sólo una palabra y que, dicha por coacción ante un oficial, era un
simple acto de legítima defensa, sin connotaciones morales ni ideológicas.
Estos se llamaban a sí mismos "los pragmáticos". 3) La actidud de Lunadei,
carente de seguidores, que sostenía que no había que negarse a pedir pe-
rdón, puesto que lo contrario significaba el chancho, pero que tampoco había
que decir la palabra perdón.
-- ¿Y qué vas a decir, entonces: zapato?
-- No --explicaba Lunadei--. Se puede decir algo que suene parecido: bertón,
o persot...
-- O bretón, o patrón...
-- O plumón o mantón...
-- O huevón...
Los defensores de la dignidad opinaban que la posición de Lunadei era aún
peor que la de los pragmáticos, porque hasta el servilismo es--decían-- en
cierto modo, una opción política, mientras que lo de Lunadei era borrarse,
lisa y llanamente. Los pragmáticos, por su parte, opinaban que el método de
Lunadei era ineficaz, porque se corría el riesgo de ser indigno y, al mismo
tiempo, acabar en el chancho.
Fue en este punto del debate que se incorporó El Curita. Cuando se le pidió
opinión, dijo:
-- Me parece que este es uno de esos casos en los que la cantidad se
transforma en calidad.
Demasiado críptico. Le pedimos precisiones.
Punto uno --dijo entonces El Curita, agarrándose un dedo más cada vez--: si
la defensa de la dignidad, en un caso de repetición sistemática, nos conduce
a alguna fórmula de suicidio ¿no estamos transformando esa defensa en un
fin en sí mismo?
Los pragmáticos sonrieron encantados ante la aparición de este argumento
redondo y, además, de la mano de preso tan prestigioso.
-- Dos: la aceptación sin lucha de un acto de indignidad para salvar la vida
¿no nos hace olvidar que la vida no es un fin en sí mismo?
Ahora el único que sonrió fue Lunadei.
-- Tres: ¿no es un error responder con ambigüedad a un ataque ab-
solutamente claro y trasparente del enemigo?
113
Gonzalito, Sabena y Lobatón asintieron: era la clase de lenguaje que
entendían mejor. Costa, en cambio, empezó a irritarse:
-- ¿Y entonces que hay qué hacer? ¿Desintegrarse en el aire?
El Curita se soltó los dedos profesorales y respondió:
-- Hay que jugar.
Estupor.
-- ¿Jugar? --repitió Costa, y se subió los anteojos a lo más alto de la nariz.
-- Claro. Cuando una situación es inmanejable (porque ¿cómo puede
obligársele a un hombre a elegir entre la indignidad o la muerte?) lo único
que queda es jugar.
-- O sea, aceptar la indignidad --dice Sabena.
-- No.
¿No? ¿Y cómo, entonces? Pero en ese momento se acabó el recreo y nos
llevaron de regreso a las celdas. Hacía meses que el pabellón no presentaba
semejante clima de expectación. Concretamente, desde el bulo de las
supuestas libertades que iba a haber para Navidad.
El Alemán me golpea la pared.
-- Decile a tu vecinito que nos adelante el próximo capítulo.
Le golpeo la pared al Curita.
-- El Alemán quiere saber cuál es tu solución mágica.
-- Mañana, en el recreo.
Y no hubo modo de sacarle una palabra hasta que al día siguiente volvimos
al patio, cerraron la puerta con el candado y empezamos a dar la vuelta del
perro tomando como centro al mingitorio.
-- ¿Y?
El Curita nos miró con su mirada de doncella (¿ puede una doncella ser
indigna sin dejar de ser doncella?) y señaló a Lunadei:
De todos modos, éste fue el que estaba más cerca.
Gonzalito se impacienta y simula hablar como un niño pequeño:
-- Pernod,señor...edredón,señor...Proudhome, señor...
El Curita se ríe.
-- Lo de Proudhome no está nada mal. Pero se puede mejorar.
Y entonces El Curita explica que en el acto de pedir perdón, como en todos
los asuntos de esta vida, hay dos cosas: el qué y el cómo.
-- La forma y el contenido --digo yo.
-- Sí; en literatura se llaman forma y contenido.
-- Y los que no somos curas ni poetas ¿cómo podríamos entenderlo? --dice El
Alemán haciendo uso de la crem de la crem de su mala leche.
-- Cuando vos pedís perdón --explica entonces El Curita hablándole
directamente al Alemán-- te avergüenzan y humillan no una sino dos cosas:
el acto de pedir perdón y el tener que usar la palabra perdón...
-- Es cierto --dice Gonzalito, que ha comprendido la idea y le ha gustado un
poco, pero prefiere desconfiar por principio de las soluciones demasiado
fáciles.
-- ¿Y entonces?
-- Pensemos. Por ejemplo (El Curita se sigue dirigiendo al Ale-
114
mán): supongamos que en vez de perdón, decís "disculpe".
Hay un silencio en el que dignos, pragmáticos y Lunadei mastican la idea.

-- Voy a probar --dice Rizzo, y hace una inclinación versallesca ante Sabena--
. Compañero Sabena: le ruego que me disculpe.--Rizzo vuelve a incorporarse
y abre muy grandes los ojos con simulada expresión de asombro--. ¡No duele
nada!
Nos reímos de la payasada de Rizzo. Y luego, Sabena:
-- Pero "disculpe" es muy parecido a perdón, porque significa reconocer que
uno es culpable y que él, el oficial, tiene capacidad para quitarnos el peso de
esa culpa...
Sabena nunca suele hablar tan largo y mucho menos sobre cuestiones tan
deletéreas. Gonzalito toma el relevo:
-- O sea que es una cuestión de palabras.
El Curita lo mira a los ojos:
-- Si uno lo plantea como un juego, sí.
-- Como las palabras cruzadas --dice Rizzo--. Y, de paso, te salvás del
chancho-- y Rizzo hace el gesto de los trapecistas, en el circo, después de
una prueba, flexionando las piernas y poniendo los dedos en forma de
cuernitos.
A pesar de la desconfianza inicial, el pabellón acabó aceptando el juego
propuesto por El Curita --con la única excepción de Rado, que sostenía que
se trataba de una solución atea (de donde dedujimos que Rado estaba celoso
de la condición de sacerdote de El Curita)--y fue Miami quien aportó la si-
guiente palabra clave:
-- Lo que hay que decir es: excúseme.
El hallazgo de Miami fue muy celebrado porque ¿qué podía haber de
humillante en una palabra tan amorfa como excúseme?
-- Pero excuse me es "perdón" en inglés... --hizo notar Borges, que a su vez
estaba celoso de Miami en esta competencia entre intelectuales.
-- Pero nosotros estamos presos en castellano --le respondió Doria, que
quería asegurarse de cualquier modo que su asma no volvería inútilmente al
chancho, porque sería el final.
De modo que "excúseme" fue la palabra reina durante esa semana y hasta
Gonzalito y Sabena consideraron que era un logro valioso. Pero el hallazgo
final, el definitivo, correspondió a Borges.
-- Señores: --dijo en el recreo-- he encontrado la piedra filosofal. Lo que hay
que decir es "dispénseme".
Y nos miró a todos con su mirada de gordito satisfecho.
¿Dispénseme? Verdaderamente, parecía perfecto.
-- ¿Dispénseme viene de despensa? --preguntó el Alemán.
-- No. De dispensa.
-- ¿Y qué es dispensar?
-- Dispensar es dar permiso, otorgar un privilegio.
-- O sea --dice el Alemán-- que además de no estar pidiendo perdón,
exigimos que nos traten como privilegiados.
115
Pero enseguida cunde el pánico, porque la palabra es tan blandita que
tememos que los oficiales no la acepten. De modo que esperamos con
curiosidad y preocupación el momento en que sea puesta a prueba por
primera vez. Le toca a Lobatón, que se ha llevado por delante a un oficial
(puesto que nos obligan a caminar con la cabeza baja) al salir del patio de
recreos:
-- ¡Qué se dice, interno!
-- Dispénseme.
-- ¿Cómo?
-- Que me dispense, señor.
El oficial piensa tres segundos.
-- Muy bien. Siga.
Y ya nunca más se pidió perdón en esa cárcel. Excepto los comunes, claro,
que ni conocen los beneficios de la semántica ni tienen problemas en pedir
perdón todas las veces que sean necesarias, pues su guerra particular no
tiene que ver con la dignidad sino con la felicidad, que es un negocio distinto.
El Curita, nuestro fabricante de atajos, sigue ahora durmiendo con la boca
abierta y el dedo en la página del Evangelio mientras yo advierto con sumo
placer que la observación del cielo y el camus sobre la Batalla del Perdón se
han combinado positivamente para que mi depresión haya cedido y mi boca
retornado a volúmenes humanos. Decido que esta noche comeré algo sólido,
pues. Y entonces mi abuela --su fantasma o ella misma, puesto que no hay
demasiada diferencia-- me dice al oído: "si tienes hambre es que no estás
tan mal como aseguras". Comeré algo sólido, pues, en honor de esta abuela
mía que, por fortuna, sigue siendo tan bruja de muerta como lo era de viva.

***

Tenía razón Borges (ambos, puesto que a esta altura del partido ya
piensan igual en todo): no hay dos días iguales, ni siquiera en la cárcel. Hoy
me he levantado, tendido la cama (puesto que nuestra condición de
hospitalizados no nos libera de la básica condición de autosirvientes), tomado
el desayuno (que es menos desayuno que en el pabellón, porque hasta aquí
no llegan ni Cambí ni su grito jubiloso) e incluso empezado a hojear los
Evangelios de El Curita, --mitad por aburrimiento y mitad con la esperanza
suspersticiosa de encontrar, por puro azar, un mensaje del gran jefe de
Ferrobusta--, cuando el encargado del turno de día me dice:
-- Prepárese.
En el pabellón, "prepárese" quiere decir Ropería, Visita o Entrevista (con el
director del penal o con el Jefe de Vigilancia y Mantenimiento). Chancho y
traslado no, porque para eso la fórmula ritual es "prepare el mono". Y
libertad tampoco, porque en ese caso tendría que haberme dicho "con todo,
a la guardia". Pero sólo ha dicho "prepárese" y yo no sé qué quiere decir
"prepárese" en el hospital. De modo que empiezo a ponerme nervioso y ni
siquiera sé en qué debe consistir aquí mi preparación. En la duda, opto por

116
ponerme las zapatillas, por aquello de que a la guerra conviene ir bien
calzado.
Pero la enredadera de mis nervios no tiene tiempo de extenderse porque
casi inmediatamente un guardián que no es de los que prestan servicio en el
hospital ni en los pabellones (y que, por lo tanto, procede de las brumas
misteriosas que rodean a la Dirección) me ordena que le siga y eso es lo que
yo hago, desfilando por el centro del pabellón, como si fuésemos Patton y el
ayudante de Patton que pasan revista a las bajas de una batalla. Dejo atrás
la cama del Curita, que me mira inquieto, y la de Planta, que no me mira de
ninguna manera. Bajamos las escaleras y llegamos a la Reja del hospital
(que tiene Reja igual que cualquier pabellón) donde tenemos que hacer un
alto hasta que la abren y podemos seguir nuestro camino, siempre con el
guardián a mi izquierda, como si se tratase de un educado caballero que
sabe que es su obligación ceder el lugar de la pared. Echo una mirada rápida
y sesgada--porque llevo la cabeza baja-- hacia mi antiguo pabellón, con la
esperanza de divisar algo familiar, pero compruebo que tiene un aspecto
idéntico al de todos los demás, que se abren en torno al puesto de guardia
como los radios de un abanico. "Panóptico" le llamaron los arquitectos que
inventaron esta disposición de los pabellones. Camuseo entonces durante un
segundo tomando como referencia a esos remotos arquitectos que tienen
que haberse pasado muchos meses pensando en estas atroces necesidades y
concluyo que no hay oficio que esté a salvo de la miseria moral, quizás
porque todos los oficios humanos son realizados por hombres, y la miseria
moral está en ellos y no en los oficios.
Mi guardián (que es rubio, que me mira con cierta curiosidad y que tiene
aspecto de universitario) indica una pequeña habitación, muy cerca de donde
me entrevisté con Nélida, y se marcha hacia las vísceras más profundas del
edificio. Yo tomo asiento en un banco de madera y hago un mini-camus en el
que Nélida entra a la habitación, me abraza y confiesa que su invento de la
muerte de mi abuela fue un ardid desesperado para poder verme y estar
cerca de mí.
-- Entonces ¿mi abuela está viva?
-- Sí --dice Nélida--, más viva que nunca-- y se aprieta contra mi cuerpo
ofreciendo su boca golosa.
-- Venga --dice El Universitario, clausurando el camus con cierta brutalidad--.
Entre ahí.
"Ahí" es un cuarto aún más pequeño, que alguna vez se debió utilizar de
cocina puesto que todavía son perceptibles restos de alimentos y manchas
oscuras de sartenes y cacerolas que fueron puestas sobre la mesa cuando
aún estaban demasiado calientes.
-- Cara a la pared y las manos atrás.
El Universitario sigue hablando con un tono natural y bastante alejado de
las voces de mando a las que estamos habituados. Pero la naturaleza de sus
órdenes es, de todos modos, preocupante. Y entonces carece de importancia
el tono, natural o no, con que son dictadas. El Curita diría que este es uno de
esos casos en los que importa el qué y no el cómo (en el Arte en cambio,
117
dice Abel Del Fabbro, lo que importa es el cómo y no el qué) o sea que lo
contrario de la Policía es el Arte. Y viceversa.
Y así, pensando en el qué y el cómo, en Abel y El Curita, en Nélida y en mi
abuela muerta/viva/muerta, voy quemando el tiempo y ganándoselo a mi
temor y a mi incertidumbre, que planean por encima de mi circunstancia
como si se tratase de un gran cóndor (un ala color negro-temor y la otra ala
color negro-incertidumbre) en tanto mi oído se dedica --exento de camus y
de elucubraciones artístico-policiales-- a identificar los ruidos que provienen
del lugar por donde se marchó El Universitario. Y cuando empiezo a pensar
que en realidad se trata de un error y hasta me atrevo a ir corriéndome poco
a poco hacia la mesita quemada, con la intención de apoyarme en ella y
aliviar en parte el cansancio de mis piernas,
entran El Universitario y otro, y me encapuchan.

***

¿Cuándo llegará el poeta genial, el Newton del sufrimiento, que sea capaz
de explicar qué se siente al ser encapuchado?
La Capucha es el terror en estado puro. De un solo acto --de un solo
encapuchamiento-- nos despoja brutalmente de la vista, el equilibrio y la def-
ensa. Si un preso es un hombre a medias, un preso encapuchado ni siquiera
es medio hombre. Un bulto, más bien, o un paquete, sólo lleno de memoria y
de temores (y el primero de esos temores, el temor que está sentado encima
de toda la pila de temores, es el temor a recordar, el temor de no poder
controlar la peligrosa pasta de la memoria). Un preso encapuchado es un
niño ciego al que nadie quiere y a quienes todos castigan con saña sin que él
pueda defenderse.
El Universitario y su adláter demuestran ser muy hábiles en estos
menesteres. Mientras uno me amarra las manos a la espalda tirando fuerte
después de cada nudo, el otro --que debe ser El Universitario, porque sigue
marcando un cierto estilo suave en sus manejos-- pone dos bolas de algodón
sobre mis ojos cerrados, una venda negra sobre los algodones y la capucha
(que yo imagino negra, del mismo color de mi ceguera) sobre la venda y los
algodones. Como todas las cosas de esta vida, el asunto ese de los algodones
puede ser considerado de dos maneras: como un acto de misericordia
(puesto que absorben las lágrimas y defienden a los párpados de la venda) o
como un acto de desprecio, puesto que nunca los cambian y su paso por
tantos ojos de malditos les ha transformado en criadero de infecciones
inconmensurables. Estos algodones huelen del mismo modo que debe oler
todo lo que se pudre en el infierno.
Acaban con su tarea y me dan tres vueltas, como si fuésemos a jugar a la
gallinita ciega. Ahora soy un trompo de carne y hueso, soy uno de esos
caballos de las calesitas de mi infancia, ciegos y circulares, y soy también

118
Borges (el verdadero) y comprendo, al fin, qué quiso decir con aquello de
que "el desnivel acecha". 17
Mientras me llevan a algún lugar siniestro, aún más adentro del Laberinto
y más cerca del Minotauro, logro precisar que han pasado dos años justos
desde mi último encapuchamiento. Fue en la cárcel verde, por aquellos días
en que murió la Callas y a Pedroso comenzaron a hacerlo papilla. La simple
evocación de esos días nefandos me pone la piel de gallina (de gallinita
ciega) y dispara múltiples mini-camus, sobre todo olfativos y táctiles, en los
que predomina la textura densa y filamentosa de la sangre cuando empieza a
coagularse y el olor de los esfínteres desobedientes. Los camus, por pura
obra del pánico, traban mi paso y lo hacen indeciso, pero El Universitario lo
atribuye sólo a mi ceguera y entonces me empuja por el centro de la espalda
con un empujón que no es cordial pero que tampoco es humillante.
-- Espere aquí.
Vuelvo a estar de cara a una pared, pero ahora sólo puedo servirme de la
frente encapuchada para comprobarlo. Es una pared lisa y empapelada.
Tanteo con una de las rodillas y hallo un revestimiento de delgadas tablas de
madera. Con paredes empapeladas y zócalo de madera hay un sólo lugar en
esta cárcel: el despacho del director. Mis dos yoes, el Pesimista y el
Optimista, se enzarzan de inmediato en una pelea acerca de la interpretación
del dato. Pesimista sostiene que la tortura puede ser grossa, habida cuenta
del lugar --insólito para esta clase de actividades-- al que me han llevado.
Optimista se burla de la estupidez de su adversario y me hace notar que ni la
hora ni el lugar pueden ser interpretados de ese modo.
-- ¿Y entonces? --pregunto a Optimista.
-- Puesto que te encapucharon, se trata de un interrogatorio. Pero puesto
que te trajeron al despacho del director, no habrá tortura.
¿Interrogatorio sin tortura? Posible, pero improbable. Ellos saben que las
verdades terribles nunca fluyen voluntariamente de nuestros labios, salvo
que se trate de viejas y archiconocidas verdades con las que no pueden
hacer nada (y entonces ya no son verdades terribles, excepto en nuestro
recuerdo).
-- ¡Qué tontería! --dice Pesimista, que es el que suele acertar más a
menudo--. Si te encapucharon, es para que no reconozcas a tu interrogador.
Y semejante prevención no tiene sentido tratándose del director, puesto que
no sólo conocés su cara sino también su voz.
-- ¿Y entonces? --torno a preguntar.

17
(Nota del Editor). El poema de Borges al que se alude aquí es "El Ciego". Tiene dos partes. Este es el texto de la
primera:Lo han despojado del diverso mundo,/ de los rostros, que son lo que eran antes,/ de las cercanas calles, hoy
distantes,/ y del cóncavo azul, ayer profundo./ De los libros le queda lo que deja/ la memoria, esa forma del olvido/ que
retiene el formato, no el sentido,/ y que los meros títulos refleja./ El desnivel acecha. Cada paso/ puede ser la caída. Soy
el lento/ prisionero de un tiempo soñoliento/ que no marca su aurora ni su ocaso./ Es de noche. No hay otros. Con el
verso/ debo labrar mi insípido universo. El poema figura en la página 1.098 de las Obras Completas, en el tomo
correspondiente a "El Oro de los Tigres".

119
-- Te van a reventar --concluye Pesimista (pero sin alegría, puesto que en el
tole tole algún palo le caerá también a él).
Como siempre, acabarán teniendo razón los dos monstruos. Es la historia
de mi vida.
El Universitario me viene a buscar a los pocos minutos (en las torturas
auténticas, en cambio, el ablandamiento de la larga espera suele cumplir un
papel fundamental) y conduciéndome de un brazo me lleva hasta lo que
parece el centro geográfico del despacho (puesto que diez pasos son una
distancia muy considerable, con mi tranco y en línea recta) y allí me hace
sentar en una silla con mullido tapizado, con lo que queda definitivamente
probada la naturaleza aristocrática del lugar. Pero resta por ver si lo de la
silla es una prometedora gentileza o sólo una desconocida forma de crueldad
que no tardará en revelarse. Por falta de tiempo no convoco a mis dos yoes.
Además mi cuerpo --que tiene sus propios asesores-- utilizando un código de
las épocas de hombre libre ya ha resuelto agradecer, por su cuenta y riesgo,
la inesperada cortesía y procede a sentarse. 18
Ruido de papeles (manejados sin habilidad, puesto que no hacen ese
limpio sonido de las hojas que se deslizan suavamente unas sobre otras sino
que crepitan como papel que se quema) y olor a cigarrillo negro (a un
cigarrillo negro que ahora está humeando y a por lo menos otros cuatro
cigarrillos negros que siguen humeando, mal apagados, en el cenicero).
Una voz dice mi nombre y mi edad, nombra la calle y el número de mi casa
(de donde se llevaron a mi abuela metida en una cajita oscura) mi puesto en
el diario y la fecha de mi detención.
-- ¿Todo en orden? --pregunta la voz, una vez acabada la narración del parco
itinerario de los últimos cuatro años de mi vida.
-- Sí --digo yo escuetamente, para probar; y como no me cae encima ningún
porrazo seguido de un "¡se dice sí señor!" deduzco que las cosas no marchan
del todo mal y hasta me permito relajarme un poco en la silla, a pesar de las
manos atadas a la espalda, y autorizo a mi culo de preso que abandone la
desconfiada posición caupolicaniana y acepte plenamente las blanduras del
muelle tapizado, que cede ante mi peso y hace psssssssss.
-- Muy bien --dice La Voz, que ciertamente no es la de Frank Sinatra y
tampoco la del director. Es una voz que no he escuchado nunca.
Más ruido de papeles. ¿Táctica, aburrimiento o es que, simplemente, no
sabe por dónde empezar?
-- ¿Por qué no está casado?
La pregunta me toma por sorpresa. ¿Habré escuchado bien?
-- ¿Cómo dice?
-- Le pregunto --repite La Voz, con una puntita de irritación-- por qué no se
ha casado, considerando su edad y su situación.

18
Un tema para debate en algún congreso sobre derechos humanos: cuál es más humillante: ¿el castigo que se
recibe de sentado o el castigo que se recibe de pie?

120
-- Bueno --digo yo, que sinceramente nunca había pensado hasta este
momento que estuviese en edad de casarme--. Creo que no encontré la
mujer adecuada.
Silencio.
-- ¿Y qué piensa usted de las relaciones pre-matrimoniales?
-- ¿Sexuales? --pregunto a mi vez, por afán de precisión.
-- Claro --responde La Voz--. No le voy a estar preguntando si le parece bien
que haya novios.
Yo debiera contestarle a La Voz que un preso siempre estará a favor de
todo tipo de relaciones sexuales, incluídas las perversas, porque uno no
puede ser crítico con lo que más necesita. Pero yo no soy cualquier clase de
preso sino un preso maniatado, encapuchado y sentado en una silla de
interogatorio, y empiezo a sospechar que esta insólita encuesta tiene que ver
con mi Futuro. (Y en ese preciso momento comprendo también que acabo de
recuperar mi Futuro, del mismo modo que uno recoge, después de un
tiempo, una maleta que ha dejado en la consigna de una estación de trenes.
Y aunque no se puede decir, en puridad, que el Futuro de uno es algo que
pueda ocupar lugar, de todos modos yo siento el peso de la maleta y ese
peso me encanta). De manera que contesto:
-- Depende.
-- No empecemos con los depende --dice La Voz, que debe ser un experto en
dependes.
-- Quiero decir que depende de la edad, de las circunstancias, del entorno...
No termino de pronunciar la o de entorno cuando me doy cuenta que he
metido la pata, porque entorno es la clase de palabra que irrita a los
militares con vocación de cruzados.
-- ¿Entorno? --inquiere La Voz, confirmando mis sospechas.
-- Es una palabra que no me gusta --digo yo, despeñándome vilmente por la
pendiente del oportunismo más abyecto--, pero no encuentro otra.
-- Puede decir comunidad, o lugar, o medio...
-- Es cierto --digo yo, y hasta muevo la cabeza (dentro de la capucha) hacia
adelante y hacia atrás, en una caricatura de asentimiento gestual-- esas
palabras son más convenientes.
-- Bueno. Pero yo quiero su opinión.
Y percibo otra vez el ruido de papel, como si La Voz tuviese que consultar
de vez en cuando un expediente o algo parecido. Y luego se agrega el sonido
de un lápiz golpeado contra la mesa, madera contra madera. Si La Voz no
está rellenando la planilla de una encuesta, yo soy el Mahatma Gandhi.
De modo que decido jugar el juego hasta las últimas consecuencias,
porque esto no es Espartaco --donde la cuestión central era la Dignidad--
sino una pulseada entre La Voz y yo. O sea que la cuestión central es ganar,
por el medio que sea, el premio de este extraño juego, sea el que sea.
-- Si tengo que definirme por sí o por no, digo que no.
-- ¿Y por qué? --hurga La Voz.

121
-- Porque la sexualidad es un asunto muy delicado. Y la abstinencia puede
llegar a ser una virtud, mientras que la promiscuidad siempre está al borde
del pecado.
Mis antenas borgeanas perciben que el parrafito cayó bien y también a mí
me parece que no estuvo mal. Pero sé, de todos modos, que debo evitar los
riesgos de la brillantez.
-- Muy bien --dice La Voz, y pasa la página de su guión--. Usted es
periodista. ¿Qué opina de la libertad de prensa?
Estoy por decir depende, pero me muerdo la lengua a tiempo.
-- Un preso siempre está a favor de la libertad. De cualquier clase de
libertad.
La Voz se vuelve a irritar un poquito.
-- La libertad, sí --dice, masticando las palabras del modo como lo habrá
hecho el Coronel Lugones en su trifulca con Miami--; pero una cosa es la
libertad y otra el libertinaje.
La Voz no podrá jamás imaginarse lo atractiva que me ha resultado
siempre la idea del libertinaje. Y en este momento preciso, Voz, mejor ni
hablar.
-- Por supuesto --digo, tratando de imitar el tono del Curita cuando habla con
los enfermos en el hospital.
La Voz pasa otra hoja.
-- Usted sabe que en el país han ocurrido muchas cosas y ha muerto mucha
gente...
Voz, hijo de puta, y a mí me lo contás, como si yo fuese el que estoy
fumando y vos el que está sentado borges en la silla.
-- Sí, claro...
-- ¿Y usted no ha hecho un examen de conciencia acerca de su responsa-
bilidad en lo que ha pasado?
La Voz me está pidiendo que declare mi arrepentimiento. Pero tendré que
ir con mucho cuidado, para que no se dé cuenta de que me doy cuenta.
-- Bueno. Yo...
La Voz aguarda, mirando a mi capucha e imaginando mi rostro como yo
imagino el de él, aunque él seguramente tendrá, además, una foto mía en la
primera hoja de su expediente.
Hay un poema de Machado --arranco-- que siempre me ha impresionado.
Dice:

Tu verdad? No. La verdad.


Y vamos juntos a buscarla.

La Voz hace ruido de revolverse en su asiento y deduzco que he dado un


paso en falso.
-- Es decir: que no es buena cosa pensar que uno es el exclusivo depositario
de la verdad.
(¿Pero acaso La Voz no se considerará exclusivo depositario de la verdad y
yo lo estoy atacando con mi argumentación?).
122
-- Hay verdades y verdades --dice La Voz, que trata de ser ingenioso y culto
para contrarrestar mi mención de Machado.
-- Es verdad --digo yo, cediendo a la tentación de tomarle el pelo, aunque
afortunadamente sin consecuencias.
-- Pero dígame: si tuviese que vivir su vida de nuevo ¿volvería a actuar del
modo que ha actuado?
Decididamente, se trata del Juego del Arrepentimiento, pero todavía no es
tiempo de pronunciar la palabra clave.
-- ¿Mi vida? Son muchos años. Es difícil hacer un repaso de cada minuto, de
cada decisión, de cada etapa...
Muy bien. El tempo lo estoy manejando perfectamente.
-- No le pido eso. Me estoy refiriendo a su actuación política.
Hace dos años, en la cárcel verde, respondí una pregunta muy parecida
negando haber tenido cualquier clase de actuación política, aunque sabía que
la consecuencia inevitable de mi negativa era el castigo. Pero en aquellos
tiempos lo importante era decir solamente no, porque se trataba de un juego
que sólo jugaban Ellos y porque en los primeros interrogatorios la negativa
absoluta (incluso ante preguntas que fuese razonable o conveniente
contestar con una afirmación) era el único método que podía, con paciencia y
saliva, llevarlos a la duda de si, en realidad, nuestra negativa no sería since-
ra. Si a usted alguna vez le interrogan en una cárcel diga que no, siempre y
sin dudarlo. Y, si puede, con voz firme. 19
-- No estoy disconforme con haberme preocupado por los problemas políticos
de mi país --digo a modo de preparación-- porque esa es una obligación de
todo hombre responsable. Pero sí, en cambio, de no haber medido
suficientemente las consecuencias de ciertas ideas...
-- ¿Sí? --dice La Voz, estimulándome, con unas ganas locas de acabar con
esta historieta lo antes posible.
-- De eso sí... --digo, haciendo una pausa--. De eso me arrepiento.
Arrepentido, arrepentido (mea culpa, mea culpa, mea grandíssima culpa).
La palabra mágica se queda flotando unos instantes en medio de la sala,
igual que si fuese una gigantesca pompa de jabón.
La Voz pasa otra página y vuelve a hacer sonar el lápiz sobre la mesa.
-- Dígame una cosa.
Me callo, esperando la cosa que debo decir.

19
Lunadei llamaba a este método (con el que todos estábamos de acuerdo, aunque no todos lo habíamos
practicado) el "Método de la Sirvienta". Y lo explicaba así: "¿Qué hace la Sirvienta cuando desaparece el anillo de
la Señora de sobre el tocador de la Señora y la Señora le hace notar a la Sirvienta que sólo ella pudo haberlo
agarrado? La Sirvienta dice que no, jura que no, llora que no. Y cuando viene el Señor y la somete a nuevo
interrogatorio, la Sirvienta vuelve a llorar y le dice al Señor, con profusión de mocos, que eso le pasa a ella porque
es pobre y no tiene nadie que la defienda. De modo que el Señor habla con la Señora --que no tiene el corazón tan
blando porque es veterana en llantos de sirvientas y porque sabe, más allá de toda duda razonable, que hay una sola
persona que pudo levantar el anillo del tocador-- y le dice que "mejor olvidarse del asunto, porque la Sirvienta
parece sincera y parece, también, estar muy dolida y al fin y al cabo un anillo no es más que un anillo". Lunadei
termina el cuento haciendo el gesto de guardarse un anillo entre los senos, metiendo su mano de diablo por el escote
del hilachiento uniforme de verano.

123
-- ¿Usted estaría dispuesto a firmar una declaración en ese sentido?
El yo Pesimista --que estaba relegado al rincón más infamante de mi
Conciente, en castigo por su error-- levanta la cabeza y hasta se permite un
rictus de desdén dirigido a mi candor. ¿No me habré metido en la boca del
lobo? Pero no tengo mucho tiempo para pensarlo y tampoco puedo hacerme
de pronto el Robin Hood, so peligro de que La Voz escriba un gran y
definitivo letrero de irrecuperable sobre la cubierta de mi expediente.
-- Por supuesto --digo, y no puedo evitar que mis Moléculas de la Dignidad
inicien un pequeño revoloteo de preocupación y angustia. Pero las llamo al
orden y obedecen (de donde deduzco que mis Moléculas de la Dignidad
también votan por la libertad, aunque haya que pagar un precio asquerosito
y que deje mal sabor de boca).
Hay un silencio de papeles y luego el clic de un encendedor y otra vez la
vaharada del humo.
Muy bien --dice La Voz--. Volveremos a vernos.
Yo asiento con un golpe de capucha, y me cuido muchísimo de no hacer un
chiste acerca de eso de volver a vernos.
El Universitario recupera su poder sobre mí y vuelvo a ser Borges en sus
manos, recorriendo otra vez --pero ahora en sentido contrario-- todas las
estaciones atravesadas en la ida, como si pasasen para atrás una película.
Estoy tan contento por mi actuación y por haber recuperado el Futuro, que
cuando me quita los algodones y torno a ser un vidente, me atrevo a
recomendar:
-- No estaría mal cambiar los algodones.
El Universitario me mira a los ojos, como no entendiendo lo que acabo de
decir, y luego dirige su atención a los algodones, que son del color de la
tierra mojada y tienen aureolas amarillas y verdes.
-- Tiene razón --dice El Universitario, y los tira a un rincón.
Y así, más contento que opa en sulky, vuelvo al hospital y al Curita.

***

-- Te vas --me dice El Curita cuando acabo de contarle la historia completa


del interrogatorio.
-- ¿Me voy? --respondo yo, que todavía estoy en la etapa económica de la
simple alegría de que no me molieran a palos-- ¿Adónde me voy?
-- Afuera. Libre.
El Curita se pasa a mi cama y me palmea en la espalda. Ahora El Curita
tiene ojos de monito alegre.
-- ¿Libre? --le (y me) pregunto.
Yo sé que no tengo que ser desatento con este instante mágico, tantas
veces imaginado, en el que por primera vez incoporo la idea de la libertad
como algo no sólo posible sino inmediato. Pero la verdad es que no siento
nada especial, con excepción de un malestar en los ojos (los algodones
habrán empezado su tarea de putrefacción) y la mirada del Curita, que
parece saber lo que está pasando por mi cabeza.
124
-- Tenemos que brindar --dice El Curita, y se va al baño a llenar de agua
nuestros dos jarros de lata (de la misma clase de los que ejecutaron la
sinfonía agonal de Espartaco en los pabellones). Los entrechocamos y luego
bebemos como si fuese champán.
Pero yo sigo aturdido.
¿Por qué estás tan seguro? --pregunto.
El Curita acaba su agua, chasquea la lengua como jamás haría Afuera, ni
con champán ni con ninguna otra bebida, y deja el jarro sobre la misma
mesa donde reposa su Biblia de bordes deshilachados. Yo también me siento
un poco deshilachado en los bordes, como la Biblia del Curita.
-- Ha pasado en otras cárceles: te interrogan, a la semana firmás la
declaración del arrepentimiento y quince días después estás Afuera.
Otra vez la palabra mágica: Afuera. Afuera de la celda (de todas las celdas,
de todas las cárceles), afuera de la comida vomitiva, afuera de los flemones
reventados a alambrazo limpio, afuera de Ceño Fruncido ("usted se me va y
no me vuelve más"), afuera de Darío y su hociquito de grana. Afuera. Me
encanta Afuera.
El resto del día se arrastra con una lentitud desesperante, como si se
tratase de una variedad de serpiente lisiada, y ahora la visión del cielo,
aunque aunque el cielo no haya cambiado, provoca proyecciones de otra
clase, porque una parte de mí empieza a moverse hacia Afuera y demanda
sus propios camus, que están hechos de Nélidas futuras, de la tumba de mi
abuela (si es que verdaderamente ha muerto), de un chopp de cerveza
Quilmes, dorado y espumeante, de un bañera con agua tibia y cientos de
frascos de sales de todos colores, de una pizza de Las Cuartetas, con jamón
y morrones, de una mujer joven, de espaldas, desnuda, tendida de lado en la
cama.
-- ¿Volando? --pregunta El Curita cuando pasa a mi lado antes de la cena,
para recorrer el espinel de su misericordia.
Yo digo que sí con la cabeza y sólo entonces advierto que el cielo es,
ahora, nada más que una mancha de tinta azul oscura del que han huído las
últimas acuarelas del día. Retiro mi mirada del cielo y la traigo al pabellón,
que está viviendo la etapa de ensimismamiento que precede siempre a la
cena. El Curita llega hasta Planta y se inclina sobre él, tratando de situarse
en el centro del campo hacia el que apuntan sus ojos de vidrio. El Curita le
habla, luego lee unas líneas en su libro y al fin le pasa la mano por la frente,
como si tratase de realizar un acto de magia.
-- ¿Así que te vas?-- me pregunta el compañero de la cama contigua. Es un
judío de pecas rojas y anteojos a lo Costa, que me hace acordar de Mauricio.
-- No sé --le respondo--. Parece que sí.
-- Cuando estés Afuera --dice Mauricio II-- no te olvides de nosotros--. Y
Mauricio II me mira con una mirada doble, que está hecha mitad de
desconfianza y mitad de imploración.
Pero Mauricio II ha hecho mucho más que solicitar mi solidaridad: me ha
hecho notar que yo ya no soy uno de ellos, aunque todavía sea como ellos.
Yo soy el-que-se-va-a-ir, y eso pone un abismo (un abismo de felicidad, en el
125
caso de El Curita; un abismo de desconfianza implorante, en el caso de
Mauricio II) y me transforma en una especie nueva de la fauna carcelaria, un
eslabón intermedio entre el preso a secas y el hombre libre. Con un pie en
cada uno de esos mundos inconciliables, encarno la fantasía de todos (la
libertad es un bien posible) y soy, al mismo tiempo, el recordatorio de que es
un bien difícil, porque yo seré libre y ellos no.
De tal género serán los siguientes días: un agridulce desfile a través de
una galería de miradas de hermanos que, a un tiempo, se alegran de mi
libertad y se entristecen por su presitud. Así debe haberse sentido Lázaro dos
veces: cuando murió y cuando resucitó. Pero agridulce o no, la verdad es que
me sigue encantando Afuera. Pensando en ello me duermo, y sueño con
Shelley (o Keats) que tiene un cartel en la mano --como esos de las películas
mudas-- en el que dice: "Nunca la noche es más negra que un minuto antes
del alba". Pero cuando me acerco veo que no se trata de Shelley (ni de
Keats) sino del Curita, que señala la leyenda con ese dedo suyo de marcar
biblias y sonríe con cara de ¿no lo decía yo?. Y yo pienso en el sueño: "es
cierto, Curita: vos lo dijiste. Y por eso, Curita, aunque no sólo por eso, jamás
te olvidaré".

***

Por la mañana, cuando la leche del desayuno todavía está bailando en mi


estómago y sin que haya siquiera tenido tiempo de comer el codito del pan
orondamente instalado en mi mirador celeste, viene El Universitario y me
hace señas de que lo siga. Pero esta vez no hay incertidumbres de ninguna
clase porque ahora ya formo parte de una nueva Rutina, conocida y
placentera y debidamente institucionalizada, y que además tiene la ventaja
de que promete ser la última.
De modo que vuelvo a pasar revista a mis compañeros menos afortunados
--que me miran con una de sus dos carátulas-- desfilando por el centro del
pasillo, y vuelvo también a pasar junto a Planta, que cada día es más un
mueble del hospital y menos uno de los internos. Lo más probable es que
acaben olvidándose de él y que el olvido termine por incluir su alimentación y
que así, de tanto no verlos él a ellos ni ellos a él, se apague al fin la poca luz
de sus ojos de vidrio y Planta vaya a parar a donde van a parar las plantas
cuando se mueren por la falta de agua.
Estoy tan encantado con mi nueva rutina de andar revoloteando por esta
cárcel (que ya no me parece ni tan gris ni tan infecta) que ni siquiera me
pregunto si El Universitario me lleva hacia un nuevo interrogatorio. La
automática evocación de los algodones (aunque sean nuevos), la venda y la
capucha, hace que la leche se me hiele en el píloro, pero luego caigo en que
incluso en ese caso se tratará no propiamente de un interrogatorio sino de un
diálogo a ciegas, de una conversación con capucha. Un interrogatorio sin
tortura --me digo--es casi un juego. Y si quien me lleva hasta él es El
Universitario, se parece también a un paseo.

126
Pero no vamos al despacho del Director, porque al pasar la Ropería
doblamos en ángulo recto y eso significa Tratamiento y Vigilancia, de modo
que sin pedir permiso a nadie la leche vuelve a iniciar su danza danzante
porque Tratamiento y Vigilancia es el nombre institucional de los cancerberos
de esta cloaca. Sólo he estado aquí una vez, cuando pedí una entrevista con
el Jefe para solicitar un cambio de celda porque me habían puesto de
compañero a un buchón que tenía terribles pesadillas y se despertaba por las
noches pegando unos alaridos de condenado. Compadecido del pobre infeliz,
me ofrecí para que tratase de verbalizar sus terribles pesadillas, con la esper-
anza de que así cesaran y entonces todos, y yo el primero, al fin pudiésemos
dormir.
Al principio tuve que luchar contra su desconfianza (porque hasta el último
de los buchones de una cárcel puede tener, legítimamente, el temor de que
se le esté tendiendo una trampa para hacerle hablar), pero el hielo se quebró
una madrugada terrorífica en la que las pesadillas se habían enhebrado una
tras otra como las cuentas de un collar y en cada caso había tenido que venir
el guardián del pabellón para hacerlo callar. Yo también intentaba calmarlo
apenas se iniciaban los gritos, pero mi sistema (sacudirlo y llamarle por su
nombre) siempre resultaba insuficiente, en tanto que el guardián no tenía
empacho (y si se trataba de Montero, incluso era perceptible cierto placer) en
darle unos cachetazos que sonaban como aplausos y que le llevaban su
cabeza de buchón de un lado a otro, como si él fuese Gilda y Montero, Glenn
Ford.
Una madrugada Montero hasta me amenazó con el chancho:
-- A ver si usted colabora un poco más.
La frase era hilarante para la cárcel puesto que colaborador es sinónimo de
buchón, y Montero me estaba pidiendo que colaborara (o sea, que fuese
buchón) en la tarea de cachetear al buchón (colaborador).
Puse cara de no comprender.
-- Si cuando empieza a los gritos le da un buen par de cachetazos, santo
remedio.
Yo sabía de varios de mis compañeros, alguno de ellos denunciado por esta
misma piltrafa humana que era el motivo de mi conversación con Montero (y
que ahora se había vuelto a dormir, como si nosotros estuviésemos hablando
de un tema que no lo incluía) que con gusto le hubiese dado un par, y dos
pares, de cachetazos. Pero a mí me parecía un asunto muy peligroso, porque
en esto de pegar uno sabe por qué se empieza pero nunca se sabe muy bien
por qué se sigue. Y además, era innoble.
Montero seguía esperando una respuesta. De modo que le dije:
-- Lo intentaré.
-- No lo intente --contestó Montero, que no era hombre de matices--.
Hágalo--. Y agregó: "Me da lo mismo que lo despierte o que lo duerma. La
cuestión es que no grite".
Según se quisiese entender la recomendación, Montero me estaba dando
permiso hasta para matarlo.

127
A la mañana siguiente, mientras desayunábamos (yo roía el codito del
primer pan, pero por entonces no tenía mirador celeste ni nada que se le
pareciese) le conté al buchón lo que me había ofrecido Montero.
-- ¿Y aceptaste? --me preguntó.
Me alcé de hombros.
-- Le contesté con una evasiva. Pero la próxima vez me lo exigirán o me
mandarán al chancho.
El buchón se quedó mirándome a los ojos con expresión anhelante, como
un chico que hubiese corrido mucho y ahora estuviese esperando su turno
para tomar agua.
Acabé el codito del primer pan y seguí con el segundo. Los coditos eran mi
único lujo gastronómico y esos quince minutos eran los más placenteros del
día. Miré al buchón con ojos comprensivos.
-- ¿Por qué no me contás los sueños? Quizás, por ahí...
-- ¿Vos entendés de esas cosas?
¿Entendía yo de esas cosas? ¿Entiende alguien de esas cosas?
-- Un poco.
-- Bueno --dijo entonces el buchón, pero estuvo todavía un par de días
encerrado en sí mismo. (Gonzalito no aprobaba del todo mi conducta --
apoyándose en la machacona teoría de que un buchón enfermo sigue siendo
un buchón-- en tanto que a Lunadei sólo le interesaba el fenómeno de la
resistencia del buchón a hablar. "Un tipo que llegó a esta situación por hablar
más de la cuenta, es natural que ahora prefiera callarse", sentenciaba).
Un día de lluvia, sin embargo, exactamente a la siguiente guardia de
Montero, el buchón se sentó frente a mí en su cama y dijo:
-- ¿Por dónde empiezo?
Yo hice un gesto de "da igual" y entonces el buchón tiró de una punta del
hilo y comenzó a desovillar el ovillo de sus pesadillas. Habló tres horas sin
parar, con una voz parecida a la de Ferrobusta cuando decía las fórmulas
rituales de la misa, sin que se le moviera un músculo de la cara, como si
estuviese recitando las tablas de multiplicar. A un espanto seguía otro y a un
horror otro horror. El buchón era veterano de prácticamente todas las
torturas conocidas (submarino, tupac-amaru, enterramiento, gota, simulacro
de fusilamiento (seis), potro, todas las variedades de picana, colgamiento,
berlina, parado en puntas de pie, anegamiento, sodomización, alimentación a
base de laxantes, incomunicaciones prolongadas) y algunas casi des-
conocidas, como la de meterle una aguja de zapatero en el pecho,
amenazándolo con llegar hasta el corazón, y que después no pudieron
recuperar.
-- Mirá, tocá --me dice el buchón llevando mi mano hacia su pecho, del
mismo modo que las embarazadas invitan a tocar al niño que empieza a
moverse en su vientre-- ¿Sentís?
Sentí el grosor de la aguja y me dio un escalofrío.
-- No duele --me explicó el buchón--. Pero siempre estoy pensando que un
día haré un mal movimiento y la aguja acabará clavándose en el corazón, y
chau.
128
El buchón suspendió sus relatos y por ese día aquello fue todo. Fue todo, al
menos, para él, puesto que yo --que suelo ser un lirón-- dormí muy inquieto.
-- Es increíble --dijo el buchón a la mañana siguiente, mientras yo atacaba el
primero de los coditos-- pero hoy me siento mucho mejor.
Y como la causa de esa mejoría no podía ser otra que sus revelaciones de
la víspera, Don Horrible siguió desovillando el ovillo de los espantos, que
parecía tener hilo para rato. Y esto sin contar que el buchón había
abandonado la presentación genérica del asunto y ahora prefería detenerse
en los detalles.
-- Resistí un montón de tiempo --me dice el buchón y casi puedo oir la voz
de Gonzalito advirtiéndome: "todos éstos dicen siempre lo mismo"-- pero
una vez ocurrió una cosa espantosa.
El buchón quería decir, en realidad, que había ocurrido una cosa
inesperada, porque espantoso era absolutamente todo lo que me estaba
contando. Lo espantoso, cuando además es inesperado, se escapa de las
medidas humanas.
-- Me habían dado picana una semana entera. Al principio no me
preguntaban nada porque lo que les interesaba era ablandarme. Pero
después tras cada sesión me preguntaban: "¿Vas a hablar?" Yo les decía que
no sabía nada, y entonces ellos me puteaban y seguían.
Los coditos de aquella mañana se me estaban agriando considerablemente.
Pero yo aún no sabía que esto era sólo el comienzo.
-- Una mañana --siguió el buchón-- me llevaron a la pieza de siempre y me
dijeron: "Tenemos una sorpresa para vos. Escuchá". Yo escuché, y entoncés
sentí los gritos de una mina. Los gritos de las mujeres son inconfundibles --
me explicó el buchón-- porque alcanzan unos tonos muy agudos, igual que
los niños chicos cuando se ponen histéricos, y esa mina gritaba tanto que yo
pensé que iban a terminar dándola vuelta como una media. "¿Qué te
parece?", me preguntaron. Yo no dije nada, porque no había nada que decir.
"¿No reconocés los gritos?", me preguntaron, y entonces empecé a
asustarme en serio. ¿Por qué iba a reconocer los gritos? ¿Quién era la que
estaba gritando? "¿Tan mal conocés la voz de tu mujer?", me dijo el más
turro de todos. "¿Nunca la hiciste gritar así?".
El buchón se pasa la mano por los ojos, como he visto hacer a muchos
presos, no sé si para borrar el recuerdo de aquellas horas o para aclarar la
imagen.
Yo me dije: "cuidado, es una trampa. Si les creés, te vuelven loco". Y
entonces hice un gran esfuerzo para dominarme, para no sentir los gritos de
la mina, para pensar en otra cosa.
(¿En otra cosa, ha dicho? ¿Cómo se puede pensar en otra cosa?)
-- Los tipos se dieron cuenta y empezaron a cagarse de risa. "No nos cree --
decía el jefe de ellos--, qué boludo, no nos cree" y mandó a uno que trajera
una prueba. "Levántenle la capucha", dijo, y me la levantaron. Lo que mis
ojos vieron cuando al fin pudieron ver, era una bombacha llena de sangre y
de mierda. Podía ser de mi esposa, de Jacqueline Onassis o de cualquier
mujer del mundo. Era una bombacha como cualquier otra, sólo que ya no era
129
ni siquiera una bombacha porque era un cacho de tela triste y repugnante.
"Tráiganle más cosas", volvió a decir el maldito, y entonces me trajeron el
corpiño, las medias, los zapatos, el vestido, todo lleno de sangre, y yo
reconocí el vestido y luego todas las demás cosas porque cada cosa me hacía
recordar la anterior y así fui recordando hacia atrás hasta llegar de nuevo a
la bombacha del principio, que se transformó otra vez en aquella bombacha
de mi mujer que yo había conocido tan bien en otros tiempos.
El buchón se toma un respiro. Y luego:
-- Ese día empecé a hablar. Y esa noche empecé a tener pesadillas.
Durante aquel largo otoño --que fue insólitamente lluvioso-- el buchón me
(y se) desayunó con el relato de los malos tratos soportados. Y a medida que
el buchón se iba aliviando, y durmiendo mejor, mi sueño era cada vez más
inquieto.
El punto de ruptura se produjo una noche como cualquier otra, pero que no
fue como cualquier otra porque me desperté bajo los cachetazos de Montero
-- ¡Callesé, carajo! --y me sacudía de lo lindo.
¿Por qué me había despertado Montero de un modo tan brutal? Busqué con
la mirada al buchón, que estaba sentado en su cama, fumando.
-- Lo lamento --me dijo.
Pero yo seguía sin entender nada.
-- Tenías pesadillas y te pusiste a gritar como un loco. Tuvo que venir
Montero.
Otro día, en el recreo, Borges me preguntó:
-- ¿Qué tenés en el pecho? ¿Te pica algo?
-- La aguja --le dije.
-- ¿Qué aguja?
Iba a contestar: "la aguja que me metieron en el pecho para que hablara",
pero entonces recordé que yo no tenía ninguna aguja en el pecho ni en
ninguna otra parte.
Le conté a Borges el asunto.
-- Te estás volviendo loco --me dijo--. Lo mejor es que pidas cambio de
celda.
Yo le dije que no, que era una cuestión de tiempo, que no había que
tomarlo tan a la tremenda. Pero esa noche, antes de la cena, el buchón me
contó la historia de la vez que para seguir ablandándolo lo llevaron en un
avión, sin capucha, y pudo ver cómo iban tirando desde el aire, sobre el Río
de la Plata, los cuerpos de otros presos que habían reventado en la tortura.
-- Volábamos muy bajo --explica el buchón--. Los cuerpos, al caer, hacían el
mismo ruido que los delfines esos de los parques de atracciones cuando
vuelven a caer al agua con el pescado en la boca.
Esa noche, a la madrugada, otra vez fue necesario que viniese Montero
para sacarme, a cachetazo limpio, de las pesadillas ajenas que se estaban
instalando en la casa de mi cuerpo como si se tratase de un huésped
desconsiderado y abusador. Entonces al día siguiente atravesé esta misma
puerta y le pedí al Jefe de Tratamiento y Vigilancia que me cambiara de
celda.
130
-- ¿Causa? --preguntó.
-- Mi compañero fuma. Y soy asmático.
Me cambió.

* * *

Entramos al edificio --que no tiene Reja, porque esta es la sede central de


los administradores de todas las rejas de la cárcel-- y al llegar al fondo del
pasillo, donde empiezan las oficinas, El Universitario me invita con un gesto a
torcer a la derecha y entramos a una sala en la que hay un largo banco
contra la pared y dos pequeños cuartos, en el ángulo más oscuro, en los que
se alza la silueta inconfundible --y tan amable-- de sendos trípodes
portadores de cámaras fotográficas.
-- Espere aquí --me dice El Universitario, y yo tomo asiento en el banco, loco
de contento, porque no ignoro que me traen para hacerme la foto del nuevo
documento, que probablemente tendrá una marca ignominiosa que permitirá
a cualquier policía establecer que yo soy un repugnante delincuente
subversivo, asesino de monjas ancianas y violador de niñitas recién nacidas,
pero que de todas maneras será un documento y, sobre todo, porque sólo le
sacan fotos y le hacen documentos a los presos que van a salir en libertad.
De modo que estoy encantado de esperar, e incluso lo agradezco, porque eso
me dará tiempo para recrear la turbadora sensación sentida en los recreos
cuando algún compañero que volvía de este mismo menester que ahora me
ha tocado, respondía a nuestra pregunta de por qué lo habían ido a buscar a
la celda con un "me llevaron a hacer la foto". Y nos contaba que le habían
prestado una camisa, una corbata y un saco que se había puesto encima del
uniforme de preso, de modo que la situación era en cierto modo rigurosa-
mente metafórica, puesto que desde la cabeza hasta la cintura, que es lo que
abarcaba la foto, tenía el aspecto de un hombre libre, en tanto que de allí
para abajo (pantalón de uniforme y alpargatas hilachientas) seguía siendo un
recluso. Al compañero que "venía de la foto" le colgábamos todas las
fantasías de libertad posible y lo imaginábamos caminando por Afuera --cada
uno lo imaginaba caminando por su propio barrio, de modo que el compañero
debía de fatigarse fantásticamente-- y haciendo las cosas que uno imaginaba
que habría de hacer en el momento mágico del retorno a la libertad. Y ahora
el compañero de la foto era yo, y volvería al hospital (aunque hubiera sido
mucho más espectacular el retorno a un recreo) y El Curita me preguntaría
dónde me llevaron y yo le contestaría "a hacerme la foto", y podría entonces
verme en los ojos del Curita caminando por el barrio del Curita, si es que
también los Curitas tienen un barrio de fantasía por el que sueñan pasear
cuando dejen de ser una cucaracha.
Tan cómodo estaba en ese banco, sentado como los hombres libres (a los
presos nunca se nos ofrecían asientos, excepto en los juzgados), que fui poco
a poco cayendo en una dulce modorra que acabó transformándose en una
especie de semisueño del que me despertó con un sacudón El Universitario
volviéndome a la realidad más dura, porque yo lo confundí con Montero (por
131
la similitud de sus uniformes, y probablemente también de sus almas) que
me estaba cacheteando en la cama para sacarme de una de las pesadillas
prestadas del buchón.
Póngase eso --me dijo El Universitario, señalando un perchero en el que
estaban la famosa camisa, la famosa corbata y el famoso saco. 20
Me puse la camisa, que era de cuatro o cinco tallas menos que la mía y que
no había forma humana de que pudiese ser abotonada.
-- Déjela abierta --me dijo entonces El Universitario, que parecía ser
veterano en estas metamorfosis.
El Universitario me puso también la corbata, que tenía el nudo hecho en un
estilo que de jóvenes llamábamos "filipino", y luego la ajustó en torno a mi
cuello tirando del extremo más corto, en una perfecta caricatura de
ahorcamiento. Ajustó el nudo a la base del cuello y con el resto de la corbata
cubrió la parte de la camisa que quedaba desprendida. Luego fue el turno de
la chaqueta y ya pude sentarme en el banquito, frente a una de las cámaras,
a la espera del fotógrafo. Mirando al lente de la máquina pude verme en él
reflejado, cabeza abajo, con mis dos mitades irreconciliables, y recién
entonces advertí que la corbata era de lunares, la camisa a rayas y el saco
un príncipe de Gales de cuadros grandes. Afuera no hubiese consentido esta
combinación ni bajo amenaza de muerte. Hoy, en cambio, soy El Hombre
Más Feliz Del Mundo.
El fotógrafo es un joven sonriente, muy poco en el estilo general de la
cárcel pero muy en consonancia con mi actual estado de ánimo. Quizás le
dieron este trabajo por esa razón, aunque pensándolo bien es más que
improbable que a alguien le interese que nuestros estados de ánimo
sintonicen con alguien e incluso con algo.
-- ¿Quiere peinarse? --me pregunta el fotógrafo y yo digo que sí, con toda
seriedad, y entonces el fotógrafo me mira la cabeza y se ríe a carcajadas,
porque todos nosotros llevamos el pelo casi rapado y no tendría sentido
alguno que me pasase un peine por allí pues no hay nada que pueda ser
peinado. Debe ser un chiste antiguo porque El Universitario lo celebra más
que discretamente y sólo por ser gentil con el fotógrafo, que no deja de
reirse a carcajadas y que cada vez me parece menos un joven sonriente y
más un boludo alegre.
-- No se mueva --dice el fotógrafo y hace disparar el flash, tras lo cual se
olvida de mi existencia y comienza a trajinar con las placas mientras El
Universitario me ayuda a quitarme la ropa prestada, que vuelve a instalarse
en el perchero (que es lo mismo que había ocurrido con las pesadillas del
buchón, aquella vez que me utilizó de perchero) a la espera del próximo
afortunado fotografiable.
-- ¿Hoy qué día es? --pregunta el fotógrafo a mi guardián.

20
Todos los que fuimos liberados por esos años desde aquella cárcel (y fuimos miles), tenemos un documento con
una foto en la que aparecemos vestidos con idéntica ropa. Hago esta advertencia como desinteresada contribución a
perplejos investigadores futuros.

132
-- Viernes.
-- Haceme un favor --pide entonces el fotógrafo--. Decile al oficial Britos que
hasta el martes no estará lista la foto para el pasaporte de éste.
¿Pasaporte? Un temblor me recorre el cuerpo todo a lo largo, como si se
tratara de un ratón que escapase por debajo de una alfombra. ¿Pasaporte? Y
entonces me entra la desesperación por volver al hospital y estudiar con El
Curita el significado de este dato nuevo e inquietante, al punto que no
aguardo ninguna orden de El Universitario y echo a andar hacia la salida y
llego incluso hasta la puerta antes de detenerme y comprender que estoy
haciendo algo que se suele castigar con chancho. Y un chancho ahora,
cuando ya no tengo la resistencia de una cucaracha (porque soy una
cucaracha que sueña que es una mariposa) puede ser letal.
-- ¿A dónde mierda va? --me dice El Universitario, muy poco uni-
versitariamente, que ha tenido que correr detrás mío como si yo fuese un
niño pequeño que se soltó de su mano y puede perderse entre la
muchedumbre.
-- Dispense --le digo.
-- ¿Qué? --pregunta El Universitario, que no debe estar habituado a este
asunto de los perdones disfrazados porque cumple funciones en un área en la
que nunca es preciso pedir perdón.
-- Perdone --aclaro entonces, porque mi Dignidad acaba de mudarse a una
casa que se llama Pasaporte y le da lo mismo decir perdone, disculpe,
dispense, excúseme o lo que corno sea.
El Universitario vuelve a torcer hacia el lugar desde donde vinimos y veo
entonces el hospital a mi derecha (y busco con los ojos la ventana del
pabellón del primer piso con la esperanza vana de divisar al Curita, del
mismo modo que uno intenta reconocer a la mujer amada en alguna de las
ventanitas del avión que está por partir) y mi pabellón a la izquierda, pero
aquí tengo más suerte porque Gonzalito está junto a Ceño Fruncido, al lado
de la Reja, y eso significa que Gonzalito está vivo y que probablemente su
desaparición se debió a que aquella misma noche lo llevaron al chancho. Esta
comprobación le quita otro kilo más de culpa a mi próxima liberación y la
hace un poco más dulce.
Pero El Universitario no me lleva ni al hospital ni al pabellón sino que sigue
recto y se mete en la Ropería, atravesando a botazo limpio los grandes
depósitos mientras yo troto detrás suyo con mis zapatillas de preso pobre,
que no hacen ruido alguno.
Llegamos hasta el escritorio del encargado de la Ropería (¿para qué
necesitará un escritorio el encargado de una Ropería de cárcel?) y El
Universitario le da mis señas, que el encargado transmite a un preso común
que, a su vez, le pregunta al encargado en qué mes de qué año llegué yo a
esta cárcel (porque no le está permitido hablar directamente conmigo) y
entonces el encargado hace un gesto hacia El Universitario y El Universitario
me pregunta:
-- ¿Cuándo llegó aquí?

133
Se lo digo y entonces el común se va en dirección a uno de los laterales del
primer depósito y comienza a hurgar entre decenas de atados de ropas que a
medida que el común las mueve van exhalando los olores respectivos de los
materiales con que está hechas, aunque por encima de todos los olores flota
un sólido olor a humedad que hace que los demás olores parezcan como
pasados por agua.
Vuelve el común con un atado de ropa y lo tira a mis pies. Lo miro.
-- No es este --digo.
-- No es este --repite El Universitario, dirigiéndose al común.
El común vuelve a mirar el atado, pero sin agacharse, y lo acerca un poco
más, con un pie, a mi posición, sintiéndose protagonista de una escena
repetida hasta el hartazgo.
-- Es este --dice.
Entonces yo miro con más atención y descubro que, en efecto, este atado
sin personalidad reune todas las ropas civiles con las que llegué a este
infierno y de las que no guardaba ni el recuerdo. Me agacho y revuelvo entre
las prendas, recuperando un pañuelo rojo, probablemente lo más lujoso del
atado, y entonces una ráfaga de camus se me instala detrás de los ojos y me
deja ciego frente a la realidad real que me rodea.
Después, después... --indica el encargado de la Ropería, que sabe cuáles son
mis sentimientos y lo que pasa por mi corazón, aunque no le importe para
nada ninguna de las dos cosas.
Alzo el atado y lo tomo en brazos, haciendo equilibrio para que no se
caigan los zapatos, que son los volúmenes más sólidos de la pirámide. El
Universitario me hace con la cabeza la seña de irnos, a la que me estoy
empezando a habituar (y me encanta) y echo a andar alegremente hacia la
salida.
-- Un momento --dice el encargado de la Ropería.
Nos detenemos. El encargado me mira de nuevo y se va hacia un armario
y rebusca en él. Al fin encuentra lo que busca y lo enarbola como una
bandera.
-- ¿Esto no es suyo?
Lo que el encargado tiene en su mano es la pañoleta de mi abuela, que
nunca pudo ser devuelta a la tejedora porque la tejedora se había muerto.
Cuando yo fui a recogerla esta pañoleta era otra, porque entonces la abuela
Rafaela vivía y era posible que hiciese decenas, centenares y miles de
pañoletas iguales a esa. Ahora, en cambio, esta pañoleta era única, como el
Coliseo de Roma o el Acueducto de Segovia.
-- Sí --digo, y la incorporo al atado, tratando de evitar que se manche con los
zapatos (de lo que no hay cuidado, porque estos zapatos no han dado un
solo paso en cuatro años).
Con una inclinación de cabeza agradezco al encargado su buena voluntad,
su honestidad y su eficiencia (tres virtudes que uno jamás esperaría
encontrar en esta mazmorra) con una inclinación de cabeza y ahora sí, por
fin, nos dirigimos al hospital, donde El Curita me ha guardado un poco de
mate cocido.
134
-- ¿Pasaporte? --se pregunta también El Curita--. Eso quiere decir que te
deportan. Si no ¿para qué te iban a hacer un pasaporte?
Cierto: ¿para qué me iban a hacer un pasaporte?
-- ¿Y dónde me van a mandar? --le pregunto al Curita, como si fuese el
encargado de elegir los destinos a de los presos a los que se deporta.
-- No sé. Seguro que te llaman para preguntártelo.
Empiezo a beber a sorbos el mate cocido y a mordisquear el último de los
coditos mientras genero camus tras camus de una naturaleza nueva y nunca
vista pero que se parecen a las vidrieras de las agencias de viaje, llenas de
carteles con fotos de playas paradisíacas y países exóticos.
¿Y si me preguntan, qué les contesto?
El Curita me mira con una mirada rara, como de fastidio (él, que es
nuestro modelo de "preso-que-nunca-se-fastidia") que yo entonces no pude
descifrar y que ahora me parece que se podría traducir de esta manera:
"¿cómo es posible que te preocupes tanto acerca de dónde vas a ir cuando lo
verdaderamente importante es que te has asegurado el tesoro inconmen-
surable de la certeza de que te irás, sea donde sea adonde te vayas,
mientras que nosotros nos quedaremos aquí, sin derecho siquiera a cambiar
no de cárcel, ni de pabellón ni de celda, sino ni siquiera de posición, porque
si nos tumbamos en la cama antes de la cena es chancho?". Pero en aquel
momento yo era un nuevo rico y los ricos nuevos son insensibles a otra cosa
que sus propias emociones, de modo que hasta me pareció poco solidaria la
actitud de El Curita, que todo aquel día continuó callado y cuando llegó la
cena prefirió comerla junto a Planta, a pesar de que a Planta le daba lo
mismo que El Curita, o el mundo entero, comieran junto a él, puesto que ya
casi no había él ni era posible estar junto. Pero el gesto del Curita me hizo
volver a pensar en Planta (todos pensábamos a menudo en Planta, porque en
cierto modo era el Monumento al Preso Desconocido, y creo que precisa-
mente para que pensásemos en él es que El Curita hacía cosas cerca suyo) y
pensando en Planta me acordé de la pañoleta de la abuela Rafaela y resolví
que si algo podía despertar a Planta de su plantitud sería la mano de lana de
la abuela Rafaela, de modo que fui hasta su cama y le acomodé la pañoleta
sobre los hombros --que es donde debe ponerse la pañoleta-- ayudado por El
Curita, que era quien sostenía a Planta mientras ya colocaba la pañoleta en-
tre sus hombros y la almohada.
La pañoleta se quedó allí, pero Planta no pareció detectar su presencia.
Aunque nunca se sabe. Además, sería suficiente que la pañoleta calentase el
punto exacto de Planta aunque Planta no supiese que tal cosa estaba
ocurriendo ni la causa de que ello ocurriese. Antes de cerrar los ojos para
dormirme volví a echar una mirada a Planta, que estaba muy mono con la
pañoleta celeste. Y ya medio dormido, me prometí contárselo a la abuela,
apenas fuese posible.

***
Todo se está apresurando de un modo desmesurado para alguien que
durante tantos años vivió el ritmo cansino de la cárcel.
135
-- Las cosas van demasiado rápidas --le digo al Curita.
-- Sí --dice El Curita-- pero la vida de Afuera es de esa manera. Lo de aquí
adentro es otra cosa. Tenés que acostumbrarte.
Esta mañana volvieron a sacarme a pasear por la cárcel. De pronto se ha
transformado en esencial que yo, que era poco más que un paquete olvidado
en un rincón, tenga documentos en orden y pueda salir del país lo antes
posible.
-- ¿Por qué me expulsan así, de repente? --le pregunto al Curita.
El Curita se alza de hombros.
-- Te vas a enterar cuando estés afuera. Habrán pedido por vos en el exterior
alguna asociación de derechos humanos, la Federación Mundial de Periodistas
o algo por el estilo. Una cosa está clara: para la Dictadura vos sos más
incómodo aquí adentro, preso, que Afuera, libre.
Lo que decía El Curita resultaba muy halagador, de modo que lo acepté de
inmediato.
Esa mañana me volvieron a tomar fotos (esta vez para el Documento Unico
de Identidad, por lo que volví a vestirme con la corbata-camisa-saco de
reglamento) y me llevaron de vuelta al pabellón a recoger "mis efectos", que
es el modo que tiene Ceño Fruncido de llamar a la cuchara de palo y las otras
cosas. Sólo pude ver a Borges, que estaba fuera de la celda, ayudando en la
limpieza del pabellón, pero al principio no hubo modo de hablarnos. Bastó,
sin embargo, que nos mirásemos a los ojos, él con su mirada de preguntar
"¿qué pasa?" y yo con mi mirada de "me voy", que es una mirada que no se
parece a ninguna otra y que Borges captó inmediatamente como buen hijo
de tigre que era. Y como estaba suelto por el pabellón, haciendo la limpieza,
Borges fue dejando la noticia junto a cada celda del mismo modo que un
labrador va dejando caer puñados de semilla en los surcos.
Llegué hasta mi celda (que seguía siendo mía, puesto que no había sido
ocupada por ningún otro) y entonces, de un solo golpe --de un solo celdazo--
recuperé el olor infecto de aquel cubo innoble que hoy me parecía más
innoble que nunca, quizás porque ahora yo ya empezaba a tener nariz de
hombre libre.
Ceño Fruncido me dejó en la celda con la puerta abierta ("no me salga sin
avisar") y se quedó por el pasillo, mirando de vez en cuando por las mirillas y
controlando a Borges, que pasaba el lampazo con una impericia típica de
gordito intelectual.
Yo empecé a juntar "mis efectos", pero pronto comprendí que excepto el
uniforme de verano, el plato, el jarro y la cuchara (que debía devolver sin
falta a Ropería) y los dos calzoncillos y los dos pañuelos (que hubiese sido
una impudicia regalar) todo lo demás le sería más útil a mis compañeros,
puesto que se trataba de armas que sólo servían para una clase de guerra
que nada más se libraba en este campo de batalla.
De modo que salí al pasillo y lo llamé a Ceño Fruncido.
-- ¿Qué quiere?
-- Regalar estas cosas.

136
Ceño Fruncido no necesitaba pensar en la respuesta porque esto que yo le
proponía estaba sacralizado por las costumbres de la cárcel.
-- Está bien. Déselas a 76.
Setenta y seis era Borges, que vino hacia mi celda a recibir las donaciones
del pariente rico para los parientes pobres.
-- ¡Te vas! --me dijo, con el corazón en la boca.
-- Sí --dije yo, feliz y avergonzado.
Nos dimos un abrazo con los ojos y empecé a pasarle las cosas. Borges las
agarraba y salía al pasillo.
-- ¿Quién necesita un calentador?
Y entonces el pabellón empezó a transformarse en una especie de recinto
de subastas donde lo que se subastaba era la memoria del compañero que se
iba, bajo la forma de camisas, un juego de cubiertos de plástico (lujo
asiático), medio paquete de yerba, una caja sin abrir de leche entera en
polvo, cuatro cigarrillos, tres cuartos kilos de azúcar ("con hormigas",
anunció Borges, porque las hormigas se las habían arreglado para meterse
en el envase de plástico), una caja de fósforos de madera, un pulóver de
lana pura (que Borges metió en su celda sin preguntar nada a nadie, porque
había decidido que ese sería el recuerdo mío que quería guardar con él), un
cenicero hecho con papel de aluminio y decorado con estampillas, un par de
zapatillas del 42, una camisa de mangas cortas y otra sin mangas, todo ello
del mismo color gris de la cárcel y con mi número, que los nuevos
propietarios tendrían que borrar de algún modo y sustituir por el propio si es
que querían volver a recibirlos cuando retornasen de lavandería.
-- ¿Es todo? --preguntó Ceño Fruncido.
Yo dije que sí con la cabeza y puse sobre una de las mantas el uniforme de
verano y los enseres de comer, colocando en lo alto las cartas de la abuela y
atando todo con dos nudos.
-- ¿Puedo despedirme? --pregunto a Ceño Fruncido.
Ceño Fruncido frunce aún más su ceño, porque sobre este asunto la
jurisprudencia es más dudosa, dependendiendo de si la mano en la cárcel
está dura o blanda, de las características del director, del día, del clima, de
sus propias ganas.
Rápido --me dice.
Yo voy entonces hacia el primer pasaplatos, el del Alemán, y lo abro. Y allí,
pegado al pasaplatos como una lapa, está la cara del Alemán, que ha seguido
lo más cerca posible toda la ceremonia de mi mudanza, y que tiene una
cicatriz impresionante en la frente, en recuerdo del aquelarre espartaqueano.
-- Si vas a Córdoba... --comienza a decir.
-- Me deportan.
El Alemán me estrecha la mano y los ojos azules se le ponen acuosos (y
me recuerda los de Planta).
-- Fuerza --me dice.
"Fuerza vos, Alemán --pienso yo-- que te quedás en el Infierno".
Sin cerrar el pasaplatos (¿cómo lo voy a verduguear al Alemán?) me corro
hacia la próxima celda, abro el pasaplatos y me encuentro con un Rizzo en
137
cama, con todas las pecas apagadas, que me hace la V de la victoria y se
incorpora con trabajo en el lecho:
-- No te olvides de nosotros --me dice, y vuelve a apoyar la cabeza en la
almohada.
Yo miro hacia Borges, interrogándolo con la mirada y Borges me hace la
seña imperial del dedo pulgar hacia abajo. ¿Podrán con Rizzo estos hijos de
puta?
Hago el movimiento de pasar a la celda siguiente, la de Abel, pero Ceño
Fruncido cambia de idea y ordena que acabe con la ceremonia y me dirija a
la puerta. Mi corazón se divide en dos: una parte odia a Ceño Fruncido con
toda su fuerza, porque me arranca de al lado de mis hermanos sin un solo
gesto de cariño y despedida, pero la otra parte de mi corazón le agradece a
Ceño Fruncido que ponga fin a este rito terrible, desesperante y amargo.
-- Adiós, Borges --le digo a Borges en voz alta, para que todos sepan que me
estoy yendo y que con mi saludo a Borges los estoy saludando a todos.
-- Nada de nombres --dice Ceño Fruncido, qué boludo, cómo si uno pudiera
(en el día más importante de un preso) decir "adiós, 76".
Borges levanta una mano, saludándome, y luego la reune con la otra en el
mango del lampazo, en el que se queda apoyado mientras contempla mi
marcha.
-- ¡Hasta pronto, compañeros! --grito de repente y sin pensarlo, por lo que
deduzco que es un saludo que corre por cuenta del yo libre, que no creyó
necesario pedir permiso al yo preso.
Ceño Fruncido se inquieta, porque desde las celdas, igual que la Noche de
los Ruidos, empiezan a sentirse sonidos varios.
-- ¡Suerte, hermano! --grita una voz que me parece la de Lunadei y que es la
señal que todos esperaban para saludarme con un grito de cariño, de
esperanza, de fraternidad o de lo que en ese momento pasare por el corazón
de cada uno y que yo consigo descifrar con mucha dificultad en medio de la
batahola. Los gritos me van escoltando hasta la Reja (esa Reja que tantas
veces soñé en atravesar definitivamente y que ahora estoy atravesando
definitivamente y sin embargo sólo hay tristeza en mi corazón) como si
fuesen dos hileras de figurantes de ópera que saludan mi paso triunfal.
-- ¡Arriba los corazones! --grita algún discípulo de Pérez/Borges.
-- ¡Cogete todo! --grita Abel, y yo entiendo perfectamente que no sólo me
pide que me coja todo sino, y especialmente, que le recuerde en el momento
culminante, a ver si le llegan las vibraciones.
-- ¡Duro y a la cabeza! --dice un recalcitrante no identificado,
que bien pudiera ser Rado, aunque el mensaje no tiene nada de evangélico.
Con el bulto de los efectos de mi presitud entre los brazos camino por
última vez el camino de Cambí y empiezo a elaborar los códigos de lo que
luego, lejos y libre, será el recuerdo de todas estas cosas. Y me digo que no
es imposible que hasta acabe fabricando algún tipo de nostalgia por este
submundo de clausura en el que fui tan dolorosamente infeliz, porque esa
suele ser la forma más eficaz de dinamitar inquietantes puentes sobre ríos
Kwai, y porque extrañar lo espantoso es el modo más certero de vaciarlo
138
totalmente de espanto. Gonzalito, que aplicó la teoría opuesta con su mujer
imposible (desalojar el amor y reemplazarlo por espanto) pagará su error con
los implacables aguijonazos de la lucidez. La meta de nuestro paso por la
vida --pienso-- es alcanzar las mieles de la felicidad. Y si ello no es posible de
un modo directo, habrá que fabricar felicidad a partir de elementos infelices,
del mismo modo que un gorila de trescientos kilos debe arreglárselas para
nutrir sus trescientos kilos con hojitas de árbol y no dejar de ser gorila.
Pero todo eso no lo pensaba mientras camino con paso adolorido por la
senda de Cambí sino hoy, cuando se han cumplido casi diez años desde
aquel día y puedo recordar el pasillo del pabellón sin sentir, al mismo tiempo,
el olor a tigre encerrado, ni la culpa de irme mientras todos los demás (toda
mi familia de hermanos solos) se quedan, ni la temible imbecilidad de Ceño
Fruncido, ni los quejidos que salen de una celda del fondo (y que debe
pertenecer a otra víctima residual de la Noche de los Ruidos), ni la semi-
oscuridad de este ámbito, que parece el fondo de una laguna. Ahora, con
diez años y diez mil kilómetros de distancia, al evocar aquella jornada me
veo en el centro del pasillo, encaminándome hacia la Reja (y omito la fealdad
de esa Reja, de un negro descascarado, y el fúnebre ruido que hace el llavón
de Ceño Fruncido cuando da tres vueltas dentro de ella), con mis ropas de
preso y el amor envidioso de los compañeros derramándose por las hendijas
de los pasaplatos bajo la forma de recomendaciones, ruegos, bromas,
amenazas, consignas, puras interjecciones sin carga racional alguna o, como
síntesis y símbolo, la quena de Braulio que --por casualidad o providencia,
que ambas cosas dependen del mismo dios-- justo en ese momento decide
sacar a pasear a su cóndor y entonces los ojos se me llenan de pena líquida.
(Quiero decir que me he puesto a llorar, que estoy llorando).

Cuando llego al hospital, como si se tratase de situaciones simétricas,


asisto a la última etapa de la preparación del mono del Curita, que ha de
volver al pabellón porque ha sido dado de alta.
El Curita ha armado un bulto igual al mío y ahora se está despidiendo de los
otros enfermos, que fueron a la vez sus compañeros y un espléndido público
cautivo para sus prácticas de piedad cristiana. A Planta le acomoda mejor la
pañoleta sobre los hombros y después le aprieta con fuerza una mano, en lo
que es --al mismo tiempo-- un gesto de despedida y un último intento
desesperado de traer de regreso a Planta al mundo animal (¿y si fuese un
error, Curita? ¿Si Planta hubiese ya alcanzado, por el camino de la
descerebración, lo mismo que ustedes ofrecen a cambio de la fe? Quizás el
cuerpo de Planta está aquí, de muestra (sólo para engañar a El Universitario)
pero su alma, o lo que sea, anda sobrevolando grácilmente el pabellón mien-
tras se ríe del gesto contrito del Curita y de mis ilusiones de próxima
libertad). Del mismo modo que el Papa enfermo ordena celebrar una misa y,
al mismo tiempo, llama al médico, El Curita trata de rescatar a Planta de las
garras del agujero negro aun sabiendo con absoluta certeza, que Planta, por
obra de su martirio, se ha ganado sin duda el Paraíso, si es que hay un
139
Paraíso que ganar. Igual que yo con mi incipiente nostalgia carcelaria, El
Curita pone entre paréntesis, y sin dudarlo, sus convicciones más profundas
a cambio de recuperar a Planta para este círculo de acá abajo, que será
infernal pero que es el nuestro. Porque al Curita, como a Sócrates, nada de
lo humano etc.
-- ¿Ya sabés dónde te vas? --me pregunta El Curita.
Hago que no con la cabeza.
-- ¿Y a dónde te gustaría ir?
Sólo he salido dos veces de Argentina. Una, para entrevistar a Perón en
España, por aquellos años en que conocí a Pedroso. Otra, a Chile, para cubrir
la información de las elecciones en las que ganó Salvador Allende. No se
puede decir que tenga mucha experiencia viajera.
-- No sé --contesto--. ¿A vos qué te parece?
El Curita se lleva la mano a lo que antes era su barba, para mesársela
mientras piensa, pero al hallarse con la barbilla desnuda prefiere hacer volver
la mano a su posición sobre la pierna.
-- En Chile, Uruguay, Paraguay y Brasil hay dictaduras. Y el resto de
Latinoamérica para vos sería como la Luna.
Me fastidia un poco el prejuicio del Curita, que está cuestionando mi
vocación de solidaridad latinoamericana.
-- ¿Por qué?
El Curita sonríe.
-- Porque vos sos uno de esos argentinos que no pueden vivir sin carne de
vaca y dulce de leche.
Respondo al Curita con un gesto de desdén, pero no puedo evitar el
recuerdo de lo mucho que hablaba a mis compañeros de viaje, en España y
en Chile, de mi nostalgia por el dulce de leche (¿mi nostalgia por el dulce de
leche estará hecha con los mismos materiales con los que acabaré fabricando
mi nostalgia por esta infecta cárcel?).
-- O sea que según vos tengo que elegir un país donde haya carne de vaca y
dulce de leche.
El Curita se vuelve a reir. Le encanta esta conversación de mongólicos.
-- Sí. Y que, además, sea un país lo bastante lejano como para que puedas
dormir tranquilo. Y lo bastante cercano como para que puedas hacer algo por
los que se quedan aquí.
La elección del país de mi exilio, que me parecía sencilla, se va
transformando en un laberinto.
-- Además --dice El Curita-- ¿hablás algún otro idioma?
-- No.
-- Eso soluciona el problema. Tenés que irte a España.
¿España? La mención de su nombre produce varios camus en cadena: unas
gitanas a la salida de la Alhambra, que obligan a un matrimonio alemán a
comprarles unos claveles a precio de usura (y yo pienso que los alemanes
recién ahora, con la compra de los claveles y la violencia de la venta, están
pagando el verdadero costo de la entrada a este monumento que
construyeron los antepasados de las floristas); el sabor del jamón serrano,
140
que se disuelve en la lengua como si se tratase de una hostia; el chalet de
Perón en Puerta de Hierro, con López Rega e Isabelita transformándose de a
poco en personajes de la Historia por obra y gracia de la voluntad de este
anciano ambicioso; las iglesias católicas en las callecitas árabes de Toledo. Y
dominándolo todo, el embriagante olor a aceite de oliva frito, como si España
entera estuviera puesta dentro de un gran caldero lleno de aceite de oliva en
el que se friese permanentemente).
El Curita se agarra un dedo meñique y va numerando, dedo a dedo, las
ventajas de España.
-- Se habla castellano.
Anular.
-- Está bastante lejos y bastante cerca.
Mayor.
-- Hay vacas.
-- Pero no hay dulce de leche --interumpo.
-- Si hay vacas, hay leche. Y si hay leche, te podés hacer el dulce de leche.
Indice.
-- Es Europa.
-- ¿Y eso?
-- El Che decía que en tiempos de crisis lo mejor es refugiarse en los
principios. Y para nosotros, cultural y geográficamente, el principio es Eu-
ropa.
Aunque sea lógico que El Curita haya tenido que vincularse de algún modo
al marxismo, no puedo evitar cierta sorpresa al oir el nombre del Che en sus
labios. Yo me formé en una época en que el socialismo y la Iglesia eran
mundos antitéticos y jamás puedo evitar una sensación de inquietud y
desagrado cuando veo que uno de los dos mundos penetra al otro.
-- No creo que eso fuese lo que quería decir el Che --señalo con tono de
interpelación, aunque la verdad es que no me importa demasiado qué quiso
decir el Che.
-- Era una broma --explica El Curita--. Pero no tan broma, después de todo.
Escuchame: ¿cuándo vinieron tus abuelos de España?
La pregunta del Curita dispara un largo camus de mi tío Andrés, el
hermano de mi abuela Rafaela, que de niño solía llevarme a la Costanera
Sur, en el punto desde donde mejor se apreciaba el gigantismo de ese río
que era su metáfora personal para el agua dulce:
"Quien no ha visto este río --decía tío Andrés paseando su mirada por el
estuario-- no puede decir que haya visto agua dulce".
El tío Andrés encendía un cigarrillo y hablaba, durante el tiempo que dura
un cigarrillo, de cuando había migrado a la Argentina. El barco era el Galileo,
de unos armadores genoveses, y estaba lleno de italianos.
-- Vivíamos en unos nichos de madera, del tamaño del cuerpo de un hombre
mediano. A la noche nos metíamos a dormir allí, como en un panteón, y
durante el día deambulábamos por cubierta.
Aquellos barcos eran verdaderas arcas de Noé.
-- En un corral, en el centro del barco, había vacas, cerdos, cor-
141
deros y cabras. Nos los comíamos en guiso, con garbanzos, judías y habas.
Los italianos también hacían polenta.
El tío Andrés no conseguía reprimir un escalofrío cuando recordaba el día
que cruzaron el estrecho de Gibraltar.
-- Fue al día siguiente de embarcar los que cogimos el vapor en Málaga. El
Estrecho es un lugar peligroso, porque las corrientes son muy fuertes. Pero
hay que pasarlo sin remedio porque es el único camino hacia América, del
otro lado del Océano.
El tío Andrés le sopla la ceniza al cigarrillo, que el viento ha quemado de un
modo desparejo, y sigue con su relato de la travesía:
-- Mientras nosotros cruzábamos desde el Mediterráneo al Atlántico, miles y
miles de pájaros de todo color y forma cruzaban desde Europa a Africa,
porque el Estrecho es el punto más fácil para hacerlo. También ellos tenían
que medir bien los vientos, porque para un pájaro el viento es lo más
importante.
Mientras el tío hablaba yo me imaginaba la peregrinación de los hombres,
en una dirección, y la de los pájaros, en otra, cada cual en busca de calor y
comida.
A tío Andrés se le ponía un brillo húmedo en las pupilas cuando recordaba
el instante mágico en el que vio por primera vez la costa de América, frente
al Brasil.
-- Fue poco antes del amanecer. Yo sabía que estábamos cerca, así que me
quedé despierto. Nunca se anuncia la proximidad de la costa porque los
pasajeros se lanzan en masa a estribor y el barco puede dar una vuelta de
campana. Tres mil pasajeros no son ningún chiste.
Tío Andrés me cuenta que divisó una línea blanca, alumbrada por la luna, y
después, en lo alto de una pequeña colina, la silueta de un árbol extraño,
nunca visto.
-- Era un ombú. Me pareció inmenso y de plata, por la luna. Yo pensé:
América es toda de plata.
El camus se desintegra tomando como centro el árbol de plata del tío
Andrés, y poco a poco vuelvo a mi Realidad con Curita, que tiene agarrado el
índice y está preguntándome cuánto hace que mis abuelos vinieron a
América.
-- En 1880 --le digo.
-- ¿Te das cuenta? Tu sangre tiene cien años de América y tres mil de
Europa. Vos no te vas a Europa: vos volvés a Europa.
Pienso en el rostro de mi abuela.
-- ¿Tres mil años? Mi abuela tenía cara de mora, así que por ese lado
también hay un poco de Africa (del lugar a donde se iban los pájaros cuando
las abuelas-Rafaelas se mudaban a América, pienso).
-- Es lo mismo --dice El Curita, que sigue con el índice agarrado, lo que
significa que aún no ha archivado este punto conflictivo de los orígenes y los
destinos geográficos--. Lo importante es no sentir que el mundo es de los
otros. Cualquier hombre, por serlo, estará en su casa en cualquier lugar que
esté.
142
Me lo imagino al Curita diciéndole estas cosas a los campesinos
cooperativos de La Rioja y luego imagino la versión del discurso que el espía
de los campesinos cooperativistas daría esa noche al comisario del pueblo.
En un sólo instante (aunque no es un instante cualquiera, puesto que es el
de mi despedida) El Curita me ha sorprendido con la suma de una mención
guevariana y un proyecto utópico de mundo sin fronteras. ¿Qué parecería El
Curita hace tres o cuatro años, cuando todavía tenía barba y aún no
habíamos bebido las hieles de la Derrota?.
-- De acuerdo --concedo--. Pero siempre que haya dulce de leche.
El Curita se ríe con su risa de monito.
-- Siempre que haya dulce de leche --ratifica.
Pulgar.
Y quinto, España está saliendo de una dictadura. O sea que allá están al final
de lo que aquí estamos al principio.
"Y gratis", me digo, pensando que alivia considerablemente el saber que no
es preciso dar determinadas batallas porque ya las han dado otros y las han
ganado.
-- ¿Y me aceptarán?
-- Claro --dice El Curita--. Hay miles de exiliados en España.
España, entonces.
El Curita carga su gran mono (porque el de él todavía es mono de preso en
funciones), me palmea en la cara (del mismo modo que hace con Planta,
pero a mí no espera despertarme) y se va del hospital dejando un vacío
imposible de llenar. Esa noche la cena es más amarga que de costumbre, a
pesar de mi consolidado futuro español, porque la como solo y porque es una
noche nublada, de nubes bajas, que ha dejado a mi mirador celeste sin nada
que mirar, como si dios (el de Ferrobusta, no el del Curita) hubiera querido
encapuchar a todos los que estamos en este punto exacto de su reino.
Duermo y sueño con una España llena de españoles que hablan
continuamente con la zeta.

***

Y ahora viene a resultar que la mayor de mis fantasías sobre la liberación


se ha ido al demonio. En las interminables madrugadas de la cárcel, cuando
me ponía a hacer la cama sin saber si yo era Chuang-tzu o a la mariposa,
soñaba con el momento en que las puertas de esta cárcel se cerraran a mi
espalda y yo echase a caminar cuesta abajo, hacia el pueblo, donde me
tomaría una cerveza contemplando los muros grises del infierno recién
abandonado.
Pero no. Sobre lo que se han cerrado las puertas es sobre el furgón celular
que me lleva, como único pasajero, con rumbo desconocido. Yo voy esposado
y encadenado dentro de una celda de metal. Hay también un ventanuco de
quince centímetros --apenas un repugnante respiradero-- pero se halla arriba
y a mi espalda, de modo que del mundo de Afuera, igual que ocurría con el

143
mundo de Adentro, me debo enterar por la vía exclusiva del Oído. Dios
bendiga al Oído.
En la trasera del camión, separados de mí por una puerta de alambre
tejido, dos guardianes conversan entre ellos sobre los trabajos y los días,
mientras yo desespero por el naufragio de una de mis ilusiones más caras.
Las esposas aprietan más de lo que yo desearía y, para colmo, la cadena
es demasiado corta para permitirme una posición de semi-incorporado. O sea
que esto no sólo no será la experiencia gozosa que me había prometido sino
que hasta puede degenerar en pesadilla (la primera de Afuera) porque entre
Sierra Chica y Buenos Aires hay siete horas largas de viaje, sin contar las
paradas.
Pero mis cálculos son erróneos (como todos los cálculos de preso, porque
es muy difícil llegar a la verdad prácticamente a partir de la más absoluta
ignorancia) puesto que a la hora escasa de viaje el camión celular se detiene
frente a una barrera (que es una barrera lo sé por que alguien da luego la
orden de "levanten la barrera" 21 ) y el celular empieza a rodar por una clase
de pavimento distinto a todos los anteriores.
Mis terrores de preso apaleado y machacado se reunen en asamblea y
determinan que estoy entrando a otra cárcel, que lo de la salida del país fue
sólo un delirio del Curita y que no habrá España, ni con zetas ni sin zetas.
"¿Pero entonces, la foto?", dice el terror menos aterrorizado, capaz de
adscribirse aún moderadamente a la esperanza. "¿Y qué clase de prueba es
una foto?" responden los otros, en jauría. "Te pueden fotografiar incluso para
tener un recuerdo de tu fusilamiento".
Un sudor frío, que es el sudor del pánico (y mucho más frío en este caso,
porque yo había dado vacaciones a mis anticuerpos antipánico) moja las
axilas de mi camisa de civil, que me cuelga por todas partes (¿pero es
posible que antes, Afuera, esta camisa fuese de mi talla? Quizás no he
estado preso todo este tiempo por delincuente ideológico sino por cerdo) y
hace que mis biorritmos entren en picada. Incluso lloraría, si no estuviese tan
desalentado.
Se abre la puerta de lata y uno de los guardianes me venda los ojos con un
paño negro, lo que acaba de completar el cuadro del horror y la amargura. El
otro, en tanto, me quita las esposas para que pueda poner los brazos a la
espalda, y me las vuelve a colocar. Luego, utilizando la misma cadena que
estaba fijada al banco, me conduce a los tirones por ese pavimento raro,
igual que si yo fuese un oso de circo.
Mientras caminamos escucho que el celular reanuda su marcha, por lo que
deduzco que mi cancerbero tiene la misión de entregarme a nuevos amos.
Pienso que debemos estar en un lugar muy abierto porque el viento campea
a sus anchas. Y a ensalmos de ese viento, precisamente, llega hasta mis

21
Y yo pienso: "para que pase la farolera".

144
oídos el ruido inconfundible de un avión en el proceso de despegue. Estoy,
pues, en un aeródromo.
Mis terrores vuelven a llamar a asamblea, pero permiten también la
asistencia de una que otra esperanza. Todos, terrores y esperanzas, están
perplejos: ¿será posible que estas malas bestias me lleven a España vestido
como un mendigo y sin tiempo siquiera de pegarme un baño medianamente
decente?
El tiempo sigue pasando y ya son muchos los aviones, sobre todo
pequeños, que evolucionan por el lugar. Mi guardián camina de un lado a
otro y a veces da unos sacudones a la cadena, no sé si involuntariamente o
para vengarse de esta misión.
-- Tírese al suelo --me ordena, repentinamente.
Yo pongo una rodilla en el hormigón y luego, con cuidado --porque es
horrible esto de no saber qué hay debajo de uno-- me voy echando a lo
largo, de costado.
-- Boca abajo --ordena la bestia lacónica, que ha tenido que acercarse mucho
para que la cadena me permita la nueva posición.
-- Escuche --me dice, y yo oriento la oreja más cercana en su dirección--.
¿Sabe qué es ésto?
Y hace sonar la corredera de su pistola.
-- Sí --digo.
-- Muy bien. Si se mueve, le vuelo la cabeza.
De modo que no sólo no me muevo sino que no me muevo de tal manera
que sea evidente para mi guardián que no me estoy moviendo en absoluto,
más allá de toda duda razonable.
Debemos estar a un lado de la pista, porque todo mi cuerpo ha quedado
sobre el hormigón, pero en la muñeca derecha y en la mejilla del mismo lado
puedo sentir una presencia vegetal. Tendría que estar aquí Costa, tendido a
mi lado, para que con su sabiduría agrícola estableciese la identidad de esta
cosa y con su voz inaudible me la comunicara. Cambio de posición la cabeza
y coloco mi nariz en dirección a la cosa vegetal. Inspiro profundamente y
huelo a pasto común y silvestre, lo que no me da ninguna pista interesante
pero dispara algunos pequeños camus que sirven para hacer pasar el tiempo
e, incluso, para adormilarme.
Arriba.
La mala bestia me mueve hacia un lado y otro con su bota, como si yo
fuese un felpudo en el que se las está limpiando (¿y con esta camisa sucia de
bota de guardia me llevarán a España?) y luego tira de la cadena hasta que
me pongo en pie y puedo seguirlo. Es otro largo trecho, por la misma clase
de pavimento, hasta que entro en una zona donde los ruidos se van haciendo
gradualmente más nítidos y más humanos, puesto que se trata de gente que
converge hacia un mismo punto.
-- Cuidado --me dice el guardia, y conduce mi pie derecho hacia un peldaño-
-. Son doce escalones.
Yo cuento hasta doce y me quedo parado en lo alto de algo que no puede
ser sino una escalerilla de avión.
145
-- Adentro --dice una voz de mujer, y me da un puñetazo en la nuca.
Asombradísimo por esta presencia femenina entre las huestes del enemigo
(y recién entonces me doy cuenta de que todas mis fantasías sobre ellos
tenían siempre forma de varón), trastabilleo por el angosto pasillo de la
máquina de volar hasta que otra voz de mujer, más cordial y sin puñetazos
en la nuca ni en ninguna otra parte, me ordena que tome asiento, tras lo
cual abrocha mi cadena a una argolla del respaldo, de modo que tengo que
quedarme un poco inclinado hacia adelante.
Durante los próximos veinte minutos las siniestras azafatas continúan con
su tarea de acomodar a los presos y poco a poco voy sintonizando mi oído y
adecuándolo a la nueva situación. Al rato ya puedo distinguir el ruido de la
ropa de las azafatas --que aunque sean hijas del demonio llevan telas de
mujer--, el tintineo de las cadenas (y el golpe con el que se cierran los
candados), el ruido de los motores del avión, los signos vitales de los presos
más cercanos y, después que lo acomodan a mi lado, la respiración de mi
compañero de asiento. Le pido a mi olfato que ayude al oído en la tarea de
extraer alguna seña de identidad de este hombre (que es hombre es lo único
seguro, puesto que los militares de mi país son muy estrictos en esta
cuestión de no mezclar a los sexos, excepto en las salas de tortura) pero el
olfato vuelve del mandado trayendo la obviedad de que tiene olor a preso. Lo
más probable es que él, mi vecino, esté sopesando lo mismo que yo: si vale
la pena correr el riesgo de conversar y de que nos pesquen conversando.
Pero después que el avión carretea y despega (y a pesar de la ceguera la
sensación de estar elevándome hacia el cielo es dulce y placentera) y alcanza
su altura de crucero, las voces de nuestras azafatas se refugian en una zona
algo lejana, a nuestras espaldas, y eso nos va dando la confianza necesaria
para transgredir las reglas. El que primero las transgrede, en realidad, es él.
-- ¿Dónde nos llevan?
-- No sé. Yo voy a España.
Apenas lo digo, siento un súbito envaramiento del cuerpo de mi vecino.
¿Será un loco?
Hay un silencio de cinco o diez minutos (es muy fácil perder la medida del
tiempo cuando se está ciego y volando), y luego:
-- ¿A España?
-- Sí. ¿Y vos?
Otro silencio, pero mucho más corto.
-- Me están trasladando de Rawson a Caseros.
La respuesta del compañero hace la luz en mi cerebro y me llena de
vergüenza. Por supuesto, este es un pequeño avión de cabotaje que recoge a
los presos en traslado, procedentes de diversas cárceles (nuestro punto de
convergencia debe haber sido el aeropuerto de Azul o el de Tandil, que están
a menos de una hora de Sierra Chica) y los conduce a Buenos Aires, para
desde allí volver a ser redistribuidos a sus nuevos destinos. ¿Cómo podía
ocurrírseme que un avión tan pequeño pudiese hacer el cruce del Atlántico?
Mi vecino debe haberse pegado un susto de muerte cuando le dije que iba a
España.
146
-- Perdoná; me equivoqué. Vengo de Sierra Chica y me llevan a Buenos
Aires.
Sólo entonces, aventada la amenaza de locura contigua, el vecino vuelve a
relajarse. Y su próxima pregunta será una pregunta clásica de preso, lo que
me recuerda que yo estoy sintiéndome como quien está dejando de serlo,
con todo lo que ello supone de riesgo para alguien que, técnicamente, es tan
preso como antes.
-- ¿Cómo los tratan en Sierra Chica?
-- Más o menos --digo yo, que no sé qué contestarle acerca de cómo nos
tratan en Sierra Chica porque desconozco qué es para un preso de Rawson el
buen o el mal trato.
-- ¿Pegan mucho?
-- No. El chancho es duro, pero no pegan mucho. Estuvieron boleteando 22
hasta hace unos meses, pero ahora se paró bastante.
-- ¿Y la comida? --me pregunta el preso/preso (que después, en su nuevo
destino, podrá decir: "viajé con un muchacho de Sierra Chica y me dijo que
allá...").
-- Una bazofia. Pero nadie se muere de hambre.
Nuestras orejas captan movimiento en el pasillo, en la dirección por la que
se fueron las azafatas, y ordenamos a nuestras lenguas que descansen. Mi
vecino se estará preguntando por qué extraña razón a mí no me interesa
saber nada de Rawson. De modo que cuando todo vuelve a tranquilizarse:
-- Hace una semana --digo-- trasladaron a Rawson a uno de mi pabellón. Se
llama Lobatón. ¿Lo viste?
El vecino me responde primero con un cierto júbilo corporal, que yo
detecto al instante, que luego es reconfirmado verbalmente.
-- Sí. Llevaron a veintitrés de Sierra Chica. Por ellos nos enteramos de lo de
Espartaco. ¡Qué huelgaza!
¿Huelgaza? Un resabio (psicológico) del flemón comienza a palpitar
(psicológicamente) en mi boca.
-- Nos reventaron --digo yo, para quitarle importancia al asunto y temiendo
que Lobatón se haya contado una de cow-boys.
-- Sí, ya sé. Pero valió la pena. ¡Qué huelgaza!
¿De modo que después de todo Espartaco sirvió para algo, aunque más no
sea para darle una carga extra de entusiasmo a este cow-boy que va sentado
a mi lado?
-- ¿Qué más supieron en Rawson de Espartaco? --le pregunto.
-- Que ustedes resistieron toda la noche.
-- ¡Ah! --digo yo, por decir algo.

22
Ejecutando en secreto.

147
Nuevo silencio. Y un minuto más tarde, la voz insegura de mi hermano de
asiento:
-- ¿Vos participaste, no?
Lo que me está preguntado el cow-boy no es si yo participé en Espartaco,
que le interesa pero no demasiado. Lo que me (se) pregunta indirectamente
es si yo no seré un buchón, un quebrado o alguna otra cosa miserable que
pueda denunciarlo a las autoridades de su nuevo penal, lo cual sería fatídico
para sus intereses.
Por supuesto --contesto, y la paz vuelve a hacerse en el corazón de mi
vecino.
El avión empieza a bajar y las azafatas tornan a pasear arriba y abajo del
pasillo, preparando a la carga humana para la entrega. Me encantaría
poderle ver la cara a alguna de estas mujeres que tan absolutamente
dinamitan todas mis fantasías sobre La Mujer. Tienen que ser unas caras
especiales, de yeguas crueles. Y me pregunto si en este preciso momento
alguien, en algún movimiento feminista, no estará reivindicando el derecho
de la mujer a igualarse con el hombre también en estos menesteres. "Todos
iguales", como dice Gonzalito a propósito del economato.
Aterrizamos, el avión carretea hasta su terminal y las azafatas nos liberan
del candado y nos conducen (otra vez somos ositos al cabo de una cadena)
hacia la escalerilla, a cuyo mismo pie hay un vehículo (que mi olfato
reconoce como celular) esperándonos.
A medida que bajamos nos van poniendo en los compartimentos, sin
quitarnos la venda ni las esposas. Como somos muchos, nos meten a razón
de dos por cubículo, de modo que sólo podemos estar de pie y virtualmente
pegados el uno al otro.
El celular se pone en marcha. Espero unos minutos y después envío una
vez más a Olfato y a Oído a averiguar algo sobre mi compañero de célula
(por eso este artilugio se llama celular) y vuelven con la noticia de que huele
a asmopul, es más pequeño que yo y tiene una respiración entrecortada, de
futbolista en segundo tiempo.
-- ¿Estás bien? --le pregunto.
-- Sí --responde, aunque suena más a cumplimiento de un acto de cortesía
que a respuesta verdadera-- Soy asmático.
-- ¿De dónde venís? --le pregunto.
-- De Sierra Chica.
-- Yo también.
Y entonces nos comunicamos una enorme cantidad de información que
hace dos días hubiera sido la diferencia entre la vida y la muerte pero que
ahora es arqueología pura.
-- ¿Y cómo te fue con tu asma cuando lo de Espartaco?
Hay un silencio.
Yo no participé, porque estaba en el hospital --dice.
De modo que ahora es mi turno de que el cuerpo se me envare (y espero
que el asmático hijo de puta buchón asqueroso no lo haya notado) y los
duendes del pánico me recorran las venas.
148
-- ¿Te quedaste mucho tiempo en el hospital?
-- Hasta hoy, cuando me trasladaron.
Él no puede saber que yo estuve en el hospital para las mismas fechas que
él asegura haber estado. Decido tenderle una trampa que me sirva de
comprobación final.
-- Entonces es seguro que viste a un compañero de mi pabellón que lo
llevaron al hospital al día siguiente de Espartaco.
-- ¿Qué pabellón?
-- El once. Se llama Lobatón.
El asmático se toma su tiempo.
-- No. Del once sólo trajeron a dos compañeros: un cura y un grandote que
se va libre a España.
Y entonces me pasa lo mismo que le pasa a Mia Farrow en "La Rosa
Púrpura del Cairo" cuando los actores de la película le piden que entre a la
película y participe de la trama, porque tardo un minuto entero en
comprender que el aludido grandote soy yo, y otro minuto en caer en la
cuenta de que yo había declarado impostor a este hombre por la simple
razón de que para mí es un asmático sin cara, y en el hospital no había nadie
sin cara que yo pudiese identificar con este asmático.
Lo palmeo en el brazo (aunque debiera decir "lo esposeo", puesto que lo
toco con las esposas):
-- Yo soy el grandote que se va a España.
--¿En serio?
Y el asmático me devuelve la esposeada, contento porque yo soy el
grandote que se va a España y no alguna otra cosa preocupante.
Sin embargo, unos kilómetros después:
-- Vos pensaste que yo era un buchón --dice-- porque no estuve en lo de
Espartaco. Pero es que para esas fechas tuve un ataque espantoso.
Y mi querido asmático se extiende en precisas explicaciones que alejen
toda sospecha de indignidad.
-- Decime una cosa. ¿Cómo sos vos? --le pregunto.
-- No sé cómo explicarte. Yo estaba en la cama de al lado de Planta.
Pero ese no es un buen dato, porque todo lo que estaba cerca de Planta
pasaba a un segundo plano ante la fascinante plantidad de Planta, que no
permitía que uno quitase los ojos de su humanidad inútil. Trato de hacer
memoria y la memoria me suministra la imagen, nitidísima, de una bomba
manual de asmático sobre una mesa de luz. Estrujo un poco más a la
memoria y aparece la imagen de un cabezón que lleva una bufanda a rayas
horizontales, como las de las camisetas de los equipos de rugby. Tiene una
cabeza impresionante, al punto que El Curita, con muy poca misericordia, se
burlaba de él diciendo que debía ser la "cabeza visible" de la organización
interna del hospital.
-- Esperá. ¿Vos sos uno medio cabezón? --le pregunto.
-- ¿Cabezón? --dice él, y me hacer avergonzar inmediatamente por mi poca
elegancia--. No. Yo estaba en la cama de al lado de Planta --insiste-- y a
veces ayudaba a repartir el rancho...
149
-- No recuerdo.
Mi vecino calla y casi puedo sentir su esfuerzo mental para localizar un
dato que me permita identificarlo.
-- Ya sé --dice después de un rato--. Es imposible que no te acuerdes de mi
bufanda: a rayas, como una camiseta de rugby...
Por fortuna, un minuto después el celular llega a su primer destino y nos
separamos para siempre.

Nos separamos para siempre (entendiendo por siempre el período que va


desde aquel día hasta el día de hoy) y sin poder saludarnos de ningún modo,
porque a mi compañero se lo llevan en volandas, cabeza y asma incluídos,
hacia otro celular que está aguardando el traspaso de la carga que debe ser
conducida a Caseros. Por los ruidos (cada preso que salta de un celular al
otro hace un ruido característico, como el de los trampolines que quedan
vibrando después que el saltador lo ha abandonado) deduzco que seremos
muy pocos los que continuarán viaje, y entonces recupero la memoria (y la
angustia que viaja con ella) de que aún ignoro el objetivo de este periplo por
aire y tierra.
¡Nos vamos!--grita el guardia que se ha quedado en la trasera del celular al
tiempo que golpea con su porra en la puerta metálica para avisar al
conductor que ya puede reanudar la marcha.
Aprovechando mi flamante soledad, giro hacia un costado y trato de apar-
tar un poco la venda de los ojos, corriéndola hacia arriba (luego bastará que
pegue la barbilla al pecho para que no se note la maniobra) y me pongo en
puntas de pie para alcanzar el hueco del respiradero. Lo consigo, a pesar de
la cadena y las esposas, pero el resultado es sólo medianamente satisfactorio
puesto que desde ese ángulo sólo puedo ver la parte más alta de los
edificios. Me emociono, no obstante, porque son las primeras vistas de
Afuera y porque al rato, al detenernos frente a un semáforo, reconozco la
inconfundible cúpula del Congreso, del color del musgo.
Esto quiere decir dos cosas: que estamos en pleno centro de Buenos Aires
y que probablemente me estén llevando a Coordinación Federal, que es la
más siniestra de las dependencias policiales, famosa por el refinamiento de
las torturas. Mis moléculas del pánico hacen un simulacro de ídem, pero
Inteligencia les recuerda que yo no soy un preso de quien es preciso extraer
datos (eso se quedó en la cárcel verde) sino un preso indeseable al que se
quiere perder de vista. Y esto parece bastar a las moléculas del pánico, que
se dispersan en orden.
Por los remates de los edificios (es increíble la cantidad de cosas insólitas
que los arquitectos de principios de siglo ponían en lo alto de un edificio) y
por las vueltas y revueltas del celular, voy siguiendo paso a paso el itinerario,
que resulta ser el que imaginaba (ya iba siendo hora de acertar con alguna
profecía). El celular entra en un garaje cerrado (y entonces todos los ruidos
se transforman en ecos de sí mismos), se detiene y nos quitan las cadenas y
las esposas. Todavía con los ojos vendados nos llevan a los empujones hacia
150
una habitación donde se nos ordena ponernos de cara a la pared, con piernas
y brazos abiertos. Nos palpan (siempre que me palpan yo me acuerdo de
Darío) y al fin nos quitan las vendas, devolviéndonos al mundo de los seres
capaces de bastarse a sí mismos.
Somos cuatro. Una rápida mirada de reojo me alcanza para comprobar que
no conozco a ninguno.
La siguiente hora la pasaremos registrando, por enésima vez, nuestras
huellas digitales. A este menester le llamamos "tocar el piano". Luego nos
conducen a través de un pasillo entre oficinas hasta una habitación grande y
oscura, circundada por unas pequeñas celdas individuales.
-- Adentro --dice el guardia mientras va abriendo una a una las puertas, y
caigo entonces en la cuenta de que "adentro" es una de las palabras que más
odio en este mundo.
Nos mete en las leoneras (que se cierran como una puerta normal, sin
candado) y apaga la única luz:
No hablen.
De modo que no hablamos. Y como no hablamos, empezamos a captar un
ruido muy poco tranquilizador: el de un tiroteo infernal pespunteado de
gritos y ayes, imprecaciones y llantos. Y como gran final de fiesta, una
explosión estremecedora.
-- ¿Y eso? --pregunto.
Nadie responde, cada uno ocupado en pastorear a sus respectivas
moléculas del Pánico.
Tras la explosión, un silencio impresionante. Y luego una voz caribeña
llamando "Myrna, dónde estás Myrna" y la música de unos violines lúgubres
rasgando el espacio.
-- Es la televisión --dice mi vecino de la derecha.
La televisión. Claro. En el mundo de Afuera hay televisión, y cines y
teatros. En el mundo de Afuera pueden ocurrir cosas que no necesariamente
nos tienen que ocurrir a nosotros.
-- Los Angeles de Charlie --precisa otro de los circunstantes, haciendo gala
de su erudición televisiva y provocándome un mini-camus del rostro de
Jacklin Smith, cosita de papá.
El terror audiovisual ha servido para romper el hielo y al poco tiempo
estamos intercambiando información de primera mano. Mi vecino de la
derecha se va a Estados Unidos.
-- ¿Y vos? --me pregunta.
-- A España.
Los otros dos se van a Francia. Ninguno de ellos ha estado antes en
Europa.
-- ¿Conocés Francia? --me preguntan.
Contesto que sí, aunque sólo he estado medio día en Biarritz, como
extensión de una visita a San Sebastián.
-- ¿Y cómo es?
Trato de hacer memoria.

151
-- Juegan a un juego que se llama cesta-punta. El pan es muy rico. La vida
es cara.
Y con estos datos miserables, los tres futuros refugiados políticos en
Francia tratan de armar un cuadro de la situación.
El que se va a Estados Unidos está tranquilo y seguro porque en Miami le
espera un hermano que tiene un negocio. Se me ocurre por un instante la
necia posibilidad de que ese hermano pueda conocer al primo de Miami,
como si Miami fuese una pueblito de morondanga.
Y así, hablando de Geografía (que es uno de los nombres de la Libertad),
nos encuentra la cena, traída por el mismo guardián de antes y que está fría
e incomible.
-- Está fría --dice el que se va a Norteamérica.
-- ¿Sí? --contesta el guardián, y se manda a mudar.
De modo que tenemos que conformarnos con el pan, que también está
duro y frío (pero que es pan y entonces eso no parece un escándalo) y
continuamos hablando de nuestras cosas cada vez más morosamente,
porque todos estamos muy cansados y uno a uno nos vamos durmiendo en
la posición de sentado en la que estamos y con la cabeza apoyada en un
brazo. El último en dormirse se queda hablando solo hasta que también él se
duerme y entonces la televisión vuelve a reinar en el espacio claustral y
sombrío, pero ahora sin nadie que la escuche.
Por la mañana, después del desayuno (que también está frío y asqueroso,
pero que esta vez no nos sorprende y entonces es menos frío y asqueroso)
nos van sacando de a uno, empezando por el norteamericano y terminando
por mí, que siento un alivio inmenso al poner distancia entre mi persona y
esta cámara de los horrores. El guardia de la cena y el desayuno ha sido
reemplazado por otro igualmente anónimo y gris, la clase de persona que
sería Planta en una vida futura si Planta alguna vez pudiera moverse. Por el
mismo pasillo de la ida me conducen otra vez hasta el garaje, pero ahora no
me aguarda un furgón celular sino un Ford Falcon verde botella, lustroso y
brillante, razón por la cual empiezo a pensar que mi condición de próximo
hombre libre está empezando a surtir sus efectos. Pero no.
-- Abajo --me dice el policía de civil que viaja conmigo en el asiento trasero,
empujando mi cabeza contra el piso del coche, de modo que ahora no sólo
no me es posible ver cúpulas de Congresos sino que el panorama único a mi
disposición es la suela del zapato derecho del policía, que para colmo de
males acaba de pisar una caca de perro antes de subir al coche. A pesar de
la desalentadora situación, se me ocurre que esta es una buena clase de
despedida metafórica, no sólo por su obvia carga simbólica sino porque
cuando en mi próximo exilio, que auguro prolongado, tenga la egoísta
tentación de olvidarme de los compañeros cautivos, la imagen de esta suela
enmierdada será un fortísimo recordatorio. Además, debo contabilizar a mi
favor la exención de las esposas, la cadena y la venda, lo que hace un
paquete de ventajas nada despreciable.
Cuando llegamos a Ezeiza es mediodía (no se trata de una de mis
peregrinas profecías sino que así lo indica un reloj en las dependencias
152
militares del aeropuerto). Ya otra vez en la posición de homo erectus los
policías me entregan al cuidado de una teniente de Aeronáutica, que a
cambio de ello firma un recibo por el preso contrareembolso y por un gran
sobre de papel manila en el que yo espero que esté mi pasaporte.
Los policías se van hacia su Ford Falcon verde botella borrándome para
siempre de la memoria y la teniente se vuelve hacia mí poniendo los puños
en las caderas y mirándome de arriba a abajo.
-- ¿No tiene una ropa mejor? --espeta con tono marcial.
Por un momento me dan ganas de contestar que si bien es cierto que no
tengo ropa mejor también lo es que no tengo ropa peor, pero al fin decido
que el horno no está para bollos y que más vale conocer un poco más la tela
antes de hacer uso de ironías de hombre libre.
-- No.
-- Sígame --dice la teniente, y echa andar con gran repiqueteo de tacos hacia
una sala cuyo acceso está cerrado por un cordón de terciopelo rojo.
-- Espere aquí.
Traspaso el cordón rojo y me siento en el primer sillón, que cede bajo mi
peso y suelta una vaharada de olor a cuero que me compensa con usura por
el infecto desayuno de la mañana. Las paredes estás revestidas de madera.
Entre el olor a madera y el olor a cuero empiezo a adormilarme. Me despierta
un suboficial sacudiéndome por los hombros.
-- ¿Cuál es su talla? --pregunta.
Yo, que no sabía cuál era mi talla antes, cuando era preciso saber la talla,
¿cómo voy a saberlo ahora, que vengo de un lugar donde todas las cosas son
de la misma talla?
Me alzo de hombros y entonces el suboficial mete un dedo entre mi camisa
y mi cuello, me hace dar una vuelta sobre mí mismo y mide a cuartas mi
cintura. Se va.
Vuelvo a mi placenta de cuero y trato de embriagarme nuevamente con el
aroma del cuero y de la madera (y ahora percibo también un olor a
desodorante de ambiente y otro a cera de pisos y otro más, tan tenue que es
una sensación más que un olor, a cortinas de vual) pero casi inmediatamente
aparece un teniente que me espeta, igual que si se tratase de una película de
los Hermanos Marx:
-- ¿Usted es el que se va expulsado a Canadá?
-- No --contesto.
El teniente se va, pero vuelve a los dos minutos con la teniente, que saca
un pasaporte del sobre de papel manila y pronuncia mi nombre:
-- ¿Ese es usted?
-- Sí --digo yo, bastante intimidado por la teniente-hembra, que ha vuelto a
colocarse en la posición de puños en las caderas.
-- Pues entonces --dice el teniente-macho-- usted se va expulsado a Canadá
en un vuelo que sale --consulta su reloj pulsera--dentro de una hora y
cuarenta minutos.

153
Dicho lo cual el teniente-macho y el teniente-hembra se alejan con destino
desconocido, probablemente hacia el lugar donde se engendran los
tenientitos.
¿Canadá? Me cuesta tres minutos enteros borrar los dibujos españoles con
que había ilustrado cada letra de la palabra Libertad y reemplazarlo por otros
adecuados a este insólito destino que acaban de revelarme. Pero entonces
descubro que la palabra Canadá me sugiere muy pocas cosas: algunas
expresiones que la contienen (Canadá Dry Ginger Ale, Ford Canadiense,
Canadian Pacific Airlines) y algunas cosas desperdigadas y fragmentarias: el
río San Lorenzo, la península del Labrador, McLuhan, la Policía Montada y De
Gaulle gritando "viva Quebec libre".
Y entonces caigo en una gran depresión que está hecha mitad de angustia
ante ese lugar inimaginable y mitad de desencanto por la pérdida de España,
a la que todos estos días me había estado acostumbrando del mismo modo
que uno en la celda debía acostumbrarse a un nuevo compañero. Indagando
en mi estado de ánimo concluyo que me siento víctima de un nuevo Voleo, y
hago votos para que por lo menos sea el último.
Estoy pensando en estas tristezas cuando vuelvo a divisar al teniente-ma-
cho.
-- Señor --le digo respetuosamente, no sea que este dios de los destinos
aéreos se enfade y me envíe a Rawalpindi-- ¿por qué me llevan a Canadá?
-- Porque el gobierno de Canadá le dio visa de refugiado político. Aunque
usted no es un refugiado político --añade.
-- ¿No? --pregunto yo, que no sé bien qué soy.
-- No. Usted es un delincuente subversivo a quien expulsamos del país por
indeseable, porque una manzana podrida...--(y créalo usted o no, me cuenta
el asunto ese del cesto de manzanas sanas que se pudren por culpa de una
única y repugnante manzana podrida).
-- Claro --digo yo, que estoy más allá de toda manzana posible--. ¿Y sabe
usted a qué ciudad me llevan?
El teniente Manzanero consulta unos papeles.
A Toronto --dice, y se va.
Para mí Canadá era Montreal. Pero Toronto...
Casi al mismo tiempo reaparece el suboficial Ropa y la teniente-macho. El
suboficial me trae una muda completa de ropa que incluye traje y corbata y
que nunca sabré de dónde sacó (y lo mejor es ni siquiera preguntárselo). Por
su parte, la teniente-hembra me lleva a un comedor desierto y señala una
mesa donde hay una de esas bandejas con comida de avión.
-- Coma --me ordena.
Y yo, por primera vez en un siglo, vuelvo a sentir el gusto de la carne
estofada y de las verduras tiernas, el tacto de los cubiertos de metal, la seda
de la crema Chantilly y el sabor de una Fanta que me hace burbujitas en la
nariz igual que si fuese champán. Con esta comida asentándose en el
estómago soy conducido a un baño (grifos de acero, toallas de tela de toalla,
mingitorios de porcelana) donde me entregan una pastilla de jabón que huele
como debe oler el paraíso y me autorizan a darme la primera ducha caliente
154
desde que tengo memoria. El agua se escurre por mi cuerpo en cascada y yo
voy recuperando poco a poco la alegría de vivir, aunque haya que vivir en
Canadá. Por mal que se esté allá en el Norte, pienso, al menos habrá agua
caliente y jabones y comida de avión. Por el momento, ese es el techo de mis
exigencias.
Salgo de la ducha, seco mi cuerpo ahora reluciente como una moneda
nueva y empiezo a vestirme con la ropa que me trajo el suboficial Ropa y que
resulta ser exactamente de mi medida. Sobre el tocador hay un peine y lo
utilizo por razones rituales, porque un buen baño tiene que terminar con una
buena peinada.
Vuelvo a la sala y me hundo otra vez en el sillón de cuero, pero ahora
probablemente sea el sillón el que se emborracha con mi olor de Hombre
Recién Bañado, que debe ser un olor que impresiona notablemente a los
sillones.
Y ahora sí, me dispongo a dormir profundamente y sin obstáculos mi
primera siesta de hombre libre, olvidando que mi inconciente aún no ha
registrado el cambio de situación y que los materiales que suministre
corresponderán inevitablemente a sueños de la etapa anterior, con Lunadei
disfrazado de Espartaco y Planta que lee la Biblia del Curita, que en el sueño
es una biblia porno con todas las santas piluchas.
En esto no había caído: del mismo modo que durante mucho tiempo,
después de mi detención, he continuado teniendo sueños de hombre libre,
ahora será preciso hacerme a la idea de que por la noche, todas las noches,
volveré a estar preso. Mala cosa, sin duda, pero buen negocio de todos
modos. No sólo porque la vigilia es mucho más larga que el sueño, sino
porque cada mañana, al despertar, la pesadilla tendrá que volver a meterse
en su agujero. Y entonces despertar será una venganza maravillosa.

***

Cuando despierto, el minutero del reloj apenas si ha dado una docena de


pasos. Esa es la primera sorpresa. Le segunda, que me ha caído mal la
paradisíaca comida de plástico, ya sea porque mi estómago de preso aún no
está preparado para estas delicadezas o porque, simplemente, se trata de
uno de los precios de la libertad.
La teniente me hace una seña con su mano de uñas centelleantes y yo me
dirijo hacia ella, tratando de disimular los flamantes eructos de casi hombre
libre.
-- Sígame --ordena.
Guiado por su taconeo y la grupita saltarina (desde atrás la teniente deja
de ser teniente de nada y vuelve a ser una mujer a secas), me interno en los
meandros interiores del aeropuerto, hasta llegar a un despacho limpio y bien
iluminado cuyo gran ventanal se abre sobre las pistas, donde los aviones
reposan con las alas desplegadas. Detrás de la mesa del despacho está
sentado un tipo de bigote cuadrado, la clase de bigote que sólo usan los

155
militares y algunos policías (y otros que no lo son pero les gustaría serlo).
Viste traje a rayas.
-- Siéntese --me dice sin levantarse, y yo reconozco inmediatamente la voz
de La Voz.
Obedezco, y entonces la teniente nos deja solos cerrando la puerta detrás
de ella, como un criado eficiente y silencioso.
La Voz me mira. Tiene ojos oscuros, parecidos a los míos. Es de mi edad.
-- Muy bien --dice La Voz, que debe estar preguntándose si he reconocido su
voz.
Yo hago un gesto tan vago como su "muy bien" y nos quedamos
mirándonos con mutua curiosidad. Él porque está comparándome con el
hombre encapuchado de hace unos días y yo porque es el primero de mis
interrogadores que permite que lo vea (él sabe perfectamente, de todos
modos, que no debe temer nada, porque no lo recordaré como un tortu-
rador).
La Voz consulta su reloj pulsera.
-- El avión le está esperando.
Yo no digo ni mu. Esta clase de juego es absolutamente nueva para mí,
empezando por la falta de capucha y terminando por esto de los aviones que
me están esperando.
-- Una firma aquí --dice La Voz, empujando en mi dirección una hoja de
papel mecanografiada-- y buen viaje.
Miro la hoja. Es la Cartita del Arrepentimiento, tal como lo había
profetizado El Curita.
-- ¿Puedo leerla? --pregunto.
-- ¡Por supuesto! --dice La Voz, que es un farsante del tamaño más grande.
La leo. Es canallesca. Si la firmo, habré declarado urbi et orbi mi profundo
pesar y arrepentimiento por haber participado en actos de violencia contra
inocentes. Si la firmo, me declararé responsable de una parte de toda la
sangre derramada en este pobre país mío.
Miro a La Voz, que tiene aspecto de haber pasado ya varias veces por este
sainete.
-- Esta declaración es falsa --le digo.
La Voz sonríe.
-- No --me corrige--. Si usted la firma, la declaración es verdadera.
De modo que, además, la va de piola.
-- ¿Y si no la firmo? --pregunto, y pierdo puntos, porque hay cosas que no
deben preguntarse sino hacerse.
-- Ya le dije que el avión tiene que partir dentro de unos minutos. Si usted no
quiere embarcar y prefiere volver a Sierra Chica, por mí no hay problema.
Usted es libre de tomar la decisión que mejor le parezca-- y la palabra libre,
en su boca, no tiene nada que ver con la Libertad.
¿Qué harían en mi lugar --camuseo-- mis compañeros más queridos?
* Pedroso y Gonzalito no firmarían (Gonzalito haría una pelota con el papel y
lo tiraría polijamente a la papelera; Pedroso, en cambio, no tocaría el papel
ni con la punta de los dedos, pero le diría a La Voz: "se equivocó; tendría que
haberme traído encapuchado").

156
* Lunadei firmaría sin una pizca de duda, pero haría una firma que no es la
suya.
* Borges discutiría con La Voz y al final, cuando ya no hubiese más remedio,
firmaría entre gestos de profundo desagrado.
* El Curita tacharía un par de palabras --las más infames-- y las
reemplazaría por otras, y luego firmaría en medio de las protestas de La Voz
(pero El Curita se saldría con la suya porque no hay tiempo para preparar un
nuevo ejemplar).
* El Alemán insultaría salvajemente a La Voz y después, sólo después,
firmaría (jugando al juego de "si él se come mis puteadas, yo me como la
declaración").
* Rizzo firmaría con grandes aspavientos de felicidad, trataría de besarle la
mano a La Voz ("usted es un padre para mí") y se burlaría de él de otros mil
modos payasescos.
* Abregú firmaría con su letra pequeñita y se iría de allí sin mirarlo.
* Sabena fingiría que está firmando pero en realidad escribiría una frase de
Kropotkin: "Los amos parecen gigantes sólo cuando se los mira de rodillas".
* Miami firmaría con gesto crispado y después le diría a La Voz: "A los
hombres puede degollárselos; a las ideas, no" (y se marcharía tan campante,
sin importarle en absoluto la humillante carcajada de La Voz).
¿Y yo? ¿Qué haré yo?
-- Usted tenía razón --le digo a La Voz--. Resultó cierto que volveríamos a
vernos.
La Voz me mira con una mirada nueva en la que predomina la
interrogación, por lo que deduzco que me he apartado del guión.
-- ¿Qué quiere decir?
-- Que cuando me entrevistó en Sierra Chica usted anunció que volveríamos
a vernos. Y fue cierto.
-- Usted se equivoca --dice La Voz aparentando serenidad, pero es evidente
su preocupación. Quizás sus interrogatorios no siempre fueron tan suaves
como el mío y ahora está preguntándose si los demás también lo han reco-
nocido a partir de su voz en el momento de firmar.
-- No, no me equivoco. Los presos tenemos muy fino el oído. Y además,
encapuchado se oye todavía mejor. Y lo mismo pasa con el olfato-- y señalo
el humo que sale de su cigarrillo negro y llena la habitación. La Voz vacila,
pero al fin se decide por la técnica de la presión.
-- El tiempo corre. ¿Firma o no firma?
Y en esto La Voz acierta, porque es verdad que yo sólo estoy tratando de
ganar tiempo, porque aún no me he decidido. Sé que no haré como Rizzo ni
Abregú y que tampoco me fascina ser un Pedroso ni un Gonzalito. Pero tam-
bién es verdad que este asunto me está molestando mucho más de lo que
hubiera imaginado. Quizás, me digo, así como hay un Botón del Pánico
también hay un Botón de la Dignidad, un lugar del alma que, si se aprieta,
nos vuelve blindados.
-- Dígame una cosa --le pregunto--. ¿Por qué tenía usted tanto interés por
saber mi opinión sobre las relaciones pre-matrimoniales?
-- A mí me importan un comino sus opiniones --contesta La Voz, que ahora
se entrega francamente a la cólera--. Pero le aseguro que si usted no me

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hubiera dicho que estaba arrepentido, a estas horas seguiría en Sierra Chica,
comido por los piojos.
-- En Sierra Chica no hay piojos --lo ilustro--. Hay chinches y, en algunos
pabellones, pulgas. Pero piojos no. Es curioso, ahora que lo pienso.
La Voz se queda mirándome:
-- No sea idiota. ¿Qué puede importar que la declaración sea o no sea falsa?
Es su pasaporte a la libertad.
Contraataco:
-- ¿Y de qué le sirve a usted una declaración falsa?
La Voz apaga el cigarrillo en el cenicero, retorciéndole el cogote:
-- ¿Pero entonces usted cree, en serio, que a mí me importa que usted firme
o no firme?
O sea que, en cierto modo, La Voz también es un arrepentido. Un cruzado
que ha dejado de serlo pero que tiene que seguir trabajando de cruzado,
porque es el único oficio que conoce.
-- Usted está en peor situación que yo --le digo--. Porque a mí, que no creo
ni en el manganeso, al menos me sigue importando no firmar una
declaración falsa.
-- Pero acabará firmando --dice La Voz, con una seguridad que me hace
poner colorado.
-- Sí --digo yo, después de un minuto entero, puesto que al fin he tomado
una decisión: atraigo hacia mí la hoja de papel y hago un garabato muy
convicente que jamás ha sido mi firma. O sea que he adoptado el sistema
Lunadei, también conocido por "en la duda, pibe, cruzate de vereda".
La Voz recupera la hoja firmada y la lapicera con que la firmé.
-- Todo en orden --dice.
Me pongo en pie y La Voz me tiende la mano. Pero este es mi límite,
puesto que es imposible dar una mano falsa.
¿Para poder subir a ese avión tengo que darle la mano?
Ahora es el turno de La Voz de ponerse colorado, pero lo suyo no es
vergüenza sino odio.
-- ¿Usted se cree mejor que yo, verdad? --dice La Voz.
-- Sí --contesto, estrenando mi sinceridad de hombre libre.
La Voz rodea la mesa del escritorio y se encara conmigo.
-- Usted no es más que un payaso. Y tenga cuidado con lo que hable en
Canadá, porque nuestra mano es muy larga.
La Voz tiembla de odio y desprecio. Me equivocaba: los cruzados no se
jubilan nunca.
-- ¿Me puedo ir? --le pregunto.
-- Por mí, puede morirse --dice La Voz, y me da la espalda. (Mal te veo, Voz:
yo diría que estás al borde de un ataque de nervios).
Entra la teniente, que debió haber estado escuchando detrás de la puerta,
y me ordena que la siga.
-- Usted ha hecho mal en irritar al mayor Merino. Es de lo mejorcito que
tenemos por aquí --me dice la teniente mientras caminamos.
-- ¿Mayor Merino?
La teniente se lleva una mano a la boca.
-- Olvídese de ese nombre.

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Nada de eso, teniente: lo único seguro de toda esta historieta es que
nunca me olvidaré de nada, ni siquiera en el caso de que lo desee, porque mi
sistema de volar puentes es distinto al de Ottolía. Yo los hago desaparecer a
fuerza de recordarlos una y otra vez, hasta que se gastan.
Entramos a la manga que lleva al avión (y el repiqueteo de los tacos de la
teniente cambia de pronto de sonoridad, como si hubiésemos entrado a un
cine) y tras un recodo vemos la puerta de la máquina voladora, de un metal
reluciente. Esperándome, hace guardia una azafata rubia.
La teniente le hace una seña con la cabeza a la azafata (que quiere decir:
"es éste") y luego me pregunta:
-- ¿Le puedo desear buen viaje?
Esta teniente innominada, por obra de la casualidad, será la última Mujer
Argentina que he de ver antes de partir hacia el exilio. De modo que me
acerco, le tomo la cara entre las manos y le doy un sonoro beso en la frente.
-- Cuidado con el mayor Merino --le digo--. Parece un buen tipo pero es una
rata.
La teniente se va y yo me vuelvo hacia la azafata con una sonrisa en la
boca y la frase que hubiese utilizado Rizzo, sin duda alguna, en una situación
como esta:
-- Dígale al piloto que ya podemos despegar.
La broma es comprendida y la azafata me devuelve la sonrisa, que es
muchísimo más linda que la mía, y me lleva hasta un asiento en la parte
trasera del avión. Cuando intenta ayudarme a ajustar el cinturón se le cae el
sobre con mis documentos, que se desaparraman por el pasillo.
-- Lo siento --dice.
¿"Lo siento"?. Es perfecto. ¿Cómo a ninguno de nosotros se nos ocurrió
algo así de sencillo. Siendo tan neutro como dispénseme, suena a perdón sin
serlo en absoluto y, sobre todo, uno no miente (puesto que desde luego se
siente y se recontrasiente ir al chancho).
La azafata termina de reunir los papeles y me los entrega. Allí está mi
pasaporte, presidido por la foto con la ropa multipreso, indicando que me
domicilio en "Penal de Sierra Chica". Más que un pasaporte parece una
denuncia.
El avión comienza a carretear en dirección a la gran pista de despegue y yo
aprovecho para pasear la vista por el resto de los pasajeros, muchos de los
cuales me miran furtivamente (¿sabrán quién soy y adónde voy?). Amarrado
a ese asiento, sin poder moverme y dentro de la cápsula metálica del avión,
reflexiono que a pesar de todo sigo enclaustrado y cautivo. Ciertamente no
se puede comparar a este avión con el furgón celular, pero tampoco hay
duda de que básicamente se sigue tratando de un traslado. (Daría dos dedos
de la mano derecha por tener a mi lado a alguno de los compañeros).
El avión se coloca en la cabecera de la pista, hace una breve detención y
luego se lanza a todo motor en busca de la velocidad que lo proyecte hacia el
cielo. Por mi ventanilla comienzan a desfilar entonces, cada vez más rápidos,
decenas de árboles-bronquio como el que se ha quedado en Sierra Chica y
que quizás El Curita, Lunadei, Borges o el Alemán están mirando en este
preciso instante.

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El piloto acciona los alerones y el avión trepa en el aire como si la mano de
un gigante lo empujase por la panza. Estamos entre dos luces. Abajo, en la
tierra que acabamos de dejar, las sombras de la noche ya han ocupado la
ciudad y el campo, pero arriba el cielo todavía le pertenece al día y el sol
entra a raudales por las ventanillas de mi costado.
El avión se apoya sobre un ala (como hacen los niños cuando juegan a ser
un avión) y da un cuarto de vuelta, cambiando de dirección, y mi ventanilla
se llena entonces de Buenos Aires, que desde esa altura parece un plano.
Y la ciudad, ahora, es como un mapa
de mis humillaciones y fracasos;
desde esa puerta he visto los ocasos
y ante ese mármol he aguardado en vano.

Me parece estar escuchándolo a Borges mientras el avión empieza a dejar


atrás la ciudad y se adentra en ese mismo río inmenso que era para el tío
Andrés la metáfora perfecta del agua dulce. Adiós Buenos Aires. En mi
recuerdo tendrás siempre el color de la sangre y el olor del llanto.
La azafata rubia también está sentada y encorreada, pasillo por medio,
compartiendo la suerte del resto del pasaje. La miro y ella me devuelve la
mirada, adornándola con una sonrisa. Una sonrisa de azafata, es cierto, pero
para mí es como un presente de las Mil y una Noches.
De modo que esto es la libertad: un lugar que huele bien, una sonrisa
rubia, nadie golpeándote. Para empezar, no está nada mal.
A medida que el avión va ganando altura comienzan a desaparecer las
luces de abajo y al fin un rectángulo negro, como si hubiesen corrido el
chapón del cielo, se instala en mi ventanilla. La súbita oscuridad trae a mi
recuerdo la imagen de los compañeros cautivos, en un fuerte contraste de
blancos y negros, como en una vieja película. Tendré que buscar y encontrar
--me digo-- el modo de vivir mi vida de hombre libre sin olvidar a los
compañeros presos, y el modo de no olvidar a los compañeros presos sin
dejar de vivir mi vida de hombre libre. Un problema de ingeniería moral.
Ahora la azafata rubia está inclinada sobre mí (huele como los dioses) y
me pregunta si deseo beber algo. La verdad es que yo deseo bebérmelo
todo, incluído su propio olor y su rubiez.
-- Cerveza --digo y la azafata marcha en su busca, pero antes de que la
traiga me habré dormido, porque los hábitos de preso son aún todopoderosos
y siguen gobernando mi vida.
Y así, soñando con una cerveza, con la cabeza inclinada sobre el pecho y
atado a un asiento de avión, inicio mi discreto retorno al mundo de los hom-
bres libres.

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