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La Fuerza de La Debilidad PDF
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que compromete a compartir la misma vida de Cristo. Por eso habla el
autor de una teología que es espiritualidad de la cruz.
2
LA FUERZA
DE LA DEBILIDAD
ESPIRITUALIDAD DE LA CRUZ
POR
Madrid
1993
3
ÍNDICE GENERAL
PRESENTACION........................................................................................................5
I. La vida es hermosa................................................................................................10
1. Abrir los ojos...........................................................................................................10
2. Deseos de verdad y de bien.....................................................................................13
3. Ojos y corazón de niño............................................................................................16
Recapitulación.............................................................................................................18
4
VII. Construir una “nueva tierra”...........................................................................79
1. Construir la historia amando...................................................................................79
2. La vida es donación.................................................................................................82
3. Descorrer el velo......................................................................................................85
Recapitulación.............................................................................................................87
Líneas conclusivas...................................................................................................121
Orientación bibliográfica........................................................................................125
Siglas de documentos...............................................................................................128
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PRESENTACION
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El hombre ha sido creado para vivir gozosamente, no para sufrir ni
morir. Ahora bien, si en la realidad humana existe el dolor y la muerte, la
única solución será la de afrontar esta realidad, haciendo que el ser
humano se construya como imagen de Dios, que es amor y donación. Esto
es imposible si Dios hecho hombre, Jesucristo, “asumiendo la cruz” (Jn
19,17), no se nos hace nuestro “camino, verdad y vida” (Jn 14,6). La
“cruz.” es el mismo Cristo, que, insertado en nuestra historia, transforma
la realidad anodina o doloroso en donación. A partir de la cruz de Cristo,
es posible transformar nuestra cruz en servicio a los hermanos y en “gozo
pascual” (PO 11).
Toda teología es una cruz, por ser un esfuerzo humano de querer
penetrar en el misterio de Dios, que parece que calla y está ausente.
Nuestros conceptos son válidos, pero no llegan a captar al infinito. El
camino de la teología de la cruz debe ser el de la espiritualidad: querer
vivir lo que se cree por encima de querer comprender, sin dejar el esfuerzo
de comprender. El sufrimiento se comienza a “comprender” cuando se
comparte con Cristo, que derramó su sangre por nuestro amor. “¡Cuánto
más la sangre de Cristo, que por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo
sin tacha a Dios, purificará de las obras muertas nuestra conciencia para
rendir culto a Dios vivo!” (Heb 9,14).
Mirando “al que traspasaron” (Jn 19,37), el creyente en Cristo
comienza a comprender amando. Es el “conocer” del Buen Pastor que,
dando su vida en sacrificio, contagia a sus ovejas de la sabiduría de la
cruz. A Cristo se le conoce a partir de su amor: “Tened los mismo
sentimientos de Cristo Jesús” (Flp 2,5).
Quien ha experimentado la “cruz” de Cristo está capacitado para
descubrirle resucitado en el “sepulcro vacío”. La “utopía” cristiana es
así. La esperanza, el gozo pascual y la liberación integral de personas y de
pueblos sólo son posibles a partir de la cruz.
El sufrimiento, transformado en donación y en servicio para evitar el
sufrimiento de los hermanos, transforma el universo y la humanidad
entera. El hombre se trasciende a sí mismo compartiendo la cruz con
Cristo. La utopía cristiana es siempre el amor de donación en un contexto
de fe y esperanza. “Esta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe” (/
Jn 5.4).
Para vivir y morir amando como Cristo hay que aprender a pensar y
sentir como él. Ese amor” viene de Dios” (l Jn 4,7), 3? es posible sólo
cuando se ha encontrado a Dios en su aparente “silencio” y “ausencia”.
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“La cruz es un toque del amor eterno sobre las heridas más dolorosos de
la existencia terrena del hombre” (DM 8).
La cruz es el desafío permanente del corazón humano, que busca la
felicidad en la verdad v el bien. La teología y espiritualidad de la cruz no
pueden elaborarse sin participar vivencialmente en este reto.
Un “maestro” espiritual hindú (“guru”) enseñaba a sus discípulos el
“camino” (“yoga”) para llegar a Dios por un proceso de limpieza del
corazón. Un cristiano presente en el grupo le preguntó por qué tenía un
crucifijo sobre la mesa. El “guru” respondió: “Estoy buscando a alguien
que me enseñe cómo es el yoga (camino) de Jesús crucificado “. La
sociedad de hoy presenta el mismo problema; quizá es éste el mayor
desafío que ha tenido la Iglesia misionera en veinte siglos: ¿cómo se
puede reaccionar amando en los momentos de dificultad y de cruz?
Esta anécdota y un recuerdo sencillo de mi infancia me sirvieron de
invitación para escribir esas reflexiones sobre la espiritualidad de la cruz.
Habían pasado pocos días de mi primera comunión (1936). Delante de la
parroquia incendiada ardía una hoguera donde todavía se podía ver el
rostro bondadoso de la imagen de Cristo crucificado. Aquella mirada
amorosa parecía hablar de perdón y de llamada: ¿quién querrá anunciar
a todos los hermanos que yo sufrí y morí por amor?... Creo que allí
empezó mi primera reflexión sobre la cruz, que ahora brindo a mis
hermanos. Para poder expresarme mejor me he inspirado en escritos y
vidas de santos y de personas ejemplares; que iré citando en el momento
oportuno.
Hoy más que nunca se necesitan apóstoles, al estilo del “discípulo
amado”, que estén convencidos de que “la misión tiene su punto de
llegada a los pies de la cruz.” (RMi 88). Juan evangelista, el que estuvo
junto a la cruz y el que, adentrándose en el sepulcro vacío, “creyó” en
Jesús resucitado, nos indica el camino para transformar el sufrimiento en
donación y la cruz en resurrección: “MIRARAN AL QUE
TRASPASARON” (Jn 19,37). Mirando con amor a Cristo crucificado se
aprende a transformar el dolor en donación y la debilidad en fuerza que
renueva la creación y la historia: “Te basta mi gracia, ya que la fuerza se
pone de manifiesto en la debilidad” (2 Cor 12,9).
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LA FUERZA DE LA DEBILIDAD
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I. LA VIDA ES HERMOSA
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Todo nos habla del “Amado”. Si algo viene de su mano, es que
también y principalmente procede de su corazón. Lo importante es el amor
con que nos da las cosas y permite los acontecimientos. “‘Dios lo dio. Dios
lo quitó. ¡Sea bendito el nombre del Señor!” (Job 1,21); “Si aceptamos de
Dios el bien, ¿no aceptaremos el mal?” (Job 2,10).
Abrir los ojos significa dejar hablar al corazón iluminado por la
razón. Solamente si abrimos los ojos del amor, sin hacer cálculos de
utilidad y eficacia inmediata, sabremos auscultar los latidos del corazón de
Dios. Este mirar contemplativo nos hace descubrir a quien nos acompaña
siempre dejando huellas de su amor: “Mil gracias derramando, pasó por
estos sotos con presura, y yéndolos mirando, vestidos los dejó de
hermosura” (San Juan de la Cruz).
Hay que aprender a leer la creación: “¡Señor, Dios nuestro, qué
admirable es tu nombre en toda la tierra! Ensalzaste tu majestad sobre los
cielos. De la boca de los niños de pecho has sacado una alabanza... Cuando
contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has
creado, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para
darle poder? Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y
dignidad; le diste el mando sobre las obras de tus manos, todo lo sometiste
bajo sus pies” (Sal 8). A pesar de las sombras de la noche, nosotros
podemos participar de la mirada de Dios: “Vio Dios que todo era muy
bueno” (Gén 1,31).
Jesús nos dijo que nuestro Padre Dios “hace salir su sol sobre buenos
y malos” (Mt 5,45). Las cosas siguen siendo de Dios Amor, como regalo
de todos los días recién salido de sus manos y de su corazón. El amor que
Dios pone en sus cosas nunca se gasta ni se convierte en rutina. El secreto
para descubrir ese amor consiste en el modo con que se estrenan o se usan
las cosas.
Para llegar a ver la “gloria” o realidad divina y humana de Cristo,
como Verbo encarnado, hay que aprender a ver la “gloria” o epifanía del
amor de Dios en las cosas, en los acontecimientos y en los hermanos.
Cuando el discípulo amado dice que “hemos visto su gloria” (Jn 1,14),
formula esta afirmación después de recordarnos que todo ha sido creado
por Cristo y para él (Jn 1,3). Efectivamente, “Cristo es la imagen del Dios
invisible, el primogénito de toda criatura; en él fueron creadas todas las
cosas, las del cielo y las de la tierra...; todo lo ha creado Dios en él y para
él; Cristo existe antes que todas las cosas y todas tiene en él su
consistencia” (Col 1,15-17).
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La lectura o análisis de la realidad humana sólo es posible a la luz
del amor de quien ha creado el universo y dirige la historia respetando la
libertad del hombre. Otro tipo de “relectura” no pasaría de ser una
caricatura o una quimera, capaz de producir tempestades y atropellos, y
por ello mismo abocada al fracaso. Esos “vientos del desierto” que brotan
de corazones divididos son los que han producido y seguirán produciendo
los grandes desastres de la historia.
En el areópago de Atenas rechazaron a Pablo porque, al presentar a
Cristo resucitado, afirmaba que todas las cosas son buenas, incluso el ser
humano en su corporeidad, puesto que en Dios “vivimos, nos movemos y
somos” (Hech 17,28). La verdadera hermosura de las cosas sólo se capta
por un proceso de “conversión”, como lavándose los ojos para ver y
adherirse a Cristo, “luz del mundo” (Jn 8,12), el Hijo de Dios hecho hom-
bre que ha muerto y resucitado, centro de la creación y de la historia. Jesús
nos ayuda a abrir y purificar los ojos, mezclando su “saliva” con nuestro
barro (Jn 9.6), su mirada con la nuestra, su “agua viva” con nuestra agua.
Entonces nuestra agua se hace hermana de “la luz”.
Hay que aprender a ver las cosas y a visitar las ciudades en los días
en que no hay prisas ni angustias. Entonces todo parece más bello; pero no
es distinto de cuando nos encontramos en nuestro caminar cotidiano.
La cultura de un pueblo y de sus habitantes es una actitud relacional
hacia las cosas, las personas y el más allá. Esta postura se expresa en el
lenguaje, costumbres, arte, música... Las expresiones más bellas de una
cultura se encuentran allí donde es más auténtica la convivencia con los
hermanos y la relación de confianza y unión con el Creador. Entonces las
personas se sienten amadas y capacitadas para un amor de retomo.
Cuando a un pueblo se le quiere quitar su relación con Dios, entonces
la existencia humana parece un absurdo, se deshumaniza, hasta el punto de
perder el sentido de admiración por las cosas y anular el respeto a la vida
de los inocentes y de los más débiles. La convivencia humana se apaga
cuando, por ansias de ganancia y de dominio, se estimulan las reacciones
de egoísmo personal y colectivo. Ya no se escucha al hermano que sufre ni
se descubre la hermosura de la creación. Las ansias desenfrenadas de tener,
poseer y disfrutar atrofian los sentidos y el corazón. El “cosmos” no revela
su hermosura y su bondad a los que abusan de él. Nos falta el “asombro
por el ser y por la belleza que permita leer en las cosas visibles el mensaje
de Dios invisible que las ha creado” (CA 37).
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Quien no sabe apreciar y saborear los dones de Dios no se sentirá
amado ni capacitado para amar en el momento del sufrimiento. Las flores,
como todos los demás dones pasajeros, se marchitan. El amor que Dios
puso en esos dones no pasa nunca. El dolor en el momento de perder un
don de Dios se puede convertir en el encuentro con el mismo Dios. El nos
da sus dones para que aprendamos a recibirle a él. La cruz es el camino
para pasar del don al dador de todo bien. En esta aparente “ausencia” de
Dios se descubre una presencia misteriosa, más honda y amorosa.
En un país martirizado por violencias y atropellos todavía se podía
observar en las conversaciones la alegría de un servicio prestado con sudor
a los hermanos. Era de noche. Se oyeron unas explosiones y desapareció la
luz. Alguien comentó: “¡Qué bella es la naturaleza de noche, sin luz
artificial!”. La vida es siempre hermosa porque Dios nos ama tal como
somos, para manifestamos cada vez más quién es él. Hay que abrir los
ojos de la fe, que es don de Dios y que la ofrece a todos por medio de su
Hijo Jesús, el crucificado.
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no tendría sentido. La búsqueda es ya un encuentro, aunque todavía no
definitivo.
La verdad es hermosa y se va mostrando como bien, en cuanto
modela nuestras vidas como donación. No hay nadie que no busque la
verdad y el bien; pero muchas veces se interpone el error y el mal, por
nuestra debilidad y malicia. El “corazón” y la conciencia nunca acaban de
apagarse del todo. “Nos has hecho, Señor, para ti, y nuestro corazón está
inquieto hasta encontrarte a ti” (San Agustín).
Hacen sufrir el error y el mal, pero siempre se puede entrever un
destello de la verdad y del bien. Aquel joven que guardaba los mantos de
quienes apedreaban al diácono San Esteban (Hech 7,58) vivía en la
convicción de que sus gestos y sus compromisos para destruir a los
cristianos eran algo legítimo y bueno. Pero en él también estaba Cristo
esperando, dejando sus huellas, como “cansado del camino” y sediento de
su corazón (Jn 4,6ss). Se necesitó el sufrimiento y la muerte de Esteban
para que Saulo encontrara la Verdad en Cristo.
Hay momentos históricos en que se intenta mutilar la verdad y el
bien. A veces parece como si se desterraran las verdades y principios
permanentes, así como los compromisos de donación y de moralidad para
toda la vida. Se quisiera algo fluctuante, útil, funcional, eficaz, inmediato...
Pero el corazón no se satisface con verdades a medias ni con bienes
parciales. Si la conciencia no está bien formada y la conducta no
corresponde a sus indicaciones, el corazón humano no encuentra la paz.
El hombre verdaderamente científico, a pesar de las apariencias,
busca siempre la verdad entera, aunque centre la atención en un solo
aspecto. Por esto nunca se opondrá a otras perspectivas y búsquedas
“parciales”. El día en que en nombre de la “ciencia” y de la “cultura”, se
quisiera eliminar la trascendencia y a “quien” la personaliza, la vida no
tendría sentido. La verdadera causa de mucho delitos y crímenes hay que
buscarla en la siembra de ideologías sin fundamento ético. A veces las
víctimas son castigadas; pero los fautores de esas ideas acampan por sus
anchas en cátedras, senados y medios de difusión.
La búsqueda de la verdad y del bien produce dolor y gozo a la vez. Es
el misterio de la vida, que todos han experimentado desde la niñez, tanto el
campesino que espera y prepara la cosecha como el investigador de
conceptos o tío seres concretos. Siempre queda un destello de verdad y de
bien, que dan sentido a la existencia. Es fuente de gozo el encontrar
sentirlo al caminar.
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Es siempre hermoso descubrir en los ojos de un niño, en el rostro de
un joven y en las manos y gestos de un adulto unas ansias de infinito que
no se pueden saciar con ninguna alienación: drogas, ideologías baratas,
frases atrayentes, ganancias fáciles, éxitos inmediatos, bienestar
procedente de atropellos... En la vida de cada ser humano hay unas huellas
de verdad infinita y de bien verdadero, “una aspiración más profunda y
más universal” (GS 9).
Nuestra época histórica es también hermosa, con esa hermosura de
una verdad y de un bien que se quieren auténticos. “Nuestro tiempo es
dramático y, al mismo tiempo, fascinador. Mientras por un lado los
hombres dan la impresión de ir detrás de la prosperidad material y de
sumergirse cada vez más en el materialismo consumístico, por otro lado
manifiestan la angustiosa búsqueda de sentido, la necesidad de
interioridad, el deseo de aprender nuevas formas y modos de
concentración y de oración...; se busca la dimensión espiritual de la vida
como antídoto a la deshumanización” (RMi 38).
Sólo en Cristo, “camino, verdad y vida” (Jn 14,6), se podrá descifrar
el misterio del hombre. “En realidad, el misterio del hombre sólo se
esclarece en el misterio del Verbo encalmado. Porque Adán, el primer
hombre, era figura del que había de venir, es decir. Cristo nuestro Señor.
Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de
su amor manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre
la sublimidad de su vocación. Nada extraño, pues, que todas las verdades
hasta aquí expuestas encuentren en Cristo su fuente y su corona” (GS 22).
La búsqueda de la verdad y del bien es una actitud “contemplativa”,
que quiere “ver” (theorein, thenria) a “Alguien” escondido detrás del velo
que separa y une lo contingente y lo transcendente. Si Dios no pasa de la
cabeza al corazón, el hombre se sentirá desorientado y no logrará superar
la debilidad, el error y el mal. “Hasta ahora —decía una joven universitaria
— yo tenía a Cristo en mi cabeza; ahora me siento feliz porque lo
comienzo a tener en mi corazón”.
El gozo de San Agustín por haber encontrado a Cristo, verdad y vida,
fue fruto de una búsqueda dolorosa: “¡Tarde te amé, Hermosura tan
antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y
así fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre esas cosas
hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo...
Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y
resplandeciste, y curaste mi ceguera” (Confesiones)
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En un curso de renovación para formadores (Argentina), los
participantes comentaron la calidad de la leche servida en el desayuno
precisamente un día en que faltó porque las vacas estaban “mañosas”...
Entonces tomaron conciencia de la hermosura de los pastos y del servicio
escondido de tantos trabajadores y servidores, que hacían posible el
sabroso desayuno del despuntar del día. La verdad y el bien se encuentran
a cada paso, en momentos de gozo y de dolor, como la “sabiduría”
esperando a la puerta de nuestra casa (Sab 9,1; 8,16).
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tros también decimos muchas veces: “creaste todas las cosas con sabiduría
y amor” (prefacio del 4.° canon).
Los santos fueron recuperando las cualidades de la niñez sin
contagiarse de sus defectos ni caer en los enredos y sofismas de los
mayores. Esa actitud filial sólo es posible por un proceso de imitación y de
configuración con Cristo. En el diálogo con Dios V en el camino hacia él
(camino de perfección), la vida se va simplificando y se expresa en un
“Padre nuestro” pronunciado y vivido con Cristo y en el Espíritu Santo.
La transparencia y serenidad de los santos es fruto de un proceso de
filiación divina a imitación de Cristo. Es el gozo de ver en todo el amor del
Padre. Pero esa actitud filial no es una conquista, sino un don del Espíritu
Santo. “En aquel momento, Jesús se llenó de gozo en el Espíritu Santo y
dijo: Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado
estas cosas a los sabios y prudentes y se las has dado a conocer a los
pequeños. Sí. Padre, porque así te ha parecido bien” (Lc 10,21).
Algunos han hablado de volver a la justicia original y cualidades del
paraíso terrenal perdido. Propiamente se trata de volver, con creces, a la
actitud filial que unificaba el corazón para ver en todo una presencia
amistosa de Dios (Gén 3,8). La debilidad natural y las inclinaciones
desordenadas seguirán siendo una realidad hasta el día de la muerte, salvo
privilegio especial, como en el caso de la Virgen Inmaculada. Pero lo más
importante es la configuración y sintonía con los sentimientos y amores
filiales de Cristo. Entonces se recupera el verdadero “yo”, que fue creado a
imagen de Dios y que ahora puede participar en la filiación divina de
Cristo (Ef 1,5).
Sólo esos “niños” grandes que son los santos ven el camino que hay
que seguir para salir de los enredos que hemos fabricado los “mayores” y
que nos convierten en fuente de sufrimiento. San Nicolás de Filie (1417-
1487), siguiendo una llamada de Dios, dejó familia, posesiones y empleo
político, contra toda lógica humana, en un país (Suiza) dividido por la
guerra. Al cabo de unos años, en los que él unificó su corazón, pudo dar a
sus amigos los políticos la solución para terminar la tragedia y las
divisiones del país: la paz y la unidad se inspiran siempre y sólo en Dios
Amor, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Inesperadamente se siguió la paz y la
unificación del país. Desde entonces, la Constitución suiza comienza
inspirándose en la comunión de la Trinidad. Nicolás de Filie llegó a esa
eficacia evangélica partiendo de un proceso de purificación y unificación:
“Señor, vacíame de mi, lléname de ti y haz de mi un don para ti”. Sólo ese
don trascendente y unificador es verdadera donación a los hermanos.
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Para descubrir el lado bueno de las cosas y los destellos de verdad y
de bondad que todavía quedan en cada ser humano, hay que saber mirar a
Cristo crucificado: “Mirarán al que traspasaron” (Jn 19,37). En su mirada
amorosa, cada ser creado recobra su identidad. Pero hay que compartir la
misma vida de Cristo para saber mirar y amar como él. Su cruz indica las
pistas para descubrir en todo una epifanía de Dios Amor.
Para un corazón de “niño”, la vida sigue siendo hermosa porque
todavía queda espacio para lo mejor: “la entrega sincera de sí mismo a los
demás”, como expresión de “la unión de las personas divinas y la unión de
los hijos de Dios en la verdad y la caridad” (GS 24).
“Alguien” que nos ama desde siempre ha dejado sus huellas
invisibles en nuestro caminar humano. Sólo un corazón unificado por el
amor las sabrá descubrir. El obispo de Cantón (D. Tang) estuvo veintitrés
años en la cárcel; algunos años sin ver a nadie y los demás sin poder leer
nada, mientras al mismo tiempo se le procuraba “lavar el cerebro” de toda
idea trascendente. Un día vio caer una hojita seca, y se le acabaron las
dudas: si la hojita se cae es que no tiene vida por sí misma; pero, sobre
todo, porque una hojita recién caída del árbol no deja de ser una historia de
amor de Dios por cada ser humano. Sólo el sufrimiento pasado por amor y
compartido con Cristo puede hacernos abrir los ojos a la verdad integral.
Cuando los dones de Dios se van consumiendo, es que es el mismo
Dios que se nos quiere dar en persona. Esa pedagogía paternal de Dios es
dolorosa, porque se trata de crecer en nuestra actitud filial. Crecer es
siempre dejar algo en lo que nos habíamos instalado.
Recapitulación
19
46), es camino de renuncia, para llegar al gozo de sentirse amado y
capacitado para amar.
Los salmos, leídos y recitados en unión con Cristo, reflejan actitudes
humanas ante todas las realidades gozosas y dolorosas de la vida. Siempre
apuntan a la serenidad de la esperanza, porque todo es historia de
salvación.
La búsqueda de la verdad y del bien es siempre dolorosa y gozosa.
Es la búsqueda que da sentido a la existencia humana. Hay que aprender a
gozar honestamente de los dones de Dios, para que. cuando falten, le
descubramos a él que se nos da.
La solidaridad con el gozo y el dolor de los hermanos es el modo
como todo creyente y toda comunidad eclesial expresa su sintonía con el
amor de Cristo. “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de
los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos
sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los
discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre
eco en su corazón. La comunidad cristiana está integrada por hombres que,
reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar
hacia el reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para
comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente
solidaria del género humano y de su historia” (GS 1).
En todo conflicto histórico de sufrimiento hay innumerables vidas
anónimas de hermanos que se consuman en la donación. No hay ningún
gozo humano superior a esa felicidad de vivir, sufrir y morir amando a
Dios y a todos los hermanos sin distinción. Esa realidad escondida no
aparecerá nunca en nuestras publicaciones, porque es “una vida escondida
con Cristo en Dios” (Col 3,3).
La curación de nuestra ceguera es dolorosa. “Penetré en mi interior,
siendo tú mi guía...; fortaleciste la debilidad de mi mirada” (San Agustín,
Confesiones). Entonces se experimenta que la vida merece vivirse.
La hermosura y bondad de las cosas produce nuestro gozo cuando
dejan entrever una trascendencia definitiva. El dolor nace del “paso” de la
contingencia a la trascendencia. El mismo Dios Amor, que nos da sus
dones para descubrirle a él, nos retira esos dones para dársenos él. Nuestro
ser no está preparado para esta donación definitiva. Sufrimos por ese
“paso”, que no entendemos. Sólo la fe, la esperanza y la caridad (pensar,
sentir y amar como Cristo) transforman el dolor en “paso” o camino
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“pascual”. “Nosotros, los que poseemos las primicias del Espíritu,
gemimos en nuestro interior, suspirando porque Dios nos haga sus hijos y
libere nuestro cuerpo. Porque ya estamos salvados, aunque sólo en
esperanza” (Rom 8,23-24).
Los deseos no son propiamente la fuente del dolor, sino los bienes
pasajeros que quieren acaparar nuestros deseos. Buscamos siempre la
verdad y el bien a través de sus huellas pasajeras. El corazón está
desorientado cuando se centra en esos bienes, olvidando a quien los ha
creado por amor. Orientar el corazón con sus deseos equivale a una
negación de todo lo desordenado, para abrirse a la verdadera felicidad.
Esta “orientación”, por parte nuestra y por parte de la Providencia divina,
es dolorosa. “Niega tus deseos y encontrarás lo que desea tu corazón” (San
Juan de la Cruz, Avisos).
Cruz es la “subida” al monte de Dios por medio de la “noche
oscura”, pasando de la “nada” al “Todo”: “bástele Cristo crucificado” (San
Juan de la Cruz). Es “ordenar la vida según el amor” (Santo Tomás), para
poder construir la historia amando. La vida es hermosa porque siempre se
puede hacer lo mejor: amar.
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II. EL “MISTERIO” DELAS LIMITACIONES HUMANAS
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Son muchas las lamparitas que se están consumiendo en hogares,
escuelas, canteras, hospitales, misiones, servicios... A veces les azota
dolorosamente el viento de la duda, de la incomprensión, de la
contradicción, del aparente fracaso e incluso del escrúpulo y de la
culpabilidad por los propios defectos. Pero es siempre hermoso “gastarse”
para comunicar a otros la luz, la fuerza y el calor recibidos de Dios Amor
para compartirlos y para construir una familia de hermanos. Por esa fatiga
del trabajo y del quehacer cotidiano, como expresión del amor, el hombre
“se realiza a sí mismo..., se hace más hombre” (Lc 9).
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El sufrimiento sólo puede ser vencido por el amor. La cruz de la
propia donación vence y transforma el sufrimiento. Descubriendo a Dios
Amor en todo, también cuando nos retira sus dones, será posible dar el
paso a la oblación: “Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria,
mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer; vos me
lo diste, a vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed a toda vuestra
voluntad; dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta” (San Ignacio
de Loyola, Contemplación para alcanzar amor).
Esta actitud oblativa no significa huir del dolor, sino afrontarlo, como
se debe afrontar cualquier realidad humana, para transformarla en
donación. Este salto o “paso” cualificado sólo es posible en unión con
Cristo, como inspirándose y apoyándose en su entrega al Padre: “en tus
manos, Padre” (Lc 23.46). En esta oblación de Jesús se han inspirado todas
las almas grandes: “Padre, me pongo en tus manos, haz de mí lo que
quieras: sea lo que sea, te doy las gracias. Estoy dispuesto a todo, lo acepto
todo, con tal que tu voluntad se cumpla en mí y en todas tus criaturas. No
deseo nada más. Padre...” (Carlos de Foucauld). Otra alma grande añadía:
“Me entrego a tu amor, a tu bondad, a tu generosidad; has de mí lo que tú
quieras, pero dame almas, muchas almas, infinitas almas. Dame almas de
niños, de pecadores; dame todas las almas de los infieles.... y yo te doy mi
vida, mi corazón, mi ser todo entero. ¡Haz de mí lo que quieras!, mas
déjame vivir y morir en tu amante Corazón, para que ahí se caldee el mío y
pueda a mi vez calentar las almas que se acerquen a mí. Que todos te
conozcan y te amen, es la única recompensa que quiero. Que todos amen a
tu Padre, al divino Consolador; que las almas todas conozcan la Trinidad
Beatísima, por medio de tu Madre Inmaculada. Santa María de Guada-
lupe” (M. María Inés-Teresa Arias).
No resulta fácil esta actitud de confianza activa y constructiva en
manos de Dios Amor y de su “providencia” cuando las cosas
humanamente no andan bien: “ya conoce vuestro Padre las necesidades
que tenéis antes de que se las pidáis “(Mt 6,8); “hasta los cabellos de
vuestra cabeza están contados” (Mt 10,30). Se necesita mucha fe y mucha
confianza para saber decir con convicción: “La Providencia lo puede todo”
(San José Benito Cottolengo).
La actitud más constructiva ante el dolor es la de afrontarlo con amor.
Esa disponibilidad es sólo posible con la confianza incondicional en el
Señor: dispuestos a convertirse en un vaso nuevo en manos del “alfarero”
divino (Jer 18,6). Es la actitud filial, “como la del niño en manos de su
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madre” (Sal 130,2). Con esta confianza se puede afrontar la vida con
serenidad.
Los acontecimientos, gozosos y dolorosos, se convierten en “signos
de los tiempos”, manifestativos de una voluntad de Dios que nos confía la
historia para que la transformemos desde dentro, corriendo el mismo
riesgo que han corrido todos los hermanos que nos precedieron. El
problema verdadero consiste en discernir por dónde nos guía el corazón de
Dios. Se trata de “escrutar a fondo los signos de nuestra época e
interpretarlos a la luz del Evangelio” (GS 4; cf. GS 11.44).
Anualmente, el último domingo de agosto, una multitud inmensa de
familias con sus niños y enfermos se congrega en el santuario de Nuestra
Señora de Lanka (Colombo, Sri Lanka). Es el día anual del enfermo. A
veces pasan de doscientas mil personas. Cada uno busca la ternura materna
de Dios, manifestada a través de Mana y aplicada a la propia realidad. El
año 1992, un joven enfermo de cáncer, humanamente incurable, al
terminar la jomada dijo a su madre: “Mamá, ya estoy contento, porque sé
que Dios me ama tal como soy”.
La acción amorosa va más allá de la enfermedad y de la muerte.
Cristo resucitó a Lázaro, pero no resucitó a Juan Bautista. El martirio de
Juan era más importante y necesario que la curación de un enfermo o la
resurrección de un muerto, que después volvería a morir.
Parece que Dios calla y está ausente, pero cuando uno está abierto al
amor le descubre siempre presente: “El Señor no está lejos…, ama y le
descubrirás cercano, que habita en ti” (San Agustín, Sermón 21).
3. El “misterio de la iniquidad”
30
sí mismo la división, que tantas y tan graves discordias provoca en la
sociedad” (GS 10). El atropello actual de tantos pueblos subdesarrollados
nace de un concepto egoísta del propio bienestar personal o colectivo, que
abandona a los otros cuando ya han sido estrujados.
En los inicios de la humanidad hay un hecho que es el origen de todo
mal: el pecado “original” de nuestros primeros padres. La palabra de Dios
(“revelación”) nos atestigua este hecho. Los efectos de tal pecado
continúan en el corazón de todo ser humano: “El hombre, en efecto,
cuando examina su corazón, comprueba su inclinación al mal y se siente
anegado por muchos males, que no pueden tener origen en su santo Cre-
ador. Al negarse con frecuencia a reconocer a Dios como su principio,
rompe el hombre la debida subordinación a su fin último, y también toda
su ordenación tanto por lo que toca a su propia persona como a las
relaciones con los demás y con el resto de la creación. Es esto lo que
explica la división íntima del hombre. Toda la vida humana, la individual y
la colectiva, se presenta como lucha, y por cierto dramática, entre el bien y
el mal, entre la luz y las tinieblas. Más todavía, el hombre se nota incapaz
de domeñar con eficacia por sí solo los ataques del mal, hasta el punto de
sentirse como aherrojado entre cadenas” (GS 13; cf. RP 15-18).
Este “misterio de iniquidad” o de pecado se encuentra de algún modo
en toda persona e institución. Aunque nos encontremos entre personas
santas e instituciones que son medios y servicios de santidad y de amor,
nunca podrá evitarse totalmente el sufrimiento. Me decía un fiel
colaborador al despedirme para un viaje: “Si a su regreso encuentra todos
los problemas solucionados, es que ya habrá llegado al cielo”...
En toda comunidad humana hay grandes cualidades y grandes
defectos. Es siempre una historia de gracia mezclada con una historia de
pecado y de egoísmo. Frecuentemente “todos buscan su propio interés, no
el de Jesucristo” (Flp 2,21). El origen de tantos dramas es siempre la poca
correspondencia a un don de Dios o la utilización de este don para el
propio provecho. Esta actitud egoísta y unilateral, que se procura justificar
hasta con palabras de la Escritura, produce el atropello de los hermanos.
En el roce de puntos de vista contrastantes, la verdadera solución no
proviene de la defensa a ultranza del propio parecer, por honesto que sea,
sino de la atención al problema de los demás. Cuando se intenta, por
encima de todo, solucionar y comprender el dolor de los otros, entonces se
encuentra la verdadera solución para todos.
31
Lo más importante es siempre hacer de la vida una donación. Los
dones de Dios, en esta tierra, son pasajeros e incompletos, precisamente
para que todo ser humano se realice amando, dándose. La pobreza de
Belén y de la cruz, siendo al mismo tiempo el mayor atropello de la
historia, se convierte en la epifanía de Dios Amor. Su Hijo, para
redimimos, “se anonadó” (Flp 2.7), y así pudo mostrar la característica
más importante del amor de Dios: no tiene nada, para darse él mismo del
todo.
El beato Andrés Carlos Ferrari, cardenal arzobispo de Milán, mostró
siempre un gran amor a la Iglesia y al Papa. Alguien le acusó de
“modernista”, y como consecuencia el Papa San Pío X no le quiso recibir.
Ahora ambos son “santos” en el cielo... Todo fue providencial, para
acrisolar la candad de uno y de otro.
Los santos se hicieron y se hacen a fuerza de yunque y martillo. Lo
importante es descubrir la mano amorosa que los fragua, asiéndolos
fuertemente para que no se hundan en su propia debilidad.
Recapitulación
32
El gozo de la convivencia con los hermanos se transforma con
frecuencia en el dolor de la separación. Los seres más queridos también se
van hacia el más allá. Y las personas más admiradas y poderosas no
siempre comprenden y comparten.
Los acontecimientos son un tejido maravilloso de la historia humana.
Lo más hermoso permanece desconocido. En la vida de cada persona y de
cada pueblo, y en toda época histórica, hay acontecimientos de dolor que
no tienen explicación humana convincente. Los atropellos dejan entrever
su misterio sólo a través del mensaje evangélico. “Quien me sigue no anda
en tinieblas” (Jn 8,12).
El origen del dolor es el pecado del hombre. Todos llevamos dentro
este misterio. “Todos fallamos en muchas cosas” (Sant 3,2). Existen el
pecado original, del inicio de la historia humana, y el pecado personal, que
amenaza en todo corazón humano que ha llegado al uso de razón. Esos
pecados han dado origen al desorden del universo, al odio entre hermanos
y al atropello de innumerables inocentes.
2,24) Querer “posesionarse” de las personas y de las cosas, “utilizándolas”
según el propio antojo, es el origen de todo sufrimiento, en nosotros y en
los demás. Es el “misterio de la iniquidad” (2 Tes 2,7), que se va
superando sólo con la aceptación del “misterio de la piedad” (1 Tim 3,16)
o misericordia de Dios manifestada en Cristo Redentor, que “cargó con
nuestros pecados” (2 Pe 2,24), porque “el Hijo del hombre ha venido para
dar su vida en rescate por todos” (Mc 10,45).
La victoria sobre el sufrimiento sólo puede obtenerse a partir del
amor a la verdad del misterio de todo hombre: “la verdad os hará libres”
(Jn 8,32). Si el mundo salió de las manos y del corazón de Dios como algo
“muy bueno” (Gen 1,31), sólo podrá recuperarse volviendo a los planes
salvíficos de Dios en Cristo, para reencontrar el primer rostro del hombre.
El dolor vence trascendiéndolo. Mientras queden en el corazón humano
deseos de infinito y de trascendencia, el dolor tiene solución. La cruz de
Cristo ha abierto un camino de Pascua.
33
III. JESUCRISTO SIN PRIVILEGIOS HISTÓRICOS
36
los tiempos” (Mt 16,3), es decir, signos de la voluntad salvífíca del Padre,
que es siempre providente. No necesitó excepciones, como podría haber
sido el pedir protección especial por medio de “legiones de ángeles” (Mt
26,53), sino que le bastó asumir con amor la historia concreta, sin defensas
armamentistas, como “copa de bodas” preparada por el Padre (Jn 18,11; Le
20,22). Jesús afrontó “con decisión” el misterio pascual, como enamorado
que camina apresurado hacia las bodas (Lc 9,51). Así amó a su Iglesia
esposa, que debe ser la humanidad entera (Ef 25-27).
Es el amor la clave del sufrimiento de Cristo. Vivió, sufrió y murió
por amor. Su “sangre”, es decir, su vida, fue derramada por nosotros llena
de amor del Espíritu Santo: “La sangre de Cristo, que por el Espíritu Santo
se ofreció a Dios como víctima sin tacha, purificará nuestra conciencia de
sus obras muertas para servir al Dios vivo” (Heb 9,14).
El amor del Padre se expresa en el hecho de “dar” a su Hijo en
sacrificio para la salvación del mundo: “De tal manera amó Dios al
mundo, que le dio a su Hijo unigénito” (Jn 3,16). La fuerza de la cruz, para
“atraer todas las cosas” hacia Cristo (Jn 12,32), procede de la humillación
y aniquilamiento, “como el granito de trigo que muere en el surco” para
producir la espiga (Jn 12,24). Mirar con los ojos de la fe a Cristo,
humillado y “exaltado” en la cruz, es el único camino para superar y
trascender el sufrimiento. La vida humana, también en sus avatares de
dolor y muerte, ya sabe a “vida eterna” (Jn 3,14-15).
La actitud de Jesús de no huir del sufrimiento, sino de afrontarlo por
amor al Padre y a la humanidad, es el resumen de las bienaventuranzas. En
toda circunstancia, todavía se puede hacer lo mejor: amar. “Yo no me
resistía ni me hice atrás. Ofrecí mis espaldas a los que me golpeaban, mis
mejillas a los que mesaban mi barba, mi rostro no hurté a los insultos y
salivazos” (Is 50,5-6). Así es el sermón de la montaña pronunciado por
Jesús: “no resistáis al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla
derecha, preséntale también la otra” (Mt 5,39).
Esta es la actitud más constructiva ante la historia, que transformará,
sin destruir, nuestro ser y el de los hermanos, abriéndolo totalmente al
amor: “Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien,
bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os maltraten..., y seréis
hijos del Altísimo” (Lc 6,27-28.35).
Un joven que se declaraba ateo, o al menos agnóstico, dijo que a él le
impresionaban las bienaventuranzas, pero que no entendía por qué Jesús
había “perdido” el tiempo treinta años en Nazaret... Olvidaba que Nazaret
37
no fue más que la práctica concreta y comprometida de las
bienaventuranzas.
En su vida de Nazaret, Jesús, junto con María y José, escuchó y
meditó frecuentemente las profecías sobre el siervo de Yavé: “Varón de
dolores y sabedor de dolencias..., eran nuestras dolencias las que él llevaba
y nuestros dolores los que soportaba...; ha sido herido por nuestras
rebeldías, molido por nuestras culpas. El soportó el castigo que nos trae la
paz, y con sus heridas hemos sido curados” (Is 53,3-5; cf. Sab 2,12-22). Su
secreto era vivir y morir amando.
Esta realidad inmolativa y amorosa de Cristo se hace presente en el
sacrificio eucarístico, como invitación a vivir en sintonía y comunión con
él.
La actitud interna de Jesús es siempre de confianza plena en el Padre.
Los salmos describen detalladamente la pasión y muerte del Mesías (Sal
21 y 37). Cristo los hizo suyos pronunciando los primeros versículos del
salmo 21: “Dios mío. Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Sal 21,2;
cf. Mt 27.46: Me 15.34). Eran los salmos del sacrificio de la tarde, y en
ellos se refleja la plena confianza en Dios, conjuntamente con el
sentimiento de “ausencia”: “Han taladrado mis manos y mis pies, cuentan
todos mis huesos... Señor, no te estés lejos” (Sal 21,17-20): “En ti. Señor,
he esperado... No me abandones, Señor” (Sal 37.16-22). La actitud de
confianza plena se refleja de modo especial en el salmo 30, también
recitado por Jesús: “En tus manos encomiendo mi espíritu” (Sal 30,6; Lc
23,46).
No caben explicaciones de la cruz al margen de los criterios del
mismo Cristo: “era preciso que el Mesías sufriera todo esto para entrar en
su gloria” (Lc 24,26). Así fue de sencilla la explicación que Jesús
resucitado dio a los dos discípulos de Emaús.
Si “uno de la Trinidad ha sido crucificado” (como afirma Proclo,
Patriarca de Constantinopla), el dolor humano ya tiene sentido. Para
Cristo, la “cruz” es la expresión máxima del amor, el sacrificio total de sí
mismo. La explicación de este misterio la puede dar y captar sólo el amor:
“Cristo nos amó y se entregó a sí mismo en sacrificio por nosotros” (El
5,2). “La cruz de Cristo es a medida de Dios, porque nace del amor y se
completa en el amor” (DM 7).
38
3. Consorte y protagonista
39
“¿Cómo es el ‘yoga’ de Jesús crucificado?”, preguntaba un “guru” a
un misionero, mostrándole un crucifijo que llevaba consigo desde hacía
años. No resulta fácil ni cómodo responder a esta pregunta, porque, en
todo caso, las palabras deben corresponder a la vida del que se atreva a dar
una explicación. Jesús hizo de su vida una donación total: vivió amando,
gozó y sufrió amando, murió y resucitó amando y perdonando a todos y a
cada uno como parte de su mismo ser, como una página irrepetible de su
biografía continuada en el tiempo. El “camino” (o “yoga”) de Jesús
crucificado es siempre el del amor, que transforma todo (también el
sufrimiento) en donación. Un “yoga” para dominar los deseos y encauzar
las fuerzas de nuestro ser nunca puede equipararse al “camino” de Jesús
crucificado.
Cada línea del Evangelio describe la cercanía de Cristo a cada
hermano. Es como si encontrara a alguien que formar parte de su mismo
corazón y de su misma vida. La sintonía o “compasión” de Cristo (Mt
14,14; 15,32) se expresa en acogida, comprensión, curación, perdón. Podía
ser una mujer divorciada (la samaritana) o una pecadora (la Magdalena),
un fariseo que buscaba la verdad (Nicodemo) o un publicano que deseaba
verle para cambiar de vida (Zaqueo), una multitud inmensa de pobres y
enfermos o una persona convertida en un harapo por la enfermedad, el
pecado o la desgracia...
Jesús hizo siempre suyo el dolor de cada persona que se cruzó en su
camino. Nunca miró a una persona como extraña o forastera. Ante una
madre que había perdido a su hijo único, Jesús se conmovió y resucitó al
muchacho (Lc 7.11-17). A un paralítico que colocaron ante él,
descendiéndole desde el techo. Jesús le perdonó y sanó. Jesús siempre
“mira amando” (Mc 10,21), descubriendo en cada persona, más allá del
dolor y del pecado, un “hijo” amado (Lc 15,24). “El tomó nuestras flaque-
zas y cargó con nuestras enfermedades” (Mt 8.17; Is 53,4).
El amor de Cristo a cada persona, especialmente en los momentos de
sufrimiento, es amor esponsal. Nadie es extraño ni forastero en su corazón.
Cada uno es como las “arras” de su boda (la “dracma”) (Lc 15,8-10), y
forma parte de “los amigos del esposo” (Mt 9,15). Por esto él se presenta
como esposo o consorte (Mt 25,6). También los que le crucificaron y los
malhechores que fueron crucificados con él, son parte de sus amores:
“Perdónales, Padre, porque no saben lo que hacen” (Lc 23.34).
Este amor esponsal de Cristo desde el día de la encarnación, es amor
redentor: llegar hasta las raíces del pecado, de donde procede todo dolor y
todo mal. Cristo es el “Redentor”, el esposo enamorado que libera a la
40
esposa con el precio de su propia sangre: “No habéis sido liberados con
bienes caducos, el oro o la plata, sino con la sangre preciosa de Cristo” (1
Pe 1,18-19; cfr. Hech 20.28).
Sólo a la luz de este amor esponsal del Verbo encarnado y redentor se
comprenden las afirmaciones neotestamentarias, que presentan a Cristo
como responsable que asume nuestros pecados como propios: “Cristo nos
ha liberado de la maldición de la ley, haciéndose por nosotros maldición”
(Gal 3,13); “a quien no conoció pecado. Dios le trató por nosotros como al
propio pecado, para que, por medio de él, nosotros sintamos la fuerza
salvadora de Dios” (2 Cor 5.21); “él fue quien en su cuerpo soportó
nuestros pecados sobre el madero” (1 Pe 2,24).
Este es el significado de la “alianza”, como pacto esponsal de Dios
con los hombres. La nueva alianza se ha sellado con la sangre del Hijo de
Dios hecho nuestro hermano y “consorte”: “Esta es la copa de la nueva
alianza sellada con mi sangre” (Lc 22,20). El objetivo de la redención es
salvar a toda la humanidad, como esposa amada de Cristo. Jesús dio la
vida por todos “para que, muertos al pecado, vivamos para alcanzar la
salvación” (1 Pe 2,24).
El camino de Cristo hacia la cruz es camino esponsal. Va decidido a
dar su vida por toda la humanidad, su esposa. Cada ser humano ocupa en
su corazón un lugar irrepetible. Por esto invita a todos a compartir la
misma “copa (de bodas) preparada por el Padre” (Jn 18,11). Jesús invita a
todos: “Bebed todos de ella, porque ésta es mi sangre, la sangre de la
alianza, que se derrama por todos para perdonar los pecados” (Mt 26,27-
28). En su camino hacia Jerusalén, como camino de Pascua, había invitado
a los suyos a compartir la misma suerte: “¿podéis beber la copa que yo he
de beber?” (Mc 10,38).
Nuestra capacidad de reflexión no llega a captar plenamente el
misterio de Cristo Redentor. Viéndole a él hecho un harapo por nuestro
amor, destruido por el sufrimiento (Is 53,2-3), nos quedamos con el
interrogante en el corazón y en los labios: “Señor, ¿adonde vas?” (Jn
13,36).
Cuando experimentamos el sufrimiento, las ideas se nos nublan y las
motivaciones se nos hacen insuficientes. Entonces todavía queda por
descubrir el secreto del sufrimiento: no estamos solos. “No temas... estoy
contigo” (Hech 18,9-10). En momentos difíciles de huida o desánimo, es el
mismo Cristo quien se nos hace encontradizo, cargando con su cruz que es
la nuestra, como indicándonos que él quiere ir con nosotros allí de donde
41
nosotros intentábamos escapar. El Señor es sorprendente. Acontece como
en la bella narración del “quo vadis” (“¿adonde vas?”), que intenta
describir a Pedro huyendo del martirio y topándose con el Señor cargado
con la cruz y entrando en Roma. Esta narración literaria se hace realidad
todos los días en la vida de cada uno de nosotros.
Recapitulación
42
La eucaristía, que presencializa la donación sacrificial y
esponsal de Cristo, hace posible que cada creyente afronte el sufrimiento
como participación en la “copa de bodas” de Cristo Esposo. Al participar
de la eucaristía, vivimos de “la misma vida” de Cristo (Jn 6,56-57).
La cruz sólo se comienza a entender a partir del corazón abierto
de Cristo muerto en el madero: derramó su sangre, es decir, dio su vida en
sacrificio, para podernos comunicar el “agua viva” de la gracia, que es la
vida nueva en el Espíritu Santo.
43
IV. LA CRUZ DEL MISTERIO PASCUAL
1. Los ojos de la fe
48
La vida cristiana es siempre sintonía con los sentimientos de Cristo
(cf. Flp 2,5). Por esto la cruz, vivida con Cristo, se convierte en confianza
y decisión inquebrantables: “Jesús, autor y perfeccionador de la fe,
animado por el gozo que le esperaba, sufrió pacientemente la cruz, no le
acobardó la ignominia y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios”
(Heb 12,2). Es la actitud que se refleja en las “bienaventuranzas”.
La fecundidad de la vida, en los momentos de dificultad, tiene lugar
por un proceso de sufrir amando (cf. Jn 16,20-22; Gál 4,19). El “gozo
pascual”, en el que se fundamenta el “máximo testimonio del amor” (PO
11), sólo se experimenta a partir de la cruz. Es el gozo del Espíritu Santo,
que nada ni nadie puede arrebatar (Jn 16,22).
Sólo el que sabe sufrir con Cristo puede experimentar y comunicar
este gozo de la presencia de Cristo resucitado en la propia vida. Pero este
gozo no se puede contabilizar, ni siquiera por quien lo experimenta, porque
es “una vida escondida con Cristo en Dios” (Col 3,3). Los que han sido
marcados por la señal de la cruz (cf. Ez 9,4), ya sólo viven de la escala de
valores de Cristo, quien es “nuestra esperanza” (1 Tim 1,1). ¿Qué mayor
gozo que el compartir la misma suerte de Cristo? “Así como abundan en
nosotros los padecimientos de Cristo, así por Cristo abunda nuestra
consolación” (2 Cor 1,5).
El gozo pascual, que proviene de la cruz compartida con Cristo, no
tiene que ver nada con la actitud egoísta de buscarse a sí mismo. Ni el
sufrimiento ni el gozo se buscan directamente, sino que se busca sólo el
amor de donación a la persona amada. A Dios se le busca por sí mismo,
más allá de sus dones, aunque no se sienta su gozo. La esperanza
fundamenta la gratuidad de la donación.
La lección básica de la esperanza es la de saber “perder”, arriesgando
todo por Cristo. Por amor “a la verdad en la caridad” (Ef 4,5) es posible
desprenderse de todo para no hacer mal a los hermanos ni buscarse a sí
mismo (Mt 5,39-48). La experiencia cristiana de la esperanza deja bien a la
claras que la fuerza divina se hace sentir en la propia debilidad (cf. 2 Cor
12,10).
La alegría pascual nace en el corazón cuando se ha sabido
transformar las dificultades en donación. La cruz de Jesús no tiene sentido
si no es a la luz del gozo salvífico de que él es portador. “La característica
de toda vida misionera auténtica es el gozo interior que proviene de la fe”
(RMi 91).
49
La siembra en siempre laboriosa, como lo es también la siega. Pero
ya desde el inicio el corazón alienta la vida y el trabajo con la esperanza
del (ruto venidero: “Al ir iban llorando, llevando la semilla; al volver
vuelven cantando, trayendo las gavillas” (Sal 125,6).
Cuando se desvanece la tempestad y vuelve la bonanza, el tiempo
pasado aparece con nueva luz, como desentrañando su misterio. Todo se
convierte en camino de bodas. “Beber el cáliz” de esas bodas fue muy
doloroso, pero valía la pena. Hay que leer la historia personal y
comunitaria apoyando la cabeza sobre el pecho abierto de Cristo Esposo:
“No te llamarán más ya la ‘desamparada’..., sino que te llamarán
‘desposada’, porque en ti se complacerá el Señor y tu tierra tendrá
esposo...; harás tú las delicias de tu Dios” (Is 62,4-5; cf. Is 66,10-14).
Las obras de Dios tienen siempre sus “mártires” sin complejos de
martirio. En la historia se pueden encontrar con cierta frecuencia
fundadores e iniciadores de grandes obras, convertidos aparentemente en
un trasto inútil o en una lamparita que se está consumiendo en un rincón.
Pero difícilmente se encontrarán personas más felices que ésas. No puedo
olvidar la alegría de un misionero del norte de Sri Lanka, con su salud
resquebrajada, inmerso en la pobreza más radical, feliz por poder todavía
anunciar a Jesucristo, aunque sólo fuera en la sala común del hospital, con
su rostro sereno y su corazón soñando sobre el futuro de la evangelización
del país. Esos “ilusos” han hecho cambiar la historia gracias a la esperanza
que les animaba. A veces, pasados los años, nos acordamos de ellos para
alabarlos, ahora que ya se fueron.
Recapitulación
54
plenitud pasa por la cruz; lo importante es decidirse a compartir la misma
donación de Cristo. Entonces, con él, se vence el dolor y la muerte. La
“paz” que Cristo resucitado comunica es a través de las huellas de la
pasión: “La paz sea con vosotros; y les mostró las manos y el costado” (Jn
20,19-23).
55
V. “COMPLETAR” A CRISTO, COMPARTIR SU MISMA
SUERTE
56
El título de “Esposo” aplicado a Cristo no es de adorno, ni una simple
metáfora. Jesús se presenta con este calificativo (Mt 8,15; 25,6). Toda la
acción pastoral de Pablo tendía a que la comunidad cristiana fuera fiel
esposa de Cristo Esposo; “Mis celos por vosotros son celos a lo divino,
pues os he desposado con un solo marido, presentándoos a Cristo como
una virgen casta” (2 Cor 11,1-2).
Esta línea esponsal cruza toda la Escritura, como antigua y nueva
alianza (desposorio), sellada con sangre, como un pacto de amor
definitivo. Cristo selló este desposorio con su propia sangre (Lc 22,20), y
por esto invita a su esposa a beber su misma copa de bodas (Mt 26,27-28;
Me 10,38).
Cuando no se quiere compartir la suerte de Cristo Esposo crucificado,
nacen en el corazón ambiciones camufladas que impiden comprender el
misterio pascual de Cristo y que intentan transformar a la Iglesia en un
trampolín para escalar; fue también ésta la tentación de los primeros
discípulos (Mc 9,31.41). La esterilidad espiritual y apostólica comienza a
encubarse cuando no existe la cruz de Jesús.
Toda vocación cristiana tiene sentido de desposorio; compartir la vida
con Cristo. Por esto no admite rebajas en la entrega y en la misión. Cuando
no se fomenta en los fieles este ideal cristiano de perfección, todos los
demás deberes quedan cuestionados; compartir los bienes, vida familiar y
matrimonial, evangelización, vida de oración... Los diversos modos de
“vida apostólica” (sacerdotal, consagrada...) no tienen sentido si no es para
compartir el mismo modo de vivir de Cristo, que fue humilde, obediente,
casto, pobre...
Sin la “mirada amorosa” de Cristo (Mc 10,21), que llama a un
seguimiento esponsal, no se comprendería la doctrina evangélica sobre la
cruz; “Si alguno quiere seguirme, que renuncie a sí mismo, que tome su
cruz y que me siga” (Mc 8,34); “el que no toma su cruz y me sigue no es
digno de mí” (Mt 10,38).
“Estar con él” es el secreto de toda oración cristiana, especialmente
cuando se trata de la vida apostólica: “estuvieron con él” (Jn 1,39); “llamó
a los que quiso para estar con él” (Mc 3,1314); “habéis estado conmigo
desde el principio” (Jn 15,27). Cuando se vive esta intimidad con Cristo,
no se hacen tantas cébalas sobre el sufrimiento. Al discípulo le basta con
“seguir” al Maestro que se declara esposo y amigo. Basta con mirarle,
amarle y seguirle, siempre confiando en su presencia y su ayuda.
57
Una joven apóstol, que sufrió persecución y cárcel, decía que
aprendió a “comulgar” diciendo “fíat” a todos los sacrificios. En su
corazón experimentaba la presencia consoladora de Cristo, que nunca
abandona. Después de fundar una institución apostólica y después de
muchos años de trabajos, siguió la misma costumbre. En el momento de su
muerte pronunció estas palabras: “De mí ya no queda nada... ‘Fiat’, ‘ ”'
(Paquita Rovira Nebot).
Los santos, precisamente por estar enamorados de Cristo, han usado
expresiones que no tienen sentido fuera del contexto de desposorio.
“Muerte mística” es una de estas expresiones (San Pablo de la Cruz). No
hay ningún motivo sólido para abandonar esta terminología cristiana
nacida del amor y que ha animado grandes obras de caridad. Hay que
acostumbrarse a escuchar en el corazón lo que Cristo dice en realidad a los
suyos: “si te envío la cruz es porque te amo”.
Un fervoroso hindú manifestó a un obispo indio su extrañeza de ver
que los cristianos usamos mucho la cruz como signo externo, pero que no
aparece en nuestras vidas como realidad de la crucifixión con Cristo. En
toda religión, especialmente en nuestros días, hay quienes buscan dos
tendencias facilonas: hacer de la religión un adorno o una cosa útil. La
religión, como relación personal con Dios, no es un “quita y pon”, una
conveniencia ocasional, una experiencia sentimental.... como tampoco es
un poder político, económico, ideológico... Las sectas y los
fundamentalismos actuales acostumbran a ir por estas desviaciones o por
otros sucedáneos que no son auténtica religiosidad. A este fenómeno sólo
se puede hacer frente y responder con un cristianismo que transparente a
Cristo crucificado. Pero hay que reconocer que este estilo de vida está algo
lejos de nuestras comunidades.
No hay mucha diferencia entre una religión de adorno o de
utilitarismo y una actitud “secularizante” de buscar sólo la eficacia
inmediata, el poseer, dominar, disfrutar. Las dos tendencias son caducas
porque no pasan de ser una tempestad de verano. Sólo va a quedar para el
futuro lo que nazca del amor. Acomodarse a estas tendencias (“religiosas”
o secularizantes) seria construir un cristianismo sin cruz y, por tanto, sin el
mandato del amor y sin las bienaventuranzas.
Compartir la suerte de Cristo incluye cruz y resurrección. De
momento se experimenta y se palpa sólo el sufrimiento, pero en el corazón
comienza a sentirse el gozo de la presencia y del amor de Cristo. La le
inquebrantable en la resurrección de Cristo y en la nuestra es, a la vez,
58
dolorosa y gozosa, oscura y luminosa: “Si ahora padecemos con él,
seremos también glorificados con él” (Rom 8.17).
Hay que decidirse a seguir esponsalmente a Cristo. No se trata de
contabilizar el sufrimiento ni de hacer de él una tragedia. Basta con
olvidarse de si mismo, para vivir “una vida escondida con Cristo en Dios”
(Col 3.3). La cruz se vive con la sonrisa en los labios, sirviendo a todos,
fijándose en las necesidades y pequeñas circunstancias de los demás.
Cuando llegue el momento del desprecio, de la humillación y del dolor, es
Cristo quien nos hará experimentar el gozo de su presencia. Este gozo es
un don exclusivamente suyo, que sólo él puede comunicar: “Los apóstoles
se fueron contentos... porque habían sido dignos de padecer ultrajes por el
nombre de Jesús” (Hech 5,41).
La Iglesia, esposa de Cristo, encuentra en esta realidad de fe,
viviéndola con María, la “asociada” a Cristo Redentor (LG 58). Por esto
imita de la Virgen “la fe prometida al Esposo” (LG 64). “La Iglesia,
reflexionando piadosamente sobre ella y contemplándola en la luz del
Verbo hecho hombre, llena de veneración entra más profundamente en el
sumo misterio de la encarnación y se asemeja más y más a su Esposo” (LG
65). María y la Iglesia comparten la misma “espada” o sufrimiento de
Cristo (Lc 2.34.35), para mostrar en la propia vida la eficacia salvífica de
su palabra y del escándalo de la cruz.
Esta asociación esponsal con Cristo crucificado es un don suyo, que
él da con largueza a todos los que le quieren seguir. Por esto hay que
aprender a empezar diariamente, como estrenando un “sí” que lleva hasta
la donación en la cruz. La Iglesia se siente identificada con María en el
Calvario. “Junto a la cruz estaba su madre... Jesús, al ver a su madre y,
junto a ella, al discípulo que tanto amaba, dijo a su madre: ‘Mujer, ahí
tienes a tu hijo” (Jn 19,25-26). En los momentos de crucifixión hay que
aprender a vivir la presencia activa y materna de María, diciéndole como
en la liturgia de la fiesta de la Virgen Dolorosa: “¡Oh Madre, fuente de
amor!, / hazme sentir tu dolor / para que llore contigo... / Y porque a
amarte me anime, / en mi corazón imprime / las llagas que tuvo en sí... /
Porque acompañar deseo / en la cruz donde le veo / tu corazón
compasivo”.
59
2. Tener los sentimientos de Cristo
60
Al experimentar la propia debilidad en el sufrimiento, hay que
trascender esas limitaciones descubriendo a Cristo presente. En realidad es
él quien se muestra cercano a nuestras llagas. En sus sentimientos de
“compasión” por nosotros (Mi 15,32) comprendemos que la cruz es una
declaración de amor, porque “nace del amor y se completa en el amor”
(DM 7), como “toque del amor eterno sobre las heridas más dolorosas de
la existencia terrena del hombre” (DM 8).
Cristo nos contagia de su misma experiencia: el amor del Padre, tanto
en el Tabor como en el Calvario. Nuestro amor a Cristo incluye el
alegrarnos con él por ser el Hijo de Dios, amado por el Padre en el amor
del Espíritu Santo. De esta vivencia se pasa a descubrir nuestra existencia
como prolongación de la suya. Ese “paso” es la “pascua”: por la cruz a la
resurrección.
A San Ignacio de Antioquía, camino del martirio, encontraba la
fuerza para afrontar el sufrimiento al pensar que podría imitar los
padecimientos y la muerte de Cristo. Humanamente es inexplicable la
audacia de los santos ante la cruz, puesto que sentían, como nosotros, el
rechazo y la debilidad de la naturaleza ante el sufrimiento y ante la muerte.
No son las ideas y los conceptos los que transforman su vida, sino
“alguien” que primero murió por ellos (2 Cor 5,15).
Los sacrificios que Cristo afrontó en su vida, y especialmente la
muerte en cruz, tuvieron su significado de reparación: “El Hijo del hombre
ha venido para dar la vida en rescate por todos” (Mc 10,45; Mt 20,28).
Será siempre difícil (si no imposible) explicar teológicamente el por qué
de este misterio; pero todos los días, al celebrar la eucaristía, se repiten las
palabras del Señor, en las que aparece el motivo principal de su inmola-
ción: “para el perdón de los pecados” (Mt 26,28). El misterio de la
encarnación y el de la redención seguirán siendo misterios basados en el
“excesivo amor” de Dios (Ef 2,4). “El 'amor hasta el extremo’ (Jn 13,1) es
el que confiere su valor de redención y de reparación, de expiación y de
satisfacción al sacrificio de Cristo. Nos ha conocido y amado a todos en la
ofrenda de su vida” (Catecismo de la Iglesia Católica, n.616).
Quien está enamorado de Cristo no se preocupa tanto de las
explicaciones teóricas cuanto de vivir la realidad del misterio de Cristo. El
amó así, dándose en reparación por nuestros pecados y para la salvación
del mundo. Sufrir con Cristo y reparar los pecados con Cristo para
extender su reino en lodos los corazones, es una nota dominante de quien
desea de verdad ser santo y apóstol. “El valor salvífico de todo
sufrimiento, aceptado y ofrecido a Oíos con amor, deriva del sacrificio de
61
Cristo, que llama a los miembros de su cuerpo místico a unirse a sus pade-
cimientos y completarlos en la propia carne (cf. Col 1,24)” (RMi 78).
Tener los sentimientos de Cristo (Flp 2,5) incluye vivir de los amores
de su corazón. El deseo de compartir la cruz de Cristo nace del deseo de
compartir sus amores. La sintonía con los “sentimientos” de Cristo
comporta orientar hacia él toda la interioridad: convicciones,
motivaciones, decisiones. Es un proceso permanente de purificación e
iluminación, que unifica el corazón con Cristo crucificado: “los que son de
Cristo Jesús han crucificado su carne con sus pasiones y concupiscencias”
(Gál 5,24).
Precisamente por sintonizar con los sentimientos de Cristo, el amor a
la cruz nos hace participar en el “abandono” doloroso y en el gozo
indecible de su entrega total al Padre en el amor del Espíritu. Es la
“locura” de la cruz, que no tiene explicación humana, sino que es
comunicación o “noticia amorosa” por parte de Dios, más allá de las ideas
y reflexiones. Sencillamente se sigue la invitación de Cristo: “permaneced
en mi amor” (Jn i 5,9).
A la luz de las vivencias de Cristo, aparece el “carácter creador del
sufrimiento” (SD 24). Sufrir con Cristo significa “hacerse particularmente
receptivos” a los planes salvíficos de Dios en Cristo (SD 23). La vida
humana, con sus “gozos y esperanzas, tristezas y angustias”, se convierte
en sintonía con los sentimientos de Cristo y, consecuentemente, en
solidaridad afectiva y efectiva con todos los hermanos.
Por el hecho de estar “injertados” en la muerte y en la resurrección de
Cristo (Rom 6,5), el cristiano vive de los criterios, escala de valores y
actitudes de Cristo, quien, desde su encarnación “se ha abierto y
constantemente se abre a cada sufrimiento” (SD 24).
En el corazón de Cristo encontramos solución también para nuestra
cobardía y defecciones ante el misterio de la cruz. Nuestra cruz se hace
más dolorosa cuando no hemos perseverado con fe, esperanza y amor.
También entonces Cristo nos invita a experimentar sus sentimientos de
compasión por nosotros y por todos. Su “carga” se nos hace “ligera” al
escuchar y seguir su llamada: “Venid a mí todos los que estáis fatigados y
cargados, que yo os aliviaré” (Mt I 1.28).
La Iglesia vive con María estos sentimientos de Cristo: “Virgen de
vírgenes santas, / llore yo con ansias tantas / que el llanto dulce me sea...; /
haz que su cruz me enamore; / y que en ella viva y more / de mi te y amor
indicio” (tiesta de la Virgen de los Dolores). La “nueva maternidad” de
62
María y de la Iglesia pasa por la cruz, vivida conjuntamente como
desposorio con Cristo. “El divino Redentor quiere penetrar en el animo de
lodo paciente a través del corazón de su Madre santísima, primicia y
vértice de todos los redimidos” (SD 26). Por esto, “cada sufrimiento,
regenerado con la fuerza de esta cruz, se convierte, desde la debilidad del
hombre, en fuerza de Dios” (ib.).
3. Completar a Cristo
64
exultéis de gozo” (1 Pe 4,13). Sufrir amando como Cristo es señal de que
“el Espíritu de Dios reposa sobre nosotros” (1 Pe 4,14). La imitación de
Cristo es auténtica cuando incluye el asumir con él el sufrimiento por
amor. Ser con Cristo “sacerdote y víctima... Estas palabras han sido mi
vida en la tierra y espero que serán mi gloria en el cielo” (José María
Lahiguera).
San Pablo ni siquiera intentó esbozar una “teología” sobre el por qué
podemos “completar” a Cristo. El sabía que esta realidad cristiana forma
parte del misterio de la sabiduría de Dios, que se manifiesta en el amor de
Cristo (1 Cor 1,22-24). Por esto se dedicó a vivir y a anunciar “el misterio
(de Cristo) escondido por los siglos en Dios” (Ef 3,9) y “la caridad de
Cristo que supera toda ciencia” (Ef 3,19). Lo importante es que Cristo viva
en el corazón de todo creyente (Ef 3,17); es entonces cuando se vive en él
(Gál 2,20) y se sabe sufrir por él (Col 1,24) para a llegar a triunfar con él
(Rom 8,17).
Por estar injertados en Cristo, nuestra existencia completa la suya
como una página adicional de su biografía. El asumió nuestro sufrimiento
y nuestro gozo en el suyo. “Cristo, en cierto sentido, ha abierto el propio
sufrimiento redentor a todo sufrimiento del hombre... Ha obrado la
redención completamente y hasta el final; pero, al mismo tiempo, no la ha
cerrado. En este sufrimiento redentor, a través del cual se ha obrado la
redención del mundo, Cristo se ha abierto desde el comienzo y constante-
mente se abre a cada sufrimiento humano. Sí, parece que forma parte de la
esencia misma del sufrimiento redentor de Cristo el hecho de que haya de
ser completado sin cesar” (SD 24).
En la conciencia de los santos, manifestada en sus escritos
autobiográficos, había una convicción honda de completar a Cristo con la
propia vida. No se trataba sólo de los grandes sufrimientos, sino también
de los detalles pequeños de todos los días: una sonrisa, un servicio, una
actitud de escucha y de perdón, una actitud constante de servicio y
colaboración para hacer agradable la vida a los demás... Hay incluso un
olvido del propio sufrimiento, para no hacerlo pesar sobre los oíros.
Ofrecer un rostro sereno es también fruto de este sacrificio de donación.
San Ignacio de Loyola en su autobiografía pedía ser “puesto” en
Cristo. En los “Ejercicios” invita a compartir el “dolor con Cristo
doloroso” y el “gozo” de Cristo resucitado. La vida se hace oblación total a
Cristo para poder “pasar todas injurias y todo vituperio y toda pobreza”
por su amor. La vida ya tiene sentido porque se vive como respuesta al
65
amor de Dios en Cristo: “Dadme vuestro amor y gracia, que ésta me
basta”.
Es frecuente encontrar en Iglesias de misión algunos misioneros
ancianos y enfermos que van terminando sus días como una lamparita del
sagrario que está para consumirse. Han hecho obras maravillosas, a veces
un tanto olvidadas (o criticadas) por quienes las disfrutan. Ahora ya sólo
les queda la paz en el corazón y la serenidad en el rostro. Su cruz, amasada
de gozo y de dolor, continúa suscitando, sin grandes propagandas, vocacio-
nes y conversiones.
Recapitulación
66
Sintonizar con los amores de Cristo comporta unirse a sus
sentimientos de alabanza, gratitud y reparación de los pecados del mundo.
Una sociedad de consumo no entiende de sacrificios, de penitencia ni de
reparación, porque tampoco entiende el amor de donación vivido por
Cristo desde la encarnación hasta la cruz. “Cristo amó a su Iglesia y se
entregó en sacrificio por ella” (Ef 5,2). “Sin cruz no tendrás llave para
abrir las puertas del cielo... Dirige todas tus mortificaciones a humillar tu
amor propio y hacerte dueño de ti mismo... Sufre por Dios..., sufre en
silencio, y nadie podrá quitarte el mérito” (Beato Pedro Poveda).
La fe cristiana en la encarnación del Verbo y en la redención pone de
manifiesto la dignidad del ser humano “injertado” en Cristo y redimido por
él. Dios “salva al hombre por medio del hombre”, decían los Santos
Padres. Todo redimido por Cristo completa a Cristo en su vida, pasión,
muerte y resurrección (Col 1,24; Ef 1,23). Por esto dice San Pedro:
“Habéis de alegraros en la medida en que participéis en los padecimientos
de Cristo, para que en la revelación de su gloria exultéis de gozo” (1 Pe
4,13).
Los cristianos prolongamos la cruz de Cristo en el espacio y en el
tiempo. El sufrimiento de Cristo y el nuestro forman una sola cruz: la del
“Cristo total”. “Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros, y
suplo en ni carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por el bien de su
cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1,24).
67
VI. EL MARTIRIO CRISTIANO
69
mártires; le basta con marginar, denigrar, intimidar e inutilizar a los que
deciden ser fieles a Ja verdad y al amor.
Un cristiano auténtico y coherente no quiere ser esclavo de ningún
poder humano: imperios, ideologías, grupos de presión, bienestar
desenfrenado, dominio económico... “Nada absolutamente antepongan a
Cristo” (San Benito). Esta actitud cristiana será siempre una realidad
molesta y, al mismo tiempo, necesaria. En cualquier circunstancia de
opresión, el testigo en Ja fe, gracias a la acción del Espíritu Santo, está
dispuesto a dar la vida amando y perdonando. Todo cristiano sabe muy
bien que el martirio, de cualquier género que sea, es un don de Dios. No
existen los superhombres. El martirio no se improvisa. A cada uno le basta
saber que en esos momentos de prueba es Cristo quien se hace presente y
es el Espíritu Santo quien comunica las palabras que hay que decir (Mt
10,20).
La fuerza del martirio estriba en el amor de Cristo, que dio su vida
por sus amigos. Su actitud oblativa sostiene la marcha martirial de la
Iglesia. “Así como Jesús, el Hijo de Dios, manifestó su caridad ofreciendo
su vida por nosotros, nadie tiene un mayor amor que el que ofrece la vida
por él y por sus hermanos (cf. 1 Jn 3,16; Jn 15,13). Pues bien, ya desde los
primeros tiempos algunos cristianos se vieron llamados, y continuamente
se encontrarán otros llamados a dar este máximo testimonio de amor
delante de todos, principalmente delante de los perseguidores. El martirio,
por consiguiente, con el que el discípulo llega a hacerse semejante al
Maestro, que aceptó libremente la muerte por la salvación del mundo,
asemejándose a él en el derramamiento de su sangre, es considerado por la
Iglesia como un supremo don y la prueba mayor de la caridad.
Y si ese don se da a pocos, conviene que todos vivan preparados para
confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirle por el camino de la
cruz en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia” (LG 42).
El espíritu de la misión en la vida de los grandes misioneros como
Francisco de Asís, Domingo de Guzmán. Francisco Javier, Teresa de
Lisieux, Carlos de Foucauld y tantos otros, es actitud permanente de
donación martirial. La historia de la evangclización está sembrada de
mártires. Sin ellos difícilmente se hubiera implantado la Iglesia. “La
prueba suprema es el don de la vida, hasta aceptar la muerte para
testimoniar la le en Jesucristo. Como siempre en la historia cristiana, los
'mártires’, es decir, los testigos, son numerosos e indispensables para el
camino del Evangelio. También en nuestra época hay muchos: obispos,
sacerdotes, religiosos y religiosas, así como laicos; a veces héroes
70
desconocidos que dan la vida como testimonio de la fe. Ellos son los
anunciadores y los testigos por excelencia” (RMi 45).
El “martirio” es más necesario cuando se trata del primer anuncio
entre los que todavía no han oído hablar del Evangelio: “El que anuncia el
Evangelio entre los gentiles dé a conocer con confianza el misterio de
Cristo, cuyo legado es, de suerte que se atreva a hablar de él como
conviene, no avergonzándose del escándalo de la cruz. Siguiendo las
huellas de su Maestro, manso y humilde de corazón, manifieste que su
yugo es suave y su carga ligera. Dé testimonio de su Señor con su vida
enteramente evangélica, con mucha paciencia, con longanimidad, con
suavidad, con caridad sincera y, si es necesario, hasta con la propia sangre”
(AG 24).
Hay muchos mártires sin “pedestal” ni “galería”. Los mártires
cristianos no pertenecen a ninguna opción ideológica ni partidista. “Es
admirable y alentador comprobar el espíritu de sacrificio y abnegación con
que muchos pastores ejercen su ministerio en servicio del Evangelio, sea
en la predicación, sea en la celebración de los sacramentos o en la defensa
de la dignidad humana, afrontando la soledad, el aislamiento, la incom-
prensión y, a veces, la persecución y la muerte” (Puebla 668).
Juan Pablo II, en sus viajes apostólicos, siempre ha querido detenerse
a orar en la tumba de tantos apóstoles y misioneros mártires, un tanto
olvidados cuando ha pasado la novedad de la noticia. Junto a la tumba del
obispo Oscar Romero quiso dejar constancia de que el martirio cristiano
incluye siempre el perdón y es una llamada a la reconciliación.
Los amigos de Cristo saben bien ese trato doloroso que el Señor
reserva a los suyos. A Juan Bautista le cupo en suerte ser el precursor,
preparando el camino al Mesías y sellando su testimonio con su sangre, A
Lázaro, amigo de Cristo, el Señor le resucitó para volver a reemprender el
camino de la vida mortal. Pero la predilección por Juan Bautista consiste
en hacerle testigo de Cristo por una muerte profética y sacrificial.
Dar la vida es la prueba suprema del amor (Jn 15,13). Cristo la dio
por nosotros. El creyente está dispuesto a darla por él y por los hermanos.
Muchas veces habrá que optar heroicamente por el amor de donación
desprendiéndose de sí mismo y de las propias ventajas. Esta actitud
permanente transforma la vida en signo de la donación sacrificial de
Cristo. La victoria del amor sobre la vida y sobre la muerte es actitud
martirial que Cristo (presente en los que le aman) hace posible en cada
circunstancia de lugar y tiempo.
71
El “difundir la luz de la vida con toda confianza y fortaleza
apostólica” puede reclamar a veces el precio de “derramar la propia
sangre” (Dignitatis humanae 14). El apóstol ha hipotecado la vida para
gastarla en el anuncio del Evangelio. El modo cruento o incruento de este
testimonio o “martirio” se deja a la iniciativa de Cristo, para vivir a la
sorpresa de Dios. Una misionera que partía ilusionada de nuevo para la
misión, cayó enferma gravemente; antes de morir dijo a los que le
acompañaban: “Jesús es siempre sorprendente”.
73
irresistible de las bienaventuranzas. “La doctrina de la cruz... es poder de
Dios” (1 Cor 1,18).
Tal vez nuestras comunidades cristianas no están preparadas para
recibir a las personas que de algún modo ya han sido tocadas por Cristo.
Falta la actitud martirial de las bienaventuranzas. “Cada convertido es un
don hecho a la Iglesia y comporta una grave responsabilidad para ella...,
porque, especialmente si es adulto, lleva consigo como una energía nueva,
el entusiasmo de la fe, el deseo de encontrar en la Iglesia el Evangelio
vivido. Sería una desilusión para él si después de ingresar en la comunidad
eclesial encontrase en la misma una vida que carece de fervor y sin signos
de renovación. No podemos predicar la conversión si no nos convertimos
nosotros mismos cada día” (RMi 47).
La humildad cristiana, si es auténtica, tiene la fuerza irresistible de la
verdad. Ante el tribunal de Pilato. Cristo atado y humillado reconoce la
autoridad del juez y. sin despreciarle ni humillarle, le habla con la audacia
de quien ha venido “para dar testimonio de la verdad” (Jn 18.37). La
verdad, para hacerse transparente y eficaz, necesita la humildad audaz,
magnánima y caritativa del testigo. “De todo evangelizador se espera que
posea el culto a la verdad, puesto que la verdad que él profundiza y
comunica no es otra que la verdad revelada y. por tanto, más que ninguna
otra, forma parte de la verdad primera que es el mismo Dios. El predicador
del Evangelio será aquel que, aun a costa de renuncias y sacrificios, busca
siempre la verdad que debe transmitir a los demás. No vende ni disimula
jamás la verdad por el deseo de agradar a los hombres, de causar asombro,
ni por originalidad o deseo de aparentar. No rechaza nunca la verdad. No
oscurece la verdad revelada por pereza de buscarla por comodidad, por
miedo. No deja de estudiarla. La sirve generosamente, sin avasallarla” (EN
78).
San Pedro Chanel estuvo cuatro años evangelizando a los indígenas
de la isla de Futuna (Oceanía). Su acción apostólica se desenvolvía en
medio de una hostilidad inimaginable. Durante esos años no pudo bautizar
a nadie. Cuando ya tenía un pequeño grupo de catecúmenos, fue
martirizado. Su sangre consiguió lo que no había conseguido su debilidad
desarmada: toda la isla se convirtió después de su martirio. Dios no olvida
a sus mártires.
Desde los tiempos apostólicos, la virginidad cristiana se ha
relacionado con el martirio. Los mártires han corrido la suerte de Cristo, el
Cordero inmolado. Son la expresión de la Iglesia “virgen”, esposa fiel a
Cristo, el Esposo crucificado. Por esto en el cielo “cantan un cántico
74
nuevo... y siguen al Cordero adondequiera que va” (Ap 14,3-4). “La
virginidad por el Reino se traduce en múltiples frutos de maternidad según
el espíritu. Precisamente la misión ad gentes les ofrece un campo
vastísimo para entregarse por amor de un modo total e indiviso” (RMi 70).
Los servicios humildes de Iglesia, especialmente por parte de
personas consagradas o que se han decidido por el seguimiento evangélico
y la “vida apostólica”, tienen el valor de martirio incruento: parroquias,
hospitales, escuelas, servicios comunitarios, familia... Son campos de
caridad y de misión, que no se pueden contabilizar porque carecen de
haremos y de poderes humanos. Hay muchas vidas anónimas que, como
Teresa de Lisieux o Juan Bautista María Vianney, van dejando por donde
pasan retazos de vidas consagradas al desposorio con Cristo. “Es para
alabar a Dios mucho los millares de almas que convertirán los mártires”
(Santa Teresa de Jesús).
En los campos de misión “ad gentes”, en los conventos de clausura,
en la investigación y docencia de la verdad, en innumerables campos
apostólicos, hay muchos apóstoles que participan del “gozo pascual” de
Cristo muerto y resucitado. Parecen, a veces, marginados por la misma
comunidad eclesial. Pero son ellos los que escriben, en el corazón de Dios,
las mejores páginas de la historia martirial y misionera de la Iglesia. Son
también ellos los que, sin intentarlo directamente, renuevan la Iglesia
amándola incondicionalmente, para que en su faz resplandezca el misterio
pascual de Cristo. Son las personas más felices, porque se sienten amadas
y acompañadas por Cristo, y capacitadas para amarle y hacerle amar, del
todo y sin fronteras.
77
Cuando la comunidad cristiana no tiene esta actitud martirial de las
bienaventuranzas, no está preparada para recibir en su seno la “mies
abundante” (Mt 9,37) y las “otras ovejas” que son también del Buen Pastor
(Jn 10,16). Un cambio fuerte en la sociedad y en una época determinada
(como es el paso a un nuevo milenio) reclaman un signo más claro de los
valores evangélicos. Al faltar este signo, se buscan sucedáneos y quimeras
de falsos milenarismos.
En algunas regiones llevar públicamente el signo de la cruz comporta
un riesgo permanente de violencias por parte de grupos fundamentalistas.
Confunden la cruz con un signo partidista de una “religión”. Pero en esas
mismas regiones se puede observar que la gente sencilla ve en este signo
cristiano la “memoria” de alguien que dio la vida por toda la humanidad:
algunos se acercan para pedir que se les hable de Jesús.... casi como
cuando dijeron a los apóstoles: “Queremos ver a Jesús” (Jn 12,21). La
actitud martirial de los misioneros es actitud de sencillez, que sabe
convivir, insertarse, inculturarse, compartir con todos, porque se vive de la
alegría de ser “testigos” de Cristo crucificado y resucitado.
Recapitulación
80
VII. CONSTRUIR UNA “NUEVA TIERRA”
81
rebasar todos los anhelos de paz que surgen en el corazón humano” (GS
39).
Esta esperanza cristiana es crucificada, porque asume la realidad
difícil y dolorosa, amándola, para transformarla desde dentro. “La espera
de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar, la
preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva
familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del
siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso
temporal y crecimiento del Reino de Cristo, sin embargo el primero, en
cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en
gran medida al Reino de Dios” ((JS 39).
La esperanza cristiana se apoya en Cristo, muerto y resucitado, que
“ha penetrado los cielos” (Heb 4,14). Es como el “áncora”, que impide que
el barco sea arrastrado por el oleaje violento (Heb 6,19). Cristo, en la cruz,
todavía pudo resumir todo su mensaje evangélico de perdón, esperanza y
donación total. Todo acontecimiento puede ser cambiado por un amor
crucificado. Los hechos “irreversibles” no han existido nunca. Toda
persona es recuperable si hay algún hermano que se da por ella; las
personas incorregibles, mientras le quede un segundo de vida, todavía
pueden “cambiar” radicalmente hacia el amor y reparar con creces el
pasado.
Esos cambios históricos, comunitarios y personales, sólo son posibles
por medio de la cruz. Siempre se puede esperar “una nueva humanidad que
en Jesucristo, por medio del sufrimiento de la cruz, ha vuelto al amor”
(DEV 40).
La eficacia verdadera no es inmediata. Cuando se siembra la verdad
con amor, aunque sea por medio del sufrimiento, es como la buena semilla
que se echa en el surco, dispuesta a perderse para poder fructificar a su
tiempo (Jn 12,24). Confiar en la eficacia inmediata equivale a toparse con
la frustración de unas manos vacías. “La doctrina de la cruz... es poder de
Dios” (1 Cor 1,18). Es verdad que es un poder desarmado, pero que
también es capaz de desarmar y desmantelar todo poder humano que no
haya nacido del amor.
El trabajo humano, a pesar de la fatiga y de las frecuentes injusticias
que le rodean, todavía puede recuperarse y hacerse constructivo de “una
vida más humana” (GS 38). El sufrimiento que a veces acompaña el
trabajo, si se asocia a la cruz de Cristo, redime al trabajo y al trabajador.
82
Cualquier trabajo humano se puede convertir en continuación de la
creación y en complemento de la redención, si se vive en la perspectiva de
la cruz y de la resurrección de Cristo. “En el misterio pascual está
contenida la cruz de Cristo... Id sudor y la fatiga, que el trabajo
necesariamente lleva en la condición actual de la humanidad, ofrecen al
cristiano y a cada hombre, que ha sido llamado a seguir a Cristo, la
posibilidad de participar en el amor a la obra que Cristo ha venido a
realizar... Soportando la fatiga del trabajo en unión con Cristo crucificado
por nosotros, el hombre colabora en cierto modo con el Hijo de Dios en la
redención de la humanidad. En el trabajo humano el cristiano descubre una
pequeña parte de la cruz, de Cristo y la acepta con el mismo espíritu de
redención con el cual Cristo ha aceptado su cruz, por nosotros. En el
trabajo, merced a la luz, que penetra dentro de nosotros por la resurrección
de Cristo, encontramos siempre un tenue resplandor de la vida nueva, del
nuevo bien, casi como un anuncio de los ‘nuevos cielos y otra tierra
nueva’, los cuales precisamente mediante la fatiga del trabajo son
participados por el hombre y por el mundo” (Lc 27).
La paz y el progreso se construyen amando. Las dificultades pueden
transformarse en nuevas posibilidades de convivencia humana auténtica.
Cualquier dificultad, aun antes de llegar a ser una injusticia, es una
indicación de que algo debe completarse. Una “paz” de cementerio y una
“paz” de dictadura o de intimidación no es más que un sucedáneo de la
verdadera paz. Querer conseguir un triunfo por medio de la violencia o de
la guerra no es más que prolongar y agravar las dificultades.
La única actitud constructiva y gozosa es la de la cruz. “Uniendo el
propio sufrimiento por la verdad y por la libertad al de Cristo en la cruz, es
así como el hombre puede hacer el milagro de la paz y ponerse en
condiciones de acertar con el sendero a veces estrecho entre la mezquindad
que cede al mal y la violencia que, creyendo ilusoriamente combatirlo, lo
agrava” (CA 25).
Lo más difícil del misterio de la cruz es la actitud de fe en su poder
de victoria sobre el mal, sobre el pecado y sobre la muerte, cuando
precisamente aparece en la vida todo lo contrario. Es el misterio de la
encarnación y redención: Cristo completa, con nosotros, esta victoria en
todo momento histórico, pero el fruto de la cruz, aparecerá al final de los
tiempos. Entonces veremos que el triunfo y el gozo de Cristo es también el
nuestro. Esa fe y esa esperanza son dolorosas y crucificadas. Así es el
“escándalo” de la cruz. (I Cor 1,23).
83
Asumir la cruz, la de cada uno y la parte que nos toca de la cruz de
los demás, es el único compromiso histórico verdadero y dicaz. En este
misterio sólo se entra por el camino de la fe, de la esperanza y del amor.
“Gracias al sacrificio de Cristo en la cruz, la victoria del Reino de Dios ha
sido conquistada de una vez, para siempre; sin embargo, la condición
cristiana exige la lucha contra las tentaciones y las fuerzas del mal” (CA
25).
Toda experiencia nuestra del pasado, si ha nacido del amor, ha
quedado salvada por Cristo. No hay lugar para la nostalgia ni para el
romanticismo sentimental. Todo momento píeseme es asumido por Cristo
crucificado y resucitado para convertirlo en vida perdurable: “Quien cree
en mí tiene vida eterna” (Jn b.47). La cruz, gracias a la resurrección,
trasciende el tiempo. La historia sólo se salva y se construye en el amor.
2. La vida es donación
86
milagro de las bodas de Caná: cambiar el agua en vino o las promesas
mesiánicas en realidad, transformar la comunidad cristiana en una familia
de santos y de apóstoles (Cenáculo, Pentecostés).
Todo acontecimiento hace brotar de nuevo el “Magníficat” mariano
en los corazones que han comprendido el amor. La donación total de
Cristo al Padre tiene lugar desde el seno de María, se manifiesta
plenamente en la cruz y se prolonga en cada corazón y comunidad
cristiana.
3. Descorrer el velo
88
misteriosamente presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor, se
consumará su perfección” (GS 39).
Sin la sombra de la cruz, que es sufrimiento transformado en amor, la
tensión escatológica hacia el Reino se convierte en huida de la realidad. Si
no se comparte la cruz de Cristo, la dimensión “carismática” o espiritual
del Reino se convierte en subjetivismo caprichoso. Sin amor profundo a
Cristo crucificado, Esposo de la Iglesia, la dimensión comunitaria del
Reino se transforma en formulismos atrofiantes o en polémicas inútiles y
cismas. Es siempre la cruz, como expresión máxima del amor esponsal
entre Cristo y cada creyente, la que salva el significado auténtico del
mensaje cristiano.
Con la esperanza de descorrer el velo de la fe, el seguidor de Cristo
se une a él en la “oscuridad” de la crucifixión (Lc 23,44). La fe y la
esperanza hacen posible esa donación de la propia vida (“sangre”), para
que toda la humanidad reciba la nueva vida del Espíritu (“agua”) (cf. Jn
19.34).
En esta tensión “teologal” (de fe, esperanza y caridad) comienza a
vislumbrarse el sentido de la resurrección de Jesús y de la nuestra. “El velo
del templo se rasgó por medio” (Le 23,45). Cristo es ya el nuevo templo
del que brota el “agua viva” del Espíritu (Jn 7,37-39). Cuando se comparte
la donación total de Cristo en las manos del Padre (Le 23,46), entonces la
Iglesia se hace instrumento de una vida nueva para toda la humanidad.
Un misionero anciano y paralítico me confió la oración que hacía
todos los días, especialmente cuando arreciaba más el dolor; “Señor, tú que
me has amado tanto, hazme la gracia de que yo te pueda amar con tu
mismo amor”. Esta oración me pareció un preludio del encuentro
definitivo, cuando “Dios será todo en todas las cosas” (1 Cor 15.28). Ante
estas realidades cristianas auténticas, se caen por su peso todos nuestros
haremos y cálculos de eficacia inmediata.
Recapitulación
94
templo de mí... Dios trabaja y labora en mí”... El fruto de esta
“contemplación” consiste en “mirar cómo todos los bienes y dones
descienden de arriba”, y, consiguientemente, invitan a hacer de la vida una
donación total: “Tomad. Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi
entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer; vos me lo
disteis, a vos, Señor, lo tomo; todo es vuestro, disponed a toda vuestra
voluntad; dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta” (San Ignacio
de Loyola).
No se trata de contemplación estética ni teórica, sino de un proceso
doloroso y gozoso, de salir del propio egoísmo. De este modo se participa
del misterio “pascual” de Cristo, aunque sea con los “gemidos inefables”
del Espíritu en nuestro corazón (Rom 8,26): “¿Adonde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?...; salí tras ti clamando, y eras ido...
Buscando mis amores iré por esos montes y riberas, ni cogeré las flores ni
temeré las fieras, y pasaré los fuertes y fronteras... Ya sólo en amar es mi
ejercicio... Me hice perdidiza, y fui ganada... Descubre tu presencia y
máteme tu vista y hermosura. Mira que la dolencia de amor, que no se cura
sino con la presencia y la figura” (San Juan de la Cruz. Cántico espiritual).
Lo que más duele del misterio de Dios es que se da él mismo, por
encima de sus dones. Esos dones nos los va retirando para dársenos él. La
búsqueda de Dios, por la reflexión teológica, por la oración, por el trabajo
y por la convivencia fraterna, se va transformando en el “misterio” de Dios
que se da él mismo retirándonos sus dones pasajeros. El único “don” que
no nos retira es el de su Hijo Jesucristo (con todo lo que él es pitra
nosotros), pero aun entonces nos retira muestro modo de reflexionar,
sentir, dialogar y obrar.
Dios Amor es un misterio de “gratuidad”: se nos da porque él es
Amor por iniciativa suya, sin esperar nuestros méritos ni nuestras
conquistas. Quiere nuestra colaboración libre de una voluntad que busca
darse de verdad, pero no necesita nuestras construcciones intelectuales y
literarias. Nos agradece el esfuerzo que hemos hecho, dándonos
infinitamente más y dejándonos con la impresión de “siervos inútiles” (Lc
17,10), que tienen las manos vacías. “Señor, mis manos están vacías; pero
pon las tuyas en las mías, y ya no estarán vacías” (Santa Teresa de
Lisieux).
Sólo el amor puede superar este sufrimiento convirtiéndolo en gozo.
No se ama el sufrimiento por sí mismo, sino que se ama a Dios,
gozándonos de que él sea así tal como es. A partir de este amor se ama a
los hermanos con un amor totalmente nuevo, que supera las diferencias,
95
los contrastes, las persecuciones, los malentendidos y las enemistades. En
cada hermano ya se vislumbra el misterio de Dios Amor, más allá de una
superficie caduca.
Después de un accidente mortal, quedó sobre el suelo el cuerpo
destrozado de un amigo ordenado sacerdote pocos años antes. Llegó su
madre y le rogamos que renunciara a ver el cuerpo de su hijo. Ella dijo con
una actitud llena de fe; “Padre, ¿verdad que todo lo que Dios permite es
porque nos ama?”... Parecía como si hubiera descubierto una presencia
más honda de Dios Amor. A esta fe de ver a Dios más presente y cercano,
cuando parece que está callado y ausente, sólo se llega por medio de la
cruz. La lógica humana no entiende; el amor descubre la presencia de
Cristo donde parece que 110 está (Jn 14,21).
97
comprende la “sed” del buen pastor (Jn 19,28). Quien ha compartido la
cruz del Señor no pone obstáculo al servicio fraterno y a la misión.
La misión es anuncio de Cristo y de su mandato de amor. Este
anuncio se hace principalmente con gestos de vida, con testimonio
coherente. Entonces se invita a todos los hermanos a compartir la
salvación que proviene de la celebración del misterio pascual de Cristo,
especialmente por el bautismo, la confirmación y la eucaristía. De ahí nace
el compromiso de transformar la vida en compromisos de caridad y
servicio.
Compartir la misión de Cristo equivale a compartir su mismo camino
hacia la cruz y la resurrección. En ese camino de pascua todos los
hermanos ocupamos un lugar especial e irrepetible en el corazón de Cristo.
Pero muchas personas desconocen este amor o han cerrado su corazón. La
cruz del apóstol, como amigo íntimo de Cristo, consiste en compartir sus
amores hacia todo ser humano. “Quien tiene espíritu misionero siente el
ardor de Cristo por las almas y ama a la Iglesia como Cristo” (RMi 89).
La caridad del buen pastor se concretó en “dar la vida” (Jn 10,11-17),
dándose él en persona, siguiendo los designios salvíficos del Padre y como
“consorte” (esposo) enamorado de toda la humanidad. “No existe mayor
amor que dar la vida por los amigos” (Jn 15,13). Quien ha encontrado a
Cristo tiene la convicción honda y comprometida de que él le espera en el
corazón y en la vida de cada hombre. Quien ama a Cristo se hace, como él,
hermano universal.
La misión, aprendida escuchando los latidos del corazón de Cristo, se
convierte en una donación permanente que “inmola” los propios gustos,
intereses y preferencias. Así como no hay encuentro con Dios sin “sufrir”
el misterio de Dios, tampoco hay encuentro con el hermano sin respeto
gozoso y doloroso de su realidad misteriosa de ser hijo de Dios.
Al preparar los temas y la dinámica para un curso a misioneros, la
persona encargada de la animación del grupo me indicó esta pista
iluminadora: “Estas personas han sufrido mucho; por esto están abiertas a
toda iniciativa de generosidad”. Efectivamente, sólo quien sabe sufrir
amando es capaz de comprender y vivir los compromisos de la misión.
Para “ver” a Dios en la creación y en los hermanos hay que pasar por la
cruz.
98
Recapitulación
99
hacer de “cireneo” de sus cruces. Los cargos y cualidades de los demás,
para convertirse en donación, necesitan nuestra presencia comprometida y
dolorosa, sin esperar ventajas personales. Los defectos de los demás se
corrigen admitiendo que su raíz está también en nuestro corazón.
Durante nuestra vida, Dios nos pone al paso muchos hermanos para
que experimentemos su amor y para que les ayudemos a realizarse
amando. Una amistad bien entendida se convierte en fuente de gozo y de
dolor. Encontramos a Cristo y nos realizamos a nosotros mismos cuando
compartimos con los hermanos sus gozos y sus penas, sus cualidades y sus
limitaciones.
La vida se hace misión de anunciar a todo hermano que su vida es
“complemento” de Cristo en su Nazaret, en su cruz y en su resurrección.
Sólo después de haber estado junto a la cruz se descubre a Cristo glorioso
y cercano que habla al corazón: “ve a mis hermanos” (Jn 20,17).
No existe acción apostólica verdadera sin las huellas de Cristo
muerto en cruz y resucitado. El apóstol es consciente de esta realidad: “No
sé nada más que a Cristo crucificado” (I Cor 1,2).
100
IX. “SOY YO”: SOLEDAD LLENA DE DIOS
102
La búsqueda de la verdad es gozosa porque da sentido a la existencia.
Pero también es dolorosa porque es camino de renuncia a los espejismos y
a los bienes aparentes. La libertad personal y comunitaria se realiza en esa
búsqueda gozosa y dolorosa, construyendo una comunión de hermanos.
Quien así busca la verdad, se va a encontrar con el “silencio” de los
malentendidos, incomprensiones y marginaciones. Entonces parece como
si Dios callara. Cuanto más intensamente se busca a Dios, más se siente la
impresión de entrar en un silencio profundo. Ello es señal de autenticidad
en la búsqueda. Así es la escuela del amor, donde sólo vale lo que suene a
verdadero diálogo y servicio de donación. Es como el amor materno, que
se traduce en olvido de sí mismo para ser pura “gratuidad”.
Dios nos educa para este silencio haciéndonos experimentar primero
el lenguaje sensible de sus dones. Todo nos habla de él. Pero luego nos
deja entender que su palabra es más honda y sonora que esos dones
pasajeros. “No quieras enviarme de hoy más ya mensajero, ¡que no saben
decirme lo que quiero!” (San Juan de la Cruz).
En este silencio de amistad y “contemplación” se escucha la voz de
Cristo, que invita a compartir su misma cruz como camino de desposorio.
San Juan de la Cruz, ante un cuadro de Cristo cargado con la cruz, se
expresaba así, respondiendo al Señor, que le preguntaba qué premio
quería: “Señor, lo que quiero es que me deis trabajos por padecer por vos,
que yo sea menospreciado y tenido en poco”.
En un ambiente cultural japonés me indicaron que no se podía
traducir a su mentalidad la parte de mi conferencia sobre la cruz. Pensé
que la razón era más bien por confundir la cruz con el sufrimiento buscado
por sí mismo. Entonces cambié la perspectiva del tema, explicando que la
felicidad (como el gozo de Jesús resucitado) nace de una vida que afronta
la realidad (y también el sufrimiento), para cambiarla en donación v
servicio a Dios y a los hermanos. La alegría de San Francisco ríe Asís
nacía de compartir los sufrimientos y humillaciones de Cristo, lisa alegría
110 se puede “importar” ni “imitar” simplemente por adaptación de datos
culturales, porque es un don de Dios, por encima de lodo valor cultural,
que Dios da sólo a los “pequeños” (Lc 10,21).
104
En lugar de comprometerse por este camino de pobreza bíblica y de
infancia espiritual, nos parece más fácil quedarnos en unas elucubraciones
“técnicas” sobre la cruz o sobre la contemplación... Uno hasta se puede
sentir más satisfecho y “realizado” porque ya sabe más cosas y ha llegado
a realizar unas conquistas. Pero sin la ciencia de la cruz (que es ciencia de
amor) y sin la fe (que es adhesión personal a Cristo) no se llega a
experimentar la presencia de Jesús resucitado. En los momentos de
contemplación y en los de acción, la cruz es el único camino para vaciarse
de sí, llenarse de Dios y hacer de la propia vida una donación de amor:
“que ya sólo en amar es mi ejercicio” (San Juan de la Cruz).
Me impresionó vivamente la reacción sencilla de una persona joven
con cáncer galopante: “Doy gracias al Señor.... y cuando veo mis faltas,
entonces también le doy gracias, porque Dios me hace ver su
misericordia”. Aprendiendo a ver a Jesús en la propia cruz, se le descubre
también esperando en las propias faltas y miserias, para transformarlo todo
en humildad, confianza, conversión y amor. Aquella joven decía también
que aprendió a ser cruz de Jesús cuando un niño, jugando con un crucifijo,
desprendió la figura del Señor y le dio a ella la cruz. Dios habla por medio
de signos pobres.
¿Por qué empeñarse en quedar a oscuras sin ninguna luz? La
“oscuridad” de la fe no es la oscuridad de la ignorancia ni de la duda. La fe
es luz que deslumbra y nos deja en una aparente oscuridad, como en espera
de la visión. La oscuridad de la incredulidad es un pozo sin fondo. Es
verdad que también hay el peligro de los espejismos: pero si Cristo se ha
quedado bajo los signos pobres de la Iglesia y de los hermanos, va no se le
puede encontrar en otra parte, si no es en su palabra, su eucaristía, sus
sacramentos, sus hermanos, su historia salvífica... Todo esto encuentra eco
en la soledad del corazón, donde también nos espera él. No se trata de
espejismos ni de falsas ilusiones, sino de una presencia que, por ser más
amorosa y profunda, es más dolorosa.
La fe en la presencia de Cristo resucitado presente se va convirtiendo,
por la cruz, en una certeza inquebrantable en esa misma presencia del
Señor. No se puede explicar ni se puede regalar, pero se adivina que en los
demás hermanos, sin excepción, se encuentran también las huellas de este
Cristo resucitado que sólo se deja entender cuando se comparte con él su
misma cruz.
Aquí ya no sirven, o sirven de poco, las conquistas de una
“interiorización” simplemente psicológica. Es el Señor quien se da. Y es él
mismo quien exige como precio para descubrirle una actitud de pobreza
105
que es profundamente dinámica por expresarse en forma de autenticidad,
humildad, confianza y generosidad.
A veces parece como si Dios nos dejara en un “abandono” total.
Entonces no caben los razonamientos y lógicas humanas, sino sólo la
sintonía con Cristo, el Verbo y el Emmanuel, que quiso, por nuestro amor,
experimentar ese mismo “abandono” en la cruz. Las palabras y las
reflexiones sobran. Basta con unirse a Cristo para vivir con él esta
presencia dolorosa de Dios Amor, por medio de una actitud de donación y
de olvido de sí mismo, que es plenamente salvífica: “en tus manos, Padre”
(Lc 23,46).
En aras de este amor, tanto la oración como la acción y la
convivencia se hacen actitud de aceptar gozosamente el misterio de Dios.
El aparente silencio y ausencia de Dios nos enseña una actitud de silencio
activo de donación, expresado en adoración, admiración y servicio a Dios
y a los hermanos. Ya no cuentan las propias preferencias, sino sólo la
gloria de Dios y el bien de los demás. “La gloria de Dios es el hombre
viviente; la vida del hombre es la visión de Dios” (San Ireneo).
107
resucitado en lo que parecía un sepulcro vacío. La búsqueda de Dios en la
sociedad actual “es un areópago que hay que evangelizar” (RMi 38).
La contemplación es actitud filial que se expresa encontrando a
Cristo en la propia pobreza y en el propio sufrimiento. El apóstol “es un
testigo de la experiencia de Dios” (RMi 91). Por esto, “si no es
contemplativo no puede anunciar a Cristo de modo creíble” (ib.).
Los fenómenos culturales de hoy purifican todo lo que en la I religión
no es auténtico. Los fundamentalismos y fanatismos, así como las
actitudes religiosas subjetivistas, sectarias y del adorno, son un modo
cómodo de soslayar los planteamientos serios de una sociedad que está
cansada de religiosidad caduca y que, sin rechazar a Dios, busca una
respuesta al sufrimiento que parece silencio y ausencia de Dios. “El futuro
de la misión depende en gran parte de la contemplación” (RMi 91). La
evangelización de una sociedad post-moderna está en las manos de quienes
han experimentado la presencia de Dios Amor compartiendo la cruz de
Cristo. Quien no sabe sufrir con amor, no encuentra a Cristo ni le sabe
anunciar a los demás.
Abrir nuevos caminos a la humanidad significa vivir el propio
“Nazaret” con las actitudes hondas de Cristo, “ocupado siempre en las
cosas del Padre” (Lc 2,49). Estas actitudes son las mismas desde la
encarnación (Heb 10,5-7) hasta la cruz (Jn 10,8; 19,30). El trabajo más
fecundo es el de una vida oculta para servir amando. Pero esta tarea está
siempre marcada con la cruz. La actitud de las “bienaventuranzas” y del
mandato del amor se paga siempre con el precio de la cruz.
El camino histórico de la humanidad se dirige hacia un, encuentro
definitivo con Dios. No se puede llegar a este final feliz sin haber
compartido la vida con los hermanos. De la vida y de la cruz de Cristo se
aprende una gran lección; la propia cruz, por ser la misma del Señor, es un
modo de compartir las cruces de los demás hermanos, para transformarlas
un día en vidas resucitadas. Cristo, que sufre en todo ser humano, necesita
de nuestro amor crucificado para que todos lleguen a la resurrección final.
Un misionero sufría una parálisis progresiva que se iba apoderando
de él día a día. Impresionaba a todos su serenidad. El secreto de su gozo
radicaba en su oración: “Señor, ya sólo me queda sano el corazón; tómalo
para ti y para todos”. Era una vida fecunda que no se malgastó por las
ansias de poseer, disfrutar y dominar, sino que se empleó toda entera para
construir la historia humana según el amor. La misión y la misma vida sólo
se comienzan a entender a partir de la cruz de Cristo.
108
La tarea de “recapitular todas las cosas en Cristo” (Ef 1,10) tiene un
precio: “la redención por su sangre” (Ef 1,7). No existe liberación sin
donación total, puesto que “sin derramamiento de sangre no hay remisión”
(Heb 9,22). La historia global de la humanidad se construye con la historia
particular de cada ser humano que se decide a compartir la suerte y la
“copa” de Cristo (Mc 10,38).
Recapitulación
109
La fecundidad de una vida se mide por la capacidad de donación v de
“contemplación” (ver a Cristo escondido): saber “callar” orientando todo
el ser hacia el amor de “alguien”, Jesús, a quien hemos descubierto con los
ojos de la fe. Entonces se siente el deseo irresistible de amarle como él nos
amó, hasta dar la vida y poder decir como Pablo: “Me he hecho siervo de
todos para ganarlos a todos” (I Cor 9,22).
En la escuela de la contemplación de la Palabra y de la relación
personal con Cristo presente en la eucaristía, se aprende a ver el rostro del
Señor en el rostro de cada hermano. Amar a Cristo es servir a los
hermanos. Cualquier trabajo es hermoso, no por el premio ni por el éxito
inmediato, sino por el amor de donación. La historia se construye amando
a los hermanos con el mismo amor de Cristo: “Nadie tiene mayor amor
que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13).
Lo más importante de la vida presente consiste en orientar la
existencia hacia el amor. Nuestras debilidades, defectos y fracasos son
también cruces que se pueden aprovechar para amar más: comprender a
los más débiles. Esta “cruz” de donación parece una estupidez a los que se
creen sabios y es un escándalo para quienes esperan otra solución a los
problemas del hombre; pero para todos es la salvación definitiva: “('lisio
crucificado… es fuerza y sabiduría de Dios” (I Cor 1,23-24).
Para “recapitular todas las cosas en Cristo” (Ef 1,1O) se necesitan
vidas escondidas “con Cristo en Dios” (Col 3,3), que sepan compartir la
misma “copa preparada por el Padre” (Jn 18,11).
110
X. EL GOZO PASCUAL Y FECUNDO DE LOS SANTOS
111
el apurar lo más amargo... No temáis, él os dará la gracia, y así todo lo
podréis” (Beato Francisco Coll).
La “noche oscura” tiene, pues, origen en el modo peculiar con que
nos ama Dios. Se nos quiere dar él, más allá de sus dones. Y espera de
nosotros una donación del propio ser, más allá de nuestros conceptos,
preferencias y sensibilidad. Es en medio de esta noche donde se comienza
a vislumbrar una nueva luz: “En la noche dichosa, en secreto, que nadie
me veía, ni yo miraba cosa, sin otra luz y guía, sino la que en mi corazón
ardía” (San Juan de la Cruz). “Como tu amor me guarda siempre, atravieso
contigo por las tinieblas y la noche” (José Kentenich).
El amor de donación es la clave para descifrar la cruz. Se comienza a
comprender la cruz viviendo en sintonía con Cristo. “El amor que no
crucifica no es amor... En el mundo de las almas, el amor es dolor y el
dolor es amor... ¿Qué es ser hostia? Es ser cruz viva, y la cruz es la esencia
del dolor y del amor” (Concepción Cabrera). “Mi Jesús crucificado, todo
mi vivir eres tú” (Félix de Jesús Rougier).
Uno que no está enamorado no entiende de amor esponsal. La
naturaleza siente la debilidad y el miedo; pero el amor quiere compartir la
suerte de Cristo: “¡Oh cruz! ¡Hazme lugar! Toma mi cuerpo y deja el de mi
Señor” (San Juan de Avila).
La cruz se hace camino hacia las bodas con Cristo: “Vayamos y
muramos con él” (Jn 11,16). Es una “muerte mística” de convertir la vida
en oblación: “matando, muerte en vida la has trocado” (San Juan de la
Cruz). Es la lógica del amor: “Si quieres llegar a poseer a Cristo, no le
busques sin la cruz...; el que no busca la cruz de Cristo, no busca la gloria
de Cristo” (id.). Quienes han sido tocados por la cruz de Cristo, “ya no
viven para sí mismos, sino para aquel que murió por ellos” (cf. 2 Cor
5,15).
Para San Pablo de la Cruz esa “muerte mística” no es más que la
unión con Cristo crucificado, para “ser un alma crucificada” ofreciéndose
a él del todo sin buscar nada para sí mismo: “Espero la luz después de las
tinieblas... Mi corazón no será ya mío...; mío sólo será Dios. ¡He aquí mi
amor!.. Moriré pobre en la cruz con vos” (San Pablo de la Cruz). El
sacerdocio de la vida cristiana consiste en hacerse víctima (donación
perfecta) con Cristo Víctima: “Como verdaderos cristianos, nosotros
somos sacerdotes, y como tales debemos ofrecernos nosotros mismos por
víctimas para gloria de Dios” (San Antonio María Claret).
112
Algunos han querido ver en esta terminología espiritual cristiana una
serie de complejos psicológicos y traumas que tenderían incluso hacia el
morbosismo. Pero esas personas santas querían sencillamente afrontar la
realidad de cada día con amor. La vida es, muchas vetes, oscuridad. Hay
momentos ilógicos en los que la vida parece absurda y sin sentido.
Los santos, precisamente por compartir su existencia con Cristo,
supieron ver en esta realidad oscura y dolorosa una historia de amor. La
cruz es la clave de interpretación: siempre se puede hacer de la vida una
donación. “Sólo Dios nos puede sostener en nuestras tribulaciones” (Santa
Claudina Thévenet). En esos momentos de dolor se descubre una cercanía
especial de Dios Amor. “Qué bueno es el buen Dios” (id.). Entonces se
ama la cruz con pasión: “Amo vuestra cruz con pasión en lo que tiene de
más penoso” (Beata Dina Bélanger).
En Cristo crucificado se aprende a hacer de las propias dificultades
un modo de “completar los sufrimientos” del Señor (cf. Col 1,24). “De la
cruz redentora del divino Salvador a la cruz sangrienta y dolorosa del alma
que se ofrece como víctima a su Dios para acompañarle en su pasión”
(María Inés-Teresa Arias). La propia vida se hace continuación del
sacrificio eucarístico: “Ofrécele su corazón a Jesús para que le sirva de
altar y venga a inmolarse en él” (id).
Es siempre “la cruz del amor”, que se nos convierte en “unión con la
Sabiduría eterna”. Esta sabiduría cristiana es “la locura del amor que nos
separa de la sabiduría de la tierra” (María de la Pasión). Identificándose
con el anonadamiento de Cristo en la cruz, el amor de Dios se complace en
nuestro anonadamiento, que prolonga el de Cristo Redentor. Sólo a la luz
de esa vivencia del amor se pueden entender las expresiones radicales de
las personas que no quieren caminar a medias tintas: “Destrúyeme, Señor,
y sobre mis ruinas levanta un monumento a tu gloria” (M. Laura
Montoya). “Cuando quieras y como quieras, Señor y Dios mío. Sólo
quiero ser la ceniza del holocausto, que por tu gloria he ofrecido a ti y por
ti a tu Iglesia santa” (Beata Nazaria Ignacia March).
El deseo de estar con Cristo y de vivir de su presencia ayuda a
superar las dificultades. “Tenían a Jesús sacramentado, que les endulzaba
todas las penas de esta vida” (decían de M. Bonifacia Rodríguez y de su
comunidad). Para encontrar a Cristo presente en nuestras vidas hay que
compartir su misma cruz. El misterio pascual no puede prescindir ni del
dolor de la cruz ni del gozo de la resurrección. La “copa” de bodas de que
habla Jesús en Getsemaní (Jn 18,11) es la misma que él quiere compartir
con los suyos (el. Me 10,38; Lc 22,20). “No puedo separarme del pie de la
113
cruz; en el Calvario he hecho mi habitación; aquí descanso, aquí trabajo,
aquí gimo y lloro” (M. Esperanza de Jesús González).
El camino para “recapitular (restaurar) todas las cosas en Cristo” (Ef
1,10) es camino de Pascua, es decir, de cruz y resurrección. “Hay que
purificar por la cruz, y la resurrección de. Cristo y encauzar por caminos
de perfección (orlas las actividades humanas” (GS 37).
En estos momentos difíciles de Calvario se experimenta la cercanía
de la Santísima Virgen como modelo e intercesora: “Quiero imitaros.
Madre mía, en la humildad y en la constancia con que permanecisteis al
pie de la cruz, y en el celo por la salvación de los hombres” (Santa Vicenta
María López Vicuña). Con María y con su ayuda se aprende a pasar la
“noche de la fe” como desposorio con Cristo, compartiendo su misma
“suerte”, sufriendo la misma “espada” (Lc 2,35). Esa “noche” se convierte
en un “velo a través del cual hay que acercarse al Invisible y vivir en
intimidad con el misterio” (RMa 17).
La cercanía a los pobres, como actitud de misericordia, se aprende en
esos momentos difíciles de cruz, vividos con María, la Madre de
misericordia, la consoladora de los afligidos. “Para los espíritus grandes, la
contrariedad es aliciente que intensifica la vida sobrenatural” (Santa María
Rosa Molas). Esas personas que han experimentado la cruz con actitud de
amor son portadoras de consolación, se hacen constructoras de la unidad y
colaboran con Cristo crucificado a “reunir a los hijos de Dios que estaban
dispersos” (Jn 11,52).
115
garantía de compartir su misma donación. Todo el bien que esas obras
siguen haciendo en la Iglesia y en el mundo proviene del amor escondido y
crucificado. El lema de los fundadores podría ser el de M. María Bernarda
Heimgartner: “In cruce salus” (La salvación se « encuentra en la cruz).
El ser humano se realiza en la verdad buscada y vivida por amor. En
la medida en que nos realicemos en esta búsqueda y vivencia de la verdad
y del amor, se produce una sensación de serenidad y gozo y, al mismo
tiempo, un desgarro doloroso de todo lo que no suene a donación. “La cruz
nos eleva hacia la verdad y la caridad porque nos separa de la tierra...; la
cruz ha tomado a Jesús más que a nadie porque él era el amor, encarnado
por amor para hacemos renacer al amor. Jesús pertenece a la cruz” (María
de la Pasión).
El progreso de la vida espiritual está jalonado de momentos
especiales de donación. La vida ordinaria de Nazaret muestra su
autenticidad cuando llegan esos momentos, en que se nos pide un
desprendimiento decisivo de todo para orientarnos más hacia el amor.
“Cada día debe señalar un proceso real en el camino de perfección, y de
hecho lo señalará si llevamos día a día nuestra cruz y la besamos como si
Jesús nos ofreciera una joya... Debemos especializamos en el amor a la
cruz” (M. Catalina Zecchini). ¡
La cruz es, pues, “el poder de Dios” (1 Cor 1,18). Apoyarse en los
poderes humano equivaldría a “desvirtuar la cruz” (1 Cor
1,17). Para ganar en este campo del amor hay que saber perder (cf.
Flp 3,8). Fijarse demasiado en la pérdida y en el dolor es correr el riesgo
de olvidar el mensaje pascual de la cruz, como, olvido de sí mismo en las
manos del Padre: “No vuelvas a detenerte en tus cruces..., traspásalas, es
decir, pasa por entre ellas con tu mirada sólo fija en mi mirada”
(Concepción Cabrera).
Para llegar a la “donación radical de sí mismo” como expresión del
seguimiento evangélico, que es propio de toda vida sacerdotal y
consagrada, “es necesario inculcar el sentido de la cruz, que es el centro
del misterio pascual. Gracias a esta identificación con Cristo crucificado,
como Siervo, el mundo puede volver a encontrar el valor de la austeridad,
del dolor y también del martirio” (PDV 48). Sólo así se explica el dolor y
gozo del misterio pascual de Cristo, participado por su seguidores. “Estoy
tan acostumbrado a sufrir, que más bien siento consuelo... Mi conciencia
está tranquila, bendito sea Dios” (José Antonio Planearte y Labastida).
116
Sólo quien vive la caridad del Buen Pastor entiende este lenguaje de la
cruz.
Con expresión de alma candorosa, Santa Rosa de Lima lo decía así:
“Fuera de la cruz, no hay camino por donde subirse al cielo”. El “cielo” es
donde Dios Amor se deja ver y se comunica del todo y para siempre. Al
cielo sólo se llega transformando nuestra realidad en donación. Pero esto
es sólo posible con la presencia y ayuda de Cristo. “Al cielo no van los que
viven en regalos, sino los que suben al Calvario llevando de buena gana la
cruz... En el camino de la cruz, quien lo lleva todo es Jesús” (Santa
Joaquina Vedruna). “Sin cruz no hemos de estar... Los que no sufren
mucho no valen para grandes cosas... Arrástrame, Señor, para que contigo
pueda correr por los caminos de la santificación y sin parar, aunque sea
hasta el monte de la mirra y del sacrificio” (Beato Manuel Domingo y
Sol).
En la isla de Futuna (Oceanía) hoy existe una comunidad cristiana
floreciente. Allí murió mártir San Pedro Chanel, después de cuatro años de
evangelización aparentemente infructuosa. En el campo apostólico, como
en el de la perfección, se cumple el dicho profético de San Juan de la Cruz:
“Adonde no hay amor, pon amor y sacarás amor”.
3. Gozo pascual
118
esta suerte, entonces envíame cruces y penas, que todo lo sufriré con
alegría” (Beata Paula Montal).
La victoria de la cruz aparece en la serenidad de esas almas fieles,
que supieron emprender las obras de apostolado perdiéndose a sí mimas en
el amor de Cristo. En el epitafio de M. María Bernarda Heimgartner se lee:
“Crucem elegit, crucem portavit, in cruce vicit” (Eligió la cruz, llevó la
cruz, venció en la cruz). “El establo y la cruz fueron como cátedra desde
donde este divino Maestro nos instruyó en la ciencia de la humildad”
(María Pouseppin).
La alegría de los enamorados nace de una presencia buscada como
donación. “¡Qué feliz soy de hacer mi tabernáculo en el monte santo de tu
sacrificio! Mis alhajas son tu cruz” (Beata Dina Bélanger). El amor a
Cristo Esposo crucificado es como la maternidad de María, que no tiene
fronteras: “¡Oh Virgen Inmaculada, Madre mía!... Concédeme almas,
amor y dolor... Quiero la cruz de Jesús. Sólo la palabra cruz me hace saltar
de alegría. Quisiera recorrer todo el mundo y coger todas las cruces que
Dios ha sembrado... y abrazarme con ellas agradecida, y saborearlas y
ofrecérselas en homenaje de amor a Cristo crucificado” (id).
Estas personas, que afrontaron con alegría y esperanza las
dificultades, son el libro viviente en que se sigue escribiendo la historia de
la cruz, es decir, la historia de Cristo crucificado y resucitado prolongado
en el tiempo. Es siempre la persona de Cristo que contagia de sus amores a
quienes se dejan conquistar por él. “El crucificado es mi vida, mi luz, mi
fuerza, mi tesoro. La cruz es un libro sagrado y bendito. Me parece que
conozco un poco su ciencia; ojalá se siga la práctica” (María de la Pasión).
El dinamismo de la gracia bautismal es un camino de Pascua, que
pasa por la cruz para llegar a la resurrección: “Fuimos, pues, con él
sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo
fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así
también nosotros vivamos una vida nueva. Porque si hemos sido injertados
en Cristo por una muerte semejante a la suya, también compartiremos su
resurrección” (Rom 6,4-5).
Recapitulación
122
LÍNEAS CONCLUSIVAS
La fuerza de la debilidad
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La expresión del amor entre el Padre y el Hijo, que es el Espíritu
Santo, empieza a manifestarse en nuestro corazón como “río de agua viva”
(Jn 7,38) y como “un manantial del que surge la vida eterna” (Jn 4,14).
Para entrar en ese amor eterno hay que compartir la cruz, de Cristo,
“crucificarse” con él (Gál 2,19), asociarse a su “sí” al Padre desde el seno
de María (Heb 10,5-7). Jesús quiso que el “fíat” (sí) de su Madre (Lc
1,38) fuera también el nuestro; pero hay que aprender a “estar de pie junto
a la cruz de Jesús” con María y como ella (Jn 19, 25). La fecundidad en la
vida cristiana, y de modo especial en la vida espiritual y apostólica, es una
maternidad que se expresa en un amor de donación; sufrir amando (Jn
16,21-23; Gál 2,19). El amor de Dios y el nuestro es así... María de Naza-
ret, la Virgen dolorosa, es la “memoria” de la Iglesia, que debe correr la
misma suerte o espada de Cristo (Lc 2,35).
Ante una sociedad que pide signos, ya no sirven las cruces de
“adorno”. Se necesitan testigos creíbles, en cuyas vidas aparezca Jesús
crucificado por amor. A la sociedad humana dividida por el egoísmo, sólo
la cruz de Cristo la puede reorientar hacia el amor de compartir la vida con
los hermanos. Conocer a Dios Amor equivale a conocer su amor que se ha
manifestado en la cruz. Esa es la “sabiduría de Dios” (Rom 11,33), la
fuerza de la debilidad.
Juan Pablo II, al terminar el documento sobre el sufrimiento
(Salvifici doloris), invita a descubrir y aprovechar la fuerza de la cruz que
se esconde en todo sufrimiento: “Con María. Madre de Cristo, que estaba
junto a la cruz, nos detenemos ante todas las cruces del hombre de hoy.
Invoquemos a todos los santos que a lo largo de los siglos fueron
especialmente partícipes de los sufrimientos de Cristo. Pidámosles que nos
sostengan. Y os pedimos a todos los que sufrís que nos ayudéis.
Precisamente a vosotros, que sois débiles, pedimos que seáis una fuente de
fuerza para la Iglesia y para la humanidad. En la terrible batalla entre las
fuerzas del bien y del mal que nos presenta el mundo contemporáneo,
venza vuestro sufrimiento en unión con la cruz de Cristo” (SD 31).
Hay que aprender a “mirar” con amor para comprender la cruz de
Cristo, que es también la nuestra. Las llagas que han quedado impresas en
su cuerpo glorioso nos indican un camino: sus pies buscaron a la oveja
perdida, esperaron a la mujer samaritana y a la Magdalena, acompañaron a
sus discípulos por caminos polvorientos; sus manos bendijeron, sanaron,
acaricia ron; su “corazón manso y humilde” (Mt I 1,29) latió amorosa
mente por todos y cada uno de nosotros... Esos pies y esas manos han
quedado marcados para siempre con un sello de amor. Y ese corazón, del
125
que “brotó sangre y agua” (Jn 19,34), ha quedado abierto para invitar a
todos a entrar en él, indicando que dio la vida en sacrificio (“sangre”) para
comunicarnos la vida nueva y eterna del Espíritu (“agua”).
El “discípulo amado”, habiendo seguido el camino de la cruz, puede
anunciar a todos lo que “ha visto con sus ojos y tocado con sus manos, el
Verbo de la vida” (I Jn 1,1 ss). Supo “ver” a Cristo resucitado en el
sepulcro vacío porque supo amar. Por esto puede invitar a todos a realizar
la misma experiencia, contemplando v compartiendo la misma cruz de
Cristo: “MIRARAN AL QUETRASPASARON” (Jn 19,37).
El legado cristiano, que pasa de mano en mano y que es fuente de
esperanza al comenzar un tercer milenio, es el legado de la cruz: sufrir
amando, transformar el sufrimiento en donación. Es entonces cuando “la
fuerza se pone de manifiesto en la debilidad” (2 Cor 12,9).
126
ORIENTACIÓN BIBLIOGRÁFICA
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SIGLAS DE DOCUMENTOS
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dignidad y la vocación do la mujer. 1988).
OT = Optatam totius (C. Vaticano II, sobre la formación para el
sacerdocio).
PC = Perfectae caritatis (C. Vaticano II, sobre la vida religiosa).
POV = Pastores dabo vobis (exhortación apostólica postsinodal de
Juan Pablo II sobre la formación de los sacerdotes, 1992).
PO = Presbyterorum Ordinis (C. Vaticano II, sobre los presbíteros).
PP = Populorum progressio (encíclica de Pablo VI sobre cuestiones
sociales, 1967).
RC = Redemptoris custos (exhortación apostólica de Juan Pablo II
sobre la figura y la misión ríe San José, 1989).
RD = Redemptoris donum (exhortación apostólica de Juan Pablo II
sobre la vida consagrada, 19X4).
RH = Redemptor hominis (primera encíclica de Juan Pablo II, 1979).
RMa = Redemptoris Mater (encíclica de Juan Pablo II sobre el Año
Mariano, 19S7).
RMi = Redemptoris missio (encíclica de Juan Pablo II sobre el
mandato misionero, 1990).
SC = Sacrosantum Concilium (C. Vaticano II, sobre la liturgia).
SD = Salvifici doloris (exhortación apostólica de Juan Pablo II sobre
el sufrimiento, 19X4).
SDV = Summi Dei Verbum (carta apostólica de Pablo VI sobre la
vocación, 1963).
SRS = Sollicitudo rei socialis (encíclica de Juan Pablo II sobre la
cuestión social, 1987).
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