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Juan Esquerda Bifet nació en Lérida en 1929. Fue ordenado


sacerdote en 1954. Es doctor en Teología dogmática y Derecho canónico
(Salamanca, Comillas y Roma). Actualmente es profesor de Misionología
en la Pontificia Universidad Urbaniana (Roma). Director del Centro
Internacional de Animación Misionera (Roma). Dirige cursos y retiros al
personal misionero de todos los países. Es autor de numerosas obras de
espiritualidad, traducidas a diversos idiomas.

La “cruz” ha sido y será siempre la nota característica del


cristianismo. Y es, también, el desafío permanente del corazón
humano, que busca la felicidad en la verdad y el bien. Es un signo que
nos habla de “alguien”, Cristo, que “nos amó y se entregó en sacrificio
por nosotros”. El Señor transformó este signo en símbolo de donación
total. La vida aparece en toda su hermosura sólo a partir de la cruz de
Cristo. Pero el signo de la cruz no se refiere sólo a Cristo, sino a todo
seguidor suyo, llamado a “completarle” y prolongarle en el espacio y
en el tiempo. Los cristianos colocamos el signo de la cruz en todas
partes, pero sólo somos “cristianos” cuando nos decidimos a
transformar la vida en donación.
Muchos hombres y mujeres, como Francisco de Asís, cambiaron
radicalmente su vida y encontraron una razón para vivir a partir de su
encuentro con Cristo crucificado. Es que Cristo, con su corazón
abierto, sigue hablando de corazón a corazón.
Este libro quiere responder a la pregunta tal vez más radical que
se le plantea hoy a la Iglesia misionera: ¿cómo se puede reaccionar
amando en los momentos de dificultad y de cruz? Y lo hace
ofreciéndonos una aproximación teológica al misterio de la cruz. Pero
hacer “teología” de la cruz significa elaborar una reflexión vivencial,

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que compromete a compartir la misma vida de Cristo. Por eso habla el
autor de una teología que es espiritualidad de la cruz.

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LA FUERZA
DE LA DEBILIDAD
ESPIRITUALIDAD DE LA CRUZ

POR

JUAN ESQUERDA BIFET

Madrid
1993

3
ÍNDICE GENERAL

PRESENTACION........................................................................................................5

I. La vida es hermosa................................................................................................10
1. Abrir los ojos...........................................................................................................10
2. Deseos de verdad y de bien.....................................................................................13
3. Ojos y corazón de niño............................................................................................16
Recapitulación.............................................................................................................18

II. El “misterio” delas limitaciones humanas.........................................................21


1. El camino oscuro hacia la verdad y el bien.............................................................21
2. Hermanos y acontecimientos: ¿silencio de Dios?...................................................25
3. El “misterio de la iniquidad”...................................................................................28
Recapitulación.............................................................................................................31

III. Jesucristo sin privilegios históricos...................................................................33


1. Zarandeado por la historia.......................................................................................33
2. Indefenso por amor..................................................................................................35
3. Consorte y protagonista...........................................................................................38
Recapitulación.............................................................................................................41

IV. LA CRUZ DEL MISTERIO PASCUAL...........................................................43


1. Los ojos de la fe.......................................................................................................43
2. El gozo pascual de la esperanza..............................................................................46
3. Cristo resucitado: el amor vence a la muerte...........................................................49
Recapitulación.............................................................................................................52

V. “Completar” a Cristo, compartir su misma suerte............................................54


1. Compartir la suerte de Cristo...................................................................................54
2. Tener los sentimientos de Cristo..............................................................................57
3. Completar a Cristo...................................................................................................61
Recapitulación.............................................................................................................64

VI. EL MARTIRIO CRISTIANO............................................................................66


1. Gastarse por Cristo para ser su “testigo”.................................................................66
2. Fecundidad martirial: fuerza en la flaqueza............................................................70
3. Morir amando y perdonando...................................................................................73
Recapitulación.............................................................................................................76

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VII. Construir una “nueva tierra”...........................................................................79
1. Construir la historia amando...................................................................................79
2. La vida es donación.................................................................................................82
3. Descorrer el velo......................................................................................................85
Recapitulación.............................................................................................................87

VIII. Cruz: el camino para “ver a Dios”.................................................................89


1. Dios Amor en nuestra pobreza................................................................................89
2. Recibir gozosamente el misterio de Dios Amor......................................................91
3. Misión: encontrar a Cristo en el hermano que sufre y busca..................................94
Recapitulación.............................................................................................................96

IX. “Soy yo”: soledad llena de Dios.........................................................................99


1. El “Verbo” en el “silencio” de Dios........................................................................99
2. El “Emmanuel” en la “ausencia” de Dios.............................................................101
3. Servir abriendo caminos a toda la humanidad.......................................................104
Recapitulación...........................................................................................................107

X. El gozo pascual y fecundo de los santos............................................................109


1. Sepulcro vacío, noche oscura................................................................................109
2. Fecundidad espiritual y apostólica........................................................................112
3. Gozo pascual..........................................................................................................115
Recapitulación...........................................................................................................117

Líneas conclusivas...................................................................................................121

Orientación bibliográfica........................................................................................125

Siglas de documentos...............................................................................................128

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PRESENTACION

“Mirarán al que traspasaron” (Jn 19,37)

La “cruz” ha sido y será siempre la nota característica del cristiano.


Es un signo que nos habla de “alguien “, Cristo, que “nos amó y se
entregó en sacrificio por nosotros” (Ef 5,2). El Señor transformó este
signo en símbolo de donación total. La vida aparece en toda su hermosura
sólo a partir de la cruz de Cristo.
El signo de la cruz no se refiere sólo a Cristo, sino a todo seguidor
suyo, llamado a “completarle” (cf. Col 1,24) y prolongarle en el espacio y
en el tiempo. Los cristianos colocamos el signo de la cruz en todas partes,
pero sólo somos “cristianos” cuando nos decidimos a transformar la vida
en donación: “estoy crucificado con Cristo en la cruz” (Gál 2,19). Las
cruces sin crucificado, visible o invisible, no pasarían de ser un simple
adorno.
Muchos hombres y mujeres, como Francisco de Asís, cambiaron
radicalmente su vida y encontraron una razón para vivir a partir de un
encuentro con Cristo crucificado. Es que Cristo, con su corazón abierto,
sigue hablando de corazón a corazón. Por esto, cuando, ya resucitado, se
apareció a sus discípulos, les mostró las huellas de la crucifixión
grabadas para siempre en sus manos, pies y costado (Jn 20,20; Le 24,39),
para indicar que “la caridad de Dios derramada en nuestros corazones
por el Espíritu Santo” (Rom 5,5) es fruto de su donación en la cruz. El
amor ha transformado la debilidad en la mayor fuerza de renovación.
Hacer “teología” de la cruz significa elaborar una reflexión
vivencial, que compromete a compartir la misma vida de Cristo: “una
vida escondida con Cristo en Dios” (Col 3,3). Esta teología dejaría de
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serlo si no llevara a la vivencia o espiritualidad. Por esto hablamos de
una teología que es espiritualidad de la cruz. Pablo, al decir que estaba
crucificado con Cristo, añadía: “no soy yo el que vivo, sino que es Cristo
quien vive en mi” (Gal 2,20).
La teología es una reflexión a partir de la fe. No es una actitud que
quiere dominar el misterio de Dios amor, sino una actitud de fe humilde y
amorosa, que quiere comprender mejor para amar más. Por esto la
auténtica teología tiende a la adoración, a la admiración y al silencio de
donación. La teología sobre la cruz presenta el aspecto doloroso y gozoso
de este proceso.
La teología cristiana es eminentemente contemplativa. “Nadie puede
percibir el significado del evangelio (de Juan), si antes no ha posado la
cabeza sobre el pecho de Jesús y no ha recibido de Jesús a María como
madre” (Orígenes, Comm. in Ioann., 1,6). La reflexión teológica se deja
conducir por la acción del Espíritu Santo. Es, pues, una teología espiritual
o teología que, además de ser sapiencial, quiere ser vivencial. Esa
teología lleva necesariamente a la relación personal con Cristo
(contemplación), al seguimiento de Cristo y a la misión. Por esto es
eminentemente pastoral.
La teología y espiritualidad (o teología espiritual) de la cruz es la
comprensión vivencial del misterio pascual de Cristo (muerto, resucitado y
presente en la Iglesia) para anunciarlo (“kerigma “), celebrarlo o hacerlo
presente (liturgia) y comunicarlo a toda la comunidad humana (diaconía,
coinonía, misión).
A nadie se le escapa que el tema de la cruz es básicamente el del
dolor o sufrimiento. Pero esa realidad humana insoslayable no puede
encerrarse en solas palabras. Existe el sufrimiento personal, comunitario,
histórico, físico, moral... Pero lo que existe propiamente es una realidad
humana en un proceso de misterio pascual que pasa necesariamente por
la cruz. Ahora bien, la cruz no es el sufrimiento, sino la realidad dolorosa
afrontada con los criterios de Cristo, con su escala de valores y con sus
actitudes hondas de donación.
Regodearse en el dolor no sería ni cristiano ni humano. Adoptar
actitudes de agresividad, huida, desesperación, indiferencia o inhibición,
tampoco corresponde a la dignidad del hombre. Abstraerse de los deseos
para eliminar el dolor podría ser un ejercicio mental útil, pero dejaría el
problema del dolor sin solución.

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El hombre ha sido creado para vivir gozosamente, no para sufrir ni
morir. Ahora bien, si en la realidad humana existe el dolor y la muerte, la
única solución será la de afrontar esta realidad, haciendo que el ser
humano se construya como imagen de Dios, que es amor y donación. Esto
es imposible si Dios hecho hombre, Jesucristo, “asumiendo la cruz” (Jn
19,17), no se nos hace nuestro “camino, verdad y vida” (Jn 14,6). La
“cruz.” es el mismo Cristo, que, insertado en nuestra historia, transforma
la realidad anodina o doloroso en donación. A partir de la cruz de Cristo,
es posible transformar nuestra cruz en servicio a los hermanos y en “gozo
pascual” (PO 11).
Toda teología es una cruz, por ser un esfuerzo humano de querer
penetrar en el misterio de Dios, que parece que calla y está ausente.
Nuestros conceptos son válidos, pero no llegan a captar al infinito. El
camino de la teología de la cruz debe ser el de la espiritualidad: querer
vivir lo que se cree por encima de querer comprender, sin dejar el esfuerzo
de comprender. El sufrimiento se comienza a “comprender” cuando se
comparte con Cristo, que derramó su sangre por nuestro amor. “¡Cuánto
más la sangre de Cristo, que por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo
sin tacha a Dios, purificará de las obras muertas nuestra conciencia para
rendir culto a Dios vivo!” (Heb 9,14).
Mirando “al que traspasaron” (Jn 19,37), el creyente en Cristo
comienza a comprender amando. Es el “conocer” del Buen Pastor que,
dando su vida en sacrificio, contagia a sus ovejas de la sabiduría de la
cruz. A Cristo se le conoce a partir de su amor: “Tened los mismo
sentimientos de Cristo Jesús” (Flp 2,5).
Quien ha experimentado la “cruz” de Cristo está capacitado para
descubrirle resucitado en el “sepulcro vacío”. La “utopía” cristiana es
así. La esperanza, el gozo pascual y la liberación integral de personas y de
pueblos sólo son posibles a partir de la cruz.
El sufrimiento, transformado en donación y en servicio para evitar el
sufrimiento de los hermanos, transforma el universo y la humanidad
entera. El hombre se trasciende a sí mismo compartiendo la cruz con
Cristo. La utopía cristiana es siempre el amor de donación en un contexto
de fe y esperanza. “Esta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe” (/
Jn 5.4).
Para vivir y morir amando como Cristo hay que aprender a pensar y
sentir como él. Ese amor” viene de Dios” (l Jn 4,7), 3? es posible sólo
cuando se ha encontrado a Dios en su aparente “silencio” y “ausencia”.

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“La cruz es un toque del amor eterno sobre las heridas más dolorosos de
la existencia terrena del hombre” (DM 8).
La cruz es el desafío permanente del corazón humano, que busca la
felicidad en la verdad v el bien. La teología y espiritualidad de la cruz no
pueden elaborarse sin participar vivencialmente en este reto.
Un “maestro” espiritual hindú (“guru”) enseñaba a sus discípulos el
“camino” (“yoga”) para llegar a Dios por un proceso de limpieza del
corazón. Un cristiano presente en el grupo le preguntó por qué tenía un
crucifijo sobre la mesa. El “guru” respondió: “Estoy buscando a alguien
que me enseñe cómo es el yoga (camino) de Jesús crucificado “. La
sociedad de hoy presenta el mismo problema; quizá es éste el mayor
desafío que ha tenido la Iglesia misionera en veinte siglos: ¿cómo se
puede reaccionar amando en los momentos de dificultad y de cruz?
Esta anécdota y un recuerdo sencillo de mi infancia me sirvieron de
invitación para escribir esas reflexiones sobre la espiritualidad de la cruz.
Habían pasado pocos días de mi primera comunión (1936). Delante de la
parroquia incendiada ardía una hoguera donde todavía se podía ver el
rostro bondadoso de la imagen de Cristo crucificado. Aquella mirada
amorosa parecía hablar de perdón y de llamada: ¿quién querrá anunciar
a todos los hermanos que yo sufrí y morí por amor?... Creo que allí
empezó mi primera reflexión sobre la cruz, que ahora brindo a mis
hermanos. Para poder expresarme mejor me he inspirado en escritos y
vidas de santos y de personas ejemplares; que iré citando en el momento
oportuno.
Hoy más que nunca se necesitan apóstoles, al estilo del “discípulo
amado”, que estén convencidos de que “la misión tiene su punto de
llegada a los pies de la cruz.” (RMi 88). Juan evangelista, el que estuvo
junto a la cruz y el que, adentrándose en el sepulcro vacío, “creyó” en
Jesús resucitado, nos indica el camino para transformar el sufrimiento en
donación y la cruz en resurrección: “MIRARAN AL QUE
TRASPASARON” (Jn 19,37). Mirando con amor a Cristo crucificado se
aprende a transformar el dolor en donación y la debilidad en fuerza que
renueva la creación y la historia: “Te basta mi gracia, ya que la fuerza se
pone de manifiesto en la debilidad” (2 Cor 12,9).

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LA FUERZA DE LA DEBILIDAD

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I. LA VIDA ES HERMOSA

1. Abrir los ojos

Es la invitación del Señor: “Observad los pájaros..., observad las


flores” (Mt 6,26-28). Bastaría con abrir la ventana al clarear un nuevo día
para contagiarse de la belleza de la creación y de la bondad del Creador:
“En tu luz podemos ver la luz” (Sal 35,10). A veces, uno de los panoramas
más bellos de la tierra es el que nos circunda; pero son sólo nuestros
huéspedes quienes se enteran y nos lo hacen descubrir. Canto de pájaros,
aroma y color de las flores, correr del agua, sonrisas de niños..., los puede
haber en todas partes si el hombre no lo impide.
Es verdad que los pájaros picotean “nuestros” frutos y nuestras
plantas. Al fin y al cabo, nosotros llegamos al mundo después de ellos, y
tal vez les hemos desplazado de su propio ambiente. Un poco de agua, de
trabajo y de calor humano, hacen brotar flores en cualquier desierto,
aunque haya piedras e insectos y no dejen de brotar hierbas y espinas que
no nos gustan.
“La vida es hermosa porque Dios es bueno '. Así decía una abuelita
cargada de años, de arrugas y de achaques, sentada en silla de ruedas y
contemplando el panorama. Era su habitual acción de gracias a Dios por
un nuevo día, y a las personas que, con caridad, le habían arrimado a la
ventana para “distraerla” un poco.
Luz y oscuridad, calor y frío, agua y tierra seca, aire puro y brisa
vespertina, vida y hermanos, acontecimientos y días que transcurren
veloces... “Todo es gracia” (Santa Teresa de Lisieux y Bernanos), todo es
don de Dios, todo nos habla de él. Todo es “hermano sol”, “hermana
luna..., hermana agua.... hermana tierra” (San Francisco de Asís).

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Todo nos habla del “Amado”. Si algo viene de su mano, es que
también y principalmente procede de su corazón. Lo importante es el amor
con que nos da las cosas y permite los acontecimientos. “‘Dios lo dio. Dios
lo quitó. ¡Sea bendito el nombre del Señor!” (Job 1,21); “Si aceptamos de
Dios el bien, ¿no aceptaremos el mal?” (Job 2,10).
Abrir los ojos significa dejar hablar al corazón iluminado por la
razón. Solamente si abrimos los ojos del amor, sin hacer cálculos de
utilidad y eficacia inmediata, sabremos auscultar los latidos del corazón de
Dios. Este mirar contemplativo nos hace descubrir a quien nos acompaña
siempre dejando huellas de su amor: “Mil gracias derramando, pasó por
estos sotos con presura, y yéndolos mirando, vestidos los dejó de
hermosura” (San Juan de la Cruz).
Hay que aprender a leer la creación: “¡Señor, Dios nuestro, qué
admirable es tu nombre en toda la tierra! Ensalzaste tu majestad sobre los
cielos. De la boca de los niños de pecho has sacado una alabanza... Cuando
contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has
creado, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para
darle poder? Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y
dignidad; le diste el mando sobre las obras de tus manos, todo lo sometiste
bajo sus pies” (Sal 8). A pesar de las sombras de la noche, nosotros
podemos participar de la mirada de Dios: “Vio Dios que todo era muy
bueno” (Gén 1,31).
Jesús nos dijo que nuestro Padre Dios “hace salir su sol sobre buenos
y malos” (Mt 5,45). Las cosas siguen siendo de Dios Amor, como regalo
de todos los días recién salido de sus manos y de su corazón. El amor que
Dios pone en sus cosas nunca se gasta ni se convierte en rutina. El secreto
para descubrir ese amor consiste en el modo con que se estrenan o se usan
las cosas.
Para llegar a ver la “gloria” o realidad divina y humana de Cristo,
como Verbo encarnado, hay que aprender a ver la “gloria” o epifanía del
amor de Dios en las cosas, en los acontecimientos y en los hermanos.
Cuando el discípulo amado dice que “hemos visto su gloria” (Jn 1,14),
formula esta afirmación después de recordarnos que todo ha sido creado
por Cristo y para él (Jn 1,3). Efectivamente, “Cristo es la imagen del Dios
invisible, el primogénito de toda criatura; en él fueron creadas todas las
cosas, las del cielo y las de la tierra...; todo lo ha creado Dios en él y para
él; Cristo existe antes que todas las cosas y todas tiene en él su
consistencia” (Col 1,15-17).

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La lectura o análisis de la realidad humana sólo es posible a la luz
del amor de quien ha creado el universo y dirige la historia respetando la
libertad del hombre. Otro tipo de “relectura” no pasaría de ser una
caricatura o una quimera, capaz de producir tempestades y atropellos, y
por ello mismo abocada al fracaso. Esos “vientos del desierto” que brotan
de corazones divididos son los que han producido y seguirán produciendo
los grandes desastres de la historia.
En el areópago de Atenas rechazaron a Pablo porque, al presentar a
Cristo resucitado, afirmaba que todas las cosas son buenas, incluso el ser
humano en su corporeidad, puesto que en Dios “vivimos, nos movemos y
somos” (Hech 17,28). La verdadera hermosura de las cosas sólo se capta
por un proceso de “conversión”, como lavándose los ojos para ver y
adherirse a Cristo, “luz del mundo” (Jn 8,12), el Hijo de Dios hecho hom-
bre que ha muerto y resucitado, centro de la creación y de la historia. Jesús
nos ayuda a abrir y purificar los ojos, mezclando su “saliva” con nuestro
barro (Jn 9.6), su mirada con la nuestra, su “agua viva” con nuestra agua.
Entonces nuestra agua se hace hermana de “la luz”.
Hay que aprender a ver las cosas y a visitar las ciudades en los días
en que no hay prisas ni angustias. Entonces todo parece más bello; pero no
es distinto de cuando nos encontramos en nuestro caminar cotidiano.
La cultura de un pueblo y de sus habitantes es una actitud relacional
hacia las cosas, las personas y el más allá. Esta postura se expresa en el
lenguaje, costumbres, arte, música... Las expresiones más bellas de una
cultura se encuentran allí donde es más auténtica la convivencia con los
hermanos y la relación de confianza y unión con el Creador. Entonces las
personas se sienten amadas y capacitadas para un amor de retomo.
Cuando a un pueblo se le quiere quitar su relación con Dios, entonces
la existencia humana parece un absurdo, se deshumaniza, hasta el punto de
perder el sentido de admiración por las cosas y anular el respeto a la vida
de los inocentes y de los más débiles. La convivencia humana se apaga
cuando, por ansias de ganancia y de dominio, se estimulan las reacciones
de egoísmo personal y colectivo. Ya no se escucha al hermano que sufre ni
se descubre la hermosura de la creación. Las ansias desenfrenadas de tener,
poseer y disfrutar atrofian los sentidos y el corazón. El “cosmos” no revela
su hermosura y su bondad a los que abusan de él. Nos falta el “asombro
por el ser y por la belleza que permita leer en las cosas visibles el mensaje
de Dios invisible que las ha creado” (CA 37).

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Quien no sabe apreciar y saborear los dones de Dios no se sentirá
amado ni capacitado para amar en el momento del sufrimiento. Las flores,
como todos los demás dones pasajeros, se marchitan. El amor que Dios
puso en esos dones no pasa nunca. El dolor en el momento de perder un
don de Dios se puede convertir en el encuentro con el mismo Dios. El nos
da sus dones para que aprendamos a recibirle a él. La cruz es el camino
para pasar del don al dador de todo bien. En esta aparente “ausencia” de
Dios se descubre una presencia misteriosa, más honda y amorosa.
En un país martirizado por violencias y atropellos todavía se podía
observar en las conversaciones la alegría de un servicio prestado con sudor
a los hermanos. Era de noche. Se oyeron unas explosiones y desapareció la
luz. Alguien comentó: “¡Qué bella es la naturaleza de noche, sin luz
artificial!”. La vida es siempre hermosa porque Dios nos ama tal como
somos, para manifestamos cada vez más quién es él. Hay que abrir los
ojos de la fe, que es don de Dios y que la ofrece a todos por medio de su
Hijo Jesús, el crucificado.

2. Deseos de verdad y de bien

A pesar de los claroscuros y de los nubarrones y tormentas, la historia


humana también es hermosa. No siempre es la historia que se narra en los
libros, sino la de tantas vidas anónimas de tantos buscadores y agentes de
la verdad, del bien y de la belleza.
En cada epidemia y en toda degradación cultural se encuentran
personas que dan la vida por los hermanos. En todo atropello y en cada
guerra hay hermanos que lo arriesgan todo por los que sufren. En toda
biblioteca y laboratorio hay huellas de personas que han buscado
sinceramente la verdad y el bien. Cada ser humano es una historia de amor.
Siempre ha habido errores y males, y los seguirá habiendo. Pero han sido
siempre más los destellos de la verdad y la búsqueda apasionada de un
bien definitivo, trascendente y perdurable.
Es hermosa la verdad que aparece en las criaturas. Todas ellas, por
ser pasajeras o contingentes, dejan entrever una verdad infinita de un
Creador que es infinitamente bueno. A esa
Verdad con mayúscula nunca se llega del todo en esta vida. Las
ciencias y las artes, cada una a su modo, buscan esa verdad hermosa que
da sentido a nuestra vida pasajera. Si el hombre dejara de buscar, la vida ya

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no tendría sentido. La búsqueda es ya un encuentro, aunque todavía no
definitivo.
La verdad es hermosa y se va mostrando como bien, en cuanto
modela nuestras vidas como donación. No hay nadie que no busque la
verdad y el bien; pero muchas veces se interpone el error y el mal, por
nuestra debilidad y malicia. El “corazón” y la conciencia nunca acaban de
apagarse del todo. “Nos has hecho, Señor, para ti, y nuestro corazón está
inquieto hasta encontrarte a ti” (San Agustín).
Hacen sufrir el error y el mal, pero siempre se puede entrever un
destello de la verdad y del bien. Aquel joven que guardaba los mantos de
quienes apedreaban al diácono San Esteban (Hech 7,58) vivía en la
convicción de que sus gestos y sus compromisos para destruir a los
cristianos eran algo legítimo y bueno. Pero en él también estaba Cristo
esperando, dejando sus huellas, como “cansado del camino” y sediento de
su corazón (Jn 4,6ss). Se necesitó el sufrimiento y la muerte de Esteban
para que Saulo encontrara la Verdad en Cristo.
Hay momentos históricos en que se intenta mutilar la verdad y el
bien. A veces parece como si se desterraran las verdades y principios
permanentes, así como los compromisos de donación y de moralidad para
toda la vida. Se quisiera algo fluctuante, útil, funcional, eficaz, inmediato...
Pero el corazón no se satisface con verdades a medias ni con bienes
parciales. Si la conciencia no está bien formada y la conducta no
corresponde a sus indicaciones, el corazón humano no encuentra la paz.
El hombre verdaderamente científico, a pesar de las apariencias,
busca siempre la verdad entera, aunque centre la atención en un solo
aspecto. Por esto nunca se opondrá a otras perspectivas y búsquedas
“parciales”. El día en que en nombre de la “ciencia” y de la “cultura”, se
quisiera eliminar la trascendencia y a “quien” la personaliza, la vida no
tendría sentido. La verdadera causa de mucho delitos y crímenes hay que
buscarla en la siembra de ideologías sin fundamento ético. A veces las
víctimas son castigadas; pero los fautores de esas ideas acampan por sus
anchas en cátedras, senados y medios de difusión.
La búsqueda de la verdad y del bien produce dolor y gozo a la vez. Es
el misterio de la vida, que todos han experimentado desde la niñez, tanto el
campesino que espera y prepara la cosecha como el investigador de
conceptos o tío seres concretos. Siempre queda un destello de verdad y de
bien, que dan sentido a la existencia. Es fuente de gozo el encontrar
sentirlo al caminar.

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Es siempre hermoso descubrir en los ojos de un niño, en el rostro de
un joven y en las manos y gestos de un adulto unas ansias de infinito que
no se pueden saciar con ninguna alienación: drogas, ideologías baratas,
frases atrayentes, ganancias fáciles, éxitos inmediatos, bienestar
procedente de atropellos... En la vida de cada ser humano hay unas huellas
de verdad infinita y de bien verdadero, “una aspiración más profunda y
más universal” (GS 9).
Nuestra época histórica es también hermosa, con esa hermosura de
una verdad y de un bien que se quieren auténticos. “Nuestro tiempo es
dramático y, al mismo tiempo, fascinador. Mientras por un lado los
hombres dan la impresión de ir detrás de la prosperidad material y de
sumergirse cada vez más en el materialismo consumístico, por otro lado
manifiestan la angustiosa búsqueda de sentido, la necesidad de
interioridad, el deseo de aprender nuevas formas y modos de
concentración y de oración...; se busca la dimensión espiritual de la vida
como antídoto a la deshumanización” (RMi 38).
Sólo en Cristo, “camino, verdad y vida” (Jn 14,6), se podrá descifrar
el misterio del hombre. “En realidad, el misterio del hombre sólo se
esclarece en el misterio del Verbo encalmado. Porque Adán, el primer
hombre, era figura del que había de venir, es decir. Cristo nuestro Señor.
Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de
su amor manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre
la sublimidad de su vocación. Nada extraño, pues, que todas las verdades
hasta aquí expuestas encuentren en Cristo su fuente y su corona” (GS 22).
La búsqueda de la verdad y del bien es una actitud “contemplativa”,
que quiere “ver” (theorein, thenria) a “Alguien” escondido detrás del velo
que separa y une lo contingente y lo transcendente. Si Dios no pasa de la
cabeza al corazón, el hombre se sentirá desorientado y no logrará superar
la debilidad, el error y el mal. “Hasta ahora —decía una joven universitaria
— yo tenía a Cristo en mi cabeza; ahora me siento feliz porque lo
comienzo a tener en mi corazón”.
El gozo de San Agustín por haber encontrado a Cristo, verdad y vida,
fue fruto de una búsqueda dolorosa: “¡Tarde te amé, Hermosura tan
antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y
así fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre esas cosas
hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo...
Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y
resplandeciste, y curaste mi ceguera” (Confesiones)

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En un curso de renovación para formadores (Argentina), los
participantes comentaron la calidad de la leche servida en el desayuno
precisamente un día en que faltó porque las vacas estaban “mañosas”...
Entonces tomaron conciencia de la hermosura de los pastos y del servicio
escondido de tantos trabajadores y servidores, que hacían posible el
sabroso desayuno del despuntar del día. La verdad y el bien se encuentran
a cada paso, en momentos de gozo y de dolor, como la “sabiduría”
esperando a la puerta de nuestra casa (Sab 9,1; 8,16).

3. Ojos y corazón de niño

La inocencia de los niños se abre a la vida y al amor, que ellos buscan


esperanzados con su mirada, sus manos, su boca y todo su ser. Para ellos
“todo es bueno” y verdadero, como para Dios al inicio de la creación (Gén
1,31). Las limitaciones de la vida les van desengañando, pero queda
siempre en el corazón una convicción honda de que esas aspiraciones no
eran pura ficción.
Se necesitan ojos y corazón de niño para ver la verdad y encontrar el
bien más allá de la oscuridad y de las espinas. La afirmación de Jesús
sigue siendo válida; “si no os hacéis como niños, no entraréis en el reino
de los cielos” (Mt 18.3).
Jesús habló de “renacer de nuevo por el agua y el Espíritu” a una vida
que viene de Dios (Jn 3.5). Al inicio de la creación, todo brotó del corazón
de Dios, de su palabra y de “su Espíritu que se cernía sobre las aguas”
(Gén 1.2). De parte de Dios, las cosas no han cambiado. Ha sido más bien
el hombre quien ha cegado su vista y manchado sus manos y su corazón,
contagiando de este mal egoísta a toda la creación. Hasta los pájaros huyen
del hombre y casi todos los animales desconfían de él. Ahora las cosas
ocultan, con frecuencia, su belleza. La verdad y el bien, como reflejo de
Dios suma verdad y sumo bien, no siempre se reflejan en el corazón y en
la vida humana. Pero Dios no ha retirado ni su presencia ni su amor.
Los “santos” son los verdaderos niños y “de ellos es el Reino de los
cielos” (Mt 19,14), porque “los limpios de corazón verán a Dios” (Mt 5,8).
La “infancia espiritual” de que hablan los santos es una actitud recia ante
el dolor y la cruz, a modo de actitud filial de confianza y audacia. Sólo
esos santos han podido descubrir vivencialmente que “todo es gracia”,
epifanía y cercanía de Dios. Ellos han podido decir de ventad lo que noso-

17
tros también decimos muchas veces: “creaste todas las cosas con sabiduría
y amor” (prefacio del 4.° canon).
Los santos fueron recuperando las cualidades de la niñez sin
contagiarse de sus defectos ni caer en los enredos y sofismas de los
mayores. Esa actitud filial sólo es posible por un proceso de imitación y de
configuración con Cristo. En el diálogo con Dios V en el camino hacia él
(camino de perfección), la vida se va simplificando y se expresa en un
“Padre nuestro” pronunciado y vivido con Cristo y en el Espíritu Santo.
La transparencia y serenidad de los santos es fruto de un proceso de
filiación divina a imitación de Cristo. Es el gozo de ver en todo el amor del
Padre. Pero esa actitud filial no es una conquista, sino un don del Espíritu
Santo. “En aquel momento, Jesús se llenó de gozo en el Espíritu Santo y
dijo: Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado
estas cosas a los sabios y prudentes y se las has dado a conocer a los
pequeños. Sí. Padre, porque así te ha parecido bien” (Lc 10,21).
Algunos han hablado de volver a la justicia original y cualidades del
paraíso terrenal perdido. Propiamente se trata de volver, con creces, a la
actitud filial que unificaba el corazón para ver en todo una presencia
amistosa de Dios (Gén 3,8). La debilidad natural y las inclinaciones
desordenadas seguirán siendo una realidad hasta el día de la muerte, salvo
privilegio especial, como en el caso de la Virgen Inmaculada. Pero lo más
importante es la configuración y sintonía con los sentimientos y amores
filiales de Cristo. Entonces se recupera el verdadero “yo”, que fue creado a
imagen de Dios y que ahora puede participar en la filiación divina de
Cristo (Ef 1,5).
Sólo esos “niños” grandes que son los santos ven el camino que hay
que seguir para salir de los enredos que hemos fabricado los “mayores” y
que nos convierten en fuente de sufrimiento. San Nicolás de Filie (1417-
1487), siguiendo una llamada de Dios, dejó familia, posesiones y empleo
político, contra toda lógica humana, en un país (Suiza) dividido por la
guerra. Al cabo de unos años, en los que él unificó su corazón, pudo dar a
sus amigos los políticos la solución para terminar la tragedia y las
divisiones del país: la paz y la unidad se inspiran siempre y sólo en Dios
Amor, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Inesperadamente se siguió la paz y la
unificación del país. Desde entonces, la Constitución suiza comienza
inspirándose en la comunión de la Trinidad. Nicolás de Filie llegó a esa
eficacia evangélica partiendo de un proceso de purificación y unificación:
“Señor, vacíame de mi, lléname de ti y haz de mi un don para ti”. Sólo ese
don trascendente y unificador es verdadera donación a los hermanos.
18
Para descubrir el lado bueno de las cosas y los destellos de verdad y
de bondad que todavía quedan en cada ser humano, hay que saber mirar a
Cristo crucificado: “Mirarán al que traspasaron” (Jn 19,37). En su mirada
amorosa, cada ser creado recobra su identidad. Pero hay que compartir la
misma vida de Cristo para saber mirar y amar como él. Su cruz indica las
pistas para descubrir en todo una epifanía de Dios Amor.
Para un corazón de “niño”, la vida sigue siendo hermosa porque
todavía queda espacio para lo mejor: “la entrega sincera de sí mismo a los
demás”, como expresión de “la unión de las personas divinas y la unión de
los hijos de Dios en la verdad y la caridad” (GS 24).
“Alguien” que nos ama desde siempre ha dejado sus huellas
invisibles en nuestro caminar humano. Sólo un corazón unificado por el
amor las sabrá descubrir. El obispo de Cantón (D. Tang) estuvo veintitrés
años en la cárcel; algunos años sin ver a nadie y los demás sin poder leer
nada, mientras al mismo tiempo se le procuraba “lavar el cerebro” de toda
idea trascendente. Un día vio caer una hojita seca, y se le acabaron las
dudas: si la hojita se cae es que no tiene vida por sí misma; pero, sobre
todo, porque una hojita recién caída del árbol no deja de ser una historia de
amor de Dios por cada ser humano. Sólo el sufrimiento pasado por amor y
compartido con Cristo puede hacernos abrir los ojos a la verdad integral.
Cuando los dones de Dios se van consumiendo, es que es el mismo
Dios que se nos quiere dar en persona. Esa pedagogía paternal de Dios es
dolorosa, porque se trata de crecer en nuestra actitud filial. Crecer es
siempre dejar algo en lo que nos habíamos instalado.

Recapitulación

Los cristianos llamamos “cruz” al sufrimiento transformado en


donación. Las dificultades se transforman amando al estilo de Dios Amor,
que “hace salir su sol sobre buenos y malos” (Mt 5,45).
 El punto de partida para “comprender” y vivir la “cruz es tomar
conciencia de que Dios es bueno y que todas las cosa que él creó son
buenas y hermosas (cf. Gén 1,31).
 Abrir los ojos y el corazón al amor es un proceso doloroso, que
hemos de emprender nosotros colaborando con la acción curativa de Dios
sobre nuestra debilidad y nuestras llagas. La “conversión' como proceso de
“adhesión plena y sincera a Cristo y a su evangelio mediante la fe” (RMi

19
46), es camino de renuncia, para llegar al gozo de sentirse amado y
capacitado para amar.
 Los salmos, leídos y recitados en unión con Cristo, reflejan actitudes
humanas ante todas las realidades gozosas y dolorosas de la vida. Siempre
apuntan a la serenidad de la esperanza, porque todo es historia de
salvación.
 La búsqueda de la verdad y del bien es siempre dolorosa y gozosa.
Es la búsqueda que da sentido a la existencia humana. Hay que aprender a
gozar honestamente de los dones de Dios, para que. cuando falten, le
descubramos a él que se nos da.
 La solidaridad con el gozo y el dolor de los hermanos es el modo
como todo creyente y toda comunidad eclesial expresa su sintonía con el
amor de Cristo. “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de
los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos
sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los
discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre
eco en su corazón. La comunidad cristiana está integrada por hombres que,
reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar
hacia el reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para
comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente
solidaria del género humano y de su historia” (GS 1).
 En todo conflicto histórico de sufrimiento hay innumerables vidas
anónimas de hermanos que se consuman en la donación. No hay ningún
gozo humano superior a esa felicidad de vivir, sufrir y morir amando a
Dios y a todos los hermanos sin distinción. Esa realidad escondida no
aparecerá nunca en nuestras publicaciones, porque es “una vida escondida
con Cristo en Dios” (Col 3,3).
 La curación de nuestra ceguera es dolorosa. “Penetré en mi interior,
siendo tú mi guía...; fortaleciste la debilidad de mi mirada” (San Agustín,
Confesiones). Entonces se experimenta que la vida merece vivirse.
 La hermosura y bondad de las cosas produce nuestro gozo cuando
dejan entrever una trascendencia definitiva. El dolor nace del “paso” de la
contingencia a la trascendencia. El mismo Dios Amor, que nos da sus
dones para descubrirle a él, nos retira esos dones para dársenos él. Nuestro
ser no está preparado para esta donación definitiva. Sufrimos por ese
“paso”, que no entendemos. Sólo la fe, la esperanza y la caridad (pensar,
sentir y amar como Cristo) transforman el dolor en “paso” o camino

20
“pascual”. “Nosotros, los que poseemos las primicias del Espíritu,
gemimos en nuestro interior, suspirando porque Dios nos haga sus hijos y
libere nuestro cuerpo. Porque ya estamos salvados, aunque sólo en
esperanza” (Rom 8,23-24).
 Los deseos no son propiamente la fuente del dolor, sino los bienes
pasajeros que quieren acaparar nuestros deseos. Buscamos siempre la
verdad y el bien a través de sus huellas pasajeras. El corazón está
desorientado cuando se centra en esos bienes, olvidando a quien los ha
creado por amor. Orientar el corazón con sus deseos equivale a una
negación de todo lo desordenado, para abrirse a la verdadera felicidad.
Esta “orientación”, por parte nuestra y por parte de la Providencia divina,
es dolorosa. “Niega tus deseos y encontrarás lo que desea tu corazón” (San
Juan de la Cruz, Avisos).
 Cruz es la “subida” al monte de Dios por medio de la “noche
oscura”, pasando de la “nada” al “Todo”: “bástele Cristo crucificado” (San
Juan de la Cruz). Es “ordenar la vida según el amor” (Santo Tomás), para
poder construir la historia amando. La vida es hermosa porque siempre se
puede hacer lo mejor: amar.

21
II. EL “MISTERIO” DELAS LIMITACIONES HUMANAS

1. El camino oscuro hacia la verdad y el bien

La historia humana, de cada persona y de cada comunidad, es


fascinadora y dramática a la vez. Siempre se busca la verdad y el bien, con
aciertos y con errores, con éxitos y con fracasos. Ni el cosmos ni el
corazón humano, por sí mismos, son malos. Pero hay mucha debilidad y
desorden en el corazón y en la mente. El hombre es, para sí mismo, un
misterio deslumbrante y doloroso. “En realidad, el misterio del hombre
sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado... Cristo nuestro
Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del
Padre y de su amor manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le
descubre la sublimidad de su vocación” (GS 22).
Se busca la verdad y el bien con los cinco sentidos, con el
pensamiento, la imaginación, la fantasía, la memoria y la voluntad. Esa
búsqueda se traduce muchas veces en esperanza de conseguir el objetivo y
en gozo de haberlo conseguido: pero también se convierte en el dolor de
no alcanzar el bien deseado o en el temor de que otros nos lo arrebaten o
de que se nos escurra entre las manos.
Con toda esta carga de buena intención y de buena voluntad, ¡cuántos
disparates y opresiones se cometen en todas partes y en toda época
histórica! El arte, la música, la poesía, la narrativa, las costumbres y la
reflexión filosófica han dejado en cada pueblo constancia de esta realidad
gozosa y dolorosa. No hay persona, familia e institución, que no tenga en
su historia retazos de esta vida amasada de luces y sombras. Olvidar esa
historia y esas ciencias “humanistas” en nombre de la tecnología y de la
ganancia equivaldría a construir una sociedad suicida.
Cuando se ha alcanzado una verdad, es decir, una partecita de la luz,
uno se siente tentado a pensar que es toda la verdad.
22
Y cuando se ha conseguido, o mejor, se ha recibido un bien,
frecuentemente uno se imagina que es el único bien. A veces se quiere
imponer a los demás aquella parte de verdad y aquel fragmento de bien,
sin respetar la verdad y el bien que ya existe en los hermanos.
Si sucede que la velita encendida se apaga o que la flor se marchita,
surge en el corazón el desánimo, la agresividad o la indiferencia. Entonces,
en algunas épocas e instituciones, se prefiere soslayar los principios
permanentes y los compromisos duraderos, reduciéndolo todo a lo útil, lo
inmediato, lo eficaz. A eso le llaman algunos la “modernidad”, con la
secuela de tantas vidas y pueblos jóvenes convertidos en estropajos de una
nueva esclavitud.
El hombre que busca la verdad y el bien tiene que luchar contra
corriente. En primer lugar es su propia debilidad, cansancio, desorden y
egoísmo, porque se quiere “conquistar” y “domesticar”, olvidando que la
verdad y el bien existen antes que nosotros.
La libertad humana se va construyendo en el seguimiento de la propia
conciencia iluminada por esa luz oculta que “alguien” ha impreso en
nuestro ser más profundo. Esa libertad se fragua en la fidelidad. “La
verdad os hará libres” (Jn 8,32). Es la libertad del Espíritu (cf. 2 Cor 3,17),
que se demuestra tanto en el respeto a la parte de verdad y de bien que hay
en los demás como en el compromiso de seguir y de anunciar fielmente la
luz recibida en el propio corazón.
Los “pluralismos” son sanos y constructivos cuando nacen de la
unidad (no uniformidad) del corazón, y tienden a construir la comunidad
humana en la diversidad de dones, según la “comunión”, como reflejo de
la comunión de Dios Amor, Padre, Hijo y Espíritu Santo, “supremo
modelo de unidad” (SRS 40). Lo que no nazca de esta comunión trinitaria
es caduco, dispersivo y virulento.
La búsqueda de la verdad y del bien, en todos los niveles, se
convierte frecuentemente en una serie de “preguntas angustiosas” sobre el
sentido de la vida, del trabajo, de la historia, del dolor, de la muerte y del
más allá. En medio de grandes adelantes técnicos, el hombre se pregunta
sobre sí mismo, “quiere conocer su intimidad espiritual, y con frecuencia
se siente más incierto que nunca de sí mismo” (GS 4). “A fuer de criatura,
el hombre experimenta múltiples limitaciones; se siente, sin embargo,
ilimitado en sus deseos y llamado a una vida superior.
Atraído por muchas solicitaciones, tiene que elegir y que renunciar”
(GS 10).
23
El hombre se experimenta a sí mismo como “una síntesis del
universo” y, al mismo tiempo, superior a toda la creación. Es precisamente
la búsqueda y el encuentro de la verdad, del bien y de la belleza lo que
caracteriza al ser humano. “Por su interioridad es, en efecto, superior al
universo entero; a esta profunda interioridad retorna cuando entra dentro
de su corazón, donde Dios le aguarda, escrutador de los corazones, y
donde él personalmente, bajo la mirada de Dios, decide su propio destino”
(GS 14).
Esta “búsqueda y amor de la verdad y del bien” anidan en el corazón
de cada ser humano (GS 15). El dolor nace de los errores y limitaciones en
esta búsqueda, que a veces tienen consecuencias fatales para pueblos
enteros. Sólo cuando el hombre se abre a Dios (no como adorno, sino
como “alguien”), descubre la dignidad de todo ser humano si excepción.
“Dios ha querido dejar al hombre en manos de su propia decisión para que
así busque espontáneamente a su Creador y, adhiriéndose libremente a
éste, alcance la plena y bienaventurada perfección” (GS 17).
A la verdad y al bien, que tienen a Dios como fuente y que se reflejan
en el hombre y en el universo entero, sólo se puede llegar a través del
conocimiento de la propia realidad, tal como es, con sus luces y sombras:
“que me conozca a mí, para que te conozca a ti” (San Agustín). En esta
nuestra realidad, grandiosa y dolorosa, nos espera Cristo y nos repite hoy
como hace veinte siglos: “quien me sigue no anda en tinieblas” (Jn 8,12).
Por esto se puede decir que “el punto central de toda cultura lo ocupa la
actitud que el hombre asume ante el misterio más grande: el misterio de
Dios” (CA 24). “El punto culminante del desarrollo conlleva el ejercicio
del derecho-deber de buscar a Dios, conocerlo y vivir según tal
conocimiento... A este derecho va unido, para su ejercicio y
profundización, el derecho a descubrir y acoger libremente a Jesucristo,
que es el verdadero bien del hombre” (CA 29).
Todos los sistemas políticos, sociales y culturales dicen buscar la
verdad y el bien. A nadie se le ocultan los grandes éxitos de esas
instituciones, como tampoco los grandes fracasos, con las consecuentes
tragedias para innumerables seres inocentes, individuos y pueblos. Unos
buscan preferentemente el bien de la persona humana dejándole amplia
“libertad” en el trabajar, poseer y negociar. Otros subrayan la prioridad del
grupo (“sociedad”) como fuente de igualdad y bienestar para todos.
Las dos líneas son buenas, consideradas en abstracto; pero al ser
tiznadas por el egoísmo personal o colectivo, han ido construyendo en los
últimos tiempos dos sistemas opuestos, que atropellan por igual a personas
24
y colectividades. “La sociedad de consunto..., al negar su existencia
autónoma y su valor a la moral y al derecho, así como a la cultura y a la
religión, coincide con el marxismo en el reducir totalmente al hombre a la
esfera de lo económico y a la satisfacción de las necesidades materiales”
(CA 19; cf. DM 11; SRS 41).
Sólo Cristo, con su persona y su mensaje, ofrece la “respuesta
existencialmente adecuada al deseo de bien, de verdad y de vida que hay
en el corazón del hombre” (CA 24). Su vida es la pauta de todo ser
humano; “pasó haciendo el bien” (Hech 10,38). “Es necesario iluminar
desde la concepción cristiana el concepto de alienación, descubriendo en él
la inversión entre los medios y los fines: el hombre, cuando no reconoce el
valor y la grandeza de la persona en sí mismo y en el otro, se priva de
hecho de la posibilidad de gozar de la propia humanidad y de establecer
una relación de solidaridad y comunión con los demás hombres, para lo
cual fue creado por Dios” (CA 41). Por esto, la Iglesia, al anunciar y
testimoniar este mensaje cristiano, se presenta como “experta en
humanidad” (PP 13), y “esto la mueve a extender necesariamente su
misión religiosa a los diversos campos en que los hombres y mujeres
desarrollan sus actividades, en busca de la felicidad, aunque siempre
relativa, que es posible en este mundo, de acuerdo con su dignidad de
personas” (SRS 41).
El gran error en la búsqueda de la verdad y del bien consiste en hacer
de esa búsqueda una posesión cerrada de un individuo o de un grupo. La
verdad y el bien se resisten siempre al egoísmo, al quiste y a la secta. “La
paz y la prosperidad son bienes que pertenecen a todo el género humano,
de manera que no es posible gozar de ellos correcta y duraderamente si son
obtenidos y mantenidos en perjuicio de otros pueblos y naciones, violando
sus derechos o excluyéndolos de las fuentes del bienestar” (CA 27; cf. SRS
39 y 46).
Es doloroso buscar la verdad y el bien, porque no siempre se
encuentran con claridad y seguridad. Es doloroso poseerlos, porque hay
que vivirlos a contracorriente. Es también difícil anunciarlos, porque no
siempre se aceptan. Es siempre doloroso servir a la verdad y al bien,
debido a nuestra debilidad y a la de los demás. A Cristo le condujo al
Calvario el hecho de haber dado “testimonio de la verdad” (Jn 18,37). Ha
habido y habrá siempre muchas vidas anónimas que han seguido el mismo
camino. De la inmensa mayoría nadie sabe nada; pero sus vidas están
escritas en el corazón de Dios Amor.

25
Son muchas las lamparitas que se están consumiendo en hogares,
escuelas, canteras, hospitales, misiones, servicios... A veces les azota
dolorosamente el viento de la duda, de la incomprensión, de la
contradicción, del aparente fracaso e incluso del escrúpulo y de la
culpabilidad por los propios defectos. Pero es siempre hermoso “gastarse”
para comunicar a otros la luz, la fuerza y el calor recibidos de Dios Amor
para compartirlos y para construir una familia de hermanos. Por esa fatiga
del trabajo y del quehacer cotidiano, como expresión del amor, el hombre
“se realiza a sí mismo..., se hace más hombre” (Lc 9).

2. Hermanos y acontecimientos: ¿silencio de Dios?

Cada hermano que se cruza con nosotros en nuestro camino es una


gracia. Cada acontecimiento de nuestra historia personal y comunitaria es
una huella de Dios que viene a nuestro encuentro. En todo hermano y en
todo acontecimiento. Dios nos da a su Hijo y se nos da a sí mismo: “Este
es mi Hijo muy amado, escuchadle” (Mt 17,5). Pero esta realidad de gracia
es “nube” oscura y “luminosa” a la vez. El gozo del encuentro va siempre
acompañado de dolor y separación. El sufrimiento aflora a nivel personal,
comunitario e histórico.
Las cosas, los acontecimientos y los hermanos no son en sí mismos
causa del dolor. Todo ello esconde un misterio más hondo que se nos
quiere manifestar y comunicar. “El cristianismo proclama el esencial bien
de la existencia y el bien de lo que existe; profesa la bondad del Creador y
proclama el bien de las criaturas. El hombre sufre a causa del mal, que es
una cierta falta, limitación y distorsión del bien. Se podría decir que el
hombre sufre a causa de un bien del que él no participa, del cual es en
cierto modo excluido o del que él mismo se ha privado” (SD 7)
Todo hermano se realiza a sí mismo dándose. Para ello necesita un
ambiente sereno de donación mutua: convivencia, familia, trabajo,
sociedad. “El hombre... no puede encontrar su propia plenitud si no es en
la entrega de sí mismo a los demás” (GS 24). Pero este ideal tropieza con
continuas limitaciones que se convierten en aristas dolorosas para todos.
No siempre se consigue la propia donación ni siempre se encuentra la
correspondencia necesaria en los demás.
Lo que nosotros llamamos defectos de los demás (que pueden ser una
“paja” en comparación de la “viga” de nuestros defectos), ordinariamente
no son más que dones o cualidades atrofiadas o desenfocadas, que todavía
26
podrían reorientarse si encontraran “paciencia”, comprensión y amor. En
los momentos de atropello y de frialdad glacial, todavía cabe el dicho de
San Juan de la Cruz: “Adonde no hay amor, pon amor y sacarás amor”.
Porque, en cualquier circunstancia, siempre se trata del “hermano por
quien Cristo ha muerto” (Rom 14,15).
Incluso cuando todo marcha bien, los hermanos pueden ser fuente de
dolor. Entonces el sufrimiento es más agudo, como cuando tiene lugar la
desaparición de un ser querido. Este sufrimiento más personal ayuda a
vislumbrar el drama desconocido de tantas familias, que se ocultan en el
trasfondo de todo accidente y de toda “desgracia”.
Las estadísticas que transmiten los medios de comunicación sobre
guerras, atropellos, hambre, nuevas enfermedades..., no son meras cifras,
porque cada persona y cada familia es irrepetible. Un joven que muere por
efecto de la droga, de suicidio o de accidente de fin se semana es una
historia de dolor indecible, por lo menos en el corazón de una madre.
El dolor puede ser más fuerte cuando se trata de la muerte de un
“inocente”. Si Cristo asumió como propia la muerte de los inocentes
(mártires) de Belén, ¿no podrá hacer lo mismo con los millones de
inocentes que no llegan a la aurora de la vida, que mueren de hambre o de
enfermedad en los primeros años de su existir? Todos estos ejemplos de
dolor existen en el “tercer mundo” y también en el “primero”.
Acostumbramos a contabilizar el dolor a partir de unas
manifestaciones más llamativas: enfermedad, injusticia, muerte... Pero
resulta imposible detectar el dolor más hondo de tantos niños hijos de
familias rotas, y el sufrimiento de tantos jóvenes que no encuentran en la
sociedad (y en la escuela) una razón válida para vivir, además de no
encontrar una seguridad en el trabajo y en la convivencia humana. Ese
dolor se procura ocultar tras el ruido, la prisa y la fuga, o también tras las
ganancias y el bienestar de unos pocos; pero sigue martilleando en
innumerables corazones.
Hay un dolor de tipo muy personal e inalienable. Es como el
ocultamiento de Dios en la vida de Job. Hay también un dolor de tipo más
comunitario y colectivo, como en los acontecimientos históricos que
atropellan pueblos enteros. Todo dolor puede llegar a momentos límites,
que parecen silencio y ausencia de Dios. Si los dones de Dios desaparecen,
¿será porque el mismo Dios retira su amor? Es muy difícil dar el salto a la
fe, que es gracia y don, para descubrir que Dios retira sus dones para darse
él. ¿Cómo poder dar este “paso” hacia el corazón de Dios Amor?

27
El sufrimiento sólo puede ser vencido por el amor. La cruz de la
propia donación vence y transforma el sufrimiento. Descubriendo a Dios
Amor en todo, también cuando nos retira sus dones, será posible dar el
paso a la oblación: “Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria,
mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer; vos me
lo diste, a vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed a toda vuestra
voluntad; dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta” (San Ignacio
de Loyola, Contemplación para alcanzar amor).
Esta actitud oblativa no significa huir del dolor, sino afrontarlo, como
se debe afrontar cualquier realidad humana, para transformarla en
donación. Este salto o “paso” cualificado sólo es posible en unión con
Cristo, como inspirándose y apoyándose en su entrega al Padre: “en tus
manos, Padre” (Lc 23.46). En esta oblación de Jesús se han inspirado todas
las almas grandes: “Padre, me pongo en tus manos, haz de mí lo que
quieras: sea lo que sea, te doy las gracias. Estoy dispuesto a todo, lo acepto
todo, con tal que tu voluntad se cumpla en mí y en todas tus criaturas. No
deseo nada más. Padre...” (Carlos de Foucauld). Otra alma grande añadía:
“Me entrego a tu amor, a tu bondad, a tu generosidad; has de mí lo que tú
quieras, pero dame almas, muchas almas, infinitas almas. Dame almas de
niños, de pecadores; dame todas las almas de los infieles.... y yo te doy mi
vida, mi corazón, mi ser todo entero. ¡Haz de mí lo que quieras!, mas
déjame vivir y morir en tu amante Corazón, para que ahí se caldee el mío y
pueda a mi vez calentar las almas que se acerquen a mí. Que todos te
conozcan y te amen, es la única recompensa que quiero. Que todos amen a
tu Padre, al divino Consolador; que las almas todas conozcan la Trinidad
Beatísima, por medio de tu Madre Inmaculada. Santa María de Guada-
lupe” (M. María Inés-Teresa Arias).
No resulta fácil esta actitud de confianza activa y constructiva en
manos de Dios Amor y de su “providencia” cuando las cosas
humanamente no andan bien: “ya conoce vuestro Padre las necesidades
que tenéis antes de que se las pidáis “(Mt 6,8); “hasta los cabellos de
vuestra cabeza están contados” (Mt 10,30). Se necesita mucha fe y mucha
confianza para saber decir con convicción: “La Providencia lo puede todo”
(San José Benito Cottolengo).
La actitud más constructiva ante el dolor es la de afrontarlo con amor.
Esa disponibilidad es sólo posible con la confianza incondicional en el
Señor: dispuestos a convertirse en un vaso nuevo en manos del “alfarero”
divino (Jer 18,6). Es la actitud filial, “como la del niño en manos de su

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madre” (Sal 130,2). Con esta confianza se puede afrontar la vida con
serenidad.
Los acontecimientos, gozosos y dolorosos, se convierten en “signos
de los tiempos”, manifestativos de una voluntad de Dios que nos confía la
historia para que la transformemos desde dentro, corriendo el mismo
riesgo que han corrido todos los hermanos que nos precedieron. El
problema verdadero consiste en discernir por dónde nos guía el corazón de
Dios. Se trata de “escrutar a fondo los signos de nuestra época e
interpretarlos a la luz del Evangelio” (GS 4; cf. GS 11.44).
Anualmente, el último domingo de agosto, una multitud inmensa de
familias con sus niños y enfermos se congrega en el santuario de Nuestra
Señora de Lanka (Colombo, Sri Lanka). Es el día anual del enfermo. A
veces pasan de doscientas mil personas. Cada uno busca la ternura materna
de Dios, manifestada a través de Mana y aplicada a la propia realidad. El
año 1992, un joven enfermo de cáncer, humanamente incurable, al
terminar la jomada dijo a su madre: “Mamá, ya estoy contento, porque sé
que Dios me ama tal como soy”.
La acción amorosa va más allá de la enfermedad y de la muerte.
Cristo resucitó a Lázaro, pero no resucitó a Juan Bautista. El martirio de
Juan era más importante y necesario que la curación de un enfermo o la
resurrección de un muerto, que después volvería a morir.
Parece que Dios calla y está ausente, pero cuando uno está abierto al
amor le descubre siempre presente: “El Señor no está lejos…, ama y le
descubrirás cercano, que habita en ti” (San Agustín, Sermón 21).

3. El “misterio de la iniquidad”

A nosotros nos parece más fácil comprender a Cristo como hermano


que como “Redentor”. Es el Hijo de Dios hecho hombre por amor: “de tal
manera amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo unigénito” (Jn 3,16). Le
podemos descubrir cercano a todo hombre que sufre, para sanar y también
para perdonar. Cristo ha venido para destruir la raíz del dolor y de la
muerte. Esa raíz es el pecado. Y ha venido como “Redentor”, “para dar su
vida en rescate por todos” (Mc 10,45; Mt 20,28).
La fuente principal del sufrimiento es el pecado, es decir, la actitud
negativa del hombre: encerrarse en sí mismo. De ahí provienen todos los
males personales y comunitarios. Esa realidad negativa, como “misterio de
iniquidad” (2 Tes 2.7), anida en todo corazón humano, salvo en la Madre
29
de Jesús, la Inmaculada (sin pecado original ni personal). Pero también
ella, como Jesús, tuvo que sufrir las consecuencias del pecado de los otros.
A Cristo no se le podría comprender como Verbo encamado, hecho
nuestro hermano, si no se le reconociera como Redentor. El “no tuvo
ningún pecado” (1 Pe 2,22), ni desorden alguno, pero asumió
esponsalmente la realidad humana pecadora para transformarla desde la
raíz: “cargó con nuestros pecados” (2 Pe 2,24).
Todo ser humano ha quedado envuelto en esta realidad pecaminosa
de un corazón que, tendiendo siempre hacia la verdad y el bien, no
obstante con frecuencia se encierra en sí mismo por la soberbia, avaricia,
lujuria, ira, gula, envidia, pereza... Todos nos vemos tiznados de ese
alquitrán. “Todos fallamos en muchas cosas” (Sant 3,2). “Si decimos que
no hemos pecado, le hacemos mentiroso, y su palabra no está en nosotros”
(1 Jn 1,10).
Esta realidad de pecado, en nosotros y en los demás, es el origen de
todos los atropellos. El sufrimiento principal no proviene de gente “mala”,
sino de hermanos que pueden ser mejores que nosotros y que se dejan
llevar por algún brote de egoísmo. Muchos rechazos provienen de
malentendidos y ofuscaciones debidas a “pequeños” defectos (crítica,
difamación...). Nosotros mismos, con toda nuestra carga de buena
intención, somos frecuentemente para los demás una fuente de
sufrimiento.
La historia humana es a veces triste debido a los atropellos de
personas y de pueblos. Por más que cambiara el futuro de la humanidad,
nadie podrá olvidar los horrores de tantas guerras y genocidios que han
tenido lugar en todos los períodos históricos y en todas las “culturas”. Se
ha atropellado siempre al hermano más débil con la excusa de inutilidad,
impotencia, incultura, imperfección racial... A veces es la venganza
solapada que, bajo capa de castigar una injusticia del pasado, da origen a
una cadena interminable de hechos violentos. “En la medida en que el
hombre es pecador, amenaza y amenazará el peligro de guerra hasta el
retorno de Cristo” (GS 78).
El origen de todos estos males es un corazón dividido. “El hombre,
creado para la libertad, lleva dentro de sí la herida del pecado original que
lo empuja continuamente hacia el mal y hace que necesite la redención.
Esta doctrina no sólo es parte integrante de la revelación cristiana, sino
que tiene también un gran valor hermenéutico en cuanto ayuda a
comprender la realidad humana” (CA 25). El mismo ser humano “siente en

30
sí mismo la división, que tantas y tan graves discordias provoca en la
sociedad” (GS 10). El atropello actual de tantos pueblos subdesarrollados
nace de un concepto egoísta del propio bienestar personal o colectivo, que
abandona a los otros cuando ya han sido estrujados.
En los inicios de la humanidad hay un hecho que es el origen de todo
mal: el pecado “original” de nuestros primeros padres. La palabra de Dios
(“revelación”) nos atestigua este hecho. Los efectos de tal pecado
continúan en el corazón de todo ser humano: “El hombre, en efecto,
cuando examina su corazón, comprueba su inclinación al mal y se siente
anegado por muchos males, que no pueden tener origen en su santo Cre-
ador. Al negarse con frecuencia a reconocer a Dios como su principio,
rompe el hombre la debida subordinación a su fin último, y también toda
su ordenación tanto por lo que toca a su propia persona como a las
relaciones con los demás y con el resto de la creación. Es esto lo que
explica la división íntima del hombre. Toda la vida humana, la individual y
la colectiva, se presenta como lucha, y por cierto dramática, entre el bien y
el mal, entre la luz y las tinieblas. Más todavía, el hombre se nota incapaz
de domeñar con eficacia por sí solo los ataques del mal, hasta el punto de
sentirse como aherrojado entre cadenas” (GS 13; cf. RP 15-18).
Este “misterio de iniquidad” o de pecado se encuentra de algún modo
en toda persona e institución. Aunque nos encontremos entre personas
santas e instituciones que son medios y servicios de santidad y de amor,
nunca podrá evitarse totalmente el sufrimiento. Me decía un fiel
colaborador al despedirme para un viaje: “Si a su regreso encuentra todos
los problemas solucionados, es que ya habrá llegado al cielo”...
En toda comunidad humana hay grandes cualidades y grandes
defectos. Es siempre una historia de gracia mezclada con una historia de
pecado y de egoísmo. Frecuentemente “todos buscan su propio interés, no
el de Jesucristo” (Flp 2,21). El origen de tantos dramas es siempre la poca
correspondencia a un don de Dios o la utilización de este don para el
propio provecho. Esta actitud egoísta y unilateral, que se procura justificar
hasta con palabras de la Escritura, produce el atropello de los hermanos.
En el roce de puntos de vista contrastantes, la verdadera solución no
proviene de la defensa a ultranza del propio parecer, por honesto que sea,
sino de la atención al problema de los demás. Cuando se intenta, por
encima de todo, solucionar y comprender el dolor de los otros, entonces se
encuentra la verdadera solución para todos.

31
Lo más importante es siempre hacer de la vida una donación. Los
dones de Dios, en esta tierra, son pasajeros e incompletos, precisamente
para que todo ser humano se realice amando, dándose. La pobreza de
Belén y de la cruz, siendo al mismo tiempo el mayor atropello de la
historia, se convierte en la epifanía de Dios Amor. Su Hijo, para
redimimos, “se anonadó” (Flp 2.7), y así pudo mostrar la característica
más importante del amor de Dios: no tiene nada, para darse él mismo del
todo.
El beato Andrés Carlos Ferrari, cardenal arzobispo de Milán, mostró
siempre un gran amor a la Iglesia y al Papa. Alguien le acusó de
“modernista”, y como consecuencia el Papa San Pío X no le quiso recibir.
Ahora ambos son “santos” en el cielo... Todo fue providencial, para
acrisolar la candad de uno y de otro.
Los santos se hicieron y se hacen a fuerza de yunque y martillo. Lo
importante es descubrir la mano amorosa que los fragua, asiéndolos
fuertemente para que no se hundan en su propia debilidad.

Recapitulación

La búsqueda de la verdad y del bien es un camino laborioso. No


siempre se ven las cosas con perfecta claridad, ni se busca el bien con
plena decisión, ni se poseen los bienes con seguridad absoluta. Oscuridad,
debilidad y contingencia se entrecruzan con la luz, la decisión generosa y
el deseo de llegar a los bienes definitivos.
 Esta oscuridad y debilidad humana en la búsqueda de la verdad y el
bien origina el dolor de la duda, del desaliento y de la inseguridad. La
parte de verdad y de bien que ya se posee tampoco llena el corazón
humano, creado para el infinito. No son los deseos los que originan el
dolor, sino las limitaciones y el egoísmo en la búsqueda y en la posesión
de la verdad y del bien. “Todos buscan su propio interés, no el de
Jesucristo” (Flp2.2l).
 La posesión egoísta de la verdad y del bien produce rupturas y
violencias entre individuos y comunidades. El servicio desinteresado de la
verdad y la voluntad de compartir los bienes originan frecuentemente una
reacción de desprecio y de atropello hacia quien ha tenido el valor de
servir así. Jesús fue crucificado por dar “testimonio de la verdad” (Jn
18,37).

32
 El gozo de la convivencia con los hermanos se transforma con
frecuencia en el dolor de la separación. Los seres más queridos también se
van hacia el más allá. Y las personas más admiradas y poderosas no
siempre comprenden y comparten.
 Los acontecimientos son un tejido maravilloso de la historia humana.
Lo más hermoso permanece desconocido. En la vida de cada persona y de
cada pueblo, y en toda época histórica, hay acontecimientos de dolor que
no tienen explicación humana convincente. Los atropellos dejan entrever
su misterio sólo a través del mensaje evangélico. “Quien me sigue no anda
en tinieblas” (Jn 8,12).
 El origen del dolor es el pecado del hombre. Todos llevamos dentro
este misterio. “Todos fallamos en muchas cosas” (Sant 3,2). Existen el
pecado original, del inicio de la historia humana, y el pecado personal, que
amenaza en todo corazón humano que ha llegado al uso de razón. Esos
pecados han dado origen al desorden del universo, al odio entre hermanos
y al atropello de innumerables inocentes.
2,24) Querer “posesionarse” de las personas y de las cosas, “utilizándolas”
según el propio antojo, es el origen de todo sufrimiento, en nosotros y en
los demás. Es el “misterio de la iniquidad” (2 Tes 2,7), que se va
superando sólo con la aceptación del “misterio de la piedad” (1 Tim 3,16)
o misericordia de Dios manifestada en Cristo Redentor, que “cargó con
nuestros pecados” (2 Pe 2,24), porque “el Hijo del hombre ha venido para
dar su vida en rescate por todos” (Mc 10,45).
 La victoria sobre el sufrimiento sólo puede obtenerse a partir del
amor a la verdad del misterio de todo hombre: “la verdad os hará libres”
(Jn 8,32). Si el mundo salió de las manos y del corazón de Dios como algo
“muy bueno” (Gen 1,31), sólo podrá recuperarse volviendo a los planes
salvíficos de Dios en Cristo, para reencontrar el primer rostro del hombre.
El dolor vence trascendiéndolo. Mientras queden en el corazón humano
deseos de infinito y de trascendencia, el dolor tiene solución. La cruz de
Cristo ha abierto un camino de Pascua.

33
III. JESUCRISTO SIN PRIVILEGIOS HISTÓRICOS

1. Zarandeado por la historia

Jesús se insertó plenamente en nuestra historia, hasta correr nuestros


mismos riesgos. Insertarse en una cultura es más fácil que comprometerse
en un mismo caminar. Establecer “su tienda” de caminante entre nosotros
(cf. Jn 1,14) comporta asumir nuestra historia con todas sus consecuencias
de esperanzas, gozos y fatigas.
En la vida de Jesús no existen privilegios. Vivió el “anonadamiento”
(“kenosis”) de Hijo de Dios hecho hombre, que “se despojó de sí mismo,
tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres, y en la
condición de hombre se humilló” (Flp 2,7-8). Compartiendo nuestra
realidad de sufrimiento y pobreza, nos enriqueció con sus dones divinos:
“siendo rico, se hizo pobre por nosotros, para enriquecemos con su
pobreza” (2 Cor 8,9).
No es posible afrontar con esperanza y serenidad la propia historia si
no se aprende a convivir con Cristo, penetrando el significado de los
acontecimientos cotidianos de su vida terrena. La historia de Jesús no
estaba prefabricada, sino que se construyó con amor día a día, sabiendo, no
obstante, que había de ser la vida del “Cordero de Dios que quita los
pecados del mundo” por medio de su inmolación (Jn 1,29.36: Cf. Lc
22.15: Jn 13,1).
El misterio de su nacimiento en Belén, con todos sus detalles
históricos y salvíficos, se encuadra en una decisión veleidosa de una
autoridad romana que quería contabilizar el número de sus súbditos. La
sagrada familia no gozó de ningún privilegio, ni durante el camino ni en la
llegada a la ciudad de David: “no hubo lugar para ellos en el mesón” (Lc
2.7). Los detalles del “pesebre”, los “pañales” y los “pastores” (Lc 2,7-8)
indican esta misma historia, hecha de retazos sencillos como la de cual-
34
quier mortal. Dios quiso mostrar la “gloria” del Hijo de Dios, “el
Salvador”, sin ahorrar ningún detalle de pobreza y marginación:
“Encontraréis al niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre” (Lc
2,12). El camino escogido por Dios al hacerse hombre no fue el del poder,
sino el de la pobreza, sufrimiento y compasión.
El capricho de un tirano, que intentaba eliminar un posible
contendiente de su trono, sembró el dolor en numerosas familias de Belén
y exilió a la sagrada familia hacia Egipto. La providencia especial de Dios
respecto a su Hijo, manifestada también con la venida de los “magos” de
Oriente, no ahorró ninguna molestia: noches de insomnio, huida
apresurada, aventuras y sacrificios de una migración forzada. María y José
corrieron la misma suerte de Jesús: “Toma al niño y a su madre, y huye a
Egipto” (Mt 2,13).
Todo es providencial en la vida de Cristo y en la nuestra. Hay que
afrontar los imprevistos sin esperar más protección que la necesaria para
seguir amando. El exilio de Egipto terminó para convertirse luego en
marginación de Nazaret durante unos treinta años. Los condicionamientos
históricos, que Dios no quiso cambiar milagrosamente, confinaron al
Mesías en circunstancias anodinas que, para otros, podrían convertirse en
frustración.
Cristo no se consideró nunca frustrado, porque siempre se sintió
amado por su Padre y capacitado para “ocuparse de sus cosas” (Lc 2,49),
es decir, de la salvación de toda la humanidad. Se necesitaba la capacidad
contemplativa de María (Lc 22,19.51) para entrever al “Salvador” en esas
circunstancias de marginación y de atropello (Lc 1,31-32) y en los detalles
de una vida ordinaria de crecimiento, obediencia y trabajo (Lc 2,40.51 52).
Esta sencillez y ocultamiento de vida en la historia de Jesús no
parecía ser la mejor preparación para que le aceptaran como Mesías: “¿No
es éste el hijo de José?” (Lc 4,22-23), “el hijo del carpintero” (Mt 13,15);
“¿No es éste el carpintero hijo de María?” (Mc 6,3)...
Sus primeros discípulos se resintieron del escándalo de Nazaret: “¿De
Nazaret puede salir cosa buena?” (Jn 1,46). Sus conciudadanos, después de
un primer sentimiento de admiración, pasaron a la actitud de intentar
“despeñarle” desde la cima del monte Nebisain (Lc 4,29-30). La firmeza
de Jesús pudo más que aquel gesto inesperado y loco de quienes habían
convivido con él durante casi treinta años.
La vida de Jesús fue así, como la nuestra. Experimentó la
incomprensión de sus parientes, el rechazo de las autoridades, los insultos,
35
los malentendidos y las críticas, el abandono de algunos discípulos, la
traición de un amigo, las debilidades de los suyos, la ingratitud de su
ciudad querida, Jerusalén... Quiso experimentar la debilidad de nuestra
naturaleza: el cansancio de los caminos y del trabajo, el sueño, la sed, el
agobio, la tristeza, el llanto, el miedo... Durante la pasión sintió la
“angustia” (Mt 26,37-38), el “pavor” (Mc 14,33), la “separación” de los
suyos (Lc 22,46), la “agonía” (Lc 22,44)... Según él, era “la copa”
preparada por el Padre para nuestra redención (Jn 18,11). Efectivamente,
tenemos un hermano, “sacerdote (mediador) que puede compadecerse de
nuestras flaquezas porque las ha experimentado todas, excepto el pecado”
(Heb 4,15).
Esta experiencia es la que Jesús nos quiere comunicar, compartiendo
nuestra vida y haciendo que sea complemento de la suya. Hasta el último
“signo”, el del costado abierto cuando ya estaba muerto en la cruz, es
como un resumen de los aparentes absurdos de nuestra existencia. La
lanzada del soldado no fue más que un abuso fuera de las ordenanzas: pero
el Señor quiso mostrar así lo mejor de nuestra existencia humana cuando
está unida a la suya: dando la vida (sangre), ya podemos recibir la vida
nueva del Espíritu (agua). Hay que “mirar” con fe “al que traspasaron”
para comprender el misterio de la cruz en la vida humana (Jn 19,33-37).
Para Jesús fue norma permanente vivir a la sorpresa de Dios. Desde
el primer momento de la encarnación en el seno de María, era consciente
de su filiación divina y de su condición de Redentor. La carta a los
Hebreos nos describe ese primer momento: “Al entrar en este mundo dice
Cristo:... aquí vengo, ¡oh Dios!, para hacer tu voluntad” (Heb 10.5-7: Sal
39.7-9). Sus palabras de niño de doce años indican una pertenencia a las
cosas (o a la casa) de su Padre (Lc 2,49). Todos los momentos de su vida
fueron una “sorpresa”, como viviéndolos momento por momento, para
“cumplir toda justicia” (Mt 3.15). En cada momento podría escuchar la
voz del Padre: “Este es mi Hijo muy amado” (Mt 3,17; 17,5). Pero su vida
quedó siempre entrelazada de gozo y de dolor, como la nuestra. El Padre y
el Espíritu no se complacían en el sufrimiento del Hijo, sino en su amor de
donación para salvarnos a todos.

2. Indefenso por amor

No existen privilegios en el sufrimiento de Jesús. Afrontó los


acontecimientos y las actitudes adversas de los hermanos como “signos de

36
los tiempos” (Mt 16,3), es decir, signos de la voluntad salvífíca del Padre,
que es siempre providente. No necesitó excepciones, como podría haber
sido el pedir protección especial por medio de “legiones de ángeles” (Mt
26,53), sino que le bastó asumir con amor la historia concreta, sin defensas
armamentistas, como “copa de bodas” preparada por el Padre (Jn 18,11; Le
20,22). Jesús afrontó “con decisión” el misterio pascual, como enamorado
que camina apresurado hacia las bodas (Lc 9,51). Así amó a su Iglesia
esposa, que debe ser la humanidad entera (Ef 25-27).
Es el amor la clave del sufrimiento de Cristo. Vivió, sufrió y murió
por amor. Su “sangre”, es decir, su vida, fue derramada por nosotros llena
de amor del Espíritu Santo: “La sangre de Cristo, que por el Espíritu Santo
se ofreció a Dios como víctima sin tacha, purificará nuestra conciencia de
sus obras muertas para servir al Dios vivo” (Heb 9,14).
El amor del Padre se expresa en el hecho de “dar” a su Hijo en
sacrificio para la salvación del mundo: “De tal manera amó Dios al
mundo, que le dio a su Hijo unigénito” (Jn 3,16). La fuerza de la cruz, para
“atraer todas las cosas” hacia Cristo (Jn 12,32), procede de la humillación
y aniquilamiento, “como el granito de trigo que muere en el surco” para
producir la espiga (Jn 12,24). Mirar con los ojos de la fe a Cristo,
humillado y “exaltado” en la cruz, es el único camino para superar y
trascender el sufrimiento. La vida humana, también en sus avatares de
dolor y muerte, ya sabe a “vida eterna” (Jn 3,14-15).
La actitud de Jesús de no huir del sufrimiento, sino de afrontarlo por
amor al Padre y a la humanidad, es el resumen de las bienaventuranzas. En
toda circunstancia, todavía se puede hacer lo mejor: amar. “Yo no me
resistía ni me hice atrás. Ofrecí mis espaldas a los que me golpeaban, mis
mejillas a los que mesaban mi barba, mi rostro no hurté a los insultos y
salivazos” (Is 50,5-6). Así es el sermón de la montaña pronunciado por
Jesús: “no resistáis al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla
derecha, preséntale también la otra” (Mt 5,39).
Esta es la actitud más constructiva ante la historia, que transformará,
sin destruir, nuestro ser y el de los hermanos, abriéndolo totalmente al
amor: “Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien,
bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os maltraten..., y seréis
hijos del Altísimo” (Lc 6,27-28.35).
Un joven que se declaraba ateo, o al menos agnóstico, dijo que a él le
impresionaban las bienaventuranzas, pero que no entendía por qué Jesús
había “perdido” el tiempo treinta años en Nazaret... Olvidaba que Nazaret

37
no fue más que la práctica concreta y comprometida de las
bienaventuranzas.
En su vida de Nazaret, Jesús, junto con María y José, escuchó y
meditó frecuentemente las profecías sobre el siervo de Yavé: “Varón de
dolores y sabedor de dolencias..., eran nuestras dolencias las que él llevaba
y nuestros dolores los que soportaba...; ha sido herido por nuestras
rebeldías, molido por nuestras culpas. El soportó el castigo que nos trae la
paz, y con sus heridas hemos sido curados” (Is 53,3-5; cf. Sab 2,12-22). Su
secreto era vivir y morir amando.
Esta realidad inmolativa y amorosa de Cristo se hace presente en el
sacrificio eucarístico, como invitación a vivir en sintonía y comunión con
él.
La actitud interna de Jesús es siempre de confianza plena en el Padre.
Los salmos describen detalladamente la pasión y muerte del Mesías (Sal
21 y 37). Cristo los hizo suyos pronunciando los primeros versículos del
salmo 21: “Dios mío. Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Sal 21,2;
cf. Mt 27.46: Me 15.34). Eran los salmos del sacrificio de la tarde, y en
ellos se refleja la plena confianza en Dios, conjuntamente con el
sentimiento de “ausencia”: “Han taladrado mis manos y mis pies, cuentan
todos mis huesos... Señor, no te estés lejos” (Sal 21,17-20): “En ti. Señor,
he esperado... No me abandones, Señor” (Sal 37.16-22). La actitud de
confianza plena se refleja de modo especial en el salmo 30, también
recitado por Jesús: “En tus manos encomiendo mi espíritu” (Sal 30,6; Lc
23,46).
No caben explicaciones de la cruz al margen de los criterios del
mismo Cristo: “era preciso que el Mesías sufriera todo esto para entrar en
su gloria” (Lc 24,26). Así fue de sencilla la explicación que Jesús
resucitado dio a los dos discípulos de Emaús.
Si “uno de la Trinidad ha sido crucificado” (como afirma Proclo,
Patriarca de Constantinopla), el dolor humano ya tiene sentido. Para
Cristo, la “cruz” es la expresión máxima del amor, el sacrificio total de sí
mismo. La explicación de este misterio la puede dar y captar sólo el amor:
“Cristo nos amó y se entregó a sí mismo en sacrificio por nosotros” (El
5,2). “La cruz de Cristo es a medida de Dios, porque nace del amor y se
completa en el amor” (DM 7).

38
3. Consorte y protagonista

Sólo a partir del misterio de la encarnación se comprende el misterio


de la redención. Desde el seno de María, Jesús es el único Mediador, Dios
hecho hombre, que asume la historia humana como hermano y “consorte”
(esposo). Correr la suerte de sus hermanos, para Jesús comporta asumir su
realidad de pecado y transformarla. “Toda la vida de Cristo es misterio de
redención. La redención nos viene ante todo por la sangre de la cruz, pero
este misterio está actuando en toda la vida de Cristo” (Catecismo de la
Iglesia Católica, n.517).
El Verbo se hizo hombre para redimir al hombre, salvándole del
pecado, del dolor y de la muerte. “Uno es el Mediador entre Dios y los
hombres, el hombre Cristo Jesús, que se entregó a sí mismo para redención
de todos” (1 Tim 2,5-6). “La existencia en Cristo de la persona divina del
Hijo, que al mismo tiempo sobrepasa y abraza a todas las personas
humanas, y que le constituye cabeza de toda la humanidad, hace posible su
sacrificio redentor por todos” (Catecismo de la Iglesia Católica, n.616).
Jesús es “nuestra esperanza” (1 Tim 1,1). “En él, la naturaleza
humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a
dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en
cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con
inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de
hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los
nuestros, semejantes en todo a nosotros, excepto en el pecado” (GS 22).
Cristo crucificado, el Verbo hecho nuestro hermano, muerto y
resucitado, es el único Salvador. “Por Cristo y en Cristo se ilumina el
enigma del dolor y de la muerte, que fuera del Evangelio nos envuelve en
absoluta oscuridad” (GS 22). Por esto “la salvación no puede venir más
que de Jesucristo” (RMi 5).
Cuando Pablo presenta a Cristo como “esposo” o consorte, invita a
compartir su misma suerte, así como él ha compartido nuestra existencia
por amor: “Os he desposado con un solo marido, presentándoos a Cristo
como una virgen casta” (2 Cor 11,2). Es que Cristo ha amado
esponsalmente a la Iglesia (Ef 5,25-27) y “ha muerto por todos”, a fin de
que “los que viven 110 vivan ya para sí mismos, sino para aquel que murió
y resucitó por ellos” (2 Cor 5,15). Por esto hay que “caminar en el amor”
(Ef 5,2), a imitación del amor sacrificado de Cristo.

39
“¿Cómo es el ‘yoga’ de Jesús crucificado?”, preguntaba un “guru” a
un misionero, mostrándole un crucifijo que llevaba consigo desde hacía
años. No resulta fácil ni cómodo responder a esta pregunta, porque, en
todo caso, las palabras deben corresponder a la vida del que se atreva a dar
una explicación. Jesús hizo de su vida una donación total: vivió amando,
gozó y sufrió amando, murió y resucitó amando y perdonando a todos y a
cada uno como parte de su mismo ser, como una página irrepetible de su
biografía continuada en el tiempo. El “camino” (o “yoga”) de Jesús
crucificado es siempre el del amor, que transforma todo (también el
sufrimiento) en donación. Un “yoga” para dominar los deseos y encauzar
las fuerzas de nuestro ser nunca puede equipararse al “camino” de Jesús
crucificado.
Cada línea del Evangelio describe la cercanía de Cristo a cada
hermano. Es como si encontrara a alguien que formar parte de su mismo
corazón y de su misma vida. La sintonía o “compasión” de Cristo (Mt
14,14; 15,32) se expresa en acogida, comprensión, curación, perdón. Podía
ser una mujer divorciada (la samaritana) o una pecadora (la Magdalena),
un fariseo que buscaba la verdad (Nicodemo) o un publicano que deseaba
verle para cambiar de vida (Zaqueo), una multitud inmensa de pobres y
enfermos o una persona convertida en un harapo por la enfermedad, el
pecado o la desgracia...
Jesús hizo siempre suyo el dolor de cada persona que se cruzó en su
camino. Nunca miró a una persona como extraña o forastera. Ante una
madre que había perdido a su hijo único, Jesús se conmovió y resucitó al
muchacho (Lc 7.11-17). A un paralítico que colocaron ante él,
descendiéndole desde el techo. Jesús le perdonó y sanó. Jesús siempre
“mira amando” (Mc 10,21), descubriendo en cada persona, más allá del
dolor y del pecado, un “hijo” amado (Lc 15,24). “El tomó nuestras flaque-
zas y cargó con nuestras enfermedades” (Mt 8.17; Is 53,4).
El amor de Cristo a cada persona, especialmente en los momentos de
sufrimiento, es amor esponsal. Nadie es extraño ni forastero en su corazón.
Cada uno es como las “arras” de su boda (la “dracma”) (Lc 15,8-10), y
forma parte de “los amigos del esposo” (Mt 9,15). Por esto él se presenta
como esposo o consorte (Mt 25,6). También los que le crucificaron y los
malhechores que fueron crucificados con él, son parte de sus amores:
“Perdónales, Padre, porque no saben lo que hacen” (Lc 23.34).
Este amor esponsal de Cristo desde el día de la encarnación, es amor
redentor: llegar hasta las raíces del pecado, de donde procede todo dolor y
todo mal. Cristo es el “Redentor”, el esposo enamorado que libera a la
40
esposa con el precio de su propia sangre: “No habéis sido liberados con
bienes caducos, el oro o la plata, sino con la sangre preciosa de Cristo” (1
Pe 1,18-19; cfr. Hech 20.28).
Sólo a la luz de este amor esponsal del Verbo encarnado y redentor se
comprenden las afirmaciones neotestamentarias, que presentan a Cristo
como responsable que asume nuestros pecados como propios: “Cristo nos
ha liberado de la maldición de la ley, haciéndose por nosotros maldición”
(Gal 3,13); “a quien no conoció pecado. Dios le trató por nosotros como al
propio pecado, para que, por medio de él, nosotros sintamos la fuerza
salvadora de Dios” (2 Cor 5.21); “él fue quien en su cuerpo soportó
nuestros pecados sobre el madero” (1 Pe 2,24).
Este es el significado de la “alianza”, como pacto esponsal de Dios
con los hombres. La nueva alianza se ha sellado con la sangre del Hijo de
Dios hecho nuestro hermano y “consorte”: “Esta es la copa de la nueva
alianza sellada con mi sangre” (Lc 22,20). El objetivo de la redención es
salvar a toda la humanidad, como esposa amada de Cristo. Jesús dio la
vida por todos “para que, muertos al pecado, vivamos para alcanzar la
salvación” (1 Pe 2,24).
El camino de Cristo hacia la cruz es camino esponsal. Va decidido a
dar su vida por toda la humanidad, su esposa. Cada ser humano ocupa en
su corazón un lugar irrepetible. Por esto invita a todos a compartir la
misma “copa (de bodas) preparada por el Padre” (Jn 18,11). Jesús invita a
todos: “Bebed todos de ella, porque ésta es mi sangre, la sangre de la
alianza, que se derrama por todos para perdonar los pecados” (Mt 26,27-
28). En su camino hacia Jerusalén, como camino de Pascua, había invitado
a los suyos a compartir la misma suerte: “¿podéis beber la copa que yo he
de beber?” (Mc 10,38).
Nuestra capacidad de reflexión no llega a captar plenamente el
misterio de Cristo Redentor. Viéndole a él hecho un harapo por nuestro
amor, destruido por el sufrimiento (Is 53,2-3), nos quedamos con el
interrogante en el corazón y en los labios: “Señor, ¿adonde vas?” (Jn
13,36).
Cuando experimentamos el sufrimiento, las ideas se nos nublan y las
motivaciones se nos hacen insuficientes. Entonces todavía queda por
descubrir el secreto del sufrimiento: no estamos solos. “No temas... estoy
contigo” (Hech 18,9-10). En momentos difíciles de huida o desánimo, es el
mismo Cristo quien se nos hace encontradizo, cargando con su cruz que es
la nuestra, como indicándonos que él quiere ir con nosotros allí de donde

41
nosotros intentábamos escapar. El Señor es sorprendente. Acontece como
en la bella narración del “quo vadis” (“¿adonde vas?”), que intenta
describir a Pedro huyendo del martirio y topándose con el Señor cargado
con la cruz y entrando en Roma. Esta narración literaria se hace realidad
todos los días en la vida de cada uno de nosotros.

Recapitulación

 El misterio del sufrimiento revela su secreto sólo a la luz de


Cristo, que “fue crucificado por nosotros” (Credo). El Hijo de Dios hecho
hombre vivió sin privilegios, zarandeado por el dolor que proviene de los
acontecimientos y de los hermanos. Jesús afrontó siempre la realidad
“guiado por el Espíritu Santo” (Lc 4,1), con la mirada puesta en el amor
del Padre y de los hombres.
 La reacción de Cristo ante el sufrimiento es siempre el amor de
donación. Todo sufrimiento humano se puede ver reflejado en la vida,
pasión y muerte de Cristo. Pero en él la fuente principal del dolor fue su
amor: “el Amor no es amado” (San Francisco de Asís); “tengo otras
ovejas” (Jn 10.16); “todo lo he cumplido” (Jn 19,30). Su dolor principal
provenía de ver que el Padre no era amado, que sus hermanos estaban en
pecado y que él estaba envuelto en debilidad. Si el sufrimiento viene, en
cierto modo, del amor, sólo se puede superar amando.
 Jesús vivió unido a cada persona, asumiendo el gozo y el dolor
de cada uno como parte de su misma existencia. Este amor esponsal (ahora
sin dolor) continúa en él ya resucitado y presente siempre entre nosotros.
“Estaré con vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos”
(Mt 28^20).^C;
 Jesús afrontó su propio sufrimiento amando esponsalmente,
para que un día quedaran destruidos definitivamente el dolor, el pecado y
la muerte. Estas realidades continúan y continuarán existiendo en la
historia humana, pero en cada momento de la historia quedarán destruidas
o cambiadas por Cristo, que se prolonga en cada ser humano para
transformar el sufrimiento en donación. Cada uno de nosotros
participamos en la única mediación de Jesús; la Virgen Dolorosa participó
y participa de modo especial, como Madre del Señor y nuestra. A ella le
tocó correr la misma “suerte”, como herida por la misma “espada” que
hirió a Jesús (Lc 2.35).

42
 La eucaristía, que presencializa la donación sacrificial y
esponsal de Cristo, hace posible que cada creyente afronte el sufrimiento
como participación en la “copa de bodas” de Cristo Esposo. Al participar
de la eucaristía, vivimos de “la misma vida” de Cristo (Jn 6,56-57).
 La cruz sólo se comienza a entender a partir del corazón abierto
de Cristo muerto en el madero: derramó su sangre, es decir, dio su vida en
sacrificio, para podernos comunicar el “agua viva” de la gracia, que es la
vida nueva en el Espíritu Santo.

43
IV. LA CRUZ DEL MISTERIO PASCUAL

1. Los ojos de la fe

“Creer quiere decir ‘abandono’ a la verdad misma de la palabra de


Dios viviente, sabiendo y reconociendo humildemente ¡cuán insondables
son sus designios e inescrutables sus caminos!” (RMa 14; cf. Rom 11,33).
El modelo más acabado de esta fe fue María, que “mantuvo fielmente su
unión con el Hijo hasta la cruz, en donde, no sin designio divino, se
mantuvo de pie (cf. Jn 19, 425), se condolió vehementemente con su
Unigénito y se asoció con corazón maternal a su sacrificio, consintiendo
con amor en la inmolación de la víctima engendrada por ella misma” (LG
58). De este modo, “María, guiada por el Espíritu Santo, se consagró toda
al ministerio de la redención de los hombres” (PO 18).
El sufrimiento humano no tiene sentido si no es a la luz de la fe en
Cristo crucificado. El hombre seguirá preguntando siempre sobre el
sufrimiento: ¿por qué? “Para poder percibir la verdadera respuesta al ‘por
qué’ del sufrimiento tenemos que volver nuestra mirada a la revelación del
amor divino... en la cruz de Jesucristo” (SD 13). Si Dios no existiera, la
vida sería un absurdo. Si no se revelara el amor divino en la cruz de Cristo,
el sufrimiento no tendría sentido.
Hay que buscar en la fe cristiana las motivaciones suficientes para
“asumir el propio sufrimiento por amor” (SD 25). La fe es adhesión
personal a Cristo y a su mensaje. El significado del sufrimiento y de la
cruz sólo aparecen a la luz de la “misión mesiánica de Cristo” (SD, ib.), y
por tanto, sólo tienen sentido como imitación de Cristo y unión con él,
para compartir su misma vida. La Iglesia prolonga la misma misión
salvífica del Señor.
Es posible sufrir por Cristo cuando se ha aprendido a sufrir con é].
Entonces se aprende el camino del “hombre nuevo” (Ef 4,24). La vida
44
adquiere una nueva dimensión cuando se descubre que “Cristo, sufriendo,
ha tocado con su cruz las raíces mismas del mal: las del pecado y las de la
muerte” (SD 26).
Al “por qué” del sufrimiento. Cristo responde con su propio
sufrimiento asumido por amor. A partir del sufrimiento convertido en cruz
de Cristo (suya y nuestra), se descubre una nueva dimensión de la
existencia: “Los manantiales de la fuerza divina brotan precisamente en
medio de la debilidad humana” (SI) 27). Por esto “la Iglesia siente
necesidad de recurrir al valor de los sufrimientos humanos para la
salvación del mundo” (ib.).
“La cruz es como un toque del amor eterno sobre las heridas más
profundas de la existencia terrena del hombre” (DM 28). El amor
verdadero purifica restaurando. “El amor que no crucifica no es amor”
(Concepción Cabrera de Armida). La cruz, para Cristo y para nosotros, es
el lugar del encuentro con el amor del Padre.
La pedagogía de Dios es constructiva. Al permitir que expe-
rimentemos el dolor, entonces llegamos a tocar el límite propio de nuestro
ser más hondo, donde nos espera Dios Amor. Uno ya no se siente capaz de
dar “cosas”, puesto que no las tiene; pero todavía puede hacer lo mejor:
darse a sí mismo desde su misma pobreza. Ese es el misterio de la cruz.
La invitación profética de Juan de “mirar al que traspasaron” (Jn
19,37; Zac 12,10) es la actitud del “discípulo amado”, quien, “apoyando su
cabeza sobre el pecho de Jesús” (Jn 13,23s), sabe descubrir “la gloria” de
Cristo a través de su humillación (Jn 1,14) y de su sepulcro vacío (Jn
20,8). A Cristo se le descubre escondido y manifestado en la “nube
luminosa” (Mt 17,5) y en la bruma del lago (Jn 21,7), cuando uno ha
aprendido a compartir su cruz (Jn 19,25).
No hay que olvidar que Jesús trata a sus amigos haciéndoles
partícipes de su misma suerte, aunque la lógica humana se quede a
oscuras. “Es ante todo consolador... notar que al lado de Cristo, en
primerísimo y muy destacado lugar junto a él, está siempre su Madre
santísima” (SD 25).
Esta actitud de fe ha hecho cambiar la historia del mundo y de la
Iglesia. En el corazón de Cristo, clavado en cruz, muchos santos y
misioneros (como Daniel Comboni) encontraron solución a dificultades
que eran humanamente insolubles. Es la fe en la cruz y en el amor de
Cristo la que traslada las montañas (Mt 17,20). Dar la vida como Jesús,
que derramó su sangre por todos, es la donación que puede comunicar el
45
“agua viva” de la gracia, que es vida nueva en el Espíritu. Nuestra
santificación y nuestra misión participan de esta misma cualidad redentora
de Cristo.
La Iglesia se hace “sacramento”, es decir, signo transparente y
portador de Cristo para toda la humanidad, en la medida en que cada
creyente y cada comunidad eclesial se decidan a caminar por el camino de
la cruz (LG 42). “La Iglesia va peregrinando entre las persecuciones del
mundo y los consuelos de Dios, anunciando la cruz del Señor hasta que
venga” (LG 8). De este modo, “por la cruz llega a aquella luz que no
conoce ocaso” (LG 9). En la celebración eucarística se perpetúa el
sacrificio de la cruz, donde la Iglesia esposa aprende a compartir la misma
suerte de Cristo (SC 47), haciéndose “realmente solidaria del género
humano y de su historia” (GS 1).
Algunos hindúes, que conocen y aprecian el cristianismo, dicen que
los cristianos usamos con frecuencia el signo de la cruz, pero que no se ve
a Cristo crucificado en nuestras vidas. La cruz, en sí misma, es contraria a
las tendencias naturales de nuestro ser. A nosotros nos gusta más encontrar
a Dios en sus dones. Nos movemos a nuestro aire. Pero Dios nos ama más
de lo que queremos y sentimos. Se cumple también en nosotros la profecía
que hizo Jesús a Pedro: “Cuando eras más joven, tú mismo te ceñías el
vestido e ibas adonde querías; mas cuando seas viejo, extenderás los
brazos y será otro quien te ceñirá y te conducirá adonde no quieras ir” (Jn
21,18).
Lo importante es que todo sufrimiento puede cambiarse en “cruz”:
sufrir amando, es decir, dándose. El proceso o camino de la cruz es
proceso de purificación desde lo más profundo de nuestro ser, para
iluminarlo con la luz de Dios y transformarlo según su amor. Es un
proceso doloroso de “nadas” y renuncias, para llenarse del todo que es
Dios. Dios es especialista en moldear la nada de nuestro barro, hasta
hacerlo trascender. Nuestra santificación y nuestra misión participan de
esta misma cualidad redentora de Cristo.
La cruz del Calvario y de nuestra vida es la máxima epifanía de la
Trinidad. Cuando Jesús se entrega totalmente al amor del Padre, manifiesta
que es “el Verbo vuelto hacia Dios” (Jn 1.1), en quien contemplamos al
Padre (Jn 14.12). En él, crucificado por amor, el Padre nos dice: “Este es
mi Hijo muy amado, en quien me complazco; escuchadle” (Mt 17.5). La
expresión del amor mutuo entre el Padre y el Hijo es el Espíritu Santo, que
es el “agua viva” comunicada por Jesús como fruto de su inmolación (Jn
7,38-39; 19,34). Compartir este amor de Cristo crucificado equivale a
46
recibir la manifestación y comunicación (inhabitación) de Dios en el
corazón (Jn 14,23). Por esto la vida cristiana es eminentemente crucificada
y trinitaria: “gracias a Cristo, unidos en un solo Espíritu, tenemos acceso al
Padre” (Ef 2,18). El amor, en Dios y en nosotros, es siempre oblativo.
El sufrimiento ya tiene sentido cuanto se afronta con Cristo y como
él: “Uniendo el propio sufrimiento por la verdad y por la libertad al de
Cristo en la cruz, es así como el hombre puede hacer el milagro de la paz y
ponerse en condiciones de acertar con el sendero a veces estrecho entre la
mezquindad que cede al mal y la violencia que, creyendo ilusoriamente
combatirlo, lo agrava” (CA 25).
La victoria de Jesús sobre el sufrimiento se realiza continuamente a
través de sus seguidores: “Gracias al sacrificio de Cristo en la cruz, la
victoria del Reino de Dios ha sido conquistada de una vez para siempre;
sin embargo, la condición cristiana exige la lucha contra las tentaciones y
las fuerzas del mal” (CA 25).
En cada época histórica y en toda circunstancia, presentar la cruz y
llamar a “tener los mismos sentimientos de Cristo” (Flp 2,5) producirá,
según los casos, un rechazo violento o una aceptación esponsal. En el
misterio de la cruz no se dan medias tintas. A veces, el mismo apóstol que
anuncia este misterio de amor será crucificado. Es la suerte que espera a
los amigos de Cristo. La fuerza divina de la cruz aparece en la
resurrección: “nosotros predicamos a un Cristo crucificado... que es fuerza
de Dios y sabiduría de Dios” (1 Cor 1,23-24).

2. El gozo pascual de la esperanza

En el misterio de la cruz ya comienza a clarear la resurrección. El


“misterio pascual” de Cristo es un “paso” por la cruz hacia la glorificación
(Jn 13,1; Le 24,26). Ese es el fundamento de la esperanza cristiana.
“Teniendo, pues, por cierto que los padecimientos de esta vida son nada en
comparación con la gloria futura que se ha de revelar en nosotros (Rom
8,18; cf. 2 Tim 2,11-12), con fe firme aguardamos la esperanza bienaven-
turada y la llegada de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo
(Tit 2,13), quien transformará nuestro cuerpo corruptible en cuerpo
glorioso semejante al suyo (Flp 3,21)” (LG 48).
La vida cristiana está teñida de esperanza, que es tensión entre lo que
ya se tiene y lo que todavía no se ha alcanzado. Los deseos que Dios ha
sembrado en el corazón del hombre encuentran su cumplimiento no en el
47
desorden egoísta ni en la simple negación, sino en la búsqueda de los
bienes definitivos.
La fe en Cristo crucificado se completa con la esperanza y se
transforma en amor. Al Señor no le quitaron la vida, sino que él la entregó
por propia iniciativa (Jn 10,17-18). Por esto, en la celebración del Viernes
Santo se vislumbra una esperanza entrelazada de dolor y gozo:
“Mirad el árbol de la cruz,
donde estuvo clavada la salvación del mundo.
¡Oh cruz fiel, árbol único en belleza!
Jamás el bosque dio mejor tributo
en hoja, en flor y en fruto.
¡Dulces clavos! ¡Dulce árbol donde la vida
empieza con un peso tan dulce en su corteza”.
Los santos inspiraron su vida en la cruz de Cristo como misterio
pascual. Su vida era una tensión de peregrinos, apoyada con confianza en
las huellas que ya se tienen de Dios Amor y aspirando al encuentro
definitivo. Esta esperanza cristiana se convierte en afirmación y
compromiso del presente: gastar la vida para “recapitular todas las cosas
en Cristo” (Ef 1.10).
Este gozo pascual de la esperanza da sentido al sufrimiento como
participación en las bodas de Cristo con su Iglesia. Esto parecerá una
“locura” (1 Cor 1,18), pero es la locura de la cruz: “¡Oh cruz, hazme lugar,
y recibe mi cuerpo, y deja el de mi Señor! ¡Ensánchate, corona, para que
pueda yo ahí poner mi cabeza! ¡Dejad, clavos, esas manos inocentes, y
atravesad mi corazón, y llagadlo de compasión y amor!... ¿Qué has hecho,
Amor dulcísimo? ¿Qué has querido hacer en mi corazón? Vine aquí para
curarme, ¡y me has herido! Vine para que me enseñases a vivir, ¡y me
haces loco! ¡Oh sapientísima locura: no me vea yo jamás sin ti!” (San Juan
de Avila. Tratado del amor de Dios).
La tensión dolorosa en el camino de la contemplación, de la
perfección y de la misión se apoya en esta esperanza como deseo profundo
de encuentro definitivo, aunque sea a través del sufrimiento. Son las quejas
de los amigos de Dios: “salí tras ti clamando, y eras ido...; no saben
decirme lo que quiero...” ¡Oh llaga de amor viva, que tiernamente hieres,
de mi alma en el más profundo centro!... rompe la tela de este dulce
encuentro”... (San Juan de la Cruz, Cántico y Llama).

48
La vida cristiana es siempre sintonía con los sentimientos de Cristo
(cf. Flp 2,5). Por esto la cruz, vivida con Cristo, se convierte en confianza
y decisión inquebrantables: “Jesús, autor y perfeccionador de la fe,
animado por el gozo que le esperaba, sufrió pacientemente la cruz, no le
acobardó la ignominia y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios”
(Heb 12,2). Es la actitud que se refleja en las “bienaventuranzas”.
La fecundidad de la vida, en los momentos de dificultad, tiene lugar
por un proceso de sufrir amando (cf. Jn 16,20-22; Gál 4,19). El “gozo
pascual”, en el que se fundamenta el “máximo testimonio del amor” (PO
11), sólo se experimenta a partir de la cruz. Es el gozo del Espíritu Santo,
que nada ni nadie puede arrebatar (Jn 16,22).
Sólo el que sabe sufrir con Cristo puede experimentar y comunicar
este gozo de la presencia de Cristo resucitado en la propia vida. Pero este
gozo no se puede contabilizar, ni siquiera por quien lo experimenta, porque
es “una vida escondida con Cristo en Dios” (Col 3,3). Los que han sido
marcados por la señal de la cruz (cf. Ez 9,4), ya sólo viven de la escala de
valores de Cristo, quien es “nuestra esperanza” (1 Tim 1,1). ¿Qué mayor
gozo que el compartir la misma suerte de Cristo? “Así como abundan en
nosotros los padecimientos de Cristo, así por Cristo abunda nuestra
consolación” (2 Cor 1,5).
El gozo pascual, que proviene de la cruz compartida con Cristo, no
tiene que ver nada con la actitud egoísta de buscarse a sí mismo. Ni el
sufrimiento ni el gozo se buscan directamente, sino que se busca sólo el
amor de donación a la persona amada. A Dios se le busca por sí mismo,
más allá de sus dones, aunque no se sienta su gozo. La esperanza
fundamenta la gratuidad de la donación.
La lección básica de la esperanza es la de saber “perder”, arriesgando
todo por Cristo. Por amor “a la verdad en la caridad” (Ef 4,5) es posible
desprenderse de todo para no hacer mal a los hermanos ni buscarse a sí
mismo (Mt 5,39-48). La experiencia cristiana de la esperanza deja bien a la
claras que la fuerza divina se hace sentir en la propia debilidad (cf. 2 Cor
12,10).
La alegría pascual nace en el corazón cuando se ha sabido
transformar las dificultades en donación. La cruz de Jesús no tiene sentido
si no es a la luz del gozo salvífico de que él es portador. “La característica
de toda vida misionera auténtica es el gozo interior que proviene de la fe”
(RMi 91).

49
La siembra en siempre laboriosa, como lo es también la siega. Pero
ya desde el inicio el corazón alienta la vida y el trabajo con la esperanza
del (ruto venidero: “Al ir iban llorando, llevando la semilla; al volver
vuelven cantando, trayendo las gavillas” (Sal 125,6).
Cuando se desvanece la tempestad y vuelve la bonanza, el tiempo
pasado aparece con nueva luz, como desentrañando su misterio. Todo se
convierte en camino de bodas. “Beber el cáliz” de esas bodas fue muy
doloroso, pero valía la pena. Hay que leer la historia personal y
comunitaria apoyando la cabeza sobre el pecho abierto de Cristo Esposo:
“No te llamarán más ya la ‘desamparada’..., sino que te llamarán
‘desposada’, porque en ti se complacerá el Señor y tu tierra tendrá
esposo...; harás tú las delicias de tu Dios” (Is 62,4-5; cf. Is 66,10-14).
Las obras de Dios tienen siempre sus “mártires” sin complejos de
martirio. En la historia se pueden encontrar con cierta frecuencia
fundadores e iniciadores de grandes obras, convertidos aparentemente en
un trasto inútil o en una lamparita que se está consumiendo en un rincón.
Pero difícilmente se encontrarán personas más felices que ésas. No puedo
olvidar la alegría de un misionero del norte de Sri Lanka, con su salud
resquebrajada, inmerso en la pobreza más radical, feliz por poder todavía
anunciar a Jesucristo, aunque sólo fuera en la sala común del hospital, con
su rostro sereno y su corazón soñando sobre el futuro de la evangelización
del país. Esos “ilusos” han hecho cambiar la historia gracias a la esperanza
que les animaba. A veces, pasados los años, nos acordamos de ellos para
alabarlos, ahora que ya se fueron.

3. Cristo resucitado: el amor vence a la muerte

Lo que no nace del amor es caduco. Sólo el amor supera la caducidad


del tiempo: “el amor nunca pasa” (1 Cor 13.8); “el amor es más fuerte que
la muerte” (Cant 8.6). La victoria de Cristo sobre el dolor, el pecado y la
muerte se muestra en todo su esplendor cuando, apareciendo a sus
discípulos. Les muestra sus manos, sus pies y su costado abierto (Jn 20,20;
Le 24.40). La paz, el perdón y la vida nueva en el Espíritu son fruto de su
cruz: “La paz sea con vosotros”; y les mostró las manos y el costado..., y
dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonarais los pecados, les
serán perdonados.” (Jn 20.19-23).
La presencia de Cristo resucitado entre nosotros es siempre bajo
huellas y signos pobres, que, debido a su fragilidad, continúan siendo
50
nuestra “cruz”: el sepulcro vacío con la ausencia inexplicable de su cuerpo,
la soledad, la búsqueda aparentemente infructuosa, la ineficacia inmediata
de los trabajos... Se necesita la vista clara del discípulo amado para
descubrir a Cristo resucitado en la soledad del sepulcro (Jn 20,8) o en un
momento de fracaso humano (Jn 21,7). La búsqueda es ya un inicio del
encuentro que se hace realidad cuando nos sentimos interpelados
personalmente por la palabra de Cristo (Jn 20,16) o cuando
experimentamos que “el corazón arde” por él durante un caminar doloroso
(Lc 24,32).
El camino doloroso de Emaús se convertirá en encuentro con Cristo
resucitado gracias a su palabra viva y a su pan eucarístico compartido con
los hermanos. Valía la pena la fatiga y oscuridad de la búsqueda, para
descubrir finalmente que si no veíamos las huellas pobres de Cristo era
porque él unía sus pisadas a las nuestras. Pero, aún después de este
encuentro, el camino no ha terminado, porque hay que “ir a los hermanos”
(Jn 20,17; Le 24,33-35) para transformar la convivencia en celebración
eucarística donde se comparte el evangelio y la vida entera.
El amor de Jesús, que murió perdonando, es preludio de su
resurrección. “El amor viene de Dios” (1 Jn 4,7), y por tanto, manifiesta a
Dios y vuelve a Dios. Todo el ser de Jesús es ya “el Verbo hecho carne”
(Jn 1,14), que vuelve al Padre con todos nosotros por el mismo camino de
la cruz. A él no le han quitado la vida, sino que la ha dado en sacrificio;
por esto (también viviendo en nosotros) tiene “el poder de darla y de
volverla a tomar” (Jn 10,18).
El mismo Espíritu de amor que llevó a Cristo “al desierto” (Lc 4,1) y
a “evangelizar a los pobres” (Lc 4,18), es el que le guió hasta derramar su
sangre (Heb 9,14) y hasta la resurrección. Es siempre el Espíritu de amor
que “ungió” y “envió” a Jesús (Lc 4,18) el que le llena del “gozo” de la
Pascua (Lc 10,21). El “sí” de Jesús al Padre, en una donación total, es el
preludio de su glorificación y de la nuestra (Jn 12,27-28; 17,1). “Esta obra
de redención humana y de la perfecta glorificación de Dios, preparada por
las maravillas que Dios obró en el pueblo de la antigua alianza, Cristo la
realizó principalmente por el misterio pascual de su bienaventurada pasión,
resurrección de entre los muertos y gloriosa ascensión. Por este misterio,
con su muerte destruyó nuestra muerte y con su resurrección restauró
nuestra vida” (SC 5).
Es, pues, a través de su pasión y muerte, transformada en donación,
cómo Jesús llega a la resurrección: “Vemos a Jesús coronado de gloria y
honor por haber padecido la muerte, para que, por gracia de Dios, gustase
51
la muerte por todos” (Heb 2,9). Si nosotros nos “injertamos” en el
sufrimiento y muerte de Cristo, amando como él, llegaremos a cambiar la
cruz en resurrección gloriosa: “porque si hemos sido injertados en Cristo a
través de una muerte semejante a la suya, también compartiremos su
resurrección” (Rom 6,5).
Su muerte y su resurrección nos pertenecen (Rom 4,25). Por el hecho
de compartir su misma muerte de amor, pasamos a participar de la vida
nueva: “murió por nuestros pecados, para que vivamos unidos a él” (1 Tes
5,10). Por el hecho de injertarnos en su misma vida de amor, Cristo
resucitado se nos hace “primicias” de nuestra resurrección futura (1 Cor
15,20).
La fatiga del trabajo, asumida con amor, se convierte en participación
del misterio pascual de Cristo. Su muerte y resurrección, que
transformaron el sufrimiento en amor, han hecho la vida plenamente
humana. “Por su sacratísima pasión en el madero de la cruz nos mereció la
justificación, enseña el concilio de Trento..., y la Iglesia venera la cruz
cantando: Salve, oh cruz, única esperanza” (Catecismo de la Iglesia
Católica. n.617).
Jesús “pasó haciendo el bien” (Hech 10,38), asumiendo el
sufrimiento humano voluntariamente y por amor. De este modo el mal ha
quedado vencido por el amor. Por el hecho de llegar hasta las mismas
raíces del sufrimiento. Jesús ha vencido el pecado y la muerte (cf. SD 14-
18).
El rostro de Cristo crucificado, con expresiones de dolor y de
confianza, siempre es la epifanía personal de Dios Amor. La cruz no es
triunfalismo ni desesperación: pero abre el camino hacia la vida verdadera,
porque es la manifestación de la verdad sobre el dolor. Desde hace veinte
siglos, la cruz ya no es un simple concepto, sino un rostro concreto: el de
Jesús de Nazaret.
La fecundidad del amor se expresa en la cruz y en la resurrección.
“Cristo resucitado con su muerte destruyó la muerte y nos dio la vida, para
que, hijos en el Hijo, clamemos en el Espíritu: Abba! ¡Padre!” (GS 22).
El triunfo de Jesús resucitado se convierte en un examen de amor
para los suyos. El caminar eclesial es caminar de hermanos que no elimina
la oscuridad y el fracaso (Jn 21,1-3). Después de la resurrección, sigue el
aparente silencio y ausencia de Dios. Se necesita una mirada de fe que
rasgue el velo de la oscuridad para descubrir a Cristo presente: “es el
Señor” (Jn 21, 7). Y aun entonces seguirá la fatiga del trabajo diferente y
52
complementario de cada uno. Si hay amor, esa fatiga se convierte en
acción comunitaria y constructiva: cada uno, olvidándose de sí mismo,
pone al servicio de los demás los dones recibidos. Sólo entonces se hace
realidad la presencia de Cristo entre los suyos (Jn 21,7-14; cf. Mt 18,20).
El examen de amor se dirige a cada uno personalmente: “¿Me amas
más tú?” (Jn 21,15ss). Todos los días ese examen es nuevo y sorprendente.
El amor de Cristo quiere penetrar hasta lo más hondo de nuestro ser, para
orientarlo hacia el amor. Lo que resulta más difícil y doloroso para el ser
humano es el tener que decir el “sí” de donación cuando se ha experi-
mentado la propia pobreza: “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo”
(Jn 21.17).
Vivir esa fe en Cristo, sin apoyarse en los propios méritos, es un salto
de calidad que sólo es posible confiando en él. “Bienaventurados los que
sin ver creen” (Jn 20,29). Esa fe, como la de María, modelo de la Iglesia,
es la que hace posible tanto el perseverar junto a la cruz (Jn 19,25-27)
como el recibir las nuevas gracias del Espíritu comunicado por Jesús
resucitado (Hech 1,14ss).
En una charla a misioneras jóvenes sobre el tema de la fecundidad
misionera de la cruz estaba también presente una misionera anciana y
enferma, quien dijo espontáneamente: “Pues yo, ahora, no puedo dar a
Dios más que mi alegría de sentirme amada por él y de haber querido
gastar mi vida por amarle y hacerle amar... ¿Cómo puedo yo ahora seguir
siendo misionera?” Me dijeron luego que aquella ancianita era fuente de
alegría para toda la comunidad misionera. Si “evangelizar” significa
anunciar el “gozo” de Cristo resucitado, bastaría ese gozo para ser
misionero. Es el “gozo pascual” (PO 1 I), que sólo nace de sufrir amando.
“Ojalá que el mundo actual -que busca a veces con angustia, a veces con
esperanza pueda así recibir la buena nueva no a través de evangelizadores
tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros
del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante
todo en sí mismos, la alegría de Cristo y aceptan consagrar su vida a la
tarea de anunciar el reino de Dios y de implantar la Iglesia en el mundo”
(EN 80).

Recapitulación

 La “cruz”, para los cristianos, es el sufrimiento mirado con fe,


apreciado con esperanza y asumido con amor. La fe, como adhesión a la
53
persona y al mensaje de Cristo, es capaz de descorrer el velo del
sufrimiento, descubriéndolo como complemento de la cruz del Señor.
“Completo lo que falta a los sufrimientos de Cristo” (Col 1,24); “Cristo
crucificado... es fuerza de Dios y sabiduría de Dios” (1 Cor 1,23-24).
 Propiamente no se puede descifrar el “por qué” o la causa del
sufrimiento. Podemos apuntar al pecado original, al pecado de cada
persona, a los atropellos provenientes de estos pecados, etcétera. Pero
inmediatamente surge la idea de que Dios es amor y de que muchas
personas son inocentes. La reflexión teológica no llega a penetrar del todo
el misterio de la historia de salvación. “Extenderás los brazos, y será otro
quien te ceñirá y te conducirá adonde no quieras ir” (Jn 21,18).
 Cuando uno ama la cruz de Cristo, comienza a “intuir” que hay una
razón para sufrir: compartir la vida del Hijo de Dios, el Inocente, hecho
hombre y redentor. La cruz se “comprende” en sintonía de vivencias con
Cristo: “Tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús” (Flp 2,5).
 El dolor nace de una tensión entre lo que ya se tiene (aunque no del
todo ni definitivamente) y lo que todavía tío se ha llegado a conseguir.
Esta tensión se convierte en “gozo pascual” de esperanza: lo que ya se
tiene, un día será plenitud en Cristo resucitado. El “paso” hacia esa
plenitud es. a la vez. doloroso y gozoso.
 Mirando a la cruz de Cristo, el creyente queda impresionado por la
confianza plena de Cristo en manos del Padre. El dolor no se aminora,
pero la vida comienza a clarear como un camino de bodas o de “alianza”
(cf. Ap 3.20: 21.1-2). “Los padecimientos de esta vida son nada en
comparación con la gloria futura que se ha de revelar en nosotros” (Rom
8.18).
 El ser humano necesita un punto de apoyo básico: ser amado y poder
amar. Mirando a Cristo “entregado” plenamente por nosotros, la
convicción de ser amados y la decisión de amarle y de hacerle amar se
reafirman en el corazón. Si él. el Redentor, amó en el sufrimiento, ya no
queda otro camino para sentirse realizado si no es asumiendo el
sufrimiento por amor. “Porque si hemos sido injertados en Cristo a través
de una muerte semejante a la suya, también compartiremos su resu-
rrección” (Rom 6,5).
El valor de una persona estriba en la donación. Es la “plenitud” de
una “entrega sincera de sí mismo a los demás” (GS 24). Será difícil
humanamente (tal vez imposible) saber por qué el camino hacia esa

54
plenitud pasa por la cruz; lo importante es decidirse a compartir la misma
donación de Cristo. Entonces, con él, se vence el dolor y la muerte. La
“paz” que Cristo resucitado comunica es a través de las huellas de la
pasión: “La paz sea con vosotros; y les mostró las manos y el costado” (Jn
20,19-23).

55
V. “COMPLETAR” A CRISTO, COMPARTIR SU MISMA
SUERTE

1. Compartir la suerte de Cristo

A partir de la encamación y de la redención, la vida humana adquiere


sentido esponsal. Cristo ha compartido nuestra existencia y nuestro
caminar. Desde entonces nuestra vida es parte de la suya. La mejor suerte
que le puede tocar a un ser humano es la de compartir con Cristo su
misterio de Belén, Nazaret y Calvario. No se trata de simples palabras,
sino de realidades, porque verdaderamente se puede compartir su pobreza,
su marginación, su trabajo de cada día, su vida oculta, su sacrificio, su cruz
y su glorificación.
A Pablo le tocó en suerte compartir esta vida de Cristo para
anunciarla a todos los pueblos: “A mí, el menor de todos los creyentes, se
me ha concedido este don de anunciar a las naciones la insondable riqueza
de Cristo” (Ef 3,8). Hay muchas cruces de adorno, porque tal vez son
pocos los cristianos que pueden decir como Pablo: “Estoy crucificado con
Cristo” (Gál 2,19); “Jamás presumo de algo que no sea la cruz de Cristo...:
ya tengo bastante con llevar en mi cuerpo las llagas de Jesús” (Gál 6,17).
Si se mira la cruz sólo como sufrimiento, no puede menos de
espantamos. Pero si se la considera como “alianza” o desposorio, entonces
se descubre como una declaración de amor de Cristo Esposo que invita a
compartir su misma suerte. La comunidad eclesial, y todo creyente, está
invitada a reconocerse como esposa de Cristo, que, por nacer de su
costado, está llamada a compartir su misma vida. “Del costado de Cristo
dormido en la cruz nació el sacramento admirable de la Iglesia entera” (SC
5, citando a San Agustín).

56
El título de “Esposo” aplicado a Cristo no es de adorno, ni una simple
metáfora. Jesús se presenta con este calificativo (Mt 8,15; 25,6). Toda la
acción pastoral de Pablo tendía a que la comunidad cristiana fuera fiel
esposa de Cristo Esposo; “Mis celos por vosotros son celos a lo divino,
pues os he desposado con un solo marido, presentándoos a Cristo como
una virgen casta” (2 Cor 11,1-2).
Esta línea esponsal cruza toda la Escritura, como antigua y nueva
alianza (desposorio), sellada con sangre, como un pacto de amor
definitivo. Cristo selló este desposorio con su propia sangre (Lc 22,20), y
por esto invita a su esposa a beber su misma copa de bodas (Mt 26,27-28;
Me 10,38).
Cuando no se quiere compartir la suerte de Cristo Esposo crucificado,
nacen en el corazón ambiciones camufladas que impiden comprender el
misterio pascual de Cristo y que intentan transformar a la Iglesia en un
trampolín para escalar; fue también ésta la tentación de los primeros
discípulos (Mc 9,31.41). La esterilidad espiritual y apostólica comienza a
encubarse cuando no existe la cruz de Jesús.
Toda vocación cristiana tiene sentido de desposorio; compartir la vida
con Cristo. Por esto no admite rebajas en la entrega y en la misión. Cuando
no se fomenta en los fieles este ideal cristiano de perfección, todos los
demás deberes quedan cuestionados; compartir los bienes, vida familiar y
matrimonial, evangelización, vida de oración... Los diversos modos de
“vida apostólica” (sacerdotal, consagrada...) no tienen sentido si no es para
compartir el mismo modo de vivir de Cristo, que fue humilde, obediente,
casto, pobre...
Sin la “mirada amorosa” de Cristo (Mc 10,21), que llama a un
seguimiento esponsal, no se comprendería la doctrina evangélica sobre la
cruz; “Si alguno quiere seguirme, que renuncie a sí mismo, que tome su
cruz y que me siga” (Mc 8,34); “el que no toma su cruz y me sigue no es
digno de mí” (Mt 10,38).
“Estar con él” es el secreto de toda oración cristiana, especialmente
cuando se trata de la vida apostólica: “estuvieron con él” (Jn 1,39); “llamó
a los que quiso para estar con él” (Mc 3,1314); “habéis estado conmigo
desde el principio” (Jn 15,27). Cuando se vive esta intimidad con Cristo,
no se hacen tantas cébalas sobre el sufrimiento. Al discípulo le basta con
“seguir” al Maestro que se declara esposo y amigo. Basta con mirarle,
amarle y seguirle, siempre confiando en su presencia y su ayuda.

57
Una joven apóstol, que sufrió persecución y cárcel, decía que
aprendió a “comulgar” diciendo “fíat” a todos los sacrificios. En su
corazón experimentaba la presencia consoladora de Cristo, que nunca
abandona. Después de fundar una institución apostólica y después de
muchos años de trabajos, siguió la misma costumbre. En el momento de su
muerte pronunció estas palabras: “De mí ya no queda nada... ‘Fiat’, ‘ ”'
(Paquita Rovira Nebot).
Los santos, precisamente por estar enamorados de Cristo, han usado
expresiones que no tienen sentido fuera del contexto de desposorio.
“Muerte mística” es una de estas expresiones (San Pablo de la Cruz). No
hay ningún motivo sólido para abandonar esta terminología cristiana
nacida del amor y que ha animado grandes obras de caridad. Hay que
acostumbrarse a escuchar en el corazón lo que Cristo dice en realidad a los
suyos: “si te envío la cruz es porque te amo”.
Un fervoroso hindú manifestó a un obispo indio su extrañeza de ver
que los cristianos usamos mucho la cruz como signo externo, pero que no
aparece en nuestras vidas como realidad de la crucifixión con Cristo. En
toda religión, especialmente en nuestros días, hay quienes buscan dos
tendencias facilonas: hacer de la religión un adorno o una cosa útil. La
religión, como relación personal con Dios, no es un “quita y pon”, una
conveniencia ocasional, una experiencia sentimental.... como tampoco es
un poder político, económico, ideológico... Las sectas y los
fundamentalismos actuales acostumbran a ir por estas desviaciones o por
otros sucedáneos que no son auténtica religiosidad. A este fenómeno sólo
se puede hacer frente y responder con un cristianismo que transparente a
Cristo crucificado. Pero hay que reconocer que este estilo de vida está algo
lejos de nuestras comunidades.
No hay mucha diferencia entre una religión de adorno o de
utilitarismo y una actitud “secularizante” de buscar sólo la eficacia
inmediata, el poseer, dominar, disfrutar. Las dos tendencias son caducas
porque no pasan de ser una tempestad de verano. Sólo va a quedar para el
futuro lo que nazca del amor. Acomodarse a estas tendencias (“religiosas”
o secularizantes) seria construir un cristianismo sin cruz y, por tanto, sin el
mandato del amor y sin las bienaventuranzas.
Compartir la suerte de Cristo incluye cruz y resurrección. De
momento se experimenta y se palpa sólo el sufrimiento, pero en el corazón
comienza a sentirse el gozo de la presencia y del amor de Cristo. La le
inquebrantable en la resurrección de Cristo y en la nuestra es, a la vez,

58
dolorosa y gozosa, oscura y luminosa: “Si ahora padecemos con él,
seremos también glorificados con él” (Rom 8.17).
Hay que decidirse a seguir esponsalmente a Cristo. No se trata de
contabilizar el sufrimiento ni de hacer de él una tragedia. Basta con
olvidarse de si mismo, para vivir “una vida escondida con Cristo en Dios”
(Col 3.3). La cruz se vive con la sonrisa en los labios, sirviendo a todos,
fijándose en las necesidades y pequeñas circunstancias de los demás.
Cuando llegue el momento del desprecio, de la humillación y del dolor, es
Cristo quien nos hará experimentar el gozo de su presencia. Este gozo es
un don exclusivamente suyo, que sólo él puede comunicar: “Los apóstoles
se fueron contentos... porque habían sido dignos de padecer ultrajes por el
nombre de Jesús” (Hech 5,41).
La Iglesia, esposa de Cristo, encuentra en esta realidad de fe,
viviéndola con María, la “asociada” a Cristo Redentor (LG 58). Por esto
imita de la Virgen “la fe prometida al Esposo” (LG 64). “La Iglesia,
reflexionando piadosamente sobre ella y contemplándola en la luz del
Verbo hecho hombre, llena de veneración entra más profundamente en el
sumo misterio de la encarnación y se asemeja más y más a su Esposo” (LG
65). María y la Iglesia comparten la misma “espada” o sufrimiento de
Cristo (Lc 2.34.35), para mostrar en la propia vida la eficacia salvífica de
su palabra y del escándalo de la cruz.
Esta asociación esponsal con Cristo crucificado es un don suyo, que
él da con largueza a todos los que le quieren seguir. Por esto hay que
aprender a empezar diariamente, como estrenando un “sí” que lleva hasta
la donación en la cruz. La Iglesia se siente identificada con María en el
Calvario. “Junto a la cruz estaba su madre... Jesús, al ver a su madre y,
junto a ella, al discípulo que tanto amaba, dijo a su madre: ‘Mujer, ahí
tienes a tu hijo” (Jn 19,25-26). En los momentos de crucifixión hay que
aprender a vivir la presencia activa y materna de María, diciéndole como
en la liturgia de la fiesta de la Virgen Dolorosa: “¡Oh Madre, fuente de
amor!, / hazme sentir tu dolor / para que llore contigo... / Y porque a
amarte me anime, / en mi corazón imprime / las llagas que tuvo en sí... /
Porque acompañar deseo / en la cruz donde le veo / tu corazón
compasivo”.

59
2. Tener los sentimientos de Cristo

Ningún tema cristiano se entiende si no es a partir de los amores de


Cristo. La cruz como “anonadamiento” de Cristo asumido por amor sólo se
capia en sintonía con él: “tened los mismos sentimientos que Cristo Jesús”
(Flp 2,5). La santificación es seguimiento de Cristo para compartir su
misma suerte (Mc 10,38). “No se puede comprender y vivir la misión si no
es con referencia a Cristo en cuanto enviado a evangelizar” (RMi 88).
Los sentimientos o amores de Cristo son de donación esponsal a toda
la humanidad y a cada ser humano. La “Iglesia” es la comunidad de
creyentes, “convocada” y hecha partícipe de la misma vida de Cristo. El
amor de Cristo a su Iglesia es de donación sacrificial: “Amó a su Iglesia y
se entregó en sacrificio por ella” (Ef 5,2). Por esto el apóstol y todo
cristiano “siente el ardor de Cristo por las almas y ama a la Iglesia como
Cristo” (RMi 89).
Las vivencias de Cristo son de sintonía con la voluntad del Padre y
con el amor del Espíritu Santo, que le llevan al “desierto” (Lc 4,1), a
“evangelizar a los pobres” (Lc 4.18) y al “gozo” de hacer de la vida una
donación sacrificial por todos los hermanos (Lc 10,21 ss; Mt 11,28). Estas
son las reglas del discernimiento cristiano: “desierto”, “pobres”, “gozo”. El
sufrimiento personal de cada uno comienza a comprenderse y a hacerse
“gozo” de Pascua cuando se vive en esa misma dinámica de Cristo: entrar
en los designios de Dios (oración) para poder servir y evangelizar a los
hermanos (caridad).
El “gozo pascual” nace en el corazón cuando, gracias a la presencia
de Cristo, las dificultades se transforman en donación. Esa es la actitud de
las bienaventuranzas, de reaccionar amando en toda circunstancia, sin lo
cual no existe acción evangelizadora eficaz. “La característica de toda vida
misionera auténtica es la alegría interior, que viene de la fe. En un mundo
angustiado y oprimido por tantos problemas, que tiende al pesimismo, el
anunciador de la 'buena nueva' ha de ser un hombre que ha encontrado en
Cristo la verdadera esperanza” (RMi 91).
El sufrimiento personal se hace Ilustración y soledad absurda cuando
no se vive en unión con Cristo. Uniéndose a él, la persona que sufre se
convierte en “una fuente de fuerza para la Iglesia y para la humanidad”
(SD 31), porque “sufrir significa hacerse particularmente receptivos,
particularmente abiertos a la acción de las fuerzas salvíficas de Dios
ofrecidas a la humanidad” (SI) 23).

60
Al experimentar la propia debilidad en el sufrimiento, hay que
trascender esas limitaciones descubriendo a Cristo presente. En realidad es
él quien se muestra cercano a nuestras llagas. En sus sentimientos de
“compasión” por nosotros (Mi 15,32) comprendemos que la cruz es una
declaración de amor, porque “nace del amor y se completa en el amor”
(DM 7), como “toque del amor eterno sobre las heridas más dolorosas de
la existencia terrena del hombre” (DM 8).
Cristo nos contagia de su misma experiencia: el amor del Padre, tanto
en el Tabor como en el Calvario. Nuestro amor a Cristo incluye el
alegrarnos con él por ser el Hijo de Dios, amado por el Padre en el amor
del Espíritu Santo. De esta vivencia se pasa a descubrir nuestra existencia
como prolongación de la suya. Ese “paso” es la “pascua”: por la cruz a la
resurrección.
A San Ignacio de Antioquía, camino del martirio, encontraba la
fuerza para afrontar el sufrimiento al pensar que podría imitar los
padecimientos y la muerte de Cristo. Humanamente es inexplicable la
audacia de los santos ante la cruz, puesto que sentían, como nosotros, el
rechazo y la debilidad de la naturaleza ante el sufrimiento y ante la muerte.
No son las ideas y los conceptos los que transforman su vida, sino
“alguien” que primero murió por ellos (2 Cor 5,15).
Los sacrificios que Cristo afrontó en su vida, y especialmente la
muerte en cruz, tuvieron su significado de reparación: “El Hijo del hombre
ha venido para dar la vida en rescate por todos” (Mc 10,45; Mt 20,28).
Será siempre difícil (si no imposible) explicar teológicamente el por qué
de este misterio; pero todos los días, al celebrar la eucaristía, se repiten las
palabras del Señor, en las que aparece el motivo principal de su inmola-
ción: “para el perdón de los pecados” (Mt 26,28). El misterio de la
encarnación y el de la redención seguirán siendo misterios basados en el
“excesivo amor” de Dios (Ef 2,4). “El 'amor hasta el extremo’ (Jn 13,1) es
el que confiere su valor de redención y de reparación, de expiación y de
satisfacción al sacrificio de Cristo. Nos ha conocido y amado a todos en la
ofrenda de su vida” (Catecismo de la Iglesia Católica, n.616).
Quien está enamorado de Cristo no se preocupa tanto de las
explicaciones teóricas cuanto de vivir la realidad del misterio de Cristo. El
amó así, dándose en reparación por nuestros pecados y para la salvación
del mundo. Sufrir con Cristo y reparar los pecados con Cristo para
extender su reino en lodos los corazones, es una nota dominante de quien
desea de verdad ser santo y apóstol. “El valor salvífico de todo
sufrimiento, aceptado y ofrecido a Oíos con amor, deriva del sacrificio de
61
Cristo, que llama a los miembros de su cuerpo místico a unirse a sus pade-
cimientos y completarlos en la propia carne (cf. Col 1,24)” (RMi 78).
Tener los sentimientos de Cristo (Flp 2,5) incluye vivir de los amores
de su corazón. El deseo de compartir la cruz de Cristo nace del deseo de
compartir sus amores. La sintonía con los “sentimientos” de Cristo
comporta orientar hacia él toda la interioridad: convicciones,
motivaciones, decisiones. Es un proceso permanente de purificación e
iluminación, que unifica el corazón con Cristo crucificado: “los que son de
Cristo Jesús han crucificado su carne con sus pasiones y concupiscencias”
(Gál 5,24).
Precisamente por sintonizar con los sentimientos de Cristo, el amor a
la cruz nos hace participar en el “abandono” doloroso y en el gozo
indecible de su entrega total al Padre en el amor del Espíritu. Es la
“locura” de la cruz, que no tiene explicación humana, sino que es
comunicación o “noticia amorosa” por parte de Dios, más allá de las ideas
y reflexiones. Sencillamente se sigue la invitación de Cristo: “permaneced
en mi amor” (Jn i 5,9).
A la luz de las vivencias de Cristo, aparece el “carácter creador del
sufrimiento” (SD 24). Sufrir con Cristo significa “hacerse particularmente
receptivos” a los planes salvíficos de Dios en Cristo (SD 23). La vida
humana, con sus “gozos y esperanzas, tristezas y angustias”, se convierte
en sintonía con los sentimientos de Cristo y, consecuentemente, en
solidaridad afectiva y efectiva con todos los hermanos.
Por el hecho de estar “injertados” en la muerte y en la resurrección de
Cristo (Rom 6,5), el cristiano vive de los criterios, escala de valores y
actitudes de Cristo, quien, desde su encarnación “se ha abierto y
constantemente se abre a cada sufrimiento” (SD 24).
En el corazón de Cristo encontramos solución también para nuestra
cobardía y defecciones ante el misterio de la cruz. Nuestra cruz se hace
más dolorosa cuando no hemos perseverado con fe, esperanza y amor.
También entonces Cristo nos invita a experimentar sus sentimientos de
compasión por nosotros y por todos. Su “carga” se nos hace “ligera” al
escuchar y seguir su llamada: “Venid a mí todos los que estáis fatigados y
cargados, que yo os aliviaré” (Mt I 1.28).
La Iglesia vive con María estos sentimientos de Cristo: “Virgen de
vírgenes santas, / llore yo con ansias tantas / que el llanto dulce me sea...; /
haz que su cruz me enamore; / y que en ella viva y more / de mi te y amor
indicio” (tiesta de la Virgen de los Dolores). La “nueva maternidad” de
62
María y de la Iglesia pasa por la cruz, vivida conjuntamente como
desposorio con Cristo. “El divino Redentor quiere penetrar en el animo de
lodo paciente a través del corazón de su Madre santísima, primicia y
vértice de todos los redimidos” (SD 26). Por esto, “cada sufrimiento,
regenerado con la fuerza de esta cruz, se convierte, desde la debilidad del
hombre, en fuerza de Dios” (ib.).

3. Completar a Cristo

Compartir la misma vida de Cristo (Mc 10,38) y vivir en sintonía con


sus sentimientos (Flp 2,5), es una realidad cristiana que transforma al
creyente en “complemento” o prolongación de Cristo en el tiempo. La
realidad eclesial de ser “pleroma” o complemento de Cristo (Ef 1,23) tiene
lugar principalmente cuando se comparte su misma cruz (Col 1,24). “El
quiere, en efecto, asociar a su sacrificio redentor a aquellos mismos que
son sus primeros beneficiarios (Cf. Mc 10,39; Jn 21,18-19; Col 1,24). Eso
lo realiza de forma excelsa en su Madre, asociada más íntimamente que
nadie al misterio de su sufrimiento redentor (cf. Lc 2,35)” (Catecismo de
la Iglesia Católica, n.618).
El misterio de la encamación tiene esta dimensión esponsal de
hacemos consortes y complemento de Cristo. El Padre nos hace partícipes
de la misma vida divina de su Hijo; “Dios envió a su Hijo nacido de
mujer... para que recibiéramos la adopción de hijos” (Gál 4,4-5). Al mismo
tiempo, nos transforma a nosotros en instrumentos de esta vida para
“formar a Cristo” en los demás (Gál 4,19). Este proceso de fecundidad
eclesial pasa por el sufrimiento (Jn 16,20-22; Gál 4,19). María, “la mujer”,
es la figura de la Iglesia que, asociada a Cristo Redentor, se hace ins-
trumento de filiación divina para todos (Gál 4,4-7.26; cf. Ap 12,1).
Poder completar a Cristo significaba, para Pablo, una vida hecho
instrumento de gracia, precisamente por participar en la cruz de Cristo. Sus
sufrimientos apostólicos eran fecundos (Gál 4, 15) porque eran
prolongación de los de Cristo: “Ahora me alegro de mis padecimientos por
vosotros, y suplo en ni carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por el
bien de su cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1,24).
La cruz es la “gloria” del apóstol (Gál 6,14), como “cooperador” de
Cristo (I Cor 3,9). A partir de esta experiencia personal, el apóstol sabrá
guiar a la Iglesia esposa por este camino de desposorio con Cristo
crucificado: “alegraos porque compartís los padecimientos de Cristo, para
63
que también en la manifestación de su gloria os regocijéis alborozados” (1
Pe 4,13).
Esta realidad de poder “completar” la pasión de Cristo se convierte
en luz y en fuerza, especialmente en los momentos de sufrimiento por la
Iglesia y también de parte de la Iglesia. Sólo la presencia amorosa de
Cristo, profundamente sentida en la oscuridad de la fe, puede sostener la
entrega en esos momentos de sufrimiento humanamente inexplicable.
Siempre se encuentran personas e instituciones que, por ser fieles a la
Iglesia, sufren, por una parte, la marginación causada por quienes no
tienen “sentido” ni amor de Iglesia; pero, por otra parte, sufren también la
incomprensión y la acusación de quienes dicen defender a la Iglesia. Así le
pasó al cardenal arzobispo de Milán Andrés Carlos Ferrari, ahora ya
beatificado por la Iglesia.
Es sólo Cristo quien puede comunicar un amor entrañable a la Iglesia,
precisamente cuando se sufre por ella y de ella: “muero de pasión por la
Iglesia” (Santa Catalina de Siena); “al fin, muero hija de la Iglesia” (Santa
Teresa de Avila); “vivo y viviré por la Iglesia, vivo y moriré por ella”
(Beato Francisco Palau). En la tumba del P. Kentenich se lee el mejor
epitafio que le puede caer en suerte a un apóstol: “Amó a la Iglesia” (cf. Ef
5,25).
Por esta participación en los sufrimientos del Señor, los cristianos son
“los brazos de la cruz” de Cristo prolongados en el tiempo (San Ignacio de
Antioquía). Es él quien hizo suya nuestra cruz “cargándola” como propia
(Jn 19,17). Decía un misionero en los últimos momentos de su vida:
“Cristo no tuvo cáncer; en mí tiene cáncer”. Un moribundo recién
bautizado decía a Madre Teresa de Calcuta: “Muero feliz porque así puedo
completar la muerte de Jesús”. Una misionera, en plena juventud y a las
puertas de la muerte, dejó a su comunidad este testamento: “Jesús ha
preferido mi vida a mis obras”.
Cristo continúa sufriendo en cada hermano necesitado. Los creyentes
se convierten en su “humanidad complementaria” (Beata Isabel de la
Trinidad). Cuando se profundiza en esta fe, brotan del corazón expresiones
parecidas a las de San Ignacio de Antioquía: “dejadme ser imitador de la
pasión de mi Dios..., mi amor está crucificado”.
San Pedro invitaba a todos los cristianos a convertirse en “piedras
espirituales” del templo donde se inmola Cristo (1 Pe 2,5): de ahí nace el
gozo de la esperanza: “Habéis de alegraros en la medida en que participéis
en los padecimientos de Cristo, para que en la revelación de su gloria

64
exultéis de gozo” (1 Pe 4,13). Sufrir amando como Cristo es señal de que
“el Espíritu de Dios reposa sobre nosotros” (1 Pe 4,14). La imitación de
Cristo es auténtica cuando incluye el asumir con él el sufrimiento por
amor. Ser con Cristo “sacerdote y víctima... Estas palabras han sido mi
vida en la tierra y espero que serán mi gloria en el cielo” (José María
Lahiguera).
San Pablo ni siquiera intentó esbozar una “teología” sobre el por qué
podemos “completar” a Cristo. El sabía que esta realidad cristiana forma
parte del misterio de la sabiduría de Dios, que se manifiesta en el amor de
Cristo (1 Cor 1,22-24). Por esto se dedicó a vivir y a anunciar “el misterio
(de Cristo) escondido por los siglos en Dios” (Ef 3,9) y “la caridad de
Cristo que supera toda ciencia” (Ef 3,19). Lo importante es que Cristo viva
en el corazón de todo creyente (Ef 3,17); es entonces cuando se vive en él
(Gál 2,20) y se sabe sufrir por él (Col 1,24) para a llegar a triunfar con él
(Rom 8,17).
Por estar injertados en Cristo, nuestra existencia completa la suya
como una página adicional de su biografía. El asumió nuestro sufrimiento
y nuestro gozo en el suyo. “Cristo, en cierto sentido, ha abierto el propio
sufrimiento redentor a todo sufrimiento del hombre... Ha obrado la
redención completamente y hasta el final; pero, al mismo tiempo, no la ha
cerrado. En este sufrimiento redentor, a través del cual se ha obrado la
redención del mundo, Cristo se ha abierto desde el comienzo y constante-
mente se abre a cada sufrimiento humano. Sí, parece que forma parte de la
esencia misma del sufrimiento redentor de Cristo el hecho de que haya de
ser completado sin cesar” (SD 24).
En la conciencia de los santos, manifestada en sus escritos
autobiográficos, había una convicción honda de completar a Cristo con la
propia vida. No se trataba sólo de los grandes sufrimientos, sino también
de los detalles pequeños de todos los días: una sonrisa, un servicio, una
actitud de escucha y de perdón, una actitud constante de servicio y
colaboración para hacer agradable la vida a los demás... Hay incluso un
olvido del propio sufrimiento, para no hacerlo pesar sobre los oíros.
Ofrecer un rostro sereno es también fruto de este sacrificio de donación.
San Ignacio de Loyola en su autobiografía pedía ser “puesto” en
Cristo. En los “Ejercicios” invita a compartir el “dolor con Cristo
doloroso” y el “gozo” de Cristo resucitado. La vida se hace oblación total a
Cristo para poder “pasar todas injurias y todo vituperio y toda pobreza”
por su amor. La vida ya tiene sentido porque se vive como respuesta al

65
amor de Dios en Cristo: “Dadme vuestro amor y gracia, que ésta me
basta”.
Es frecuente encontrar en Iglesias de misión algunos misioneros
ancianos y enfermos que van terminando sus días como una lamparita del
sagrario que está para consumirse. Han hecho obras maravillosas, a veces
un tanto olvidadas (o criticadas) por quienes las disfrutan. Ahora ya sólo
les queda la paz en el corazón y la serenidad en el rostro. Su cruz, amasada
de gozo y de dolor, continúa suscitando, sin grandes propagandas, vocacio-
nes y conversiones.

Recapitulación

 La vida cristiana consiste en compartir la misma vida de Cristo


muerto y resucitado. La “alianza” de Dios con la humanidad tiene sentido
esponsal. La nueva alianza está sellada con la sangre de Cristo. Al
cristiano le ha tocado en suerte beber la misma copa de Cristo, es decir,
compartir su misma vida.
 Las exigencias del seguimiento de Cristo están enmarcados en el
símbolo de la cruz: “Si alguno quiere seguirme, que renuncia a sí mismo,
que tome su cruz y que me siga” (Mc 8,34). El sufrimiento de esta cruz
sólo se comprende a partir de una declaración de amor, que es el punto de
partida de la vocación cristiana. Sólo el amor entiende de donación
sacrificial. Las obras apostólicas marcadas con la cruz no fracasan. El
apóstol, como Pablo, quiere hacer de su vida una prolongación de la vida
de Cristo crucificado: “estoy crucificado con Cristo” (Gál 2,19); “jamás
presumo de algo que no sea la cruz de Cristo...; ya tengo bastante con
llevar en mi cuerpo las llagas de Jesús” (Gál 6,17).
 María es el tipo o figura de la Iglesia en esa asociación esponsal con
Cristo crucificado. Ella sigue siendo modelo y ayuda materna junto a la
cruz. La nueva maternidad de María y de la Iglesia está sellada con la cruz
(Jn 19,25-27).
 La fuerza para afrontar la cruz deriva de la sintonía con los
sentimientos o amores de Cristo (Flp 2.5). En unión con él se comprende
todo su mensaje salvífico iluminado por la cruz y la resurrección. “Si
ahora padecemos con él, seremos también glorificados con él” (Rom 8.17).
Su pobreza, su obediencia, su sacrificio, su humillación y su muerte son
expresiones ele sus actitudes internas de donación.

66
 Sintonizar con los amores de Cristo comporta unirse a sus
sentimientos de alabanza, gratitud y reparación de los pecados del mundo.
Una sociedad de consumo no entiende de sacrificios, de penitencia ni de
reparación, porque tampoco entiende el amor de donación vivido por
Cristo desde la encarnación hasta la cruz. “Cristo amó a su Iglesia y se
entregó en sacrificio por ella” (Ef 5,2). “Sin cruz no tendrás llave para
abrir las puertas del cielo... Dirige todas tus mortificaciones a humillar tu
amor propio y hacerte dueño de ti mismo... Sufre por Dios..., sufre en
silencio, y nadie podrá quitarte el mérito” (Beato Pedro Poveda).
 La fe cristiana en la encarnación del Verbo y en la redención pone de
manifiesto la dignidad del ser humano “injertado” en Cristo y redimido por
él. Dios “salva al hombre por medio del hombre”, decían los Santos
Padres. Todo redimido por Cristo completa a Cristo en su vida, pasión,
muerte y resurrección (Col 1,24; Ef 1,23). Por esto dice San Pedro:
“Habéis de alegraros en la medida en que participéis en los padecimientos
de Cristo, para que en la revelación de su gloria exultéis de gozo” (1 Pe
4,13).
 Los cristianos prolongamos la cruz de Cristo en el espacio y en el
tiempo. El sufrimiento de Cristo y el nuestro forman una sola cruz: la del
“Cristo total”. “Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros, y
suplo en ni carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por el bien de su
cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1,24).

67
VI. EL MARTIRIO CRISTIANO

1. Gastarse por Cristo para ser su “testigo”

Repetidas veces el Señor calificó a sus discípulos de “testigos”


(“mártires”), indicando que su vida estaba orientada a dar “testimonio”
(“martirio”) de él y de su mensaje evangélico: “Vosotros daréis testimonio,
porque desde el principio estáis conmigo” (Jn 15,27); “seréis mis testigos...
hasta el extremo de la tierra” (Hech 1,8). El día de Pentecostés, después de
haber recibido la fuerza del Espíritu Santo, San Pedro anunció: “Nosotros
somos testigos” (Hech 2,32).
El testigo de Cristo se hace transparencia suya a través de las
dificultades y de la cruz. Jesús no ocultó a sus discípulos la realidad
dolorosa del seguimiento evangélico y de la misión apostólica: “Os
entregarán a los tribunales y os azotarán en sus sinagogas; y por mi causa
seréis llevados ante gobernadores y reyes, para que deis testimonio ante
ellos y ante los gentiles. Mas cuando os entreguen, no os preocupéis de
cómo o qué vais a hablar. Lo que tengáis que hablar se os comunicará en
aquel momento. Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el
Espíritu de vuestro Padre el que hablará en vosotros” (Mt 10,17-20).
Si Cristo, el Maestro, fue llevado a la cruz, sus discípulos no
encontrarán mejor acogida: “El siervo no es mayor que su señor; si me
persiguieron a mí, también os perseguirán a vosotros” (Jn 15,20). La vida
marcada por la cruz parece un fracaso, pero, en realidad, es el único
camino del éxito definitivo. “En el mundo habéis de tener tribulación, pero
confiad: yo he vencido al mundo” (Jn 16,33).
Este “testimonio” evangélico de los seguidores de Cristo ha sido
calificado con palabra griega “martirio” (“testimonio”). Juan, en el
Apocalipsis, se presenta como “testigo” (“mártir”) (Ap 1,2.9), y narra entre
otras pruebas eclesiales el “martirio” de los que son fieles a Cristo hasta
68
dar su vida por él (Ap 6,9; 7,9-14). De modo particular, Juan hace alusión
al martirio de Pedro y Pablo en Roma: los “dos testigos” (Ap 11,1-13). Su
sangre ya se ha mezclado con la sangre del Cordero y, por ello, forma con
él un mismo sacrificio (cf. Ap 6,9; Heb 9,14).
Esta condición “martirial” de la Iglesia forma parte de su identidad,
como consorte o esposa de Cristo. Para llegar a las bodas del encuentro
definitivo (Ap 19,7), la Iglesia ha “blanqueado su túnica en la sangre del
Cordero” (Ap 7,14). María, la Madre de Jesús, “vestida de sol”, es “la gran
señal”, figura de la Iglesia que se reviste plenamente de Cristo Esposo (Ap
12,1). Por esto, la Iglesia corre la misma suerte de María, asociada a Cristo
junto a la cruz.
El camino histórico de la Iglesia será siempre de cruz y de martirio,
para poder llegar a la fecundidad materna (gozosa y dolorosa) de la misión
(Jn 16,20-22). La Iglesia se encuentra siempre “en estado de persecución
-ya sea en los tiempos antiguos, ya sea en la actualidad-, porque los
testigos de la verdad divina son entonces una verificación viva de la acción
del Espíritu de la verdad, presente en el corazón y en la conciencia de los
fieles, y a menudo sellan con su martirio la glorificación suprema de la
dignidad humana” (DEV 60; Cf. Mc 13,9).
Las páginas de la historia de la Iglesia están llenas de mártires. Las
Actas de los Mártires de los primeros tiempos muestras la característica
principal y esencial del martirio cristiano: morir amando y perdonando.
El primer mártir cristiano, el diácono San Esteban, no hizo más que
dar “testimonio” de Jesús, primero con su anuncio audaz y luego
ofreciendo su vida. No bastaría con la defensa de una verdad cristiana. Lo
original del martirio cristiano es la prolongación de la actitud oblativa de
Jesús en la cruz: donación sacrificial en manos del Padre y perdón de los
hermanos. Tal vez no hubiera sucedido la conversión de Saulo (que guar-
daba la ropa de los agresores) si Esteban no hubiera muerto perdonando,
con actitud de fe, esperanza y caridad.
El martirio cristiano puede ser cruento e incruento. Derramar la
sangre amando en un momento de violencia es imposible sin la gracia de
Dios. Gastar la vida afrontando las dificultades cotidianas con amor
presupone, de hecho, la misma gracia. Ha habido siempre muchos
cristianos que han corrido el riesgo de perder la vida. Lo importante es la
actitud martirial permanente de darse del todo y de gastar la vida por amor
a Cristo crucificado. Las formas de martirio, especialmente del incruento,
pueden variar indefinidamente. Una sociedad consumista no quiere

69
mártires; le basta con marginar, denigrar, intimidar e inutilizar a los que
deciden ser fieles a Ja verdad y al amor.
Un cristiano auténtico y coherente no quiere ser esclavo de ningún
poder humano: imperios, ideologías, grupos de presión, bienestar
desenfrenado, dominio económico... “Nada absolutamente antepongan a
Cristo” (San Benito). Esta actitud cristiana será siempre una realidad
molesta y, al mismo tiempo, necesaria. En cualquier circunstancia de
opresión, el testigo en Ja fe, gracias a la acción del Espíritu Santo, está
dispuesto a dar la vida amando y perdonando. Todo cristiano sabe muy
bien que el martirio, de cualquier género que sea, es un don de Dios. No
existen los superhombres. El martirio no se improvisa. A cada uno le basta
saber que en esos momentos de prueba es Cristo quien se hace presente y
es el Espíritu Santo quien comunica las palabras que hay que decir (Mt
10,20).
La fuerza del martirio estriba en el amor de Cristo, que dio su vida
por sus amigos. Su actitud oblativa sostiene la marcha martirial de la
Iglesia. “Así como Jesús, el Hijo de Dios, manifestó su caridad ofreciendo
su vida por nosotros, nadie tiene un mayor amor que el que ofrece la vida
por él y por sus hermanos (cf. 1 Jn 3,16; Jn 15,13). Pues bien, ya desde los
primeros tiempos algunos cristianos se vieron llamados, y continuamente
se encontrarán otros llamados a dar este máximo testimonio de amor
delante de todos, principalmente delante de los perseguidores. El martirio,
por consiguiente, con el que el discípulo llega a hacerse semejante al
Maestro, que aceptó libremente la muerte por la salvación del mundo,
asemejándose a él en el derramamiento de su sangre, es considerado por la
Iglesia como un supremo don y la prueba mayor de la caridad.
Y si ese don se da a pocos, conviene que todos vivan preparados para
confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirle por el camino de la
cruz en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia” (LG 42).
El espíritu de la misión en la vida de los grandes misioneros como
Francisco de Asís, Domingo de Guzmán. Francisco Javier, Teresa de
Lisieux, Carlos de Foucauld y tantos otros, es actitud permanente de
donación martirial. La historia de la evangclización está sembrada de
mártires. Sin ellos difícilmente se hubiera implantado la Iglesia. “La
prueba suprema es el don de la vida, hasta aceptar la muerte para
testimoniar la le en Jesucristo. Como siempre en la historia cristiana, los
'mártires’, es decir, los testigos, son numerosos e indispensables para el
camino del Evangelio. También en nuestra época hay muchos: obispos,
sacerdotes, religiosos y religiosas, así como laicos; a veces héroes
70
desconocidos que dan la vida como testimonio de la fe. Ellos son los
anunciadores y los testigos por excelencia” (RMi 45).
El “martirio” es más necesario cuando se trata del primer anuncio
entre los que todavía no han oído hablar del Evangelio: “El que anuncia el
Evangelio entre los gentiles dé a conocer con confianza el misterio de
Cristo, cuyo legado es, de suerte que se atreva a hablar de él como
conviene, no avergonzándose del escándalo de la cruz. Siguiendo las
huellas de su Maestro, manso y humilde de corazón, manifieste que su
yugo es suave y su carga ligera. Dé testimonio de su Señor con su vida
enteramente evangélica, con mucha paciencia, con longanimidad, con
suavidad, con caridad sincera y, si es necesario, hasta con la propia sangre”
(AG 24).
Hay muchos mártires sin “pedestal” ni “galería”. Los mártires
cristianos no pertenecen a ninguna opción ideológica ni partidista. “Es
admirable y alentador comprobar el espíritu de sacrificio y abnegación con
que muchos pastores ejercen su ministerio en servicio del Evangelio, sea
en la predicación, sea en la celebración de los sacramentos o en la defensa
de la dignidad humana, afrontando la soledad, el aislamiento, la incom-
prensión y, a veces, la persecución y la muerte” (Puebla 668).
Juan Pablo II, en sus viajes apostólicos, siempre ha querido detenerse
a orar en la tumba de tantos apóstoles y misioneros mártires, un tanto
olvidados cuando ha pasado la novedad de la noticia. Junto a la tumba del
obispo Oscar Romero quiso dejar constancia de que el martirio cristiano
incluye siempre el perdón y es una llamada a la reconciliación.
Los amigos de Cristo saben bien ese trato doloroso que el Señor
reserva a los suyos. A Juan Bautista le cupo en suerte ser el precursor,
preparando el camino al Mesías y sellando su testimonio con su sangre, A
Lázaro, amigo de Cristo, el Señor le resucitó para volver a reemprender el
camino de la vida mortal. Pero la predilección por Juan Bautista consiste
en hacerle testigo de Cristo por una muerte profética y sacrificial.
Dar la vida es la prueba suprema del amor (Jn 15,13). Cristo la dio
por nosotros. El creyente está dispuesto a darla por él y por los hermanos.
Muchas veces habrá que optar heroicamente por el amor de donación
desprendiéndose de sí mismo y de las propias ventajas. Esta actitud
permanente transforma la vida en signo de la donación sacrificial de
Cristo. La victoria del amor sobre la vida y sobre la muerte es actitud
martirial que Cristo (presente en los que le aman) hace posible en cada
circunstancia de lugar y tiempo.

71
El “difundir la luz de la vida con toda confianza y fortaleza
apostólica” puede reclamar a veces el precio de “derramar la propia
sangre” (Dignitatis humanae 14). El apóstol ha hipotecado la vida para
gastarla en el anuncio del Evangelio. El modo cruento o incruento de este
testimonio o “martirio” se deja a la iniciativa de Cristo, para vivir a la
sorpresa de Dios. Una misionera que partía ilusionada de nuevo para la
misión, cayó enferma gravemente; antes de morir dijo a los que le
acompañaban: “Jesús es siempre sorprendente”.

2. Fecundidad martirial: fuerza en la flaqueza

El martirio cristiano de todas las épocas deja también al descubierto


la fragilidad humana de la Iglesia. El poder humano parece vencer, pero
cuando no nace del amor es caduco. La fuerza de los seguidores de Cristo
está en el amor. La gracia divina transforma la debilidad humana en poder
sobrehumano. Pablo, “en medio de las persecuciones”, dice así: “La fuerza
se pone de manifiesto en la debilidad; muy gustosamente, pues, continuaré
gloriándome en mis debilidades, para que habite en mí la fuerza de
Cristo..., pues cuando parezco débil, entonces es cuando soy fuerte” (2 Cor
12.9-10).
La fuerza del martirio nace también de saber que Cristo está contento
por la confianza que ponemos en él cuando parece que todo falla: “Todo lo
puedo en aquel que me conforta” (Flp 4,13). El apóstol se ha ido
acostumbrando a vivir de las alegrías y de los amores de Cristo. Esta
vivencia es la fuente de la fortaleza martirial.
Toda la vida cristiana, y especialmente el camino de la con-
templación, de la perfección y de la misión, está marcada con la cruz. Se
sigue a Cristo en sintonía con sus amores y vivencias, que le llevaron al
“anonadamiento” de una muerte redentora asumida por obediencia al
Padre (cf. Flp 2.5-7), “La misión recorre este mismo camino y tiene su
punto de llegada a los pies de la cruz” (RMi 88). Es entonces cuando se
expresa “el máximo testimonio del amor” (PO 11).
El “martirio” tiene valor apologético (Hech 1,8) y es “semilla de
cristianos” (Tertuliano). Por el hecho de nacer del amor de Cristo, que
“murió por todos” (2 Cor 5,14), el martirio supera la muerte, trasciende
esta vida terrena y vence la opresión sin destruir la persona del opresor. El
perseguido (como Saulo) queda vencido por el amor e invitado a recibir la
liberación cristiana, que le desliga del odio y del pecado.
72
San Ignacio de Antioquía afrontó el martirio deseando ser pan de
Cristo, partícipe de su inmolación. Los dientes de las fieras serían el
molino para triturar el trigo y convertirlo en pan de vida: “Trigo soy de
Dios, y por los dientes de las fieras he de ser molido, a fin de ser
presentado como limpio trigo de Cristo” (Carta a los romanos). La
eucaristía construye a la Iglesia como comunidad martirial y virginal.
La imagen del granito de trigo, que aparentemente muere en el surco
para poder producir la espiga (cf. Jn 12,24), expresa la realidad misma de
Jesús, que muere en la cruz y resucita. Pero es también una imagen que
refleja la realidad de cuantos, por seguirle, entregan su vida en holocausto:
“El que aborrece su vida en este mundo, la guardará para la vida eterna. Si
alguno me sirve, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi
servidor” (Jn 12,25-26). El premio que promete Jesús es, pues, el de
compartir su misma suerte y su mismo amor. La pequeñez del granito de
trigo oculta una fuerza grandiosa, que sólo puede liberarse hundiéndose en
la tierra. Muchas situaciones humanas y eclesiales sólo tienen solución a
partir de una actitud de perderlo todo por Cristo. Pero esto no será nunca
una moda ni tendrá lógica humana. Es la lógica de la cruz.
El oro tiene que purificar su escoria pasando por el fuego del crisol:
“Vuestra fe, probada, más preciosa que el oro, que se corrompe aunque
acrisolado por el fuego, aparezca digna de alabanza, gloria y honor en la
revelación de Jesucristo” (1 Pe 1,7). Es esta fe purificada la que convierte
a los cristianos en piedras vivas del mismo templo que es Cristo (quien es
también la piedra angular), como parte integrante de su mismo holocausto.
“Acercaos a él —nos recuerda San Pedro—, piedra viva rechazada por los
hombres, pero escogida y preciosa para Dios. Así también vosotros, como
piedras vivas, os erigís en casa espiritual y constituís un sacerdocio
consagrado para ofrecer, por medio de Jesucristo, sacrificios espirituales
agradables a Dios” (I Fe 2,5).
La fuerza y la fecundidad del sufrimiento y de la cruz se manifiestan
principalmente en esa actitud martirial de arriesgarlo todo por amor. La
propia debilidad, como la de Cristo en Getsemaní, convertida en
instrumento dócil de la voluntad salvífica del Padre, confiere la serenidad
del corazón. El miedo incontrolable y la huida nacen del odio, de la
agresividad y del desprecio. Cuando se ama a los que persiguen, a
imitación de Jesús y con su ayuda, entonces se recibe la misma fuerza de
Dios Amor, que “hace salir su sol sobre buenos y malos” (Mt 5,45). Esa
fuerza de la verdad, vivida y anunciada por amor, constituye la fuerza

73
irresistible de las bienaventuranzas. “La doctrina de la cruz... es poder de
Dios” (1 Cor 1,18).
Tal vez nuestras comunidades cristianas no están preparadas para
recibir a las personas que de algún modo ya han sido tocadas por Cristo.
Falta la actitud martirial de las bienaventuranzas. “Cada convertido es un
don hecho a la Iglesia y comporta una grave responsabilidad para ella...,
porque, especialmente si es adulto, lleva consigo como una energía nueva,
el entusiasmo de la fe, el deseo de encontrar en la Iglesia el Evangelio
vivido. Sería una desilusión para él si después de ingresar en la comunidad
eclesial encontrase en la misma una vida que carece de fervor y sin signos
de renovación. No podemos predicar la conversión si no nos convertimos
nosotros mismos cada día” (RMi 47).
La humildad cristiana, si es auténtica, tiene la fuerza irresistible de la
verdad. Ante el tribunal de Pilato. Cristo atado y humillado reconoce la
autoridad del juez y. sin despreciarle ni humillarle, le habla con la audacia
de quien ha venido “para dar testimonio de la verdad” (Jn 18.37). La
verdad, para hacerse transparente y eficaz, necesita la humildad audaz,
magnánima y caritativa del testigo. “De todo evangelizador se espera que
posea el culto a la verdad, puesto que la verdad que él profundiza y
comunica no es otra que la verdad revelada y. por tanto, más que ninguna
otra, forma parte de la verdad primera que es el mismo Dios. El predicador
del Evangelio será aquel que, aun a costa de renuncias y sacrificios, busca
siempre la verdad que debe transmitir a los demás. No vende ni disimula
jamás la verdad por el deseo de agradar a los hombres, de causar asombro,
ni por originalidad o deseo de aparentar. No rechaza nunca la verdad. No
oscurece la verdad revelada por pereza de buscarla por comodidad, por
miedo. No deja de estudiarla. La sirve generosamente, sin avasallarla” (EN
78).
San Pedro Chanel estuvo cuatro años evangelizando a los indígenas
de la isla de Futuna (Oceanía). Su acción apostólica se desenvolvía en
medio de una hostilidad inimaginable. Durante esos años no pudo bautizar
a nadie. Cuando ya tenía un pequeño grupo de catecúmenos, fue
martirizado. Su sangre consiguió lo que no había conseguido su debilidad
desarmada: toda la isla se convirtió después de su martirio. Dios no olvida
a sus mártires.
Desde los tiempos apostólicos, la virginidad cristiana se ha
relacionado con el martirio. Los mártires han corrido la suerte de Cristo, el
Cordero inmolado. Son la expresión de la Iglesia “virgen”, esposa fiel a
Cristo, el Esposo crucificado. Por esto en el cielo “cantan un cántico
74
nuevo... y siguen al Cordero adondequiera que va” (Ap 14,3-4). “La
virginidad por el Reino se traduce en múltiples frutos de maternidad según
el espíritu. Precisamente la misión ad gentes les ofrece un campo
vastísimo para entregarse por amor de un modo total e indiviso” (RMi 70).
Los servicios humildes de Iglesia, especialmente por parte de
personas consagradas o que se han decidido por el seguimiento evangélico
y la “vida apostólica”, tienen el valor de martirio incruento: parroquias,
hospitales, escuelas, servicios comunitarios, familia... Son campos de
caridad y de misión, que no se pueden contabilizar porque carecen de
haremos y de poderes humanos. Hay muchas vidas anónimas que, como
Teresa de Lisieux o Juan Bautista María Vianney, van dejando por donde
pasan retazos de vidas consagradas al desposorio con Cristo. “Es para
alabar a Dios mucho los millares de almas que convertirán los mártires”
(Santa Teresa de Jesús).
En los campos de misión “ad gentes”, en los conventos de clausura,
en la investigación y docencia de la verdad, en innumerables campos
apostólicos, hay muchos apóstoles que participan del “gozo pascual” de
Cristo muerto y resucitado. Parecen, a veces, marginados por la misma
comunidad eclesial. Pero son ellos los que escriben, en el corazón de Dios,
las mejores páginas de la historia martirial y misionera de la Iglesia. Son
también ellos los que, sin intentarlo directamente, renuevan la Iglesia
amándola incondicionalmente, para que en su faz resplandezca el misterio
pascual de Cristo. Son las personas más felices, porque se sienten amadas
y acompañadas por Cristo, y capacitadas para amarle y hacerle amar, del
todo y sin fronteras.

3. Morir amando y perdonando

El sermón de la montaña resume la actitud martirial cristiana, la de


Cristo y la de sus fieles seguidores. Ante cualquier dificultad e incluso ante
las persecuciones, la actitud de Jesús es clara y comprometida: “amar...,
hacer el bien..., bendecir..., orar” (Lc 6,27-28; Mt 5,44). Sólo a través de
esta actitud el cristiano deja transparentar su filiación divina participada de
Cristo: “para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos” (Mt
5,45).
En una vida entregada al Evangelio, lo que destaca más es la actitud
de perdón, según la enseñanza y el ejemplo de Jesús (Lc 23,34; Mt 6,14-
15). Las bienaventuranzas, el “Padre nuestro” y el mandato del amor se
75
resumen en una decisión de vivir y morir amando y perdonando. El mal
sólo se vence amando: “No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al
mal con el bien” (Rom 12,21).
La historia de los mártires cristianos será siempre impresionante. Se
podrá discutir sobre el motivo que tuvieron los perseguidores para tronchar
tantas vidas en flor. Se podrá preguntar incluso por qué el cristianismo
suscita, en cada época, tanta persecución y tanto heroísmo, tanto odio y
tanto amor. Pero lo que queda siempre claro es la actitud inexplicable de
perdón, de esperanza y de amor. Sin esta actitud no habría martirio cris-
tiano.
Jesucristo es siempre el prototipo del martirio, como donación total
en aras de la obediencia al Padre (Flp 2,5-8), para convertirse en “rescate”
por la salvación de todos (Mt 20,28; Me 10,45). Su muerte es sacrificial
(Heb 9.22), como suprema prueba del amor (Jn 15.13) hacia los que
quieren quitarle la vida. Por esta actitud de perdón y de amor se demuestra
que propiamente nadie le quita la vida, sino que es él quien la da
gratuitamente (Jn 10,11 -18).
El martirio cristiano es posible porque Cristo vive en los suyos. Vivir
de su “misma vida” (Jn 6.57; 15.5) comporta vivir y morir amando como
él. La vida cristiana, especialmente en los momentos de sufrimiento y de
muerte, se convierte en asociación esponsal con Cristo: “ya sea que
vivamos, ya sea que muramos, pertenecemos al Señor” (Rom 14.8). Así se
comparte con él la misma “copa” de bodas (Jn 18,11).
La propia cruz, asumida por amor, “completa” la cruz de Cristo,
prolongándole en el tiempo (Col 1,24). Por esto el mártir cristiano no sólo
muere amando y perdonando, sino que vislumbra, con su fe y su
esperanza, que su donación será fecunda para el bien de la humanidad: “la
esperanza no quedará confundida” (Rom 5.5).
En el martirio cristiano participamos todos. Los mártires dan su vida
por amor, gracias a la fuerza recibida de Cristo y de todo su cuerpo
místico. Por la comunión de los santos, todos ayudamos a los demás
hermanos en todas las etapas de su peregrinación. Por esta misma
comunión, todos participamos en el fruto de la vida y de la muerte de los
demás. Un mártir es fruto de una comunidad cristiana que vive en el amor;
y de este modo el mártir se convierte en instrumento y estímulo de amor
para toda te comunidad cristiana y para toda la comunidad humana.
La muerte martirial de Cristo asumió la vida y la muerte de cada ser
humano que no se cierre al amor. Por esto se llama muerte “vicaria”. Es el
76
sacrificio del “Siervo del Señor” (Is 5253), que ofrece su vida como
rescate o liberación de todos (Mt 20,28).
El martirio cristiano participa de esta muerte “vicaria” de Cristo.
Gracias al mártir cristiano, muchas personas de buena voluntad, que han
dado la vida por un ideal, participan también en la gracia del martirio
cristiano. La muerte martirial de San Maximiliano Kolbe en el campo de
exterminio ciertamente asumiría en Cristo el sufrimiento y la muerte de
otros compañeros cristianos o no cristianos. Por esto, cuando se canoniza
un mártir cristiano no sólo no se infiere ninguna humillación a otras
personas honradas que también dieron su vida, sino que se pone en
evidencia que la muerte “vicaria” de Cristo continúa siendo una realidad a
través de los mártires cristianos. Es el “cántico nuevo” que, por seguir
esponsalmente a Cristo, sólo ellos pueden cantar (Ap 14,3) para el bien de
toda la humanidad redimida. Su oblación sacrificial de caridad (agapé) es
también una transformación de la muerte de los demás.
En el “martirio” aparece la necesidad prioritaria del testimonio
cristiano para la evangelización del mundo actual. “El hombre
contemporáneo cree más en los testigos que en los maestros...; el
testimonio de vida cristiana es la primera e insustituible forma de misión”
(RMi 42; cf. n.43-45). “Este testimonio constituye ya de por sí una
proclamación silenciosa, pero también muy clara y eficaz, de la buena
nueva” (EN 21). “Hoy más que nunca el testimonio de vida se ha
convertido en una condición esencial con vistas a una eficacia real de la
predicación. Sin andar con rodeos, podemos decir que en cierta medida
nos hacemos responsables del Evangelio que proclamamos” (EN 76).
La “nueva evangelización” consiste en la renovación de la
comunidad cristiana para responder a los desafíos actuales de una
evangelización sin fronteras: “Dios abre a la Iglesia horizontes de una
humanidad más preparada para la siembra evangélica. Preveo que ha
llegado el momento de dedicar todas las fuerzas eclesiales a la nueva
evangelización y a la misión ad gentes. Ningún creyente en Cristo,
ninguna institución de la Iglesia puede eludir este deber supremo: anunciar
a Cristo a todos los pueblos” (RMi 3; cf. n. 33,38).
Toda renovación cristiana es como el eco y transparencia del sermón
de la montaña y supone una disponibilidad para arriesgarlo todo por
Cristo. No hay cristianismo sin cruz ni hay renovación eclesial sin
martirio.

77
Cuando la comunidad cristiana no tiene esta actitud martirial de las
bienaventuranzas, no está preparada para recibir en su seno la “mies
abundante” (Mt 9,37) y las “otras ovejas” que son también del Buen Pastor
(Jn 10,16). Un cambio fuerte en la sociedad y en una época determinada
(como es el paso a un nuevo milenio) reclaman un signo más claro de los
valores evangélicos. Al faltar este signo, se buscan sucedáneos y quimeras
de falsos milenarismos.
En algunas regiones llevar públicamente el signo de la cruz comporta
un riesgo permanente de violencias por parte de grupos fundamentalistas.
Confunden la cruz con un signo partidista de una “religión”. Pero en esas
mismas regiones se puede observar que la gente sencilla ve en este signo
cristiano la “memoria” de alguien que dio la vida por toda la humanidad:
algunos se acercan para pedir que se les hable de Jesús.... casi como
cuando dijeron a los apóstoles: “Queremos ver a Jesús” (Jn 12,21). La
actitud martirial de los misioneros es actitud de sencillez, que sabe
convivir, insertarse, inculturarse, compartir con todos, porque se vive de la
alegría de ser “testigos” de Cristo crucificado y resucitado.

Recapitulación

 El martirio es una concretización de la vida cristiana habitual. que


tiene lugar en un momento peculiar: cuando el testimonio evangélico se
puede cobrar la propia sangre. Lo importante es la actitud permanente de
ofrecerse para prolongar los brazos de Cristo crucificado. En el corazón se
oye la voz de Cristo: “por mi causa” (Mt 10.17); “no tengas miedo...
porque yo estoy contigo” (Hech 18,9-10). La actitud relacional con Cristo
(“oración”) se traduce en afrontar el sufrimiento amando como él: “orar y
sufrir; en todas las circunstancias, caridad” (Luis Guanella).
 La Iglesia, como Esposa de Cristo, está siempre en “estado de
martirio”, como consecuencia de la promesa del Señor. Ello no es más que
compartir la misma suerte del Esposo. La historia eclesial confirma esta
profecía y ofrece la mejor explicación del hecho martirial cristiano. “Nadie
tiene mayor amor que quien da la vida por sus amigos” (Jn 15,13). “Es
menester más ánimo para llevar camino de perfección que para ser de
presto mártires” (Santa Teresa de Jesús).
 Ser mártir por Cristo significa dar la vida por él para atestiguar la fe.
en una actitud permanente de amor y de perdón. Esto sólo es posible con
la gracia del Espíritu Santo, que Cristo comunica a los que se abren a él. El
78
martirio es un don de Dios. Es optar por amor entre los intereses salvíficos
de Dios Amor y la propia vida. “El Espíritu de vuestro Padre es quien
hablará por vosotros” (Mt 10,20).
 La fuerza del cristianismo aparece siempre a través de la cruz. En el
martirio se intenta reducir a silencio y a pavesas el testimonio cristiano.
Saber “perder” es el mejor modo de ganar sin destruir a nadie. “Cuando
parezco débil, entonces es cuando soy fuerte” (2 Cor 12,10). “La doctrina
de la cruz es poder de Dios” (1 Cor 1,18).
 Ha sido una opinión permanente de la Iglesia la de que toda acción
evangelizadora estable (como la de fundar una comunidad eclesial)
necesita la sangre de los mártires (Vietnam, Corea, Japón, América
Latina...). No se trata de buscar directamente el martirio, sino que basta
con afrontar la vida de santificación y de apostolado asumiendo todas las
posibles consecuencias. Así se explica el ansia de martirio de los grandes
misioneros. De Santo Domingo decía que “deseaba ser flagelado,
despedazado a trozos y morir por la fe de Cristo” (Proceso de
canonización).
 La eucaristía es el punto de referencia del mártir cristiano: su vida
“anonadada” se convierte en pan eucarístico, “pan partida” para todos
(Beato Antonio Chevrier), pan de vida eterna. Como “el granito de trigo”...
(Jn 12,24).
 El “fracaso” humano durante las persecuciones es garantía de que las
cosas cambiarán radicalmente, orientándose hacia la caridad. En las
grandes mieses que hoy se cosechan hay muchas semillas que se
sembraron anteriormente para morir silenciosamente en el surco.
 El desposorio con Cristo, especialmente por la virginidad, pobreza y
obediencia evangélica, es la actitud martirial más fecunda en la Iglesia.
“Si alguno me sirve, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi
servidor” (Jn 12.26). “Siguen al Cordero adondequiera que va” (Ap 14.4).
 A la luz de Cristo, que murió amando y perdonando, el martirio
cristiano es tal sólo cuando se afronta con actitud de amor y de perdón.
Cristo es el punto de referencia. Cuando no hay la señal del perdón y de la
reconciliación, no existe la presencia y el mensaje de Jesús. “Amad... para
que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5.44-45).
 Todos los sufrimientos de la humanidad quedan asumidos por Cristo
crucificado y por sus “mártires”, para transformarlos en oblación ofrecida
a Dios Amor para la liberación integral de toda la humanidad. La muerte
79
“vicaria” de Cristo manifiesta el misterio de la comunión de los santos. No
se pierde ningún sufrimiento que haya sido acompañado por el amor,
porque todo forma parte del martirio de Cristo y de sus seguidores. “El
Hijo del hombre ha venido... para servir y dar su vida en rescate por todos”
(Mt 20,28). “Completo lo que falta a los sufrimientos de Cristo por el bien
de su cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1,24).
 María, “Reina de los mártires”, enseña y ayuda a la Iglesia a vivir de
un “fiat” permanente, expresado en el gozo del “Magníficat”, para
compartir esponsalmente (como “mujer de pie junto a la cruz”) el
momento culminante de Cristo Esposo, muerto y resucitado. La Iglesia,
“con María y como María” (RMi 92), se hace transparencia de Cristo,
como “mujer vestida de sol” (Ap 12,1), por esta actitud martirial de
compartir la misma vida y muerte de Cristo.

80
VII. CONSTRUIR UNA “NUEVA TIERRA”

1. Construir la historia amando

Asumir la propia cruz, en unión con Cristo, es el único camino para


comprometerse en la construcción de la historia personal y comunitaria de
la humanidad. Huir de la cruz, desalentarse o adoptar una actitud violenta
no conduce a nada constructivo. La cruz, para el cristiano, no es un simple
madero ni un simple sufrimiento, sino la actitud de donación en las
dificultades.
La historia sólo se construye amando. Cristo, por medio de los que
comparten la vida con él, sigue “atrayendo todo a sí” (Jn 12,32). Como
Verbo encamado y como redentor crucificado, es el centro de la creación y
de la historia, porque “todo ha sido creado por él” (Jn 1,3) y “todo subsiste
en él” (Col 1.17).
En los cambios profundos de la historia se encuentra siempre la
sombra de la cruz, es decir, personas que se han entregado plenamente al
amor de Dios y de los hermanos, por encima de “sus propios intereses”
(Flp 2.21), porque “los que son de Cristo han crucificado sus apetitos
desordenados junto con sus pasiones y apetencias” (Gál 5.24).
Los cambios violentos, que no nacen de la caridad, como cualquier
tipo de dictadura ideológica o práctica, son caducos: al caer esos cambios
por su propio peso, a veces después de largas décadas, las aguas vuelven a
su cauce primitivo. Lo único que construye la historia es el amor
crucificado.
Trabajamos por “un cielo nuevo y una tierra nueva” (Ap 21,1), donde
definitivamente “reinará la justicia” y el amor (2 Pe 3,13). “La figura de
este mundo, afeada por el pecado, pasa: pero Dios nos enseña que nos
prepara una nueva morada.... cuya bienaventuranza es capaz de saciar y

81
rebasar todos los anhelos de paz que surgen en el corazón humano” (GS
39).
Esta esperanza cristiana es crucificada, porque asume la realidad
difícil y dolorosa, amándola, para transformarla desde dentro. “La espera
de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar, la
preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva
familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del
siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso
temporal y crecimiento del Reino de Cristo, sin embargo el primero, en
cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en
gran medida al Reino de Dios” ((JS 39).
La esperanza cristiana se apoya en Cristo, muerto y resucitado, que
“ha penetrado los cielos” (Heb 4,14). Es como el “áncora”, que impide que
el barco sea arrastrado por el oleaje violento (Heb 6,19). Cristo, en la cruz,
todavía pudo resumir todo su mensaje evangélico de perdón, esperanza y
donación total. Todo acontecimiento puede ser cambiado por un amor
crucificado. Los hechos “irreversibles” no han existido nunca. Toda
persona es recuperable si hay algún hermano que se da por ella; las
personas incorregibles, mientras le quede un segundo de vida, todavía
pueden “cambiar” radicalmente hacia el amor y reparar con creces el
pasado.
Esos cambios históricos, comunitarios y personales, sólo son posibles
por medio de la cruz. Siempre se puede esperar “una nueva humanidad que
en Jesucristo, por medio del sufrimiento de la cruz, ha vuelto al amor”
(DEV 40).
La eficacia verdadera no es inmediata. Cuando se siembra la verdad
con amor, aunque sea por medio del sufrimiento, es como la buena semilla
que se echa en el surco, dispuesta a perderse para poder fructificar a su
tiempo (Jn 12,24). Confiar en la eficacia inmediata equivale a toparse con
la frustración de unas manos vacías. “La doctrina de la cruz... es poder de
Dios” (1 Cor 1,18). Es verdad que es un poder desarmado, pero que
también es capaz de desarmar y desmantelar todo poder humano que no
haya nacido del amor.
El trabajo humano, a pesar de la fatiga y de las frecuentes injusticias
que le rodean, todavía puede recuperarse y hacerse constructivo de “una
vida más humana” (GS 38). El sufrimiento que a veces acompaña el
trabajo, si se asocia a la cruz de Cristo, redime al trabajo y al trabajador.

82
Cualquier trabajo humano se puede convertir en continuación de la
creación y en complemento de la redención, si se vive en la perspectiva de
la cruz y de la resurrección de Cristo. “En el misterio pascual está
contenida la cruz de Cristo... Id sudor y la fatiga, que el trabajo
necesariamente lleva en la condición actual de la humanidad, ofrecen al
cristiano y a cada hombre, que ha sido llamado a seguir a Cristo, la
posibilidad de participar en el amor a la obra que Cristo ha venido a
realizar... Soportando la fatiga del trabajo en unión con Cristo crucificado
por nosotros, el hombre colabora en cierto modo con el Hijo de Dios en la
redención de la humanidad. En el trabajo humano el cristiano descubre una
pequeña parte de la cruz, de Cristo y la acepta con el mismo espíritu de
redención con el cual Cristo ha aceptado su cruz, por nosotros. En el
trabajo, merced a la luz, que penetra dentro de nosotros por la resurrección
de Cristo, encontramos siempre un tenue resplandor de la vida nueva, del
nuevo bien, casi como un anuncio de los ‘nuevos cielos y otra tierra
nueva’, los cuales precisamente mediante la fatiga del trabajo son
participados por el hombre y por el mundo” (Lc 27).
La paz y el progreso se construyen amando. Las dificultades pueden
transformarse en nuevas posibilidades de convivencia humana auténtica.
Cualquier dificultad, aun antes de llegar a ser una injusticia, es una
indicación de que algo debe completarse. Una “paz” de cementerio y una
“paz” de dictadura o de intimidación no es más que un sucedáneo de la
verdadera paz. Querer conseguir un triunfo por medio de la violencia o de
la guerra no es más que prolongar y agravar las dificultades.
La única actitud constructiva y gozosa es la de la cruz. “Uniendo el
propio sufrimiento por la verdad y por la libertad al de Cristo en la cruz, es
así como el hombre puede hacer el milagro de la paz y ponerse en
condiciones de acertar con el sendero a veces estrecho entre la mezquindad
que cede al mal y la violencia que, creyendo ilusoriamente combatirlo, lo
agrava” (CA 25).
Lo más difícil del misterio de la cruz es la actitud de fe en su poder
de victoria sobre el mal, sobre el pecado y sobre la muerte, cuando
precisamente aparece en la vida todo lo contrario. Es el misterio de la
encarnación y redención: Cristo completa, con nosotros, esta victoria en
todo momento histórico, pero el fruto de la cruz, aparecerá al final de los
tiempos. Entonces veremos que el triunfo y el gozo de Cristo es también el
nuestro. Esa fe y esa esperanza son dolorosas y crucificadas. Así es el
“escándalo” de la cruz. (I Cor 1,23).

83
Asumir la cruz, la de cada uno y la parte que nos toca de la cruz de
los demás, es el único compromiso histórico verdadero y dicaz. En este
misterio sólo se entra por el camino de la fe, de la esperanza y del amor.
“Gracias al sacrificio de Cristo en la cruz, la victoria del Reino de Dios ha
sido conquistada de una vez, para siempre; sin embargo, la condición
cristiana exige la lucha contra las tentaciones y las fuerzas del mal” (CA
25).
Toda experiencia nuestra del pasado, si ha nacido del amor, ha
quedado salvada por Cristo. No hay lugar para la nostalgia ni para el
romanticismo sentimental. Todo momento píeseme es asumido por Cristo
crucificado y resucitado para convertirlo en vida perdurable: “Quien cree
en mí tiene vida eterna” (Jn b.47). La cruz, gracias a la resurrección,
trasciende el tiempo. La historia sólo se salva y se construye en el amor.

2. La vida es donación

La donación cristiana, por ser fruto de la cruz, no consiste sólo en dar


cosas, sino principalmente en darse uno mismo. Sin esta donación de sí
mismo, la cruz no pasa de ser un adorno o un malentendido. Sin amor a la
cruz, todo sufrimiento se convierte en un fantasma. Gran parte de nuestro
miedo nace de la falta de donación a la cruz, o mejor, a Cristo crucificado.
Por una vida hecha donación somos los brazos de la cruz y los testigos de
su resurrección.
La cruz es escuela de donación, escuela de santos, de contemplativos
y de misioneros. El dolor que proviene de un error, de una injusticia o de
un pecado, es un indicador de que en algún sitio (en nosotros o en los
demás) falta la donación. Este vacío sólo se puede llenar con la propia
donación oblativa. El amor sana y origina amor. El sufrimiento es parte
insustituible de este crecimiento mutuo en la donación. “El hombre... no
puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega de si mismo a los
demás” (GS 24).
La donación de la cruz es donación de sí mismo, a ejemplo de Cristo,
que se hace pobre tiara indicar que se da él personalmente, que se hace
obediente para mostrar su donación sin tener en cuenta su propio interés,
que vive la virginidad para manifestar que su amor es donación esponsal.
Esta donación de sí mismo, en las circunstancias históricas de una
humanidad peregrina, es siempre un proceso doloroso que tiene su
momento culminante en la cruz, de Cristo y en la nuestra.
84
La historia de la santidad y de la evangelización está jalonada de
cruces que son otros tantos hilos de un proceso de donación total. En el
camino de santidad y de misión se avanza en la medida en que uno se da
gratuitamente como Cristo en la cruz. En los alrededores de Ranchi (India)
hay caminos jalonados de cruces, donde, años atrás, murieron los primeros
evangelizadores de esos lugares poblados por aborígenes. Uno de estos
misioneros murió al llegar a la plaza del pueblo, rodeado de sus cristianos.
Entre ellos había un niño de siete años (hoy arzobispo de Ranchi), que
quedó impresionado por el rostro sereno del misionero, mientras sentía en
su corazón: “Si este misionero vino de muy lejos, dejando todo para
anunciar a Jesús, ¿qué podría hacer yo?”
La donación de la maternidad es, tal vez, el ejemplo más sublime de
la donación humana: sufrir dándose para dar vida a otro ser. Es el ejemplo
que Cristo aplicó a los apóstoles en su actuar misionero para comunicar
una nueva vida (Jn 16,20ss). San Pablo se aplicó a sí mismo este símil
materno (Gál 4,19). Transformar las dificultades en donación es el camino
de la cruz, que conduce al gozo pascual de la fecundidad. En la con-
vivencia eclesial de las comunidades y en el apostolado, sólo el “amor
materno”, como el de María, llega a la plena fecundidad espiritual y
apostólica (LG 65; RMi 92).
Para ayudar a los hermanos que se encuentran en situación de
sufrimiento y marginación, de pobreza e injusticias, el camino cristiano es
el de la donación desinteresada. Sólo se puede ir a los pobres con un
corazón pobre y una vida pobre. El corazón pobre equivale a una actitud
contemplativa de buscar en la palabra de Dios la solución para los
problemas de la propia existencia. La vida pobre es el desprendimiento
para compartir con los hermanos y servirles dándose uno mismo. La
comunión eclesial y humana se construye por personas cuya vida se hace
“pan partido”. Así es la cruz fecunda, dolorosa y gozosa de la donación.
Cualquier vocación, carisma (gracia especial) y ministerio es servicio
de comunión o de caridad. Los dones que no se utilizan para este objetivo
se atrofian o se pierden. Cuando estos dones son de “presidencia” o
dirección, entonces deben convertirse en principio de unidad. Las personas
que presiden la comunidad deben ser siempre del todo y sólo donación.
Los privilegios y ventajas temporales, casi siempre fomentadas por otras
personas con segundas intenciones, no tienen que ver nada con el
Evangelio (Le 9,46-48).
Muchos sufrimientos se originan en la comunidad eclesial por el uso
inadecuado de los dones que se habían recibido para servir. También ese
85
sufrimiento es cruz para muchos hermanos No hay lugar para la
agresividad, la ruptura o el desánimo. Sólo la cruz, asumida por amor,
puede disipar lo que no suene a amor. Sembrando amor se recoge amor.
También entonces se aprende a servir al hermano, “revelándole el amor de
Dios que se ha manifestado en Cristo” (RMi 2).
La cruz abre horizontes infinitos en los caminos de perfección y de
misión. Abrir cada corazón y todo el corazón a Dios sólo es posible
mostrando en la propia vida al crucificado. Muchos problemas personales
y comunitarios caen por su peso cuando el corazón y las instituciones se
abren de verdad a los planes de Dios. “Sólo haciéndose misionera la
comunidad cristiana podrá superar las divisiones y tensiones internas y
recobrar su unidad y su vigor de fe” (RMi 49).
Los sufrimientos pueden provenir de otras personas, de nosotros
mismos y de los acontecimientos y las cosas. Pero el sufrimiento más
profundo tiene su origen en el modo como Dios nos ama y como quiere
que sea nuestro amor para con él y para con los hermanos.
Efectivamente, nos da sus dones para dársenos él; pero luego nos
retira esos dones, indicándonos que su donación personal sólo podrá ser
plena en el más allá. De modo semejante, nosotros le damos a él y a los
hermanos nuestras cosas como señal de donación; pero la Providencia
permite que a veces ya no nos quede nada más que dar que a nosotros
mismos. Este proceso de donación de sí mismo, por parte de Dios y por
parte nuestra, es la cruz de Jesús y la nuestra, como cruz de máxima
gratuidad y donación, que es sólo anticipo de una donación que será plena
en la visión de Dios.
Mientras se disipan las sombras y la “nube luminosa” deja entrever
más a Dios, el dolor es más profundo, porque el amor de donación es más
sincero. El corazón ya siente el gozo de la cercanía de Dios que comienza
a darse del todo; pero también siente el dolor de que todavía no se llegue a
esa realidad plena. Las propias deficiencias y defectos en la donación a
Dios y a los hermanos se convierten en fuente de dolor por no amar del
todo al Amor; pero es dolor confiado, sereno, de quien experimenta más
que nunca la misericordia de Dios en la propia debilidad y miseria.
El gozo que cantó María en el “Magníficat”, como figura de todo
creyente, es el signo de una donación (el “fíat”) que llega hasta la cruz
(stabat). El secreto de este gozo de donación plena y dolorosa de María,
“la mujer”, consiste en la asociación esponsal con Cristo. La actitud
mariana de donación es capaz de alcanzar continuamente de Jesús el

86
milagro de las bodas de Caná: cambiar el agua en vino o las promesas
mesiánicas en realidad, transformar la comunidad cristiana en una familia
de santos y de apóstoles (Cenáculo, Pentecostés).
Todo acontecimiento hace brotar de nuevo el “Magníficat” mariano
en los corazones que han comprendido el amor. La donación total de
Cristo al Padre tiene lugar desde el seno de María, se manifiesta
plenamente en la cruz y se prolonga en cada corazón y comunidad
cristiana.

3. Descorrer el velo

Nuestra verdadera historia se escribe en un doble nivel: mientras


caminamos como peregrinos entre gozos y tristezas, esta realidad
transitoria va “pasando” a ser realidad permanente, transformada y salvada
por Cristo. Estamos tejiendo un tapiz maravilloso, del que por ahora sólo
vemos las hilachas del reverso. Un día se mostrará el anverso del tapiz,
cuando se descorra el velo de la fe y de la esperanza para dejar paso a la
visión y al encuentro definitivo.
Esta es la “intuición” de nuestra esperanza, que, por estar apoyada en
Cristo, no deja confundido a nadie (Rom 5,5). Así es la utopía” cristiana de
la cruz. La vida humana no tendría sentido sin la orientación de un ideal
aparentemente inabarcable. El riesgo está en cambiar la “utopía” de la
cruz, que es la de las bienaventuranzas y del mandato del amor, por una
falsa utopía de consumismo, de eficacia inmediata, de bienestar a ras de
suelo o por un ilusorio paraíso en la tierra. Esas son las utopías
materialistas que destruyen la humanidad. La utopía de la cruz es la única
que puede hacer avanzar la historia humana hacia la verdad y el bien
definitivos.
La fe es siempre “oscura”, a pesar de su certeza sobre las verdades
reveladas por Dios. Ante la cruz la mente se queda a oscuras, pero con el
convencimiento hondo de que “convenía que Cristo padeciese para entrar
en su gloria” (Lc 24,26). Intuir esa luz a través de la noche de la fe supone
una actitud amorosa de compartir la cruz de Cristo: “rompe la tela de este
dulce encuentro” (San Juan de la Cruz). Entonces la nube se hace
“luminosa” (Mt 17,5), porque, sin perder su opacidad y sin dejar do
producir dolor, deja entrever a Cristo Esposo, que “cargó con su cruz” (Jn
19,17) para morir y resucitar por nosotros. El “abandono” de Cristo en la
cruz era plena confianza y donación en manos del Padre. '
87
Llegar hasta el velo que nos separa del encuentro definitivo con Dios
es un proceso doloroso y gozoso de donación total. Dios parece
“desconocido” y oculto en la “nube”. El corazón sufre por la ausencia, y
espera activamente con la convicción de ser amado y con la decisión de
amar del todo. “El alma conoce a Dios no porque le ve cara a caía, sino
poique ella ha sido tocada por él en la oscuridad” (Tomás Merton).
Querer decididamente descorrer el velo que nos separa de Dios no
significa entrar en una concentración psicológica abstracta y subjetivista.
Detrás del velo hay “alguien”: no es una cosa, ni una idea, ni una simple
experiencia de concentración interna. El velo se descorre en la búsqueda
de un encuentro definitivo o en una espera activa y comprometida de no
contentarse con nada que no suene a Dios Amor. “¡Sólo Dios basta! (Santa
Teresa de Jesús).
Cuando se llega a esta experiencia profunda de la cruz, la razón tiene
que callar con un silencio que abre el corazón y la misma razón hacia el
infinito. “La cruz se convierte en un signo escatológico. Solamente en el
cumplimiento escatológico y en la renovación definitiva del mundo, el
amor vencerá en todos los elegidos las fuentes más profundas del mal,
dando como fruto plenamente maduro el reino de la vida, de la santidad y
de la inmortalidad gloriosa. El fundamento de tal cumplimiento
escatológico está encerrado ya en la cruz de Cristo y en su muerte. El
hecho de que Cristo ‘ha resucitado al tercer día constituye el signo final de
la misión mesiánica, signo que corona la entera revelación del amor
misericordioso en el mundo sujeto al mal” (DM 8).
No se descubre la cruz de Cristo si no es a impulsos del amor. Para
quien no ama, el velo del sufrimiento es un muro infranqueable. Dios
comunica al corazón un conocimiento más profundo que el de la reflexión
y conquista humanas. Por ser el Amor, él es siempre “más allá” de nuestro
conocimiento y de nuestro amor. “En lo más hondo del misterio de la cruz
está el amor, que lleva de nuevo al hombre a participar de la vida que está
en Dios mismo” (DEV 41).
El “Reino de Dios” no es un concepto, sino el mismo Jesús (RMi
18). Jesús está en el corazón y en la comunidad eclesial, y nos prepara un
encuentro definitivo en el más allá. Para llegar a ese encuentro (Reino
“escatológico”) hay que aprender a encontrarlo en el corazón y en la
comunidad eclesial. Rasgar el velo de esos dos encuentros previos supone
entrar en la noche oscura de la fe. La cruz es el dolor y gozo de esos
encuentros provisionales, que todavía no son definitivos. “El Reino está ya

88
misteriosamente presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor, se
consumará su perfección” (GS 39).
Sin la sombra de la cruz, que es sufrimiento transformado en amor, la
tensión escatológica hacia el Reino se convierte en huida de la realidad. Si
no se comparte la cruz de Cristo, la dimensión “carismática” o espiritual
del Reino se convierte en subjetivismo caprichoso. Sin amor profundo a
Cristo crucificado, Esposo de la Iglesia, la dimensión comunitaria del
Reino se transforma en formulismos atrofiantes o en polémicas inútiles y
cismas. Es siempre la cruz, como expresión máxima del amor esponsal
entre Cristo y cada creyente, la que salva el significado auténtico del
mensaje cristiano.
Con la esperanza de descorrer el velo de la fe, el seguidor de Cristo
se une a él en la “oscuridad” de la crucifixión (Lc 23,44). La fe y la
esperanza hacen posible esa donación de la propia vida (“sangre”), para
que toda la humanidad reciba la nueva vida del Espíritu (“agua”) (cf. Jn
19.34).
En esta tensión “teologal” (de fe, esperanza y caridad) comienza a
vislumbrarse el sentido de la resurrección de Jesús y de la nuestra. “El velo
del templo se rasgó por medio” (Le 23,45). Cristo es ya el nuevo templo
del que brota el “agua viva” del Espíritu (Jn 7,37-39). Cuando se comparte
la donación total de Cristo en las manos del Padre (Le 23,46), entonces la
Iglesia se hace instrumento de una vida nueva para toda la humanidad.
Un misionero anciano y paralítico me confió la oración que hacía
todos los días, especialmente cuando arreciaba más el dolor; “Señor, tú que
me has amado tanto, hazme la gracia de que yo te pueda amar con tu
mismo amor”. Esta oración me pareció un preludio del encuentro
definitivo, cuando “Dios será todo en todas las cosas” (1 Cor 15.28). Ante
estas realidades cristianas auténticas, se caen por su peso todos nuestros
haremos y cálculos de eficacia inmediata.

Recapitulación

 No hay ningún paso constructivo en la historia humana que no haya


nacido del amor de donación. En nuestras circunstancias históricas, la
donación comporta el sacrificio de salir de sí mismo. El misterio de la cruz
ilumina y hace posible esta donación sacrificada. “Los que son de Cristo
han crucificado sus apetitos desordenados junto con sus pasiones y
apetencias” (Gál 5.24).
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 No existe ninguna cruz que quede inerte e ineficaz. La memoria
humana puede fallar en el modo como se distribuyen cargos, premios y
títulos honoríficos. Detrás de cada época histórica floreciente, de cada
institución y de cada paso en el progreso personal y comunitario se halla
siempre, tal vez escondido, el soporte de la cruz. “Cuando yo sea elevado
sobre la tierra, atraeré todo a mí” (Jn 12,32).
 La donación verdadera no puede quedarse en compartir cosas, sino
que llega a hacer de la propia persona un don. Es el darse a sí mismo. El
proceso de darse equivale a desprenderse continuamente para realizarse a
sí mismo. En este proceso el dolor es connatural y sólo se entiende y se
vive al amparo de la cruz de Cristo.
 En la comunidad eclesial, las vocaciones, los ministerios y los
carismas siguen el camino de la cruz. Cada creyente ha recibido una
llamada concreta (la vocación) y unas gracias especiales (“carismas”) para
servir a la comunidad (ministerios). Sin el dinamismo de la cruz, esos
“dones” de Dios dejan de ser donación y, consecuentemente, atrofian al
que los ha recibido y son una rémora en la marcha eclesial. Se necesita el
sufrimiento y la donación de la cruz para purificar esas escorias y para
hacer de la comunidad un signo evangélico creíble. “El más pequeño entre
vosotros, ése es el más importante” (Lc 9,48). “El que entre vosotros
quiera ser el primero, que sea vuestro servidor” (Mt 20,27).
 La lejanía y la ausencia la sienten sólo los que aman. El amor
produce el dolor de un “todavía no”, y alienta a seguir en la búsqueda.
Cualquier desprendimiento es un precio razonable para el que ama. El
dolor de la búsqueda se suaviza cuando se comprende que vale la pena
seguir abriendo camino hacia el encuentro definitivo. En este caminar es
decisivo el ejemplo y la compañía del Señor. El quiso experimentar nuestra
cruz para decimos que era “la copa (de bodas) preparada por el Padre” (Jn
18,11).
 Sólo cuando se asume la propia cruz con amor comienza a intuirse
que un día el velo que nos separa del encuentro se descorrerá del todo,
para dejar pasar a la visión y posesión mutua. En esta vida terrena, la
oscuridad de la fe será siempre dolorosa. Hay que “mirar al que
crucificaron” (Jn 19,37), para empezar a saborear las aguas de vida eterna.
No sirve tanto el reflexionar (por necesario que sea) cuanto el dejar que
Cristo comparta nuestra cruz para que aprendamos a compartir la suya:
“Jesús, cargando su propia cruz, salió de la ciudad hacia un lugar llamado
Calvario” (Jn 19,17).
90
VIII. CRUZ: EL CAMINO PARA “VER A DIOS”

1. Dios Amor en nuestra pobreza

En la vida humana nos hemos construido sofismas y espejismos al


margen de la realidad. Dios, que creó el mundo con amor, pensando en
cada uno de nosotros, nos espera en la realidad concreta de nuestro
corazón y de nuestra vida. En esa realidad ha querido que viviera su Hijo,
compartiendo nuestra misma vida. Belén, Nazaret y los caminos de
Palestina se dirigen hacia la cruz, pero no terminan en ella, sino en la
resurrección.
Cuando asumimos nuestra realidad, gozosa y dolorosa a la vez, Dios
Amor nos dice: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco;
escuchadle” (Mt 17,5). En cada momento completamos la cruz de Cristo,
su Tabor y su resurrección. En nuestra realidad concreta nos espera y habla
Dios Amor.
Aceptar la propia realidad supone la audacia de la veracidad y de la
confianza. No es cómodo ni fácil. Casi siempre es un proceso doloroso.
Darse uno mismo tal como es y sin condiciones es la cruz más fecunda.
Vale la pena aceptar el dolor de esa cruz para llegar al verdadero gozo de la
donación, a ejemplo de Cristo crucificado. Es el gozo del Espíritu Santo,
por encima de las inclinaciones y entusiasmos naturales. Es el gozo que
nace de sufrir amando, según la promesa de Jesús: “Os he dicho esto para
que participéis en mi gozo y vuestro gozo sea completo...: amaos como yo
os he amado” (Jn 15.11-12): “vuestra tristeza se convertirá en gozo...,
volveré a veros y de nuevo os alegraréis con una alegría que nadie os
podrá quitar” (Jn 16.20-22).
La cruz más difícil del apóstol es la de la vida ordinaria, cuando no se
ve la trascendencia de las cosas pequeñas. Esa cruz escondida y silenciosa
es la más fecunda.
91
El camino hacia Dios Amor es camino de pobreza radical. La
“contemplación” (theoria, theorein) significa “ver” a Dios donde parece
que no está. Reconocer la propia realidad de criatura es camino de pobreza
y de realismo: nuestro ser viene de Dios y vuelve a él; sus dones siguen
siendo suyos (“gracia”), pero él se nos quiere dar del todo. Reconociendo
nuestra “nada” nos trascendemos a nosotros mismos, porque Dios se nos
comunica haciendo de nuestro ser su misma imagen.
Si aprendemos a encontrar a Dios en la propia limitación y pobreza,
ya no nos escandalizan los signos pobres del hermano, de la comunidad
eclesial y de los acontecimientos. Pero nos sigue doliendo este hecho de
que Dios se nos manifieste y hable a través de signos pobres.
La tensión entre la gracia (los carismas) y los signos visibles (las
estructuras e instituciones) es dolorosa. La solución se encuentra en el
fondo del propio corazón humano, donde tiene lugar el encuentro doloroso
entre la gracia de Dios y la naturaleza, como el fuego que transforma el
hierro sin destruir su ser. Quien sabe llevar amorosamente esta cruz del
propio ser, amado por Dios, será capaz, al mismo tiempo, de asumir con
amor la cruz de las tensiones entre carismas, ministerios, vocaciones,
estructuras e instituciones. Es siempre la misma cruz, la única, la que
Cristo nos ha dejado en herencia para completarle a él. “La sociedad,
dotada de órganos jerárquicos, y el cuerpo místico de Cristo, reunión
visible y comunidad espiritual, la Iglesia terrestre y la Iglesia dotada de
bienes celestiales, no han de considerarse como dos cosas, porque forman
una realidad compleja, constituida por un elemento humano y otro divino”
(LG 8).
Esta cruz “eclesial” es llevadera sólo cuando se ama a Cristo
prolongado en su Iglesia. A la Iglesia se la comprende y se la ama sólo
desde los amores de Cristo (Ef 5,25). “Cristo, Mediador único, estableció
su Iglesia santa, comunidad de fe, de esperanza y de caridad, en este
mundo como una trabazón visible, y la mantiene constantemente, por la
cual comunica a todos la verdad y la gracia” (LG 8).
La cruz es inseparable de la aceptación y del conocimiento propio. La
mayor cruz de los santos ha sido, a veces, examinar su pasado y verse con
las manos vacías. Pero la aceptación humilde y confiada de esa cruz les ha
reconfirmado en la convicción de que todavía podían hacer lo mejor: amar.
Dios nos puede llenar cuando reconocemos nuestro vacío. Entonces se
encuentra a Cristo como consorte y protagonista en el camino de la cruz.
Nadie ha sufrido más y nadie ha gozado más que esas personas humildes,
confiarlas y decididas. “La característica ríe toda vida misionera autentica
92
es la alegría interior que viene de la le” (RMi di). Con esa alegría es
posible la “aceptación de los sufrimientos y persecuciones” (ib.).
La contemplación es inseparable de la cruz. “Ver” a Dios en la propia
realidad supone pasar por la aceptación de las propias limitaciones con la
voluntad decidida de trascenderlas. “Sufrir” a Dios equivale a ir más allá
de la propia reflexión, de los propios sentimientos, palabras y gestos, para
dar el sallo a la unión con Dios: adorar su misterio, admirar su bondad,
callar ante su aparente silencio para darse a él incondicionalmente.
Dios se nos da gratuitamente, como el todo que se nos comunica a
nuestra nada. Reconocer en la práctica nuestra nada es un camino de
sufrimiento, porque no es una nada vacía, sino la orientación de nuestro ser
más profundo (que viene de la nada) hacia el Amor que es Dios. Para vivir
esta orientación trascendente hay que quitar mucha escoria. El proceso es
doloroso porque se trata de recuperar el verdadero “yo”, orientándolo
hacia Dios y hacia los hermanos.
En la experiencia dolorosa de la propia realidad se descubre el
misterio de la cruz, que es un don de Dios. El don se recibe tal como es.
Entonces, tanto en la vida espiritual como en la convivencia comunitaria y
en la vida apostólica la cruz aparece con toda su eficacia: es un poder
desarmado que desarma a todos y en lodo. Es la utopía de la cruz, es decir,
del amor de Dios comunicado al hombre, que transforma al hombre y le
capacita para amar a Dios con el mismo amor.
Una joven consagrada a Dios, enferma de cáncer, me escribía:
“Cuando el Señor me hace ver mis faltas (que antes no veía tanto), nace en
mi corazón un sentido de profunda gratitud, porque veo la misericordia de
Dios en mi flaqueza”.
La cruz de la enfermedad, de la soledad y del fracaso humano se
aprende descubriendo a Cristo Esposo presente en nuestra realidad
limitada. Entonces todo suena a amor. “Todo es gracia”, diría Santa Teresa
de Lisieux. Los caminos de la evangelización se abren siempre a partir de
esas cruces llevadas con amor. “La muerte de amor que deseo es la de
Jesús en la cruz” (Santa Teresa de Lisieux).

2. Recibir gozosamente el misterio de Dios Amor

Estamos acostumbrados a usar y dominar. El dolor proviene, en gran


parte, de un abuso y dominio indebidos. Cuando se trata de Dios, de su
palabra, de su presencia y de sus dones, queremos hacer lo mismo que
93
hacemos con los hermanos, las ideas y las cosas. Dios Amor se nos escapa
de las manos, porque se nos quiere dar él tal como es, no como nosotros
quisiéramos que fuera. Para llegar a Dios Amor hay que aprender a
“sufrir” su “misterio” de amor.
Si en el Tabor el Padre nos invita a escuchar y aceptar el Hijo de su
amor (Mt 17,5), en el Calvario se nos repite esta invitación de modo más
profundo. La entrega amorosa de Cristo en manos del Padre (Lc 23,46)
para podernos comunicar el agua viva del Espíritu (Jn 19,34-37) es la
máxima epifanía de la Trinidad. Pero esa epifanía del “misterio” de Dios
Amor se convierte en sufrimiento de Cristo y nuestro. Ese momento es,
para Jesús y para nosotros, “la hora de pasar de este mundo al Padre” (Jn
13,1).
El camino hacia la “visión” de Dios pasa por el sufrimiento de la
cruz. La “contemplación” es camino doloroso, porque es camino de
aceptación desinteresada del “misterio” de Dios. El es “más allá” de
nuestras reflexiones, de nuestras esperanzas y de nuestros cálculos. Job
aprendió esta lección en la experiencia profunda del dolor: “Yo sé que mi
Redentor vive, y al fin se erguirá como fiador sobre el polvo; y detrás de
mi piel yo me mantendré erguido, y desde mi carne yo veré a Dios. ¡Al
cual yo le veré, veránle mis ojos, y no otros!” (Job 19,25-27).
En el sepulcro vacío, el “discípulo amado” aprendió a “ver” a Jesús
resucitado con los ojos de la fe. “Los limpios de corazón verán a Dios”
(Mt 5,8). La limpieza del corazón es un proceso de sufrimiento
transformado en amor. “¡Oh cruz gloriosa del Señor resucitado!... El amor
de Dios brilla en tus brazos abiertos” (San Hipólito).
Aceptar el “misterio” de Dios tal como es, sin concesiones a nuestras
limitaciones intelectuales, es una señal de amor. El verdadero amor se
alegra de que la persona amada sea tal como es. La oración contemplativa
es actitud de amor, que se traduce en adoración, admiración y silencio de
donación. Esta actitud es dolorosa, porque va más allá de la reflexión, de
los sentimientos y de las palabras; pero deja en el corazón el verdadero
gozo del amor. A partir de esta actitud contemplativa, dolorosa y gozosa a
la vez, el creyente afronta con esperanza las dificultades de la convivencia
y de la acción apostólica. Esos obstáculos no son más que otras tantas
ocasiones de realizarse amando.
La “contemplación para alcanzar amor” es una actitud de sencillez,
que en todo descubre dones y presencia activa y amorosa de Dios: “El
mismo Señor desea dárseme... Dios habita en las criaturas, haciendo

94
templo de mí... Dios trabaja y labora en mí”... El fruto de esta
“contemplación” consiste en “mirar cómo todos los bienes y dones
descienden de arriba”, y, consiguientemente, invitan a hacer de la vida una
donación total: “Tomad. Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi
entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer; vos me lo
disteis, a vos, Señor, lo tomo; todo es vuestro, disponed a toda vuestra
voluntad; dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta” (San Ignacio
de Loyola).
No se trata de contemplación estética ni teórica, sino de un proceso
doloroso y gozoso, de salir del propio egoísmo. De este modo se participa
del misterio “pascual” de Cristo, aunque sea con los “gemidos inefables”
del Espíritu en nuestro corazón (Rom 8,26): “¿Adonde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?...; salí tras ti clamando, y eras ido...
Buscando mis amores iré por esos montes y riberas, ni cogeré las flores ni
temeré las fieras, y pasaré los fuertes y fronteras... Ya sólo en amar es mi
ejercicio... Me hice perdidiza, y fui ganada... Descubre tu presencia y
máteme tu vista y hermosura. Mira que la dolencia de amor, que no se cura
sino con la presencia y la figura” (San Juan de la Cruz. Cántico espiritual).
Lo que más duele del misterio de Dios es que se da él mismo, por
encima de sus dones. Esos dones nos los va retirando para dársenos él. La
búsqueda de Dios, por la reflexión teológica, por la oración, por el trabajo
y por la convivencia fraterna, se va transformando en el “misterio” de Dios
que se da él mismo retirándonos sus dones pasajeros. El único “don” que
no nos retira es el de su Hijo Jesucristo (con todo lo que él es pitra
nosotros), pero aun entonces nos retira muestro modo de reflexionar,
sentir, dialogar y obrar.
Dios Amor es un misterio de “gratuidad”: se nos da porque él es
Amor por iniciativa suya, sin esperar nuestros méritos ni nuestras
conquistas. Quiere nuestra colaboración libre de una voluntad que busca
darse de verdad, pero no necesita nuestras construcciones intelectuales y
literarias. Nos agradece el esfuerzo que hemos hecho, dándonos
infinitamente más y dejándonos con la impresión de “siervos inútiles” (Lc
17,10), que tienen las manos vacías. “Señor, mis manos están vacías; pero
pon las tuyas en las mías, y ya no estarán vacías” (Santa Teresa de
Lisieux).
Sólo el amor puede superar este sufrimiento convirtiéndolo en gozo.
No se ama el sufrimiento por sí mismo, sino que se ama a Dios,
gozándonos de que él sea así tal como es. A partir de este amor se ama a
los hermanos con un amor totalmente nuevo, que supera las diferencias,
95
los contrastes, las persecuciones, los malentendidos y las enemistades. En
cada hermano ya se vislumbra el misterio de Dios Amor, más allá de una
superficie caduca.
Después de un accidente mortal, quedó sobre el suelo el cuerpo
destrozado de un amigo ordenado sacerdote pocos años antes. Llegó su
madre y le rogamos que renunciara a ver el cuerpo de su hijo. Ella dijo con
una actitud llena de fe; “Padre, ¿verdad que todo lo que Dios permite es
porque nos ama?”... Parecía como si hubiera descubierto una presencia
más honda de Dios Amor. A esta fe de ver a Dios más presente y cercano,
cuando parece que está callado y ausente, sólo se llega por medio de la
cruz. La lógica humana no entiende; el amor descubre la presencia de
Cristo donde parece que 110 está (Jn 14,21).

3. Misión: encontrar a Cristo en el hermano que sufre y busca

Cada hermano que se cruza en nuestro caminar es un misterio de


amor. Usar y dominar al hermano con favoritismos, adulaciones,
servilismos o, lo que es lo mismo, con atropellos, marginaciones y olvidos,
es escapar de la verdad y del amor, es alejarse de Dios. El verdadero amor
se demuestra recibiendo al hermano tal como es y tal como debe ser según
los planes de Dios. La misión es también cargar con la “cruz” de la
realidad del hermano que busca, sufre y goza. Todo hermano, como Cristo,
necesita un “cireneo”.
Cuando el hermano triunfa o es feliz, hay que alegrarse sin utilizarlo.
El verdadero amor se convierte en renuncia a toda clase de utilitarismos.
Esa renuncia, que es “cruz”, se convierte en fuente de gozo para todos.
"Cristo espera en el corazón de cada hombre” (RMi 88). Cada
hermano ha sido “tocado” por la cruz ele Cristo, y por esto necesita la
ayuda de los demás para descubrir al Señor. La cruz se comparte entre
todos, porque es un bien de todos. La cruz del hermano es también nuestra.
La “comunión de los santos” es intercomunicación de los bienes que
proceden de la cruz, de Cristo participada por todos.
Toda persona humana, si excepción, busca la verdad y el bien. Esta
búsqueda es frecuentemente dolorosa y es también cruz. La misión
consiste en ayudar a todo hermano en esa búsqueda que va en dirección a
Cristo “camino, verdad y vida” (Jn 14,6). Quien ya ha encontrado a Cristo
resucitado recibe de Cristo la misión de ayudar a los demás: “ve a mis
hermanos” (Jn 20,17).
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La misión del Espíritu Santo infunde en los apóstoles “una serena
audacia que les impulsa a transmitir a los demás su experiencia de Jesús y
la esperanza que les anima” (RMi 24). Por esto “la misión, además de
provenir del mandato formal del Señor, deriva de la exigencia profunda de
la vida de Dios en nosotros” (RMi 11).
La cruz del camino contemplativo, como encuentro doloroso y gozos
con el misterio de Dios Amor en la propia pobreza, se convierte en
capacidad de misión y de servicio. Se encuentra a Cristo en el hermano
sólo si se le ha encontrado antes en el silencio del propio corazón. “El
misionero, si no es contemplativo, no puede anunciar a Cristo de modo
creíble. El misionero es testigo de la presencia de Dios y debe poder decir
como los apóstoles: ‘Lo que contemplamos... acerca de la palabra de
vida... os lo anunciamos’ (1 Jn 1,1-3)” (RMi 91).
La caridad fraterna urge a descubrir las huellas de Dios Amor en la
vida de cada hermano. Estas huellas son tan sencillas y “pobres” como las
que el Señor ha dejado en nuestra propia vida. Quien no cargue con la
propia cruz de descubrir a Dios presente en su vida, no sabrá descubrirle
en la vida de los demás. Entrar en el misterio de Dios presente en el
hermano es siempre un camino que pasa por la cruz y por el sepulcro
vacío, antes de llegar al encuentro con Cristo resucitado.
El rostro de cada hermano que busca y sufre tiene siempre rasgos de
la fisonomía de Cristo. “Buen samaritano es todo hombre que se para junto
al sufrimiento de otro hombre, de cualquier género que ése sea... Se puede
afirmar que se da a sí mismo, su propio ‘yo’, abriendo este ‘yo’ al otro...
Buen samaritano es el hombre capaz precisamente de ese don de sí
mismo” (SD 28)
El sufrimiento llevado con amor tiene eficacia espiritual y
evangelizadora. “El valor salvífico de todo sufrimiento, aceptado y
ofrecido a Dios con amor, deriva del sacrificio de Cristo, que llama a los
miembros de su cuerpo místico a unirse a sus padecimientos y
completarlos en la propia carne (cf. Col 1,24)” (RMi 78). “La Iglesia tiene
necesidad de recurrir al valor de los sufrimientos humanos para la
salvación del mundo” (SD 27), porque son “una fuente de fuerza para la
Iglesia y para la humanidad” (SD 24).
El anuncio de Cristo muerto y resucitado “realiza la plena liberación
del mal, del pecado y de la muerte... Esta es la ‘buena nueva’ que cambia
al hombre y la historia de la humanidad y que todos los pueblos tienen el
derecho de conocer” (RMi 44). Quien vive crucificado con Cristo

97
comprende la “sed” del buen pastor (Jn 19,28). Quien ha compartido la
cruz del Señor no pone obstáculo al servicio fraterno y a la misión.
La misión es anuncio de Cristo y de su mandato de amor. Este
anuncio se hace principalmente con gestos de vida, con testimonio
coherente. Entonces se invita a todos los hermanos a compartir la
salvación que proviene de la celebración del misterio pascual de Cristo,
especialmente por el bautismo, la confirmación y la eucaristía. De ahí nace
el compromiso de transformar la vida en compromisos de caridad y
servicio.
Compartir la misión de Cristo equivale a compartir su mismo camino
hacia la cruz y la resurrección. En ese camino de pascua todos los
hermanos ocupamos un lugar especial e irrepetible en el corazón de Cristo.
Pero muchas personas desconocen este amor o han cerrado su corazón. La
cruz del apóstol, como amigo íntimo de Cristo, consiste en compartir sus
amores hacia todo ser humano. “Quien tiene espíritu misionero siente el
ardor de Cristo por las almas y ama a la Iglesia como Cristo” (RMi 89).
La caridad del buen pastor se concretó en “dar la vida” (Jn 10,11-17),
dándose él en persona, siguiendo los designios salvíficos del Padre y como
“consorte” (esposo) enamorado de toda la humanidad. “No existe mayor
amor que dar la vida por los amigos” (Jn 15,13). Quien ha encontrado a
Cristo tiene la convicción honda y comprometida de que él le espera en el
corazón y en la vida de cada hombre. Quien ama a Cristo se hace, como él,
hermano universal.
La misión, aprendida escuchando los latidos del corazón de Cristo, se
convierte en una donación permanente que “inmola” los propios gustos,
intereses y preferencias. Así como no hay encuentro con Dios sin “sufrir”
el misterio de Dios, tampoco hay encuentro con el hermano sin respeto
gozoso y doloroso de su realidad misteriosa de ser hijo de Dios.
Al preparar los temas y la dinámica para un curso a misioneros, la
persona encargada de la animación del grupo me indicó esta pista
iluminadora: “Estas personas han sufrido mucho; por esto están abiertas a
toda iniciativa de generosidad”. Efectivamente, sólo quien sabe sufrir
amando es capaz de comprender y vivir los compromisos de la misión.
Para “ver” a Dios en la creación y en los hermanos hay que pasar por la
cruz.

98
Recapitulación

 La cruz más sencilla y, a la vez, la más difícil es la de aceptar


constantemente la propia pobreza y limitación. Experimentar la propia
realidad es un proceso doloroso, pero hay que afrontarlo con esperanza
para comenzar a vislumbrar torrentes de luz.
 La cruz hace trascender la propia realidad transformándola en
receptividad hacia Dios Amor, que se nos da tal como es cuando nosotros
reconocemos lo que somos. En nuestro corazón resuena la voz del Padre:
“Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle” (Mt 17,5).
 Dios nos espera en lo más hondo de nuestro ser de criatura, porque
está “más íntimamente presente que yo mismo” (San Agustín). Sólo se le
comienza a experimentar (por la fe. esperanza y amor) cuando asumimos
con audacia la cruz de reconocer que nuestro barro se hace moldeable en
las manos amorosas del Creador. El sufrimiento pasado con amor purifica
nuestra mirada: “Los limpios de corazón verán a Dios” (Mt 5.8).
 Cuando queremos conocer a Dios, parece como si se nos alejara. H1
es siempre más allá de nuestros cálculos, reflexiones y planes. La
búsqueda de Dios es dolorosa, pero no produce el dolor angustioso de
quien ambiciona bienes croados que no puede poseer. Esa búsqueda de
Dios se va haciendo encuentro en la esperanza. Es un “ya” gozoso que
sostiene la búsqueda dolorosa de un “todavía no”. Ese dolor sólo
desaparecerá en el gozo del encuentro definitivo. Es el Espíritu de amor
quien nos hace gemir con “gemidos inefables” (Rom 8,26).
 El modo como se nos da Dios es también doloroso y gozoso, porque
es donación “gratuita”, por encima de nuestros méritos, esperanzas y
deseos. No entendemos su modo de amar y obrar. Todo nace de su amor, lo
mismo el habernos dado a su Hijo que el haber permitido su crucifixión.
Nuestra vida, si somos hijos en el Hijo, tiene que compartir la misma
suerte de Cristo. La vida se convierte en amor cuando descubrimos que
cada momento es “la hora de pasar de este mundo al Padre” (Jn 13,1).
 El amor al hermano se convierte en cruz, de donación sin
condicionamientos. Amar no es utilizar las personas ni dominarlas. Ningún
ser humano puede reducirse a un documento ni merece ser tratado
anónimamente como un papel. Al hermano sólo se le puede tratar
mirándole a los ojos con respeto, sin utilizarlo ni despreciarlo. La historia
de amor que es la vida de cada hermano se nos convierte en una llamada a

99
hacer de “cireneo” de sus cruces. Los cargos y cualidades de los demás,
para convertirse en donación, necesitan nuestra presencia comprometida y
dolorosa, sin esperar ventajas personales. Los defectos de los demás se
corrigen admitiendo que su raíz está también en nuestro corazón.
 Durante nuestra vida, Dios nos pone al paso muchos hermanos para
que experimentemos su amor y para que les ayudemos a realizarse
amando. Una amistad bien entendida se convierte en fuente de gozo y de
dolor. Encontramos a Cristo y nos realizamos a nosotros mismos cuando
compartimos con los hermanos sus gozos y sus penas, sus cualidades y sus
limitaciones.
 La vida se hace misión de anunciar a todo hermano que su vida es
“complemento” de Cristo en su Nazaret, en su cruz y en su resurrección.
Sólo después de haber estado junto a la cruz se descubre a Cristo glorioso
y cercano que habla al corazón: “ve a mis hermanos” (Jn 20,17).
 No existe acción apostólica verdadera sin las huellas de Cristo
muerto en cruz y resucitado. El apóstol es consciente de esta realidad: “No
sé nada más que a Cristo crucificado” (I Cor 1,2).

100
IX. “SOY YO”: SOLEDAD LLENA DE DIOS

1. El “Verbo” en el “silencio” de Dios

Es hermoso celebrar la Navidad en un ambiente de fiesta y de


familia. Eos cantos y las costumbres navideñas son ya universales, En esas
mismas fiestas el corazón intuye que el drama de Belén continúa siendo
realidad en muchas familias que sufren. En todas partes se encuentra gente
generosa, de cualquier religión, que dan a manos llenas para que no falte lo
necesario en los hogares pobres. El gozo de la Navidad deja entrever el
misterio de la cruz y de la resurrección.
Dios nos habla por medio de los acontecimientos, las personas y las
cosas. La historia humana, y de modo particular la historia del antiguo
Israel, es una continua epifanía y cercanía de Dios que habla en el
“silencio”: “Un profundo silencio lo envolvía todo, y en el preciso
momento de la medianoche tu palabra omnipotente de los cielos, de tu
trono real, cual invencible guerrero, se lanzó en medio de la tierra” (Sab
18.14-15).
Este modo de “hablar” de Dios se nos convierte en sufrimiento.
Después de hablarnos “de muchas maneras”, ahora ya “nos ha hablado por
su Hijo” (Heb 1,1-2). Pero esta Palabra personal de Dios que es Jesús, el
Verbo encarnado, se pronuncia ahora en nuestro Belén, Nazaret y Calvario.
En estas circunstancias gozosas y dolorosas. Dios sigue hablando: “Este es
mi Mijo amado, en quien me complazco; escuchadle” (Mt 17,5). ¿Cómo
transformar en “Tabor” esos momentos de noche oscura que nosotros
llamamos “cruz”?
El “camino” para sentir la voz de Cristo en el silencio del dolor no es
otro que el mismo Señor, que se presentó como “luz” (Jn 8,12), “camino,
verdad y vida” (Jn I4.b). En la tempestad nos dice siempre: “soy yo” (Jn
6,20). La fe en él deja entrever la resurrección ya desde los momentos de
101
Calvario (Jn 8,28; Le 24,3ó). La serenidad de tantas personas que sufren
no tiene otra explicación que la experiencia de la palabra viva de Jesús.
Esta experiencia de la voz de Cristo es un don suyo, que no niega
nunca a los niños, a los enfermos y a cuantos se sienten pobres. El único
“precio” que pide para oír su voz y experimentar su cercanía es el de
compartir con él nuestro dolor. No se trata de un ejercicio de imaginación,
sino de transformar nuestra experiencia dolorosa en una actitud de
comprensión, servicio y donación para otros hermanos que también
experimentan el dolor. Entonces descubrimos que nuestra cruz es la de
todos, porque es la misma de Cristo. Haciéndonos “cireneos” de nuestros
hermanos descubriremos que Cristo está presente en nuestro caminar.
La alegría de haber encontrado a Cristo en el dolor se contagia a los
hermanos. Es la actitud de las bienaventuranzas. Quien en el dolor
reacciona amando, siembra la serenidad y paz en tomo suyo. Entonces
Cristo comunica a otros el don de la fe.
No hay conversiones cuando faltan apóstoles que transformen la cruz
en donación. El Verbo sólo hace oír su voz en el “silencio” del amor.
En unas conferencias de alto nivel, los expositores se inclinaban por
afirmar que una verdadera conversión por parte de los hinduistas es
prácticamente imposible debido a la mentalidad sincretista y a los
obstáculos culturales. A mi lado estaba un amigo, brahmán convertido,
quien me dijo: “A mí me ha convertido el Señor”... Su conversión se había
realizado contemplando en silencio un crucifijo y oyendo en su corazón
que Cristo había muerto por amor.
La oración es un camino de “silencio”, para que nuestro ser se
exprese en el “diálogo” de una presencia de donación, liste camino, por ser
camino de amor, está lleno de sorpresas gozosas y dolorosas. Fuente de
gozo es aprender a “tratar de amistad, estando muchas veces tratando a
solas con quien sabemos que nos ama” (Santa Teresa de Jesús). Pero la
presencia y la palabra de Dios parecen ausencia y silencio. Hay que
aprender a expresarse más allá de los pensamientos, sentimientos y pala-
bras, por medio de una actitud sencilla y filial de autenticidad (pobreza),
confianza y unión. Lo importante no es nuestro “gusto” o consuelo en la
oración, sino la convicción de que Dios (que está presente y nos habla) nos
ama tal como somos. Hay que dejarle a él la iniciativa del encuentro, por
encima de nuestras preferencias. “Denos él lo que quisiere, siquiera haya
agua, siquiera sequedad” (Santa Teresa de Jesús).

102
La búsqueda de la verdad es gozosa porque da sentido a la existencia.
Pero también es dolorosa porque es camino de renuncia a los espejismos y
a los bienes aparentes. La libertad personal y comunitaria se realiza en esa
búsqueda gozosa y dolorosa, construyendo una comunión de hermanos.
Quien así busca la verdad, se va a encontrar con el “silencio” de los
malentendidos, incomprensiones y marginaciones. Entonces parece como
si Dios callara. Cuanto más intensamente se busca a Dios, más se siente la
impresión de entrar en un silencio profundo. Ello es señal de autenticidad
en la búsqueda. Así es la escuela del amor, donde sólo vale lo que suene a
verdadero diálogo y servicio de donación. Es como el amor materno, que
se traduce en olvido de sí mismo para ser pura “gratuidad”.
Dios nos educa para este silencio haciéndonos experimentar primero
el lenguaje sensible de sus dones. Todo nos habla de él. Pero luego nos
deja entender que su palabra es más honda y sonora que esos dones
pasajeros. “No quieras enviarme de hoy más ya mensajero, ¡que no saben
decirme lo que quiero!” (San Juan de la Cruz).
En este silencio de amistad y “contemplación” se escucha la voz de
Cristo, que invita a compartir su misma cruz como camino de desposorio.
San Juan de la Cruz, ante un cuadro de Cristo cargado con la cruz, se
expresaba así, respondiendo al Señor, que le preguntaba qué premio
quería: “Señor, lo que quiero es que me deis trabajos por padecer por vos,
que yo sea menospreciado y tenido en poco”.
En un ambiente cultural japonés me indicaron que no se podía
traducir a su mentalidad la parte de mi conferencia sobre la cruz. Pensé
que la razón era más bien por confundir la cruz con el sufrimiento buscado
por sí mismo. Entonces cambié la perspectiva del tema, explicando que la
felicidad (como el gozo de Jesús resucitado) nace de una vida que afronta
la realidad (y también el sufrimiento), para cambiarla en donación v
servicio a Dios y a los hermanos. La alegría de San Francisco ríe Asís
nacía de compartir los sufrimientos y humillaciones de Cristo, lisa alegría
110 se puede “importar” ni “imitar” simplemente por adaptación de datos
culturales, porque es un don de Dios, por encima de lodo valor cultural,
que Dios da sólo a los “pequeños” (Lc 10,21).

2. El “Emmanuel” en la “ausencia” de Dios

Dios deja sentir su presencia en muchos momentos de nuestra vida a


través de sus dones. Pero precisamente porque se nos quiere dar él mismo,
103
nos retira esos dones pasajeros. Entonces su presencia nos parece ausencia
dolorosa. Es la ausencia que sintieron los santos, precisamente porque
vivían más cerca de Dios. Es como una “dolencia de amor, que no se cura
sino con la presencia y la figura” (San Juan de la Cruz).
Sufrir la ausencia de Dios, o “sufrir” a Dios, como dirían los santos,
es un sentimiento que nace del amor. Sólo los enamorados experimentan
esa ausencia dolorosa. Algunos santos se quejaban a Dios de este
sufrimiento: “La oración es una queja de la ausencia de Dios... Deseo
acercarme a ti, y tu morada se me hace inaccesible...; estás dentro de mí,
en torno a mí, y yo no te siento... Te buscaré deseándote, te desearé
buscándote, te encontraré amándote, te amaré encontrándote” (San
Anselmo). Si se le busca, es señal de que de algún modo ya se le ha
encontrado.
Sólo Cristo, Dios con nosotros, el “Emmanuel”, nos puede comunicar
esta experiencia de Dios cuando todo parece sepulcro vacío. Sus palabras
siguen resonando en nuestro corazón, porque sólo él puede llamamos por
nuestro verdadero nombre j (Jn 20,15-16). Quien ha experimentado que el
dolor se puede convertir en donación, descubre la cercanía de Cristo
resucitado: “es el Señor” (Jn 21,7). “Un movimiento del corazón me ha
hecho sentir que él estaba ahí” (San Bernardo).
La sonrisa más hermosa es la de esas personas que han encontrado a
Cristo cuando todo y todos parecían fallar. En esos momentos de
abandono, las frases evangélicas parecen recobrar toda su luz y todo su
calor. El Evangelio acontece de nuevo. No es una conquista, sino un don y
una sorpresa inesperada. Es “ver a Jesús” (Jn 12,21), ver “su gloria” de
Hijo de Dios hecho nuestro protagonista y esposo (Jn 1,14). Esta “con-
templación” o visión de Jesús por la fe profunda sólo es posible para los
que se hacen “como niños” (Mt 18,3).
Los santos nos han explicado este camino “contemplativo” de
aprender a ver a Jesús más cerca de nosotros cuando parece más ausente.
Sus explicaciones son sencillas y transparentes, pero nosotros las hemos
complicado, a veces, con elaboraciones sofisticadas. Leyendo con el
corazón abierto a Santa Teresa, a San Juan de la Cruz, y a otros santos (que
llamamos “místicos” porque han entrado en el “misterio” e “intimidad” de
Dios), es como si leyéramos el evangelio vivido por una persona que se
siente pobre, amada y capacitada para amar. Entonces uno exclama como
Edith Stein en el momento de su conversión (mientras acababa de leer a
Santa Teresa): “Esto es la verdad”.

104
En lugar de comprometerse por este camino de pobreza bíblica y de
infancia espiritual, nos parece más fácil quedarnos en unas elucubraciones
“técnicas” sobre la cruz o sobre la contemplación... Uno hasta se puede
sentir más satisfecho y “realizado” porque ya sabe más cosas y ha llegado
a realizar unas conquistas. Pero sin la ciencia de la cruz (que es ciencia de
amor) y sin la fe (que es adhesión personal a Cristo) no se llega a
experimentar la presencia de Jesús resucitado. En los momentos de
contemplación y en los de acción, la cruz es el único camino para vaciarse
de sí, llenarse de Dios y hacer de la propia vida una donación de amor:
“que ya sólo en amar es mi ejercicio” (San Juan de la Cruz).
Me impresionó vivamente la reacción sencilla de una persona joven
con cáncer galopante: “Doy gracias al Señor.... y cuando veo mis faltas,
entonces también le doy gracias, porque Dios me hace ver su
misericordia”. Aprendiendo a ver a Jesús en la propia cruz, se le descubre
también esperando en las propias faltas y miserias, para transformarlo todo
en humildad, confianza, conversión y amor. Aquella joven decía también
que aprendió a ser cruz de Jesús cuando un niño, jugando con un crucifijo,
desprendió la figura del Señor y le dio a ella la cruz. Dios habla por medio
de signos pobres.
¿Por qué empeñarse en quedar a oscuras sin ninguna luz? La
“oscuridad” de la fe no es la oscuridad de la ignorancia ni de la duda. La fe
es luz que deslumbra y nos deja en una aparente oscuridad, como en espera
de la visión. La oscuridad de la incredulidad es un pozo sin fondo. Es
verdad que también hay el peligro de los espejismos: pero si Cristo se ha
quedado bajo los signos pobres de la Iglesia y de los hermanos, va no se le
puede encontrar en otra parte, si no es en su palabra, su eucaristía, sus
sacramentos, sus hermanos, su historia salvífica... Todo esto encuentra eco
en la soledad del corazón, donde también nos espera él. No se trata de
espejismos ni de falsas ilusiones, sino de una presencia que, por ser más
amorosa y profunda, es más dolorosa.
La fe en la presencia de Cristo resucitado presente se va convirtiendo,
por la cruz, en una certeza inquebrantable en esa misma presencia del
Señor. No se puede explicar ni se puede regalar, pero se adivina que en los
demás hermanos, sin excepción, se encuentran también las huellas de este
Cristo resucitado que sólo se deja entender cuando se comparte con él su
misma cruz.
Aquí ya no sirven, o sirven de poco, las conquistas de una
“interiorización” simplemente psicológica. Es el Señor quien se da. Y es él
mismo quien exige como precio para descubrirle una actitud de pobreza
105
que es profundamente dinámica por expresarse en forma de autenticidad,
humildad, confianza y generosidad.
A veces parece como si Dios nos dejara en un “abandono” total.
Entonces no caben los razonamientos y lógicas humanas, sino sólo la
sintonía con Cristo, el Verbo y el Emmanuel, que quiso, por nuestro amor,
experimentar ese mismo “abandono” en la cruz. Las palabras y las
reflexiones sobran. Basta con unirse a Cristo para vivir con él esta
presencia dolorosa de Dios Amor, por medio de una actitud de donación y
de olvido de sí mismo, que es plenamente salvífica: “en tus manos, Padre”
(Lc 23,46).
En aras de este amor, tanto la oración como la acción y la
convivencia se hacen actitud de aceptar gozosamente el misterio de Dios.
El aparente silencio y ausencia de Dios nos enseña una actitud de silencio
activo de donación, expresado en adoración, admiración y servicio a Dios
y a los hermanos. Ya no cuentan las propias preferencias, sino sólo la
gloria de Dios y el bien de los demás. “La gloria de Dios es el hombre
viviente; la vida del hombre es la visión de Dios” (San Ireneo).

3. Servir abriendo caminos a toda la humanidad

Servir no es un juego de entretenimiento. La vida se hace servicio


cuando es donación gozosa y sacrificada. Servir es saber perderlo todo,
para hacer bien a todos y en todo: “Me he hecho siervo de todos para
ganarlos a todos” (1 Cor 9,22).
Alguna vez se ha hablado del “misterio” del Japón, en el sentido de
que es muy difícil una conversión. Me decía un hermano franciscano,
misionero, que él fue instrumento de muchas conversiones sólo con un
servicio humilde y alegre en la hospedería. Los huéspedes le preguntaban
por qué estaba siempre contento. La respuesta les dejaba desconcertados:
“Porque le sirvo a usted”. Ellos insistían: “Pero ¿dónde ha encontrado este
camino para ser feliz?”. El hermano añadía: “En el Evangelio de Jesús”…
y luego les invitaba a leer el mensaje evangélico para encontrar sentido a
la vida. Un joven de Nagasaki inició su proceso de conversión al ver el
rostro sereno y alegre de los cristianos que salían de la misa dominical.
Ordinariamente estos servicios humildes no son reconocidos ni se
contabilizan en nuestros medios de difusión y en nuestros haremos para
clasificar personas y cargos. Pero lo importante es que se trata de “una
vida escondida con Cristo en Dios” (Col 3,3). Para que la humanidad
106
entera se renueve por el amor se necesitan vidas crucificadas como la de
Jesús. Los “cargos” más importantes en cualquier comunidad son aquellos
que se dan, por “carambola”, a personas un tanto olvidadas y marginadas:
se trata de servicios que, como la gotita de aceite, sólo se notan cuando
faltan...
Impresiona leer biografías o autobiografías de santos que se han
gastado calladamente en la labor ordinaria de todos los días al servicio de
los demás. Pero esas vidas quedan casi siempre en el anonimato, como
fermento evangélico que debe transformar calladamente toda la masa. En
muchos campos de misión se encuentran personas generosas que un día lo
dejaron todo para ser signo de cómo ama el Buen Pastor. Casi nunca son
noticia y, desde luego, desconocen nuestros enredos sobre escalafones y
derechos adquiridos.
El camino de la historia se abre a fuerza de cruces, siguiendo las
huellas de Cristo crucificado: “Si alguno quiere venir en pos de mí...,
cargue con su cruz y me siga” (Mt 16.24). La fecundidad de la oración y
de la acción está siempre marcada con el signo de la donación, a ejemplo
del Buen Pastor, que “da la vida” en sacrificio por todos (Jn 10.11).
Los éxitos de la acción apostólica se fraguan en el tiempo
aparentemente perdido de la contemplación. Allí se ha perdido todo lo que
parecía ganancia, para quedarse con la actitud sencilla de quien se contenta
con la sola presencia, palabra y amor de Cristo. Entonces se aprende que
Cristo espera en cualquier persona, acontecimiento y servicio sin
distinción. Ya no se tienen las preferencias de antes, sino las del amor.
El “anonadamiento” de Cristo por la encarnación y la cruz está
impregnado de amor y expresa amor” (RMi 88). Faltan personas
crucificadas que sean signo de cómo amó el Señor. La misión recorre este
mismo camino y tiene su punto de llegada a los pies de la cruz” (RMi 88).
No hay espiritualidad misionera si no se comparte la vida de Cristo,
fidelidad a los planes salvíficos del Padre y a la acción del Espíritu Santo,
hasta inmolarse “para redención de lodos” (Mc 10,45).
Nos encontramos hoy ante un desafío histórico al que sólo pueden
responder quienes han encontrado a Cristo crucificado presente en el
propio sufrimiento. Nos preguntan sobre nuestra experiencia de Dios y “se
busca la dimensión espiritual de la vida como antídoto a la
deshumanización” (RMi 38). A este desafío no se puede responder con
componendas, sino sólo con la experiencia de haber encontrado a Cristo

107
resucitado en lo que parecía un sepulcro vacío. La búsqueda de Dios en la
sociedad actual “es un areópago que hay que evangelizar” (RMi 38).
La contemplación es actitud filial que se expresa encontrando a
Cristo en la propia pobreza y en el propio sufrimiento. El apóstol “es un
testigo de la experiencia de Dios” (RMi 91). Por esto, “si no es
contemplativo no puede anunciar a Cristo de modo creíble” (ib.).
Los fenómenos culturales de hoy purifican todo lo que en la I religión
no es auténtico. Los fundamentalismos y fanatismos, así como las
actitudes religiosas subjetivistas, sectarias y del adorno, son un modo
cómodo de soslayar los planteamientos serios de una sociedad que está
cansada de religiosidad caduca y que, sin rechazar a Dios, busca una
respuesta al sufrimiento que parece silencio y ausencia de Dios. “El futuro
de la misión depende en gran parte de la contemplación” (RMi 91). La
evangelización de una sociedad post-moderna está en las manos de quienes
han experimentado la presencia de Dios Amor compartiendo la cruz de
Cristo. Quien no sabe sufrir con amor, no encuentra a Cristo ni le sabe
anunciar a los demás.
Abrir nuevos caminos a la humanidad significa vivir el propio
“Nazaret” con las actitudes hondas de Cristo, “ocupado siempre en las
cosas del Padre” (Lc 2,49). Estas actitudes son las mismas desde la
encarnación (Heb 10,5-7) hasta la cruz (Jn 10,8; 19,30). El trabajo más
fecundo es el de una vida oculta para servir amando. Pero esta tarea está
siempre marcada con la cruz. La actitud de las “bienaventuranzas” y del
mandato del amor se paga siempre con el precio de la cruz.
El camino histórico de la humanidad se dirige hacia un, encuentro
definitivo con Dios. No se puede llegar a este final feliz sin haber
compartido la vida con los hermanos. De la vida y de la cruz de Cristo se
aprende una gran lección; la propia cruz, por ser la misma del Señor, es un
modo de compartir las cruces de los demás hermanos, para transformarlas
un día en vidas resucitadas. Cristo, que sufre en todo ser humano, necesita
de nuestro amor crucificado para que todos lleguen a la resurrección final.
Un misionero sufría una parálisis progresiva que se iba apoderando
de él día a día. Impresionaba a todos su serenidad. El secreto de su gozo
radicaba en su oración: “Señor, ya sólo me queda sano el corazón; tómalo
para ti y para todos”. Era una vida fecunda que no se malgastó por las
ansias de poseer, disfrutar y dominar, sino que se empleó toda entera para
construir la historia humana según el amor. La misión y la misma vida sólo
se comienzan a entender a partir de la cruz de Cristo.

108
La tarea de “recapitular todas las cosas en Cristo” (Ef 1,10) tiene un
precio: “la redención por su sangre” (Ef 1,7). No existe liberación sin
donación total, puesto que “sin derramamiento de sangre no hay remisión”
(Heb 9,22). La historia global de la humanidad se construye con la historia
particular de cada ser humano que se decide a compartir la suerte y la
“copa” de Cristo (Mc 10,38).

Recapitulación

 Cuando parece que Dios calla, es el momento de “meditar en el


corazón” las palabras evangélicas (Lc 2,19.51), dejándolas entrar hasta lo
más hondo de nuestro ser: en nuestros criterios y convicciones, valores y
motivaciones, decisiones y actitudes... Poco a poco estas palabras,
meditadas en el silencio, nos descubren el rostro y el corazón de alguien
que vive siempre pensando en nosotros y amándonos: Cristo, el Verbo
encarnado, Jesús de Nazaret.
 Al “silencio” con el que Dios pronuncia su Palabra personal (que es
Jesús), sólo se puede responder adoptando una actitud de silencio
contemplativo de donación (Sab 18,14-15: Jn 1, 14). En este silencio Dios
“nos ha hablado por su Hijo” (Heb 1,1-2). Al “Verbo de la vida” (1 Jn 1.1)
sólo se le capta en sintonía de donación. Jesús deja oír su voz. “soy yo” (Jn
6,20), en el corazón de los que se reconocen “pequeños” (Lc 10.21).
 Cuando el dolor nos parece ausencia de Dios y sepulcro vacío, hay
que aprender a esperar y a sufrir amando. Si no buscamos sucedáneos.
Cristo, en el tiempo oportuno, dejará sentir su presencia de “Emmanuel” y
dejará oír su voz de resucitado: “soy yo” (Lc 24.39). En un momento lleno
de dificultades apostólicas, Pablo oyó la voz de Cristo: “No tengas
miedo... porque yo estoy contigo” (Hech 18,9-10).
 Experimentar nuestra propia pobreza y aparente inutilidad en los
momentos de “silencio” y “ausencia” de Dios es la parte más importante
de nuestra cruz. Entonces se descubre la “gratuidad” del amor de Dios, que
“nos amó él primeramente” (I Jn 4.10), no por nuestra bondad, sino porque
él es bueno. En esta experiencia se aprende el misterio de cada hermano,
especial mente del más pobre y débil. Cada uno es biografía de Cristo, en
su propio Belén, Nazaret, cruz y resurrección. Uniéndose a Cristo en su
experiencia de “abandono”, se comienza a vislumbrar una nueva presencia
de Dios Amor: “en tus manos. Padre” (Lc 23.46).

109
 La fecundidad de una vida se mide por la capacidad de donación v de
“contemplación” (ver a Cristo escondido): saber “callar” orientando todo
el ser hacia el amor de “alguien”, Jesús, a quien hemos descubierto con los
ojos de la fe. Entonces se siente el deseo irresistible de amarle como él nos
amó, hasta dar la vida y poder decir como Pablo: “Me he hecho siervo de
todos para ganarlos a todos” (I Cor 9,22).
 En la escuela de la contemplación de la Palabra y de la relación
personal con Cristo presente en la eucaristía, se aprende a ver el rostro del
Señor en el rostro de cada hermano. Amar a Cristo es servir a los
hermanos. Cualquier trabajo es hermoso, no por el premio ni por el éxito
inmediato, sino por el amor de donación. La historia se construye amando
a los hermanos con el mismo amor de Cristo: “Nadie tiene mayor amor
que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13).
 Lo más importante de la vida presente consiste en orientar la
existencia hacia el amor. Nuestras debilidades, defectos y fracasos son
también cruces que se pueden aprovechar para amar más: comprender a
los más débiles. Esta “cruz” de donación parece una estupidez a los que se
creen sabios y es un escándalo para quienes esperan otra solución a los
problemas del hombre; pero para todos es la salvación definitiva: “('lisio
crucificado… es fuerza y sabiduría de Dios” (I Cor 1,23-24).
 Para “recapitular todas las cosas en Cristo” (Ef 1,1O) se necesitan
vidas escondidas “con Cristo en Dios” (Col 3,3), que sepan compartir la
misma “copa preparada por el Padre” (Jn 18,11).

110
X. EL GOZO PASCUAL Y FECUNDO DE LOS SANTOS

1. Sepulcro vacío, noche oscura

Cuando decimos la palabra “santos”, nosotros, los cristianos, la


tomamos en un sentido muy realista. Nos referimos a las personas que, en
medio de dificultades como las nuestras, se decidieron a abrirse al amor.
En este campo hay que reconocer que es Dios quien “nos amó primero” (I
Jn 4.10) y, por tanto, quien nos capacita para responder libremente a su
amor.
Dios ama así: se acerca, se manifiesta, se da tal como es. Si nos da
sus dones, es para dársenos él. Si nos da a su Hijo, es para comunicarnos
todo lo que él es. Pero este modo divino de acercarse, de manifestarse y de
darse, a nosotros nos parece noche oscura y sepulcro vacío. “Sólo
Jesucristo, Palabra definitiva del Padre, puede revelar a los hombres el
misterio del dolor e iluminar con los destellos de su cruz gloriosa las más
tenebrosas noches del cristiano... La cruz es necesaria en nuestra vida, pero
como camino que conduce a la victoria del amor” (Juan Pablo II, Maestros
en la fe).
Los “santos” pasaron por la experiencia de esa ausencia y silencio de
Dios. Aceptaron el reto del sufrimiento y de la cruz, para trascenderlo todo
por una actitud de fe, esperanza y caridad. Por esto, el discípulo amado,
cuando entró en el sepulcro vacío, “vio y creyó” (Jn 20,8). En medio de la
bruma del lago de Genesaret descubrió también la presencia de la persona
amada: “Es el Señor” (Jn 21,7). Cristo se manifiesta a los que le aman
ayudándoles a transformar el sufrimiento y la oscuridad en donación (cf.
Jn 14,21). “Haced cuenta que eso, dificultades y trabajo, es vuestra cruz, la
cual habéis de llevar para seguir a Cristo, Señor nuestro... El verdadero
amor a Jesucristo hace dulces todas las mortificaciones, como hace dulce

111
el apurar lo más amargo... No temáis, él os dará la gracia, y así todo lo
podréis” (Beato Francisco Coll).
La “noche oscura” tiene, pues, origen en el modo peculiar con que
nos ama Dios. Se nos quiere dar él, más allá de sus dones. Y espera de
nosotros una donación del propio ser, más allá de nuestros conceptos,
preferencias y sensibilidad. Es en medio de esta noche donde se comienza
a vislumbrar una nueva luz: “En la noche dichosa, en secreto, que nadie
me veía, ni yo miraba cosa, sin otra luz y guía, sino la que en mi corazón
ardía” (San Juan de la Cruz). “Como tu amor me guarda siempre, atravieso
contigo por las tinieblas y la noche” (José Kentenich).
El amor de donación es la clave para descifrar la cruz. Se comienza a
comprender la cruz viviendo en sintonía con Cristo. “El amor que no
crucifica no es amor... En el mundo de las almas, el amor es dolor y el
dolor es amor... ¿Qué es ser hostia? Es ser cruz viva, y la cruz es la esencia
del dolor y del amor” (Concepción Cabrera). “Mi Jesús crucificado, todo
mi vivir eres tú” (Félix de Jesús Rougier).
Uno que no está enamorado no entiende de amor esponsal. La
naturaleza siente la debilidad y el miedo; pero el amor quiere compartir la
suerte de Cristo: “¡Oh cruz! ¡Hazme lugar! Toma mi cuerpo y deja el de mi
Señor” (San Juan de Avila).
La cruz se hace camino hacia las bodas con Cristo: “Vayamos y
muramos con él” (Jn 11,16). Es una “muerte mística” de convertir la vida
en oblación: “matando, muerte en vida la has trocado” (San Juan de la
Cruz). Es la lógica del amor: “Si quieres llegar a poseer a Cristo, no le
busques sin la cruz...; el que no busca la cruz de Cristo, no busca la gloria
de Cristo” (id.). Quienes han sido tocados por la cruz de Cristo, “ya no
viven para sí mismos, sino para aquel que murió por ellos” (cf. 2 Cor
5,15).
Para San Pablo de la Cruz esa “muerte mística” no es más que la
unión con Cristo crucificado, para “ser un alma crucificada” ofreciéndose
a él del todo sin buscar nada para sí mismo: “Espero la luz después de las
tinieblas... Mi corazón no será ya mío...; mío sólo será Dios. ¡He aquí mi
amor!.. Moriré pobre en la cruz con vos” (San Pablo de la Cruz). El
sacerdocio de la vida cristiana consiste en hacerse víctima (donación
perfecta) con Cristo Víctima: “Como verdaderos cristianos, nosotros
somos sacerdotes, y como tales debemos ofrecernos nosotros mismos por
víctimas para gloria de Dios” (San Antonio María Claret).

112
Algunos han querido ver en esta terminología espiritual cristiana una
serie de complejos psicológicos y traumas que tenderían incluso hacia el
morbosismo. Pero esas personas santas querían sencillamente afrontar la
realidad de cada día con amor. La vida es, muchas vetes, oscuridad. Hay
momentos ilógicos en los que la vida parece absurda y sin sentido.
Los santos, precisamente por compartir su existencia con Cristo,
supieron ver en esta realidad oscura y dolorosa una historia de amor. La
cruz es la clave de interpretación: siempre se puede hacer de la vida una
donación. “Sólo Dios nos puede sostener en nuestras tribulaciones” (Santa
Claudina Thévenet). En esos momentos de dolor se descubre una cercanía
especial de Dios Amor. “Qué bueno es el buen Dios” (id.). Entonces se
ama la cruz con pasión: “Amo vuestra cruz con pasión en lo que tiene de
más penoso” (Beata Dina Bélanger).
En Cristo crucificado se aprende a hacer de las propias dificultades
un modo de “completar los sufrimientos” del Señor (cf. Col 1,24). “De la
cruz redentora del divino Salvador a la cruz sangrienta y dolorosa del alma
que se ofrece como víctima a su Dios para acompañarle en su pasión”
(María Inés-Teresa Arias). La propia vida se hace continuación del
sacrificio eucarístico: “Ofrécele su corazón a Jesús para que le sirva de
altar y venga a inmolarse en él” (id).
Es siempre “la cruz del amor”, que se nos convierte en “unión con la
Sabiduría eterna”. Esta sabiduría cristiana es “la locura del amor que nos
separa de la sabiduría de la tierra” (María de la Pasión). Identificándose
con el anonadamiento de Cristo en la cruz, el amor de Dios se complace en
nuestro anonadamiento, que prolonga el de Cristo Redentor. Sólo a la luz
de esa vivencia del amor se pueden entender las expresiones radicales de
las personas que no quieren caminar a medias tintas: “Destrúyeme, Señor,
y sobre mis ruinas levanta un monumento a tu gloria” (M. Laura
Montoya). “Cuando quieras y como quieras, Señor y Dios mío. Sólo
quiero ser la ceniza del holocausto, que por tu gloria he ofrecido a ti y por
ti a tu Iglesia santa” (Beata Nazaria Ignacia March).
El deseo de estar con Cristo y de vivir de su presencia ayuda a
superar las dificultades. “Tenían a Jesús sacramentado, que les endulzaba
todas las penas de esta vida” (decían de M. Bonifacia Rodríguez y de su
comunidad). Para encontrar a Cristo presente en nuestras vidas hay que
compartir su misma cruz. El misterio pascual no puede prescindir ni del
dolor de la cruz ni del gozo de la resurrección. La “copa” de bodas de que
habla Jesús en Getsemaní (Jn 18,11) es la misma que él quiere compartir
con los suyos (el. Me 10,38; Lc 22,20). “No puedo separarme del pie de la
113
cruz; en el Calvario he hecho mi habitación; aquí descanso, aquí trabajo,
aquí gimo y lloro” (M. Esperanza de Jesús González).
El camino para “recapitular (restaurar) todas las cosas en Cristo” (Ef
1,10) es camino de Pascua, es decir, de cruz y resurrección. “Hay que
purificar por la cruz, y la resurrección de. Cristo y encauzar por caminos
de perfección (orlas las actividades humanas” (GS 37).
En estos momentos difíciles de Calvario se experimenta la cercanía
de la Santísima Virgen como modelo e intercesora: “Quiero imitaros.
Madre mía, en la humildad y en la constancia con que permanecisteis al
pie de la cruz, y en el celo por la salvación de los hombres” (Santa Vicenta
María López Vicuña). Con María y con su ayuda se aprende a pasar la
“noche de la fe” como desposorio con Cristo, compartiendo su misma
“suerte”, sufriendo la misma “espada” (Lc 2,35). Esa “noche” se convierte
en un “velo a través del cual hay que acercarse al Invisible y vivir en
intimidad con el misterio” (RMa 17).
La cercanía a los pobres, como actitud de misericordia, se aprende en
esos momentos difíciles de cruz, vividos con María, la Madre de
misericordia, la consoladora de los afligidos. “Para los espíritus grandes, la
contrariedad es aliciente que intensifica la vida sobrenatural” (Santa María
Rosa Molas). Esas personas que han experimentado la cruz con actitud de
amor son portadoras de consolación, se hacen constructoras de la unidad y
colaboran con Cristo crucificado a “reunir a los hijos de Dios que estaban
dispersos” (Jn 11,52).

2. Fecundidad espiritual y apostólica

La lógica evangélica pasa por la cruz. La fecundidad espiritual y


apostólica sigue la misma lógica del “grano de trigo” (Jn 12,24) y de los
“dolores de parto” (Gál 4,19; Jn 16,21-22). No se busca directamente el
dolor, sino el compartir la misma vida de Cristo crucificado. “El gozo de la
maternidad espiritual, que es gozo del Espíritu Santo, brota en el corazón
solamente cuan do se ha sabido transformar el sufrimiento en donación y
servicio. Esta es nuestra teología de la cruz” (Juan Pablo II, Medellín, 5-7-
86). Yo soy feliz en la cruz, que, llevada por amor de Dios, engendra el
triunfo y la vida eterna” (Daniel Comboni).
El precio de las almas es la sangre del Redentor (1 Pe 1,19). El
camino de perfección y el proceso de acción apostólica se resumen en la
caridad del Buen Pastor. El amor es siempre donación. Ese amor amasado
114
con el dolor es el amor salvador... La cruz es el pulso del amor; y para
saber sufrir, saber amar... La cruz fecunda cuanto toca” (Concepción
Cabrera).
El amor a los hermanos que están llamados a formar la comunidad
del Señor es el mismo amor a Cristo presente en cada corazón humano, y
de modo especial en la Iglesia. Este amor, si es auténtico, es siempre
crucificado. Como “Cristo amó a la Iglesia y se entregó en sacrificio por
ella” (Ef 5,25), así quien ama a Cristo da la vida por su Iglesia. “Vivo y
viviré por la Iglesia, vivo y moriré por ella” (Beato Francisco Palau).
Si no se profundiza el amor esponsal de Cristo, no se comprende el
camino de perfección ni se afrontan con fe y esperanza las dificultades de
la convivencia y del apostolado. Toda la Escritura, precisamente por ser
“Testamento” o “alianza”, tiene este sentido esponsal. La comunidad (la
“esposa”) está llamada a compartir la suerte de Cristo Esposo, a “lavar su
túnica en la sangre del Cordero” (Ap 7,14).
La cruz se asume como desposorio con Cristo. “¡Oh cruz gloriosa del
Señor crucificado! Lecho de amor donde nos desposó el Señor..., el amor
de Dios brilla en tus brazos abiertos” (San Hipólito de Roma, Homilía de
Pascua).
Al vislumbrar la fecundidad de la cruz de Cristo, los santos ardían en
deseos de compartirla. Su ansia más profunda era la de “amar y hacer amar
al Amor” (Santa Teresa de Lisieux). “Resolví permanecer siempre en
espíritu al pie de la cruz para recibir el rocío divino de la salvación y
esparcirlo después en las almas” (id). En la cruz se aprende la sed de almas
al estilo de San Juan Bosco: “Dame almas y quítame lo demás”. “Siempre
que el alma es triturada por penas grandes... viene instantáneamente un
derroche de gracias celestiales sobre todas las obras que tenemos entre
manos” (Dolores Rodríguez Sopeña). Esto no se entiende si no se vive en
sintonía con la sed de fisto en la cruz (Jn 19,28): “¡Tengo sed! No alcanzo
a decir cuán grande es mi sed de dolor, de almas y de amor. Dolor, a mas,
amor, son tres pasiones que crecen en cada instante que ^asa, son tres
torturas, es mi triple martirio... Lo que necesito es Cruz Jesús, la que tuvo
desde el primer momento de su encarnación hasta el postrer suspiro en el
Calvario, para saciar la sed que me devora” (Beata Dina Bélanger).
Toda virtud enraíza en la caridad, que es donación sacrificial. Por
esto “no existe ejemplo de virtud al margen de la cruz” (Santo Tomás de
Aquino). Propiamente no se busca la cruz material, sino a Cristo, que fue
crucificado por amor. Las obras de Dios están marcadas por la cruz como

115
garantía de compartir su misma donación. Todo el bien que esas obras
siguen haciendo en la Iglesia y en el mundo proviene del amor escondido y
crucificado. El lema de los fundadores podría ser el de M. María Bernarda
Heimgartner: “In cruce salus” (La salvación se « encuentra en la cruz).
El ser humano se realiza en la verdad buscada y vivida por amor. En
la medida en que nos realicemos en esta búsqueda y vivencia de la verdad
y del amor, se produce una sensación de serenidad y gozo y, al mismo
tiempo, un desgarro doloroso de todo lo que no suene a donación. “La cruz
nos eleva hacia la verdad y la caridad porque nos separa de la tierra...; la
cruz ha tomado a Jesús más que a nadie porque él era el amor, encarnado
por amor para hacemos renacer al amor. Jesús pertenece a la cruz” (María
de la Pasión).
El progreso de la vida espiritual está jalonado de momentos
especiales de donación. La vida ordinaria de Nazaret muestra su
autenticidad cuando llegan esos momentos, en que se nos pide un
desprendimiento decisivo de todo para orientarnos más hacia el amor.
“Cada día debe señalar un proceso real en el camino de perfección, y de
hecho lo señalará si llevamos día a día nuestra cruz y la besamos como si
Jesús nos ofreciera una joya... Debemos especializamos en el amor a la
cruz” (M. Catalina Zecchini). ¡
La cruz es, pues, “el poder de Dios” (1 Cor 1,18). Apoyarse en los
poderes humano equivaldría a “desvirtuar la cruz” (1 Cor
1,17). Para ganar en este campo del amor hay que saber perder (cf.
Flp 3,8). Fijarse demasiado en la pérdida y en el dolor es correr el riesgo
de olvidar el mensaje pascual de la cruz, como, olvido de sí mismo en las
manos del Padre: “No vuelvas a detenerte en tus cruces..., traspásalas, es
decir, pasa por entre ellas con tu mirada sólo fija en mi mirada”
(Concepción Cabrera).
Para llegar a la “donación radical de sí mismo” como expresión del
seguimiento evangélico, que es propio de toda vida sacerdotal y
consagrada, “es necesario inculcar el sentido de la cruz, que es el centro
del misterio pascual. Gracias a esta identificación con Cristo crucificado,
como Siervo, el mundo puede volver a encontrar el valor de la austeridad,
del dolor y también del martirio” (PDV 48). Sólo así se explica el dolor y
gozo del misterio pascual de Cristo, participado por su seguidores. “Estoy
tan acostumbrado a sufrir, que más bien siento consuelo... Mi conciencia
está tranquila, bendito sea Dios” (José Antonio Planearte y Labastida).

116
Sólo quien vive la caridad del Buen Pastor entiende este lenguaje de la
cruz.
Con expresión de alma candorosa, Santa Rosa de Lima lo decía así:
“Fuera de la cruz, no hay camino por donde subirse al cielo”. El “cielo” es
donde Dios Amor se deja ver y se comunica del todo y para siempre. Al
cielo sólo se llega transformando nuestra realidad en donación. Pero esto
es sólo posible con la presencia y ayuda de Cristo. “Al cielo no van los que
viven en regalos, sino los que suben al Calvario llevando de buena gana la
cruz... En el camino de la cruz, quien lo lleva todo es Jesús” (Santa
Joaquina Vedruna). “Sin cruz no hemos de estar... Los que no sufren
mucho no valen para grandes cosas... Arrástrame, Señor, para que contigo
pueda correr por los caminos de la santificación y sin parar, aunque sea
hasta el monte de la mirra y del sacrificio” (Beato Manuel Domingo y
Sol).
En la isla de Futuna (Oceanía) hoy existe una comunidad cristiana
floreciente. Allí murió mártir San Pedro Chanel, después de cuatro años de
evangelización aparentemente infructuosa. En el campo apostólico, como
en el de la perfección, se cumple el dicho profético de San Juan de la Cruz:
“Adonde no hay amor, pon amor y sacarás amor”.

3. Gozo pascual

El principal sufrimiento de Cristo durante su pasión y muerte tuvo


origen en su amor. Este amor al Padre en el Espíritu Santo, concretado en
el amor a los hermanos hasta dar la vida por ellos, fue la fuente principal
de su dolor. Su gran pena era la de ver que el Padre no era amado y que los
hermanos estaban lejos del amor. Sólo entrando en este amor doloroso de
Jesús se comienza a vislumbrar que la cruz es la “copa” de bodas prepa-
rada por el Padre (Jn 18.11: Lc 22.20: Me 10,38). Entonces se llega a la
conclusión de que beber esta copa vale la pena. Compartir la suerte de
Cristo Esposo en la cruz equivale a un anticipo de su gozo pascual.
Sólo el amor es capaz de convertir la cruz en gozo profundo. Y ese
amor viene de Dios. Por la cruz todo apóstol está llamado a dar
“testimonio de una vida que manifiesta el espíritu de sacrificio y el
verdadero gozo pascual” (PO 11). Ese era el gozo y la gloria de Pablo:
“Cuanto a mí, jamás me gloriaré a no ser en la cruz de nuestro Señor
Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el
mundo” (Gál 6,14).
117
El gozo brota espontáneamente cuando uno vive su identidad de
sentirse amado y de poder amar. En la cruz de Cristo todo ser humano
encuentra el sentido de su existencia: “¡Oh cruz gloriosa del Señor
resucitado, árbol de mi salvación! De él me nutro, de él me alegro, en sus
raíces crezco, en sus ramas me extiendo” (San Hipólito de Roma, Homilía
de Pascua).
La vida es hermosa cuando se afronta a la sombra de la cruz del Buen
Pastor. Ahí se aprende que siempre se puede hacer lo mejor, incluso en los
momentos que parecen absurdos. “Yo estoy contenta con todo. Una ciencia
de la cruz sólo puede lograrse cuando uno llega a experimentar del todo la
cruz” (Beata Edith Stein).
Como Jesús en Getsemaní, también nosotros experimentamos la
debilidad y la oscuridad ante el dolor. La naturaleza sigue siendo
quebradiza. Pero el Espíritu del Señor, infundido en nuestros corazones,
nos ayuda a vivir en sintonía con los amores de Cristo: “Divino
enamorado..., enamórame de tu cruz, pero que la confianza en ti crezca
también hasta el infinito... Descansando en ti podremos sufrir con amor,
con alegría” (M. María Inés-Teresa Arias).
Es el amor de Cristo crucificado el que arrastra los corazones y los
hace vibrar en sintonía con él. Esta unión con Cristo (no el dolor por sí
mismo) es fuente de gozo. “Veo tu cruz, Jesús mío, y gozo de tu gracia,
porque el premio de tu Calvario ha sido para nosotros el Espíritu Santo...
La cruz simboliza la vida del apóstol de Cristo... Tener la cruz es tener la
alegría; ¡es tenerte a ti, Señor!... Cuando se quiere la cruz, entonces, sólo
entonces la lleva él” (Beato José María Escrivá).
Este gozo de compartir la cruz de Cristo hace superar todas las
dificultades en el camino hacia la unión perfecta con él. Lo importante es
no dudar del amor de Cristo ni bajar el tono de la decisión de amarle en
todo. “Hay que adherirse a la cruz para llegar a la unión con Cristo” (Santa
Teresa de los Andes).
En los santos se puede observar una convicción profunda que nace de
su humildad y de su amor: la necesidad de la gracia para llevar la cruz con
alegría. M. Paula Montal repetía ante las dificultades: “Estos son regalitos
de mi amado Esposo”. Pero esta convicción era fruto de oración humilde y
confiada en Jesús: “En el sagrario te dejo mi corazón; que te ame siempre
sin cesar..., y cuando yo vuelva mañana a por él, que me lo entregues
hecho un ascua de amor... y que este amor sea sólo para ti y para tu Madre
y mi Madre, la Virgen Santísima... Cuando mi corazón esté dispuesto de

118
esta suerte, entonces envíame cruces y penas, que todo lo sufriré con
alegría” (Beata Paula Montal).
La victoria de la cruz aparece en la serenidad de esas almas fieles,
que supieron emprender las obras de apostolado perdiéndose a sí mimas en
el amor de Cristo. En el epitafio de M. María Bernarda Heimgartner se lee:
“Crucem elegit, crucem portavit, in cruce vicit” (Eligió la cruz, llevó la
cruz, venció en la cruz). “El establo y la cruz fueron como cátedra desde
donde este divino Maestro nos instruyó en la ciencia de la humildad”
(María Pouseppin).
La alegría de los enamorados nace de una presencia buscada como
donación. “¡Qué feliz soy de hacer mi tabernáculo en el monte santo de tu
sacrificio! Mis alhajas son tu cruz” (Beata Dina Bélanger). El amor a
Cristo Esposo crucificado es como la maternidad de María, que no tiene
fronteras: “¡Oh Virgen Inmaculada, Madre mía!... Concédeme almas,
amor y dolor... Quiero la cruz de Jesús. Sólo la palabra cruz me hace saltar
de alegría. Quisiera recorrer todo el mundo y coger todas las cruces que
Dios ha sembrado... y abrazarme con ellas agradecida, y saborearlas y
ofrecérselas en homenaje de amor a Cristo crucificado” (id).
Estas personas, que afrontaron con alegría y esperanza las
dificultades, son el libro viviente en que se sigue escribiendo la historia de
la cruz, es decir, la historia de Cristo crucificado y resucitado prolongado
en el tiempo. Es siempre la persona de Cristo que contagia de sus amores a
quienes se dejan conquistar por él. “El crucificado es mi vida, mi luz, mi
fuerza, mi tesoro. La cruz es un libro sagrado y bendito. Me parece que
conozco un poco su ciencia; ojalá se siga la práctica” (María de la Pasión).
El dinamismo de la gracia bautismal es un camino de Pascua, que
pasa por la cruz para llegar a la resurrección: “Fuimos, pues, con él
sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo
fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así
también nosotros vivamos una vida nueva. Porque si hemos sido injertados
en Cristo por una muerte semejante a la suya, también compartiremos su
resurrección” (Rom 6,4-5).

Recapitulación

 El misterio de la cruz sólo se puede vivir a partir de una relación


personal con Cristo. Así lo han hecho los santos. La cruz no es algo sin
“alguien”: Cristo resucitado presente, que nos muestra sus llagas y nos
119
invita a compartir su misma vida y misión (Cf. Lc 24,39-49). “El crucifijo
explica todo; una mirada al crucifijo pone todo en orden... Es un libro, un
amigo, un arma” (Beato José Allamano). “Sólo respiro y deseo vivamente
vivir crucificada con Cristo crucificado... Quisiera yo dar voces a todo el
mundo y animar a padecer algo por quien tanto padeció por nosotros” (M.
María Antonia París). “Pongo en la llaga de vuestro corazón, mis penas,
trabajos y dificultades” (Santa Rafaela María del Sagrado Corazón).
 El amor de Cristo crucificado se hace signo visible en los creyentes
que comparten la cruz del Señor. Esos enamorados, como el discípulo
amado, saben descubrir las huellas del resucitado en la propia vida y en la
de los demás (cf. Jn 20,8; 21,7). Un “movimiento” del corazón es
suficiente para descubrir, en el sepulcro vacío, que Cristo ha resucitado.
“Estos trabajos... son grandes refrigerios y materia para muchas y grandes
consolaciones. Creo que los que gustan de la cruz de Cristo nuestro Señor
descansan viniendo en estos trabajos, y mueren cuando de ellos huyen o se
hallan fuera de ellos” (San Francisco Javier).La cruz tiene una lógica
evangélica más allá de nuestros cálculos. Por el “anonadamiento” y
“humillación”, Cristo llega a la “exaltación” (Flp 2,5-11). Su victoria de
resucitado tiene un precio: la cruz. “La cruz es el libro donde leemos el
amor de Dios hacia nosotros... El crucifijo nos invita a darnos generosa-
mente en la inmolación de cada día” (Savina Petrilli). “El crucifijo es
nuestro libro de todos los momentos” (M. Ursula Benincasa).
 El amor a Cristo se convierte en imitación de su estilo de vida, para
poder encontrar al mismo Cristo en todos los hermanos que sufren, en los
pobres y enfermos: “Sufra esas pequeñas tribulaciones como venidas de la
mano de Dios... Así imitaremos en algo a nuestro buen Jesús... Hay que
hacer algún sacrificio por tan divino Señor” (Santa Soledad Torres Acosta).
 Los santos no amaron el fracaso en sí mismo, sino que desearon
compartir la eficacia de la cruz. En la vida espiritual y en la acción
apostólica, prefirieron esa eficacia de la debilidad humana y de la pobreza
evangélica afrontada con amor. Por esto supieron vivir en sintonía con los
que sufren, los pobres y los marginados. La cruz les capacitó para hacerse
“todo para todos” (1 Cor 9,22). “Tenía tal afán de hacer sacrificios grandes
por Dios, que deseaba ser mártir por su amor, y esta ansia hacía que me
parecieran las penas suaves y ligeras por más penosas que las hallara en un
principio” (Santa María Micaela del Santísimo Sacramento).
 Nadie ha vivido más feliz en esta tierra que quienes han compartido
la cruz de Cristo. Compartir el “dolor con Cristo doloroso” es el camino
120
para “gozar intensamente de tanta gloria y gozo de Cristo nuestro Señor”
(San Ignacio de Loyola). La serenidad de una persona que aparece
realizada es fruto de una caridad crucificada. Es la serenidad del gozo
pascual que es don del Espíritu Santo para transformar el sufrimiento en
amor. “La alegría supera todas mis tribulaciones” (2 Cor 7,4).
 Con esta visión de fe pascual, la vida se hace servicio. Ya no
importan tanto los cargos “honrosos” y de “importancia”. Entonces se
aprende a escuchar la voz de Cristo en toda circunstancia: “Si todos
forman una sola cruz, si son astillas de esa cruz, ¿qué más les da estar
arriba o abajo, si todos son mi cruz?” (Concepción Cabrera).
 La cruz es la clave para comenzar a entender el amor de Cristo desde
el día de la encamación. El ha asumido nuestra vida tal como es, como
consorte y “esposo”; su amor llega a hacer que nuestra cruz sea la suya:
“Jesucristo no ha venido a suprimir el sufrimiento. Tampoco ha venido a
aclararlo. Ha venido a acompañarlo con su presencia” (Paul Claudel). Los
santos lo han explicado como desposorio con Cristo: “El Señor quiere
trataros como esposas suyas, puesto que os hace partícipes de su cruz”
(Santa Magdalena de Canosa).
 La santidad cristiana es posible sólo a partir de la propia realidad
presentada ante Cristo crucificado: “la miseria de rodillas... ante la
misericordia omnipotente del corazón de Dios” (Manuel González). La
cruz es el inicio, el camino y el término de la santidad: “Vivir crucificada
con Jesús... Al ver a mi Señor crucificado, deseaba con todas las veras de
mi corazón imitarle...; aquella cruz era el término de la santidad, de la
cumbre de la más elevada perfección, donde han llegado todos los santos”
(Beata Angela de la Cruz). “No cabe más santificación que la de saber
estar sufriendo por amor de Dios, que es quien quiere que le sigamos por
el camino de la cruz y de la tribulación... Santidad y cruz es una misma
cosa” (Luis Amigó y Ferrer).
 Esas personas que llamamos “santos” nunca vivieron la cruz en
soledad, sino trascendiéndose y pasando a los amores de Cristo presente
entre nosotros bajo signos “sacramentales”, especialmente en la eucaristía:
“Quería sufrir mucho por conseguir hacer algo en tu nombre... Todo es
sacramento en mi camino. Si principia mi memoria por el Calvario, me
arrastra el corazón al sagrario” (M. Matilde Téllez). El “toque” de la cruz
es la señal de cercanía de Cristo, que nos hace transparencia suya e
instrumento de salvación para toda la humanidad: “Bendeciremos a Dios,
que de tal modo nos prueba..., fijando siempre nuestra vista en Jesucristo
121
crucificado” (Juan Nepomuceno Zegrí). “Estoy como Cristo: el corazón,
con aberturas sangrantes...; la cabeza, coronada de espinas” (Miguel Angel
Builes).
 Llegar a orientar el propio ser hacia el amor, es un proceso de
“negarse” a sí mismo, de lucha continua. “Quien desee ser fuerte y no
flaquear en los grandes combates, debe ser fiel en mortificarse y vencerse
en las cosa pequeñas... En cualquier instante puede ejercitar la abnegación,
la caridad, el celo, la paciencia” (Beato Marcelino Champagnat). Este
esfuerzo de todos los días se realiza en la “sencillez” de quien quiere darse
del todo en las cosas pequeñas. “El espíritu de dulzura es el verdadero
espíritu de Dios; el del sufrimiento es el del Crucificado... Nunca se ha
sabido de qué madera fue la cruz de Nuestro Señor. Yo pienso que es para
que amemos sin distinción las cruces que nos envía, sean de la madera que
sean... Si eres amante del Crucificado, ¿qué debes ser sino crucificada,
toda vez que el amor iguala a los amantes?” (San Francisco de Sales).
 Para los santos la palabra “cruz” suena a amor y vida, porque se
descubre en ella el rostro del esposo crucificado: “Felices los que saben
morir y vivir abrazados a la cruz... Para los santos el morir es comenzar a
vivir... Enamórate de Jesús y lo estarás de su cruz, pues Jesús nunca se
halló sin cruz... Esposo de sangre es Jesús..., suple en ti lo que falta a la
pasión de Cristo... Feliz el alma si se abraza con su cruz y con el que en
ella se puso... Pronto se rasgará la nube y aparecerá la claridad de Dios”
(San Enrique de Ossó). Para ello basta con “asirnos a la cruz, y confiar en
el que en ella se puso... Abracemos bien la cruz y sigamos a Jesús... Mi
gloria sea la cruz” (Santa Teresa de Avila).
Diagnosticaron a una joven de diecinueve años que sus manchas en la
piel eran de lepra. Había sido su gran ilusión consagrarse a Cristo para el
servicio de los hermanos. Sus familiares le obligaron a cambiar de nombre
para evitar la humillación de la familia... En la leprosería ha quedado ciega
(año 1991). He podido hacerme con su oración escrita, que dice así:
“Señor, yo soy leprosa y vengo a darte gracias. ¿Quién soy yo para
merecer el haberme elegido y tener el grande y enorme privilegio de
compartir tu cruz redentora?” Actualmente muchos jóvenes va a compartir
con ella para sentirse alentados a seguir su vocación...

122
LÍNEAS CONCLUSIVAS

La fuerza de la debilidad

La cruz no se entenderá nunca si no es a partir del amor que Dios ha


“escondido” en toda la creación y toda la historia humana. La vida es
hermosa, porque todo es “sorpresa” de Dios Amor. La pedagogía de Dios
se aprende hasta en las flores: todas ellas se marchitan, pero no se marchita
el amor que Dios puso en ellas para cada ser humano. Porque “el hombre
es la única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo” (GS
24).
El dolor se produce cuando los dones de Dios se desvanecen: la vida,
la salud, los seres queridos, las cosas... Es que Dios se nos quiere dar a sí
mismo, pero en plenitud y en un “más allá” de visión y de encuentro
definitivo. Ese enigma de amor tiene una clave: la cruz, es decir. Cristo
crucificado. Porque así nos lo ha “dado” Dios como señal máxima de su
amor (cf. Jn 3,16). Ese modo de amar de Dios nos produce dolor y no nos
gusta ni lo entendemos. Se podría decir que es nuestro “sufrir” a Dios.
Al “más allá” se llega por el “corazón” de Dios. Nos lo ha dejado a
“pedacitos”, escondidos en cada persona, en cada cosa y cada
acontecimiento. Para entrar en él, el madero de la cruz nos parece alto,
porque el amor de Dios es infinito. Y también nos parece tosco y con
nudos dolorosos, porque necesitamos apoyar nuestros pies en la realidad y
no en espejismos.
El sufrimiento, cuando no se transforma en amor, produce rupturas
entre los hermanos. Sólo la cruz de Cristo, compartida por nosotros y
transformada en donación, puede realizar la unidad de los cristianos y de
toda la humanidad: “Jesús moriría para conseguir la unión de todos los
hijos de Dios que estaban dispersos” (Jn 11,52); “Cuando yo sea elevado
sobre la tierra, atraeré a todos a mí” (Jn 12,32).
123
Sólo la “cruz” abre a la humanidad el camino hacia “un cielo nuevo y
una tierra nueva” (Ap 21,1). Sin esa puerta, el camino termina ante un
muro infranqueable. Pero la cruz tiene un nombre concreto, que suena a
amor esponsal: Jesús de Nazaret, “el crucificado” (Mt 28,5). Por haber
asumido nuestra vida como propia, su cruz es la nuestra y nuestra cruz es
la suya. Nuestra cruz estaba ya en la suya y en este sentido le
“completamos” (cf. Col 1.24). Haciendo de todo una donación, a imitación
de Jesús, el dolor deja entrever su secreto. Encontraremos siempre a Jesús
como “cireneo” de nuestra cruz, en la medida en que nosotros seamos
“cireneos” de los hermanos evitándoles el sufrimiento y acompañándoles
en su dolor. No sería posible encontrar el sentido de nuestra cruz sin
comprender y compartir la cruz de los hermanos.
Caminando a nuestro lado, Jesús no nos da una explicación teórica,
sino una seguridad de fe, esperanza y amor. Nos basta él. Sólo en la
experiencia de la cruz, sin escapar de la realidad concreta, lograremos
descubrirle presente mostrándonos sus llagas todavía abiertas en su cuerpo
resucitado: “soy yo” (Lc 24,39). Cuando uno se siente amado y capacitado
para amar, la cruz empieza a ser resurrección.
Es verdad que muchas veces la vida parece “silencio” y “ausencia”
de Dios. Buscar una explicación teórica es perderse en cébalas que no
satisfacen a nadie. En ese “silencio”, Dios hace resonar su “Palabra”, su
“Verbo”. Y en esa “ausencia”, se deja entrever como “Dios con nosotros”
(Emmanuel). Jesús crucificado es esa Palabra y esa presencia. Sólo él es el
libro para “ver” a Dios Amor donde parece que no está. Porque cuando
Jesús vivió su vida mortal, no quiso ningún privilegio histórico, sino que
afrontó nuestras mismas dificultades, hasta el “abandono” de la cruz. Y fue
en la cruz donde su voz llegó a ser un “grito” salvífico para toda la
humanidad, como “gemido” filial que nos abre a todos la posibilidad de
ser hijos de Dios: “Padre, en tus manos...” (Lc 24,46).
Jesús vivió así, cargando la cruz de “cada día” (Lc 9,23), haciendo de
su vida una donación total para salvar a todos, sabiéndose y sintiéndose
unido a cada persona como esposo y protagonista (cf. GS 22). Ahora, en
nuestro tiempo de peregrinos, nos acompaña haciendo de nuestra vida un
complemento de la suya. Todo es trascendental, como el pan (el trabajo) y
el vino (la convivencia), que se convierten en su cuerpo entregado y su
sangre derramada, hasta que un día toda la humanidad y toda la creación
quedará “recapitulada” en él (Ef 1,10), en un “limen” que será un beso
eterno de amor entre Dios y nosotros (Ap 22,20-21).

124
La expresión del amor entre el Padre y el Hijo, que es el Espíritu
Santo, empieza a manifestarse en nuestro corazón como “río de agua viva”
(Jn 7,38) y como “un manantial del que surge la vida eterna” (Jn 4,14).
Para entrar en ese amor eterno hay que compartir la cruz, de Cristo,
“crucificarse” con él (Gál 2,19), asociarse a su “sí” al Padre desde el seno
de María (Heb 10,5-7). Jesús quiso que el “fíat” (sí) de su Madre (Lc
1,38) fuera también el nuestro; pero hay que aprender a “estar de pie junto
a la cruz de Jesús” con María y como ella (Jn 19, 25). La fecundidad en la
vida cristiana, y de modo especial en la vida espiritual y apostólica, es una
maternidad que se expresa en un amor de donación; sufrir amando (Jn
16,21-23; Gál 2,19). El amor de Dios y el nuestro es así... María de Naza-
ret, la Virgen dolorosa, es la “memoria” de la Iglesia, que debe correr la
misma suerte o espada de Cristo (Lc 2,35).
Ante una sociedad que pide signos, ya no sirven las cruces de
“adorno”. Se necesitan testigos creíbles, en cuyas vidas aparezca Jesús
crucificado por amor. A la sociedad humana dividida por el egoísmo, sólo
la cruz de Cristo la puede reorientar hacia el amor de compartir la vida con
los hermanos. Conocer a Dios Amor equivale a conocer su amor que se ha
manifestado en la cruz. Esa es la “sabiduría de Dios” (Rom 11,33), la
fuerza de la debilidad.
Juan Pablo II, al terminar el documento sobre el sufrimiento
(Salvifici doloris), invita a descubrir y aprovechar la fuerza de la cruz que
se esconde en todo sufrimiento: “Con María. Madre de Cristo, que estaba
junto a la cruz, nos detenemos ante todas las cruces del hombre de hoy.
Invoquemos a todos los santos que a lo largo de los siglos fueron
especialmente partícipes de los sufrimientos de Cristo. Pidámosles que nos
sostengan. Y os pedimos a todos los que sufrís que nos ayudéis.
Precisamente a vosotros, que sois débiles, pedimos que seáis una fuente de
fuerza para la Iglesia y para la humanidad. En la terrible batalla entre las
fuerzas del bien y del mal que nos presenta el mundo contemporáneo,
venza vuestro sufrimiento en unión con la cruz de Cristo” (SD 31).
Hay que aprender a “mirar” con amor para comprender la cruz de
Cristo, que es también la nuestra. Las llagas que han quedado impresas en
su cuerpo glorioso nos indican un camino: sus pies buscaron a la oveja
perdida, esperaron a la mujer samaritana y a la Magdalena, acompañaron a
sus discípulos por caminos polvorientos; sus manos bendijeron, sanaron,
acaricia ron; su “corazón manso y humilde” (Mt I 1,29) latió amorosa
mente por todos y cada uno de nosotros... Esos pies y esas manos han
quedado marcados para siempre con un sello de amor. Y ese corazón, del
125
que “brotó sangre y agua” (Jn 19,34), ha quedado abierto para invitar a
todos a entrar en él, indicando que dio la vida en sacrificio (“sangre”) para
comunicarnos la vida nueva y eterna del Espíritu (“agua”).
El “discípulo amado”, habiendo seguido el camino de la cruz, puede
anunciar a todos lo que “ha visto con sus ojos y tocado con sus manos, el
Verbo de la vida” (I Jn 1,1 ss). Supo “ver” a Cristo resucitado en el
sepulcro vacío porque supo amar. Por esto puede invitar a todos a realizar
la misma experiencia, contemplando v compartiendo la misma cruz de
Cristo: “MIRARAN AL QUETRASPASARON” (Jn 19,37).
El legado cristiano, que pasa de mano en mano y que es fuente de
esperanza al comenzar un tercer milenio, es el legado de la cruz: sufrir
amando, transformar el sufrimiento en donación. Es entonces cuando “la
fuerza se pone de manifiesto en la debilidad” (2 Cor 12,9).

126
ORIENTACIÓN BIBLIOGRÁFICA

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129
SIGLAS DE DOCUMENTOS

AA = Apostolican actuositatem (('. Vaticano II, sobre el apostolado


de los laicos).
AG = Ad gentes (C. Vaticano II, sobre la actividad misionera).
CA = Centesimus annus (encíclica de Juan Pablo II en el centenario
de la “Rerum novarum”, sobre la doctrina social de la Iglesia,
1991).
CEC = Catechismus Ecclesiae Catholicae (Catecismo “universal”,
1992).
CFL = Christifideles laici (exhortación apostólica de Juan Pablo II,
sobre la vocación y misión de los laicos, 1988)
DM = Dives in misericordia (encíclica de Juan Pablo II sobre la
misericordia, 1980).
DEV = Dominum et vivificantem (encíclica de Juan Pablo II sobre el
Espíritu Santo, 1986).
DV = Del Verbum (C. Vaticano II, sobre la revelación).
EN = Evangelii nuntiandi (exhortación apostólica de Pablo VI sobre
la evangelización, 1975).
FC = Familiaris consortio (exhortación apostólica de Juan Pablo II
sobre la familia, 1981).
GS = Gaudium et spes (C. Vaticano II, sobre la Iglesia en el mundo).
LE = Laborem exercens (encíclica de Juan Pablo II sobre el trabajo,
1981).
LG = Lumen Gentium (C. Vaticano II, sobre la Iglesia).
MC = Marialis cultas (exhortación apostólica de Pablo VI sobre el
culto y devoción mariana, 1974).

130
MD = Mulieris dignitatem (carta apostólica de Juan Pablo II sobre la
dignidad y la vocación do la mujer. 1988).
OT = Optatam totius (C. Vaticano II, sobre la formación para el
sacerdocio).
PC = Perfectae caritatis (C. Vaticano II, sobre la vida religiosa).
POV = Pastores dabo vobis (exhortación apostólica postsinodal de
Juan Pablo II sobre la formación de los sacerdotes, 1992).
PO = Presbyterorum Ordinis (C. Vaticano II, sobre los presbíteros).
PP = Populorum progressio (encíclica de Pablo VI sobre cuestiones
sociales, 1967).
RC = Redemptoris custos (exhortación apostólica de Juan Pablo II
sobre la figura y la misión ríe San José, 1989).
RD = Redemptoris donum (exhortación apostólica de Juan Pablo II
sobre la vida consagrada, 19X4).
RH = Redemptor hominis (primera encíclica de Juan Pablo II, 1979).
RMa = Redemptoris Mater (encíclica de Juan Pablo II sobre el Año
Mariano, 19S7).
RMi = Redemptoris missio (encíclica de Juan Pablo II sobre el
mandato misionero, 1990).
SC = Sacrosantum Concilium (C. Vaticano II, sobre la liturgia).
SD = Salvifici doloris (exhortación apostólica de Juan Pablo II sobre
el sufrimiento, 19X4).
SDV = Summi Dei Verbum (carta apostólica de Pablo VI sobre la
vocación, 1963).
SRS = Sollicitudo rei socialis (encíclica de Juan Pablo II sobre la
cuestión social, 1987).

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