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EL LENGUAJE INCLUSIVO COMO HERRAMIENTA DE REFLEXIÓN CRÍTICA

José Mª Gómez Delgado


(Universidad de Granada)

1. Introducción

Desde los años setenta los feminismos han estudiado la relación del lenguaje con las
prácticas sociales androcéntricas y/o sexistas,1 viendo en diversos ámbitos, tales como
la gramática, uno de los aspectos deficitarios. En concreto, el carácter universal del
masculino con respecto al femenino (lo que en la Nueva Gramática de la Lengua
Española se denomina como género no marcado ‒el masculino‒ por oposición al
femenino o género marcado, RAE 2010: 25) se vinculó a la representación cultural
androcéntrica, esto es, aquella por la cual el hombre se constituye como eje simbólico
de cualquier práctica cultural.
En España la RAE ha solido reaccionar contundentemente contra los intentos de
reclamar alternativas a la regla gramatical de formación del género en español. I.
Bosque, en su informe sobre “Sexismo lingüístico y visibilidad de la mujer” (2012), se
pregunta en esta línea qué hará el profesorado que acepte los planteamientos feministas
cuando tenga que explicar los morfemas de género en español. Ahora bien, es esta
cuestión docente la que conecta con una inquietud filosófica: ¿cómo se debería afrontar
la labor docente, tendría que limitarse a reconocer como irrebasable el poder de la
tradición, sedimentado en la morfología (y en el léxico), o podría utilizar el lenguaje
para intentar en la medida de lo posible transformar la visión del mundo de alumnos y
alumnas?
La situación hermenéutica de cada persona está conformada en buena medida
por el poder que tienen las realidades lingüísticas. Como afirma Eulalia Lladó,
parafraseando a George Steiner: «lo que no se nombra no existe o se le está dando
carácter de excepción.» (2002-2004: 396) Mediante las prácticas sociales, se pueden
desplazar al ostracismo a determinados colectivos, personas o situaciones e impedir su
visibilidad. Como práctica social con efectividad real, el lenguaje, en tanto conjunto de
signos poseído realmente por las personas, puede ser a su vez empleado para llamar la
atención sobre esas situaciones. Por eso el término de este trabajo que presentamos

1
Puede verse una síntesis en Bengoechea Bartolomé, M. Lengua y género. Madrid: Síntesis,
2016.

1
estaría en esbozar esta idea de un lenguaje como herramienta de transformación en el
sentido de reflexión crítica. Su justificación procederá en los siguientes pasos: en primer
lugar, especificaremos la concepción lingüística que subyace a la propuesta del lenguaje
inclusivo, para, en un segundo paso, realizar un breve análisis en torno a la cuestión de
si el lenguaje es sexista, con el fin de aclarar los términos de la cuestión. En tercer lugar,
incidiremos en cómo las cuestiones que afectan al género en el lenguaje se transmiten
por medio de determinados mecanismos de poder (masculinizante) y, por último,
esbozaremos nuestra propuesta en torno al lenguaje inclusivo dentro de la categoría que
denominaremos actos violentos de habla.

2. El lenguaje y el problema de la representatividad

Cabría preguntarse: ¿qué importa como hablemos, pues la gramática es neutra y,


además, el problema de la violencia de género, la discriminación hacia la mujer, el
techo de cristal, los micromachismos y un largo etcétera no van a ser solucionados
gracias a la discusión de sutilezas lingüísticas? Esta postura se basa en el malentendido
de que tales problemas existen al margen del lenguaje que usamos, como si lenguaje y
sociedad fueran dos esferas independientes. Sin embargo, a menudo se deja apreciar con
inusitada claridad la continuidad que existe entre ambas:

(1) “Los Premios Nobel de este año han reconocido a siete científicos, dos economistas, un
político y un músico.” (tweet de @maberalv, 13/10/2016).

Al leer la oración pensamos que se está empleando el masculino genérico en “siete


científicos” y que podría haber fácilmente mujeres galardonadas. Sin embargo, el
masculino plural esconde el hecho de que en su edición de 2016 los premios Nobel no
han incluido a ninguna mujer entre los premiados. El lenguaje no permite captarlo, lo
que hace pensar que hay un paralelismo entre la invisibilidad de la mujer en el lenguaje
y en la sociedad: lo mismo que es usado el masculino plural para referirnos a colectivos
de personas, ya sean hombres y mujeres, se produce una hegemonización de lo
masculino en el espacio público y productivo. La ilustración de este masculino genérico
podría ser la portada del ABC del 31/7/2016, donde aparecen rostros de figuras célebres
de la política, del deporte, de las finanzas, etc. que, a juicio de la redacción del rotativo,
representan las posturas responsables que pedían gobernabilidad en España (en el
contexto político de las consecuencias del resultado electoral del 26 de julio de 2016,

2
por el cual el PP necesitaba la abstención del PSOE para gobernar). En la imagen los
varones están sobrerrepresentados con una proporción de 26 frente a 5 mujeres;
conjunto al cual se le acaba llamando “España”, del mismo modo que a los conjuntos
compuestos por hombres y mujeres los designamos con el pronombre “ellos”.
¿Es sexista entonces el lenguaje? La eventual respuesta requiere preguntarse:
¿son lingüísticas las razones por las que una sociedad es sexista? Sí y no: no lo serían en
la medida en que el sexismo atañe a una cuestión de prácticas sociales androcéntricas;
pero sí lo son en el sentido de que el lenguaje es una práctica social más, y como tal,
reproduce de alguna manera la orientación conceptual de quien lo usa. El lenguaje es
una realidad que está en todas partes, y no se reduce sólo a su gramática. Expresado con
la terminología filosófica del s. XX, habitamos realidades lingüísticas otorgándonos los
hombres la hegemonía (laboral, cultural, política, (hetero)sexual, etc.). No se trata tanto
de que el lenguaje refleje esas desigualdades en el plano social, sino que construimos el
mundo lingüísticamente en esa clave.
De ello se desprende que la concepción lingüística a la base de los enfoques
inclusivistas de género no consistiría tanto en una teoría de la relación lenguaje-realidad
atomista, de acuerdo a la cual tendríamos una realidad social sexista que es reflejada
con exactitud en el lenguaje y viceversa. Si esta tesis fuese correcta entonces las
sociedades cuya lengua no hiciese diferencia de géneros sería igualitaria, algo que no
sucede. En este sentido, la concepción adecuada estaría en la línea de Humboldt, que
llega en filosofía a Heidegger/Gadamer y en lingüística a la tesis Sapir-Whorf: el
lenguaje nos aporta una comprensión del mundo. Desde este enfoque, el lenguaje
inclusivo no tendría como objetivo buscar la coincidencia exacta entre el género
gramatical y el sexo biológico de la persona aludida, sino solventar los problemas de
representatividad. J. Butler lo ha expresado con claridad:

El lenguaje tiene dos características: puede utilizarse para afirmar una universalidad
verdadera e incluyente de individuos, o puede instaurar una jerarquía en la que sólo
algunos individuos son aptos para hablar y otros, a consecuencia de su exclusión del
punto de vista universal, no pueden “hablar” sin desprestigiar al mismo tiempo su
discurso. (Butler 1999: 240).

3
La tarea estaría en vincular usos gramaticales a funciones sociales, de modo que nuestro
lenguaje visibilice y centralice aquello que se tiende a invisibilizar y marginar, en el
caso que nos ocupa, la mujer.

3. Lenguaje, sexismo y androcentrismo

Si queremos justificar la necesidad del recurso a estrategias lingüísticas inclusivas,


tenemos que preguntarnos si acaso el lenguaje es sexista. Como expresa I. Bosque
(2012), hay un riesgo que consiste en considerar automáticamente como sexistas todas
aquellas manifestaciones verbales que no visibilicen a la mujer. Por ejemplo, ¿es tan
sexista el lenguaje en (2) como en (3) y (3‟)?

(2) “Todos los que vivimos en una ciudad grande.”


(3) “Si te falto el respeto / y luego culpo al alcohol. / Si levanto tu falda, / ¿me darías el
derecho a medir tu sensatez?” (Romeo Santos, “Propuesta indecente”, 2014)
(3‟) “I used to love her… / but I had to kill her. / I knew I miss her… / So I had to keep
her… / She‟s buried right in my backyard…” (Gun‟s and Roses, 1988).

Por esta razón sería necesaria una distinción preliminar, como la hace la Guía para el
uso no sexista del lenguaje en la Universitat Autonoma de Barcelona, entre un uso
sexista del lenguaje y un uso androcéntrico. Uso sexista del lenguaje sería aquel en el
que, como en (3) y (3‟), la posición despreciativa de la persona emisora contra uno de
los dos sexos se trasluce explícita o implícitamente. En cambio, usos androcéntricos del
lenguaje consistirían aquellos que «invisibilizan o hacen difícil imaginar en un ámbito
determinado la presencia o actuación de las mujeres.» (p. 6) La oración (2) cumple esta
condición: no es sexista en el sentido de que no expresa odio contra la mujer, pero como
la marca de género femenino no es utilizada, hay sujetos que podrían pensar que no son
representados en el pensamiento de quien elabora el discurso y lo invisibiliza en el del
destinatario: en concreto, las mujeres.
Para justificar esta idea, podemos reflexionar en torno a algunos ejemplos de los
que se sirve Eulalia Lledó (2002-2004) para mostrar cómo el sesgo androcéntrico se
deja ver en ciertos usos lingüísticos, y cómo se contempla el masculino como género
universal en contrapartida al femenino, empleado como particularizante:

4
(4) “Los ingleses prefieren el té al café. También prefieren las mujeres rubias a las
morenas.”
(5) “Es una costumbre de los esquimales ofrecer su mujer al forastero visitante.”

Son oraciones que no sólo denotan sexismo en quien lo escribe (4) o en las personas que
quedan retratadas (5), sino que son también marcadamente androcéntricas. En (4) “los
ingleses” pasa de ser masculino plural genérico para, en la segunda oración, aclarar que
sólo estaba siendo usado para designar un conjunto de hombres (al hacer referencia a
“sus mujeres”, presuponiendo, por cierto, que todos los hombres ingleses son
heterosexuales ‒al no explicitarlo quien redactó la frase da a entender que los hombres
siempre desean a mujeres). En (5) la oración podría haberse redactado del siguiente
modo: “Es una costumbre de los esquimales varones…”. La analizada no contempla la
necesidad de aclarar que son sólo ellos quienes ofrecen algo al visitante, designando así
con el masculino plural genérico un conjunto mucho menor del que se esperaría al leer
la oración, que sólo es particularizado cuando aparece la mujer. ¿Por qué si utilizo
“todos” todas las personas deben sentirse incluidas (como, por otra parte, en los textos
que utilizan el sustantivo “el hombre” para referirse al conjunto de la humanidad ‒más
adelante lo trataremos), pero si digo “todas” sólo se sentirían aludidas las mujeres o, en
el peor de los casos, se pensaría que estamos feminizando a los hombres a los que se
quiera aludir? ¿Por qué lo primero es universal (o no marcado) y lo segundo
particularizante (o marcado)?
¿Habría que escribir entonces con desdobles de género, explicitando
constantemente que cuando hablamos de “todos” nos estamos refiriendo a “todas”
también? La Nueva Gramática de la Lengua Española en su entrada relativa a los
morfemas de género, reconoce la tendencia en el lenguaje político, administrativo y
periodístico a utilizar desdobles (RAE 2010: 25), si bien los juzga «circunloquios
innecesarios». A este respecto se suele aludir como ejemplo a evitar el texto de la
constitución de Venezuela2, pero también encontramos desdobles en discursos de
protesta o manifiestos:

2
«Sólo los venezolanos y venezolanas por nacimiento y sin otra nacionalidad podrán ejercer los
cargos de Presidente o Presidenta de la República, Vicepresidente Ejecutivo o Vicepresidenta Ejecutiva,
Presidente o Presidenta y Vicepresidentes o Vicepresidentas de la Asamblea Nacional, magistrados o
magistradas del Tribunal Supremo de Justicia, Presidente o Presidenta del Consejo Nacional Electoral,
Procurador o Procuradora General de la República, Contralor o Contralora General de la República,
Fiscal General de la República, Defensor o Defensora del Pueblo, Ministros o Ministras de los despachos
relacionados con la seguridad de la Nación, finanzas, energía y minas, educación; Gobernadores o

5
(6) “…Quiero pensar que los lectores y lectoras de la prensa, que los telespectadores y
telespectadoras y los y las oyentes de la radio, es decir, la sociedad, es suficientemente
madura y librepensadora como para mirar de una manera crítica la información de los
medios afines al poder y elaborar su propia conclusión sobre los hechos.”3

Si seguimos el informe de Bosque (2012), habría que concluir que el seguimiento del
criterio de estilo de (6) impediría hablar, ya que supondría un desprecio de la tendencia
economizadora del lenguaje.
Sin embargo, el texto aludido constituye un acto de habla en el que fuerza
ilocutiva y perlocutiva se entrelazan con firmeza: quiere erigirse en un acto político que
represente no solo a los hombres que han participado, sino a las mujeres también,
porque su enunciador está convencido de la importancia de dar visibilidad a estas. Un
asunto no baladí, cuya importancia la muestran algunos ejemplos en la frecuentemente
desapercibida historia de las mujeres. La constitución de Venezuela puede ser un texto
farragoso, pero si se considera a la luz de historias como la de Matilde Petra Montoya
Lafragua, primera médica mexicana, puede cambiar la perspectiva. El caso de esta
mujer es paradigmático: tras lidiar con una verdadera persecución ideológica (de
género) por querer cursar los estudios de medicina (se alegaba que «debía ser perversa
la mujer que quiere estudiar medicina, para ver cadáveres de hombres desnudos»), tuvo
que superar las trabas burocráticas y artificiosas que impedían su libre desempeño
académico, ya que el reglamento interno de la universidad solo hablaba de alumnos y no
de alumnas (Arias-Amaral y Ramos-Ponce 2011: 468). Cuando se recrimina el uso del
lenguaje inclusivo, tachándolo de ridículo, se está pasando por alto que el problema, a
menudo, es lingüístico y político, gramatical pero también social. Como nos recuerda
poéticamente Sara Torres (2016), «el lenguaje es un acto con consecuencias».
Indudablemente, el autor de (6) ha sacrificado la elegancia del texto en aras a un
posicionamiento activo acerca de la representación de las estudiantes involucradas en el
acto de protesta. Pero, indudablemente, está comunicando algo. No hay agramaticalidad
o incorrección, puesto que está expresando el género del sustantivo “estudiantes” por
medio del artículo “los”/“las”. En todo caso, se está rechazando la potencialidad
gramatical del español, que no marca el género masculino, porque se tiene la sospecha

Gobernadoras y Alcaldes o Alcaldesas de los Estados y Municipios fronterizos y de aquellos


contemplados en la Ley Orgánica de la Fuerza Armada Nacional.»
3
Javier González, “¿Por qué protesté contra González y Cebrián?”, ctxt – Público, 21/10/2016
http://ctxt.es/es/20161019/Firmas/9086/Escrache-UAM-Cebrian-Gonzalez-testimonio.htm

6
de que no es suficiente para visibilizar a la mujer en el discurso, lo cual impregna
ilocutivamente la morfología empleada en una dirección alternativa a la cotidiana.
Asimismo, desde una perspectiva funcionalista podríamos recurrir al concepto
de competencia comunicativa lingüística para valorar si textos como (6) son posibles o
no como acto comunicativo eficaz. E. Coseriu (1992) destaca tres planos
competenciales:

 El del hablar en general o elocutivo, en el que cabe determinar si la


comunicación es congruente o incongruente con la experiencia habitual de la
persona que habla,
 el de la lengua particular o idiomático, donde cabe juzgar si el uso es correcto o
incorrecto de acuerdo a las normas de la lengua empleada,
 y el del discurso individual o expresivo, del que se valora si se adecua o no a la
intención de quien habla.

Podríamos decir que en el texto (6) no hay incorrección (no infringe ninguna norma
gramatical, aunque desprecia el valor del masculino como género no marcado y, en este
caso, podría menoscabar la elegancia del discurso) ni incongruencia (pues se quiere ser
fiel a la representatividad de las mujeres en el movimiento estudiantil). Hay una fuerte
adecuación a la intención del autor o autora del texto, que quizá es consciente del
carácter político de las intervenciones públicas y se perciba de la importancia de que la
mujer esté presente en ellas. Podríamos decir que comunicativamente es un acto de
habla con una clara intención expresiva, en el sentido señalado, pero sin ser agramatical
o incorrecto, y que logra lo que se propone: comunicar un mensaje por parte del
estudiantado sin invisibilizar a las mujeres que lo componen.

4. Procesos de normalización de la perspectiva androcéntrica en el discurso

Autoras como Monique Wittig (1995), Judith Butler (1999) o Celia Amorós (2014)
señalan que siempre hay una figura poderosa, históricamente masculina, que se erige en
sancionadora de quién puede hablar y quién no. Para a argumentar en favor de esta tesis
‒quien pone el nombre tiene el poder‒ examinaremos varios ejemplos de oraciones. Por
ejemplo, pueden analizarse las consecuencias elocutivas (en el sentido de Coseriu) que
se siguen de pronunciar la siguiente frase en una clase donde hay mayoría de niñas:

7
(7) “¡Venga, todos los niños a bailar!”

Hay comunicación en este caso, pero solo porque la interiorización de la norma


gramatical permite la inferencia del/a destinatario/a (se está refiriendo al conjunto, no
solo a los varones). Sin embargo, la oración es incongruente con la situación en la que
se enuncia. Esto es lo que provoca que alguna niña pueda no sentirse aludida: la
concesión de preferencia al marco coherente de actuación (“solo debo bailar cuando me
lo manden expresamente”) junto con la carencia de interiorización de la norma
gramatical (“el término „niños‟ aún no cumple la condición de referirse expresamente a
mí”) puede hacer que alguna niña no se mueva o, al menos, que se cuestione qué
debería hacer. Podría aducirse, en definitiva, que las niñas que oyen la orden de la
oración (7) entienden sin más que deben reaccionar saliendo al escenario a bailar e
imitar al resto de compañeros que lo hacen. Sin embargo, esto nos plantea el problema
de la transmisión de los significados del lenguaje que usamos, y cómo se normalizan
pragmáticamente las marcas de género, así como ‒incluso‒ determinado léxico.
Si nos detenemos a analizar esta estrofa del Himno de Andalucía,

(8) “Los andaluces queremos


volver a ser lo que fuimos
hombres de luz, que a los hombres,
alma de hombres les dimos.”

¿deberíamos concluir que todos los andaluces, hombres y mujeres, deberían sentirse
identificados? La respuesta desde la perspectiva del lingüista pasaría por acudir a la
etimología de la palabra “hombre” (homo, -inis, a diferencia de vir,-is, que, como el
anthropos griego, designa el carácter de humanidad de las personas). Sin embargo, si
bien las etimologías pueden servir para saber de dónde viene la palabra, no son en
cambio tan efectivas para justificar su uso y cómo deben sonar en un horizonte de
sentido distinto temporalmente. Una mujer tiene el derecho a sentirse no representada
cuando oye o lee “el hombre”, pues el poder efectual de dicho término no depende
exclusivamente de la tradición sino de cómo las personas la reinterpretan y se apropian
del étimo desde su propio horizonte de sentido.

8
Podría señalarse a este respecto que las personas nunca son tan libres como para
escoger por sí mismas la interpretación de la tradición. Se trataría, filosóficamente
hablando, de una concepción del acontecer histórico más alineada con el Gadamer que
piensa que «Los prejuicios y opiniones previas que ocupan la conciencia del intérprete
no están a su disposición» (1977: 365). Podemos aceptar la idea de que la acción de la
conciencia críticamente formada, por ejemplo, aquella que no aceptara la palabra
“hombre” para englobar a mujeres, no siempre sea algo libremente elegido. Pero por esa
misma razón cabe aspirar a tener un control sobre los prejuicios: es el campo de
realidad (Zubiri 1982), la situación en que se encuentra instalado el o la hablante, lo que
determina el abanico de posibilidades con el que cuentan las personas para apropiarse
de la tradición, por lo que, si podemos modificar ese mismo campo, estaremos
transformando las posibilidades para interpretar la realidad (Gómez Delgado 2015:
211). En ese sentido, la cuestión del lenguaje como elemento fundamental del campo de
realidad resulta crucial, pues la posibilidad de desarrollar sujetos con conciencia
críticamente formada pasa por cambiar el modo de estar instalados en el campo de
realidad. Eso tiene que ver, definitivamente, con la alteración de las reglas de los juegos
lingüísticos.
El problema reside en el modo en que se produce la transmisión de las normas
lingüísticas en la tradición a través del sistema educativo, de los medios de
comunicación y, en general, de la literatura en general. En este sentido, la discusión que
mantuvieron en octubre de 2016 dos académicos de la lengua española, Arturo Pérez-
Reverte y Francisco Rico, es muy ilustrativa. El primero comentaba en su sección
dominical “Patente de corso” cómo en la RAE habían recibido las quejas del
profesorado de centros andaluces que se veían coaccionados por la Junta de Andalucía a
utilizar un lenguaje inclusivo que empleara, sin ir más lejos, desdobles de género.
Reverte, en defensa del profesorado y de la inocencia del lenguaje ante la acusación de
sexismo, acusaba a sus compañeros de haber sido timoratos al no querer entrar en
cuestiones impopulares, si bien tras el uso del masculino genérico especificaba entre

(9) “Académicos hombres y mujeres de altísimo nivel, y también, como en todas partes,
algún tonto del ciruelo y alguna talibancita tonta de la pepitilla.” (Pérez-Reverte 2016).

Francisco Rico, por su parte, contesta a la acusación velada en un artículo en El País el


14/10/2016, en el que le acusa de hacer en su texto (9) lo mismo que denunciaba:

9
desdobles y, además, incurrir con sus insultos en el sexismo lingüístico que negaba. En
un giro inesperado, la respuesta de Pérez-Reverte se desentiende del tema debatido y
acusa a Rico de querer limar asperezas que tienen que ver, en su opinión, con una
rivalidad por los derechos de autor de una edición escolar de El Quijote (Reverte
20162). En conjunto, la reacción de Reverte merece ser analizada desde la perspectiva
de los Men’s Studies: se dedican insultos al que piensa distinto (convirtiendo además
una disputa académica y lingüística en una cuestión de ego) y se trata de inculcar por
medio de la ridiculización desde una tribuna pública, como es una columna de opinión
en un periódico de tirada nacional, intuiciones lingüísticas. Este comportamiento
obedece a la masculinidad hegemónica que ha estudiado R. Connell (2005): no se tolera
ninguna cuestión diferente a “lo normal”, lo establecido y encumbrado, se buscan
cómplices en otros hombres que le sigan el juego (el recurso al insulto en (9) persigue la
risa fácil en sus lectores) y margina otras opciones para pensar de manera diferente
(según Reverte (2016) el desdoblamiento de género solo lo usan «algunos políticos
demagogos y algunos imbéciles, nadie utiliza en el habla real.»). De esta manera se
traduce una idea lingüística fundamental (el desdoble de género no es aceptable) en una
marginación del pensamiento alternativo (eres imbécil si lo haces o te lo planteas). El
lector ‒o la lectora‒ aprenden que no deben intentar alterar la regla ya que puede verse
sometido ‒o sometida‒ al escarnio público. Y la regla se perpetúa, impidiendo la
formación de un discurso alternativo.
Esta actitud reaccionaria por principio está visiblemente extendida, sin necesidad
de llegar al insulto, desde las discusiones cotidianas hasta los ámbitos académicos y
tratan de transmitir la regla de que el lenguaje, como tradición, hay que venerarlo y
respetarlo, no alterarlo. Con ella, además, aprendemos que la mujer no es visibilizada
sino para ridiculizarla. Como señala Rico, el propio Reverte usa un desdoble de género
en (9) para insultar a las mujeres que, a su juicio, se radicalizan y al parecer la toman
contra los hombres en general y contra el lenguaje en particular, calificándolas de
“talibancitas tontas”. En esta línea de expresiones belicistas para marcar el desacuerdo
con las posturas inclusivistas y feministas encontramos otras como la de Ignacio M.
Roca (2009), que, recogiendo un término que usa García Meseguer (1988), pero muy
extendido en la sociedad, califica el uso del lenguaje inclusivo de “terrorismo
lingüístico”. El empleo de esta expresión resulta muy llamativo en personas que no
dudan en reaccionar frente a intentos de alterar la norma lingüística, pero que no tienen

10
reparos en acuñar una acepción inusual de “terrorismo”, no recogida en el DRAE, con el
fin de esgrimirla contra posturas con las que no están de acuerdo.

5. Actos violentos de habla: lenguaje y reflexión crítica

Decíamos que puristas e inclusivistas pueden llegar a entenderse en lo relativo a que el


sexismo radica en la persona que habla, no en las estructuras lingüísticas por sí mismas.
Sin embargo, donde chocan frontalmente es al atribuir al lenguaje capacidad para ser
transformado. Frecuentemente académicos de la RAE se niegan a conceder al lenguaje
una maleabilidad como la que pretenden las posturas inclusivistas, puesto que iría
contra todo sentido común del hablante de la calle (cf. Bosque 2012). Por su parte,
quienes abogan por el recurso a estrategias de inclusión y visibilización hacen gala en
este caso de una orientación constructivista, que apela a que «las resistencias no vienen
de la lengua, las lenguas suelen ser generosas, dúctiles y maleables; las trabas son
ideológicas» (Lledó 2002-2004: 396).
Si, como hemos argumentado, el uso androcéntrico del lenguaje se puede evitar
mediante el recurso a ciertas estrategias lingüísticas justificables que, por lo general, no
son agramaticales sino rechazadas por cuestiones de estilo o por intuiciones lingüísticas
(la tendencia economizadora del lenguaje, que “la gente de la calle no habla así”, “sería
imposible comunicarse”, etc.), ¿por qué nadie me iba a entender cuando emito un
discurso con dichas estrategias, a no ser que la persona que recibe el mensaje se haya
posicionado ya de entrada en contra? Si herramientas lingüísticas como desdobles sí
permiten la comunicación, ¿por qué no intentar usarlas? Tal vez nadie hable así, pero
bien pudiera ser al mismo tiempo que a nadie se le esté permitiendo en general hacerlo
sin evitar el escarnio público.
Para delimitar el tipo de estrategias de visibilización, inclusividad y
representatividad de la mujer en el lenguaje proponemos dos enfoques: (A) estrategias
que exploran los límites del lenguaje y (b) estrategias que los explotan en sentido literal,
haciendo saltar por los aires la norma.

(A) Estrategias de exploración lingüística

Un primer enfoque trataría de aprovechar la ductilidad del lenguaje (en nuestro caso, de
la lengua española) para estirar los recursos que ofrece con el fin de evitar introducir

11
sesgos androcéntricos en el discurso. Quizás para este mismo texto no hubiese sido
estilísticamente adecuado el uso de desdobles de género a discreción, pero la lengua me
ofrece muchos más recursos para descargarla de monótonas repeticiones. Sustantivos
abstractos (profesorado, alumnado), sustitución de expresiones como “los hablantes”
por “personas que usan el lenguaje” (en la que además puedo resaltar el carácter
pragmático del lenguaje sin marcar el género necesariamente), algunos desdobles
ocasionales, inversión del orden usual de enumeración de los géneros, etc. Es
responsabilidad de quien produce un texto buscar los elementos más adecuados para la
finalidad que se propone con el mismo. ¿Quiero asombrar a mi público con una
composición elegante y rítmica, que hechice a quien la lea? Tendré entonces que poner
todos mis recursos lingüísticos al servicio del estilo. Textos como el de la constitución
de Venezuela o (6) ni son obras literarias con finalidad estética, ni están pensados para
ser leídos en voz alta; y tan farragosos pueden ser los desdobles constantes a lo largo del
texto como el propio lenguaje administrativo que usa el BOE. Sin embargo, puede
suceder que quien elabora el texto se proponga o bien visibilizar o bien subrayar la
presencia de la mujer en el discurso. En el primer caso los textos tendrán una finalidad
representativa. Es cierto que los desdobles tienen sus limitaciones estilísticas, y cuando
son precisos en función de la finalidad del texto es necesario encontrar un punto medio
entre la eficacia expresiva y la belleza estilística. Queda en manos de la autora o autor
buscar los recursos más adecuados para la finalidad que se propone.
Los recursos inclusivistas son múltiples y variados precisamente porque se tiene
consciencia de la limitación del lenguaje y de que el inclusivo no siempre representa la
respuesta adecuada en cualquier caso. Por ejemplo, hay un caso de difícil resolución que
señalan diversas guías así como el propio Bosque (2012): la concordancia en el género
de dos sustantivos mixtos y un adjetivo:

(10) “Mi hermano y mi hermana son muy guapos.”

En estos casos la discusión, si no nos limitamos a la mera gramática, está abierta. Si no


queremos desdoblar el adjetivo para no recargar el discurso, ¿por qué no hacer
concordar su género, por ejemplo, con el del sustantivo que aparece en última posición,
de modo que la recepción del discurso sea natural y fluida? Sin ir más lejos, podríamos
reformular una oración que hemos empleado en el presente trabajo de esta manera:

12
(11) “Acusaba a sus compañeros y compañeras de haber sido timoratas.”

Sin embargo, podría señalarse que el criterio no siempre funciona con “armonía”, ya
que si lo aplicamos a (10) nos podría dar una oración no al gusto de todos ‒¿pero quizás
sí de todas?

(10‟) “Mi hermano y mi hermana son muy guapas.”

¿Es morfológica la única razón de que (10) suene bien y (10‟) no, o hay algo más en los
oídos de quienes reciben el mensaje? Quizá la negativa a la gramaticalidad de (10‟)
devuelva la imagen de un yo masculino que se resiste a nombrarse en femenino o a
verse representado en lo que él, como hablante que ha interiorizado las reglas
gramaticales, siente que es una particularización de su carácter normalizado y universal.
Por ello es preciso hacer hincapié en que visibilizar a la mujer en el lenguaje no es solo
darle voz y representación, sino que requiere un ejercicio simultáneo de revisión crítica
o deconstrucción de la masculinidad (Connell 2005; Bordieu 1998).

(B) Estrategias de explotación lingüística

Ahora bien, cabe un segundo movimiento discursivo que vendría a potenciar esta
finalidad crítico-reflexiva. Las normas lingüísticas (la gramática, la morfosintaxis), en
tanto que reglas, no tienen sentido si no son seguidas por alguien. Pero las normas a
menudo también sientan las bases para la insurrección: una norma está para ser usada
hasta que se quede pequeña y deje de servir a las exigencias de la experiencia. Cuando
sucede esto se hace necesario revisar las prácticas sociales y lingüísticas. Pero ello
requiere que rompamos en cierto sentido con la norma ya dada. En el caso del lenguaje
androcéntrico, habría que explotar los recursos inclusivistas hasta el extremo. Tomando
la palabra a Reverte y Roca, que hablan de “talibancitas” y de “terrorismo lingüístico”,
podemos preguntarnos si acaso la violencia lingüística no podría tener alguna utilidad
reflexiva. Por ejemplo:

(12) “Quiero agradecer a mis dos compañeras, miembras de la asociación, por sus
revisiones del presente trabajo.”

13
Expresiones agramaticales como “miembras” (originalmente un sustantivo
común en cuanto al género en el cual forzamos el morfema femenino) podríamos
clasificarlas como actos violentos de habla, esto es, aquellos actos de habla, cuya fuerza
ilocutiva se centra en la búsqueda de congruencia discursiva con una realidad que se
capta deficitaria en materia de representatividad, que entienden que el mero lenguaje no
basta para solucionarlo y que, por ello, juegan con las normas lingüísticas prescindiendo
de la corrección en el plano del saber idiomático. Estos actos de habla seguirían
sirviendo a un propósito comunicativo: en el caso de la visibilidad de las sujetas, llamar
la atención bruscamente sobre cómo el lenguaje las marginaliza, provocando, tras la
sorpresa, la reflexión. En (A) se trata de explorar los límites de la convención
lingüística, mientras que aquí en (B) romperlos para subrayar todo lo que se pueda la
situación de invisibilización de la mujer y recuperarla en el lenguaje.
Estamos aquí ante una función crítica del lenguaje, en la que brilla
especialmente el carácter de conflictividad de la crítica que ha puesto de relieve Nicolás
(2013: 15), sin la cual no habría fuerza para romper con los prejuicios. Deben tratarse
por ello de expresiones que chirríen, que descoloquen precisamente para deshabituarnos
con respecto de la norma lingüística, de modo que podamos preguntarnos por esta o se
deje libre la interpretación a cada persona que se enfrente a un texto:

(13) “Tod_s deberíamos tener una mayor implicación en los problemas que atañen al
bien común.”

También se puede usar “tod@s” o “todxs”, entendiendo que los signos “_”, “@”, “x”
son marcas simbólicas que indican a quien las lee que la determinación del género es
algo abierto y que ha de llevarlo a la práctica fuera del texto. En cualquier caso, la
ruptura con el marco convencional de la situación comunicativa trata de abrir un espacio
para la discusión y la reflexión a una luz distinta, abierta, que produzca además cierta
perplejidad. Se trataría de reapropiarnos críticamente de lo dado para deshacer el orden
que establecen las reglas, poniendo la tradición entre paréntesis.
A este respecto resulta ilustrativo el caso de la lírica culta castellana del s. XV en
la que, como cuenta Lázaro Carreter (1976: 75-111), poetas como Juan de Mena,
acuciado por el esquema rítmico del arte mayor, cambia en un verso la palabra
“Demogorgón” por “Demogorgén”. El distanciamiento de la lengua común y el
prescindir de la coherencia lingüística como ideal estaban en este caso al servicio de la

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intención del autor de adaptarse al canon de la época. Ahora bien, a priori no hay razón
para justificar que solo el respeto artístico a un canon puede amparar la creación de
nuevos usos del lenguaje: es lícito diseñar textos que pongan toda la fuerza ilocutiva en
la representatividad de lo marginal, de lo no habitual, de lo escondido en el discurso: de
la mujer.
De hecho, es posible que lo primero, (A) la exploración, no pueda llevarse a
cabo sin un trabajo crítico previo en algún sentido cercano al de (B) explotación o
violencia lingüística, en el que pasáramos de relacionarnos con el lenguaje como con un
ruido de fondo, cercano y ajeno al mismo tiempo, que solo escuchamos cuando cesa y
es desconectado, al lenguaje como algo dúctil y conscientemente poseído. Cabría
preguntarse si acaso las conquistas en materia de progreso lingüístico no vendrán
motivadas por personas que se plantean la ruptura de los límites normativos y tratan de
atisbar modos de enriquecer la lengua que sean representativos de la situación actual.
De hecho, la discusión sobre el sexismo lingüístico probablemente no habría tenido
lugar de no haber existido una serie de hablantes que hubiesen experimentado con los
límites del lenguaje establecido, con el fin o bien de explorar sus límites o bien de
explotar sus recursos más allá de los mismos.

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