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Símbolos bíblicos.

El árbol del conocimiento y el fruto prohibido

Eulalio Fiestas Lê-Ngoc

El árbol del conocimiento del bien y del mal y su fruto prohibido nos sitúan en el límite
existencial: el reconocimiento de la soberanía divina o el descubrimiento de nuestra
desnudez.

El primer relato de la Creación, al comienzo del libro del Génesis, muestra la bondad de
Dios y de su obra en el eje del tiempo, reflejando la santidad de Dios en la sucesión de
los días y el descanso. Un segundo relato se centra en la acción de Dios en el plano
espacial, disponiendo en esta tierra un jardín, un reflejo de su Presencia eterna, en el que
el hombre colaboraría con su Creador mediante el cultivo y el culto, la labranza y la
alabanza. Pero en todo momento, el hombre puede reconocer a Dios o rivalizar con él,
elegir el bien o el mal, o lo que es lo mismo, la vida o la muerte.

Dos árboles singulares


Después de haber hecho al hombre del polvo del suelo, «el Señor Dios plantó un jardín
en Edén, hacia Oriente, y colocó en él al hombre que había modelado. El Señor Dios
hizo brotar del suelo toda clase de árboles hermosos para la vista y buenos para comer;
además, el árbol de la vida en mitad del jardín, y el árbol del conocimiento del bien y el
mal» (Gén 2,8-9). Este segundo árbol vuelve a aparecer mencionado por su nombre
cuando Dios lo diferencia del resto de los árboles prohibiendo comer de él y vinculando
la transgresión de esta prohibición con la muerte. «El Señor Dios tomó al hombre y lo
colocó en el jardín de Edén, para que lo guardara y lo cultivara. El Señor Dios dio este
mandato al hombre: “Puedes comer de todos los árboles del jardín, pero del árbol del
conocimiento del bien y el mal no comerás, porque el día en que comas de él, tendrás
que morir”» (Gén 2,15-17).

El árbol del conocimiento se apaga


Más que dos árboles de igual importancia en mitad del jardín, como focos de una elipse,
podemos suponer «el árbol de la vida en mitad del jardín» y con relación a éste «el árbol
del conocimiento del bien y el mal». Será Eva la que, en diálogo con la serpiente,
desplazará este segundo árbol a la posición central: «Podemos comer los frutos de los
árboles del jardín; pero del fruto del árbol que está en mitad del jardín nos ha dicho
Dios: “No comáis de él ni lo toquéis, de lo contrario moriréis”» (Gén 3,3). En el
contexto de la tentación y la desobediencia, el árbol acaba perdiendo su nombre propio,
como si fuera tabú, y se alude a él indirectamente: «el árbol que está en mitad del
jardín», «el árbol del que te prohibí comer» (Gén 3,11.17), o sencillamente «el árbol» o
«él». Una vez que han comido del fruto prohibido, el árbol se eclipsa y cede su
protagonismo al árbol de la vida: «Y el Señor Dios dijo: “He aquí que el hombre se ha
hecho como uno de nosotros en el conocimiento del bien y el mal; no vaya ahora a
alargar su mano y tome también del árbol de la vida”» (Gén 3,22). Este árbol de la vida
abre y cierra la Sagrada Escritura (cf. Ap 22) y no parece que hubiera ninguna
prohibición acerca de él antes de que Adán y Eva comieran del otro. A diferencia del
árbol de la vida, el del conocimiento –que no tiene paralelos directos en los pueblos
vecinos– no vuelve a aparecer citado en ningún otro libro del Antiguo o del Nuevo
Testamento.
¿A qué alude el nombre del árbol del conocimiento del bien y el mal?, ¿de qué clase de
conocimiento se trata, que Dios dice que el hombre se ha hecho efectivamente como él?,
¿qué quiere decir conocer el bien y el mal? Las respuestas que se han dado a estos
interrogantes se pueden agrupar en tres grandes apartados.

Una interpretación sexual


Una primera interpretación supone que el árbol provocaría en la primera pareja una
suerte de iniciación a la vida sexual. El punto de partida es que, en ocasiones, el verbo
«conocer» se utiliza en la Biblia como sinónimo de relación íntima o sexual. En esa
misma línea se suelen entender las alusiones a la desnudez y a la vergüenza. En efecto,
ya desde el momento de la creación de la mujer a partir de Adán, se dice de la primera
pareja que «los dos estaban desnudos, Adán y su mujer, pero no sentían vergüenza uno
de otro» (Gén 2,25). Sin embargo, después de la transgresión «se les abrieron los ojos a
los dos y descubrieron que estaban desnudos; y entrelazaron hojas de higuera y se las
ciñeron» (Gén 3,7). El descubrimiento de la desnudez se vincula con la desobediencia
relativa al árbol: «¿Quién te informó de que estabas desnudo?, ¿es que has comido del
árbol del que te prohibí comer?» (Gén 3,11). Otros elementos del relato que abonan esta
interpretación son la relación de las serpientes con los cultos de fertilidad y, sobre todo,
las consecuencias para la mujer que hacen referencia al deseo y dominio sexual y al
doloroso proceso de gestación y parto de la nueva vida; el mismo nombre de la mujer,
que hasta entonces expresaba la igualdad con el varón, se muda en Eva «por ser la
madre de todos los que viven».
Pese a la popularidad de esta interpretación, se puede objetar que en la Biblia el
contenido del verbo «conocer» es mucho más amplio que la relación sexual y que, por
otro lado, difícilmente se podría aplicar a Dios, cuando señala que «he aquí que el
hombre se ha hecho como uno de nosotros en el conocimiento del bien y del mal» (Gén
3,22). Además, todo el contexto de la creación de la primera pareja presenta un
escenario positivo de bendición del matrimonio y de la fecundidad, previo a la
transgresión.

Madurez intelectual y moral


Otro gran bloque de explicaciones parte de que en bastantes pasajes bíblicos el
«conocimiento del bien y el mal» hace referencia a la madurez humana, al uso de razón.
Algunos autores lo relacionan con la responsabilidad de los actos, el discernimiento
moral, la autodeterminación, la civilización, etc. Pero el mero hecho de situar a los
primeros padres en medio del jardín, con una tarea precisa de colaboración con el
Creador –e incluso la seriedad misma de la prohibición–, supone que Adán y Eva tenían
ya un grado de madurez y discernimiento. La prohibición de comer del árbol del
conocimiento no se puede entender como una orden para mantener a los hombres en una
especie de infantilismo o minoría de edad.

Conocimiento universal y poder autónomo


Por último, muchos comentaristas se centran preferentemente en la expresión «bien y
mal» e interpretan que se está hablando de un conocimiento universal o un poder
absoluto. Bien y mal sería lo que técnicamente se conoce como merismo, es decir, la
expresión de una totalidad mediante la enunciación de algunos elementos, como cielo y
tierra, noche y día, de cabo a rabo, pequeños y grandes. La serpiente había retorcido las
palabras de Dios, diciendo a la mujer: «“se os abrirán los ojos, y seréis como Dios en el
conocimiento del bien y el mal”. Entonces la mujer se dio cuenta de que el árbol era
bueno para comer, atrayente a los ojos y deseable para lograr sabiduría» (Gén 3,5-6):
ciertamente son buenos el conocimiento y la sabiduría, pero sin suplantar a Dios, sino
bajo su señorío que se traduce en la obediencia.
Así, por ejemplo, el libro de los Proverbios presenta la sabiduría como una de las
grandes tareas que ennoblecen al hombre, siempre y cuando no se pretenda rivalizar con
el Creador, pues precisamente «el comienzo de la sabiduría es el temor de Dios» (Prov
1,7). Partiendo de la misma premisa, el libro de Ben Sira engarza cuatro cantos sobre la
sabiduría, al final de los cuales se inspira en el relato del Génesis: «Al principio él creó
al hombre y lo dejó en poder de su propio albedrío. Si quieres, guardarás los
mandamientos y permanecerás fiel a su voluntad. Él te ha puesto delante fuego y agua,
extiende la mano a lo que quieras. Ante los hombres está la vida y la muerte, y a cada
uno se le dará lo que prefiera. Porque grande es la sabiduría del Señor, fuerte es su
poder y lo ve todo» (Eclo 15,14-18).

Para ser como Dios


Por eso, escribía san Agustín: «no tengo palabras para ponderar cuánto me agrada la
sentencia que dice que no era nocivo aquel árbol por su alimento; pues el que hizo todas
las cosas sobremanera buenas no instituyó en el paraíso cosa alguna mala, sino que el
mal para el hombre provino de la transgresión del precepto. Pues convenía al hombre
que se le prohibiera alguna cosa, para que, colocado bajo el Señor Dios, pudiera de este
modo, con la virtud de la obediencia, merecer la posesión de su Señor. Obediencia que
puedo decir con seguridad que es la virtud propia de la criatura racional, que actúa bajo
la potestad de Dios; y también que el primero y mayor de todos los vicios es el orgullo,
que lleva al hombre a querer usar de su potestad para la ruina, y tiene el nombre de
desobediencia» (De Genes ad litt., VIII, 6, 12).
Con su desobediencia, Adán y Eva quieren alcanzar el «seréis como Dios», que la
serpiente les presenta como posible si se saltan la barrera de prohibición y de amenaza
de muerte, tras la cual Dios vedaría celosamente al hombre su perfección.
Paradójicamente, «ser como Dios» es también nuestro destino, nuestra vocación a la
santidad. Por eso, frente al engaño del enemigo, san Pablo nos presenta a un nuevo
Adán que «siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al
contrario, se despojó de sí mismo» y «se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la
muerte» (Flp 2,6-8), en el árbol de la cruz. Con su ejemplo, Jesús nos muestra el único
camino para ser como Dios, para gozar de la Vida: la obediencia filial.

El fruto prohibido
¿Y qué decir del fruto en sí mismo?, ¿se trataba realmente de una manzana? Se han
propuesto o representado muchos posibles frutos, como la granada, la manzana, el higo,
la uva, etc. Uno de los comentarios judíos más importantes del Génesis –Génesis
Rabbah (edición y traducción española de L.Vegas Montaner)– recoge las principales
respuestas de los antiguos rabinos a la pregunta de: «¿Qué era aquel árbol del que
comieron Adán y Eva? R. Meir decía: Era trigo, pues cuando una persona carece de
conocimiento, la gente dice: “Ese hombre no ha comido pan de trigo en su vida”». A la
objeción de que el texto bíblico habla de árbol y el trigo carece de ese porte, Rabbí
Meier replica que entonces «crecía como los cedros del Líbano». Otro rabino dijo:
«Eran uvas, pues se dice: “Sus uvas son uvas venenosas, racimos amargos tienen” (Dt
32,32): esos racimos trajeron amargura al mundo». El maestro Abba de Akko se
decantaba por una especie de cidro o naranjo. Por su parte, «R. Yosé decía: Eran higos.
Deriva lo que no es explícito a partir de lo que ha sido explícitamente dicho, y lo
explícito a partir de su contexto»; en efecto, ¿qué dice el libro del Génesis? que apenas
comieron del fruto, «descubrieron que estaban desnudos; y entrelazaron hojas de
higuera y se las ciñeron» (Gén 3,7).
Tras haber pasado revista a estas soluciones, el comentario concluye: «¡Déjalo en paz!
El Santo, bendito sea, ni ha revelado al hombre qué árbol era, ni lo va a revelar», por
consideración a un árbol inocente que no debe cargar con el desprecio y la culpa de los
que pecaron con él.

La dichosa manzana
En occidente, el fruto prohibido ha ido asimilándose con la manzana. En esta
identificación puede haber influido la mitología grecolatina de la manzana de oro, o
manzana de la discordia, que está en el origen de la guerra de Troya. También se recurre
a la explicación de una confusión entre dos palabras latinas similares: «malum» puede
significar “mal” o “malo”, pero también puede ser un sustantivo neutro que se traduce
como “fruto”, “poma” o sencillamente “manzana”. Cuando se comienza a estudiar latín
es posible que el profesor o algún alumno aventajado nos sorprenda con la expresión
«mater tua mala burra est»; la indignación o sorpresa ante lo que parece un insulto –«tu
madre es una mala burra»–, cede cuando nos explican que en este caso “mala” es
acusativo plural y que “est” no es del verbo “ser”, sino de “comer”: «tu madre come
manzanas rojas». La traducción latina de la Biblia hace que el fruto del árbol del bien y
del mal nos suene a manzana.

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