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VALLEJO EN LAS ARENAS

POR QUIQUE PLASENCIA

“Somos alumnos del colegio “César Vallejo”, pero del Vallejo de La Esperanza”,
era casi el lema de inicios de los 90’ del pasado siglo. Y lo decíamos porque,
quién sabe, éramos por aquellos lejanos tiempos, los únicos habitantes de “al
pie del cerro” que nos dábamos el lujo de plantar nuestros pies en los brillantes
pisos de instituciones de abolengo como “San José Obrero”, “Claretiano” u
otros y, aun, de brillar con el mismo material del que se hizo Chan Chan o las
huacas del Sol y la Luna. Y es que los vallejianos de esa época asistíamos al
despertar cultural sin taras ni achatamientos. Nos habíamos acostumbrado. Y
no fueron pocos los premios obtenidos a nivel regional, lo mismo en dibujo que
en oratoria. Sin ánimos de ampulosidad, pareciera que nos tocó vivir el cenit
institucional. Ser del “Vallejo de La Esperanza”, en un inicio provocaba, casi
siempre, fruncir de ceños, arcos de asombro, asomos de desconfianza y hasta
el accionar del buen trasto de dinástico cuero, que paraba nomás rezongando a
las nalgas de espanto de auxiliares que no se habían dado cuenta que éramos,
también, humanos.
El Vallejo de La Esperanza, entonces, se estaba convirtiendo en el mítico
colegio que extiende su luz por toda la parte alta del más populoso distrito del
norte peruano y que se yergue, cada vez más grande, en el sector Bellavista, y
que funcionó, en sus inicios, en un rancho de esteras y cañabrava, hace medio
siglo, en la cuadra seis del jirón Felix Aldao. Por obra y gracia del destino, lo
que en un inicio fue el anexo de otro plantel, se convirtió en el alma máter de
generaciones y generaciones.
En los 90’ los muros no llegaban a la mitad de la altura que hoy tienen. Las
aulas eran apenas cajas de concreto y lunas destruidas y la mayor área lo
constituían amplios “patios” de arena que lo mismo servían para reír que para
llorar. Los recreos duraban media hora y la tecnología ni asomaba, así que
teníamos tiempo para la diversión de verdad, sin apuros y sin saber qué ocurría
fuera de nuestras increíbles cuatro paredes.
Los profesores de entonces, la mayoría, todavía seguían los mandatos de “la
letra con sangre entra” y “magister dixit” y los auxiliares de educación, en orgía
perpetua con los instructores premilitares habían inventado el deporte de la
masacre a los estudiantes como una práctica habitual de su quehacer
formativo. No es muy confortable recordar al auxiliar Plasencia, en plena
formación general y con una pinza en las manos, extirpándonos los primeros
vellos de hombre porque “solo el profesor Pinto y yo podemos usar bigote”,
como tampoco es confortable el recuerdo en el que el policía Tarrillo, torturaba
a una sección completa porque la profesora del turno de la mañana había
“olvidado” en un escritorio sin cajones de un aula sin puertas ni ventanas, el
recaudo de todo un año de actividades para la promoción y que,
necesariamente, los de la tarde habían tenido que robar porque la dichosa
docente así lo aseguraba. No es confortable, además, pensar en que la auxiliar
Mery estaba guapa guapísima, pero que habíamos sido condenados a nacer
muy tarde para, siquiera, admirarla. O el poco tino del alcalde Arréstegui,
haciendo campaña con personas que votarían siglos más tarde.
Sin embargo, sí había por demás asuntos que, además de confortables,
resultaban fantásticos. Por ejemplo, la mal llamada “loca Manuela”,
rompiéndose el lomo para organizar cachangadas y otras comelonas pro
fondos, con el fin de que las viejas máquinas de coser sigan siendo útiles y
formando a las futuras reinas de la moda. Recuerdos tan emocionantes como
el profesor Correa –el átomo-, feliz de que sus alumnos hayan construido su
primer radio a transistores o su primera lámpara giratoria o su primera cocinilla
eléctrica. Y el profesor Tapia, en su inmenso taller, intentando que la
talabartería y la zapatería sean nuestro brillante futuro. Porque el Vallejo era de
los llamados colegios técnicos, donde no sólo había que memorizar sino
también hacer.
En la otra orilla, el profesor Radas aprovechando nuestra edad más emocional
para enseñarnos a crear nuestras propias tarjetas en pergamino, o nuestro lado
más rebelde para mostrarnos lo que se venía con el inefable Montesinos. El
profesor Cruzado intentando, con su bondad cristiana, convencernos de los
beneficios de la religión. También el profesor Mejía, ciego de vista pero
visionario de alma, mostrándonos sin querer que no hay obstáculos que nos
impidan realizar los sueños.
Ahí estaban también los encargados de hacernos fortachones y sexis. El
Tarzán y su “Moral, muchachos. Si me dicen quédate ahí, ahí me quedo” o su
“Mis tarzanes, carajo, nadie nos va a joder”.o “A ver mis calzonudas, ¡Silencio!”.
Y el profesor Campos, vieja gloria del Manucci arengando: “Abajo, arriba,
brazos en alto, salto, una palmadita”.
Y los responsables de hacernos gigantes intelectuales: Elizabeth Alvarado, que
a lo mejor sólo psicológicamente podría explicar por qué su presencia nos
hacía suspirar; Teófilo Alva y su mitad clase de matemática o física, mitad
sueño, porque no se conformaba son ser un pedagogo sino que quería ser –y
lo es- químico farmacéutico, y que confiaba plenamente en eso de que la
identidad es fundamental, así que pasaba lista: el oso, el pulga, el chancho, el
cani, el burro, Esteban, Javicho...; Guillermo Huansi, con su histórica forma de
resaltar “con letras de oro”; Sánchez Aranda, gracias a quien ninguno de sus
alumnos podrá apartar de su gnosis a nuestro antepasado “pithecanthropus
erectus”; el Turrón siempre tan elegante con su famosa marcha “pata de
cabra”, al mismo tiempo que sus teatrales enseñanzas de la historia o Auristela
Paredes, con quien teníamos una química especial que rompía con las leyes
de la física y aún hoy nos anima con biológica dulzura.
Pero, un buen vallejiano tiene que conocer a Vallejo. Era entonces el turno de
Jorge Flores, cuyo breve paso por el colegio dejó huellas indelebles.
Personalmente, asumo que gran parte de mis lecturas fueron motivadas por él
y por su amor a la literatura. Dina Sánchez, es y será la que más ama a Vallejo,
y al Vallejo. Y a los vallejianos. Aún hoy, después de años de dejar la docencia
en nuestro plantel, sigue hablando de éste como el padre habla del hijo más
amado. Muchas de las clases de entonces eran verdaderos campos de
declamación. Todos los que fuimos sus alumnos tenemos presente esa parte
feliz de nuestra vida.
Hoy, al cumplir “el Vallejo de La Esperanza” sus bodas de oro, sus cincuenta
años, su medio siglo de vida, me tomo la libertad de apropiarme de uno de los
poemas de la maestra Dina, dedicado a César Vallejo, para homenajear a la
institución que me dio y me permitió tener los mejores días de mi vida.
A César Vallejo

Hermanito César,
te mandé buscar,
las calles volvieron
sin poderte hallar.
Por caminos largos
te mandé llamar,
volvieron las voces
cansadas de andar.
Pasé muchas tardes
sentada al umbral;
también conté auroras
sin verte llegar.
Ya madre se inquieta
de tanto esperar;
hermanito César,
regresa al hogar.

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