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Otro sector en el que han prosperado las empresas familiares es el desarrollo de los recursos naturales

en forma de materias primas, como la madera, los metales y el petróleo. A diferencia de la banca, en la
que las relaciones comerciales y la reputación son fundamentales, o la industria automovilística, en la
que las relaciones personales entre productores, intermediarios y consumidores constituyen una
consideración primordial, en el caso de las materias la fortuna y la capacidad de identificar y aprovechar
las oportunidades en cuanto se presentan son decisivas. ¿Quién es propietario de la tierra que contiene
el tesoro? ¿Quién conoce la existencia de la riqueza mineral que hay en la superficie o en el interior de
esa tierra? ¿Quién puede hacerse con los derechos sobre esos materiales? ¿Y qué cambios están
produciéndose en la economía en sentido lato que puedan afectar al valor de una detenida materia
prima? cada una de estas consideraciones tiene una repercusión trascendental sobre la evolución de
algunas largas dinastías de enorme riqueza y poder. En el ámbito más fundamental, la riqueza en
materias primas se basa fundamentalmente en la propiedad de la tierra y en el descubrimiento de unos
bienes explotables en esa misma tierra. A lo largo de los siglos, algunos terratenientes han logrado
apoderarse de esas materias primas y han hecho fortunas que han legado a las generaciones siguientes.
Los Wendel, familia francesa de productores de acero, construyeron su imperio poco a poco, mediante
el desarrollo de unas tierras que habían estado en manos de la familia durante generaciones, y luego
buscando nuevas regiones en las que comprar hierro y acero o que les suministraran los recursos
necesarios para producirlos. En este mundo de las materias primas, el desarrollo de un recurso o de una
propiedad suele llevar al de otro, y las fortunas familiares son mixtas. Este último era la variedad más
apreciada, pues era más fuerte y potencialmente más cortante que cualquier otro metal, y también
menos vulnerable al orín que el hierro fundido, rico en carbono. El acero permitía fabricar grandes
espadas, mazas y puntas de flecha. Como veremos en el capítulo sobre los Wendel, había una diferencia
comercial enorme entre el mineral de hierro de baja calidad, el más abundante en la metalurgia
francesa, y el mineral que podía producir acero de alta calidad, como el que se encontraba en las Islas
Británicas. El combustible, esto es, el material que proporciona calor y energía para el trabajo, es
indispensable en los climas templados y fundamental para alimentar la industria. Al principio, el hombre
aprendió a quemar leña y a utilizar el fuego para todo tipo de trabajos, haciendo que la

Industria primitiva se concentrará en las zonas boscosas. El siguiente gran avance que se produjo fue el
uso como combustible del carbón mineral. Esta circunstancia repercutió también sobre el
emplazamiento de la industria, pues aunque la hulla puede trasladarse de un sitio a otro, su transporte
requiere esfuerzo y abundancia de recursos. No es de extrañar, por tanto, que las nuevas industrias
basadas en el uso intensivo de combustible se concentraran cerca de las minas de carbón. La naturaleza
ha suministrado también al hombre combustibles líquidos, el más abundante e importante de los cuales
es el petróleo. El petróleo también resultaba útil como lubricante para los distintos utensilios mecánicos,
cada vez más numerosos. Sólo estos usos hacían del petróleo un recurso valioso, aunque todavía no era
objeto de tanto deseo ni tan preciado como llegaría a serlo en el siglo xx. Los escapes naturales y las
balsas de petróleo siguieron siendo una fuente muy práctica, aunque burda, de esta sustancia, y fueron
encontrándose regularmente nuevos depósitos, en general en países colonizados por intereses
europeos. Mientras tanto, las nuevas técnicas de destilación del carbón dieron con el queroseno, que
era un combustible tan útil y relativamente limpio que la demanda de petróleo se incrementó
notablemente. A veces, en contra de lo que la ley económica pudiera hacemos creer, un incremento del
aprovisionamiento da lugar a un aumento todavía mayor de la demanda. A mediados del siglo XIX,
algunos sujetos emprendedores empezaron a hacer perforaciones en busca de petróleo subterráneo, y
en agosto de 1859 apareció el primero de esos pozos, a unos veinte metros de profundidad. al oeste de
Pennsylvania. Fue el comienzo de una nueva época, una época de investigaciones y descubrimientos, de
campos y refinerías de petróleo, un mundo tecnológico en constante aumento y cada vez más
diversificado, basado en los combustibles líquidos y gaseosos. Aunque ha generado muchas guerras

Capítulo 8 LOS ROCKEFELLER: SUERTE, VIRTUD Y PIEDAD

Los Rockefeller constituyen un caso interesante en cualquier estudio que se haga de las dinastías. Todo
el mundo piensa que los Rockefeller son una dinastía; todo el mundo es consciente de que los
RockefeIler siguen estando activos y siendo poderosos en el ámbito de los negocios, en la política y la
filantropía. John D. Rockefeller (1839-1937). Aprovechó su buena suerte, la mezcló con una buena dosis
de trabajo duro y despiadada inteligencia para los negocios, y se convirtió en el hombre más rico de la
América de su época. Indudablemente le gustaba el dinero, pero nunca fue feliz del todo con él, y pasó
buena parte de sus últimos años intentando encontrar maneras dignas de deshacerse de él. Fue un
personaje brillante, pero complicado, y quizá no debería sorprender a nadie que un hombre con una
energía como la suya, con esa insensibilidad y miseria emocional, no inspirara en sus descendientes el
apasionado afán que él tuvo por ponerse al frente de la empresa familiar. No obstante, estas últimas
generaciones han aprovechado al máximo las oportunidades que la fortuna de la familia les ha
proporcionado, y el de Rockefeller sigue siendo uno de los nombres más famosos de la historia industrial
de Norteamérica. La suerte de John D. Rockefeller vino determinada por el tiempo y la geografía. Nació
en 1839 en el Medio Oeste americano, justo cuando la región empezaba a abrirse a la agricultura y al
comercio. La Cleveland de sus primeros años era una pequeña ciudad en expansión, un lugar que
favorecía la energía y la ambición, y John D tenía energía y ambición para dar y vender, así como una
gran dosis de inteligencia y astucia. Ello se debía en parte a su educación. «Embauco a mis hijos en
cuanto puedo - se jactaba su padre, William A. Rockefeller-. Quiero que se vuelvan bien listos. Hago
tratos con mis chicos y los dejo pelados, y los atizo cada vez que puedo.» El padre de John D. era un
libertino y un seductor que se ganaba la vida de manera irregular vendiendo remedios populares a
palurdos ignorantes. Pero no era un hombre absolutamente sin conciencia: cuando se disponía a
abandonar a su pequeña familia, dio dinero a John D. a los dieciocho años, para que sufragara la
construcción de una casa en el centro de la ciudad. John D. se tomó el proyecto tan a pecho que recibió
ofertas de ocho contratistas distintos y supervisó hasta el más mínimo detalle de las obras, de modo que
los constructores acabaron perdiendo dinero con el negocio. Una vez acabadas las obras, John D.
suponía que la familia viviría en su propia casa libre de gastos; pero no. Ahora resultaba que el viejo
quería que le pagaran un alquiler. Al fin y al cabo, él había puesto el dinero, ¿no? Este frío y cruel
materialismo enseñó a John D. a tener entereza y astucia. Además, lo liberó de cualquier sentido de
obligación hacia su padre que pudiera conservar. Las enseñanzas de su padre valieron la pena. John se
puso a trabajar como contable y chico de los recados a la vez y llamó la atención de sus patrones que
vieron en él a un muchacho listo, meticuloso y diligente. En 1858, convencido de que estaba mal
pagado, el joven John D. dejó el empleo y entró como socio en un negocio mercantil. Para ello
necesitaba mil dólares, que su padre se mostró dispuesto a prestarle a un interés del 10 por 100, una
tasa superior a la habitual por aquel entonces. Pero John no tuvo inconveniente en aceptar. A los
diecinueve años era ya su propio jefe y creía haber llegado a la cima del mundo. Se postró de rodillas y
pidió al Señor que bendijera su nueva empresa. Antes de cumplir los veinte años, John D. era ya un gran
triunfador, pues era paciente y metódico; no se precipitó ni intentó hacerse rico por medios rápidos o
tortuosos. Su profunda fe en el cristianismo protestante 10 ayudó mucho, enseñándole la importancia
de la honradez y la moralidad y proporcionándole valiosísimos contactos personales. Además, obtuvo la
ayuda de los bancos con más facilidad porque los prestamistas veían en su piedad una prueba de su
fiabilidad. John D. sería el modelo de empresario protestante ascético a lo Max Weber. La finalidad de
su vida era hacer dinero -honradamente-y luego usarlo con tanta prudencia como le fuera posible. La
búsqueda de la riqueza era, pues, una vocación sagrada, cuya recompensa era la filantropía y la virtud.
La riqueza era un signo del favor de Dios, y la pobreza un signo de la desaprobación de los cielos. John D.
creía que iba a hacerse rico y estaba convencido de que era porque Dios quería que lo fuera. Esta ética
protestante, como la denomina Weber, produjo grandes triunfadores en el mundo de los negocios. Y
John D., como dice el biógrafo Ron Chernow, «representa la ética del trabajo protestante en su forma
más pura, llevando una vida tan en consonancia con lo que dice el ensayo clásico de Weber que éste
parece su biografía espiritual>. Racional, reflexivo, sistemático, comprometido y diligente, cultivó
también una profunda curiosidad, un espíritu de cálculo, y la atención a las oportunidades. Sus
competidores y consocios eran meros aficionados, comparados con él. John los consideraba lo que eran,
pero nunca dejó que se apoderara de él el engreimiento, conservando en todo momento la cortesía y la
buena educación y preparando sus golpes con prudencia y previsión. La sociedad que formó John D. con
Maurice Clark, llamada Clark and Rockefeller, compraba y vendía carne, grano y productos agrícolas a
carretadas, y en la publicidad anunciaba su disposición a comerciar con agua, cal, yeso, sal, legumbres y
otros géneros.' El negocio era grande, el almacén estaba bien surtido, y los beneficios ascendían ya a
diecisiete mil dólares en 1862. Pero eso no es nada comparado con la riqueza que el petróleo iba a
proporcionar al joven Sr. Rockefeller. John D. no buscó el petróleo; el petróleo vino a buscarlo a él. ¿Por
qué el petróleo? Porque la demanda latente de iluminación artificial, sobre todo en las zonas urbanas,
era enorme y no cesaba de aumentar y porque las fuentes utilizadas para el alumbrado resultaban cada
vez más inadecuadas. La iluminación artificial había sido siempre una prerrogativa de los ricos. Las velas
nuevas costaban una fortuna, hasta el punto de que el privilegio de las velas que poseía la servidumbre
de la familia real británica sirvió para financiar la creación de lo que luego serían los almacenes Harrod's.
El suministro de espermaceti y de grasa animal era muy poco flexible, lo mismo que el de sebo y aceite
de semilla de algodón. La parafina producida a partir del esquisto tenía posibilidades. Pero el petróleo
superaba a todas estas sustancias. Hacía mucho que se sabía que el petróleo era abundante en
Pennsylvania occidental, pero todos lo consideraban más bien un engorro; manchaba el agua y
contaminaba las tierras de cultivo. Pero hacia 1850 a un tal George Bissell -seguramente uno de los
mejores regalos que hiciera Dartmouth College a la nación-se le ocurrió la idea de que el petróleo podía
servir mejor que la parafina para la iluminación, y envió una muestra al profesor Benjamin Silliman, de la
Universidad de Yale. La respuesta que obtuvo fue positiva: el queroseno contenido en el petróleo no
sólo podía proporcionar luz, sino que el petróleo podía suministrar muchos otros elementos útiles.
Bissell encontró un agente, Edwin Drake, que lo ayudó a realizar prospecciones en la zona y se
desencadenó la fiebre del petróleo. Los comerciantes de la región tenían ahora ante ellos un nuevo
artículo que no aguardaba más que a convertirse en dinero. La cuestión era cómo llevarlo de un lugar a
otro y de qué forma. En este sentido Clark y Rockefeller tuvieron suerte porque resultaba que Samuel
Andrews, un químico industrial que sabía cómo «limpiar» el petróleo con ácido sulfúrico, era originario
de la misma ciudad de Wiltshire que Maurice Clark y que frecuentaba junto con John D. la iglesia
baptista de la Erie Street en Cleveland. Andrews fue a visitar a aquellos conocidos en su despacho de
Cleveland y comentó las posibilidades de que invirtieran en el refinado industrial. No importa quién fue
el que tuvo la visión general (John D. dice que fue Clark, y Clark que fue John D.); el resultado es que se
produjo un giro trascendental en el contenido y la dirección de su compañía y dio comienzo toda una
revolución de la empresa americana. La historia del petróleo es en gran medida una historia del
transporte. Al principio se utilizó la carreta tirada por caballos, pero este medio resultaba costoso
incluso para las distancias cortas. Una opción mejor era el ferrocarril y la navegación por lagos y ríos;
pero la mejor de todas eran los oleoductos. Éstos, sin embargo, encontraron una violenta resistencia en
los carreteros que acarreaban los barriles desde la bocamina a la refinería y desde la refinería al puerto.
Los primeros petroleros que instalaron oleoductos tuvieron que contratar guardias armados para
protegerlos, circunstancia que contribuyó a elevar los costes y retrasar el paso definitivo a un sistema
racional. Durante los primeros años, el principal medio de transporte fue el ferrocarril, no sólo porque
las vías podían ponerse en los descampados, sino porque además la potencial ubicuidad del medio
minimizaba la necesidad de costosos trasbordos. se necesitaba una nueva tecnología para transportar el
petróleo debido al bamboleo y las sacudidas de los vagones. Los barriles estallaban y se vertían, y al
término de la Guerra Civil fueron sustituidos por cubas de madera montadas sobre vagones planos; y
éstas, a su vez, dieron paso a los tanques de hierro. Por otra parte, los ferrocarriles tenían libertad para
fijar los precios a su antojo. Los beneficios de las refinerías, por tanto, estaban directamente en función
de la capacidad de algunos de los poderes económicos más importantes del país de obtener unos
precios de favor para el transporte de su mercancía. las leyes locales solían prohibir la imposición de
tarifas ferroviarias excesivamente altas. las grandes empresas, que tenían que hacer frente al alto coste
de los equipamientos y otros desembolsos generales, buscaban resultados más permanentes, y los
obtuvieron. John D. daba propinas de unos pocos céntimos. Cinco centavos, recordaría a un receptor de
su generosidad, era el interés anual de un dólar. Aquel hombre era una calculadora ambulante, una
maravilla para las negociaciones y la persuasión, y no paraba de hacerse cada vez más rico junto a
Andrews y a su nuevo socio, Henry Morrison Flagler, hijo de un ministro de la Iglesia y un chico joven y
guapo. John D. tenía predilección por los socios de educación piadosa. Hombre de mucho ingenio y
grandes esperanzas, Flagler añadió una energía casi irresistible a la John D. La idea era conseguir
descuentos y rebajas, no sólo para los propios envíos, sino también para los de la competencia; mejor en
tus bolsillos que en los suyos. ¿Y qué mejor que tus competidores trabajen para ti? Especialmente
cuando los ferrocarriles subían los precios para cubrir el coste de los descuentos efectuados a
Rockefeller y compañía. Las tarifas ferroviarias públicas, en cualquier caso, valían para los pequeños, no
para los grandes clientes que podían enfrentar a una línea férrea con otra prometiéndole un
cargamento permanente. A muchos aquellos favores a las grandes compañías les parecían injustos, más
aún, insultantes, sobre todo teniendo en cuenta que los ferrocarriles habían recibido del Estado sus
concesiones y sus derechos de paso, y no podía permitirse que un Estado democrático tolerara el
favoritismo económico. Era lógico que los ferrocarriles les concedieran precios especiales. Pero el
sistema no se consideraba ético, y a la larga las leyes federales y estatales acabaron por ilegalizar las
tarifas preferenciales. Pero para entonces la jugada ya hacía tiempo que había terminado. Rockefeller
logró «persuadir» a casi todas las refinerías de la importancia de unirse a su cartel. Aquélla era la única
forma de que obtuvieran todos buenos precios de los ferrocarriles y de que pudieran hacerle la
competencia. al final se las quitaba de encima comprando sus participaciones, ya fuera en dinero en
efectivo, ya fuera con acciones del holding que dirigía el cartel, la famosa/infame Standard Oil Company.
El principal activo de John D. era su olfato para el dinero y los beneficios. Podía oler perfectamente una
oportunidad. En toda una vida de éxitos, el único error significativo que cometió fue no saber apreciar la
aportación potencial de los oleoductos al transporte del petróleo. los contactos de Rockefeller hicieron
todo lo posible por frustrar las aspiraciones de los oleoductos y vetar la legislación que los favorecía. Los
oleoductos simplemente un negocio demasiado prometedor como para poder impedirlo y a finales de la
década de 1870 una empresa llamada Tidewater Pipe Company logró adquirir el derecho de paso desde
el centro de Pennsylvania hasta la costa. Standard hizo todo lo posible por cortar el paso al intruso, pero
en vano. Llegó a comprar o arrendar prácticamente todas las refinerías que pudieran hacerse clientes de
Tidewater. El único recurso al que no apeló John D. fue a la violencia: la piedad y la virtud tienen sus
desventajas. Es éste un caso en el que el instinto, habitualmente irreprochable, abandonó a John D.
«Fue una de las pocas veces en su vida que John D. se engañó voluntariamente a sí mismo y no quiso ver
la realidad.» Cuando sus socios lo instaron a emprender las obras de sus propios oleoductos, los echó
con cajas destempladas. Pero era lo bastante listo como para aprender la lección. En cuanto el petróleo
de los campos de Pennsylvania empezó a llegar por los oleoductos a Williamsport a razón de seis mil
barriles al día, se acabó. John D. cambió radicalmente de postura e intentó hacerse con el control de la
compañía Tidewater. Imposible. Se dispuso entonces a exprimir el jugo a los independientes, redujo los
precios de recogida del producto de Standard a cinco centavos el barril, hizo que el precio del transporte
por ferrocarril se limitara a quince centavos el barril, menos incluso que las tarifas que ofrecían los
oleoductos. Pero no sacó nada de aquellas concesiones. John D. y Flagler reconocieron que los
oleoductos eran el único sistema del futuro. Cuando los ferrocarriles se negaron a colaborar con ella en
un programa conjunto, Standard se limitó a aprovechar las tarifas más bajas que pudo conseguir y
empezó a construir sus propios oleoductos, primero hasta Cleveland y Buffalo, y luego siguiendo las
servidumbres de paso del ferrocarril. De la forma silenciosa, pero irresistible, que lo caracterizaba, John
D. fue conquistando e incorporando a sus bienes la que estaba llamada a convertirse en la arteria
estratégica y el distribuidor de combustible de la economía americana. El petróleo llegaba, era refinado,
y convertido en oro. Tamaña afluencia de riqueza -no los éxitos de su negocio-planteaba algunos
problemas éticos a aquel piadoso depredador, cuya educación religiosa hacía tanto hincapié en los
peligros y las tentaciones de los bienes materiales. Las cosas se complicaban además debido a la
hostilidad cada vez mayor hacia aquel hombre considerado un pirata y un villano. En su afán de
justificarse, John D. decidió ponerse un salario ridículo, doce mil dólares en 1875 y treinta mil en 1900.
La renta anual de las acciones que poseía en Standard Oil ascendía a millones. La persona pública frente
a la privada. Toda su vida gastó menos de lo preciso en sus necesidades personales. Se había criado en
medio de la mayor parquedad, llegando de niño a ponerse los vestidos de sus hermanas mayores con el
fin de ahorrar dinero. Su esposa era más tacaña, acostumbrada a contentarse con dos vestidos
remendados como es debido. No podía hacer prácticamente nada por ocultar su fortuna, ganada con
una rapidez pasmosa, que los chismes y rumores se encargaban, si acaso, de exagerar. Pero hizo todo lo
posible por guardar la discreción y le gustaba que sus socios en los negocios hicieran lo mismo. Cosa
nada fácil en una época en la que los plutócratas preferían alardear de sus éxitos. John D. se
enorgullecía de su parsimonia y su circunspección. Cuando un competidor suyo se mostraba igualmente
silencioso, Rockefeller se sentía impresionado. «¡Es el tipo de persona con la que me gustaría salir de
pesca!» Uno de sus grandes temores era que sus hijos fueran corrompidos por el dinero ... , habría sido
tan fácil. Inventó así una economía de mercado ficticia para su propio hogar. Su mujer se llamaba
«director general>, y se encargaba de que todos los niños llevaran las cuentas de todo cuidadosamente.
Los pequeños cobraban por hacer las tareas domésticas Lo mismo que hiciera su padre, John D., John Jr,
se ponía de pequeño los vestidos desechados de sus hermanas (o los que se les quedaban pequeños).
Los niños iban a costosas escuelas privadas, pero pensaban que ésa era la senda normal para recibir una
buena educación. Para ir a trabajar al centro cogía el tranvía de la 6." Avenida, que costaba cinco
centavos el billete; llevaba los trajes, hasta que empezaban a estar ajados y su esposa, Cettie, le
convencía con bromas de que tenía que comprarse uno nuevo. La gran ventaja de Rockefeller, como
hemos visto, radicaba en su capacidad de resistir a la tentación. Tenía el alma de un contable, la
abstinencia de un buen dietista, la visión y la energía de un empresario, y la racionalidad de un buen
economista. Mientras que otros agarraban cualquier cosa a la que pudieran echar mano sin pensar en el
mañana, él compraba a precios de saldo la riqueza que esa cosa pudiera proporcionarle el día de
mañana. Al final de su vida, siendo ya enormemente rico, le gustaba alardear de no haber tenido nunca
que recurrir al crédito ni a los prestamistas. En realidad, sus primeros éxitos debieron mucho a la amplia
y decidida utilización de los préstamos bancarios. El buen crédito -eso lo sabía muy bien-se basaba en la
devolución pronta y puntual del préstamo y en la difusión del riesgo. Ni estaba más atento a las
apariencias. En un momento dado, necesitó urgentemente cierta cantidad de dinero y tuvo la suerte -la
suerte siempre tiene importancia-de acudir a un posible prestamista. El hombre se ofreció a
proporcionarle tres veces la cantidad que le pedía. La respuesta de Rockefeller fue la siguiente: "Pensaré
en ello y le daré una respuesta en veinticuatro horas». Ésa era una de las técnicas preferidas de John D.:
no coger el dinero de inmediato. Poner las ofertas una detrás de otra. Hacer creer al prestamista que el
prestatario le está haciendo un favor. A menos que el prestatario fuera otro y el prestamista él. Fue ese
afán de controlarlo todo el que en 1870 llevó a John D., junto con su amigo y socio Henry Flagler, a
transformar su consorcio en una sociedad anónima llamada Standard Oil. El propio nombre de la
empresa suponía un deseo, una pretensión de uniformidad y fiabilidad. La firma contaba con un capital
de un millón de dólares, quizá el mayor de su especie en los Estados Unidos de la época. Controlaba
aproximadamente el 10 por 100 de las refinerías de petróleo de la nación y disponía de almacenes,
instalaciones para el transporte y una flota de vagones tanque. el establecimiento, junto con grandes
aliados de los ferrocarriles, de un cartel del transporte inocentemente llamado South Improvement
Company. El objetivo era no sólo la obtención de tarifas baratas, sino también, lo que era más
importante, perjudicar el transporte de la competencia. Aquello no era jugar muy limpio. Poco más de
una década después del término de la Guerra Civil, Standard y sus aliados silenciosos (no tenía ningún
sentido fomentar el escándalo) habían llegado a controlar casi el 90 por 100 de todo el petróleo refinado
en Estados Unidos y podían tratar más que como a iguales a los ferrocarriles más importantes del país.
Por el contrario, la competencia entre los propietarios de los pozos obligó a establecimiento de un
precio razonable de la materia prima, mientras que la posición monopolística de las refinerías les
aseguraba elevados niveles de beneficios. A comienzos de la década de 1880, Standard Oil poseía sólo
cuatro plantas de producción, un complemento sin importancia del negocio que hacía con el transporte,
el refinado y el almacenamiento del petróleo. Sin embargo, en 1885 un pequeño grupo de prospección
que se había desplazado al noroeste de Ohio en busca de gas natural, encontró una mancha de
petróleo. La alegría fue todavía mayor por cuanto todo el mundo suponía que la mayor cantidad de
petróleo estaba en Pennsylvania. Las cosas se precipitaron, ya finales de año se levantaban ya en la zona
casi 250 torres de perforación. Por desgracia, aquel «crudo Lima» no era del mismo tipo que el petróleo
encontrado en Pennsylvania. Olía mal, por lo que no era adecuado para el uso doméstico, y su elevado
contenido de azufre corroía los metales. Contenía además menos queroseno y, a pesar de su escasez,
éste depositaba en las lámparas una capa de impureza que hacía que en poco tiempo resultaran inútiles.
La mayoría de la gente se dio por vencida. Pero no John D. Sus tendencias espirituales le ayudaron en
este caso: simplemente no podía creer que Dios hubiera creado aquel recurso sin ninguna finalidad. Lo
primero que hizo fue contratar a un químico de origen alemán llamado Hennan Frasch para que
encontrara una solución. Frasch, hombre de temperamento difícil y genio vivo, ya había hecho un buen
trabajo para Rockefeller inventando una cera para los fabricantes de velas británicos y aislando un
ingrediente para fabricar goma de mascar. Pero entonces, en 1887-1888, descubrió una manera de
eliminar el azufre y obtener un petróleo que se pudiera vender. Rockefeller, no se había estado quiero y
había empezado a buscar y a fomentar nuevos usos del producto, además del doméstico. Envió a varios
equipos de técnicos y de vendedores a convencer a las compañías ferroviarias de que sustituyeran el
carbón por fuel oil; y lo mismo para la calefacción de hoteles, fábricas y almacenes. Ese tipo de
racionalidad era el punto fuerte de Rockefeller. Los conocimientos y la técnica podían convertir lo malo
en bueno, y científicos y técnicos podían ser localizados y contratados con facilidad. La lección no fue
pasada por alto: los experimentos y las aplicaciones en los laboratorios se convirtieron en el
procedimiento operativo habitual en la industria. El siguiente paso fue uno de marcada inspiración
personal Tardó varios años en conseguirlo, pero por fin John D. En 1890, Standard compró Union Oil y
otras tres grandes productoras, que ocupaban más de 121.410 hectáreas en las viejas regiones
petrolíferas. En 1891 se había hecho con el control de la mayoría de los campos de Lima. Poseía, pues,
una cuarta parte de la producción total de crudo de Norteamérica. En 1898 esa cifra ascendía ya al 33
por 100. Curiosamente, Standard tuvo que comercializar los productos de petróleo Lima frente allegado
de desconfianza, fomentado por la propia Standard en la época anterior a su decisión de comprar
aquellos nuevos campos. Pero esta dificultad se soslayó gracias a los cambios introducidos en la
aplicación de la sustancia. Estaban apareciendo nuevos usos y los nuevos usuarios tenían menos
motivos de queja. Fue entonces cuando John D. decidió retirarse. Cuando Henry Clay Frick ordenó a los
Pinkerton que dispararan contra los huelguistas de Homestead en 1892, John D. le envió un telegrama
de felicitación. No tenía el menor problema en aprovecharse de las debilidades o la ignorancia de los
demás. Cuando le preguntaron en el estrado de los testigos por las actividades de los carteles destinadas
a entorpecer el libre comercio, su táctica consistió en eludir todas las preguntas con respuestas
técnicamente verídicas, pero en realidad evasivas El hombre se había vuelto insoportablemente
mojigato, un censor perpetuo que estaba siempre encontrando defectos en todo, que desaprobaba «en
él y en los demás el hecho de beber, fumar, bailar, jugar a las cartas, ir con mujeres, ir al teatro, acudir a
conciertos, asistir a banquetes, estar ocioso, el trato social en genera1, y la "camaradería"», Además
disfrutaba de diversos problemas de salud y los cultivaba, enfermedades reales unas e imaginarias otras,
aunque como demuestra en último término su longevidad, sabía cómo evitar los comportamientos que
fomentan las enfermedades y la decadencia. Nada de juergas ni tonterías para él; por el contrario, como
hemos visto, una dieta de leche y galletas y fruta fresca. Nada de grasa. De hidratos de carbono, lo
mínimo (anticipándose a la dieta de Atkins). Golf y aire fresco y dormir mucho. El peso del anciano bajó
a los cincuenta kilos. Por lo demás, su presencia no era necesaria en el despacho. Su fortuna crecía
gracias a los intereses acumulados, las innovaciones tecnológicas, y el desarrollo económico. El
automóvil en particular supuso una explosión de la demanda de petróleo. Cuando Rockefeller se retiró
de Standard en la última década del siglo XIX, su fortuna se cifraba en unos 200 millones de dólares,
tanto John D. como Junior cultivaron unas actitudes sociales antediluvianas y estaban tan convencidos
de su virtud que, a pesar de su discreción, no tenían la prudencia de cerrar el pico en muchas ocasiones.
La llamada Matanza de Ludlow es un ejemplo que viene que ni pintado al caso. Ludlow era el
emplazamiento de unas minas propiedad de Colorado Fuel and Iron (CFI), firma controlada por
RockefeIler. Resultó que la empresa era un fracaso, lo que quizá confirmaba la resistencia de John D. a la
organización de un sindicato por parte de los trabajadores y su antipatía hacia el mismo. John D. no
tenía inconveniente en pagar buenos sueldos, la mejor forma de ganarse el cariño y la lealtad de los
trabajadores. Y a Junior le gustaba la idea de los economatos de la compañía como instrumento de
control y de favoritismo y como medio también de excluir a los agitadores potenciales. Pero la
introducción de un tercero en discordia, de una autoridad rival, era algo muy distinto. El problema era
una cuestión de prerrogativas gerenciales y de privilegios de jerarquías: en un sentido más profundo,
una cuestión de orden y propiedad. Allá por 1903, cuando Rockefeller se hizo con el control de CFI,
Junior expuso sus convicciones al respecto: «Estamos dispuestos a mantenernos firmes en esta lucha y a
aguantar hasta el final, sin ceder ni un milímetro. El reconocimiento de cualquier tipo de líderes
laborales o de sindicatos, y más aún una conferencia como la que solicitan, sería un signo evidente de
debilidad por nuestra parte». o Junior simplemente reflejaba aquí el sentido de equidad de su padre. Al
fin y al cabo, ¿qué eran los sindicatos, sino una artimaña para no trabajar? Empiezan siempre pintándolo
todo muy bonito, decía John D. Hacen promesas de elevados principios. Pero enseguida muestran su
verdadero objetivo: «Hacer lo menos posible por la mayor paga posible». Todo lo que querían aquellos
trabajadores era gastar y derrochar, ir al cine, beber whisky, fumar tabaco, y vaya usted a saber. El viejo
pretendía retirar las donaciones a los proyectos de construcción del edificio de la YMCA a través de los
sindicatos. Desde su finca de Pocantico, despidió a los obreros que intentaban organizarse y se negó a
permitir que el personal festejara el Día del Trabajo. ¡Menuda ironía! ¡Un día sin trabajar que se llamaba
Día del Trabajo! Los esfuerzos por evitar la huelga de los empleados de CFI no contaron con la
colaboración de los RockefeIler. Junior exclamaba protegiéndose detrás de los guardias desplazados al
yacimiento: «iNos mantendremos firmes hasta el final!». Una torpe invitación a la intransigencia. A
finales de septiembre de 1913, más de once mil de los catorce mil obreros estaban en huelga, y se había
preparado el escenario para una batalla campal a tiro limpio. A finales de octubre, las perspectivas eran
tan malas que el propio presidente Wilson decidió intervenir. ¿Pero por qué unos republicanos como los
Rockefeller iban a prestar oídos a sus sandeces partidistas? Wilson exigía conversaciones y paz. El
director de CFI respondió diciendo que nada iba a persuadir a la compañía de que debía reconocer al
sindicato. «No lo consentiremos nunca, aunque cierren todas las minas, destruyan los equipos y se
pierdan todas las inversiones.» Y John D. y Junior elogiaron la «forma enérgica, justa y firme» en que CFI
estaba tratando aquella lucha. Poco después, en diciembre, llegaron las nieves. Los huelguistas y sus
familias, que habían sido desahuciados de sus casas, propiedad de la compañía, temblaban de frío en
sus tiendas. Llegó la primavera y una mañana, al romper el alba, un escuadrón de milicianos del Estado y
de guardias de la empresa empezó a disparar contra un campamento de trabajadores, matando a varios
huelguistas. Se desencadenó un incendio (¿provocado?) y los huelguistas salieron huyendo. Pero dos
mujeres y doce niños que se habían refugiado en una zanja perecieron ahogados por el humo en medio
de los escombros. Aquello fue la Matanza de Ludlow. Ni que decir tiene que aquellos acontecimientos
aumentaron la deshonra y la censura de los Rockefeller. Incluso Helen Keller, en otro tiempo
beneficiaria agradecida de su generosidad, los condenó públicamente: «El Sr. Rockefeller es el monstruo
del capitalismo. Da limosnas y al mismo tiempo permite que unos obreros desamparados, sus mujeres y
sus hijos sean matados a tiros». Las dificultades eran en buena parte consecuencia una vez más de
aquella convicción de virtud que tenía la familia. Para Junior no había existido ninguna Matanza de
Ludlow. Así lo manifestó explícitamente. Los huelguistas habían empezado los disturbios atacando a los
milicianos con una fuerza arrolladora. Habían sido ellos los que habían metido a las mujeres y a los niños
en la zanja y los habían encerrado allí, de modo que la ventilación había sido imposible. La culpa era
suya. Los nuevos esfuerzos del presidente Wilson en pro de la reconciliación chocaron con una
resistencia implacable: la cuestión del cierre de un taller excedía simplemente cualquier límite, estaba
fuera de discusión. John D. veía la. campaña anti-sindicato como una réplica de la Guerra de la
Revolución, una lucha por los derechos y la libertad. Eso ni se discutía. La oposición a los Rockefeller
asumió casi siempre la forma de investigaciones oficiales, y muchas de ellas hallaron expresión en la
prensa. En 1894 apareció Wealth Against Commonwealth, de Henry Demarest Lloyd, que Edward
Everett Hale comparaba con la cabaña del Tío Tom por el impacto que causó en la conciencia pública de
los americanos. Lloyd había heredado dinero, contaba con muchísima ayuda y tenía una enorme
acumulación de testimonios de las investigaciones oficiales. Consideraba que <<la aparición y el
progreso del monopolio del petróleo es en general el rasgo más característico de nuestra civilización
mercanti1». Su libro iba dirigido a todas luces contra los Rockefeller y la Standard, pero Lloyd evitaba
dar nombres, quizá por temor a ser acusado de libelo. Por el mismo motivo, la editorial Harper's sacó el
copyright en nombre de Lloyd; así todo era más seguro. El resultado era una viva imagen de una
Standard «cruel, avariciosa y perversa», tan fuerte y persuasiva que perduraría durante décadas. Esta
imagen, a su vez, se vio reforzada por los datos relativos a los beneficios de la Standard: 55,5 millones de
dólares en 1900, y 83 millones en 1906. En opinión de muchos, nadie podía hacer tanto dinero tan
deprisa honradamente. Tales fueron las denuncias formuladas en la época. Para el historiador Allan
Nevins, sin embargo, el libro de Lloyd está «lleno de prejuicios, distorsiones y errores de
interpretación». Muchas de sus teorías y afirmaciones eran falsas o inexactas, aunque muchas también
eran ciertas. Como es bien sabido, Junior tenía fuertes reservas hacia su padre, pero su viejo, por
muchos defectos que tuviera, no era asunto de nadie más que suyo. Lo más insultante es que Tarbell se
burlaba de la tacañería de John D., incluso de sus saludables diversiones: «No cabe duda de que el
principal motivo de que el señor Rockefeller juegue al golf es seguir viviendo para ganar más dinero. Los
años fueron pasando y Junior fue creciendo. Ya no podía llevar los vestidos desechados de sus
hermanas. Llegó el momento de mandarlo a la universidad. La primera opción era Yale, pero se decía
que la vida estudiantil allí era inmoral y disoluta, y por lo tanto in apropiada para un aprendiz de santo.
Así que Junior fue a Brown, por entonces todo un bastión de la piedad baptista. Aun así, su madre y su
abuela le advirtieron que estuviera atento a no caer en la tentación, y se sintieron contentísimas cuando
se enteraron de que enseñaba en una escuela dominical de Providence. Su gusto en las actividades
extraescolares se limitaba a la música: orfeón, club de la mandolina y cuarteto de cuerda. Su gusto por
las golosinas se limitaba a las galletas de avena. Y seguía fiel a la autodisciplina: no fumaba, no bebía, no
jugaba a las cartas, no iba al teatro, no leía las viñetas de los periódicos. Cuando invitaba a alguien a su
habitación, le ofrecía chocolate caliente: la variedad americana con leche. Su parquedad se haría
legendaria: se zurcía la ropa y las servilletas, se planchaba los pantalones poniéndolos debajo del
colchón, y se cosía él mismo los botones. Siguiendo el ejemplo y las enseñanzas de su padre, llevaba las
cuentas de cada penique que gastaba, apuntaba hasta los dos centavos de los sellos que utilizaba para
escribir a su casa y los cinco centavos que le costaban las gaseosas con las que obsequiaba a sus amigas.
Durante el verano del segundo curso viajó a Inglaterra y allí en Londres fue a ver sus primeras obras de
teatro: Los dos caballeros de Verona, El sueño de una noche de verano, y -¡desenfreno cómico!- La tía
de Carlos. «Nunca habría hecho una cosa así en casa - decia en una carta a su madre--pero en Londres
nadie me conoce y, al fin y al cabo, era una ocasión de conocer a Shakespeare» ... y a Brandon Thomas.
Incluso cuando conoció a la joven de sus sueños, tuvo miedo de ser demasiado atrevido y hacerle
proposiciones. La señorita en cuestión era Abby Aldrich, hija de un senador de Estados Unidos, un
hombre hecho a sí mismo, rico en favores recibidos de acaudalados hombres de negocios e indulgente
con sus hijos como nunca lo había sido John D. Abby era atractiva y enseguida supo que el joven
Rockefeller era el hombre que deseaba. Las costumbres de la época y el ambiente exigían que esperara
a que el muchacho tomara la iniciativa, pero aquel joven tímido carecía de temple. Así que Abby se
dispuso a esperar, mientras Junior no acababa de decidirse nunca. Pasaron más de cuatro años en
barbecho. Hasta que Junior no reunió el valor necesario para preguntar a su madre qué opinaba de la
señorita Aldrich, Cettie no se dio cuenta de las vacilaciones de su hijo y no pudo decirle que siguiera
adelante. Sólo entonces se decidió el joven a pedir la mano de la chica. Primero, por supuesto, al padre
de Abby, informándole concienzudamente de sus perspectivas financieras. El senador Aldrich, que debió
pensar que el chico no tenía remedio, no tuvo paciencia para permanecer sentado ante la evidencia y
aseguró a Junior que todo lo que como padre deseaba era la felicidad de su hija. El padre de la novia, el
senador Aldrich celebró el tipo de boda que los ricos ofrecen a sus amigos ricos. No se escatimó de nada,
ni de comida ni de bebida. No tuvo la modestia ni la sobriedad que John D. y mamá Cettie consideraban
apropiadas. No importaba. Los RockefelIer hicieron las concesiones necesarias (siempre se habían
negado a asistir a las fiestas en las que se servían licores) y quizá ellos también disfrutaran de su ratito
de desenfreno. Al fin y al cabo, no ve uno todos los días casarse al propio hijo y heredero, ni se figura la
perspectiva de unos pequeños Rockefeller por venir. Y, en efecto, no tardaron en venir; la primera en
llegar en 1903 fue Abby (llamada Babs para distinguirla de su madre), y tras ella vinieron John D. III
(1906), Nelson (1908), Laurance (1910), Winthrop (1912), y David (1915). Cinco chicos y una niña. Junior
no tenía el mismo gusto por los negocios que su padre; a los treinta y seis años se había apartado de
muchas de sus obligaciones en Standard Dil y sus empresas asociadas para sumar sus esfuerzos a la
labor filantrópica de la familia. En 1915 le ofrecieron la oportunidad de comprar las mejores porcelanas
chinas de la colección reunida por J. P. Morgan, recientemente fallecido. Su coste: más de un millón de
dólares (casi veinte de los de hoy). Aunque no tenía nada de pobre, Junior no tenía ni mucho menos esa
cantidad en efectivo, así que escribió a su padre para pedirle un préstamo. John D. rechazó su petición
con frialdad. Pero Junior pasaba ya de los cuarenta y pensó que tenía derecho a un poco más de
consideración por parte de un padre cariñoso para el que un millón de dólares no era más que calderilla.
Así pues, escribió otra carta a John D. subrayando la aplicación y la reflexión que comportaba aquel
aparente exceso: «Nunca he derrochado dinero en caballos, yates, automóviles ni cualquier otra
absurda extravagancia. Mi único entretenimiento es la afición que siento por estas porcelanas, lo único
en lo que he gastado dinero. He encontrado en su estudio una distracción y un consuelo enorme, y les
he cogido gran cariño. Esta afición, aunque cara, es discreta y poco ostentosa, y desde luego nada
sensacionalista”. o En esta ocasión John D. no sólo se ablandó, sino que se ofreció a darle como regalo el
precio de la colección. Junior estaba abrumado. Contestó diciendo: «Soy plenamente consciente de que
no soy digno en absoluto de tanta generosidad por tu parte. Nada de lo que he hecho o pueda hacer me
haría digno de ella». Aquel contratiempo sirvió a John D. como recordatorio de que debía empezar a
pensar en lo que iba a hacer con su fortuna. Junior poseía en 1917 un capital neto de unos veinte
millones de dólares, una suma nada despreciable, aunque el rédito que producía era pequeño. Su salario
y sus honorarios ascendían en conjunto a unos pocos cientos de miles, una fortuna para los comunes
mortales, pero apenas suficiente para cubrir los costes de la buena vida, aunque siempre metódica, de
los Rockefeller.

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