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Lo racional y lo razonable

Fernando Savater

Hace pocos meses, el premio Nobel James Watson causó


justificado escándalo y repudio al dudar de la utilidad de la
ayuda económica al desarrollo africano, dada la inferioridad
intelectual de los negros cuya evidencia basaba en pruebas tan
fehacientes como ésta: "Todo el que ha tenido un criado negro
se da cuenta de que son intelectualmente inferiores". Omitía
mencionar el aspecto más interesante del asunto, la opinión
moral sobre los blancos que podría generalizar el criado en
cuestión después de conocer al amo Watson.

La mayoría de quienes han criticado a Watson (quien por cierto


ya en su viejo libro La doble hélice había demostrado
suficientemente que se puede ser notable en ciencia
experimental y a la vez un arribista y un bribón sin escrúpulos)
le reprochan lo vago de la noción de "inteligencia" que maneja
y la inexactitud de sus datos sobre la capacidad mental de los
africanos, ignorando hábitos culturales y antropológicos,
etcétera. Pero queda flotando en el éter de los sobrentendidos
la posibilidad a contrario de que, si la inteligencia fuese
mensurable con rigor y si se demostrase que los negros son
estadísticamente menos capaces de ella que otras etnias,
estaría justificado no derrochar nuestra solidaridad en ayuda
de su imposible desarrollo. Sostener lo contrario, al parecer,
sería alinearse con posiciones religiosas y prejuicios
espiritualistas indignos de nuestra época ilustrada. Por el
contrario, opino que el caso Watson es una buena muestra de
la incapacidad del conocimiento científico para sustentar
suficientemente ni mucho menos sustituir al razonamiento
moral. A mi juicio, Watson no peca de mal corazón sino de
racionalidad insuficiente. Al fin y al cabo, se puede ser imbécil
en muchos terrenos distintos y quien lo es en moral no merece
menos el calificativo que quien lo es en física o matemáticas.
Cierta tendencia cientifista -que no científica- contemporánea
aspira a relativizar todas aquellas apreciaciones éticas que no
pueden ser sustantivadas en fundamentos biológicos o
neurológicos de nuestra especie. Incluso en ciertos casos,
algunos epígonos poco perspicaces de la psicología evolutiva
tratan de convencernos de lo inútil que es la indignación moral
(o incluso, lo que es peor, la educación) frente a prácticas
seculares como la violación o la agresividad contra el extraño,
puesto que fueron estrategias útiles a la especie adquiridas
definitivamente en los difíciles y largos eones de la Edad de
Piedra. Según bastantes de ellos, sólo los curas y los
predicadores de toda laya se empeñan en agitar el espantajo
de los prejuicios éticos frente al arrollador avance de la
tecnociencia, cuyos logros por lo visto no pueden someterse
sino al enérgico baremo olímpico de "siempre más alto,
siempre más rápido, siempre más fuerte". Incluso un
observador tan agudo como Arcadi Espada despacha a
Michael Sandel -empeñado en un uso público de la filosofía
para debatir cuestiones morales contemporáneas y del que
acaba de traducirse Contra la perfección (ed. Marbot), sobre la
ingeniería genética- con el mote derogatorio de "cura párroco".

Aquí como en otras ocasiones, vuelve a comprobarse que el


mayor peligro de las vanguardias es adelantarse tanto a su
propio bando que acaban pasándose al enemigo. Porque nada
contribuye tanto a reforzar la creciente marea oscurantista de
quienes sostienen que sin religión no puede haber moral como
descalificar cualquier reflexión ética por suponerla un
subproducto inconfeso de la mentalidad religiosa.
Precisamente lo que ofrecen los líderes religiosos de todas las
confesiones dogmáticas (secundados por políticos como
Clinton, Bush o Sarkozy, con su apología de la "trascendencia"
e incluso en cierto modo pensadores laicos como el último
Habermas) es la exclusividad moral del fundamento sagrado,
un suplemento de conciencia inencontrable ya en cualquier
otro espacio ideológico de nuestro mundo descorazonado. Se
da una coincidencia alarmante entre quienes propugnan una
"ley natural" de origen divino y quienes nos conminan a
resignarnos a una "ley natural" evolutiva, hoy interpretada y
prolongada por el despliegue científico. Por lo visto las diversas
"civilizaciones" representadas por creyentes en algún Absoluto
sobrehumano van finalmente a aliarse, sí, pero contra
nosotros, los incrédulos humanistas...

Desde luego, sería injusto culpar sin más a la ciencia de esta


deriva. Lo explicó muy bien hace más de setenta años Bertrand
Russell, poco sospechoso de clericalismo: "Los expertos
prácticos que emplean la técnica científica, y todavía más los
Gobiernos y grandes firmas que emplean a los expertos
prácticos, adquieren un espíritu muy diferente al del hombre de
ciencia: un espíritu lleno del sentido de un poder ilimitado, de
certeza arrogante y del placer de la manipulación hasta del
material humano. Este es el reverso del espíritu científico, pero
no puede negarse que la ciencia ha ayudado a desarollarlo"
(en Religión y ciencia). Los descubrimientos científicos de la
psicología evolutiva, la neurología o la antropología nos
ayudan sin lugar a dudas a mejorar nuestra comprensión de la
conducta humana y su motivación, pero no pueden
monopolizar ni mucho menos sustituir la reflexión propiamente
ética sobre valores e ideales. Lo que cuenta hoy para nosotros
al intentar responder a la pregunta "¿cómo vivir?" no es
rememorar con fatalismo las estrategias evolutivas que nos
ayudaron a sobrevivir en la Edad de Piedra sino precisar y
potenciar aquellas otras que nos permitieron salir de ella.

En dos palabras: es preciso no confundir lo racional con lo


razonable. Lo racional busca conocer las cosas para saber
como podemos arreglárnoslas mejor con ellas, mientras que lo
razonable intenta comunicarse con los sujetos para arbitrar
junto con ellos el mejor modo de convivir humanamente. Todo
lo racional es científico, pero la mayor parte de lo razonable ni
es ni puede serlo: no es lo mismo tratar con aquello que sólo
tiene propiedades que con quienes
tienen proyectos e intenciones. El discurso reflexivo de lo
razonable se basa en lo estricta y científicamente racional, pero
también en lo que aportan de razonable las tradiciones
religiosas, poéticas, filosóficas, jurídicas, políticas, estéticas,
etcétera. Sólo los bárbaros, es decir los profetas integristas,
pretenden darlas por nulas y no avenidas en nombre de alguna
verdad incontrovertible y aplastante, revelada por Dios o por la
ciencia. Y ese discurso razonable, por el que abogaron John
Rawls y el mejor Habermas entre tantos otros, sigue siendo
hoy en la era posmoderna más imprescindible que nunca para
valorar las nuevas realidades de la genética, de la tecnología,
de la sociedad de la hiperinformación, así como las más
recientes demandas sociales y los derechos individuales hasta
ahora inéditos. Una lengua razonable colectivamente
necesaria para apreciar, comprender y sobre todo para orientar
la actitud institucional ante esos sugestivos desconciertos.

Todo menos dejarnos ofuscar por el despistado James Watson


y sus semejantes, porque ya nos previene Ramón Eder de que
"hay científicos tan distraídos que no recuerdan ni dónde han
dejado la ética" (Ironías).

* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 7 de


febrero de 2008, El País.

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