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El Pensamiento y La Obra de Leopardi PDF
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Es (como
quería Deleuze) un pensamiento impuesto y trabajoso, un pensamiento provocado por un
impedimento o cierta frustración: por la sensación de que la realidad en gran medida nos
rehuye. A los diecinueve años escribe en una carta a Giordani: “La otra cosa que me hace
infeliz es el pensamiento. Creo que usted sabe (aunque espero que no lo haya
experimentado) hasta qué punto el pensamiento puede perturbar y martirizar a una
persona […] cuando se apodera de ella [...] A mí el pensamiento por muchísimo tiempo
me ha dado y me da tales tormentos por el simple hecho de que siempre me ha tenido y
me tiene en poder suyo (y le repito, sin yo buscarlo), siéndome evidentemente dañino, y
terminará por matarme, si yo antes no cambio de condición”.
En última instancia el pensamiento de Leopardi es de índole moral: gira en torno a la
posibilidad de ser feliz. Y si resulta doloroso es porque brota de la experiencia negativa
de la vida, en la que está enraizado. Esta dependencia hace que también sea un
pensamiento a borbotones, ocasional e intermitente, una reflexión en los momentos en
que se relaja la tensión de lo vivido.
Aunque admire la voluntad de verdad de los sistemas filosóficos, Leopardi les reprocha
su carácter cerrado, que los aleja del fluir de la experiencia, pues corren el peligro (dice)
de que “las cosas sirvan al sistema y no el sistema a las cosas, como debe de ser”.
Tampoco se inclina demasiado por el aforismo. Sólo lo cultivó al final de su vida en los
Pensamientos. El aforismo es fragmentario, abierto, pero no refleja la sucesión de la
experiencia. Más bien la condensa en su aislamiento. Friedrich Schlegel comparaba el
aforismo a un erizo encerrado en sí mismo y Blanchot a los islotes de un archipiélago o a
los astros de una constelación. Leopardi escribió sus pensamientos estrictamente
aforísticos en papeletas sueltas. Los aforismos respetan el carácter abierto de la
experiencia en la libertad que el lector tiene para relacionarlos. Pero en esa misma
indiferencia de su orden los aforismos presentan la experiencia impersonalmente: el
blanco que los separa hace abstracción del tiempo y el espacio de quien los escribió. Por
eso los aforismos se prestan sobre todo al consejo o la sugerencia moral: a que el lector
los rumíe o saque sus propias consecuencias según su particular manera de leerlos, como
propugnaba Nietzsche. Es significativo que, para el proyecto inacabado de una colección
de pensamientos acerca del comportamiento de los hombres en sociedad, además de
escribirlos directamente, Leopardi se viera obligado a deformar textos previos de su
escritura habitual: a recortarlos y aislarlos.
Pues, lo mismo que Juan de Mairena (quien piensa que la verdad no es igual si la dice
Agamenón o su porquero), Leopardi nos presenta su amarga verdad ejemplarmente:
encarnada en el esfuerzo de su propia reflexión en soledad. “Llegué a creer que mis voces
lastimeras, por corresponder a los males de todos, serían repetidas en su corazón por
quienquiera que las escuchase”, afirma en el “Diálogo entre Tristán y un amigo”. Y en
los “Dichos memorables de Filippo Ottonieri”: “No es cierto que a los lectores les
importe poco lo que los escritores dicen de sí mismos: en primer lugar porque todo lo que
el escritor mismo piensa y siente de verdad y expresa de modo natural y conveniente
genera atención y surte efecto. Y, además, porque no hay mejor modo de representar o
discurrir con mayor verdad y eficacia acerca de los asuntos ajenos que hablando de los
propios, ya que todos los hombres se parecen”.
Lo peculiar de la escritura filosófica de Leopardi es que el blanco entre sus fragmentos
refleja el carácter personal y ocasional de su pensar. Dicha escritura no es, por tanto,
básicamente una colección de fragmentos aislados, sino que constituye ante todo un
diario: el Zibaldone. En general, Leopardi no busca persuadir con la apertura sugerente
del fragmento aforístico. Al contrario, por medio del fragmento diarístico nos invita a que
lo observemos en el ejercicio de su pensamiento, nos invita a acompañarlo a través del
tiempo y en el tiempo en su búsqueda de una verdad siempre aplazada.
Kierkegaard afirma que, en su inacabamiento, este tipo de fragmentos vienen a ser
papeles dirigidos a nosotros póstumamente. Pues, al quedar suspensa cada anotación del
diario filosófico, se nos invita a participar: se nos lega a través del tiempo la idea
interrumpida para que nosotros también la sigamos pensando. Y, además, la fecha (a
veces complementada con la mención del lugar) nos transporta imaginariamente a la
escena del pensamiento, cuya humildad cotidiana contrasta con la elevación de la idea.
Como señala Ortega y Gasset, la génesis de la idea en una situación ordinaria pone de
manifiesto el arraigo del pensamiento en la vida. Dice Ortega: “Devolvamos a nuestros
pensamientos el fondo en que nacieron […] Así lo hicieron los hombres mejores: no se
olvida Descartes de contarnos que su nuevo método reformador de la ciencia universal le
ocurrió una tarde en el cuarto-estufa de una casa germánica, y Platón, al descubrirnos en
el Fedro la ciencia del amor, que es la ciencia de la ciencia, cuida de presentarnos a
Sócrates y su amigo dialogando en una siesta canicular, al margen del Ilisos, bajo el
frescor de un alto plátano […] en tanto que sobre sus cabezas las cigarras […] vertían su
rumor”. Y, en el caso de Leopardi, leyendo el Zibaldone nos enteramos de que algunas de
sus observaciones más profundas en torno al placer y los griegos se le ocurrieron a lo
mejor oyendo las voces desentonadas de las beatas en la procesión de la Virgen de
Agosto por las calles del pueblo o mientras el granizo de una tormenta de verano cubría
el tejado de enfrente.
A diferencia de lo que sucede con las colecciones de aforismos, el blanco espacia las
entradas fragmentarias del diario filosófico de Leopardi sucesivamente, como lo indican
sus fechas. Este blanco responde a las pausas del pensamiento entre cada cese
momentáneo y cada nueva reanudación (por eso estas anotaciones son más largas y están
más desarrolladas que los simples aforismos). La regularidad del calendario implícito en
el diario pone de relieve la irregularidad de la reflexión y su escritura, que, a impulsos de
los apremios de la vida, resulta discontinua e impredecible y expande o contrae sin
medida fija el tiempo computable del calendario.
En el Zibaldone los blancos marcan los quiebros, los puntos de inflexión mediante los
cuales la libre deriva del pensamiento se acomoda en el tiempo. Estos blancos ni unen las
anotaciones imponiéndoles la coherencia de una férrea lógica, ni las aíslan del todo
abstrayéndolas de la experiencia inmediata. Más bien hacen posible pensar de otra
manera lo que quedó escrito e inacabado en la anotación anterior. Pues el pensamiento se
apodera obsesivamente de Leopardi: a rachas, en vaivenes, haciendo modular la prosa del
Zibaldone, donde las ideas, a medida de su interés o su dificultad, parecen flotar con la
flexibilidad de los temas o los motivos en una composición musical.
En 1920 Unamuno publica en la revista Nuevo Mundo un artículo acerca de la paradoja
de que Leopardi a veces comunicase a la opinión pública su manera de pensar mediante
el periodismo, del que abominaba. Y Unamuno cita a este propósito la carta de 1826 en
que el poeta declina la invitación de Vieusseux a colaborar con una columna de carácter
crítico en su revista Antología (cuya alta calidad intelectual, por otra parte, elogia). Las
publicaciones periódicas son “maestros y luz de la edad presente”, afirma con ironía
Leopardi, pero él se declara incompatible con ellas por dos razones: la rapidez, la
obligación de escribir a plazo fijo (teniendo en cuenta que el pensamiento auténtico
nunca es deliberado y se rige por una temporalidad diferente) y, en segundo lugar, su
propia condición de pensador solitario: “mis relaciones con los hombres y sus relaciones
recíprocas no me interesan para nada y, no interesándome, no los observo sino muy
superficialmente”, declara a Vieusseux. “Por el contrario estoy acostumbrado a
observarme sin cesar a mí mismo, es decir, al hombre en sí, e igualmente a observar sus
relaciones con el resto de la naturaleza, de los cuales ni en medio de mi soledad puedo
liberarme. Tenga en cuenta, por lo tanto, que mi filosofía (si con este nombre tiene usted
a bien honrarla) no es de las que se aprecian y son bien recibidas en este siglo”.
Como señala Unamuno, la paradoja estriba en que Leopardi recurrió ocasionalmente
al formato periodístico por idénticas razones a las suyas: para inquietar a sus
contemporáneos, para atacar su principal ídolo: la fácil seguridad y el falso optimismo
que el mismo periodismo les había inculcado. Esos “destinos excelsos” y “esa nueva
felicidad”, esas “suertes magníficas y progresivas” que a la humanidad le prometía el
“fétido orgullo” de los modernos gacetilleros, según denunciaba en el poema “La
retama”.
De este modo Leopardi se revela como una figura antimoderna, tal como la entiende
Compagnon: un tipo de intelectual difícil de encasillar por su ambigüedad; un intelectual
que no es reaccionario porque no se opone frontal e incondicionalmente a la modernidad,
sino que se relaciona con ella dialécticamente, la critica con conocimiento de causa y
matizadamente, llegando a adoptar muchos de sus postulados y procedimientos. O
también podría considerarse a Leopardi un contemporáneo “intempestivo”, como a la
zaga de Nietzsche, lo define Agamben: “Sólo es digno de llamarse contemporáneo quien
no se deja cegar por las luces del siglo y alcanza a distinguir en ellas la zona de sombra,
su íntima oscuridad”.
En las Operette morali (un título traducido al español como Opúsculos morales y
también como Diálogos) Leopardi, igual que otros escritores de su tiempo como Larra o
Kierkegaard (o Goya con sus Caprichos en las artes plásticas) aprovecha la ligereza y la
amenidad de la forma breve para seducir a un público más amplio y combatir la
superficialidad y el simplismo de los periodistas con sus propias armas. La incisividad y
capacidad de condensación de la forma breve lo ayudaron a corroer el falso optimismo
reinante con las amargas reflexiones fruto de su marginación intelectual, de su soledad
moral, como lo demuestra el hecho de que, hasta avanzado el siglo XX, estos opúsculos,
a pesar de su carácter excepcional dentro del conjunto de su obra, fueran, junto a un
puñado de sus mejores poesías, las páginas más populares e influyentes de Leopardi, así
como las más temidas.
No cabe un gesto más irónico que desacreditar las opiniones propugnadas por la prensa
mediante prosas breves de corte periodístico. Los Opúsculos morales están empapados de
ironía: en uno de ellos Filippo Ottonieri, un heterónimo de Leopardi, se declara
fundamentalmente socrático (otro rasgo más en común con Kierkegaard). Por eso en
estas prosas predomina el diálogo, pues hay que subrayar que en ningún caso el autor
pretende imponer su opinión impopular. Más bien la sugiere paulatinamente entre líneas,
por medio de lo que él denomina un “parlare dissimulato”: como un leve desacuerdo con
la voz que expone la opinión mayoritaria a la que, a la manera de Sócrates, finge dar la
razón para que termine desacreditándose por sí misma. En los Opúsculos morales la voz
de Leopardi no coincide nunca con la voz cantante de la argumentación, que resulta
satirizada por la ironía del tono hasta parecer impostada, inauténtica. Por eso abundan en
ellos las parodias: además de diálogos socráticos, hay allí heterónimos, falsas cartas y
falsas convocatorias de premios, falsas referencias bibliográficas (como en Borges),
fingidas traducciones de textos apócrifos, etc. Y también el viejo género retórico de la
palinodia en que Leopardi finge rectificar y arrepentirse de no compartir el optimismo
generalizado de su siglo para así ridiculizarlo con más fuerza. Además, por la palinodia
los Opúsculos comunican con uno de los Cantos: “La palinodia al marqués Gino
Capponi”, que fue traducida por Menéndez y Pelayo.
Igual que Erasmo y algunos humanistas seguidores suyos, en los Opúsculos morales
Leopardi rejuvenece el modelo de los diálogos satíricos de Luciano de Samosata. Y,
como tan a menudo sucede en él, resulta de una modernidad sorprendente al actualizar su
amada literatura grecolatina, explotándola a fondo. En una conferencia de 1938 Alberto
Savinio señala que la aplicación de la irreverencia lucianesca (“el dar al reverso de las
cosas la misma dignidad que a la fachada”, dice) permite leer los Opúsculos como una
obra típicamente vanguardista de los años 1920. En ellos los mitos clásicos son
actualizados lúdicamente, con travesura, como en Cal y canto de Alberti, por ejemplo:
Hércules y Atlante juegan al fútbol con la tierra, reducida a una pelota destripada; la luna
y la tierra dialogan igual que dos comadres del Lunario sentimental de Lugones. La
parodia relaja las diferencias genéricas de los textos dialogados y los miniaturiza,
yuxtaponiéndolos en la variedad de una suite, de un conjunto heterogéneo que Savinio
compara a una colección de minidramas, un poco a la manera del Pierrot lunaire de
Schönberg. Leopardi definía a sus Opúsculos morales como “un libro de sueños poéticos,
de invenciones y caprichos melancólicos” que expresan la infelicidad del autor. Y se
podrían también considerar una pequeña enciclopedia o un manual de su pensamiento.
Más aún, en “La palinodia al marqués Gino Capponi”, Leopardi, al enumerar los
adelantos de la revolución industrial sobre los que ironiza, da al poema un involuntario y
profético aire whitmaniano o futurista: llega a mencionar proezas de ingeniería como el
primer túnel bajo el Támesis. Los historiadores de la lengua utilizan este poema para
documentar la aparición en italiano de ciertas palabras de la modernidad decimonónica:
“ferrocarril”, “vals” vienés, “pila eléctrica” o la epidemia del “cólera”. En él Leopardi
incluso presenta alegóricamente a la felicidad pregonada por la “profunda” filosofía de
los periódicos con el cuello cubierto por una boa de peletería, como una dama elegante de
una ilustración del Blanco y negro. Por cierto, que en el opúsculo “Diálogo de la moda y
la muerte”, en fecha tan temprana como 1824 Leopardi detecta el estrecho parentesco
entre la moda y el efímero tiempo de la modernidad, parentesco en el que luego
profundizarán Baudelaire y Octavio Paz. Leopardi declara a la moda eficaz aliada de la
muerte, ya que genera incesantemente caducidad: cada nueva moda no sólo limita la
vigencia de la anterior a un instante, sino que además la “mata”: la declara inservible para
siempre.
Tanto la poesía como el pensamiento de Leopardi son de raíz sentimental: arrancan de
la emoción suscitada por una situación que puede explicarse con la ayuda de la noción
leibniziana de percepturitio. Según Leibniz el acceso de la conciencia a la realidad es
limitado: disminuye con la distancia, de igual modo que la luz ilumina menos a medida
que se aleja del foco. Pero la percepción, al perder nitidez por el borde del fondo, por el
horizonte, abre su propio campo: con su imprecisión deja entrever (y hasta permite
imaginar) la mayor riqueza de lo que se extiende más allá de sus límites: “lo ausente,
desconocido, futuro, remoto y oculto”.
En consonancia con su época, la inspiración de Leopardi es de carácter genial, siempre
que desechemos el lugar común de que el genio es un sujeto consentido, un privilegiado
con poderes especiales, y, en cambio, siguiendo a Kant, lo consideremos un sujeto
expuesto y sometido a la naturaleza, en peligro de ser aniquilado por una realidad que lo
excede soberanamente. En el poema “El infinito” encontramos los sentimientos
típicamente suscitados por lo sublime, es decir, por la radical desproporción entre la
inmensidad del mundo y la pequeñez humana: “el corazón se espanta”, “en esta
inmensidad se ahoga el pensar mío” y “el naufragar en este mar me es dulce”, escribe
Leopardi. Y en el oxímoron de este verso final se reconoce la ambigüedad de lo sublime:
pues para acceder a la riqueza de lo ilimitado hay que perderse, ser despojado de los
límites de la personalidad.
Lo peculiar de lo sublime leopardiano es que se manifiesta acústicamente, en una
inmensidad temporal, más que, como es habitual, visualmente, en una inmensidad
espacial. En el poema del mismo nombre el infinito inasequible a la mente se conjetura
como “sobrehumanos silencios” y “una calma profundísima”. Para Leopardi la extinción
del sonido expresa la desaparición de los seres en el tiempo, su caducidad al ser
absorbidos en el “silencio infinito” de la nada. Según Jankélévitch todo, hasta lo más
insignificante, se redime, cobra cierta eternidad gracias a la irreversibilidad del tiempo:
nada puede dejar de haber sido. Leopardi, en cambio, siente que todo, desde una humilde
fiesta pueblerina hasta la grandeza de un imperio, está condenado a perderse
irremisiblemente, sin dejar apenas rastro, en el silencio inmenso de la historia, igual que
un canto que se aleja en la noche. Así en los versos finales del poema “La noche del día
de fiesta” leemos:
Por la calle,
no lejos oigo el solitario canto
del artesano que, en la madrugada,
tras el solaz, vuelve a su hogar humilde;
y el corazón me oprime fieramente
el pensar que en el mundo todo pasa
sin dejar casi huella. Ya se ha ido
el día festivo y, al festivo, el día
común sucede, y va el tiempo llevándose
todo humano quehacer. De los antiguos
pueblos, ¿dónde está el eco? ¿Y el aliento
de los famosos próceres, el yugo
de aquella Roma, y el fragor de armas
que recorrió la tierra y el océano?
Todo es paz y silencio, el mundo todo
reposa, y nadie piensa ya en aquello.
En mi primera edad, cuando se espera
ansiosamente el día festivo, luego
que se acababa, yo, angustiado, en vela,
me agitaba en el lecho y, en la noche,
un canto que se oía en los caminos
y a lo lejos moría poco a poco,
ya igual que ahora el corazón me hería.
Las impresiones acústicas, en cambio, según Leopardi no necesitan realce, son más
incisivas, como los cantos de las muchachas que desde las casitas de la servidumbre le
llegaban a través de la plazuela:
Estas muchachas de pueblo tienen algo de inocentes sirenas, ya que con su canto
invitan a disfrutar el mundo, hasta ahora tan sólo entrevisto vagamente. Paolo Zellini
señala que las imágenes indefinidas están cargadas de afectividad porque sugieren lo
deseable por excelencia para Leopardi: la felicidad de gozar de la realidad al máximo.
Pero estas imágenes indefinidas también suscitan esperanza: parecen prometer la
satisfacción del infinito deseo que ellas mismas provocan. Pues, como señala Leopardi, la
plenitud del placer es algo que nunca se experimenta, tan sólo se imagina en el futuro por
medio del deseo.
La felicidad para Leopardi dura el breve tiempo en que la imagen ampara al
adolescente de las limitaciones de lo real, los años iniciales en que el joven inexperto se
hace todavía la ilusión de que el mundo va a ser tan placentero como él lo desea a partir
de la imagen. Por eso, antes de cumplir los veinte escribe: “El más sólido placer de esta
vida es el placer vano de las ilusiones”. Y también:
Pues a partir de este momento único y tan temprano la vida nunca vuelve a ser como
antes. Se queda sin alicientes, meta o razón de ser: al perder el protector encanto ficticio
que le prestaba la ilusión, el deseo se inhibe y el futuro es invadido por un pertinaz tedio
que se extiende hasta la vejez y la muerte. Leopardi compara al ocaso de la luna y la
desaparición de sus seductores misterios el desencanto, esa pérdida definitiva de la
esperanza: