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Sexualidad y género: nuevas perspectivas en el psicoanálisis contemporáneo

Publicado en la revista nº011 Autor: Dio Bleichmar, Emilce

 Tensiones entre el psicoanálisis y el feminismo: sus razones

 La función encubridora del mito: dominación y violencia

 El mito en la estructura téorica del psicoanálisis

 El Edipo o la exculpación del padre y la madre. La idealización del


padre

 El mito de la legalidad de la diferencia y la lógica fálica. La


estructura edípica según Lacan y el "pecado narcisista de la
madre"

 Deconstruyendo la legalidad fálica

 Propuestas relacionales que cuestionan al Edipo y la diferencia


sexual como fundamento del sujeto psíquico

 La constelación maternal

 El enfoque "Modular-Transformacional" y su descripción de los


múltiples sistemas motivacionales que intervienen en la
organización de la feminidad

Psicoanálisis y feminismo
En palabras de Celia Amorós (2000), la relación entre el feminismo y el
psicoanálisis ha sido, y sigue siendo, tensa y paradójica ya que si el feminismo
surge y se desarrolla denunciando el lugar de subordinación que la cultura ha
construido para la mujer, el psicoanálisis no es sino una de las instituciones de lo
simbólico que ha contribuido a situar las representaciones de la mujer en tanto
subordinadas. En este punto del diálogo la tensión es máxima: el feminismo
considera que las propuestas freudianas son esencialistas, que condenan la
feminidad al destino fijado por la anatomía, a ser considerada una desviación, una
reproducción o un déficit del patrón androcéntrico que opera como norma de
desarrollo. A su vez, el sector oficial del psicoanálisis sostiene que estos
cuestionamientos son irrelevantes por su carácter ideológico y los equiparan a
sesgos "culturalistas" y/o antifreudianos.
No obstante, y esto es lo paradójico, en términos epistemológicos la
coincidencia es máxima: tanto el psicoanálisis como el feminismo operan con
métodos deconstructivos, cuestionadores de la razón pura, analíticos, históricos,
formando parte del corpus del pensamiento crítico. De manera que el feminismo,
aun condenando el fuerte androcentrismo del psicoanálisis, reconoce que éste
ofrece una herramienta inigualable para la crítica y deconstrucción
del falologocentrismo.
¿Pero los psicoanalistas aplican una concepción deconstructiva al psicoanálisis
mismo? ¿Se realiza un psicoanálisis de la teoría psicoanalítica tratando de
identificar escisiones o sesgos, por otra parte inevitables? En ciencias sociales y
humanas la posibilidad de acercamiento a la verdad no se establece sólo por
comprobación y réplica, sino por confluencia de interpretaciones similares. ¿Qué
consecuencias tiene para el psicoanálisis que se deconstruyan, se confronten, se
pongan en relación sus hipótesis y propuestas con otros órdenes del saber?
En torno al tema que nos ocupa -la identidad femenina, la sexualidad femenina
y las experiencias y categorías de la mujer-, en un siglo de psicoanálisis muchos
desarrollos y reformulaciones han tenido lugar. No obstante, la información que
circula en medios feministas, y sus críticas, se basan en las corrientes dominantes
del saber psicoanalítico freudolacaniano, lo que no se corresponde con la cantidad
y profusión de datos y múltiples propuestas alternativas existentes en la literatura
psicoanalítica sobre estas cuestiones (Stoller, 1968,1976; Kleeman,1976;
Person,1974,1983; Blum,1976; Lester,1976; Abelin,1980; Formanek,1982;
Wagonfeld,1982; Berenstein,1983; Olensker,1984; Dio Bleichmar,1985; Alpert y
Spencer,1986; Benjamin,1986; Galenson,1988,1989; Montgomery y Greif,1989;
Parens,1990; Lax,1977,1992; Tyson,1982,1986,1989,1990; Fast,1990, 1994;
Glocer Fiorini, 20; Golberg, 2001).
¿Por qué este desconocimiento de las nuevas propuestas en el campo
psicoanalítico? No llegan a adquirir poder suficiente como para que las
instituciones de lo simbólico le otorguen reconocimiento. El androcentrismo en
psicoanálisis no puede dejar de tomar como eje la construcción de la diferencia,
construcción que transforma la diferencia en desigualdad, ya sea en lo que
Freud creyó descubrir -"Las Consecuencias Psíquicas de la Diferencia
Anatómica" - cuando, en realidad, lo estaba poniendo de relieve; o en Lacan, que
propone un orden simbólico como instituyente del sujeto, pero que aparta a la
mujer del orden de la palabra para condenarla a no enterarse ni de su goce.
Un recurso utilizado por el feminismo para obtener reconocimiento e imponer
otro orden, es hacer visibles las especificidades femeninas: sus órganos, sus
placeres, sus experiencias, su capacidad para valerse entre mujeres y reivindicar
que, “ya que somos diferentes, hagamos de la diferencia un valor”, a la manera de
las reivindicaciones de raza -black is beauty. La vagina, la maternidad o las
relaciones exclusivas entre mujeres serían suficientes para el establecimiento de
una valorización de la feminidad.
Esta línea de pensamiento conocida como feminismo de la diferencia, tiene su
correlato en muchos trabajos de psicoanalistas de distintas épocas y latitudes que
sostienen diversas formulaciones sobre la feminidad primaria basadas en el
conocimiento innato de la vagina, de las diferencias sexuales y de las excitaciones
vaginales (M. Klein,1932; Jones,1922,1935; Eissler,1939; Kestenberg,1956;
Chehrazi, 1986; Mendell,1988); de la autonomía del goce femenino: "los labios
(vulva) que se besan a sí mismos" (Irigaray, 1977); la oposición entre una
feminidad de adentro, originaria, basada en las excitaciones sexuales tempranas
trasmitidas por la proximidad entre el ano y la vagina -la supuesta transferencia de
sensaciones del pasaje del escíbalo por el conducto anal a la vagina-, y otra
femenidad, posterior y externa, "feminidad fálica" del deseo de un pene
(André,1986). Todas y cada una de estas formulaciones, aun proviniendo de
distintas orientaciones del psicoanálisis descansan en el presupuesto
metodológico y conceptual del cuerpo como emanando un significado que se
inscribe secundariamente en la mente inconsciente.
Es importante recalcar que las tesis que han querido sostener una feminidad
primaria, si bien tan opuestas a la teoría freudiana de la masculinidad del clítoris,
de la naturaleza masculina de las excitaciones tempranas de la niña, o sea del
carácter fálico de la sexualidad de la niña, comparten una misma concepción de la
sexualidad: la comprensión esencialista del cuerpo y de la sexualidad humana
natural como categorías independientes de las relaciones simbólicas que las
instituyen y reorganizan.
No obstante, estas propuestas no han logrado incorporarse a la mainstream del
psicoanálisis, si bien ponen de relieve aspectos importantes de la sexualidad
femenina, de la feminidad, y de las experiencias y categorías de la mujer. Así
como tampoco las propuestas sobre el género han podido conmover el edificio
central aunque cuestionan la primacía e identidad del psicoanálisis forjado en
torno a la hegemonía de la sexualidad en la constitución del sujeto psíquico.
Otra de las razones de las tensas y paradójicas relaciones entre feminismo y
psicoanálisis es de orden epistemológico. Si bien en ambos casos se trata de
teorías críticas, el psicoanálisis realiza el camino inverso a la propuesta de Kate
Millet (1995) "lo personal es político" -todo aquello que aparentemente es sólo
individual, de la vida cotidiana, está marcado por el orden cultural y social.
Parafraseando el lema, éste quedaría transformado en "lo político es personal" -
todo aquello que es social, universal, al mismo tiempo es asumido por un sujeto
que, en su apropiación individual, lo subjetiva, marcándolo con la historia de sus
avatares intersubjetivos y sus pulsiones. El objetivo de la indagación psicoanalítica
es, precisamente, el de urgar en las motivaciones personales, individuales, que
conducen a una persona a considerar o tratar a otra de determinada manera, a
posicionarse en el seno de las relaciones intersubjetivas. Para el psicoanálisis,
cualquier relación puede ser una relación de dominación, que tiene sus raíces en
la identificación con figuras de poder del entorno familiar, en situaciones de
humillación infantil que se disparan ante el gatillo del riesgo mínimo de su
reproducción en la vida adulta, en rivalidades que crecieron en la infancia sin límite
ni control, y un sinnúmero de otras situaciones posibles.
De manera que el intento que realiza el feminismo de hacer visible el carácter
contractual de las relaciones sexuales, desmitificando el presunto enclave
naturalista y privado de las mismas, queda matizado cuando exploramos la vida
personal. Un hombre machista que somete a su mujer, a su vez, puede haber sido
un niño castigado ferozmente. Esto, por supuesto, no justifica su violencia adulta,
pero si lo que perseguimos es el cambio psicológico necesitamos comprender
dicha conducta en el contexto de su propia experiencia, para luego articularla con
la organización de su identidad masculina que le legitima dicha violencia. A su vez,
la violencia no tiene una única fuente y es el resultado de conflictos muy diversos.
Ello exige buscar, comprender sus causas, el porqué este hombre en particular y
no su hermano, criado por el mismo padre sanguinario, a la hora de reaccionar lo
hace con violencia. Articulación compleja entre el orden cultural y social, por un
lado, y las experiencias individuales, las peculiaridades de la biografía de cada
sujeto, por el otro.
En las últimas décadas, se ha operado un cambio de paradigma en la
concepción de la psique humana -en la cual nos detendremos en la última parte
de nuestra exposición- que puede contribuir a una desmitificación del valor
atribuido a la diferencia sexual como la condición determinante para el
establecimiento del sujeto psíquico. Cambio de paradigma que ubica a la
diferencia sexual o la sexuación como uno entre los tantos componentes que dan
acceso a la categoría de sujeto. Por tanto, componente de indudable peso pero no
el único ni el esencial.
Asistimos, así, a la feliz convergencia entre un cambio de paradigma en el
psicoanálisis que no reduce la organización del psiquismo, ni la construcción del
sujeto psíquico, a la sexualidad (Stern,1985; Lichtenberg,1989; Pine,1990;
Bleichmar, H.,1997; Westen,1997; Sandler y Sandler,1998) y un número creciente
de mujeres psicoanalistas (Benjamin,1988;1991;1997; Chodorow,1989,1992;
Lloyd Mayer, 1992, 1995; Young-Bruehl,1996) que, funcionando en espacios
extramuros del establishment psicoanalítico, van encontrando suficiente respaldo
relacional y emocional para hacer visible la dominación implícita en la
generalizada heterodesignación que impera sobre la mujer en todas las
concepciones psicológicas, y en la engañosa neutralidad de la teorías vigentes.
Van siendo capaces de formular significados que contribuyan a normativizar las
relaciones entre los sexos, en la dirección propuesta por Jessica Benjamin: sujetos
iguales, objetos de amor (1997).
En trabajos anteriores he realizado una revisión de la obra de Freud aplicando
la hermenéutica psicoanalítica para el examen de la teoría sobre la sexualidad
femenina (Dio Bleichmar,1997). En este retomaré estas ideas para realizar un
examen -condensado por la naturaleza de esta exposición- de algunas propuestas
psicoanalíticas, que han adquirido el estatuto de verdaderos mitos modernos,
como son el complejo de Edipo y la estructura edípica (hecho que ha sido puesto
de relieve con anterioridad, Laplanche,1988, 1996; Schneider, 1991), haciendo
especial hincapié en la crítica a un principio aceptado sin discusión: el de la
complementariedad genérica, pero desigual, que instituye y sitúa siempre al
hombre como sujeto y a la mujer como objeto.
También, deseo reseñar someramente algunos avances de la investigación
psicoanalítica que ponen de relieve que el sentido del sí mismo y del otro
evolucionan a través de que mentes separadas puedan compartir
sentimientos e intenciones en un proceso de reconocimiento mutuo. Este
reconocimiento puede establecerse en el seno de la díada madre/hijo, de la
díada padre/hija, o en cualquier relación asimétrica como es la relación
terapeuta/paciente, pero siempre y cuando no se falsifiquen las necesidades
del otro por medio de construcciones o de representaciones que justifiquen
y oculten la dominación.
La función encubridora del mito
Robert Graves (1959), pone de relieve la doble función que cumple el mito: por
un lado, un intento de respuesta a los enigmas de la vida y, por otro, el
ocultamiento de la violencia para la justificación de algún sistema social. También
subraya su poder, poder que pasa a formar parte de la misma definición de
mito: "Ficción alegórica, la cual, tiene una fuerza creadora e incluso mágica en que
queda impregnado el pueblo que lo crea, rigiendo su vida y su conducta" (p. 5).
En cuanto al psicoanálisis, ha considerado que el ser humano crea mitos de la
misma manera que el soñante crea sus símbolos. Mitos y símbolos harían la carga
de la realidad más liviana, o las ideas más atractivas o aceptables; mitos y
símbolos son elementos esenciales de la vida mental. Si bien considera que
constituyen una suerte de disfraz que oculta la realidad, no obstante, la realidad de
que se trata no es supranatural, más allá de la naturaleza o responsabilidad
humana, sino la realidad del inconsciente individual o universal y, como Freud
planteó, la fuente primaria de nuestras motivaciones.
Por tanto, haciendo equivalente el mito -producto colectivo y anónimo en su
contenido- a las fantasías individuales en las que aflora la verdad del inconsciente,
en el seno del psicoanálisis se ha operado una suerte de veneración por lo que el
mito expresaría y pondría al descubierto. No obstante, la otra función, la que
corresponde al encubrimiento y justificación del poder no ha merecido igual
atención. De ahí que en vez de tomarse el mito de Edipo para psicoanalizar
su carácter de disfraz y ocultamiento de otra realidad se lo haya elevado al
estatuto teórico de dispositivo conceptual que daría cuenta de esa realidad.
Retomando a Graves, éste insiste en que las distintas versiones del mito
constituyen remodelaciones de la narración pero siempre manteniendo
como regla un disfraz político de la violencia: un traidor y usurpador será
representado como un heredero del trono injustamente destronado, que mata a un
dragón destructivo y, después de conquistar a la hija del rey, obtiene el poder
legítimamente. Aún los mitos de los orígenes se alteran: la creación del hombre a
partir del barro por Prometeo es una sustitución de la versión del origen por
incubación del huevo por la diosa-paloma Eurinome, narración común a pueblos
como los del antiguo Mediterráneo o los de la Polinesia, donde la diosa se llama
Tangaroa. Como muestra la historia de los cultos y religiones, todas las versiones
de la creación han eliminado el carácter doble del engendramiento para centrarlo
sólo en el padre y en el hombre-Dios creó al varón y de éste surgió la mujer.
Green (1991) subraya que la narrativa exige un sujeto, no en términos del
narrador sino del proceso de "heroización", y que, en todo caso, el narrador está
inconscientemente enmascarado en la figura del héroe. Coincide de esta manera
con Graves en que la construcción del héroe dramatiza una lucha entre el
personaje principal y sus oponentes, quien tiene que pelear contra fuerzas
poderosas, elementos de la naturaleza, bestias míticas, luchas con rivales en
distintas contiendas y calvarios. Muchos de estos episodios son entendidos como
desplazamientos de la lucha con el padre y propone una reinterpretación de los
personajes de la contienda haciendo intervenir a la figura materna. El héroe-hijo/a
pugnaría contra una doble atadura: el apego proveniente de la madre que trata de
mantener al hijo/a en tanto dependiente, y el apego del hijo/a hacia la madre para
perpetuar su deseo de dependencia. La dramatización de la lucha requiere que la
madre sea representada como mala, seductora, omnipotente, destructiva,
devoradora.
Aun a riesgo de redundar, tanto en la versión freudiana como en la
postfreudiana francesa (Lacan, Laplanche, Green), el mito es considerado como
expresando y revelando una supuesta verdad del inconsciente. No se interpela al
mito mismo en su carácter de encubrimiento, mascarada de una relación de poder
y violencia que contribuya a diluir. Numerosos autores del campo psicoanalítico
han señalado repetidas veces la dimensión filicida de Layo y Yocasta (Van der
Sterren, 1952; Devereux, 1953, 1966; Ravscosky, 1968, 1972; Atkins, 1970;
Bross, 1991; Munder Ross, 1991; Babatzanis y Babatzanis, 1991), pero es sólo
recientemente que el adulto es tenido en cuenta en la transmisión generacional del
drama entre padres e hijos, ante el apabullante cúmulo de datos provenientes de
investigaciones y hallazgos en el desarrollo temprano y en los efectos de las
situaciones traumáticas.
¿Qué verdad a medias hace su aparición, ahora, en las teorías que sitúan el
origen de la patología en la madre quien retendría, pervertiría o psicotizaría,
repitiéndose hasta la saciedad la fórmula de la madre fálica? ¿Qué se oculta del
papel desempeñado por el padre en la patología?
El Edipo o la exculpación del padre y la madre
¿Qué se encubre en la teoría que toma a Edipo como ilustración del
reconocimiento de la diferencia de sexos? La rivalidad y dificultad de ceder el
poder por parte del padre, los deseos filicidas del mismo y la ausencia de
autoridad y poder de la madre sobre su producto. Caerá sobre el niño la
culpabilidad y el destino de cometer incesto y parricidio. No sólo queda escindida y
encubierta la violencia del adulto, la dificultad del padre para velar por la vida del
niño sino que Edipo, en realidad, muestra el destino atroz del trauma infantil, las
consecuencias del abandono y la orfandad y la trasmisión intergeneracional del
trauma. Edipo no era un niño normal y corriente sino alguien que sufrió la
violencia parental. Por ello, si Edipo no es un buen representante de todo
niño, tampoco lo es de la niña. Freud se opuso a situar un mito equivalente -las
propuestas sobre Electra no prosperaron- ya que consideraba que la niña era un
varoncito que deberá deponer su supuesto falicismo anatómico para hacerse
mujer.
Si examinamos la obra de Sófocles, Electra no consuma el incesto con su
padre; en realidad, no tiene vida sexual, su existencia es descrita como "a la
espera". Electra no es desterrada ni aparece como peligrosa como pueden ser
Edipo o Hamlet. No mata a su madre, aunque pueda albergar el deseo; su
participación final es débil y humillante. ¿Electra tiene algún valor como modelo
para describir el vínculo erótico y los conflictos de la niña?, se pregunta Doris
Bernstein (1991). Los elementos del mito no parecen otorgarle el papel de
representante de la niña normal: padre ausente, hermana muerta, hermano
desterrado, queda con su madre quien detenta todo el poder. ¿Cuáles podrían ser
los sentimientos de una hija cuyo padre ha matado a su hermana Ifigenia, está
lejos luchando por liberar a otra mujer -Helena-, vuelve triunfante con su trofeo
troyano -su amante Casandra-, y es indiferente a la persona de su hija?
Agamenón, prototipo del padre ausente, deja a Electra sola con su madre. En la
obra de Sófocles escuchamos interminables acusaciones a la madre por su
incapacidad de ser una madre, quien se halla ocupada con su propia sexualidad y
sus otros hijos. La situación de Electra es de indefensión y soledad, toda
gratificación con alguno de los padres se halla ausente y la identificación con los
mismos problemática. A través de la obra, abunda el odio, la condena y la
devaluación de la madre y una sorprendente idealización del padre, haga lo que
haga. Los dramas griegos aparecen plenos de conversaciones sobre el pasado y
el futuro con los espiritus del muerto; sin embargo, a lo largo de la obra no aparece
una sola frase entre Electra y su padre, ni tampoco con su padrastro Egisto.
Existen claras diferencias de destino entre Edipo y Electra. Edipo cumple sus
supuestos deseos inconscientes después de matar a su padre, vive en el lujoso
palacio, reina, y es luego de un tiempo que aparecen los remordimientos, la culpa
y la ansiedad. La muerte de la madre no acarrea a Electra más que renuncia
sexual y autoflagelación. Llora yaciendo en cama y el duelo parece endulzarse con
lágrimas imparables. Este tema, la erotización del sufrimiento y el dolor, es una
característica frecuente encontrada en la psicología femenina y considerada, por
Freud y Deutsch (1944), parte del desarrollo normal de la niña.
Lo más remarcable de la historia es la bruta idealización de Agamenón, aunque
su figura de padre tiene poco para ser admirada: inicialmente seduce a
Clytemnestra mientras ella estaba criando un bebé, luego sacrifica a su hija
Ifigenia por burdos motivos militares, abandona a su familia y es un conocido
mujeriego. ¿Dónde se hallan descritas la rabia, el dolor, el maltrato, la indignación
hacia tanta negligencia, abandono, indiferencia, desprotección y ausencia afectiva
de este padre? No hay la menor traza en las distintas versiones de Electra que
otorgue base alguna para su idolatría del padre -ni una pizca de devoción, juego,
atención o interés por la niña. Ella desecha lo que dice su madre sobre
Agamenón, su permanente ausencia, vida sexual promiscua, la disposición para
matar a su hija y cumplir sus propósitos. Electra mantiene una imagen idealizada
de un noble y puro guerrero que lucha por honor.
Este padre ausente podría ser no obstante, en cualquier narrativa, un Rey
apropiado que restituyera a Electra su lugar de princesa. La figura de la princesa,
tan frecuente en la mitología, los cuentos de hadas y la vida corriente contiene
esta imagen del padre con quien la niña mantiene una relación afectiva, de
idealización desexualizada, de quien recibe estatus en la familia. Obtiene cierto
grado de autoridad y poder en la vida del hogar por participar del poder del Rey.
Electra, frustrada en su deseo erótico y en su necesidad de un padre que la
reconozca, que la confirme en su feminidad y le sirva de figura de identificación,
no puede alcanzar una resolución exitosa. La indiferencia paterna la deja sola con
sus deseos preedípicos y edípicos. Pero ella no regresa para ser la bebé de
mamá, ni abandona su rabia contra la madre o su nostalgia de ambos padres. No
puede avanzar ni tampoco retroceder. Se queda en una indefensión solitaria con
su necesidad de reconocimiento, su ausencia de modelos, rabia y erotismo que se
tornan en masoquismo.
Desde esta perspectiva, resulta evidente que Electra no puede ser tomada
como prototipo del desarrollo de la niña normal; en cambio, sí podría ser
considerada como ejemplo de los efectos del maltrato infantil.
El androcentrismo de la teoría psicoanalítica sobre las diferencias
sexuales arranca de allí, de la doble ausencia e invisibilidad de lo que el
padre hace en el escenario en que la niña y la madre terminan encontrando
un lugar y desarrollan su subjetividad. Los efectos desiguales de una doble
moral sexual, la dificultad que entraña para su equilibrio mental ser sólo
admiradas o reconocidas por los atributos físicos, y en el trabajo extra a que
se halla expuesto el psiquismo femenino si pretende conciliar la
multiplicidad de exigencias paradojales de sus sistemas motivacionales.
El mito de que la falla del padre consistiría, exclusivamente, en dejar
librado al hijo/a a la patología de la madre oculta que no se trata únicamente
de lo que el padre no hace -la función de corte del hijo/a respecto de la
madre, propuesta por Lacan- sino lo que sí hace: su propia patología, su
poder sobre la madre a la que impone sus regulaciones, los lugares que
distribuye a su alrededor. Por tanto, ni la madre fálica ni su opuesto, el padre
fálico, sino una interrelación compleja en que ambos lo pueden ser.
La esencia del mito psicoanalítico de la madre fálica consiste en su poder
encubridor, ya que al usar el nombre de uno de los componentes que entran en
juego -madre fálica- arrastra, por el poder imaginario del lenguaje, a concretizar en
la madre lo que no es atributo obligado de ésta, ni siquiera el lugar que ocupa en
la estructura relacional.
En lugar de situarse en este complejo entramado la vulnerabilidad de un
psiquismo bombardeado de representaciones de lo simbólico y de relaciones
humanas de subordinación se considera que los males de las mujeres radican en
su supuesto falicismo. Una mujer no nace sino que se hace, en boca de Simone
de Beauvoir, no debe confundirse con la propuesta freudolacaniana que apunta a
que el extravío femenino radica, no en la falsificación constante de su experiencia
a la que se halla expuesta, sino en el supuesto componente fálico de su
estructura.
Desenmascarando el mito
Las posturas de los y las psicoanalistas que se rebelaron contra el
androcentrismo marcado de la tesis sobre la sexualidad infantil de la mujer,
constituyeron la primera fase del debate interminable sobre la cuestión femenina
en psicoanálisis. Cuestionamiento que se limitó a demostrar el conocimiento
precoz de la vagina, la existencia de excitaciones vaginales de la niña y, en
función de estas experiencias, la postulación de una feminidad primaria.
Propuestas que si bien consistían en una fuerte crítica a la teoría del sexo único
en el desarrollo psicosexual -el orden fálico de la sexualidad femenina-, sin
embargo, se inscribían dentro de un mismo paradigma: el sujeto psíquico emerge
y se consolida a partir del suelo ontológico de la sexualidad (Puleo, 1992).
Este mismo pensamiento lo reencontramos a todo lo largo de la investigación
psicoanalítica posterior, la obra de una autora de la corriente feminista en el
psicoanáisis como Luce Irigaray (1974, 1977, 1984) constituye un fiel exponente,
así como en la actualidad, el trabajo de Jacques André (1986).
No obstante, si bien quedan claras las consecuencias y repercusiones
discriminatorias del esencialismo biologizante, los trabajos que han tratado de
poner de manifiesto la especificidad de las experiencias de la niña y la mujer en el
dominio psicológico -valga la ironía- son esenciales. Esenciales porque muestran
que si bien la anatomía no es el destino, no podemos dejar de saber y hacernos
cargo como mujeres que la anatomía y la fisiología sí es un destino. A modo de
ejemplo, la realidad de la existencia del trastorno disfórico premenstrual, la
irritabilidad y depresión que son sus señas, y que aquejan a un número importante
de mujeres, dejan marcas en la mente, condicionan relaciones, inscriben
representaciones de sí y de los otros/as. No es un hecho biológico que pasa sin
efectos en el carácter.
Por ello, ni biologismo que desconozca la impronta de lo simbólico, ni existencia
de éste como desgajado del primero y simplemente autosostenido. Lo que
conduce a que las mujeres deban saber de su anatomía, de sus hormonas y sus
variaciones cíclicas, y los efectos de éstas sobre su estados afectivos y
cogniciones para así participar activamente en la regulación psicobiológica, que
es una de las tareas esenciales de la mente humana.
Una de las tantas empresas paradojales a la que nos enfrentamos las
mujeres es que, especializadas en los temas del amor y los sentimientos, sin
embargo sabemos poco de cómo regular nuestras emociones. Las
investigaciones en neurociencia vienen aportando importantes conocimientos en
este terreno y, afortunadamente, tales hallazgos empiezan a ser tomados en
cuenta por el psicoanálisis actual (Bleichmar H., 1997; 1999; 2000; 2001; 2002)
Por otra parte, el conocimiento actual de la especificidad de las experiencias de
la niña y la mujer ponen de relieve ansiedades y preocupaciones que explican con
mayor alcance y precisión las dificultades emocionales y sexuales de las mujeres.
La violencia sexual no es un hecho excepcional y de crónica periodística, es
también, una interpretación infantil de la escena sexual adulta que se inscribe en
la niña con efectos diferentes a los descritos para el varón: no como se ha repetido
hasta el hartazgo como angustia de castración (narcisista), sino como angustia y
amenazas a la integridad del cuerpo, a la efracción, a la penetración, a la
violencia, a la violación sexual. El carácter inconsciente, invasor y persecutorio de
la escena sexual adulta, en que la madre y la mujer aparecen como violentadas,
requiere una tramitación psicológica especial para que pueda llegar a ser
reemplazada por estados afectivos hedónicos desvinculados de significados
persecutorios. La angustia de castración, tal como fue formulada desde Freud en
adelante -envidia al pene, temor a la pérdida del valor fálico- reduce la
problemática a un único sistema motivacional: el narcisista, y al sentimiento de
inferioridad.
Pero si el psiquismo es guiado por múltiples necesidades y deseos, entre otros,
de autoconservación, sexuales, narcisistas, de apego, entonces a la angustia de
castración narcisista hay que sumarle el pánico frente a la violencia -
autoconservación-, a la pérdida de la figura de apego, a los sentimientos de culpa
-heteroconservación, es decir, preocupación por el otro- que juegan un papel tan
esencial como el de las preocupaciones narcisistas y, claramente en muchas
mujeres, hacen pasar a éstas a un lugar secundario.
Aplicado esto al Edipo, entre los elementos que oculta el mito se halla el papel
decisivo de los padres, de ambos, pero sobre todo del padre para las angustias de
autoconservación, de abandono. ¿No podríamos pensar, entonces, que la
idealización de la figura del padre expresaría en Electra la primacía de
ansiedades de indefensión, temores de persecución, es decir angustias
derivadas del sistema del apego y de la autoconservación?
Enmarcada así la comprensión de Electra dentro de una concepción de
múltiples sistemas motivacionales, tal como sostenemos junto con Hugo Bleichmar
(1997, 1999, 2000), sus deseos y angustias van más allá de la sexualidad y el
narcisismo y de su rivalidad con la madre, pasando a ser lo que el padre hace en
estos terrenos pero, también, en el del apego y la autoconservación, uno de los
vectores decisivos que organizan su subjetividad, sus sentimientos y conductas.
El mito de la legalidad de la diferencia y la lógica fálica. La estructura edípica
según Lacan y el "pecado narcisista de la madre"
Una ola de promesas surgieron ante las propuestas de Lacan del inconsciente
estructurado como un lenguaje, el orden simbólico y la metamorfosis del complejo
de Edipo en estructura edípica, ya que la exclusividad de las pulsiones y la
anatomía como el destino fatídico quedaban superadas por el poder del lenguaje,
lo simbólico y la estructura.
Este planteamiento subyugó al feminismo académico que creyó encontrar una
apoyatura a la construcción social de la diferencia entre los sexos. Por fin se
superaba el androcentrismo freudiano que reducía los problemas de la feminidad a
la envidia al pene y se ponía en entredicho la identidad, situando al deseo como
dependiendo del deseo del otro. La cura psicoanalítica, entendida como una
búsqueda y descubrimiento del propio deseo, permitía entrever una liberación de
las ataduras que la cultura patriarcal había impuesto a las mujeres.
Simultáneamente, las ciencias sociales recibían el aporte del concepto de
género como referente empírico de la identidad del yo. El neonatólogo John
Money -padre del concepto de género- había descubierto, en la década de los
años 50, que a recién nacidos con problemas genéticos o congénicos a los que se
había adjudicado un sexo equivocado -los antiguamente denominados
hermafroditas-, y se les realizaba la reasignación correcta, tanto los padres como
los niños mismos se negaban al cambio. Al constatar, reiteradamente, que se
renegaba de la evidencia médica y se seguía manteniendo la creencia inicial en el
sexo asignado, Money consideró que no era posible seguir sosteniendo que la
identidad del yo, el sentimiento de ser nena o varón, se basaba en la anatomía
sexual sino que, por lo contrario, el referente era de carácter simbólico. Tenía
mayor poder para el sentimiento del ser la creencia sostenida por los padres y el
entorno familiar que la realidad del cuerpo biológico.
Maravillado por este hallazgo, Money (1956, 1982), adoptó la nominación
gramatical que clasifica las palabrasen femeninas y masculinas para definir la
identidad; de ahí, el nombre y la concepción de identidad de género.
Fue de tal magnitud la apropiación y expansión del concepto de género por las
filas feministas que se ha deslizado, especialmente en el psicoanálisis, la idea que
tal concepto proviene del campo de la sociología. En verdad, con las herramientas
de la identidad de género y el inconsciente estructurado como un lenguaje, el
feminismo creyó encontrar un terreno común con el psicoanálisis estructuralista
francés, ya que todo hacía suponer un orden simbólico que incluyera entonces al
orden patriarcal.
Dado que la obra de Lacan exige para su cabal comprensión un notable
esfuerzo conceptual -Lacan se jactaba que su escritura no era sino una ilustración
de cómo trabaja el inconsciente, por medio de metáforas y metonimias-, quizá sea
esta la razón por la cual las feministas que más abrazaron el intento de establecer
un diálogo fecundo con el psicoanálisis estructuralista provinieran de
departamentos de literatura y lenguas de distintas universidades (Feldstein y
Roof,1989; Brennan, 1989). Pero el entusiasmo inicial se ha trocado en
perplejidad o en profunda decepción, al descubrirse que el sofisticado edificio
postmoderno vuelve a situar a la mujer en el mismo lugar de siempre. Lacan
postula un orden simbólico que no incluye toda la cultura y sus estructuras de
poder a través de los cambios históricos, sino que se reduce a las leyes de
organización de la estructura sintáctica del lenguaje, a la mera combinatoria en la
cadena de significantes, a la supremacía de la formalidad significante como
generadora de significados. No obstante en este formalismo a ultranza hay un
significante en torno al cual los seres humanos se posicionan: el falo.
Jerarquizando adecuadamente el papel capital del lenguaje en la organización
del psiquismo, Lacan deriva en sostener que es el lenguaje el que sitúa a la mujer
por fuera de la palabra y por lo tanto de lo subjetivable. Tomando como punto de
partida la teoría infantil que establece la diferencia de sexos en torno al que tiene y
al que le falta, esta falta de significante del genital femenino -remarco, en la mente
del niño-, se considerará una invariante del inconsciente. La mujer, la feminidad en
tanto identidad femenina, su sexualidad, todo ello quedaría marcado, definido y
concebido como falta. Falta que surge de la interpretación infantil de la anatomía
femenina pero que será estímulo permanente de la imagen del agujero, del vacío,
ya que se trataría de un no significable, de un no subjetivable.
Lacan eleva el falo a la categoría de paradigma del significante ya que, como
bien subraya, el falo en la teoría freudiana designa un inexistente: el pene
materno. El significante y el falo son ambos completamente simbólicos –nada
tienen que ver con el mundo de las cosas que tienen designación- y esta similitud
conceptual se convertirá en una equivalencia, de manera que el orden del
lenguaje –en su teoría- será equivalente al orden fálico.
Ahora bien, el lenguaje –en tanto orden fálico- en su capacidad de producción
de significación estructuraría al sujeto, a su sexualidad, a sus creencias
conscientes e inconscientes. Para el hombre se hallaría así garantizada una cierta
armonía, ya que en lo simbólico también gobierna el significante masculino. ¿Pero
qué ocurriría con la mujer? ¿Cómo es concebida su figura por las instituciones que
regulan los lugares de lo simbólico? ¿Cómo se visualiza su existir sin nombre?
Como un enigma, un misterio, un artificio, dividida, extraviada, gobernada por un
extraño deseo de deseo insatisfecho. Qué es una mujer y/o qué quiere una mujer
constituyen interrogantes no sólo para el hombre sino, y sobre todo, para la mujer
misma.
Freud creyó que el mal femenino se albergaba en el interior de su cuerpo,
portador de una supuesta condición biológica que la marcaba irremediablemente
dividida: el carácter masculino de su clítoris. Lacan también ratifica la división de la
mujer pero hará pasar la línea demarcatoria entre el lenguaje y el cuerpo, entre lo
simbólico y lo real por medio de una sofisticada y elusiva teorización que no
escatima ningún medio de seducción y embelesamiento intelectual: filosofía,
topología, misticismo y hasta una reformulación de los principios de la lógica de
Aristóteles. Lanza la fórmula de la mujer no-toda. No-toda en el orden simbólico,
lo que implica por contrapartida, un-poco fuera de la ley. Fuera de las leyes que
hacen al ser parlante, y por tanto, humano. Desde ese reducto corporal fuera de la
ley de lo simbólico, del falo, de la palabra del padre –en la teorización lacaniana
son términos que se van intercambiando en un deslizamiento continuo- la mujer
tendría acceso a un goce otro, un goce femenino, un goce suplementario, un "plus
de goce".
Pero si algo de su cuerpo no está ordenado por el significante fálico, por
definición, no es subjetivable, ya que su goce ocurriría, transcurriría y se agotaría
en el-sí del cuerpo, sin pasaje ni por el fantasma (lo que equivale a una refinada
fórmula de la frigidez).
Pero no terminarían aquí las desdichas femeninas, algo mucho más grave se
concluye de tal división entre su mente y su cuerpo: lo no subjetivable sólo podría
tener trazas en el inconsciente bajo la forma de “un ombligo, de un agujero”. “Este
déficit de simbolización -reparen que todo el déficit de simbolización es del genital
femenino- es el origen de la angustia, del horror que puede suscitar la feminidad
tanto en los hombres como en las mujeres, la angustia de castración. Pero en las
mujeres esta angustia es menos gobernable que la angustia de castración, ya que
tendría que ver con la angustia del vacío, del no ser" (André, 1986).
De ahí que la única forma de organizarse como sujeto sería entrando en la
lógica fálica, masculinizándose por la vía del artificio, del simulacro, de la
mascarada de la feminidad, de ese eterno parecer algo que no es, o de tener algo
que no tiene… De esta forma se aseguraría un aparato psíquico comme il faut,
con represión, Nombre del Padre e inconsciente, y sus correlatos obligados:
histeria, frigidez, depresión crónica.
Resumiendo, al frente de la bandera freudiana y extendiendo su influencia a
casi todo el mundo -exceptuando algunos sectores del psicoanálisis anglosajón-,
Lacan profundiza el concepto de diferencia entre los sexos, a tal punto que se
afirma en textos que se hallan bajo su inspiración:
"Desde el punto de vista de los sexos es radicalmente imposible pensar una
igualdad, ya que no existe sino una diferencia. Por el contrario sí podemos
legitimamente hablar de una legalidad de los sexos. Es porque hay una diferencia
que tal legalidad no es solamente concebible sino que se impone. Inversamente,
es justamente esta legalidad de sexos la que impide la existencia de toda
igualdad. No se hace comprensible la sexuación de las mujeres si no es a partir de
la de los hombres. No se trata de ninguna adhesión a una posición falocrática sino
una simple consecuencia de la lógica fálica. Sólo la identidad sexual de los
hombres puede instituir una legalidad de los sexos, y fundando además la
universalidad de tal diferencia legal" (Dör, 1987).
¿Cómo remediar estos males? La propuesta, que no podemos sino cuestionar,
surge casi obligada por el edificio teórico global: "La creación de un significante
nuevo por la propia mujer no se visualiza como posible ya que si bien se acepta
que puede crear sin tener que hacer el esfuerzo de la sublimación, es decir dando
a luz, parece que se trata de una creación fallida ya que el significante nuevo que
la hace aparecer no la representa como mujer sino que le otorga existencia como
madre" (André, p. 264). De ahí que preconice que "Más que buscar un significante
nuevo que vendría a ocupar el lugar de agujero dejado en el inconsciente por la
falta S(A), el analista deberá responder por medio de "la palabra vacía" modelada
por la poesía, "que es un efecto de sentido y también de falta, de agujero" (André,
p. 268).
En la relación madre/hijo el niño quedaría capturado en una indiferenciación de
deseos y sólo el corte operado por el reconocimiento de la diferencia de sexos
permitiría -en la concepción que criticamos- el acceso al mundo de la
representación y del deseo propio, el advenimiento del sujeto psíquico liberado de
los riesgos del poder mortífero del deseo de la madre, cuna de todo tipo de
psicopatología: psicosis, perversiones, trastornos narcisistas, borderline.
El lugar de la madre es concebido, entonces, como posibilidad de poder
absoluto y el del padre como el que deberá cargar con todas las exigencias del
significante fálico. Puesto así parece una caricatura, pero un simple recorrido por
las hipótesis vigentes en la psicopatología permiten comprobar los efectos reales
de tales concepciones teóricas.
En 1985, Caplan y Hall-McCorquodale observaron una tendencia generalizada
a culpabilizar a las madres por la psicopatología de los hijos/as. Revisaron las
publicaciones de las revistas clínicas más importantes de USA (American Journal
of Orthopsychiatry, American Journal of Psychoanalysis, American Journal of
Psychiatry, Journal of Consulting and Clinical Psychology, Family Process,
International Journal of Psychology and Psychiatry, Journal of Clinical
Psychology), de tres años tomados al azar -1970-1976-1982- seleccionando 125
trabajos. Encontraron que se atribuían 72 diferentes formas de psicopatología a
las madres, mientras no se admitía ninguna a los padres.
Son publicaciones que no responden en absoluto a una orientación lacaniana
pero que comparten un mismo paradigma de fondo: la madre patógena. Por ello,
una vez derribado el prejuicio naturalista de las desigualdades biológicas entre los
sexos, Lacan contribuye también de manera contundente a reubicar esta
desigualdad en un terreno simbólico, y su concepción de la estructura edípica
sitúa a la madre como responsable de la locura y de las vertientes narcisistas de la
cultura, exculpando y desdibujando el papel del padre quien sólo sufriría por tener
que cargar con las insignias del poder. En la década del 80 surgieron propuestas
que intentaron encontrar un orden más allá del falo en donde inscribir a la mujer
(Kristeva, 1981; Montrelay, 1977; Irigaray, 1982).
Deconstruyendo la tan mentada legalidad
¿Qué entender por un orden más allá del falo? Efectivamente, si falo equivale a
un significante y a la capacidad humana de representar algo ausente, de pensar
en forma abstracta y de crear significados, parece absurdo hasta imaginar que
estemos, debamos o aspiremos a estar más allá del falo. Pero si el falo, como lo
prueba el origen y los dioses itifálicos de la antigüedad y la teoría infantil, no puede
ser sino un símbolo del pene erecto, y como tal el símbolo del poder masculino, la
única forma de estar más allá del poder masculino es vivir en otro planeta, o en
ghettos aislados con la ilusión de lo absoluto y universal en forma imaginaria,
negando la realidad circundante, haciendo caso omiso de ella.
Podríamos, en cambio, plantearnos cómo erosionar la mirada
androcéntrica en cada dominio de nuestro saber y tratar de ir creando sistemas
de explicación y de representación que desnaturalicen y deslegitimen la
pretendida naturaleza y legalidad de las del orden simbólico vigente. El padre
no sólo representa la ley, la prohibición, y en tanto tal la necesidad de la
identificación a su autoridad para instaurar la autorregulación civilizadora de la
sexualidad, sino que es necesario examimar críticamente su herencia, el
mistificante mundo externo de poder e impotencia que también instaura.
¡Cuánto de mito tiene una teoría que pretende no ser falocéntrica y extiende el
dominio del símbolo sexual al lenguaje en su totalidad! Sobre todo, cuando la
localización del poder absoluto sólo se halla personificada por la madre, cuando se
traslada a todas las madres del mundo la concepción de que se sienten completas
y omnipotentes al tener un hijo, no dando lugar en la teoría a los millones de
mujeres que lo único que desean es poder ser libres en la sexualidad sin el riesgo
de un embarazo; y al menos constatar que, si efectivamente muchas mujeres
sienten que su seguridad está en el dominio de un hijo, esto no es sino un efecto
de su subordinación ancestral a un cierto orden social y cultural.
Parafraseando a Graves, este nuevo mito que ubica todos los peligros como
provenientes de las madres no hace sino legitimar la necesidad de su
subordinación. Pero, afortunadamente, en esa labor de desenmascaramiento de
los mitos no estamos solas: autores psicoanalíticos que no han partido de
reivindicaciones feministas sino de un avance propio de la disciplina, de haber
sabido superar los prejuicios y la repetición acrítica, nos acompañan.
Propuestas relacionales que cuestionan al Edipo y la diferencia sexual como
fundamento del sujeto psíquico
Heinz Kohut desarrolló una obra que operó un giro en la concepción del
narcisismo y del self (sí mismo) al poner de manifiesto la profunda necesidad de
reconocimiento del ser humano, y cómo este reconocimiento es una función
esencial que el adulto debe desempeñar para que se constituyan sentimientos,
intenciones y acciones en el niño que se hagan significativas para éste. En 1981,
presentó en la Sociedad Psicoanalítica de Chicago un trabajo
denominado Introspection, Empathy and the Semi-circle of Mental
Health cuestionando la validez universal del conflicto intergeneracional entre
padres e hijos. Se preguntaba qué instrumentos podía tener a su disposición un
crítico para contraatacar la magia de Freud al convertir al mito de Edipo en una
metáfora con enorme poder de seducción. Consciente del poder simbólico de los
mitos, quiso presentar una dosis de contra-magia para la reinterpretación del
complejo de Edipo apelando a la historia de Odiseo o Ulises, personaje que podría
considerarse como uno de los primeros insumisos trasladados a la narrativa
literaria.
Cuenta Homero que cuando los griegos comenzaron a organizarse para la
expedición a Troya llamaron a todos los jefes para que se les unieran con sus
hombres, sus barcos y sus provisiones. Ulises, soberano de Itaca, en los mejores
años de su primera adultez, con una esposa joven y un hijo de meses, sentía
cualquier cosa menos entusiasmo ante la idea de ir a la guerra. Cuando los
delegados de los estados griegos llegaron para evaluar la situación y para imponer
el acuerdo a Ulises, éste se fingió enfermo, simulando locura. Los emisarios -
Agamenón, Menelao, y Palamedes- le encontraron labrando con un buey y un
burro uncidos juntos, y arrojando sal por encima del hombro sobre los surcos.
Sobre su cabeza llevaba un absurdo sombrero de forma cónica, como el que
usaban normalmente los orientales. Pretendía no conocer a sus visitantes y
presentaba todos los signos de locura. Pero Palamedes sospechó su engaño,
tomó a Telémaco, el hijo de Ulises, y lo arrojó bajo el arado, que avanzaba.
Inmediatamente, Ulises hizo un semicírculo con el arado para evitar herir a su hijo
-un movimiento que demostraba su salud mental y que le hizo confesar que había
fingido la locura para evitar ir a Troya.
Kohut considera que es la primacía del apoyo a la generación siguiente lo
que es normal y humano, y no el conflicto intergeneracional y los deseos de
atacar y destruir -aunque estos deseos puedan estar presentes como productos
de desintegración patológica del self y no como si fuesen una fase normal del
desarrollo. Sólo cuando estos productos están presentes, el padre reacciona con
competitividad y seducción en lugar de hacerlo con orgullo y afecto. Y será en
respuesta a ese self parental defectuoso -que no puede hacerse eco de la
experiencia del niño en una identificación empática- cuando el self asertivo-
afectivo recientemente construido del niño se desintegra, surgiendo productos de
hostilidad, y pudiendo hacer su aparición el complejo de Edipo como lo describe
Freud.
El semicírculo hecho por Ulises puede tomarse como símbolo del hombre
esforzado, tratando de descubrirse a sí mismo, batallando contra obstáculos
externos e internos que se oponen a su propio descubrimiento y fuertemente
comprometido con la siguiente generación, participando en el crecimiento y
desarrollo de su hijo con alegría -con la alegría profunda e inmensa de ser un
eslabón en la cadena de generaciones (Juri y Ferrari, 2000; Nemirovsky, 2001).
Por supuesto que debemos entender la propuesta de Kohut como una posición
un tanto extrema al radicalismo que se desarrolló en el psicoanálisis oficial
respecto a los deseos asesinos e incestuosos del niño, supuestamente
inmanentes, descontextualizados de la estructura que los estimula. A pesar de que
deja de lado el conflicto, los celos, la agresividad, y nos evoca al "buen salvaje" de
Rousseau corrompido desde el exterior, su mérito consiste en una visión que
muestra las enormes necesidades de amor y de buena relación del niño que,
siendo frustradas, desembocan sí en la sexualización precoz, en los celos y la
agresividad, a los que Kohut considera productos de desintegración de un self
amenazado.
La constelación maternal
Otro autor quien, basándose en investigaciones cognitivas y observacionales,
ha operado un importante cambio en la comprensión del desarrollo evolutivo,
contribuyendo a situar la experiencia interactiva temprana como el fundamento de
las representaciones inconscientes es Daniel Stern (1985,1995). Plantea que las
mujeres, al ser madres, desarrollan una nueva y única organización psíquica, de
duración variable, meses o años, que denomina constelación maternal.
Organización única e independiente, de gran magnitud y completamente normal
en la vida de la mayor parte de las mujeres que se convierte en el eje principal de
su quehacer psíquico. "En cierto sentido, la madre sale del complejo de Edipo (o lo
que se considere el eje organizador nuclear), y durante un período importante pero
transitorio, entra en la constelación maternal". (p. 209)
Las problemáticas y preocupaciones que componen la constelación maternal
son las siguientes: en primer lugar, la vida y el crecimiento: lo que está en juego
es que la madre tenga éxito como animal humano; la embargan una serie de
temores sobre si será capaz de mantener al hijo con vida y hacerlo crecer.
En cuanto a la relación, ¿será capaz de relacionarse afectivamente con el bebé
de forma natural y garantizar el desarrollo, y será capaz de quererlo y hacerse
querer? Esto no se halla garantizado por la maternidad biológica. Stern describe
con minuciosidad y amplitud el entramado intersubjetivo de la mujer, que crea una
relación a partir de la interacción compleja que implica la crianza. Pone de relieve
la fuerza de la motivación de apego que domina la subjetividad femenina y la
importancia de las relaciones afectivas en las estructuras mentales en la línea
planteada por las psicoanalistas del Stone Center del yo-en-relación (Miller, 1976;
Jordan y col.,1991) y en trabajos recientes sobre el superyó femenino (Levinton,
2001).
En relación a la matriz de apoyo para la madre: ¿sabrá cómo crear y permitir
sistemas de apoyo necesarios para cumplir sus funciones? Stern sostiene que, en
realidad, toda madre necesita una madre para cubrir las demandas de la
maternidad, y que hasta el momento actual, la mayoría de los padres por falta de
genealogía y modelos de participación del hombre en la crianza no terminan de
ser suficiente soporte para la madre. La evocación de los recuerdos o de las
representaciones de la madre interna buena o mala, tan frecuente en este período,
estarían activadas por la profunda necesidad tanto de apoyo práctico como
emocional.
Y finalmente, la exigencia de trabajo que la maternidad impone a la mente en
torno a la reorganización de su identidad, ¿será capaz de este cambio para
permitir y facilitar sus funciones? Stern pasa revista a la serie de modelos y
representaciones que van operando este cambio y deja un espacio para lo que
denomina "modelos sobre fenómenos familiares o culturales jamás
experimentados en la realidad por la madre", y que ella recibe en forma narrada.
En este apartado pone de manifiesto la trasmisión transgeneracional del superyó
maternal, un imperativo de género que se halla tan adentrado en la cultura y al
que toda mujer está sujeta aunque no quiera a su bebé.
La mirada de Stern es la primera mirada no androcéntrica en la descripción de
la madre en psicoanálisis. Es la madre que, por más satisfecha narcisísticamente
que esté con su maternidad, por "más suficientemente buena" que sea como
madre, debe hacerse cargo de la heteroconservación -cuidados del otro- y
desarrollar capacidades atencionales y afectivas que le generan una enorme
exigencia y ansiedad. Es la descripción de una madre real, en la que las mujeres
nos reconocemos y no nos sentimos falsificadas pues no la reduce a una
caricatura de madre fálica o madre seductora sexual sino que muestra la
complejidad de los sistemas motivacionales que la animan. Es lo mismo que
constatan abundantemente otros trabajos y autores, a quienes por razones de
espacio en la exposición, no puedo hacer justicia en los aportes que contribuyen
también a superar la especulación y las tendencias absolutizantes sobre el Edipo,
el falo, la castración, la madre fálica, etc. (ver Fonagy, 1999, 2000; Bleichmar, H.,
1999; Juri, 2000; Lyons-Ruth, 2000; Slade, 2000; Main, 2001).
Nuevos fundamentos para el psicoanálisis
Junto a estos planteamientos, que modifican puntos centrales de la teoría
freudolacaniana, venimos asistiendo a un giro teórico en el psicoanálisis: la
modularidad de la mente, las múltiples fuerzas motivacionales que organizan el
psiquismo, el desarrollo en paralelo de las mismas distribuido a lo largo de todo el
ciclo vital.
A esta altura del conocimiento, solamente el aislamiento y las políticas de
endogrupo tendentes a la consolidación del poder de algunas escuelas
psicoanalíticas pueden desconocer la imposibilidad de seguir manteniendo
modelos simples, monocausales, sobre los grandes vectores que van organizando
el psiquismo. Por más que las formulaciones reduccionistas posean el atractivo de
generar un sentimiento de omnipotencia en aquellos que las proclaman, poco a
poco se va abriendo paso en el psicoanálisis la concepción de la complejidad de
los sistemas motivacionales que interactúan entre sí -apego,
hetero/autoconservación, sexualidad/sensualidad, narcisismo-, del papel de la
agresividad como organización defensiva frente a las angustias que surgen de las
amenazas a esos sistemas motivacionales, de los múltiples tipos de
procesamientos inconscientes, de los varios sistemas de memoria existentes, de
las relaciones entre contenidos temáticos que la mente procesa y estructuras de
procesamiento transtemáticas que organizan esos contenidos y reciben la
influencia de éstos, etc. El paradigma de secuenciación lineal -un estadío después
del otro-, que dominó tanto la concepción del desarrollo evolutivo del psiquismo
como la forma en que en un momento dado se encadenan procesos asociativos, o
los fenómenos psicopatológicos, encuentra hoy una concepción que lo supera: el
denominado funcionamiento en paralelo distribuido, que concibe múltiples
subsistemas activos simultáneamente (en paralelo), y los módulos emergentes
distribuyendo sus efectos en redes de configuración específicas, siendo esta
especificidad de la configuración lo que otorga individualidad al conjunto (McLeod,
Plunkett, Rolls, 1998).
No deseo extenderme sobre el modelo "Modular-Transformacional" que trata de
integrar estas concepciones, remitiéndome para una síntesis a Bleichmar
(2001, Aperturas Psicoanalíticas No. 9).
Todas las estructuras psíquicas de la subjetividad individual se desarrollan a
partir de una matriz relacional que comienza en torno al vínculo de apego. Las
investigaciones empíricas sobre este vínculo demuestran que la interacción
subjetiva entre un adulto normal y el infante establecen las bases para el
reconocimiento mutuo (Ainsworth,1991; Beebe,1997; Buchsbaum y Emde, 1990;
Fonagy, 1999, 2000; Main, 2000). Las representaciones que se tenían sobre la
madre como objeto para las pulsiones del bebé se completan hoy con el estudio
de sus capacidades como adulta para contener la ansiedad, regular
psicobiológicamente (Biringen, 1994), hacer surgir las particularidades de los
deseos de los distintos sistemas motivacionales (Fonagy, 199; Dum,1979), para
fomentar la autoafirmación del niño/a, para favorecer el desarrollo de un
sentimiento de cohesividad del self -sentimiento de unidad, de no fragmentación
en imágenes parciales desvinculadas, de continuidad a lo largo del tiempo
(George, 1996).
Pero, también, se reconoce la subjetividad de la madre, sus necesidades y
motivaciones, ansiedades y su ubicación en un contexto intersubjetivo que le
presta apoyo o, por el contrario, la desequilibra. El sistema madre-bebé es parte
de un sistema en el que el padre, la familia de ambos, configuran las tensiones
intersubjetivas que jugarán un importante papel en el equilibrio de ese sistema
(Stern, 1995).
El modelo edípico clásico supone que en la díada madre/hijo toda diferenciación
es imposible y que sería función del padre intervenir para imponer el corte
necesario para la organización subjetiva del futuro sujeto. Las investigaciones
demuestran, en cambio, que los infantes desarrollan vínculos de apego
diferenciados, que el que tienen con el padre puede ser de cualidades y estructura
diferente al de la madre, o ser tan inseguro/seguro como con ésta. La constatación
del padre como figura de apego modifica el patrón edípico tradicional: el proceso
de creación de la tríada empieza muy pronto, casi paralelamente a la aparición de
la díada. Como señala Robert Emde (1993), en una tríada hay muchas cosas de
las que se puede quedar excluido, como espacio de atención o del dominio del
espacio, exclusiones que podrían preceder subjetivamente en mucho a la
exclusión del espacio sexual. Esto no supone desconocer la relevancia de la
intimidad sexual de los padres y el impacto psíquico de la escena primaria para la
subjetividad del infante, pero cuestiona su hegemonía para la organización
psíquica. Los trastornos graves de la primera infancia -tal como lo muestran las
investigaciones sobre el patrón de apego desorganizado (Main, 1990;1996; Hesse,
1999; Liotti,1999)- tienen más que ver con severa negligencia, abuso y
desregulación emocional de ambos padres, que con el encierro en que quedaría
atrapado el niño ante la ausencia de un más allá del deseo de hijo en la madre.
Además, el apego en tanto motivación y necesidad humana de reconocimiento
afectivo que se mantiene a todo lo largo de la vida (Murray-Parkes, 1991; Marrone,
2001) cuestiona que la autonomía se consiga a partir de la separación, sobre todo
respecto de la separación de la madre como sostuvieron Erikson (1980) y Mahler
(1972 y 1979). (Ver Lyons-Ruth, 1991, y 2000 Aperturas Psicoanalíticas, Nº 4).
Si bien la teoría de la separación-individuación como producto del alejamiento
de la madre goza de un amplio apoyo por la comunidad científica, en realidad se
trata de otro modelo androcéntrico del desarrollo, ya que el varón se masculiniza
repudiando la feminidad, rechazando la dependencia amorosa, y enmascarando
las necesidades de proximidad e intimidad a través de una actividad genital
muchas veces compulsiva. Si este modelo también se aplica a las niñas, la
separación y rechazo materno no sólo desconoce la necesidad -transformada en
el curso de la vida- de conservar y recrear el vínculo, sino que conduce a un
conflicto insoluble y a la confusión en la configuración de su compleja feminidad, lo
que la lanza en la relación con el hombre a asumir funciones de cuidado que ha
repudiado.
Si ambos progenitores pueden ser figuras afectivas, protectoras y modelos de
autonomía para sus hijos, la identificación a la madre no se halla tan marcada por
la complementariedad genérica y no se usa al padre para negar la dependencia
amorosa y las necesidades de apego.
Otra línea de desarrollo motivacional la constituye el sí mismo y su valoración
narcisista (Schneider, 1999), estructura psíquica que es la sede de la identidad de
género (Dio Bleichmar, 1991). Quizá no haya noción más cuestionada que la de
identidad, tanto por Lacan como por las propuestas postmodernas que sostienen
su falsedad y producción discursiva. Pero, en términos psicoanalíticos, la sede de
la experiencia subjetiva, el sí mismo tanto consciente como inconsciente, es una
pieza clave de la arquitectura psíquica. Hasta se podría llegar a plantear en un
horizonte desiderativo que el género no tendría razón de existir cuando la ternura,
la sensibilidad, el coraje, la autonomía, la racionalidad sean capacidades humanas
compartidas, cuando ambos sexos desarrollen las mismas actividades, funciones
sociales y tengan las mismas oportunidades, pero aún así no podemos visualizar
la desaparación del sí mismo, la identidad individual que nos hace diferentes a
cada uno de los otros mortales.
Por otra parte, es en la dimensión del sí mismo donde se juega la tensión
continua entre la autoafirmación y el reconocimiento al otro, o sea, la relación de
dominación o de reconocimiento mutuo. Si queremos estudiar el poder en
términos psicológicos, no podemos dejar de lado la autovaloración y las formas de
legalidad social que lo sostienen.
Chicas y chicos, hombres y mujeres, nacemos y morimos con el mismo
conjunto de motivaciones que rigen nuestras vidas. No obstante, durante el
desarrollo la normativización de género introduce un proceso de escisión en
complementariedad que convierte a los hombres en sujetos y a las mujeres en
objetos. Polarización que rompe la tensión necesaria entre la autoafirmación y el
reconocimiento mutuo y que se expresa de múltiples formas siendo la más
conocida aquella que afecta a la sexualidad. El hombre tiene legitimada la
expresión del deseo, la mujer debe ser objeto del mismo, lo cual obstaculiza su
estructuración intrapsíquica y sobredimensiona el plano intersubjetivo, o sea una
experiencia y goce sexual en que ella misma tenga las claves de las modalidades
y particularidades de su deseo (Dio Bleichmar, 1997).
La imagen de la mujer fatal no personifica una subjetividad activa, es "sexy" como
objeto no como sujeto, su poder no reside en su propia pasión sino en sus
atributos.
La madre es una figura desexualizada en la cultura; no obstante, la teoría la
identifica como seductora del niño y responsable de la implantación de la
sexualidad en el infante. Nuevamente el hombre queda por fuera de los circuitos
de la sexualización de los hijos/as lo que deja un vacío teórico para comprender su
frecuente papel como transgresor de la ley del incesto y su falta de asunción de
responsabilidad en el modelo sexual que brinda a su descendencia, con el
socialmente legitimado ejercicio de la doble y ambigua moral sexual
Las propuestas de ciertas corrientes del psicoanálisis en torno a la oralidad
como fundamento de los trastornos histéricos, encuentran también fundamento en
la polaridad genérica que rige los intercambios sexuales entre hombres y mujeres.
El hombre busca reconocimiento de su potencia sexual, entre hombres y con
referencia al padre, en la afirmación del sí mismo masculino, o como estrategia
legitimada para encubrir sus necesidades de afecto y de vínculo de apego,
mientras la mujer, si bien por mandato androcéntrico es reconocida como objeto
de deseo por el hombre, busca en él protección, vínculo amoroso o ser "tenida en
cuenta" (Dio Bleichmar, 1991).
Estas formas están comenzando a identificarse y a estudiarse en sus múltiples
determinaciones y manifestaciones: violencia doméstica, relaciones amorosas
adictivas, así como formas legitimadas de encuentro sexual que dejan posos de
autoestima tan diferentes para hombre y mujeres.
Para concluir
Esta breve reseña de datos fragmentarios apunta a una teoría del desarrollo
que tiende a rellenar los huecos dejados por propuestas en las que se encubren o
escinden partes de la complejidad del modo intersubjetivo del encuentro entre los
sexos o entre los seres humanos en general. Me he detenido sumariamente en
una labor deconstructiva porque, si bien el psicoanálisis debe ser depurado de su
fuerte androcentrismo, esto no supone tirar por la borda como un todo a Freud o a
Lacan, sino que es necesario volver sobre los textos porque la apariencia de
coherencia, sólo se obtiene al precio de excluir o reprimir lo que atentaba contra la
unidad. Psicoanalizar al psicoanálisis es deliberadamente buscar indicios de la
alteridad escindida en el texto.
La crítica al androcentrismo, no obstante, reconoce que el fantasma femenino
no puede sino configurarse en base a un lugar excéntrico, heterodesignado (desde
el otro) y, por lo tanto, implica sufrir y asumir como propias, y como si fueran
legítimas, condiciones impuestas. El psicoanálisis no es sólo una descripción de
cómo se configura la feminidad en un sistema simbólico patriarcal sino que ha
sido, con su teorización y práctica, un sistema normativo que configura tales
subjetividades.
Mi postura es que resulta imposible concebir la feminidad, la sexualidad
femenina, o las categorías de mujer, como simplemente un reducto a ser sustraído
a la colonización patriarcal para reivindicar, por contraste, algún tipo de
matriarcado u orden simbólico intrínseco de la mujer o la madre. Frente a la
premisa falsa de que el rechazo de la autoridad paterna es la única senda de
libertad, proponemos que es la tensión y la lucha por la modificación de
concepciones que, tras la apariencia de cientificidad, constituyen mitos ideológicos
de sistemas encubiertos de dominación lo que nos coloca en el camino de un
verdadero reconocimiento mutuo entre el hombre y la mujer.

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