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La historia del hombre más rico de la historia

Nació en 1839 y es considerado el empresario poseedor de la mayor fortuna que jamás haya
conocido la humanidad. La historia de este magnate no es muy distinta a la historia de la mayoría
de los grandes triunfos que ya conocemos: Rockefeller es el tipo que empezó desde abajo y se
hizo a sí mismo.

Proveniente de una familia humilde, el joven se vio fuertemente marcado por las enseñanzas de
su madre, la cual lo formó en la ética calvinista, aquella que señala que el hombre debe hacerse
próspero con su propio esfuerzo y su inteligencia, porque solo así será bendecido por el señor.
Hacia el final de sus días, Rockefeller recordaba que su madre siempre le repetía algunas
máximas que él jamás olvidaría, entre ellas aquella cita bíblica que dice: “¿Ves a un hombre
afanoso en su trabajo? Será igual a los reyes.” Y esa otra que le inculcaba el valor del ahorro y la
austeridad: “: ¡A derroche desvergonzado, vergonzosa pobreza! Pero su madre también le
inculcaría el valor de las palabras y el de los silencios.

Rockefeller representaba ese perfil reservado que suele caracterizar a los grandes hombres del
mundo empresarial: no era de muchas palabras, pero decía lo necesario. Lo justo. Y hablaba más
cuando callaba. “Mi madre decía que las palabras te pueden hundir o te pueden ayudar, igual
que los silencios. Yo comprendí que en los negocios esto funciona perfectamente,” confesó
tiempo después.

Cuando era niño vendía en la escuela piedras de colores (que el mismo pintaba) y de diferentes
formas. Lo recolectado lo guardaba en un tazón de loza azul que guardaba en lo alto de una
cómoda de la sala y a la cual se refirió como su primera “caja fuerte”. Producto de ese negocio
logró juntar 50 dólares (que para la época era mucho dinero). Ese capital fue prestado a un
granjero, quien se lo devolvería con intereses. Y ahí Rockefeller comprendió una máxima de la
riqueza, una lección que año tras año se sigue divulgando y sobre la cual cientos han
desarrollado exitosas publicaciones, pero que fue él quien nos la dejó como legado
consagrándola como una de sus frases en un texto que escribió hace décadas: “Debo hacer que
el dinero trabaje para mí y no al revés.”

Desde pequeño ya poseía una libreta donde anotaba todos sus gastos. Absolutamente todos,
desde aquellos que podrían pasar como “gastos tontos e insignificantes”, hasta aquellos dólares
que invertía en pasajes, alimentación y estudio. Esa libreta se llamaba el “Registro A” y la
conservó hasta el final de sus días, cuando ya anciano y retirado decía que en ese registro se
encontraba su niñez y su juventud. Refiriéndose a ese valioso documento, Rockefeller sentenció
que todo aquel que desea conocer el éxito financiero debe “aprender a hacer hablar las cifras”.
“Registrar los números para tener una idea de nosotros mismos.”

Ya a sus 16 años era contador en Cleveland. El joven John recordará a lo largo de toda su vida la
fecha en que obtuvo su primer empleo, el 26 de septiembre de 1855, como un segundo
cumpleaños. En su trabajo era brillante. Pronto ascendió, su remuneración también subió, pero
por sobre todo, Rockefeller tendrá presente su primer empleo porque, en sus propias palabras,
“lo acercó al mundo de los grandes negocios y lo puso en contacto con personas que le
enseñarían mucho.”
A los 19 años se independizó. Gracias al préstamo que le hizo su papá completó un capital de
1,800 dólares y junto a Maurice Clark, 12 años mayor que él, abrió una pequeña empresa de
corretajes.

Pese a que el negocio parecía prometer y todo era cuestión de seguir, cuatro años después, a
los 23 años, John conoce a Samuel Andrews, quien era primo de Clark y juntos estaban
empezando a incursionar en el oro negro. Ambos le compartieron a John su entusiasmo y
perspectivas por el oro negro. Querían que se uniera como socio comanditario a “Clark, Andrews
y Cía.”, siempre y cuando pusiera un capital de $4000. Rockefeller, algo escéptico, los puso. Con
el paso del tiempo Rockefeller comprobó que el oro negro era un negocio para gigantes, y
conforme pasaban los días aprendía más y más del rubro, hasta convertirse en experto capaz de
conquistar el mundo.

La empresa crecía y crecía, pero los socios (los primos Clark y Andrew) tenían temor de seguir
avanzando. Rockefeller era contrario a detenerse, a diferencia de sus socios, quería seguir
avanzando, incluso a ritmo más acelerado. Había comprendido que una regla de todo éxito es la
expansión, que era el momento de expandirse, de ir dando los primeros pasos de lo que años
después sería el imperio Rockefeller. Y así sucedió.

En febrero de 1865, por 72,500 dólares, su socio Clark le vende sus acciones y solo quedaría con
Andrew, a quien si convenció de continuar. El negocio pasó a llamarse Rockefeller y Andrew y
se convirtió en la mayor refinería de Cleveland, con una producción de 500 barriles por día y
ganancias que ya superaban el millón de dólares y que cada trimestre se duplicaban.

En los momentos de crecimiento, cuando aparentemente todo marcha bien, ahí es cuando hay
que reforzar las bases del éxito. Y así lo había comprendido Rockefeller, quien rápidamente
contrató a los mejores ejecutivos del medio. La máxima era sencilla: Hombres claves en puestos
claves. Y así es como John contrató a ejecutivos millonarios que se comportaran como socios
suyos. La misión: hacer crecer el negocio. Profesionalizarlo. Llevarlo por caminos que nadie
imaginaba. La Standard Oil se convirtió en una de las mayores refinerías de petróleo de su país,
tanto que dos años después, en 1872, Rockefeller había comprado 22 de las 25 refinerías de la
Cleveland y en 1878 un estudio revelaba que en los Estados Unidos se refinaban un total de 36
millones de barriles por día, de los cuales 33 millones eran de la Standard Oil.

Como en todo camino hacia la cumbre, nada es fácil. Nada es gratuito. Alrededor de la figura de
Rockefeller se han levantado una serie de mitos y controversias. Están desde los que no le
reconocen nada y, por el contrario, lo acusan de enriquecerse presionando y levantando los
monopolios más escandalosos de la historia, y, por otro lado, quienes lo acusaron de Iluminati,
conspirador y causante de la primera guerra mundial.

Sobre los ataques, calumnias y el mito del monopolio, Rockefeller dijo lo siguiente: “Todo está
claro entre el señor (Dios) y yo.” Más adelante le dijo a un periodista en una entrevista
refiriéndose a sus críticos: “Mire esa lombriz allí, en la tierra. Si la piso, llamo la atención sobre
ella. Si la ignoro, desaparece.” Quienes lo han acusado de indiferente y egoísta argumentando
que solo compartió con los demás una vez millonario, se equivocan. Olvidan que ya desde
pequeño, John Davison Rockefeller, donaba una parte de sus ganancias al templo que siempre
visitó en el barrio donde vivía. Desde pequeño mostró un espíritu generoso. Frecuentaba ese
templo aun después de multimillonario y a lo largo de su vida siempre donó religiosamente una
parte de sus ganancias. Pero eso no es todo. Es más, visto en perspectiva, quizá eso sea lo menos
significante. Lo más sustancial fue que en 1901 fundó el Instituto de Investigaciones Médicas de
los EEUU (el cual luego devino en universidad). En 1903 inició el Comité para la Educación, el
cual brindó y fomentó la educación de los hombres de color. De igual forma, puso en marcha la
Comisión de Salud, la cual realizaba atenciones y apoyos masivos a personas de escasos
recursos. Con su apoyo se fundó la Universidad de Chicago. Puso en marcha la fundación
Rockefeller, que es una de las organizaciones filantrópicas más grandes en la historia del mundo,
habiendo invertido más de 500 millones de dólares en sus causas.

Se recuerda mucho lo que le confesó a Napoleón Hill en una entrevista que este último publicara
en su célebre y conocida revista Regla de Oro: “Creo que el poder de hacer dinero es un don de
Dios, creo que hay que desarrollarlo y utilizarlo lo mejor posible para hacer el bien a la
humanidad. Como yo he recibido ese don, creo que es mi deber hacer dinero, siempre más
dinero, y utilizar ese dinero para el bien de mis semejantes escuchando la voz de mi conciencia”.

El gigante de los negocios se mantuvo activo hasta el final de sus días, pese a que las
enfermedades siempre lo golpeaban. Falleció en Florida a los 97 años y se estima que su fortuna
superaba los 400 mil millones de dólares. Conviene recordar, al final de estas merecidas líneas,
unas palabras de Rockefeller, aquellas que concedió a su biógrafo y que se han reproducido
como lo que son: auténticas lecciones, tanto en libros como en revistas, vídeos y discursos, que
le servirán como máximas inviolables a todos aquellos que deseen en continuar firmes en su
camino hacia la riqueza: “Nada de apresurarse. Ningún paso en falso. Tu futuro depende de cada
día que pasa. Disciplina y orden, además de un registro fiel del debe y el haber”.

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