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Viaje al silencio : exploraciones del

discurso barroco
Mabel Moraña

Viaje al silencio: exploraciones del


discurso barroco
Mabel Moraña

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Índice

 Viaje al silencio: exploraciones del discurso barroco



o Introducción

o Hacia una caracterización del Barroco de Indias
o
 Barroco y conciencia criolla en Hispanoamérica
o
 Para una relectura del Barroco hispanoamericano: problemas críticos e
historiográficos

o Estrategias discursivas y emergencia de la identidad criolla
o
 Orden dogmático y marginalidad en la «Carta de Monterrey» de sor Juana Inés de
la Cruz
o
 Poder, raza y lengua: la construcción étnica del Otro en los villancicos de sor Juana
o
 Mímica, carnaval, travestismo: máscaras del sujeto en la obra de sor Juana
o
 Sor Juana y sus otros. Núñez de Miranda o el amor del censor
o
 La retórica del silencio en Sor Juana Inés de la Cruz
o
 Colonialismo y construcción de la nación criolla en sor Juana Inés de la Cruz
o
 Máscara autobiográfica y conciencia criolla en Infortunios de Alonso Ramírez, de
Carlos Sigüenza y Góngora
o
 La endiablada de Juan Mogrovejo de la Cerda: testimonio satánico-satírico-
burlesco sobre la perversión de la utopía

o Retórica, pensamiento crítico e institucionalización cultural
o
 Apologías y defensas: discursos de la marginalidad en el Barroco
hispanoamericano
o
 Formación del pensamiento crítico-literario en Hispanoamérica: época colonial
o
 Fundación del Canon: hacia una poética de la historia en la Hispanoamérica
colonial

o Bibliografía

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Para mis hijas,
que dan sentido a todo

What is important in a work is what it does not say. This is not the same as the
careless notation «What it refuses to say», although that would in itself be
interesting: a method might be built on it, with the task of measuring silences,
whether acknowledged or unacknowledged. But rather this, what the work cannot
say is important, because there the elaboration of the utterance is carried out, in a
sort of journey to silence.

Pierre Macherey, A Theory of Literary Production

—11→

Introducción
Los ensayos que componen este volumen no constituyen una indagación puramente
hermenéutica ni meramente historiográfica en los intrincados discursos que integran el
corpus más o menos definido de la literatura barroca hispanoamericana. En ambas
direcciones la crítica ha avanzado considerablemente en las últimas décadas, en las que
se ha asistido a una recuperación notoria de la cultura virreinal en su totalidad, y en
particular de los textos que exponen con mayor evidencia la presencia de paradigmas y
modelos metropolitanos en las formaciones sociales de ultramar.

La investigación ha sido especialmente fructífera en la recuperación de textos,


autores y formas discursivas que no integraban hasta ahora el repertorio
monumentalizado de las letras coloniales, particularmente en el siglo XVII, marcado
por la consolidación institucional del Imperio en América y por la diseminación del
aparato estéticoideológico de la Contrarreforma en las colonias españolas.

La exploración de archivos ha entregado un inmenso conjunto de manifestaciones


culturales y prácticas escriturarias a la consideración académica, y ha dado a conocer
una enorme cantidad de aspectos hasta ahora ocultos y hasta insospechados de la
dinámica cultural de ese periodo crucial de la historia americana. Por otro lado, la
relectura de textos a partir de teorías postestructuralistas ha echado nueva luz sobre
autores y obras que se proyectan ahora, con un nuevo impulso, sobre la problemática
latinoamericana en su totalidad y, particularmente, sobre muchos debates y replanteos
de especial relevancia en nuestro fin de siglo.

Pero quizá el logro más notorio en los estudios coloniales ha sido el cambio de
perspectiva crítico-ideológica a partir del cual se ha venido —12→ enfocando el
análisis de los textos y la cultura americana en el periodo colonial. Las manifestaciones
culturales de la Colonia han logrado vencer la visión eurocéntrica que se concentró
durante tanto tiempo en la verificación de los mecanismos transculturadores que
señalaban los grados y niveles de reproducción de discursos hegemónicos en América.

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En muchos casos tales análisis coincidían en la valoración explícita o implícita de
la cultura colonial como versión degradada de los paradigmas del dominador, a los que
el dominado sólo podía acceder a partir de un proceso de asimilación o mimesis,
condicionado fuertemente por sus desventajosas condiciones de producción cultural. Al
mundo colonial se concedía, desde esta perspectiva, apenas el dudoso privilegio de
haber constituido un espacio supuestamente virginal, en el que los poderes europeos
habrían logrado inscribir, en un largo y violento proceso de aculturación y conquista
intelectual, la verdad revelada, la lengua imperial y los principios epistemológicos
prestigiados por la tradición occidental, reproducidos en las colonias gracias a la
superioridad militar y económica de los centros europeos.

En La ciudad letrada, que tanto ha contribuido a potenciar la comprensión de las


condiciones de producción cultural en América desde la Colonia a nuestros días, Ángel
Rama retoma cautamente aquellos postulados al proponer que el mundo colonial fue el
vasto espacio de experimentación y aplicación sistemática del «saber barroco», donde
los rígidos principios racionalizadores e interpretativos del Imperio se oponen a la
imaginación y al particularismo del Nuevo Mundo.

De la dialéctica que se plantea entre ambas concepciones del mundo surgirán en


América praxis diferenciadas de interpretación y representación cultural, elaboradas a
partir de una subjetividad colectiva que va definiendo sobre la marcha nuevas agendas,
a veces mimetizadas, a veces antagónicas, con respecto al Poder. Serán justamente la
imaginación y el particularismo americanos los factores que constituirán, por su misma
especificidad, el desafío más importante a los modelos europeos, ya que a partir de
aquéllos se realiza la impugnación sistemática de los universales en que se apoya la
conquista —13→ espiritual del Nuevo Mundo y su colonización ideológica,
proponiendo en su lugar un saber «otro», subalterno pero cargado de un valor
crecientemente alternativo y fundacional.

La violencia del signo sobre la empírea, de la letra sobre la oralidad, del


centralismo logocéntrico institucionalizado y autolegitimado sobre la profusión cultural
multiétnica y multicultural del mundo sometido por la Conquista no se inaugura, sin
embargo, con la constitución de la ciudad letrada como espacio simbólico de aplicación
y reproducción de paradigmas metropolitanos. Pero sí se consolida y monumentaliza
desde la base urbana, diseminando las claves y mensajes del Poder dominante en todos
los estratos de la sociedad colonial.

Sin embargo, no debe dejarse de lado que la ciudad articula y centraliza una
totalidad mayor que se extiende más allá de las murallas que delimitan hacia afuera un
territorio que se mantiene irreductible a la homogeneización -periferia del margen, si se
quiere, o centro de su propio sistema- el cual sostiene como principios de supervivencia
la resistencia y la «otredad» productiva.

A su vez, hacia adentro del perímetro amurallado, la ciudad es también


heterogénea y conflictiva, aunque en ella los principios de orden pudieran aplicarse con
mayor eficacia y rigurosidad que en las extensiones insumisas que la rodeaban. Espacio
atrincherado, defendido hacia afuera y hacia adentro, el centro urbanizado es entonces el
espacio en el que se dirime la ilusión de un universalismo utópico puesto
constantemente a prueba por la materialidad irreducta de un mundo «otro» que pugna
por definir su propio imaginario.

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En efecto, si la ciudad virreinal opera como enclave y frontera, definiendo material
y simbólicamente los parámetros desde los que se gestionaría la entrada de América en
la modernidad eurocentrista, en su interior se dirimen también no sólo luchas por el
poder político y cultural sino también por el predominio interpretativo y
representacional. Las batallas discursivas, el entrelazamiento de visiones y versiones
que registran la actuación y proyectos de diversos sectores de la sociedad de la época,
así como las estrategias a través de las cuales los actores del periodo colonial definen e
implementan sus agendas en el contexto de la dominación imperial, —14→ revelan
tanto la fuerza del aparato hegemónico sobre las formaciones sociales americanas como
la tremenda dinámica que éstas despliegan para consolidar su identidad e ir definiendo
un sujeto social multifacético y progresivamente diferenciado de los modelos
metropolitanos.

Los estudios de las regulaciones que regían la vida monacal, los análisis de la
discursividad forense y las prácticas inquisitoriales, la revaloración de las formas y
grados de supervivencia de culturas prehispánicas en el seno de la dominación imperial,
la valoración del alcance y función de la oralidad y de las modalidades que asume la
cultura popular en el periodo colonial, así como la reconstrucción de tantos otros
aspectos vinculados a la cotidianidad americana, principalmente en los grandes
conglomerados urbanos que componían la sociedad criolla, permiten hoy una visión
mucho más completa de las etapas prenacionales, pero asimismo una mayor conciencia
de la conflictividad en que se debatieron los actores sociales y los productores culturales
en el escenario de la ciudad barroca.

La cultura barroca es entonces, en ese sentido, mucho más que el modelo que
reproduce en ultramar, en versiones subalternas, los principios de orden y los
mecanismos de celebración del Estado imperial. Debe ser vista, a mi entender, como un
paradigma dinámico y mutante, permeable no sólo a los influjos que incorpora la
materialidad americana sino vulnerable también a los efectos de las prácticas de
apropiación y producción cultural del letrado criollo, que redefine el alcance y
funcionalidad de los modelos recibidos de acuerdo con sus propias urgencias y
conflictos.

Lo que en otra parte he llamado «la cuestión del Barroco» presenta así problemas
específicos para la interpretación de dicho periodo. Tanto en su formulación colonial
como en las apropiaciones posteriores de la estética barroca aflora principalmente el
problema de su funcionalidad ideológica, fundamentalmente en lo que tiene que ver con
la consolidación y ascenso de la sociedad criolla y con la consecuente formulación de
una discursividad que legitimara la hegemonía de ese nuevo sector en el proceso que se
abre a la modernidad.

En esta dirección, el papel del letrado es crucial para la comprensión no sólo del
protagonismo que asume el productor cultural en —15→ el periodo de estabilización
virreinal, sino de los discursos y estrategias que éste va elaborando en el proceso de
registrar, interpretar y representar simbólicamente la materialidad de la Colonia. Sus
discursos emergen como negociación ideológica entre las tradiciones recibidas -tanto la
dominante como las sometidas por la conquista- y las pulsiones que irán modificándola.
Su acción cultural es, principalmente, una praxis de gestión en la que se define como
agente transculturador para quien la identidad se descubre y elabora desde la alteridad
en un juego de espejos con frecuencia deformantes, de mímica, celebraciones y

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rechazos, festividad y tragedia, que transforma los actores sociales en sujetos, las
prácticas letradas en praxis culturales cuya teleología va explicitándose paulatinamente.

La inserción del letrado en la dinámica político-social de la Colonia está marcada


por una dualidad irreductible. Es el brazo ideológico del Poder y al mismo tiempo su
combatiente más tenaz y beligerante. Apoyado en la legitimidad que le confiere la
metrópolis ocupa, sin embargo, la periferia asediada del sujeto colonial, ejerciendo su
marginalidad a veces como una condena inevitable a la subalternidad y el retardo
cultural con respecto a los centros europeos, a veces como un privilegio epistemológico
fundado justamente en la excentricidad y el particularismo que corresponde a su
condición de sujeto emergente, que va descubriendo progresivamente su papel en la
historia.

La práctica letrada no se libera nunca de los beneficios ni los requerimientos de esa


posicionalidad bifronte, contradictoria y productiva. Habitar ese espacio intermedio
entre hegemonía y subalternidad implica justamente poner a prueba el límite de manera
constante, ocupar la frontera y hacer de ella, progresivamente, un centro «otro»,
construir una territorialidad y una subjetividad inéditas, un espacio de deseo, un «lugar
del saber» capaz de ir imponiendo sus propias condiciones para el diálogo, desde los
resquicios de la ortodoxia y las fisuras del establishment.

Los estudios que componen este libro intentan penetrar esa etapa crucial del
desarrollo cultural de Hispanoamérica en el momento en que comienza a consolidarse
en el sector criollo y, principalmente, en el grupo letrado, una conciencia de la
diferencia y del papel histórico —16→ que toca al productor cultural
hispanoamericano en la definición de proyectos propios, que aunque enraízan en la
matriz europea y en las fuentes prehispánicas de múltiples maneras, comenzarán a
definirse con un perfil distinto, inédito en el mundo occidental.

El asedio a los textos y problemáticas de este momento fundamental del desarrollo


hispanoamericano no puede realizarse, sin embargo, sólo como un relevamiento directo
de las fuentes primarias, ofreciendo al estudioso de hoy una lectura posible y verosímil
de los discursos y prácticas culturales del periodo. La penetración discursiva debe
ejecutarse más bien, en muchos casos, como la exploración oblicua de un imaginario
cifrado, en el que la palabra es a la vez encubrimiento y revelación, búsqueda y
hallazgo, símbolo y signo de proyectos que van saliendo a luz para deslumbrar en
primer lugar a aquellos que van entresacándolos de la red de propuestas e imposiciones
que les llegan a través del aparato represivo y seductor del dominador.

Como Deleuze descubriera en su interpretación del principio barroco, éste no se


desarrolla como línea o plano sino como doblez o pliegue que en un mismo movimiento
expone y encubre, permanece y se transforma de manera incesante. La palabra barroca
se despliega y repliega en mensaje y silencio, celebración e impugnación, identidad y
alteridad. Es esta doble faz la que posibilita justamente la duración, la fuerza y energía
productiva del principio barroco, y su consecuente proyección a lo largo de todo el
desarrollo histórico de la cultura americana.

De acuerdo a estos principios, Viaje al silencio se propone como una exploración


de relatos que adquieren significación como parte de un discurso mayor que los engloba
y los potencia en su particularidad. De acuerdo a este propósito el volumen incluye,

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junto al análisis de textos o problemáticas puntuales, estudios teórico-historiográficos
que intentan sentar ciertas bases para la interpretación más general del Barroco
hispanoamericano y de la función específica que cumple el letrado en la producción
cultural del periodo.

El primer apartado del libro, «Hacia una caracterización del Barroco de Indias» se
concentra en la articulación entre Barroco y conciencia criolla, intentando introducir a
través de la misma el tema de la diferencia americana tal como ésta fue percibida y
elaborada —17→ en el siglo XVII, cuando se consolida en América la implantación
del modelo estético-ideológico de la Contrarreforma. El primer estudio se concentra
justamente en el proceso de adopción/adaptación de paradigmas metropolitanos y en las
estrategias que se elaboran para canalizar, a través de las pautas recibidas, un mensaje
específicamente americano, que presentara la conflictividad colonial a partir de una
retórica legitimada por el poder imperial. El ensayo plantea el problema fundamental de
la (auto)representación del subalterno en contextos coloniales y las ambivalentes
relaciones que éste establece con los principios de autoridad política y discursiva que
regulan su producción. El segundo trabajo, por su parte, concentrado más en aspectos
historiográficos, propone ciertas bases para una revisión de «la cuestión del Barroco»
desde una perspectiva americanista, con énfasis en aspectos ideológicos.

«Estrategias discursivas y emergencia de la identidad criolla» enfoca básicamente


la figura central de sor Juana Inés de la Cruz, cuya amplísima obra continúa seduciendo
a la crítica y al público en general por los múltiples niveles de lectura y las
innumerables derivaciones que tuvo el pensamiento de la monja tanto en el momento en
que le tocó vivir como en etapas posteriores del desarrollo cultural hispanoamericano.

El principal objetivo de los estudios dedicados a la Décima Musa es el de iluminar


aspectos poco trabajados de su obra: las tácticas oblicuas de formulación discursiva
utilizadas en sus cartas, la relación entre espacio privado y espacio público, la relación
con su confesor, la apelación y representación del otro, y sus posiciones frente a
América en tanto territorio sometido a un poder al que ella misma impugna y
representa, en un movimiento dual que es propio de la posicionalidad letrada en el
periodo.

Tanto en estos estudios como en el dedicado al tema del silencio, importa sobre
todo relevar la existencia del texto como encubrimiento y representación, es decir la
calidad (auto)censurada de un discurso colonial elaborado como exploración de una
identidad en proceso, que apela a los recursos de la erudición, la ironía, la reticencia y la
formulación simbólica para poder penetrar en la panóptica sociedad virreinal.

—18→

Es central, para una interpretación de la obra de sor Juana el entrecruzamiento de


cuestiones culturales, ideológicas y genéricas. Toda la apropiación del bagaje de
erudición profana y religiosa está en la monja vinculada a su condición de mujer, que
define el lugar desde el que se percibe la sociedad de la época y desde el que se produce
un discurso de impugnación a diversos aspectos del mundo novohispano y de búsqueda
de una definición identitaria, tanto individual como colectiva, dentro de la compleja red
de castas, razas, lenguas, que componen su universo social.

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En efecto, a la subalternidad institucional que le corresponde dentro de la
estratificación eclesiástica se agregan la marginalidad que se le asigna como mujer y
como intelectual interesada en una universalidad cultural que sobrepasa los límites de la
escolástica y la hermenéutica religiosa. Desde todos estos ángulos la monja produce un
discurso cautivo, encerrado dentro de los límites materiales del espacio conventural, y
de parámetros textuales e ideológicos demarcados por la regulación política y
doctrinaria de la España imperial. Entre Estado e Iglesia, su praxis cultural es un
constante desafío de esas fronteras y una pugna por abrir el espacio simbólico para que
éste pueda llegar a abarcar los reclamos de la emergente subjetividad criolla, que pugna
por consolidar las bases para su hegemonía americana.

De ahí que el discurso sorjuaniano sea esencialmente interpelativo, tanto en su


inserción en la «alta cultura», a través del diálogo que establece con el canon profano y
religioso, como en sus aportes a géneros «menores», circunstanciales o «efímeros» tales
como el villancico, la poesía cortesana, el género epistolar o las composiciones
celebratorias para arcos y otras ocasiones festivas.

De un modo u otro, en todos estos niveles de escritura se filtra la dimensión


autobiográfica donde sor Juana construye el yo como una estrategia multifacética que
configura al otro -el receptor, el subalterno colonial perteneciente a razas oprimidas, el
peninsular- en el cruce de los principios de autoridad, autoría y autorización discursiva.

Junto a los textos dedicados a la obra de la monja mexicana, el que se centra en


Infortunios de Alonso Ramírez abunda a su vez en ese mismo proyecto de proponerla
dimensión biográfica como versión —19→ de una historia posible, individual y
colectiva, que permite iluminar la periferia colonial como espacio insumiso e irreducto
frente a la autoridad que emana de los centros de poder. Como en sor Juana, en Carlos
de Sigüenza y Góngora asoma la emergente conciencia criolla como espacio
estructurante, productor y proyector de significados.

El texto menos conocido de Mogrovejo de la Cerda complementa, en el Perú


virreinal, el tema de una América entrevista como espacio simbólico que desafía la
racionalidad eurocéntrica con recursos que subvierten el proyecto unificador y
homogeneizante de la metrópolis. Al igual que en el relato de Sigüenza y Góngora, La
endiablada presenta aspectos de la sociedad colonial que no se someten a la lógica
civilizadora ni a los modelos de orden social en los que se basa la utopía americana. El
diálogo entre los diablos, sobre el que se articula la narración de Mogrovejo de la Cerda,
introduce satíricamente la materialidad de la Colonia apuntando a la configuración de
un sujeto social marcado por la alteridad, que se aparta de cánones y regulaciones por
los múltiples caminos de una cotidianidad incontrolable.

El discurso barroco se multiplica, entonces, en América, en infinitas fórmulas y


recursos que violentan el canon sin apartarse definitivamente de él. En pliegues y
repliegues, los discursos mayores son sometidos a las pruebas de fuego de una realidad
imaginativa y particularista, que basa su identidad en la diferencia, su hegemonía en una
subalternidad que va siendo asumida como marca social y cultural que se proyecta hacia
un espacio histórico distinto al vislumbrado desde la posición del dominador.

El último apartado del volumen, «Retórica, pensamiento crítico e


institucionalización cultural» se abre a aspectos crítico-teóricos más englobantes,

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aunque afincados aún en textos específicos. El estudio del género apologético señala los
modelos a partir de los cuales el Barroco americano filtra mensajes específicos a la
posicionalidad colonial echando mano a recursos retóricos ya formalizados, los cuales
son redimensionados de acuerdo a la naturaleza y a las necesidades expresivas del
emisor criollo. Sor Juana, Espinosa Medrano, Bernardo de Balbuena, son sólo algunos
de los ejemplos en los que se combina el discurso de la defensa con el del panegírico, en
la proposición —20→ del sujeto colonial como interlocutor e interpelador de la
metrópolis.

En el análisis de la formación del pensamiento crítico-literario en la Colonia se


enfoca el surgimiento de la reflexión criolla acerca de la producción americana,
abriendo la problemática historiográfica en tanto formalización de una genealogía
diferenciada de los procesos culturales europeos. La pregunta acerca de los supuestos
epistemológicos que rigen la reflexión que el sujeto americano realiza acerca de su
propia praxis cultural implica una interrogación acerca de la noción misma de historia y
de cultura que el letrado criollo comienza a manejar para ordenar su trayectoria y
evaluar los productos de su trabajo intelectual. Los valores estéticos que guían el gusto
del sector letrado tienen una articulación estrecha con el tema de la conciencia y la
identidad colonial. Sus estrategias interpretativas, sus métodos ordenadores, sus
objetivos de institucionalización cultural, son parte de un proyecto mayor que se va
delineando y concretando progresivamente en las etapas protonacionales. Enmarcado en
el contexto cultural e ideológico del Barroco, tal proyecto supera los límites históricos
de la llamada etapa de estabilización virreinal y se extiende hacia los albores de la
emancipación, integrando el pensamiento ilustrado que introduce los principios de la
modernidad en la matriz híbrida de la sociedad criolla.

El Discurso en loor de la poesía, el Triunfo Parthénico, el Apologético en favor de


don Luis de Góngora, las Memorias histórico-filosóficas, de Llano Zapata; la
Bibliotheca Mexicana, de Eguiara y Eguren; la Bibliotheca hispano-americana
septentrional, de Beristáin de Souza; el Nuevo Luciano, de Santa Cruz y Espejo son más
que proyectos de relevamiento y catalogación, verdaderas construcciones histórico-
literarias que se interrogan sobre el lugar de América, su articulación a la tradición
occidental y sus aportes específicos al pensamiento universal. Pero sobre todo son
testimonios claros de una indagación identitaria que el letrado criollo, al concebirse
como sujeto de su propia historia, emprende como forma de redefinir el origen y el
futuro de las sociedades americanas.

Finalmente, «Fundación del canon: hacia una poética de la historia en la


Hispanoamérica colonial» explora la apropiación creativa —21→ que realiza el
letrado americano de las poéticas europeas en el proceso de formalización de un orden
simbólico propio y diferenciado. Se estudia aquí la práctica letrada como derivación del
paradigma eclesiástico. El letrado, en efecto, emprende su conquista del imaginario
americano partiendo de los gestos conversores y mesiánicos que caracterizaran al
misionero en tierra de indios. Las prácticas escriturarias de los historiógrafos de la
Colonia no solamente tienen un indudable valor fundacional en tanto producción
cultural americana, sino también redefinen, en su propio desenvolvimiento, la función
del letrado. A través de su obra, la empiria escrituraria se transforma en corpus y canon.
La historiografía es pedagogía, prédica, sermón, antes de ser historia, porque comienza
por reivindicar la memoria cultural y afirmar la legitimidad de la inscripción de
América dentro de la temporalidad occidental.

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El proyecto historiográfico se define así como un contradiscurso que desmantela
los principios del dogma redefiniendo los conceptos de jerarquía y autoridad cultural.
La sociedad criolla se abre así, progresivamente, a culturas no hispánicas, a contenidos
antes condenados como paganos y plebeyos, a productores culturales de distinto género,
raza y lengua.

De esta manera, Viaje al silencio intenta entregar una visión al mismo tiempo
puntual y englobante del discurso barroco sin detenerse necesariamente en los límites
temporales que puedan arbitrariamente asignarse al estudio de temas y problemas que
surgiendo de aquella matriz cultural se desarrollan históricamente en etapas posteriores
de la historia americana.

El objetivo común de estos ensayos es explorar las estrategias de apropiación y


producción discursiva, y el papel del productor cultural en la Colonia,
fundamentalmente en el siglo XVII, con la esperanza de que a partir de este «origen»
pueda llegar a potenciarse, a nueva luz, la lectura de los relatos a partir de los cuales se
constituye el sujeto social hispanoamericano.

No sólo se define, en el proceso de esta constitución, aquel que tiene el privilegio


de la voz y la letra, sino también, principalmente, aquel que calla, por no caber en las
voces, como sor Juana señala, lo mucho que hay que decir. Pero tal vez la función de la
crítica no sea —22→ otra, según indica Macherey, que la de crear métodos para
medir silencios, tratando de emprender con el lector un viaje por los pliegues del texto y
de la historia para buscar en ellos lo que el silencio calla. Si este libro sirviera para
iluminar, aún en mínima parte, los pliegues y repliegues de la mentalidad y la praxis
colonialista, las perversiones, virtudes y paradojas de la letra, la épica de la resistencia
cultural americana y los relatos que se esconden en las entrelíneas de las voces más
audibles, los estudios que lo componen habrían cumplido su objetivo.

Deseo agradecer especialmente a quienes impulsaron mi trabajo, no sólo con


enseñanzas fundamentales sino con su porfiada fe, su amistad y el ejemplo de su propia
labor. Principalmente, entonces, todo mi reconocimiento para Antonio Cornejo Polar,
Nelson Osorio, Georgina Sabat-Rivers, Raquel Chang-Rodríguez, Márie-Cécile
Benassy-Berling, que junto a tantos otros ayudaron a moldear mi trabajo.

En México debo, además, especial gratitud a la erudición y calidez de Elías


Trabulse, Margo Glantz, José Pascual Buxó y María Dolores Bravo, quienes me
invitaron en tantas ocasiones a compartir con ellos el entusiasmo por un campo de
investigación que ellos han prestigiado, a lo largo de los años, con sus fundamentales
aportes.

En la Universidad de Pittsburgh debo agradecer fundamentalmente a los colegas y


estudiantes que apoyaron y apoyan mi trabajo, y particularmente a quienes colaboraron
en la preparación de este manuscrito.

Asimismo, destaco que la publicación de este libro ha sido posible gracias a las
contribuciones de la Coordinación General de Publicaciones de la Facultad de Filosofía
y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México y el «Richard D. and Mary
Jane Edwards Endowed Publication Fund» de la Universidad de Pittsburgh, a quienes
agradezco el apoyo prestado.

11
—23→

Hacia una caracterización del Barroco de Indias


—[24]→ —25→

Barroco y conciencia criolla en Hispanoamérica


En el último decenio se ha asistido a un notable incremento, cuantitativo y
cualitativo, de los estudios sobre el periodo colonial hispanoamericano, tanto en el
medio académico norteamericano como en los centros europeos de estudios
latinoamericanos. Este interés responde a varias razones, aun dejando de lado cuestiones
de política universitaria y demanda académica. Por un lado, parece haber caído en
desuso cierta moda de los años sesenta que interpretaba la historia de los países al sur
del río Bravo como un ejemplo vivo de magia cotidiana -de magia negra, en muchos
casos- en que la realidad parecía dar cuerpo histórico al imaginario social. Los enfoques
desarrollistas o tributarios de la vieja dicotomía moderno versus tradicional hicieron
crisis, en los estudios literarios como en los de las ciencias sociales, como analiza bien
James Lockhart. Hizo crisis también cierto sociologismo que, apoyado en la pirotecnia
teórica que desató la Revolución cubana, convenció a muchos, con un facilismo que
poco favor hizo a la causa latinoamericana, de que ese continente entraba en el mejor de
los mundos posibles. Esa visión panglossiana de la historia y la literatura, para la cual la
cultura del subcontinente aparecía como un epifenómeno sin lazos con la tradición, dejó
como saldo a nuestra década una larga serie de problemas sin resolver, y un interés
renovado en la cultura latinoamericana. Poco a poco ha ido arraigando, en gran medida
a impulsos de los sucesos políticos de los años setentas, una perspectiva diferente,
menos «tropicalista» y más histórica, para el estudio de la problemática
latinoamericana. Esta perspectiva se corresponde, a su vez, con una metodología que
pretende ser afín a su objeto de —26→ estudio. En efecto, los países
latinoamericanos, con sus economías de venas abiertas, sus dictaduras
transnacionalizadas y sus desafiantes revoluciones, han lanzado a la arena de los
estudios sociohistóricos una problemática que reclama estudios globales,
multidisciplinarios, y que no cede a enfoques formalistas creados para otras realidades
culturales.

Nociones como «colonialismo», «dependencia», «cultura popular», «conciencia


social», «autoritarismo» tienen en la historia latinoamericana un referente concreto, de
dramática presencia, que se ofrece como un desafío a la crítica y la historiografía. El
arraigo de esas nociones en la historia latinoamericana se remonta, obviamente, al
periodo colonial y al proyecto imperial que las naciones europeas aplicaron al conjunto
de formaciones sociales de ultramar, las cuales a partir de esa violencia inicial, se dieron
en llamar «el Nuevo Mundo». A los estudios del periodo colonial se llega así, en
muchos casos, con una orientación retrospectiva1. En efecto, se busca en esa etapa de la
historia continental al menos una de las vertientes de la tradición cultural del continente.
Por un lado, porque en los siglos XVI y XVII cristaliza ya una literatura, una crítica y
una historia literaria a la vez dependientes y culturalmente diferenciadas de los modelos
metropolitanos. Por otro lado, porque esa cultura es ya, desde sus albores, producto de
un sistema de dominación del que aún es en gran parte tributaria nuestra realidad actual
y es la raíz de esa problemática la que queda expuesta a través de los productos

12
culturales del periodo. Es solamente a partir del estudio de esas raíces propias que puede
rescatarse y comprenderse la singularidad conflictiva de la cultura latinoamericana,
nacida tanto bajo el signo de la violencia y los intereses del dominador, como de la
creatividad y resistencia del dominado.

Quiero referirme aquí, en especial, a uno de los capítulos más relegados de la


historia literaria hispanoamericana, relegado no —27→ porque no se hagan alusiones
constantes a él, sino porque no ha sido hasta ahora revisado y problematizado con la
profundidad que merece. Me refiero al Barroco hispanoamericano, o mejor aún al que
Mariano Picón Salas denominara tempranamente, con acierto, el «Barroco de Indias»,
llamando la atención sobre su calidad derivada, translaticia.

La importancia del Barroco en Hispanoamérica, ya sea éste considerado un


periodo, un estilo, o un «espíritu de época», no radica exclusivamente en la calidad de la
producción literaria que corresponde al que se ha dado en llamar «periodo de
estabilización virreinal»2. La importancia del Barroco reside principalmente, por un
lado, en que la evaluación de esa producción poética plantea problemas crítico-
historiográficos que se proyectan sobre todo el desarrollo posterior de la literatura
continental, y que derivan del proceso de imposición cultural y reproducción ideológica
que acompañó a la práctica imperial. En segundo lugar, es también en el contexto de la
cultura barroca que aparecen las primeras evidencias de una conciencia social
diferenciada en el seno de la sociedad criolla. Esas formas incipientes -y en muchos
casos contradictorias- de conciencia social, hablan a las claras, sin embargo, de la
dinámica creciente de las formaciones sociales de ultramar, y no es errado ver en ellas el
germen, aún informe, de las identidades nacionales.

Quiero referirme a este nivel, crítico-historiográfico y también ideológico, del


Barroco de Indias, tomando luego algunos textos que ilustran la problemática de fondo.

Para empezar, existen varias aproximaciones posibles al Barroco


hispanoamericano. La primera y más tradicional, interpreta la producción del periodo
como un simple reflejo o traslación de modelos estéticos metropolitanos3. Desde esta
perspectiva, la producción —28→ barroca sólo puede ser entendida como un
desprendimiento que remite al tronco de las culturas centroeuropeas, y principalmente
de las peninsulares. Sobreimpuesta a la realidad tensa y conflictiva del Nuevo Mundo,
la cultura del Barroco, habría tenido en las colonias una realización degradada y siempre
tributaria de los modelos metropolitanos. Los textos más importantes de la literatura
americana del siglo XVII aparecen así como productos excepcionales por su fidelidad a
las formas canónicas, frutos acabados de una mecánica especular. Así, por ejemplo, la
obra de sor Juana Inés de la Cruz ha sido juzgada durante mucho tiempo como un
capítulo desprendido de la historia literaria española, accidentalmente situado en el
contexto de la Nueva España. La dinámica social del virreinato fue a menudo
considerada irrelevante para una comprensión del discurso poético y afín de la prosa de
la monja mexicana. En el mismo sentido Menéndez y Pelayo alabando la obra crítica de
Juan de Espinosa Medrano, mestizo nacido en el repartimiento del Cusco, resalta su
excepcionalidad, afirmando que su «Apologético en favor de don Luis de Góngora [es]
una perla caída en el muladar de la poética culterana» hispanoamericana4.

13
Posiciones como las mencionadas, ostentan un evidente purismo eurocentrista.
Muchos reconocen la altura literaria sólo de aquellos textos que con mayor rigor
actualizan el paradigma metropolitano.

Otros, incluso, llegan a resentirse ante cualquier interpretación que tienda a


«denigrar» al Barroco español, vicio en que caen sobre todo los «hispanistas
extranjeros» que toman por valores auténticos del Barroco las que son sólo muestras
primitivas o bárbaras, «reduciendo la literatura española a poco más que un arte de
negros»5.

Arte de indios o, al menos, de mestizos es, en efecto, el Barroco hispanoamericano.

—29→

Lo importante es, en todo caso, reconocer, que tomando como base posiciones
como las mencionadas, se intenta muchas veces resolver la problemática del Barroco
hispanoamericano a través de un análisis de sus estructuras de superficie6. Por un lado,
es imposible desconocer que los códigos conceptuales y estéticos del Barroco europeo y
principalmente peninsular son impuestos en América como parte del proyecto
expansionista que buscaba unificar en torno a un rey, un dios y una lengua, la totalidad
imperial. En los ámbitos de las cortes virreinales, la cultura barroca consagra el
predominio de la nobleza cortesana y de la burocracia estatal y eclesiástica, que
coronaban la pirámide de la sociedad de castas7.

Tanto para la minoría peninsular como para la creciente oligarquía criolla el


Barroco constituyó sobre todo un modelo comunicativo a través de cuyos códigos el
Estado imperial exhibía su poder —30→ bajo formas sociales altamente ritualizadas.
El código culto, alegórico y ornamental del Barroco expresado en la fisonomía misma
de la ciudad virreinal o a través de certámenes, ceremonias religiosas, «alta» literatura,
poesía devota o cortesana, constituyó así durante el periodo de estabilización virreinal el
lenguaje oficial del Imperio, un «Barroco de Estado»8 al servicio de una determinada
estructura de dominación. No es de extrañar entonces que la ya para entonces
sofisticada intelectualidad criolla intentara consolidar sus posiciones a través de la
apropiación de esos códigos9. La habilidad para hacer uso de los discursos
metropolitanos se convirtió así en una especie de prueba que permitía definir las
posibilidades de comprensión y participación de los grupos sociales periféricos en los
universales del Imperio10. Pero aún más: bajo el régimen inquisitorial los modelos
metropolitanos protegían al discurso colonial de toda sospecha de heterodoxia,
permitiendo que la literatura del «Nuevo Mundo» se amparara en el «principio de
autoridad». Imitar modelos consagrados significaba así aceptar una transferencia de
prestigio y colocarse a salvo de la censura.

El Barroco adquiere así la dimensión de un verdadero paradigma cultural,


formalizado y cultivado de espaldas a la realidad social de la Colonia11. Se ha hablado
así de «las máscaras de la represión barroca» y de la «verdad soterrada» del Barroco
hispanoamericano que recordaba a Picón Salas el monólogo de Segismundo: una
alegoría sobre el poder interpolada entre arte y realidad.

Esta función ideológica del Barroco de Indias sí ha sido vislumbrada en algunos


estudios, que mitigan la perspectiva eurocentrista al esclarecer la funcionalidad social y

14
política de los modelos estéticos —31→ dominantes durante la Colonia12. En
definitiva, este nivel de los estudios del Barroco hispanoamericano -escasos, por otra
parte- apoya en los ya avanzados estudios sobre ideología que desde la vertiente
marxista, especialmente en su línea gramsciana, permiten analizar la funcionalidad de
los discursos hegemónicos en una circunstancia histórica dada. Ese fenómeno de
imposición verticalizada de los discursos dominantes y de contaminación de los valores
y hasta de los principios de legitimación del sector hegemónico en los sectores
subalternos, tiene, sin embargo, su reverso. Me refiero al «fenómeno de retorno» por el
cual los sectores dominados en determinado momento de la historia comienzan a
activarse hasta generar respuestas sociales diferenciadas. Estas respuestas tendientes a
impugnar el discurso hegemónico y los principios de legitimación en los que éste se
apoya, se desarrollan y afianzan hasta constituir formas alternativas dentro de la
totalidad social. Este momento de emergencia de las que podríamos llamar formas de
conciencia subalternas por su ubicación dentro del aparato político-social de una época,
es un proceso de difícil lectura. En primer lugar, porque esa misma posición de
subalternidad condiciona el grado de formalización y homogeneidad que ese discurso
puede alcanzar. En segundo lugar porque la evidencia histórica de ese proceso, la
posibilidad de documentación del mismo, implica la interpretación de indicios que,
expresados muchas veces con el lenguaje y la retórica dominantes, se mimetizan con la
visión del mundo hegemónica, la remedan, parodian o utilizan para sus propios fines.

Es esta manifestación del ser social la que me interesa en el periodo colonial, no


sólo porque constituye una de las etapas más importantes en el proceso del pensamiento
hispanoamericano, sino por su articulación peculiar con el paradigma barroco.

El Barroco de Indias se corresponde históricamente con el proceso de emergencia


de la conciencia criolla en los centros virreinales desde los que se establecían los nexos
económicos, políticos y culturales con el poder imperial13. Los historiadores coinciden
en general —32→ en que hacia 1620 aparece ya en el seno de la ciudad virreinal el
complejo fenómeno cultural que conocemos como «criollismo». Éste se manifiesta
como «el nuevo régimen indiano caracterizado por un intenso protagonismo histórico
del vasto conglomerado social formado por cuantos se sienten y llaman a sí mismos
criollos en toda la extensión de las Indias»14.

El surgimiento del «espíritu criollo» es, sin embargo, muy anterior. Los estudios de
historia social lo remontan en general al resentimiento de los conquistadores y primeros
pobladores «americanizados» que se sentían mal recompensados por la Corona y
afirmaban sus derechos en contraposición a los residentes de la Península, quienes
controlaban los mecanismos de poder, prebendas y recompensas destinadas a los
pobladores de Indias. Desde un punto de vista más estrictamente cultural, José Juan
Arrom fija entre 1564 y 1594 la primera generación criolla. A través de las crónicas de
fray Diego Durán, Blas Valera, el Inca Garcilaso, Juan de Tovar, así como en la
producción dramática de Fernán González de Eslava, Cristóbal de Llerena, Juan Pérez
Ramírez, Arrom identifica las fuentes de lo que puede ser llamado, con lenguaje de hoy,
«el discurso Criollo»15.

—33→

La posición social del criollo es esencial para la comprensión de la dinámica social


e ideológica de la Colonia. Es obvio que el elemento étnico vertebra en América no sólo

15
la constitución de grupos sociales desde el comienzo sino también su jerarquización y
las formas de conciencia social que esos grupos alcanzan. Por lo mismo, se vierte como
un componente insoslayable en la productividad cultural y específicamente en la
literaria. Es interesante anotar, asimismo, que nuestro uso del término «criollo» y
«sociedad criolla» está avalado por el sentido que esos términos adquieren en los textos
literarios del periodo, y no solamente en la documentación jurídico-administrativa,
como veremos más adelante.

De todos modos, lo que interesa retener de toda la problemática social vinculada al


sentimiento criollo en la Colonia, es que éste crece y se articula a los paradigmas de la
cultura barroca en el marco de un proceso reivindicativo a partir del cual empieza a
diferenciarse lo que podríamos llamar «el sujeto social hispanoamericano». Este
proceso se corresponde, como se sabe, con el periodo de la decadencia española, desde
la muerte de Felipe II, en 1598, hasta la muerte de Carlos II último miembro de la
dinastía austríaca. Durante esta fase de la historia española se ajusta y transforma el
orden anterior. La política del Estado español con respecto a América se encauza hacia
objetivos fiscales, sacrificando, como se ha dicho, la economía a la Hacienda, y
quebrando así el principio del bien común16. Sin tocar las bases del mercantilismo
monopólico, la Corona sigue una política filoaristocrática de profundas consecuencias
sociales en América. Entre ellas se cuenta, por ejemplo, la progresiva burocratización de
la nobleza castellana y la creación de una «nobleza indiana» endogámica que se afianza
sobre la base del mayorazgo, las alianzas matrimoniales y el acaparamiento de tierras
por medios ilegales (concesiones abusivas de los Cabildos, nepotismo, —34→
usurpación de comunidades indígenas. Igual que antes se hiciera con los cargos públicos
se venden, desde principios del siglo XVII, títulos de la nobleza castellana a mercaderes
indianos, hacendados o mineros ricos. Como indica Céspedes del Castillo, a lo largo del
siglo XVII los criollos van acaparando títulos nobiliarios comprados o concedidos,
hábitos de las órdenes Militares, escudos de armas más o menos fantasmagóricos,
títulos de «familiar del Santo Oficio», cargos en cofradías religiosas, patronazgo de
conventos e instituciones de beneficencia, puestos en la guardia del virrey, grados
militares honoríficos17. Según el mismo autor, un avance igualmente agresivo se registra
en el nivel social medio. Los criollos predominan en las profesiones liberales, el clero y
la burocracia, convirtiéndose en un satélite ideológico de las elites. La gran movilidad
social interclase aumenta en el periodo la competencia y la discriminación, que alcanzan
hasta el nivel popular.

Todo esto indica que el sector criollo, adquiere a nivel social, una visibilidad
innegable, que está escrita profusamente en documentos desprendidos del cuerpo
jurídico del Imperio en el siglo XVII, algunos de los cuales tuve oportunidad de
consultar en el Archivo de Indias, en Sevilla. Pero incluso al margen del testimonio que
deja este tipo de documentación, digamos, institucionalizada, y por lo mismo formal,
articulada, es interesante la lectura que muchos historiadores y cientistas sociales han
hecho en las últimas décadas de otras fuentes de carácter más popular y espontáneo,
redimensionando el concepto de Social History central en esa disciplina. El estudio de
correspondencia privada, memoriales, archivos conventuales, etcétera, permite captar
los usos cotidianos, espontáneos y a veces contradictorios de términos claves para la
investigación sociohistórica, revelando, además, la dinámica cotidiana de la Colonia,
sus valores dominantes y modelos de comportamiento18.

—35→

16
De todo este proceso que hemos venido exponiendo, lo que interesa en todo caso
retener, podría ser resumido en tres puntos principales.

En primer lugar, el sector criollo se convirtió en un importante grupo de presión


que se afianza progresivamente en su riqueza, prestigio y poder político. Aunque los
criollos no consiguen nunca dentro de los marcos del Imperio los objetivos de
autonomía administrativa y predominio político-económico, lo cierto es que el creciente
protagonismo del grupo amenaza el ideal del Imperio como cuerpo unificado. Los
intentos de autodeterminación de ese sector son, en muchos casos, vistos con respeto; en
otros casos, son interpretados como una forma incipiente de separatismo tendiente a
favorecer procesos de regionalización (como efectivamente sucedería), constituyendo
gérmenes de las futuras nacionalidades, que Irving Leonard ve asomar ya hacia fines del
siglo XVII.

En segundo lugar, ese avance criollo, consecuencia de un largo proceso


reivindicativo originado ya en la Conquista, generó el desarrollo de la conciencia social
de ese grupo, la cual surge no solamente de los logros conseguidos sino principalmente
de las postergaciones y los límites de ese avance. Se sabe, por ejemplo, que los criollos
no alcanzaron puestos de jerarquía eclesiástica o civil, salvo excepciones. También
existe extensa documentación que demuestra —36→ la resistencia al criollo dentro
del clero regular. Se consideraba que la «santidad» de este grupo era dudosa, dado el
medio social del cual surgía el criollo, dominado por el afán de éxito y ascenso social, la
codicia y el resentimiento. Por lo tanto, para la dirección de las órdenes no podían
competir con los peninsulares, imbuidos de la tradición mística castellana. En el mismo
sentido, dentro de la escala administrativa, existió todo un cuerpo legal destinado
únicamente a regular el otorgamiento de cargos públicos a los criollos y obligando a un
régimen de alternancia con los peninsulares. Este sistema, refrendado por el papa, se
continúa hasta fines del dominio español19.

En tercer lugar debe mencionarse el plano estrictamente cultural (y en este punto


regresamos al problema del paradigma barroco y su asimilación en el complejo de la
cultura virreinal). A este nivel, y específicamente en el plano de la literatura, se
manifiesta en su propia modulación la problemática hegemonía/dependencia que hemos
visto manifestarse en lo que tiene que ver con el surgimiento de la conciencia criolla.
Por un lado, en la práctica literaria de algunos escritores del siglo XVII
hispanoamericano, el código barroco sirve como vehículo para cantar la integración al
sistema dominante, lograda o anhelada. En otros casos, el modelo barroco provee las
formas y tópicos que, utilizados por la intelectualidad virreinal, denuncian la Colonia
como una sociedad disciplinaria y represiva. Ésta, por un lado, tolera la ascención
criolla, por otra parte inevitable; al mismo tiempo, intenta controlarla como parte
orgánica del proyecto imperial, enajenándola de su realidad cotidiana a través de los
rituales y las máscaras del poder20.

—37→

En relación con esta problemática es que se define la obra de quienes son,


probablemente, los tres escritores más importantes del periodo, en los virreinatos de
Perú y de la Nueva España. Se trata de Juan de Espinosa Medrano, el Lunarejo, Carlos
de Sigüenza y Góngora y sor Juana Inés de la Cruz, nombres ineludibles en la literatura
del siglo XVII hispanoamericano. En tres estilos muy diferentes entre sí, estos tres

17
escritores actualizan la naturaleza jánica del barroco hispanoamericano. Por un lado, en
su obra el paradigma barroco da la cara a los rituales sociales y políticos del Imperio y
se apropia de los códigos culturales metropolitanos como una forma simbólica de
participación en los universales humanísticos del imperio. Por otro, esos intelectuales se
articulan a través de sus textos a la realidad tensa y plural de la Colonia a la que ya
perciben y expresan como un proceso cultural diferenciado, y utilizan el lenguaje
imperial no sólo para hablar por sí mismos sino de sí mismos, de sus proyectos,
expectativas y frustraciones.

Juan de Espinosa Medrano, el Lunarejo, sacerdote natural del Calcauso,


corregimiento del Cusco, tiene entre sus obras, piezas dramáticas sacras y profanas,
obras filosóficas y crítico-literarias, escritas en castellano, latín y quechua. En 1662 da a
conocer su Apologético en favor de don Luis de Góngora, texto reconocido como el
primer ejemplo de crítica literaria hispanoamericana21. La voluntad del erudito mestizo
de terciar en las polémicas metropolitanas en torno a la valoración del poeta cordobés,
resurgidas después de la muerte de éste, en 1627, es importante como indicio de época.
El Lunarejo sale al cruce de los ataques hechos a Góngora por el erudito portugués
Manuel de Faría y Souza, en sus cuatro volúmenes dedicados a comentar Las Lusíadas
de Caõmes. Faría y Souza denigra a Góngora por considerar que su reputación oscurecía
la de Caõmes, a quien consideraba «hombre inspirado por el espíritu divino». En su
defensa de Góngora, Espinosa Medrano expresa, por un lado, su profundo dominio del
código culterano, y un concepto riguroso de la función y procedimientos de la crítica
literaria, a la —38→ cual concibe como una disciplina de orientación científica.
Indica que ésta, a partir del relevamiento y la cuantificación de procedimientos
literarios, debería además tomar en cuenta la cualidad comunicativa de éstos dentro del
contexto poético. Distingue los recursos que convienen a la poesía secular y a la
escritura revelada, rastrea con increíble erudición las fuentes latinas en las que estaban
ya codificadas las cinco variantes del hipérbaton, planteando el problema
tradición/originalidad, código culto/lenguaje popular o cotidiano, aspecto que algunos
han visto como un adelanto de Tinianov y Jakobson22. Concluye el crítico peruano en
que Góngora realiza con su obra la «habilitación» del idioma castellano que con él entra
en un proceso de renovación lingüística. La transgresión del orden convencional de la
frase está naturalizada en el discurso poético gongorino; no sobreimpuesta como
disrupción o anomalía lingüística sino integrada al lenguaje en su función expresiva,
propiamente poética.

En todo caso, Espinosa Medrano se articula a la revisión del canon culterano


proponiéndose como un interlocutor válido en la disputa metropolitana. Su sofisticado
discurso crítico no está exento, sin embargo, de nutridas referencias a la condición
marginal del intelectual de Indias. El Apologético en favor de don Luis de Góngora se
abre con el reconocimiento de su identidad periférica. En las palabras dedicadas al
lector de la Lógica, indica: «Tarde parece que salgo a esta empresa: pero vivimos muy
lejos los criollos y si no traen las alas del interés, perezosamente nos visitan las cosas de
España»23. Y más adelante:

Ocios son estos que me permiten estudios más severos:


pero ¿qué puede haber bueno en las Indias? ¿Qué puede
haber que contente a los europeos, que desta suerte dudan?
Sátiros nos juzgan, tritones nos presumen, que brutos de
alma, en vano nos alientan a desmentirnos máscaras de

18
humanidad24.

—39→

Según algunos, la rápida difusión que alcanzó el Apologético de Espinosa Medrano


en España no fue mayor a la que mereció en Roma su Philosophia Tomisthica,
publicada en latín en 1688. El volumen correspondiente a la Lógica aborda
agresivamente, en su «Prefacio al lector» el tema de la igualdad intelectual de europeos
y americanos, a partir de una curiosa disquisición geográfica. El Lunarejo reafirma la
idea de que los americanos gozan del privilegio de habitar el polo antártico, que «está en
lo alto del cielo, o sea que es la parte superior y a la vez la parte diestra» del Universo, e
indica:

Por consiguiente, los peruanos no hemos nacido en


rincones oscuros y despreciables del mundo ni bajo aires más
torpes, sino en un lugar aventajado de la tierra, donde sonríe
un cielo mejor, por cuanto las partes superiores son
preferibles a las inferiores y las diestras a las siniestras25.

Y se pregunta:

Conque para los peruanos las estrellas son diestras, y sin


embargo su fortuna es siniestra. Y ¿por qué? Sólo porque son
superados por los europeos en un sólo astro, a saber, el
augusto, óptimo y máximo rey Carlos [...] Alejados, pues, en
el otro orbe, carecemos de aquel calor celestial con que el
príncipe nutre, alienta, fomenta y hace florecer la excelencia
y todas las artes. Así pues no basta merecer los premios, la
gloria, los honores debidos a esta excelencia (los cuales hay
que buscar prácticamente en las antípodas, y aun así llegan
tarde o nunca); hay que ser argonautas también. Pero ésta es
la vieja queja de los nuestros, y no cabe reiterarla aquí26.

La queja y el reclamo, el tono reivindicativo y la arrogancia implícita en la


apropiación de los códigos expresivos dominantes, son la modulación de una conciencia
crítica incipiente. Aún aplicada a elementos, como el culteranismo, que integraban el
discurso canónico, esa conciencia crítica descubre en la tradición hispánica inmediata
—40→ su propia tradición, pero al mismo tiempo descubre su posición excéntrica,
desplazada, con respecto al objeto de su reflexión. Se equivoca Mariátegui, por una vez,
al interpretar que la literatura de la Colonia es «un repertorio de rapsodias y ecos, si no
de plagios» y que textos como el Apologético están dentro de los parámetros canónicos
de la literatura española27.

19
La poética de la lírica culterana, que el Lunarejo realiza a través de su Apologético
se manifiesta así no solamente como un aporte al canon. Implica, al mismo tiempo, la
voluntad de identificación de un estilo hispanoamericano de época, de claras
connotaciones ideológicas. Marca, como indicara alguna vez Jaime Concha, «un
primitivo momento de constitución de una ideología de las capas medias del Virreinato,
en su grupo de letrados»28, poseedores de cierta conciencia de elite cultural por el
manejo de ese instrumento técnico complejo constituido por el gongorismo. Finalmente,
ese intento de ósmosis de los intelectuales del barroco virreinal con el humanismo
renacentista no es tampoco casual. Forma parte de la cultura colonial de la época, que
tiene uno de sus pilares en el humanismo y la pedagogía jesuíticos, propuesto como
contramodelo de las tendencias disolventes del protestantismo. Pero el fenómeno es
complejo. Es cierto, por un lado, que el gongorismo, tan extendido en América, sirvió,
por ejemplo, en manos de los jesuitas, como un «pesado instrumento pedagógico»,
haciendo que los niños que debían aprender en las escuelas largas tiradas del poeta
cordobés «se apartaran de sus circunstancias inmediatas para sumergirse, mediante el
espejismo seductor de las palabras, en la distante patria metropolitana»29. Pero no es
menos cierto también que el gongorismo, lejos de ser en todos los casos la lengua
muerta del poder imperial, dio a muchos intelectuales del Barroco indiano un motivo de
lucimiento y autoafirmación, actuando, paradójicamente, como pretexto en el proceso
de conformación de la identidad cultural hispanoamericana, al menos en uno de sus
sectores sociales.

—41→

En esa misma dirección es que debe entenderse también la participación de muchos


escritores de la época en polémicas culturales que incluso trascendían el ámbito
peninsular. En el contexto de la Nueva España el principal de ellos es probablemente
Carlos de Sigüenza y Góngora, relacionado por línea materna con el poeta cordobés, ex
jesuita y representante de la más alta erudición novohispana. Según Irving Leonard,
Sigüenza y Góngora «simboliza la transición de la ortodoxia extrema de la América
española del siglo XVII a la creciente heterodoxia del siglo XVIII»30. Su calidad de
polígrafo se prueba en los temas de arqueología e historia, poesía devota en estilo
culterano, crónicas contemporáneas, narraciones y escritos científicos, pero su devoción
más constante fueron las matemáticas y la astronomía. Fue cosmógrafo real, y se afirma
que Luis XIV trató de atraerlo a la Corte francesa, por el prestigio de su instrumental y
dominio científico. Manifiesta en diversos tratados su desacuerdo con el significado que
los astrólogos atribuían a las manifestaciones astrales, consideradas por unos presagios
de calamidades y, por otros, extraños compuestos en que se combinaba la exhalación de
los cuerpos muertos con la transpiración humana. Sigüenza y Góngora reacciona con su
obra Belerofonte matemático contra la quimera astrológica (1692) en que afirma la
superioridad del análisis matemático sobre el saber astrológico, entrando también en
polémica con el austriaco Eusebio Francisco Kino, jesuita de inmenso prestigio como
matemático y astrólogo. Sigüenza y Góngora se queja del desdén con que los europeos
pensaban en los conocimientos y avances científicos de ultramar, diciendo:

En algunas partes de Europa, sobre todo en el norte, por


ser más alejado, piensan que no solamente los habitantes
indios del Nuevo Mundo, sino también nosotros, quienes por
casualidad aquí nacimos de padres españoles, caminamos
sobre dos piernas por dispensa divina, o, que aún empleando

20
microscopios ingleses, apenas podrían encontrar algo
racional en nosotros31.

—42→

Kino refuta a Sigüenza y Góngora con su Exposición astronómica, reafirmando la


idea de que los cometas eran presagios de mal agüero. Sigüenza contesta con su Libra
astronómica y filosófica, que sugiere claramente la heterodoxia del mexicano en su
interés por llegar a la verdad natural: «Yo por la presente señalo que ni su Reverencia,
ni ningún otro matemático aunque fuese Tolomeo mismo, puede establecer dogmas en
estas ciencias, pues la autoridad no tiene lugar en ellas para nada, sino solamente la
comprobación y la demostración»32.

Y se pregunta: «¿Sería prudente para la inteligencia aceptar las enseñanzas de otros


sin investigar las premisas sobre las cuales se basan sus ideas?»33.

Sus escritos incluyen múltiples huellas de las teorías de Gassendi, Galileo, Kepler y
Copérnico, así como referencias concretas a Descartes y atrevidas refutaciones al
pensamiento aristotélico. Dice Sigüenza y Góngora, en un escrito de 1681, en un tono
que sonaba herético a sus contemporáneos: «Aun Aristóteles, el reconocido Príncipe de
los Filósofos, quien por tantos siglos ha sido aceptado con veneración y respeto, no
merece crédito [...] cuando sus juicios se oponen a la verdad y a la razón»34.

Esta oposición al autoritarismo escolástico y la apertura hacia la experimentación


no son, sin embargo, los únicos rasgos en la obra del pensador mexicano. En su obra
asoma también un orgullo criollo arraigado no sólo en el dominio del pensamiento
científico sino en las fuentes históricas del pasado prehispánico, como en sus Glorias de
Querétaro (1688) donde describe el mundo indígena como ingrediente de la tradición
criolla35. También en su Teatro de las virtudes —43→ políticas que constituyen a un
príncipe (1680) se refiere a los antiguos reyes indios como ejemplos para sus
contemporáneos. Su sincretismo cultural articula la mitología griega, las Sagradas
Escrituras, la cultura indígena y las ideas y métodos más avanzados de la ciencia
europea como partes de una cosmovisión protonacional que convierte el Barroco de
Indias en un producto original, articulado activamente a la circunstancia histórica de la
Colonia y a las condiciones concretas de producción cultural en la Nueva España. En la
obra de Sigüenza y Góngora, como en la de el Lunarejo (como antes en el Inca
Garcilaso) aparece concretamente el concepto de «patria» casi siempre en contextos
donde sirve como elemento diferenciador con respecto a la indiferencia arrogante de los
europeos, y para identificar un proyecto cultural que no se extendía aún mucho más allá
de los límites reivindicativos del sector criollo ni descartaba todavía la matriz española.
La conceptualización y la retórica barrocas, que en la Península legitimaban un sistema
de poder que comenzaba a resquebrajarse, sirven en América al proceso creciente de
consolidación de formas de conciencia social de la oligarquía criolla que tiene en un
buen sector del grupo letrado a sus «intelectuales orgánicos».

En varias vertientes la reelaboración indiana del Barroco deja sus huellas en la


literatura, y cada una de estas vertientes merecería un estudio detenido. Una de ellas
tiene que ver con la asimilación del cartesianismo interiorizado como instrumento poco
visible de racionalización y punto de apoyo para la construcción del ser social36. Otra

21
vertiente podría perseguirse en la utilización de ciertos tópicos, como el tópico del viaje,
por ejemplo, que adquiere el sentido de una recuperación crítico-satírica del espacio
marginal. Una tercera línea —44→ de reflexión es la que abre la utilización del yo en
el discurso literario del periodo. En Infortunios de Alonso Ramírez (1690) de Sigüenza y
Góngora, considerada una de las primeras novelas americanas, la ficción autobiográfica
se quiebra al final de la narración, en que el autor hace aparecer su propio nombre en
boca de su personaje, para canalizar a través suyo, ante el virrey, un reclamo personal.
Alonso Ramírez, el personaje de rasgos picarescos, menciona los cargos de Sigüenza y
Góngora como cosmógrafo real y catedrático de matemáticas de la Academia Mexicana
indicando que «títulos son estos que suenan mucho y valen muy poco, y a cuyo
ejercicio le empeña [a Sigüenza y Góngora] más la reputación que la conveniencia»37.

El Barroco de Indias redimensiona así procedimientos, tópicos y métodos de


estructuración discursiva, de acuerdo con el proyecto cultural del intelectual criollo,
según sea su articulación dentro de la totalidad social del virreinato. En sor Juana Inés
de la Cruz el discurso autobiográfico se integra en la prosa epistolar como una
prefiguración de la identidad social y de la alteridad represiva del interlocutor. El
ejemplo de sor Juana es, en este sentido, el más rotundo, porque en ella convergen una
actualización precisa del código barroco y una conciencia aguda de la marginalidad, de
profunda vigencia en nuestros días.

Si, por un lado, el Primero Sueño es considerado «una manifestación ultrabarroca


del verso colonial»38, otros de sus escritos dejan al descubierto una relación más tensa y
beligerante con el medio social del virreinato. El soneto tradicionalmente conocido
como «A su retrato», de notoria elaboración gongorina, en que el hablante lírico plantea
el problema del tiempo y la identidad, ha sido visto como una expresión de la
ambivalencia social del criollo mexicano, una recomposición, entonces, del tópico del
«engaño a los ojos» articulado a la problemática social novohispana39.

—45→

La producción epistolar de sor Juana tiene, en este sentido, un carácter mucho más
explícito, aunque provisto de una elaborada retórica. Allí la monja impugna el carácter
restrictivo del discurso escolástico, lo cual era posible no sólo por el interés creciente
que despertaban las disciplinas científicas y la literatura profana, que socavaban ya las
bases de la ortodoxia, sino porque, en términos más generales, el principio de orden y
regulación social sobreimpuesto a la sociedad novohispana ya era pasible de ser
impugnado. El estudio de las estrategias retóricas de la «Carta de Monterrey», de sor
Juana, por ejemplo, deja al descubierto de qué modo un texto de esas características
logra asediar las bases del orden virreinal y deconstruir sus principios de legitimación 40.
Pero quizá lo más notorio, en esta carta de la monja mexicana tanto como en su famosa
Respuesta a sor Filotea, diez años posterior, es la posición triplemente marginal desde
la cual la monja denuncia el mecanismo autoritario en la sociedad virreinal. En efecto,
sor Juana habla como mujer, como intelectual y como subalterna en la categoría
eclesiástica novohispana, y desde esos tres frentes, a través de lo podría llamarse su
«retórica de la marginalidad», sor Juana realiza un verdadero desmontaje del discurso
hegemónico. La «Carta de Monterrey» dirigida a Antonio Núñez de Miranda, confesor
de la Décima Musa y calificador de la Inquisición, se refiere principalmente al problema
de su productividad literaria, que le era reprochada a la religiosa como un apartamiento
de la devoción eclesiástica. Más que una defensa, su texto es una impugnación a los

22
acusadores. Hay alusiones constantes a la censura y la represión social, cuando ella
alude a ese «tan extraño género de martirio» al que es sometida, y a las «pungentes
espinas de persecución», que resultan en la autocensura, como interiorización del
mecanismo autoritario: «¿Qué más castigo me quiere Vuestra Reverencia que el que
entre los mismos aplausos que tanto se duelen tengo? ¿De qué envidia no soy blanco?
¿De —46→ qué mala intención no soy objeto? ¿Qué acción hago sin temor? ¿Qué
palabra digo sin recelo?»41.

Pero los frentes de impugnación desde los que se sitúa el hablante epistolar de la
«Carta de Monterrey» superan la circunstancia individual, y se definen más bien como
parte integrante de la totalidad virreinal. El hablante del texto de Monterrey es, ante
todo, representativo, al igual que el interlocutor epistolar construido al interior del texto.
Sor Juana da, entre otros, el testimonio de la intelectual, enfrentada a la unicidad
masculina del discurso ortodoxo, y denuncia:

[...] que hasta el hacer esta forma de letra algo razonable


me costó una prolija y pesada persecusión, no por más de
porque dicen que parecía letra de hombre, y que no era
decente, conque me obligaron a malearla adrede, y de esto
toda esta comunidad es testigo42.

La cita enfoca un elemento de valor simbólico, paradigmático: la letra como unidad


mínima del texto, la grafía como la forma de expresión individual más directa e
inalienable, la práctica escritural como reducto final a partir del cual el ser social se
reconoce como sujeto participante dentro de la dinámica disciplinaria del sistema: sor
Juana lo cita como evidencia extrema del avasallamiento de que es objeto todo discurso
que transgrede su marginalidad amenazando la hegemonía del discurso dominante,
masculino, exclusivista, inquisitorial.

Sería posible desarrollar extensamente estos aspectos referidos a la retórica y


estrategia discursiva a la vez tan notorios y sutiles en el texto de sor Juana. Valga como
resumen de lo anterior, sin embargo, mencionar solamente que el texto invierte la
mecánica de la confesión y esgrime la mejor prosa barroca en defensa de los aspectos
que el discurso hegemónico marginalizaba, creando una dinámica de opuestos: literatura
sagrada/literatura profana, dogma/libre albedrío, fe/razón, esfera pública/esfera privada,
determinismo/voluntad, —47→ que remite a otras antítesis en el plano de la historia
política: hegemonía/subalternidad; centro/periferia. Esas antítesis exponen, en sus
manifestaciones diversas, la tensión ideológica de la época; revelan la mecánica del
poder, su derivación autoritaria y su ejercicio megalomaníaco. Más que una dinámica
oximorónica estas oposiciones exponen la dialéctica epocal del virreinato, su mecánica
de regulación y transgresión que culminaría en la síntesis auspiciada por el pensamiento
iluminista. Para llegar a esa síntesis histórica que fue la Independencia -apertura a otras
contradicciones ideológicas- fue necesario que Barroco y conciencia criolla operaran,
un siglo antes, como tesis y antítesis de una ecuación histórica que tuvo como resultado
la producción histórica del sujeto social hispanoamericano. Del Barroco no deriva en
América una literatura meramente mimetizada al canon europeo. Siguiendo un ejemplo
de Céspedes del Castillo43 (que retomo aquí libremente) podemos recordar que las
iglesias de México o del Perú exponen, sin duda, la pasión ornamental del Barroco

23
español, pero el tezontle, piedra volcánica muy roja, les da un carácter diferente en
México, igual que la piedra blanquísima y porosa de Arequipa, tan fácil de labrar, anula
la pesadez arquitectónica de los modelos españoles. Como indica ese autor, la
construcción se hace más ventilada en zonas tropicales o incorpora la quincha, caña y
barro, en zonas sísmicas. Pero tampoco se trata de meras modificaciones formales,
porque los altares de esas iglesias, en un raro sincretismo, combinan a su vez las
imágenes sagradas con la escultura indígena, la flora y la fauna locales y las
supersticiones y mitos vernáculos, de modo que el barroco puede ser percibido como un
instrumento sobreimpuesto, que vehiculiza la expresión de una cultura subalterna pero
presente, o mejor dicho, sobreviviente. Es una síntesis histórica y artística, no una
ecuación matemática. La totalidad no es igual a la suma de las partes que la componen.
El producto cultural resultante es dependiente de sus fuentes pero original en sí mismo,
y expresa las condiciones reales de producción cultural, y la ubicación social del
productor. Y lo que es más importante, se pone al servicio —48→ de otros intereses
político-sociales, diferentes de aquellos que aseguraron el surgimiento y prolongación
de la cosmovisión imperial. Barroco y conciencia criolla son estructuras culturales e
ideológicas en diálogo, interdeterminantes, y la literatura quizá la forma en que mejor se
expresa la transición del «reino de Dios» al reino de los hombres y mujeres que están en
la base de nuestras nacionalidades actuales.

Para la oligarquía criolla del siglo XVII y su sector letrado, el Barroco es, como
dijimos, un modelo expresivo, la imagen y el lenguaje del poder, al que se puede
venerar o subvertir, según el grado de conciencia alcanzado. A través suyo se escucha la
voz de la escolástica, la poética aristotélica y las formas de composición gongorinas44.
La apropiación de ese modelo es, en gran medida, simbólica. Y reivindicativa. Toma
connotaciones políticas cuando esos modelos dominantes adquieren, digamos, opacidad,
llamando la atención sobre sí mismos; cuando lo que importa no es ya, solamente, las
formas o grados de apropiación del canon, sino los valores que ese canon
institucionaliza, juzgados desde la perspectiva de un sector con conciencia de sí. En este
caso se trata del sector criollo, que afirmado a la vez en la herencia, la riqueza y la
territorialidad, pugnaba por el reconocimiento social, la participación política y la
autonomía económica. Esa pugna cristaliza en proyectos sociales diversos, a veces
divergentes, que en términos generales coincidían en torno a un objetivo común, que a
mediados del siglo XVII parecía aún un sueño, un horizonte utópico. El Lunarejo lo
expresa en el «Prefacio al lector de la Lógica» con palabras que hubieran podido
suscribir muchos escritores de siglos posteriores: «Pues los europeos sospechan
seriamente que los estudios de los hombres del Nuevo Mundo son bárbaros [...] Más
que si habré demostrado que nuestro mundo no está circundado por aires torpes, y que
nada cede al Viejo Mundo?»45.

24
—49→

Para una relectura del Barroco hispanoamericano:


problemas críticos e historiográficos
Creo que no es errado afirmar que el Barroco es uno de los periodos de la historia
literaria y cultural de Hispanoamérica que reclama más urgente revisión. Por un lado, la
proliferación de estudios monográficos sobre temas y obras del periodo demuestra un
notorio interés por parte de la crítica en esa etapa de la historia cultural del continente.
Esta dedicación al Barroco no ha resultado, sin embargo, en la producción de estudios
globales, de reinterpretación y análisis del significado de la producción barroca como
parte del desarrollo histórico-cultural hispanoamericano. Los estudios parciales que han
visto la luz en las dos últimas décadas no impugnan casi nunca la periodización o los
criterios historiográficos que han fijado el Barroco a las etapas del proceso imperial, con
prescindencia de los avatares históricos y las condiciones político-sociales americanas.
Incluso desde el ala de la crítica sociohistórica, la sobreenfatización de la teoría
dependentista, por ejemplo, oscureció, a mi juicio, buena parte del proceso propio de las
nuevas formaciones sociales americanas. Las innovaciones críticas que muchas veces
aparecen en estudios actuales sobre temas o autores barrocos no alteran así la
continuidad de vicios conceptuales y desviaciones ideológicas acerca del periodo. La
ampliación del canon colonial no cambia aún la matriz interpretativa global. Por otra
parte, la diversidad de direcciones desde la que se ha enfocado el Barroco ha terminado
por confundir los campos de análisis, ha oscurecido tanto el objeto como los objetivos
de esta área de los estudios coloniales. El «precioso catálogo de disparates» al que se
refiriera hace años Jaime Concha aludiendo a la crítica existente sobre el corpus
colonial, —50→ tiene su principal fuente de ingresos en el nivel metodológico. Este
oscila entre el reduccionismo y la expansión ad infinitum de las categorías de análisis,
entre el eurocentrismo y el tropicalismo, entre el dependentismo y la crítica intrínseca,
apegada a su ideal de desconstruir epifenómenos culturales.

En estas notas quiero, en primer lugar, esbozar algunas de las posiciones desde las
que se ha abordado el tema del Barroco americano, para delinear de alguna manera el
mapa de los estudios sobre el periodo. En segundo lugar, mencionaré algunos de los
problemas a los que se enfrenta, necesariamente, la crítica que trata del Barroco. En
tercer lugar, deseo incluir algunas de las bases que podrían servir, a mi juicio, para
elaborar una propuesta crítica para la reinterpretación del Barroco hispanoamericano.

La cuestión del Barroco


El Barroco ha permanecido en el interés de la crítica y la historia del arte
hispanoamericanos por razones diversas, quizá principalmente por la conciencia, muy
clara en algunos casos, de que nos encontramos frente a un tema a la vez crucial y mal
resuelto por los estudios existentes hasta ahora. Las causas de ese interés en el Barroco
son, en todo caso, muy variadas, y no siempre parten como podría pensarse, del
reconocimiento per se del valor estético de la producción del periodo. Quiero indicar
aquí, someramente, cuáles son algunas de las trincheras crítico-ideológicas desde las
que se ha asediado este periodo crucial del desarrollo cultural hispanoamericano, y

25
cuyas divergencias han llegado a configurar lo que hoy puede reconocerse como «la
cuestión del Barroco».

El Barroco, periodo fundacional. Considerado una de las etapas fundacionales de


la literatura hispanoamericana, el Barroco encierra para muchos los orígenes de la
identidad mestiza y la condición colonial de Hispanoamérica. Por un lado, volver a él
significa, en muchos casos, interrogarse acerca de nuestras raíces culturales,
preguntarse, con un interés retrospectivo, sobre los orígenes de problemáticas actuales,
—51→ que permanecen irresueltas. A partir de cuestiones como las del realismo o lo
«real maravilloso», los orígenes de la novela, la crónica o el testimonio, la identidad
hispanoamericana y el surgimiento de los nacionalismos, se llega en muchos casos al
Barroco viendo en él una especie de piedra fundamental de muchos temas y problemas
que la actualidad hispanoamericana no alcanza a resolver. La ampliación del canon
colonial, uno de los tradicionalmente más restringidos en nuestra historia literaria, es
resultado de esta operación historicista, que reivindica los orígenes de la cultura
hispanoamericana al interior de esa misma cultura, promoviendo una lectura de los
procesos culturales continentales en su peculiaridad histórica.

El Barroco, cultura «clásica». En otros casos, la recurrencia crítica sobre el


Barroco surge de otros supuestos menos compatibles que el anterior, muy arraigados,
sin embargo, en buena parte de los estudios literarios hispanoamericanos,
específicamente de los coloniales. Partiendo de premisas sentadas por el liberalismo
burgués en el siglo pasado, muchos estudios actuales de la literatura colonial consideran
que el Barroco corresponde al periodo «más clásico» de las letras hispanoamericanas,
ya que aparece contaminado por el prestigio indiscutido de los modelos metropolitanos.
No es infrecuente, así, ver integrado al currículo de los cursos o manuales de literatura
española autores como sor Juana Inés de la Cruz o Juan Ruiz de Alarcón. La excelencia
literaria de estos autores, a quienes la visión eurocentrista beneficia con su inclusión en
el Parnaso universal del clasicismo, permite pasar por alto la casualidad histórica de su
condición colonial, que aparece, más bien, desde esta perspectiva, como un obstáculo
bien superado por estos exponentes excepcionales de la cultura hispánica. Esta
perspectiva asume, así, una posición reflejista, que por supuesto no se agota en los
estudios coloniales, realizando una lectura precondicionada por los códigos expresivos
metropolitanos, y descartando como no canónicos todos los textos que rompen este
esquema de dependencia expresiva.

Barroco, «barroquismo», «neobarroco». Otros autores, por su parte, se interesan


en el tema del Barroco porque el mismo provee, más allá —52→ de los límites de su
canonización crítico-historiográfica, un rótulo vagamente asociado con el «sistema de
preferencias» temáticas y estilísticas que el Barroco formalizó en su momento. En
efecto, la denominación de «barroco» aparece hoy día aplicada a los más variados
productos culturales, en diferentes épocas. Los autores que recurren a esta utilización
del término, son en general escritores ellos mismos, y realizan una aproximación
espontánea y voluntarista a la literatura continental, no exenta, en algunos casos, de
ricas sugerencias. En este sentido deben ser entendidas las reflexiones de Lezama Lima
cuando habla de «La curiosidad barroca» o las consideraciones de Carpentier en Tientos
y diferencias o la teorización de Severo Sarduy u Octavio Paz, aun cuando en cada caso
podría verse una diversa utilización crítica e ideológica del concepto de «barroco». Esta
posibilidad de «extensión metafórica» del termino «barroco» se produce también con
otros códigos expresivos (realismo, romanticismo, vanguardia, por ejemplo). Además

26
de que el procedimiento trivializa y en gran medida tiende a la desemantización del
término, creo que ese recurso de extensión metafórica tiene consecuencias de tipo
ideológico, que no cabe desarrollar en estas notas. Baste indicar, solamente, de qué
modo en muchos casos se articula ese supuesto «barroquismo» de la cultura
hispanoamericana a una concepción tropicalista de nuestros países. «Barroquismo» se
asocia, en efecto, a una condición intrínseca de América Latina, facilitando paralelos
entre «barroquismo», exhuberancia geográfica, volubilidad política, por ejemplo.

El Barroco, ideología hegemónica. Desde el ala de los estudios sociohistóricos e


ideológicos de la literatura hispanoamericana, la «cuestión del Barroco» es abordada
con el siguiente fundamento: El Barroco ofrece, en la historia literaria
hispanoamericana, la primera oportunidad de estudiar el modo en que un código
expresivo, articulado a formas bien concretas e institucionalizadas de dominación, es
impuesto como parte del sistema hegemónico y asimilado en las formaciones sociales
del mundo colonial. El estudio del Barroco nos permite la aplicación de la teoría
marxista en sus variantes althusseriana y gramsciana con respecto a los conceptos de
aparatos ideológicos —53→ de Estado y hegemonía, por ejemplo, y nos remite a la
temática del colonialismo en su manifestación más ortodoxa. Doy aquí algunos
ejemplos de esta orientación crítica. Las tres primeras citas corresponden a Leonardo
Acosta: «El Barroco fue un estilo importado por la monarquía española como parte de
una cultura estrechamente ligada a su ideología imperialista. Su importación tuvo, desde
el principio, fines de dominio en el terreno ideológico y cultural»46.

En seguida el mismo autor se pregunta -claro- por qué, entonces, «el tema del
Barroco merece tanta atención», e indica:

Ante la existencia de problemas mucho más apremiantes


-incluso en el plano cultural-, tales como los que plantea la
creciente penetración yanqui en la América Latina, el tema
del barroco colonial o neocolonial no parece merecer tanto
espacio ni tan prolífica argumentación47.

Y se contesta: «Sin embargo, la importancia del tema resalta cuando lo insertamos


en su verdadero contexto, el de la ideología hispanizante que surgió en nuestra América
a fines del siglo pasado y en cuyos lazos cayeron no pocas figuras ilustres de la política
y las letras»48.

Jaime Concha, por su parte, indica que

[...] lo característico de la poesía barroca en el


continente es que la renovación gongorina [...] se pone al
servicio de intenciones claramente apologéticas del orden
colonial, especialmente de una superestructura administrativa
civil y eclesiástica. Lo que en la metrópoli fue un impulso de
liberación cultural llevado hasta límites extremos de las
posibilidades del lenguaje, se convierte en la Colonia en un
vehículo de poesía devota, de reverencia hagiográfica49.

27
—54→

A partir de la aplicación de este modelo de análisis, puede interpetarse así la


historia literaria hispanoamericana como la repetición de un patrón de dependencia,
sojuzgamiento de formas autóctonas, transculturación y censura, con variantes que
corresponden a las distintas formas de dominación y a la distinta configuración del
Estado en épocas diversas.

En estas notas quiero argumentar solamente con respecto a la metodología e


implicaciones ideológicas de esta última posición con respecto al Barroco, aunque
relacionándola con la primera de la serie mencionada: la que enfoca esta época como
una de las etapas fundacionales en el desarrollo cultural de Hispanoamérica.
Previamente mencionaré, sin embargo, algunos de los puntos cuya resolución me parece
primaria para el desarrollo de cualquier interpretación del Barroco.

Problemas para el estudio del Barroco hispanoamericano

El Barroco: ¿un estilo, un periodo, una cultura?

El problema más obvio es la falta de acuerdo en cuanto a la significación y


aplicabilidad del término. Los usos más tradicionales del término «barroco» se aplican a
diversos niveles relacionados con el estudio de las obras artísticas y específicamente
literarias. Cada uno de esos niveles implica una operación cognoscitiva específica, y por
tanto, reclama una metodología diferente. Recogiendo solamente los usos más
frecuentes, podemos indicar que se habla, por ejemplo, de un estilo barroco, haciendo
referencia a rasgos generales que extreman la estética renacentista y que pueden
reducirse, siguiendo a Wolfflin, a un sistema de opuestos que denota en sí mismo la
tensión expresiva de ese estilo.

Se habla también de un periodo barroco, es decir de una etapa difícil de delimitar


en la historia del arte y la literatura, marcada por la predominancia estilística del
Barroco. La presencia de estas «dominantes» barrocas fagocita otras formas artísticas
que permanecen así como formas no canónicas. Esta lectura de la historia literaria del
periodo instala al interior de las culturas americanas de la época —55→ un
mecanismo de colonialismo interno, por el cual las formas dominantes terminan
eclipsando totalmente a otras que por razón del relegamiento social de los sectores
productores, son también marginalizadas, apareciendo como no configurando el periodo
al cual pertenecen.

A partir principalmente de los estudios de Maravall, se habla en el ámbito


hispánico de «la cultura del Barroco» extendiendo así la aplicación del término del
campo de lo estético al de las demás formas de organización político-social en un
periodo determinado. Maravall concibe la cultura del Barroco como una «estructura
histórica» y a la vez como un «concepto de época» que articula una determinada

28
«mentalidad» a ciertas condiciones de producción cultural que se repiten, según su
análisis, en diversos países del contexto europeo. Es interesante anotar que en ningún
momento Maravall hace extensiva esta conceptualización a la realidad americana, ni
alude a ningún tipo de continuidad o sincronización de la cultura barroca metropolitana
y colonial50.

Otra variante de la cuestión barroca es la que ilustra, por ejemplo, el delirio crítico
de Severo Sarduy, que se lanza a una interpretación libre de lo que denomina el «campo
simbólico del barroco»51.

La pluralidad barroca

A pesar de que muchos de los más valiosos estudios sobre el Barroco señalan su
presencia en numerosos países europeos52, tiende a predominar la idea de que el
Barroco es un fenómeno artístico predominantemente español irradiado desde la
Península a espacios que aparecen así constituyendo una especie de periferia cultural 53.
Por el contrario, la descentralización del fenómeno Barroco, su comprensión como
fenómeno o «significante cultural»54 permite el estudio —56→ independiente de las
diversas culturas nacionales en las cuales el Barroco pudo actualizarse con significados
estético-ideológicos diversos. A esta descentralización apunta Picón Salas al hablar del
Barroco de Indias, fijando en esa fórmula el encuentro de constantes y variables propio
del desarrollo de una cultura dependiente pero diferenciada, como es la americana. Creo
que el acento de los estudios actuales sobre el Barroco americano debe enfatizar
principalmente las formas, grados y alcances ideológicos de esa diferenciación, vista
como resultado de procesos histórico-sociales específicos.

El Barroco y su articulación histórico-ideológica

Las articulaciones más recibidas: Barroco y Contrarreforma, Barroco y práctica


jesuítica, Barroco y absolutismo monárquico, Barroco como estilo de una sociedad rural
y señorial, Barroco como cultura eminentemente urbana y masificada, dan cuenta de la
línea dominante del Barroco español, principalmente. La dominante barroca, así
articulada, eclipsa las que fueron manifestaciones de un Barroco protestante, por
ejemplo, o subestiman la calidad «disidente» de la estética gongorina. El Barroco
español es así considerado un arte que, para algunos, celebra el poderío de la España
imperial; para otros, es el lenguaje grandilocuente y propagandístico a través del cual se
expresa la crisis de un imperio. En todo caso, estas articulaciones tienen sólo una
relativa vigencia en el caso de América. Como área periférica y dependiente, la cultura
barroca virreinal está condicionada por la ideología hegemónica. Como sociedad nueva,
constituida económica, étnica y lingüísticamente por componentes diversos a los
metropolitanos, su dinámica propia plantea otras necesidades expresivas. Los grupos
productores y receptores actualizan así los códigos dominantes a través de un proceso
diferenciado del metropolitano, determinado por la vigencia de peculiares condiciones
de producción cultural. La función de la crítica es así la de identificar esos puntos de

29
articulación entre los códigos estéticos y el nivel histórico-social para que el Barroco de
Indias, significante cultural diferenciado, adquiera su significación precisa.

—57→

Estrategias para una reinterpretación del Barroco americano


A partir de los niveles de problematización antes indicados, puede irse delineando
una propuesta interpretativa que debería intentar responder a las siguientes preguntas:
¿Debe continuar viéndose el Barroco como un fenómeno periférico con respecto al
metropolitano en el cual se actualizan, «regionalizados», los códigos dominantes?
¿Puede ser entendido el Barroco como un sistema histórico-cultural diferenciado? ¿En
qué medida el código barroco se articula a la dinámica social americana? ¿En qué
consiste, a nivel ideológico, la importancia fundacional del Barroco?

Creo que una aproximación a estos problemas requiere una innovación


metodológica al menos en dos aspectos fundamentales:

Atención a la dinámica sociocultural de la Colonia. Creo que el estudio y


evaluación de los códigos expresivos vigentes durante el periodo colonial debe partir de
la realidad americana misma, identificando como factores esenciales para la
comprensión del periodo aquellos que tienen que ver con las variaciones político-
económicas verificables en la época, las pugnas raciales, la composición de las castas,
funcionamiento institucional, etcétera. La asimilación del Barroco con el que ha dado en
llamarse «periodo de estabilización virreinal» sugiere la existencia de una continuidad
entre las formas de dominación «estabilizadas» en ultramar y los modelos expresivos
dominantes, implantados en América para reproducir y perpetuar los principios del
absolutismo monárquico y la Contrarreforma. Las múltiples tensiones ideológicas,
políticas y sociales del periodo parecen, desde esta perspectiva, no haber sido
relevantes, o no haber encontrado representación a través de las formas canónicas. De
modo que el primer paso para una relectura del Barroco parece ser el abandono de toda
actitud eurocéntrica y reflejista, y la relectura de la dinámica social del virreinato, a
través de la cual se manifiesta no solamente la decadencia del régimen imperial, que
expone ya a esa altura numerosas fisuras, sino además los conflictos propios de las
nuevas sociedades, dependientes pero diferenciadas de la metrópoli.

—58→

Consideración de los grupos productores. En el mismo sentido, la caracterización


del sector letrado en la Colonia es esencial para la identificación de la perspectiva
ideológica desde la cual se produce la apropiación de los códigos metropolitanos y su
redimensionamiento en América. A estos efectos es necesario considerar aspectos como
los relacionados con la formación de una nobleza indiana, así como los vinculados a la
constitución social de los sectores entronizados en la alta dirigencia eclesiástica y en la
burocracia estatal en la Colonia. Estos elementos definen, entre otros, a este sector
letrado cuyas expectativas y frustraciones se establecen en relación con los grupos
peninsulares, con los que competían, pero al mismo tiempo a partir de un horizonte
ideológico definido y limitado a las alternativas de la época. Desde una perspectiva así

30
determinada es que debe analizarse el sentido de la apropiación de los códigos
dominantes así como de los aportes de la cultura indígena, que revela la cara oculta de
la sociedad virreinal.

Estudio de las ideologías emergentes: Barroco y conciencia criolla. La


consideración del Barroco en su carácter de ideología hegemónica, es decir en tanto
celebración y reproducción de los valores dominantes y de los principios de
legitimación imperial, deja al descubierto sólo la mitad de la verdad con respecto a este
periodo de la historia colonial americana. Como mencionaba en páginas anteriores, el
largo adiestramiento de la crítica literaria sociohistórica en el análisis del verticalismo
ideológico ha sido ya fructífero en su demostración del modo en que funcionan los
modelos de legitimación político-ideológica a nivel cultural y específicamente literario.
Existen suficientes elementos como para establecer los modos de aplicación y función
de códigos estéticos como el gongorismo, el discurso escolástico, la poética aristotélica
en el contexto de la cultura barroca. No se cuenta, sin embargo, con apoyo teórico como
para mostrar la operación contraria: el modo en que el seno de ese «enclave asediado»
que es la ciudad virreinal, y a través de las formas excluyentes y represivas impuestas
como parte de la dominación imperial, surge y se desarrolla la sociedad criolla. Creo
que la clave para el estudio del Barroco de Indias estriba en la articulación de los
códigos metropolitanos —59→ hegemónicos no solamente con las estructuras de
dominación vigentes en América sino con las formas ideológicas emergentes a través de
las cuales se expresa por lo menos algún sector social de los que componen las
formaciones sociales de ultramar.

Las dificultades que presenta esta forma de análisis ideológico son múltiples. Por
un lado, las formas ideológicas emergentes se expresan a través de los códigos del
dominador. El proceso de diferenciación con la formación social peninsular es gradual,
problemático y muchas veces contradictorio, y en el discurso a través del cual se
expresa ese proceso deben identificarse indicios, formas de redimensionamiento
ideológico, avances y retrocesos en el curso de la constitución de la identidad criolla y
de los proyectos protonacionales. Pero es solamente a través de este análisis que el
Barroco se presentará en su verdadero carácter y funcionalidad sociocultural dentro de
las formaciones sociales americanas.

Las estrategias metodológicas que acabo de mencionar dejan al descubierto algunos


rasgos diferenciadores del Barroco de Indias que la crítica no ha desarrollado hasta
ahora. En una síntesis provisional, el discurso barroco americano aparecería a esta luz
como:

 1) Discurso de ruptura.
 2) Discurso reivindicativo.
 3) Discurso de la marginalidad criolla.

No es del caso desarrollar aquí los apoyos textuales que nutren este análisis. Baste
indicar que los textos más importantes del periodo recaen sobre aspectos como los
siguientes, por ejemplo: creación de un yo epistolar, lírico, crítico o narrativo que opera
el desmontaje de la sociedad virreinal y expresa las aspiraciones y reclamos de buena
parte del sector criollo; bivalencia de ese yo (individual y colectiva, representacional);
utilización de recursos canónicos con una diferente funcionalidad ideológica, por
ejemplo uso de la retórica forense, utilización «perversa» de la erudición,

31
redimensionamiento del tópico del viaje como revelación de espacios marginales,
desmontaje de la sociedad virreinal en sus contradicciones y conflictos, utilización del
discurso crítico y la polémica como fijación de la —60→ identidad criolla,
dinamización del concepto de patria como ideologema protonacional, representación de
la cotidianidad y sectores populares, integración de elementos de la cultura indígena en
diálogo con las formas canónicas peninsulares, articulación de la estética gongorina a la
visión criolla, representación de la tensión entre espacios públicos y privados, recepción
del cartesianismo, etcétera.

Hacia la constitución del sujeto social hispanoamericano


Más allá de estas formas concretas a través de las cuales se expresa el proceso de
constitución de la identidad criolla y la representación de ese proceso a través de los
códigos expresivos dominantes, es obvio que el Barroco asume en América, junto a las
manifestaciones celebratorias del sistema imperial que han sido ya relevadas por la
crítica, el carácter de un discurso de ruptura. Antes de alcanzar una forma acabada y de
llegar a constituir un proyecto político diferenciado, el discurso barroco se afirma en la
representación de las diversas formas de marginalidad criolla impuesta como expresión
epocal de la hegemonía imperial. Es a partir de esa representación que el discurso
barroco se afirma como discurso reivindicativo y, en este sentido, como etapa
fundacional en la constitución de las identidades nacionales. Ésa es la funcionalidad
histórico-ideológica de buena parte, al menos, de la producción barroca en América. La
naturaleza jánica del Barrroco se define en América no tanto por el doble
enfrentamiento de los resabios de la sociedad feudal y los albores de la modernidad,
sino por la vigencia paralela de la ideología hegemónica imperial y la emergente
conciencia criolla. De más está decir que ésta no se define obviamente en contra de
aquella hegemonía en tanto que proyecto político-económico en el siglo XVII, ni
siquiera como acabado proyecto alternativo. Pero sí como emergente proceso de
constitución de una identidad diferenciada y en pugna por el predominio. Es en este
sentido que el Barroco consolida su condición fundacional: al manifestarse como
momento inaugural en la constitución del sujeto social hispanoamericano. Si es cierto,
entonces, que en América rigió un «Barroco de estado», teatralización —61→ y
alegoría del poder imperial, y que a través de sus códigos se expresaron los intelectuales
orgánicos de la Colonia, no es menos cierto que una ideología emergente, que con el
tiempo consolidaría un proyecto político-económico alternativo, comienza a expresarse
y a representar su condición social a través de los mismos modelos expresivos del
dominador, pero articulados a conflictos diversos, y redimensionados estéticamente en
textos que hoy reclaman una nueva lectura.

32
—[62]→ —63→

Estrategias discursivas y emergencia de la


identidad criolla
—[64]→ —65→

Orden dogmático y marginalidad en la «Carta de


Monterrey» de
sor Juana Inés
La gran obra de Poder consiste en hacerse amar.
de la Cruz

Pierre Legendre

Las angustiosas razones de su corazón quiere [Sor


Juana] devolvérnoslas ordenadas como silogismos.

Mariano Picón Salas

La «Carta de Monterrey», escrita por sor Juana Inés de la Cruz alrededor de 1681 y
descubierta en la Biblioteca del Seminario Arquidocesano de Monterrey en 1980, se ha
revelado ya como uno los textos más valiosos y elocuentes del Barroco virreinal. En
diálogo epistolar con su confesor, el jesuita Antonio Núñez de Miranda, una de las
figuras de importancia en la vida de la monja mexicana, la «Décima Musa» documenta
a través de una escritura tensa, arrebatada a veces, muchas de las facetas que tiempo
después elaborará, con mayor mesura, en la carta Respuesta a sor Filotea de la Cruz. En
efecto, la «Carta de Monterrey» surge de la circunstancia concreta de la represión
intelectual y la censura impuestas por la España imperial, contrarreformista, en las
colonias del Nuevo Mundo. En ella sor Juana se sitúa, sirviéndose de la retórica barroca,
en el cruce de caminos formado por el saber escolástico y la literatura profana, el
ambiente cortesano y el medio conventual, el dogmatismo y los albores del pensamiento
racionalista moderno. Pero a esa coyuntura cultural e ideológica tan visible en los
centros metropolitanos de la época, se agrega a través de la pluma de sor Juana la
perspectiva —66→ otorgada por su posición periférica. En efecto, en la monja habla
no solamente la mujer y el intelectual marginado de la Colonia sino además el letrado
criollo, que comenzaba a percibirse como parte de un sector social específico, dentro de
una sociedad diferenciada de la europea en múltiples sentidos. Por eso, aunque la «Carta
de Monterrey» ilumina la circunstancia personal de sor Juana (dando antecedentes de su
relación con Antonio Núñez, refiriéndose a las ocasiones que motivaron algunas de sus
composiciones literarias más conocidas o a detalles relacionados con su ingreso a la
orden religiosa) su texto aparece principalmente como un manifiesto que remite a una

33
doble vertiente: por un lado, la de su individualidad amenazada; por otro lado, la que
vincula el pensamiento crítico de sor Juana con la sociedad de la época conduciendo así,
de un modo aún más general, al cuestionamiento del orden dogmático. A través de los
treinta y siete apartados en que ha sido ordenado por el editor el texto de Monterrey, el
Yo es el centro de un conflicto que tiene su origen en la creatividad poética de la monja
y la fama controversial que ésta le ha aparejado. Pero al debatir este punto, la reflexión
y la argumentación recaen sobre la situación de la mujer dentro de las instituciones
religiosas, su relación con la cultura y la sociedad novohispanas, el problema del
«honor» femenino, el derecho a la privacidad y al enriquecimiento espiritual, la censura
y el libre albedrío. En efecto, el texto va expandiendo su acción cuestionadora desde el
sujeto hacia sus condiciones de existencia, desde su coyuntura histórico-ideológica
hacia el sistema político-económico que la ha condicionado. Puede afirmarse que es a
través de la escritura airada de esta carta que se expresa, como en ningún otro
documento de la época, una de las aristas más sutiles de la sociedad novohispana hacia
fines del siglo XVII: la que anuncia la crisis de legitimación de un sistema hegemónico
que empieza a vacilar ante los avances de la emergente conciencia criolla55. El propósito
de este trabajo es proponer —67→ una lectura de la «Carta de Monterrey» con
relación a dos problemas esenciales que se sitúan en los orígenes del desarrollo
histórico-social hispanoamericano: el problema del poder y el de la marginalidad.
Mientras que el ejercicio del poder se vincula en el sistema colonial al afianzamiento de
la hegemonía imperial y a la praxis del adoctrinamiento dogmático, la cuestión de la
marginalidad nos remite más bien a la estrategia de desplazamiento de sectores sociales
que, siendo dependientes de los centros de poder político y religioso, van adquiriendo
progresivamente una identidad diferenciada dentro de la totalidad social. La «Carta de
Monterrey» nos enfrenta a esos dos polos que determinan la estructura político-social
del virreinato, poniendo en juego una serie de estrategias retóricas que hacen del texto
un ejemplar discurso de ruptura y, a la vez, una pieza fundacional en el desarrollo del
pensamiento hispanoamericano.

Distanciada en más de tres siglos del momento de su producción, la «Carta de


Monterrey» -llamada también por Aureliano Tapia Méndez, su descubridor,
Autodefensa espiritual- aparece así, por todos los rasgos arriba señalados, como
prototexto de la célebre carta Respuesta a sor Filotea de la Cruz a la cual precede en
aproximadamente diez años56.

—68→

En tanto «momentos del mismo conflicto», como señalara Octavio Paz57, y a partir
de una continuidad temática y estilística de fácil verificación, ambos textos remiten al
ámbito del Poder tal como éste se formaliza -como red económica, política y cultural,
pero también como espacio simbólico- en la realidad social de la Colonia58. Las dos
cartas de sor Juana pueden leerse, entonces, como «discurso epistolar», en el cual se
formalizan las funciones de emisor, destinatario y mensaje (o «contenido
comunicativo») de acuerdo a una retórica estrechamente vinculada a los condicionantes
ideológicos de la Colonia y al juego de máscaras instalado por la sociedad barroca.

Encabalgado entre lo sagrado y lo profano, entre el ser público y la interioridad,


entre lo mundano y temporal y lo eterno y canónico, —69→ el texto epistolar de
Monterrey establece un juego oximorónico desde el cual se revela, en el seno de la
compleja sociedad novohispana, una semántica de la represión. Por esa definición

34
contra-hegemónica, la «Carta de Monterrey» es uno de los textos claves a través de los
cuales empiezan a plasmarse la autodefensa y la autoafirmación criollas, primeros pasos
hacia la consolidación de las identidades nacionales.

Combinando los rasgos intimistas de la confesión, el dato autobiográfico, la


acusación y la doctrina, el gesto escritural va diseñando como destinatario del texto
epistolar una imagen del Otro (padre, hombre, confesor, obispo, inquisidor) como
contrapartida de un Yo ideal que expresa su conflicto y se autopropone como
descifrador de discursos y productor de un texto-espejo en el que se revela el rostro
contradictorio y agrietado de la sociedad colonial, en una etapa crítica de su
dominación.

El texto de Monterrey está dirigido al sacerdote Antonio Núñez de Miranda, de la


Compañía de Jesús, confesor de sor Juana y calificador de la Inquisición. En él la monja
mexicana responde, alternando la queja, el reclamo, la justificación, a la censura de que
es objeto por sus actividades intelectuales. Es obvio, sin embargo, que las identidades
son apenas las máscaras biográficas tras las cuales los individuos -dramatis personae
del conflicto epocal- amparan su representatividad59. Los linajes, funciones sociales e
investiduras de —70→ cada uno de ellos trascienden la particularidad de las historias
personales que los textos de sor Juana iluminan, también, en detalle. Pero es al
desmontaje del mecanismo autoritario y a la deconstrucción de sus principios de
legitimación que el texto se encamina esencialmente60.

Es en este sentido que la «Carta de Monterrey» representa, hoy por hoy, un eslabón
imprescindible en la cadena discursiva que va marcando en Hispanoamérica la
transición del dogmatismo al libre albedrío, de la fe a la razón, del determinismo a la
voluntad, y abonando el terreno en que echará raíces el pensamiento iluminista61.

Pero la impugnación del orden dogmático que esta carta plantea, en un tono más
airado y beligerante que el utilizado hacia «sor Filotea», en 1691, no se opera de manera
lineal. La cultura disciplinaria y ritualizada del Barroco impone al texto las cortapisas de
la censura; el principio de autoridad es alternativamente afirmado y desafiado; la
práctica escritural se define, en fin, desde la perspectiva enunciativa asumida por sor
Juana como emisora del texto epistolar, como un instrumento de autoafirmación y
cuestionamiento social. La carta se presenta así, a partir de su innegable
circunstancialidad, como una forma vicaria de representación del Yo en sus formas
incipientes de conciencia social.

Surgen así una serie de interrogantes con respecto al alcance ideológico y a las
alternativas compositivas del texto de Monterrey, que se hacen extensivas, en muchos
puntos, a la «Carta Respuesta»: ¿cómo se ubica el texto con respecto a la dialéctica
hegemonía/marginalidad, que sin duda subyace en la revuelta sociedad novohispana?
—71→ ¿Qué representación del Poder corresponde a este proceso de impugnación del
canon y de los valores que ese canon institucionaliza? ¿Cuáles son los asientos desde
los que se afirma la perspectiva enunciativa? ¿Cuáles los mecanismos de interpelación y
descargo que se ponen en práctica para asediar el amurallado discurso escolástico?

El texto de la carta se organiza a partir de una serie de estrategias oblicuas


aplicadas al menos a tres niveles discernibles: el nivel del hablante o emisor epistolar
(abarcando todo lo relativo a sus funciones y ubicación dentro del texto), el nivel que

35
remite a la formalización del interlocutor epistolar, y el que corresponde a la definición
misma del cuerpo textual de la carta, situada en el centro de una polémica de amplias
repercusiones ideológicas62.

Conviene detenerse en cada uno de estos aspectos, entendidos como niveles


interdependientes en el proceso de producción de significados.

Construcción del hablante epistolar: retórica de la marginalidad


El hablante del texto de Monterrey -como luego el de la «Carta Respuesta»- se
propone como sujeto del discurso epistolar desde una posición triplemente marginal
desde la cual el texto ejecuta sus funciones básicas de impugnación y autodefensa. En
efecto, sor Juana asienta su conflicto en su condición de mujer, intelectual y subalterna
de la jerarquía eclesiástica novohispana, y es desde esta dudosa palestra que impugna la
unicidad masculina y dogmática del discurso ortodoxo y las bases del sistema al cual
ese discurso legitima.

Su cuestionamiento se apoya en varios puntos: crítica a la sociedad


compartimentada, cuestionamiento del criterio de productividad, —72→ por el cual
la sociedad solamente contempla a aquellos de sus miembros que le prestaran utilidad, y
explicitación del mecanismo de reproducción ideológica de los valores dominantes.

Mis estudios, no han sido en daño, ni perjuicio de nadie,


mayormente habiendo sido tan sumamente privados, que no
me he valido ni aun de la dirección de un maestro, sino que a
secas, me lo he habido conmigo y mi trabajo, que no ignoro
que el cursar públicamente las escuelas no fuera decente a la
honestidad de una mujer, por la ocasionada familiaridad con
los hombres, y que esta sería la razón de publicar los estudios
públicos; y el no disputarles lugar señalado para ellos, será
porque como no las ha menester la República para el
gobierno de los magistrados (de que por la misma razón de
honestidad están excluidas) no cuida de lo que no les ha de
servir63.

La escritura marginal se nutre así de la experiencia social en diversos niveles que


confluyen hacia la constitución del Yo sobrecondicionado por una específica coyuntura
social, cultural y política. Pero no es esta múltiple posición del emisor, que determina al
texto estructural e ideológicamente, el único recurso que permite diversificar los frentes
ofensivos de la que fuera llamada Autodefensa espiritual.

También desde el punto de vista de las funciones discursivas el emisor asume


diversas posiciones dramatizando alternativamente los papeles de víctima, fiscal y
defensor que sirven a la formalización del procedimiento judicial que, hasta en su
instancia final -absolución o sentencia- remite a la dialéctica hegemonía/subalternidad y
a la estructura de poder que las engloba64.

36
—73→

El emisor del texto de Monterrey, como centro de una controversia que apunta a la
vez hacia varios niveles de la organización social novohispana, expone así, en una
dinámica de réplicas y contrarréplicas, la liturgia del giro de la palabra como
representación discursiva de un proceso en un imaginario tribunal65.

No es este emisor o «hablante», sin embargo, el único que se desdobla a través de


este procedimiento. El interlocutor (confesor, sacerdote, juez, padre, inquisidor) es el
rostro visible del Poder, el enlace final de la cadena simbólica en la que Palabra, Ley,
Verdad, son las bases desde las que se ejerce la «ciencia del perdón»66. Sólo que el texto
de sor Juana subvierte el ritual de la confesión sustituyéndolo por el texto epistolar que
deja al descubierto las máscaras que encubren las funciones sociales que corresponden
al juego del culpable y el pastor67.

—74→

De manera provisional, la estrategia epistolar dispone simétricamente, en un mismo


nivel, al emisor y al destinatario del discurso, como polos del sistema comunicativo. El
ejercicio de la retórica alternativamente cancela y restituye jerarquías, suspende y
reinstaura derechos individuales y competencias institucionales. En el juego escritura el
Otro es accesible: hacia él se dirigen los cuestionamientos y las maniobras persuasivas;
es transitoriamente vulnerable, puede ser derrotado a través de la lógica. Pero el nivel
retórico del texto no es un epifenómeno discursivo, ni es explicable solamente de
acuerdo a la casuística textual. Es la actualización de una serie de procedimientos que se
adaptan a las necesidades expresivas, individuales y epocales a que el texto responde.
La coherencia lógica y los recursos argumentativos de la carta compensan y rearticulan
la fraccionada personalidad social de la autora, su vivencia de las múltiples formas de
alienación y marginalidad, a través de una escritura en el interior de la cual ella controla
las fuerzas ideológicas en pugna.

La postura del hablante, que de acuerdo al juego discursivo podría definirse como
de un narcisismo logocéntrico, arraiga ideológicamente en el cartesianismo: el yo es el
punto de partida para una recuperación posible de la realidad, la conciencia aparece
como representable y el Cogito es, en fin, el apoyo desde el cual se afirma la existencia
social68.

—75→

De manera que si, por un lado, el juego autobiográfico y confesional propone el Yo


como objeto y lo distancia objetivando su conflicto a través de la escritura, por otro
lado, ese protagonismo es trascendido ideológicamente: el Yo es producido como sujeto
de una determinada dinámica epocal, es decir como agente social que se afirma en la
conciencia de sus condicionamientos históricos.

Modelación textual del destinatario

37
Como contrapartida de lo anterior, el segundo nivel (aquel en que se ubica al
interlocutor) corresponde a la imagen del Otro, representante del Poder, intérprete de
textos e intermediario entre el sujeto y el orden dogmático. El receptor marcado del
discurso es aquí aquel en quien circunstancialmente se fija el juego de convenciones
capaz de conferir al Yo el lugar del culpable, administrando la absolución o la condena.

La estrategia principal es, sin embargo, en este nivel de construcción discursiva del
receptor marcado al interior del texto, la de subvertir el pacto social que adjudica a cada
individuo, junto con su función y, jerarquía, una carga simbólica, una segunda
naturaleza que opera como máscara que revela y esconde a la vez su significado
ideológico.

El recurso concreto es la inversión, por la cual el hablante intercambia posiciones


con el interlocutor, lo pone en su lugar y asume, discursivamente, el suyo, utilizando
preguntas retóricas y planteamientos hipotéticos tendientes a construir una situación
discursiva cerrada, en la cual se fortalece la posición del yo por fraccionamiento y
desgaste de la imagen del Otro. Refiriéndose a la composición que le fuera solicitada
por jerarcas de la sociedad virreinal, en nombre del arzobispo y con aprobación del
Cabildo, en ocasión de la llegada a México del conde de Paredes, marqués de la Laguna,
sor Juana expresa:

Ahora quisiera yo que Vuestra Reverencia con su


clarísimo juicio, se pusiera en mi lugar, y consultara, ¿qué
respondiera en este lance? —76→ ¿Respondería que no
podía? Era mentira. ¿Que no quería? Era inobediencia. ¿Que
no sabía? Ellos no pedían más que hasta donde supiese. ¿Que
estaba mal votado? Era sobredescarado atrevimiento, villano,
y grosero desagradecimiento a quien me honraba con el
concepto de pensar que sabía hacer una mujer ignorante, lo
que tan lucidos ingenios solicitaban. Luego no pude hacer
otra cosa que obedecer69.

A ese mismo objetivo retórico corresponde también el cuestionamiento de la


representatividad del interlocutor, según un procedimiento de argumentación ad
hominem, de efecto obviamente reductivo, reforzado por imágenes de espacialización:

Y así le suplico a Vuestra Reverencia que si no gusta, ni


es ya servido favorecerme (que eso es voluntario) no se
acuerde de mí, que aunque sentiré tanta pérdida mucho,
nunca podré quejarme, que Dios que me crió, y redimió, y
que usa conmigo tantas misericordias, proveerá con remedio
para mi alma, que espero en su bondad, no se perderá,
aunque le falte la dirección de Vuestra Reverencia, que del
cielo hacen muchas llaves, y no se estrecha a un solo
dictamen, sino que hay en él infinidad de mansiones para
diversos genios, y en el mundo, hay muchos teólogos, y
cuando faltaran, en querer, más que en saber, consiste el

38
salvarse, y esto más estará en mí, que en el confesor70.

¿Qué precisión hay en que esta salvación mía sea por


medio de Vuestra Reverencia? ¿No podrá ser por otro?
¿Restringiose, y limitose la misericordia de Dios a un
hombre, aunque sea tan discreto, tan docto y tan santo como
Vuestra Reverencia?71

Sor Juana discute los rasgos de un poder personalizado, que se extralimita en sus
atribuciones reduciendo las reglas generales de la ortodoxia a un dictamen
individualizado y arbitrario. Con frecuencia llega a extremar el procedimiento de
contraposición, enfrentando la opinión o voluntad del confesor a la voluntad divina,
para —77→ desautorizar sus posiciones y evidenciar la improcedencia de sus
críticas, como cuando alude a los «negros versos, de que el cielo tan contra la voluntad
de Vuestra Reverencia me dotó»72.

La ironía y la trivialización son otros de los recursos utilizados con mayor


frecuencia, intentando una reducción al absurdo de los argumentos del contrario, en
secuencias discursivas de marcada agresividad:

¿Por qué ha de ser malo que el rato que yo había de estar


en una reja hablando disparates, o en una celda murmurando
cuanto pasa fuera, y dentro de casa, o pelear con otra, o
riñendo a la triste sirviente, o vagando por todo el mundo con
el pensamiento, lo gastara en estudiar?73

[...]

Tócale a Vuestra Reverencia mi corrección por alguna


razón de obligación, de parentesco, crianza, prelacía, o tal
que cosa?74

La imagen del interlocutor se construye así a través de procedimientos de avance y


retroceso, concediendo y relativizando el principio de autoridad, pasando sucesivamente
de la autojustificación al cuestionamiento.

Esta dinámica marca, de hecho, la totalidad discursiva, y puede ser identificada en


sintagmas nominales, adjetivales o verbales, en que las oposiciones (tácitas o expresas)
funcionan como apoyo formal en el proceso de producción de significados.

A partir del par básico hegemonía/marginalidad se derivan textualmente muchos


otros, que sirven para definir el nivel temático (literatura sagrada/literatura profana;
cristiandad/gentilidad; santidad/herejía; vanidad/modestia; sabiduría/ignorancia), para
caracterizar la circunstancia concreta que da lugar a la carta (favores/reproches;
agasajos/vituperios; iracundia/paciencia) o que se aplica, de manera más amplia, a la

39
sociedad virreinal (mujeres/hombres; represión/tolerancia; vida privada/vida pública;
institución/individuo). —78→ En otros casos los pares remiten de modo más general
a la cultura del Barroco (ser/parecer; fe/razón; dogmatismo/albedrío) o a la práctica
represiva (pecado/virtud; persuadir/mandar; salvación/condena).

El sistema de opuestos puede extenderse a muchos otros aspectos del texto y es


verificable también, obviamente, en la «Carta Respuesta». El efecto de tensión
ideológica que deriva de esta práctica metaforiza la situación conflictiva de base y llama
la atención sobre las condiciones reales en que esa situación se originó, a saber, la
imposición autoritaria de un sistema canónico excluyente que sofoca y condena
cualquier otra manifestación discursiva que tienda a relativizar su hegemonía. Es en
reconocimiento a ese tenso fragmentarismo que el hablante epistolar opta por fórmulas
totalizadoras: propone la continuidad del saber sagrado y profano, la utilización de la
razón como fortalecedora de la fe, el reconocimiento de la paridad intelectual de la
mujer, la conciliación de ortodoxia y albedrío.

Discursos convergentes: hegemonía y subalternidad


El sistema binario a partir del cual se encuentra ideológicamente articulada la
«Carta de Monterrey» alcanza también al que se mencionara como tercer nivel de
construcción del texto: el que tiene que ver con la ubicación de éste en tanto centro de
entrecruzamiento de corrientes culturales, de diferente carga ideológica.

En efecto, en el texto se alude a varias vertientes discursivas en conflicto, que


podríamos identificar, siguiendo una ordenación jerárquica, de la siguiente manera:

I. El discurso teológico ortodoxo, que representa el canon hegemónico.


II. El corpus de la literatura profana, disciplinas científicas, etcétera.
III. El conjunto de textos literarios o «de circunstancias» producidos por sor Juana
espontáneamente o solicitados a ella para acontecimientos sociales o ceremonias
públicas. —79→
IV. El texto epistolar como espacio intermedio que cataliza y ordena la controversia
textual. Dentro de él es posible identificar: a) la línea argumentativa que
representa a sor Juana como emisor del texto y, en relación con este eje
organizador del texto, b) la línea que corresponde al interlocutor, aludido o
citado de manera indirecta.

Conviene retomar sucintamente cada una de esas vertientes.

I. Por un lado, la epístola está escrita a contraluz del discurso ortodoxo, aunque las
referencias al mismo son escasas, selectivas, y utilizadas en un estilo
contraargumentativo:

¿Las letras estorban, sino que antes ayudan a la


salvación? ¿No se salvó san Agustín, san Ambrosio, y todos
los demás santos doctores? ¿Vuestra Reverencia, cargado de

40
tantas letras, no piensa salvarse?75

[...]

Y si me responde que en los hombres milita otra razón,


digo: ¿No estudió santa Catalina, santa Gertrudes, mi madre
santa Paula sin estorbarle a su alta contemplación, ni a la
fatiga de sus fundaciones, el saber hasta griego?76

Por así decirlo, el pensamiento escolástico está (como la idea final que legitima)
poco visible pero omnipresente, y sobredetermina la relación con otras formas
discursivas subalternas.

Los textos sagrados (las Escrituras, la patrística y, en su totalidad, el sistema


doctrinal de la escolástica) son aceptados como cuerpo canónico, el texto por excelencia
en que el libro es «objeto monumental y signo de legitimidad, lugar físico de la Palabra
conservada»77.

Institucionalizado e inapelable, el discurso ortodoxo se defiende por intermediarios


y por símbolos, y es en este nivel superior que se legitiman las modalidades represivas
que aseguran el mantenimiento del orden dogmático. Es a través de las disposiciones de
la —80→ ortodoxia que se regula, por ejemplo, la dinámica de crimen y castigo por
medio del mecanismo general de la censura, que establece la penitencia o la condena
como una «pena medicinal» fundamentada en la utopía de la salvación y el amor al
Poder. Se enfrentan así, definitivamente, la Palabra contra la palabra, el discurso de la
Escuela y el discurso del sujeto78.

II. En segundo lugar, el corpus de la literatura profana aparece como espacio


humanístico que encuentra en el terreno de la ética y en el de la conducta su diálogo con
el espíritu cristiano:

Porque, ¿qué cristiano no se corre de ser iracundo a vista


de la paciencia de un Sócrates gentil? ¿Quién podrá ser
ambicioso, a vista de la modestia de Diógenes Cínico?
¿Quién no alaba a Dios en la inteligencia de Aristóteles? Y
en fin, ¿qué católico no se confunde si contempla la suma de
virtudes morales en todos los filósofos gentiles?79

La carta Respuesta agregará argumentos en contra de la compartimentación


disciplinaria y a favor de la investigación y la ciencia como complementarias del saber
teológico e instrumentos para el fortalecimiento de la fe. La carta Respuesta aumentará
también el catastro libresco que la monja convoca en su apoyo.

III. En tercer lugar el texto de Monterrey alude repetidas veces a la propia


producción sorjuanina como parte de un corpus circunstancial, no consagrado, de

41
literatura social o cortesana, que opera como causa ocasional de la defensa. «La materia,
pues, de este enojo de Vuestra Reverencia (muy amado Padre y Señor mío) no ha sido
otra que la de estos negros versos de que el cielo tan contra la voluntad de Vuestra
Reverencia me dotó»80.

Hay alusiones concretas a villancicos compuestos y cantados en ceremonias


religiosas hacia 1676, loas en celebración de los años —81→ del rey Carlos II y a la
«Explicación suscinta» del Neptuno Alegórico, escrito a pedido del Cabildo de la
Catedral de México en ocasión de la entrada a esa ciudad del conde de Paredes. Pero lo
que principalmente plantea la alusión a esta vertiente discursiva es el conflicto entre la
esfera pública y la privada, cuyas mutuas interferencias alude el texto en múltiples
ocasiones. Solicitada, autorizada o censurada, asumida a través de la firma o anónima,
la producción literaria personal introduce al problema de la vulnerabilidad del corpus de
la cultura profana frente al orden dogmático, asociado a la práctica de marginación de la
mujer.

Pero los privados y particulares estudios, ¿quién los ha


prohibido a las mujeres? ¿No tienen alma racional como los
hombres? Pues, ¿por qué no gozará el privilegio de la
ilustración de las letras con ellos? ¿No es capaz de tanta
gracia y gloria de Dios como la suya? Pues, ¿por qué no será
capaz de tantas noticias, y ciencias, que es menos? ¿Qué
revelación divina, qué determinación de la Iglesia, qué
dictamen de la razón, hizo para nosotras tan severa ley?81

La defensa de este cuerpo textual implica finalmente la problemática del placer


(delectatio) y de la vanidad frente a la austeridad del voto eclesiástico. Sor Juana alude
constantemente a su «natural repugnancia» por la creación, y a los efectos de la envidia
y la censura, que transforman el aplauso en «tan extraño género de martirio» o en
«pungentes espinas de persecución», introduciendo el tema de la autocensura como
resultante de la represión generalizada: «¿Qué más castigo me quiere Vuestra
Reverencia que el que entre los mismos aplausos que tanto se duelen tengo? ¿De qué
envidia no soy blanco? ¿De qué mala intención no soy objeto? ¿Qué acción hago sin
temor? ¿Qué palabra digo sin recelo?82

IV. En cuarto lugar se puede mencionar el texto epistolar (confesional,


autobiográfico) como desprendimiento de la forma discursiva anterior.

—82→

a) Propuesto más como interpelación que como autodefensa, la escritura epistolar


es, como ya se ha visto, un instrumento de legitimación, de ofensiva ideológica y
desmontaje del discurso hegemónico. Quizá lo más notorio sea, en este nivel, la tensión
existente entre la fuerza emocional del texto y su extremada -y por momentos
contradictoria- racionalidad: «las angustiosas razones de su corazón [sor Juana] quiere
devolvérnoslas ordenadas como silogismos»83.

42
La importancia de la palabra, que salva o que condena, siguiendo la dinámica
binaria, se expresa reiteradamente a lo largo del texto, por la recurrencia a verbos que
sugieren acciones realizadas a través de la actividad verbal (prometer, aceptar,
reprochar, reprender, fiscalizar, objetar, redargüir) aunque en el texto no formen parte,
necesariamente, de enunciados performativos. En cualquier caso, la semántica de esas
expresiones incluye una pragmática potencial: la posibilidad de que el lenguaje opere en
su capacidad represiva, o, contrariamente, como un ejercicio liberador, de
autolegitimación y afirmación individual. Es en este segundo sentido que el texto de la
carta se propone al lector. Pero al mismo tiempo ella registra las sutiles maniobras
represivas del sistema, que estrecha el círculo de la censura penetrando en la esfera
privada, en las zonas que tocan a la identidad personal, en defensa de una sociedad
jerárquica y compartimentada. Sor Juana denuncia «prolija y pesada persecución, no por
más de porque dicen que parecía letra de hombre, y que no era decente, conque me
obligaron a malearla adrede, y de esto toda esta comunidad es testigo [...]»84.

La letra como unidad mínima del texto, la grafía como la forma de expresión
individual más directa e inalienable, la práctica escritural como reducto final a partir del
cual el ser social se reconoce como sujeto participante dentro de la dinámica
disciplinaria del sistema: sor Juana lo cita como evidencia extrema del avasallamiento
de que es objeto toda praxis social no alineada en los principios dominantes y que
transgrede su marginalidad amenazando la hegemonía del sistema, esencialmente
masculino, exclusivista, inquisitorial.

—83→

Los efectos enajenantes de la práctica represiva se inscriben dentro de la lógica de


reproducción ideológica verticalizada que caracteriza a la sociedad virreinal; la
extensión de esos efectos a otras zonas de la cotidianidad novohispana es una de las
tantas sugerencias que el texto de Monterrey, por razones obvias, no desarrolla.

b) Finalmente, la carta de sor Juana está armada como texto reactivo y espontáneo
en respuesta a las opiniones y comentarios de su confesor con respecto a la actividad
creativa de aquélla. Sin embargo, la línea argumentativa del jesuita no llega a nosotros
sino a través de la interpretación del hablante epistolar, que a su vez invoca a otros
informantes que actúan como voces anónimas mediatizando el discurso originario
atribuido a Antonio Núñez. Así se abre la «Carta de Monterrey»:

Aunque ha mucho tiempos (sic) que varias personas me


han informado de que soy la única reprensible en las
conversaciones de Vuestra Reverencia fiscalizando mis
acciones con tan agria ponderación como llegarlas a
escándalo público y otros epítetos no menos horrorosos
[...]85.

La carta de sor Juana se inscribe así dentro de un espacio dialógico complejo, en


que el perfil del interlocutor se subsume en una multiplicidad de versiones convergentes
que, lejos de desdibujar su pensamiento, lo articulan.

43
La situación discursiva es obviamente diversa a la de la carta Respuesta, en que se
contestaba concretamente a los conceptos expresados por el obispo de Puebla, Manuel
Fernández de Santa Cruz en el escrito suyo que acompañó a la publicación de la Carta
Atenagórica. En el caso de la «Carta de Monterrey» se adjudica al destinatario de ésta la
titularidad de una serie de conceptos anonimizados por la transmisión oral y espontánea,
y convertidos, por ende, en patrimonio colectivo.

Las múltiples versiones a propósito de las posiciones del interlocutor constituyen


así una corriente de opinión a la que se opone el —84→ texto de la carta como
cuerpo que asume, sistematiza y contrarresta esa corriente.

El discurso del receptor tiene así el estatus de discurso referido o aludido a través
de los filtros de la interpretación. La personalización del receptor es entonces casi
convencional: Antonio Núñez es producido por el texto de Monterrey como sujeto
social que centraliza circunstancialmente una batalla discursiva, y a su línea
argumentativa se aplica también, como a las otras vertientes mencionadas, el ejercicio
hermenéutico. Sólo en dos casos hay una recuperación formal de sus palabras, a través
del discurso indirecto: en la calificación de «escándalo público», que Núñez habría dado
a la actividad creativa de sor Juana (citado más arriba) y en la alusión a la mención que
Núñez habría hecho de la alternativa matrimonial para sor Juana: «Pues, ¿por qué es
esta pesadumbre de Vuestra Reverencia y el decir que a saber que yo había de hacer
versos, no me hubiera entrado religiosa, sino, casádome?»86.

Ambos aparecen subrayados en la versión del amanuense, obviamente


respondiendo a la correspondiente indicación del original. Quizá no sea casual que estas
dos alusiones que se incluyen para recuperar del modo más concreto posible las
acusaciones de Antonio Núñez se centren en las repercusiones públicas de las
actividades de sor Juana y en las decisiones que tienen que ver con su vida privada,
como polos de una ecuación irresuelta.

El texto de Monterrey logra deslindar esas esferas dejando al descubierto las


tensiones entre ambas, y su efecto desestabilizador. El objetivo retórico principal es
aislar el discurso del poder a través de sucesivos deslindes en la argumentación que
conducen, por un procedimiento reductivo, de lo doctrinario a lo normativo, del espíritu
cifrado de la revelación a la implementación disciplinaria institucionalizada, del nivel
ortodoxo y doctrinal al subjetivo y contingente del juicio individual.

Eficaz en su mecánica reductiva, el texto de Monterrey impugna el ejercicio de la


función sacerdotal vulgarizada por el subjetivismo que termina degradando las nociones
de culpa y de castigo, de virtud y pecado.

—85→

En resumen, es obvio que, al menos en una primera instancia, el texto de sor Juana
quiere convencer, y para eso cita una serie de hechos que confirman la inconsistencia
del sistema y reducen al absurdo los argumentos dados en su contra. Esos hechos
constituyen «la verdad», y se fijan en relación con una «realidad» extratextual. Pero al
mismo tiempo, como parte de una pugna textual, sus fundamentos se articulan en una
retórica que los presenta como verosímiles dentro de su horizonte sociocultural, en el
sentido que Platón recordaba amargamente al indicar que «en los juicios, de hecho, no

44
importa tanto decir la verdad como persuadir, y la persuasión depende de la
verosimilitud»87.

Pero en una segunda instancia, el texto obviamente trasciende esa primaria


intencionalidad persuasiva y se constituye en documento desconstructor e interpelativo
que devela la mecánica del poder y su ejercicio megalomaníaco.

La carta fija como centro polémico la derivación del poder hacia la autoridad, y la
problemática de la regulación. El dictamen rationis, la actualización de la norma, la
aplicación del canon, aparecen así como operaciones legitimadoras de un sistema
coercitivo y victimizador. El confesor convertido en intérprete descifrador de textos,
juez, censor -también difamador, profanador- modela, en un juego dialéctico, la
perspectiva enunciativa (/denunciativa) del hablante que opone la individualidad al ser
corporativo, abriendo paso a nuevas formas de conciencia social.

Así, sería pueril adjudicar al texto de sor Juana una dirección meramente polémica
o defensiva, dedicada a la exaltación del protagonismo intelectual de su autora en el
cerrado círculo de la sociedad novohispana. La «Carta de Monterrey» posee una
cualidad expansiva que va desde el hablante epistolar hacia el grupo social en que se
incluye, desde la producción del receptor hacia el sistema por él representado. Es con
atención a esas ondas concéntricas de expansión ideológica que el texto debe ser leído y
evaluado, como documento de época que registra, a través de las estrategias indirectas
del texto censurado, el nivel de conciencia posible en el ser social que lo produce.

—86→

El texto de Monterrey surge del cuerpo místico del estado imperial y veladamente
contra él se dirige, señalando las líneas de fracción ocultas en un mundo que Pal
Kelemen caracterizara como «de contrastes extremos, de magnificencia arrogante y
miseria sin esperanza, de indulgencia carnal y ascetismo estático»88. Pero la dialéctica
hegemonía/subalternidad trasciende también los límites de esa contingencia epocal.
Bajo otras estructuras de poder se continúa aun hoy la marginación de los discursos no
dominantes, y se reproducen los argumentos en favor de la persecución de los herejes.

45
Poder, raza y lengua: la construcción étnica del Otro en
los villancicos de sor Juana
A pesar de que la cuestión de la raza es considerada, hoy por hoy, uno de los
núcleos principales para la construcción de la otredad y la definición de sujetos en
contextos coloniales, la representación discursiva (poética, ideológica, religiosa) del
tema racial es uno de los aspectos de la obra de sor Juana que permanecen aún abiertos
a la interpretación cultural.

A lo largo de siglos de recepción y crítica, y a través de lecturas que oscilaron entre


el panegírico y la condescendencia, se adelgazó con frecuencia la conflictiva
complejidad de un discurso que en torno a los temas claves de poder, raza y género
revela justamente en sus contradicciones y deslices, la condición paradójica del sujeto
colonial y particularmente del letrado criollo, «intelectual orgánico» de un régimen que
administra y regula las fronteras entre identidad y alteridad, palabra y silencio89.

Canonizada como una de las más altas muestras de las letras barrocas en lengua
castellana, la obra de la musa criolla fue en general relevada como caso paradigmático
de la reproducción de modelos hegemónicos dentro de formaciones socioculturales
subalternas. Por esa razón su obra lírica, religiosa o cortesana, recibió por mucho tiempo
la atención preponderante de la crítica, ya que en ella se actualizan las poéticas clásicas
con mérito innegable. Los aspectos «subversivos» o «contraculturales» de sus otros
escritos permanecieron —88→ mientras tanto en un discreto segundo plano, siendo
reenfocados de manera productiva principalmente a partir de nuevas perspectivas
abiertas por los estudios sobre colonialismo y escritura feminista, o los análisis de la
subalternidad en la literatura canónica virreinal.

Recepción y canonización del villancico


Es interesante anotar, para comenzar, que el tema de la raza aflora en la obra de sor
Juana principalmente asociado a uno de los «géneros menores» que la monja desarrolló
con ímpetu creciente a lo largo de su vida-siguiendo en esto los pasos de su confesor, el
padre Antonio Núñez de Miranda, con quien tanto polemizara en otros rubros- quizá
para canalizar, como indicara Márie-Cécile Benassy-Berling, su celo catequizador y
pedagógico90.

Se trata de los villancicos, composiciones de carácter popular y folclórico -


originalmente «villanescas», cantar de aldeanos o habitantes de la villa- integradas
luego a las celebraciones religiosas, y que dentro de la tradición peninsular contaran
entre algunos de sus cultivadores más notorios al Marqués de Santillana, Juan del
Encina, Lope de Vega y al mismo Luis de Góngora, voz principal del barroco
hispánico91. Las loas que anteceden a los autos sacramentales —89→ El Divino
Narciso y El cetro de José, compuestas por sor Juana principalmente a instancias de la
marquesa de La Laguna también exponen el tema de la diferencia étnica y cultural en
elaboraciones de gran interés ideológico. Sin embargo la articulación raza/lengua/poder

46
es privilegio de la forma coral del villancico, constructo «populista» inscrito -en más de
un sentido- en los márgenes de la canonicidad barroca92.

En el Nuevo Mundo, en la segunda mitad del siglo XVI, la poesía de Hernán


González de Eslava «poeta de monjas» al decir de Margit Frenk93- da nuevo impulso al
villancico el cual, a pesar de su formalización genérica, fue incorporado creativamente a
las circunstancias americanas, llegando hasta nuestros días con el sentido hoy más
restringido de canto navideños94. Se cree, no obstante, que la presencia de esta forma de
lírica coral en la Nueva España es aun anterior a la obra de este autor, según referencias
provistas por Motolinía —90→ acerca de fiestas religiosas realizadas en Tlaxcala, en
1538, en las que ya se cantaban villancicos95.

Asumiendo una forma dialogada, que favorece escenificaciones cómico-burlescas


en las que varias voces realizan comentarios o referencias de ocasión, el villancico se
incorpora a los misterios, autos sacramentales o moralidades religiosas como
dramatización paralitúrgica que acompaña la presentación de temas doctrinales al
tiempo que retiene el carácter lúdico, carnavalizado, de sus orígenes profanos.

Como composición simple y rústica para ser cantada, sin pretensiones de lirismo,
adoctrinamiento expreso o interpelación de ningún tipo, el villancico integra en
América, y por cierto en la obra de sor Juana, la música, la teatralización, los tocotines o
danzas de indios, tematizando en tono y nivel populares contenidos religiosos o
elementos de la liturgia, presentados generalmente en un lenguaje coloquial y burlón.
Muchas veces estas composiciones integran juegos de palabras, jácaras y «ensaladas»,
en los que se canalizan estereotipificaciones de las distintas razas, lenguaje «profano»,
imitación del habla popular, onomatopeyas, etcétera. Prestándose así los textos a
lecturas múltiples que refuerzan a través de la comicidad y la parodia aspectos
vinculados al ritual y la doctrina religiosa ante un público mayoritariamente analfabeto
y multicultural.

El carácter marginal, burlesco y «populista» de estas composiciones sorjuanianas


ha sido ya anotado por la crítica96. Los juegos sincréticos que en estos textos presentan
jocosamente la heterogeneidad social, lingüística y racial americana así como el exposé
de elementos conflictivos de la sociedad virreinal en un contexto lúdico atrevido y
cuestionador han sido en general entendidos como una especie de licencia poética a
través de la cual pudo inscribirse, en el margen de los grandes discursos, la cotidianidad
heteróclita y desafiante —91→ de la Colonia. En resumen, el villancico ha sido
interpretado como uno de los aspectos de la «fiesta barroca» que en el Nuevo Mundo
articula la propaganda de la fe y la razón de estado a los reclamos y especificidades de
la sociedad criolla.

Según Dario Puccini, la fortuna del género habría radicado justamente en su


condición de conectivo entre las distintas razas y clases sociales97, haciendo de esta
forma particular de la cultura de la época un área de confluencia y manifestación
«democrática» de los sectores que componían la sociedad novohispana98. El villancico
sería así -según esta interpretación- expresión transculturadora de la política de
fraternidad cristiana y la ideología del mestizaje sustentadas por la emergente «clase
media» criolla99 situación que, como indica Méndez Plancarte, comienza a cambiar en
el siglo XVIII con los aires de la Ilustración y la redefinición de lo popular como
«vulgar» e irreverente, y obviamente también con la formalización del racismo

47
«científico» del periodo ilustrado100. Los villancicos de sor Juana corresponden
entonces al momento de auge del género y, según las opiniones citadas, a la instancia de
relativo equilibrio entre las distintas etnias y sectores de inmigrantes y criollos
residentes en el virreinato101.

Siguiendo la tradición europea y peninsular, pero incorporando el sabor


novohispano, los juegos de villancicos compuestos por sor Juana como
acompañamiento de los Maitines y otras festividades religiosas incluían, en efecto,
voces populares generalmente excluidas de la «alta literatura». Indios y negros
alternaban sus intervenciones individuales o corales canalizando, en un tono ligero e
informal —92→ que contrapesaba la seriedad de los temas tratados, críticas y
cuestionamientos acerca de diversos aspectos de la vida colonial, vinculando así, como
Sabat-Rivers indicara, la producción barroca a la vertiente reivindicadora del
humani(tari)smo cristiano102.

En cuanto a la mujer -otra de las «minorías» que integran la sociedad de la época-


los villancicos pueden ser considerados un género excluyente, ya que las voces que
aparecen representadas e identificadas en los textos son primordialmente masculinas, en
concordancia con la dinámica social de la Colonia. Lo femenino tiene, sin embargo, una
representación sublimada en la figura de la Virgen en torno a la cual se crea un campo
semántico y simbólico alternativo al protagonismo masculino. El principio de lo
femenino tiene así en el villancico una función vicaria, como se ve en la exaltación de
san Pedro Nolasco, celebrado esencialmente por las cualidades de bizarría, justicia,
etcétera que presenta por ser hijo de María, como se repite en las coplas del villancico I
dedicado a este santo103. La mujer no se representa entonces como sujeto social sino
como función articulada a la matriz religiosa (la Virgen como Madre, «Maestra divina»,
Protectora, Reina, o como cúspide de hermosura y sabiduría, como en los cantos a santa
Catarina), promoviendo las series de referencias cultas que rescatan de la historia
profana o religiosa los casos paradigmáticos de mujeres ilustres.

La perspectiva femenina se canaliza en estas composiciones sorjuanianas


principalmente a través de la voz autoral que, sin marca de identificación, denuncia la
marginación femenina, de acuerdo a las posiciones que la monja expusiera con mayor
desarrollo conceptual en sus escritos epistolares. Así se dice, por ejemplo, en los
famosos villancicos a santa Catarina (1691):

Porque es bella la envidian,


porque es docta la emulan:
—93→
¡oh qué antiguo en el mundo
es regular los méritos por culpas!104

De una mujer se convencen


todos los Sabios de Egipto,
para prueba de que el sexo

48
no es esencia en lo entendido.
¡Víctor, víctor!105

De todos modos, la mujer, no es una voz marcada e independiente, en los


villancicos de sor Juana, de la misma manera que las minorías raciales que componían
la sociedad colonial no hablan entre sí, sino que se expresan en parlamentos
independientes aunque sea en el cuerpo de un mismo villancico y participando de la
misma práctica festiva, como en el villancico VIII a san José, 1690, donde el indio y el
negro responden, cada cual en sus propios términos, a la adivinanza propuesta por el
Doctor106. O sea, dichos sectores sociales coexisten en el territorio textual pero sin
comunicación directa, cada uno dentro de sus propios códigos culturales.

La distribución textual metaforiza, de esta manera, la situación social del virreinato,


que regulaba estrictamente tanto la participación de la mujer en las prácticas sociales de
la colonia, como la vinculación entre indios y negros, penando la relación sexual entre
las razas, por ejemplo, con castigos que llegaban hasta la mutilación107. La escritura
entra así en diálogo directo con las prácticas cotidianas de la colonia, las cuales actúan
como un subtexto abierto que nutre tanto el proceso de producción como de recepción
de estas composiciones.

—94→

Como se sabe, los villancicos de sor Juana incluyen mayoritariamente


representación del negro, cuya cultura -exótica, a los ojos del dominador- favorecía
aproximaciones costumbristas y pintoresquistas que ya contaban con larga tradición en
la literatura española108. En cuanto al indio, aparece con menos frecuencia en los
villancicos de la monja mexicana, y nunca por sí solo sino acompañando la figura del
negro, como en la «ensaladilla» del villancico VIII a la Asunción, 1676, en el que se
integra el habla de los «negrillos» con la letra de un tocotín donde los «mejicanos
alegres» cantan en náhuatl, «mejicano lenguaje»109.

El indígena americano es, sin embargo, la principal figura de las loas que preceden
a los autos sacramentales El Divino Narciso y El cetro de José en las que se canalizan
temas controversiales relacionados con el Nuevo Mundo, como la violencia de la
Conquista, la antropofagia de algunos grupos de indios americanos vis á vis la eucaristía
cristiana y la interpretación de aspectos del paganismo como preparación para la
evangelización110.

Esta opción genérica destina primordialmente al esclavo africano -ser aculturado y


periférico a pesar de su incorporación a tareas de servicio en el interior de la ciudad
barroca- al área más carnavalizada y pública de la «lírica coral» que acompañaba la
celebración religiosa. Por su parte, la cuestión indígena, que implicaba —95→
aspectos inherentes a la ideología imperial y a la doctrina, y había sido objeto, desde la
Conquista, de los más acervos debates, se reservaba al campo más didáctico y reflexivo
de la alegorización religiosa. Apelando a la estructura de loas y autos la cuestión
indígena asumía así modalidades discursivas muy formalizadas y adaptadas al propósito

49
de la teatralización, aunque se piensa que de hecho estas composiciones tuvieron escasa
presencia a nivel colectivo, ya que probablemente nunca fueron representadas ante
público ni en Madrid ni en América, quedando así los textos destinados a una recepción
«pasiva», acotada y selectiva111. Asimismo, la penetración filosófica que permiten las
loas al distribuir y personificar diversas perspectivas ideológicas, es ajena a la
inmediatez y circunstancialidad del villancico, arte de ingenio, mímica y contrapunto.

Ya a partir de esta distribución genérica, la construcción de la etnicidad se


vinculará directamente a la existencia de diversos circuitos de circulación textual, o sea
a la definición de públicos específicos para cada temática, y a la selección de estrategias
de interpelación adecuadas a cada discurso. En otras palabras, cada constructo étnico se
corresponde con una determinada pragmática textual y apela a formulaciones y
estrategias retóricas bien diferenciadas derivadas tanto de la articulación de estas
composiciones a la tradición cultural como de su proyección comunitaria.

Como género de origen y proyección popular, el villancico vehiculiza


ejemplarmente la diversidad (la diferencia, la alteridad) en todos sus niveles, tanto en lo
que tiene que ver con el relevamiento del referente americano (sujetos sociales,
caracterizaciones culturales, —96→ conflictos) como en lo relacionado con
perspectivas ideológicas que exhiben ciertos grados de cuestionamiento y heterodoxia
en la interpretación y representación de la sociedad colonial.

A nivel del lenguaje, el villancico incluía aleaciones de alto valor simbólico,


representando a través de voces ficticias lo que Bajtin llamara «dialectos sociales» que,
al entrecruzarse textualmente, configuran la heteroglosia americana, instancia simbólica
de los diversos niveles de conciencia y subjetividad que este género popular organiza y
expone de manera coral112.

La jerga o «media lengua» que sor Juana utiliza para la representación de las voces
americanas imita jocosamente rasgos del habla de inmigrados portugueses residentes de
la Nueva España, incluye latinazgos o ejemplos de castellano macarrónico, o mezcla el
castellano con el náhuatl, en juegos verbales pintoresquistas propios de la poesía
popular. En opinión de Benassy-Berling, a través del villancico «el pueblo encuentra en
la iglesia su propia imagen deformada con una intención a veces paródica, pero sin
crueldad»113.

La misma autora ha señalado los signos de marginalidad que acompañaban a estas


composiciones también en cuanto a su distribución y conservación. Según Benassy-
Berling los villancicos circulaban por algún tiempo, luego de su composición, en hojas
sueltas, anónimas. «Todo permite pensar -indica Benassy- que, en el plano
socioliterario, —97→ el género no era tomado en cuenta para nada. Si los villancicos
eran editados, apenas si eran conservados»114.

José Joaquín Blanco, a su vez, ha resaltado la funcionalidad festiva del género,


derivado de la apropiación y reelaboración renacentista de romances populares
registrada en Europa y particularmente en la Península desde fines del siglo XV. La
época de los Austrias (siglos XVI y XVII) marcaría el auge del villancico, mientras que
el posterior periodo borbónico habría favorecido principalmente el retorno al romance y,
en la Nueva España, el relevo del villancico por el corrido, derivado de la misma raíz
cultural115. Según el mismo crítico, «los dos siglos de villancicos novohispanos fueron

50
la más alta realización poética colectiva de la Colonia», antes de que el excesivo
catequismo antiliberal del siglo XVIII destruyera la gracia frívola y mundana de esas
composiciones116.

Habida cuenta de los conceptos y valoraciones sobre este género ya establecidos


por la crítica, este trabajo intenta presentar cierta problematización del villancico en la
obra de sor Juana que permita determinar la perspectiva ideológica implícita en la
construcción de la etnicidad americana y el papel del productor cultural como promotor
de una subalternidad popular que al insertarse -aunque marginalmente- dentro de los
parámetros de los discursos centrales, expone las contradicciones y polivalencia del
constructo barroco.

Pueden formularse, en este marco, una serie de preguntas que guíen esta
problematización: ¿Qué significa, dentro del mapa conflictivo de la sociedad colonial la
carnavalización discursiva del villancico, —98→ basada en el entramado de
discursos, voces, lenguas, castas, géneros y razas? ¿A partir de qué posicionalidad
político-ideológica construye el productor cultural de la Colonia la etnicidad en tanto
dato relevante de la condición americana? ¿Qué sentido cultural conferir a este gesto
paródico a partir del cual el letrado criollo adjudica al subalterno una voz ficcional,
configurada a partir del estereotipo, la mímica y el contrapunto burlesco? ¿Qué lugar se
reservan los «dueños de la letra» dentro de este entrecruzamiento de hegemonía y
subalternidad integrado a los misterios de la creencia y del poder? ¿Cómo escuchar la
lengua -la «media lengua»- del Otro, sometida por la magia de la literatura a la
«violencia del alfabeto»117, a partir de la cual se transforma la oralidad en escritura, el
silencio en palabra, la marginalidad en praxis cultural y en espectáculo?

Para intentar responder a estas preguntas, es necesario desmontar la red semiótico-


ideológica a partir de la cual se componen los textos como construcción de una
«etnicidad ficticia» donde el sujeto/súbdito/subalterno es objeto (del discurso, del
deseo) de un Yo que va modelando su identidad y diseñando sus proyectos de clase en
la medida en que define la posición del Otro.

Hipótesis sobre la marginalidad/popularidad del villancico


Los juicios críticos mencionados anteriormente, en los que se resumen las notas de
marginalidad y popularidad como características del villancico, condensan lo principal
de la cuestión en torno a la producción/recepción de las imágenes del Otro dentro de la
discursividad barroca, planteando el problema de cómo evaluar la mediación letrada en
la sociedad virreinal. Este tema se liga, asimismo, al de la construcción de identidades
en la Colonia, y más específicamente a la configuración del imaginario criollo como
instancia en —99→ la que, figurativamente, se ensayan propuestas de articulación,
dentro de la formación social novohispana, de sectores, lenguas, culturas, en relación a
un territorio -tanto espiritual como físico- que las elites americanas reconocen como
asiento de la «patria» o la «nación criolla».

En mi opinión, el carácter festivo, circunstancial, colectivo (y supuestamente


conciliatorio) del villancico ha eclipsado, en algunos enfoques críticos, la problemática

51
hegemonía/subalternidad que es inherente a la construcción de la etnicidad en contextos
coloniales118. Coincido con la afirmación de Octavio Paz de que el aspecto institucional
de los villancicos no ha sido aún estudiado suficientemente, relegándose asimismo la
cuestión racial a un nivel secundario dentro de la discursividad barroca119.

El tema de la lengua como instrumento ideológico y signo cultural dentro de los


discursos coloniales -tema que los villancicos de sor Juana exponen ampliamente- no ha
sido visto, por tanto, como elemento clave en el proceso de (des?)territorialización
vinculado a la construcción de la identidad criolla (es decir, como marca de pertenencia
o ajenidad de un individuo o sector social con respecto a un determinado espacio social)
sino como una estrategia pluralista que reivindica la hibridez americana (sin
problematizar el lugar del Otro ni la propia posicionalidad) a través de una discursividad
multívoca.

Creo que la dialéctica de mayorías y minorías coloniales en la sociedad barroca


esconde, sin embargo, un conflicto mayor, que tiene que ver con la condición misma del
productor criollo y los procesos de institucionalización cultural en contextos coloniales.
Si la literatura es un espacio discursivo, interpretativo, representacional, —100→ en
constante negociación con el poder y sus instituciones político-culturales, el caso de
estos «géneros menores» que ponen a prueba los límites de la cultura oficial y los
compromisos del letrado con los poderes existentes tendrá una importancia fundamental
para el estudio de la subalternidad en contextos coloniales y para el análisis de las
limitaciones y conflictos inherentes al imaginario barroco y al proyecto criollo que
comienza a gestarse en su interior120. De la misma manera, la polisemia inherente al
concepto de popularidad que se maneja en este contexto nos conduce, por diversos
caminos, a explorar los grados de permeabilidad de la sociedad criolla, y los diversos
niveles de censura, denuncia y conciencia social que se desarrollan dentro de sus
fronteras121.

Es evidente, de acuerdo a las opiniones que se han citado más arriba, que el género
del villancico ha sido canonizado, sobre todo por la crítica reciente, como un dispositivo
poético que si bien introduce la problemática americana en el seno mismo de la fiesta
devota logra armonizar (para decirlo bajtianamente, «orquestar») la otredad a través del
recurso paródico122.

—101→

La marginalidad del villancico, señalada por todos los estudiosos de esta forma
poética como un rasgo distintivo de estas composiciones resulta, en este contexto, por lo
menos paradójica, habida cuenta de este carácter plural e incorporante del género que,
inserto en las ceremonias oficiales del virreinato, involucra a la comunidad en una
especie de ritual cultural, tanto durante las instancias de producción como de recepción
de los textos123.

Ese carácter colectivo y coral del villancico (que llamaba a la colaboración entre
autores, cantantes, músicos, público, administradores y escenógrafos de la fiesta devota)
permite suponer que el contenido ideológico de los textos, así como sus grados de
penetración e impacto en la comunidad, dependía de la capacidad de construcción de un
autor implícito o voz autoral (instancia de localización de la perspectiva básica
presentada en el texto) que organizara y sintetizara los distintos niveles y grados de

52
conciencia colectiva dentro de los modelos provistos por la tradición, efectuando a
través de hablantes o actantes circunstanciales una interacción semiótica de innegable
proyección ideológica. De modo que el mensaje crítico, burlón e irónico de este género
aparece como captación y representación de conceptualizaciones y valorizaciones
«recibidas» (reconocidas y aceptadas) en la comunidad, las cuales no eran objeto, sin
embargo, de conservación, canonización ni reconocimiento autoral luego de celebrada
la fiesta religiosa.

—102→

Esta situación permitiría ciertas hipótesis con respecto a la aparente


contradictoriedad entre marginación, popularidad, re-presentatividad y anti-
canonicidad de este género que, como se ha indicado, llegaba a amplios sectores de la
población a través de festividades populares, re-presentaba modelos y actores sociales
que integraban el imaginario colectivo, pero por otro lado permanecía en una
subalternidad o marginalidad literaria similar a la de los sujetos cuya voz proyectaba
sin alcanzar nunca la perpetuación canónica, estando limitado al tiempo efímero y
tolerante de la ludicidad paralitúrgica124.

Podría especularse entonces, con respecto a esta presencia a la vez permanente y


provisional del villancico en la cultura del siglo XVII:

a) Que el género era considerado una especie de recurso cultural renovable en la


sociedad barroca, condición que hacía innecesaria cualquier forma de canonización o
conservación textual, ya que existiendo sus contenidos infusos en la comunidad (al
menos en el imaginario criollo de la época), éstos podían aflorar en cualquier momento,
a través de una escritura de circunstancias.

b) Que dado el carácter crítico y transgresivo de estas composiciones, su


oficialización dentro de los circuitos de transmisión/conservación/canonización literaria
no era admisible ni quizá deseable dentro de los límites ideológicos de la ciudad
letrada, razón por la cual los textos mantenían un estatus red intermedio y «flotante»
entre oralidad y escritura, dogma y transgresión.

c) Que los textos cumplían una función de «válvula de escape» dentro de la


compleja sociedad virreinal, función que era admitida por los poderes dominantes en un
ejercicio de su hegemonía, como una forma de «oposición controlada» que no se
percibía como amenaza real al statu quo sino como liberación de tensiones y
legitimación del conflicto a través de la parodia.

d) Que en un nivel más oculto los villancicos operaban como una zona virtual de
encuentro de etnias, lenguas, culturas, así como de imágenes del Otro gestadas durante
la conquista y colonización del —103→ Nuevo Mundo reelaboradas ahora en el
imaginario barroco, constituyendo así imágenes provisionales de una identidad en
proceso, con la funcionalidad coyuntural y transitoria de reacomodar el presente con el
pasado americano y con el futuro hacia el cual se proyectaba la «nación criolla». El
villancico habría efectuado así lo que, desde nuestra visión actual, puede ser visto como
un ensayo de continuidad entre las etapas de conquista, «estabilización virreinal» y pre-
nacionalismo desde la perspectiva criolla al tematizar la alteridad y fijarla
discursivamente a partir de modelos y estereotipos existentes.

53
e) Finalmente, la temporariedad o carácter perecedero del género parece asimismo
estar ligado a la estructura de superficie, lúdica y carnavalizada, a partir de la cual el
villancico se ofrece a la comunidad como parte de la fiesta barroca. Esa estructura
paródico-burlesca se actualiza en el espacio ficticio -no monumentalizable- de una
literatura de circunstancias, cuyas áreas de superposición con la historia, la sociedad y la
política colonial son siempre negociables desde la perspectiva del poder.

Re-presentación autoral/voces ficticias


Evidentemente, el problema epistemológico -y no sólo representacional- que
conlleva la construcción del Otro supone no solamente la puesta en perspectiva (la mis
en abisme) de los universales que constituyen el basamento filosófico de los discursos
dominantes, sino su articulación ideológica a los principios sobre los que se afirman las
identidades individuales y sectoriales en una formación social determinada.

El escritor colonial actúa en estos casos, quizá mucho más que en el caso de
composiciones más «personales», como punta de un iceberg ideológico que sustentado
en el inconsciente colectivo -y en el caso del letrado criollo, también sectorial- afloraba
en el margen de lo paralitúrgico, paraliterario, paracanónico, en el proceso de
constitución del imaginario criollo125.

—104→

Puede argüirse, en efecto, que la voz autoral y las voces ficticias presentes en los
textos transmiten un conocimiento ideologizado del Otro, una «falsa conciencia»
colectiva que desde las imágenes colombinas sobre el Nuevo Mundo acompaña la
construcción de la alteridad en los discursos centrales. De modo que el letrado barroco
no presenta la otredad como creación original sino que la re-presenta reformulada
(modernizada, racionalizada, ideologizada) manipulando redes significantes que
insertan el presente en la tradición, el conflicto criollo en el discurso peninsularista, la
desigualdad en el humani(tari)smo, la subalternidad en la hegemonía, en un juego de
ensambles, paradojas y contrastes barrocos que promueven la heterogeneidad como
ideologema central del imaginario criollo.

Asimismo, el discurso criollo puede ser leído, en una exploración retrospectiva,


como proyecto protonacional en el que se ensaya, desde la perspectiva del poder, la
articulación de componentes vernáculos dentro de la totalidad social de dominante
hispánica. El multiculturalismo representado a través de las voces ficticias del villancico
expone así, con una ambigüedad que es intrínseca al proyecto criollo, la pertenencia
«negociada» y transgresiva del Otro en la totalidad, mostrando las «paradojas de la
universalidad» de que habla Balibar, es decir la tensión entre globalización y
particularismo que es inherente a la construcción de la etnicidad en contextos coloniales
o de nacionalismo emergente126. Podría decirse que, en este sentido, el villancico -por
ejemplo ese canto «a lo Criollito» ofrecido a Jesús127- indica una «mexicanización» de
la doctrina y, en este sentido, la puesta en práctica de una hermenéutica criolla que
afirma la identidad americana como alternativa a la globalización imperial.

54
Como Balibar indica, entendida la etnicidad como fabricación o artefacto
ideológico-cultural, cumple un papel fundamental tanto para —105→ la construcción
de identidades como para la interpelación de sujetos sociales. En la medida en que la
base étnica no es una condición natural en una determinada formación social sino una
cualidad conferida discursivamente, la configuración de «identidades étnicas» es
esencial para otorgar concreción y materialidad a un determinado proyecto social:
define comunidades culturales, tradiciones, orígenes, sistemas de afiliación o
pertenencia así como grados y niveles de articulación a la totalidad128.

En tanto constructo barroco, la etnicidad propone al subalterno como un sujeto-


Otro (producto transculturado, objeto del deseo del dominador, alter ego parcial del
letrado criollo atrapado en la encrucijada de la subalternidad colonial), de la misma
manera que la perspectiva autoral es también un yo/nosotros-Otro a la vez
representativo y distanciado del eje ideológico «central» desde el cual -y para el cual- se
componen los textos. La voz autoral se proyecta así a través de un ejercicio dual de
impugnación y confirmación de discursos centrales, de reivindicación del margen y
práctica del poder letrado, a través de la operación de transferencia discursiva del Otro
(su oralidad, su «media lengua», su folclorismo, su disidencia) al plano consagrado de
la letra barroca.

De esta manera, el villancico es en sor Juana una exploración de los márgenes y de


la alteridad en el interior de la «nación criolla»: el negro y el indio como márgenes del
criollo, la oralidad como margen de la escritura, el náhuatl, el habla de los esclavos, el
portugués del navegante129 e incluso el latín como márgenes del castellano, lo vernáculo
y lo popular como márgenes de las formas canónicas, el paganismo supérstite como
margen de la cristianización, lo pre o para-hispánico como margen del proyecto
imperial unificador y homogeneizante, la fiesta como margen de la doctrina, el Otro
como margen del Yo. Sin embargo este margen (social, cultural, ideológico) aunque
conserva su carácter periférico y subalterno dentro de la estratificación virreinal aparece
enclavado, por la magia de la literatura —106→ y de la fiesta barroca, en el espacio
mismo de la «territorialidad» criolla, mostrando lo exógeno (exótico, exterior, foráneo)
como inherente a lo americano. Con este juego de interiorización de la exterioridad se
cancela toda posibilidad de un proyecto criollo basado en la ilusión de una centralidad
homogeneizante, exclusiva y excluyente, como si los sectores que habitaban la periferia
de la ciudad barroca hubieran traspasado sus muros en un ritual carnavalesco y
subversivo, hasta lograr instalarse en el cuadrángulo acotado de la discursividad
colonial.

No obstante, los villancicos no exponen una combinatoria sino una yuxtaposición


de voces particularizadas a través de la lengua dentro del englobante ceremonial de la
cristiandad, en una especie de collage que representa en sus «coplas de retazos» -como
se indica en la Introducción a la ensalada del villancico VIII de la Asunción, 1679- tanto
los múltiples rostros y voces de la formación social americana como las fisuras que los
separan y los incomunican130.

En esta economía discursiva la perspectiva autoral (voz implícita, infusa, o


representada en dedicatorias y coplas introductorias «exteriores» a las diversas voces
presentadas en el texto) actúa como el principio de orden: marca la posicionalidad
enunciativa -el lugar del poder que administra los discursos y praxis culturales a nivel
ficcional- y organiza el proceso de interpretación, representación e institucionalización

55
de la otredad. Por su lado, las voces ficticias canalizan la enunciación como acto de
habla y como práctica de la diferencia en el espacio controlado de la escritura y la
celebración virreinal.

Es justamente la voz autoral la que guía la interpretación de esta pluralidad social


activada por la celebración religiosa, evento que superpone, en la discursividad barroca,
poder religioso y poder político, proponiendo la ceremonia eclesiástica como
interpelación popular —107→ y democratizante. Así explica, por ejemplo, la
Introducción al villancico VIII (Asunción, 1676) el contexto enunciativo:

A la aclamación festiva

de la jura de su Reina
se juntó la Plebe humana
con la Angélica Nobleza.
Y como Reina es de todos,
su coronación celebran,
y con majestad de voces
dicen en canciones Regias131.

Las voces de negros e indios que aparecen a continuación de estas estrofas como
representación de la «Plebe humana» está ya prefigurada, desde la Introducción, con las
notas de subalternidad, rusticidad y coralidad que exaltan, por contraposición, la imagen
elevada y singular de la Virgen. Las diversas voces americanas componen un conjunto
heterogéneo pero no integrado, un espacio babélico presidido (interpretado, ordenado)
por los grandes poderes (religioso, político, letrado/escriturario) que controlan la
institucionalidad virreinal.

Convocados por la fiesta religiosa, los diversos sectores de la sociedad virreinal se


aglutinan y expresan su devoción, sus quejas y reclamos, configurando un friso social
compuesto desde una perspectiva exterior y englobante que los expone como muestra de
la diversificada y multifacética sociedad virreinal132. Pero aunque los diversos sectores
coexisten en el espacio textual, el trabajo de lenguaje que se efectúa a este nivel
metaforiza la permanencia del conflicto. La reivindicación social que expresan muchos
de los textos se vehiculiza siempre a través del recurso de fetichización lingüística,
superponiendo diversos sociolectos y «pliegues» barrocos a nivel morfológico y
fonético, como en el villancico VIII a la Concepción, 1676, donde un negro se expresa
en «música castellana»133:

—108→
-Acá tamo tolo
Zambio, lela, lela
que tambié sabemo

56
cantaye las Lema.
-¿Quién es? -Un Negliyo.
-¡Vaya, vaya fuera,
que en Fiesta de luces,
toda de purezas,
no es bien se permita
haya cosa negra!
-Aunque Neglo, blanco
somo, lela, lela,
que il alma rivota,
blanca sá, no prieta.
-¡Diga, diga, diga!
-¡Zambio, lela, lela!134

La copla intermedia («Vaya, vaya fuera!...») introduce en un castellano no


contaminado una voz excluyente que hace referencia a la pureza de la celebración
religiosa, aludiendo a la simbología del color negro (ya usado en expresiones como
«negro borrón», «negro horror» y «sombra» en el villancico anterior) en tanto mancha
que corrompe lo inmaculado (justamente en las fiestas de la Concepción). La voz del
negro no contradice esa identificación (blanco = puro), aunque afirma su superación a
partir de la fe, que blanquea la otredad al subsumirla en el cuerpo universal de la
cristiandad. La corporalidad se desmaterializa para legitimarse.

Esta corrección relativa a la voz castellana coloca la devoción por encima de la


doctrina, legitimando el lugar del Otro en el imaginario criollo, aunque acotándolo al
plano de la espiritualidad (sólo la fe tiene el poder de purificar lo negro) reforzando la
idea del blanco como símbolo de lo impoluto. Finalmente, la idea de la transformación e
interpretación de lo aparente elabora también el tópico barroco del ver y creer que es
objeto de otras composiciones (por ejemplo, el villancico IX «A la epístola» de la serie
dedicada a san José, 1690)135.

—109→

En el nivel de los significantes, y como otra versión del claroscuro barroco, el


castellano «puro» del interlocutor, en contraste con la «media lengua» del negro, afirma
la equivalencia entre pureza doctrinal y lingüística: el castellano es aún la lengua del
poder, aunque debe admitir la diferencia como ingrediente definitivo de la identidad
criolla. Las coplas que siguen a las ya citadas, en un crescendo de folclorización y
sincretismo, tematizan la práctica de matar a la serpiente que amenaza a la Virgen,
uniendo las referencias bíblicas al ritualismo africano, y dando al negro un papel activo
en la defensa de María136.

-Cuche usé, cómo la rá


Rimoño la cantaleta:
¡Huye, husico ri tonina,

57
con su nalís ri trumpeta!
-¡Vaya, vaya, vaya!
-¡Zambio, lela, lela!
-¡Válgati Riabro, Rimoño,
con su ojo ri culebra!
¿Quiriaba picá la Virgi?
¡Anda, tomá para heya!
-¡Vaya, vaya, vaya!
-¡Zambio, lela, lela!
Viní acá, perra cabaya:
¿su cabeza ri bayeta
y su cola ri machí,
pinsiaba la trivimenta?
-¡Vaya, vaya, vaya!
-¡Zambio, lela, lela!
-¡Vaya al infierno, Cambinga,
ayá con su compañela
que le mira calabralo,
cómo yeva la cabeza.
—110→
-¡Vaya, vaya, vaya!
-¡Zambio, lela, lela!
¡que tambié sabemo
cantaye las Leina!137

Por contraste con parlamentos más elevados, conceptuales y eruditos que se


presentan sin marca de otredad lingüística o cultural y que pueden identificarse como
voces criollas, el lenguaje del negro y el indio incluye coloquialismos, insultos y
onomatopeyas así como anécdotas que exponen una pragmática textual bien
diferenciada marcada por referencias a la acción, a la condición social del hablante, a
sus reclamos o denuncias y a sus cualidades personales (valentía, sumisión, etcétera)
que le aseguran reconocimiento -no exento de condescendencia- a nivel comunitario.
Estas estrategias revelan la lucha de los sectores marginados por la penetración del
espacio criollo y la virtud transgresiva de los textos dentro de la cultura de la época.

En cuanto al trabajo del color, muchos textos intentan superar la simbología


negativa del color negro adjudicándolo como marca de etnicidad posible atribuida a la
Virgen («Morenica la esposa está/ porque el Sol en el rostro le da»138 o a san José
(«¡que por poca es Negro Señol San José!»139. Principalmente el citado villancico a la
Concepción, 1689, elabora una continuidad paradójica entre luz/oscuridad (de la piel),
así como la equivalencia Sol (centro de la veneración pagana) y Dios, y la presentación
de la Virgen como Esclava de su Dueño, trabajando de manera indirecta el color de la
piel y la condición social del negro como cualidades que se beatifican al transmutarse al
cuerpo místico de María. El vínculo empático que se promueve entre el público africano
y la Virgen no sólo facilita el adoctrinamiento sino que, culturalmente, integra la
diferencia en la identidad criolla, al subsumirla en el discurso cristiano, en un juego

58
barroco de espiritualismo/materialidad. Sin embargo, el blanco es un color que el Otro
«gana» sólo a través de la sumisión al Poder —111→ (político, religioso) y a partir
de la consagración otorgada por la letra barroca.

En un sentido similar al indicado para los villancicos dedicados a la Concepción,


1676, en la serie dedicada a san Pedro Nolasco, 1677, los mensajes emitidos por las
voces del indio y el negro, el portugués y el erudito que se expresa en latín, son más que
convergentes y armónicos entre sí, divergentes o paralelos. El villancico tematiza así a
través de la parodia y la comicidad la irreductibilidad última de la diferencia, y el
conflicto entre minorías, siempre presente en la sociedad colonial.

En estos villancicos se articulan también, en distintos niveles, letra y música (temas


doctrinales e imitación de ritmos africanos), mostrando el contrapunto entre los latines
de un «estudiantón» o «Bachiller afectado» con las erróneas y cómicas interpretaciones
de «un bárbaro», y el castellano trabucado del negro y el del indio, este último
colonizado por términos en náhuatl.

Esta coexistencia entre diversos niveles lingüísticos y sociales, así como la


representación del conflictivo encuentro entre los códigos de la «alta» cultura y la de los
sectores populares cobra sentido sólo a partir de las «introducciones» que se intercalan a
lo largo del texto, preparando las distintas escenas e introduciendo las voces de los
distintos personajes que componen el cuadro. Las coplas que corresponden a «[...] un
Negro que entró en la Iglesia,/ de su grandeza admirado» incluyen alusiones al trabajo
físico (los «obrajes»140 y quejas respecto de las prácticas discriminatorias de los padres
mercedarios que relegan a los esclavos por su color en las prácticas de la caridad141.

El negro alude a los insultos que se dedicaban a los esclavos, reivindicando su


humanidad «[...] que aunque neglo, gente somo/ aunque nos dici cavaya»142, y jugando
con la idea de redención como salvación religiosa y como liberación personal143. Los
dos «aunque» —112→ producen un efecto de acumulación adversativa: la práctica
discriminatoria se suma a la cualidad racial, articulando en una segunda instancia la
esencia (el ser) con la condición étnica (la negritud como apariencia o circunstancia). A
través del insulto deshumanizante («cavaya», habitualmente aplicado a los negros por
otros sectores de la Colonia y que la voz de un negro aplica a la serpiente que amenaza a
la Virgen en el villancico VIII a la Concepción, 1676)144 se introduce, entre esencia y
apariencia, la gestión corruptora y alienante del lenguaje, llamando la atención sobre el
constructo cultural como interposición ideológica.

Por su parte, el «estudiantón» es ridiculizado en su pretencioso afán de lucir sus


latines, como se nos explica en la introducción a sus coplas145:

Siguióse un estudiantón,
de Bachiller afectado,
que escogiera antes ser mudo
que parlar en Castellano.
Y así, brotando Latín
y de docto reventando,
a un bárbaro que encontró,
disparó estos latinajos146.

59
La tradicional consideración del latín como lengua culta y «espiritual» cede paso a
su representación como código arcaico e inoperante en relación a la materialidad
colonial.

Hodie Nolascus divinus


in Caellis est collocatus.
-Yo no tengo asco del vino
que antes muero por tragarlo147.

—113→

La erudición, presentada como afectación inadecuada y garantía de incomunicación


con la masa, llama la atención sobre la existencia de diversos públicos y niveles de
acceso a la Letra, y sobre la cualidad del Castellano como zona franca y potencial para
la resolución, al menos transitoria, de la heteroglosia americana. Pero nos recuerda
también la posición expresada por sor Juana en la carta Respuesta con respecto a la falsa
erudición de que muchos hacen alarde por «haber estudiado su poco de filosofía y
teología y [el] tener alguna noticia de lenguas, que con eso es necio en muchas ciencias
y lenguas: porque un necio grande no cabe en sólo la lengua materna»148.

El villancico VIII a san Pedro Apóstol, 1677, presenta luego de las coplas y
estribillo en portugués, otra posible variación lingüística en boca de un «sacristán
cobarde» ridiculizado justamente por el collage lingüístico (el uso de «latines
sacristanescos» según expresión de Herrera149, acentuado por las onomatopeyas que
introducen la polisemia del Gallo:

Temblando, después, del Gallo,

cantó un Sacristán cobarde,


que un gallina no fue mucho
que con el Gallo cantase.
Mezcló romance y latín
por campar, a lo estudiante,
en el mal latín lo gallo,
lo gallina en buen romance.

Coplas

60
Válgame el Sancta Sanctorum,
porque mi temor corrija;
válgame todo Nebrija,
con el Thesausum Verborum:
éste sí es gallo gallorum,
que ahora cantar oí:
-Qui-gui-riquí!150

—114→

Implícitamente, estos recursos destacan la función del letrado criollo como


mediador e intérprete privilegiado en esa sociedad multicultural y babélica, siempre y
cuando sepa acertar con las formas adecuadas para la interpretación/interpelación del
Otro, a partir de la comprensión de su especificidad y el conocimiento de sus códigos
propios. Para enfatizar que la actualización de la lengua debe realizarse de acuerdo a los
diversos públicos y ocasiones, puede considerarse por ejemplo el villancico II, «Latino
y Castellano» dedicado a la Asunción, 1679, donde se explora sin comicidad la aleación
del latín con la lengua romance, en otra prueba de «múltiple latinidad» de sor Juana151.

Divina María,
rubicunda Aurora,
matutina Lux,
purissima Rosa.
[...]
Tristes te invocamus:
concede, gloriosa,
gratias quae te illustrant,
dotes quae te adornant152.

En la parte final del villancico a san Pedro Apóstol, antes citado, la voz autoral
indica que el indio entra con una función conciliadora a resolver el contrapunto entre el
estudiantón y el bárbaro. Sin embargo el indio tiene su secuencia separada de coplas, y
su propia semiótica cultural diferenciada de la de los demás «personajes» de la
composición. En sus parlamentos propone la articulación del castellano con el náhuatl
haciendo uso de un lenguaje combinado que apunta, como nos indica la voz autoral,
hacia la ideología del mestizaje:

Púsolos en paz un Indio


que, cayendo y lenvantando,
tomaba con la cabeza

61
—115→
la medida de los pasos;
el cual en una guitarra,
con ecos desentonados,
cantó un Tocotín mestizo
de Español y Mejicano153.

De esta manera, mientras que en el villancico el negro está aislado en su propia


problemática de explotación y discriminación y los diversos niveles culturales (cultura
erudita, cultura popular) no se comunican entre sí, el indio expone, en un plano paralelo,
los efectos aculturadores de una catequización más o menos superficial que no alivia su
problemática condición de ser explotado y extranjero en su propio territorio. Refiere en
sus coplas su enfrentamiento con un alguacil del gobernador que viene a cobrarle los
tributos:

También un Topil
del Gobernador,
caipampa tributo
prenderme mandó.
Mas yo con un cuáhuitl
un palo lo dio
ipam i sonteco:
no sé si morió154.

El texto del villancico es así a la vez estable y abierto: promueve la otredad desde
el espacio acotado de la letra criolla, representa y naturaliza la posición excéntrica del
dominado, elabora su alteridad como artefacto de la identidad criolla y como
legitimación de la función letrada. La fijación de los grados y límites de aceptabilidad
de la interpenetración y transgresión del Otro parece corresponder más bien al receptor
que, activado por la teatralidad colonial, era desafiado a revisar su propia posicionalidad
ya no meramente contemplativa, ante el espectáculo de la fiesta barroca.

Con base a los factores complementarios de raza y lengua, ejes del constructo
ideológico colonial, va configurándose en los textos —116→ una «etnicidad
lingüística» en la que cada comunidad es portadora de su propia memoria cultural,
articulable a la totalidad sólo a través de la mediación letrada.

62
«La letra con sangre entra»: lengua, voz y poder en la ciudad
letrada
La construcción discursiva del concepto de raza implica una dialéctica entre
relativismo y universalidad que permita situar el dato étnico como variable cultural
relevante para la definición de sujetos sociales. Como cultura integradora, celebratoria y
propagandística, entrenada en los lujos de la parodia, la antítesis y la paradoja, el
barroco provee las estrategias retóricas y representacionales para esa producción
discursiva desde una perspectiva de poder que promueve al Otro como contracara de las
identidades colectivas que se asoman ya a los desafíos de la modernidad. Pero la
variante americana incorpora el conflicto, interrumpe la síntesis final, pone en abismo
los recursos y resultados del constructo barroco155.

Los textos de sor Juana se sitúan en la frontera misma de esta problemática, ya que
si por un lado el juego y la parodia naturalizan la diferencia social y cultural de la
Colonia sugiriendo una armonización u orquestación de voces, por otro lado promueven
el conflicto (la cualidad heteróclita de América, la marginación del Otro, la injusticia
social) -lo representan- en el nivel explícito del discurso carnavalizado.

En efecto, el villancico es proyectado hacia la comunidad religiosa que supone la


participación igualitaria de los diversos sectores en el cuerpo ritualizado de la
cristiandad. La ceremonia religiosa es un alegato universalizante y el villancico que se
integra a la fiesta corrobora, —117→ por su misma funcionalidad paralitúrgica, esos
principios. Se afirman, en este aspecto, las similitudes o constantes que, más allá del
dato étnico, abarcan a los fieles convocados por la celebración eclesiástica.

Por otro lado, sin embargo, el texto remite a las discontinuidades y particularismos
que identifican, distinguen y separan a los diversos sectores sobre la base del dato
lingüístico, racial, de condición social, etcétera. En este sentido, es la diferencia lo que
se tematiza. Aunque esta articulación de opuestos no sea ajena a los géneros populares o
«menores» a través de los cuales se accede «libremente», a través de la comicidad y del
contraste, a los temas generalmente ajenos a la «alta» literatura, cabe aún preguntarse
desde qué posición ideológico-discursiva se construye la que Balibar llamara «etnicidad
ficticia» y qué papel cumple este constructo dentro de la economía general de la
Colonia156.

Creo que es evidente que en la composición de sus villancicos sor Juana asume una
posición relativista, explotando, por así decirlo, primordialmente esa diferencia,
utilizando la elaboración lingüística como signo del enclave social tanto del hablante
ficticio como del productor cultural que lo construye discursivamente.

En esta relación de lengua/poder/raza que los villancicos exponen en el entramado


de la materia poética, pueden distinguirse al menos tres niveles. El primero tiene que ver
con la lengua corrupta del dominado y nos remite a la famosa pregunta de Spivak sobre
las posibilidades y alcance real de la voz del subalterno en contextos coloniales157. El
segundo se vincula con el gesto letrado de otorgar —118→ la voz al Otro que no ha
alcanzado acceso a discursos centrales, efectuando una mediación que confirma y
reafirma la jerarquización social, cultural y política inherente al sistema colonial. El
tercer nivel se relaciona con la centralidad de las prácticas escriturales e
institucionalizantes en la ciudad letrada virreinal.

63
Con respecto al primer punto, es evidente que el villancico transpone al texto -y a
través de él, a la celebración religiosa- la heterogeneidad cultural americana,
exponiéndola a través de un discurso gestionado (compuesto, administrado, controlado)
por la «letra criolla». Cuando sor Juana imita el castellano «aportuguesado» del esclavo,
los latines erróneos del indígena, las variantes fonéticas y las mezclas lingüísticas en
una especie de moderno collage cultural, relativiza la hegemonía de la norma culta,
privilegio de las elites, configurando una especie de ficticia koiné novohispana pero
desde una posición aún dominante: la del letrado criollo que reivindica el mestizaje
cultural como un área específica de su dominio intelectual que en este sentido lo eleva
por encima de los sectores marginales pero también del peninsular eurocéntrico y
monolingüe. Es la función de la nueva diglosia, que Elías Rivers indicara como rasgo
caracterizador de la colonia novohispana, donde lenguas vernáculas y cultas (castellano
y latín) coexisten conflictivamente. Pero también demarca las fronteras
comunicacionales del Otro que en su lenguaje expone su condición vicaria, adyacente a
los códigos culturales dominantes y subyugada al Poder. Sin olvidar que la propia sor
Juana reconoce la matriz híbrida de su propia condición colonial, al recordar la lengua
paterna en su imitación del dialecto vascuence (don Pedro Manuel de Asbaje, padre de
Juana, era, en efecto, vizcaíno) insertando en los villancicos a la Asunción, 1685, la
«lengua cortada» de sus antepasados:

Pues que todos han cantado,


yo de campiña me cierro:
que es decir, que de Vizcaya
me revisto. ¡Dicho y hecho!
Nadie el Vascuence murmure
que juras, a Dios eterno
—119→
que aquésta es la misma lengua
cortada de mis abuelos158.

Da a continuación voz a la lengua de su padre ausente, haciendo del villancico


invocación de vertientes peninsulares asimiladas ahora en el castellano híbrido que
tematiza la diferencia:

Señora Andre María,


¿por qué a los Cielos te vas
y en tu casa Aranzazú
no quires estar?
¡Ay, que se va Galdunái,
nere Bizi, guzico Galdunái!
[...]
Guatzen, Galanta, contigo;
guatzen, nere Lastaná:
que al Cielo toda Vizcaya

64
has de entrar.
Gualdunái159.

Contrariamente a lo que sucede con las formas expresivas del indio y el negro, el
vizcaíno es una «lengua en ausencia», de valor eminentemente evocativo y nostálgico,
una especie de viaje hacia el origen y encuentro con el Otro en el ámbito conciliatorio
de la devoción160.

—120→

La «media-lengua» del subalterno al igual que la «lengua cortada» del dialecto


español simbolizan, en su actualización parcial de los códigos dominantes del
castellano, una estratificación que abarca pero también supera a la condición colonial, y
que tiene que ver con el tema más amplio de la hegemonía cultural y política dentro de
las amplias fronteras del imperio. La heterogeneidad no es así característica exclusiva
de la Colonia americana, sino, de manera más amplia, marca de alteridad, ajenidad,
distancia, haciendo de la lengua el principal -si no el único- instrumento de construcción
y apropiación del Otro.

Podría decirse que a través del villancico (y, por extensión, de los géneros en los
que se representa al dominado en contextos coloniales) el subalterno puede «hablar» por
la boca del Otro pero no «decir», utilizar la lengua impura que simboliza su
enajenación, en función eminentemente expresiva, exponer su «estar-ahí» sin develar su
ser.

En este sentido, la disparidad de niveles lingüísticos que exponen los villancicos es


bien ilustrativa de la estratificación cultural de la Colonia y de la función que el letrado
se adjudica en ese contexto. La lengua del subalterno, indio o negro, tanto como la de
otros representantes de la «plebe humana», como el navegante portugués o el «sacristán
cobarde» que habla «en romance y latín» son expuestas a través de la parodia y la
contaminación de unos códigos por otros. En contraste, la exhibición de una erudición
de buen gusto expuesta a través de la voz autoral en las secuencias donde el castellano
se presenta puro o enriquecido con vocablos técnicos tomados de disciplinas como la
botánica, la retórica, la versificación, la lógica, la contabilidad y aún el esgrima como en
los villancicos a san Pedro Apóstol, 1677, representa una apropiación -lingüística y —
121→ disciplinaria- «legítima» y adecuada a una aproximación más elevada a temas
religiosos, materializando en el cuerpo textual la idea expuesta por sor Juana en su carta
Respuesta a sor Filotea de la Cruz de que todas las disciplinas, incluso las científicas y
profanas, conducen y confirman a la teología. Veamos algunos ejemplos:

En el villancico VII dedicado a la Asunción, 1676, se presenta a María como


maestra del «arte de bien decir», utilizando términos de la retórica:

Su exordio fue Concepción,

65
libre de la infausta suerte;
su Vida la narración,
la confirmación su Muerte,
su epílogo la Asunción161.

El villancico IV a la Concepción, 1676, usa el nombre de hierbas curativas para


simbolizar las bondades de María: «[...] Sánalo-todo, [...] Hierba buena, [...] Celidonia,
[...] Salvia, [...] Siempre-Viva»162.

Con el lenguaje de la lógica se defiende a la mujer en el Villancico VI a san Pedro


Apóstol, 1677, indicando las inconsistencias en el juicio que se ejerce para con ellas:

Si de una mujer la ciencia


tiene razones precisas,
mirad, Pedro, que es violencia
concedidas las premisas,
negarle la consecuencia163.

En la jácara del villancico XII de la misma serie se presenta a Pedro como el mayor
maestro de Esgrima, haciendo del villancico un anuncio del lance (como indica el
estribillo de introducción): «¡Oigan el cartel, oigan, que a todos reto!»164.

—122→
Allá va, cuerpo de Cristo,
de Esgrima el mayor maestro,
que amilanó a los Carranzas,
que arrinconó a los Pachecos:
el que por alcanzar más,
tuvo lugar más supremo,
pues por la gracia de Dios
estuvo en ángulo recto.
[...]
el que riñendo y negando,
ya con valor, ya con miedo,
usó del tajo con Malco
y el revés con su maestro.
[...]
Y aunque de la garatusa
tuvo noticia, y del quiebro,

66
le dio con la irremediable,
al gallinazo venciendo165.

Abierto a múltiples frentes temáticos, exponiendo tan variados léxicos y metros, y


presentando a la voz autoral a través de tantas máscaras, el villancico es en sí mismo,
como género, una evidencia y una defensa de la diversidad, pero dentro de ésta quedan
bien establecidos los distintos niveles socioculturales.

Si la hibridez cultural así como las formas expresivas rudimentarias y el


adoctrinamiento primario del subalterno confirman, a nivel lingüístico, las «razones» de
la «pigmentocracia» colonial166, la ductilidad letrada rescata la plasticidad del lenguaje
como evidencia de superioridad espiritual. Un ejemplo está en las letras de dedicación a
san Bernardo, 1690, donde el juego de rimas esdrújulas agregan variedad al canto,
sugiriendo, según Herrera, un «cuasi-italiano»:

Aunque es el metal de azófare


de mi voz, en esta márgene,
—123→
la echaré como un almíbare
siguiendo un músico cánone167.

Estos juegos, así como los tecnicismos antes citados que matizan el castellano
reafirman la jerarquía y elevación de la escritura y la identificación de la Letra criolla
como lengua del Poder. El villancico II a san Pedro Apóstol, 1677 tematiza bien esa
centralidad de la letra (Palabra Sagrada, Escritura) ejercida como instrumento de
autoría/autoridad para la fijación de la doctrina. Así dicen la primera y las dos últimas
estrofas de ese villancico:

Escribid, Pedro, en las aguas


todas las hazañas vuestras,
que aunque las letras se borren,
a bien que les quedan lenguas.
[...]
Eternos vuestros escritos
conservarán su pureza,
sin que ni aun contra una coma
el hereje prevalezca.
Y no menos que la vida
os costará su defensa:

67
más ánimo y escribid,
que la letra con sangre entra168.

La letra se proyecta como discurso, más allá de su materialización como escritura.


Las lenguas de la letra hablan con una pureza eterna que se impone al habla
contaminada del subalterno, que sólo se salva a través de la celebración de la Palabra
del Poder. De ahí las alusiones a Nebrija (villancico VIII a san Pedro Apóstol, 1677, y
Villancico VIII a san Pedro Apóstol, 1683169, cuya obra constituye la consagración del
castellano como lengua ordenada e instrumento clave de la ideología imperial,
homogeneizante y unificadora. A partir —124→ de esa centralidad del castellano, la
otredad se organiza en una periferia articulada, en grados variables, a los discursos
hegemónicos. En resumen, con su trabajo sobre géneros populares, lenguas marginadas
y contenidos culturales exógenos a la matriz peninsular, sor Juana fortalece la idea de la
«nación criolla» como formación social multicultural en crecimiento dentro de los
límites del proyecto imperial. Efectúa textualmente esa función de puente entre las
etnias (Puccini) o «comunicación a través de fronteras culturales» (para emplear la
expresión de Mignolo). Sin embargo, el procedimiento (al igual que la condición misma
del productor cultural en la Colonia) es polisémico e ideológicamente multidireccional,
por la manipulación que implica de contenidos potencialmente contraculturales desde
una posición de poder.

El recurso de la mímica presente en la elaboración de los villancicos (y que he


estudiado en otras partes siguiendo a Homi Bhabha, en tanto estrategia esencial del
productor criollo que caricaturiza la presencia y distancia del Otro) transforma en
espectáculo al referente, lo presenta deformado (aunque sea, como Benassy nos
recuerda, «sin crueldad»), ofrece la ilusión de su presencia al tiempo que lo sustrae
como totalidad170. Es la presencia parcial del sujeto, y, en este sentido, su fetichización
discursiva. En otras palabras, la voz autoral (autorizada, y en este sentido, autoritaria)
recrea al Otro deformado, lo inventa para incorporarlo desde la hegemonía (una
«hegemonía» relativa, atormentada y beligerante en el caso de sor Juana), lo convierte
en ficción, disfrazando de palabra su silencio.

Pero es también evidente que la misma poliglosia colonial dramatizada por sor
Juana es, a su vez, prueba de la corrupción de un proyecto imperial basado en los
ideales de la homogeneidad y la unificación («un rey, un dios, una lengua»). América
escapa a todo reduccionismo y la lengua-madre -al menos en el espacio controlado de
las culturas subalternas- sobrevive conquistada, colonizada por —125→ el Otro. Lo
diferente es connatural a América y la lengua corrupta del subalterno se convierte así en
signo no sólo de su alteridad sino de su capacidad transgresora con respecto a la norma
culta, relativizada así como una de las muchas variantes que inevitablemente coexisten
en el seno del imperio.

En un sentido similar, el otorgar la voz es un recurso dual, como la mayoría de los


que implementa el Barroco de Indias. Por un lado, es evidente que el silencio del negro
o del indio amenazaba más al discurso dominante que su integración mímico-burlesca,
donde la jocosidad naturalizaba la diferencia. Por otro lado, la voz del indio o el negro

68
es en los villancicos de sor Juana expresión del conflicto, la desigualdad y el
descontento, o sea una forma más, innovadora e imprevista, de corrosión de un
establishment que la monja desafía en tantos otros niveles en sus obras. Y en este
sentido, esta adjudicación parcial de la voz, esta denuncia regulada de la injusticia
colonial nos recuerda las propias reflexiones de sor Juana en torno al equilibrio entre
palabra y silencio que sirvieran tan bien como arma en sus propias batallas:

[...] es necesario ponerle algún breve rótulo [al silencio]


para que se entienda lo que se pretende que el silencio diga; y
si no, dirá nada el silencio, porque ése es su propio oficio,
decir nada.

[...] el callar no es no haber que decir, sino no caber en


las voces lo mucho que hay que decir171.

El indio y el negro expresan fugazmente -lúdicamente, mediatizadamente- su


descontento, a través de composiciones que, aún dentro de la letra consagrada del
dominador, constituyen cuadros semióticos de controlada reticencia. Aunque breves,
estas expresiones marginales penetran el silencio y lo cargan de sentido, como se
sugiere en la Introducción al villancico II a san Pedro Nolasco, 1677:

Ah de las mazmorras

tened atención;
—126→
atended, Cautivos,
las nuevas que os doy!
Escuchad mi llanto
a falta de voz,
que también por señas
se expresa el dolor172.

La copla es marca de un referente que se retrae hacia el vacío del significante y el


silencio discursivo. Sor Juana efectúa la operación de sugerir en el villancico
significados posibles a través de un lenguaje que, aunque no es voz verdadera, es indicio
del Otro, y encuentra en ese proceso de otorgamiento de la voz recursos compensatorios
para quien, extranjero en su propio territorio y alienado de toda posible identidad, llora
su condición de dominado estableciendo un vínculo empático con san Pedro Nolasco,
caracterizado, especularmente, como:

[...] el valiente

69
el de la vida penosa
quebrantador de prisiones,
despoblador de mazmorras173.

La compensación textual de indio se efectúa, por ejemplo, a través de la


manipulación de la heteroglosia como recurso no sólo de marginalización sino también
de potenciación del subalterno. En un juego entre lengua y voz, los villancicos en
náhuatl, incomprensibles para la audiencia criolla o española asistente a las festividades
religiosas instauran, en una especie de complicidad solidaria con el indio, otra norma
culta, signo críptico del misterio y ajenidad irreductible del Otro, simbolizado en la
palabra dicha pero no descifrada por el Poder.

En esta economía, sólo el letrado criollo, encabalgado entre Poder y subalternidad,


entre Imperio y Colonia, puede controlar la totalidad —127→ y dar sentido al collage
colonial, en la medida en que está imbuido en la materialidad del dominado. Como
lengua culta alternativa o contracultural, el náhuatl contiene también su propia
capacidad de marginar, relegar, dominar al Otro, desde la subalternidad. O sea es una
norma potencialmente subversiva, que requiere la mediación criolla para su posible
inserción dentro de los sistemas del poder.

El Otro es así, en su alteridad, a los ojos y oídos del Poder, enigma y misterio; la
lengua es un espacio ambiguo de comunicación pero es también signo cifrado que sólo
puede ser decodificado a través del saber que esta mujer letrada exhibe como un arma
debajo de la máscara de la fiesta barroca.

Finalmente, es indudable que la práctica letrada transfiere a los modelos


escriturarios e ideológicos del dominador, no sólo a través del lenguaje, la subalternidad
instintiva, analfabeta, corporalizada, del Otro. Las alusiones al color de la piel, los
trabajos manuales, la imitación de ritmos africanos, igual que la inserción del latín
«bárbaro» en boca de sectores populares, confieren al Otro una materialidad
estrechamente ligada a su condición social dentro de la estratificación colonial. La
«media lengua» del subalterno, su cuerpo irreducto, su pre-alfabetización, su
sincretismo religioso, son parte de una empiria que aún se resiste a la misión
civilizadora conservando reductos de otredad y diferencia que relativizan el proceso de
aculturación colonial.

A través del juego de transferencias culturales del villancico sor Juana transforma
el habla en lengua, la lengua popular en norma culta controlada por el letrado, la
alteridad en espacio inconquistable porque se sitúa al margen de los universales, en el
área de lo heteróclito, sólo alcanzable por el conocimiento y la experiencia. De esta
manera, interpela y confirma los discursos dominantes en un mismo movimiento que
define los parámetros en que se mueve la conciencia criolla en esta etapa de su
desarrollo.

70
La práctica letrado-escrituraria traduce por esa «tiranía del alfabeto» de que hablara
Mignolo las formas culturales del dominado a los códigos del dominador, sugiriendo un
proceso ascendente de la oralidad a la letra, de las formas populares a la «alta
literatura», de la empiria a la razón barroca.

—128→

Esta «colonización del imaginario» de que hablara Gruzinskya174 integra el


«barbarismo» del Otro a los términos de la ciudad letrada haciendo de las «interacciones
discursivas y semióticas» teatralizadas en los villancicos un procedimiento fundamental
para la afirmación de un mestizaje cultural que será una de las cartas de triunfo del
criollo en su búsqueda de la hegemonía175. Pero al mismo tiempo, el letrado también es
mediador de las distintas comunidades lingüísticas entre sí constituyéndose en centro de
un «sistema de traducciones» sin el cual la formación social se atomiza e incomunica,
anulándose como totalidad. Esta consolidación de la propia posicionalidad de la voz
autoral y del poder letrado como núcleo de una red de significaciones -lingüísticas,
étnicas, ideológicas, discursivas- efectuada a través de la utilización de las voces
ficticias es un recurso propio del proceso de construcción de la identidad criolla en
América y de la definición del escritor en contextos coloniales.

En este sentido, como representante del sector letrado, sor Juana es una pieza clave
en el proceso que institucionaliza el multiculturalismo americano como base para una
identidad criolla diferenciada que se desarrollará bajo el control ascendente de las
nuevas elites americanas. Sienta las bases, así, para una «identidad de la otredad» y para
la inscripción de la subalternidad multirracial dentro de los discursos centrales.

Como mujer, es la única representante de un malinchismo barroco que efectúa la


mediación ambigua entre el conquistador y el conquistado, entre el centro y el margen.
Es, vicariamente, la lengua del Otro, a través de la cual se pone breve rótulo al silencio,
para que pueda entenderse lo que el silencio dice.

71
—129→

Mímica, carnaval, travestismo: máscaras del sujeto en


la obra de sor Juana
De entre las múltiples simbolizaciones o metaforizaciones a que frecuentemente
apela la interpretación, quizá sea la imagen de la máscara -y sus nociones derivadas: el
carnaval, la mímica- la que mejor expresa la cosmovisión barroca, no tanto por la fácil
introducción a los tópicos de la artificiosidad, el autoocultamiento y el engaño a los
ojos, sino por la proposición de la problemática vinculación entre dos zonas de
conflicto: el adentro y el afuera, separados y unidos por la magia del arte.

Desde un punto de vista filosófico, Gilles Deleuze propuso en su libro Le pli:


Leibniz et le Baroque la idea del doblez o del pliegue como la imagen que captura el
movimiento inherente a la estética barroca: el constante proceso que marca la tensión
entre alma y materia, la fachada y el espacio cerrado, el arriba y el abajo176. El término
le pli (the fold en la traducción al inglés) remite, en castellano, por extensión, a la idea
de repliegue: ya no sólo el doblez sino el retroceso estratégico que vuelve a proponerse
como avance, que se desdice de su direccionalidad para volver a proyectarse y
desplegarse.

Para Deleuze, el Barroco no es una esencia -mucho menos un simple «estilo» o


cultura «de época»- sino una «función operativa» que consiste en pliegues infinitos
cuya penetración requeriría un «criptógrafo» especialista -quizá a la manera de Borges-
en enigmas, espejos y laberintos177.

—130→

A partir de las ideas de Wolfflin y Jean Rousset de que es precisamente el violento


contraste entre el lenguaje exacerbado de las fachadas y la supuesta paz del interior lo
que constituye el poderoso efecto de la arquitectura barroca, Deleuze sugiere que el
Barroco instaura una forma inédita de vincular «la espontaneidad del adentro y la
determinación del afuera»178. Mientras que la fachada barroca tiende a proyectarse
violentamente hacia el exterior, «el interior cae sobre sí mismo, permanece cerrado, y
tiende a ofrecerse a la mirada que lo descubre enteramente desde un punto de vista, "un
pequeño ataúd conteniendo el absoluto"»179.

Estas consideraciones en torno a la estética barroca tienen especial relevancia en el


caso americano, y particularmente en la estrategia discursiva que despliega la obra de
sor Juana, en cualquiera de sus formas genéricas. Si el constructo barroco se define
principalmente por su opacidad, por el ocultamiento y revelación parcial y ambivalente
del sentido y del sujeto individual y colectivo que lo genera, donde la norma (la
ortodoxia, el dogma, la autoridad) es constantemente confirmada pero también
impugnada por estrategias transgresivas, innovadoras y reivindicativas, la obra de la
monja mexicana es paradigma justamente de la tensión que une intimidad y espacio
público, pensamiento y palabra, fe y razón, clausura y apertura hacia las contradicciones
y desafíos del siglo.

72
Como Irving Leonard indicara, «Hacer de la vida un drama, y del drama, vida, fue
en cierto sentido un principio fundamental de la época barroca»180. La teatralidad es
entonces, en sus más variadas formas, el montaje primordial a través del cual se expresa
y visualiza el carácter proteico de la cosmovisión barroca.

Las ideas de multiplicidad y movimiento (variedad, cambio, caducidad) no sólo


llaman la atención sobre el carácter polifacético —131→ de una realidad siempre en
huida sino sobre las formas provisionales -máscaras de la esencia- que se proponen para
representarla. El sujeto barroco se pliega y se despliega a través del artificio, se repliega
en su cosmovisión clasicista, escolástica y nobiliaria, para avanzar, con más impulso,
hacia las formas de la modernidad. De ahí que la ambivalencia ideológica, la dualidad
cultural y el binarismo discursivo caractericen tan bien la labor del letrado barroco
particularmente en contextos coloniales, donde la pertenencia a un área definida del
saber, la política o la praxis cultural es siempre problemática y negociable.

Como mujer y monja, subalterna eclesiástica y «dueña de la letra» en los espacios


controlados de la corte y el convento, sor Juana ejerce todas las formas posibles de
teatralidad, desde la creación de una «persona» extraordinaria pero verosímil a través
del constructo autobiográfico, hasta el montaje polifónico y carnavalizado de loas y
villancicos, desde las alegorizaciones que dan forma didáctica a la idea y la doctrina,
hasta los seudónimos, retratos y enigmas que revelan y encubren al sujeto que los
inventa. Pliegues, despliegues y repliegues de una identidad individual, sectorial y
genérica en proceso de autoconstrucción.

Si la autobiografía es, como se ha dicho, una de las más agudas formas de la


ficción, es evidente que las cartas de sor Juana construyen una imagen polifacética,
«histórica» aunque inescapablemente subjetivizada, que durante siglos ha desafiado y
despistado a sus lectores.

El proceso de selección fáctica y léxica, tanto como el manejo de estrategias


retóricas y la construcción del destinatario (narratario) de estos textos «privados» pero
lanzados hacia la esfera pública, propone una auto-imagen que al tiempo que devela
aspectos del sujeto que la produce, escamotea ángulos y niveles que permanecen en un
área metatextual no integrada, más que como subtexto, al discurso epistolar sorjuaniano.
Asimismo, la misma retórica utilizada principalmente en el género epistolar, muestra la
mecánica y las paradojas del encubrimiento y la develación. La dinámica que relaciona
conocimiento y discurso, conciencia y expresión de esa conciencia: «Decir que no se
sabe, no saber decir, no decir que se sabe, saber sobre —132→ el no decir»181 utiliza
la palabra como máscara que alternativamente vela y revela, pliega y despliega la
identidad de quien la ejerce.

Los textos de las cartas de la monja entregan, en efecto, una mínima información
biográfica, al tiempo que se extienden en aspectos que refuerzan el perfil intelectual de
la monja. Son dominantes, por ejemplo, las alusiones a la precocidad, la vocación
humanística, la fecundidad creativa y las persecuciones personales, pero nada se dice
sobre otros aspectos de la vida interior: el medio familiar y el conflicto causado por la
ausencia del padre, la inserción en el medio cortesano, las etapas iniciales de la vida
monástica, la relación con personajes significativos de la cultura virreinal, como
Sigüenza y Góngora, por ejemplo182. El énfasis en la propia excepcionalidad sigue, sin
duda, el modelo formal del discurso hagiográfico, pero el enclave autorreferencial

73
problematiza la verosimilitud sugiriendo que la máscara textual esconde un rostro
mucho más complejo e indescifrable del que nos revela la escritura183.

Las imágenes que Juana Inés de la Cruz propone de sí misma se construyen, en


efecto, siguiendo formas ya codificadas e integradas en la cosmovisión barroca.
Maravall ha destacado, por ejemplo, la vigencia del tópico del contemptu mundi -tan
presente en el Leviathan de Hobbes como en El criticón de Gracián, ambos de 1651-
como uno de los más presentes en el barroco español184. La idea del individuo como ser
agónico, en constante conflicto consigo mismo así —133→ como en permanente
pugna con sus semejantes nutre los sentimientos de desconfianza del mundo así como
los discursos de autodefensa y la que Maravall llama «la estética de la crueldad» que
autores como María de Zayas desarrollan para apoyar la reivindicación de la mujer
dentro de la sociedad de la época185.

La pugna consigo misma y contra el mundo es una de las constantes que recorren el
discurso de sor Juana. Así se refiere, en la carta al padre Núñez, a ese «tan extraño
género de martirio» a que la someten la censura de la comunidad y del Poder:

¿Qué más castigo me quiere Vuestra Reverencia que el


que entre los mismos aplausos que tanto se duelen tengo?
¿De qué envidia no soy blanco? ¿De qué mala intención no
soy objeto? ¿Qué acción hago sin temor? ¿Qué palabra digo
sin recelo?186

El tema se retoma numerosas veces en la Respuesta cuando menciona su actitud


frente al conocimiento y la creatividad: «Rara especie de martirio donde yo era el mártir
y me era el verdugo» jugando nuevamente con la multiplicidad de posiciones del sujeto
y el tópico del autocastigo.

Este arraigo del constructo biográfico en modelos que son parte de la cosmovisión
barroca, en nada minimiza, por supuesto, el drama de época que afectó tan
medularmente la vida y la obra de sor Juana. Sirve para explicar, sin embargo, muchas
de las formas que asume su teatralización, es decir, las modalidades utilizadas para la
conceptualización y representación de la experiencia personal a través de la escritura.

Las múltiples máscaras del constructo autobiográfico proponen así a la monja,


alternativamente, como niña precoz, prodigio juvenil, rara avis de la cultura
novohispana, víctima de los ataques de sus contemporáneos, favorita de mecenas
virreinales, verdugo de sí misma, heroína del saber y finalmente mártir ante el Poder. A
todas estas imágenes, que constituyen ya un punto neurálgico en todo intento —134→
de reconstrucción del imaginario colonial novohispano, se superponen otras, en las que
no es ya la peripecia individual sino la apariencia misma de sor Juana la que cambia de
forma, como si ella misma fuera presentando en escena dramatis personae que
representan aspectos de una totalidad sólo apresable fragmentaria y simbólicamente.

Jean Franco ha indicado que en la definición de diferentes posiciones enunciativas,


al asumir o conferir voces a personajes de los más variados tipos y sectores sociales, el

74
discurso de sor Juana adquiere «una movilidad simbólica que le permite cambiar de
género, de clase y de raza»187.

Con respecto al cambio de género sexual, las referencias a su proyecto de vestirse


de hombre para poder asistir a la Universidad, así como -en otro plano- la construcción
de un sujeto lírico masculino «Yo no dudo, Lisarda, que te quiero/ aunque sé que me
tienes agraviado [...]»188 ha dado pie a teorías acerca de la «masculinización» de la
monja, o a lo que Paz llamara su «travestismo simbólico» ensayado también, en sentido
inverso, en el disfraz del gracioso Castaño, quien se viste de mujer en Los empeños de
una casa.

Aunque el simbólico o ficcional «cambio de sexo» tiene diverso sentido en los tres
casos, sirve para ilustrar el caleidoscópico proceso de invención y recomposición de
imágenes a que apela constantemente la escritura de sor Juana. Como señala Franco, la
ficcionalización del Yo, tanto como los recursos de alegorización son «máscaras
necesarias» para la construcción de la subjetividad de la mujer como sujeto autoral y la
apertura de formas alternativas de autorización discursiva no previstas dentro de la
compartimentada política cultural de la Colonia189.

—135→

Evidentemente, la monja no sólo apela a distintos sistemas simbólicos para definir


su posicionalidad con respecto al Poder190 sino que juega con convenciones y prejuicios
para explorar el lugar del sujeto en el imaginario de la época, confirmando en este
sentido la tesis de Rousset: «el hombre [en este caso la mujer] del Barroco piensa que
disfrazándose se llega a ser uno mismo; el personaje es la verdadera persona; el disfraz
es una verdad. En un mundo de perspectivas engañosas, de ilusiones y apariencias, es
necesario un rodeo por la ficción para dar con la realidad»191. De ahí que el mismo Yo
que se repliega en las fórmulas de modestia afectada y sobrepujamiento, o se oculta
detrás de los ropajes de la reticencia, la paradoja o el silencio estratégico, se despliega y
pluraliza, en un movimiento complementario, a través de los alter egos que permiten
trascender y afirmar los parámetros de lo individual.

Como indica Franco:

[...] cada una de estas diferentes posiciones enunciativas


constituye un movimiento dentro de un particular sistema de
reglas, con un efecto frecuentemente desestabilizador -ya sea
porque la voz enunciativa que tiene un determinado género
hace la mímica de las convenciones hasta el punto de la
parodia, o porque saca las diferenciaciones genéricas fuera de
las reglas del juego, deshaciendo así la aparentemente natural
asociación del hombre con el Poder192.

Si los espacios de corte y convento son alternativas complementarias en el proyecto


de llevar a cabo una praxis cultural, también las convenciones genéricas de hombre y
mujer son alterables en la prosecución de un fin -la búsqueda del conocimiento- para el
cual las diferencias sexuales deberían ser irrelevantes. El carácter reivindicativo e

75
integrador del proyecto criollo va constituyendo así, al redimensionar recursos y
modelos entregados por la tradición, un horizonte utópico que guía la creatividad
colonial impugnando las fronteras genéricas y sectoriales.

—136→

Al contestar a la travestida carta del arzobispo de Puebla, que a través del


seudónimo sor Filotea instaura una provisoria y ficcional igualdad en la polémica sobre
el saber y la creatividad femenina, sor Juana superpone a la identidad de Fernández de
Santa Cruz, receptor de su carta Respuesta, la imagen ficcional que él propusiera a
través del nombre falso, adaptando su retórica a los dos niveles jerárquicos y genéricos
(obispo/monja; hombre/mujer), en un calculado y finísimo ejercicio discursivo que
demuestra que frente a las «razones» del intelecto el sexo es finalmente irrelevante,
tanto en el emisor como en el destinatario193.

Esta ficcional y estratégica masculinización de la voz autoral es un intento por


explorar los resquicios de penetración discursiva e institucional en la cultura de la época
y desafiar el monopolio creativo e interpretativo reservado a determinados sectores.

De la misma manera, el hábito eclesiástico es, en este sentido, disfraz o máscara -


«pliegue»- de la subjetividad femenina en el intento por legitimar y posibilitar el acceso
al conocimiento, vedado a la mujer. Una de las pocas frases rescatables que el guión de
la película Yo, la peor de todas de la directora argentina María Luisa Bemberg pone en
boca de Juana expresa esa exploración transgresiva a través de fronteras genéricas y
convenciones sociales: «Como no pude vestirme de hombre, me vestí de monja».

En el caso de Los empeños de una casa el cambio de roles es múltiple: doña Ana es
una especie de «don Juan con faldas», Leonor es caracterizada por su afición al
conocimiento, privilegio masculino, Castaño se transfigura al vestirse de mujer ante los
ojos del público y exponerse al asedio de los hombres confundidos por su disfraz194. —
137→ En un recurso típicamente barroco el teatro dentro del teatro ilustra sobre las
infinitas máscaras sociales que el individuo adopta en el afán proteico de re-presentarse
a través de la mutación y la transfiguración, pliegues y repliegues de una interioridad
conflictiva que desafía la convención del signo cultural mostrando su transitoriedad y
relativismo. La casa, transformada en espacio lúdico y carnavalizado, es el ámbito en el
que se dislocan las pautas que aseguran y regulan el lugar del individuo, sus conductas y
opciones195. La máscara, entonces, más que ocultar al ser, lo proyecta hacia afuera,
hacia una zona de juego, riesgo y vértigo que relativiza las certezas y teatraliza la
condición social de sujetos que detentan identidades conflictivas.

La pluralización de máscaras del Yo se efectúa también a través de la construcción


de personajes literarios y de la recuperación de mitos clásicos que permiten la
transferencia del conflicto personal hacia la esfera simbólica de la representación
literaria. Faetón, en el Sueño, parece concentrar todo el afán de sor Juana en la búsqueda
del conocimiento, al igual que Leonor, en Los empeños de una casa cuenta, en las
estrofas en que refiere su afición al estudio y la fama alcanzada, la propia peripecia de la
monja en términos no exentos de juguetona vanidad196. De forma similar, en las
imágenes provistas —138→ por algunos retratos y poemas líricos se ha visto una
proyección de la subjetividad de la monja, llegando a interpretarse, por momentos, el
discurso poético como confesional197. El constructo biográfico se ha visto así como

76
superpuesto o infuso en la construcción poética: doble mediatización -doble pliegue- del
yo que se proyecta hacia la esfera pública a través de la escritura198.

De la misma manera que el yo se autoconstruye y transfigura constantemente en


diversas imágenes, también el destinatario de los textos es construido a través de
recursos de teatralización. En la «Carta al Padre Núñez» por ejemplo, por medio de la
utilización de la retórica forense se desestabiliza al receptor del texto alterando, a través
del discurso hipotético, su posición de autoridad, al sugerir un transgresivo cambio de
investiduras en el imaginario tribunal que ha colocado a sor Juana como acusada por
aceptar encargos literarios:

Ahora quisiera yo que Vuestra Reverencia con su


clarísimo juicio, se pusiera en mi lugar, y consultara, ¿qué
respondiera en este lance? Respondería, ¿que no podía? Era
mentira. ¿Que no quería? Era inobediencia. ¿Que no sabía?
Ellos no pedían más que hasta donde supiese. ¿Que es taba
mal votado? Era sobredescarado atrevimiento, villano, y
grosero desagradecimiento a quien me honraba con el
concepto de pensar que sabía hacer una mujer ignorante lo
que tan lucidos ingenios solicitaban. Luego no pude hacer
otra cosa que obedecer199.

El Confesor abandona, en esta hipotética transmutación de funciones, el lugar del


fiscal, y pasa a ocupar el del acusado y el del juez, viéndose, ante la lógica de la
argumentación, obligado a absolver. Máscaras del sujeto que relativizan el lugar del
Poder y teatralizan el conflicto personal colocándolo más allá de la esfera privada, en
—139→ el dominio de las instituciones y ante el juicio de la comunidad integrada
como testigo, juez y parte en el debate sobre el conocimiento200.

En otras formas literarias más directamente teatralizadas, la creación de personajes


que alegorizan la escena colonial -como en las loas y autos sacramentales- o que
dialogan -como en los villancicos- con voces que reproducen el habla de los distintos
sectores y razas que componen la sociedad novohispana, presenta un escenario muy
diversificado en el que, lúdicamente, la imagen de la polis barroca se fragmenta y
pluraliza.

En los villancicos, a través de la mímica y la parodia el discurso literario hace


énfasis en lo excéntrico, y la voz autoral se transfigura en dialectos, tonos y mensajes
que recorren una gama que va de lo festivo y burlesco hasta lo alegórico y doctrinal.
Como en el caso de las cartas, en la lírica o en la comedia, la voz autoral se expresa
veladamente -paródicamente- a través de las voces ficticias, en una ventriloquia que al
tiempo que asegura el lugar del sujeto emisor, le permite una proyección simbólica a
través de voces que canalizan un discurso transgresivo, de reivindicación del marginado
e impugnación de la autoridad201. Como ha indicado Franco, sor Juana era
perfectamente consciente de que en la época «escribir era escribir desde una institución.
Las únicas respuestas posibles eran la parodia y la mímica»202.

—140→

77
La teatralidad no es, entonces, un recurso aleatorio dentro del amplio decorado del
discurso barroco, ni se restringe al espacio acotado de la dramatización o la comedia.
Es, más bien, la estrategia y el impulso esencial del individuo -«peregrino del ser» como
quería Gracián203- que se busca a sí mismo detrás pero también delante de la máscara,
que repliega y despliega sus diversas imágenes mientras construye individual y
colectivamente la Utopía de la modernidad.

—141→

Sor Juana y sus otros. Núñez de Miranda o el amor del


censor
La fascinación del intelectual con el Poder es quizá uno de los rasgos más
relevantes y contradictorios que pueden observarse al analizar los procesos de
institucionalización cultural de Occidente, en todas las etapas de su historia.

En su libro titulado El amor del censor. Ensayo sobre el orden dogmático que en
otra parte he utilizado para tratar de esclarecer algunas de las estrategias discursivas que
aparecen en la Carta de Sor Juana al Padre Núñez de Miranda, hallada en la
Arquidiócesis de Monterrey en 1982, Pierre Legendre ha llamado la atención sobre las
interconexiones entre Poder y Deseo, explayándose sobre los mecanismos que vinculan
los procesos psicológicos e institucionales a través de los cuales se propagan los dogmas
y se produce la sumisión en distintos contextos universales, desde la Edad Media a
nuestros días204.

Legendre parte de una premisa rectora que en muchos aspectos se aplica a la


relación que sor Juana mantuviera con su confesor, quizá la figura más compleja y
oscura de las que constituyeron el entorno de la Décima Musa. Según Legendre, «[...] la
gran obra del Poder consiste en hacerse amar»205. En esta idea confluye no sólo la visión
del poder como un polo de atracción psicológica (se ha hablado de la erótica y de la
sexología del poder) sino también las pulsiones —142→ que ayudarían a explicar la
efectividad de la censura, la sumisión y el sacrificio, como mecanismos de
autosupresión destinados a salvaguardar la palabra del Padre deseado y temido, actual o
figurado, ineludiblemente presente en el imaginario individual y colectivo.

El tema de la censura, que atraviesa toda la obra de sor Juana y es, sin duda, clave
en la tarea de desentrañar la relación que la monja mantuvo con sus contemporáneos, se
liga directamente con dos niveles ejemplarmente articulados en la figura de Núñez de
Miranda: el nivel personal y el institucional, fundidos en la imagen patriarcal y
paternalista del confesor206.

Sin la existencia de esta imagen desmesurada y polifacética, tan cargada por el


ritual de la creencia, por el peso de la Palabra Sagrada y por el compromiso del amor,
quizá los rasgos más perdurables de la obra de la monja (su antiautoritarismo, su
espíritu reivindicativo y la modernidad de su pensamiento crítico) no habrían llegado
hasta nosotros con la fuerza y la vigencia que tienen hoy en día.

78
En efecto, es a partir de su necesidad de autodefinición personal frente a la imagen
del jesuita que sor Juana reflexiona constantemente sobre el problema de la autoridad y
sus derivados: la autoría como posición de discurso y la autorización como mecanismo
de legitimación. Pero es el tema menos coyuntural y más filosófico del Poder el que
subyace en todas sus elaboraciones. El Poder entendido como una forma de negociación
que lo relativiza en los términos que Foucault definiera en su análisis de los procesos de
institucionalización cultural, al indicar que el poder «no es una institución, y no es una
estructura, no es cierta potencia de la que algunos estarían dotados: el poder es el
nombre que se presta a una situación estratégica compleja en una sociedad dada»207.

—143→

En el complejo relacional que constituye el mundo de sor Juana, quizá es su


vinculación con Antonio Núñez de Miranda la que la sitúa en la más intrincada
encrucijada y la que por lo mismo requiere en su obra la mayor cantidad de estrategias
representacionales. Figura paternal protectora y tiránica, imagen de autoridad que
representa la fe y la represión, la salvación y la condena, la iniciación y el fin, la
posición del confesor se ubica en la zona oscura e impenetrable de la intimidad, en la
frontera tenue que separa pecado y santidad208.

María Dolores Bravo ha señalado ya los fuertes lazos sociales y axiológicos que
vinculan el orden familiar y el eclesiástico209. Como derivación del modelo de la
Sagrada Familia, la Esposa de Cristo se somete a la centralidad masculina del Santo
Padre, representado por el confesor en los rituales terrenales. En éste se concentran y
articulan las connotaciones de poder de otras figuras masculinas que componen el orden
social de sor Juana: el virrey, en lo político; el arzobispo y otras autoridades de la
Iglesia en lo religioso; el padrastro, el abuelo de Panoayán y Juan de Mata en lo
familiar. Todas figuras vicarias que mediatizan el acceso al Padre inaccesible de manera
directa, tanto el Santo Padre como el padre biológico, figuras ausentes y deseadas que
constituyen un espacio utópico -están en ningún lugar- en el imaginario privado de la
monja.

Paz adjudica a la vida familiar de sor Juana un lugar preeminente dentro de su


transcurso biográfico, dominado desde la infancia por dos imágenes masculinas: «[...] la
del fantasma y la del intruso»210, padre y padrastro, reemplazados por el vínculo real
con el abuelo que ambiguamente —144→ representa y desborda las connotaciones de
una virilidad que se transmuta en los libros que su biblioteca ofrece a la avidez
intelectual de Juana, como símbolos del espacio masculino vedado y, a la vez,
potencialmente liberador de la cultura y la creatividad211.

La «sexualidad pacificada y depurada» de los libros212 permite a Juana una


fecundidad intelectual que prescinde del vínculo con el varón, en una especie de
compromiso entre el universo femenino y el masculino, donde los partos del intelecto y
la imaginación, tan transgresores, según Paz, como la fecundidad libre de la madre, le
permiten trascender su condición social y personal. Como Paz nos recuerda, en el
Epinicio al conde de Galve al hacer referencia a la pitonisa de Delfos, sor Juana enuncia
su propio triunfo sobre las limitaciones eclesiásticas y las convenciones de su tiempo:
«[...] aunque virgen, preñada de conceptos divinos»213. Sor Juana se autoinventa a partir
de la literatura, contrarrestando el mundo patriarcal desde el universalismo de la
razón214.

79
Núñez de Miranda concentra y materializa esa constelación masculina que reprime
y constriñe las acciones de la monja pero que constituye también el espacio del deseo.
El confesor es la compuerta que controla el flujo entre el espacio conventual y el
cortesano, el mundo pasional y el de la disciplina religiosa, lo terrenal y lo divino.

De algún modo, en este juego de apropiaciones y máscaras barrocas, Núñez de


Miranda es siempre el otro: el del reconocimiento, el del rechazo y el abandono, el que
obliga a la reacción y empuja a —145→ la soberbia, el que califica las acciones y las
obras, el dueño de la absolución y el implementador de las condenas. Esta
posicionalidad variable del otro requiere de la monja una similar capacidad de
acomodación retórica y pragmática, que le permita ubicarse en distintas instancias y
niveles dentro del laberinto barroco.

Por momentos, la monja usa en sus intercambios discursivos con el confesor una
técnica de camouflage que la convierte, a través de las pruebas de modestia y humildad,
en una oveja más, que sobresale sólo por insistencia ajena. En otros casos, utiliza la
mímica que reproduce los gestos del Poder manteniendo una distancia irónica, burlesca
o paródica. Finalmente, apela a la autoinvención proponiendo en sus textos un yo que se
manifiesta a través de múltiples imagen es de sí, enhebrando secuencias biográficas que
revelan, seleccionan y ocultan, creando un «ser de papel» (para usar la expresión con
que Barthes calificara a todo personaje literario) que compite en credibilidad y en
artimañas con la sor Juana real que reside en alguna parte, tras los seudónimos, las
máscaras y las alegorías.

Como investiduras discursivas que alternativamente ocultan y revelan, ante el


confesor se despliegan también todos los textos: el secreto de la confesión, la escritura
privada de la correspondencia, el murmullo de las maledicencias, el abanico de la obra
publicada, la violencia de la impugnación, el campo potencialmente subversivo de lo
que no se dice. También con respecto a él es que se ponen en juego la mayor parte de
los recursos que forman el repertorio retórico de sor Juana, ya que la comunicación con
el confesor anula casi todos lo conflictos que afloran separadamente en los otros textos,
profanos y religiosos, de la monja mexicana.

Ante la figura de Núñez de Miranda, Juana responde como intelectual y como


mujer, como subalterna y sujeto político interiorizado en las más intrincadas intrigas de
la sociedad civil y del microcosmos eclesiástico. Ante él se reconstruyen secuencias
biográficas, se especula sobre el poder, se interpretan los libros sagrados, se alegoriza,
se ironiza y se acusa.

La doble valencia personal e institucional del jesuita constituye para sor Juana una
doble fascinación y un doble desafío. Por un lado, en lo personal, el jesuita se liga a sus
decisiones más íntimas y definitivas. —146→ La ayuda a consagrarse como Esposa
de Cristo influyendo quizá sobre Pedro Velázquez de la Cadena -como hiciera en tantos
otros casos- para que éste pagara la elevada dote de tres mil pesos requerida para su
entrada en la orden jerónima, aunque sor Juana indica que «lo tocante a la dote, mucho
antes de conocer yo a V. R. lo tenía ajustado mi padrino el capitán D. Pedro Velázquez
de la Cadena, y ajenciádomelo estas mismas prendas, en las quales, y no en otra cosa,
me libró Dios el remedio»215.

80
Con sus gestiones, los protectores liberan a la joven de los requerimientos y
tentaciones de la corte y de la posibilidad del matrimonio, así como de otros asedios
masculinos que la hubieran expuesto, como dice el padre Calleja, a ser mancillada por
los hombres, ya que «la buena cara de una mujer pobre es una pared blanca donde no
hay necio que no quiera echar su borrón»216.

Juan de Oviedo habla, en su Vida ejemplar, heroicas virtudes y apostólico


ministerio del venerable padre Antonio Núñez de Miranda de 1702, de la reacción del
jesuita cuando Juana se decide finalmente a profesar. Cuenta Oviedo que el confesor
pagó la fiesta en la que se festejara este suceso, invitando «a lo más granado e ilustre de
los cabildos eclesiástico y secular, sagradas religiones y nobleza de México y el mismo,
la víspera de la profesión, se puso a componer de sus manos las luminarias»217.

Con esta iniciación en la vida religiosa, Núñez aparta a la joven Juana, de sólo
veintiún años, del «rumor de comunidad» que pudo haber impedido, como la monja
indica a Filotea, «el sosegado silencio de [los] libros»; libera también su espíritu
asegurándole un entorno para la reflexión y la creatividad, las mismas que intentara y
finalmente consiguiera reprimir tratando a su manera de salvarla de los excesos de la
vanidad y la desviación doctrinaria y de salvarse, a su vez, de los peligros de la envidia.

La paradoja barroca rige, sin embargo, toda la vida de la monja. La iniciación de


Juana en la orden religiosa es también un final; la —147→ salvación y la virtud
convocan a sus contrarios, la negación del mundo y la acechanza del pecado que acarrea
la nostalgia de un universo que rebasa los parámetros de la interioridad y que debe ser
recompuesto imaginaria, discursiva y simbólicamente, a través de la letra.

La monja, Esposa de Cristo, Madre y virgen, se identifica con la figura de Isis,


viuda de Osiris y diosa de la sabiduría, en el Neptuno Alegórico. Juana se califica a sí
misma como viuda, nombre que el misino Núñez de Miranda le aplica en su velación,
recuperando el sentido de la Boda mística. Se señala así el tópico de la pérdida que está
presente en tantos de sus textos y que recorre con tan diversas modulaciones la cultura
del Barroco. Si Isis reúne los miembros dispersos de Osiris hasta resucitarlo, sor Juana
también usará la sabiduría para llegar a través del Padre, al Esposo disperso y para unir
y dar sentido, a partir de la fe, a los múltiples aspectos que componen su personalidad
multifacética.

Su integración a la vida religiosa y su consiguiente liberación de las tentaciones del


Siglo son una castración por parte del Padre/Confesor/Censor también castrado,
simbólicamente, por el voto eclesiástico. Núñez es el Gran Yo, el vicarius Christi, oveja
y pastor, que cambia el pecado por la pena, dueño de la letra y siervo de un Sacerdote
Máximo que legitima y relativiza su investidura.

Entre los extremos de crimen y castigo, pérdida y ganancia, atracción y rechazo, la


dialéctica del periodo va construyendo un sujeto que define su identidad dentro de los
parámetros de la institucionalidad barroca, donde el letrado criollo, fuertemente
asociado al aparato político-administrativo, es la piedra fundamental sobre la que se
levanta el edificio social y religioso de la Colonia. En este contexto, la fuerza del texto y
el poder de sus intérpretes oficiales se imponen como elementos fundamentales en la
construcción del imaginario criollo. A su vez, los discursos que apuntan a la
modernidad deben definirse a través de una constante negociación que va empujando

81
los límites del sistema y poniendo a prueba su permeabilidad. En esta dinámica, la
retórica es un arma esencial de persuasión, impugnación y autodefensa.

—148→

La letra de la institución -dice Legendre- es «el lenguaje de una censura»218. En la


apertura de la «Carta de Monterrey» se ilustra ese «amor del censor» que caracteriza al
orden dogmático:

Aunque ha muchos tiempos que varias personas me han


informado de que soy la única reprehensible en las
conversaciones de V. R. fiscalizando mis acciones con tan
agria ponderación como llegarlas a escándalo público y otros
epítetos no menos horrorosos [...] con el tiempo he
reconocido que antes parece que le irrita mi paciencia, y assí
determiné responder a V. R. salvando y suponiendo mi amor,
mi obligación y mi respecto219.

Toda institución implica una legalidad que debe ser resguardada. Todo poder se
afirma en la idea de que existe una zona infranqueable, que no admite interpretación.
Por tanto, toda rebeldía contra el Poder se basa en la inquietante negociación del límite.

La confesión es la censura que se disfraza con el ropaje del amor y, apoyada en el


dogma, enmascara el conflicto, lo simboliza en el reducto oscuro del pecado para que no
transgreda y confabule. «El confesor -dice Legendre- es eco en dos sentidos»: eco de la
Palabra Divina y de la humana, que a través suyo se eleva y legitima220. Este dualismo
del confesor se reproduce como en un espejo en Juana, que se resiste a la represión del
Padre aunque entiende la naturalización institucional que legitima la superposición del
amor y la violación del amado.

El tema de la investidura vincula perversamente en la persona de Núñez de


Miranda su función doblemente patriarcal en la vida de Juana. Donde el padre real fuera
siempre una ausencia el Padre/sacerdote es una presencia obsesiva. Con ese nombre
sacralizado con la investidura eclesiástica ella debe identificar al protector, al guía, al
confidente y al verdugo. Es esa una superposición autorizada por la letra sagrada que el
sacerdote/padre debe trasmitir e imponer, ya que como indica Legendre, «la institución
es una palabra portada»: —149→ «El discurso canónico no es así separable de un
portador primordial, y el texto enuncia perfectamente el mito que anuda la institución a
su verdad»221. Sor Juana es siempre consciente de esa delegación y de su influjo social y
religioso:

[...] no ignorando yo la veneración y crédito grande que


V. R., con mucha razón, tiene con todos, y que le oyen como
a un oráculo divino, y aprecian sus palabras, como dictadas
del Espíritu Santo, y que quanto mayor es su authoridad tanto
más queda perjudicado mi crédito [...]222.

82
De la dialéctica entre Poder y el Amor surge el tema de la culpa y el castigo,
dominante en la «Carta de Monterrey»:

Pues aora, padre mío y mi señor, le suplico a V. R.


deponga por un rato el cariño de el propio dictamen (que aun
a los mui santos arrastra) y dígame V. R.: ya que en su
opinión es pecado hacer versos, ¿en quál de estas ocasiones
ha sido tan grave delito el hacerlos? Pues quando fuera culpa
(que yo no sé por qué razón se le pueda llamar assí) la
disculparan las mismas circunstancias [...] ¿qué más castigo
me quiere V. R. que el que entre los mismos aplausos, que
tanto [l]e duelen, tengo? ¿De qué embidia no soi blanco? ¿De
qué mala intención no soi objecto? ¿Qué acción hago sin
temor? ¿Qué palabra digo sin recelo?223

El texto de Juana oscila y se define entre ambos polos. «El Poder -dice Legendre-
toca el nudo del deseo; por este prodigio el oponente puede ser definido como culpable
y el error como falta»224.

Como se indica en El amor del censor, «nunca se sabe dónde termina el Padre»,
pero sor Juana se debate tratando de encontrar ese final, donde estaría el principio de
una identidad propia, emancipada, productiva.

—150→
Pues, Padre amantíssimo (a quien forzada y con
vergüenza insto lo que no quisiera tomar en voca), ¿quál era
el dominio directo que tenía V. R. para disponer de mi
persona, y del alvedrío (sacando el que mi amor le daba y le
dará siempre) que Dios me dio?225

¿Tócale a V. R. mi corrección por alguna razón de


obligación, de parentesco, crianza, prelacía, o tal que cosa?226

En el nivel institucional el jesuita, confesor de los virreyes y calificador de la


Inquisición, es reconocido por sus excepcionales dotes de predicador y por su temible
influencia en todos los espacios civiles y eclesiásticos, públicos y privados de la Nueva
España227. Al impugnarlo, sor Juana lo utiliza como puente para llegar a los
fundamentos mismos de la autoridad. Por eso para vencer a Núñez debe desautorizarlo,
desasociarlo discursivamente de la investidura que legitima su poder. En lo que sigue
Juana usa el recurso de la pluralización, que suspende el peso de la representatividad:

83
Y assí le suplico a V. R. que si no gusta, ni es ya servido
favorecerme (que esso es voluntario) no se acuerde de mí,
que aunque sentiré tanta pérdida mucho, nunca podré
quejarme, que Dios que me crió y redimió, y que usa
conmigo tantas misericordias, proveherá con remedio para
mi alma, que esper[o] en su vondad, no se perderá, aunque le
falte la dirección de V. R., que a el cielo hacen muchas
llaves, y no se estrechó a un solo dictamen, sino que ay en él
infinidad de manciones, para diversos genios, y en el mundo
ay muchos theólogos -y quando faltaran en querer, más que
en saber consiste el salvarse, y esto más estará en mí que en
el confesor. ¿Qué precisión ay en que esta salvación mía sea
por medio de V. R.? ¿No podrá ser por otro? ¿Restringióse, y
limitóse la misericordia de Dios a un hombre, aunque sea tan
discreto, tan docto, y tan santo como V. R.? No, por cierto, ni
hasta aora he tenido yo luz particular, ni inspiración del
Señor, que assí me lo ordene228.

—151→

«La institución se relaciona ante todo con el espacio de la letra muerta»229. El


poder institucional se apoya en el libro sagrado, «lugar físico de la palabra
conservada»230. Si la hermenéutica es la práctica que intenta la resucitación de la
Palabra, la creación profana, la polémica, la refutación, la oralidad y los discursos
cotidianos son la letra viva. Por eso sor Juana representa un desafío ineludible que
amenaza la esencia misma del orden dogmático. Vencido el simbolismo de la
representación, la mediación queda eliminada: «Conque podré governarme con las
reglas generales de la Sancta Madre Iglesia, mientras el Señor no me da luz de que haga
otra cosa, y elexir libremente Padre espiritual el que yo quisiere»231.

La libertad en la elección del padre es, por supuesto, utópica, no en lo coyuntural -


donde Núñez de Miranda es efectivamente sustituido por el taxquense padre Pedro de
Arellano y Sossa y quizá por otros confesores de la monja- sino en lo sustancial y
trascendente. Sin la figura del Padre Asignado, el ámbito a la vez amplio y rígido de
«las reglas generales de la Santa Madre Iglesia» es otra vez el espacio de la letra muerta
y a sor Juana, que no era una mística, le reserva quizá la oscuridad de la culpa y sobre
todo el vértigo de la razón, el castigo que inventa la modernidad para que el individuo
pague el pecado de su liberación.

84
—[152]→ —153→

La
retórica
[...] óyeme sordo, pues me quejo muda.
del
El sueño todo, en fin, lo poseía;
silencio todo, en fin, el silencio lo ocupaba...
en Sor
Juana
Inés de la Cruz

Primero Sueño

Con demasiada frecuencia, al abordar el estudio del siglo XVII hispanoamericano,


la crítica ha caído en las trampas del discurso barroco. A nivel ideológico, la vigencia
del orden dogmático, apoyado en el absolutismo monárquico y la Contrarreforma,
generó una imagen monolítica del Poder, que minimizó por mucho tiempo la
importancia de las tensiones sociales que marcaron a la sociedad criolla en su búsqueda
de una identidad cultural diferenciada. En el mismo sentido, la concepción del arte
barroco como celebratorio del poder imperial impidió advertir la cualidad crítica e
impugnadora del Barroco en América y su funcionalidad ideológica dentro de la
dinámica de las formaciones sociales protonacionales. A nivel discursivo, el grado de
formalización impuesta por los modelos retóricos y poéticos clásicos y renacentistas
oscureció el alcance de la heterodoxa creatividad americana, así como la importancia de
la «utilización perversa» de las estrategias del discurso barroco que caracteriza la obra
de muchos escritores virreinales232.

—154→

Asimismo, el atractivo de una literatura que oscila entre la pirotecnia verbal y la


sofisticación conceptista facilitó la cerrada concentración en los productos de la palabra
escrita, sin recordar que la escritura es apenas un cerco circunstancial e imperfecto del
lenguaje hablado, primordial vehículo de propuestas, intrigas y debates en la sociedad
virreinal233.

En efecto, pocos estudios han considerado hasta ahora la incidencia ideológica que
asumieron en la Colonia formas como la oratoria, las prédicas y sermones, los
certámenes, polémicas, y confesiones que constituyeron gran parte de la cotidianidad
cultural del virreinato. La escritura barroca se convierte así en sinécdoque de un mundo
conflictivo y profundo, apenas abordable en su complejidad, que fue reducido por
mucho tiempo a la medida de sus evidencias, y consecuentemente evaluado como un
gesto mimético, reproductor degradado de la cultura metropolitana en ultramar.

85
Una vez penetrada, sin embargo, la estructura de superficie del discurso barroco,
una vez articulados sus tópicos y su retórica a la problemática del productor cultural de
la Colonia, y en cuanto se incorporan al análisis los conceptos de clase, raza, género
sexual, la escritura del periodo pierde su opacidad ornamental, y su juego de apariencias
y engaños comienza a revelar los signos de la represión, el conflicto y la marginalidad, a
través de los cuales se expresa, también, el Poder imperial.

En el mismo sentido en que la oralidad y los textos privados constituyen la


contracara de la palabra escrita y de la palabra pública, también los silencios textuales
representan el reverso del texto: el que confiere a la literatura barroca «culta» su
verdadera dimensión de discurso (auto)censurado, condicionado tanto por las
formalizaciones de la retórica y la estética gongorina como sujeto a las restricciones del
absolutismo político, el patriarcalismo, la Inquisición y la escolástica.

En este contexto, la literatura de sor Juana Inés de la Cruz constituye un discurso


verdaderamente paradigmático en el cual, a la vez —155→ que se utilizan,
transforman y redimensionan los modelos dominantes, se generan las bases de una
nueva retórica donde es la manipulación del silencio, tanto como la de la palabra, la que
está en la base de la persuasión y la elocuencia234.

Reprimido y mimético, el discurso de sor Juana surge a la vez como una voz
provocativa, profundamente crítica y de un indudable valor fundacional. A través de esa
obra aparecen representadas, en efecto, las restricciones de la hegemónica ideología
imperial y sus efectos marginalizadores, los gestos ampulosos del absolutismo y los
recursos secretos del subalterno sujeto colonial. Significativamente, es en las estrategias
de supervivencia y penetración de ese discurso de resistencia, más que en muchos de
sus postulados concretos, donde se afirman las bases de la identidad criolla que dará
origen al sujeto social hispanoamericano.

Palabra y silencio en la tradición hispánica


El tema del silencio ha sido estudiado en numerosos autores, principalmente dentro
de la tradición clásica y renacentista, adquiriendo —156→ un diverso valor según las
épocas y los proyectos literarios e ideológicos de que se trate235.

Aunque puede considerarse que el tema del silencio es un tópico de relevante


presencia en las literaturas clásicas, en el Siglo de Oro la «poética del silencio» adquiere
en todos los géneros un particular desarrollo, articulándose al tratamiento renacentista
de temas grecolatinos. Junto a la revalorización de la importancia y valor de la palabra,
el tema del silencio adquiere así, en los principales autores hispánicos que llegarán a
América, un esplendor principalmente estilístico, que el Barroco redimensiona de
acuerdo a sus propias tensiones ideológicas y a las necesidades expresivas que éstas
generan236.

En el contexto colonial, sor Juana actualiza muchos de los recursos usados por los
representantes más brillantes de la tradición hispánica. En ella, sin embargo, quizá como
en ningún otro escritor de su época, el decir y el callar asumen un sentido
excepcionalmente dramático, confiriendo a su discurso una dinámica antinómica a
través de la cual se expresa la profunda conflictividad barroca.

86
En la Décima Musa la palabra es virtud y pecado, prueba de discreción y sabiduría
a la vez que signo de soberbia e «ignorancia afectada». El silencio, a su vez, corona el
pensamiento profundo y encubre su capacidad cuestionadora. Remite al mundo oculto
de la esfera privada tanto como a las imposiciones de la vida pública; es subterfugio
expresivo, renunciamiento ascético, ambigüedad mundana y relicta circumstantia237.

Como en Gracián, la «palabra preñada» y los peligrosos «partos de la boca» son


para sor Juana constante tema de reflexión, en cuanto representan un mis en abime de la
idea y de la fe sobre las cuales —157→ predomina, tan frecuentemente en la monja
mexicana, la elocuencia de la sugerencia, la reticencia o la omisión238.

El elogio del silencio (los labios sellados como símbolo de la virtud) aparece
enfatizado en El criticón, donde se alude a la «rara mercancía del callar», reelaborando
las fuentes clásicas que ven en Pitágoras, magister silentii, el más alto ejemplo de
sabiduría y respeto al misterio. De la misma manera, la Introducción a la sabiduría de
Luis Vives, en su tratado «Del lenguaje y la conversación» advierte también sobre los
peligros del desenfreno verbal.

En el drama de Calderón No hay cosa como callar, como en Basta callar y en La


vida es sueño (donde Segismundo simboliza «la palabra encarcelada»)239 al igual que en
la obra de Lope de Vega (por ejemplo su Satisfacer callando), Quevedo y Góngora, el
tema se repite como una paradójica contraparte de la voz que reitera las virtudes de su
propia anulación a través de la escritura240.

Como en Cervantes, hay también en sor Juana un silencio de valor estilístico y


carga psicológica, que sirve a la configuración del yo (poético o narrativo) así como a
los efectos de la composición de ambientes y personajes241.

Según ha demostrado Aurora Egido, el silencio de la noche es esencial en la


construcción bucólica de La Galatea en tanto virtualidad cargada de sentidos que
prepara la comunión con la naturaleza, ya que «Cervantes no sólo habla del punto cero
del silencio como simple vacío de palabras, sino como espacio habitable y habitado —
158→ que también expresa y dice»242. Para Trueblood el silencio de esa obra actúa,
como en otras novelas cervantinas, como «un elemento de estilización genérica»:
«Engloba y asordina este mundo, alejándolo de la realidad, lo mismo que hacen el
ucronismo y el utopismo»243. En don Quijote, Concha Zardoya encuentra, por su parte,
quince categorías diferenciadas de silencios, que incluyen, entre otros, el silencio
patético, el del desencanto, el que corresponde a la visión onírica, el silencio catártico y
el silencio como execración, muchos de los cuales podrían rastrearse en la obra de sor
Juana. En cuanto al Persiles, está también nutrido de elaboraciones sobre el silencio, las
cuales guían el proceso de selección narrativa, dan base a los recursos de verosimilitud
y preparan los soliloquios a partir de los cuales se ilumina el mundo interior de los
personajes. En su exhaustivo estudio sobre «Los silencios del Persiles» Egido comienza
por citar la funcionalidad atribuida al silencio como «principio de selección artística»,
ya que «no todas las cosas que suceden son buenas para contarlas, y podrían pasar sin
serlo y sin quedar menoscabada la historia: acciones hay que, por grandes, no deben
callarse, y otras que, por bajas, no deben decirse»244.

Como en el Inca Garcilaso que calla, según ha demostrado José Durand, por
aprecio, discreción o desdén, actualizando en su obra un «silencio histórico»

87
proveniente de la tradición incaica245, sor Juana abunda asimismo en «silencios
tácticos» (relacionados con aspectos de la intrahistoria virreinal, religiosa y cortesana) al
igual que en silencios vinculados a valores sociales (la honra, el papel asignado a la
mujer, el respeto a las jerarquías y a las convenciones de la época)246.

Sin embargo, la monja se distingue de sus predecesores y contemporáneos por


haber utilizado el tema del silencio como una forma de penetración en las
contradicciones del orden dogmático, por haber sido capaz de analizarlo y manejarlo en
sus múltiples posibilidades —159→ y variantes para la acusación y la autodefensa,
como signo de sumisión y de rebeldía, para el desmontaje de los mecanismos del poder
y la reivindicación de su mundo privado. Todo esto realizado dentro de un contexto en
el que abundan referencias explícitas sobre el tema, como si el sentido final de la
palabra fuera en realidad llamar la atención sobre sus limitaciones y sus trampas.

Este juego barroco de opacidad y transparencia, de luz y sombra, realidad y


apariencia, se entrelaza en sor Juana con otras antinomias estructurales de su época, las
engendradas por el autoritarismo patriarcal y dogmático, transfiriendo así a la dinámica
discursiva los profundos debates que anuncian el nacimiento del pensamiento moderno.

En este trabajo el silencio se analiza no sólo como principio generativo de


estrategias discursivas sino como expresión y representación de la triple posicionalidad
marginal de sor Juana: en tanto mujer, intelectual, y subalterna en la categoría
eclesiástica247. Asimismo, el tema del silencio se estudia -aunque por cierto, no
exhaustivamente- en relación a la doctrina y al lirismo, así como en sus vinculaciones
con la transfiguración, la censura y la autocensura (que revelan la presencia del Otro)
intentando mostrar que el manejo del silencio no es, como indicara Ortega y Gasset
«nueva cultura», «novísima scienza» sino tan antiguo y multifacético como las
estrategias del Poder y la necesidad de transgredirlas.

El silencio divino
Celebrado como virtud o impuesto como ejercicio del Poder, el silencio integra el
tronco de los discursos religiosos y profanos, nutriendo gran parte de las estrategias
retóricas que América recibe como parte del bagaje cultural del Imperio.

—160→

Elevado, junto con la sabiduría, el amor y la belleza, como uno de los atributos de
Dios, el silencio adquiere un lugar preeminente en el edificio de la doctrina y en el
ejercicio de la religiosidad. Pero también el silencio concentra a nivel discursivo, tanto
dentro de la literatura devota como de la profana, una serie de significados simbólicos
que hacen del callar una cualidad compleja y polisémica, de extensa aplicabilidad y
larga tradición.

Las vertientes de la elaboración barroca nos remontan, en efecto, a un discurso


filosófico y doctrinal de muy antigua data, que entrega a los siglos XVI y XVII una

88
variada y compleja elaboración en torno a las virtudes del no-decir en tanto celebración
de la discreción, la concentración y la virtualidad del mundo subjetivo.

Como Márquez-Villanueva ha indicado con respecto a don Quijote, «[...] en aquel


momento español el tema del silencio pertenece por entero al dominio de la literatura
ascético-mística»248 apareciendo por primera vez elaborado doctrinariamente en el
Tercer abecedario espiritual de fray Francisco de Osuna como requisito indispensable
para el recogimiento y la contemplación. El «maravilloso callar» es en este contexto una
forma del amor, suspensión temporal del entendimiento para la comunión espiritual,
cuyos antecedentes se remontan hasta los pitagóricos249.

El tema del silencio nunca pierde, debido a su vinculación con la experiencia


mística, esas connotaciones de recogimiento, retracción y reflexión, aunque se combina
en otros contextos con las ideas de represión y secreto, supresión y culpa, resistencia y
hostilidad, sirviendo en muchos casos como instrumento de marginación y
subordinación.

Siempre dentro del dominio de lo místico y doctrinal, Sánchez Lora nos recuerda, a
su vez, que en fray Luis de León -como en tantos otros autores de la época- mujer y
silencio aparecen también asociados en la conceptualización de aquélla como ser de
corto entendimiento, destinado «por la Naturaleza» al espacio clausurado del hogar o el
convento. Según fray Luis.

—161→
[...] así como a la mujer buena y honesta la Naturaleza
no la hizo para el estudio de las ciencias, ni para negocios de
dificultades, sino para un solo oficio simple y doméstico, así
les limitó el entendimiento, y por consiguiente, les tasó las
palabras y las razones [...] han de guardar siempre la casa y
el silencio250.

Por esta razón, la escritura femenina producida en conventos generalmente era


destruida o permanecía sin publicación, a no ser que fuera producida por mandato,
como texto «edificante» (autobiografía autorizada y/o requerida), memoria o crónica
conventual251. Sin embargo, la elaboración del silencio puede también adquirir un
sentido positivo, como purificación del que calla, elevando al individuo a lo inefable y
espiritual.

En su explicación de la construcción del Neptuno Alegórico («Razón de la fábrica


alegórica y aplicación de la fábula») sor Juana fundamenta la centralización de su obra
en la figura simbólica de Neptuno, caracterizado como «pez taciturno» y «dios grande
del silencio», rescatando, entre otras, la tradición horaciana y pitagórica:

La razón de haber los antiguos venerado a Neptuno por dios del


Silencio, confieso no haberla visto en autor alguno de los pocos que yo
he manejado; pero si se permite a mi conjetura, dijera que por ser dios
de las Aguas, cuyos hijos los peces son mudos, como los llamó

89
Horacio:

O mutis quoque piscibus


donatura eyeni, si libeat, sonum.

[Oh, a los mudos peces pudieras dar,


si te placiera, el canto del cisne.

(Horacio, Odas, IV, 3, vv. 19-20)]252.

—162→

Por lo cual a Pitágoras, por ser maestro del silencio, le figuraron en un pez, porque
sólo él es mudo entre todos los animales; y así era proverbio antiguo: pisce taciturnior,
a los que mucho callaban; y los egipcios según Pierio, lo pusieron por símbolo del
silencio; y Claudiano dice que Radamanto convertía a los locuaces en peces, porque con
eterno silencio compensasen lo que habían errado hablando:

Qui justo plus esse loquax, arcanaque suevit


prodere, piscosas fertur victurus in undas:
ut nimiam pensent aeterna silentia vocem.

[«Quién solió ser locuaz más de lo justo y revelar los secretos,


es llevado a vivir a las ondas cargadas de peces:
para que con su silencio eterno, expíe su voz desbordada».

(Invectiva contra Rufino, lib. II, vv. 488-490)].

Y siendo Neptuno rey de tan silenciosos vasallos, con mucha razón


lo adoraron por dios del Silencio y del Consejo253.

El silencio es así el antídoto contra la voz desbordada en soberbia e indiscreción;


por contraposición, el callar connota sabiduría, mesura y recogimiento.

90
Como Tavard indica, el lenguaje simbólico acerca de Dios debe ser no sólo
indirecto sino negativo, ya que no puede ser aludido de manera directa254. El silencio
combina así las cualidades del misterio, la veneración y la virtualidad significante.
Según Tavard, al considerar el silencio como divino, sor Juana se sitúa directamente en
la corriente teológica cristiana, y particularmente en la tradición monástica de los
Jerónimos que hicieran del silencio un factor fundamental de la vida de la comunidad,
como requisito para la contemplación y como muestra de disciplina y recogimiento
individual255.

Con ese propósito representacional, y siguiendo la senda de Kircher en lo


relacionado a la asimilación de elementos griegos y —163→ egipcios para la
iluminación, enseñanza y divulgación de la doctrina, sor Juana se remonta por los
caminos del paganismo y el hermetismo para celebrar y representar a los marqueses de
la Laguna a través de una operación sincrónica que no era inhabitual en el discurso
barroco, vinculándolos al silente Neptuno, cuya asociación con el agua evoca el título
de los homenajeados.

La poética del Neptuno Alegórico explica las mediaciones discursivas a partir de


las cuales el fingimiento, la máscara y la réplica se ofrecen como recursos
representacionales. Desde la antigüedad, como indica sor Juana, los dioses fueron
representados indirectamente, ya que por carecer de forma visible «[...] fue necesario
buscarles jeroglíficos, que por similitud, ya que no por perfecta imagen, las
representasen»256.

La simbolización, propuesta como tercera instancia luego del fracaso de la


comprensión racional y de la insuficiencia de la escritura para expresar los misterios de
la religión, abre la senda de un contradiscurso: el revés de la palabra (la mentira, el
silencio) como instancias cifradas entre la razón y la Verdad (el Original):

[...] entre las sombras de lo fingido campean más las


luces de lo verdadero (pues, como dijo Quinto Curcio, etiam
ex mendacio intelligitur) [«También por la mentira la verdad
se entiende»]; o ya porque sea decoro copiar del reflejo,
como en un cristal, las perfecciones que son inaccesibles en
el original [...]257.

[...] ninguna cosa vemos muy insigne (aún en las


sagradas letras) a quien no hayan precedido diversas figuras
que como en dibujo la representen258.

En un sentido similar al mencionado, el silencio se convierte en principal


protagonista de las instancias iniciales de elevación del alma en el Primero Sueño,
creando la atmósfera que propicia el peregrinaje del alma:

—164→

91
[...]
y en la quietud contenta
de imperio silencioso
sumisas sólo voces consentía
de las nocturnas aves,
tan oscuras, tan graves,
que aun el silencio no se interrumpía259.

El silencio constituye entorno natural para el sueño, imponiendo una presencia


autoritaria:

[...]
-el silencio intimando a los vivientes,
uno y otro sellando labio obscuro
con indicante dedo,
Harpócrates, la noche, silencioso;
a cuyo, aunque no duro,
si bien imperioso
precepto, todos fueron obedientes-.
[...]
El sueño todo, en fin, lo poseía,
todo, en fin, el silencio lo ocupaba;
aun el ladrón dormía;
aun el amante no se desvelaba260.

Volviendo al tópico de lo irrepresentable, Harpócrates sella los labios con el dedo.


Poesía, silencio y noche son formas de lo inalcanzable a través de los sentidos261. Como
en la Noche oscura de san Juan de la Cruz, noche, silencio y secreto se conjugan en una
suspensión de lo sensorial que prepara la unión mística del alma con el Amado. —
165→ En el largo poema de sor Juana también el alma se remonta por el cosmos, de
un modo más abstracto, en una travesía intelectual y solitaria, que no admite palabras.

Sueño evoca lo onírico, pero también lo apetecido e ilusorio262; por cualquiera de


esas vías implica la instancia de desprendimiento de las trabas de lo racional y
perceptivo en una ansiosa búsqueda del conocimiento trascendente, relatando así el
poema, como Paz indicara, «un sueño de anábasis»263.

Como el mismo crítico señala, el Primero sueño implica una doble negación: el
espacio silencioso simboliza la soledad del alma, y el poema se convierte en una visión
(versión) de la no-visión: testimonia un fracaso que exalta, alegóricamente, lo grandioso
e inefable del Todo.

92
Ya sea visto como una exploración en el tema de las posibilidades de penetración
trascendente del alma en el misterio de la Creación o, de un modo más particular, como
el poema que representa la crisis intelectual de sor Juana y anuncia su conversión final,
el Primero sueño impulsa una vez más el significado del silencio como red de
significaciones cifradas que se resisten a la aprehensión humana, aunque desafían a la
razón a través de múltiples signos que revelan la presencia innegable de lo oculto264.

Es indudable que más allá del significado global que se adjudique al sueño, las
referencias al silencio que pueden rastrearse, implícita —166→ o explícitamente en
toda la obra de la Décima Musa, sí tienden una línea entre las preocupaciones
filosóficas y teológicas de la monja y sus más personales conflictos por trascender de la
interioridad a la palabra, dicha o escrita. Esta tensión que marca el tránsito de lo divino
a lo humano, del dogma a la razón crítica, de la veneración del silencio a su penetración
y a su ruptura, es la misma que anuncia a través de su obra el avance del pensamiento
moderno. Pero también será el silencio -un silencio ya no doctrinal sino táctico y
terreno- en sus múltiples actualizaciones discursivas, el que permitirá a sor Juana el
avance camuflado por entre las fisuras del autoritarismo y los cuestionamientos de su
tiempo. Y el que proveerá en otras instancias el refugio para un pensamiento que se
proyecta desafiantemente delante de su tiempo, por la vía que permanece abierta hacia
el final del sueño, cuando desbaratadas ya las sombras de la noche, y vencido el silencio
de lo inapresable, el alma se reencuentra con el cuerpo para reiniciar la lucha terrenal,
sujeta a los sentidos y a las leyes mundanas: «el Mundo iluminado, y yo despierta».
Comienza entonces, en esta vigilia iluminada, la aventura y las estratagemas de la voz.

Trampas, tretas y «travestismo simbólico» en sor Juana


La lectura del reverso del texto, la búsqueda de lo oculto y camuflado, la
interpretación, en fin, de ambigüedades, reticencias, ironías y subterfugios es, en efecto,
imprescindible en toda aproximación al discurso barroco.

Varios estudios han hecho hincapié recientemente en los artificios que adopta sor
Juana para canalizar y al mismo tiempo enmascarar mensajes de contenido
contrahegemónico. La conceptualización del periodo virreinal como «sociedad de
máscaras»265, las referencias a las «trampas de la fe» o las «tretas del débil» llaman la
atención sobre la existencia de un doble registro ideológico —167→ y discursivo que
se advierte tanto en sor Juana como en el resto de la literatura del periodo: el de la
hegemonía y la marginalidad barroca, el del poder y el de la resistencia, polos de un
sistema cuyo inestable equilibrio está en la base misma del sujeto colonial
hispanoamericano266.

La literatura que surge en este contexto como impugnación al Poder absoluto no se


manifiesta entonces solamente como fiesta de la forma; se revela también a través de la
ausencia o transfiguración del signo, como expresión del desgarramiento de la
conciencia barroca267. El camouflage textual de esta escritura que se debate entre el
poder hegemónico y la conciencia crítica, alcanza tanto al enunciado como a la
situación enunciativa268. El «travestismo simbólico» de que habla Octavio Paz al
referirse a la cuestión de los seudónimos en relación a la carta Respuesta a sor Filotea

93
de la Cruz es ilustrativo justamente de esa transfiguración del signo en el nivel de la
enunciación, que se manifiesta en este caso como un encubrimiento autoral que plantea
desde el comienzo, sobre bases de falseamiento y artificio -de silencio- la relación
comunicativa en el texto barroco269.

El nombre de «sor Filotea» que, como se sabe encubre con nominación femenina a
Manuel Fernández de Santa Cruz y Sahagún, obispo de Puebla, elude el enfrentamiento
directo entre este personaje y su enemigo Francisco Aguiar y Seijas, promotor de la
publicación del sermón de Antonio Vieyra que fuera contestado por sor Juana en la
Carta Atenagórica, por cuyo contenido se la censura.

Inspirándose probablemente en la Philotée de san Francisco de Sales, Fernández de


Santa Cruz sigue el procedimiento utilizado por —168→ su venerado santo en la
Introducción a la vida devota, texto bien divulgado e influyente en el virreinato,
aludiendo a su vez a una Filotea como receptor marcado del texto epistolar270. Al firmar
con nombre femenino la carta en la cual hace referencia al talento de la monja a la vez
que la reprende por su interés en las letras profanas, Fernández de Santa Cruz por un
lado azuza la furibunda misoginia de Aguiar y Seijas, al exaltar las cualidades
intelectuales de sor Juana. Por otro lado, elude el enfrentamiento directo con este
personaje, manteniendo la cuestión de las cartas como una querella entre mujeres, la
cual conlleva, sin embargo, un marcado contenido simbólico, plasmando en el nivel del
pacto comunicacional la superioridad del Poder político-religioso sobre la monja
subalterna ya que el texto es controlado desde arriba, incluso en sus fingimientos271.

En efecto, como ha indicado Josefina Ludmer, por un lado sor Filotea (=amante de
Dios) reprende autorizadamente a sor Juana (=la de saber digno de Atenea) sobre los
peligros del saber profano. Por otro lado, «el gesto del obispo, que se disfraza de sor
Filotea de la Cruz para escribir a Juana, es la transferencia a la carta del gesto de la
publicación de la palabra del débil: él tapa su nombre-sexo para abrir la palabra de la
mujer y publica, dándole nombre, el escrito de Juana»272.

—169→

Como Paz indica, la cuestión de los seudónimos -que no era inhabitual en la época-
y los cambios de sexo no acaba allí, sino que se prolonga, a partir del caso originado en
el sermón de Vieyra, hasta el siglo XVIII, cuando se publica en Lisboa, en 1727, una
Apología a favor do R. P. Antonio Vieyra firmada por sor Margarita Ignacia, monja
agustina, la cual encubre con su nombre la verdadera autoría del folleto, que
correspondía a su hermano Luis Gonçalvez Pinheiro273.

La importancia de estas anécdotas que atañen a la identificación autoral no puede


ser reconocida sin atender al contexto de represión ideológica y al sometimiento de la
mujer en la sociedad virreinal.

En sor Juana, el «travestismo simbólico» de que habla Paz recorre las distintas
etapas de su vida, constituyendo ya parte de la leyenda personal de la monja mexicana.
Sor Juana utiliza la cuestión del cambio genérico tanto como estrategia de resistencia a
las limitaciones de la cultura novohispana (recordar sus intenciones de vestirse con ropa
masculina para asistir a la Universidad), como para ilustrar acerca de los efectos
desnaturalizadores del patriarcalismo monárquico. La «Carta de Monterrey» ilustra

94
sobre aspectos vinculados a la relación represión/gender/identidad social errando sor
Juana comenta, por ejemplo «[...] que hasta el hacer esta forma de letra algo razonable,
me costó una prolija y pesada persecución no por más de porque dicen que parecía letra
de hombre, y que no era decente, conque me obligaron a malearla adrede, y de esto toda
esa comunidad es testigo»274.

La denuncia de sor Juana expone ejemplarmente, en esta cita, las vinculaciones


entre ética y Poder, así como las conflictivas relaciones entre el nivel individual y la
regulada dinámica comunitaria.

La amenaza que implica para el poder dogmático la transgresión de los parámetros


de acción social predeterminados según sexo y —170→ jerarquías político-religiosas,
y la consecuente imposición de que sor Juana encubra su individualidad sometiéndose a
las convenciones sociales se plantea aquí, simbólicamente, en el nivel de la escritura. El
signo es, por imposición del Poder, «travestido», su forma violentada, como manera de
alterar el valor connotativo que aquél posee como diseño de los roles sociales que
sustentan la sociedad barroca. La palabra no es ya, exclusivamente, vehículo de
significados sino significante ella misma, en su grafía, y visualización paradigmática de
un orden que gobierna por la exclusión y el sometimiento. Estas constantes mutaciones,
obligadas o autoimpuestas, persiguen el acallamiento, el silencio. Buscan cancelar el
mensaje, transfigurar el yo o al menos reducir la incidencia del texto al coto cerrado de
la cotidianidad doméstica o la frivolidad cortesana.

En el mismo sentido, no puede ser minimizada la incidencia que tuvo esta


posicionalidad autoral con respecto a la visión del mundo sustentada por el letrado
virreinal, condicionando tanto la perspectiva y grados de conocimiento de la realidad
social como el tácito pacto ideológico-literario establecido por el texto entre el escritor y
los poderes político-culturales de la época. La subalternidad (genérica e institucional) es
una impronta que condiciona los principales aspectos tanto interpretativos como
representacionales en los textos epistolares, poéticos y dramáticos de sor Juana. El tema
de la dote (y más ampliamente el del matrimonio como destino «natural» que sor Juana
trastoca), así como las alusiones a los gastos correspondientes a la educación de la
monja atendidos en parte por su confesor, el jesuita Antonio Núñez de Miranda, son
puntos de constante humillación y controversia que contaminan el intercambio
intelectual promovido por sor Juana con el tono «menor» de la querella doméstica.

La monja es así constantemente forzada a un juego de apariencias y


transfiguraciones, justificaciones y encubrimientos que exponen su condición de
dependencia y, al mismo tiempo, su excepcional capacidad para trastocar el
sojuzgamiento y la censura en resistencia, denuncia, y ejercicio del libre albedrío. En un
texto recientemente descubierto por Elías Trabulse, sor Juana aparece nuevamente
haciendo uso del recurso barroco del cambio de nombre al firmar —171→ como
Serafina de Cristo una carta en la que vuelve sobre los intríngulis relacionados con la
«guerra de las finezas» desatada a partir de la discusión del sermón de Vieyra. Aunque
mantiene el género sexual, esta nueva muestra del ingenio barroco agrega nuevos
elementos para una penetración en la cuestión de la construcción de sujetos coloniales,
identidades y máscaras del individuo ante el Poder275.

Otro ensayo de travestismo simbólico se encuentra en Los empeños de urna casa,


en la transfiguración del «gracioso» Castaño que, invirtiendo el recurso dramático

95
tradicional de la mujer que se presenta con ropa de hombre, aparece ataviado como una
dama276. Esta simbólica «simetría» propuesta por sor Juana es un velado (silencioso y
camuflado) reclamo de igualdad para la mujer, tradicionalmente representada, en el
contexto de la comedia, como contrafigura del hombre, cuya imagen se preservaba en la
mimetización femenina, en la cual era siempre la mujer la que intentaba apropiarse,
dentro de la lógica de la ficción, de las posiciones y recursos masculinos. En la obra de
sor Juana la subversión del modelo transgrede la convención genérica y permite leer a
través de la «transparente representación autobiográfica»277 que nos maestra aspectos de
sor Juana encarnados en el personaje de Leonor, un simbólico mensaje reivindicativo en
el cual la mujer se convierte en paradigma social y objeto del deseo masculino278.

—172→
Tópico de lo indecible
La retórica clásica, que gira en torno al conjunto de procedimientos de
manipulación de la palabra que se ponen en práctica para alcanzar los fines de
elocuencia y persuasión, reserva un lugar privilegiado a las modalidades discursivas en
las que el lenguaje se repliega sobre sí mismo, para exponer a través del silencio -de los
blancos textuales- un universo inasible de significados, el cual sólo puede ser sugerido a
través de la palabra.

El tópico de la obediencia, las fórmulas de la humildad o la falsa modestia, el


tópico del pauca e multis (no hay palabras para lo que se quiere expresar), el cual tiene
como contracara los recursos de sobrepujamiento o panegírico hiperbólico, son apenas
algunos de los mecanismos discursivos en los que el callar se convierte en el principal
vehículo de significados, a través de la apelación a los sobreentendidos textuales o
situacionales con que el destinatario del texto oral o escrito completa los vacíos de la
palabra. Asimismo, todas las expresiones de empequeñecimiento del hablante, de las
que dan cuenta ya las obras de Aristóteles, Cicerón y Quintiliano, pasan luego a la
retórica forense, como recursos de humildad destinados a predisponer favorablemente al
auditorio con respecto al caso que se presenta para ser dirimido279.

Es importante notar que en la autodefensa elaborada por sor Juana en la Carta al


padre Antonio Núñez y en la carta Respuesta a sor Filotea es en el segundo de estos
documentos, que corresponde a la etapa final de producción de la monja, donde se
avanza más en la elaboración del silencio como tema de reflexión y como estrategia
discursiva, y también donde más se utilizan las fórmulas de humildad y
sobrepujamiento.

—173→

La secuencia que marcan esas cartas, que va de la beligerancia y espontaneidad del


texto privado hasta la cautelosa y madurada exposición elaborada para el debate
público, no indica solamente la existencia de diversas situaciones enunciativas. Muestra
asimismo el proceso gradual y consciente de interiorización de la censura, que obliga a
la monja a replegar o enmascarar contenidos concretos modificando las formas de
representación discursiva y adoptando ese «lenguaje cauteloso y constelado de reservas
y paréntesis» anotado por Paz280. Sin embargo, una lectura cuidadosa de los dos textos

96
muestra que el proceso de Juana, más que una evolución de la pasión a la mesura
argumentativa, es un ciclo que se abre y se cierra con el silencio, que los textos
epistolares de Juana afortunadamente interrumpen.

Veamos a través de qué elaboración retórica se articulan palabra y silencio en las


cartas de la monja, y en qué forma esa articulación permite la introducción en la
problemática ideológica del Barroco hispanoamericano.

Para comenzar, es obvio que ambos textos, regidos por las convenciones
discursivas de la época, se apoyan en los tópicos de lo indecible y en los recursos de la
modestia y la alabanza hiperbólica para canalizar, enfatizar o atenuar, según los casos,
el mensaje epistolar. Ese grado de formalización discursiva no impide, sin embargo, la
profundización teórica en torno a las relaciones entre el callar y el decir (en otras
palabras, acerca de las posibilidades de ejercicio y grados de comunicabilidad del
pensamiento crítico), tema clave para comprender la obra y el conflicto epocal de sor
Juana.

La «Carta al padre Núñez» comienza con un párrafo introductorio en el que se


alude concretamente al silencio como táctica fallida que da lugar al texto. Obligada por
el efecto de las críticas del padre Núñez (a las que sor Juana se refiere resaltando su
cariz fiscalizador, aludiéndolas como «objeciones» y «agria ponderación» que causan
«perjuicios» a su reputación y conducen a «escándalo público») sor Juana reacciona con
la respuesta que rompe un silencio que había sido hasta entonces utilizado
conscientemente como técnica de resistencia —174→ pasiva. Ese silencio aparece
justificado y explicado a través de dos argumentos de índole diversa.

El primero de esos argumentos se apoya en el engrandecimiento del padre Antonio


Núñez, aunque las cualidades que se exaltan en el sacerdote no aparecen como elogios
surgidos de la convicción (ni aún siquiera de la retórica) de sor Juana, sino como meras
referencias (no exentas de sarcasmo) al inmenso prestigio que su confesor gozaba en la
sociedad novohispana. Como indica, la monja la comunidad atiende al padre Núñez
«como a un oráculo divino» y sus palabras son apreciadas «como dictadas del Espíritu
Santo»281. El silencio de Juana ha estado motivado hasta entonces, según la monja
explica, por la extraordinaria autoridad del sacerdote, y por «el humano respeto a su
persona», factores que su «razón» y «amor propio» le aconsejaron frecuentemente
desatender en beneficio de su reputación.

El segundo argumento que se esgrime para explicar el silencio anterior a la carta


revela que la abstención de la monja de responder a las críticas de su confesor fue un
recurso que Juana utilizó premeditadamente, aunque sus resultados fueron diversos a los
previstos. La génesis del texto de la «Carta al padre Núñez» se explica entonces como
un cambio de táctica. Dice Juana:

[...] nunca he querido asentir a las instancias que a que


responda me ha hecho, no sé si la razón, o si el autor propio
(que éste a veces con capa de razón nos arrastra) juzgando
que mi silencio sería el medio más suave para que Vuestra
Reverencia se desapasionase; hasta que con el tiempo he
reconocido que antes parece que le irrita mi paciencia, y así
determiné responder a Vuestra Reverencia [...]282.

97
—175→

La palabra (la escritura) aparece así como ruptura de un ciclo de silencio con el que
sor Juana ha querido «sacrificar el sufrimiento a la suma veneración y filial cariño»
inspirados por su confesor. Al mismo tiempo, la suspensión del silencio es mostrada por
sor Juana como un acto ordenado por la razón, mientras que se reservan para Núñez el
apasionamiento y la irritabilidad283.

En este contexto, los tópicos de modestia y sobrepujamiento adquieren un nuevo


sentido. Los primeros, mucho más escasos en la carta a Antonio Núñez que en la
dirigida al obispo de Puebla, son el punto de apoyo a partir del cual sor Juan a afirma su
propia valía, resguardándose en expresiones retóricas que mantienen a salvo el orden
jerárquico al que la monja estaba sujeta284. Los segundos (contracara del mismo
fenómeno) nada agregan (salvo la velada ironía) al prestigio social de Núñez, pero
encuadran un discurso que más que de autodefensa, es de impugnación y denuncia.
Ambas fórmulas, estereotipadas y previsibles, son el marco convencional que rodea la
referencia a los hechos y a sus ocultas y a menudo innombrables motivaciones: los
verdaderos sentimientos que rodearon a las discrepancias entre la monja y su confesor,
las reales razones por las que ésta aceptó determinados encargos, la identidad de aliados
y enemigos pertenecientes a la sociedad novohispana que intervinieron de una manera u
otra en la querella285.

—176→

En la carta Respuesta a sor Filotea de la Cruz la ruptura del silencio efectuada en


la Carta al padre Núñez se vuelve a repetir, pautada ahora por múltiples referencias a la
palabra en tanto indicio de contenidos que se sustraen a la comunicación y al debate.
Las alusiones al silencio se alían en este documento a las fórmulas de ponderación y
agradecimiento dirigidas al obispo de Puebla Manuel Fernández de Santa Cruz, quien
publicara la Carta Atenagórica. La apelación al recurso del pauca e multis (sor Juana se
compara con santo Tomás, quien callaba porque no podía encontrar las palabras para
efectuar el elogio de Alejandro Magno) tiene como función conferir al silencio una
carga positiva, estableciendo que lo que se calla es lindero de lo sublime e indecible. Se
trata de un silencio admirativo, que depende de las limitaciones del lenguaje («lo
limitado de las voces») y del desborde de emociones por el cual «se entorpece el
entendimiento y se suspende el discurso», muy distinto al silencio hostil y cargado de
resentimiento que se alude al comienzo de la Carta al padre Núñez.

La carta Respuesta a sor Filotea de la Cruz -«catarsis autobiográfica» como la


llamara Margarita Muriel- contiene, por su lado, una teorización sobre el silencio cuyo
alcance supera la circunstancia concreta a la que se aplica el documento destinado a
Fernández de Santa Cruz. Dicha teorización ilumina no sólo sobre las técnicas
discursivas tomadas de la tradición retórica que sor Juana reelabora de acuerdo a sus
propias necesidades expresivas, sino que asimismo informa acerca de la particular
concepción de la escritura que la monja elabora dentro de los parámetros culturales e
ideológicos de su tiempo.

98
En primer lugar, el silencio aparece concebido por sor Juana como un recurso
cargado de intencionalidad. El panegírico hiperbólico dedicado a sor Filotea y a la
atención con que se ha distinguido a la Carta Atenagórica dan lugar a lo que la monja
califica como «digresión» introductoria, artificio que le permite eludir temporalmente la
palabra (la respuesta), empresa que concibe como difícil y comprometedora.

—177→
Perdonad, señora mía, la digresión que me arrebató la
fuerza de la verdad. Y si la he de confesar toda, también es
buscar efugios para huir de la dificultad de responder y casi
me he determinado a dejarlo al silencio [...]286.

Palabra y silencio se presentan como los dos espacios significativos entre los que se
constituye el texto epistolar, que ocupa el área marginal indicada por el adverbio modal
«casi».

Pero para justificar la presencia del texto, sor Juana debe contrarrestar las
connotaciones positivas del silencio, antes establecidas: el silencio como la admirativa
«suspensión del discurso» ante la grandeza de lo que se quiere comunicar. De ahí que se
aboque a una complementaria calificación negativa del silencio, la cual no anula aunque
sí matiza adecuadamente lo antes expresado.

La misma naturaleza del silencio es, como la monja explica, la abstención de


significados explícitos («[...] [el silencio] es cosa negativa, aunque explica mucho con el
énfasis de no explicar»; «éste es su propio oficio, decir nada»). La palabra es, por su
parte, el indicador que confiere referencialidad al silencio, el cual se manifiesta así no
como un vacío semántico, sino como un recurso cuya virtualidad comunicacional debe
ser adecuadamente proyectada hacia el destinatario. La palabra es, en este sentido,
«breve rótulo» del silencio, es decir un indicador o signo cuya referencialidad no se
agota en el campo semántico que establece sino que se proyecta hacia contenidos y
sentidos mayores que no acceden al circuito de comunicación lingüística y que se
conciben, por tanto, como inexpresables. La palabra «explica» el silencio, lo hace
inteligible y significativo, surge «para que se entienda lo que se pretende que el silencio
diga», es decir como artificio intelectivo que introduce al receptor o destinatario en un
campo de significados que es inaprehensible en su totalidad, y que permanecería, sin la
palabra, reducido a su propia nulidad.

La presentación que hace sor Juana del tema del silencio tiene proyecciones tanto
en el plano epistemógico como en el de la teoría de la comunicación. Por un lado, el
lenguaje aparece concebido —178→ como una instancia intermedia limitada por la
inexpresabilidad de lo inefable pero proyectada hacia lo racional (es decir, hacia el
plano del intercambio comunicativo dentro de determinados parámetros culturales e
ideológicos). La palabra aparece así como un instrumento de penetración en la realidad
o en esferas superiores vinculadas a ésta, las cuales permanecerían, sin el lenguaje,
ajenas al conocimiento (y aún a la intuición) y a la elaboración intelectiva. Incluso en
aquellos casos en los que la palabra remite a lo inexpresable (a lo sublime) que es, en
esencia, dominio del silencio, la palabra cumple una función de indicador que llama la
atención sobre la existencia de un campo virtual de contenidos que se registra aunque no

99
se penetra con el conocimiento. A esto apunta la cita de sor Juana al referirse a los
arcanos de Dios «de los que el hombre no debe hablar» indicando que «aquellas cosas
que no se pueden decir, es menester decir siquiera que no se pueden decir, para que se
entienda que el callar no es no haber qué decir sino no caber en las voces lo mucho que
hay que decir»287.

Conocimiento y comunicabilidad se interrelacionan, pero el ejercicio del lenguaje


está coartado por campos de silencio a los cuales aquél apunta convirtiendo a la palabra
en indicio de lo indecible. El valor instrumental de la palabra, así como los límites del
pensamiento racional, son temas que sor Juana manipula y adecua de manera constante,
y que remiten no sólo al horizonte cultural de la época (escolástica y pensamiento
religioso) sino a las imposiciones del orden dogmático que obligaba a restringir los
resultados de la actividad intelectiva para asegurar la inviolabilidad de los principios
sobre los que se asentaba el Poder imperial.

Palabra y poder
El conflicto entre orden dogmático y pensamiento crítico se expresa ejemplarmente
a través de las formas que asume, en las distintas épocas, la elaboración discursiva,
tanto en el dominio de las «bellas —179→ letras» como en documentos públicos y
oficiales, formas de comunicación masiva y manifestaciones discursivas destinadas a la
esfera privada. En efecto, la alienación del subalterno en un mundo cerrado a cualquier
intercambio con el Poder crea el «solipsismo lingüístico» de que habla Lore Terracini,
estrategia a la vez de violencia y clausura ante la amenaza que representa la palabra del
Otro.

Los «códigos del silencio» que impone la cultura del Barroco, glorificando así las
bases del absolutismo contrarreformista español, regulan la producción discursiva tanto
en la metrópolis como en las colonias a través de la imposición de modelos ideológicos
y retóricos bien establecidos que funcionan a distintos niveles. Por un lado, coartan la
libre comunicación del pensamiento a través de la formalización y transmisión de usos
sociales que reflejan la existencia de jerarquías y convenciones que rigen en la esfera
pública y privada. Por otro lado, colaboran en el establecimiento de restricciones
ideológicas que son interiorizadas por el productor cultural modificando sus técnicas y
procedimientos comunicacionales asegurando así, a través de mecanismos interiores, la
plena vigencia de los modelos de pensamiento y comunicación dominantes a través de
los cuales se sustentan y reproducen los discursos hegemónicos.

Dentro del marco de la cultura novohispana, sor Juana ilustra con particular
claridad la creciente «conciencia lingüística» del letrado criollo, cuya creatividad se
desarrolla como actualización y al mismo tiempo como impugnación de los modelos
dominantes. La tensión discursiva (lingüística e ideológica) de los textos de la monja no
es más que la forma que asume dentro de su obra la conflictividad existente entre orden
dogmático y pensamiento crítico en las etapas preparatorias del pensamiento moderno.
La dialéctica del decir y el callar que va pautando el desarrollo de su pensamiento es un
esfuerzo deliberado por vencer el «solipsismo lingüístico» promovido por el orden
dogmático y reducir al mínimo posible las restricciones del sistema.

100
El condicionamiento que las regulaciones de ese orden dogmático impusieron sobre
la obra de la monja jerónima no debe ser desestimado, si bien es imposible determinar
con exactitud su verdadero alcance dentro del desarrollo intelectual d e sor Juana. Sí
puede —180→ establecerse, tomando como base los propios testimonios de la
Décima Musa en el contexto de la cultura del barroco americano, que ese
condicionamiento se ejerció por un lado, bajo la forma de imposiciones doctrinarias e
institucionales que constriñeron el desarrollo del libre pensamiento estableciendo
variadas formas de censura que complementaban y expandían en diversos niveles el
sistema inquisitorial. Por otro lado, como bien testimonian los escritos de sor Juana, se
produce en la monja un proceso de interiorización de la censura, que resulta en lo que
aquí llamamos el silencio autoimpuesto. Éste puede ser definido, de modo general,
como el conjunto de mecanismos de autoinhibición, atenuación o enmascaramiento de
toda forma de pensamiento o discurso que pudiera contradecir las regulaciones
ideológicas o retóricas existentes (tácitas o explícitas) dentro de la cultura novohispana.
Afortunadamente, el silencio autoimpuesto no cancela en sor Juana la producción de
una obra excepcionalmente avanzada y beligerante con respecto a las limitaciones de su
tiempo. Pero sí constituye un margen de prudencia y mitigación que es sintomático del
conflicto epocal.

La obra de la monja representa por tanto una dialéctica entre poder y subalternidad
dentro de la cual su posicionalidad de productor cultural oscila constantemente entre el
centro y el margen. Si, por un lado, la apropiación ideológica y discursiva que la monja
realiza de los discursos centrales (la «razón de Estado» del absolutismo monárquico, la
ortodoxia contrarreformista, el gongorismo como estética del Poder) así como su misma
condición de letrado articulado a la corte y las instituciones de su tiempo la sitúan en
una posición clave dentro del proceso de producción y consolidación de la identidad
criolla, por otro lado su necesario sometimiento a la jerarquía eclesiástica y su condición
de mujer le adjudican una localización excéntrica que la obliga a negociar
constantemente su inserción personal e ideológica dentro de la cultura de su tiempo.
Este desplazamiento o excentricidad confiere a su perspectiva una productiva distancia
con respecto al Poder a partir de la cual puede ejercer el pensamiento crítico.

Traducida textualmente en el movimiento que va de palabra a silencio, de


impugnación a defensa, de autoría a autoridad, esa oscilante —181→ posicionalidad
de sor Juana es también la clave de la universalidad de su obra, que trascendiendo los
límites de su coyuntura epocal, representa paradigmáticamente el conflicto del
intelectual sobre todo en contextos autoritarios o (neo)coloniales.

Beatriz Pastor se ha referido justamente al «silencio lleno de murmullos y


disentimiento» que nutre el texto de las crónicas coloniales, donde la escritura impulsa a
la razón como instrumento privilegiado para el control de la realidad, mientras que el
silenciamiento impuesto a las voces del Otro sirve como ocultamiento o deformación de
la diferencia en esa instancia de relevamiento de América como referente
historiográfico288. Pero lo que es más importante a nuestros efectos, como señala Pastor,
la escritura «literaria» incorpora las omisiones y silencios que caracterizaban a la
escritura de la historia durante la conquista289. De esta manera la literatura tematiza en
su propio registro el vacío cultural e ideológico que corresponde al Otro, voz ausente,
silencio histórico y también silencio poético dentro de la escritura colonial.

101
En mi estudio sobre los villancicos de sor Juana he analizado la doble
posicionalidad de la voz y sus articulaciones al Poder a través de este «género menor»
tan cultivado por la monja. Si por un lado, como letrado articulado al poder eclesiástico,
sor Juana produce sus —182→ villancicos como reforzamiento de la doctrina en lo
que algunos han visto como una conciliatoria articulación de la heterogeneidad colonial,
por otro lado los textos vehiculizan un mensaje elocuente a favor de los sectores de
indios y negros planteando una evidente solidaridad de la voz autoral con los
desposeídos que «hablan» en los villancicos en su «media lengua» aculturada y
transgresora. La voz autoral oscila, en efecto, entre el centro y el margen, reforzando la
centralidad del letrado como nexo que interpreta la heteroglosia americana mientras
expone, en el contexto de la fiesta devota, la otredad cultural y la condición social del
subalterno. En el nivel de la escritura, la oscilación se produce, a su vez, entre el
silencio del dominado (que sólo medianamente participa de la lengua criolla y no puede
exponer sus propios reclamos) y la operación de otorgamiento de la voz por parte de los
«dueños de la letra» que institucionalizan y jerarquizan los discursos en el interior de la
ciudad letrada. El silencio del Otro es transfigurado así en palabra conferida,
encubierto, por tanto, tras la voz autoral que disfraza su centralidad en la imitación
jocosa de la subalternidad lingüística y social del dominado.

El tema de la voz del subalterno y de sus posibilidades reales para canalizar


mensajes en contextos coloniales, tiene en su contracara el tema del silencio (histórico,
poético) a través del cual se expresa por ausencia (en vacío) la presencia del Otro290.

En cuanto a la mujer, también es importante notar que nunca en los villancicos ésta
habla «con su voz», siendo aludida sólo de manera indirecta por la voz autoral (aquí
«centralizada» como «voz letrada») que representa, ella sí, implícitamente, una
perspectiva femenina. La literatura nuevamente reproduce los silencios de la historia,
haciendo de la escritura un espacio controlado por la centralidad del letrado, mediador e
intérprete de la Babel colonial —183→ que los villancicos exponen a través de la
carnavalización y la parodia. En definitiva, el subalterno sólo «habla» por la boca de
Otro pero no «dice» nada por la propia. La «plebe humana» se expresa a través de una
disparidad de niveles lingüísticos que contrastan con la erudición de la voz autoral,
fortaleciendo la centralidad del letrado criollo, centro y margen de la discursividad
colonial.

Retomando una idea de Stephanie Merrim respecto de la ventriloquia de sor Juana,


a través de ella se expresan, en efecto, las normas de su tiempo (la suya es, en este
sentido, «voz colonizada»291) pero ella es a su vez quien proyecta la voz sobre sujetos
silentes, colocados en un grado inferior de subalternidad292. En un juego festivo
típicamente barroco, el silencio se transfigura así en poliglosia, juego mímico de la voz
que no existe, disolviendo la lengua en hablas híbridas incomunicadas entre sí, haciendo
de la función letrada otra forma del malinchismo que sirvió de puente entre
conquistador y conquistados, imponiendo la «tiranía del alfabeto» a la oralidad del
subalterno. El letrado es así traductor e intérprete, mediador autorizado entre silencio y
palabra, entre habla y norma culta, entre voz y escritura, entre empiria e institución. Es
el que da, ficcionalmente, la voz, mientras negocia a su vez su palabra y su silencio con
los Poderes existentes.

102
El silencio impuesto

«Mulieres in Ecclesiis taceant»

La prédica de sor Juana acerca de la posición de la mujer dentro de la Iglesia es uno


de los mejores ejemplos de la articulación, en la obra de la monja mexicana, de las
cuestiones de la subalternidad sexual, el problema del conocimiento, las restricciones
doctrinarias y la jerarquización institucional.

—184→

En la carta al padre Núñez, sor Juana hace alusión al problema de la educación de


la mujer y al modo en que las costumbres de la época afectan, en este sentido, tanto la
esfera pública como la privada. Las razones que la monja discute enfocan el tema desde
diversos ángulos: ético (al aludir a la supuesta necesidad de salvaguardar la honestidad
femenina impidiendo una excesiva familiaridad con los hombres en lugares de estudio o
de trabajo); filosófico (apuntando al tema del «alma racional» de la mujer); doctrinario
(haciendo referencia a la inexistencia de disposiciones eclesiásticas en contra de los
estudios femeninos y citando ejemplos de mujeres ilustres), práctico (dejando al
descubierto la «lógica del sistema» que «no cuida de lo que no les ha de servir»).

A través de este entramado argumental, que tiene como centro su caso individual
pero que se proyecta hacia una problemática ideológica mucho más vasta, sor Juana
sienta las bases para la elaboración más sistemática y de mayor alcance sobre el tema de
la mujer en la sociedad novohispana, la cual aparece presentada en la carta Respuesta.

Es obvio que la discusión que emprende en este texto contra las interpretaciones
más recibidas de la máxima de san Pablo («Las mujeres callen en las iglesias, porque no
les es permitido hablar») no reviste el sentido de un mero y circunstancial ejercicio
hermenéutico. Por el contrario, aquí sor Juana enfoca un tema reconocidamente
controversial y al que dedicara constantes reflexiones, ya que a través de él se expresa
no sólo su propio conflicto intelectual y humano, sino asimismo muchas de las
contradicciones que afectan a la cultura novohispana en su totalidad.

La máxima paulista es enfatizada especialmente porque implica una restricción


doctrinaria aplicada erróneamente, según la monja se preocupa de demostrar, a la
circunstancialidad concreta de la mujer dentro de la comunidad virreinal, pretendiendo
legitimizar el autoritarismo eclesiástico a partir de una mala lectura de los textos
sagrados.

Es interesante anotar que en la máxima de san Pablo, que se convierte en núcleo de


uno de los principales planteamientos ideológicos de la carta Respuesta, convergen
asimismo las líneas de reflexión que han venido anotándose en este trabajo: la posición
de —185→ la mujer frente al Poder, y el tema del silencio como recurso de
marginalización.

Luego de una enumeración de mujeres doctas que la Iglesia reconociera por su


erudición, Juana intenta probar que la prohibición de los estudios privados carece de

103
base doctrinal, ya que se funda en la errónea interpretación dada a la frase de san Pablo
acerca del silencio de las mujeres en el templo293.

Para comenzar, sor Juana intenta no contraponer silencio/educación, sino


mostrarlos como complementarios, para demostrar la falsa oposición en la que se ha
basado la interpretación tradicional de los textos sagrados vinculados al tema.

Como ella indica, muchos pasajes bíblicos reconocen que el callar es requisito para
el aprendizaje, ordenando el silencio como condición para la concentración y la
absorción de conocimientos, y no como simple vacío de la palabra. Así trae a colación
citas como «Mulier in silentio discat», de la Epístola a Timoteo de san Pablo o el
bíblico «Audi Israel, et tace», en las que «se manda callar porque quien oye y aprende,
es mucha razón que atienda y calle»294. En el mismo sentido, el «Mulieres in Ecclesiis
taceant» se aplica exclusivamente, según la monja, a la predicación y a la lectura
pública, no a los estudios privados, según demuestra la tolerancia y hasta el encomio de
mujeres, canonizadas o no, que han practicado la escritura a lo largo de los siglos295. Sor
Juana indica que consideraría el enseñar «muy desmedida —186→ presunción»; por
otra parte, su propia reivindicación del derecho de escribir es ambigua. Asimismo
señala, en efecto, que «el escribir, mayor talento que el mío requiere y muy grande
consideración», agregando que «lo que sólo he deseado es estudiar para ignorar menos».
Sin embargo, no son sólo razones de estrategia discursiva las que ocasionan esta
derivación de lo particular a lo general.

Las interferencias que señala entre la esfera pública y la privada son múltiples y
extienden el debate a diversos niveles. Por un lado, reconoce la existencia de un silencio
institucionalizado, resultado de la vigencia de un orden jerárquico destinado a controlar
los espacios de intercomunicación e intercambio ideológico, cuyas regulaciones
solamente podrían ser impugnadas debilitando sus apoyos doctrinarios. Aunque,
obviamente, no rechaza la función de la educación como reproductora de la ideología
dominante sí llega a sugerir la necesidad de modificar sus formas de implementación a
través de la activación de sectores sociales como el de la mujer, que podrían integrarse a
la productividad cultural de la sociedad virreinal, quebrando el monopolio patriarcalista
existente y creando un espacio alternativo de acción intelectual296. Por otro lado, intenta
deslindar el silencio que corresponde a la discreción o al pensamiento reflexivo del
coercitivo recurso de «reducción al silencio», mecanismo que operaba como censura
previa y procedimiento de marginalización. Su caso personal se utiliza entonces como
apoyo circunstancial para un desmontaje totalizante que deja al descubierto la calidad
represiva y excluyente del sistema y las formas de manipulación ideológica a través de
las cuales se propiciaba su continuidad. La interesante relación que establece entre los
cuestionamientos que despertaba su creatividad profana y la cuestión de la integración
de la mujer a tareas de enseñanza muestra hasta qué punto la comprensión de la —
187→ monja trascendía las circunstancias de su propia victimización hasta enfocar al
sistema total, en sus excesos y contradicciones.

Persecuciones cotidianas

104
La cuestión doctrinaria no es, sin embargo, la única vertiente de represión y
silenciamiento que sor Juana aborda en la Respuesta. En otras oportunidades se refiere
también a la envidia que acalla, o a las persecuciones cotidianas que terminan por
acorralar el afán de conocimiento, enfrentando así aspectos que reconoce como más
estructurantes en el plano de las relaciones humanas y el intercambio cultural. Menciona
por ejemplo, en la Respuesta, la continuidad de prácticas represivas dirigidas contra el
que se distingue por sus cualidades intelectuales:

Aquella ley políticamente bárbara de Atenas, por la cual


salía desterrado de su república el que se señalaba en prendas
y virtudes, por que no tiranizase con ellas la libertad pública,
todavía dura, todavía se observa en nuestros tiempos, aunque
no hay ya aquel motivo de los atenienses; pero hay otro, no
menos eficaz aunque no tan bien fundado, pues parece
máxima del impío Maquiavelo, que es aborrecer al que se
señala porque desluce a otros. Así sucede y así sucedió
siempre297.

Quizá lo más interesante del párrafo citado sea la interrelación entre el tema del
Poder (con su significativa alusión a Maquiavelo) y el sentimiento mezquino y
cotidiano de la envidia, presentados en una alianza que atraviesa las épocas acercando
hasta su presente la barbarie impía del oscurantismo. Las alusiones de Juana a la
«eficacia» de la represión, la contraposición entre la «libertad pública» y la prerrogativa
privada al cultivo personal, así como la referencia al maquiavelismo como calculada
manipulación de discursos y acciones con vistas a la conquista del poder absoluto,
muestran a las claras hasta qué punto era capaz de relacionar su conflicto social e
interior con la imposición de estructuras de dominación que son —188→
connaturales al tema del absolutismo político y religioso. De esta manera denuncia, en
efecto, la verticalización de prácticas represivas que se manifiestan ya
institucionalizadas, ya entronizadas en las relaciones cotidianas, con el fin común de
uniformizar el pensamiento y las prácticas sociales como modo de asegurar el control
social. Los límites entre en ámbito profano y religioso, el dogma y la experiencia
tienden a diluirse en esta reflexión abarcadora acerca de la manipulación masiva del
pensamiento y el discurso.

Los innumerables «áspides de emulaciones y persecusiones» a que hace alusión en


la Respuesta (los mismos aludidos en la Carta al padre Núñez como los temores,
envidias y recelos con que sus contemporáneos la mortificaban) se equiparan a «aquel
rabioso odio de los fariseos contra Cristo» castigado con la corona de espinas que
atormentaba su cabeza, símbolo de la razón y «depósito de la sabiduría». La meta de
tales persecuciones es el silenciamiento: «Por todo ha sido acercarme más al fuego de la
persecución, al crisol del tormento, y ha sido con tal extremo que han llegado a solicitar
que se me prohíba el estudio»298.

Pero Juana no deja de inscribir su caso particular en la lógica de un sistema de


dominación que si bien ella no impugna en sus bases, reconoce como desviado y
victimizador por naturaleza.

105
La imposición del silencio, los intentos de ataque y neutralización, la reducción del
intelecto a través de la puesta en práctica de la barbarie ateniense que condenaba la
virtud con el ostracismo, son vistos por ella como formas de un autoritarismo que sin
específico signo político o religioso, se impone a través de los tiempos hasta
entronizarse en la cultura virreinal que la rodea. El acallamiento intelectual se une así
tanto a la doctrina como a las manifestaciones más anecdóticas y pueriles de la vida
diaria, en una complicidad ideológica cuyas consecuencias experimenta y denuncia,
aunque los alcances de su mensaje pasen en gran medida inadvertidos en su momento
histórico.

En el caso particular de sor Juana, Octavio Paz se ha referido a los «lectores


terribles» que impusieron a la obra de la monja cortapisas, —189→ restricciones y
convencionalismos, sometiéndola a un régimen de censura permanente, que termina por
interiorizarse.

La prohibición implícita -indica Paz- es la más


poderosa; es lo que «por sabido se calla», lo que se obedece
automáticamente y sin reflexionar. El sistema de represiones
vigente en cada sociedad reposa sobre ese conjunto de
inhibiciones que ni siquiera requieren el asentimiento de
nuestra conciencia299.

La obra de sor Juana es transgresiva pero también apela -y de ahí su primordial


efectividad y proyección histórica- a la complicidad de un lector que pudo y puede aún
decodificar palabras y silencios como anverso y reverso de un mensaje cifrado, cautivo
de las formas impuestas por el entorno, que se filtra por los resquicios del discurso y
permanece más allá del tiempo y el espacio asignados. Su obra, continúa Paz:

[...] nos dice algo pero para entender ese algo debemos
darnos cuenta de que es un decir rodeado de silencio: lo que
no se puede decir. La zona de lo que no se puede decir está
determinada por la presencia invisible de los lectores
terribles [...] La palabra de sor Juana se edifica frente a una
prohibición; esa prohibición se sustenta en una ortodoxia,
encarnada en una burocracia de prelados y jueces. La
comprensión de la obra de sor Juana incluye la de la
prohibición a que se enfrenta esa obra. Su decir nos lleva a lo
que no se puede decir, éste a una ortodoxia, la ortodoxia a un
tribunal y el tribunal a una sentencia300.

Si sus contemporáneos percibieron en su voz «la irrupción de la voz otra» es


porque supo jugar con la frontera de lo decible y desafiar los límites del Poder y sus
instituciones.

El silencio impuesto, asociado a los conceptos de dogmatismo, censura y


marginalización, es, en efecto, el gran tema no sólo de sor Juana sino de la cultura

106
barroca virreinal, en la que el pensamiento —190→ crítico se va abriendo paso por
los resquicios del absolutismo imperial y el pensamiento contrarreformista. Estética de
contrarios, de celebración del Poder y reivindicación criolla, de impugnación y
autodefensa, de fe y razón, la discursividad barroca es una instancia crucial en la
búsqueda de una identidad social diferenciada, donde el sujeto se asoma a su condición
humana y social a través de la toma de conciencia en las contradicciones inherentes al
régimen colonial.

El silencio es, en este sentido, símbolo dual de la represión de la palabra y de sus


potencialidades liberadoras, aspectos que la escritura de la monja revela en toda su
tensión y dramatismo.

Benassy-Berling ha indicado que sor Juana puede ser considerada «un predicador
reprimido»301, ya que en efecto sus obras manifiestan una clara voluntad de incidir en
asuntos tanto prácticos como de interpretación religiosa, tendencia que ella inhibe, las
más de las veces, adecuándose a las restricciones existentes.

El silencio de las mujeres en el templo es entonces mucho más que un recurso


argumentativo o una instancia más en la tradición de marginalización femenina y
monopolio hermenéutico. Es una materialización del tema del Poder, una impugnación
del régimen de institucionalización cultural y un recurso para el abordaje del tema del
conocimiento que ocupaba un lugar central en el pensamiento de sor Juana Inés de la
Cruz302.

El silencio como autocensura

No todos los silencios de Juana son, sin embargo, resultado directo de restricciones
explícitas, derivadas de la autoridad o la doctrina. En múltiples casos el silencio se
asume como interiorización de la censura impuesta por la cultura de la época,
incorporada bajo la forma —191→ de una serie de limitaciones entendidas casi como
connaturales al pensamiento y al discurso.

En este sentido, los «enmudecimientos», «balbuceos» e «insinuaciones»


mencionados en la carta Respuesta, así como los constantes reclamos de «ignorancia» e
«ingenuidad» que marcan el texto de la monja mexicana ilustran por un lado, es cierto,
el previsible tópico de lo indecible. Pero al mismo tiempo remiten a un silencio que es
resultado de la autocensura, y que sor Juana revela a veces incisivamente, fiel a su
concepción del valor sugestivo e indicial de la palabra: «Dejen eso [el ejercicio de las
letras] para quien lo entienda, que yo no quiero ruido con el Santo Oficio, que soy
ignorante y tiemblo de decir alguna proposición malsonante o torcer la genuina
inteligencia en algún lugar»303.

Las constantes referencias que aparecen en la carta Respuesta, a la «positiva


repugnancia» («natural repugnancia» dice en la Carta al padre Núñez) que causaba a sor
Juana la creación literaria, a la cual sólo accedía «violentada y forzada», manifiestan su
constante esfuerzo de inhibición del impulso creativo, el cual la monja trata de desplazar

107
fuera de la órbita de su libre albedrío, indicando que «el escribir nunca ha sido dictamen
propio sino fuerza ajena», «natural impulso que Dios puso en mí».

El impulso divino parece indicar, según sus palabras, el camino de la palabra


poética, es decir la cancelación del silencio que implica la abstención creativa, a la cual
el orden dogmático quería limitarla. La autodefensa de Juana consiste en demostrar que
esa condena al silencio cancela la palabra como indicio del pensamiento y, en última
instancia del conocimiento, ya que palabra, creatividad, conocimiento y razón aparecen
en su obra como elementos íntimamente relacionados304.

—192→

El silencio autoimpuesto no aparece en sor Juana, sin embargo, sólo como un


mecanismo de interiorización de la censura institucionalizada, surgido como respuesta a
los ataques de sus contemporáneos ante su creatividad profana. El tema es presentado
también, de manera más amplia, como un elemento propio de la cultura de su época, la
cual es impugnada por la monja, como se ha señalado anteriormente, tanto en el nivel
público como en sus repercusiones cotidianas. Así se refiere Juana, por ejemplo, a las
primeras lecciones recibidas en su infancia sin la autorización de su madre, a quien la
maestra ocultara los progresos de la niña. Juana agrega «y yo lo callé, creyendo que me
azotarían por haberlo hecho sin orden». El silencio aparece ejercido ya, tan
tempranamente, como mecanismo espontáneo de autoprotección ante un sistema
represivo que coartaba su voluntad de aprendizaje y obligaba a los artificios del
ocultamiento, el engaño y el disfraz.

Pero también existe en ella la convicción de que la palabra no constituye la única


ruptura posible del silencio, ya que en última instancia la voz muda comunica también,
a través de diversos recursos, contenidos poderosos y ocultos. Aparece así un silencio
lírico que sugiere por medio del no-decir, o en el que la palabra está sustituida por una
«estética del llanto» que manifiesta sentimientos que no se verbalizan.

En su poema «Oyeme con los ojos/ ya que están tan distantes los oídos» el hablante
lírico intercambia las percepciones elaborando la distancia del destinatario. Si los oídos
recogen solamente silencio, los ojos pueden apropiarse de la escritura como voz
sublimada en letra y eco, donde la pluma llora la ausencia del amado:

Óyeme con los ojos,


ya que están tan distantes los oídos,
y de ausentes enojos en ecos,
de mi pluma los gemidos;
y ya que a ti no llega mi voz ruda,
óyeme sordo, pues me quejo muda305.

—193→

108
La queja silenciosa, imperceptible, llama a una empatía por la cual el amado pueda
captar visual y emocionalmente la voz que no se emite. En otros casos, en el contexto
lírico la palabra es simplemente insuficiente y la «retórica del llanto» sustituye a la
voz306. El «líquido humor» de las lágrimas busca lograr la persuasión que el lenguaje no
alcanza:

Esta tarde, mi bien, cuando te hablaba,


como en tu rostro y tus acciones vía
que con palabras no te persuadía,
que el corazón me vieses deseaba;
y Amor, que mis intentos ayudaba,
venció lo que imposible parecía:
pues entre el llanto, que el dolor vertía,
el corazón deshecho destilaba.
Baste ya de rigores, mi bien, baste;
no te atormenten más celos tiranos,
ni el vil recelo tu quietud contraste
con sombras necias, con indicios vanos,
pues ya en líquido humor viste y tocaste
mi corazón deshecho entre tus manos307.

La materialización del dolor que puede verse y tocarse llena efectivamente el vacío
dejado por la ineficacia de la palabra. El llanto, y no la voz, es aquí el rótulo que se pone
al silencio para que éste hable directamente, sin mediación verbal, al corazón del
amado.

Pero este recurso, que muestra la expresividad del sentimiento rebasando la


elocuencia de la palabra, es exclusivo del universo lírico. No hay lágrimas en sus textos
epistolares, donde palabra y silencio se esgrimen como procedimientos discursivos
insustituibles para el ejercicio del pensamiento crítico. Quizá el llanto es, en ese
contexto preeminentemente intelectual e ideológico, el recurso expresivo autocensurado
que se sublima en razones y ardides en el proceso de producción de significados.

—194→
El silencio final

Seguramente uno de los más enigmáticos silencios sorjuaninos es el acallamiento


final de la voz de la Décima Musa, cuyo misterio recién empieza a disiparse gracias al
descubrimiento de nuevos documentos. Durante muchos años se aceptó la idea de que
en sus últimos años mucho tiempo se concentró en la práctica de la caridad y en
ejercicios espirituales abandonando toda productividad intelectual y desprendiéndose de
su biblioteca e instrumentos musicales, en un gesto de simbólica (y quizá obligatoria)
purificación.

109
Diego Calleja, biógrafo de sor Juana, afirmó en sus escritos sobre la monja que en
1693 ésta reiteradamente reafirma, en líneas firmadas con su propia sangre, como era
habitual en documentos de esa naturaleza, sus votos de devoción a la Virgen María,
entrando, como expresara Tavard, «[...] en el silencio preñado de la acción»308.
Renunciamiento personal al mundo y al saber profano, abstención literaria, labor
misionera, parecieron ser así las líneas a través de las cuales se habría efectuado el
autocastigo y la renovación de la fe, en un contexto de silencio en el que se conjugaron,
en una especie de implícita complicidad final, la esfera pública y la privada. La ausencia
de palabra pareció fundir así renunciamiento y represión, espiritualidad y
remordimiento.

Como en las fuentes que nutrieron el Neptuno Alegórico, el silencio es atributo


divino, pero también virtud humana, símbolo de la discreción y la renuncia, misterio y
repliegue de la interioridad, signo que apunta a las totalidades sumergidas que la voz no
puede o no debe penetrar. Es también una renuncia a la contemplación del propio rostro
y a la música de la voz personal, recordando la profecía de Tiresias de que Narciso sólo
puede sobrevivir si deja de perseguir su imagen309. Desde esta perspectiva, el silencio
final de la monja fue interpretado como un tributo y una ofrenda, destinados a reafirmar
el voto eclesiástico por encima de cualquier otro interés mundano. —195→ Las
fuerzas institucionales que rigieron el contexto barroco de la Décima Musa parecieron
entonces doblegar el impulso personal y retomar control sobre un campo cultural
asediado por los avances del pensamiento crítico y la pasión profana. Como en ondas
concéntricas, la remisión de la voz pareció irradiarse a todos los espacios conectados
cultural y políticamente con la monja, llegando a constituir en torno suyo un cerco de
misterio que se proyectó como uno de los más intrigantes vacíos crítico-historiográficos
que registra el discurso crítico colonial.

Como ha indicado Benassy-Berling, «[...] el silencio final de sor Juana tiene algo
de fascinante» tanto a nivel individual como colectivo: «La jerónima no sólo guarda
silencio, sino que la capital del virreinato, tan conversadora y devota, no dejó a la
posteridad ningún comentario acerca de la conversión de su "Décima Musa"»310.

Benassy-Berling elabora extensamente sobre «el silencio de la ciudad»,


preguntándose cómo era posible que los lectores de sor Juana no reclamaran ante el
repliegue creativo de una autora cuyos dos tomos de obras publicadas habían alcanzado
siete ediciones en cinco años en España, haciendo de ella, como indicara Alatorre, uno
de los best-sellers de la época311. Dedicada a las misiones piadosas y a la penitencia, la
Décima Musa se retrae en la modestia y la reclusión, particularmente a partir de 1692,
fecha en la que la mayor parte de los críticos tendieron a situar el viraje más radical en
la situación de la monja312.

En opinión de Benassy-Berling, ese cambio tan súbito y profundo en la


productividad y conducta de sor Juana no fue elaborado extensamente (ni registrado)
por sus contemporáneos, probablemente por sentimientos de oculto resentimiento e
incomprensión que hicieron de su silencio y el de sus coetáneos una experiencia
especular, conceptualmente inapresable.

—196→
Si aparentemente los compatriotas de la jerónima ya no
se interesan por ella, probablemente sea porque ella no

110
practica flagelaciones espectaculares, ni hace milagros; no es
el ideal que la imagen del público tiene de la penitente, no
cuadra con las normas inconscientes del pueblo. El silencio
de los contemporáneos es no sólo la expresión de un
despecho que no se atreve a hablar en voz alta sobre una
musa que se puso en huelga, sino también el reflejo de una
incomprensión, de un divorcio fundamental y, sin duda, de
una decepción. La ausencia de palabras manifiesta
elocuentemente la imposibilidad de lenguaje, consecuencia
de la inadecuación de la poetisa a su época313.

Es como si en los años finales de la monja, los silencios impuestos y asumidos


durante toda su vida se hubieran sumado en uno, individual y colectivo, marcado por
rótulos ambiguos, que sólo permitieron elaborar interpretaciones probables y
aproximadas.

Según Margarita Peña, los cuatro últimos años de la vida de Juana constituyeron
una agonía causada por la represión intelectual de que era objeto: «De hecho, la peste no
es sino el punto final de una muerte por inanición intelectual»314.

Para Paz, «En el caso de sor Juana hubo de todo: ansia de reconciliación con los
poderes eclesiásticos y ansia también, no menos intensa, de escapar del cerco de
aquellos prelados terribles. Además y sobre todo: miedo, mucho miedo»315.

La hipótesis del miedo es, sin embargo, relativizada por otros críticos, que vieron
en algunos hechos, como la compra que efectúa sor Juana de su «celda» (varias
habitaciones en el monasterio de San Jerónimo en fecha posterior a la Respuesta a sor
Filotea y a la publicación de los polémicos «Villancicos a santa Catarina») así como en
inversiones de dinero realizadas por la monja y registradas en 1691, pocos indicios de
que las persecuciones se hubieran incrementado hasta el punto de anular completamente
toda actividad mundana —197→ en la vida de Juana316. Parece más plausible, como
indica la autora francesa, que haya repercutido sobre sor Juana el clima de penitencia
que dominaba en México luego del gran motín de 1692317. Según esta hipótesis, se
habría tratado más bien de una interiorización de la censura que habría erosionado desde
adentro la praxis cultural y creativa de la monja.

Sin embargo, hallazgos más recientes que los que dieron pie a las especulaciones
antes mencionadas acerca de los años finales de sor Juana relativizan hoy la dimensión
y significado asignados hasta ahora a su silencio final. En contribuciones recientes al
debate sorjuaniano, Elías Trabulse ha aportado datos y documentos fundamentales para
el desciframiento de esta etapa final en el periplo de la Décima Musa.

En el marco de los múltiples eventos culturales con que se conmemoraron los


trescientos años de su desaparición el erudito mexicano dio a conocer algunos
documentos y estudios, actualmente en prensa, que iluminan esa etapa intrigante del
ciclo vital y creativo de la jerónima. Se ha aludido ya al manuscrito de 1691 en el que
Serafina de Cristo aportara a la «guerra de las finezas» su irónica sonrisa disfrazada tras
el seudónimo pero revelada en el trazo de la rúbrica, en las referencias directas a los

111
sucesos y detalles que rodearon a la publicación de la Carta Atenagórica, pero sobre
todo, en el genio e ingenio desplegados en la composición. Además de este texto
fundamental, documentos hallados por Teresa Castelló y presentados en noviembre de
1996 en la Universidad del Claustro de sor Juana mencionan, amén de una serie
importantes de volúmenes dejados por ella en testamento a su familia, la existencia de
más de quince legajos que incluirían versos inéditos místicos y profanos producidos en
el periodo en cuestión, los cuales invalidan la idea de que sor Juana habría renunciado
completamente a la creación y la escritura como consecuencia de las crecientes
presiones ejercidas por sus perseguidores eclesiásticos. Según Trabulse, la monja habría
sido objeto de —198→ una causa episcopal que resultara en el decomiso de sus
libros y otros artículos personales, instancia de la que parece haberse recuperado, al
menos parcialmente, dada la adquisición de materiales bibliográficos y la producción
literaria a que aluden los documentos encontrados por Castelló318. Todo lo cual indica
que el silencio final de la monja debe ser revisado y reelaborado por la crítica, que
durante tanto tiempo interpretó sus propias carencias documentales voluntaristamente,
creyendo ver en el vacío historiográfico una instancia simbólica consistente con el
tópico barroco de la palabra enmudecida, tan ejemplarmente materializado en la obra y
en la peripecia vital de la monja mexicana.

112
—199→

Colonialismo y construcción de la nación criolla en sor


Juana Inés de la Cruz
En múltiples sentidos la cultura del Barroco constituye en América una etapa
transicional, tensionada no solamente por las contradicciones inherentes al sistema total
del que deriva, sino también por la pulsión impuesta por una sociedad que va
adquiriendo progresivamente su propia dinámica, dependiente y a la vez diferenciada de
los centros metropolitanos.

Descrita muchas veces como una cultura bifronte, que mira a un tiempo a España y
a sus propias raíces americanas, a la tradición renacentista y a la modernidad, a la
escolástica y al racionalismo, a las estructuras residuales del medievo y al capitalismo
naciente, la cultura del Barroco se debate en polaridades que siendo genuinamente
propias del espacio y el tiempo americanos, subsumen también los particularismos
regionales y epocales en el campo mayor de la problemática del colonialismo que, con
variantes que no es del caso analizar aquí, ha afectado al continente en todas las etapas
de su historia.

Ni esa condición jánica del Barroco americano, ni su asimilación a las más


modernas teorías sobre el colonialismo cancelan la importancia puntual de las síntesis
ideológicas o culturales que el Barroco de Indias elabora como resolución coyuntural de
los antagonismos que se plantean en su interior. Más bien permite valorar con mayor
cabalidad el repertorio de procedimientos y respuestas que van articulando la dialéctica
colonial y afirmando a nivel continental su cualidad fundacional.

Quizá la paradoja principal del Barroco sea justamente la de constituir a la vez una
totalidad diferenciada, sólida y coherente, y —200→ un cuerpo que revela las líneas
de fracción por las que habría de escindirse la propia cosmovisión que lo sostiene.

Frente a la dispersión de la épica conquistadora, diversificada en el protagonismo


colonizador, la usurpación territorial y el saqueo espiritual y material del Nuevo Mundo,
la época barroca instaura a través de la urbanización, el monumentalismo cultural y la
institucionalización político-administrativa la lógica de una sociedad que exhibe y
celebra los privilegios del Poder. En efecto, la consolidación del aparato político,
burocrático y religioso produce en América nuevas centralizaciones y,
consecuentemente, nuevas periferias, que reproducen a nivel colonial las dinámicas
metropolitanas, agregando las que son privativas de las nuevas formaciones sociales de
ultramar.

Los distintos sectores que componen la sociedad americana van elaborando


progresivamente sus propias agendas, y mucho antes de que el separatismo cristalice en
proyectos emancipatorios, comienza a elaborarse en el imaginario colonial la utopía de
la nación criolla.

Los términos de patria y de nación, frecuentes en el discurso de la época, no evocan


entonces, obviamente, el mismo referente ni poseen las mismas connotaciones que les
asignamos hoy en día, pero remiten a nociones que van integrando progresivamente las

113
ideas de territorialidad, lugar de nacimiento, autogestión, así como los ideales de
consenso, integración popular y legitimación institucional que encontraremos siglos
después en el imaginario nacionalista.

El paso del concepto de súbdito al de ciudadano no implica, como fue el sueño de


tantos ideólogos de la emancipación, un corte radical, ni una cancelación de estructuras
sociales o de mentalidades. En el mismo sentido, la idea del «pacto social» tan propia
del pensamiento iluminista surge como prolongación de los ideales de ecuanimidad y
conciliación que vinieran ensayando desde siglos atrás las elites letradas de la Colonia.

A partir de la Independencia, el paternalismo estatal y el autoritarismo de las elites


presentan muchos de los rasgos que caracterizaran al absolutismo monárquico y, como
es sabido, la Iglesia renuncia poco, mal y tarde a sus privilegios civiles y económicos.
El paso de la sociedad de castas a la estratificación de clases de la nación —201→
burguesa y liberal tampoco cancela la desigualdad o la marginación, y a nivel cultural,
la «tiranía del alfabeto», legitimada por la legalidad republicana inaugura nuevas formas
de subalternidad, que se suman a las que se implantaran con la Conquista. Sin embargo,
y a pesar de estas continuidades históricas, paradójicamente, los nuevos mitos del
nacionalismo y la modernidad a través de los cuales América se inserta en el contexto
occidental que se habían engendrado gradualmente durante el lento proceso de la
desagregación colonial, bajo los auspicios de la cultura que más orgánicamente
estuviera destinada a la celebración colonialista.

Por su inserción histórica, la obra de la monja mexicana se sitúa entre las etapas
que conducen a la consolidación del proyecto imperial en América y las que avanzan
hacia la fragmentación definitiva de los conglomerados coloniales y la emancipación
nacionalista. Por lo mismo, sus textos participan a la vez del ideario que legitima la
Conquista y la Guerra Santa como camino hacia la persuasión catequizadora, y de los
incipientes principios de reivindicación americanista que cristalizarían siglos después en
los proyectos alentados por los intereses comerciales de los criollos que se ven
representados en las nuevas ideas impulsadas por el Iluminismo.

En la cúspide de la discursividad barroca, la obra de sor Juana documenta como


ninguna otra la existencia de elementos que desde nuestra perspectiva actual podemos
interpretar como proto-nacionales, sin llegar a caer por eso en el anacronismo de
adjudicar a su trabajo una cualidad visionaria que traicionaría las bases de una
interpretación histórica.

De sus textos no sólo se desprende una visión de América como territorio usurpado
y explotado por los poderes imperiales. También se revela la existencia de una voluntad
de exploración critico-ideológica de los discursos que legitiman el statu quo y de las
bases reales de la autoridad y sus relaciones con el Poder. Asimismo su obra exhibe las
fracturas que provocan la marginación de sectores sociales por razones de sexo, raza o
casta, y la voluntad de indagar, aunque fuera desde el terreno simbólico de la literatura,
en la conciencia colectiva, proponiendo a través del juego de la carnavalización y la
parodia, fórmulas de confluencia social o, por el contrario, proyectos de escisión —
202→ simbólica de los núcleos sociales e ideológicos sobre los que se afirmaba la
sociedad novohispana.

114
En muchos de sus textos, sor Juana se refiere a los aspectos políticos, militares y
doctrinales que se articulan en la praxis conquistadora. Al mismo tiempo, su obra
incluye múltiples referencias a la situación de los estratos populares, al despojo de
América, la incomprensión de sus tradiciones y el sincretismo que resultara de la
transculturación imperial.

Sin embargo, todas estas referencias han sido en general interpretadas como piezas
de un conjunto ideológico más bien circunstancial y fragmentario, que no rebasaría los
parámetros de un humanismo cristiano primordialmente pacifista que ocasionalmente
elabora, en el estilo lascasiano, sobre los excesos de la violencia y lo que hoy
llamaríamos el «costo social» del adoctrinamiento.

En mi opinión, la obra de la monja puede ser proyectada, sin caer en ninguna


violencia historicista, sobre las etapas que la suceden, si aceptamos que en ella se
conjugan los emergentes elementos que constituirían una conciencia social diferenciada,
esencialmente -filosóficamente- contrahegemónica y antiautoritaria, hasta donde es
posible admitirlo dentro de los parámetros históricos de su tiempo.

En este trabajo traeré, a manera de ejemplo, algunos de los textos de sor Juana,
como ilustración de estos aspectos que, leídos desde nuestra perspectiva actual,
permitirán descubrir los gérmenes de una mentalidad anticolonialista y pre-
emancipatoria en la obra de esta mujer criolla que, en tantos sentidos, se adelanta a la
historia.

En lo económico, sus textos dan evidencia de su conciencia de América como


territorio despojado cuya riqueza alentó las más bajas pasiones y los más radicales
métodos de usurpación los cuales, siguiendo la lógica del mercantilismo metalista,
fueron tradicionalmente legitimados con el argumento de la conversión cristiana.

Sólo a modo de ejemplo, su conocido romance a la Duquesa de Aveyro inserta


varias estrofas dedicadas a establecer su posición de discurso, aun a costa de romper,
como dice, en «dos cabos» el discurso que debe recuperar luego de la digresión
autorreferencial. Esas —203→ estrofas hacen directa alusión al tópico de la América
fecunda, pero con especial énfasis en la depredación colonialista:

Que yo, Señora, nací

en la América abundante,
compatriota del oro,
paisana de los metales,
adonde el común sustento
se da casi tan de balde,
que en ninguna parte más
se ostenta la tierra Madre.
De la común maldición
libres parece que nacen
sus hijos, según el pan

115
no cuesta al sudor afanes.
Europa, mejor lo diga,
pues ha tanto que, insaciable,
de sus abundantes venas
desangra los minerales319.

Junto al tópico de la cornucopia americana, la contraposición con Europa plantea


los términos de una relación de poder/subyugación que lejos de estar naturalizada con
argumentos religiosos se fortalece críticamente cuando el tema de la evangelización es
tocado. La adquisición de riquezas es para el usurpador una carga que lo conduce a
separarse de su patria («olvidar los propios nidos,/ despreciar los patrios Lares!»)
constituyendo un peso que le impide la elevación espiritual:

Que para volar segura


de la Religión la nave,
ha de ser la carga poca,
y muy crecido el velamen
—204→
porque si algún contrapeso
pide para asegurarse,
de humildad, no de riquezas,
ha menester hacer lastre320.

Pero quizá el sesgo más agudo y personal esté más que en la argumentación
anticolonialista per se, en el giro retórico de auto-autorización: «Europa, mejor lo diga,/
pues ha tanto que, insaciable...» (subrayado mío) donde se marca el instante de
reflexión que separa el silencio de la palabra, inclinando la balanza hacia la necesidad
de la denuncia ante la larga historia de despojo colonialista.

Sor Juana habla desde una posición de discurso donde la falsa modestia personal
(«De nada puedo serviros, Señora, porque soy nadie») minimiza su condición individual
resaltando en cambio su condición social, colectiva, a través de la referencia a su lugar
de origen: esa América de venas abiertas desangrada por la metrópolis, desde la que la
monja habla como letrado colonial, «[...] con pluma [mojada] en tinta, no en cera»,
como especifica en su romance.

En el plano político, la obra de la monja presenta temas vinculados a la


constitución del Estado y la legitimidad del Poder, adelantando en varios sentidos lo que
serían conceptos del discurso ilustrado, que se encuentran ya en germen en algunas

116
elaboraciones de su época, que ella sabe leer y articular en textos que, rindiendo tributo
a la paradoja barroca, se destinan a la celebración de las autoridades de turno.

En el discurso de Teseo, en el primer acto de la comedia Amores más laberinto -


representada en 1689 en celebración del cumpleaños de Gaspar de Silva, conde de
Galve, recientemente llegado a la Nueva España- el príncipe ateniense exalta ante
Minos su condición militar por encima de su sangre real, y se refiere al tema de la
igualdad originaria de todos los hombres y a las razones por las cuales los individuos se
sometieron voluntariamente a las jerarquías sociopolíticas sobre las que se funda el
sistema de dominación estamental. Las condiciones de esclavitud y vasallaje aparecen
cuestionadas en su —205→ discurso como ajenas a la razón ya que no se apoyan en
ninguna superioridad natural. Como indica Teseo, los primeros

[...] que impusieron en el mundo


el dominio fueron los hechos,
pues siendo todos los hombres
iguales, no hubiera medio
que pudiera introducir
la desigualdad que vemos,
como entre rey vasallo,
como entre noble y plebeyo.
Porque pensar que por sí
los hombres se sometieron
a llevar ajeno yugo
y a sufrir extraño freno
si hay causas para pensarlo
no hay razón para creerlo...321

La distinción entre pensar y creer introduce la diferencia entre pensamiento


deductivo y pensamiento crítico. Si la causalidad revela una secuencia que va de la
observación a la adopción de determinadas conclusiones (por ejemplo, que los hombres
de por sí se sometieron a las jerarquías que se observan en la sociedad) la razón, en
tanto cualidad intelectiva crítica exige un nivel de cuestionamiento lógico-filosófico que
recién será impuesto con la heterodoxia de la modernidad, en cuyo marco se concluirá
en que sólo la fuerza y los intereses de clase sustentan los privilegios que comienzan
con la constitución del Estado.

Como indicara Octavio Paz, la comedia de sor Juana sigue en este aspecto la línea
de pensamiento de los neotomistas españoles (Vitoria, Suárez, Molina) quienes
«inmersos en la gran controversia de la Reforma y la Contrarreforma, son los
fundadores del moderno constitucionalismo que ve en la voluntad popular la fuente
legítima del poder estatal»322 abriendo una línea de reflexión político-filosófica —
206→ mucho después representada en las ideas de Hobbes, Rousseau y otros
pensadores iluministas.

117
Pero al mismo tiempo las ideas de la delegación voluntaria del poder y el principio
implícito del consenso social elaboradas por los teólogos españoles como explicación de
la constitución política del estado son sustituidas por sor Juana por la idea de «la fuerza
como factor que hace posible el salto de la sociedad natural a la sociedad política»
desviando así la elaboración filosófica presente en el parlamento de Teseo hacia un
terreno que entraba «en contradicción manifiesta con las doctrinas prevalecientes en su
época»323. Ningún argumento religioso fortalece aquí la legitimidad de la monarquía,
proponiendo así praxis política y pensamiento religioso como esferas diferenciadas, en
cada una de las cuales rige una legalidad propia. El razonamiento lógico reforzado por
la selección léxica del parlamento (el uso de verbos como pensar, creer, inferir) se
contrapone a la naturalización autoritaria de las estructuras de poder introducidas en una
sociedad originariamente igualitaria:

De donde infiero, que sólo


fue poderoso el esfuerzo
a diferenciar los hombres,
que tan iguales nacieron,
con tan grande distinción
como hacer, siendo unos mesmos,
que unos sirvan como esclavos
y otros manden como dueños324.

La distancia que media entre «rey y vasallo», «noble y plebeyo» escala hasta la de
«esclavo y dueño» en una peligrosa equiparación que aproxima la legitimidad
consensual de la monarquía al sistema de servidumbre que sor Juana critica, con
argumentos reivindicativos, en muchos otros textos. Si la igualdad es un estado natural,
también lo es la rebeldía ante la violación de aquel estado. En la Carta Atenagórica
dirá, para ilustrar esa natural resistencia a la dominación —207→ y la subalternidad;
«¿qué nuera no aborrece a su suegra, qué criado no es necesario enemigo de su
dueño?»325.

Ella misma, que tantas veces se identifica como «esclava» de sus superiores
eclesiásticos o nobiliarios, y que tanto impugna a la autoridad por sus excesos, evoca
nostálgica aunque realistamente el estado natural de igualdad que fuera reemplazado por
el «ajeno yugo» y el «extraño freno» de la jerarquización sociopolítica pero no para
reivindicar los valores heroicos sobre los civiles, ni el estado natural sobre las
instituciones, sino para llamar la atención sobre las desviaciones del poder como algo
quizá inherente a la condición del ser humano como animal político, y a la necesidad de
dirigir intelectivamente (filosófica y críticamente) el proceso de su politización.

Como Paz reconoce, los argumentos de Teseo, en los que José María Vigil viera
«una vaga prefiguración de las [ideas] de Hobbes» quedan sin refutación en la comedia
y probablemente también en la sociedad que festeja el talento e ingenio de la monja326
como si no hubiera habido palabras con las que contrarrestar el discurso del ateniense,
ni voluntad de entrar en la polémica que se enfocaría en los fundamentos mismos de la

118
sociedad estamental. Aunque sea en el marco de la ficción, las palabras que la monja
coloca en boca de Teseo comunican «ideas de un realismo desolador», y resultan
insólitas para su época. Quizá haya que ver aquí esa condición de arbitrista que se
adjudica el letrado con tanta frecuencia el letrado criollo, consciente de que su
mediación entre pueblo y poder no sólo podía ser una gran contribución en el diseño
político ideológico de la sociedad civil, sino asimismo que tal posicionalidad fortalecía
su papel dentro del ámbito de la ciudad letrada327.

Desde el punto de vista religioso, la obra de la jerónima alude extensa y


polémicamente a los temas de la Guerra Santa, las equivalencias —208→ entre
cosmovisiones religiosas que terminan por acercar prácticas y rituales religiosos de bien
diverso enclave cultural y, en general, sobre la interacción de elementos político-
religiosos en el imaginario de su época.

Se ha elaborado suficiente crítica acerca del pacifismo humanista de la monja, y de


sus alegatos en favor de los desposeídos y explotados de la Nueva España, así como a
propósito de las posibles fuentes que pudieron haber nutrido en este aspecto su obra.
Aunque la falta de documentación limita en muchos sentidos las conclusiones con
respecto a las vertientes que ella utilizara, es por lo menos obvio que la Décima Musa
opera dentro de un horizonte cultural que legitimaba la Conquista como expansión
territorial y como universalización de la fe sin ocultarse ya las contradicciones y
excesos de la praxis imperial.

Junto a la representación de las fuerzas conquistadoras españolas, sor Juana provee


en muchos textos también una visión de los vencidos, que no sólo compensa la visión
hegemónica sino que además propicia una praxis crítico-interpretativa del colonialismo
en la que se funden argumentos políticos y religiosos.

En el «Argumento del Quinto Lienzo» del Neptuno Alegórico, su autora menciona,


por ejemplo, la referencia que aparece en la Monarquía indiana de Torquemada en
cuanto a la visión que «los bárbaros indios» habrían tenido de los conquistadores
españoles como Centauros amenazantes y todopoderosos. Basándose en la
Centauromaquia de Antímaco y en la Bibliothecae de Apolodoro, sor Juana justifica la
importancia de Neptuno como símbolo del Marqués de la Laguna, ya que el dios del
mar y del silencio es el que recibe y protege a los Centauros que huyen de la crueldad de
Hércules. Los Centauros, «hijos de la preñez de una nube», como indica la monja
siguiendo a Virgilio, se asimilan a la estirpe divina que los indios reconocieran en los
conquistadores, venidos del cielo y del mar, con cuerpo híbrido, mitad hombre mitad
caballo. La imagen del Centauro, que es recurrente en las representaciones del
conquistador, canaliza un perspectivismo que incorpora a la valoración de la conquista
las ideas de la interpretación y del conocimiento del conquistado, es decir la existencia
de una posición epistemológica constitucionalmente distinta a la —209→
hegemónica que reduce el universalismo de la verdad del dominador. Este
perspectivismo se expande en otros textos.

En efecto, si las imágenes de la Centauromaquia rinden tributo a la épica


conquistadora, otras menos celebratorias que las que adornan el Neptuno Alegórico, sin
disminuir el heroísmo bélico, problematizan la Conquista como empresa y proyecto
colectivo, en textos que se articulan sobre el contraste de posiciones y figuras que
dramatizan los argumentos y procedimientos en que se apoya la praxis colonialista.

119
En la «Loa para el auto sacramental de El Divino Narciso» las figuras de América,
«India bizarra» adornada «con mantas y cupiles» y la de Occidente, presentado como un
«Indio galán, con corona» forman una pareja que dialoga con la Religión y el Celo
sobre el tema de la conversión americana. La segunda pareja, a través de la cual se
teatraliza el proyecto catequizador del Imperio, expone las alternativas de la fuerza
versus la «suavidad persuasiva» (en palabras de América, las armas «corporales» versus
las «intelectivas») que terminan ganando la batalla.

Al margen de la solución pacifista de corte lascasiano que propone la loa, lo


importante es más bien la estrategia discursiva a través de la cual se resuelve la disputa,
y los términos por medio de los cuales América expone su posición de territorio
subyugado328.

En primer lugar, el giro principal de la argumentación dramatizada se sitúa, a mi


juicio, en la figura de la Religión, que reconoce en el dios de la fertilidad una
representación figurada de la deidad cristiana. Recurriendo a las palabras de Pablo, la
Religión disuelve la disputa con el silogismo de falsa oposición:

No es Deidad nueva,
sino la no conocida
que adoráis en este altar,
la que mi voz os publica329.

—210→

La deidad inmaterial, proveedora de bienes y protectora de la fecundidad que


asegura la vida, es la misma, con diferente nombre, en el contexto de la paganidad o en
el de la cristiandad.

Debemos recordar, sin embargo, que el «dios de las semillas» al que alude la loa se
refiere directamente al rito del Teocualo (palabra que significa «dios comido») descrito
por Torquemada, el cual era celebrado por los aztecas el 3 de diciembre de cada año, y
que consistía en la adoración del dios Huitzilopochtli, cuya imagen se formaba como un
compuesto de granos y semillas amasadas con sangre de niños sacrificados, mezcla que
era comida por los fieles una vez que la figura del dios era derribada a flechazos por los
participantes de la fiesta pagana. Este ritual basado en el sacrificio humano, lejos de ser
visto como portador de elementos satánicos, es equiparado a los rituales de la
cristiandad (como en la «Loa para el cetro de José») en una conciliación insólita pero no
infrecuente dentro del marco del universalismo sincrético tan explorado en la Colonia.
Por un camino diverso al recorrido por Sigüenza y Góngora en su Teatro de las virtudes
políticas, sor Juana también propone la continuidad México-Tenochtitlán siguiendo la
línea del universalismo jesuita que rescata la continuidad histórica entre su época y el
periodo prehispánico, reformulando así la idea de tradición en una práctica sincrética
característica en el imaginario criollo330.

120
De esta manera, convirtiendo el antagonismo en diferencia en la loa para «El
Divino Narciso» el arma intelectiva resuelve la disputa. La Retórica gana, en realidad, la
batalla, al asignar a la cosmovisión del dominado un saber diferente, desde el que se
concreta una posición de discurso que legitima las conclusiones a las que llega el
contingente agredido.

En el transcurso de la teatralización de la loa, el par americano invoca


reiteradamente el argumento de la falta de conocimiento de los métodos y objetivos
imperiales.

—211→

Occidente:

¿Qué gentes no conocidas


son estas que miro, Cielos!
que así de mis alegrías
quieren impedir el curso?

Y América:

¿Qué Naciones nunca vistas


quieren oponerse al fuero
de mi potestad antigua?331

oponiendo a la legitimidad de la tradición prehispánica el atropello de las


«advenedizas naciones» europeas.

Dirigiéndose al Celo militar, Occidente interroga, en una referencia a los


requerimientos que simbolizan la violencia epistemológica de la Conquista:

¿Qué Dios, qué error, qué torpeza


o qué castigos me intimas?
Que no entiendo tus razones
ni aun por remotas noticias,
ni quién eres tú, que osado
a tanto empeño te animas332.

121
Y América refuerza el argumento:

Bárbaro, loco, que ciego


con razones no entendidas,
quieres turbar el sosiego
que en serena paz tranquila
gozamos: cesa en tu intento333.

—212→

[...]
¿Qué rayos el Cielo vibra
contra mí? ¿Qué fieros globos
de plomo ardiente graniza?
¿Qué Centauros monstruosos
contra mis gentes militan?334

La insistencia en las «razones no entendidas», que sólo pueden indicar un juicio


adverso acerca de la implementación de la fuerza conquistadora, y las metáforas con
referente elíptico («los rayos que el cielo vibra» contra la población indígena, los «fieros
globos de plomo» que caen como granizo ardiente sobre las víctimas atónitas) insertan
en el cuerpo de la loa una codificación alternativa a la dominante con respecto a la
semiótica de la conquista y su recepción americana, situando los contenidos americanos
en un nivel cognoscitivo inalcanzable e impenetrable por la estrategia «corporal» (para
usar la palabra que sor Juana pone en boca de América, por oposición a intelectual,
persuasiva, espiritual) de los conquistadores335.

Aunque la loa hace su caso a favor de la cosmovisión diferenciada del dominado y


de la falta de conocimiento que minimiza su capacidad de respuesta, sugiere claramente
también la incomprensión del dominador que aplica su fuerza sobre la materialidad del
americano sin detenerse a reflexionar sobre la legitimidad o la pertinencia de sus
métodos.

De hecho, los argumentos más espirituales vinculados a la cosmogonía y creencias


americanas están en boca de los vencidos, mientras que se representa a los
conquistadores como obsedidos por la imposición de la fe y obnubilados por las
posibilidades que supone su superioridad militar.

122
La loa al «Divino Narciso» es así otro alegato más, dentro de la obra de sor Juana,
en favor del saber como instrumento de la praxis —213→ y, en este sentido, un
documento que innegablemente relativiza la legitimidad de la implementación
conquistadora.

Por esta misma senda de reivindicación americana la loa para «El cetro de José»
avanza aún más, poniendo en boca de la Idolatría, que se opone a las figuras de la Ley
Natural y la Gracia, la idea de la «tiranía» que impone por las armas la «Cristiana Ley»,
mostrando este proceso como producto de las bajas pasiones de los hombres: el odio, el
rencor, la saña, según indica la Fe:

[...] pues no a otro efecto se ven


acicalar las espadas
echar pólvora a las piezas
unir el hierro a las lanzas...
Oh loca, humana ambición,
que de ti misma olvidada
a ti misma te destruyes,
cuando piensas que te ensalzas!336

La loa para «El cetro de José» sigue defendiendo la tradición prehispánica como
una «reliquia» amenazada por la depredación y la violencia conquistadora, llegando a
relacionar, como se sabe, antropofagia y eucaristía como prácticas equiparables e
igualmente legítimas, cada cual dentro de su contexto cultural337.

Muchas de las ideas que sor Juana canaliza en su revisión de los temas de la
igualdad social, la tradición y la continuidad histórica en América, y la conciliación
sociocultural en el contexto de la Nueva España, formarían parte, un siglo después, de la
agenda criolla que impulsa los reclamos americanos al tiempo que elabora una nueva
concepción universalista no eurocentrista en cuyo marco comienza a perfilarse la
ideología del mestizaje. La «autoridad de la razón» —214→ conduce a posiciones
anticolonialistas cada vez más explícitas y beligerantes que tienen gran parte de su
asiento en el humanismo jesuítico y en la obra literaria de los barrocos mexicanos, que
integran con recursos simbólicos y alegorizantes todos los elementos que formarían
parte del imaginario criollo preilustrado.

La idea del mestizaje arraiga, en efecto, en gran medida, en la exploración de las


posibles fórmulas de articulación sectorial que aparecen en los textos barrocos, en los
que se representa a los grupos y etnias marginales como grupos de pujante presencia
dentro de la dinámica social novohispana.

Son ya bien conocidos los alegatos de sor Juana con respecto a la posición de la
mujer en la Colonia, y su elaboración de la diversidad cultural de la «plebe mexicana»
por ejemplo en el texto de sus villancicos. Indios, negros, mujeres y otras «minorías» de
la Colonia son testimonios vivos de una política de exclusión que logra enmascarar

123
aunque no cancelar las tensiones sociales. Sor Juana reconoce ambos niveles: el de la
máscara barroca, que opera a través del lujo representacional y autocelebratorio, y el de
la materialidad híbrida e irreducta que constituye el cuerpo verdadero de la formación
social novohispana.

Es interesante anotar que su exploración de las vertientes que recorren la dinámica


social de la Colonia se realiza en muchos casos en el marco de la fiesta barroca, propicia
a la carnavalización y la parodia. Sor Juana utiliza los recursos simbólicos que eran
tradicionales en las celebraciones religiosas, el homenaje a figuras políticas y la
sociabilidad cortesana como espacios autorizados de transgresión simbólica de un orden
que constantemente pone a prueba sus límites en una exhibición de hegemonía que la
cultura del Barroco ilustra quizá como ninguna otra en América.

Es dentro de este marco que se articulan lenguas y prácticas sociales propias de las
distintas etnias presentes en la Nueva España, haciendo que confluyan en la fiesta
religiosa voces que de otro modo no encontrarían cabida dentro de la regimentación
institucional de la Colonia. Los negros e indios que hablan, por ejemplo, en los
villancicos son testimonio de un multiculturalismo que amenaza el proyecto
homogeneizante del imperio y que sugiere la necesidad de flexibilizar los límites.

—215→

En el mismo sentido, el desafío a la autoridad que supone la práctica literaria de sor


Juana y sus enfrentamientos particulares en defensa de su espacio privado y de sus
intereses culturales permeabilizan la composición y la dinámica de ámbitos saturados
por el dogma y el verticalismo institucional, anunciando los procesos de secularización
cultural y diversificación disciplinaria que un siglo más tarde cristalizarían en las
modalidades que asume en América la conciencia moderna que propicia la
emancipación continental.

La contribución principal de sor Juana a la emergencia de una conciencia


protonacional consiste entonces en desmontar y descentrar el imaginario simbólico de la
Colonia hasta propiciar la aparición de identidades sectoriales que fragmentan poco a
poco los proyectos hegemónicos con agendas diferenciadas que coinciden sin embargo
en sus reclamos anticolonialistas y emancipatorios. Su obra constituye así una
interpelación multifacética a cada uno de los sectores que componen la globalidad
hispánica a través de un método de negociación crítica que releva y revela las
contradicciones del régimen sin violar en lo inmediato las limitaciones e imposiciones
del sistema.

—[216]→ —217→

Máscara autobiográfica y conciencia criolla en


Infortunios de Alonso Ramírez, de Carlos Sigüenza y
Góngora

124
I
Los múltiples estudios críticos dedicados hasta ahora a los Infortunios de Alonso
Ramírez (1690) de Carlos de Sigüenza y Góngora, han verificado ya exhaustivamente la
inocultable filiación de ese texto con los modelos provistos por la picaresca española,
los relatos de viajes y las crónicas y relaciones de la Conquista338. Otros han enfocado, a
su vez, aspectos relacionados con la historicidad de ese texto, o se han referido al
«sentido de la existencia» que encierra el relato de aventuras y desventuras del anti-
héroe puertorriqueño339. Casi todos han hecho —218→ alusión a un aspecto que
llama la atención en la factura estructural y compositiva de esa narración, situada en los
albores de la novelística mexicana. Me refiero a la particular utilización del yo
narrativo, que retuerce y extrema las posibilidades del «pacto autobiográfico»340. En
efecto, en el texto de Sigüenza y Góngora, el narrador se apropia de la historia de
Alonso Ramírez, la reproduce como si fuera suya, en primera persona, adoptando la
máscara de un ficticio protagonismo que se entrelaza con su función de organizador y
«escribiente» de un relato ajeno. La dedicatoria de Sigüenza y Góngora al conde de
Galve, así como las palabras de autorización del censor, licenciado Francisco de Ayerra
Santa María, desdoblan la titularidad de la historia al exponer como vertientes
discursivas diferenciadas, por un lado el relato oral de Alonso y por otro la autoría
escrita, omnisciente y seudoautobiográfica de Sigüenza y Góngora, el cual reconoce que
la historia se ofrece «en nombre de quien me dio el asunto para escribirla»341. Lo mismo
se reafirma al final del relato, cuando el propio personaje se refiere al autor por su
nombre, verificando lo que éste mismo adelantara al presentar su texto: que «Cerró
Alonso Ramírez en México el círculo de sus trabajos» que una vez en la capital de la
Nueva España y por indicación del mismo virrey, sometió su historia a la pluma del
escritor mexicano. Éste compone como «relación» la historia de la «peregrinación
lastimosa» de Alonso consagrándola literariamente en un género híbrido en el que se
confunden historicidad y ficcionalidad342. La torsión final en este juego de vasos
comunicantes se produce cuando Sigüenza y Góngora pone en boca de su personaje un
reclamo dirigido al virrey acerca de la remuneración —219→ por los trabajos que el
sabio mexicano efectuaba en su calidad de cosmógrafo y matemático en la Academia
Mexicana y como capellán mayor del Hospital Real del Amor de Dios, en la ciudad de
México. Si Sigüenza y Góngora se había apropiado del relato de su personaje
superponiéndose a él en una narración en primera persona transformando su historia en
literatura, ahora es su personaje el que elude a Sigüenza en tercera persona, metiéndolo
dentro de la ficción.

La crítica ha apuntado a esta red de relaciones discursivas sobre la cual se


construye el texto de los Infortunios, relevándola como un procedimiento centrado en la
titularidad de la voz narrativa, a través del cual el texto puede «exteriorizar o dramatizar
su propia producción: producción que aparece como un constante proceso de
construcción y desconstrucción que trasciende la conciencia individual del autor y
amenaza el estatus de ese yo comprometido con la escritura»343.

Más allá de estas valoraciones, que pueden servir para mostrar la funcionalidad de
esos procedimientos narrativos al interior del texto, considero que la utilización del yo
(autoral/narrativo/protagónico/pseudoautobiográfico) tiene en el texto de Sigüenza y
Góngora una importancia ideológica que nos remite a la dinámica social novohispana y
que apunta a la constitución de lo que puede ya llamarse, a esta altura del siglo XVII, el
discurso criollo.

125
La narración de los Infortunios, cuyo texto se constituye, como veremos, a través
de un proceso de institucionalización que parte de la oralidad y atraviesa distintas
instancias hasta formalizarse a —220→ través de las formas canónicas, pertenece a
una etapa de pugna social en la Nueva España, que se revela en muchos de los textos
literarios del periodo. En efecto, en las últimas décadas del siglo, los sectores criollos
activados por la dinámica económico-política del virreinato, comienzan a elaborar
discursivamente formas de identidad y reivindicación, diferenciándose como sector
social344. Estas formas emergentes de conciencia social van encontrando paulatinamente
sus modos de expresión redimensionando recursos existentes y sobre todo alterando la
funcionalidad de una retórica que existía como celebración y legitimación de la
hegemonía imperial.

La postulación del yo en función protagónica en los Infortunios de Alonso Ramírez


es la instancia a partir de la cual la esfera privada se colectiviza, propiciando la
socialización de la experiencia individual del personaje.

En esta etapa de surgimiento de la conciencia criolla, el discurso de identidad


generado por ese sector social se manifiesta como el reconocimiento de una
marginalidad múltiple que se revela como exógena o periférica en relación a los
sectores beneficiados por la estructura de poder. Esta articulación que vincula niveles
estructurales o compositivos -en este caso la constitución del yo narrativo- con la
dinámica social en el periodo de «estabilización virreinal» ha sido insuficientemente
estudiada por la crítica. Es, sin embargo, uno de los niveles a través de los cuales se
define el discurso crítico, desconstructor y reivindicativo de la intelectualidad virreinal,
que actualiza los modelos canónicos y los reinventa al utilizarlos en la inauguración de
un discurso cultural original, producido por un sector social definitorio en la etapa
protonacional del Nuevo Mundo.

—221→
II
En Infortunios de Alonso Ramírez la múltiple funcionalidad del yo, apegado sólo
en primera instancia a la convención picaresca, se dispara hacia la representación de una
marginalidad arraigada en diversos niveles que convergen en la peripecia de Alonso,
presentada así como una circunstancialidad paradigmática345. En primer lugar, el
tránsito, aventuras y expectativas del personaje se desenvuelven en un medio geográfico
periférico con respecto a los centros del poder metropolitano, fuera, por lo tanto, de las
áreas de mayor influencia y control imperial. Puerto Rico, lugar de nacimiento de
Alonso Ramírez, hijo de un andaluz y una nativa de la isla, es marginal no sólo en su
calidad de territorio colonizado, sino además en su carácter de zona dependiente del
centro virreinal de la Nueva España. La subordinación política, administrativa y
comercial de la isla con respecto a la ciudad de México reproduce la estructura de
dependencia imperial en el espacio marginal del Nuevo Mundo, y la «peregrinación
lastimosa» de Alonso dramatiza el costo social de ese sistema de dominación. En
segundo lugar, y en estrecha relación con lo anterior, la situación de Alonso representa
también su marginación económica dentro de la sociedad estratificada de la época. Esta
situación es mostrada como directamente derivada de la situación de la isla, que debido
a factores diversos (falta de mano de obra, huracanes devastadores) ha tornado en

126
pobreza la legendaria riqueza originaria de Borinquen. Refiriéndose al deterioro
económico de la isla recuerda Alonso que: «Entre los que ésta [la pobreza] había
tomado muy a su cargo fueron mis padres, y así era —222→ fuerza que hubiera sido
porque no lo merecían sus procederes; pero ya es pensión de las Indias el que así
sea»346.

Esa valoración del factor socioeconómico de la pobreza en ambos niveles (el


personal/familiar y el generalizado a la totalidad del mundo colonial americano) señala
los extremos que definen la dialéctica social en que se enmarca la peripecia de Alonso,
extremos que este vincula a lo largo de su historia.

La pobreza sitúa a Alonso en una zona excéntrica de la sociedad novohispana. Ese


desplazamiento, y los sentimientos que éste genera (frustración, extrañamiento,
ansiedad) permiten la actualización del móvil picaresco del medro como intento por
lograr el ascenso interclase a través de un oportunismo que elude o fracasa con respecto
a las formas de productividad e integración social tradicionales347.

Un tercer nivel de marginalidad surge en la narración cuando se cuentan las


penurias sufridas al caer Alonso en manos de piratas ingleses. Estas instancias muestran
al personaje no solamente expulsado del medio cultural hispánico sino que además lo
sitúan al margen de la ley, al involucrarlo en acciones vandálicas de todo tipo ejecutadas
por los corsarios. Entre ellos sufre Alonso degradación moral y religiosa, no solamente
por verse sujeto a costumbres y códigos éticos de gentiles, sino por las experiencias-
límite de canibalismo, hurto, incendios y violaciones que se ve obligado a presenciar y
de las cuales se hace en cierta medida cómplice obligado. Esas vivencias lo empujan
cada vez más al margen de un sistema social con el cual lejanamente -teóricamente- se
identifica. Ley, moral, familia, religión, patria, ascenso social e integración cultural,
aparecen entonces como los pilares en torno a los cuales se organizan las expectativas
—223→ de Alonso, representando un programa social cuya realización parece casi
utópica para el personaje. Estos principios configuran, sin embargo, el horizonte
ideológico de la época, y es en base a ellos que se constituye el discurso de legitimación
en que se apoya la dominación imperial. La experiencia de Alonso en un ámbito
marcado por la ausencia de esos principios es representada como una sucesión de
desgracias (sufre aguaceros devastadores, tormentas, accidentes con pólvora,
enfermedades), es decir como un vacío diabólico («pensábamos que [el navío] se abría y
nos tragaba el abismo»). Esa ruptura del equilibrio que sobreviene en su tránsito por
espacios marginales aparece como una violación de la legalidad interiorizada en los
individuos como una especie de orden connatural, cuya transgresión ocasiona el castigo,
a partir de una causalidad en la que se funden el nivel social, moral y religioso. Ese es
también el caso de Miguel, el sevillano que ocasiona a Alonso tantas desgracias.
Habiendo transgredido su condición natural de cristiano y súbdito integrado a la
sociedad española, no sólo ha caído en el abismo personal, sino que puede irradiar
desgracias.

No hubo trabajo intolerable en que nos pusiesen, no


hubo ocasión alguna en que nos maltratasen, no hubo hambre
que padeciésemos, ni riesgo de la vida en que peligrásemos,
que no viniese por su mano y dirección, haciendo gala de
mostrarse impío y abandonando lo católico en que nació por
vivir pirata y morir hereje348.

127
Pero la mayor prueba de su desviación consiste en su capacidad de asimilarse a otro
sistema de valores, es decir reconocer como propio otro centro distinto al representado
por los principios político-religiosos del imperio español349. Refiriéndose a Miguel
indica Alonso que:

—224→
Acompañaba a los ingleses, y esto era para mí y para los
míos lo más sensible, cuando se ponían de fiesta, que eran las
Pascuas de Navidad y los domingos del año, leyendo o
rezando lo que ellos en sus propios libros350.

Un último nivel de marginalidad está representado en el relato por la situación de


auto-exilio del protagonista, que se impone a sí mismo «hurtarle el cuerpo a mi misma
patria para buscar en las ajenas más conveniencia» y luego, una vez en México,
relegarse al área más lejana de las Filipinas. «Desesperé entonces de poder ser algo, y
hallándome en el tribunal de mi propia conciencia, no sólo acusado sino convencido de
inútil, quise darme por pena de este delito la que se da en México a los que son
delincuentes, que es enviarlos desterrados a las Filipinas»351.

La idea del destierro autoaplicado como castigo a la improductividad, la


conceptualización de ésta como un delito, y finalmente la metaforización de la
conciencia como tribunal son excelente ejemplo del grado de compenetración en las
bases ideológicas del sistema con que Sigüenza y Góngora dota a su personaje.
Moviendo los hilos de su marioneta, el escritor mexicano dramatiza la dualidad
ideológica del criollo. Por un lado, promueve el respeto y aceptación de los principios
básicos del orden virreinal (integración, productividad, ejemplaridad de la conducta,
dinámica virtud/delito, castigo/recompensa). Por otro lado, demuestra cómo en la praxis
esa integración es imposible, ya que el espacio virreinal, especialmente en sus áreas
periféricas, está ganado por el vicio, la herejía y la improductividad. Finalmente, es
interesante el uso de la retórica forense, que representa a un yo en control total de la
situación discursiva, asumiendo las partes de juez, fiscal y acusado, y planteando
aspectos prácticos de la vida del personaje en términos de ética y legalidad jurídica352.

—225→

Este autoexilio, es decir la pérdida voluntaria y constante de la territorialidad en


tanto «patria» (término profusamente usado por Sigüenza y Góngora en muchos otros
escritos) tiene directas repercusiones en la identidad social e individual del personaje.
En Alonso el motivo del viaje se manifiesta como una pérdida gradual de realidad, un
proceso de enajenación e impostura que lo involucra en las prácticas sangrientas de los
corsarios haciéndolo pasar por uno de ellos, navegar bajo bandera falsa, mentir para
sobrevivir, dejarse regir por códigos ajenos que repugnan a lo que en el texto se
identifica como los principios de la moral cristiana. Esta existencia azarosa, de
fingimientos e incertidumbre, que se desenvuelve en espacios marcados por el signo de
la alteridad religiosa, económica, lingüística, cultural, tiene un doble efecto a nivel

128
ideológico-discursivo. Por un lado metaforiza la difícil búsqueda de la identidad a través
del apego a principios que no tienen su contraparte en prácticas sociales integradoras. Al
contrario, esos principios se mantienen como un repertorio formal de ideales y creencias
sobreimpuestos como parte del sistema hegemónico de dominación imperial. Por otro
lado, la peripecia y el tránsito constante de Alonso sirven al objetivo de desconstrucción
de la sociedad virreinal353. El relato de Alonso exhibe las lacras, peligros y
contradicciones de la sociedad de la época, vista no desde la perspectiva de los sectores
privilegiados de la nobleza indiana o la aristocracia criolla, asentada en los grandes
centros urbanos de la Colonia, sino mostrada desde los ojos de un súbdito desposeído
del Imperio arrojado a los límites mismos de la degradación y la violencia. Pero esta
visión está a su vez elaborada desde la —226→ perspectiva sofisticada y erudita del
sabio mexicano Sigüenza y Góngora, que coincide con las quejas y reclamos de Alonso
en su calidad de criollo que pugna por el reconocimiento social y económico. El «yo»
que aquél elabora para canalizar el relato de Alonso, es un «nosotros» ideológico,
afirmación pronominal de un sector social con conciencia de sí, afirmado en la práctica
de la reivindicación social. Esa primera persona (singular o plural) se define, a su vez,
en relación al «otro», a la jerarquía social, económica y administrativa impuesta como
parte del proyecto hegemónico, y a la presencia concreta del peninsular, entronizado en
las altas esferas de poder de la Nueva España, y representado en la figura del virrey,
receptor marcado al interior del texto.

Identidad y alteridad son instancias interdeterminantes del conocimiento


socializado, aplicado al sujeto social y a la realidad comunitaria en la que éste se
encuentra. Por eso su planteamiento remite siempre a las condiciones objetivas que dan
lugar a las diversas formas de conciencia social, en un lugar y un tiempo determinados.
Por eso también esas instancias de la autodefinición social e individual tienen siempre
un carácter representativo, paradigmático: la problemática individual es la punta del
iceberg que sugiere una totalidad mayor menos visible, la del sector social al cual ese
individuo pertenece por su extracción de clase o con el cual se identifica
ideológicamente.

III
Alonso Ramírez representa no sólo el criollo desposeído, de nivel más popular, en
un medio social hostil y peligroso. El texto de los Infortunios dramatiza la apropiación
que hace Sigüenza y Góngora de las peripecias lastimosas de un individuo de baja ralea,
la formalización de su historia según los lineamientos generales de la picaresca, y la
postulación de esa historia como discurso criollo, es decir, como discurso de la
marginalidad virreinal. Esa marginalidad se representa a través de las formas de
conciencia social que corresponden al horizonte ideológico de la época, y apelando a los
modelos expresivos entregados por la cultura dominante.

—227→

El relato de la «peregrinación lastimosa» de Alonso canaliza sus quejas, sus


intentos de «solicitar lástimas», y su denuncia del ámbito colonial como espacio
periférico, inmoral, asolado. Pero en ese nivel de la denuncia y la reivindicación

129
vehiculizadas a través de la voz narrativa/protagónica/seudo-autobiográfica que habla
en primera persona, se expresa al mismo tiempo el reclamo de Sigüenza y Góngora,
letrado criollo mucho más cercano que Alonso a los centros del poder virreinal, y cuyo
grado de conciencia social se sitúa en la etapa fundacional del nacionalismo
mexicano354. El yo funciona así como base para la representación de diversas formas de
marginalidad que generan un discurso reivindicativo que se eleva a través del texto de
los Infortunios a la figura del virrey. Es la palestra común en la que convergen los
intereses de criollos situados en distintos estratos de la pirámide social del virreinato o
que se ubican -para usar otra metáfora espacial- en círculos concéntricos más o menos
distanciados del núcleo del poder. Los reclamos que se canalizan a través de ese yo son
diversos, en la medida en que son diferentes los modos de inserción en la sociedad
novohispana. Para Alonso la pluma de Sigüenza es el instrumento de denuncia y
divulgación de su desamparo, y la canalización de su reclamo de ayuda económica
como inicio de alguna forma de integración social. Para Sigüenza y Góngora la voz
narrativa de Alonso Ramírez es el vehículo para expresar su disconformidad por la mala
remuneración a su trabajo y como exaltación de sus méritos. Ambos son formas del
inconformismo criollo, en distintos niveles355. Pero también entre ellos se repite la
relación de subalternidad que es el signo del sistema de dominación imperante. Alonso
debe a Sigüenza y Góngora la consagración de su historia a través de la literatura, que
sella así un proceso de elaboración discursiva que atraviesa diversas instancias en el
plano de la oralidad —228→ antes de lograr su formalización por la escritura. Este
paso de la experiencia a la ficción es un proceso de institucionalización cuyo resultado
es la fijación del texto como literatura. Este proceso sublima la pérdida de la
espontaneidad testimonialista de las versiones orales en el recurso de la
pseudoautobiografía, es decir en el resorte formal del yo narrador/protagonista.

Las sucesivas versiones orales que da Alonso de su historia (ante el cura, el alcalde,
el encomendero, el escribano, el sargento de Mérida; ante la gente, en general, que se
interesa por su historia; ante el virrey y el propio Sigüenza) cumplen también una
multiplicidad de funciones sociales: «solicitar lástimas», recibir favores, rendir cuentas
legales, abogar por su vida, medrar, entretener. La culminación de esta sucesión de
versiones y objetivos es la que Sigüenza y Góngora ofrece al lector con su texto, fijado
una vez para siempre, a partir de la última versión oral de Alonso de que tenemos
noticia. Ésta es quizá también la forma final de alienación que se registra en la parte
conocida de la vida de Alonso. Si toda su vida estuvo marcada por el signo de la
victimización y por su destino de recibir sobre sí desgracias y acciones ajenas que debe
padecer sin tener casi nunca el control en sus manos, la estructuración de esta versión
final de su relato que da el texto de Sigüenza y Góngora, es la metáfora más acabada de
su enajenada condición social. Su propio relato es asumido por un yo narrativo que le es
concedido como una gracia más por Sigüenza y Góngora, escribiente del relato,
escamoteando su titularidad de narrador oral y reconvirtiéndola en narrativa fijada en la
escritura bajo las formas consagradas de la «alta literatura», sujeta a los modelos
canónicos testimonialistas y picarescos. Esta reconversión, que implica selección
fáctica, elaboración lingüística y compositiva por parte del autor-organizador del relato,
es una forma de la alteridad impuesta al personaje al interior del texto. Sigüenza y
Góngora lo somete así a la paradoja de fijar su identidad ficticia escamoteando su
identidad discursiva arraigada en el circunstancialismo y en la oralidad. Pero
enajenación y paradoja son casi un leitmotiv en la vida de Alonso. Éste pierde su patria
y su matrimonio, desconoce el área geográfica en que se mueve, vive perdido y a
merced de peligros y eventualidades, haciendo conjeturas constantes sobre la realidad

130
que —229→ lo rodea, adoptando máscaras, actitudes, personalidades que no le
corresponden por naturaleza. Buscando un espacio de prosperidad pierde su patria
pasando más hambre y miserias que en su propia tierra, buscando la libertad se hace
esclavo, queriendo superarse se degrada. Aunque la carga irónica y moralizante del
texto sea mucho menor que la del Guzmán de Alfarache, obra con la cual se suele
emparentar el texto mexicano, no por eso la obra de Sigüenza y Góngora podría
considerarse apenas «como una amable figuración barroca, un entretenimiento gentil
para la corte virreinal»356. El texto desmonta la sociedad novohispana y, más aún, los
principios de legitimación de la España imperial, llamando la atención sobre sus
contradicciones intrínsecas. Pero sobre todo inaugura, a través de la manipulación
narrativa, un yo crítico y reivindicativo que se va pluralizando impulsado por la
dinámica social de la Nueva España. La peripecia antiheroica de Alonso Ramírez
destruye la utopía de la Conquista y el ideal del Imperio como cuerpo unificado y
próspero, y la sustituye por la visión realista, desacralizadora, del criollo que no se
reconoce a sí mismo en la praxis decadente de la dominación imperial, ni se siente
reconocido por un sistema elitista, represivo, excluyente.

IV
Al final del relato Alonso parece encontrarse a sí mismo en el seno de la ciudad
virreinal, es atendido por el virrey, consagrada su historia a través del texto que la fija
como peripecia real y paradigmática, recibe favores y promesas de recuperar lo perdido.
Parece que es absorbido por el sistema al cual logra finalmente penetrar en alguna
medida, parodiando la recompensa de héroes arquetípicos que, después de su descenso a
los infiernos, sus pruebas sucesivas y sus luchas contra fuerzas sobrenaturales, son
recuperados por su comunidad y reabsorbidos en un ritual de purificación que termina
celebrando los valores dominantes. De alguna manera, esta insinuada integración de
Alonso parece perpetuar en sus lineamientos —230→ fundamentales los principios
que forman el discurso de legitimación imperial. Moral, buenas costumbres, «religión
verdadera», sometimiento al poder establecido, son también, todavía, principios que
integran el discurso criollo. Sólo que ese discurso se revela en muchos momentos como
un conjunto de fórmulas vacías, sin correlato real, que se invocan para sellar la adhesión
al sistema, la participación en los principios, mitos y proyectos dominantes. Pero sólo
mientras se van elaborando planes alternativos, tendientes a cubrir otras expectativas
alentadas por el sector criollo, y a instalar otro régimen de privilegios.

En correspondencia con esa realidad de la Colonia, en Infortunios de Alonso


Ramírez la primera persona narrativa, pseudo-autobiográfica, transmite la tensión
ideológica de la sociedad novohispana. El yo es el punto de partida para la construcción
del ser social, aunque esté provisto de formas incipientes o alienadas de conciencia
social. Es un receptáculo que debe ser llenado de contenido ideológico, que se define en
relación con la alteridad y a partir de condiciones reales de existencia individual y
colectiva. En este sentido, es también el punto de partida para la estructuración del
discurso criollo y la primera etapa en el proceso de construcción del sujeto social
hispanoamericano.

131
—231→

La endiablada de Juan Mogrovejo de la Cerda:


testimonio satánico-satírico-burlesco sobre la perversión
de la utopía
La conflictiva y contradictoria sociedad criolla del siglo XVII encuentra en la
ideología y en la estética del Barroco el aparato representacional que fija, en un doble
movimiento, los lujos del Poder y las perversiones de la Autoridad.

Celebratorio e impugnador, monumentalista y trivializante, hegemónico y


transgresivo, el Barroco se diversifica en Europa y América en un vasto repertorio de
recursos y estrategias retóricas que permiten percibir las líneas de fracción que socaban,
ya desde entonces, el proyecto imperial.

Los múltiples ejemplos que confirman la existencia de un barroco ortodoxo o


protestante, de un barroco popular y un barroco de Estado, de un barroco monárquico y
de un neobarroco articulado a la modernidad, desautorizan cualquier interpretación
ideológica unívoca de esta forma representacional que sigue prestándose, por esa misma
razón, a polémicas y revisiones. De modo que parece justo concluir que la materialidad
de las prácticas sociales, incluido el ejercicio de la literatura, así como la definición
social e ideológica de los productores culturales, es la que efectivamente guía y
redimensiona el proceso de apropiación discursiva, impidiendo una identificación
definitiva entre modelos estéticos y proyectos dominantes357.

—232→

En América, la enfatización de esta polivalencia del Barroco, permite valorar a


nueva luz la ductilidad e incidencia social de una producción cultural que propaga, de
cara a la metrópolis, la ideología hegemónica del absolutismo contrarreformista, al
tiempo que da expresión a la emergencia de la heterodoxa identidad criolla
protonacional y al consecuente surgimiento del sujeto social hispanoamericano.

En un contexto más amplio que el hispánico, referido principalmente a los


colonialismos postiluministas, la nueva crítica del colonialismo ha ahondado sobre el
tema de la formalización y distorsión de paradigmas representacionales dentro de
formaciones sociales subalternas. Preocupada básicamente con el proceso de
surgimiento de ideologías contrahegemónicas, con las nociones de alteridad y
excentricidad del sujeto colonial, y con la emergencia y desarrollo de los nacionalismos
que suceden a la destotalización colonial en diversos contextos, esta crítica reinterpreta
los procesos de imposición, apropiación y reproducción ideológica y los procedimientos
discursivos a través de los cuales los «dueños de la letra» redefinen históricamente su
función de «intelectuales orgánicos».

Dentro de este proceso, el concepto de mímica incorpora un nuevo sesgo a la


interpretación de la representación de conflictos e identidades coloniales358.

La mímica es la gestualidad paródico-burlesca a través de la cual se produce la


apropiación del modelo, al tiempo que se acentúa la distancia entre la representación y

132
lo representado. En este sentido, la mímica es un recurso ambivalente, construido a
partir de la desviación y del exceso. El efecto es perturbador, con frecuencia satírico, y
establece, como indicara Homi Bhabha, un compromiso irónico con la realidad. Es
menos fiel, más crítica y desacralizante que la mimesis; revela la presencia parcial
(incompleta, virtual) del sujeto; —233→ juega con la semejanza para enfatizar
narcisistamente la diferencia. Puede argüirse que el recurso de la mímica concentra
simbólicamente, en sus múltiples manifestaciones, la bipolaridad en que se mueve el
sujeto colonial americano: su fascinación con el Poder, y la necesidad de transgredirlo.

En este trabajo deseo llamar la atención sobre un texto que, aunque poco atendido
por la crítica, tiene, dentro del panorama de la literatura del Perú virreinal, un valor
sintomático del proceso de institucionalización cultural y formación de la identidad
criolla en el Nuevo Mundo. Dentro de este proceso, la corrosión satírica de la utopía de
unificación y homogeneización imperial ocupa un lugar fundamental, potenciando
ideológicamente las instancias de producción y recepción literaria, como momentos
claves en la constitución del imaginario criollo359.

Me refiero a La endiablada, pieza satírica compuesta al rededor de 1626 por don


Juan Mogrovejo de la Cerda, miembro de la nobleza madrileña aposentado en Perú,
donde ocupara los cargos de regidor, alcalde ordinario y comisario de caballería en el
Cusco, ciudad en la que residiera hasta su muerte360. Se sabe que vivió por —234→
periodos también en Lima, escenario del diálogo satánico que enmarca La
endiablada361. El texto se presenta como el testimonio del autor-narrador que escucha,
desde un portal de las calles de la capital peruana la conversación entre dos diablos,
Amonio, diablo «haquiano» (experimentado residente del virreinato) y Asmodeo, —
235→ «chapetón» (extranjero recién llegado a América)362. Este último, al tiempo que
relata las alternativas de su viaje de España al Nuevo Mundo y expresa sus intenciones
de recoger en éste almas para el Infierno, recibe de Amonio información sobre la
corrupta sociedad virreinal. La narración queda así en manos de estos dos personajes,
que ofrecen su perspectiva de la vida colonial, con frecuentes confrontaciones con la
metropolitana.

En la charla desfilan tipos e instituciones sociales, con algún rápido relato


enmarcado y, en la segunda mitad de la pieza, se suceden en serie más de setenta
preguntas y respuestas, en estilo aforístico, que proveen una visión irónica y escéptica
de la vida colonial.

La acumulación y heterogeneidad anecdótica del texto ilustran el carácter central


de la sátira, tal como deriva de su etimología: satura significa en su origen latino plato
colmado de alimentos diversos, recordando las ofrendas a los dioses realizadas en un
ambiente festivo propicio a la broma y la crítica burlesca363.

Sin embargo, aun en el estilo propio de los juegos de escarnio, el intercambio


coloquial de los diablos nos conduce, por el camino de la revelación seudotestimonial, a
un cuestionamiento del principio de orden que organiza la sociedad criolla, espejo de la
metropolitana, —236→ agregando elementos al debate en torno a la centralidad de la
práctica letrado-escrituraria dentro de la cultura del barroco. Por su estructura narrativa,
La endiablada puede considerarse un texto precursor dentro del controversial proceso
de surgimiento de la novela hispanoamericana364. El tópico del viaje, la perspectiva
urbana —237→ y marginal desde la que se realiza la crítica social, la idea del medro

133
que recorre el relato y la secuencia de oficios e instituciones que constituyen el mundo
degradado que se hace objeto de la sátira muestran múltiples contactos con el modelo
picaresco, a pesar del esquematismo y fragmentarismo anecdótico del texto que diluye
en un protagonismo múltiple los principales núcleos narrativos365.

La importancia del texto satírico de Mogrovejo de la Cerda sirve asimismo al


propósito de fundamentar la influencia de la corrosiva vertiente quevedesca en la
literatura criolla366. Eclipsada por la arrasadora vigencia de la estética gongorina, que se
entroniza en la estructura colonial como lengua secreta del Poder, la tradición satírica
plasmada en los «Sueños», provee los elementos del humor, el sarcasmo y la crítica
como instrumentos de una práctica cultural transgresiva y desmitificante, que cuestiona
el principio de autoridad y el orden institucional que sostenía a la sociedad barroca367.

Pero lo que realmente redimensiona esta relevancia crítico-historiográfica de La


endiablada es el recurso central que la organiza: —238→ el juego mímico de la
duplicación paródica, que en el nivel temático, compositivo e ideológico construye y
emplaza al referente, negando y promoviendo la otredad colonial en un irónico
movimiento de espejos que entrega, premonitoriamente, la imagen descompuesta del
futuro de América.

El relato se organiza a partir de la dedicatoria que el autor-narrador hace de su texto


a Juan de Solórzano Pereira, quien fuera oidor de la Real Audiencia de Lima entre 1609
y 1626, y entre cuyos papeles se encontrara el manuscrito de La endiablada368.

En su dedicatoria, Mogrovejo define no sólo su función de mediador entre


personajes y narratario (o sea entre ficción y lector) sino que establece el lugar de la
sátira como discurso censurado y contracultural, sujeto desde su origen a un circuito
marginal -cuando no clandestino- de circulación y consumo369:

—239→
Esta, señor, q[ue] ofrezco a v[uestr]a m[erced] se llama
La endiablada, y puesto que no tiene otra cosa que no lo sea,
no dirá el vulgo por lo menos q[ue] no corresponde al título
demasiado puntual. Un diablo chapetón y otro baquiano
(harto habladores), me ocasionaron este discurso, de quien no
soy autor sino parlero. Suplico a v[uestra] m[erced] no se
divulgue que no les guardo secreto, porq[ue] no se recaten y
pueda yo oírles en otra ocasión, de ellos nos libre Dios a
todos y guarde a v[uestra] m[erced]370.

La transición entre oralidad y escritura sugerida por el texto ilustra el proceso de


institucionalización literaria en la ciudad letrada371. Por un lado, el texto llama la
atención sobre la sátira en tanto «discurso» secreto, cuya circulación elude los
conductos ordinarios de la censura previa impuestos como mecanismo de poder
cultural372. Por otro lado, la reconversión del discurso popular y contrahegemónico en
los términos de la «alta» literatura, el rescate de la cotidianidad, y el gesto escriturario
por el cual el letrado otorga la voz a versiones y peripecias populares, recuerdan
procedimientos que El carnero (1636) o Infortunios de Alonso Ramírez (1690)

134
reelaborarían, en un recurso típica -aunque no exclusivamente- picaresco, como
principio articulados de sus relatos, presionando la entrada de contenidos marginales e
impugnadores de la centralidad de los temas y recursos de la «alta» literatura en tanto
práctica y celebración del poder cultural. Pero no es el recurso de escriturización la
única mediación presente en La endiablada.

La definición del narrador como testigo y transmisor de un relato ajeno, o sea como
mero intermediario y «facilitador» del relato —240→ («[...] me quedé hecho puente
de sus palabras»), indica el narrador de La endiablada introduce a otras reconversiones
entre diversos niveles discursivos.

El relato es una infidencia o indiscreción del narrador-«parlero» que al revelar los


términos de una conversación ajena, se sitúa entre confidencialidad y vida pública, entre
el espacio privado y el comunitario, entre individuo e institución, entre chisme y novela,
trivializando la función testimonial y la naturaleza misma de su asunto: no cuestiones
satánicas sino diablescas; el relato es «diablura», travesura, ejercicio lúdico en su
estructura de superficie, aunque abierto a otros niveles de recepción que requieren un
lector competente, situado en un nivel diverso al de la fábula.

Este enmascaramiento de la autoría (esta subversión de la autoridad del narrador


como dueño y creador de su ficción) actúa como un irónico subterfugio de
verosimilitud, pero también como recurso para el desdoblamiento y la mímica.

Unida a la tradición de la censura (Nolting-Hauff, op. cit.) la sátira canaliza la


crítica a través del fingimiento de marginalidad en los personajes o ambientes desde los
que se elabora el cuestionamiento social. Desde la tradición clásica la sátira menipea
incluía siempre elementos de la comedia junto al tratamiento de los temas morales,
religiosos y políticos, utilizando la forma dialogada que actualiza La endiablada como
dramatización (teatralización, pero también carnavalización) del conflicto.

El carnaval satírico incluye los elementos del dialogismo (pluralidad de voces), la


idea de la máscara y la trivialización festiva como recursos para la creación de un
antiparadigma paródico en el que se sustenta la impugnación del orden establecido373.
En este contexto, la presencia de los diablos constituye una visión rupturista que, desde
los misterios medievales, asocia los elementos diabólicos a los principios de
exterioridad, malicia, espíritu de acusación, distorsión, apertura —241→ a las ideas
del desengaño y la corruptibilidad del orden social.

Echando mano a este recurso que le acerca la tradición satírica, el autor de La


endiablada se distancia de su materia al interponer entre ésta y el receptor la figura de
los diablos, actantes que a su vez mediatizan el contacto con la realidad colonial,
canalizando a través de los filtros de su propia interpretación selectiva la presentación
de los tipos, instituciones y costumbres coloniales374.

Al mismo tiempo, a partir de esta pluralidad de la mirada y la voz narrativa -de esta
heteroglosia de que habla Bajtin, por medio de la cual se integran los géneros cultos y
los populares- el autor-narrador-testigo distribuye la conciencia crítica en dos niveles,
tradicionalmente asociados con la sátira, y que asigna a Amonio y Asmodeo,
respectivamente: el de la experiencia que conduce al desenmascaramiento y
desacralización de la realidad, y el de la visión nueva, inquisitiva, que promueve el

135
exposé satírico, y que aparece asociado al motivo del viaje, que sugiere ajenidad,
exploración, curiosidad, confrontación de realidades.

Pero esa distribución no afecta solamente el nivel compositivo sino también el


ideológico. Asmodeo es portador de su propio memorial metropolitano, que, hasta que
fuera destinado a las Indias por «n[uest]ro infernal superior» le prodigara en la capital
metropolitana multitud de clientes:

Dejé por este oficio, en Madrid cuatro tribunales de


quien era yo superintendente, que me valían cada año de
rentas infinitas almas, situados en Palacio, que era el
primero, en la provincia, en la villa y en San Felipe, que eran
los otros tres tribunales. Palacio me daba de las puertas
adentro, mil de lisonjeros, dos mil de envidiosos, tres mil de
maldicientes, y cuatro mil de ambiciosos; esto era de la gente
granada. Luego, en el patio de la de menor clase, entre
litigantes, abogados, procuradores, secretarios, solicitadores
y jueces, una gran cantidad y no menor la tenía de estos
géneros, con la añadidura —242→ de alguaciles y
escribanos en la villa y provincia, y en San Felipe, de
mentirosos, homicidas y fulleros. Esto era lo fijo (aunque lo
errante), sin las ganancias al vuelo de lo demás del lugar375.

Ante esta estratificación cuasi dantesca de la degradación social en la metrópolis,


contesta Amonio, tratando de reivindicar la cualidad diabólica de América: «Yo te
aseguro ganancia en el viaje puesto que traes oficio [...] tendrás, si en Madrid quatro
tribunales, aquí tu corte en cualquier parte que quisieres»376.

Si Amonio afirma, en esta frase, la idea de la contaminación del vicio en distintos


niveles del espacio imperial, será justamente la actividad de Asmodeo la que verificará
en el Nuevo Mundo el avance de un proceso de erosión ética, política y religiosa de la
sociedad civil, que dos siglos más tarde corroboraría, en los albores de la emancipación,
Fernández de Lizardi.

Asmodeo se perfila así -por la información que compila y por su misión tanto en el
centro como en las adyacencias del imperio- como portador de una visión abarcadora
resumida en el título que su infernal superior le otorgara como «tentador general de toda
fragilidad humana, así castellana como criolla»377, totalización en la que se homologa
metrópolis y colonia sugiriendo el deterioro global de la estructura social que abarca a
España y a sus posesiones de ultramar. Mientras que el mundo hispánico aparece
mostrado como una unidad justamente a partir de los disolventes efectos del vicio y la
degradación, al mismo tiempo se promueve la diferenciación de España y sus colonias:
sólo puede identificarse lo diverso; la localización de constantes sólo tiene sentido ante
la evidencia de las variables.

A partir de esta estructura carnavalesca, la charla entre los diablos desafía las bases
mismas del proyecto imperial, basado en el ideal de una sociedad homogeneizada bajo
los principios de la supremacía racial del dominador, el absolutismo y la contrarreforma,

136
corroborando en su lugar la vigencia de una diversidad degradada —243→ y
diabólica, aunque no por la presencia de una alteridad étnica o religiosa americana, sino
por la otredad del propio rostro revelado en el espejo de la reproducción colonial.

Es esta persistencia del vicio, este empecinamiento de la degradación, esta


costumbre de la caída, la que produce y al mismo tiempo destruye la otredad americana,
creando una «mismidad» que está en la base de la «nación criolla» y que es la esencia
misma de la mímica: la imaginación es sólo un recurso para la exploración de la imagen
propia, una proyección de la identidad que pone el yo a la altura de nuestro
conocimiento. La utopía no es más que la realidad posible, a la que se le niega la
materialidad de la existencia. La sátira restituye esa materialidad excéntrica,
desplazando el principio hegemónico a través de una operación metonímica que muestra
el todo para revelar la parte, dramatizando la dualidad del ser colonial, otro y el mismo,
gracias a una poética de la distorsión y la paradoja esencial al Barroco, e inherente a las
más antiguas estrategias de dominación.

La sátira de costumbres construye así una crítica en segunda potencia: confirma el


descaecimiento de un proyecto utópico, que en cuanto tal, es ya en sí mismo una
impugnación del orden existente: toda utopía es, en efecto, un emplazamiento de los
demonios del statu quo, y toda sátira una intervención sobre la realidad, una operación
irreverente que corroe los sueños de la fantasía y los sustituye por los de la razón378.

De ahí que el tópico del viaje sea esencial para la construcción de la utopía, tanto
como para su deconstrucción satírica. La endiablada se inscribe, en este sentido, dentro
de la más clásica tradición que une crítica social, tránsito y espacio imaginario, es decir
el traslado de lo fáctico a lo ficticio.

Antes de inaugurar el recorrido satírico por la sociedad virreinal, La endiablada


relata la propia peripecia diablesca, como forma de —244→ la transgresión de
espacios públicos y privados, metropolitanos y marginales, trayendo a colación, en
forma infusa, la propia rearticulación de Mogrovejo al mundo colonial379.

Al narrar las alternativas de su viaje, Asmodeo relata su desplazamiento a través


del océano, su llegada a Cartagena, a la que califica como «sótano del infierno o [...]
infierno de la tierra»380, su paso por Portobelo y Panamá y su llegada a Lima,
proveyendo una rápida visión de los márgenes del mundo virreinal (la periferia del
margen, podría decirse), área no reducida a la homogeneización imperial y que, como
en el relato picaresco de Sigüenza y Góngora, constituye un espacio asediado por
fuerzas diabólicas.

Pero, lo que es más importante, en La endiablada el motivo del viaje aparece


reforzado por la práctica satánica de la peregrinación interior, por la cual los demonios
habitan el cuerpo de los humanos para infiltrarse en diversos ambientes sin ser
percibidos y apoderarse del alma del individuo y de la comunidad que inadvertidamente
los asila. Asmodeo cuenta así cómo reside en el cuerpo de un falso caballero, un ex
clérigo y una vieja beata, impulsando los motivos del anticlericalismo y la misoginia,
característicos del género satírico, y simbolizando en esta ilegítima violación de la
intimidad individual que revela los vicios y desvíos personales, los términos de su
fructífera inserción en la materialidad virreinal. La Colonia aparece así en La
endiablada como un mundo asediado por la razón satírica.

137
El relato de Mogrovejo de la Cerda expone así cuatro núcleos principales de crítica
social: 1) la crítica a la falsa nobleza (la cual incluye el decálogo de la caballería
moderna elaborado por Asmodeo); 2) la posición misógina y la crítica al matrimonio; 3)
la sátira a profesiones, instituciones y costumbres coloniales, y 4) la sátira sobre la
práctica de la literatura en la Colonia.

—245→

La crítica a la falsa nobleza es útil sobre todo para la dilucidación de la perspectiva


ideológica que informa La endiablada. A su llegada a Panamá, Asmodeo -quien
habitaba en esa instancia «el cuerpo de un chapetón [...] soberbio y desbanecido»-
presencia la operación por la cual éste, conocedor de todos los linajes y genealogías de
España, adquiere en subasta pública de apellidos ilustres, el nombre prestigioso de don
Suero Pimentel, estratagema picaresca que le abre la posibilidad de un matrimonio de
conveniencia que le asegura un nivel social y económico más elevado del que le
correspondía por nacimiento381.

[H]abía en Panamá, como suele, barata de Dones.


Informóse de los apellidos del Perú, y como oyó de todos los
de España (sean ciertos o apócrifos) parecióle que [h]abía
pocos de éste y llamóse don Suero Pimentel382.

Gostautas analiza, en un estudio de este episodio de La endiablada, la notoria


influencia erasmista que uniría al falso hidalgo de Mogrovejo con el Hárpalus de
Erasmo el cual, siguiendo los consejos de Néstor, transforma su nombre para fingir
linaje383. El pícaro de La endiablada, calificado por Amonio como «un Ovidio en
transformaciones», no solamente ilustra los temas barrocos de apariencia y desengaño,
sino que, al introducir la idea de la fraudulenta movilidad social del virreinato (donde
era posible «incluso el utilizar impunemente el nombre de una de las familias más
ilustres de España»)384 —246→ sugiere la exacerbación de la decadencia social que,
de metrópolis a colonia, corroía los cimientos de la sociedad nobiliaria. Mogrovejo
complementa la historia de don Suero Pimentel con el decálogo de la caballería
moderna, con el cual, utilizando nuevamente la influencia erasmista actualizada por la
picaresca, se satirizan los principios que rigieran a la antigua caballería. Para ser
caballero en estos tiempos, indica Asmodeo, se debe, entre otras cosas, no beber vino
(lo cual puede indicar pobreza o tacañería), escribir mal, ser cobarde, mentir, no pagar
deudas, demostrar falta de respeto en misa, ser haragán y no tener -aunque desear- una
vida acomodada, si no nos engaña la interpretación de los principios que, de forma más
o menos cifrada, elabora Asmodeo, los cuales según Amonio, «se encierran en dos: en
ser malquisto y mal cristiano»385.

Dentro del discurso barroco, la celebración de la hegemonía monárquica


contrarreformista tiene su contraparte en esta irónica experiencia de los diablos, a través
de la cual el proyecto imperial aparece como discurso utópico, sueño sin topos vigente
«en ningún lugar», salvo en una Edad de Oro en que la nobleza derivaba de linajes
auténticos, sin que la movilidad social pudiera llegar a amenazar esa supremacía. Puede
así interpretarse que la sátira, por naturaleza proteica, expresa en este caso la nostalgia
conservadora por un pasado apoyado en la pureza de sangre, o que, contrariamente -o,

138
quizá, convergentemente- anuncia sin saberlo el irreversible descaecimiento de un
sistema social que, extremado por la dinámica criolla, se encamina hacia las formas
organizativas del Estado moderno, regido por el valor del dinero, el mercado y la
masificación urbana.

La idea del matrimonio como recurso de ascenso social aparece satíricamente


presentada en La endiablada, siguiendo la ironía quevedesca sobre el tema:

Quísose casar en Panamá, porque como estaba pobre sin


tener qué vender, ni qué empeñar y casarse es la postrera
mohatra que ha de hacer un hombre de bien, pensó por este
camino vivir rico y contento, —247→ no adbirtiendo que
es la galera del matrimonio la que más forzados tiene.
Ofreciéronle algunas mujeres ricas. Sin qué ni para qué,
casóse, en fin, para tenerle por este camino. Y los suegros no
se informaron más acá que del nombre y el yerno más que de
la hacienda (cordura de los maridos de este tiempo). La
mujer era colérica; la suegra, asperísima; el marido, soberbio;
el padre, miserable; los cuñados, cuñados, con que me
pareció que sobraba en aquella casa. Y así dejé a don Suero
aun más endiablado386.

El matrimonio de don Suero Pimentel introduce a la crítica al matrimonio, variante


de la misoginia siempre presente en la tradición satírica. La peregrinación de Asmodeo
por el cuerpo de otros habitantes del virreinato lo conduce a una «devota beata, de estas
celestinas a lo divino» que se confiesa «bruja, alcahueta y ladrona», aunque Asmodeo
declara: «Canséme de la aturdida, porque de un hipócrita, con la añadidura de mujer,
aun el diablo se cansa»387.

El tema de la mujer vuelve a aparecer en la serie de preguntas y respuestas que


constituyen la segunda parte de La endiablada, donde en breves frases se establecen
juicios del tipo de que las mujeres, como los sabios, «nunca elije(n) lo bueno»388, salen
demasiado, con cualquier excusa; son pedigüeñas y presumidas, y se ven con múltiples
galanes. Asmodeo se queja de que en los nuevos tiempos las mujeres ya ni siquiera
mantienen el decoro de las antiguas «tapadas», que solían cubrir su rostro manteniendo
el misterio de su apariencia e incitando al pecado más que las limeñas de rostro
descubierto389. —248→ Refiriéndose al auto de fe que sancionara la costumbre de las
«tapadas» se lamenta el diablo americano diciendo:

Aquí en un auto pregonado yace la cosa en que más


perdí. Ya se acabó lo terso de las manos, lo brillante de los
pies, lo airoso del cuerpo, lo vivo del andar, lo despejado del
decir y lo lascivo del hacer. Éste es el tiempo del desengaño.
Ya las mujeres no enamoran tuertas; ya los mantos no son
testigos falsos de las caras; ya unos rostros que con el velo
parecían reliquias, confiesan que aunque no de santos, son
huesos [...] Y, en fin, ya dicen la verdad los gestos y hablan
claro las edades390.

139
El juego de apariencia y realidad, y la idea de que es la verdad, y no lo fingido lo
que conduce al desengaño, es una ironía que excede el discurso satírico y se proyecta
como valoración escéptica de una modernidad que cambia las leyes de la jerarquía y la
ritualidad social, y las reemplaza por un materialismo descarnado y pragmático que
parece anunciar la crisis de hegemonía del sistema nobiliario.

La sátira expone, en el caso de Suero Pimentel tanto como en la alusión a la


costumbre de las «tapadas», el verdadero rostro de una sociedad que oculta bajo
máscaras, velos o falsos linajes, una realidad decepcionante. Y ésta es la verdadera
dimensión del desengaño barroco en su interpretación del proyecto imperial: la
verificación de que el sujeto colonial, otro y el mismo, devuelve objetivada la imagen
propia, la de una degradación que sólo se extrema y evidencia en el espejo de la
reproducción colonial. Y que al mismo tiempo, ese ser colonial, ese Otro creado a
imagen y semejanza del Yo imperial, elabora formas de identidad centrípetas, que
devuelven hacia el centro, como en un movimiento de bumerán, una energía heterodoxa
y materialista que transforma a la metrópolis que transformara a América desde el
Descubrimiento.

La crítica a instituciones, profesiones y costumbres, que tiene en la obra de Rosas


de Oquendo un claro antecedente, incluye, en efecto, además de lo relacionado al
matrimonio y la vida de las mujeres en la capital limeña, una larga mención a la
desviación americana —249→ del orden ideal de la sociedad: las haciendas son
malhabidas, los mercaderes son deshonestos, los abogados medran con sus clientes,
abundan los mendigos, los doctos de verdad son despreciados, los médicos, con sus
recetas, condenan a muerte a sus enfermos, existen infinitos presuntuosos, sobre todo
aquellos que presumen de nobleza «no siendo Lima, Valladolid», como indica Amonio
a su interlocutor. La cortesía escasea entre los habitantes del virreinato, mientras reinan
la murmuración, la ostentación y la mentira391.

Esta panorámica de la esfera pública -que en el relato de Amonio es digno


contrapunto de la corrupción madrileña ya mencionada por Asmodeo- revela una
alienada relación del productor cultural -del «chapetón» letrado, podría decirse en el
caso de Mogrovejo- con la historia y, mucho más aún, con la política económica que
sustenta a la sociedad imperial.

Esa idea de la transformación, mostrada en La endiablada como desviación o


subversión de un orden ideal -toda sátira expone el tópico del mundo al revés392- no
explora las causas ni las alternativas al proceso indicado sino que se limita a una visión
fenomenológica de la Colonia, donde la sátira funciona como discurso de la
provocación y de la burla, en el que la conciencia alienada del letrado, a través de sus
múltiples pruebas de ingenio, tira la piedra pero esconde la mano detrás de los
subterfugios de una narratividad carnavalesca. Y qué mejor que la conciencia dual de
Mogrovejo de la Cerda, madrileño noble descendiente del duque de Medinacelli
entronizado en la burocracia virreinal, para ofrecer esta visión —250→ bifronte del
descaecimiento de un sistema monopólico y nobiliario por naturaleza, que no resiste los
embates de un espíritu empresarial generalizado a todos los niveles de la sociedad, que
comercia con el honor, el linaje y la moral393. Sin olvidar que La endiablada se ofrece

140
como una especie de diálogo cómplice no ya entre los diablos que articulan el texto,
sino entre autor y narratario, entre Mogrovejo y Solórzano Pereira, jurisconsulto que
ocuparía los cargos de fiscal del Consejo de Haciendas y el Consejo de Indias a su
regreso a España luego de sus dieciocho años en América, adonde fuera enviado con la
misión de recopilar las ordenanzas y cédulas vigentes en las Indias, las cuales publicara
en castellano en 1648 con el título de Política indiana394.

Este paralelismo -dos diablos, dos burócratas- que analiza la dualidad


centro/periferia, y verifica la equivalencia de ambas partes en términos de apartamiento
del ideal de perpetuación de la sociedad nobiliaria, no es solamente un «discurso del
Otro» sino una exploración del proceso de escisión de la propia identidad española y sus
transformaciones históricas395.

Equiparados por la mímica de la autoridad literaria, Mogrovejo de la Cerda y


Solórzano Pereira, guardianes oficiales del orden y la legalidad que observaban el
espectáculo contradictorio de la imposición y de la violación de la razón de Estado,
encuentran en el discurso —251→ quevedesco y erasmista de la sátira barroca una
forma simbólica de ejercicio de la autoridad: es la mímica ante el espejo, donde el
productor crea y recibe la gestualidad burlesca, donde él es a la vez sujeto y objeto de
un discurso que caricaturiza su fracaso.

No por casualidad es justamente la praxis y nivel social del letrado lo que ocupa la
parte final del diálogo entre los diablos, en un ejercicio metadiscursivo acerca de la
autoría/autoridad escrituraria a partir del cual el texto literario se opaca, llamando la
atención sobre sí mismo.

El nivel final expuesto en La endiablada corresponde, en efecto, a la praxis de la


literatura. Luego de responder Amonio acerca de los hombres doctos, que en su opinión
abundan y son desestimados por sus iguales, ofrece una clasificación que los divide en
cultos, críticos y poetas. Cultos son «los leídos humanistas que hablan y escriben bien y
suscinto»396; críticos, «los que además de tener esto, hablando mal, hablan bien»397. La
condición de poeta requiere más matizaciones. La primera distingue entre alta y baja
literatura. Según Amonio, «no es poeta el coplista», ya que el «buen poeta» debe tener
cualidades «casi divinas» y ser «científico en todo», siendo la mejor poesía «para los
legos, la más fácil, para los doctos, la más levantada»398.

La «verdadera poesía» se identifica aquí, obviamente, con la complejidad barroca -


especialmente la dominante estética gongorina- que funciona como prueba de autoridad
cultural e ideológica, o sea como «una especie de fetiche aristocrático de una forma
extremadamente elaborada, vista como noble o sublime porque elude la comprensión
del vulgo y se sitúa fuera de la órbita del mercado y del dinero como medio de cambio y
posesión»399.

Esta poesía «divina» y «científica en todo» es, para la compleja cultura del
Barroco, dispositivo de alta especialización dentro del aparato ideológico del Estado
imperial, transmitiendo al nivel simbólico la estratificación social que sólo parcialmente
reproduce la —252→ sociedad colonial400. Dentro de los estamentos culturales, la
alta poesía corresponde a la «elevación nobiliaria»401 ya que «produce deliberadamente
una escritura que sólo puede ser manejada por una élite de estetas, letrados, arbitristas y

141
funcionarios del aparato imperial»402 siendo la dificultad culterana y conceptista un
ejercicio de autoridad, «una sublimación estamental por parte del emisor y receptor»403.

Lo divino y lo científico se unen en la definición que da Amonio de la «más


levantada» poesía, significando, en el sentido de Góngora, un «trabajo» o técnica
sublime, un artificio para la elevación espiritual creado a través de la imposición de una
norma culta, privilegio de pocos. Lo cual no deja de ocasionar presunción en los poetas,
a quienes se recuerda en este caso, como «pagándose demasiado de sus poemas y
creyéndolos superiores siendo tal vez bucólicos»404, o sea apartándose quizá del
«lenguaje heroico» que en Góngora transfiere el telos bélico al nivel de la escritura405.

Por su lado, los coplistas «fundan su aplauso en ser bufones del vulgo, haciendo un
sonetico a cada acción de sus superiores en ingenio y calidad», llamando a sus
creaciones «con poca razón sátiras; con mucha, libelos»406. Coplistas, bufones, satiristas
y libelistas se identifican con el arte vulgar de mera celebración social, adulación, burla
o escarnio, ironizando así el hablante ficticio la práctica quevedesca y la propia
naturaleza de La endiablada, perteneciente a las artes de ingenio, más acordes con la
degradación ciudadana y la corrupción institucional del virreinato.

—253→

Irónicamente, las posiciones de Amonio lo ubican a él mismo en el lado de los


críticos, cuya mordacidad, según él mismo indica, es la cualidad más abundante en la
Colonia ya que «no [h]ay acción, ni aun locución ajena que les parezca bien [a los
críticos]. Todo lo muerden, todo lo censuran, y todo lo condenan»407.

Amonio aparece como el paradójico poseedor de una regla de oro que evalúa la
conducta social y expresa en forma infusa, a través de la inversión satírica, un «deber
ser» que rebasa la experiencia y se proyecta, como en un negativo fotográfico, hacia la
dimensión de lo posible, verificando su definitiva frustración en América.

Al final de su diálogo con Asmodeo, el mismo Amonio indica, cuando el amanecer


anuncia ya el final del relato: «no sólo me [h]as preguntado noticias, sino
definiciones»408. Señala con esto su conciencia de que La endiablada excede casi el
nivel de lo empírico, que es el que legitimiza la sátira, elevándose a una irónica
especulación filosófico-moral que revela la existencia de un subyacente paradigma
ideológico que sirve de guía a sus reflexiones (el de la decadente sociedad nobiliaria de
la España imperial), al tiempo que perfila ya en el horizonte de expectativas que abre la
construcción narrativa, la prefiguración de la «nación criolla» (la «nation-in-the-
making» de que habla Stein) como contra-modelo político y social.

La mímica es, como indica Lacan, camuflaje, un estar sin estar, una presencia que
anuncia su desaparición inminente, una distancia que al mismo tiempo identifica y
enajena, produciendo lo que Bhabha llama «efecto de identidad», recurso
particularmente conflictivo, ya que esconde la esencia misma de la diferencia tras una
errática estrategia discursiva que apuesta a una mimetización enajenante409. En este
sentido, el letrado criollo de la primera mitad del siglo XVII, y sobre todo el peninsular
aposentado en la Colonia, revela en su escritura —254→ formas desgarradas de
identidad social y adscripción ideológica (de «afiliación», en palabras de Said) donde la

142
realidad es aprehendida y descartada al mismo tiempo, y donde la «otredad» se elabora
aún como una variante de la imagen propia.

En este marco, la carnavalización narrativa de La endiablada y su correspondiente


bivalencia ideológica desafían con su afectado relativismo el estatuto ontológico del
proyecto imperial en tanto constituyente de sujetos coloniales, que en su condición de
súbditos deben reproducir el modelo metropolitano. Esa reproducción, que
efectivamente registra La endiablada, es aquí paradójica: América remeda y aún supera
la degradación peninsular. Por eso esta inversión que desnaturaliza el proyecto imperial
al tiempo que lo confirma sólo puede ser leída en clave satírica. La transición de
subalternidad a subversión (de orden a caos) es demoniaca, supera a la razón y a la fe,
se inscribe en el registro profano de la historia, que parece operar con una agenda que
no es la del Imperio. La mímica satírico-burlesca se instala así entre la visión sincrónica
que revela la identidad colonial, y la diacrónica, que enfatiza las nociones de cambio y
diferencia410. Desplaza así, como indicara Bhabha, la monumentalidad de la historia411,
y la reemplaza por la ambivalencia de un conocimiento de la contradicción que perturba
las nociones existentes de Autoridad, Poder y Orden. Las «definiciones» de Amonio son
intentos pueriles por aprehender la esencia que regula relaciones sociales en proceso de
cambio, gobernadas por una lógica que anuncia nuevos tiempos.

Por esta razón, al menos desde nuestra perspectiva actual, en La endiablada el viaje
satírico y deconstructor de los diablos inaugura, como contradiscurso, un nuevo salto a
la utopía, un más moderno tránsito de lo fáctico a lo ficticio, de lo real a lo posible, de
infierno a paraíso, y, avanzando la historia, de colonia a república. Y en este —255→
proceso que reconvierte nuevamente la historia en imaginación, la corrupción en sueño,
las prácticas intelectuales y escriturarias se reservarán, otra vez, una centralidad
bifronte, como impugnadoras pero también como celebratorias y legitimadoras del
Poder, constituyendo en principal protagonista de la literatura no a los «seres de papel»
que la habitan con sus peripecias ficticias, sino al mismo productor cultural que efectúa
a través de la letra sus pactos con el Diablo.

143
—[256]→ —257→

Retórica, pensamiento crítico e


institucionalización cultural
—[258]→ —259→

Apologías y defensas: discursos de la marginalidad en


el Barroco hispanoamericano
La interpretación y valoración contemporánea de los textos coloniales, concentrada
en general en la reconstrucción historiográfica y en la recuperación total del texto en
tanto instancia comunicativa (determinada por historia, tradición y condiciones de
producción cultural), asume en general la forma literaria como parte de un repertorio de
recursos estructurados cuya evolución, si bien puede ser estudiada diacrónicamente,
aparece fijada en cada época, estableciendo un pacto de lectura cuyo sentido y
funcionalidad no siempre se desentrañan con exhaustividad.

Sin llegar a proponer una «sociología de la forma», que se resuelva privilegiando el


valor intrínseco de ésta -escindiéndola de su correspondiente elaboración temática o
compositiva, o considerando la ideología del texto colonial como un «valor agregado»
al literario-, es innegable que el análisis de modulaciones genéricas y utilización de
formas retóricas o modelos de composición literaria resulta imprescindible a la hora de
establecer tanto la vinculación del texto poético con respecto a las estructuras de poder
como el papel del productor cultural dentro de los conflictos de su tiempo. En efecto, el
modo específico en que se organiza una obra determinada, las estrategias discursivas a
través de las cuales se nos acerca un determinado mensaje, son inseparables pero
discernibles de lo comunicado; un dato no sólo relevante sino esencial en la
interpretación del complejo proceso de producción de significados.

El objetivo de este trabajo es proponer una lectura ideológica de apologías y


defensas en tanto textos fundacionales en el proyecto —260→ de construcción de la
identidad criolla y en tanto discursos que, a través de una retórica específica, interpelan
al sujeto virreinal e impugnan el orden ideológico e institucional de la época, desafiando
el hegemonismo de los discursos dominantes desde una perspectiva descentralizada y
cuestionadora.

Apologías, poéticas e historiografía colonial


El género retórico de la apología y la defensa surge del discurso panegírico que,
junto con el discurso forense y el discurso político, constituye, según indica Ernst
Robert Curtius, una de las divisiones de la materia artis412, proveyendo un modelo
retórico que se entroniza en la poesía medieval principalmente en la poesía de alabanza
tanto seglar como eclesiástica, proyectándose luego a la tradición renacentista413.

Durante la Colonia la apología y la defensa aparecen de manera constante


integrando tanto el discurso hoy clasificado como literario (desde las crónicas hasta los

144
escritos independentistas, con temática ya religiosa, cortesana, «social») como el
biohistoriográfico (confesiones, memorias, biografías, «bibliotecas», catálogos)
incluyendo textos donde se realiza la defensa de lo americano, la exaltación de la
naturaleza o la cultura del Nuevo Mundo, o donde se efectúa el relevamiento de la
producción cultural de los criollos o la celebración de individuos significativos dentro
de la sociedad de la época.

Otra manifestación del discurso apologético que merece especial consideración es


la que integran una serie de textos que ejemplifican una «modalidad manierista y
barroca de tratar asuntos de poética»414. Dentro de este corpus se destacan el
Compendio apologético en alabanza de la poesía que acompaña la conocida Grandeza
mexicana (1604) del español Bernardo de Balbuena, el Discurso en loor de la poesía
(1608), —261→ texto peruano de poetisa anónima, la Invectiva apologética (1657)
del neogranadino Hernando Domínguez Camargo, y el Apologético en favor de don
Luis de Góngora (1662), del erudito cuzqueño Juan de Espinosa Medrano, el Lunarejo.
Según ha sido indicado, «se trata de obras en prosa en las cuales los propios autores
explican sus poemas para encarecer la erudición propia y dignificar su objeto; o para
denostar al imitador y defender la propia obra frente a la imitación ajena»415. Es
interesante anotar de qué modo el discurso apologético se aplica entonces ya como
procedimiento de exaltación y elogio ya, como en el texto de Domínguez Camargo,
«con el signo contrario, el del vituperio»416, pero siempre unido a la intencionalidad de
legitimar y defender posiciones específicas con respecto a temas que pugnan por
obtener reconocimiento público o afirmar una determinada posición ideológica o
cultural dentro de la sociedad de la época417. El denominador común en los textos
mencionados es la celebración de la productividad cultural americana tratando de
demostrar a través de la loa, el análisis literario o la simple enumeración de autores y
temas poéticos, los méritos culturales y la capacidad crítica del letrado colonial418.

—262→

El mencionado Discurso en loor de la poesía efectúa, por ejemplo, el elogio de


poetas americanos en el contexto de un canto a la poesía y a sus grandes exponentes
clásicos, cumpliendo con la idea de que la poesía es «el más encomiástico de todos los
logoi»419. Los poetas americanos y particularmente los peruanos de la Academia
Antártica que funcionaba para entonces en Lima, aparecen así integrando un Parnaso
universal, llegando a veces a superar los méritos de Homero, Tasso o Dante420. Por otro
lado, la Invectiva apologética de Domínguez Camargo, defiende la creación del
romance «A la Pasión de Cristo», compuesto por el mismo autor a la manera de
Paravicino, al tiempo que ataca a sus imitadores juntando en un mismo texto elogio,
vituperio y defensa. A su vez, el discurso apologético presente en los textos de Espinosa
Medrano y Balbuena es importante principalmente como procedimiento de afirmación
cultural dentro del proceso de surgimiento del pensamiento crítico-historiográfico en la
Colonia.

La obra de Bernardo de Balbuena es el mejor ejemplo de aplicación del tópico de


«alabanza de ciudades» al caso americano, el cual puede ser articulado, en varios
niveles, al proceso de formación de la conciencia criolla421. En efecto, tanto la
mencionada Grandeza Mexicana como el Compendio apologético en alabanza de la
poesía, el cual nos informa de la concepción poética del autor, son representativos de la
transición del Renacimiento al Barroco, en lo que tiene que ver con la utilización del

145
discurso panegírico y con la fundamental importancia concedida por el autor al valor
fundacional y legitimador de la palabra poética422.

La poesía es en sí misma, según nos indica Balbuena en su Compendio


apologético, el amplio territorio en el que se encuentran y consagran tradiciones y obras
del presente. A través de su obra lo americano es celebrado como una realidad que
participa en la fiesta barroca de —263→ los universales. Aunque el texto sirva en una
primera instancia como confirmación del proyecto imperial de unificación y
homogeneización cultural, el exotismo manifiesto en su visión metropolitana no deja de
cumplir la función de re-descubrimiento de un mundo colonial que se levanta en
ultramar con una inusitada imponencia, donde la Colonia no es ya mera reproducción de
la metrópolis, sino asiento de una originalidad y una heterogeneidad que abren
impensados horizontes a la imaginación europea. Su profusión de imágenes y
descripciones cumplen con la función de conferir con la palabra un estatus de realidad a
la circunstancia social y cultural americana, que aunque ocupa aún para el Viejo Mundo
el paradójico lugar de la utopía, comienza a distinguirse de ésta adquiriendo la
materialidad de lo distinto. En un discurso que discierne entre verdad histórica y verdad
poética, la artificiosidad del celebratorio texto barroco tiene, en este sentido, un valor
fundacional: contribuye a la constitución del imaginario social de América,
formalizando un espacio social -un orbe ordenado de acuerdo a los principios del
Imperio pero también de acuerdo a su propia «racionalidad»- en el que la «conciencia
posible» del criollo ubicará su identidad diferenciada a través de discursos que a la vez
reproducen y desafían las convenciones y bases ideológicas dominantes.

Apologías, defensas e impugnación del orden imperial


Aparte de textos como los mencionados que se articulan en torno al tema específico
de la creación poética, con gran frecuencia el discurso encomiástico y de defensa
actualiza, dentro de la cultura virreinal, la tópica del panegírico personal asumiendo la
forma de «alabanza de los contemporáneos»423 o vinculándose al discurso forense
cuando se elabora la defensa personal como mitigado autoelogio o intento de
legitimación de posiciones diversas a las dominantes. La vinculación con el discurso
político es también evidente en este tipo de composiciones, aunque el proyecto
ideológico dentro del cual éstas —264→ se insertan permanece en general
retóricamente enmascarado o mimetizado dentro de los parámetros de los discursos
dominantes424. Ya en la segunda mitad del siglo XVII las apologías y defensas que dan
expresión al discurso criollo tienen un papel particularmente relevante en cuanto se
articulan estrechamente a las tensiones ideológicas y culturales de la sociedad barroca,
apartándose considerablemente del tono preponderantemente celebratorio y canalizando
de manera cada vez más expresa contenidos ideológicos «no canónicos» que socaban o
al menos impugnan, en mayor o menor grado, los fundamentos ideológicos del sistema
imperial.

Apología y defensa deben ser entendidas entonces como cara y contracara de un


mismo fenómeno, en el que se conjuga -en un mismo texto o en textos que dialogan
entre sí, explícita o implícitamente- el discurso del encomio (panegírico o celebratorio)
y el de la (auto) justificación. Alabar al otro, al igual que defender lo propio, son

146
operaciones que remiten, dentro de la cultura del Barroco, a distintos niveles de la
controversia epocal entre autoridad y subalternidad, fe y razón, escolasticismo y
humanismo, centralismo y marginalidad425. —265→ Las antítesis, claroscuros y
máscaras barrocas, encuentran expresión a través de esta dialéctica que elogia
hiperbólicamente al Otro al tiempo que impugna sus bases ideológicas, o afirma la
identidad del Yo haciendo uso de los recursos de la modestia afectada o adhiriendo a los
ritos de la celebración y la obediencia.

El problema del Poder -ideológico, político, cultural- es, por tanto, inherente a este
debate, en el que restricciones, acusaciones y sospechas tienen como contrapartida un
discurso contracultural a través del cual se canalizan intentos de legitimación o
reivindicación de posiciones antihegemónicas e innovadoras que amenazan la unicidad
del absolutismo y la ortodoxia.

En su libro Trials of Desire, Margaret W. Ferguson define la defensa (apology)


como el «género de aquellos a los que les falta poder», o de quienes buscan obtenerlo y
mantenerlo426. Situado temática y retóricamente en el terreno del adversario, ese
discurso de la (auto)defensa deja de manifiesto la subalternidad de quien lo ejerce; es un
discurso reivindicativo destinado a «remediar las fallas o carencias de la comunicación»
y a iluminar aquello que «perturba la norma», mostrando sus razones y su lógica
interna427.

Justo es destacar entonces el didactismo inherente en el género de la defensa428.


Vinculada en general a preocupaciones teóricas tanto como a problemas de
interpretación o prácticas sociales, la defensa expone una determinada postura
epistemológica que enseña al otro los fundamentos de la verdad propia, mostrando un
nuevo —266→ ángulo de conocimiento, una nueva -o al menos no dominante-
fórmula de acercamiento al tema, tácita o expresamente controversial, que motiva la
defensa429. Es justamente ese reclamo de verdad, ese intento por desencubrir y legitimar
un nivel de realidad diverso al promovido desde los centros de poder el que inspira
textos como la Apologética historia sumaria de Bartolomé de las Casas, o su Apología
latina contra Sepúlveda, en las que se revisan y desmontan las bases doctrinarias que
legitimaban las guerras de conquista y la explotación del indígena en el Nuevo
Mundo430. Esta búsqueda de la verdad a través del género de la defensa desmiente las
connotaciones de frivolidad o falsedad a veces adjudicadas a esas modalidades
discursivas, recordando la vinculación originaria de estas formas retóricas con la
literatura bíblica y la hagiografía431.

—267→

El discurso del elogio y la defensa adquieren particular relevancia en el Barroco


hispanoamericano en el contexto de las restricciones impuestas por la ideología
absolutista y contrarreformista, en medio de la cual comienzan a vislumbrarse los
primeros indicios del proceso de emergencia de una conciencia criolla diferenciada. Si
bien el tópico de la alabanza y el sobrepujamiento llegan hasta el Barroco a través de
una larga tradición, la articulación de esas formas retóricas al proceso de surgimiento y
consolidación de la identidad criolla adquiere un carácter ideológico específico en el
contexto de la sociedad y la cultura virreinal del siglo XVII, prolongándose hasta el
periodo independentista, por ejemplo, en los escritos de fray Servando Teresa de Mier,
quien en sus Memorias, a comienzos de 1822, usa la apología como uno de los

147
vehículos para la canalización de aspectos relacionados con su ideario emancipador y la
defensa de las bases en que se asentaba la identidad criolla y la propia, exaltada
identidad del fraile mexicano432.

Ese tipo de textos ejemplifica, por tanto, una tensión que remite a una problemática
vinculada a la cuestión de la representación de la —268→ identidad y la alteridad
dentro de la cultura colonial, sugiriendo una serie de preguntas que tocan al tema de la
funcionalidad social del texto literario en esa etapa de la historia cultural
hispanoamericana.

¿En qué forma se articula el «género» de la defensa o el elogio con el valor


interpelativo de los textos? ¿Cómo se produce la transición de la mimesis (o la
«mímica» de que habla Homi Bhabha) de los modelos dominantes a la elaboración de
la diferencia a partir de la cual el sujeto colonial accede a su propia identidad? ¿En qué
momento pierde la escritura del colonizado su carácter ancilar para constituirse en
expresión de pensamiento crítico independiente, articulado a una identidad social
diferenciada? ¿Qué estrategias, qué conducta cultural permite que los modelos retóricos
e ideológicos del dominador sean utilizados y redimensionados hasta llegar a potenciar
la posición del subalterno? Finalmente, ¿en qué momento y a través de qué
procedimientos se pasa de la defensa al alegato, de la respuesta a la interpelación, del
elogio del Otro al Yo que se autodefine por contraposición o identificación con la
imagen de aquél

Para comenzar una aproximación a estas cuestiones, es interesante anotar de qué


modo los más conspicuos ejemplos de apologías y defensas producidos en el siglo
XVII, por ejemplo por Juan de Espinosa Medrano y sor Juana Inés de la Cruz se
vinculan, aunque con modulaciones diferentes en cada autor, a la oratoria. Margaret
Ferguson indica en su citado estudio que la retórica de la defensa vincula las formas
orales al discurso escrito, formalizando y fijando a través de la escritura las estrategias
argumentativas del sermón y el discurso forense433.

Las consecuencias de esta transición de la oralidad a la escritura son múltiples,


principalmente en los niveles de producción y recepción del mensaje ideológico. Por un
lado, es obvio que la escritura no sólo concreta sino que refuerza los contenidos de las
formas orales, exponiendo las áreas más vulnerables de la ideología hegemónica así
como las técnicas de la persuasión y los métodos de la persecución —269→
ideológica y la censura. Por otro lado, el discurso escrito extiende el campo
interpelativo desde los círculos limitados de la predicación o el debate eclesiástico o
cortesano hacia un público cada vez más amplio, sacando a la superficie las polémicas y
enfrentamientos singulares, y creando las bases para una praxis social crítica e
innovadora que promueve el debate y redefine la relación entre espacios públicos y
espacios privados en el interior de la ciudad letrada.

Siguiendo así el principio retórico de que «el discurso es la base de todo orden
social», y como parte del proceso de institucionalización literaria en el mundo colonial,
el lenguaje verbal se va formalizando a través de formas de escritura que socializan lo
individual insertándolo en lo colectivo, de acuerdo con la idea aristotélica de que «las
palabras habladas son símbolos de experiencias mentales, mientras que las palabras
escritas son símbolos de las palabras habladas»434.

148
En este sentido, el ejercicio del ars dictaminis (arte epistolar), así como los textos
que anuncian la constitución de un pensamiento crítico-historiográfico en el mundo
colonial no sólo implican la apertura de nuevas formas de conocimiento sino que se
establecen como una actividad pedagógica a través de la cual el letrado ilumina e
interpela a la sociedad colonial acerca de temas de interés colectivo promoviendo
formas de conciencia social de enorme alcance social e ideológico.

El didactismo inherente al discurso de la defensa originado, como se indicara, en la


oratoria civil y religiosa, se asienta entonces en la transmisión de una verdad que se
descubre por una operación hermenéutica -la interpretación de la estética gongorina en
el Lunarejo, la impugnación al padre Vieira en la Carta Atenagórica- que revela el
estado y alcances del pensamiento crítico en la sociedad colonial. El logos trascendental
deja lugar a un discurso sofístico que incorpora hipótesis acerca de la realidad,
aplicándose al desmontaje de los discursos dominantes. La figura del escritor se
superpone así a la del orador; la inmediatez de la dialéctica argumentativa del discurso
oral se transforma y formaliza en la escritura a través de los modelos de —270→ la
retórica que enseña las técnicas de la persuasión de acuerdo a una pragmática que es
inseparable de las luchas por el poder -político, cultural, interpretativo- que caracterizan
a la sociedad barroca435.

Discurso apologético, defensas y «retardo americano»


En el contexto de estas luchas, el modelo provisto por el género de apologías y
defensas ofrece una perfecta coartada discursiva al espíritu impugnador y
antihegemónico del letrado criollo, hasta el punto que el verdadero valor fundacional de
esa forma particular de la literatura barroca dentro del proceso formativo de la
conciencia hispanoamericana sólo puede ser establecido plenamente en una segunda
instancia de lectura, cuando el lector pone en práctica la que Paul Ricoeur llamara «la
hermenéutica de la sospecha».

En efecto, nominaciones como las de «apologético», «defensa», «autodefensa»


(como se titulara la carta de sor Juana al Padre Núñez en la edición de Monterrey)
enfatizan más bien la cualidad reactiva de los textos, presentándolos no como actos de
definición u ofensiva intelectual sino como piezas discursivas que asumen y adhieren
retórica e ideológicamente a su condición subalterna. Sin embargo los textos
constituyen parte de un proyecto alternativo al dominante que da cuenta de profundos
cambios sociales e ideológicos en la sociedad virreinal, en la que actores sociales y
marcas de identidad social se definen en torno al concepto de alteridad con respecto a
los sectores y discursos hegemónicos. De esta manera, el discurso de la defensa —
271→ y el elogio a la vez encubren y canalizan la elaboración de la diferencia,
vehiculizando el mensaje criollo a través de modelos que se subsumen en la retórica
tradicional. Lo importante es entonces visualizar las estrategias discursivas a través de
las cuales la identidad individual y colectiva se define en los espacios de la
subalternidad y la marginalidad criollas.

Una de las constantes más recurridas en este tipo de textos es la del retardo
americano, que aparece inclusive elaborada discursivamente casi como un motivo

149
caracterizador del discurso criollo en los autores mencionados436. En efecto, la idea del
retardo aparece como una marca de marginalidad que afecta tanto aspectos temporales
como espaciales en lo que respecto a la localización del discurso criollo con relación al
metropolitano. Textos como la Carta Atenagórica de sor Juana Inés de la Cruz o el
Apologético en favor de don Luis de Góngora de Espinosa Medrano utilizan pre-textos
que remiten a modelos canónicos -cuerpos de doctrina o preceptiva estética- como
punto de partida para la afirmación de la identidad intelectual criolla. La actualización
de esos pretextos tiene como función dar ocasión a una práctica hermenéutica a través
de la cual el letrado virreinal se constituye no solamente en tanto interlocutor válido en
polémicas de alcance universal, sino en tanto sujeto colonial, determinado por
condiciones bien concretas de existencia y producción cultural437.

—272→

El elemento del retardo o retraso con que el texto criollo inicia o se incorpora a una
determinada polémica sirve para dramatizar la distancia entre el ámbito colonial y la
metrópolis, entre el Yo que punga por autodefinirse y el Otro que se ubica en el núcleo
de los discursos dominantes. De esta manera los textos coloniales desafían e impugnan
el centralismo imperial, en un proceso que va desde el motivo del retraso o retardo en
tanto marca de marginalidad, hasta la definición del Yo que ocupa ese espacio periférico
y subalterno.

En efecto, la Carta Atenagórica, retrasado ejercicio de réplica al sermón del jesuita


portugués Antonio Vieira, de 1650, persigue, con la reavivación de la polémica
hermenéutica en torno a las «finezas» de Cristo, objetivos personales y sectoriales que
superan la legitimidad teológica de la disputa, en cuanto apuntan a la definición del Yo
intelectual de su autora y, por derivación, a la afirmación de la capacidad interpretativa
del letrado y la mujer criollos.

Directamente derivadas de este texto, y al margen de las circunstancias ocasionales


que las motivaron, la Carta al padre Núñez y la famosa Respuesta a sor Filotea de la
Cruz apelan al género de la (auto)defensa para legitimar y expandir aquel acto de
autoafirmación, dejando atrás los motivos circunstanciales que originaron la réplica a
Antonio Vieira y reconvirtiendo el discurso hermenéutico en discurso autobiográfico al
servicio del subyacente proyecto de construcción de la identidad del letrado criollo.

El motivo del retardo (ilustrado ya empíricamente en las cuatro décadas que


mediaron entre el sermón de Vieira y la refutación de sor Juana) aparece claramente
expuesto, en un nivel más especifico, en la Carta al padre Núñez, vinculado a la
necesidad de justificación de la epístola. Al comienzo de ésta, sor Juana menciona el
tiempo que le ha llevado iniciar su respuesta a los ataques públicos de su confesor,
uniendo en su argumento el motivo del retardo al género de la defensa:

Aunque ha muchos tiempos que varias personas me han


informado de que soy la única reprensible en las
conversaciones de Vuestra Reverencia fiscalizando mis
acciones con tan agria ponderación como llegarlas a
escándalo público y otros epítetos no menos horrorosos, —
273→ y aunque pudiera la propia conciencia moverme a la
defensa, pues no soy tan absoluto dueño de mi crédito que no

150
esté coligado con el de un linaje que tengo y una comunidad
en que vivo, con todo esto, he querido sacrificar el
sufrimiento a la suma veneración438.

Por su parte, el Apologético de Espinosa Medrano, desfasado elogio del consagrado


autor de las Soledades (muerto 35 años antes de aparecer la obra del Lunarejo) provee
un magistral deslinde crítico-teórico en torno a las variantes del hipérbaton, al tiempo
que evidencia la resentida conciencia de su autor acerca de la marginalidad de los
criollos y los estereotipos bajo los que caen los confines virreinales a los ojos de la
metrópolis. Apología (en tanto celebración, elogio), defensa de lo propio, retardo
temporal y distancia geográfica aparecen unidos aquí en un texto que, en el «destiempo»
propio de la marginalidad colonial, reivindica su verdad interpretativa a través de una
compleja operación hermenéutica que expone la estatura intelectual del letrado criollo
inscribiéndola dentro de un proyecto que apunta hacia la construcción de su identidad
por contraposición con la otredad metropolitana. Dice el Lunarejo al comienzo del
Apologético, en sus palabras «Al lector»:

Tarde parece que salgo a esta empresa: pero vivimos


muy lejos los criollos y si no traen las alas del interés;
perezosamente nos visitan las cosas de España439.

[...]

Ocios son estos que me permiten estudios más severos:


pero ¿qué puede haber de bueno en las Indias? ¿Qué puede
haber que contente a los europeos, que desta suerte dudan?
Sátiros nos juzgan, Tritones nos presumen, que brutos de
alma; en vano nos alientan a desmentirnos máscaras de
humanidad440.

Asimismo, en el «Prefacio del autor» al lector de la Lógica agrega Espinosa


Medrano:

—274→
Me siento casi obligado a presentar mi Philosophia
Thomistica al mundo letrado, si bien trémulo y no
inconsciente de mi insignificancia [...].
[...]

Más, ¿qué si habré demostrado que nuestro mundo no


está circundado por aires torpes y que nada cede al Viejo
Mundo?441

151
Y finalmente:

Esto he dicho sólo en recomendación de la patria, pero


no es que haya pretendido reseñar ni la sombra de los
ingenios que en ella florecen, pues ¿quién soy yo como para
atreverme a exhibir una muestra siquiera de tantos y tan
grandes hombres que sobresalen en el Perú en letras, en
ingenio, en doctrina, en amenidad de costumbres, y en
santidad?442

Y puesto que nosotros, por vulgar error llamados


«indianos», somos considerados bárbaros; no sin razón me
recelo de que tales vicios y solecismos recaigan contra el
autor del libro443.

Censura y relegamiento son leitmotiv que acompañan en los textos mencionados el


desarrollo textual de la defensa y la apología, creando una especie de contrapunto con
respecto a la argumentación central, nutriendo desde el margen un discurso que se
dispara de lo general a lo particular, de los temas de la alta cultura a la cotidianeidad, de
los núcleos de interés hermenéutico a la periferia de la experiencia personal.

Defensa, «afiliación» e identidad americana


Tanto en el elogio de Góngora efectuado por el erudito cusqueño como en la
autodefensa de la monja mexicana la transición desde los términos que motivan la
polémica hacia la consolidación del yo —275→ escritural (es decir, el paso desde el
elogio del Otro o la defensa ante el Otro hacia la afirmación de una individualidad
diferenciada) es inmediata. En los dos escritores virreinales ese paso está marcado por la
articulación de las circunstancias individuales a una adscripción sectorial (a una
«afiliación», diría Said)444. En el caso de sor Juana, niveles como los de la cuestión de la
mujer, la subalternidad en la jerarquía eclesiástica y la propensión hacia una
intelectualidad profana, marcan una marginalidad múltiple que inscribe la experiencia
individual de la monja dentro de una problemática colectiva bien definida dentro de la
sociedad de la época. En el Lunarejo, la conciencia de su origen mestizo y su condición
colonial, la voluntad de reivindicación del quechua y el reconocimiento de su
relegamiento en los márgenes de la cultura oficial son bases de un proyecto de
afirmación de la cultura criolla que aparece elaborado como contra-mensaje en el
cuerpo textual del Apologético, planeado como reafirmación de los méritos de la
estética gongorina.

Elogio y defensa se revelan así como coartadas retóricas que dosifican y


«naturalizan» el reclamo, la impugnación y la autoafirmación colonial. En efecto, la
dominante discursiva en textos como los mencionados se inscribe dentro de los

152
parámetros marcados por la escolástica y el absolutismo imperial, aunque el productor
colonial juegue con el límite y experimente con mensajes marginales y subrepticios que
se nutren de recursos legitimados por la tradición, manipulando la retórica forense, el
panegírico hiperbólico o el tópico del pauca e multis, por ejemplo («no hay palabras
para lo que se quiere expresar»).

En el caso particular de Espinosa Medrano, el recurso apologético está presente en


sus sermones, en los que la oratoria sagrada sirve como vehículo a una barroca
alegorización de la condición colonial de América, particularmente en la «Oración
panegírica de Santa Rosa», analizada por José A. Rodríguez Garrido, donde se realiza
«el panegírico de la santa como defensa y elogio de una americana»445. —276→
Según indica Rodríguez Garrido, «podemos legítimamente preguntarnos si no está
desarrollando el orador una defensa que es perfectamente parangonable con otra, la del
intelectual americano, que intentara en el Apologético», concluyendo que «es obvio que
el sentido meramente religioso se desborda y el sermón puede verse como un capítulo
más dentro del gran texto escrito por su autor en defensa de una idea». Nuevamente
elogio y defensa aparecen como dos instancias de un proyecto reivindicativo en el cual
la conciencia criolla se proyecta desde la condición colonial hacia un mundo de posibles
articulaciones que permitan superar la posición inferior y marginal del colonizado. El
clasicismo, la escolástica, la teoría del Estado, la estética gongorina y en general el
universal campo de las disciplinas profanas son claramente visualizados en el Barroco
como el núcleo de una racionalidad exterior aunque entronizada en el mundo colonial,
que abarca pero supera a la metrópolis; una centralidad de la razón que sólo muy
dosificadamente se irradia hacia América, y a la que se puede acceder a través de
subversivas operaciones de apropiación y redimensionamiento de cánones, y por medio
de una mimetización que resguarde y al mismo tiempo fortalezca la propia identidad,
mientras se gestan las instancias históricas que consagrarían la razón sobre el dogma.

La puesta en práctica de la defensa, que aparece como respuesta o reacción a la


falta de reconocimiento, la censura o el cuestionamiento, implica siempre, como señala
Ferguson, la ruptura de algún código de conducta social y la transgresión de las
convenciones de consenso y aceptabilidad, como claramente ilustra el caso de sor Juana,
cuya praxis cultural amenaza no sólo las convenciones sino los principios del orden
dogmático. En este sentido, aunque el concepto de defensa pueda sugerir una mecánica
meramente reactiva, cuyos términos están determinados por el discurso agresivo y
dominante —277→ del Otro, su utilización indica pugna, controversia, polémica, es
decir la presencia de posiciones alternativas, contraculturales, que buscan definirse en
condiciones adversas. Por su misma excentricidad (o sea, por el diálogo que entabla con
los poderes centrales y las normas y cánones que de allí se derivan) tal proyecto
involucra la construcción de un público, es decir, la búsqueda de un espacio de
intercambio comunicativo con los poderes establecidos, tanto como la conquista de un
potencial receptor solidario con las posiciones expresadas en la defensa. El «nosotros
los criollos» que marca la posición enunciativa del Apologético, así como las alusiones
de sor Juana a su condición de mujer, a su linaje y a su comunidad (los cuales la obligan
a la defensa de su reputación) efectúan a través de sus diversos niveles de «afiliación»,
el arraigo del caso individual en la problemática colectiva. Espinosa Medrano es el
letrado virreinal que busca incidir en la polémica metropolitana desde su arraigo en la
cultura quechua (en cuya lengua predicaba); sor Juana aboga por la legitimidad de los
estudios profanos y los derechos de la mujer desde su subalternidad jerárquica y de
género. En ambos el telos de la escritura es esencialmente interpelativo, y se define no

153
sólo por la necesidad y el placer de persuadir al Otro sino por el proyecto de fundar la
didáctica del subalterno: la práctica de «convencer desde el margen» que Ferguson
señala como esencial al género de la defensa.

Esos textos informan así ejemplarmente no sólo acerca de la circunstancia


histórico-biográfica que los origina, sino acerca del complejo proceso de
institucionalización del poder cultural en el mundo colonial donde la subordinación del
letrado criollo se reconvierte creativamente, materializándose en mensajes que con
frecuencia desbordan los límites tradicionalmente fijados del modelo escritural a través
del cual se canalizan. La obra epistolar de sor Juana ilustra acerca de ese proceso de
reconversión discursiva. Las «bachillerías de una conversación» en que la monja se
refiere críticamente al sermón del portugués, que había refutado a su vez opiniones de
san Agustín, santo Tomás y san Crisóstomo, pasan, a través de la consagración
escritural, a quedar documentadas en un formalizado discurso «digno de Minerva» de
imprevistas repercusiones culturales e ideológicas.

—278→

El intercambio conceptual entre sor Juana y el obispo de Puebla, encubierto bajo el


seudónimo de sor Filotea, enmascara también bajo la retórica del ars dictaminis una
pugna que involucra los principios del orden jerárquico y dogmático en que ambos
contendores se inscribían. A su vez, la réplica epistolar a Antonio Núñez, oculta bajo el
debate personalizado y el tono de lo doméstico y biográfico, una profunda divergencia
en cuanto a temas de política cultural en la sociedad novohispana.

Conclusión
De acuerdo al análisis realizado, el discurso de la defensa debe ser valorado como
expresión formalizada de la transición hacia formas de conciencia que impugnan el
espíritu homogeneizante y preceptivo del mundo colonial, exponiendo a través de la
palabra escrita las instancias de la constitución de identidades colectivas en el mundo
colonial. En este proceso, y haciendo un uso creativo y heterodoxo de las formas
provistas por la tradición, el letrado criollo expone y elabora como temas de una agenda
política propia, los tópicos del retardo, la subalternidad y la marginalidad, pugnando por
contrarrestar la condición periférica del mundo colonial a través de una racionalidad
crítica y reivindicativa. Panegírico y defensa no son ya dispositivos que celebran y
confirman retóricamente un orden cultural e ideológico sino instrumentos de
pluralización, autoafirmación y apertura hacia una problemática colectiva cuya misma
existencia y reconocimiento amenazan la unicidad del proyecto imperial proponiendo en
su lugar una dinámica cultural crecientemente crítica y participativa, a partir de la cual
los nuevos centros culturales de la colonia visualizan los discursos metropolitanos como
la voz del Otro, es decir, como una preceptiva elaborada al margen de la problemática
americana.

154
—279→

Formación del pensamiento crítico-literario en


Hispanoamérica: época colonial

Problemas preliminares
A partir de la década de los años sesentas los estudios literarios han venido
replanteando con insistencia la necesidad de conferir un lugar central a la reflexión
sobre el surgimiento e institucionalización de la crítica y la historia literaria
latinoamericana.

La profusa producción literaria del continente, así como la apertura hacia


planteamientos y métodos de las ciencias sociales (los cuales permitieron reformular
con mayor rigor, por ejemplo, la problemática de las culturas nacionales), fueron
fundamentales para impulsar esa reflexión de la crítica sobre su propio quehacer, sus
supuestos teóricos y, sobre todo, su origen y desarrollo histórico.

En ese sentido, sin embargo, a pesar de que ya se cuenta con algunos trabajos
pioneros que abren la senda para una investigación de envergadura sobre el tema, la
mayor parte del camino está aún por recorrer446.

En su gran mayoría los estudios que se han venido produciendo sobre el tema se
han centrado más bien en análisis monográficos —280→ sobre la obra de críticos
contemporáneos ya reconocidos, sin avanzar aún hacia un estudio diacrónico y global
de la disciplina ni vincularla a otras áreas de la cultura continental. Muchos menos se
han abocado a dilucidar los orígenes mismos del pensamiento crítico-literario en
Hispanoamérica, tan ligados al afianzamiento de la cultura virreinal en el Nuevo Mundo
y al proceso de constitución de la sociedad criolla. Casi todos coinciden en ver en
Andrés Bello (1781-1865) el iniciador de la crítica literaria continental, y en considerar
las polémicas entre clásicos y románticos como el primer atisbo de pensamiento crítico-
teórico en Hispanoamérica en área de los estudios literarios.

¿Qué reflexión acompaña, sin embargo, a la producción literaria virreinal? ¿A


partir de qué supuestos epistemológicos comienza a gestarse una noción de literatura
capaz de dar cuenta de la producción americana? ¿Cómo se articula la tradición
europea, especialmente la recogida en poéticas y preceptivas clásicas retomadas por el
Renacimiento y el Barroco, a la diversidad étnica, lingüística e ideológica americana y a
su consecuente heterodoxia poética? ¿Qué modelos interpretativos y valores estéticos
guían el «gusto» del sector letrado que está definiendo su identidad y afianzando su
poder en el seno de la sociedad criolla? ¿Cómo reflexionan el pensamiento crítico y la
historiografía sobre su propia praxis en esa época de lucha por la hegemonía ideológica
y el predominio discursivo? En resumen, ¿a partir de qué parámetros se funda el
pensamiento crítico-literario hispanoamericano antes de la constitución de los estados
nacionales?

155
Una investigación preliminar de los textos coloniales posibles de ser canonizados
como representativos de estas primeras etapas del pensamiento crítico-literario
hispanoamericano revelados problemas que son inherentes a ese objeto de estudio y que
han sido ya anotados en estudios sobre el periodo colonial.

El primero se refiere a la falta de diferenciación disciplinaria (y por tanto, al


entrelazamiento discursivo y metodológico) existente en la cultura colonial. Crítica e
historiografía literarias se presentan durante el periodo colonial como un continuum
conceptual y como una praxis indiferenciada que se aplica al fenómeno poético sin la
especificidad —281→ metodológica que adquirieran con posterioridad447. En
puridad, sólo puede hablarse de «crítica» e «historiografía» por una convencional
extensión retrospectiva de términos que se ajustan a nuestra percepción y metodología
contemporáneas. En los siglos XVII y XVIII la falta de fronteras entre las disciplinas -
tal como se las concibe actualmente- caracteriza a esas modalidades del conocimiento
como derivación del carácter comprensivo de la Retórica, arte y preceptiva de la
eficacia verbal que se extiende, desde la tradición clásica, a todas las regiones del
discurso. Para que se produzca la diferenciación disciplinaria será necesario que,
acompañando a la modificación de las estructuras político-económicas, avancen los
procesos de institucionalización cultural a nivel continental, respondiendo a los
impulsos del pensamiento ilustrado y, con posterioridad, de la filosofía positivista.

El segundo problema, ligado al anterior, tiene que ver con el hecho de que, al
margen de las obras que se autoproponen deliberadamente como textos críticos o de
relevamiento historiográficos en la Colonia, una inmensa cantidad de conceptos, valores
y aún anotaciones metodológicas aparece de manera infusa, como parte del cuerpo
textual de composiciones literarias del más variado estilo, o en correspondencia privada,
registro de certámenes literarios, documentos de censura o autorización de obras para
publicación, etcétera. La tarea del estudioso actual es entonces la de entresacar
conceptos, valores estéticos, principios de ordenamiento y catalogación, así como
referencias críticas incluidas en ese vasto y heterogéneo material, y proponer una lectura
integradora que lo postule como discurso crítico.

Una segunda serie de cuestiones relacionadas con el surgimiento del pensamiento


crítico literario en la Colonia tiene que ver con —282→ aspectos ideológico-
culturales relativos a la conflictiva vinculación metrópolis/colonias.

Sería absurdo pensar que este pensamiento crítico emergente en América se da con
independencia de las teorizaciones y metodologías europeas. Asimismo, sería ahistórico
no vincularlo a la polémica relación político-ideológica existente entre el Viejo y el
Nuevo Mundo.

Como ha sido indicado, la tradición greco-latina llega a América principalmente a


través de las nociones teóricas y principios operativos presentes en poéticas y
preceptivas del Renacimiento y el Barroco. Los textos que se van creando en el Nuevo
Mundo aplican y reelaboran esa tradición, la cual de inmediato pone de manifiesto la
tensión existente entre ese cuerpo normativo y los productos poéticos americanos.

Al igual que en otras áreas de la cultura colonial, en el terreno de las bellas letras y
en el del pensamiento crítico derivado de ellas, se evidencia la lucha entre las fuerzas
contrarias de la cultura dominante y las peculiaridades de las nacientes culturas de

156
ultramar. El pensamiento crítico-literario surge en América requerido por ambos polos,
y a ambos rinde culto, en una síntesis que confunde nuestra percepción teórica actual,
marcada aún por la diferenciación disciplinaria neopositivista.

Uno de los principales puntos de tensión surge en relación con la cultura criolla,
especialmente por su vertiente indígena, tradicionalmente desacreditada en el contexto
europeo y entre buena parte de los integrantes del sector dominante en ultramar.
González Stephan señala ese hecho refiriéndose a la historiografía colonial, al indicar
que los intentos de relevamiento y ordenamiento de la producción literaria aparecen en
la Colonia.

[...] como prácticas discursivas que se erigieron en tanto


enunciados aseverativos que defendían la cultura colonial y
que sólo pueden ser cabalmente apreciados si se los integra
dentro del marco de las discusiones y polémicas generadas a
partir del Descubrimiento. [Las] teorías sobre inhabitabilidad
y deformación de la geografía y la inmadurez e incapacidad
del hombre americano desplegaron —283→ toda una
plataforma discursiva con agresivas polarizaciones, unas a
favor y otras en contra del carácter humano, social e histórico
del Nuevo Mundo448.

En ese sentido, la crítica y la historiografía adquieren un sentido ideológico preciso


al proyectarse como prácticas reivindicativas de la racionalidad y la productividad
americanas. En consecuencia, «La tendencia a desacreditar el legado indígena [...] fue
un incentivo clave que determinó el relevo cultural y bibliográfico en un enunciado que
tenía como interlocutor y destinatario aquellos detractores del quehacer en la
América»449.

Por otra parte, como es obvio, la práctica crítico-historiográfica es, en sí misma,


periodizable. Tanto sus métodos como su sentido ideológico se modifican en las
distintas etapas de la Colonia, respondiendo no sólo a las variables del pensamiento
europeo sino a los impulsos derivados de la propia maduración política y cultural
americana. A medida que la sociedad virreinal avanza hacia las instancias que
prepararán la emancipación, la literatura y la crítica afinan sus propuestas manifestando
la presencia creciente de una conciencia histórica americana. A efectos de la impronta
filosófica del pensamiento ilustrado, y respondiendo a los intereses de la elite criolla, la
literatura y la crítica americanas van afirmando su contenido nacional en un proceso de
progresiva diferenciación disciplinaria y afirmación de la identidad americana que pasa,
entre otras cosas, por la recuperación del pasado indígena450.

Se reformulan así los conceptos de historia, obra literaria, poeta (o productor


cultural, en sentido amplio), lector, así como los relacionados con el papel ideológico de
la crítica dentro del vasto mapa —284→ sociocultural americano. En todo esto es
esencial el protagonismo del sector letrado para quien literatura, crítica e historiografía
son sólo algunas de las trincheras desde las que lucha por el poder político y la
autoafirmación cultural.

157
Hacia una canonización de la crítica literaria colonial

Elogio a la poesía y apología del poeta: versiones del Parnaso en América

De manera dispersa, existen una serie de estudios que han abierto una brecha en el
campo de la producción colonial, llamando la atención sobre autores de los siglos XVII
y XVIII que son esenciales para la constitución de un corpus del pensamiento crítico-
literario emergente en Hispanoamérica451.

Cronológicamente, el primero de esos textos clave en los inicios del pensamiento


crítico-literario hispanoamericano es el Discurso en loor de la poesía, texto anónimo de
1608 atribuido a una dama peruana, el cual fuera editado y estudiado por Antonio
Cornejo Polar en los años sesentas452.

El texto es una fuente invalorable para la verificación de la fuerte influencia y


asimilación de la tradición clásica en el Nuevo Mundo, así como para el estudio de los
conceptos más recibidos (de inspiración neoplatónica) sobre el origen e importancia de
la poesía. Ésta es concebida como el resultado de un don divino de efectos
purificadores, que parte de la virtud y que a ella conduce, manifestándose así como una
práctica de utilidad social.

Asimismo, el Discurso plantea la tensión entre los temas y conceptos derivados de


la ortodoxia cristiana y los que llegan de la vertiente mitológica del paganismo. El
sincretismo cultural del Discurso —285→ admite la subordinación de esta segunda
vertiente en tanto que discurso marginal que se integra y enriquece la dominante
cristiana, tema que sor Juana abordaría también con posterioridad.

Pero el objetivo principal del texto es el elogio de la poesía por su esencia elevada
que combina creación y artificio en una síntesis venerada desde la antigüedad. El
Discurso legitima así la poesía como una práctica consagrada por su valor moralizante y
abarcador de las distintas manifestaciones humanas que, a través del discurso poético, se
expresan y revierten sobre el individuo que las ha inspirado. La summa poética permite
concebir al creador como sabio y profeta, integrando así a la concepción neoplatónica
central del Discurso elementos aristotélicos, ciceronianos, etcétera, que apuntan hacia
una racionalización del fenómeno literario453.

Obviamente, al margen del interés del Discurso en loor de la poesía en tanto


compendio de conceptos y valores atribuidos a la creación poética, el texto sugiere la
problemática del productor colonial, específicamente en lo que toca a la condición de la
mujer dentro de la cultura virreinal.

Las especulaciones y estudios acerca de la autora anónima del Discurso (a quien


Ricardo Palma da el nombre de «Clarinda») se basan en las referencias del texto acerca
de la condición femenina de su creadora, vinculando este texto a la «Epístola a Belardo»
de Amarilis454. Esta segunda composición (que Augusto Tamayo Vargas atribuye a la
misma autora del Discurso) es otro de los textos del periodo colonial que aparecen

158
como imprescindibles para un estudio de la erudición y los conceptos dominantes en
torno a la poesía en las primeras décadas del siglo XVII455.

—286→

En todo caso, es importante que la creación de estos textos que inauguran la


reflexión acerca de la literatura en Hispanoamérica corresponda a mujeres456. El
problema de la autoría tanto del Discurso como de la «Epístola» se vincula así al de la
recepción cultural en la Colonia. ¿Qué vertientes enriquecen la circunstancia cultural del
productor colonial, específicamente de la mujer, y hasta qué punto su contacto con la
cultura conventual o con la cortesana, así como su marginación de los centros de poder
y las instituciones culturales afectan su «lectura» de la tradición y su aplicación
selectiva de conceptos y valores estéticos a la producción literaria virreinal?

Al margen de estas cuestiones que se proyectan hacia el campo de una crítica de la


cultura, los textos aludidos no constituyen aún ejercicios críticos de carácter
hermenéutico sino composiciones laudatorias que recogen las preferencias y conceptos
estéticos dominantes en las poéticas clásicas. Por lo mismo, esos textos ponen de
manifiesto el sustrato mismo en el que se apoya la productividad cultural en la sociedad
virreinal, sustrato del cual emerge la noción de literatura vigente en el periodo,
obviamente ligada a la idea de escritura y a las formas cultas provenientes de la
tradición europea.

En esa línea pueden ser estudiados textos como el Triunfo Parthénico de Carlos de
Sigüenza y Góngora, el cual surge hacia fines del siglo XVII con el propósito de
recopilar poemas premiados en certámenes literarios de los años 1682 y 1683. En
opinión de Irving Leonard «El Triunfo Parthénico tiene mayor interés como testimonio
curioso de los hábitos literarios de la época que como colección de poemas»457.

Sin embargo, será recién en la segunda mitad del siglo XVII que aparecerá en el
Virreinato del Perú una obra en la que se avanza decididamente por la senda de la
teorización literaria y el análisis textual. Se trata del conocido Apologético en favor de
don Luis de —287→ Góngora (1662) del sacerdote cusqueño Juan de Espinosa
Medrano, apodado el Lunarejo, obra en la que la cualidad jánica del Barroco
hispanoamericano se manifiesta con total claridad458.

Por un lado, como ya ha sido anotado en otro momento en este mismo libro, el
texto se abre a las polémicas metropolitanas en torno al poeta cordobés, denotando un
dominio de los términos generales del debate, las técnicas culteranas y las reglas
retóricas. Por otro lado, como contrapartida de la erudición y control del aparato crítico,
en el Apologético habla el letrado criollo de su marginación y retardo con respecto a la
cultura metropolitana. En todo caso, el desarrollo del pensamiento crítico aparece muy
claramente en la obra de del Lunarejo como una de las formas ideológico-culturales a
través de las cuales el sector letrado trata de definir su identidad, en un proceso en el
que se combinan la asimilación de modelos dominantes y la búsqueda de la
diferenciación y la especificidad americanas459.

El Apologético contrapone el elogio de Góngora a los conceptos vertidos por el


portugués Manuel de Faría y Souza acerca de Luis de Camões en 1639. En la obra de
este comentarista, la exaltación de Camões resulta en denostación de la poética

159
gongorina, especialmente por la distorsión discursiva provocada por el uso constante del
hipérbaton. Espinosa Medrano trata exhaustivamente las modalidades y sentido
expresivo que adquieren en Góngora los «traspasamientos» o transgresiones del orden
convencional del discurso. Propone una lectura de la poética culterana en tanto
«habilitación» del idioma castellano, el cual va abandonando sus formas antiguas y
entrando en un proceso lingüístico que requiere a la vez la experimentación y el
redimensionamiento de las formas tradicionales.

Al mismo tiempo, a través de sucesivos deslindes teóricos, el erudito cusqueño no


solamente distingue los diversos estilos de crítica (destructiva, tensora, erudita, etcétera)
sino que brega por —288→ la instauración de una crítica científica («matemática»),
basada no en el mero relevamiento o cuantificación de procedimientos, sino en la
evaluación de su cualidad comunicativa (expresiva) dentro del contexto poético.

Asimismo el Apologético plantea, entre otros, los problemas de tradición versus


originalidad, norma culta («lengua alta y peregrina») versus «lengua vulgar y plebeya»,
historia versus poesía, «escritura humana» versus poesía secular.

Los estudiosos del Apologético han notado con acierto la actitud «formalista» del
texto, adelanto de planteamientos contemporáneos en torno a cuestiones tales como las
de fondo/forma en literatura, la especificidad del lenguaje poético y la definición de la
crítica como ejercicio analítico e interpretativo, que se extiende más allá de los límites
de la preceptiva460.

Catalogación y biografía

Pero la actitud formalizadora no se circunscribe al campo de la crítica literaria. El


mundo cultural americano se consolida en los siglos XVII y XVIII como objeto de
reflexión y análisis. Y una de las características que más resaltan en él son las ideas de
abundancia y variedad. Surgen así numerosísimas obras de registro y catalogación tanto
de elementos de la Naturaleza peculiares en el Nuevo Mundo como de las diversas
modalidades de productividad cultural que proliferaban en los virreinatos.

—289→

El espíritu que impulsa la investigación arqueológica, geográfica, etnográfica, se


manifiesta también el plano de la literatura, dando lugar a obras de recopilación y
ordenación bibliográfica, que en algunos casos apuntan ya a un deslinde entre los
materiales de la historia y la ficción, como indica González Stephan al mencionar, por
ejemplo, el Teatro eclesiástico de la primitiva iglesia de las Indias occidentales, vidas
de sus arzobispos (1649) de Gil González Dávila461. En otros casos, son los mismos
escritores españoles (Cervantes, en su Viaje del Parnaso, 1614 o Lope de Vega en sus
composiciones «La Filomena», 1621 y «El laurel de Apolo», 1630) que llaman la
atención sobre la productividad literaria americana.

Pero al mismo tiempo, se advierte por parte de los americanos la necesidad de


introducir un principio de orden que permita la absorción de ese mundo prolífico y

160
heterogéneo. La curiosidad científica y el alcance humanístico de los eruditos de la
época permiten la creación de obras del aliento de las Memorias histórico-filosóficas,
crítico-apologéticas de la América Meridional (1758) del peruano José Eusebio Llano
Zapata, en la que se describe el reino mineral, la fauna, flora y geografía americanas. El
mismo autor, en cartas a personajes de la época, critica asimismo los vicios de la
sociedad limeña, propone reformas de la enseñanza tradicional y recomienda
enfáticamente la escritura de una historia literaria que rescate del olvido a los escritores
americanos, abandonados en las márgenes del imperio462.

Historia literaria y «Memorias» son entonces aún parte de una crónica cultural
americana que debe ser escrita por los productores y receptores del nuevo continente,
como acopio de información y demostración de existencia cultural, para sentar las bases
de un proceso cultural diferenciado en el Nuevo Mundo. El tono reivindicativo del
proyecto historiográfico del siglo XVII florece en algunos —290→ casos, como en el
de Llano Zapata, al margen de las instituciones ya que como indica Barreda Laos, el
peruano

[...] no fue alumno de ningún colegio ni universidad.


Debido quizá a este apartamiento de los centros de cultura
caduca, donde dominaban preocupaciones tradicionales y
escrúpulos religiosos que impedían toda espontaneidad,
Llano Zapata pudo revelar cierta tendencia original a la
crítica libre y a la experiencia personal463.

En cualquier caso, los catálogos, inventarios o «bibliotecas» que en los siglos XVII
y XVIII hacen acopio de los materiales producidos durante la Colonia, implican la
apertura de un espacio crítico estrechamente ligado al proceso de definición de la
identidad americana y afirmación del sector criollo464.

En este mismo sentido debe verse también la práctica biográfica que acompaña a
muchas de esas obras de registro y catalogación. Los «Prólogos» que anteceden a las
diversas partes de la Biblioteca Mexicana (1755) de Juan José Eguiara y Eguren, por
ejemplo, incluyen información inédita sobre gran número de autores mexicanos,
imprescindible para la reconstrucción de su circunstancia histórica y personal465.

En otros casos, como en el de las obras de Francisco Javier Eugenio de Santa Cruz
y Espejo, El Nuevo Luciano de Quito (1779) y su continuación, La ciencia blancardina
(1780) los conceptos críticos aparecen —291→ inmersos en obras que tienen como
principal objetivo el cuestionamiento de la educación jesuita. Así se discuten en El
Nuevo Luciano, por ejemplo, «La retórica y la poesía» (Conversación tercera) y
«Criterio del buen gusto» (Conversación cuarta)466.

Tradición clásica, producción americana, conceptos de moral, reconstrucción del


ambiente sociocultural de la época, se entremezclan en los diálogos irónicos de Santa
Cruz y Espejo, los cuales se proponen, en un amplio proyecto, el mejoramiento
intelectual de Quito. El personaje de Moisés Blancardo introducido por el erudito
ecuatoriano da lugar a una discusión sobre el buen gusto y la censura, las virtudes de la
oratoria y las relaciones conflictivas entre el escritor y su receptor inmediato.

161
Moralizador, reformista, reivindicativo, el pensamiento crítico se vuelca desde sus
inicios hacia el lector. La literatura y la crítica son vinculadas directamente a la sociedad
de la que surgen, a las reacciones que causan en el receptor, y, por tanto, a la
manipulación de que son pasibles por el mensaje ideológico que contienen. La crítica
aparece concebida muchas veces como una derivación de la oratoria: sirve a los
objetivos de la persuasión, el cuestionamiento social, el intercambio ideológico, el
debate.

De esta manera, el pensamiento crítico que en el siglo XVII parte de la exaltación


de las virtudes purificadoras de la poesía, alcanza un alto grado de sofisticación crítica
(hermenéutica, formalista e interpretativa) hacia fines de siglo, orientándose al mismo
tiempo hacia el ordenamiento historiográfico y la reconstrucción biográfica y
asumiendo cada vez más la importancia social e ideológica que le corresponde en la
sociedad criolla.

La polarización entre una crítica subjetiva e inmediatista, marcada por el gusto


personal, la lisonja y la frivolidad cortesana por un lado, y las propuestas mucho más
formalizadas de reconstrucción cultural, relevamiento bibliográfico y crítica «científica»
por —292→ otro, da lugar en América a una variada gama de obras crítico-histórico-
literarias cuya heterogeneidad revela la coexistencia de proyectos político-culturales de
diverso signo ideológico, que se continúan bajo distintas formas en las etapas
posteriores del desarrollo continental.

En la Colonia, racionalización, identidad criolla, cuestionamiento de la cultura


virreinal y las instituciones, son todas piezas que comienzan a delinear un proyecto
cultural liberador que recoge los efectos del deterioro de la unidad imperial. El avance
del pensamiento crítico es sólo una de las formas que asume la conciencia histórica y
social en América. Y sus logros son también, como ha sido dicho, el producto de
solamente una de las vertientes culturales del Nuevo Mundo: la dominante, dueña de la
palabra y de la historia467.

162
—293→

Fundación del Canon: hacia una poética de la historia


en la Hispanoamérica colonial
El tema de las poéticas coloniales parece constituir desde el comienzo, como objeto
de nuestro estudio, lo que fue el complejo proceso de aplicación en América de cuerpos
estéticos que, formalizados por la tradición clásica y renacentista, prescribieron o al
menos rigieron de modo más o menos explícito, la creación literaria europea, y
específicamente la peninsular, llegada luego a las colonias de ultramar como parte del
acervo cultural e ideológico del dominador.

La expresión «poéticas coloniales» significa entonces «poéticas en América» ya


que no remite al surgimiento de conceptualizaciones o sistematizaciones originalmente
americanas acerca del carácter, modalidades o papel de la poesía, sino a la adopción,
adaptación, alteración y manipulación de un corpus preexistente dentro de las culturas
virreinales, es decir, en condiciones de producción cultural muy diversas de las
metropolitanas.

De modo que se nos invita, por un lado, a atender al fenómeno de reproducción o


traslado de prácticas culturales (el modelo horaciano o petrarquista, la estética
gongorina o quevedesca, las fuentes de Tasso, Ariosto, Lope, las prácticas de la
alabanza, la apología o la defensa) cuyo origen precede, en general, al de la misma
formación de las totalidades coloniales americanas.

Por otro lado, de manera agregada, se sugiere la referencia al surgimiento del


pensamiento teórico-crítico e historiográfico en Hispanoamérica, secuencia esta sí
originada en territorios de ultramar, como proceso metadiscursivo de conceptualización,
aprehensión, ordenamiento y evaluación de materiales nacidos de la hibridación
colonial, es decir del seno mismo de la sociedad criolla, como reflexión —294→ que
el sector letrado realiza acerca del valor -estético, ideológico- de su propia práctica
cultural. Reflexión realizada también, como es obvio, de acuerdo a concepciones de la
historia y métodos europeos, aunque el proyecto americano incorpore a los mismos
importantes variables, siendo incluso pionero, en algunos casos, en materia de
sistematizaciones bibliográficas468.

Aunque en sus inicios la literatura de América haya surgido como reproducción -


mimética o mímica- de los discursos metropolitanos, creo que es válido afirmar que
mientras que la primera operación, la de actualización de las poéticas clásicas en
América, puede ser calificada como de apropiación cultural (hacer propio lo ajeno), la
segunda (la de su teorización, crítica e historificación) comprende más bien un proceso
de recuperación (impedir o revertir la pérdida de lo propio), operaciones que muchas
veces se combinan en la obra del letrado barroco, aunque las prácticas recuperadoras
tiendan a ganar terreno con el avance de la historia, haciéndose dominantes, no por
casualidad, en las etapas más tardías del periodo colonial, como parte del pensamiento
protonacional.

Yo deseo hacer énfasis en este segundo movimiento que marcaría el proceso, por
así decirlo, del texto a su hermenéutica y a su historificación, de la producción del

163
discurso a su institucionalización, y, como veremos, del universalismo clasicista,
colonialista y eurocéntrico al particularismo criollo y americanista.

Con respecto al tema particular que nos ocupa, este proceso podría marcarse como
el paso de las poéticas de la literatura a las poéticas de la historia literaria, dado el
carácter prescriptivo que adquiere, en los proyectos del periodo, la definición del campo
de trabajo y del estilo y métodos a ser aplicados por el
bibliógrafo/recopilador/historiador de la literatura en estas primeras instancias
fundacionales de la historiografía americana.

—295→

Este proceso, vacío de sentido si no se lo considera en relación a los cambios


sociales y políticos de la sociedad criolla, que rearticula y redefine la función y poder
del letrado y de las prácticas escriturarias, es a su vez inseparable del proceso de
construcción de la identidad criolla y de las luchas de poder (político, discursivo,
interpretativo) que se dirimen en el seno de la sociedad colonial.

Deseo proponer, en este sentido, un diálogo de textos producidos en los virreinatos


del Perú y de la Nueva España que pueden servir para ilustrar, todos ellos, distintas
instancias en la formalización de un orden simbólico que no sólo compone el imaginario
complejo de la ciudad letrada colonial sino que prepara la expansión de sus límites, al
potenciar ideológicamente a sus instituciones y definir el papel político y cultural que
jugarán, en las etapas futuras, sus intelectuales orgánicos.

Como puntualizaciones preliminares, vale la pena recordar, en primer lugar, que


aunque la división disciplinaria que nos permite deslindar a la literatura de otros
discursos culturales (el discurso político, el histórico, etcétera) es plenamente vigente,
como tal, sólo a partir del siglo XIX, de todos modos es posible distinguir
tempranamente, en el conglomerado discursivo de la Colonia, las líneas que conducen a
la definición de campos y de métodos.

En segundo lugar, y también atendiendo a la dialéctica de unidad y desagregación


que caracteriza al proceso histórico que culmina con la destotalización colonial, es
evidente que el mundo hispánico constituye en los siglos XVII y XVIII a que haremos
referencia, una unidad histórica, política, y una «unidad de sentido» que condiciona, sin
embargo, prácticas sociales y culturales multidireccionales. Es así que la cultura criolla
manifiesta de múltiples maneras la contradictoria pulsión que oscila entre la voluntad de
pertenencia y participación en los discursos metropolitanos y la definición de una
identidad -criolla, americana- diferenciada de la peninsular, lucha por la hegemonía que
marca el proceso de formación de la oligarquía criolla e impulsa una discursividad que
legitime las nuevas posiciones sociales y políticas de este sector.

Dentro de este proceso, el discurso criollo atraviesa distintas etapas, que permiten
explicar las diversas modalidades en el tratamiento —296→ de la materia histórica y
literaria, la adhesión o resistencia a los modelos metropolitanos e incluso los recursos y
estrategias discursivas que rigen, en cada etapa, la relación entre conocimiento y poder
en el mundo colonial.

164
Autoría/autoridad/autorización. El letrado como canonizador
secular
El tema de las poéticas actualizadas en la Colonia tanto como el de los procesos de
historificación de la producción americana debe ser entendido como parte del problema
de la canonización discursiva, es decir, como momento o instancia del proceso de
institucionalización cultural y literaria que no es ajeno, como tal, a otras prácticas
ideológico-escriturarias que se dirimen en el interior de la ciudad letrada colonial (las
prácticas educativas o administrativas, la trasmisión y circulación de textos, la
implementación del discurso religioso, la aplicación de una determinada teoría del
Estado, etcétera).

América, en tanto territorio no sólo europeizado sino «orientalizado» desde sus


orígenes (tomado inicialmente como parte de Oriente, calificada como tierra de indios,
pero principalmente convertida, siguiendo el concepto de Said, en objeto de un discurso
colonialista) es confrontada, desde el comienzo, con una alteridad inabarcable,
monumentalizada a partir de los grandes «relatos» de la historia y la filosofía europeas,
la escolástica y el mercantilismo, las poéticas clásicas y la teoría del Estado absoluto,
repertorios que someten a América a las pruebas de fuego de la transculturación
colonial469.

Subsumidas desde el comienzo en el discurso político y religioso, las prácticas de


la literatura compiten por un espacio autónomo que libere su cualidad vicaria y permita
ir formalizando una subjetividad criolla ¿recientemente diferenciada -subjetividad
sectorial sólo metonímicamente identificable con la americana-, instrumento y producto
del proyecto criollo de afirmación política y cultural.

—297→

Si canonicidad implica consagración, autoridad, poder, los «dueños de la letra»


deberán ensayar, en su larga lucha por la hegemonía política y discursiva, no sólo
diversos mecanismos para inscribir América en los relatos monumentales de la cultura
occidental, sino asimismo procedimientos para escribir su historia, en un proceso de
reconversión que transforma la oralidad en texto, los textos en discurso, el pasado en
tradición, la tradición en fuente y en historia cultural, la empiria en canon.

En este sentido, la práctica del letrado colonial, peninsular primero, criollo después,
surge como derivación del paradigma eclesiástico. Mientras que la iglesia canoniza e
impone los textos religiosos, ¿quién canoniza los textos seculares?

La academia, y en general todas las formas de la institucionalización literaria, son


el púlpito de la discursividad secular, desde el que la palabra poética (y luego también la
palabra crítica, historiográfica, que tiene como objeto a la literatura) se ejerce como una
variedad de la palabra sagrada (del sermón, la consagración, la admonición, la
predicación, la catequización).

165
El mismo letrado, cuya identidad individual y sectorial se funde desde los orígenes
hispanoamericanos con la del eclesiástico, transfiere gradualmente a la cultura secular
de los virreinatos la «buena nueva» de los modelos y paradigmas culturales de
Occidente.

A través de esta conquista cultural se quiere reducir la otredad a la episteme del


dominador, regular y homogeneizar la heteróclita cualidad americana, salvar a la
barbarie a través de la letra, encontrar sentido, a través del discurso de la historia y la
razón de Estado, a la naturaleza desbordante del Nuevo Mundo, articular los propios
discursos y espacios culturales metropolitanos transferidos a América (corte,
administración, iglesia) a los ejes y requerimientos del poder imperial, y en este sentido,
legitimar la explotación, justificar el dogma, puesto a prueba por una realidad que se
presenta como irreductible.

El letrado colonial, misionero en tierra de indios, predicador o educador de infieles,


cruzado de la alfabetización y de la fe, representante del orden en el caos, del espíritu en
la materialidad, portador oficial de la letra en un mundo fenomenológico regido por el
paganismo, —298→ la oralidad, el instinto, revierte en el plano de la productividad
cultural los gestos conversores y mesiánicos aprendidos en una disciplina de dogma y
hermenéutica.

De ahí que en muchas de las prácticas de aplicación de modelos, autorización o


censura de obras, comentario de textos, ordenamiento y sistematización de materiales
culturales, pueda rastrearse, en método y propósitos, la memoria cultural que hace de los
dueños de la letra los conquistadores del imaginario americano en la Colonia. Muchos
de los procedimientos no sólo de la autoría sino de la autorización letrada evocan, en su
búsqueda de la autoridad discursiva, aquellas prácticas de la letra sagrada. De ahí,
también, que proyectos literaria e ideológicamente diversos expongan mecanismos
discursivos análogos, con una funcionalidad social e incluso política también similar, en
diversos contextos.

Compárese, por ejemplo, cuánto hay en común en el gesto escriturario de la cita de


autoridades que aparece en el famoso Discurso en loor de la poesía (autora anónima,
atribuido a «Clarinda», 1608) donde se fija un repertorio de temas y de autores en que
se combinan la ortodoxia cristiana y la vertiente mitológica del paganismo, y la
secuencia de autoridades que cita sor Juana en sus cartas como apoyo a su propia labor
escrituraria donde lo secular se articula a lo escolástico, inscribiendo y autorizando así
su propio interés en las ciencias y disciplinas profanas de cara a un corpus prestigioso e
inapelable.

Aunque en ambos textos las autoras persiguen proyectos literarios e ideológicos


diversos, la reivindicación de lo particular realizada en el caso del Discurso peruano a
través de la inclusión, junto a escritores clásicos y peninsulares, de autores virreinales
de la Academia Antártica, es similar al caso de sor Juana, cuando se hace la defensa de
la inclinación intelectual y de la compatibilidad de las letras y de la teología. En efecto,
ambos textos actualizan similares procesos de autorización discursiva, contrastando la
práctica americana de las letras con la canonicidad recibida por los grandes sistemas,
literarios o religiosos, del pensamiento europeo.

166
En el mismo sentido, piénsese cuánto hay de consagratorio, de predicativo y
catequizador en la exégesis del Apologético en favor de —299→ don Luis de
Góngora de Juan de Espinosa Medrano (1662) donde el autor español es elevado por el
crítico peruano como uno de los grandes padres de la literatura hispánica, y las
Soledades reconocidas como libro sagrado dentro de la tradición literaria, libro que a
través de la hermenéutica profana que penetra el hermetismo de la palabra y el mensaje,
derrama su significado sobre los lectores, fieles de una religión que se extiende
universalmente -autoritariamente, autoralmente- sobre la comunidad hispánica. La
misma participación en la polémica antigongorina con el portugués Faría e Souza
confiere asimismo una importancia mayor al debate en el que participa el predicador
cusqueño, al promover la creación de un espacio intercultural que, más allá de fronteras
políticas, se abre al mundo americano como posibilidad y desafío470.

La crítica literaria no es entonces en Espinosa Medrano sólo inaugural en tanto


práctica cultural en la Colonia, y consagratoria del letrado americano como interlocutor
válido de la letra imperial. Tiene, por su mismo carácter exegético, un valor productivo
e interpelativo: hace accesible el texto, lo divulga (lo abre al vulgo), lo acerca a una
comunidad y, en este sentido, promueve una «afiliación» (en el sentido de Said) que no
es sólo obediencia o sometimiento al texto consagrado (al Padre canonizado por el
discurso imperial) sino participación activa, «ritual», en el proceso de esa canonización;
adición, y en este sentido, modificación, penetración, del constructo discursivo
metropolitano.

De esta manera, la hermenéutica literaria criolla, crea sujetos, no sólo receptores o


discípulos, que se insertan activamente en el orden del signo, desafiando la economía
homogeneizante y verticalista de —300→ la ciudad letrada (aunque consolidando,
de un modo diverso, la centralidad de sus prácticas escriturarias), en una operación
similar a la utilización del quechua, lengua a la que el mismo Espinosa Medrano apela
para su predicación religiosa y para la escritura de algunos de sus autos sacramentales,
minando el monopolio del latín como lengua sagrada, y del castellano, como lengua
imperial sucedánea de aquélla.

El letrado y sus prácticas crítico-historiográficas surgen así en América como


elementos centrales en un nuevo sistema de autorización discursiva, que explora
diversos caminos hacia la hegemonía cultural y la legitimación sectorial.

Autoría, autoridad, autorización, son aspectos interrelacionados del proceso de


definición de un espacio cultural e ideológico, que si comienza por la transposición de
modelos, por la confrontación de la otredad, por la frustrante verificación de la distancia
y el retardo americano con respecto a los tiempos imperiales (tópicos tan
frecuentemente aludidos por los escritores criollos), se encamina paulatinamente hacia
la fundación de una nueva canonicidad alternativa, donde serán el ingenio, la
fecundidad intelectual, el ejercicio crítico de la razón y la elección de asuntos
americanos, los basamentos de la nueva identidad colectiva.

«Por sus obras los conoceréis». Fundación del pasado o el futuro es


ayer

167
El lector (real o potencial) de la Colonia es, en la operación antes descrita, acólito
de la institución cultural, de la misma manera que el escritor es, en los proyectos
historiográficos de la Colonia, integrante de un canon que remeda a la hagiografía,
donde vidas y obras adquieren un valor paradigmático, interpelativo, de tremendo
potencial ideológico.

El proyecto historiográfico que en el siglo XVIII define como objeto a las letras
americanas surge como paulatina diferenciación del material poético dentro de los
voluminosos y heteróclitos acopios, recuentos y catálogos que se componen, ya desde el
siglo anterior, —301→ como registro de la riqueza cultural continental. Asimismo, la
historiografía literaria del siglo XVIII se diferencia de la historificación barroca tanto en
lo que respecta a la metodología utilizada como a la proyección ideológica de esa
práctica cultural. Si metodológicamente se pasa de la recopilación acumulativa y la
catalogación a la organización cronológica, con atisbos de periodización y explicitación
de los métodos utilizados, ideológicamente se produce el pasaje -como ilustran muchos
de estos textos- desde la idea de la riqueza cultural colonial en tanto prueba de la
magnificencia del imperio, a la confirmación de la fecundidad intelectual americana
como evidencia de la productividad criolla, ya diferenciable de y comparable a la
metropolitana471. Vale la pena, sin embargo, puntualizar que este movimiento no es, en
modo alguno, irreversible, ya que proyectos como el del mexicano José Mariano
Beristáin de Souza, proponen -ya adentrado el siglo XVIII- la práctica historiográfica
nuevamente como reforzamiento de la ideología imperial, reaccionando así,
discursivamente, contra la insurgencia independentista en América, lo cual vuelve a
alertarnos contra la tentación de periodizar al margen de la consideración del proyecto
ideológico total al que se adscribe cada práctica cultural particular472.

—302→

Algunos textos barrocos exponen tempranamente una combinación de ambas


vertientes, incluyendo en la idea de la que González Stephan llama la «cornucopia»
americana, no sólo la exhibición de la riqueza cultural del Nuevo Mundo, sino ya
atisbos de ordenación histórica del material relevado, diferenciando, por así decirlo,
verdad histórica y verdad poética.

Ejemplificando la que Goic calificara como «modalidad manierista y barroca de


tratar asuntos de poética» el Compendio apologético en alabanza de la poesía que
acompaña a la conocida Grandeza mexicana (1604) de Bernardo de Balbuena, articula
junto al tópico de la «alabanza de ciudades» el elogio de la poesía como celebración de
una productividad cultural americana que si por un lado confirma el triunfo del proyecto
imperial, no deja por ello de promover al Nuevo Mundo como «una realidad que
participa de la fiesta barroca de los universales» al tiempo que hace gala de su propia y
particular fecundidad poética473.

El Compendio se extiende, a partir de los fundamentos clásicos, en la defensa de la


praxis poética ya no sólo como deleite de los sentidos sino como actividad reguladora
dentro de la dialéctica social y cultural de la polis. Como gesto retórico, sin embargo,
importa percibir el sentido de productividad cultural que el texto afirma, tratando de
cancelar las difamaciones y desprestigio en que caen los poetas dentro del contexto
pragmático de la Conquista, con la minuciosa fundamentación de la funcionalidad moral

168
y social del arte y su proyección hacia objetivos menos temporales, que relativizan la
materialidad con la promesa de la trascendencia, como indica en su cita de Ovidio:

Todo se acabará con los diversos


cursos del tiempo: el oro, los vestidos,
—303→
las joyas y tesoros más validos,
y no el nombre inmortal que dan los versos474.

América accede a la grandeza y a la inmortalidad a través de la participación en el


campo universal de las letras, de modo que el recuento de sus poetas y el compendio de
sus más brillantes composiciones adquiere el sentido de una confirmación no sólo de
existencia sino de excelencia y proyección histórica. La eficiente apropiación de los
americanos de las poéticas clásicas es, en el contexto del temprano barroco colonial,
nueva confirmación de la condición espiritual de América, contrapartida, así, de las
antiguas crónicas de los conquistadores que detallaban la prodigalidad del Nuevo
Mundo como ofrenda poética y anticipación discursiva de la apropiación imperial.

Ofrecida como tributo literario a García de Mendoza y Zúñiga, arzobispo de


México, la recopilación de Balbuena, como el Triunfo Parthénico de Carlos de
Sigüenza y Góngora, celebra la fructificación de las poéticas clásicas en la pluma de los
americanos como instancia preliminar de una historia cultural que comienza por la
verificación del sujeto productor y avanza hacia su promoción y autonomización
política y cultural.

El presentismo antologizador de estas composiciones brinda ya el fundamento a


futuros proyectos de historificación, donde la redefinición de productor y receptor tanto
como la reorganización de la materia tratada revelarán las sucesivas crisis de hegemonía
del aparato imperial, y las transformaciones que esas crisis impulsan en la estructura de
poder dentro de la Colonia.

De la misma manera en que la poesía constituye el territorio cultural, espiritual,


ideológico, en que la tradición se funde y fertiliza las obras del presente, también la
historia literaria es el orbe ordenado sobre el que se funda una grandeza americana,
discernible, cada vez más, de su raíz peninsular. De ahí que la transición de las poéticas
de la literatura a la poética de la historia literaria surja como correlato de la
consolidación de la conciencia criolla, ya como legitimación —304→ de la nueva
hegemonía sectorial que acompaña a la destotalización colonial (Eguiara y Eguren,
Llano Zapata), ya como intento de revertir los fundamentos en que se apoyaba el
separatismo criollo (Beristáin de Souza).

De ahí también que el «tono» y la retórica que caracterizan a cada una de esas
instancias sean también diferenciables, ya que al estilo apologético (de alabanza pero
también de autodefensa) sucede el estilo más científico, desapasionado y enumerativo
de los historiadores, aunque se mantenga el carácter reivindicativo y catequizador que

169
siempre caracterizó al ejercicio de la letra colonial en América. En otras palabras, si la
alabanza es «el género de aquellos a los que falta poder» o de los que buscan
obtenerlo475, la globalización historiográfica será el género de los que tratan de afirmar
un poder ascendente.

Ya a mediados del siglo XVIII, en el proyecto de Juan José Eguiara y Eguren de


componer una Bibliotheca Mexicana (1755) los mecanismos de acumulación,
exhaustividad y sistematización persiguen la meta de lograr una totalización que
contenga y defina los límites (o, casi, los confines) de un espacio cultural que extiende y
explicita el imaginario americano en tiempo y en espacio, proyectándolo como
contradiscurso que cancele los prejuicios acerca de la barbarie americana y su caótica
materialidad.

Como sor Juana ante la interpretación de Antonio Vieira acerca de las finezas de
Cristo, o del Lunarejo ante los ataques de Faría e Souza a la poética gongorina, la obra
del bibliógrafo mexicano -predicador y profesor de teología en la Universidad de
México- surge como reacción intelectual ante el desvío interpretativo, y evoluciona
hasta convertirse en ejercicio exhaustivo e hiperbólico que crea, en su propio desarrollo,
un «objeto» discursivo que se autonomiza del pre-texto que lo originara. En los tres
casos, los letrados transfieren su prédica del ámbito eclesiástico al secular, en un
decidido ejercicio del pensamiento crítico y de afirmación cultural americana. En los
tres casos, asimismo, se recuperan y reconvierten los discursos centrales en una práctica
soberbia de redimensionamiento de la subalternidad y la marginación.

—305→

Detracción y reivindicación, defensa y elogio, centralidad y periferia, autoridad y


resistencia, visiones y versiones de la historia son, durante todo el periodo colonial, los
polos entre los que se mueve el discurso histórico-literario como práctica criolla. Sin
embargo, a medida que se avanza hacia el siglo XVIII y con él hacia el fortalecimiento
de la sociedad civil, hacia la formación de una oligarquía criolla y hacia la preeminencia
del pensamiento científico, el discurso historiográfico tiende a formalizarse, cada vez
más, como producto de la conciencia histórica de un sector que es sujeto y objeto de
reflexión política, histórica, filosófica en América.

Teniendo como antecedente inmediato intentos novohispanos similares, aunque


mucho más acotados y locales que el de Eguiara y Eguren, como las ciento cincuenta y
siete fichas bilbiográficas que componen el Catálogo de los escritores angelopolitanos
(1744) de don Diego Antonio Bermúdez de Castro dedicada a relevar autores
vinculados a la ciudad de Puebla de los Ángeles, provincia de Tlaxcala, la Bibliotheca
Mexicana es la primera obra de tal magnitud en el continente americano, llegando a
reunir, hacia 1747 información acerca de aproximadamente dos mil autores americanos
sobre datos provistos por múltiples corresponsales de diversas áreas de México,
Guatemala, Cuba, etcétera476.

Eguiara y Eguren responde con su Bibliotheca Mexicana al menosprecio sobre lo


americano expresado particularmente por el clérigo español Manuel Martí, deán de
Alicante, en sus Epístolas Latinas (impresas en 1735), donde caracterizara al Nuevo
Mundo como ámbito de la barbarie y la ignorancia477.

170
—306→

Algunos de los múltiples informantes de Eguiara, como es el caso del erudito y


teólogo don Andrés de Arce y Miranda, por ejemplo, insisten, al enviar sus
colaboraciones para la Bibliotheca, en el tema del antiamericanismo europeo, el cual
actúa como motivación ideológica y estímulo de las prácticas recopiladoras.

Arce y Miranda indica explícitamente, en ese sentido, que su trabajo de


catalogación tiene como objeto «refutar la tesis, ya impugnada por Feijóo, de la
supuesta pérdida de la capacidad intelectual de los criollos al llegar a la edad adulta»,
indicando asimismo que parte del prejuicio antiamericano tiene su origen en este
racismo europeo -que también inquietara al Lunarejo- ya que «la preocupación en que
en la Europa están, de que somos mezclados (o como decimos champurros) influye no
poco en el olvido en que se tienen los trabajos y letras de los beneméritos»478.

En las páginas de los extensos prólogos («Anteloquias») que preceden al cuerpo de


la Bibliotheca Mexicana (de la que llega a publicarse sólo el primer tomo), Eguiara y
Eguren retoma y reelabora esos argumentos, planteando como contrapartida el proyecto
de realizar una catalogación y localización de autores e instituciones que marcaron el
desarrollo de la cultura novohispana desde el Descubrimiento hasta mediados del siglo
XVIII.

A la explicitación del abarcador criterio temporal se une la totalización geográfica


regionalizada: la biblioteca «mexicana» comprende en el proyecto de Eguiara un área
que incluye a Venezuela («que en lo demás pertenece a la América meridional o
peruana», según el autor) sobre la base de la adscripción política y eclesiástica de esta
zona a la Nueva España («por ser su diócesis una de las sufragáneas de la Iglesia de la
Española o Catedral de Santo Domingo», dice Eguiara) y excluye «la Carolina, la
Virginia, la Nueva Inglaterra, —307→ la Luisiana y el Canadá o Nueva Francia,
regiones dominadas por reyes extranjeros, con las cuales tenemos muy poco o ningún
trato y cuyos libros desconocemos casi en absoluto a pesar de haberse producido en
estas partes de la América Septentrional»)479.

Asimismo Eguiara anuncia su voluntad de incluir referencia a los códices y otras


recopilaciones de la cultura indígena. La Bibliotheca Mexicana constituiría así un
contradiscurso que parte de una operación de reconversión de la oralidad indígena a la
palabra «culta» y a la historia cultural, llevando, por así decirlo, lo marginado al centro
de las prácticas escriturarias y recopiladoras que definen a la ciudad letrada en la
Colonia480.

La práctica crítico-historiográfica surge así como refutación de versiones foráneas


y reivindicación de lo propio, amparada en la retórica de apologías y defensas, que en
otra parte he caracterizado como «discursos de la marginalidad criolla». Surge también
como descubrimiento de voces, definición de espacios culturales y promoción de la
dispersa cultura americana al nivel de producción cultural «autorizada» por la labor
letrada.

El letrado es así el que confiere la voz, el que eleva a la discursividad de la alta


cultura las formas populares y heterogéneas que componen la realidad americana, en
una conversión que es propia de la transculturación colonial, pero que a su vez sufre la

171
subalternidad a que somete la metrópolis a la producción criolla, ya que como indica
Arce y Miranda, «[...] para los que ignoran que el mundo como esférico es igual por
todas partes, hace más eco lo distante —308→ que lo cercano, Alcalá y Salamanca,
que cien Méxicos, pero ya acá tenemos nuestro adagio de que todo el mundo es
Popayán»481.

En este sentido, es interesante también anotar que dentro del mismo proyecto de
autorización letrada, Eguiara defiende sobre bases similares, a la misma cultura
peninsular, despreciada a su vez por los europeos, situando así ambos ámbitos
culturales, el indígena y el metropolitano, como equidistantes de la práctica criolla. Esta
manipulación de las distancias, este llamado de atención, dentro de su proyecto
enciclopédico, de la existencia de numerosos «centros» autorizadores, selectivos y
excluyentes, hace del proyecto totalizador una práctica universalizante de grandes
consecuencias ideológicas. Si puede verse, por un lado, en la idea de redefinición de lo
mexicano un antecedente protonacional pre-Iluminista, debe al mismo tiempo advertirse
la operación inversa (no necesariamente contradictoria con aquella): la fundamentación
a favor de la existencia de un ámbito cultural hispánico que en algunos sentidos engloba
a España y sus colonias, espacio definido en relación a un eurocentrismo que los
excluye a ambos, promoviendo así la fusión de sus partes. Esta reconversión de la letra
que está en la base misma del discurso crítico-historiográfico americano, afirma y
redefine la función del letrado, quien no será ya sólo el instrumento principal de la
reproducción de los discursos imperiales en América, sino su canonizador, su promotor
o su impugnador más autorizado, según los casos.

La letra es nuevamente el mecanismo de autorización/autoridad que instaura el


orden del discurso por encima del caos de la empiria, que constituye en corpus y canon
las partes desmembradas o relegadas de la totalidad cultural, definiendo campos,
autorizando voces. La historiografía es, en este sentido, pedagogía, prédica, sermón; la
historia es el relato en que se alegoriza la condición de América, su cualidad específica
y también universal, la que define la localización del continente en el concierto del
pensamiento occidental, y su papel dentro del nuevo espacio espiritual que inaugura la
razón.

El que Higgins llama el «archivo» criollo no es, entonces, en este sentido,


meramente depósito de información sino ante todo gesto —309→ y práctica cultural,
artificio retórico no sólo para la persuasión sino para la construcción misma de la
realidad americana482.

Esta creación de la realidad a partir del discurso opera no sólo por


desmantelamiento de los prejuicios y estereotipos en que se apoya la ideología
colonialista, sino asimismo por producción de la evidencia enciclopédica que sustenta
un nuevo régimen de verdad, que desafía la idea de la «novedad» americana fundando
desde el presente un pasado demostrable, asimilable al que nutre los discursos centrales,
legitimado como tradición y organizado como corpus. Podría decirse, en este sentido,
que estamos frente al proceso por el cual la tradición -existente siempre, aunque en
forma infusa, como sistema que precede y fundamenta a las creaciones del presente- va
siendo elaborada como historia -es decir, visualizada como proceso que acompaña el
desarrollo de una formación social determinada483.

172
Pero en pocos textos es tan explícita la factura misma del discurso historiográfico
(la invención de América a través de su historia literaria) como en las cartas de José
Eusebio Llano Zapata, quien trabaja contemporáneamente a Eguiara y Eguren en el
virreinato del Perú.

Dentro de una cultura peruana virreinal que Barreda Laos caracteriza como
monótona y rutinaria, de decadencia y desprestigio de la institución universitaria y
fortalecimiento escolástico como reacción al avance del cartesianismo, Llano Zapata,
autor de las exhaustivas Memorias histórico-filosóficas, crítico-apologéticas de la
América Meridional (1758) —310→ representa, con sus críticas a la educación
tradicional y a la corrupción política y social de la Colonia, a la razón independiente
atenta tanto a la necesidad de estimular la educación técnica como la humanística484.

Su obra y su prédica antiescolástica abogan por el cientificismo libre, insistiendo


sobre la necesidad de lograr la totalización enciclopédica de una realidad desordenada
en que la técnica, la historia y la experimentación se constituyan como nuevos discursos
reguladores y como disciplinas que redefinan el nuevo lugar de América en el conjunto
universal, y del letrado criollo, en el conjunto americano.

Al pedir autorización para la realización de una historia literaria americana, en su


«Carta persuasiva al señor don Ignacio de Escandón, sobre asunto de escribir la
Historia-Literaria de la América Meridional» (1768) Llano Zapata explica las razones,
método y sentido histórico del proyecto.

En el planteamiento del plan de la obra tanto como en la carta del «suplicante»


Martín de Martiarena, quien presenta a Escandón el proyecto de Llano Zapata, se
advierte el creciente prestigio de las letras dentro de la cultura americana y el
reconocimiento de la carrera literaria como una actividad que glorifica no sólo a los que
la ejercen sino a la patria que es cuna de los sabios aunque también, paradójicamente,
por el olvido histórico, pueda operar como «sepulcro de [su] memoria».

Es como si las alabanzas de la poesía que integran la construcción canónica en la


América de los siglos XVI y XVII hubieran fructificado históricamente en el discurso
metaliterario del siglo XVIII. Y aunque los proyectos que se vienen aludiendo en este
estudio no constituyan aún historias literarias en cuanto tales, sino operaciones
preliminares de catalogación, registro y ordenamiento, es notorio el creciente contenido
político de los planes de historificación, insertos cada vez más decidida y
autónomamente en el movimiento de promoción del criollo dentro de la totalidad
cultural hispánica.

De la misma manera que compendios explícitos o infusos anteriores, como el de


Balbuena o el contenido en el Discurso en loor de —311→ la poesía o en el
Apologético incluían ya, en su atención a la tradición literaria, gérmenes de
ordenamiento histórico de la materia poética, integrándolos en proyectos en que se
actualizaban con fidelidad las poéticas clásicas, también los avances historiográficos del
siglo XVIII reproducen el afán prescriptivo y regulador que había regido el discurso
barroco, creando una especie de «poética de la historia» que se va formalizando
adherida al prestigio creciente del documento, el dato empírico y el desarrollo científico.

173
En las cartas de Llano Zapata, fechadas 9 de abril y 8 de mayo de 1768, se
explicitan las que serán las fuentes principales del proyecto. Por un lado, el bibliógrafo
pide acceso a los archivos de Cabildos, universidades y colegios. Por otro lado, apela a
las «memorias privadas» de los habitantes del virreinato, a través de una carta circular
que tiene como función convocar, según se indica, a informantes que puedan aportar
datos sobre obras, temas y procedencia de los autores americanos.

El proyecto es concebido como tarea colectiva, sugiriendo el proceso de


consolidación de una comunidad cultural con conciencia de sí, activa productora de su
propio pasado. Pero al mismo tiempo el proyecto es plural y abarcador en cuanto a sus
propósitos y contenido. Queriendo complementar o corregir las noticias «poco fieles,
[...] diminutas y pasajeras» que hacen poca justicia a las letras criollas, la historia de
Llano Zapata quiere inaugurar una tradición fidedigna, a través de un método riguroso y
exhaustivo:

Las fuentes donde se ha de beber una verdad, que nos


interesa, son las Memorias, que en sus archivos guardan los
cuerpos literarios de Lima, y las que, como un riquísimo
tesoro, conservan algunas familias del Perú. De estas bien
examinadas se sacarán la profesión y progresos de cada uno,
sus escritos, impresos o manuscritos, sus peregrinaciones o
viajes, sus descubrimientos o hallazgos, y la edad en que
existieron, sin perder de vista los autores regnícolas o
extraños que les critican o elogian»485.

—312→
[...]

La falta de algunas noticias se suplirá con las pinturas o


retratos de nuestros sabios, de que hay allá sobradas
colecciones. De éstas se formará una Historia Iconográfica
que servirá de grande luz, si le acompañan las inscripciones
del mérito de cada uno, de su edad, patria, profesión y
dignidad486.

La recopilación e intercambio de información conecta no sólo la órbita pública y la


privada, inaugurando, como Castro Morales indicara, un «comercio literario» entre los
habitantes del virreinato, sino que articula asimismo historia y crítica literaria, biografía
y proceso cultural, obra publicada e inédita, prácticas locales y extranjeras, crítica
cuestionadora y laudatoria, texto e iconografía, en un compendio de notoria modernidad
cultural.

En el mismo sentido, Llano Zapata marca la línea que definirá el proyecto crítico-
historiográfico como objetivo y ajeno a parroquialismos y excesos retóricos. Apartada
de la pasión y de la «vil esclavitud de la lisonja, del interés, del partido y la facción», «a
cada uno se le ha de formar su relación a medida de su mérito». Aún más enfático es el

174
bibliógrafo al referirse a las genealogías de cada escritor, ya que, como indica Llano
Zapata:

[...] es grande impertinencia, en estos casos, gastar el


tiempo en remover alcurnias, y a cada escritor que se refiere
nombrarle sus cuatro abalorios. Déjese esto a los linajudos,
que, como los gusanos se alimentan de roer huesos, y
escarbar cenizas, no perdonando su voracidad las áridas
reliquias, con quienes ya no cuentan la tradición, el tiempo y
la memoria. Las pruebas que más califican en el tribunal de
la literatura, son la demostración de los talentos, del ingenio,
del juicio, del espíritu y sindéresis del autor que se examina.
Lo demás de calidad que llaman buena o mala, no es de la
inspección de aquel juzgado487.

—313→

Este criterio de calidad instaura una nueva jerarquía dentro de la política cultural
del virreinato, marcando un antes y un ahora en la práctica letrada, que sigue las
alternativas de un proceso histórico que sustituye los privilegios de casta y abolengo por
los principios del mérito intelectual, permitiendo al criollo ir tomando control de las
estructuras de poder por una vía largamente clausurada dentro de la lógica del
«coloniaje».

De la inscripción de América a la escritura americana. Sistemas de


afiliación en la Colonia
El proyecto historiográfico se define así, progresivamente, como contradiscurso
que reemplaza la verdad revelada del consagrado repertorio clásico e imperial por la
verdad científica e histórica, basada en la documentación y la evidencia empírica.

Desmantelado el monumento de la fe y la letra sagrada como regla de oro del


conocimiento y del poder, la palabra criolla, predicada largamente desde la
subalternidad por una elite en proceso de secularización, es consagrada poco a poco
como escritura y discurso de legitimación de la nueva estructura de poder, que se
consolidará con la fundación de los estados nacionales.

Como parte de estas transformaciones, que se afirman y formalizan a través de los


procesos de institucionalización cultural, no sólo irán consolidándose las bases de la
nueva hegemonía criolla por desplazamiento de lo peninsular. Deberá asimismo irse
ordenando internamente, dentro del campo social y político pre-nacional, el mapa
heterogéneo de los diferentes sectores sociales y las etnias de América, sus lenguas y
sus hábitos, sus formas culturales y sistemas de organización social, sus expectativas y
sus particulares utopías, para armonizarlas dentro de un proyecto criollo que sólo a
través de la articulación de la diferencia demostrará su preeminencia histórica.

175
La crisis de hegemonía del sistema imperial se manifiesta justamente en esta
integración de lo heterogéneo al discurso letrado, y en la penetración de formas
culturales «subalternas» al cuerpo -corpus- consagrado de la «alta» cultura,
administrada ahora por un nuevo —314→ sujeto social, que reinventa los criterios de
jerarquía y calidad en un ejercicio autorizado y autoritario de la palabra histórica.

Llano Zapata y Eguiara y Eguren reconocen la importancia de los aportes culturales


indígenas, aunque éstos no pasan a integrar orgánicamente sus proyectos de
historificación de la producción criolla:

Cierto es que [los indígenas] desconocieron el uso de los


caracteres alfabéticos, de que las naciones europeas y cultas
se sirven para comunicar a la posteridad la memoria de sus
hechos, los frutos de su inteligencia y sus conocimientos
científicos, mas no por eso ha de tachárselos de brutos e
incultos, ignorantes de todas las ciencias y desconocedores
de libros y bibliotecas488.

Igualmente he estudiado los quipus o anales de que, aún


a pesar del desprecio y la ignorancia, hasta hoy se encuentran
algunas reliquias de ellos en templos arruinados, palacios
destruidos y otros monumentos de la antigüedad, los quipus
verdaderamente se hubieran tenido como el más precioso
tesoro de nuestras Indias, y servirán a la Historia de aquella
luz que apenas hoy podemos demostrar en tan grande
oscuridad y confusión de noticias si queremos averiguar los
orígenes de aquella vasta monarquía489.

El sentido polifónico de la nueva concepción cultural que se va abriendo paso


combina, junto a la cancelación de los privilegios de abolengo, la valorización de
culturas no hispánicas, proponiendo una redefinición del pasado que es esencial al
ejercicio historiográfico.

El indio ya no es el ser victimizado por la Conquista, convertido en objeto del


«memorial de agravios» del discurso colonialista. Comienza ahora a penetrar la historia
como sujeto activo de prácticas culturales que convergen en la formación prenacional, y
que aunque sufren aún la reducción a la legalidad del discurso letrado y de la jerarquía
escrituraria, se manifiestan como partes imprescindibles en la reconstrucción de la
memoria histórica.

La conversión historiográfica que transforma la ruina en reliquia, el vestigio en


monumento histórico, el pasado prehispánico en origen —315→ de la civilización
americana afirma la hegemonía criolla justamente a través de su capacidad incorporante,
que desafía la centralidad y el exclusivismo imperial en la consolidación de un proyecto
cautelosamente abierto a la alteridad cultural.

176
Y aunque alfabetización e historificación -como antes catequización- constituyan
rituales de reducción y sometimiento al poder de la elite letrada y funcionen, en último
análisis, como fortalecedores del discurso de legitimación criolla, es indudable al mismo
tiempo que se perfilan como elementos imprescindibles de una nueva legalidad política
y cultural que favorecerá una tendencia incorporante con respecto a los sectores
relegados en la Colonia.

Las alusiones a la participación de la mujer dentro de la construcción


historiográfica son también significativas en el caso de Llano Zapata, ya que abren todo
un campo de análisis con respecto a la definición y articulación sectorial en la sociedad
y en la cultura del siglo XVIII. En efecto, en las cartas que acompañan a la petición del
bibliógrafo peruano se indica que su proyecto

[...] previene a toda la Nación, porque el interés


comprehende sin excepción de nadie, ni aún del otro sexo,
pues este no le pone fuera de la instrucción, que puede tener
en la materia, ni de la gloria que de su verificación le
resultaría. Y más quando en este país de las dichas, al
presente, y en todos tiempos se han visto esclarecidas
Heroynas en Lenguas, Artes y Ciencias, y casi por cada
viviente se conoce en sus Naturales la discreción, y el fondo
clarísimo de su viveza mental490.

Este reconocimiento de la voz femenina dentro del coro cultural de la Colonia no


puede menos que leerse, a su vez, como contrapartida y excepción con respecto al
sistemático acallamiento de la mujer en la sociedad virreinal.

Si puede hablarse, por ejemplo, de una poética de la autocensura fundamentada y


puesta en práctica en la obra de sor Juana y de otras monjas virreinales como respuesta
al autoritarismo inherente a la —316→ cultura colonial, esta naturalización de la voz
femenina en el Perú del siglo XVIII, y la inclusión de estas «heroínas en lenguas, artes y
ciencias» como integrantes de la tradición no puede menos que marcar una
transformación profunda en la concepción misma de la cultura y en su proyección hacia
la historia. Pero esta misma transformación tiene su historia, y sutilmente el texto de
Martín de Martiarena que gestiona el proyecto de Llano Zapata ilustra, en su propio
discurso, al mencionar esos antecedentes, la voluntad de conectar presente con pasado.

En efecto, la puntualización acerca de la presencia de la mujer en relación a las


letras coloniales es consistente con las sugerencias que la propia autora anónima del
Discurso en loor de la poesía (excepción ella misma a las reglas del acallamiento
femenino), realizara al aludir en su texto a la existencia de otras «heroínas» literarias del
virreinato, cuyos nombres decide no mencionar:

También Apolo se infundió en las nuestras

y aunque yo conozco en el Pirú tres damas


que han dado a la Poesía heroicas muestras.

177
Las cuales, mas callemos, que sus famas
no las fundan en verso: a tus varones
Oh España vuelvo, pues allá me llamas491.

Aparte de la conocida Amarilis, Luis Mongió ha indicado otros nombres de damas


del periodo (sor Juana de Herrera y Mendoza, doña Josefa de Azaña y Llano, doña
Josefa Bravo de Lagunas y Villela, doña María Manuela Carrillo Andrade y Sotomayor)
que aumentan la lista de excepciones, fundando una nueva genealogía -estrategia típica
del discurso femenino- en la que aparecen los nombres de Juno, Débora, Venus, Dido,
Tiresia, etcétera, como lista de autoridades que da fundamento al «contradiscurso»
historiográfico en la Colonia492.

—317→

En este sentido, es interesante la intertextualidad historicista que vincula los


comentarios del «suplicante» de Llano Zapata con aquellas antecesoras del siglo XVII,
al traer a colación implícitamente la importancia del relevamiento que el Discurso de
1608 realizara en su alabanza de la poesía, donde poética e historia literaria,
universalización y localismo, se unen en una pionera síntesis cultural493.

El proyecto historiográfico actúa así como consagración y promoción de prácticas


culturales no sólo subalternas sino sumergidas en un pasado virreinal excluyente y
discriminatorio, respaldado por el dogma y por la tradición494.

Como he indicado al analizar la «poética del silencio» en sor Juana, en el caso de la


monja mexicana eran la reticencia, la autocensura, la omisión, piezas principales en la
construcción de un discurso barroco alertado contra lo que Gracián llamara «la palabra
preñada» y los peligrosos «partos de la boca», de modo que en múltiples momentos la
obra de la Décima Musa se dedica a explorar ese campo vedado y a alertar sobre las
estrategias para la decodificación de lo callado. En el discurso historiográfico es
justamente la palabra la que produce al sujeto; si «las mujeres callan en el templo»,
como prescribiera san Pablo, en el espacio secular de la historia cultural del siglo XVIII
se les reconoce su lugar en el ámbito público y en el espacio —318→ discursivo de la
historia, aunque a nivel social el relegamiento de estos sectores marginados se mantenga
incambiado495.

Sirva lo anterior, simplemente, como introducción al amplio tema de la articulación


sectorial en la Colonia, y como sugerencia acerca del papel esencial de la historiografía
en la promoción de sujetos sociales y de sistemas de afiliación sectorial que van
cambiando el mapa cultural y político americano, como resultado de transformaciones
más profundas que están teniendo lugar en la sociedad colonial americana.

178
Es en este sentido que debe recordarse que el concepto de patria y nación aparecen
como unos de los principales ideologemas que guían la fundación del proyecto
historiográfico americano. Eguiara y Eguren y Llano Zapata los mencionan
frecuentemente dentro de sus textos, no con una intención separatista aunque sí
diferenciadora de lo peninsular respecto de lo americano, pero también de distintas
regiones de América dentro de la vastedad continental (distinguiendo la América
meridional de la septentrional, por ejemplo).

Eguiara y Eguren indica, por ejemplo: «Mi buen deseo de vindicar la honra de la
patria me ha movido a emprender una obra a la verdad sobre mis fuerzas...» intentando
que a través de la Bibliotheca Mexicana «nos fuese dado vindicar de injuria tan
tremenda y atroz a nuestra patria y a nuestro pueblo, y demostrar que la infamante nota
con que se ha pretendido marcarnos es, para decirlo en términos comedidos y prudentes,
hija tan sólo de la ignorancia más supina»496.

Por su parte, Llano Zapata cita en su famosa fundamentación de la necesidad de


una historia literaria «que en la América hace falta y en la Europa se desea» las palabras
de los españoles fray Pedro y Raphael Rodríguez Mohedano, pertenecientes a la Orden
Tercera Regular de San Francisco, en la Provincia de San Miguel de Andalucía, —
319→ quienes en su propia Historia Literaria de España se refieren a su decisión de
incluir a América en el plan de esa obra.

Como señalan estos autores, «no obstante su distancia, no podemos mirar, como
extraños, ni dejar de apreciar, como grandes, los progresos de la literatura, conque nos
ha enriquecido una región no menos fecunda en ingenios que en minas».

En el proyecto español, la inclusión de las letras americanas como parte de la


historia literaria peninsular, constituye una nueva etapa del proceso de transculturación
colonial:

Así no omitiremos trabajo ni diligencia para hacer más


recomendable nuestra historia con un adorno tan precioso y
un ramo tan considerable de literatura, que echó las primeras
raíces en nuestro terreno, y fructificó abundantemente,
transplantado allá y cultivado por manos españolas. Esta rica
flota de literatura no debe ser para nosotros menos apreciable
que los tesoros de oro y plata que continuamente nos vienen
de las Indias Occidentales497.

El proyecto incorporativo de fundar una «República de las Letras» que englobe la


producción americana es consistente con la práctica imperial de apropiación de una
materia prima extraída de las colonias, que en su abundancia desordenada y
asistemática, aparece lista para su procesamiento y consumo en la metrópolis.

En este contexto, los peninsulares instan a los americanos a que provean


«abundantes materiales, así de noticias y materias manuscritas como de libros
impresos», haciendo a los criollos «responsables en el Tribunal de los Sabios de la falta
de noticias e informes diminutos que diremos de su Literatura, y de la fama y esplendor

179
que avaramente usurpan a su Patria privándola por su culpa del crédito y estimación que
se merece en la República de las Letras».

La utilización que hace Llano Zapata del texto sevillano dentro del cuerpo de su
Carta persuasiva manipula los hilos de la conciencia criolla al insinuar los términos de
este nuevo despojo imperial. Por un lado trata, con el ejemplo de la metrópolis, de
demostrar la necesidad y oportunidad del proyecto historiográfico de acuerdo a —
320→ las razones expresadas en el discurso colonialista de los sevillanos; por otro
lado, no deja de insinuar los propios motivos para la producción de una historia literaria
en los virreinatos, a saber, el de ofrecer confirmación de la productividad americana, en
tanto nueva evidencia de la presencia cultural del continente en el concierto universal,
ya que «la distancia es causa de que nos tengan por dormidos, cuando quizá estamos
bien despiertos».

Ambas facetas de la argumentación, que no son contradictorias dentro del discurso


de la época, marcan, sin embargo, sistemas encontrados de pertenencia social y
afiliación cultural que están en la base del proyecto historiográfico americano y de los
cambios políticos que éste anuncia e impulsa.

Beristáin de Souza: América «en el banco de abajo» de la academia


europea, o los dos filos del arma historiográfica
De la recopilación exhaustiva de los epítomes y catálogos anteriores, y de la
explicitación de un amplio criterio de calidad literaria como inauguración de la
«meritocracia» criolla, se irá pasando, en este proceso de elaboración de la poética
histórica, hacia nuevos sistemas que no siguen siempre, sin embargo, los mismos
derroteros ideológicos, al menos si nos guiamos por los principios que los proyectos
historiográficos explicitan en sus fundamentaciones y prólogos.

La obra de don José Mariano Beristáin de Souza (México, 1756-1817) constituye,


historiográficamente, la continuación del proyecto que su antecesor Eguiara y Eguren
planificara y comenzara a llevar a cabo en la Nueva España hacia mediados del siglo
XVIII. Ambas obras definen, sin embargo, posturas ideológicas diversas, haciendo de la
fundacional práctica historiográfica americana un discurso consistente con la ambigua
posicionalidad del letrado colonial y sus complejas afiliaciones y compromisos
sectoriales.

Heredera directa del acervo cultural formalizado en los principios y recopilaciones


que componen la Bibliotheca Mexicana de Eguiara y Eguren, de la que Beristáin de
Souza se declara deudor en múltiples ocasiones, su Biblioteca hispanoamericana
septentrional —321→ (1816), aunque publicada a comienzos del siglo XIX
pertenece, en puridad, al siglo anterior, por su concepción, método y rasgos generales.

El proyecto de Beristáin comienza en efecto a gestarse alrededor de 1790 a partir


de anotaciones que se extravían en viajes o naufragios, y tiene como base tanto la obra
publicada de su antecesor, como los manuscritos dejados por éste, los únicos hallados

180
por Beristáin en la iglesia de México durante el proceso de composición de su
Biblioteca hispanoamericana septentrional498.

Al margen de la inspiradora e informativa base que constituyera para Beristáin la


Bibliotheca Mexicana, éste consulta muchas otras fuentes, que Millares Carlo ha
consignado y comentado en su oportunidad. Según este crítico, Beristáin «registró todas
las historias de América; las crónicas generales de las órdenes religiosas [...], las
bibliotecas impresas y manuscritas de las mismas corporaciones, y tres seculares que
menciona especialmente: las de Nicolás Antonio, Pinelo-Barcia y [García]
Matamoros»499.

Beristáin de Souza, eclesiástico que pasa parte de su vida en la Península, a la que


guarda constante lealtad, concibe su obra como complementación y corrección de la de
Eguiara y Eguren. Por un lado, redefine el ámbito cultural abarcando autores nacidos en
Bogotá, Caracas, Guatemala, Honduras, La Habana, Puerto Rico, e incluso de España y
Suramérica, siempre que éstos hubieran trabajado en México o en alguna de las áreas
mencionadas. Por otro lado, intenta —322→ «enmendar la plana» a Eguiara al tratar
de corregir errores, omisiones, duplicaciones, que aparecieran en la obra de su
antecesor500. Pero si la Bibliotheca de Eguiara y Eguren evidenciaba numerosos
defectos de estilo y organización de la materia (ampulosidad, exceso de detalles,
defectos de clasificación) la propia obra de Beristáin no estaría libre de críticas, las
cuales serán a su vez objeto del trabajo de su sucesor, Joaquín García Icazbalceta
(México, 1825-1894), quien se dedicará a corregir los títulos y recomponer algunos de
los artículos de la Biblioteca hispanoamericana en su propio proyecto, ya dentro de la
América independiente501.

En este palimpsesto historiográfico, lo que nos interesa ahora señalar es el sentido


que adquiere esta práctica cultural específica dentro de los particulares debates y
circunstancias históricas de la época.

En Beristáin la historia literaria americana opera como confirmación, sí, de la


productividad criolla, pero ésta, a su vez, revela, en su proliferación y excelencia, el
acervo dejado en la Colonia por la Madre Patria, sin cuya fecundación la cultura
americana sería inexistente. Según Beristáin, en los albores de la insurrección
emancipadora, esa excelencia americana no sólo descalifica los fundamentos del —
323→ separatismo criollo afirmado en «la doctrina del libertinaje», sino que ofende a
los americanos, al utilizarlos como objeto de un discurso que los representa aún como
esclavizados e ignorantes.

En el «Discurso apologético» de 1816 que generalmente aparece prologando la


Biblioteca hispanoamericana septentrional, cuya publicación es retardada debido los
levantamientos revolucionarios de 1810, Beristáin de Souza sale al cruce no sólo de los
vituperios de que ha sido objeto América en el discurso europeo, que ha puesto en duda
(como en los escritos de Pauw, Gage, Prevost, etcétera) la capacidad intelectual de sus
aborígenes o provisto información falsa acerca de las costumbres o condición del
continente, sino al mismo tiempo se trata de reivindicar a España, también
desprestigiada por detractores que desconocen sus aportes en el Nuevo Mundo.

En otras palabras, el discurso criollo, se quiere presentar como equidistante tanto de


las sometidas culturas prehispánicas como de la calumniada Madre Patria, ofreciendo el

181
texto historiográfico como discurso de la verdad y la justicia, y esgrimiéndolo como un
arma política nuevamente potenciada por la amenaza del separatismo emancipador.

Vean claramente que España envió a la América, no


frailes ignorantes, sino maestros de las órdenes religiosas,
doctores de Alcalá, de Salamanca y de París; que fundó
universidades, colegios y academias; que erigió cátedras de
teología, de jurisprudencia, de medicina, de matemáticas, de
retórica, de poesía y de lenguas, y que ha fomentado
activamente las letras y premiado a los sabios con
generosidad502.

Sin embargo:

[...] contaminados [...] muchos entendimientos débiles y


superficiales y corrompidos los corazones con la doctrina del
libertinaje, halló pronto y abundante pábulo en el pueblo más
inculto y grosero la llama que desde un rincón de la provincia
de Michoacán y del pecho de un mal párroco, discípulo de
los Rousseau y Voltaire, salió para consumir, como un
volcán, en menos de seis años, la —324→ médula de estos
países, convirtiéndolos, de paraísos de gloria, en teatros de
sangre, de horror y de miseria, y sus dóciles y sencillos
habitantes en fieras y furias infernales503.

En el cambio de estilo de los dos párrafos, así como en el diálogo que los textos
establecen, implícitamente, entre historia e historiografía, presente y pasado, religión,
política y praxis cultural, se percibe la conciencia que acompaña el proyecto de
Beristáin acerca de la importancia del letrado y sus prácticas escriturarias dentro de la
economía general de sociedad americana.

En un contexto así polarizado, el historiador reafirma su posición orgánica con


respecto al régimen aún vigente, utilizando el «filo» anexionista de la historia, en un
movimiento que recuerda el lejano Compendio de Balbuena, en los albores de la cultura
barroca virreinal, cuando la alternativa emancipadora era aún inconcebible.

América es, para Beristáin de Souza, la casi postrera confirmación de la agonizante


gloria imperial, y la historia literaria una especie de memorial nostálgico de una
grandeza ahora amenazada por la insurrección que se inspira en otro enciclopedismo,
libertario, cientificista y afrancesado, que contradice los principios del humanismo
universalizante de la Madre Patria.

Como ha indicado acertadamente Millares Carlo, comparando la obra de Beristáin


con la de su antecesor mexicano:

182
La Bibliotheca de Eguiara había nacido como respuesta
a un desaforado ataque de don Manuel Martí a la cultura
novohispana, ataque al que debemos, además de las noticias
biobibliográficas de una serie considerable de escritores, los
prólogos o «anteloquia» en los que, por primera vez, y pese
al inevitable tono panegírico que suele ser inseparable de los
escritos polémicos, se había intentado sistematizar lo que por
entonces se sabía de la producción intelectual en tierras del
Anáhuac antes y después de que las señorearan las armas
hispanas. Beristáin, por su parte, no escribía simplemente
para satisfacer sus inclinaciones de erudito, sino con el
intento de poner su obra al servicio de arraigados ideales
patrióticos y políticos504.

—325→

Para Beristáin, los detractores de España operan como el discurso de la


vituperación americana contra el que había reaccionado Eguiara y Eguren y tantos otros
letrados americanos, de modo que no vacila en realizar la defensa de España a través del
apologético recuento de las glorias intelectuales americanas, hallando nuevamente
autoridad en la autoría de sus coetáneos, los cuales, según dice, «han escrito y
publicado sus ideas sobre todas materias con la más amplia y generosa libertad de
imprenta». De la misma manera que dentro de la Península algunos simpatizan con la
insurrección americana, también en América hay quienes resisten a la emancipación:

Mas, por fortuna, aún quedan en las Américas muchos millares de españoles,
nobles, fieles, sensatos, justos y agradecidos a su gran madre, que reconociendo lo que
le deben y calculando mejor sus verdaderos intereses, lloran amargamente el descarrío
de sus hermanos y la desolación de su patria, que es el fruto infernal que ha producido la
insurrección. Quedan todavía los sencillos indios, que a pesar de la estupidez que se les
atribuye, han sabido conocer, mejor que otro alguno, escarmentados por la experiencia
de seis años, que no era su felicidad la que buscaban los malvados seductores que los
engañaron en los primeros días, sino el cumplimiento de los deseos de éstos de
libertinaje y ambición, y quieren más bien ser pupilos sucesores del rey de España, que
esclavos despreciados de los farsantes fundadores de la nueva república mexicana505.

Así, el proyecto historiográfico de Beristáin es doblemente reivindicativo: por un


lado, de la Península, por otro, de la América difamada por el mismo discurso
antihispánico que ataca a la metrópolis. Los ámbitos geográficos español o colonial, en
los que ya no se identifican proyectos ideológicos unívocos, sino en los que encuentra
cabida una confusa multiplicidad de posiciones, movimientos y afiliaciones, que pone
en crisis la unicidad imperial, requiere nuevas totalizaciones, nuevos ordenamientos y
jerarquizaciones de la materia empírica, que ayude a redefinir el lugar de América
dentro de un orden amenazado política, cultural e ideológicamente. En este sentido, la
historificación de la literatura americana es un discurso no sólo mostrativo sino —
326→ demostrativo, es decir, es una nueva prédica, desde un púlpito ahora
amenazado, de la institucionalidad imperial, una nueva oratoria que busca persuadir,
convertir, y quizá, detener a la historia desde la prédica historiográfica.

183
Mi Biblioteca -indica Beristáin- no es «selecta» sino
histórica y universal, y todo debe ponerse en ella, y así
encierra mucho bueno, mucho malo, mucho mediano y
bastante selecto y muy apreciable. Y cuando todo fuese
mediano, ¿qué resultaría? Que no podríamos sentarnos
todavía en el banco de arriba de la academia de los sabios
europeos. Sea en buena hora. Pero desde estar sentados en el
banco de abajo, a estar (como se cree y calumnia) con la
cadena al cuello, vegetando no más y acaso pastando en los
campos, hay una infinita distancia506.

El encuentro, en un primer plano del proyecto de Beristáin, entre política y


literatura, totalización y fragmentación, denostación y defensa, americanismo y
eurocentrismo, confiere a su discurso una notoria modernidad, que diluye las
pretensiones de desapasionada objetividad que sustentaran algunos de sus predecesores.
La desagregación de los conglomerados políticos, ideológicos y culturales que
constituyeran la utopía del Imperio obliga a nuevos reagrupamientos sometiendo el
discurso historiográfico a las presiones del entorno inmediato y de la competencia
internacional.

La lista de autoridades (clásicas, mitológicas, escolásticas) en la que se respaldaban


los autores barrocos que soñaban con la apropiación de la universalidad a través de sus
praxis locales, ha cedido paso a un discurso autorreferencial donde los historiadores
enumeran los trabajos y los días de sujetos sociales concretos, a partir de un trabajo
arraigado en pasiones políticas, luchas intestinas e intereses sectoriales.

A su vez, ante la fragmentación nacionalista, el igualitarismo iluminista y la


reestructuración liberal, proyectos como el de Beristáin de Souza, aún apegados a la
totalización colonial, se verán paulatinamente desplazados por los parnasos e historias
nacionales desde —327→ los que la oligarquía criolla impulsará sus propias
concepciones de patria, pueblo, historia. Aquellas obras del pasado mantendrán, sin
embargo, su valor, ya no sólo por el irremplazable aporte de sus totalizaciones, sino
asimismo en tanto documentos culturales que informan, ellos mismos, acerca de la
época en que fueron producidos; serán leídos, entonces, ya no sólo como metadiscurso,
sino como texto y relato en el que se perfila un autor, un receptor, un proyecto
ideológico; es decir en tanto prédica de un sector en busca de su identidad y de su
hegemonía, y en tanto formalizaciones de una poética de la historia en constante
proceso de redefinición.

184
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