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DESCARTABLES

Por Washington Uranga

Basta asomarse al diccionario para comprobar que excluir equivale a rechazar o


descartar. La categoría sociológica de los excluidos se construyó, ni más ni menos,
para nombrar esta situación de rechazo en la que han quedado colocados cada día
más varones y mujeres que no tienen un lugar dentro del ordenamiento social. Aunque
el discurso tienda luego a suavizar las aristas más graves de la situación, el lenguaje
es preciso: los excluidos son rechazados y descartados, porque no hay lugar para
ellos en el actual ordenamiento social y económico. Hay una enorme diferencia entre
los pobres de ayer y los excluidos de hoy. La gran mayoría de los pobres de ayer eran
trabajadores, es decir, varones y mujeres que sufrían condiciones de explotación y
que, recibiendo por su trabajo salarios muy escasos, se veían sumergidos en
condiciones de vida que hasta llegaban a poner en riesgo la sobrevivencia. Pero la
condición de trabajadores les dio siempre a estos pobres de ayer una forma de estar
incluidos. Fueron víctimas de la injusticia al estar ubicados en la parte más baja de la
escala social, pero su condición de mano de obra a la vez que los hacía
imprescindibles para la marcha de la economía les otorgaba un estatuto y marcaba su
forma de pertenencia.
Los pobres-trabajadores, o los trabajadores-pobres tienen un marco de referencia para
plantear sus reivindicaciones, pueden construir sus demandas en un espacio de lucha
de fuerzas que, aunque les resulte desfavorable en la mayoría de los casos, genera
reglas de juego a las que atenerse. Nunca podría decirse que un trabajador, aun aquel
más pobre, es un excluido. Su condición no es la de “descartado”. Los excluidos de
este modelo son, realmente, descartados sociales. No los necesita el sistema
productivo y para la sociedad resultan tan molestos que se prefiere no reconocer su
existencia. Por eso no tienen visibilidad social. La inequidad que caracteriza la
sociedad actual puede leerse como la falta de normas que contengan al conjunto de
quienes participan de la comunidad. La sociedad es inequitativa porque al construirse
sobre reglas de juego parciales deja a los excluidos sin identidad, privándolos del
sentido de la propia vida.
Como lógica consecuencia los excluidos no tienen forma de hacerse oír y, mucho
menos, de hacerse entender. No forman parte del discurso del sistema, hablan un
lenguaje diferente y ni siquiera están en la conversación. Están afuera: la sociedad no
quiere verlos ni reconocerlos y ellos mismos no tienen forma de hacerse visibles
dentro de las reglas del sistema. La única manera de hacerlo es irrumpir de forma
abrupta, en la mayoría de los casos violenta, quebrando la “normalidad”, avasallando
la cotidianidad que los ha dejado al margen. Sólo amenazando “la paz” de un modelo
del que no participan, ni como trabajadores ni como ciudadanos, pueden hacerse oír.
Unos eligen ser piqueteros. De otros la sociedad dirá que son delincuentes. Pero sólo
así unos y otros logran cobrar visibilidad social y que los incluidos –a gusto o a
desgano, pero incluidos– tengan que girar sus cabezas para prestarles atención. Las
cámaras de televisión o el miedo a la inseguridad, o una combinación de ambos,
transforman a los excluidos en visibles y obligan al conjunto social a encargarse, de la
manera que sea, de aquellos a quienes descartó o rechazó.
Sin que ambas situaciones puedan equipararse, ni el aumento de la delincuencia ni los
cortes de ruta pueden ser vistos como situaciones aisladas o como problemas
regionales. Tienen que ver directamente con la inequidad de un sistema para el que
existen seres humanos que pueden entrar en la categoría de “descartables”.

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