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Locura y Transmisión

Este caso se refiere a una chica de 20 años, a la que llamaré Marilina, con quien trabajo por espacio de
cuatro meses, momento en que los padres deciden dar por finalizado el tratamiento. Un mes después se
suicida arrojándose a través de una ventana.

El primer contacto lo tengo con la madre por teléfono, mostrándose desesperada por la situación de su hija,
quien en los últimos dos años ha tenido más de treinta ingresos psiquiátricos. Pide una cita y, más
adelante, la anula porque piensa consultar con un psiquiatra de otra ciudad que le han recomendado. Al
tiempo vuelve a llamar porque no le convence lo que le han propuesto, así que, finalmente, fijamos una
fecha para encontrarnos.

Contexto familiar

La cita incluye a ambos padres pero sólo acude la madre.

Presenta a Marilina, en ese momento ingresada en un hospital, como una paciente con “trastorno límite”
desde los 14 años y caracterizada por: autolesiones, engaños, cambios de humor, ser amiga de los
perdedores, hipocondríaca, muy impulsiva y sin relaciones sanas.
Ubica el comienzo de la enfermedad en una “especie” de abuso sexual sufrido a los 14 años en el instituto
al que acudía. Cree que fue ella quien lo provoca y que, aunque cierto, en ese momento no le cree. La niña
se produce cortes que propician el primer ingreso hospitalario, tras lo cual comienza a acudir a un Hospital
de Día para adolescentes, cosa que sostiene durante dos años.
Actualmente la caracterizan las “obsesiones”, particularmente con los sujetadores: compra muchísimos, los
pide a la gente cercana o los roba, ordenándolos siempre meticulosamente.
En este momento no tiene ninguna actividad más que estar con el novio, quien es el que sugiere comenzar
un tratamiento psicoanalítico. Dice que él es la única persona que la contiene, declarándose ella incapaz de
hacerlo, especialmente desde la ocurrencia de algún episodio de violencia física: “por eso la ingreso”, aclara.
Marilina abandona el instituto y realiza un curso de Garantía Social hace un par de años, luego de lo cual
resulta imposible que mantenga nada de lo que empieza, siendo vanos los intentos de padres y
profesionales para que se apunte a algún taller o actividad reglada; incluso es expulsada de un hospital de
día.
Comenta que su hija es “promiscua”, ya que también tiene “fijación” por los chicos, y que ha consumido
drogas, razón por la que acudieron a un recurso municipal especializado. En relación a su única hermana, de
14 años de edad, dice que Marilina la “odia”. Esta chica se encuentra aparentemente normalizada, tanto a
nivel de estudios como afectivo.
Otro hecho que destaca es que la paciente se encuentra en libertad condicional a la espera de juicio por
homicidio en grado de tentativa: durante uno de sus ingresos una enferma de esclerosis múltiple, ingresada
a su vez por un intento de suicidio, le pide que la ayude a morir, y así lo hace valiéndose de una bolsa para
ahogarla. La empresa no logra su objetivo final pero sí tiene consecuencias en esta mujer, quien permanece
en coma desde entonces. Esta circunstancia decide a la madre a iniciar los trámites para incapacitar a su hija
de modo de eludir el peso de la ley. Así, dice, queda de “su lado”.

La madre se define a sí misma como muy protectora y siendo el “soporte” de la familia. A su vez, adscribe
el papel de “víctima” a su hija menor.
Ya en este primer encuentro quiere compartir unos secretos familiares que, para ella, tienen plena vigencia e
importancia.
El primero y principal se refiere a su marido, comprendiéndose ahora la razón por la que no le haya
insistido demasiado para venir. Comenta que, hace 14 años, es detenido por la policía por exhibirse en un
parque. El padre se deprime profundamente y empieza un tratamiento analítico que dura ocho años. La
madre es quien lo lleva y trae de las sesiones, lo apoya, ya que lo considera un “enfermo” y no una mala
persona o un perverso.
Pero lo que sí produce un quiebre esplendoroso en ella es descubrir, hace ocho años, la relación que su
marido tiene con una compañera de trabajo, siempre desmentida por él. Ella se “deprime horrorosamente”,
se le “cierra el mundo”. Esto, sumado al progresivo alejamiento y aislamiento de su marido, dice que la
empuja a buscar refugio en otro hombre, con el que todavía mantiene relación, una “vida paralela” que
nadie conoce. De todos modos, no se plantea la posibilidad de dejar a su marido, esperando siempre un
gesto de su parte y asumiendo el papel de sostén, ya que una separación, cree, lo aniquilaría.

Luego se suceden entrevistas con ambos padres, juntos y por separado, a la vez que las individuales con
Marilina.

Respecto a la historia familiar es el padre el que, curiosamente, puede realizar un relato, lo cual no significa
una historización. La madre se limita a una descripción de episodios psicopatológicos de su hija y, por otro
lado, absolutamente disociado de esto, de su dolor por la relación quebrada con su marido, al que la
vincula un profundo amor y desilusión.

El padre comenta, entonces, algo de la historia familiar. Sus padres, ya fallecidos, tenían los mismos
nombres que él y su mujer.
A su madre la caracterizaba una personalidad parecida a la de Marilina, podía ser efusiva, traicionera, etc.
Ella lo había hecho su “confidente”, incluso de temas sexuales, cosa que a él lo enorgullecía.
Su propio padre era lo “opuesto” a él, es decir, frío emocionalmente, con estructuras pre-determinadas,
sumamente rígido. Militar de profesión aunque fascinado por la tecnología, sólo se relacionaba con él desde
la rivalidad, luchando por quién poseía un saber más grande y acabado. Aquí ubica el germen de su
dificultad con la “autoridad”: “mandar me causa repugnancia, para mí es un papel complicado”.
Dice que la elección de la carrera de química es un compromiso entre los intereses encontrados propios y de
sus padres: él quería estudiar bellas artes y ellos que fuera militar (lo de las bellas artes lo calificaban de
“gay”).
Con su único hermano no tiene relación alguna, en el pasado sólo supieron enzarzarse en luchas imaginarias
estériles.

Su carrera profesional como comercial en una empresa farmacéutica no lo hace feliz, razón por la que dedica
todo su tiempo libre (y desde hace un año todo su tiempo, ya que se encuentra de baja médica por una
“depresión” causada, según él, por la decepción que le produce la situación de Marilina) a estudiar latín,
griego, filosofía, así como coleccionar carísimos libros antiguos. Percibe a su familia como teniéndole
“respeto intelectual”.
Siempre le ha costado relacionarse con la gente, no tiene amigos, sólo un compañero de estudios. Al
respecto dice: “he vuelto a mis andadas, hago mis cosas sin gente, a mí no me interesa”. A nivel sexual
dice que es algo que ha ido dejando de lado, ya no le llama la atención, incluso le produce “asco”.
Se define como un coleccionista compulsivo, razón por la que su mujer es la que gestiona el dinero en la
familia.

En el origen de la pareja, recuerda, había complicidad, afecto, atracción física. La familia de su mujer se
transformó en la suya, allí se sentía incluido y tranquilo.
Las hijas son buscadas, producto del deseo de formar una familia propia, en el caso de él “diferente” a la de
origen.
Pero luego se va “radicalizando”, no tolera la “frivolidad y la estupidez”, por lo que, de a poco, se aísla
cada vez más. En definitiva, siente que el proyecto familiar “se ha ido al carajo”, ya no comparte casi nada
con su mujer y esta situación con su hija lo deprime y enfurece.

De Marilina dice que, sin ella, hay “gran calidad de vida”. Ubica como causa de su depresión, y
consecuente baja laboral por un año, la “colaboración al suicidio” que llevó a cabo su hija.
Plantea diversas cuestiones que irremediablemente terminan en las sensaciones de desesperanza,
equivocación, desilusión, fracaso, dolor, etc. Le molesta sobremanera el modo en que su hija manifiesta su
sexualidad, le parece obsceno e impertinente.
Lo interesante es que se identifica con ella: “en mi familia yo sería Marilina: la oveja negra. Somos
radicales, diferentes a los demás y la pasamos mal, por eso ella me duele profundamente”.
Encuentra en el cine la única actividad que puede compartir con su hija.

Al fin, cuando la declaración acerca de su propia impotencia como padre se acaba, se dedica a culpar a los
profesionales, sistema de salud y sociedad entera por lo que le pasa a Marilina.

Cuando habla de su otra hija toda su expresión cambia, dice que es “fantástica”, la única persona que “saca
su ternura”, que lo motiva en algún sentido.

Las opiniones de los médicos que atienden a Marilina se dividen entre los partidarios de la tutela y su
ingreso prolongado en una institución, y los que creen que es una chica sobreprotegida a la que hay que
responsabilizar de sus actos.

También su ginecóloga da su parecer aconsejando realizar una ligadura de trompas.

Vemos que todo el mundo opina, salvo Marilina, quien, ante la imposibilidad de la palabra, actúa.

El padre se pregunta acerca de la eficacia de la incapacitación y la ligadura de trompas, aceptando la primera


sólo si es de carácter temporal. Su percepción es que la chica necesita “pactos”, “adherirse a una medida”,
ordenarse a partir de la palabra.

En otro momento la madre define la situación como la “locura de los sujetadores”, a la vez que se ubica
como la que decide los ingresos de su hija. Siente que tiene que estar siempre presente ya que su marido
“no hace nada”.
Comenta un enfrentamiento verbal y físico con Marilina (como tantos otros), que incluye ideas delirantes y
alucinaciones: la chica decía que la madre era el demonio y que veía a la virgen. El desencadenante es la
acusación de la hija hacia la madre de ser una “guarra” por tener preservativos y de no querer ver lo que le
pasa al padre.
Respecto al tratamiento de la sexualidad entre ellas es también curioso: en una ocasión la madre le regala
un consolador suyo porque la chica decía que era “frígida”, a lo que Marilina le responde que la madre lo
usa porque no se acuesta con el padre.

Las intervenciones con los padres van en la dirección de pensar lo que representa Marilina para ellos
individualmente y como pareja, qué pudo haber ocurrido cuando llegó el momento de la adolescencia, de
qué se trata eso de ser padres de una chica adolescente, etc.
En esta línea aparece la idea de jugar con ella, en el sentido de ponerse a dialogar sin estar permanentemente
indagando la veracidad de sus dichos.
También abordamos el papel del padre y la diferencia de su proceder cuando se encuentra presente su mujer
y cuando está solo.
En general, se trata de preguntarse por el estatuto de sujeto de esta chica, razón por la que la cuestión de la
responsabilidad no es una más.

Marilina

Marilina se presenta bien dispuesta, parece habituada a hablar con profesionales. Esta vez está interesada por
la calurosa recomendación de su novio, referente central actual, quien se ha valido del análisis durante años
como una herramienta capital para sostenerse en la vida.
Su aspecto llama la atención, tanto por su vestimenta como por el color que le da a su pelo y ojos.
Comenta que sufre “obsesiones” que le producen “dolor”, girando los temas alrededor del cuerpo (el cuerpo
propiamente dicho y los sujetadores) y la sexualidad (parejas, relaciones sexuales).
Incluye enseguida al padre en su trama, ubicando el origen de su malestar en los dichos de aquél respecto a
que estaba “gorda”.
Nombra a la hermana, madre y abuelos, además de parejas y amistades, es decir, su discurso no queda
atrapado en un círculo cerrado, carente de personajes más allá de sí misma.
A nivel sexual comenta que ha tenido innumerables relaciones aunque siempre se ha cuidado. Cree que la
prostitución sería una buena salida para conseguir dinero porque es “fácil”. De hecho ya la ha practicado de
algún modo cuando se acostó con un hombre a cambio de que le hiciera un piercing. Esto no le hace
pregunta pero sí que su novio no la dejara una vez que se enterara, por ella, del episodio. Esta prueba de
amor la “sorprende” profundamente.

En un primer tiempo transferencial tiende a la provocación enseñando partes de su cuerpo, intentando


seducir, etc., pero se ordena rápidamente cuando no le respondo en el mismo registro, por ejemplo
diciéndole que yo escucho y hablo, es decir, quedando la mirada excluida.
Vale apuntar que me llama por mi apellido y no me tutea.

La cuestión de la persistencia del otro se va a jugar constantemente, tanto en análisis como fuera, en general
a través de actuaciones o pasajes al acto más o menos espectaculares.

Ante la idea de que su novio “se duerme” ella reacciona llamando a otros chicos para que sean sus novios,
se va a la casa de alguno, etc. El sexo le sirve para verificar si un hombre la quiere o no, o sea, al menos en
ciertos momentos no es una actividad mecánica, sin significación alguna en el sentido de la repetición
mórbida. En sesión es capaz de retomar estos episodios y pensar que lo que le sobreviene es la sensación de
no ser querida, de pasar inadvertida, punto este que asocia con actitudes de los padres, en especial con el
padre.

El tema de los sujetadores va a ocupar un lugar importante en el tratamiento. En ciertos momentos la


sujetan y, en otros, la desestabilizan.
Empezamos a incluir la diferencia que existe entre una “obsesión” y una “colección”, cosa que le sirve para
acercarse a la actividad del padre y preguntarse por esta distinción. La familia tacha la actividad de Marilina
de “enfermedad” y la del padre de “colección”, a pesar de poner en peligro la economía familiar.
La clave que articulamos aquí es que una colección tiene medida y depende de la elección de un sujeto,
cuando la obsesión se caracteriza por un empuje inercial que ahoga todo deseo.

Este es un momento significativo pues logra asumir, si bien de modo contingente, una posición activa,
responsable, dirección que caracterizará todo el recorrido de este análisis, partiendo de cosas básicas como
hacerse cargo de traer el dinero y recordar los horarios de las citas.
Así es que plantea el tema de la tutela y dice: “mi madre me ha tutelado para que el peso de la ley no caiga
sobre mí, pero cometí un delito”. Lo importante aquí es la aparición de la ley como dimensión de la que
ella forma parte, aun cuando no haya visos de arrepentimiento por su acción.
Interrogar el lugar de pasividad en cuanto a sus intereses la insta a pensar y compartir ideas respecto a
formar una familia con su novio y seguir acudiendo a análisis, punto este en el que solicita que interceda
ante los padres.

Algo que insiste es el desajuste imaginario jugado en el terreno del cuerpo y con los argumentos de los
sujetadores. En ocasiones se le impone la búsqueda imperiosa del “sujetador perfecto” que la haga “ideal”,
ya que si no se cumplen sus expectativas (más allá de los caprichos, la necesidad de un cuerpo) se le “cae el
mundo”. Puede construir la idea de que esta situación es para ella una auténtica urgencia y que necesita ser
sujetada, por lo que los ingresos no necesariamente son un castigo o una decisión gozosa de su madre sino
un modo de contención, de alojamiento.
A partir de este instante los ingresos resultan más breves y menos penosos, incluso con momentos
agradables.
Los desencadenantes son enfrentamientos especulares con la madre que generan una espiral de agresividad
que sólo encuentra límite en la intervención policial o médica.
Recordemos la queja del padre de que, en casi la única ocasión en que quiso contener a su hija durante un
episodio de excitación psicomotriz, la madre se metió en el medio “por miedo a que le hiciera daño”.
Marilina percibe que el padre “pasa” y se limita a comprarle los objetos que ella demanda. Por ello se
producen hechos como la denuncia policial de la hija al padre por “maltrato”, episodio dantesco en la vía
pública mediante, que termina con el padre en el calabozo, así como otras denuncias al padre y a un policía
por “abuso sexual”.
En la consulta pone en juego estas cosas mediante intentos de transgresión que sólo pretenden una
respuesta. Por ejemplo, mientras saca un cigarrillo y comienza a encenderlo dice agresivamente: “¿se puede
fumar?, es una excepción, aquí haces lo que tú quieres”. Sólo responder que hay una ley para todos,
incluido yo, hace que cambie de actitud y se ponga a hablar.

Comenta que ha decidido quitarse la varilla anticonceptiva que le habían puesto por decisión de los padres
y la ginecóloga. Siente que, sin la regla, no es una chica normal, y lo que ella quiere es serlo. El miedo de
los padres y otros profesionales es atajado de un modo sorprendente por ella, afirmando que lo que pretende
es la posibilidad de ser madre pero no ahora, por lo que se cuidará de otro modo. La varilla es vivida como
un agente extraño que impide la constitución de su cuerpo y feminidad.
Cuando se producen estos momentos puntuales de asunción de una palabra propia las obsesiones ceden,
resolviéndolas mediante argumentos al estilo de: “tal vez debería comprar un sujetador cuando se me rompa
otro” o “mejor disfrutar de los que tengo”.

En una ocasión Marilina acude vestida muy llamativamente, pide tumbarse en el diván, y expresa que le
gusta “llamar la atención de cualquiera que sea varón para que la miren”. Respondo que, si no la miran,
parece que no existe. Me pregunta si, vestida así, puede ir a la calle Serrano, tema que provocó una
discusión con la madre antes de venir. Le digo que, como persona, puede decidir dónde ir pero que de ropa
yo no entiendo.
Al fin relata una escena en la que su madre le pregunta si yo le parezco atractivo, a lo que ella le responde
que no, que soy su psicoanalista y que espera que lo sea por mucho tiempo. Esta escena se repite alguna
vez e indefectiblemente Marilina mantiene su sitio.

Los comentarios de la madre promueven la pregunta por el padre. La paciente lo ve como alguien “muy
raro, va solo a todos lados, tiene un amigo con el que habla de filosofía, griego, latín. Es único, especial,
como yo, es que es obsesivo, colecciona cada vez más y más objetos. Cuando se pone triste se calla
durante días, si se disgusta también, hay que adivinar lo que le pasa. Pinta como los ángeles, le han pedido
clases pero dice que no sabe enseñar”.

Del abuelo paterno, ya fallecido y al que estaba muy unida, destaca que tampoco hablaba con nadie cuando
le sucedía algo excepto con ella, quien era su “preferida”.

Resalta que en los últimos tiempos sus padres la escuchan más y que la tutela hace que se sienta “como
una niña”. Comento que es posible que el padre generalmente no hable pero aquí se pronunció en el sentido
de la revocabilidad de la tutela. Escuchar esto provoca un inmediato efecto pacificador, lo cual
evidentemente no significa que se mantenga, pero muestra en acto lo que falta en la estructura familiar.

En otra ocasión llama por teléfono muy angustiada porque la madre de su novio le dijo que su hijo es un
vago y no le conviene. Le pregunto por qué le cree tanto y si no tiene ella su propia opinión.
De todas maneras la cuestión del Otro queda pendiente y se pone en acto mediante otro episodio
espectacular: acude al domicilio de un ex novio, bisexual aclara, con el que se acuesta. Desde allí telefonea
a su novio diciéndole que esta persona la tiene secuestrada y le pide que haga algo. Huelga describir la
escena con la policía, el novio y demás participantes, pero el desenlace lo relata así: “él llamó a la policía y
estamos juntos, estoy enamorada”.
Retomamos su temor a la desaparición del Otro construyendo preguntas al respecto: se interroga por el
pasado sentimental de su novio, por la significación de ciertos gestos que tiene hacia ella, me hace
preguntas sobre mi vida personal, etc. Finalmente recalca que son “pareja de hecho” puesto que “van en
serio”. Evidentemente lo que queda pendiente es la dimensión del derecho, sin lo cual se requiere de la
presencia permanente y real del objeto.
En esta línea agrega que ahora, por la ropa que utiliza, es una “señorita de marca”, “no sexy como antes,
prefiero ser Isabel Presley que Ana Obregón, que hace el ridículo”.
Todo esto sirve para continuar en la dirección de la responsabilización, a pesar de lo cual hay un núcleo que
resiste: “mi problema es que tuve mala suerte: violación, enfermedad mental, autolesiones”. Si bien puede
nombrarlo y construir una significación, ella queda por fuera.

Más adelante me llama por teléfono diciendo que se quiere suicidar porque sus padres no le dan una casa y
la obligan a planchar y hacerse la cama. Resalto, nuevamente, que ella tiene muchas más capacidades que
las que los demás creen y, especialmente, que las que ella misma enseña, tras lo cual la invito a hablar de
esto en la sesión siguiente. Su cambio es inmediato, se muestra de acuerdo y dice: “lo charlamos mañana”.
Efectivamente al día siguiente retomamos el tema. Tenía ganas de suicidarse a raíz de una discusión con su
madre: “de a poco me añade responsabilidades pero me trata como a una niña, dice que soy menor de edad.
Tutelada es como ser menor de edad, hay que hacer lo que diga tu madre”, tras lo cual me pide que le
busque un albergue para irse de casa. Recuerda que su madre, según ella, la cambiaba de colegios para que
no fuera al instituto. Agrega que así no es escuchada por los padres, a lo que respondo que puede ser que
les cueste escucharla pero, al traerla aquí, han aceptado que alguien lo haga.

Se sucede una serie de sesiones en las que se puede trabajar en clima tranquilo, se pregunta principalmente
por su cuerpo de mujer, no ya de niña, si necesita la “ortopedia” de cierto tipo de sujetador para
conformarlo y llamar la atención de un hombre. Concluye que su cuerpo está “completo: tiene pies, manos,
cara, etc.”.
El problema, obviamente, reaparece cuando esta versión imaginaria de cuerpo no se sostiene. En otra
ocasión, por ejemplo, llama para comentar que tuvo ideas suicidas porque se sentía “mal”, sin más, y que
sólo la calmaría un sujetador. Encontrar a alguien que le responda del otro lado del teléfono la calma
enseguida, tras lo cual propone continuar la próxima sesión.
La elección del significante “sujetador” no parece casual aunque no opere realmente como representante de
un sujeto para otro significante. Pero puede hacer algo a partir de él, como cuando “reconvierte” un
sujetador dañado en un “top” que cumple su misma función: “si hubiese sido una obsesión no podría
haberlo hecho”. También le permite esbozar una genealogía, también eminentemente imaginaria, en la que
se incluye junto a su abuela, madre y hermana. Respecto a los sujetadores se van transmitiendo saberes de
una generación a otra.

En otro momento me llama el padre, muy preocupado, porque Marilina ha entrado en un estado oniroide,
con alucinaciones y delirios. Dice que la madre se encuentra de viaje, así que es él el encargado de la
situación. Luego de tranquilizarlo un poco le digo que es él quien debe decidir si llevarla al hospital o no.
Finalmente decide que se quede en casa y que acuda a sesión al día siguiente.
Marilina comenta que vivió todo el episodio como un “sueño” en el que tenía la visión nublada, padecía
desmayos, veía negro a su novio, se le presentaba el diablo, creía que su padre era un inspector que, junto
al negro, la querían matar, etc., lo cual la llevó a querer autolesionarse con un cuchillo.
Logra ubicar y significar alguna causa posible: “no se si era porque no estaba mi madre o por alejarme de la
realidad. Se va con una amiga (sabemos que no es así) y la echo de menos, me da miedo a que le pase algo
malo”.
Al fin vuelve a sus temas relativos al cuerpo, sujetadores mediante, pero con una similitud con la ausencia
del objeto abordada anteriormente: nombra lo desestructurante que le resulta sentir que, como la madre,
ciertas partes del cuerpo desaparecen si no las tiene a la vista. Resulta interesante que puede bromear
conmigo, comparando la función del sujetador con la de un “peluquín”.

A nivel transferencial continúa muy colaboradora, expresa sus ganas de venir y lleva un férreo control de
los pagos y horarios.

A la vez dice que quiere a su novio “con locura”, lo que la lleva a realizar un relato de la historia de sus
padres como pareja y a continuar con lo trabajado la vez anterior: “la suya es una historia de amor, mi padre
hacía todos los esfuerzos por ver a mi madre. A ella la tengo idealizada, mis delirios vienen cuando está
fuera mucho tiempo. Ella me protege, me entiende. Mi padre se fijó primero en mi tía y después tuvo una
novia muy atractiva, rubia, parecida a mí. Luego se enamoró de mi madre. Sus padres no consideraban que
mi madre estuviera a la altura, era una relación muy fuerte”. Después agrega algo de la etapa cuando
tuvieron a sus hijas y allí termina, desde la adolescencia de Marilina no hay historia familiar en el sentido
de encuentros libidinales.

A la sesión siguiente se presenta muy enfadada, dice que esto es tirar el dinero, ha estado seis horas
delirando y nadie ha hecho nada. Pensaba que sus ex novios la querían matar, decían cosas negativas de su
novio actual para que lo dejara y que sus padres también la querían matar. Luego dice que inventó todo
para que estuvieran pendientes de ella. Le respondo que, suponiendo que esas ideas hayan sido reales,
deben haberla angustiado y atemorizado mucho. Esto produce un efecto pacificador, dando pie a seguir
preguntándose por algo referente al deseo de los padres, al deseo del Otro: “¿por qué nací? Porque quisieron
mis padres, las dos hijas fueron buscadas. ¿Me quieres? Me gustas”. Le digo que estoy implicado en el
tratamiento y que esa es una buena pregunta para quien corresponda, a lo que responde: “¿mi novio?, es
verdad, a él lo quiero, no a tí. Borra lo que te dije, me quiero casar con él”. Se despide con un abrazo que,
aclara, es de “agradecimiento por entenderme y hacerme ver otras cosas”.

Final

En la próxima y última sesión con Marilina aparece triste, abatida porque su novio, con el que pasa todo el
día, empieza a trabajar. También dice que se ha sometido a un reconocimiento médico para conseguir la
pensión por minusvalía y que debe presentarse periódicamente en el juzgado para certificar que no se fuga.
Comenta el miedo de sus padres a que se produzca cortes, a pesar de que hace cinco años que no lo hace, y
su propio miedo a que su novio se enamore “de verdad” de otra chica. Ubicamos algún dicho del novio
para apoyar la idea de que no es imprescindible la presencia física para que dos personas se quieran y se
acuerden una de otra.

El último encuentro lo tengo con la madre (el padre no quiere acudir), quien informa que su hija está
ingresada por un episodio similar al que se produjo cuando ella estaba de viaje (recordemos que en esa
ocasión el padre decidió no ir al hospital). Dice que, si no estaba presente el novio, Marilina se tiraba por
la ventana: “Si es psicótica, entonces hay otros medios, como Ciempozuelos, allí hay contención. El padre
se va a hacer sus cosas y el novio empieza a trabajar, me da miedo estar sola con ella. Mi marido dice que,
de haber sabido lo que iba a pasar, no se casaba. Su único vínculo es con la hermana de Marilina. A nivel
afectivo no puede y lo necesito”.

Unos días más tarde me llama el novio de la paciente para decir que la madre ha decidido la finalización del
análisis porque quiere una respuesta integral a su “problema”, por lo que va a gestionar el ingreso de su hija
en un centro de larga estancia.
Luego llamo a la madre y me explica su posición, en la que no caben posibilidades mixtas, por caso
permanecer en una institución y mantener su análisis fuera.
Destaco que en esta decisión falta, al menos, la opinión de su hija. Le propongo hablar telefónicamente con
ella, cosa que hago. Marilina se despide un tanto descolocada, sin saber a qué atenerse: “parece que me
quieren llevar a un gabinete porque creen que es mejor”.

Un par de semanas después el novio me avisa que Marilina se ha suicidado arrojándose desde un cuarto
piso.
Comenta que él había cortado la relación y se había puesto a trabajar, al tiempo que los padres la habían
llevado a un gabinete psicológico, donde habían indicado su ingreso en un centro psiquiátrico de larga
estancia. Si no aceptaba esta propuesta, vendría la cárcel. Acto seguido Marilina abandonó abruptamente la
consulta.
La madre dice que, luego de este episodio, tiene una fuerte disputa con su hija, a quien le llega a decir que
no es más su hija y que haga lo que quiera pero sin contar con ella. Marilina reacciona huyendo, conoce a
un chico en un parque, va a su casa y comete el pasaje al acto final.

Comentarios

El título da cuenta de la hipótesis central del trabajo: aunque locura y transmisión son conceptos que
pueden representar opuestos lógicos que se excluyen mutuamente, también pueden ser pensados como
solidarios, es decir, concebir los momentos de locura como aquellos en los que se dan las condiciones para
un efecto de transmisión, siempre que se puedan retomar y poner en juego en transferencia.

Transmisión, entonces, como creación en transferencia, reanudamiento de registros, construcción de un


cierto saber, siempre contingente, acerca de alguna verdad. Transmisión como efecto de verdad producido
en el encuentro entre un discurso y su lectura, es decir, como un acontecimiento.

La locura presentifica, por vía de la transformación y la magnificación, elementos y operaciones


constituyentes de la subjetividad, de la estructura. En este sentido puede erigirse en germen de transmisión
en tanto presenta la complejidad edípica, pero locura excluyendo transferencia sólo significa pasaje al acto,
desubjetivación, anonadamiento. Si el delirio histérico es una modalidad de delirio onírico y, por tanto,
equiparable al sueño, también es posible su transformación en pesadillesco y la fecundidad de la
imposibilidad en abismo de la impotencia.

Recurrir a las categorías de la locura histérica ha servido, a modo de hipótesis de trabajo, para operar y
apostar por algún movimiento diferente a la reiteración histórica del caso.
El interés principal no estriba en el debate acerca del diagnóstico más acertado sino en qué nos permite
operar con lo que presenta la paciente.
Por lo tanto, no se trata de un ímpetu optimista o curador sino de algo que surgió a partir de lo producido
en el campo de la transferencia, donde las certezas podían ser interrogadas, los temas delirantes y las
vivencias alucinatorias puestas en juego a través de asociaciones referidas a su propia historia que creaban
alguna significación novedosa y ordenadora. Por supuesto todo esto era absolutamente contingente y no
servía, como lo podían esperar los padres, para evitar episodios conflictivos posteriores; de allí la propuesta
hecha a los padres de incluir al análisis como parte de un dispositivo más abarcador.

La locura histérica es una entidad nosológica muy usada en el siglo XIX y que cayó en desuso al comienzo
del XX, coincidiendo con el nacimiento del Psicoanálisis.
Ya avanzado ese siglo algunos autores, entre ellos Jean-Claude Maleval, han rescatado y reconstruido esa
entidad a la luz del Psicoanálisis, especialmente por la dificultad de dar cuenta de esos grandes sacos
nosológicos en que se transformaron la esquizofrenia en los adultos y el autismo en los niños.

Wernicke define, alrededor de 1900, a la locura histérica como una recidiva que se produce cuando la
histeria de base no se cura y que se caracteriza por la presencia de estados crepusculares (sin conciencia o
con estrechamiento de la misma), onirismo, rápida remisión y delirio persecutorio con una persona
exclusiva.

Maleval, por su parte, destaca que el síntoma en la locura histérica no es más que el delirio, el cual tiene
relación con la historia del sujeto aunque participa de un mecanismo proyectivo particular, en el que el yo
está desdoblado en yoes que aparecen bajo la forma de dobles. Así lo que se proyecta es lo reprimido,
retornando desde la realidad, y no desde lo real o el síntoma, lo cual lo diferencia de las psicosis
disociativas y las neurosis.
La desidentificación es correlativa de una regresión, vivida en lo real, a demandas arcaicas.
En definitiva, como dice este autor, “en el fundamento de la locura histérica se encuentra el déficit de lo
imaginario, el desmantelamiento de la consistencia del yo, de modo que la fascinación en espejo, los
fenómenos de fragmentación del cuerpo, la captación por la imagen del doble, constituyen el patrimonio
común de esta patología”.
Algo central es que el histérico formula su queja a alguien, pide un saber capaz de dominar el goce.

Volviendo al caso, la hipótesis es que el drama, más bien la tragedia, se juega cuando Marilina tiene la
vivencia de estar excluida del campo del Otro. Éste no se le aparece, generalmente, como arrasador sino
como un lugar que no da lugar, que no aloja, como tampoco restaura las coordenadas edípicas que permitan
reordenar una escena.

El padre ronda por todos lados pero no funciona casi por ninguno, de ahí los llamados desesperados de la
hija, bajo la forma de denuncias literales, para que aparezca.
El “déficit en la comunicación familiar”, que nombra un médico forense en un informe, denota esta
dificultad para la transmisión de la ley en el seno de la familia, por lo que en el diagnóstico aparece la
palabra “grave”.

Los dichos del padre son interesantes, uno diría que muy atinados, por ejemplo en relación a la necesidad
de atenerse a pactos y medidas, a propiciar un orden mediante la palabra, etc., pero chocan con su decir, el
cual se sostiene en la renegación. El latín, el griego y la filosofía son saberes que exigen una importante
capacidad simbólica mas nada dicen de la sexualidad y la familia; finalmente son palabras que no hacen
discurso, quedan en el registro “intelectual”. Él mismo confiesa que encarnar el lugar de autoridad le
produce “repugnancia”, lo mismo que eso de enseñar no le gusta nada.

La historización familiar que arma Marilina se interrumpe en la adolescencia, segundo momento capital de
constitución subjetiva, donde es convocada a reafirmar la estructura pero se encuentra sin las herramientas
simbólicas necesarias: el padre desaparece como ser sexuado, no dirige su deseo a ninguna mujer y, cuando
lo hace (recordemos a su compañera de trabajo), lo desmiente. Sólo parece causado por los libros y su hija
menor. Las ausencias de la madre la confrontan en solitario a esta tarea de reafirmación.

A la madre parece que también le cuesta mucho reinscribirse como madre de una chica adolescente pues es
una labor que requiere elaborar una serie de duelos, soportar la competencia y, principalmente, propiciar
algo del orden del legado de las condiciones femenina y materna. En esta línea destaca el hecho de que a
pesar de que madre e hija hablaran muchísimo pocas veces se producía un diálogo, entendiéndolo como
condición de subjetividad ya que implica el entendimiento no de un contenido sino de una relación.
Apreciamos en acto la diferencia entre enseñanza y transmisión. La perversión está, pues, en el déficit, en lo
que queda pendiente por nombrar, razón por la que no hay interdicción que ordene el campo.

De todos modos Marilina, dentro de sus capacidades, que no eran las de María, paciente de Maleval, o las
de Natalia, de Tausk, era capaz de establecer transferencia con un analista al que podía amar y quejarse.
El amor de transferencia, entendido como un amor verdadero que liga los registros al tiempo que vincula
cuerpo y muerte, es decir, sexualidad, es lo que permite retomar los delirios, alucinaciones e
impulsividades para producir alguna significación nueva, es decir, plantear la posibilidad de algún
acontecimiento.

Las rápidas remisiones tenían que ver con esa capacidad para la comprensión suscitada por la inclusión
asociativa del material en una trama histórica, bien es cierto que siempre presta al olvido.
Por ejemplo, ciertas proyecciones delirantes bajo la forma del padre que la quería matar o los ex novios que
pretendían la ruptura con el actual, fueron mitigadas al producirse una serie de asociaciones en relación a la
idea de maternidad. Lo mismo con el efecto de reunificación del cuerpo propio luego de abordar las
vivencias de fragmentación producidas a raíz de la decisión de quitarse la varilla anticonceptiva.

Todo este drama imaginario, traducido en vivencias de fragmentación del cuerpo y la perturbación de la
relación con la imagen especular, podía tener un destino trágico o reconvertirse si se encontraba con las
condiciones para una significación unificadora.

En muchas ocasiones críticas lo que realmente operaba era la presencia del analista, es decir, un lugar Otro
que recogiera lo actuado para devolverlo en otro registro, por lo que responder a la demanda (la que yo leía
como tal, más allá de los requerimientos inmediatos) parecía aquí lo indicado. Responder hacía que se
restituyeran los lugares para la asunción de una palabra en el marco del diálogo.

Por fin, apuntar una idea en relación al desencadenante del suicidio que se enrola en la línea de las hipótesis
comentadas.
La ausencia del referente central que era su novio, la capitulación paterna para encarnar su función, el terror
materno a enfrentarse en solitario a su tarea, la vivencia de quedar expulsada de su lugar en la familia a
partir del dicho de la madre tomado literalmente (“ya no eres mi hija”), la amenaza de encierro (en un
psiquiátrico o en prisión), la incapacitación como persona y la falta de un espacio donde retomar lo que le
retornaba desde la realidad, conformaban para Marilina una situación que certificaba que, efectivamente,
estaba excluida del campo del Otro.

Andrés N. Brunelli
Fundación Psicoanalítica Madrid/1987
Nov. 2008

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