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Nació en Buenos Aires en 1951; narrador, ensayista, traductor y poeta, publicó varias novelas
y relatos: El país de la dama eléctrica (1985), El fin de lo mismo (1992), El testamento de
O'Jaral (1994) y Los acuáticos (2001) entre otros. Tras dos décadas residiendo en Barcelona,
España, en 1995 regresó a Argentina; vive actualmente en Buenos Aires, donde coedita la
revista Milpalabras y dirige la colección Shakespeare por escritores.
Este Fossey derramado en la silla es un hombre intenso y desprendido. Más de sesenta y cinco
años ya. Discordias superficiales; lucidez intermitente. Tiene la carne fofa por las cantidades de
pan que ha comido y firme por los miles de panes que ha amasado y acarreado; tiene la piel
blancuzca de harina y rubicunda por el calor del horno. Expresivas pompas de pensamiento se
desprenden de la calva de engrudo seco, pero la luz se apresura a capturarlas y las revienta. La
boca de Fossey agradece con un pliegue risueño. Después se pliega en otro sentido, el sentido
de la sombra. Fossey se rinde a la silla como si ya hubiera cumplido, no sabe con qué.
Todo está en su punto, incluso el caos. La verdad, Fossey, que hoy amasó los primeros panes a
las cinco de la mañana, no ignora totalmente con qué ha cumplido. Tampoco ignora que ya no
quiere sólo media hora de quietud para beber limonada. El mantra de su conciencia le repite
que está muy cansado, pero mucho. Es un rumor que anima a esperar algo, probablemente la
indiferencia. Como si esperase lograr la indiferencia, Fossey está majestuosamente
derrumbado en la silla. Por ahora gana el cansancio. Lo que el pan no tiene de peso lo tiene de
volumen.
A un lado y otro del parasol abstraídos peatones andan chocándose por la acera. Hay un ritmo
cardíaco en la decepción de los comercios. El rincón de las imágenes - Bálsamos naturales -
Frenos y dirección del automotor - Frutas por unidad -- Minicomponentes y clases de audio -
Se hacen llaves. Delante de Fossey la avenida es un estruendoso algoritmo de camiones. Las
vías del tren elevado se desgañitan en chirridos. Marañas de esmog irisan la luz. A pocos
metros de la silla de Fossey una banda de adolescentes juega con esos dados que en cada cara
traen una imagen famosa que parece gesticular. El hardware físico de los muchachos no logra
disfrutar, ni saber quién gana o pierde en cada tirada, porque le han comprado el juego a un
reducidor de bienes robados y el programa está en otro idioma. Avanzada como está su atrofia
gramatical, tampoco pueden comunicarse sensaciones complejas, ni acaso tenerlas. Sin
embargo gritan. Dejame a mi que a esa tarada le hincho un ojo - Mirá, mirá cómo le entra la
pena - Dos que se ríen y soy un campeón. Aunque el entusiasmo de los muchachos no se
aviene en un espacio mental unitario, como red orgánica tienen una entidad. Sus alaridos
compiten con los bocinazos. Ahora que terminan de rodar por las baldosas, los tres dados
muestran la cara ilusionada de la misma cantante, que en cada uno canta una melodía
diferente. Bailoteando sobre esa disonancia una chica grita Hurra y levanta velozmente el pozo
de las apuestas. Es la hija mediana de Fossey, una desaforada, y nadie se atreve a discutirle si
es cierto que ha ganado o no, ni siquiera Fossey.
A lo lejos se suceden varios ruidos. Frenadas, choques, alaridos de dolor, una explosión,
latigazos de luz giratoria. Un patrullero hiende el tráfico para incrustarse en la batahola. Corren
vecinos gritando La pisó, la pisó, mientras otros gritan Al hospital del quemado. De la cloaca
que hay a los pies de la silla sube un hedor a tripa. La luz entra en un vórtice, pero ante la
colosal inmovilidad de Fossey recupera nerviosamente el equilibrio. Todo huye o prefiere no
tocarlo. Fossey reposa dentro de su campo de fuerzas, a la espera de algo que podría suceder
en el momento menos pensado.
Esperar aumenta el cansancio. Un rezongo de la nariz chata comprime toda una vida. Muchos
creen conocer la utilidad de lo útil. Muchos ignoran la utilidad de lo inútil. ¿Cómo saber si los
muertos no se arrepienten de desear la vida? ¿Y esto quién lo dice? La hiriente agudeza de esa
voz arruga la frente de Fossey. Una ceja tironea, como resistiéndose a un falso llamado divino.
Majestad. Majestad. Pasa el tiempo y al fondo de la panadería el aprendiz vigila la horneada
que Fossey deberá repartir. Las bolsas de pan van a pesar bastante cuando en cada fonda
Fossey las saque de la camioneta, y eso es porque está cansado. Una vez más, y varias veces
aún, tendrá que contar lo que ha visto en la vida y en el día, explicar por qué reparte el pan él
mismo, retribuir el amor que le dan; tendrá que inventar consejos y cantar tonadas a los
nietos, y oír chistes que contará sin gracia, volverá a emocionarse con la frescura de su mujer.
Tendrá que amasar. Hacerse radiografías. Lavar la dentadura postiza. Operarse una vez más de
la hernia, despertarse de la anestesia. Contar el dinero de la caja y repartirlo. Padecer los pies
planos bajo sus noventa y seis kilos. Tendrá que ver morir, todavía. Tendrá que transmitir
experiencia a los chicos, él que sería tan poco propenso a modificar vidas ajenas, si supiera en
qué dirección conviene. Cansancio y majestad. Con un crujido hueco la mandíbula inferior de
Fossey cae de pronto sobre el pecho monumental, como una puerta de ventilación activada
por un termostato; pero por cansado que esté Fossey, y hasta plácido, la temperatura mental
no le afloja. Tampoco es que Fossey necesite mucho aire interior. Quiere seguir adelante. Para
seguir adelante necesita un descanso. Cuando más adelante siga más grande será la necesidad.
Este debate es grandioso; de ahí quizá la placidez. Fossey no querría entregar a la muerte sus
escombros. Los escombros temen y crujen y él tiene que ir pensando en la paz. Pero ahora le
bastaría alargar la mano para atrapar el momento imponderable.
Los ruidos del tráfico y el aroma a canela se ordenan en un mandala. En la luz tan amarilla la
enharinada mole del cuerpo de Fossey es un iceberg de tiempo que se funde por la médula. Ya
no sabe si está plácido en su silla o el cansancio le impedirá volver a levantarse. Adelante.
Quieto. Hacia el tránsito.
Hay una tradición en la isla que recomienda plantar el gran árbol viejo e inútil en las llanuras
de la nada. Los que todavía la escuchan piensan que es más farmacéutica que metafísica.
Fossey siempre ha mantenido su tradicionalismo en segundo plano, para no desentonar con
las actualizaciones del medio ambiente. Desde ese segundo plano, rendido en la silla, piensa
ahora en las llanuras de la nada. Pero la tradición dice que el anciano cansado sólo puede
retirarse de los afanes cuando haya recibido el esclarecimiento. Pero lo esclarecido sólo
aparece cuando el cansancio es auténtico e insuperable. Sólo entonces el anciano puede ir a
plantarse en las llanuras de la nada. Dejar el timón en manos frescas; apreciar sin desvelo el
horizonte que no alcanzará: hay una bocha de expresiones para expresar el gran derecho a
hacer sebo. Los chicos las desdeñan porque son frases que exigen cierto dominio sintáctico.
Pero antes incluso de retirarse el candidato debe reconocer él mismo que algo se le reveló, con
una certidumbre tan precisa que cuando lo cuente los demás comprendan en un santiamén
que ese hombre es un sabio. Tiene que dejarlos boquiabiertos. Entonces sí el árbol viejo podrá
ir a echar raíces donde dice la tradición, para los que la escuchan.
Fossey ha vivido todos los pasajes que le correspondían. Se destetó a tiempo de una madre no
poco absorbente. Pasó sólo de la niñez a la virilidad y de la virilidad a la hombría, luego de la
hombría al amor, de la jactancia al compañerismo, de la obsecuencia a la firmeza, de la
ambición a la humildad, de la diletancia a la concentración,
de la sordera a la atención
Fossey solo quiere una excusa íntima. No cree que vaya a explotarla. Es para su tranquilidad,
para poder estarse dos o tres horas más por día mirando cómo pasan camiones por la avenida.
Hay incluso un aromo mustio, en la remota vereda de enfrente, donde al mediodía van a
picotearse unas tortolitas.
La luz ha caído uno o dos grados, como si el gentío que rodea a Fossey se hubiera aunado para
correr una cortina. Atrás se redobla el olor a masa puesta al horno. También adelante la
fetidez de la cloaca. No queda mucho tiempo. No falta casi nada para tener que empezar una
vez más. Todos esperan verlo cargar las bolsas de pan en la camioneta para decir Ahí va Fossey
a repartir el pan del atardecer. Fossey piensa en lo apacible que es abandonarse a la silla y se
cansa más. Puede que esta mezcla insostenible de placidez y agotamiento sea el anuncio de un
saber, el salvoconducto.
Por encima de los vahos del tráfico, lamiendo casi los techos, unas nubes menudas derivan
como retoños de las vidas que Fossey no vivió. A Fossey lo reconfortaría este encuentro con
sus posibilidades truncas si se imaginase al menos qué puede haber dejado de ser él. Respira, y
el aliento aparta la luz. La imaginación de Fossey trabaja brutalmente sobre las nubecitas
platinadas. Late una vena. Las nubes se desdoblan, segregan cada una un ser acabado y
exhausto, cumplido, diferente. Se ven claro, estos Fosseyes. Lívidamente atraviesan las ristras
de camiones los espectros de un hombre con gran aparato de herramientas colgadas de un
correaje, otro con el pelo y la ropa manchados de pintura, otro con arreos de taxista, otro con
una bolsa de cemento al hombro, todos corpulentos, y algunos más dentro de la gama de
profesiones que día a día Fossey ve en su barrio. Esos espectros son de una niñez larga y
macerada, un desasosiego tan inocente que Fossey querría acunarlos. Pero la compasión lo
impacienta y, como si entendieran que no van a revelarle nada, los Fosseys opcionales
revientan en una miríada de centellas.
Es una pobre pirotecnia. Fossey resopla. Llovizna de vidas deshechas sobre humo de escapes.
Ruedan otra vez los dados. Si tocás te parto la jeta. La tradición dice que el que muere sin
haber descansado pasea su ansiedad por las azoteas de los vivos. Duros como corchos, los
labios de Fossey murmuran una pregunta. Las centellas quedan suspendidas a ras del
pavimento, donde caben entre los autobuses, y como si un deseo las elevara se agrupan en
dos o borbotones, se subdividen y configuran en nuevas pautas. Ahora son todos panaderos.
Con el poder de penetración típico de las visiones, ocupan el cuerpo de Fossey. Desde adentro
lo coronan como último eslabón provisorio de la inmemorial cadena de hacedores de pan. Son
tantos que si les diera por ponerse a amasar el cuerpo de Fossey estallaría. Y en cierto modo
vibra, lo bastante para que los chicos holgazanes quieran apartarse unos metros. Se van con
sus dados y sus frases faltas de potencial, de subjuntivo, ese idioma donde nada cuaja. En
cierto modo es una reverencia. Pero Fossey no siente satisfacción sino pesadumbre. La
pachorrienta hélice de la conciencia se pone a moler la noble tropa de predecesores de Fossey,
y después de hacerlos pasta sigue raspando las paredes del cráneo, y eso duele. Es decepción,
es desesperación, es lo poco que falta para que el pan esté horneado, para tener que amasar
el de mañana: es la confianza de la familia en que Fossey seguirá saliendo muchos años a
repartir el pan de la noche. Todo tan compacto que al fin Fossey se escapa.
Mientras la tarde palidece, las últimas resistencias musculares se desvanecen en una entrega
total. La silla de plástico se ofrenda sin una queja. Fossey se ha dormido.
Es una nube. Dentro de esta nube menuda, a la deriva en un bel canto de atardecer, la
conciencia está tan plena como abarcadora es la visión. Una nube puede desprenderse de su
marco de cielo, bien que la avenida truene de camiones, si tiene muchas ganas de acercarse a
una escena. Aunque las nubes ven con una nitidez de presente inamovible, sin intermitencias
ni rayas, tienden a sintetizar las imágenes. Son muy subjetivas. Silencio. Discreción. Imagen
absoluta. A la puerta de su panadería Braulio Fossey se repone de parte de la jornada en una
silla de plástico. Son las seis y media de la tarde. Una luz pletórica cavila al borde de Fossey
como si un rapto de caridad la detuviera. Aunque está fresco, la acidez del aire no llega a ser
corrosiva. Fossey ha entornado los párpados. Nada en su piel se eriza ni reacciona. Al lado de
la silla hay un parasol verde y rojo y sobre la mesa de plástico unos bichitos se inmolan en un
taller de nubes. Firmamento en el subrepticio hedor a tripa horneada. La conciencia de Fossey
zumba como amarillentos añicos de hielo. Polirritmias de un momento imponderable se
acercan a importunar al corpachón derramado en la silla. Discordias intermitentes, lucidez
superficial, este hombre sería parte del todo si la carne fofa no hubiera transportado la piel
blancuzca. A las llanuras de la nada todas las bolsas de pan que ha comido mantienen la piel
firme por el calor de calvas pompas de pensamiento. La luz de engrudo pliega la boca en el
sentido de la sombra. Majestad. Quietud. Balanceo del horizonte que no alcanzará.
y se despierta.
Ni la tradición ni el asesor espiritual de Fossey han explicado nunca de qué manera llega el
esclarecimiento. Es posible que sea apenas un parpadeo, pero Fossey no tiene tiempo de
considerarlo porque al tocarse la mejilla que la nube acarició se encuentra, depositado en un
rugosa cavidad de su moflete derecho, un objeto cúbico que susurra una canción. Es uno de los
dados de látex con imágenes, que se les ha escapado a los muchachos. Fossey tarda unos
buenos segundos en despegárselo de la piel. La expectativa temerosa de los chicos se debate
en frases como muñones verbales. Ese rumor le facilita a Fossey el afloramiento. En realidad se
levanta con tal agilidad que la silla, mientras Fossey se tambalea por la inercia, cae hacia atrás
en una polvareda de harina. La fuerza de gravedad se ha reducido. Y aunque el cansancio
perdura, hecho casi agotamiento, Fossey termina de estirar el cuerpo en un nimbo de levedad,
no porque el sueño fuera una versión indisciplinada de la realidad que ahora vuelve a incluirlo,
sino porque esta realidad que él ve ahora, los dados en las manos de los ciberbrutos, los
camiones, la luz almidonada, los bichos en el hielo, la panadería El Firmamento, es un arreglo
superior a lo que el sueño apuntó.
Todo está igual que antes pero un poco diferente. En el ocaso hay un centro claro, y en el
tráfico un bullicio curioso, y el cuerpo de Fossey es el todo como si las cosas se alegraran de
que haya vuelto.
Esta diferencia le da permiso. Desde las superpuestas capas de inútiles tejidos de su cuerpo,
se enfrenta con los verbobrutitos. Les arroja el dado. Pero antes de que ellos se abalancen a
recogerlo Fossey los frena alzando una mano, sólo hasta la altura del abdomen, la palma hacia
delante con sus costras de harina y sus estrías. No está del todo seguro de lo que va a decir. No
obstante lo dice.
"Ustedes no pueden imaginarse, muchachos, todo lo que hay que ver para el que está
dispuesto."
Los muchachos asienten. Fossey baja la mano y se la limpia en la bata. Para esconder la
turbación se retira. Detrás del chancleteo de sus pies planos, algunos muchachos se rascan;
otros ríen como si se desagotaran. Echando una mirada a las fogosas azaleas del tiesto, Fossey
entra en la panadería. Como siempre, la belleza de su mujer lo deja aturdido. A Fossey le basta
mirarle los ojos irritados para recordar lo poco que le importa a ella meditar sobre su propio
cansancio. Detrás de la caja, la hija mayor se instruye leyendo un manual de psicometría. Un
cliente reflexivo duda ante varios paquetes de galletas iguales. En la parca iluminación del local
se vuelca la luz del atardecer, y en esa confluencia el cansancio de Fossey, la simpatía de la
señora de Fossey y el grupo humano en general titilan en la tensión de un momento
imponderable. Esto piensa Fossey. La señora de Fossey le da un beso y le pregunta si está más
repuesto. "Más que repuesto", dice Fossey entonces: "Tuve un sueño." "No me digas." "Sí",
dice Fossey, procurando no chocar con la lámpara de techo: "Tuve un sueño increíble. Un
sueño que no cabe en la cabeza. Habría que ser un burro para querer contar un sueño así.
Soñé que era... Me parece que no sé si se puede decir qué. Me parece que... en fin. Habría que
ser un zoquete para pensar que se puede decir lo que soñé. Yo no creo que alguien haya visto
algo así, no creo que alguien lo haya oído. No creo que haya palabras, te voy a decir, no creo
que quepa en la cabeza de nadie soñar eso. No se puede decir nada de lo que soñé, habría que
escribirlo, porque en el fondo no era nada."
En la panadería ya no se ve gran cosa. Pero Fossey piensa que debe estar soberbio, porque la
mujer se cala los anteojos como cuando va a abrir un regalo. "Es un sueño lindísimo, Braulio",
dice. Fossey prevé nuevos y largos acoples sin derrame de semilla. El cliente reflexivo le paga
las galletas a la hija mayor de Fossey. "¿O sea que no vas a repartir el pan?", dice la chica. El
sobrio Fossey le acaricia la nuca, febril de una jornada entera en funcionamiento. Con ese calor
en la palma emprende el traslado de sus muchos kilos hacia el taller del fondo. La temperatura
sube bastante. El aprendiz, que ya está sacando las bandejas, le pregunta sin mirarlo si quiere
que reparta el pan por él. Fossey le dice que no, que está bastante despejado y que se vaya a
su casa. Las aristas menos visibles del taller se resignan a adaptarse a la inconveniente
magnitud de su cuerpo. Fuera, más que camiones, se ven ahora ristras de faros. En la lejana
vereda de enfrente el cielo rojizo se va tragando las nubecitas una a una, y a veces de a dos.
Fossey mira el caudal del tráfico como si fuera el río que baña las llanuras de la nada.
Abundancia. Disolución. El crepúsculo de la mente dura más que el del firmamento. No se
extingue. Una amplia bolsa de hilo sintético se despliega entre las manos de Fossey, ávida de
recibir panes calientes.