Está en la página 1de 8

Athenea Digital - núm.

11: 219-226 (primavera 2007) -CLÁSICOS- ISSN: 1578-8946

La femineidad como máscara


Joan Rivière

Traducción: Adriana Velásquez y María Ponce de León

(Publicación original: Rivière, Joan. (1929). Womanliness as a mascarade. International Journal of


Psycho-Analysis, X, 303-313).

Cualquiera sea el rumbo que haya tomado la investigación psicoanalítica parece haber atraído una y
otra vez el interés de Ernest Jones, y dado que en los últimos años las investigaciones han
comenzado a abordar el desarrollo de la sexualidad femenina, no cabe duda de que su contribución a
la materia estará entre las más importantes. Como es habitual, Jones expone su trabajo con gran
nitidez, utilizando el talento que lo caracteriza para aclarar el conocimiento que ya teníamos y
enriquecerlo con nuevas observaciones.

En su artículo “The early development of female sexuality”1, este autor esboza una clasificación de los
distintos tipos de desarrollo femenino que divide, en primer lugar, en heterosexual y homosexual, y
posteriormente divide éste último en dos tipos. Jones reconoce la naturaleza poco precisa y
esquemática de su clasificación y postula un número de tipos intermedios. Uno de estos tipos
intermedios es el que me interesa tratar en este momento. A diario, encontramos hombres y mujeres
que, aunque presentan un desarrollo mayoritariamente heterosexual, manifiestan abiertamente
fuertes rasgos del sexo opuesto. Esto ha sido juzgado como una expresión de bisexualidad inherente
a todos nosotros; y el análisis ha demostrado que lo que parecen manifestaciones sexuales, o rasgos
característicos homosexuales o heterosexuales son el resultado de una interacción de conflictos y no
necesariamente la prueba de una tendencia innata o fundamental. La diferencia entre el desarrollo
homosexual y heterosexual está determinada por los diferentes grados de angustia, con su
correspondiente efecto en el desarrollo. Ferenczi señaló una reacción similar con respecto al
comportamiento2; concretamente, que los hombres homosexuales exageran su heterosexualidad
como una forma de “defensa” contra su homosexualidad. Intentaré demostrar que las mujeres que
aspiran a la masculinidad pueden adoptar la máscara de la femineidad para evitar la angustia y las
represalias que temen de los hombres.

Me ocuparé de un tipo particular de mujer intelectual. No hace mucho tiempo la búsqueda intelectual
de las mujeres estaba asociada casi exclusivamente con un tipo de mujer abiertamente masculino
que, en casos marcados, no escondía su deseo o derecho de ser un hombre. Esto ahora ha
cambiado. De todas las mujeres que actualmente trabajan de manera profesional, sería difícil decidir
si la mayoría de ellas son más femeninas que masculinas en sus personalidades y estilos de vida. En
el medio académico o científico, así como en los negocios, constantemente se encuentran mujeres

1
Jones, Ernest. (1927). The early development of female sexuality. International Journal of Psycho-
Analysis, 8, 459-472.
2
Ferenczi, Sandor. (1916). The nosology of male homosexuality. En Richard Badger (Ed.).
Contributions to Psycho-Analysis. Boston.

219
La femineidad como máscara
Joan Rivière

que parecen cumplir con todos los criterios del desarrollo femenino completo. Son excelentes
esposas y madres; son amas de casa competentes; mantienen una rica vida social y cultural; no
carecen de intereses femeninos, por ejemplo, en su aspecto físico; y cuando son requeridas, incluso
tienen tiempo para ejercer el rol de sustituto materno, devoto y desinteresado, entre un amplio círculo
de parientes y amigos. Al mismo tiempo, cumplen con las obligaciones de su profesión al menos igual
de bien que el hombre medio. Es realmente un enigma saber cómo clasificar psicológicamente este
tipo de mujeres.

Hace algún tiempo, en el análisis de una mujer de estas características, realicé unos descubrimientos
interesantes. Esta mujer se ajustaba casi exactamente a la descripción que acabo de dar: tenía una
relación excelente con su marido, que incluía unos lazos íntimos muy estrechos entre ellos y
frecuentes relaciones sexuales placenteras; se sentía orgullosa de su capacidad para realizar las
tareas del hogar. Toda su vida había ejercido su profesión con gran éxito. Poseía un alto grado de
adaptación a la realidad y lograba mantener buenas y apropiadas relaciones con casi todas las
personas con las que establecía contacto.

Sin embargo, ciertas reacciones en su vida mostraron que su estabilidad no era tan perfecta como
parecía. Una de estas reacciones servirá para ilustrar este tema. Se trataba de una mujer
norteamericana dedicada a un trabajo de tipo propagandístico, que consistía principalmente en hablar
y escribir. Durante toda su vida había experimentado cierto grado de angustia, a veces incluso muy
severo, después de realizar algún acto público como hablar delante de un auditorio. A pesar de su
incuestionable éxito y capacidad, tanto intelectual como práctica; y su habilidad para controlar al
auditorio, dirigir los debates, etc., a la noche, se sentía agitada y aprensiva; tenía dudas respecto de
si había hecho algo inapropiado y estaba obsesionaba con una necesidad de afirmación. En tales
ocasiones, esta necesidad la llevaba compulsivamente a buscar la atención o los elogios de uno o
varios hombres cuando finalizaba el acto en el que ella había participado o había sido la protagonista.
Pronto se hizo evidente que los hombres que ella elegía para tal propósito siempre representaban, sin
lugar a dudas, figuras paternas, aunque a menudo no eran personas cuyas opiniones acerca de su
actuación tuvieran en realidad mucha importancia. Buscaba claramente dos tipos de afirmación en
estas figuras paternas: el primero, una afirmación directa de su actuación mediante los cumplidos; el
segundo y más importante, la afirmación indirecta mediante las atenciones sexuales de estos
hombres. Para decirlo en términos generales, el análisis de su comportamiento luego de sus
intervenciones desveló que intentaba obtener insinuaciones sexuales de este tipo particular de
hombres flirteando y coqueteando con ellos de una manera más o menos encubierta. Esta conducta,
que sobrevenía tan deprisa, era extraordinariamente incongruente con la actitud altamente
impersonal y objetiva que mostraba durante su desempeño intelectual, lo cual planteaba un
verdadero problema.

El análisis mostró que la situación edípica de rivalidad con su madre era extremadamente intensa y
nunca había sido resuelta de manera satisfactoria. Más adelante volveré sobre este aspecto. Sin
embargo, además del conflicto con su madre, la rivalidad con su padre era también muy notoria. Su
trabajo intelectual, que tomaba forma en el habla y la escritura, se basaba en una identificación
evidente con el padre, que primero había sido un hombre de letras y luego se había volcado a la
política; su adolescencia se había caracterizado por una rebeldía consciente contra él, con
sentimientos de rivalidad y de desprecio. El análisis frecuentemente revelaba sueños y fantasías de
esta índole en los que castraba a su marido. Era bastante consciente de los sentimientos de rivalidad
y de superioridad hacia muchas de estas figuras paternas, de quienes buscaba el apoyo después de

Athenea Digital - núm. 11: 219-226 (primavera 2007) -CLÁSICOS- 220


La femineidad como máscara
Joan Rivière

sus propias actuaciones. Se sentía herida cuando insinuaban que no era igual a ellos y, en privado,
rechazaba la idea de estar sujeta a sus juicios o críticas. En este aspecto corresponde claramente
con uno de los tipos descritos por Ernest Jones: el primer grupo de mujeres homosexuales que, si
bien no se interesan por las demás mujeres, desean la «aceptación» de su masculinidad por parte de
los hombres y sostienen que son sus iguales o, en otras palabras, que son uno de ellos. Su
resentimiento, sin embargo, no se expresaba abiertamente; en público, reconocía su condición de
mujer.

El análisis reveló más tarde que sus miradas insinuantes y coquetería compulsivas, de las cuales ella
no era realmente consciente hasta que el análisis las puso de manifiesto, se debían a lo siguiente: era
un intento inconsciente de evitar la angustia que vendría a continuación debido a las represalias que
anticipaba de parte de las figuras paternas luego de su despliegue intelectual. La demostración
pública de su capacidad intelectual, que era llevada a cabo con éxito, significaba una exhibición de
ella misma en posesión del pene del padre, que había sido castrado. Una vez finalizada la exposición,
era presa de un terror espantoso por el castigo que su padre luego le impondría. Evidentemente esto
propiciaba que pugnara por ofrecerse sexualmente al vengador. Esta fantasía, como se manifestó
más tarde, había sido recurrente en su infancia y juventud, transcurridas en el sur de los Estados
Unidos: en el caso de que un negro se aproximara para atacarla, planeaba defenderse obligándolo a
besarla y a hacerle el amor (de tal manera que ella pudiera entregarlo luego a la justicia). Sin
embargo, existía otro factor determinante de este comportamiento obsesivo. En un sueño que tenía
un contenido muy similar a esta fantasía de la infancia, ella estaba sola en su casa, aterrorizada; un
negro entraba y la encontraba lavando ropa, con la camisa arremangada y los brazos expuestos. Ella
se resistía, con la secreta intención de atraerlo sexualmente y él comenzaba a admirar y acariciar sus
brazos y sus pechos. Este sueño significaba que ella había matado al padre y a la madre y se había
quedado con todo (sola en la casa), sentía pánico por el castigo que recibiría (esperaba disparos a
través de las ventanas) y se defendía asumiendo un rol servicial (lavando ropa) y lavando la suciedad
y el sudor, la culpa y la sangre, borrando todas las consecuencias de sus actos, y «disfrazándose» de
mujer castrada. Bajo ese disfraz, el hombre no encontraba en ella ningún bien robado por el que
debiera atacarla para poder recuperarlo y, más aún, la encontraba atractiva como objeto de amor.
Así, el objetivo de la compulsión no era sólo sentirse reafirmada al despertar en el hombre
sentimientos afectuosos hacia ella; sino que era, principalmente, ponerse a salvo disfrazándose de
alguien inocente e inofensivo. Era una inversión compulsiva de su actuación intelectual; y los dos
aspectos formaban la “doble acción” de un acto obsesivo, al igual que toda su vida consistía
alternativamente de actividades masculinas y femeninas.

Antes de este sueño, había tenido otros donde aparecían personas que cubrían sus rostros con
máscaras para impedir algún desastre. En uno de estos sueños, había una alta torre en una colina
que se desplomaba sobre los habitantes de una aldea situada más abajo, pero como se ponían
máscaras, salían ilesos.

La femineidad, por lo tanto, podía ser asumida y utilizada como una máscara para ocultar la posesión
de la masculinidad, así como para evitar las temidas represalias que se tomarían contra ella si esto se
llegara a descubrir; al igual que un ladrón vacía sus bolsillos y pide ser registrado para demostrar que
no ha robado nada. El lector podrá tal vez preguntarse ahora cómo defino la femineidad o dónde
trazo la línea que separa la genuina femineidad de la «máscara». Sin embargo, mi opinión es que no
existe tal distinción; ya sea de manera radical o superficial, son una misma cosa. La femineidad
estaba en esta mujer, y se podría incluso decir que existe hasta en la mujer más homosexual, pero

Athenea Digital - núm. 11: 219-226 (primavera 2007) -CLÁSICOS- 221


La femineidad como máscara
Joan Rivière

debido a sus conflictos no representaba la línea principal de su desarrollo, por lo que era utilizada
más como un recurso para eludir la angustia que como un modo primario de disfrute sexual.

Presentaré algunos detalles para ilustrarlo. Esta mujer había contraído matrimonio tardíamente, a los
veintinueve años; había sentido gran angustia con respecto a la desfloración y una mujer médico le
había hecho una incisión en el himen antes de la boda. Su actitud hacia las relaciones sexuales antes
del matrimonio consistía en una determinación firme a obtener y experimentar el goce y el placer que,
según sabía, algunas mujeres tenían, y a disfrutar del orgasmo. Temía a la impotencia exactamente
de la misma manera que un hombre. Esto representaba en parte una decisión de superar ciertas
figuras maternas frígidas, pero en un nivel más profundo era una determinación a no ser vencida por
el hombre3. En efecto, el goce sexual era completo y frecuente, con orgasmo completo, pero resultó
que la gratificación tenía el carácter de una afirmación y una restitución de algo perdido, y no de puro
goce. El amor del hombre le devolvía su autoestima. Durante el análisis, mientras los impulsos
castradores hostiles contra su marido estaban en proceso de ser manifestados, el deseo sexual se
aplacaba considerablemente, y tuvo periodos de frigidez relativa. La máscara de la femineidad estaba
desgastándose y revelándola castrada (sin vida, incapaz de sentir placer) o deseosa de castrar (por lo
tanto temerosa de recibir el pene por medio de la gratificación). En una ocasión, durante un periodo
en el que su marido tuvo una aventura amorosa con otra mujer, ella había reconocido una
identificación muy intensa con él respecto de su rival. Resulta sorprendente que no hubiera tenido
experiencias homosexuales (desde antes de la pubertad con una hermana menor), pero el análisis
reveló que esta falta era compensada por sueños homosexuales frecuentes con orgasmos intensos.

En la vida diaria se puede observar cómo la máscara de la femineidad adopta formas curiosas.
Conozco a una ama de casa competente, una mujer muy hábil, capaz de desempeñar tareas
típicamente masculinas. Pero cuando llega a su casa, por ejemplo, un tapicero o un albañil, se siente
obligada a ocultarle todos sus conocimientos técnicos, se muestra deferente y le hace sugerencias de
una forma inocente e ingenua, como si sus comentarios fueran “casuales”. Ella me ha confesado que
incluso ante el carnicero y el panadero, a quienes en realidad controla con mano de hierro, no puede
adoptar abiertamente una postura firme; se siente como si estuviera «representando un papel» y
finge ser una mujer más bien sin instrucción, tonta y confusa que, sin embargo, al final, siempre se
sale con la suya. En todas las demás relaciones, esta mujer es una señora culta y gentil, inteligente y
bien informada y puede manejar sus asuntos a través de un comportamiento racional sensato sin
acudir a subterfugios. Esta mujer tiene ahora cincuenta años, pero me cuenta que cuando era joven
sentía una gran angustia cuando se relacionaba con camareros, taxistas, dependientes o cualquier
otro tipo de figuras paternas potencialmente hostiles como médicos, albañiles o abogados; además,
con frecuencia, discutía y tenía altercados con ellos, acusándolos de haberla estafado y cosas por el
estilo.

Otro ejemplo de la vida cotidiana es el de una mujer inteligente, esposa y madre, catedrática
universitaria de una asignatura abstrusa de aquellas que rara vez atraen a las mujeres. Cuando está
dictando una conferencia, dirigida no a los estudiantes sino a sus colegas, escoge atuendos
particularmente femeninos. Su comportamiento, en esas ocasiones, está marcado por un rasgo
inapropiado: se torna irreverente y burlona, tanto que suscita comentarios y reproches. Cuando

3
He encontrado esta actitud en varias mujeres analizadas y esta determinación de ser desfloradas en
casi todas ellas (cinco casos). A la luz del Tabú de la virginidad de Freud, este último acto sintomático
es bastante instructivo.

Athenea Digital - núm. 11: 219-226 (primavera 2007) -CLÁSICOS- 222


La femineidad como máscara
Joan Rivière

demuestra su masculinidad a los hombres, lo hace como si fuera un «juego», como algo irreal, como
una «broma». No puede tomar en serio el tema abordado; no puede verse a sí misma en un plano de
igualdad con los hombres. Además, su actitud irreverente permite que se manifieste algo de su
sadismo, de ahí el malestar que provoca.

Se podrían citar muchos otros ejemplos y, de hecho, he encontrado mecanismos similares en el


análisis de hombres abiertamente homosexuales. Uno de estos casos era el de un hombre que
padecía inhibición y angustia severas, para quien las actividades homosexuales quedaban relegadas
a un segundo plano. Su mayor fuente de gratificación sexual era la masturbación en circunstancias
especiales, concretamente, mientras se miraba al espejo vestido de una manera particular. La
excitación se producía al verse a sí mismo con el cabello peinado con raya al medio y luciendo una
corbata de lazo. Utilizaba estos «fetiches» extraordinarios para disfrazarse de su hermana; el peinado
y el lazo eran de ella. Su actitud consciente era el deseo de ser una mujer, pero sus relaciones
manifiestas con los hombres nunca habían sido estables. Inconscientemente, la relación homosexual
resultaba ser completamente sádica y estaba basada en la rivalidad masculina. Las fantasías de
sadismo y de “posesión de un pene” sólo se podían satisfacer cuando su imagen en el espejo le
garantizaba que no iba a sentir angustia porque estaba a salvo “disfrazado de mujer”.

Regresaré al caso que describí al comienzo. Bajo su heterosexualidad aparentemente satisfactoria,


es obvio que esta mujer presentaba manifestaciones típicas del complejo de castración. Horney fue
una de las primeras en señalar las causas de ese complejo en la situación edípica; en mi opinión, el
hecho de que la femineidad pueda ser asumida como una máscara puede contribuir aún más al
análisis del desarrollo femenino. Con esto en mente, esbozaré el desarrollo temprano de la libido en
esta paciente.

Pero antes, debo explicar cómo eran sus relaciones con las mujeres. Ella era consciente de su
rivalidad con casi cualquier mujer que tuviera buena apariencia o aspiraciones intelectuales. Era
consciente de los arrebatos de odio que sentía hacia casi cualquier mujer con la que tenía algo en
común, sin embargo, cuando se trataba de relaciones permanentes o cercanas era capaz de
establecer relaciones muy satisfactorias. Inconscientemente, lo lograba, casi siempre, sintiéndose
superior a las otras mujeres de un modo u otro (las relaciones con sus subordinados eran, en general,
excelentes). Su habilidad como ama de casa se originaba mayormente en este hecho; así superaba a
la madre, conseguía su aprobación y demostraba su superioridad entre las rivales “femeninas”. Sus
logros intelectuales, sin duda, tenían en parte la misma causa. Con ellos demostraba ser superior a la
madre. Parece probable que al alcanzar la edad adulta, su rivalidad con las mujeres se intensificara
mucho más en relación con los aspectos intelectuales que en lo referente a la belleza, ya que siempre
podía refugiarse en su inteligencia para restarle importancia a la belleza.

El análisis reveló que estas reacciones, tanto hacia los hombres como hacia las mujeres, se
originaban en la reacción hacia los padres durante la fase oral sádica. Estas reacciones se
manifestaban en forma de fantasías, como las que expuso Melanie Klein en su ponencia para el
Congreso de 19274. La decepción o frustración durante la succión o el destete, asociadas a
experiencias durante la escena primaria que se interpreta en términos orales, trae como

4
Klein, Melanie. (1928). Early stages of the oedipus conflict. International Journal of Psycho-Analysis,
9, 167-180.

Athenea Digital - núm. 11: 219-226 (primavera 2007) -CLÁSICOS- 223


La femineidad como máscara
Joan Rivière

consecuencia el desarrollo de un intenso sadismo hacia ambos padres5. El deseo de arrancar el


pezón de un mordisco se sustituye por los deseos de destruir, penetrar y destripar a la madre,
devorarla a ella y al contenido de su cuerpo. Este contenido incluye el pene del padre, las heces y los
hijos; todas las posesiones y objetos de amor que se imaginan dentro del cuerpo de la madre6. El
deseo de arrancar el pezón se sustituye también, como sabemos, por el deseo de castrar al padre
arrancándole el pene de un mordisco. Ambos padres son rivales en esta etapa, ambos poseen
objetos deseados; el sadismo está dirigido a los dos y se teme la venganza de ambos. Sin embargo,
como siempre sucede con las niñas, la madre es la más odiada y, como consecuencia, la más
temida. La madre inflingirá el castigo que corresponde al crimen: destruirá el cuerpo de la niña, su
belleza, sus hijos, su capacidad para tener hijos; la mutilará, devorará, torturará y matará. En esta
situación atroz, la niña sólo puede salvarse reconciliándose con la madre y expiando su crimen. Debe
abandonar la rivalidad con la madre y hacer todo lo posible para restituirle lo que le ha robado. Como
sabemos, ella se identifica con el padre y utiliza la masculinidad que así obtiene poniéndola al servicio
de la madre. Se convierte en el padre y toma su lugar; de este modo puede «restituírselo» a la madre.
Esta posición se ponía de manifiesto en muchas situaciones de la vida de mi paciente. Se deleitaba
utilizando sus habilidades para ayudar a mujeres más débiles e indefensas que ella y podía mantener
con éxito esta actitud siempre que la rivalidad no emergiera con demasiada intensidad. Pero esta
restitución sólo podía realizarse con una condición: la de recibir una abundante recompensa en forma
de gratitud y «reconocimiento». Deseaba el reconocimiento porque suponía que se le debía por sus
sacrificios; de manera aún más inconsciente, lo que exigía era que se le reconociera su supremacía
por poseer el pene que luego podría restituir. Si su superioridad no era reconocida, entonces la
rivalidad se intensificaba inmediatamente; si la gratitud y el reconocimiento le eran negados, el
sadismo estallaba con toda su fuerza y sufría (en privado) paroxismos de una furia oral sádica, igual
que un bebé furioso.

Con respecto al padre, el resentimiento surgía de dos maneras: (1) durante la escena primaria le
arrebataba a la madre la leche (etc.) que la niña necesitaba; (2) al mismo tiempo él le daba a la
madre, y no a ella, el pene o los niños. Por consiguiente, ella debía quitarle todo cuanto poseía o
acaparaba; lo castraba y reducía a la nada, igual que a la madre. El temor hacía él permanecía,
aunque no tan intenso como el que sentía hacia la madre; en parte, porque esperaba que se vengara
por la muerte y destrucción de la madre. Por lo tanto debía también apaciguar al padre. Para ello se
disfrazaba con una máscara femenina, mostrándole su “amor” e inocencia. Es significativo que la
máscara de esta mujer, aunque transparente para las otras mujeres, con los hombres funcionaba
muy bien y cumplía su propósito. De este modo los atraía para sentirse aceptada. Una observación
más detallada demostró que ese tipo de hombres tenían miedo de las mujeres extremadamente
femeninas; preferían a una mujer que tuviera atributos masculinos, ya que sus exigencias eran
menores.

En la escena primaria, el talismán que poseen ambos padres y que a ella le falta es el pene del
padre; de ahí su rabia y, también, su terror e indefensión7. Si se lo arrebata al padre y lo posee,

5
Jones, op. cit., p.469, considera que la característica principal del desarrollo homosexual en las
mujeres es una intensificación de la fase oral sádica.
6
Como no era esencial para esta discusión, he omitido toda referencia al desarrollo posterior de la
relación hacia sus propios hijos.
7
Cf. Searl, N. (1929). Danger Situations of the Immature Ego. Comunicación presentada en el
Congreso de la British Psycho-Analytical Society, Oxford, Inglaterra.

Athenea Digital - núm. 11: 219-226 (primavera 2007) -CLÁSICOS- 224


La femineidad como máscara
Joan Rivière

obtiene el talismán; la espada invisible, el “órgano del sadismo”. El padre se vuelve impotente e
indefenso (su dulce marido); sin embargo, ella aún se protege de su ataque llevando la máscara de la
sumisión femenina y, bajo esa máscara, interpreta muchas de las funciones masculinas —“para él”—
(su sentido práctico y soltura). Lo mismo ocurre con la madre: una vez que le ha robado el pene, la ha
destruido y reducido a una inferioridad lamentable, triunfa sobre ella, de nuevo en secreto; en
apariencia reconoce y admira las virtudes de las mujeres «femeninas». Sin embargo, es más arduo
protegerse de las represalias femeninas que de las masculinas, por ello sus esfuerzos por apaciguar
y reparar el daño restituyendo y utilizando el pene al servicio de la madre nunca eran suficientes; ella
utilizaba este recurso hasta el cansancio y, en ocasiones, la dejaba exánime.

Por consiguiente, parecía que esta mujer se había salvado a sí misma de la intolerable angustia que
le ocasionaba la furia sádica contra ambos padres, creando en la fantasía una situación en la cual se
convertía en un ser superior y nadie le podía hacer daño. La fantasía era la supremacía sobre los
objetos paternos. A través de ésta, su sadismo se gratificaba, triunfaba sobre ellos. Con esta misma
superioridad también lograba impedir sus venganzas mediante formaciones reactivas y ocultando su
hostilidad. De este modo podía satisfacer al mismo tiempo las pulsiones del ello, su yo narcisista y su
super-yo. Esa fantasía constituía el centro de toda su vida y su carácter, y estuvo cerca de llevarla a
cabo hasta la perfección. Pero su punto débil era el carácter megalómano, bajo todos los disfraces,
de la necesidad de supremacía. Cuando esta superioridad se veía seriamente perturbada durante el
análisis, caía en un abismo de angustia, rabia y depresión; antes del análisis, caía enferma.

Me gustaría decir unas palabras sobre el tipo de mujer homosexual planteado por Ernest Jones, cuyo
objetivo es obtener “reconocimiento” de su masculinidad por parte de los hombres. La pregunta que
surge es si la necesidad de reconocimiento en ese tipo de mujer está relacionada con el mecanismo
de la misma necesidad, pero que opera de otra forma (reconocimiento por los servicios realizados) en
el caso que he descrito. En mi paciente, el reconocimiento directo de la posesión del pene no se
exigía abiertamente; se exigía para las formaciones reactivas, aunque sólo la posesión del pene las
hiciera posibles. Indirectamente, pues, lo que se exigía era el reconocimiento del pene. Esta forma
indirecta se debía a su aprehensión ante la posibilidad de que su posesión del pene fuera
“reconocida” o, en otras palabras, “descubierta”. Está claro que con menos angustia mi paciente
también habría reclamado el reconocimiento de los hombres por su posesión de un pene, y, de
hecho, en privado, le mortificaba la ausencia de este reconocimiento directo, como sucede en los
casos de Ernest Jones. Sin duda, en sus casos, el sadismo temprano obtiene mayor gratificación; el
padre ha sido castrado y debe, incluso, aceptar su derrota. Pero entonces, ¿cómo evitan la angustia
estas mujeres? En lo que respecta a la madre, la evitan, sin duda, negando su existencia. A juzgar
por los indicios extraídos de los análisis que he llevado a cabo, concluyo que, en primer lugar, como
Jones deja entrever, esta exigencia es simplemente una sublimación de la exigencia sádica original
en la que el objeto deseado (ya sea el pezón, la leche o el pene) debe ser entregado inmediatamente.
En segundo lugar, la necesidad de reconocimiento es, en gran medida, una necesidad de absolución.
Ahora que la madre ha sido relegada al limbo, no es posible relacionarse con ella. Su existencia
pareciera estar negada, aunque en realidad, es temida en exceso. Así que la culpa de haber triunfado
sobre ambos padres sólo puede ser absuelta por el padre; si éste reconoce y aprueba la posesión del
pene, ella está a salvo. Al otorgarle el reconocimiento, le otorga el pene, en lugar de a la madre;
entonces ella lo posee, tiene el permiso para poseerlo y todo está en orden. El “reconocimiento”
significa siempre, en parte, afirmación, autorización, amor; además, la convierte otra vez en un ser
superior. Aunque él no lo sepa, para ella, el hombre ha admitido su derrota. En lo que se refiere al
contenido, este tipo de relación fantástica con el padre es similar a la relación edípica normal; la

Athenea Digital - núm. 11: 219-226 (primavera 2007) -CLÁSICOS- 225


La femineidad como máscara
Joan Rivière

diferencia reside en que la primera se construye sobre una base de sadismo. De hecho, ha asesinado
a la madre y, por ello, no puede disfrutar de lo que la madre poseía; y lo que sí obtiene del padre,
debe aún, en gran medida, arrebatárselo y arrancárselo.

Estas conclusiones nos obligan, una vez más, a plantearnos la pregunta: ¿Cuál es la naturaleza
esencial de una femineidad completamente desarrollada? ¿Qué es das ewig Weibliche? La
concepción de la femineidad como máscara, detrás de la cual el hombre sospecha algún peligro
oculto, arroja un poco de luz sobre el enigma. La femineidad heterosexual completamente
desarrollada está basada, como han señalado Helene Deutsch y Ernest Jones, en la fase oral de
succión. La única gratificación de orden primario que se obtiene es la de recibir (el pezón, la leche) el
pene, el semen, el hijo del padre. El resto depende de las formaciones reactivas. La aceptación de la
«castración», de la humildad, de la admiración de los hombres, proviene, en parte, de la
sobrestimación del objeto en el fase oral de succión; aunque, principalmente, procede de la renuncia
(de una menor intensidad) de los deseos sádicos de castración que se derivan del nivel posterior, la
fase oral de mordedura. “No debo tomarlo, no debo siquiera pedirlo; me lo deben dar”. La capacidad
de sacrificio, devoción y abnegación denota el esfuerzo para restituir y reparar, ya sea a las figuras
maternas o paternas, lo que les ha sido robado. Es lo que Radó ha llamado un «seguro narcisista» de
un valor inestimable.

Resulta evidente cómo la consecución de una heterosexualidad plena coincide con la obtención de la
genitalidad. Y una vez más, podemos observar, como afirmó Abraham en un principio, que la
genitalidad supone la consecución de un estado post-ambivalente. Tanto la mujer «normal» como la
homosexual desean el pene del padre y se rebelan contra la frustración (o castración); pero uno de
los aspectos que las diferencian es la intensidad del sadismo y la capacidad que tienen ambas para
lidiar con él y con la angustia que éste les provoca.

Formato de citación

Rivière, Joan. (2007). La femineidad como máscara. Traducción de Adriana Velásquez y María Ponce
de León. Athenea Digital, 11, 219-226. Disponible en
http://psicologiasocial.uab.es/athenea/index.php/atheneaDigital/article/view/374/335.

Adriana Velásquez: Estudiante de Traducción e Interpretación en la Universitat Autònoma de


Barcelona y licenciada en Antropología Social por la Universidad Central de Venezuela. Sus intereses
engloban distintos ámbitos de la traducción entre los que destacan la traducción académica científico-
social y la traducción literaria.

María Ponce de León: Estudiante de Traducción e Interpretación en la Universitat Autònoma de


Barcelona y diplomada en traducción literaria por la Universidad del Museo Social de Buenos Aires.
Sus intereses engloban distintos ámbitos de la traducción entre los que destacan la traducción
académica científico-social y la traducción literaria.

Athenea Digital - núm. 11: 219-226 (primavera 2007) -CLÁSICOS- 226

También podría gustarte