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Abro los ojos y me encuentro en la más profunda oscuridad, en un lugar desolado y frío. Al
principio no puedo moverme, siento cada parte de mi cuerpo fuertemente pegada al suelo.
Intento gritar pero mi garganta no alcanza a emitir ningún sonido, el entumecimiento me
llena por completo. Empiezo a recordar cómo es que he terminado en esta pesadilla, en este
infierno personal.
Recuerdo, aunque muy borrosamente la última vez que la vi, hermosa y perfecta como
siempre, su cabeza de ideas adornada por una corona hecha por sí misma, me sonreía pero
en sus ojos la tristeza, la tristeza que me atrajo y me alejo, la tristeza vivida que siempre la
acompañó, estaba como constante recuerdo de lo cerca y lejos que estaba. Debía haberlo
sabido en ese entonces, pero aun así, si supiera lo que sé ahora y lo dijese, probablemente
nunca me habría escuchado.
Creo profundamente que la vida no es material, no es cuerpo del cual te vales para vivir,
tampoco es espíritu con el cual conseguirás la felicidad. La vida es recuerdo, si no dejas el
mínimo recuerdo en alguien no existes, no vives.
Ella vive porque yo vivo y por eso la busqué. La busqué por donde creía que estaría, llamé
su nombre a través de mi ventana pero no respondió, salí a la calle corriendo
desesperanzado gritando por ella, y esta vez sólo el viento respondió, respondió con la
soledad de su partida y con el dolor que mi corazón sentía. Caí al piso rezando como nunca,
al Dios en que nunca creí, a cualquiera que me escuchará, que no se la llevará lejos y que si
lo hacía que me llevará también. Y tal vez lo hizo.