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EL PAN NUESTRO DE CADA DÍA

La comida está en el centro del debate público. Nunca antes se ha producido tanta
cantidad y diversidad de alimentos como en la actualidad. Pero esa opulencia tiene
como contracara miles de hambrientos y un número creciente de personas con
enfermedades evitables relacionadas con la mal nutrición. El desafío de la alimentación
consciente en un sistema productivo concebido para obtener ganancias

Una batalla se lleva cabo día a día y sucede en nuestra propia mesa. Aunque no nos
percatemos, la alimentación es la conexión más directa que tenemos con la naturaleza
y lo que elegimos para comer es un acto político. Podemos dejar de hacer muchas
cosas en la vida, pero evitar comer no es una de ellas. No solo por su función vital
intrínseca, sino porque en la mayoría de las sociedades humanas la comida está
atravesada por cuestiones sociales y culturales: es una excusa para reunirnos con
amigos, para festejar acontecimientos importantes, forma parte de ritos religiosos. Y
no solo eso. La alimentación es el centro de nuestro universo simbólico. La antropóloga
Patricia Aguirre, especializada en alimentación e investigadora del Instituto de Salud
Colectiva de la Universidad Nacional de Lanús, dice que “el gusto es una construcción
social, por eso no encontramos gustos innatos en el Homo sapiens, no hay genes o
fisiología de la lengua o de la nariz que determinen el gusto. Si fuera a la inversa, todos
encontraríamos agradables y desagradables las mismas cosas, pero comemos
nutrientes y sentidos”.

El siglo XXI nos encuentra en una paradoja: nunca antes en la historia de la humanidad
se ha producido tanta cantidad y diversidad de alimentos como en la actualidad. Sin
embargo, esa opulencia tiene como contracara miles de hambrientos y un número
creciente de personas con enfermedades evitables relacionadas con la mal nutrición:
sobrepeso, obesidad, diabetes, hipercolesterolemia, hipertensión, etcétera. El
bombardeo mediático tampoco escapa a este doble discurso. Publicidades de
productos catalogados como “dietéticos”, “light”,” 0%” o “libres de…” se intercalan sin
escala con otros que prometen ahorrarnos tiempo, pero que abundan en sal, azúcar,
grasas, aditivos y conservantes.

Yo no me sentaría a tu mesa.
Una genealogía de los modos de alimentación

Si hacemos un poco de historia, la utilización de tecnologías para la producción de


alimentos no es nueva. La introducción del fuego y la agricultura son prácticas
milenarias que aun hoy se mantienen y que fueron decisivas en la modificación de
nuestros hábitos alimenticios. Aguirre explica que el fuego “amplió la gama de lo
comestible. No sólo permitió volver más blandos los vegetales, sino también aumentar
el contenido energético disponible en los alimentos. Muy probablemente el Homo
erectus creó la primera economía en la que los recursos se producían y se distribuían
en común”. Más tarde, hace 10.000 años, la modificación del clima hizo aumentar la
temperatura promedio; las praderas sustituyeron a los bosques y la megafauna que
alimentaba a los cazadores paleolíticos se extinguió. De esta manera, alimentos
marginales, como cereales y tubérculos, pasaron a tener importancia prioritaria. Y 500
años más tarde dependíamos de la agricultura para sobrevivir. De allí el origen de
nuestra actual dieta basada en hidratos de carbono
La agricultura como forma de subsistencia tuvo un impacto muy grande. En principio,
condicionó la aparición de enfermedades específicas relacionadas al trabajo de la
tierra, o la rotura y el desgaste dental. Por otra parte, extendió el hacinamiento, el
sedentarismo, la contaminación de las fuentes de agua y propició una dieta más
continua, pero también más monótona; conjunto de factores estos que hicieron
aparecer por primera vez las epidemias. Aun así, la población se multiplicó por
cuarenta en 4000 años. Además, la posibilidad de obtener excedentes propició el
nacimiento de muchas instituciones actuales: las clases o estratos jerárquicos, la
administración estatal, la guerra, y también la pobreza por exclusión de la comida.

Pero, a diferencia de nuestros antepasados, no sabemos lo que estamos comiendo.


“Nuestros alimentos se transformaron en OCNI (objetos comestibles no identificados).
Es una situación única en la cultura alimentaria humana”, advierte Aguirre. Sobre este
punto, el doctor Julio Montero, asesor científico de la Sociedad Argentina de Obesidad
y Trastornos Alimentarios, distingue lo que nos llevamos a la boca entre "alimentos" y
"comestibles". Los primeros son los "tejidos orgánicos", los segundos son los que salen
de las fábricas producidos por "compuestos químicos que no existen como tales en la
naturaleza". De esta manera, luego de más 10 mil años de agricultura y ganadería,
gozamos de una esperanza de vida desconocida para nuestros antepasados cazadores-
recolectores, pero estamos pagando el costo de una dieta pobre, integrada por poca
variedad de alimentos, la mayoría de ellos industrializados, que llegan a nuestra mesa
luego de largas y complejas cadenas de distribución.

Y para complicar más las cosas, en esta mesa se enfrentan veganos-vegetarianos contra
omnívoros-carnívoros, defensores de la agroecología contra simpatizantes de los
organismos genéticamente modificados, industrias contra sanitaristas. Todos ellos
partidarios de modos de alimentación y producción completamente distintos, pero
integrantes al mismo tiempo de una población mundial que crece sin parar y que
calcula que podría llegar a ser de 9000 millones de personas en 2050. Una cifra no
menor, caballito de batalla de las empresas que justifican la introducción de sustancias
antes inimaginadas en nuestra dieta, que prometen aumentar y abaratar la producción
necesaria para satisfacer a semejante cantidad de habitantes.

La cría intensiva y la siembra a gran escala han generado una gama de alimentos
económicos, duraderos y resistentes al paso del tiempo y fácilmente acomodables en
el mercado de la comida. Pero de muy dudosa riqueza nutricional. Los expertos
aseguran que este modo de producción somete a los animales a tratos crueles y
degradantes que les producen stress, insalubridad y atentan contra las propiedades
que las mismas empresas nos promocionan como beneficios. Dicho de otra manera, la
industria hace que alimentos milenarios no sean tan sanos como antes: una vaca
alimentada en feedlot (sistema de alimentación que sustituye la pastura por cereales
como soja y maíz para acelerar el crecimiento) y sometida a tratamientos con
antibióticos para soportar las enfermedades que esa modificación produce en su
organismo, da como resultado carnes cuyas proteínas no son tan buenas. Del mismo
modo la leche, ya no tiene tanto calcio. Y algo similar sucede con las gallinas, los peces
y otros animales de consumo humano sometidos a cría intensiva.

En el mundo actual se estima que existen 1500 millones de hectáreas cultivadas, de las
cuales 170 millones están conformadas son transgénicas. Al menos 152 millones de las
mismas corresponden a Argentina, Brasil, Canadá, Estados Unidos e India. Pero esta
agricultura basada en monocultivos y agroquímicos no está cumpliendo su promesa de
ser la solución al hambre global. Una de las voces que más se hacen escuchar a favor
de una agronomía sustentable es la de Marie-Monique Robin, periodista de
investigación y documentalista. En Las cosechas del futuro. Cómo la agroecología
puede alimentar al mundo, Robin refuta la tesis de que sólo la agricultura industrial
sumada a los pesticidas pueden cultivar grandes volúmenes de alimentos: "El modelo
agroindustrial promovido incansablemente desde hace medio siglo no ha conseguido
ni de lejos «alimentar al mundo»".

Por ello, la nutricionista Miryam Gorban, titular de la cátedra libre de Soberanía


Alimentaria de la UBA, hace una salvedad conceptual importante que permite
comprender la diferencial sustancial entre estos dos modos de producción: “La
seguridad alimentaria permite alimentar a muchas personas, pero estas no saben
realmente qué se les está dando de comer. La soberanía alimentaria es un concepto
tan revolucionario como simple: es poder definir la producción, distribución y consumo
y así garantizar una alimentación apropiada para todos”

Una vez más, si hiciéramos una “genealogía” de nuestros hábitos alimentarios a través
de la historia, nos sorprenderemos al notar que nuestros antepasados, cuya dieta era
más bien omnívora (basada en carne, raíces, granos y vegetales), alcanzaban
promedios de vida mayores a los actuales sin enfermedades relacionadas a la
alimentación. La antropología también lo demuestra de esa manera: “en el caso de las
economías de la caza y recolección, consideradas "sociedades opulentas primitivas",
aunque hoy imaginamos que el que vive sin cocina a gas o gaseosas vive muy mal,
existe evidencia de que nuestros ancestros cazadores-recolectores llevaron una buena
vida. Los basureros prehistóricos están llenos de huesos de los animales que
consumían y sus propios esqueletos muestran que estaban bien alimentados. Los
varones medían 1,80 m en promedio y las mujeres, 1,65 m”, dice Aguirre.

Volver a las fuentes.


En búsqueda del tiempo (nunca) perdido

Michael Pollan, uno de los periodistas especializados en alimentación más relevantes


del momento –autor El detective en el supermercado, Saber comer, El dilema del
omnívoro y el reciente Cocinar–, nos advierte que de las grandes corporaciones tienen
fines, pero estos no son altruistas sino exclusivamente económicos y comerciales: “La
industria alimentaria nos ha animado a abandonar la cocina porque gana más dinero
cuanto más procesada esté la comida. Puedes hablar de la libertad de elección y la
responsabilidad individual, pero es muy difícil tener la libertad de elegir cuando no
tenemos la información. La comida ha sido manipulada de formas muy inteligentes
para que sea adictiva y sea muy difícil dejar de comer. La industria usa internamente
términos como “adictividad” o blitz point [algo así como una “explosión de
sabor”], snackability [cuán apetecible es algo para picotear]… Están trabajando de
forma deliberada para crear comida que no podamos parar de comer. Y saben cómo
hacerlo, básicamente mezclando sal, azúcar y grasa”.

Frente a estas acusaciones, las corporaciones del alimento no han tardado en


defenderse. Como una enfermedad que produce su propio anticuerpo, las grandes
corporaciones del alimento parecería que se las están arreglando para limpiar su
propia cara sin dejar de aumentar sus ganancias. Dice, Soledad Barruti, periodista y
autora de Malcomidos. Cómo la industria alimentaria argentina nos está matando, “la
industria anda suelta a sus anchas agigantando su poder mientras propone solucionar
los problemas que generó. Y mal no les va: es sabido que los ingresos de los
supermercados en nuestro país no están en los alimentos frescos sino en productos
procesados en una relación que se puede estimar en un 70 a 30 por ciento”.

Así, frente a esa legión de obesos y hambrientos, las empresas han creado un plan B
para la sal, el azúcar, las grasas y otros aditivos y conservantes. Ahora aparecen en
nuestra mesa sustancias como el glutamato monosódico, el jarabe de maíz de alta
fructosa, la stevia artificial y o los aceites hidrogenados, sobre los cuales no hay aún
estudios probados sobre su inocuidad y que tampoco se salvan de críticas y denuncias.

Entonces, si no sabemos lo que realmente estamos comiendo, si las condiciones de


producción –que no han aplacado el hambre, ni la desigualdad, que no generan trabajo
digno y que están cosechando una legión de obesos y malnutridos- parecen estar muy
lejos de nuestro control, ¿qué hacemos todavía sentados en esta mesa?, ¿qué es lo que
realmente necesitamos comer? Pollan, muy tranquilo, dice: “Come comida. Sobre todo
vegetales. Con moderación”. En Saber comer. 64 reglas básicas para aprender a comer
bien, aunque parezca imposible, él asegura que esas 7 palabras condensan lo que debe
ser una buena alimentación y que son fácilmente comprensibles para cualquier
persona y permiten revalorizar el saber popular que ha sido socavada por el mercado.

Sin desdeñar el conocimiento científico, admite allí que “en el mundo existen otras
fuentes de sabiduría y otros lenguajes con los que hablar de manera inteligente sobre
alimentación ¿En quién confiábamos antes de que los científicos (y a su vez los
gobiernos, los organismos de salud pública y los productores de alimentos) nos dijeran
qué debemos comer? Confiabamos, qué duda cabe, en nuestras madres, nuestras
abuelas e incluso en nuestros antepasados más lejanos. Sabemos que existe una
amplia reserva de sabiduría alimentaria ahí afuera porque, si no, los humanos no
habríamos sobrevivido hasta la actualidad”.

El panorama se torna desolador si pensamos que estamos solos frente a un sistema


que solo busca generar ganancias. Más aún cuando alimentarse de forma consciente
requiere de una ingeniería especial. Los horticultores agroecológicos están en las
afueras, en lugares y horarios específicos; los alimentos más saludables no están al
alcance de la mano en las góndolas y suelen ser más costosos; y conseguir cortes de
animales alimentados a pasturas, aún en el país de la carne, es directamente una
utopía. No obstanto, las redes de comercio justo y economía solidaria se expanden a
medida que la conciencia sobre la necesidad sobre un nuevo modo de producción y
alimentación se multiplica.

Siguiendo esta línea, la chef Narda Lepes, es tajante. Ella sostiene que el mercado “nos
ha hecho creer una gran mentira, que no tenemos tiempo. 20 minutos por día
necesitamos, nada más. Tenemos la oferta que nos merecemos, pero si cambia la
demanda el mercado obedece. Mi compra vale más que mi voto a la hora de comer,
que es para lo único que sacamos plata del bolsillo todos los días (los que podemos).
Todavía estamos a tiempo de elegir”.

Literalmente, somos los que comemos. Somos ese coctel de agroquímicos, hormonas,
conservantes y aditivos que compramos empaquetados en el supermercado. Por
ahora. Debemos mirar menos etiquetas y no consumir menos envasados, volver a
cocinar y comer con los sentidos. Reformulando un viejo dicho: Si la comida es el
problema, la comida es la solución.

Resumen libro Michael Pollan


1. Come solo “comida”

2. No comas nada que tu tatarabuela no reconocería como comida si lo viera


3. Evita productos que contengan ingredientes que un ser humano normal no
guardaría en su despensa (¿dices que este precocinado contiene celulosa y sulfato de
amoniaco?
4. Evita productos que contienen jarabe de maíz con alto contenido en fructosa
5. Evita productos que contengan entre sus tres primeros ingredientes principales
cualquier forma de azúcar o endulzante
6. Evita productos que contengan más de 5 ingredientes básicos (los mejunjes de cosas
nunca salieron de la naturaleza)
7. Evita productos que contengan ingredientes que un niño de primaria no pueda
pronunciar.
8. Evita todos los productos que se anuncian como “maravillosos” para la
salud (básicamente son una campaña de marketing sin nada sustancial detrás)
9. Evita todo aquello que tenga por todos lados los adjetivos “light”, “sin grasas”, etc.
Tienen mas manipulación química que su contrapartida “normal”.
10. Evita productos que pretendan hacerse pasar por lo que no son (¿dices que la
margarina es como la mantequilla?)

- SABER COMER: 64 reglas básicas para aprender a comer bien (Michael Pollan)
http://www.lacocinaalternativa.com/2013/07/18/saber-comer-64-reglas-basicas-
para-aprender-a-comer-bien/

- Our daily bread (Nikolaus Geyrhalter, 2005. Alemania)


https://www.youtube.com/watch?v=pVkieJ_Wj64

"Bienaventurado el que no cambia el sueño de su vida por el pan de cada día"

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