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1- Bisonte // Horacio Mohando

Carolina te manda un beso es lo primero que escucho después del saludo. Yo no

respondo. Facundo lo hace para cumplir con el pedido y evitar reproches. Por eso

no le importa mi silencio. Está bien que sea así. Meter la frase, esa o cualquiera

que nada tengo que ver con nosotros, en otro momento del tiempo que estamos

juntos, rompería un poco el clima, ese espíritu extraño y necesario que nos

acompaña. En la despedida tampoco hay lugar. Apenas cabe un chau y después

alejarse. Yo vuelvo caminando hasta el edificio donde vivo. Me siento limpio,

tranquilo hasta que abro la puerta del departamento. Desde la muerte de

Sebastián, a pesar de tener las ventanas cerradas, me recibe un viento en contra

que me llena los ojos de tierra. A Facundo le debe pasar lo mismo. Aunque

cuando llega a su casa no lo debe recibir ningún desierto, sino Carolina con un

beso cálido como su paciencia. Quizá, cuando ve a sus hijos, recién levantados,

todavía en pijamas jugando en la alfombra logra, por unos segundos, olvidarse de

todo. O de casi todo. Una vez, yo lo vi. Se tiró en el medio, diciendo con vos

gruesa “Llegó el monstruo”. Los chicos gritaron, se le tiraron encima,

despeinándolo, riéndose con una alegría tan pura que a Facundo no le quedó otra

que también reír y gritar. Lo debe seguir haciendo, pero no debe ser lo mismo.

Sé que cuando lo irreversible te toca la propia felicidad genera un poco de culpa

y la ajena es algo que uno prefiere evitar.

Nunca vamos dos veces al mismo hotel. No es algo acordado. Se fue dando así y

nos resulta práctico, cómodo. El resto es siempre igual. Facundo me pasa a

buscar los martes a las once de la noche. Yo lo estoy esperando en la vereda. Me


subo al auto y estamos largo rato dando vueltas, como si fuera un paseo,

avanzando a la misma velocidad que la calma oscura que está desenrollada sobre

el asfalto a esa hora. Facundo dobla en las esquinas con cualquier excusa. Porque

lo hace el que va adelante, porque hace rato que estamos yendo derecho,

porque sí. Hasta que vemos una puerta de vidrio con dos o tres estrellas

pintadas, una escalera pretenciosa de pocos escalones, un cartel de letras

luminosas que forman palabras tan peculiares como Dazzler, Ulises, Lennox,

Piccaluga, Esplendor, San Remo o, como hoy, Bisonte. No es nada nuevo decir

que no se puede confiar en una fachada pero la verdad es que tampoco somos

exigentes. Yo antes solía encontrar tranquilidad en los detalles pero eso es algo

que también desapareció. En el departamento al cual me mudé dos semanas

después del entierro no hay muchas cosas. El cuarto más decorado debe ser el

dormitorio. Un colchón tirado en el piso y al lado, sobre unos ladrillos apilados,

una lámpara blanca y sencilla que ilumina mis frustrados intentos de leer o

dormir. Acostado sobre esa austeridad no dejo de sorprenderme de la facilidad

con la que me liberé de mi obsesión de estar actualizado, de Internet, de mi

celular.

Lo que es lindo de ver es la cara de apenas disimulada sorpresa del recepcionista

cuando Facundo en lugar del DNI muestra su identificación de policía al mismo

tiempo que aclara que la cama debe ser una, grande, sí, matrimonial, por favor.

Cuando entramos a la habitación lo primero que suele hacer es sacarse los

zapatos y las medias. Le gusta pisar descalzo las alfombras. Camina lento como si

cada paso mereciera una reflexión previa. Después entra al baño. Abre la ducha,
hace comentarios sobre la presión del agua, opina sobre la forma de las canillas,

y la vuelve a cerrar. Yo me saco la ropa, todo menos el boxer y me siento en la

punta de la cama. Desde ahí espero que Facundo salga y comience a desvestirse.

Lo anticipo, pero igual me agarra desprevenido un desconcierto que crece dentro

de mí de manera proporcional a la cantidad de botones desabrochados de su

camisa. Facundo, en cambio, siempre parece estar cómodo. Dice algo sobre uno

de los cuadros que hay en los pasillos del hotel al mismo tiempo que deja la

camisa sobre el respaldo de una silla. Se saca el reloj, que es grande, plateado y

con agujas. Antes de apoyarlo sobre la mesa de luz mira, por una simple cuestión

de costumbre, la hora. Es justo ahí donde el parecido entre Facundo y Sebastián

se me hace apenas soportable. Por eso, dejo de mirarlo, retrocedo un poco

arrastrándome sobre el acolchado y me acuesto tratando de no desarmar la

prolijidad tirante de la cama. Espero que termine de sacarse el cinto, el

pantalón. Espero esa leve ondulación que me avisa que Facundo se acuesta y se

acomoda hasta quedar, como yo, mirando el techo. Nos quedamos así, durante

un rato, en el medio de un silencio que no molesta hasta que algún ruido que se

cuela a través de la ventana y parece cubrirnos de polvo. Entonces, para

limpiarnos, empezamos a hablar de Sebastián. Lo hacemos en voz baja. Yo le

cuento anécdotas que ya escuchó pero agrego algunos detalles. Nos hacemos

algunas preguntas sobre datos perdidos, compartimos algunas certezas. El me

cuenta cosas de antes, de cuando eran chicos. Siempre surge algo que nos hace

reír, mucho, de manera exagerada. Después de las risas, otra vez el silencio, el

ruido, el polvo y el ciclo se repite, muchas veces, a lo largo de la noche.


Me canso de estar en la misma posición y me doy vuelta, dándole la espalda a

Facundo. Él, después de un rato, se acerca y me abraza. Su mano queda

extendida cerca de mi cara. Y otra vez me sorprendo de que sea todo tan igual.

No quiero exagerar pero hasta las pecas parecen tener la misma forma y tamaño,

estar en el mismo lugar, así como el vello rubio, casi colorado, recto, fino y

oblicuo que brilla como una lluvia pequeña. Lo único que hace temblar un poco

la mentira es algo sutil, un aura de olor irreconocible, el hilo de un perfume que

Sebastián nunca hubiera usado. Por eso me doy vuelta, liberándome del brazo de

Facundo. Quedemos enfrentados. Él parece dormir hasta que sin abrir los ojos

me pregunta qué pasa.

- Nada – respondo.

Escucho como su respiración se mezcla con la calefacción, que es como un

murmullo que viene desde el piso.

- Yo creí que con el tiempo se me iba a hacer más fácil – digo y trago saliva

- ¿Vos no?

Me arrepiento de haber dicho eso. La pregunta parece un mal intento de

dimensionar y comparar lo que nos pasa.

- Sí. No sé. – me contesta y después sigue hablando con los ojos cerrados. –

Mi tía Matilde nos dijo una vez que los gemelos somos especiales, que

tenemos un vínculo o algo así. Ni Sebastián ni yo entendimos mucho. En

realidad, nos cagamos de risa. Siempre estuvo un poco loca, pobre tía.

A Facundo le aparecen algunas arrugas en la frente, cambia el gesto, como si le

costara andar recordando.


- Pero tenía razón. Ya de grande, leí en un montón de lados cosas

parecidas. Que están conectados, que si le pegas a uno al otro le duele,

que saben sin hablarse lo que está pensando el otro, que le pasa.

Facundo se mueve para quedar otra vez boca arriba, abriendo los ojos al mismo

tiempo que dice: Debe ser por eso que a veces me parece que no siento nada. Un

vacío o algo así.

Nos quedamos callados. Vemos como el tiempo va gastando la madrugada

mientras aumenta la cantidad de luz en la habitación.

Al devolver la llave el recepcionista nos recuerda que el desayuno está incluido

en la tarifa. Decimos no y gracias. Salimos. En la vereda estamos parados frente

a frente pero no nos miramos, sin saber mucho que hacer, buscando la manera

correcta de separarnos.

Facundo, como nunca antes lo había hecho, se acerca y me abraza. No me resisto

pero tampoco me muevo. Siento como me pesan las manos, como me duele el

cuerpo de estar tan derecho y firme. El aire se mueve cerca de mi oreja y las

palabras entran.

- No puedo seguir haciendo esto, Facundo.

Yo creo que tampoco. Pero siempre pienso lo mismo y después me veo a mi

mismo parado en la vereda esperando que me venga a buscar. Pero no digo nada

y se va.

2 – El Bajo // Nancy Medina


El día que llegamos a Villa del Parque hice cosas de caprichosa como
cargar menos cajas o mirar mal al del flete cuando golpeó la mesa. Odié ese
barrio lleno de nenes corriendo y tan lejos de todo. Calle Baigorria enfrente de la
plaza que no me acuerdo el nombre, seguro era algún santo. Pablo puso un tema
de Green Day sobre esperar que sea the time of your life pero no pude jugar a la
casita ese día. Él no tenía mucha ropa ni muebles, pero su contrabajo embalado
equivalía a toda mi ropa junta. Mis tesoros eran mis cd, libros y las cámaras de
foto heredadas de mi abuelo.
Los ambientes obvios no presentaron problemas, el tema era el tercer
ambiente. Definió el contrabajo que ocupó la mitad. Tenía ruedas para moverlo y
una funda del tamaño de una cama de una plaza. Apenas entró por el ascensor
los vecinos nos hicieron la advertencia del horario de ruidos, no sabían que los
graves no son ruidosos. Lo acostamos en el piso y parecía dormir con los ojos
abiertos. El cuarto del contra le pusimos.
Las notas del contrabajo son siempre graves incluso en los agudos. No son
ruidosos, en el jazz cuando solea se apagan los otros instrumentos. A Pablo le
gustaba tocar con los ojos cerrados. En cambio los tenía bien abiertos cuando
leía partituras por primera vez. Sus manos eran grandes pero se volvían suaves
cuando tocaba las cuerdas. Se hacía más blando. Aunque estuviera practicando
algún standard fácil esos momentos tenían la solemnidad de un concierto en
vivo. Entre canciones yo le pasaba una cera que desparramaba en las cuerdas
para humedecerlas. Tenia olor a miel y madera vieja.
Cuando volvía del trabajo se escuchaba desde el ascensor como podía
pasar cien veces por los mismo tres acordes. Mingus, Ron Carter o Coltrane
empezaron a funcionar como señal de llegada. Lo quedaba mirando desde el
marco de la puerta para no interrumpir. Se inclinaba y estiraba el cuello para ver
las notas. Movía todo el cuerpo, frenaba de golpe para acomodar partituras y
repetir la melodía. Si la hoja se caía del atril ahí se quedaba, ninguna canción se
interrumpe me decía. Aprendí que el jazz está hecho de errores que terminaron
en técnicas. Hay una canción muy larga de Ella Fitzgerald, son ocho minutos de
scat donde se equivoca, se ríe y sigue cantando. De los errores armaba otra
canción.
También hay otra que cuenta Herbie Hancock de una versión de So what
donde él se equivoca en una nota y Miles pausa un segundo y con los acordes
posteriores logra hacer que esa nota estuviera bien. Miles no lo escuchaba como
un error sino como una intención escondida. No hay errores solo son desvíos.
Otras veces me acostaba en la cama al lado suyo. Desde ahí lo veía
enorme. Me guiñaba un ojo cuando venia la parte buena. En verano le traspiraba
la frente y las gotas mojaban las cuerdas, al principio no teníamos aire
acondicionado pero sí un ventilador de pie que paseaba por el departamento y
nos obligaba a compartir más en verano. El contrabajo hacía del orden un tetris
gigante, aprendí a moverlo sin hacerle ni una raya. Se agarra primero el traste
desde atrás y después hay que poner la punta sobre el pie. Se apoya de costado
contra alguna pared.
Cuando improvisaba sonreía un poco más porque nunca sabia adónde iba el
solo. Creo que me hipnotizaba la forma en que movía las manos, en que hacía
cosas. Mirando los shows desde el backstage, con la lista de temas de memoria y
pase libre al camarín. A veces nos regalaban la cena. Era divertido ese tercer
tiempo de músicos transpirados post show, hablando de arreglos, de fechas o gigs
como dicen los jazzeros. También se pasaban datos de cosas que pasaron en 1920
y las contaban como novedades. No todos los bares pagaban bien. Ahí te ofrecen
una pizza de mierda, van siempre los mismos; es caro para turistas y le tiran dos
mangos al músico, el piano desafina pero hay buen vino. Intercambiaban figuritas
mientras limpiaban sus instrumentos. Esa escena tenia fluidos varios, los vientos
sacuden la saliva, el baterista seca los platos y a Pablo le tocaba pasarle el trapo
a las cuerdas mojadas de transpiración así que esa parte me la salteaba fumando
afuera. Después era una hora de cables, otra hora de cierre con el dueño, media
hora de carga y a volver. Sumando las horas hacía media jornada del trabajo de
esperar.
Al contrabajo lo dejábamos en la habitación chica y en la otra dormíamos
en una cama de dos plazas. Se la compramos a un amigo y la pagamos en cuotas
de cien pesos. En los años buenos cogíamos a la tarde y estirábamos la sobremesa
hasta la noche. Las parejas tienen códigos secretos y el nuestro no era muy
original. El cruzaba sus manos en mi espalda, yo estiraba un brazo arriba de mi
cabeza y así practicaba acordes. Mi brazo era su mástil, mi espalda tenía
cuerdas. Ese juego siempre terminaba igual.
— Ya no soy un contrabajo ahora soy una guitarra.
Ahora vivo sola en esta casa de tres ambientes con menos ruido y mas
espacio. Limpio todo lo que quiero pero tengo cuadros que no puedo colgar. Hace
unos días encontré la marca en la pared, en el mismo lugar donde antes apoyaba
el contrabajo. Una mancha negra que no puedo sacar. Probé con lavandina,
sacaba la pintura pero de cerca se veían las abolladuras sobre el yeso. Por mas
que la limpiara iba a quedar la marca. Y eso no sale.
En los años buenos no teníamos aire acondicionado igual pudimos comprar
un auto usado modelo 98. Estuvimos todo un sábado intentando meter un
contrabajo en un auto de dos puertas. Después de muchos intentos logramos que
entrara por el baúl; bajando el respaldo de atrás, quedaba el mástil saliendo
hasta los asientos de adelante, como un perro asomado desde atrás para ver el
camino. Así íbamos a las fechas, yo con las piernas entre cables de todos colores.
Nos acostumbramos a viajar sin espacio para estirar las piernas.

3 – Las Acacias // Manuel Alvarez


Romina toma sol con los ojos cerrados y el mentón levantado. Lleva su pelo
rubio mojado y un bikini blanco que hace juego con su piel. Tiene sus brazos
largos extendidos hacía atrás, rodeando su cabeza. Se le marcan las costillas y así
como está parece un ángel descansando. A su costado la piscina con el agua
transparente y atrás todo campo. Yo me acerco despacio, cuidadoso. Camino
hasta ponerme delante del sol, tapándoselo. Mi sombra se proyecta sobre ella
que no me dice nada. Permanece inmutable. Arriba dormilona, digo. Nada.
Repito lo mismo. Romina no habla. Me agacho hacia ella, le toco su brazo
extendido, lo zarandeo. Vamos Ro, no me jodas, digo. No responde. Siento algo
molesto que me encandila y no me deja ver. El sol entra puntual por la rendija
de la persiana y da a la cama. Abro los ojos.

Romina no es, Romina fue. Se conjuga en pasado desde que murió en un


accidente de auto en la ruta 8, saliendo del campo. Mariana, su hermana, que
manejaba, también murió. Yo me enteré a las horas del accidente por un
llamado de Martin, un amigo en común con Romina. Me dijo que el camión las
agarró cuando estaban haciendo una vuelta en U con el Volkswagen Gol de la
madre, no lo vieron. Repitió varias veces que era una tragedia, que era una
tragedia. Y así fue.
Cinco años estuvimos de novios, dos más si contamos las idas y venidas, las
peleas y las reconciliaciones. Fuimos jóvenes veinteañeros viviendo en un mundo
paralelo, en donde estaba el aire, el agua, el fuego, la tierra y nosotros. Solo
nosotros. En esos años de bonanza sojera debo haber ido unas diez veces al
campo de Romina, nuestro lugar favorito en ese mundo paralelo. Fines de
semana largo, semana santa, vacaciones, algún año nuevo, alguna navidad. Era
nuestro refugio en todas las estaciones.
El campo de Romina está en las afueras de Areco, a unos pocos kilómetros del
centro. Su abuelo le puso de nombre “Las Acacias” en homenaje a los árboles
que forman el camino hasta la casa. Árboles altos con hojas verdes y amarillas
que se lucen especialmente en primavera y están impregnados por una colonia de
frambuesa que los hace únicos. Son bellísimos y dan justo a la entrada de la
casona vieja con techo de chapa, amplia y maciza, como detenida en el tiempo.
Adelante todo campo. Pasando el alambrado hay unos pastizales elevados donde
nos tirábamos con Romina a ver el atardecer, la naturaleza consumiéndonos,
abrazándonos. Su cabeza sobre mi pecho y sobre nosotros el sol ocultándose.
Sentados en los pastizales tomábamos mate con azúcar porque a ella le gustaba
así, dulce y vivo, que si no es un embole. Yo le decía que el mate es amargo, que
con azúcar no se siente el gusto que le da la yerba. Ella se reía y me decía que
era un sommelier de la amargura. Me acuerdo haberle dicho que ese sabor
amargo en la boca es el gusto que tiene la realidad.
Una de esas veces que la puesta del sol pinta el cielo como si fuera una
acuarela de Monet, con los juegos de luz haciéndolo insondable, la agarré a
Romina por la cintura y la levanté como si fuera un trofeo. Simba, algún día todo
esto será tuyo, le dije. Bájame, que antes que yo hay un ejército de familiares,
contestó. La bajé, me señalé y le dije que se conforme con esto que ya era suyo.
Era tan parte del campo que hasta había un caballo que solo usaba yo, se
llamaba Manso y no le hacía honor al nombre. Romina tenía a Zeta, su yegua
color marrón clarito; le puso así por la forma de su marca blanca de nacimiento
en el medio de la frente, justo arriba de los ojos. Romina se reía de mi manera
de andar a caballo, me decía que si Manso me veía nervioso él también se ponía
nervioso, que tenía que estar tranquilo y tratarlo con ternura. Me costó, pero con
el tiempo lo tranquilicé. Me tranquilicé. La primera vez que me subí, Manso
corcoveó, se movió para adelante y para atrás levantando las patas delanteras
primero y las traseras después, solté las riendas y me caí de cara al piso. Romina
se bajó enseguida de Zeta. Me levantó, palmeó mis hombros para sacarme el
pasto, acomodó mi pelo y me dio un beso en la boca. Cuando vio que estaba
bien, se acercó despacio a Manso y lo acarició en el cuello y en la cara con su
palma y, automáticamente, Manso se tranquilizó. Sos increíble, le dije. Me
mostró sus palmas y las movió como hace un jugador de futbol frente a su
hinchada. Es que tengo manos mágicas, dijo.
No sé quién domó a quién, sé que después de un tiempo podía montar un
caballo sin caerme. Con Romina hacíamos caminatas a caballo eternas, nos
íbamos hasta el pueblo y volvíamos por los pastizales altos, con las estrellas
arriba, de testigo, iluminando el camino. Estrellas que en el campo se ven más
cerca, tanto que si estiras la mano parece que las tocas.
El campo tenía una piscina a unos metros de la casa, sobre el verde del pasto.
A Romina le encantaba pasarse las tardes tirada ahí, tomando sol, tostándose. Se
recostaba en el borde de cerámica y cuando tenía calor se mojaba para volver a
acostarse en el borde y de vuelta al agua. Se quedaba ahí dos o tres horas, en
silencio, en la desarmada inocencia de los que descansan. Era como si el tiempo
se detuviera por ese rato y después volvía a la hiperactividad. Yo, en cambio,
tenía otro rincón preferido en el campo: era debajo del último árbol del camino
que estaba en diagonal al molino de viento. Me acostaba contra la corteza y el
tronco me sostenía mientras yo leía sentado en posición de yoga. Ahí era donde
pasaba mis momentos de autismo, como decía Romina. Ella leía poco, me pedía
que le recomendara libros cultos, como los que lees vos, me decía inocente.
Había leído todos los del joven mago inglés y algunos salteados de Danielle Steel.
El primer libro que le regalé, nuestro libro según ella, fue los Lemmings. Tenía
esa costumbre de asociarle objetos a la pareja, como si fuéramos un uno
indivisible, entonces el libro de Casas era nuestro, no en un cincuenta y
cincuenta, cien por ciento nuestro, individualizando al dúo dinámico. Como si
Andrés y Patricia finalmente se hubieran encontrado y crecido en nosotros. Me
acuerdo que cuando terminó de leerlo me dijo: cuando no tengamos más ganas
de aguantar, vamos y hacemos como las nutrias chiquititas que saltan cual
kamikazes al acantilado, pero nosotros lo hacemos de la mano, gordo.
Cuando pasó lo del accidente, ya hacía casi dos años que no estábamos
juntos. Terminamos porque nos desgastamos, ya no podíamos estar cerca sin
maltratarnos, yo era el que se enojaba con los gritos y los gestos y ella la que
despistaba con las palabras, como hacían los teros de su campo, que gritan en
una parte y ponen los huevos en otra. Al año y medio de nuestra ruptura, Romina
se puso de novia con Pablo, un pibe que había conocido en la facultad. Era algo
que en algún momento iba a pasar y pasó. Ahí fue cuando dejamos de mandarnos
mails contándonos de nuestras vidas, acariciándonos por el teclado. En su último
mail me comentaba que se había puesto de novia con un buen chico, que era
difícil estar con otro pero que sentía que era el momento de arriesgarse.
También me dijo que me quería, lo hizo en la última oración: Te quiero, Ro. Yo
creí que ese era un buen cierre, un cierre que se había dado en pequeñas dosis
hasta ese mail, como esos jarabes que tomamos cuando estamos enfermos, cada
ocho horas. No le respondí.

La última vez que la vi fue desde el Café Martínez que está en la esquina de
Rodríguez Peña y Arenales. Yo estaba sentado con la compu en una mesa junto al
ventanal que da a la calle. Ella venía caminando apurada, llevaba su pelo castaño
corto, a la altura de los hombros. Le quedaba hermoso, como cualquier corte que
acompañara a esa cara de rasgos delicados, con la nariz recta y los ojos
achinados. Me quedé mirándola fijo y, como si mi mente la hubiera llamado, ella
me devolvió la mirada mientras cruzaba la calle. Sonrió y puso cara de sorpresa.
Hizo el gesto de abanico con su mano derecha para que saliera a saludarla. Me
levanté de la mesa y salí. El diálogo fue algo así:
—¿No ibas a venir a saludarme? —preguntó Romina desde la calle.
—Es que te vi apurada y me dio cosa frenarte —respondí saludándola, dándole
la espalda al ventanal.
—Ya estas poniendo excusas, te estaba cargando, bobo, ¿qué haces por acá? —
preguntó acomodándose el pelo en el medio de la vereda.
—Estoy haciendo tiempo porque tengo medico clínico en media hora por el
tema del sueño y es acá a una cuadra.
—Veo que seguís con tus mambos para dormir, hay un viejito metido en tu
cuerpo. Sos como Benjamin Button, eh —dijo mientras sonreía.
—Ja, si es así, en unos años voy a estar como Brad Pitt. Creo que firmo el
insomnio. ¿Vos qué haces por la zona? —pregunté curioso.
—Buena, Brad…Yo vine para lo de mis viejos porque tengo que buscar unos
sobres que siguen llegando a Montevideo. Mamá me va matar porque estoy
llegando tarde y se tenía que ir a no sé dónde —Romina abrió sus brazos, con las
palmas apuntando hacia arriba.
—Vaya, vaya, no quiero interrumpir. Saludos a Marianita de mi parte.
—Vos no me interrumpís, bobo.
—La conozco a tu mamá y te va a matar. Anda, Ro —dije y le besé la mejilla.
—Lindo verte, suerte en el doc, ¡que duermas bien! —se despidió.

4 Cruzavía// Lucrecia Bibini


Yo soy cruzavía. Ahora lo puedo decir. Me observo en retrospectiva y después de
sonrojarme, me desprendo de lo negativo del mote y digo en voz alta: fui y soy
cruzavía. Te voy a explicar qué es ser un cruzavía para que dejes de mirarme con
esa cara de “otra vez vos con tus mambitos filosóficos”. Imaginate un cuadrado.
Ahora a ese cuadrado partilo a la mitad con una línea recta, que te queden dos
rectángulos. ¿Listo? Bueno, esa línea representa las vías del ferrocarril. ¿Cómo
que no hay ciudades cuadradas? Te sorprendería lo fundacionalmente
geométricos que pueden ser los pueblos y ciudades. Ahora parate arriba de la
vía. Sentila. Sentí los rieles. Mirá para atrás y para adelante esperando el tren.
No hay tren, ni de pasajeros ni carguero, así que tranquilo. Ahora hay sol. Nos
quema la cabeza. Los rieles están hirviendo. La madera de los durmientes parece
resquebrajarse. Desde ahí donde estás para adelante hay campo, el cementerio,
casas quintas de clase media baja. De ahí donde estás para atrás hay más campo,
las vías del viejo tren General Belgrano conocidas como la trocha y los
asentamientos súper tecnológicos, inmensos y de familia de catálogo que en el
futuro van a ser una especie de barrio cerrado.
De las vías para la derecha: la ciudad. Las casitas, los caserones, las calles con
dos nombres porque pocos se adaptaron al cambio y las llamamos con el primero
que se nos viene a la cabeza. La plaza principal. Acá va un dato curioso,
atendeme: a media cuadra hay una pequeña librería de un hombre serio y
sombrío. Montonero dicen que fue, y nadie se mete mucho con eso. También hay
chicos con uniforme escolar y chicos con guardapolvo blanco. Hay bastante paz
entre escuelas, menos con las monjas, que por más intento de tabla que le
meten tienen el índice de embarazo adolescente más alto de todas.
Esa que va ahí, empujando el cochecito, es mamá también de aquellos
muchachitos que caminan media cuadra atrás. Van para la municipalidad. Una
vez a la semana van a la municipalidad a pedir algo. Ellos viven del lado de la
ciudad que no te describí aun. De la vía para la izquierda. Ciudad Nueva le
llaman. O, como les gusta decir a los de la derecha, "los de atrás de la vía".
Los de atrás de la vía se fueron instalando masivamente a partir del 93, con la
creación de algunos barrios que se fueron mezclando con los barrios más
antiguos. Perdón, olvido que te aburre la información así, cambiá esa cara. No sé
dónde vivían los de atrás de la vía antes porque son miles. Parece que hubiesen
brotado del suelo y un poco de lluvia los hizo crecer para que sean responsables
de todo lo malo que pasa en la ciudad. Si hay un conflicto fueron los de atrás de
la vía. Si hubo un robo fueron los de atrás de la vía. Los de atrás de la vía tienen
olor a pueblo, hablan fuerte, escuchan cumbia y todos los días cruzan la ciudad
para ir a sus trabajos o "a pedir", como les gusta decir a los de la vía para la
derecha. ¿Qué cómo se tanto? Yo cruzo la vía, todos los días.
Ahora que lo pienso, si me hubiese hecho cargo desde un primer momento de que
soy un cruzavía, no hubiese tenido una adolescencia tan reprimida. No fue fácil ir
a un colegio privado, con sojeros, dueños de campo, hijos de abogados, hijos de
profesionales, que para lo único que cruzaban la vía era para ir a sus campos, a
sus casa-quinta o salir de viaje. Yo vivía del otro lado y si bien mis rasgos
socioculturales coincidían casi por completo con los de la derecha de la vía,
había algo que nos separaba, que nos diferenciaba y que me hacía mentir sobre
mi mismo constantemente. Me generaba incomodidad y rabia saber que la
contingencia había hecho que mi casa estuviera por dos cuadras de mierda ahí
tan cerca de lo que mis compañeros de escuela llamaban negros. “Los negros de
atrás de la vía”, los llamaban. Y nadie sabía dónde vivía yo realmente. Daba la
dirección de mis abuelas, de mi mamá. Gastaba un dineral en remises para que
no tuvieran que llevarme hasta mi casa y descubrieran dónde vivía. Volvía loco a
mi viejo para que me acercara a todos lados y no tener que caminar por ahí.
Y ahora crecí, ¿entendés? Fue de un día para el otro. Fue un “flash”, como vos
decís. Cuando ese compañero de la escuela chocó a dos tipos que iban en moto,
los mató y él no fue preso porque tenía campo y apellido, o cuando los padres de
una se robaron todo de una fábrica y no pasó nada, me devolví a mí mismo la
dignidad, porque me diferencié. Yo soy cruzavía. Yo soy auténtico, ahora. No les
miento más. No me miento más. Caminá por la vía. Sentila. Ahora van a empezar
a pasar, de la derecha para la izquierda, caminando lentamente, en moto, en
bici, volviendo de trabajar. Fijate como bajó el sol y el paisaje es hermoso, como
la dignidad.
5 - Ey, esa no es forma de decir adiós // Lucrecia
Bibini
Hay preguntas concretas acerca de nuestro pasado que son imposibles de
responder sin antes recordar las escenas tal y como sucedieron. Enroscada, ¿no?
Me refiero a, por ejemplo, cuando me preguntan cuánto hace que se separaron
mis viejos. Podría hacer el sencillo cálculo matemático de la resta de edades,
pero no; automáticamente aparezco ahí, a mis siete años, llorando apoyada
contra la heladera, vestida con el uniforme de la escuela. Era un mediodía y yo
volvía de comprar una golosina para el postre. Me había demorado porque el
kiosco al que iba siempre estaba cerrado y había caminado un poco más, a lo de
Macarino. Cuando estaba a media cuadra, la vi a mamá que salía en dirección
contraria a mí casi corriendo y le grité, pensando que me estaba buscando, pero
no se dio vuelta. Entré a casa y mi viejo me dijo que me sentara, que ella no me
estaba buscando a mí, sino a mi tío que vivía cerca, que se iban a separar y que
yo tenía que elegir con quién quería vivir. Entonces la escena: yo sentada contra
la heladera frente a mis dos papás y mi tío que me miraban llorar desde allá
arriba, no por la separación, sino por tener que tomar una decisión que en ese
momento era recontra obvia: quería vivir con él.
Y si me preguntás, ya cansado de mis altibajos emocionales, por qué me
enrosqué tanto con vos, aparezco en el bar, apoyada con un cachete del culo en
una banqueta, respirando tu aliento de birra y pucho. Te estoy explicando que no
nos podemos ir juntos, vos me preguntás por qué y yo te digo que estoy en mi
segundo día de menstruación y no vamos a coger.
—Bueno, me la aguanto. Quiero dormir con vos —me respondés con una
seguridad que me descalabra por completo.
Así empezó el vínculo entre nosotros. Vas a decir que no te acordás de eso,
probablemente. A mí me pareció y me parece bastante jugado un arranque así.
Cinco semanas después, en la esquina de tu casa, me pediste que no me
enamorara de vos, que no te quisiera, que te deseara pero que no te quisiera.
"Te voy a lastimar", me dijiste. Me abrazaste y me besaste en la frente. Nunca,
pero nunca, digas "te voy a lastimar" y abraces en la misma secuencia, porque
son opuestos y se anulan. Ahí estábamos, de nuevo, ante el deseo y ante unos
sentimientos que crecían debajo de mi piel como yuyo entre las flores:
enredados, molestos, duros. Me miraba las zapatillas, el vestido, me despeinaba
y me peinaba con la mano que tenía libre. Te miré y tenías la vista clavada en
mis ojos. Me sentí decidiendo si quería vivir con mi papá o con mi mamá. Te dije
"sí, está bien, nos vemos cuando quieras o no nos vemos más, da igual", di media
vuelta y me fui caminando despacio, con el libro que me prestaste en la mano,
mirando el cielo celeste e infinito, sin nubes.
Hice media cuadra y dos tipos en una moto me gritaron una guarangada que
en otro momento hubiera contestado con una puteada pero que me dio igual, me
dio igual que me dijeran que me harían nosecuántas cosas. Qué me hiciste, loco.
Por qué me invitaste a dormir a tu casa esa primera noche, si te dije medio
borracha en el bar que estaba indispuesta, que no íbamos a coger porque estaba
indispuesta. Y me respondiste que igual te arriesgabas, porque yo parecía “valer
la pena”. Y al rato nomás me dijiste un cúmulo de imbecilidades: que no querías
involucrarte, que nos siguiéramos viendo, que te gustaba, que me querías
conocer y que no querías que te quisiera, que ya habías estado en esta situación
pero del lado que estaba yo; y me pregunté un millón de veces cómo mierda
podías y podés saber en qué lugar estoy, si ni yo sé en qué lugar estoy, si estaba
levantando vuelo y me bajaste de un hondazo.
Cinco cuadras y diez minutos más tarde yo estaba incómoda, odiándome por
no usar cartera en ese mediodía donde el sol calentaba fuerte. Levanté el brazo
derecho y paré el micro. En una mano la SUBE. En la otra tu libro, las llaves y mi
teléfono celular. Subí y encaré para el fondo, sintiéndome observada y
rosqueando: “¿Sabrán todos estos pelotudos que me acaba de rechazar un pibe?”
Me hundí en el asiento acolchonado. El micro olía a mugre, a frito, a cebolla.
Corrí la cortina roja que define bondi-de-conurbano y abrí la ventanilla por
completo dejando que el viento me deformara la cara, se metiera en todos mis
poros, me hiciera lagrimear. Miré el libro que apoyé sobre mi falda. Flash,
escrito por Charles Duchaussois, edición N°19, con 5 mil ejemplares. Pésimo. Leí
las primeras páginas y como no puedo no recordar escenas -a veces, si me
descuido, no sé si estoy viviendo en el presente- recordé tu voz cuando, una hora
atrás, acostado en el medio del colchón con la cabeza apoyada en dos almohadas
y las piernas cruzadas me habías dicho "te quiero prestar este libro; te leo la
introducción, leo mal" y después de que yo te dijera "no me importa cómo leas,
leé", arrancaste, concentrado en la pronunciación de cada palabra, corrigiendo
tus errores de dicción, releyendo constantemente y antes de que terminaras ya
sabía que no quería leer esa mierda, pero que me lo iba a llevar igual.
Entonces cerré un poco la ventanilla, abrí el libro y adentro había un
carnet, una identificación del Club de Regatas. En la foto había un pendejo
morocho, parecido a vos pero más gordo. Y decía tu apellido, otro nombre y tu
nombre. Sentí la boca seca. Unas noches atrás, mientras te retenía con el poco
peso de mi cuerpo encima de tu pecho para que no te levantaras a fumar, yo te
había preguntado si tenías segundo nombre y me habías dicho que no. No faltaste
del todo a la verdad, porque el nombre con el que te llamo es, efectivamente, tu
segundo nombre. Tenés otro nombre, feo, sí. Pero otro nombre al fin. Pensé y
pienso, sin dudarlo, que si me ocultaste esa pavada tenías en claro el final de la
historia.
No me pidas que me relaje, ya te dije mil veces que no hay nada más
parecido a un esclavo que un enamorado. Ahora que lo pienso, esa vez te
comenté de la nada que me daba pena que nos dejáramos de ver, porque yo
siempre buscaba vincularme con personas que me tendieran un puente hacia algo
y vos todavía no me habías tendido un puente a nada. Me acuerdo que me
miraste de una manera que desconocí, aunque poco te conozca. No hablabas y yo
ya no quería decir más nada, por eso evitaba mirarte y jugaba con las pelusas de
la alfombra. Y ahí viste el lomo de Flash, en la biblioteca que usás como ropero.
Te paraste como un rayo, volviste a la cama y me dijiste "te quiero prestar este
libro, te leo la introducción, leo mal" y lo que sigue ya lo sabés. Fue una jugada
rápida: creíste que prestándome un best seller me tendías un puente hacia vos.
Pero no.
6- Mon // Nancy Medina
Loca

Estamos en su casa compartiendo unos mates. Los prepara distinto, usa un


mate mediano, la yerba tiene yuyos varios de la huerta y el agua le sale con
temperatura justa. No tiene pava eléctrica, puro instinto cebador. Es sábado en
Neuquén y en breve se va a escuchar el griterío barrial de fin de semana. ¡Mote!
Grita el chileno que lo vende, junto con ñaco y cerveza. Después el verdulero se
anuncia con parlantes y recorre las calles a 20 por hora. Frena en todas las
esquinas y espera a las señoras que salgan de los patios a comprar. También pasa
Martín, el afilador, en su bicicleta galáctica tiene piernas de hierro y el mismo
mameluco azul que le quedó de YPF. Vine por algunos días y duermo en la que
era mi habitación, ahora sala multiuso. Mi mamá me grita desde la cocina:
—¿Te gustó lo que subí a face?
Aprendió a usarlo hace semanas y ya lo abrevia. Me pide que le explique
como subir fotos o bloquear familiares. El posteo es una mujer, Jane Fonda y
abajo escribió: ahora es mi tiempo de disfrutar.
—Igual mami ¿por qué se podría disfrutar recién cuando sos vieja?
Voy a baldear, me avisa y vuelvo a tener ocho años. Obliga a abandonar la
casa porque tira tanta agua que no queda otra que irse. Ella en ojotas, incluso en
invierno, con cumbia en la radio Fito, un vecino del barrio que tiene una antena
hace años. Era acumulador y le entraron a la casa, encontraron drogas y fue
preso un tiempo. Ahora la antena es de un sobrino y pasa solo música. Mi mama
pone vinagre en el agua para las malas ondas. En caso de sentirse romántica
pone José Luis Perales. Después repasa todos los muebles y el ambiente se llena
de olor a blem y para finalizar prende un sahumerio de sándalo. Mi mamá no
empieza un sábado sin limpiar el piso.
Hubo un tiempo en que solo éramos ella y yo. Mi recuerdo es de una casa
enorme de tres ambientes para nosotras dos. Teníamos una vida bastante
rutinaria con tsunamis repentinos que nos sacudían los cimientos. Se levantaba
media hora antes, preparaba el desayuno y ponía mis medias cerca del
calefactor, compartíamos un despertar pausado con rituales que tenían que ver
con evitar que el frío llegue a los huesos. Me llamaba y si no respondía venía con
la manta para llevarme hasta las medias tibias.
Neuquén no es cordillera pero recibe el frio de la nieve y el viento, mucho
viento. Es casi el sur. También tenemos acento o eso dicen. Pero no llega a ser
marcado como el cordobés, el nuestro es casi un acento. Es hablar mal, comerte
algunas eses y poner artículos antes de los nombres. No existe el acento
neuquino simplemente salimos hablando mal. Pero si nos ven juntos descubren el
factor común de falta de eses. Neuquén es un casi todo, casi queda al sur y no
tiene montañas, apenas unas bardas, la cordillera arranca después. Es una ciudad
casi adulta, siempre parece necesitar crecer un poco mas. Me fui adolescente a
probar en la capital eso de la adultez. Después de quince años puedo decir que
no soy de ningún lugar del todo, demasiado provinciana o demasiado porteña.
Sobra acento en Buenos Aires y acá hablo muy rápido.
En la época de nosotras solas mi mama trabajaba mucho y yo hacia
jornada extendida en la casa de mi tía. Todos los días salía maquillada, de
minifalda y tacos altos a regentear el segundo piso del Hospital Regional, el piso
de servicio social. Primero fue enfermera y después se recibió de Asistente
Social, siempre dice que aprobó la ultima materia porque estaba embarazada de
mi. Su superpoder era conseguir desde medicación hasta alojamiento para los
pacientes que en general venían del interior. Existe un interior del interior.
Se peleaba con alguien todos los días, era amiga y enemiga del estado con
la misma intensidad. El hospital era su territorio. Para mi no era el lugar de los
enfermos sino donde la veía caminar los pasillos saludando a todos y siempre
seguida de alguien que le pedía algo. Íbamos por el backstage del hospital,
pasillos secretos que conectaban lugares para evitar las salas de espera, las salas
de la demanda eterna. En los pasajes secretos están las camillas sin gente, hay
cocinas con olor a yerba mojada y galletitas secas, se encuentran las enfermeras
quejosas y cansadas. Siempre cansadas. Cuando teníamos que hacer tiempo me
daba los juguetes de los psicólogos, muñecos para armar la familia, muebles en
miniatura para recrear una casa y lápices para hacer dibujos en hojas oficio que
después abrochaban a historias clínicas para ser archivados en cajones de metal.
Otros dibujos, los alegres y de colores brillantes iban a la pared.
Nuestra casa a veces era extensión del hospital porque alojábamos
mujeres que escapaban de algo. Teníamos una habitación donde pasaban una
noche, otras se quedaron mas tiempo como Marcela que estaba embarazada y
tuvo a Santi viviendo en casa. La idea era que salgan de su casa, consigan trabajo
y recuperen su vida. Marcela no pudo. Le dijo, Raquel no puedo. Mi mamá le dijo
que siempre podía volver con nosotras. Hasta que la mujer no hace el clic no
sale, decía mi mamá haciendo un gesto con la mano.
En esa época ella hacia lo que podía y si no existía lo inventaba. Salía de
noche a repartir medicación a las putas de la ruta 22. Ellas también son personas
y necesitan medicamentos pero no se los quieren dar, esa era la explicación
simple de mi mamá cuando le preguntaban por qué lo hacía. Así decidió armar un
grupo de mujeres los sábados, pidió una sala del ala vieja del hospital y se la
dieron
Mi madrina Susana salió de las primeras reuniones. Eran una banda rara
pero alegre. Llegaban mujeres con lentes negros para ocultar los ojos negros y
usaban maquillaje en los moretones de los brazos. Siempre tenían frio incluso en
verano. Las recuerdo sentadas en ronda y mi mama proponiendo actividades con
juegos o revistas. Lo primero que hay que hacer es que ellas lo puedan contar,
me decía, después vemos, antes lo tienen que poder decir. La sociología de mi
madre decía que una mujer triste se corta el pelo cortito y usa ropa dos talles
mas grandes. Los sábados a la tarde iban todas, con pedidos, papeles para llenar,
torta fritas y mate cocido que hacían en una olla gigante.
Cada vez que la visito le hago preguntas o el interrogatorio como dice ella.
Después de los 30 empecé con esto de averiguar detalles. Antes hay que resolver
el almuerzo, tenemos que ir a a lo de Mario antes que cierre, me dice. Entonces
cruzamos la calle y saludamos al almacenero en cuestión. Me conoce desde que
nací así que es como visitar un tío, me quedo charlando un rato y después me
regala una manzana, nunca caramelos. Regalar manzanas en Neuquén es una
mentira, ya son regaladas. Ya saben que vine porque vieron bajar el avión, con el
aeropuerto a apenas 40 cuadras no necesitan chequear estados de vuelo, los ven
bajar.
Es el mismo mercadito de siempre, donde me mandaban de chica a
comprar pan y jugo cuando estaba casi lista la comida. Los domingos era peor
porque estaba el viejo verde de la esquina y nos gritaba cosas. Justo salía cuando
pasaba por la vereda. Un día se bajó los pantalones, yo me quedé mirando
porque me hacía señas hasta que sentí miedo y salí corriendo. Cuando volví se lo
dije a mamá. No se enojó, sirvió el almuerzo a mi hermano y a mi en silencio.
Con la mirada fija en la ventana nos dijo que levantemos la mesa. Cerró las
ventanas, trabó las puertas y nos dejó los dibujitos. Yo la miré por la ventana fue
al patio, volvió con un palo y salió a la calle. Le fue a tocar la puerta al viejo
verde. Le gritó algo sobre meterlo preso y varias cosas mas. El tipo se quedó
mudo y solo cuando mi mama se alejo un poco le gritó loca. Le pedí que me lo
cuente una vez más.
—Los hombres cuando te defendés te dicen loca.
—Y a vos te daba mas bronca.
—¡Si! Sos loca o sos puta.
Mi mama sabía hacerles frente a los hombres enojados, cada tanto venía
alguno a la reunión de los sábados a buscar a su mujer. Una vez uno apareció a
los gritos. Ella le habló de frente, sin miedo logró convencerlo que se juntaban
para ayudar al hospital. Las victorias de mi mamá eran en la trinchera. Nunca se
escondió en un escritorio, sabía que las respuestas estaban en la calle. Lo
importante es que lo puedan decir. Y así estaba ella a la espera de la palabra
que las liberaba del dolor. Algunas lograban salir, a otras no las volvimos a ver.

7- Playa nudista // Andrea Ventura


Al primer hombre que vio desnudo fue a su padre, y ya tenía la edad suficiente
para entender lo que el destino le quiso mostrar colgando entre las piernas de su
asexuado progenitor. Le pareció demasiado peluda y morena, se preguntó por
qué no tendría el mismo color de piel que el resto del cuerpo y cayó en la cuenta
que sobreestimó la complejidad fisonómica que suponía debiera tener la máquina
de hacer seres humanos. Todo duró el segundo y medio en que su padre alcanzó
a taparse el bulto con una toalla y gritar algo inentendible que hizo sobresaltar a
Coqui, desfijándole la vista de ese único lugar al que apuntaba. Una imagen que
se le imprimió para siempre en el cerebro. Al segundo hombre que vio desnudo
fue a su hermano. Coqui subió las escaleras que daban al altillo y abrió la puerta
que desde hacía años tenía el mismo poster de Bon Jovi agujereado por las
chinches. Su hermano estaba acostado en la cama mirándose la entrepierna y
sacudía frenéticamente el cuerpo de una forma muy ridícula. Cuando levantó la
vista y cruzaron sus miradas en shock, Coqui desapareció avergonzada mientras
una nueva imagen se archivaba en su cerebro. Pero hubo una más, la que
terminó por sembrarle el miedo de entregar su flor a cualquiera que portara esa
horrible criatura sin pies ni cabeza. Fue una tarde que salía del colegio. Coqui se
tomó el colectivo que le enseñaron para volver a su casa. Mismo camino, misma
parada, mismo boleto. Lo único que siempre cambia en los colectivos es la
gente, haciendo apenas un poco más tolerable la rutina. Por eso Coqui ni se
inmutó cuando vio a un hombre de sobretodo azul en el asiento de al lado con las
manos en los bolsillos, el perfecto escondite desde donde aprovechó para tocarle
suavemente el muslo derecho. Cuando ella sintió el calor y miró hacia abajo, el
hombre ni tuvo que sacar las manos para abrir de par en par el sobretodo a la
altura de la entrepierna y mostrarle una torre de pisa que se enderezaba hasta
lograr una perfecta posición de 90 grados. Estos 3 desafortunados encuentros con
la naturaleza masculina mantuvieron a Coqui virgen hasta los 28. Ella decía que
no era religiosa, que lo hacia por decisión propia sólo para preservarse. Tampoco
es que lo hablaba con mucha gente, pero alguna que otra vez tuvo que dar
explicaciones. En especial al Dr. Maiztegui, su terapeuta también por decisión
propia, que encontró la aguja en el pajar que necesitaba para un año de terapia
mínimo, 250 al mes y con 24hs de preaviso en las cancelaciones. Las sesiones con
el Dr. Maiztegui duraron todo el invierno incluyendo la primavera y se focalizaron
en la traba sexual de Coqui empezando por dejar el apodo Coqui puertas afuera y
llamarla Constanza, el nombre que tanto le costó decidir a su madre, porque a su
padre siempre todo le dio lo mismo. Constanza era una mujer distinta a Coqui.
Coqui usaba siempre bermudas, Constanza prefería las polleras. Coqui odiaba
maquillarse, a Constanza le encantaba pintarse como una puerta. Coqui bajaba
la mirada, Constanza te la sostenía con una grúa. Pero esa mujer nueva que
estaba descubriendo adentro suyo estaba apenas asomándose gracias al Dr.
Maiztegui. Y justo en ese momento llegaron las vacaciones. El 20 de diciembre
tuvieron la última sesión y acordaron que Coqui pondría en práctica algunas de
las cosas habladas en terapia durante los 2 meses que tardarían en volver a
verse.
10 días después partió con una amiga en Buquebus a Punta del Este, donde se
alquilaron un departamento en La Brava y se propusieron pasarla tan bien como
cuando tenían 20.

-A ver si este verano te animás y te sacás la sotana.


-Ya hablamos de esto, no me jodas.
-Ves que lo necesitás? Estás insoportable.
-Vos estás insoportable. Callate y dejame dormir.
Apenas llegaron fueron al supermercado y se abastecieron para los 15 días,
incluyendo un buen stock de cervezas, un ron y un champagne para alguna noche
especial. Mientras sacaba las bebidas espirituosas del changuito y se las daba a la
cajera, Coqui sintió un impulso por jugar a ser Constanza, se agachó hasta lo más
profundo del chango en busca de un paquetito de maní y apuntó su retaguardia al
hombre que tenía detrás en la fila. No sabemos si el hombre aprovechó el
paisaje, ella tampoco lo supo, solo importa que fue uno de los actos más sinceros
que tuvo con ella misma en mucho tiempo.
Lo que vino después fueron días de playa de película, y noches que las
encontraban volviendo siempre al amanecer. Clara era su mejor amiga desde que
tenían 15 años. Se conocieron en el barrio andando en bicicleta y se hicieron
inseparables. Coqui envidiaba su pelo largo, dorado y lacio como un papel, pero
por más que no pudiera tenerlo, siempre lo consideró un bien comunal de la
amistad. Se prestaban todo, compartían los libros del colegio, los casettes, los
padres, los primos, el cepillo de dientes y hasta el chicle masticado. Pero con los
años Clara se convirtió en una señorita impecable de estampados floreados,
zapatitos de princesa y olor a jazmín, mientras que Coqui parecía un varoncito
de bermudas rotas, hombros hacia adelante y zapatillas gastadas. Los intentos
por convencerla de un cambio de look fueron incontables, sólo una vez consiguió
pintarle los labios, pero antes de salir a la calle Coqui se los lavó con un brusco
manotazo que terminó refregado en el pantalón.
Dos días antes de volver a Buenos Aires, Clara amaneció con una idea que le
generaba demasiada excitación como para aceptar un no por parte de su amiga.
Irían a pasar el día a Bahía de Portezuelo al balneario Chihuahua, la única playa
donde está autorizado el nudismo.

-No hace falta que te saques nada. Podes quedarte hasta con la remera puesta si
querés.
-Estás en pedo.
-Dale, nos vamos a divertir.
-No me divierte ver gente en bolas.
-Si te sentís incómoda te prometo que nos vamos.

Coqui terminó cediendo para no tener que escucharla más y además le pareció
una buena oportunidad para poner a prueba su fobia genital.
Se tomaron un micro a las 10 de la mañana que iba para Maldonado y llegaron
cuando el sol estaba exactamente arriba de sus cabezas, irradiando sin piedad
lasers ultravioletas dispuestos a desintegrar a los desinhibidos bañistas. Apenas
pusieron un pie en la arena el impacto fue absoluto. Era una típica escena de
playa, excepto por la desnudez total de cada uno de los cuerpos que formaban
parte de ella. Coqui pensó en voz alta que esto era un atentado innecesario a la
evolución de la hoja de Adán y Eva. Clara se rió y avanzó con seguridad hacia el
mar pero la arena quemaba demasiado y no le quedó otra que correr unos metros
hasta la sombra de una reposera. Apoyó el bolso y llamó a Coqui haciendo un
gesto con la mano. Desplegaron las lonas, los productos protectores y abrieron
una sombrilla, ahora solo faltaba quitarse la ropa y entregarse al nuevo hábitat
como dios las trajo al mundo. Clara se desvistió primero, pero sólo se sacó la
parte de arriba. Sus tetas brillaban blancas en la oscuridad del bronceado que
traía desde hacía unos días. Se puso protector 50 de inmediato con la delicadeza
con la que se limpia una copa de cristal, y se acostó boca arriba sobre la lona.
Coqui todavía conservaba bermuda y musculosa. Se puso las gafas de sol y
decidió explorar el lugar con la mirada, para reconocer los peligros a los que
podía estar expuesta su visual. Unos metros hacia la derecha un hombre de piel
caribeña, panza de cerveza y poco pelo se daba una ducha para quitarse la
arena. Su pequeño miembro inactivo apenas asomaba por debajo del ombligo.
Inofensivo, pensó. Unos metros más atrás, dos mujeres con el vientre sumamente
peludo charlaban animadas mientras una le pasaba un mate a la otra. Hasta
ahora todo parecía ir bien. Un grupo de gays con cuerpos esculturales y el pecho
rasurado jugaban al tejo cerca de la orilla mientras coqueteaban con el suave
vaivén de sus morcillas por efecto de la lanzada. Coqui se rió sola y la escena le
pareció de lo más divertida. Pero algo la distrajo completamente y desvió su
mirada hacia un hombre que salía del mar y que llevaba entre las piernas algo
parecido a una anguila de 10 kilos, fibrosa y de una belleza inexplicable. A
medida que el hombre se acercaba, pudo reconocer algo familiar en su rostro,
en su pelo, en su andar. Se sacó los anteojos para ver mejor y reconoció sin
dudas al Dr. Maiztegui como el portador de aquella maravilla de la naturaleza.
Fue como una patada ninja, primero a la panza, después al cerebro, donde se
archivó la imagen junto a la de padre, hermano y exhibicionista. El cuerpo
desnudo llegó a la orilla, escurrió su pelo con las dos manos y se alejó caminando
hacia la escollera. Coqui enmudeció todo el resto de la tarde, y todo el camino
de vuelta al departamento. No es que había tomado la decisión de no contárselo
a Clara, simplemente no pudo. Clara atribuyó el silencio a un momento de
reflexión genésico de su amiga, y no quiso invadir el desarrollo de conclusiones.
Durante los días siguientes, ya de vuelta en Buenos Aires, Coqui no podía dejar
de pensar en la anguila del Doctor. No sabía bien qué hacer con la imagen, que
insistía en volver y volver. Hasta que una noche el recuerdo despertó su lado
menos pensado. Ella estaba completamente desnuda en una playa vacía,
arrodillada en la arena, sosteniendo esa obra de arte entre sus manos torpes y
deseosas. Empezó a tocársela, gruesa y lubricada, sintiendo en su mano la sangre
fluir rápido hacia la punta, las venas inflarse, la tensión dominar el aire.
Entonces él se la metía en la boca, invadiendo su paladar de un gusto a menta y
jengibre refrescante, hasta que la levantaba de los pelos y la penetraba por
detrás como si el mundo fuera a terminarse. Esa fue su primera creación de un
escenario sexual imaginario, luego le siguieron una selva llena de lianas, el baño
de la oficina, un acantilado en Missisipi y un granero lleno de paja, siempre con
la presencia estelar del Dr. Maiztegui y su anguila. Perdió la cuenta de los
orgasmos que tuvo, pero le alcanzaron para reemplazar todos los que no tuvo
hasta los 28 años.
La mañana del 3 de Febrero, Coqui tenía su primera sesión de terapia después de
las vacaciones. Estaba excitada y nerviosa. Se puso una pollera corta que le robó
a Clara mientras hacía el bolso de regreso y una remera con escote que dividía
por primera vez su delantera en 2 mitades. Se soltó el pelo, se puso un producto
para definir los rulos y se echó un perfume apestoso que le regalaron para su
cumpleaños. Después de desayunar un te con tostadas negras, se hizo un último
buche de listerine y salió de su casa sintiéndose más Constanza que nunca.
Cuando el Dr. Maiztegui le abrió la puerta del consultorio, la recorrió un segundo
con la mirada y asintió con la cabeza, aprobando el cambio de look. Ella hizo lo
mismo con el, notando que en su piel pálida no había rastros de bronceado, y que
sus facciones lucían igual de cansadas que hacía 3 meses.
Se sentó en el sillón con las piernas cruzadas, los hombros derechos, el corazón
agitado. Algo no andaba bien. Se sintió ridícula, desubicada.

-Parece que te hicieron bien las vacaciones. Te veo renovada.


-Me hicieron muy bien.
- Como la pasaste con Clara? Se divirtieron?
-Si, nos divertimos mucho. Punta del Este es….excitante.
-Aha. A qué te referís con excitante?
-A la ciudad, la gente, las casas ostentosas, la vida nocturna, la playa, sobre todo
la playa. A vos te gusta la playa?
-Acá venimos a hablar de vos, no de mí.

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