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respondo. Facundo lo hace para cumplir con el pedido y evitar reproches. Por eso
no le importa mi silencio. Está bien que sea así. Meter la frase, esa o cualquiera
que nada tengo que ver con nosotros, en otro momento del tiempo que estamos
juntos, rompería un poco el clima, ese espíritu extraño y necesario que nos
que me llena los ojos de tierra. A Facundo le debe pasar lo mismo. Aunque
cuando llega a su casa no lo debe recibir ningún desierto, sino Carolina con un
beso cálido como su paciencia. Quizá, cuando ve a sus hijos, recién levantados,
todo. O de casi todo. Una vez, yo lo vi. Se tiró en el medio, diciendo con vos
despeinándolo, riéndose con una alegría tan pura que a Facundo no le quedó otra
que también reír y gritar. Lo debe seguir haciendo, pero no debe ser lo mismo.
Nunca vamos dos veces al mismo hotel. No es algo acordado. Se fue dando así y
avanzando a la misma velocidad que la calma oscura que está desenrollada sobre
el asfalto a esa hora. Facundo dobla en las esquinas con cualquier excusa. Porque
lo hace el que va adelante, porque hace rato que estamos yendo derecho,
porque sí. Hasta que vemos una puerta de vidrio con dos o tres estrellas
luminosas que forman palabras tan peculiares como Dazzler, Ulises, Lennox,
Piccaluga, Esplendor, San Remo o, como hoy, Bisonte. No es nada nuevo decir
que no se puede confiar en una fachada pero la verdad es que tampoco somos
exigentes. Yo antes solía encontrar tranquilidad en los detalles pero eso es algo
después del entierro no hay muchas cosas. El cuarto más decorado debe ser el
una lámpara blanca y sencilla que ilumina mis frustrados intentos de leer o
celular.
tiempo que aclara que la cama debe ser una, grande, sí, matrimonial, por favor.
zapatos y las medias. Le gusta pisar descalzo las alfombras. Camina lento como si
cada paso mereciera una reflexión previa. Después entra al baño. Abre la ducha,
hace comentarios sobre la presión del agua, opina sobre la forma de las canillas,
punta de la cama. Desde ahí espero que Facundo salga y comience a desvestirse.
camisa. Facundo, en cambio, siempre parece estar cómodo. Dice algo sobre uno
de los cuadros que hay en los pasillos del hotel al mismo tiempo que deja la
camisa sobre el respaldo de una silla. Se saca el reloj, que es grande, plateado y
con agujas. Antes de apoyarlo sobre la mesa de luz mira, por una simple cuestión
pantalón. Espero esa leve ondulación que me avisa que Facundo se acuesta y se
acomoda hasta quedar, como yo, mirando el techo. Nos quedamos así, durante
un rato, en el medio de un silencio que no molesta hasta que algún ruido que se
cuento anécdotas que ya escuchó pero agrego algunos detalles. Nos hacemos
cuenta cosas de antes, de cuando eran chicos. Siempre surge algo que nos hace
reír, mucho, de manera exagerada. Después de las risas, otra vez el silencio, el
extendida cerca de mi cara. Y otra vez me sorprendo de que sea todo tan igual.
No quiero exagerar pero hasta las pecas parecen tener la misma forma y tamaño,
estar en el mismo lugar, así como el vello rubio, casi colorado, recto, fino y
oblicuo que brilla como una lluvia pequeña. Lo único que hace temblar un poco
Sebastián nunca hubiera usado. Por eso me doy vuelta, liberándome del brazo de
Facundo. Quedemos enfrentados. Él parece dormir hasta que sin abrir los ojos
- Nada – respondo.
- Yo creí que con el tiempo se me iba a hacer más fácil – digo y trago saliva
- ¿Vos no?
- Sí. No sé. – me contesta y después sigue hablando con los ojos cerrados. –
Mi tía Matilde nos dijo una vez que los gemelos somos especiales, que
realidad, nos cagamos de risa. Siempre estuvo un poco loca, pobre tía.
que saben sin hablarse lo que está pensando el otro, que le pasa.
Facundo se mueve para quedar otra vez boca arriba, abriendo los ojos al mismo
tiempo que dice: Debe ser por eso que a veces me parece que no siento nada. Un
a frente pero no nos miramos, sin saber mucho que hacer, buscando la manera
correcta de separarnos.
pero tampoco me muevo. Siento como me pesan las manos, como me duele el
cuerpo de estar tan derecho y firme. El aire se mueve cerca de mi oreja y las
palabras entran.
mismo parado en la vereda esperando que me venga a buscar. Pero no digo nada
y se va.
La última vez que la vi fue desde el Café Martínez que está en la esquina de
Rodríguez Peña y Arenales. Yo estaba sentado con la compu en una mesa junto al
ventanal que da a la calle. Ella venía caminando apurada, llevaba su pelo castaño
corto, a la altura de los hombros. Le quedaba hermoso, como cualquier corte que
acompañara a esa cara de rasgos delicados, con la nariz recta y los ojos
achinados. Me quedé mirándola fijo y, como si mi mente la hubiera llamado, ella
me devolvió la mirada mientras cruzaba la calle. Sonrió y puso cara de sorpresa.
Hizo el gesto de abanico con su mano derecha para que saliera a saludarla. Me
levanté de la mesa y salí. El diálogo fue algo así:
—¿No ibas a venir a saludarme? —preguntó Romina desde la calle.
—Es que te vi apurada y me dio cosa frenarte —respondí saludándola, dándole
la espalda al ventanal.
—Ya estas poniendo excusas, te estaba cargando, bobo, ¿qué haces por acá? —
preguntó acomodándose el pelo en el medio de la vereda.
—Estoy haciendo tiempo porque tengo medico clínico en media hora por el
tema del sueño y es acá a una cuadra.
—Veo que seguís con tus mambos para dormir, hay un viejito metido en tu
cuerpo. Sos como Benjamin Button, eh —dijo mientras sonreía.
—Ja, si es así, en unos años voy a estar como Brad Pitt. Creo que firmo el
insomnio. ¿Vos qué haces por la zona? —pregunté curioso.
—Buena, Brad…Yo vine para lo de mis viejos porque tengo que buscar unos
sobres que siguen llegando a Montevideo. Mamá me va matar porque estoy
llegando tarde y se tenía que ir a no sé dónde —Romina abrió sus brazos, con las
palmas apuntando hacia arriba.
—Vaya, vaya, no quiero interrumpir. Saludos a Marianita de mi parte.
—Vos no me interrumpís, bobo.
—La conozco a tu mamá y te va a matar. Anda, Ro —dije y le besé la mejilla.
—Lindo verte, suerte en el doc, ¡que duermas bien! —se despidió.
-No hace falta que te saques nada. Podes quedarte hasta con la remera puesta si
querés.
-Estás en pedo.
-Dale, nos vamos a divertir.
-No me divierte ver gente en bolas.
-Si te sentís incómoda te prometo que nos vamos.
Coqui terminó cediendo para no tener que escucharla más y además le pareció
una buena oportunidad para poner a prueba su fobia genital.
Se tomaron un micro a las 10 de la mañana que iba para Maldonado y llegaron
cuando el sol estaba exactamente arriba de sus cabezas, irradiando sin piedad
lasers ultravioletas dispuestos a desintegrar a los desinhibidos bañistas. Apenas
pusieron un pie en la arena el impacto fue absoluto. Era una típica escena de
playa, excepto por la desnudez total de cada uno de los cuerpos que formaban
parte de ella. Coqui pensó en voz alta que esto era un atentado innecesario a la
evolución de la hoja de Adán y Eva. Clara se rió y avanzó con seguridad hacia el
mar pero la arena quemaba demasiado y no le quedó otra que correr unos metros
hasta la sombra de una reposera. Apoyó el bolso y llamó a Coqui haciendo un
gesto con la mano. Desplegaron las lonas, los productos protectores y abrieron
una sombrilla, ahora solo faltaba quitarse la ropa y entregarse al nuevo hábitat
como dios las trajo al mundo. Clara se desvistió primero, pero sólo se sacó la
parte de arriba. Sus tetas brillaban blancas en la oscuridad del bronceado que
traía desde hacía unos días. Se puso protector 50 de inmediato con la delicadeza
con la que se limpia una copa de cristal, y se acostó boca arriba sobre la lona.
Coqui todavía conservaba bermuda y musculosa. Se puso las gafas de sol y
decidió explorar el lugar con la mirada, para reconocer los peligros a los que
podía estar expuesta su visual. Unos metros hacia la derecha un hombre de piel
caribeña, panza de cerveza y poco pelo se daba una ducha para quitarse la
arena. Su pequeño miembro inactivo apenas asomaba por debajo del ombligo.
Inofensivo, pensó. Unos metros más atrás, dos mujeres con el vientre sumamente
peludo charlaban animadas mientras una le pasaba un mate a la otra. Hasta
ahora todo parecía ir bien. Un grupo de gays con cuerpos esculturales y el pecho
rasurado jugaban al tejo cerca de la orilla mientras coqueteaban con el suave
vaivén de sus morcillas por efecto de la lanzada. Coqui se rió sola y la escena le
pareció de lo más divertida. Pero algo la distrajo completamente y desvió su
mirada hacia un hombre que salía del mar y que llevaba entre las piernas algo
parecido a una anguila de 10 kilos, fibrosa y de una belleza inexplicable. A
medida que el hombre se acercaba, pudo reconocer algo familiar en su rostro,
en su pelo, en su andar. Se sacó los anteojos para ver mejor y reconoció sin
dudas al Dr. Maiztegui como el portador de aquella maravilla de la naturaleza.
Fue como una patada ninja, primero a la panza, después al cerebro, donde se
archivó la imagen junto a la de padre, hermano y exhibicionista. El cuerpo
desnudo llegó a la orilla, escurrió su pelo con las dos manos y se alejó caminando
hacia la escollera. Coqui enmudeció todo el resto de la tarde, y todo el camino
de vuelta al departamento. No es que había tomado la decisión de no contárselo
a Clara, simplemente no pudo. Clara atribuyó el silencio a un momento de
reflexión genésico de su amiga, y no quiso invadir el desarrollo de conclusiones.
Durante los días siguientes, ya de vuelta en Buenos Aires, Coqui no podía dejar
de pensar en la anguila del Doctor. No sabía bien qué hacer con la imagen, que
insistía en volver y volver. Hasta que una noche el recuerdo despertó su lado
menos pensado. Ella estaba completamente desnuda en una playa vacía,
arrodillada en la arena, sosteniendo esa obra de arte entre sus manos torpes y
deseosas. Empezó a tocársela, gruesa y lubricada, sintiendo en su mano la sangre
fluir rápido hacia la punta, las venas inflarse, la tensión dominar el aire.
Entonces él se la metía en la boca, invadiendo su paladar de un gusto a menta y
jengibre refrescante, hasta que la levantaba de los pelos y la penetraba por
detrás como si el mundo fuera a terminarse. Esa fue su primera creación de un
escenario sexual imaginario, luego le siguieron una selva llena de lianas, el baño
de la oficina, un acantilado en Missisipi y un granero lleno de paja, siempre con
la presencia estelar del Dr. Maiztegui y su anguila. Perdió la cuenta de los
orgasmos que tuvo, pero le alcanzaron para reemplazar todos los que no tuvo
hasta los 28 años.
La mañana del 3 de Febrero, Coqui tenía su primera sesión de terapia después de
las vacaciones. Estaba excitada y nerviosa. Se puso una pollera corta que le robó
a Clara mientras hacía el bolso de regreso y una remera con escote que dividía
por primera vez su delantera en 2 mitades. Se soltó el pelo, se puso un producto
para definir los rulos y se echó un perfume apestoso que le regalaron para su
cumpleaños. Después de desayunar un te con tostadas negras, se hizo un último
buche de listerine y salió de su casa sintiéndose más Constanza que nunca.
Cuando el Dr. Maiztegui le abrió la puerta del consultorio, la recorrió un segundo
con la mirada y asintió con la cabeza, aprobando el cambio de look. Ella hizo lo
mismo con el, notando que en su piel pálida no había rastros de bronceado, y que
sus facciones lucían igual de cansadas que hacía 3 meses.
Se sentó en el sillón con las piernas cruzadas, los hombros derechos, el corazón
agitado. Algo no andaba bien. Se sintió ridícula, desubicada.