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Ensamblar estos dos términos, Francisco y "contestación", pudiera parecer a simple vista
algo muy de acuerdo con nuestra idiosincrasia actual; pero, hacerlo así, ¿no sería sucumbir a
una moda pasajera que pronto será echada en olvido y sustituida por otras corrientes? Hay
que guardarse de dar valor absoluto a temas y palabras que los expresan, aunque es cierto
que las modas y las corrientes, incluso pasajeras, llaman la atención concentrándola sobre
ciertos aspectos de la realidad que de otra manera quedarían en la sombra. El tema de la
contestación o revolución (palabra y movimiento concretos) es, quizá, uno de esos puntos de
cristalización que nos obliga a considerar con una mirada nueva el pasado y el presente.
Nos parece que es perfectamente legítimo leer la historia de Francisco y del movimiento
salido de él, a través de esa perspectiva. La experiencia de la contestación de hoy y la
reflexión sobre ella nos permiten, por lo menos, plantearnos estas cuestiones: I. ¿En qué la
actitud de Francisco fue una contestación frente a la Iglesia y al mundo de su tiempo, y de
qué tipo de contestación se trata? II. A partir de ello será posible ver la actualidad
contestataria de tal actitud para los tiempos en que vivimos.
La figura de Francisco resalta sobre la mediocridad no sólo del siglo XIII, sino sobre toda la
que ha padecido la Iglesia a lo largo de su historia. Como otros testigos del Evangelio, aporta
un matiz único, original, elevado en su caso a un grado eminente. Con relación a su tiempo -
a todos los tiempos- fue a la vez una repulsa de la situación ya acomodada y el comienzo de
una nueva era. Dando pábulo a una revolución original abandonó, y otros con él, las
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estructuras antiguas y la forma de conducirse en general, inaugurando un nuevo estilo de
existencia.
Consideremos atentamente algunas de sus posiciones cristianas y humanas, y ello nos hará
ver su carácter revolucionario frente a la Iglesia y a la sociedad.
Pero el Evangelio, tomado incluso en su sentido más religioso, hay que entenderlo y vivirlo
en una situación histórica concreta, y partiendo de ella. La comprensión de aquél no se da sin
conocimiento existencial de ésta, pues los signos de los tiempos son también revelación y
llamada. Ahora bien, en el caso de Francisco ¿se puede hablar de su atención y adaptación al
tiempo?
Todo el mundo sabe que Francisco fue un hombre de su tiempo, miembro de la clase
ascendente (los burgueses) y comprometido en sus luchas; que soñaba con escalar otra
posición social más alta; entusiasta del gran movimiento de las cruzadas y sensible a las
corrientes espirituales y culturales de su época. Pero al descubrir el Evangelio y vivirlo
plenamente, su preocupación no fue ya el ser o no ser un hombre de su época (aunque siguió
siéndolo), sino el avanzar más y más en la inefable aventura a la que el Evangelio le invitaba.
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Teniendo en cuenta la Iglesia de aquel tiempo (que en el fondo es la Iglesia de siempre), salta
a la vista cuántas de las actitudes adoptadas por Francisco podían parecer contestatarias. A
una Iglesia convertida en institución de salvación, exigente en algunas ocasiones, mas sobre
todo tranquilizadora, tentada como siempre a descansar sobre la ley y el rito, conservadora
en sus estructuras y ocupada en defenderlas, una llamada al mensaje esencial y a la pureza
del Evangelio podía parecerle peligrosa. El evangelismo de Francisco recordaba a los
cristianos que la institución debía servir y no velar lo que lleva en el corazón y es la razón de
su existencia: la palabra liberadora de Dios que resonó en Cristo. Y ya que este hombre fue
un hijo de su siglo, joven además (comenzó su gran aventura espiritual hacia los 25 años), y
de ninguna manera «un hombre de Iglesia», queda comprobado una vez más que el Espíritu,
soberanamente libre, sopla donde Él quiere.
La pobreza material priva efectivamente al hombre de todo medio de poder sociológico; hace
de él un párvulo, un menor, carente de peso en el seno de las estructuras socio-económicas,
pues vive al margen de las mismas. Con respecto al trabajo, Francisco quiso que él y sus hijos
trabajaran para los demás, cumpliendo todas las tareas, exceptuando las que llevan consigo
una aureola de dominio sobre los demás («no sean mayordomos, ni secretarios ni tengan en
la casa presidencia alguna», afirma en la Regla: 1 R 7,1). De esta manera toda base de poderío
material desaparece para dar con mucha más claridad un testimonio del Espíritu.
Su actitud excluye también cualquier poder espiritual. Esto se hace patente en la noción que
tiene de autoridad. Generalmente, de acuerdo con los principios de una sana pedagogía, la
idea de autoridad está ligada a la imagen del padre. Ahora bien, Francisco, fiel siempre al
Evangelio que no conoce Padre alguno fuera de Dios, rehúsa la paternidad en el núcleo
fraterno que se forma en torno a él. Nadie llevará el nombre de padre, de señor, de abad, de
prior, pues todos son hermanos. La comunidad nueva no conocerá una subordinación como
la del hijo al padre; será un medio en el que no habrá otras relaciones que las existentes entre
hombres iguales y hermanos. Tal concepción, bien es verdad, no excluye el servicio de la
unidad y de la estructuración, sin las cuales una comunidad no podría existir; pero cada vez
que se ejerce la autoridad se la rodea de una serie de precauciones contra la tentación del
poder. La autoridad (palabra que nunca empleó Francisco) es un servicio; a quien está
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investido de ella se le llama «ministro», y para que aparezca bien claro y evidente que no se
trata de una palabra huera, se le añade cada vez un sinónimo: «siervo», que dice con más
claridad la misma cosa: servidor. El hombre revestido de una carga semejante debe
comportarse como un menor, como un servidor; a ejemplo de Jesús, debe lavar los pies a sus
hermanos, es decir, rendirles los servicios más humildes. Mirándola de cerca se hace evidente
lo que una visión así tiene de específicamente revolucionario con relación a la manera
corriente de ejercer la autoridad.
Hay, finalmente, una repulsa del poder en la forma de abordar a los hombres. Aun cuando no
se esté de acuerdo con su forma de vivir y de obrar, es preciso evitar juzgarles y condenarles
(sobre todo con respecto a los ricos); no se debe discutir ni irritarse por causa suya; ni
tampoco intentar imponerles la propia ideología. Una actitud semejante (y sólo Dios sabe lo
que ella tenía de exigente, y hasta de heroico en aquel Medievo, en el que los pobres
vagabundos eran un reproche viviente para una Iglesia comprometida) se manifestó con un
relieve muy particular frente al mundo musulmán. Mientras que los cruzados buscaban
vencer por la fuerza al hombre de otras creencias, al adversario, Francisco, escapando no sin
dificultad a la disciplina establecida, se presentó ante el sultán completamente solo,
desarmado, amistoso, con la ardiente certeza que le animaba por toda defensa. A los
hermanos que, siguiendo su ejemplo, quisieren ir en el futuro entre estos infieles, les
recomienda en primer lugar que eviten toda disputa y polémica, que se sometan a las
estructuras allí establecidas y que no teman confesar su condición de cristianos.
Un repudio semejante de todo poder material y espiritual, así como de toda presión intelectual
y física para imponer su propia visión de las cosas, estaba en contraste con la manera de obrar
de muchos cristianos. ¿Acaso la Iglesia en tiempos de Inocencio III no estaba poco más o
menos en el vértice de su poder espiritual y temporal? La identificación de la autoridad en la
Iglesia con las formas del poder secular era bastante completa, pues las cruzadas eran al par
que una empresa religiosa un empeño político. Por ello, en el seno de unas estructuras en las
que el poder material estaba pretendidamente al servicio de la Iglesia, la aparición de un
pobre, que era a la vez niño y poeta, profeta y hombre de Dios, introducía cierta
incongruencia en la marcha normal de la Iglesia, lo que a la larga, pensaban algunos, podría
ser dañoso para la misma Iglesia. Llamando a todos los hombres hermanos, rehusando
imponerles su punto de vista, portándose ante ellos como un servidor inútil, sin importancia,
Francisco se asemejaba a un don Quijote en medio de los alguaciles de la Santa Hermandad.
Francisco, inofensivo e inocente, hizo que su rebeldía fuera a causa de ello más radical y
explosiva.
Además, el movimiento que Francisco puso en marcha desbordaba muchas de las estructuras
de la Iglesia. Difícilmente podía entrar en los cuadros jurídicos y en las categorías
preestablecidas. Aquellos individuos surgidos del primer movimiento franciscano ¿formaban
parte del clero, de alguna Orden monástica o eran laicos? ¿Se había visto alguna vez a los
monjes trabajar como empleados en las casas de los laicos? ¿Acaso los laicos predicaban
como si fueran clérigos encargados de alguna misión particular? En realidad escapaban a
toda clasificación, tanto más cuanto que ellos mismos rehuían el ser reducidos a cualquiera
de ellas. Motivado por esta original experiencia, Francisco hizo entrar en la Iglesia una
reivindicación y un soplo de libertad. Una vez más, un hombre atraído por el Evangelio de la
libertad afirmaba, con la vida por delante, que las estructuras e instituciones de la Iglesia no
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tienen otro fin que el de promover y secundar la verdadera liberación del hombre. De este
modo la institución quedaba un tanto delimitada, y en donde era causa de opresión -y por lo
tanto contraria al Evangelio- la hacía desmoronarse.
El hecho de que la institución dudara, desconfiara, que incluso buscase la reducción del
radicalismo original, muestra con toda evidencia el interés que tenía al sentirse amenazada.
Sin embargo, la acogida final que la Iglesia dispensó al evangelismo franciscano, manifiesta
por el contrario que la polémica santa y la llamada a la libertad forman parte de su
constitución esencial y que, lejos de destruirla, ambas cosas contribuyen a su renovación.
Cuando un cristiano vive el Evangelio de forma radical, todo cuanto puede haber de traición,
de interés creado, o simplemente de miseria humana en la comunidad de los creyentes, o sea
en la Iglesia, es detectado en seguida. Si ya la simple palabra que proclama la Buena Nueva
es como una espada descargada en lo más vivo del corazón y sus sentimientos, cuánto más
lo será cuando esta palabra se encarna en la existencia concreta de un hombre. Se origina
entonces una sacudida interior, una conmoción por todos lados que «pondrá de manifiesto
los designios de los corazones». La llamada a la fidelidad, que es lo que constituye un empeño
semejante (y tal era el caso de Francisco), alcanza a la sociedad eclesiástica en lo más íntimo
de su ser, despertando en ella la conciencia de su responsabilidad.
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rechazados, pero al mismo tiempo eran venerados como elegidos de Dios. Lo importante es
señalar que, socialmente, la experiencia franciscana era un desacuerdo radical frente a la
manera de comportarse ordinariamente aquella sociedad. En el nombre del Evangelio
Francisco y sus compañeros casi crearon un mundo de índole irreal, imposible, pero que
hacía vacilar las certidumbres demasiado fáciles y las situaciones ya adquiridas.
Al mismo resultado se llega teniendo en cuenta el nuevo tipo de comunidad que se origina a
su alrededor. Cuando la lucha de clases estaba en boga y los hombres de Iglesia (al menos
los monjes) eran escogidos sobre todo de entre las capas sociales más cultivadas, Francisco
reúne en torno a sí un mosaico inverosímil y contradictorio, en el que viven codo a codo
nobles y plebeyos, caballeros y poetas, profesores y simples iletrados, juristas, sacerdotes y
ricos mercaderes. Todos ellos pretendían amarse como «la madre ama y cuida a su hijo
carnal», reconciliando así en esperanza e imagen una sociedad realmente desgarrada. Libres
frente a todo, representaron a lo largo de todo el siglo XIII el difícil papel de pacificadores y
reconciliadores. ¿Fue romanticismo o ingenuidad? ¿Fue una huida de todo compromiso o un
compromiso mucho más profundo? Hoy se podrían proponer tales cuestiones, pero lo cierto
es que los hechos históricos están ahí. Intercalando entre los hombres un signo de libertad,
de soltura, de reconciliación fraterna, Francisco interpeló y acusó a la sociedad de su tiempo.
Una vez expuesto todo lo que antecede y pensando en la palabra "contestación", tal y como
se la comprende y vive hoy, surge una cuestión a la que ya se ha dado en cierto modo una
respuesta parcial en las páginas anteriores: ¿cómo, de qué manera se comprometió Francisco?
No busquéis en los escritos del santo o en los de sus primeros biógrafos, huellas de una crítica
verbal, de declaraciones desabridas o de simples gestos de violencia, lo mismo respecto a la
Iglesia que a la sociedad. Sin embargo, en los movimientos evangélicos precedentes no
faltaron las acerbas críticas, los anatemas e incluso los desgarrones de la misma Iglesia.
Francisco obró de otro modo; cierto que llevó a cabo la revolución, pero creando algo nuevo.
Nunca maldijo a los ricos, pero se hizo pobre; no rompió con la Iglesia, pero vivió en su seno
la libertad y la pureza del Evangelio; no alzó una clase en contra de la otra, pero estableció
una situación en donde la lucha carecía de sentido.
La puesta en marcha de una vivencia así encontró muchas dificultades, pero la energía vital
de la misma no se malgastó en críticas ni en destrucciones de ningún género; toda ella fue
invertida en la obra a realizar: el amanecer de un nuevo signo; algo nuevo había aparecido,
claro, puro, evidente, casi sorprendido de encontrarse de lleno en la vida. Pero en esta
novedad, ¡qué fecundidad tan asombrosa había escondida!, ¡qué potencial de convulsión
había encerrado! Nadie se apresuró a minar los muros quebradizos, ni a talar el árbol estéril
pero con raíces profundas todavía; era simplemente una nueva mansión que se elevaba sobre
los antiguos cimientos; un retoño que brotaba teniendo en sí toda la savia del futuro; pues
aunque resulte fácil ahogar toda palabra que no es más que palabra, los signos sin embargo
tienen una vida más larga y una proyección más duradera.
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comienzan a marchitarse: están ya muertas puesto que toda la vida se ha traspasado a la nueva
realidad. En efecto: «Nada queda más destruido que aquello que ha sido reemplazado».
Hasta aquí todo ha sido una reflexión histórica. Hora es ya de ver si las actitudes tomadas
antaño por un hombre del pasado son válidas para el hombre de hogaño; si el dinamismo que
desarrollaron en su día es capaz de tener fuerza en nuestro tiempo.
Hoy respiramos un ambiente muy revuelto, tanto en la sociedad como en la Iglesia. Los
movimientos más diversos, desde el de los hippies hasta el de los estudiantes del mundo
entero, ponen en jaque a la sociedad técnica, capitalista, ¡y también a la socialista!,
rechazando su manera de vivir, pues les parece un atentado contra su libertad, contra su
dignidad humana y contra su derecho a la felicidad. Algunos teóricos como Marcuse intentan
dar una expresión y una justificación ideológicas a estas tendencias. Lo que ellos desean
todavía no es muy claro, pero sí se sabe qué es lo que no quieren: la sociedad tal cual es, pues
la contestación es global. En el seno de la Iglesia se oyen también muchas voces que rechazan
las estructuras actuales y reclaman una renovación radical.
En el interior de la Iglesia
Por paradójico que pueda parecer, la revolución más radical de la comunidad cristiana tiene
lugar cuando ésta toma en serio la llamada del Evangelio. El cristiano que percibe la
exigencia ilimitada que desde allí se le dirige, que se abre a la misma y día tras día se esfuerza
en responderle, constituye a la larga una especie de peligro público. La aventura que él vive
en nombre del Evangelio inquieta y arrastra a los otros creyentes y a la misma Iglesia, cuya
misión, olvidada con frecuencia, es precisamente la de suscitar y promover tales aventuras.
Comienza entonces a levantarse un reproche vivo, erigido contra la mediocridad y el
aburguesamiento.
Los cristianos de hoy son interpelados de mil maneras: se espera de ellos que tomen
posiciones concretas y empeños determinados en todos aquellos sectores en donde el hombre
juega un papel de importancia. Es justo que tras haber mirado durante largo tiempo
egoístamente hacia el cielo, ahora se sientan responsables de los asuntos de la tierra. Pero en
todo ello hay un riesgo: el de olvidar, bajo la presión de la urgencia y de la llamada, el reclamo
primero que nos hace cristianos, aquél del Evangelio de Jesucristo. Ser un hombre atento a
la única Palabra, confiarle el corazón, toda su atención y su tiempo, situarse frente a ella en
silencio y alabándola sin cesar, será quizá bien pronto una postura extraña y por lo mismo un
interrogante puesto a las posiciones habituales. Entendido de esa manera (audición
contemplativa y realización eficaz del Evangelio), el radicalismo evangélico de Francisco
puede tener hoy día una ardiente actualidad, a condición, bien entendido, de que sea vivido
en relación directa con la realidad humana.
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Lo mismo cabe decir acerca de la renuencia del poder. El problema del poder (medios si no
poderosos, al menos eficaces, autoridad acostumbrada y habituada a imponerse, técnicas al
servicio del mensaje, etc.) se ha convertido ciertamente en uno de los más graves de nuestro
tiempo. ¿Debe el cristiano, y por lo tanto la Iglesia, servirse del poder y de los instrumentos
que le suministra el mundo para afirmar y extender el mensaje de salvación, imitando con
ello las estructuras de la sociedad en que vive? He aquí un debate que, al menos teóricamente,
está muy lejos de haberse terminado y que no es posible replantearlo aquí. Lo que sí es seguro
es que, dentro mismo de las estructuras de la institución y de los compromisos tal vez
inevitables, hay todavía un lugar para la impotencia y la simplicidad. Erigidas en ideología,
no serían más que un sueño utópico; vividas como una dimensión profética, conscientes de
sus límites, pero también de su necesidad, son indispensables para vivir conforme al
Evangelio.
Tal vez resulta más fácil ver la actualidad inmediata de la concepción franciscana de la
fraternidad y el papel de la autoridad dentro de la misma. Si la civilización actual rechaza
todo paternalismo fácil, si después de lo escrito por Bonhoeffer se habla y escribe del
cristiano que se ha hecho adulto, es evidente que la idea de una comunidad de hermanos
iguales, en donde ninguno ocupa el lugar del padre, corresponde a la aspiración insondable
del hombre contemporáneo. Toda comunidad eclesial cuyas relaciones internas respondan a
tales exigencias (y creemos que son exigencias evangélicas) demostrará efectivamente que
el cristiano es un hombre adulto que no conoce otro Padre salvo a Dios, y que la autoridad
cristiana está al servicio de la corresponsabilidad y de la participación, al mismo tiempo que
remite a la única autoridad, la de Dios y la de su Palabra.
En fin, Dios sabe si hay algún malestar con referencia a las estructuras de la institución
eclesiástica. Si bien a nadie se le ocurre negar la necesidad de un mínimum de estructuras
fundamentales que constituyen la Iglesia, poco más o menos todo el mundo considera que el
aparato es demasiado complicado, pesado y hasta opresivo. El espacio dejado a la libertad
parece demasiado restringido; casi todo parece estar reglamentado y previsto de antemano.
El cristiano, llamado a la libertad, siente la necesidad de no estar fichado, reglamentado,
controlado, clasificado en sus menores gestos de creyente. Quiere que se le dé confianza, que
se le abra el campo a las iniciativas, a la creatividad. Que haya las estructuras estrictamente
necesarias y los límites indispensables, y luego, ¡el camino ancho abierto al soplo del
Espíritu!
En este caso, también, la mirada sobre la experiencia de Francisco puede aportar inspiración
y entusiasmo, al par que garantía. El cristiano que sepa crear un espacio de libertad soberana,
respetuosa hacia los demás y no provocadora, pondrá en el corazón de la Iglesia un signo
radiante, la prueba de que todo está en ella al servicio del amor y del Espíritu que es vida y
libertad.
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Es necesario repetir que una revolución semejante, para que sea «franciscana», deberá
hacerse con un tacto y un amor profundos hacia la comunidad de hermanos de la que se forma
parte. En lugar de ser un grito de repudio será un grito de adhesión, no a los intereses creados
ni a la política, sino a la verdad y a la pureza del Evangelio. No "contestar", sino confesar;
no destruir lo que por otra parte está cayendo ya, sino edificar, construir lo que no existe
todavía.
Nos parece que esto es hoy posible, tanto más cuanto que los tiempos están maduros para
tales gestos, e incluso en nombre del Evangelio. El no-conformismo que se rebela contra las
formas habituales de vivir y obrar, puede ser muy bien una contribución importante de la
evolución de la civilización moderna, al mismo tiempo que su recriminación.
En una sociedad en la que el hombre, muy a pesar suyo, se encuentra arrastrado por el círculo
de la producción y del consumo, una comunidad que sepa vivir modestamente, pobremente,
podrá parecer anacrónica y desfasada, y sin embargo es precisamente en ella donde se
encuentra la verdadera libertad, frente a una publicidad dolosa y de necesidades artificiales.
Lo mismo sucede con el trabajo o con el acoplamiento en los cuadros rígidos de lo económico
y de lo social. La mayor parte de los hombres de hoy se lamentan con justa razón de haberse
vuelto esclavos de su trabajo y de su profesión. Tienen la impresión de vivir en un hormiguero
impersonal, donde todo está previsto con antelación, donde el papel de cada uno está ya
prefijado y es prácticamente inmutable. Es cierto que uno puede plegarse a todas estas
estructuras, trabajando desde el interior de las mismas para humanizarlas, modificarlas o
destruirlas violentamente en caso de necesidad. Nadie dudará que éstas son vías legítimas;
pero la vía del no-conformismo, la creación al margen de las estructuras -o en su seno propio-
de situaciones en las que el hombre vea ya un asomo de la libertad ansiada por todos,
constituye también una contestación o revolución importante.
Sí que hay lugar, pues, para semejante contestación hoy. Unos cuantos hombres, que viviesen
a su manera la aventura de Francisco, al margen de las estructuras o por encima de ellas,
evidenciarían lo que significa estar libre de las alienaciones que impone la sociedad.
Ciertamente, al leer estas líneas, alguien podría sonreírse del romanticismo ingenuo que en
ellas parece expresarse. ¿Acaso no está patente en ellas aquel franciscanismo de las
Florecillas, aquella melosa dulzura hasta el hastío, que siempre resultó ineficaz? El sueño de
la no-violencia, de la reconciliación, la renuncia a las luchas y a la división, ¿no constituyen
precisamente el opio que es necesario saber rechazar para comprometerse en el duro combate
por la justicia?
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Hay, en efecto, una elección que hacer. Se piense lo que se piense de la justicia, e incluso de
la necesidad de compromisos y de alternativas sociales y políticas; y aún cuando se pudiese
justificar la teología de la revolución, hay también una vía franciscana. Esta vía, nos parece
evidente, no se halla ni en la violencia ni en la crítica, ni en la identificación con una clase y
con sus luchas; está en una especie de libertad soberana frente a todo, en el profundo respeto
a todo hombre a quien se rehúsa clasificar en una categoría ideológica, en la creación de una
comunidad de hermanos que permanecen libres -aun a riesgo de parecer no comprometidos-
por amor a una libertad mucho mayor.
Conclusión
¿Es esto una patente para la irresponsabilidad, para el soñar despierto, para una facilidad
poética? Por poco que alguien haya intentado vivir así sobre la brecha (amigo de todos pero
rehusando enfeudarse en sus pasiones, libre de cara a los bienes materiales, al trabajo, y sin
embargo inserto en lo más profundo de las preocupaciones de los hombres), sabrá que no se
trata de un camino fácil. Si la pobreza, la sencillez, la afabilidad, la paz y la reconciliación
son un mito, un sueño, se trata de un sueño duro, exigente. Que un grupo de hombres consiga
vivir ese sueño, ese ideal en medio de un mundo que agoniza, y entonces se le escuchará
como un canto de alondra que anuncia la primavera. A más de tantas otras cosas serias, ¿el
franciscanismo no será en el fondo esta parte de sencillez, de infancia y de poesía, sin la cual
la vida sería un aburrimiento mortal?
Thadée Matura, O.F.M., Francisco de Asís, una réplica en nombre del Evangelio, en
Selecciones de Franciscanismo, vol. I, n. 1 (1972) 15-25.
TEXTO DOS
LA CONVERSIÓN DE SAN FRANCISCO A CRISTO
Génesis de un encuentro
por Pierre B. Beguin, o.f.m.
Francisco de Asís «se convirtió a Cristo». ¿Qué significaba para él esta expresión,
«convertirse a Cristo»? ¿Y qué puede significar para nosotros? Pero, en primer lugar, ¿de
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qué «conversión» se trata? Siendo así que el «hombre nuevo» depende siempre del hombre
a secas, ¿quién era el joven Francisco? Siguiéndole paso a paso en el largo camino de su
«conversión», llegaremos a descubrir con él el rostro de «su Señor», de Aquel que se le reveló
en la capilla de San Damián. Sus rasgos se irán precisando y configurarán para nosotros,
como lo hicieron para él, la imagen de un Cristo «vivo y verdadero», siempre presente entre
nosotros en la Eucaristía, que nos interpela sin cesar en su Evangelio, y cuya encarnación se
prolongará hasta el fin de los tiempos por el ministerio de la Iglesia que Él fundó para eso.
Como base de nuestro estudio tomaremos, por supuesto, las fuentes franciscanas
contemporáneas de Francisco. Él mismo, en su Testamento, nos habla de su conversión: si
bien es muy discreto al referirse a los acontecimientos que la ocasionaron, nos habla de buen
grado de su evolución espiritual y de la «forma de vida» que de ella se derivó.
I. LA PERSONALIDAD DE FRANCISCO
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difícil, por otra parte, probar que él siguió siendo el mismo después de cumplir sus veinticinco
años, y esto incluso en los defectos de sus cualidades. Pero esto sería el objeto de otro estudio,
y muy atractivo por cierto.
Esto llama la atención desde un principio. En cualquier circunstancia, Francisco está siempre
seguro de sí mismo. La primera «palabra» suya que nos ha conservado la Leyenda (TC 4) es
su réplica a un compañero de cautividad en los calabozos de Perusa. Intérprete de la opinión
general, éste le reprochaba su jovialidad y le trataba de cabeza de chorlito. «¿Por quién me
tomáis? -replicó Francisco de inmediato-. Día llegará en que seré honrado en el mundo
entero». Su segunda palabra también testimonia la misma jactancia: «Sé que he de llegar a
ser un gran príncipe» (TC 5). Y para llegar a este alto rango, él, simple hijo de burgués, no
duda en pretender el título de caballero.
Así, tal cual, permanecerá durante toda su vida. Es evidente que hay que responder
afirmativamente a la pregunta y sospecha de F. De Beer: «¿Tendría, pues, Francisco un
carácter autoritario, incluso dictatorial? No está descartado, porque no sólo aparece como un
ser de acusada personalidad, sino también como quien impone a los otros sus propios
caprichos».
2. Un extrovertido
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En el sentido etimológico de la palabra, Francisco es un hombre «vuelto hacia el exterior».
Todo al contrario de aquel que permanece «encerrado en sí mismo», Francisco está abierto a
los otros y al mundo. Tiene naturalmente necesidad de compartir, de estar en comunión con
el otro y con todo. Tiene el don de la «simpatía», de «sentir-con» el otro y,
consiguientemente, de ir hacia él. Hacia aquellos caballeros de los que quiere ser émulo: por
ejemplo, hacia aquel a quien sus iguales hacen el vacío en los calabozos de Perusa (TC 4), o
hacia aquel que tan triste figura hacía con su indumentaria, en vísperas de partir para la Pulla
(TC 6). Esta «simpatía», como es manifiesto, muy de buen grado se dirige hacia aquellos que
sufren. Se hace «conmiseración», muy especialmente para con los pobres: ella lleva a
Francisco a «ponerse en su lugar», literalmente, hasta el punto de hacerse mendigo con ellos
en el atrio de San Pedro (TC 10).
Pero su simpatía es universal: «Era como naturalmente cortés en modales y palabras» (TC
3). Ama la vida, la vida a lo grande, y se complace en ella. «Alegre», «generoso, incluso
pródigo», «dado a juegos y cantares», «locamente vanidoso», son algunos de los calificativos
repetidos con frecuencia por nuestro compilador, que nos presenta a Francisco «de ronda
noche y día por las calles de Asís escoltado por un grupo de compañeros» (TC 2).
En una palabra, Francisco es un hombre que necesita prodigarse, o mejor, darse. Darse a las
grandes causas, como la de su ciudad en guerra contra Perusa. A un ideal, como el de la
caballería, en la que pretendía ser admitido para hacer en ella una carrera de príncipe. Pronto
lo veremos a la búsqueda de «su Señor», y toda su vida no será más que el don de sí mismo
a ese Señor, una vez que lo haya encontrado.
3. Un hombre de acción
«Se levanta», «se pone a...», «inmediatamente», «al momento», «sin tardanza», son también
expresiones repetidas con frecuencia para caracterizarlo. En su diálogo con el desconocido
que le habla en sueños en Espoleto, espontáneamente Francisco desciende a lo concreto:
«Señor, ¿qué quieres que haga?» Y, «apenas amaneció», obedeció y «se volvió a Asís a toda
prisa» (TC 6). A la orden que le da Cristo de «reparar su casa», contesta inmediatamente:
«De muy buena gana lo haré, Señor» (TC 13). Y al instante «se levanta» y toma sus
disposiciones para emprender la restauración de la capilla (TC 16). Durante su
comparecencia ante el tribunal episcopal, no se para en barras ni se contenta con devolver el
dinero a su padre: le devuelve incluso sus vestidos (TC 20). Apenas escuchado y entendido
el evangelio de la misa de san Matías, «al momento» pone en práctica lo que acaba de
aprender y comienza «sin demora» su misión apostólica (TC 25-26). La noche en que
Bernardo le consulta sobre el proyecto que tiene para seguirle, Francisco resuelve sin
titubear: «Mañana muy temprano iremos a la iglesia y conoceremos por el libro de los
evangelios lo que el Señor enseñó a sus discípulos» (TC 28). Y, hallado el texto, ordena
inmediatamente a Bernardo y a Pedro: «Hermanos... Id, pues, y obrad como habéis
escuchado» (TC 29).
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Esa será siempre su pedagogía para con sus hermanos, y él mismo la plasmará en dos
fórmulas impresionantes: Mortal es el saber al que no sigue el bien obrar (cf. Adm 7); y:
«Tanto sabe el hombre, cuanto obra; y tanto sabe orar un religioso, cuanto practica» (LP
105).
4. Un hombre de reflexión
Francisco era «enérgico y eficaz en la acción», pero también «prudente en la reflexión» (cf.
1 Cel 83). «De sutil ingenio», su fogosidad natural no le impedía la deliberación. «Entra en
sí mismo», «se pone a pensar», son igualmente expresiones frecuentes del recopilador. Sigue
en esto al Anónimo de Perusa, el cual se complace en corregir respecto a este punto el retrato
de juventud de un Francisco impulsivo y desordenado que nos había dejado Celano (cf. 1 Cel
4-5; AP 5 y TC 5).
Por haber rechazado a un pobre que le pedía limosna «por amor de Dios», Francisco se sintió
movido a entrar dentro de sí mismo y a reconvenirse por su acción, tras de lo cual tomó la
decisión de extender a los desgraciados la liberalidad y cortesía que solía tener con los
grandes (TC 3). Después del sueño de las armas, Francisco «vuelve y revuelve el asunto en
su mente» buscando el sentido que debe darle (AP 5); el sueño de Espoleto, por su parte, lo
sumergió en una reflexión tan profunda «que aquella noche no pudo reconciliar el sueño»
(TC 6).
En el tiempo en que trabajaba como albañil en la reparación de San Damián, «se detuvo a
reflexionar» sobre el trato privilegiado que le dispensaba el sacerdote, y se dirigió a sí mismo
todo un sermón: la consecuencia fue mendigar en adelante él mismo su comida (TC 22). Poco
familiarizado todavía con la Escritura, se hizo explicar por el mismo sacerdote el evangelio
escuchado en la misa, para «comprenderlo mejor» antes de conformar a él su vida (TC 25).
Consultado él mismo, a su vez, por Bernardo «sobre el mejor modo de disponer de sus
bienes», Francisco le contestó que era al Señor a quien había que consultar, y que irían juntos
a buscar su respuesta en el Evangelio (TC 28).
Todo esto nos prueba bien que el acero de su voluntad estaba templado en la reflexión.
Impulsivo por temperamento, Francisco aprendió, a lo largo del duro noviciado de su
conversión, a desconfiar de su primer impulso (cf. TC 17) y a buscar la inspiración divina en
la oración y en la reflexión (TC 10, 12, 13, 16).
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Como siempre, Dios es quien toma la iniciativa (TC 4-7). Copiando de Celano su retórica y
sus citas escriturísticas diremos que fue Él quien «puso freno en la boca» de Francisco, quien
«cerró de zarzas su camino y alzó un muro» (1 Cel 2-3; cf. Os 2,8).
Comienza entonces un largo cambio total (TC 8-13) que llevará al joven a descubrir a su
verdadero Maestro (TC 13-15), sus exigencias progresivas y liberadoras (TC 16-24), y,
finalmente, la propia vocación (TC 25-26). Se convertirá así en el promotor de una nueva
«forma de vida» religiosa «según la forma del santo Evangelio» (TC 28-29).
El joven Francisco estaba «ansioso de gloria», y Dios se sirvió de esa inclinación natural suya
para atraerlo y hacerlo pasar de la sed de vanagloria a la ambición de la verdadera gloria (TC
5). Sin duda alguna, Francisco tomó parte en las luchas de Asís por conquistar sus libertades
comunales (1198), y, más tarde, en las de la burguesía por asegurar su preponderancia en la
ciudad (1200). En los dos casos Francisco compartió sus triunfos. Pero su primer alistamiento
militar, en la guerra entre Asís y Perusa, se saldó con un fracaso estrepitoso y un año de
prisión en manos del enemigo (TC 4).
Si bien salió de ello mortificado en su orgullo patriótico, aquella prolongada camaradería con
los caballeros, cuya prisión compartía, no pudo sino halagar su amor propio y exacerbar su
sed de grandezas. Vuelto a su casa, el sueño de un castillo lleno de armas, prometido «a él y
a sus caballeros», lo confirma en su ambición de hacerse admitir en la nobleza. Lleno de
entusiasmo y de confianza en «un porvenir principesco», cuya pompa adopta por adelantado,
emprende viaje hacia la Pulla. Pero, en Espoleto, a unos veinte kilómetros de Asís, un
segundo sueño echa por tierra todo su proyecto: el «señor», a cuyo servicio quería entrar para
convertirse en caballero, no era quien él pensaba, pues había interpretado mal su primer
sueño. Trastornado pero dócil, Francisco da marcha atrás en dirección a la casa paterna (TC
5-6).
«Señor, ¿qué quieres que haga?» Es sin duda la primera vez que Francisco cuenta con alguien
otro. Hay en ello un notable cambio interior que hace nacer en él el «deseo de conformarse a
la voluntad divina» (TC 6).
No por ello deja de volver a su vida alegre de antes. Hará falta una tercera intervención divina
para arrancarlo de ella: después de una opípara merienda, de la que él había sido el anfitrión
y rey, pero de la que no había sacado sino melancolía, Francisco sintió súbitamente la visita
de Dios bajo la forma de una dulzura enajenadora (TC 7).
15
Entonces se abre para él el camino de la «conversión», que lo llevará a descubrir «la
verdadera vida religiosa que abrazó» más tarde (TC 7).
A partir de ese momento, «Francisco comienza a...». Ocho veces se repite esta expresión en
la pluma de nuestro recopilador, siempre a propósito de la conversión del joven Francisco,
para no aparecer más a continuación (1).
De nuevo aquí la generosidad natural de Francisco le abre el camino hacia Dios. Se acrecienta
su liberalidad para con los pobres y su conmiseración por ellos: la frecuentación de éstos
sustituye la de los amigos frívolos de ayer (TC 9). Y, poco a poco, su amor a los pobres se
transforma en amor a la pobreza misma. Es una especie de llamada, como un camino que se
abre ante él, y su oración toma un rumbo más preciso: «Comenzó a pedir al Señor que se
dignara dirigir sus pasos» (TC 10).
La respuesta del Señor no se hace esperar. Invita a Francisco a una inversión total de su escala
de valores: «Francisco, si quieres conocer mi voluntad, es necesario que todo lo que, como
hombre carnal, has amado y has deseado tener, lo desprecies y aborrezcas. Y después que
empieces a probar esto, aquello que hasta el presente te parecía suave y deleitable, se
convertirá para ti en insoportable y amargo, y en aquello que antes te causaba horror,
experimentarás gran dulzura y suavidad inmensa» (TC 11).
Algunos días más tarde, el Señor lo pone entre la espada y la pared: es el encuentro inesperado
con un leproso, en que Francisco, por primera vez, supera la aversión que él creía invencible.
«Desde entonces empezó a despreciar más y más» al joven presumido que había sido: llegó
a ser tan familiar y amigo de los leprosos, que moraba entre ellos y los servía humildemente,
y aquí experimentó la veracidad de la promesa del Señor (TC 11).
Esta experiencia concreta de la intervención divina que lo «llevó entre los leprosos» (Test 2),
tuvo como resultado intensificar aún más su vida de oración y su necesidad de soledad para
dialogar con Dios. En las luchas que tuvo que sostener para perseverar en el camino
emprendido, su súplica se hizo más insistente «para que Dios se dignara encaminar sus
pasos» y él pudiera seguir la ruta que Él le marcara (TC 12). Luchando entre un pasado que
llora y un futuro incierto, Francisco, sin embargo, «siente arder en su interior el fuego
divino»: esta vez está realmente «transformado en otro hombre» (TC 12).
16
Hasta aquí, tanto en los sueños como en la oración, ha sido un desconocido, una voz, una
inspiración interior, el que ha guiado a Francisco. Éste ha hecho la experiencia de la presencia
de Dios, pero no lo ha visto. ¿Cómo, por otra parte, lo podría? Sin embargo, Dios se le va a
«revelar» bajo los rasgos humanos que tomó al encarnarse en Jesucristo. Ese Dios que le
hablaba, que «dirigía ya sus pasos» (TC 10), tendrá en adelante un rostro: el del Crucifijo de
San Damián, que se anima y habla a Francisco. El «Señor» de quien Francisco aspiraba a ser
vasallo y leal, será en adelante Cristo, y Cristo crucificado (2). Esta revelación fue para él
una iluminación que lo llenó de gozo: tuvo la íntima convicción de «que había sido Cristo
crucificado el que le había hablado» y le había confiado, por fin, una tarea concreta que
cumplir en su servicio (TC 13).
Pero el joven descubre todavía más. Ese ideal que quiere alcanzar, ese «deseo de conformarse
a la voluntad divina», ese «otro hombre» que debe llegar a ser, toman también un rostro, y
es el de «su Señor» (TC 14), el de Jesús crucificado (3).
Esto también es capital, y el autor de la Leyenda insiste en ello: rompiendo, por una vez, el
orden cronológico al que se atiene, introduce aquí una larga digresión sobre las consecuencias
prácticas que este descubrimiento de Cristo crucificado tendrá en la óptica y en la vida de san
Francisco (TC 14-15). Y la concluye, además, excusándose de ello, por la importancia del
tema tratado: «Hemos dicho incidentalmente estas cosas... para demostrar que, desde la
visión y alocución de la imagen del crucifijo, Francisco fue, hasta su muerte, imitador de la
pasión de Cristo» (TC 15).
Finalmente, Francisco pasa del miedo a la seguridad y vuelve en plena luz a Asís. Allí afronta
las burlas y los malos tratos de sus conocidos, la ira y las represalias de su padre, los cariñosos
reproches de su madre. Liberado por ella tras muchos días de reclusión en la casa paterna,
vuelve inmediatamente a San Damián liberior et magnanimior, «con más independencia y
magnanimidad» por la prueba de la que acaba de triunfar (TC 17-18).
Francisco va a dar muy pronto pruebas de esta nueva libertad. Emplazado, a requerimiento
de su padre, ante el tribunal del común, rechaza su competencia: «Se ha puesto al servicio de
17
Dios y ha quedado emancipado de la jurisdicción civil» (TC 19). Citado entonces ante el
tribunal episcopal, Francisco renuncia a toda prerrogativa o derecho de familia y reivindica
en cambio su emancipación de la tutela paterna: «De ahora en adelante diré "Padre nuestro,
que estás en los cielos", y ya no "padre mío Pedro Bernardone"» (TC 20).
La crisis está resuelta, la ruptura consumada. El obispo de Asís no puede menos que admirar
«el fervor y constancia» del joven Francisco (TC 20).
De este fervor y constancia, la Leyenda nos da ahora varios ejemplos. La vida del nuevo
convertido estará toda entera «consagrada incondicionalmente al servicio de Dios» (TC 21).
Francisco pregona su ruptura con el mundo adoptando «un hábito a manera de ermitaño».
Luego, gozoso y ferviente y como ebrio de espíritu, se pone a reparar la casa de su Señor.
Sin tener una gorda, canta las alabanzas del Señor y pide en recompensa piedras que él
«transporta sobre sus hombros» a San Damián (TC 21). Convertido en pedigüeño por fuerza
de las circunstancias, está resuelto, además, a vivir auténticamente la condición de los
miserables: rechaza la mesa del capellán y va a mendigar de puerta en puerta una comida que
no tiene nombre (TC 22). Puede decirse que oficialmente se hace adoptar por la familia de
los pordioseros al tomar como padre a un viejo mendigo, quien, con sus bendiciones,
conjurará las maldiciones paternas (TC 23).
Nada consigue minar su constancia. Tiritando de frío bajo su pobre hábito, vende, sin
embargo, «muy caro este sudor a su Señor» (TC 23). Por el honor de su servicio, se obliga a
triunfar de las inevitables manifestaciones del amor propio (TC 24). Y en esta condición de
pobreza, en la práctica de la mendicidad, en ese total «desprecio de sí mismo» (TC 21), es
como finalmente Francisco, «con la gracia de Dios, consigue la victoria total sobre sí mismo»
(TC 11). El largo trabajo de su conversión ha llegado a su término: el Señor puede ahora
confiarle la verdadera tarea a que lo había destinado.
Cristo habla de nuevo a Francisco. Ya no necesita mostrarle su rostro, sino hacerle escuchar
su Palabra por el Evangelio.
Asistiendo a la misa de san Matías, Francisco se siente interpelado por el evangelio del día,
el de la misión de los discípulos (Mt 10,5-15). Hace que el capellán se lo explique, y descubre
en él una llamada personal de Cristo que le revela su verdadera vocación y misión.
Inmediatamente pone en práctica las consignas dadas por Jesús: se hace un nuevo hábito,
reducido a una sola túnica más pobre todavía, se ciñe con una cuerda, desecha el calzado y
bastón de ermitaño, y, sin alforja, bolsa ni dinero, marcha a anunciar a todos la llegada del
Reino por la conversión de los corazones (TC 25). A todo el que encuentra le dirige «el
saludo que le reveló el Señor» (Test 23) en este evangelio del 24 de febrero de 1208. Por
todas partes «anuncia la paz, predica la salvación» y lleva a Cristo a aquellos que estaban
18
alejados de Él (TC 26). Así es como «empezó, por impulso divino, a anunciar la perfección
del Evangelio y a predicar en público con sencillez la penitencia» (TC 25).
Estos tres últimos párrafos (27, 28 y 29) son como el epílogo y corolario de la conversión de
Francisco. La irradiación de su predicación y de su vida le atrae pronto los dos primeros
compañeros (TC 27-28). Y Francisco los lleva a Cristo, vivo y que habla en el Evangelio,
yendo con ellos a una iglesia para pedirle «que les manifieste lo que deben hacer». Piden a
un sacerdote (AP 10) que les enseñe los textos evangélicos sobre «la renuncia al mundo», e
inmediatamente los adoptan como «forma de vida y regla para ellos y para todos los que
quieran unirse a ellos» (TC 28-29). Como advierte con agudeza el autor de la Leyenda, esto
no fue más que el resultado del largo trabajo de conversión operado por Dios en Francisco y
«la confirmación ahora manifestada y comprobada divinamente de un proyecto y deseo
concebido hacía tiempo» (TC 29).
Para obedecer a las consignas de Jesús, Bernardo y Pedro vendieron todos sus bienes y
distribuyeron su producto a los pobres, tomaron un hábito parecido al de Francisco y «desde
entonces vivieron unidos según la forma del santo Evangelio que el Señor les había
manifestado». «Por eso -concluye la Leyenda-, el bienaventurado Francisco escribió en su
Testamento: El Señor mismo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio»
(TC 29).
***
Adviértanse, en esta larga evolución interior que lleva a Francisco a su «conversión a Cristo»
y al descubrimiento de su verdadera vocación, los dos polos hacia los que convergen los
diferentes elementos de la narración.
Antes de la ruptura definitiva de Francisco con el mundo (TC 19-20), el autor insiste
principalmente en el esfuerzo de interiorización exigido por la conversión, y muy
especialmente en la intensificación creciente de la vida de oración (TC 10-13, 16-17).
Anticipándose a la revelación en que Francisco descubrirá a «su Señor» (TC 13), desde el
principio nos ofrece la llave que nos abre la inteligencia de su relato: en esta primera fase de
su conversión, el joven Francisco «se afanaba por encontrar a Jesucristo en el fondo de sí
mismo» (cf. TC 8).
Después de su «salida del mundo» (Test 3), todos los rasgos relatados vienen a ilustrar la
voluntad de pobreza y de minoridad del nuevo convertido (TC 21-25) y de sus primeros
compañeros (TC 28-29). En esta segunda parte, el autor subraya igualmente el carácter
apostólico de la vocación de Francisco (TC 25-26) y de los hermanos (TC 29), y su propósito
muy firme de vivir juntos en fraternidad (TC 27-29).
19
III. «CONVERTIRSE A CRISTO»
Según el hermano León, esta expresión sería del mismo san Francisco. Se la encuentra, en
todo caso, en el Testamento de santa Clara (TestCl 9), y otras fuentes franciscanas la utilizan
aquí y allá. Es de señalar que, salvo en san Buenaventura, se aplica siempre o bien a Francisco
o bien a aquellos o aquellas que han abrazado su «forma de vida evangélica». Parece, pues,
que caracteriza bien la andadura de quienes reconocen en Francisco a su «fundador» e
inspirador «en el servicio de Cristo» (TestCl 7).
Francisco, por supuesto, no escribe en él una autobiografía. Pero, en los trece primeros
versículos de este documento, nos deja entrever su evolución espiritual, precisamente durante
el período de su «conversión», en el que lo hemos acompañado siguiendo la Leyenda de los
tres compañeros. ¿Qué nos dice de sí mismo en el Testamento?
«Poco después -añade Francisco-, salí del siglo». Sabemos que fue a continuación de su
encuentro y diálogo con el Cristo de San Damián. Pero Francisco no dice nada de ello:
celosamente «guarda en su corazón los secretos del Señor» (Adm 28,3). Este episodio se
relatará, por primera vez, sólo en 1246, en la Leyenda de los tres compañeros, probablemente
en base al testimonio del hermano León, confesor e íntimo del Santo, que podía entonces
sentirse desligado de toda obligación de guardar discreción, puesto que el Capítulo General
de Génova (1244) había ordenado a todos los que habían conocido a Francisco que revelaran
lo que sabían de él.
Francisco no nos habla más de su nueva vida «fuera del siglo». Pero, en compensación,
descorre un velo sobre las implicaciones prácticas de este descubrimiento de «su Señor» en
su andadura espiritual.
No se vuelve hacia un personaje histórico del pasado, sino hacia el Cristo vivo, presente y
que le habla, a él, Francisco, en esa mañana de otoño de 1205, en la capilla de San Damián.
Más allá de la imagen del Crucificado, ante la que quiere que en adelante «luzca
continuamente una lámpara» (TC 13), se encariña con la capilla misma, en la que desea que
20
«luzca de continuo una lámpara» y para la que pide de limosna aceite (TC 24). ¿No la había
llamado su Señor «su casa» y no se le había manifestado en ella?
Naturalmente, esta fe de Francisco en el Cristo vivo y presente va más allá de la imagen que
le ha hablado, y se centra en la presencia real y permanente de Jesús-Eucaristía en esta capilla
atendida por un capellán residente. ¿Cristo, en efecto, no ha hecho de la Eucaristía «la manera
de estar siempre con sus fieles, como Él mismo dice: Ved que yo estoy con vosotros hasta la
consumación del siglo»? (Adm 1,22). En adelante, para Francisco, el «contacto» con Cristo
vivo y verdadero pasará, de manera privilegiada, por la Eucaristía: «En este siglo nada veo
corporalmente del mismo altísimo Hijo de Dios sino su santísimo cuerpo y santísima sangre»
(Test 10).
Pero, en el amanecer del 24 de febrero de 1208, Francisco hace una nueva experiencia de la
presencia del «Señor vivo y verdadero» (Adm 16). Esta vez, Cristo lo interpela por medio de
su Evangelio. Francisco descubre en él otro modo de presencia de «su Señor», un nuevo
medio de «contacto» con Él, tan «directo» como su Presencia eucarística: «Nada, en efecto,
tenemos ni vemos corporalmente en este mundo del Altísimo mismo, sino el cuerpo y la
sangre, los nombres y las palabras, por los que hemos sido hechos y redimidos de la muerte
a la vida» (CtaCle 3). Por eso, los Nombres y las Palabras del Señor, escritos en el libro de
los Evangelios, deben ser objeto de la misma veneración y del mismo diligente cuidado que
la Eucaristía misma (2CtaF 11-13; Test 11-12). Para Francisco, Cristo, la Eucaristía, el
Evangelio, es todo uno: es una misma y única Persona, siempre presente a mi lado, que sin
cesar me habla y, de ese modo, me «crea» y me «redime» hoy.
21
IV. CONCLUSIÓN
Tales son los elementos que, en su «retorno al pasado» (Test 34), Francisco mismo nos
suministra sobre el proceso y las implicaciones de su «conversión a Cristo». Su apego a la
Persona de «su Señor» se expresó espontáneamente en su tierna y profunda devoción a la
Eucaristía, en su voluntad inquebrantable de conformarse siempre al Evangelio y en su
«fidelidad y sumisión a los prelados y a todos los clérigos de la santa Madre Iglesia» (TestS
5).
Francisco, por lo demás, no hace aquí más que repetir abreviadamente lo que nunca ha dejado
de inculcar a sus hermanos acerca de la fe de su propia experiencia. La vida de ellos debe ser
una continua «conversión a Cristo», puesto que ella consiste esencialmente en «seguir su
doctrina y sus huellas» (1 R 1,1), o dicho de otro modo, en «observar su santo Evangelio» (2
R 1,1). En efecto, «dice el Señor Jesús a sus discípulos: Yo soy el camino, la verdad y la
vida; nadie llega al Padre sino por mí» (Adm 1,1).
*****
Notas:
1) Cf. los títulos de los capítulos III, IV y VII, y los nn. 8, 10, 11, 21 y 25. El último pasaje
(TC 25) nos muestra a Francisco cuando «empezó» a predicar, y ya sólo se encuentra el
término coepit (comenzó), referido a Francisco, en una ampliación del pasaje antes citado:
22
después de la aprobación de la Fraternidad por Inocencio III, Francisco «comenzó a predicar
más y mejor» (TC 54).
2) No carece de interés el señalar que una versión más arcaica de la Leyenda, atestiguada por
los manuscritos de Barcelona y de Sarnano, en lugar de «Cristo crucificado», menciona aquí
«al Señor (o: Dios) estigmatizado», Dominum cum stigmatibus.
4) Adviértase, en esta oración, la conexión entre «las iglesias» y «la cruz». Ella atestigua que
la fe de Francisco en las iglesias tiene realmente su origen en la capilla donde Cristo se le
reveló. Y esta misma fe es la que él comunicará a sus primeros hermanos: «Cuando
encontraban alguna iglesia o alguna cruz a la vera del camino», recitaban la oración de san
Francisco, porque «creían y pensaban que allí habían dado con un lugar del Señor, y allí
sentían su presencia» (AP 19). Estas últimas palabras traducen bien, a mi parecer, los
sentimientos que experimentó Francisco por la capilla del Crucificado y que extendió luego
a «todas las iglesias que hay en el mundo entero».
23
TEXTO TRES
SAN FRANCISCO Y LA CULTURA
En: Franciscanos de Valencia.
http://www.ofmval.org/6/01tem/01/05tema.php
Muchos pueden pensar si el franciscanismo tiene algo que ver con la cultura y con los
estudios, cuando frecuentemente se tiene una imagen estereotipada de Francisco de Asís
como hombre ignorante, simple e inculto, y de los franciscanos como frailes cercanos al
pueblo, sencillos, tal vez toscos, pero bastante distanciados del mundo de la cultura, que
correspondería a otras órdenes religiosas y a otros sectores de la sociedad. Incluso dentro de
la Orden misma se ha dado cierta prevención y resistencia contra los estudios.
Sin embargo, cuando analizamos el recorrido histórico del franciscanismo nos encontramos
con grandes personalidades y pensadores de primera magnitud que han sabido ofrecer al
mundo de la cultura formidables sistemas de pensamiento, profundas síntesis filosófico-
teológicas de reflexión y de vida, de teoría y de práctica, de humanidad y de mística.
Quizá uno de los momentos más paradójicos y curiosos que encontramos en la historia de la
cultura es la sorprendente y desconcertante conjunción entre Francisco de Asís y la misma
cultura. No se explica fácilmente cómo este santo cristiano, considerado como inculto,
ignorante e idiota (en el sentido de no saber) haya tenido un influjo tan grande en la historia
de la cultura occidental y una fascinación en las culturas no occidentales. Francisco fue un
creador de cultura, no distribuidor ni consumidor de cultura. Estaba muy lejos de la avidez
24
libresca, pero era hombre de profunda y prolongada reflexión y estudio personalizado. No
estudió en los libros, sino en las fuentes que originan los libros y que inspiran tantos
volúmenes de biblioteca. El Pobrecillo ha contribuido, con su estilo de vida, a crear una forma
de ser y de vivir con no pocas repercusiones en la cultura occidental.
Para San Buenaventura toda la realidad creada constituye una grandiosa síntesis ontológica
que expresa la presencia de su creador. El mundo, el hombre y Dios no son realidades
antagónicas ni seres separados ni rivales, sino que constituyen armonía en el orden del ser,
del conocer y del vivir. Esa armonía sólo se resiente cuando la voluntad del hombre, a través
de su libertad, altera lo establecido ontológicamente. La experiencia vivida bonaventuriana
se ha transformado en una cultura característica del ver, del escuchar, del participar, del
trascender y del comunicar.
Roger Bacon es un franciscano muy típico que aplicó su inteligencia aguda y amante a ver,
analizar y experimentar la naturaleza y los seres que hay en ella. No se limita a ser un
secretario de la cultura de su tiempo, no hizo un frío inventario de los bienes y de los males
que padecían la sociedad y la Iglesia de su época. Fue un genio creador que ofreció posibles
soluciones allí donde creyó encontrar limitaciones, desviaciones o malformaciones
religiosas, sociales y culturales. Su Opus Maius, Opus Minus y Opus tertium son
reiteraciones de una misma preocupación: ofrecer una lectura científica, filosófica y teológica
más armónica, unitaria e interdisciplinar de los diversos campos de la realidad y del saber.
Su Carta a Clemente IV es un grandioso proyecto por llegar al saber enciclopédico de toda
la cultura de su tiempo. Él creía sinceramente en la fuerza de la inteligencia humilde, y que
a través del estudio se podía llegar a una reforma de la Iglesia, a un saneamiento de la
sociedad y a una mejor fundamentación del saber. Él proyecto una gran enciclopedia, en la
que el árbol del saber estuviera perfectamente integrado en una estructura ción vital,
armónica e interdependiente.
El saber práctico domina totalmente el pensamiento baconiano; por eso la filosofía moral es
el fin de las demás partes del saber. La sabiduría, pues, no es pura ciencia, sino virtud
intelectual con necesarias incidencias prácticas. El hombre debe saber para poder vivir mejor
en conformidad con su estado. Aquí se ve cómo la dimensión práctica de San Francisco queda
perfectamente recogida en la concepción intelectual de este pensador original.
25
inteligible, sino también el compendio de toda la creación que, por medio de él, se eleva a
Dios por la fuerza actuante del Verbo encarnado.
Guillermo de Ockham es un pensador bisagra entre dos culturas limítrofes en el tiempo, pero
distantes en sus intenciones y en sus propósitos. Se percató de que los planteamientos
filosófico-teológicos anteriores ya no valían como solución adecuada a los nuevos desafíos
culturales, sociales y políticos. Y así emprendió un nuevo camino, no con voluntad
demoledora sino con voluntad decisiva, para ofrecer una respuesta cultural que él creía más
acertada y más válida para los hombres de su tiempo.
Nos hemos habituado de tal modo a la violencia, sobre todo a las violencias menudas de la
cotidianeidad, que ya la interpretamos como la factura que tenemos que pagar por nuestro
puesto en la sociedad democratizada.
Ante esta situación de violencia, se pueden seguir unos caminos que contribuyan a una
cultura de la paz desde el punto de vista franciscano:
3. Superar la categoría de lo antagónico. Todas las sociedades han creado grupos excluidos
y marginados, que después no han querido aceptar ni soportar. La dinámica de nuestra
sociedad se plantea inevitablemente el enemigo necesario que hay que eliminar como
26
obstáculo. Francisco se coloca más allá de las diferencias antagónicas y rivales para
encontrarse con lo esencial del hombre. Por eso fue profeta de la paz.
1. Hacia una filosofía del derecho basada sobre la persona. La filosofía actualmente
predominante en el derecho político se basa sobre el concepto de individuo. Esta filosofía se
apoya fundamentalmente sobre el egoísmo, busca el interés particular y trata de compartir y
armonizar los diversos egoísmos e intereses para que la vida social pueda funcionar.
La propuesta franciscana es una filosofía del derecho basada no tanto sobre el individuo
cuanto sobre la persona, que toma el modelo trinitario (la Trinidad vista como la perfecta
comunidad del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; es decir, que en esta singular comunidad
encontramos profunda comunicación, íntima convivencia, fuerte solidaridad, igualdad y
coparticipación totales). La persona es esencialmente relación; y la relación con los otros no
se apoya en el interés propio sino en el amor y en el compartir. La Trinidad aparece como
modelo o paradigma de las relaciones sociales. Desde el Renacimiento en adelante la cultura
moderna ha presentado el modelo ético y psicológico del hombre según los comportamientos
del animal. Desde el punto de vista franciscano se respetan los animales, pero la propuesta
es Dios-trino como modelo humano. El hombre es interpretado no desde su categoría animal
sino desde la comunidad trinitaria. Y al ser imagen de Dios, lleva en sí esta imagen trinitaria
que le impulsa a la vida de solidaridad y de compañía.
2. Hacia un pensar ecológico. Frente a la grave crisis ambiental es urgente y necesaria una
nueva mentalidad que pudiéramos llamar "un nuevo pensar ecológico". Una ecología
complexiva y planetaria exige la colaboración de la política, economía, ciencias humanas y
tecnológicas, pero exige también una antropología relacional, una ética comprometida y una
teología orientadora e iluminadora. El franciscanismo puede ofrecer los presupuestos
doctrinales para crear una nueva mentalidad ambiental y una nueva pedagogía de saber
habitar el mundo. En la educación del hombre respecto a la naturaleza, Francisco de Asís,
patrono de la ecología, y la escuela franciscana pueden ofrecer una palabra esencial y una
actitud alternativa frente a las exigencias de una nueva mentalidad y sensibilidad ecológicas.
En Francisco la naturaleza jamás es objeto útil ni campo permitido para desarrollar la
ambición incontrolada del hombre, sino que tiene propia autonomía y un sentido profundo
que no puede olvidarse ni ocultarse. Francisco ama y respeta la naturaleza no desde un modo
impersonal y anónimo, sino tratando cada criatura en su propia individualidad y concretez.
Él vivía tan profundamente la vida como don divino, que no dudaba en comunicar este
sentimiento de gratitud a todos los seres como salidos de la mano de un mismo Padre y con
los que le vinculaba un irrompible lazo fraternal. Un ejemplo más de cómo Francisco nos
puede ayudar a contemplar la naturaleza y crear un nueva mentalidad: Cuando él ordena al
hermano hortelano que no dedique todo el huerto al cultivo de verduras comestibles, sino que
reserve parte para la verde hierba y para las flores y plantas aromáticas está demostrando que
la naturaleza y sus cosas tienen su propia finalidad y pueden resultar un festín de colores para
los ojos, de aroma para el olfato y de sonidos para el oído del hombre, que sabe tener su
puesto en el cosmos.
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3. Hacia una cultura del ocio creador. La prolongación de la vida humana y la reducción de
horas de trabajo semanal hacen que el hombre disponga de más tiempo libre. Caminamos
hacia un futuro inmediato en el que el ocio será un grave problema que afrontar de notable
consecuencia personales y sociales que exigen los presupuestos de una cultura humanizante
del ocio creador. Con lo cual será necesario:
Francisco, hijo de un rico mercader, creció en un ambiente donde el tener aparecía como el
ídolo soñado, experimentó en su juventud las ventajas sociales de tener mucho dinero. Pero
renunció radicalmente a todo porque llegó al convencimiento de que en el tener se ocultaba
mucho engaño y no poca infelicidad. su conversión del tener al ser le descubrió nuevas
formas de estar en el mundo, de tratar con los otros y de relacionarse con las cosas. Para
Francisco lo que cuenta no es lo que el hombre tiene y posee sino lo que es delante de Dios:
"cuanto es el hombre ante Dios, tanto es y no más" (Admonición 19). Francisco se vació de
todo para crear un gran espacio de acogida, de don, de entrega, de comunicación y de
intercambio
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colonialismo económico. Es urgente una visión grande y generosa de la humanidad para
superar las diferencias injustas e irritantes entre las diversas naciones y los grupos sociales.
En el logro de esta finalidad se requieren principios éticos, antropológicos y religiosos, es
decir, presentar una noble y elevada idea del hombre como "imagen de Dios". La idea
franciscana de la fraternidad universal puede significar la utopía del futuro.
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