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Paul-Laurent Assoun

EL PERJUICIO
Y EL IDEAL
Hacia una clínica social
del trauma

Ediciones Nueva Visión


Buenos Aires
159.964.2 Assoun, Paul-Laurent
ASS El perjuicio y el ideal - 1a ed. - Buenos Aires:
Nueva Visión, 2001
240 p.; 19x13 cm.
Traducción de Paula Mahler
ISBN 950-602-429-4
l Título -1. Psicología Social

Título del original en francés:


Lepréjudice et l ’idéal. Pour une clinique social du trauma
© Ed Anthrophos, 1999

Este libro se publica en el m arco del P ro gram a A y u d a a la Edición


V ictoria Ocam po del M in isterio de A sun tos E x tra n je ro s de F ran cia
y el Servicio C u ltu ral de la E m b a ja d a de F ran cia en la A rgen tin a.

© 2001 por Ediciones N u e v a V isión S A IC , Tucum án 3748, (1189)


Buenos A ire s, R epública A rgen tin a. Q u eda hecho el depósito que
m arca la ley 11.723. Im preso en la A rg e n tin a / P rin ted in A rg e n tin a
Introducción

E L SUJETO D E L P E R JU IC IO :
T R A U M A ID E A LIZA D O

¿Qué te han hecho, a ti, pobre niño?1

La pregunta de Goethe nos ubica en el centro mismo de lo cuestionado


por el psicoanálisis, de lo que querríamos hacernos eco aquí, como lo
que, al retornar, lo interroga: alusión a un cierto perjuicio de origen
-en forma de exclamación a la patética perplejidad-, que se supone
inflige a un niño -pues siempre se trata de un niño, hasta en las
formas más “adultas” de daños inconscientes-, un “otro” enigmático,
causa putativa de esta “adulteración” .
Quizás el creador del psicoanálisis, alimentado por el texto de
Goethe, como en una reminiscencia, se haya recordado a sí mismo, en
un momento decisivo -probablemente el que toma acto del mismo
nacimiento del psicoanálisis-.2 Esto nos dice que hoy es preciso un
redescubrimiento de este origen, cuando la figura del perjuicio está
en el cénit de la “enfermedad de la civilización”.
En efecto, se trata de designarla como la pregunta simultáneamen­
te más actual -porque algo del síntoma colectivo adquiere significado
aquí y ahora- y la menos nueva -y a que da cuenta del centro mismo,
traumático, de lo originario infantil-. Cuestión de “época”, en la
medida en que cada época le da su estilo -radicalmente singular- a
este problema atemporal.
Lo que la práctica clínica muestra y encuentra en lo cotidiano de la
enfermedad es este avance de un cierto sentimiento de perjuicio,
configurado en el malestar de sus formas sociales singulares. Esta
referencia a los “perjuicios” en su materialidad organiza una posición
1Goethe, Los años de aprendizaje de W ilhelm Meister.
2 Carta a Fliess del 22 de diciembre de 1897, citada por Jeffrey Moussai'eff
Masson, Le Réel escamoté, Aubier, 1984, p. 132.
subjetiva que podemos denominar perjudicial: oímos que el sujeto
organiza su habla y su acción alrededor de esta convicción de un
perjuicio cuya eventual reparación exige —con formas más virulentas
o de modos más discretos-, pero que, sobre todo, organiza su estilo de
vida (inconsciente) y su estar-en-el mundo y la relación con los demás.
Un sujeto que tiene de qué quejarse, por supuesto, pero que no sabe
cuál es el tema del objeto de su queja. Aquí interviene la posición del
inconsciente, en el nexo entre la clínica y lo social.
Pues el hecho es indisolublemente colectivo -perjuicio “generaliza­
do” , de alguna m anera-y está articulado con la posición singular de
los sujetos, uno por uno. Por consiguiente, parece pertinente y
fecundo retomar la actualidad del malestar de la civilización a través
del tem a del perjuicio, a través de ese “pliegue” del sujeto del malestar
-en tanto viene a generar sus modos de idealización (mórbidos) y
cuestionar el ideal-de-civilización (Kulturideal),3lo que hace de él un
factor de verdad.

L a ecuación traumática
o la “pregunta de M ignon”

Cuando Freud percibe un cierto eco del trauma originario en el


sufrimiento neurótico, le escribe a su amigo Fliess lo que Goethe
había puesto en boca del personaje Mignon, en los Años de aprendi­
zaje de Wilhelm Meister.
Tomemos esta expresión, -esos versos extraídos de la Balada de
M ig n on - en su letra, para comprender por qué puede servir de
epígrafe para nuestra cuestión -estructural- que quiere volver a
lanzar de la manera más aguda la coyuntura (de un cierto malestar
de estructura). Un espectrograma de la expresión muestra la proble­
mática a la que la pregunta de Mignon, la heroína miserable, da su
valor de verdad con todo su pathos.
El centro de gravedad de la exclamación interrogativa está en el
“qué”: “¿qué te hicieron?” En ese objeto del perjuicio está condensado
el nudo de preguntas solidarias: ¿quién te hizo?, ¿cómo?, ¿por qué? Por
un efecto de aspiradora nos vemos remitidos al punto oscuro del
trauma, exorbitante real y enigmático.

3 P.-L. Assoun, Freud et les sciences sociales. Psychanalyse et théorie de la


culture, Armand Colin, 1993, p. 124.
WAS = qué, objeto del trauma perjudicial
HAT M AN = te han, acto que perjudica al sujeto anónimo
D IR = a ti, sujeto destinatario de la demanda y objeto
del perjuicio: por lo tanto, sujeto-objeto
ARMES KIND = pobre niño, calificación del sujeto del incali­
ficable perjuicio, objeto de compasión nom­
brado por su perjuicio (colocado, por reforza­
miento, en aposición de esta segunda perso­
na interpelada)
GETAN = hecho, acción -perjudicial- del Otro, que se
inscribe como “pasión “ de la “víctima” .

De esta manera, detrás de la expresión en su opresiva concisión, se


dibuja una impactante ecuación de la cuestión del perjuicio origina­
rio y, con la densidad del verbo de Goethe, que Freud amaba, vuelve
a su memoria, como eco de la pregunta sobre sí mismo, la pregunta
sobre el sujeto de la “escena originaria”.
Por otra parte, no es indiferente que en este pasaje de los Años...,
el sujeto de la interpelación sea impreciso: ¿es la misma interesada a
la que se interpela, en ese momento de lamento que el autor pone en
su boca? ¿O es el autor quien interroga y, en este caso, a quién se
dirige, más allá de ella, sino al lector al que se le pide que sea testigo
de este enigma? Ejemplo paradigmático de “polifonía” en el sentido
bajtiniano, en la que es indiscernible el sujeto que habla en el texto.
Esta “polifonía” tiene más de un referente: el que habla o al que se
habla es justamente el sujeto del perjuicio, colocado en posición de
oráculo ciego, que se plantea como otro testigo. En efecto, él solo podría
decirlo pero, ¿puede hacerlo, en cuanto es denominado y designado
por su “siniestro”? La fórmula de Goethe echa mano de una cierta
captación melancólica del sujeto en su malestar.
Ahora bien, éste es el hecho decisivo: con este auto-cuestionamien-
to - “heterológico”- , Freud, confrontado con el reverso de la seducción
fantasmática, propone hacer “una nueva divisa”.

Un traum a llam ado M ignon

En efecto, Freud inscribe en un momento decisivo, en el frontispicio


del psicoanálisis, este verso de la saga de Mignon. Decisión de erigir
como “divisa” (M otto), como baütismo del psicoanálisis, para re-
dirigirlo a aquellos de los que la recibe -y, por consiguiente, a todos
los analistas- es decir, los sujetos de la escena originaria: ¡esa ciudad
siniestra cuyo príncipe es un niño!
¿Quién es Mignon, la heroína epónima del complejo que intenta­
mos circunscribir?
Es el personaje con el que se encuentra Wilhelm Meister durante
sus peregrinaciones. A pesar de su nombre, es una “nena”, lo que
podemos llamar “niño-nena”. Es significativo que Goethe haya duda­
do del sexo de su personaje, porque cuando lo forja habla de “él” o de
“ella” -como una madre que ignora el sexo del niño por nacer-. De hecho,
todo sucede como si Goethe presintiera como un elemento esencial en
la naturaleza de “Mignon” una vacilación de la sexuación, como si el
trauma que ella encarna debiera conjugarse con lo “neutro”. Mignon
-que finalmente será una nena- es primero, “el pobre niño”, sacado de
su patria-esa Italia que para Goethe es el lugar del deseo feliz-, raptado
y maltratado, y al que se le impone, con el exilio, la desposesión,
irreversible y dolorosa, de sí mismo. Objeto de malos tratos tanto más
impresionantes cuanto que dejan de evocarse -como algo “peor” que es
indecente enunciar- y que, después, muere de nostalgia.
Mignon es la “criatura” (das Geschópf), “el niño” (das K ind) -p a ­
labras de género neutro, traducción de un efecto de estructura que
vamos a tratar de discernir-. Lo más preciso que podemos decir es
que su desamparo -físico y moral- permite transparentar un trauma
oscuro -que provoca una compasión fascinada en el que se propone
ser su salvador, ese prototipo de la “novela de formación” (Bildungs•
román) que es el viajero Wilhelm Meister-,
La que traiciona su significación es la “sombra” del trauma de
origen sobre su persona. No sólo Mignon presenta la imagen de la
traumatizada, sino que da su nombre de bautismo a un trauma que
encarna en su persona y en su vida desafortunada. Esto no impide
que Wilhelm Meister sea objeto de una seducción y el “tropismo” de
una felicidad a recuperar. Embelesada, ella tiene el carácter “encan­
tador” de la traumatizada -lo que se confirma en una “elección de
objeto particular” cuya existencia se comprueba-. Encanto trastorna­
do, entre la santidad y la anorexia, de las jóvenes traumatizadas por
los hombres hasta la “oblación” un poco obsesiva -fila que va, sin
dudas, de Mignon hasta Lol V. Stein-...4
La cita de Freud, epígrafe de nuestra problemática, aparece en la
“balada” que abre el libro III de los Años...3

4 Marguerite Duras, Le ravissement de L o l V. Stein, 1964.


3 Goethe, Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister.
Surge de manera inesperada en medio de la evocación idílica y
sensual de la Italia natal, por la que sueña incurablemente y que no
sabemos si pudo conocer. En todo caso, se trata de ese lugar de placer
originario del que ha sido frustrada para siempre.
El incipit de esta balada es el verso célebre en el que vibra el mítico
Heimat:

¿Conoces el país en el que florecen los limoneros?

Sobre el fondo “azul” de este paisaje lujurioso, de la casa acogedora


ala que el enamorado querría llevar a su bienamada -soñando con la
dulzura de vivir juntos allí-, surge, como una mancha, la evocación de
esta irrecusable miseria, esa “sombra” en el sol:

Y las estatuas de mármol se levantan y me miran.


¿Qué te han hecho, a ti, pobre niño?

Este es el trauma originario: el lugar oscuro de un “error” y de un


perjuicio que ponen una mancha en la belleza del mundo, lo que
inscribe la sombra de la infelicidad en el cuadro festivo de la felicidad.
Pasado inolvidable que viene a estropear las promesas de felicidad, do­
bladillo de “noche” en pleno mediodía.
Hay que señalar que las efigies de la Cultura -los monumentos de
mármol que hacen al esplendor de Italia, al lado de los limoneros-
toman la palabra para hacer la pregunta. Esta pregunta viene del
Otro marmóreo -según una bella intuición de Goethe- que Mignon
cree entender que le recuerda con compasión su infelicidad, que
explota sobre la felicidad del Origen. Del otro proviene el lamento:
“ ¡Pobre de mí!".
Clavada en el centro de esta balada surge “la idea negra” como lo
que estropea la felicidad, en presencia de lo ideal. La imagen de mármol
sugiere que la pérdida del objeto está idealizada. Goethe no se equivocó
al hacer de Mignon el emblema de la poesía del duelo (de sí).

Del “traum a mignon” a la pregunta freudiana

¿Por qué Goethe bautizó Mignon6 a este ser definido por su infelici­
dad? Mignon, adjetivo nominalizado que evoca la ternura frente a

6 En francés, mignon, es un adjetivo que significa bonito, lindo. [N. de la T.]


alguna linda preciosidad -que, por otra parte, enseguida reprime el
sentido original de la palabra, ya que “bonito” sirve para designar a
un “mendigo”—. ¿Por qué dotó de una encarnación tan linda al ser
traumático? ¿Qué vienen a hacer aquí el amaneramiento y la afecta­
ción de una atracción, para cubrir con ellos los despojos del ser
desheredado? ¿Qué puede tener de “bonito” ese cuerpo frágil e
hipersensible, atravesado de espasmos y repugnante en su género, ya
que está marcado por malos tratos originarios? ¿Hay que compren­
der que la joven damnificada sigue siendo “bonita” a pesar del daño,
o que saca de ese daño una “preciosidad” particular?
De hecho, el efecto de contraste entre significado y significante
contribuye misteriosamente a conferirle al personaje su alcance
emblemático -a l punto que Goethe confesó que escribió toda la novela
para introducirla a ella, que parecería no ser otra cosa que una silueta
de encuentro del héroe-viajero-. Mignon es el niño inocente, “gracioso
como un corazón”, pero damnificado. Manera de subrayar que el ser
asesinado conserva, más allá del horror del tratamiento de que fue
objeto, ese carácter “bonito” de la infancia que resiste. No podríamos
decirle “bonita” . Lo que pasa es que en ella se encarna el trauma
llamado “Mignon”.
En el texto de Goethe y en la actitud de Wilhelm Meister, Mignon
detenta el encanto turbio del trauma: lugar del perjuicio innombra­
ble, también índice de un ideal. Allí se hace la pregunta de la
“recepción” del perjuicio del otro: ¿qué quiere Wilhelm Meister de
Mignon, qué espera de ella, qué pretende darle? Sin duda, emociona­
do por su desamparo, ayudarla, asegurarle su tierna compasión a la
que llama “mi hijo”. Hijo adoptivo de su deseo que, marcado por el
estigma del pasado, significa una promesa de “retorno” hacia ese país
perdido. Prueba de que el ser que simboliza el trauma señala un cierto
objeto de la pérdida de la que, exilado, sostiene y mantiene el placer...
para el otro. La indigencia de Mignon parece destinada a proporcio­
narle al viajero la energía para seguir su ruta, para realizar su deseo,
en tanto que ella morirá de nostalgia sin tocar la tierra prometida.
Esto proporciona el alcance del pensamiento goethiano de Freud,
en ese período de “equinoccio” de la escena originaria,7 en la que se
interroga sobre la ligazón entre realidad y fantasía y actualiza lo real
traumático de lo infantil.
Lejos de denegar la realidad del trauma,8ni de acceder inmediata­

7Véase, P.-L. Assoun, P.sychanalyse, PUF, 1997, pp. 121 y ss.


8 Véase nuestra obra, L ’Entendement freudien. Logos et Ananké, Gallimard,
1984.
mente a su testimonio, el gesto originario de Freud consiste en dejarse
aprehender por la pregunta de Mignon, que repercute en sus “histé­
ricas”, un(a) por un(a): “¿y a ti, qué te han hecho, como niño?”, sin
t'liminar la interrogación por medio de la compasión ni de la fascina­
ción, dejando, sin embargo, “impresionar” . Esto lo compromete a
atravesar la línea de la posición subjetiva del trauma para extraer su
más allá, es decir, el espacio de la verdadera pregunta: “¿qué vas a
hacer, tú, con lo que te han hecho?”... para no reducirte más a ese rol
de “pobre niño” en el que suponemos que “el otro” —aunque más no sea
el padre- te ha puesto, con el que, para peor, te identificas?
Gesto decisivo por el cual el creador del psicoanálisis acepta dejar
que ese perjuicio del sujeto le pregunte y, al mismo tiempo, le exija
cuentas sobre su propia postura.
Momento trágico que abre la dialéctica de una posible libertad -p a ­
ra usar una gran palabra necesaria aquí, ya que forma una pareja con
la “necesidad”—.

El perjuicio y su ideal

Pero esto supone aprehender el vínculo entre la problemática del


perjuicio y la del ideal, pues la línea de resistencia es la de la
(auto)idealización del perjuicio.
En apariencia existe una oposición radical entre las dos nociones.
El perjuicio dice la falta, el daño, el “dolo”, es decir, el sentimiento vivo
en el sujeto de una “privación”, como consecuencia de un mal que se
le hizo; el ideal apunta hacia un objeto de los más preciosos, verdadero
“generador” narcisista que dinamiza la existencia del'sujeto. Tensión
radical de la des-completud y de la completud.
Pero si miramos bien, precisamente, el ideal designa la falta que
viene a suplir (lo que traiciona el trabajo del ideal, siempre activo
para ensalzar un objeto que sostiene la búsqueda, precisamente de
faltar). En cuanto al perjuicio, si se confronta con la des-completud,
va a la caza de cualquier cosa que parezca llena. La subjetividad
perjudicada encuentra en su propia falta la posibilidad de (re)ganar
la fuerza de su propia fundación.
Nos acercamos al lugar que hay que extraer y explorar: interfase
entre la “depresión perjudicial” y la “exaltación mental” del objeto. En
su punto extremo, el efecto subjetivo del perjuicio es ensalzar el ideal.
Lo sentimos en las Cruzadas redentoras, cuando los desarrapados
adquieren vocación mítica.
Más allá de alguna psicología de la “sobrecompensación”, sistema­
tizada por Adler,9tenemos que pensar en esta posición: un sujeto que
basa su ideal en su perjuicio y que encuentra en su falta-de-ser el
principio de su propio cierre.
Figura de dos caras (clínica y social) que puede ser caracterizada
como “superlativización” de la miseria.

El “síndrome de excepcionalidad”

¿Cómo pasa el sujeto perjudicado del pensamiento de su falta a su


idealización? Esto es lo que podemos denominar “posición de excep­
ción”.
En el centro de la situación analítica esta figura es descripta por
Freud, quien sugiere el valor de este “tipo de carácter” .10
El “carácter” se revela por medio de una actitud sintomática que
surge durante el trabajo analítico. Se trata del momento en que al­
gunos pacientes se irritan por las exigencias de renunciamiento
parcial a una satisfacción, que el tratamiento exige: “Si se les pide a
los enfermos un renunciamiento provisorio a cualquier tipo de satis­
facción de placer, o un sacrificio, una disponibilidad para aceptar
durante un tiempo un sufrimiento (Leiden) con la meta de un fin
mejor o, aunque más no sea, la decisión de someterse a una necesidad
válida para todos, nos enfrentamos a ciertas personas (einzelne
Personen) que se irritan ante este tipo de demanda con una motiva­
ción particular” .11Éste es, por lo tanto, el hecho, el “incidente”, y éste
es el discurso que lo motiva, ya que el sujeto perjudicado sostiene, más
o menos, este discurso:

“Dicen que resistieron bastante y que se sintieron bastante privados,


que tienen derecho a la dispensa de nuevas exigencias y que no se
someten más a una necesidad no amistosa, pues serían excepciones
iA usnahm en) y entienden tam bién que siguen siéndolo.” (Subrayado
nuestro.)

Lo que Freud muestra aquí, en un texto decisivo, es lo que


bautizamos como “síndrome de excepcionalidad” .

9Véase, Psychanalyse, op. cit., pp. 254 y ss.


10 Quelques types de caracteres tirés du travail psychanalytique, II, “Les
exceptions”.
11 “Les exceptions”, op. cit,, G.W., X, p. 366.
Esta expresión está escrita, de alguna manera, en “discurso indi­
recto”, que se utiliza cuando se refiere literalmente la sustancia de lo
que un locutor dijo. En él encontramos el “razonamiento perjudicial”:
referencia a antiguas pruebas y a una privación (Entbehrung) de
origen que justifica negarse a dar consentimiento a nuevos renuncia­
mientos -aunque más no sea para obtener, en un determinado plazo,
una “ganancia” personal en cuanto a la “capacidad para actuar y para
disfrutar”-, pero, más allá, a la Ley de la Necesidad (Notwendigkeit),
válida para todos y para cada uno -pero, justamente, para esas
“personas particulares” (einzelne Personen)-.
En resumen, estos sujetos tienen el sentimiento de haber “ya dado”
o, inclusive, “más a menudo de lo que correspondía” y a quién, en el
fondo, si no a ese Otro que los desangró y del que, sin duda, tendrán
“su religión”. Éste es el fundamento del rechazo a dar un paso de más
en el camino del análisis, en la lógica de las concesiones, pero también
del reconocimiento. Y se erige la pretensión de reivindicación (Ans-
pruch) de verse exceptuados de las obligaciones de esta ley imposible
para el “común de los mortales”.
Por lo tanto, esta especie de “avance” sobre el daño, por medio del
perjuicio de origen, abre un “crédito” -simbólico- para el sujeto que,
a partir de ese momento, plantea a todos los otros, actuales y futuros,
como potenciales deudores: “Nadie tiene nada más que pedirme, que
exigirme, dado lo que (ellos) -e l O tro- me hicieron”. Entonces puede
argüir una cláusula de excepción, de legítima excepción.
Comprendemos que esta actitud implica mecánicamente, de algu­
na manera, un aplanamiento del trabajo en curso, pues el sujeto se ve
enquistado en una posición de origen, inexpugnable. Pero (y esto es
lo que nos interesa) lo que surge en el dispositivo analítico es lo que
organiza un verdadero estilo de vida. Inclusive, es el análisis el
que hace surgir el síntoma social.

L a excepción

Existe la resistencia de carácter, pero no basta con darse cuenta de


que estos sujetos son reacios al análisis: más bien, es necesario
comprender por qué lo que se revela en el análisis, precisamente, de
manera electiva, es un sujeto que nada contra la corriente. El
“malestar de la civilización”, en este momento preciso, viene a visitar
al análisis o, para decirlo de otra manéra, el analista está en posición
de efectuar un sondeo en el “malestar de la civilización”. Esos sujetos
reacios a la lógica del intercambio analítico son los mismos que
manifiestan en la atmósfera colectiva esa “manera de ser”.
Pero aparece una pregunta mayor: ¿contra qué chocan estos
sujetos “chocados”? Es esencial no convertirlos en una clase aparte,
como sostiene la teoría de los borderline, cuyo aparente parentesco
con las “excepciones” está comprobado.
Freud se cuida de recordar que el psicoanálisis también es reacio
a cierta lógica del sacrificio: cuando se requiere que los pacientes
“renuncien” , no es de manera incondicional y, de ningún modo, sine
die. No se trata de renunciar a “todo placer” .Y a conocemos los efectos
perversos del “sacrificio” en la economía neurótica. Esto np quiere
decir que no exista análisis sin la confrontación con eso “que hay que
perder” . Condición sine qua non para anular esa “vida de placer”
inconsciente mórbida que pone al sujeto a esperar su estancamiento.
Por lo tanto, hay que creer que estos sujetos dieron demasiado -o,
como dicen ellos, “los otros” tomaron demasiado de ellos- para
tener todavía algo... que perder. Este es un “ agarrotamiento”
mayor, que refiere al síntoma en el análisis y que revela -en
espejo- el síntoma social. Los sujetos van por el mundo con esta
“reivindicación” (Anspruch) que configura su ser-en-el-otro.
Por otra parte, hay que recordar que todo el mundo tiene una
tendencia a “considerarse una excepción” y “reivindicar privilegios
en relación con los otros” . Hablar de excepción es hablar del sujeto
-que se cree -crónicamente—“excepcional”-. Lo que se designa aquí
es, más allá de esta disposición, una figura que configura su ser en
un cierto trauma de origen, contemporáneo de sus “destinos de vida
(Lebensschicksalen) precoces”.
La figura en cuestión se anuda a partir de un elemento doble: golpe
de suerte y sentimiento de inocencia: “Sus neurosis estaban ligadas
a un acontecimiento o a un sufrimiento de los primeros tiempos de la
infancia, del que se sabían inocentes y al que podían considerar como
una desventaja injustificada de su persona” (subrayado por nosotros).

R icardo III o el “perjuicio m onstruo”

Si hubiese que buscar un “patrón” (en el sentido en que la palabra


figura en la expresión “santo patrón”, aunque el patronazgo en
cuestión no tenga, como veremos, olor de santidad), lo encontraría­
mos en la figura shakesperiana de Ricardo III. Esto es, en todo caso,
lo que sugiere Freud cuando toma el texto literario como indicador
clínico, según una estrategia fundamental que explicamos en otra
obra.12
En efecto, Richard Glocester entra en la escena del texto freudiano
<;n el lugar en el que podríamos haber esperado ejemplos clínicos “de
carne y hueso”. Lo que pasa es que este personaje muestra ser, en
acto(s), un portavoz de esta condición de reivindicación que tiene
como fondo el perjuicio. Lo que lo caracteriza es ese “carácter” de la
“reivindicación de excepción” (Ausnahmeanspruch), correlativa con
la “desventaja” (Benachteiligung) congénita. Este personaje poco
atractivo y patibulario, cuyos actos cínicos llenan la acción dramática
(a tal punto que se dudó de que el autor de Hamlet hubiese podido ser
o] autor de un drama tan grandguiñolesco, que culmina con un
inf anticidio en escena), dispuesto a todo y que hace de todo para llevar
a cabo sus sangrientas ambiciones, en cierta medida, se ve promovido
por Freud, de acuerdo con los indicios del inconsciente, a “santo
patrón” de los “perjudicados”.
Pues este hombre, primero, tiene de qué quejarse: imagen de la
desgracia, empieza por tomar la palabra para quejarse y hacerle oír
al espectador un terrible “discurso-programa” de destrucción y un
autorretrato justificativo. A llí exhibe su “deformidad” (Missgestalt).
El “monstruo” se “muestra”: “Vean, dice, cómo me ha hecho ‘la
naturaleza’, o más bien ‘contrahecho’”: “deformado” (entstellt), olvida­
do (verwahrlost), en resumen, “mal terminado” y “mal amado” (en
contraste con los queridos hijos de la naturaleza, favoritos de los
dioses, admirados por los hombres y amados por las mujeres).
En relación con el drama, la cuestión determinante para Freud es
la del afecto del espectador: por lo tanto, hay que plantear la misma
pregunta para Ricardo III y paraEdipo de Sófocles: ¿en qué consiste
y cuál es el origen del efecto que produce? Ahora bien, aquí nos
encontramos con una paradoja: ese ser eminentemente peligroso e
inquietante, tan cercano a la abyección, por las palabras que el propio
poeta pone en su boca, el Dichter Shakespeare, se beneficia con una
simpatía difusa e inconfesable por parte del espectador. Algo del
espectador adhiere a ese razonamiento que se repite en él como eco
de ese sentimiento íntimo de perjuicio, que está adormecido, de
alguna manera, en todo mortal.
Incluso antes del crimen, en Ricardo está la “discapacidad” . Lo que

12 P.-L. Assoun, Littérature et psychanalyse. Freud et la création littéraire,


Ellipses Edition Marketing, 1995, cap. VIII, “Richard III ou Teffet monstre’:
spectacle et narcissisme”, pp. 93-94.
en sustancia dice -a l que quiera escucharlo- es que él, que no tiene
el amor de las mujeres, ni la consideración de los hombres, ni los
bienes del mundo, no tiene otro remedio -hay que ponerse en su
lugar- que el siguiente: hacer con ese perjuicio, hacer algo de ese
perjuicio. Ese “algo” será lo peor. El desgraciado se queja del Otro que
lo desfavoreció y lo dejó contrahecho, y alega, como un derecho, la
indemnización... a través del crimen.

El “derecho de excepción”
o el perjuicio im prescriptible

Escuchémoslo. ¿Qué dice? “La naturaleza cometió una fuerte injusti­


cia contra mí... La vida me debe una indemnización que yo me
procuraré.”13¿Y cómo? “Yo mismo debo cometer la injusticia porque
se me hizo una injusticia.”
Lo vemos con este esquema: el sujeto (no) confía (más que) en sí
mismo para tomar las medidas que se imponen, para forzar el destino
en otro sentido -con el fondo, hay que señalarlo, de un profundo
sentimiento “de destino”-. Como un desafío casi literal alas palabras
socráticas que sostienen que “es preferible sufrir la injusticia que
cometerla”, basa su derecho a cometer la injusticia en la creencia en
lo Injusto -Unrecht, la equivocación que se le infligió basa el derecho
imprescriptible de excepción-. Seguimos dentro de la lógica del
Derecho, pero con la huella de su investidura, en conformidad con
el aspecto perverso: en nombre del Un-Recht, de la “denegación de
justicia” del Otro, el sujeto basa sus derechos en el acto transgresor.
Lo que Freud encontrará en su práctica clínica, y el clínico del
malestar actual sin dificultades, son pequeños Ricardo III.
Notemos que esta deformidad y esta injusticia están imputadas a
la Naturaleza, a una figura Diosa-madre, y que también pretende
exigirle la reparación a ella, en su nombre. No pasa por el padre -a l
menos fue concebido “feo y malo” como su procreador, que así permite
una identificación-. Con la referencia a ese Otro que lo “hizo mal”,
abandona todo proyecto de identificación con una instancia simbólica:
el perjuicio activado como un crimen es la manera de reafirmar la
adhesión al Origen para mostrar allí una siniestra fidelidad.
En este monólogo vemos emerger el superyó criminal - y después
de haber “dicho”, sólo se expresará por sus actos, en una escalada des­

13 G.W., X, p 365.
tructiva sangrienta: una vez que ha sido decretada la denegación de
j usticia, el “actuar” no se detendrá-. El dios vengador del Perjuicio es
(-1 Moloch que exige sin cesar nuevas víctimas: hasta los “hijos de
Eduardo”, esos corderos cuya inocencia inmolada simbolizará la
inocencia del crimen. Temible escalada que entrega a los niños,
víctimas puras, a Moloch suscitado para realizar la venganza del
perjuicio originario.

El niño del perjuicio

Si una cara del perjuicio muestra al criminal, la otra muestra a la


víctima. Al respecto, Dostoievsky hace lo mismo que Shakespeare. En
la gran tirada de Iván Karamasov, precursor de la parábola del Gran
Inquisidor, encontramos la referencia al sufrimiento del hijo como
paradigma del sufrimiento humano. “Quería hablar de los sufrimien­
tos de la humanidad en general, pero es mejor limitarse a los
sufrimientos de los niños.”14 Pero esto es porque el sufrimiento del
niño es el paradigma del sufrimiento humano, como si Dostoievsky
adivinara que el que sufre es remitido a su infancia como al perjuicio
originario.
En su metafísica, Dostoievsky hace del sufrimiento infligido al
niño inocente el prototipo del mal. Esa imagen desastrosa de la
víctima, que no tiene nada que ver con la crueldad que la alcanza, se
enfrenta a una pérdida que no puede decirse.
Pero el mismo criminal basa su transgresión en una convicción de
inocencia ontológica combinada con un “dolo” histórico, falta que le
hizo el Otro.

L a economía melancólica
o el reverso del ideal

Por consiguiente, el perjuicio abre una lógica de la pérdida que Freud


considera en su ensayo mayor sobre la melancolía: “Las ocasiones
(Anlasse) de la melancolía van mucho más allá del caso claro de la
pérdida por la muerte y comprenden todas las situaciones de veja­
ción (Krankung), de humillación (Zurücksetzung) y de decepción
(Entláuschung), por las que una oposición de amor y de odio puede
14Los hermanos Karamasov, libro V, cap. IV.
ser introducida en la relación o por la cual una ambivalencia presente
puede ser reforzada” .13
Prestemos atención a los tres términos que ordenan la subjetiva-
ción del perjuicio.

• Krankung, es la herida del amor propio, es el hecho de que


alguien se sienta herido ( verletzt), en su “sentimiento del honor”
(.Ehrgefühl), por algo que surgió como algo extremo, del lado del otro:
este comportamiento, aquellas palabras, abren un desahogo narcisis-
ta.
• Zürücksetzung, es el hecho de sentir que uno es tratado
vilmente, sentirse menos bien tratado o sentirse menos estimado de
lo que uno habría de esperar.
• Enttauschung, es el hecho de haberse equivocado en las
expectativas o en las esperanzas de algo que debería haber venido del
otro -sentimiento de pérdida como consecuencia de la no realización
que, curiosamente, va a la par de una “des-ilusión”-.

Ésta es la trilogía de las modalidades subjetivas de la “herida del


ideal” y de la mortificación: “vejado”, humillado, decepcionado, el su­
jeto “registra” una pérdida que se le vuelve sensible, es decir, un revés
que viene a significarle en la realidad una falta de ganancia. El sujeto
se encuentra confrontado a la “vergüenza de ser”. Observemos que la
brecha por donde se abre la melancolía no es necesariamente la pérdida
de objeto, sino la herida del ideal avergonzado. Es la “llaga” melancólica
lo que hay que buscar en el corazón del sujeto perjudicado.

L a economía anómica
o la lógica del perjuicio

Por lo tanto, tenemos el dibujo definitivo de la lógica jurídica que


sostiene la espiral, del perjuicio al crimen: sentimiento de una
injusticia ( Unrecht) que remite a una “desventaja” (Benachteiligung)
del sujeto-sujeto del perjuicio-y enlaza una reivindicación (Anspruch)
con una compensación (Entschadigung) o indemnización. Esta, por
un cambio y un sobre-enriquecimiento, llega a la demanda de
“privilegios”. La sensibilidad hacia el Unrecht -no derecho- lleva a
la demanda de Vorrecht (derecho prioritario).

15Deuil et mélancolie, G.W., X, p. 437.


Los términos merecen pesarse. La Benachteiligung es, literalmen-
l<\ «1 hecho de tratar a alguien por su desventaja (Nachteil), palabra
que designa una circunstancia o una situación desfavorable: ahí
iiímos la palabra “parte” (teil), es decir lo que a alguien le toca en
suerte, “parabién” (Vorteil: ventaja) o “para mal” (Nachteil). El sujeto
se estima y se siente dañado -estado de Beintrachtigung-.
Este “mal” se inscribe como “daño” (Schade) para el interesado que,
desde ese momento, aspira al des-daño (Ent-schadigung).
También sabemos que en derecho, el demandante está habilitado
para reclamar reparación de un perjuicio con el fundamento de que
se cometió un error con él (y se supone que se establece un vínculo
entre este error—de otro- y el perjuicio). Aquí se trata, más radical­
mente, del sentimiento de un perjuicio como consecuencia de un error
absoluto del Otro contra él y que se basa en una convicción de haber
sido perjudicado, articulado al Error del Otro.
Pero en la medida en que esta lógica jurídica -del sujeto del
perjuicio- remite a una cierta relación con el otro, discernimos en ella
nna especie de “teología” espontánea.

El tiempo y el Otro del perjuicio

Este camino por la temporalidad trágica del sujeto, que forja su ley
contra la Ley, nos lleva al tiempo del síntoma, es decir, de estos
“destinos de vida” organizados alrededor de la convicción de un
perjuicio originario o de un origen perjudicial. En efecto, este origen
funciona como un destino -referencia a una especie de catástrofe
fatídica prim itiva- pero que, por un efecto de retorno, instala una
creencia sustitutiva de un orden de reparación.
Por un lado, el sujeto perjudicado, que se basa en su perjuicio
pasado para negarse a anticiparse, se fija en el presente, punto en el
cual, en efecto, “se apoya”. Ya no se trata de “dialectalizar” su historia.
Por eso, como él cree que el punto actual es el punto-límite de las
concesiones, se niega a ir más allá. El “pasado” funesto funciona como
razón de “no-futurización”.
Pero, por otro lado, el sujeto, mezclado con la Necesidad, se libra a
un poder providencial. Si bien, en efecto, como excepción, él está en
disidencia con lo “universal” de la condición humana, obligada a la
Necesidad, válida para todo hijo de los hombres, invoca una relación
con cierto Otro y con un cierto futuro qué sólo podemos denominar
“providenciales”.
Más precisamente, basa su “convicción” de excepcionalidad en la
“creencia de que una providencia (Vorsehung) vela por él”. Oímos
sehen (ver) en Vorsehung'. un Otro benévolo lo cobija con la mirada,
vela por él, él, que por otra parte está tan “mal visto”, nadie lo
“considera” ni lo “tiene en cuenta” .
Para un ser que aspira a “ceñir su existencia” , sin que ninguna Ley
la fundamente, tenemos que suponer un poder que vele por él.

E l perjuicio a lo femenino,
lo femenino del perjuicio

El texto-matriz de la teoría freudiana del perjuicio nos reserva una


sorpresa, en su “caída”: se trata de una mujer.
Lo que encontramos ahí es la “reivindicación (Anspruch) de las
mujeres a derechos (Vorrechte) y a la liberación de las muchas
obligaciones de la vida” .16¿Se trata de un diagnóstico brutal sobre la
“causa de las mujeres”? Mediante un vericueto bastante brutal, es
verdad, Freud argumenta, con el testimonio de la experiencia analí­
tica, que revela el sentimiento de perjuicio infantil por haber sufrido
“sin tener la culpa, el recorte de un pedazo”.
De aquí podemos entender (por un espíritu reducido a la letra) que
Freud asimila la condición de ser-mujer a un perjuicio en sí, incluso
como el colmo del perjuicio. Formulemos aquí el enunciado, en su
propia indignidad, para medir la provocación freudiana. Por cierto
que lo que hay que comprender no es esto (salvo que pensemos que “la
mujer está castrada”), sino que, por una parte, se inserta en el marco
de lo contencioso con la madre (a la que se le reprocha que la haya
“traído al mundo como niña y no como varón”) y, por lo tanto, que el
sentimiento de perjuicio se inscribe como una queja contra la figura
materna; por otra parte (y este punto es estructural para nuestros
objetivos), en el horizonte del perjuicio encontramos lo femenino.
¿Por qué y en qué se vinculan?
Porque el sujeto perjudicado -m ás allá de su sexo, nos atrevería­
mos a decir- ocupa un lugar de lo femenino. Lo femenino designa
la posición de lo “insoportable” que, sin embargo, viene a encarnar
-entendámoslo: dar carne-toda diferencia. Es lo íntimamente exclui­
do lo que acosa al sistema al recordarle la precariedad de su ideal de
inclusión.

ie G.W, .X, p. 367


Sociología de la “exclusión”
y psicoanálisis de la “excepción”

Sabemos que hubo una palabra en boga para designar la anomia


nodal: la “exclusión”. Palabra que, más allá de la “pobreza”, designa
una precariedad crónica de ciertos sujetos. C ategoría psicosociológica
<|ue relaciona el concepto económico y lo dota de un aura “psicológica”.
La “exclusión” tiene peso como “fetiche verbal” del discurso social
(del malestar y de su escritura). La palabra, como un (frágil) Schibbo-
loth, será pronunciada cada vez que retorne el síntoma del sistema.
Por un lado, un discurso “científico” sobre la exclusión; por otro,
una voluntad de “darle la palabra a los excluidos” (para atrapar el
sabor amargo de la “miseria del mundo” en su propio centro).
El psicoanálisis interviene para delimitar este “eslabón perdido”
ontre el discurso sobre y el testimonio de estos perjudicados.
En su vertiente sociológica, nuestra operación podría descifrarse
con esta proposición: “Para introducir el síndrome (inconsciente) de
cxcepcionalidad en la sociología de la exclusión” . Teoría de los A u s-
nahme que toma al revés, y como a contrapelo, la problemática de la
exclusión, que tiene como efecto reduplicar lo real de la exclusión por
medio de un discurso de la “exclusión” .
En el orden del discurso y de la práctica sociales la palabra
perjudicada puede caracterizarse como “lo inconsciente” de la exclu­
sión. Manera de asignarle el lugar de su ignorancia, el focus imagi-
narius, el lugar imaginario de su producción.
Por consiguiente, no es casual que reconozcamos en las figuras
inconscientes del perjuicio las formas reales de exclusión: privación
económica, del saber, de la salud, del domicilio (deculturación, disca­
pacidad, vagabundeo, delincuencia), pero no se tratará de abordarlo
desde lo externo (a través de la palabra de los dueños del sistema) ni
creyendo en lo vivido por los “esclavos” del mismo sistema, sino
colocándose en la falla de la fractura perjudicial (la que muestra la
“fractura social”, imagen traumatológica con un fondo revelador,
salvo que esté configurada con la Spaltung del sujeto).

Psicoanálisis del perjuicio

La postura del psicoanálisis frente a la subjetividad perjudicada se


esboza justamente allí. Darle crédito a lo imaginario del perjuicio es
comprometerse con su desprecio, ese sujeto que, justamente, hace del
desprecio para con él una cuestión vital. ¿Hay que decir que se tra­
ta de volverlo nuevamente deudor, como para hacer más pesado su
"débito” social por alguna exigencia de norma simbólica? Sería el
colmo, con seguridad.
En este caso hay que enfrentar la paradoja, pues constituye el
centro de la ética del psicoanálisis cuando se enfrenta al malestar de
la cultura. No hay que excluir los momentos en los que el suj eto vuelve
a culparse pero... por cuenta propia.
La cuestión es que reevalúe elpretium doloris. Pues ese precio de
su dolor lo realiza al precio de una abdicación de su posición de sujeto.
Se subjetiva como el Objeto del perjuicio: especulación sintomática de
su miseria material.

Figuras y destinos del perjuicio

Lo que se dibuj a en la escucha clínica del malestar de la cultura es una


verdadera fenomenología inconsciente de la subjetividad perjudica­
da y áe su dialéctica idealizante. La paradoja está simbolizada por la
doble efigie de que formamos parte, en las huellas freudianas, de
Mignon a Richard Glocester, es decir, el niño inocente, víctima
perjudicada, y el criminal cínico, perjudicado que se convirtió en
“perjudicador”.
Esta fenomenología es la que este libro quiere restituir.
Es, justamente, lo que le confiere un “aire de familia” a figuras que,
por más heterogéneas que sean, constituyen testimonio de los desti­
nos de un mismo conflicto, lo hacen resonar a través del síndrome
descripto por Freud y reavivan los colores del malestar actual.
La propia unidad de estas figuras compromete la unidad de la
presente investigación. Si hacemos que resuene el “síndrome de excep-
cionalidad” haremos surgir el aire de familia de estas figuras, de
manera que cada una de ellas permita su redefinición. Por lo tanto,
haremos oír este leit motiv durante todo el trayecto, al releer el texto
freudiano que lo atrapó al vuelo.
En un primer momento (capítulo 1), haremos una arqueología
de la exclusión (a través de la cual es hablado el perjuicio so­
cial), de la que la descripción del “síndrome de excepcionalidad”
prefigura el dibujo y de la que el drama de Mignon, de alguna
manera, es la efigie. Lo que surge es una especie de clínica social
del trauma.
Ésta debe intentar descrifrarse en una Metapsicología del perjui-
i i<>y del ideal, que debe deconstruir el guión inconsciente del perjui­
cio, de acuerdo con tres parámetros:
<'orno se constituye lo real del perjuicio, por el trauma originario del
"mal encuentro” -con sus efectos conexos desomatización-(capítuloll).
Cómo se instituye el O tro, por desempate entre el “destino” y el
11 zar, que le da al “infierno” esa forma tan particular de una existencia
lan “azarosa” como “provocada por el destino” a partir de una visión
de lo real que podemos asimilar al “mal encuentro”: en este caso hay
que reconsiderar la dualidad entre Ananké (destino) y Tujé (azar),
(capítulo III).
Cómo se forja el sujeto perjudicado, el déla vergüenza, de la herida
del ideal al odio (capítulo IV).
Luego seguiremos los destinos de la vergüenza -ya sea en la
reparación por el saber del no-saber originario- que exhibe la aven­
tura del “autodidacta” (capítulo V), ya sea por los ideales colectivos,
a través de los celos, el odio del perjuicio (capítulo V II), la cuestión del
I rabajo y del desempleo como transición (capítulo VI).
En un tercer momento, trataremos de aprehender El malestar de la
cultura a p rueba. del perjuicio.Dicho de otro modo, se trata de comprender
como el Otro social acusa recepción del perjuicio inconsciente (de qué
manera el exilio que lo definió encuentra asilo en él). El primer acto es
una socialización del perjuicio, desde la “exclusión” hasta la “rehabilita­
ción” (capítulo VII). El segundo acto se relaciona con la institucionaliza­
ción, a través del velo “institucional” (capítulo IX). El tercero se ocupa
<le la reglamentación del “placer social” (capítulo X), de acuerdo con el
principio que dice que la excepción, más que confirmar la regla, la
establece y regula su reproducción.
No se trata de que cedamos al ambiente semántico, modernizando
el discurso freudiano, sino de aprehender en sus palabras la actuali­
dad del malestar. No para vestir el modelo freudiano con los colores
actuales -por otra parte, bastante lavados-, sino para aprehender lo
que sigue operando de este modelo estructural en el presente.
Lo que se desprende de este operador crítico es una verdadera
Economía de plusvalía social del perjuicio (como veremos en las
conclusiones).17

17 La elaboración de la presente problemática se forjó a través de una serie


de estudios que tejieron la temática del perjuicio y del ideal. Esta obra se basa
en esos estudios, que nutrieron sus capítulos.
• “Le désir de réglement. Désir de légitimation et éthique administrative”, en
Psyckologie et Science administrative, Publicaciones CURAPP, Presses Univer-
sitaires de France, 1985 (cap. X).
Anexo
M ig n o n , s u e n ig m a y W il h e l m M e is t e r :
PSICOANÁLISIS DE UNA UNIÓN

En la medida en que convertimos al personaje goethiano de Mignon en


la heroína epónima de un verdadero “complejo”, se vuelve necesario
explicitar su contexto dentro del texto de Goethe. De esta manera, la
elucidación del enigma de Mignon es inseparable de la unión secreta que
la une a Wilhelm Meister.
El encuentro con Mignon se hace bajo el signo altamente revelador del
equívoco sexual: “Unajoven criatura dio un paso hacia él y de esa manera
atrajo su atención. Un chaleco de seda corto y pequeño, con las mangas
cortadas a la española, y un pantalón bombacha constituían una vesti­
menta muy sentadora. Tenía el cabello largo y negro, con bucles y
trenzado alrededor de la cabeza. Él la miró asombrado, y se preguntó si
debía considerarla un varón o una muchacha. Pero enseguida se decidió
por la última opción...” (subrayado por nosotros) (Los Años de aprendi­
zaje de 'Wilhelm Meister, libro II, capítulo IV, p. 68). De esta manera,
Mignon surge, de pronto, en el campo visual de Wilhelm, en primer

• “La passion d’apprendre ou l’inconscient autodidacte”, en Pratiques de


formation, Form ation permanente, Universidad de París VIII, “Éducation et
psychanalyse”, 1992, (cap. V).
• “Transferí institutionnel et transfert ininstituable”, en Nouveaux lieux,
nouvellespratiques, Les Cahiers d’IPPC, Instituí de Psycho-Pathologie Clinique,
Universidad de París VII, 1992, (cap. IX).
• “Le symptóme comme destín: Ananké inconsciente et Tuche réelle”, en
Cahier des psychologues, XVIII Jornadas de psicólogos, organizadas por el
ANPASE sobre el tema: “El destino”, 1995 (cap. III).
• “La mauvaise rencontre ou l’inconscient traumatique”, en Traum atis-
mes et ruptures de vie, Champ psychosomatique No. 10, septiembre de 1997
(cap. II).
• “La jouissance au travail”, en “Le travail”, Trames, No. 25, octubre de 1997
(cap. VI).
• “Le sujet de la psychanalyse: du préjudice inconscient au préjudice social”,
en Rékabilitation du sujet et réhábilitation psychosociale, Revue pratique de
psychologie de la vie sociale et d ’hygiéne mentale, No. 1, 1998 (cap. VIII).
• “Le préjudice et l’idéal: symptóme collectif et inconscient”, en La psycholo­
gie des peuples et ses dérivés, Centre National de documentation pédagogique,
1999 (cap. VII).
• “Le sujet du préjudice: 1’ ‘exclusión’ á l’épreuve de la psychanalyse”, en
Dire l ’exclusión, Editions Eres, 1999 (cap. I).
• “Le sujet du destín. Figures freudiennes du destín”, en Logos 0Ananké,
No. 2 (cap. III).


Icnnino como una criatura (Geschópf): por un escaso margen “se da a
conocer como una muchacha” y como consecuencia de la perplejidad.
( loethe le atribuye a su propio personaje, Wilhelm, su duda en tanto
(•mador de Mignon: convertirla en una muchacha o en un varón. Para ver
culo, primero hay que ir al final de la historia: Mignon es enterrada
disfrazada de “ángel”: prueba de que, de alguna manera, tiene el sexo del
ángel, imposible de decidir, pero de un ángel desconsolado, golpeado por
la desgracia. Y entre ambos, se coloca esta extraña exclamación, en el
momento en que se le sugiera que use ropa femenina: “Mignon se apretó
contra Wilhelm y dijo con un tono apasionado: ‘Soy un varón, no quiero
h i t una muchacha’” (p. 161).
En este primer encuentro, ella aparece con un traje “andrógino” y una
cierta “mirada negra y de acero” “de costado” (p. 69). Pero enseguida,
Wilhelm, que corre a ayudar al niño maltratado por su raptor, siente que
se anuda su vocación de benefactor. Adivina, a través de un sentido
bastante seguro, que esta niña “fue raptada” (p. 77). Después de verla
bailar concibe la importancia que esta “interesante niña” tiene para él:
“Lo que ya había sentido confusamente por Mignon, lo experimentó en
ese instante de golpe: un ardiente deseo de hacer entrar en su corazón
a esa niña abandonada, de adoptarla, de tomarla en sus brazos y de
despertar en ella, por su amor paterno, la alegría de vivir” (libro II,
capítulo VIII, p. 88). Mignon tiene para ella el encanto oscuro de la
desgracia que lleva consigo. Y, al ejecutar un baile de equilibrista, al
“bailar” -literalmente- “sobre huevos”, conquista definitivamente a
Wilhelm.
De esta manera se forma esta comunidad, tan intensa como indefinible.
Como se considera un padre adoptivo, padre de amor, con un senti­
miento “muy puro” por ese niño, enseguida quiere educarlo. Ahí aparece
el síntoma: primero, no hay que desconocerlo, una cierta dislexia.
Hermosa intuición del vínculo entre el trauma originario y el trastorno
de la letra.
Pero el síntoma más espectacular de Mignon aparece en el pasaje
capital del fin del segundo libro en el que él le anuncia su partida y en el
que el amor que creció en secreto, la fidelidad que se hizo más firme a
escondidas, aparecen a la luz del día y se revelan a los interesados (p.
110). Ahí estalla la crisis: “Sintió que ella se sacudía con una especie de
espasmo primero muy débil, pero que luego se fue acentuando y progre­
sivamente, afectó todos sus miembros”. Ahí comienza el “espantoso
espectáculo” (p. 111) que constituye nada menos que una de las más
notables descripciones de la crisis de histeria traumática de la literatura.
En ella encontramos la anestesia de la atonía: “La atrajo contra él
y le dio un beso. No respondió con ninguna presión de la mano, con
ningún movimiento”. Luego viene la fase “hipertónica” y propiamen­
te “espasmódica”.
Nos enfrentamos con una crisis de forma epiléptica, en su aspecto
tetánico: “Los espasmos continuaban y, desde el corazón, se comunica­
ban a los miembros fofos; no tenía fuerza en los brazos... De pronto, sus
músculos parecían tensarse de nuevo, como si soportara el sufrimiento
físico m ás atroz y, enseguida, sus miembros se reanim aron con una
nueva violencia; como movida por un resorte, se lanzó al cuello de
W ilhelm , m ientras en lo m ás profundo de su ser se producía una especie
de violento desgarro y, en el mismo momento, un río de lágrim as su r­
gió de sus ojos y regó el pecho de su am igo”.
Lo que dice querer en esta ocasión es un padre: “¡Padre mío, exclamó,
no quieres abandonarm e! ¡Quieres ser mi padre! ¡Yo soy tu hija!” H ija un
tanto incestuosa, si se ju z g a por esta explosión, que traduce en angustia
una exultación corporal, entre miedo por el abandono y emoción erótica,
de algún modo angustia erotizada, en una confusión de sentimientos
tiernos.
Pero, ¿qué busca este “padre” en M ignon, más allá de su sincera
oblatividad? U n a huella del “objeto perdido”, configurada por Italia.
Pensem os en la famosa balada. E n su comentario, W ilhelm se vuelve un
“buen entendedor”: “En el tercer verso, el canto se hacía más pesado y
triste.” “¿Conoces el país?” se decía con misterio, como si ella pesara las
palabras. E l grito “allí, allí sentía una irresistible nostalgia” (p. 113). Ese
país es Italia, pero frente a la pregunta “¿Ya estuviste allí, pequeña?”,
mutis: “L a n iña no respondió y le fue imposible sacarle nada m ás”. Por
lo tanto, quiere que su “padre” la lleve, pero nunca dirá si venía de allí.
M ignon es, por consiguiente, el “m arcador” p ara siempre mudo de este
objeto nostálgico, de este exilio de un placer ignorado. Italia es el lugar
al que el padre debe llevarla.
Por m ás enam orada que esté de su “m aestro”, M ignon seguirá siendo
ineducable. Goethe lo im agina a través de una intuición notable de la
debilidad de lo simbólico que la marca: “E ra infatigable y comprendía
bien lo que se le explicaba; sin em bargo sus letras seguían siendo
desiguales y las líneas no eran derechas” (p. 104). Lo que arranca este
comentario en form a de diagnóstico: “Tam bién en este caso su cuerpo
parecía en conflicto con su alm a”. De hecho, a M ignon no le faltan ni
sensibilidad ni inteligencia, pero en ella hay un trastorno m ayor de la
letra, una “dislexia” que confirma su carácter de “exiliada”.
E l homenaje fúnebre que le hacen a Mignon, a pesar de su carácter un
tanto edificante -p arece m uerta casi con “un olor de santidad”, el a b a d '
evoca su costumbre de besar “la imagen del crucifijo tatuado artística­
mente en su endeble brazo”(p. 448), símbolo de la afinidad de su calvario
con el C a lv a rio - es el acto de un extraño anonimato: “N o podemos decir
más que pocas palabras del niño al que damos sepultura. Todavía
ignoramos su origen: no conocemos a sus padres y sólo podemos suponer
su edad” (p. 447). Especie de d a im ó n con una breve encarnación terres­
tre, se llevó a la tum ba el secreto de su ser: “aquí yace el objeto del
perjuicio”...
LA “E X C L U S IÓ N ”.
PAR A U N A A R Q U E O L O G ÍA
DEL S IG N IF IC A N T E SO C IA L D E L P E R J U IC IO

¿Qué puede aportar el psicoanálisis ala problemática de la exclusión?


Esta pregunta se duplica en dos perplejidades: ¿qué puede decir el
psicoanálisis, considerado un saber y una terapia centrados en la
individualidad, sobre lo colectivo?
¿Qué puede aclarar específicamente sobre las formas actuales de
la crisis de lo colectivo y de sus “ideales”, que el síntoma de la exclusión
-síntoma propiamente social- cristaliza?
A la primera pregunta dimos una respuesta global en otro trabajo:1
el vínculo social se define por condiciones inconscientes, del lado del
sujeto -término que preferimos, con derecho, al de individuo, salvo que
asumamos su complejidad y construyamos su función-:* existe un suje­
to inconsciente que tiene, como un Jano de dos cabezas, un “lado”
colectivo y un “lado” individual,Msin extensión a un “inconsciente co­
lectivo” que, como subraya Freud, es un pleonasmo que noexplica nada.4
Frente al segundo interrogante, es lícito sugerir que existe un decir
del psicoanálisis sobre las formas, al mismo tiempo perennes -y a que
son estructurales-y móviles -y a que son “históricas- de lo que Freud
denomina Malestar de la civilización o de la cultura.5 En este punto
se opera la regulación social del perjuicio.

1Paul-Laurent Assoun, Freud et les sciences sociales. Psychanalyse et théorie


de la culture, Armand Colin, “Cursus”, 1993.
2 Véase el examen de la función de sujeto inconsciente en Paul-Laurent
Assoun, Introduction á la métapsychologie freudienne, PUF, “Quadrige”, 1993.
3S. Freud, “Pour introduire le narcisisme”, y nuestro comentario en Freud et
les sciences sociales, op. cit.
4 S. Freud, L ’hornme Mo'ise et la religión monothéiste, G.W., XVI, p. 241.
a S. Freud, Malaise dans la ciuilisation. Véase nuestro Freud et les sciences
sociales, pp. 132 y ss.
L a “exclusión”, Schibboleth o estereotipo
de los discursos sociales

Con este telón de fondo de la dinámica del vínculo social y del malestar
de la cultura puede releerse lo que se convirtió en una especie de
Schibboleth6o “contraseña” de los discursos sociales (un significante
director que ordena todo discurso sobre la crisis, como una “clave de
sol” musical destinada a hacer posible la escritura de las “disonan­
cias”).
La exclusión es evidente: es un hecho patente que se convirtió en un
pliegue en los discursos. Se podría temer que esta “contraseña” se
haya convertido en un estereotipo en el que se confunde la “represen­
tación de la palabra” con la “cosa” que se supone expresa.
La exclusión es evidente en un sentido más radical: está acompa­
ñada por una especie de mutismo, estupefacción de la palabra de los
excluidos. En este punto es en el que se requiere el psicoanálisis, para
hacer oír este silencio -en contraste con los discursos demasiado
elocuentes y apurados por “decir la exclusión”, pero también en el
vacío de su propia experiencia de la “miseria simbólica” que aclara, en
cambio, el sujeto de la miseria real-.
La exclusión constituye una metáfora que se ha vuelto una verda­
dera categoría de análisis socioeconómico. El psicoanálisis puede
intervenir para asignarle el reverso inconsciente (de acuerdo con su
vocación de desciframiento de lo social, tal como lo expusimos e
ilustramos en otro trabajo, es decir, lo social aprehendido en su
dimensión de “inconfesable)”.7
El saber del inconsciente consiste en reconocer que las palabras
tienen pleno alcance. ¿Quése dice cuando se dice “exclusión”?Y como,
también aquí, “decir es hacer”, ¿qué se hace cuando se logra que
suijan del registro de la exclusión estas formas de “anomia social”
(para emplear la fuerte expresión de la sociología durkheimiana)?8

6 Según la Biblia (Libro de los jueces) Schibboleth es la palabra que hay que
pronunciar para atravesar el Jordán.
7Véase, P.-L. Assoun, “Le déréglement passionnel ou la socialité inavouable”,
en P.-L. Assoun, M. Zafiropoulos, La régle sociale et son au-delá inconscient.
Psychanalyse et pratíques sociales, Anthropos/Economica, 1994, pp. 11-37.
8 Sobre la noción de anomia, véase nuestro Freud et les sciences sociales, op.
cit., pp. 102-103.
H1diccionario9-que tiene el mérito de atenerse a la letra de los signi­
ficantes de manera tan limitada como lúcida- nos dice que es la acción
de excluir de un grupo, de una acción, de un lugar, por consiguiente,
(lo “expulsar, de separar”. Excluir es “poner a alguien fuera, expulsar-
l<>, echarlo de un lugar” .
El término es, por lo tanto, originariamente espacial: el excluido es
puesto “fuera de lugar”. Pero esta idea enseguida se enlazó con la idea
del rechazo: “excluir” es, entonces, “rechazar a alguien de un grupo, de
una organización” .
Del rechazo a la prohibición no hay más que un paso: excluir es,
entonces, “no permitir que alguien acceda a una acción, a una
función”.
La noción encuentra su forma más rigurosa en la lógica en la que
(lesigna “una relación de dos clases (faovacías’) tal que ningún elemento de
una pertenece a la otra, o a alguna otra recíprocamente”. Vemos que la
exclusión lleva a la segregación. Es una noción de lógica social.
Por lo tanto, es difícil transcribir el lenguaje de la exclusión en el
campo social, en la medida en que en él hay algo preinscripto: el hecho
de la exclusión hace converger el sentido propio y el figurado para
recapitular la secuencia: de la puesta fuera de lugar a la segregación,
pasando por el rechazo y la expoliación de los derechos, la exclusión
constituye el borde negativo de la norma social.

En búsqueda de la exclusión

Aquí comienza la cuestión: ¿quién excluye a quién?, ¿de qué se está


excluido?
“Alguien es excluido”, éste es el texto de esta fantasía social -a l
mismo tiempo precisa y ciega, singular y anónima- que parece
parafrasear la fantasía paradigmática desplegada por Freud con el
título de “Un niño es castigado” . Es verdad que esta “fantasía” se
apoya en una realidad de las más certificadas, la de la miseria y la de
la precariedad. Pero, detrás de la evidencia factual de esta constata­
ción, encontramos todo un trabajo de la representación social: “Se
excluye a la gente”. ¿Qué significa este enunciado de alguna manera
sin sujeto, que acecha en los discursos sociales e “imaginariza” las

9 Grand Diciionnaire Larousse.


prácticas? La exclusión se habla en una parte y se vive en otra: esta
escisión se reproduce en los discursos.
No se trata de “psicologizar” (sobre) la exclusión, hecho social
masivo. Sino, más bien, asignarle a este “funtor” que es la exclusión
su verdadero alcance -en lo que el reverso inconsciente de lo real
puede orientarnos-.
En apariencia todo es claro: comprobamos, con “indicadores” fla­
grantes, la constitución de individualidades o de grupos que están
“excluidos”, al mismo tiempo que de un mínimo de placer social, de las
normas que definen el habitus social que se supone define una
socialidad mínima y “liminar” . Como este proceso se confirma y se
agrava, en su amplitud y en su agudeza, y más aun por su longevidad
-precariedad de largo alcance, es decir lo que no termina de termi­
nar- se trata de hacer derecho a esta noción de exclusión. De ahí una
reflexión sobre las formas que toma lo que se perfila como una ver­
dadera condición de excluido y los medios de remediar sus consecuen­
cias, a falta de asignarle las causas.
La problemática de la exclusión sustituyó la temática clásica de la
“pobreza” —por la misma lógica por la que la noción de “discapacidad”
sustituyó la de “enfermedad” . Esto permite, evitando una peyoración
imaginaria, transferir la cuestión al registro “funcional”, mientras se
instituye una metáfora que, al mismo tiempo, vuelve más amplia la
noción -la exclusión no se reduce a la pobreza económica, aunque se
apoye en ella en lo material- y la disuelve y la pone en suspenso. Un
compromiso revelador es el retorno de la imagen reprimida bajo una
forma bastante misteriosamente “actualizada”, bajo la figura de los
“nuevos pobres”. ¿Como concesión a la noción sin edad de pobreza,
curiosamente combinada con la idea de una innovación: la moderni­
dad inventaría esto, una forma inédita de “carencia”?

P a ra una arqueología
del discurso de la exclusión

Aquí se requiere una perspectiva histórica10 para aprehender la


cuestión en su genealogía: lejos de surgir de golpe, como una consta­
tación empírica, la problemática de la exclusión se edifica según una
cierta lógica discursiva ligada a elecciones y a contextos.

10 Véase, al respecto, el esclarecedor trabajo de Héléne Thomas, Laproduction


des exclus, PUF, 1997.
Por más útil que sea esta investigación en el nivel de las ciencias
Nocíales -en el sentido en que Foucault hablaba de scientia sexualis
como de ese extraño saber forjado para proporcionar dispositivos
discursivos a prácticas sociales- no podría más que hacer sobresalir
puntos de apoyo para el imaginario social.
¿Qué imagen surge de este trayecto a través del significante
"pobreza”? En primer término, la exclusión se lee como una “brecha”
en la prosperidad -gap que inscribe los labios de una herida o las
paredes de un foso que separa a sujetos de la masa entre sí-. Luego,
ho define como un paso al lím ite -“umbrales” llamados “pobreza”-. En
el primer caso, el excluido es el que vive, en cierto modo, en esos
"islotes” en los que se refugia la pobreza; en el segundo, se supone que
en un determinado momento atravesó una línea imaginaria y que, al
hacerlo, quedó aparte en relación con una “media” o una “mediana” .
Pero, precisamente, en estos “islotes” no encuentra ningún refugio:
la “corte de los Milagros”, forma de socialización de la miseria de hace
I iempo,11 se desparramó y explotó: estos islotes son errantes, “islas
llotantes” que miden el grado de naufragio según la posición respecto
de la “línea de flotación”. En cuanto al “umbral”, se atraviesa en un
punto que es difícil de decidir, en todo caso cuando el sujeto no puede
soportar una restricción más -como el burro de la pequeña ciudad de
Schilda de que habla Freud, del que se creía que podría levantar sin
cesar una ración más y que asombró a todos cuando una simple ración
de menos - y una frustración de más, y un agujero más en el cinturón-
quebró su resistencia-.12
Luego, esto se vuelve un efecto de “bola de nieve”, de acumulación
de “discapacidades” , que se inscribe en la precariedad.

El espacio-tiempo de la exclusión

La exclusión instaura una relación singular con las dos coordenadas


del espacio y del tiempo.
Pensemos en el alcance de esta noción de “precariedad”. Se dice que
es “precario” lo que “no ofrece ninguna garantía de duración, de es­
tabilidad” . Pero esto procede de que se denomina “precario” lo que “no
existe o no se ejerce más que por una autorización revocable” : es
asombroso que precarius signifique “lo que se obtiene por la súplica” .

11La corte de los Milagros fue “disuelta” en 1673 por iniciativa del poder real.
12 Sobre el burro de Schilda, véase S. Freud, Sur la psychanalyse.
En consecuencia, es “lo que siempre puede ser cuestionado” y debe
ser, sin cesar, repreguntado. La exclusión está acompañada por un
sentimiento de algo potencialmente “revocable” ... irrevocable.
Vemos qué relación con el tiempo abre esto: como no hay conti-
nuum, sino sentimiento de una sucesión de días que siguen unos a
otros, el sujeto puede ver cómo se abre ante sí de un momento a otro
ese punto de ruptura en el que no puede “unir más las dos puntas”.
Dificultad para anticiparse como sujeto de una vida. Tiempo “intem-
porizable” de la “galera”, en la que el golpe de remo es un comienzo que
recomienza sin cesar.
En la relación con el espacio, encontramos el efecto de espejo.
De alguna manera, la noción de falta de domicilio cierra este
concepto que, con una fuente en una metáfora espacial, parece
encontrar en esta noción de deslocalización temporalizada la
marca m aterial de esta categoría que, en cierto modo, corre
después de sus marcas.
Como parte de una exigencia jurídica -puesto que todo sujeto debe
justificar una “vivienda, domicilio o residencia fija”- , 13la noción tomó
tal amplitud que el acrónimo SDF14 se convirtió en una calificación
subjetiva del ser-excluido. El excluido es el encerrado afuera.
Notemos que el acrónimo no es más que una comodidad para
abreviar una categoría: es la condensación significante la que instau­
ra, de alguna manera, un verdadero “sujeto” suigeneris. U n ésdééf15
-para dar una transcripción fonética de una manera comprensible-
es otra cosa, es algún otro que no es un mendigo. El sujeto de la
exclusión “posmoderna” es literalmente acronímico, es el efecto del
acortamiento de un sujeto a la función de síntoma social que debe
encarnar -a l punto de identificarse con ella: “¿Qué dice usted que
soy?” “Entonces voy a llamarme como usted me llama”-. Ésta es la
forma de la lógica de servidumbre que contiene la moral de los
mejores sentimientos sociales.
El excluido se ve definido exteriormente en términos de falta —falta
de ganar, de alguna manera, que lo convierte en una persona despre­
ciada-. Más aun: encama una especie de condición de “exilio interno”:

13Exigencia del Código penal (1804), actualizada por la ley del 3 de enero de
1969 que se ocupa de las “personas que carecen de domicilio o residencia fija”: este
artículo 10 contiene la noción jurídica que tuvo una espectacular difusión
sociológica y mediática.
14 Sin domicilio fijo. [N. de la TJ
15 Transcripción de la pronunciación francesa del acrónimo. [N. de la T.l
i>h el que acampa en la sociedad -fórmula que parafrasea la expresión
iUíl siglo xix para el proletariado que se instalaba en la nación, con esta
diferencia mayor de que esta “clase” de los “nuevos pobres” es
i'ininentemente lábil, en contraste con la categoría construida por los
discursos sociopolíticos del siglo pasado-.

Kl sujeto de la exclusión:
inconsciente del perjuicio

( Cómo puede abordar el psicoanálisis esta problemática discursiva de


la exclusión?
Primero, debe intentar averiguar dentro de esta consideración
niasiva - “estadística” y de la “sociología” ampliamente “empírica”- en
qué se convierte el sujeto, al que se gratifica con la etiqueta, inclusive
con el título, “ de excluido” . No se trata solamente del recuerdo puro
v s imple de los derechos de la “individualidad” frente al punto de vista
"liolístico”. Lo propio del proceso de socialización es hacer del sujeto
mismo, tomado en los retos de lo que se denomina proceso de
exclusión, el síntoma vivo, de alguna manera, de una anomia social
que lo descalifica como sujeto.
De esta manera, los discursos de la norma se acomodarían dema­
siado bien a los complementos humanistas sobre los derechos de la
individualidad. La lógica más objetivamente cínica de la norma se
resarce fácilmente de una retórica del derecho a la dignidad. Dere­
chos imprescriptibles que prescriben de la norma. Por el contrario,
tenemos que instalar el imprescriptible derecho del sujeto incons­
ciente a su verdad.
¿Qué dice este sujeto? ¿Basta con dejarle al pobre la palabra y
desgranar “la miseria del mundo”16 para que su verdad se levante
y se oponga a lo que “se” -la instancia que enuncia los males del
excluido y “quiere su bien”- dice de él, para que grite a la faz del
mundo su verdad, reverso fraudulento de un mundo que se considera
en su lugar?
A pesar del interés por apoderarse de lo real de la miseria al ras de
la palabra de sus actores, parece que la referencia a lo vivido por el
individuo no puede ser el eco del imaginario de la precariedad, que
parece que sólo puede decirse si se repite -en un psitaquismo

16 La misére du monde, bajo la dirección de Pierre Bourdieu, París, Le Seuil,


1993.
sacudido, es verdad, por acentos de verdad- lo que el discurso dice de
él. “¿Quién dice usted que soy? ¿Un excluido? Entonces, voy a hablar con
este nombre que usted me da.” La exclusión se convierte en el síntoma
material que el sujeto convierte en rasgo para él y para los otros.
Círculo verificado en todas las patologías sociales: Corte de los
milagros llena de “toxicómanos”, de “alcohólicos”, etc. -e l “acorta­
miento”17es el efecto lingüístico pasmoso del idiolecto contemporáneo
que da cuenta de esto—. La reducción silábica y la neutralización de
la desinencia no tienen como efecto solamente acortar, recalifican: el
drogado que intenta decir su falta, de toxicómano, se transforma en
“toxico” y así se identifica con el papel que el discurso le imparte,
convirtiendo en imaginario la etiqueta que le otorgó el saber “médico-
social” .
Nos parece que el psicoanálisis -en su inspiración propiamente
freudiana- interviene para romper este círculo de la palabra de la
miseria a la miseria de la palabra, intentando darle a esta palabra su
efecto de verdad.
Pero esto sólo es posible si-el psicoanálisis asume este desafío de
una palabra que ni siquiera está ordenada por la creencia tácita en la
verdad de la palabra que comporta la neurosis -que, como sabemos,
basa su experiencia de escucha-. La palabra de la miseria no es, por
cierto, ella misma miserable, tiene sus recursos, pero con el fondo de
este desastre social que se inscribe como un desmoronamiento simbó­
lico. A partir de ahí, puede instaurarse el sujeto de la exclusión en su
relación consigo mismo, lo que calificamos como sujeto del perjuicio.18

Lógica del perjuicio

¿Dónde se muestra, entonces, este reverso del mundo social?


No en la palabra de entrada. El psicoanalista, experto en palabras,
debe saber reconocerlo. En el malestar silencioso, por una parte; en
el acto sintomático, por otra.
Para el excluido, lo primero que llega como respuesta es el “déjeme
tranquilo”. Luego, el acto-síntoma, en el que haremos entrar, más allá
de los actos de calificación penal, todo modo de saber hacer y de
“arreglarse” en la miseria.
17En francés, a los toxicómanos se les dice, de manera abreviada “toxicos” y a
los alcohólicos, “alcoolos”. Este recurso de creación de palabras es frecuente en
francés pero prácticamente no se utiliza en español. [N. de la T.].
18Véase la Introducción.
La palabra no está ausente, pero se vuelve auto-comentario de la
miseria -en una inflación que enmascara mal el no-poder-decir-.
En el lugar y en la ubicación de una p alabra viene el acto; en el lugar
<lel síntoma, el malestar.
Los “síncopes” de la palabra están llenos de actos -vagancia y
conductas anémicas- en tanto que el síntoma se disuelve en el
malestar que lo sostiene.
Por lo tanto, es muy difícil encontrar un organizador central
.sintomático de un habla de este tipo, en el que podría mostrarse la
ver dad del sujeto, cuando hace otra cosa que presentarse como efecto
de la miseria.
¿Cómo abrir un espacio a esta habla por detrás del malestar y del
i icto, que pueda dar derecho a ese íntimo sentimiento de exclusión? Lo
encontramos, justamente, en un cierto “síndrome” de perjuicio mos-
( rado por Freud, mucho antes de la aparición de la coyuntura de la
exclusión, que podría darnos acceso a la posición subjetiva en cues­
tión.
Esta se marca en ciertos pacientes, en un momento de crisis de la
relación analítica basada en un compromiso de habla, pero también
de renunciamiento -relativo- a ciertos modos de satisfacción sustitu-
l.ivos que refuerzan la formación mórbida: “Si se le pide a los enfermos
un renunciamiento a la satisfacción de algún placer, un sacrificio, una
disponibilidad a tomar un poco de tiempo de uno mismo, un sufri­
miento para un fin mejor o, cuanto mucho, la decisión de someterse
a una necesidad válida para todos, nos enfrentamos a ciertas perso­
nas que se irritan con una demanda de este tipo con una motivación
particular”.19
Lo que Freud ve como un “tipo de carácter” revelado en un
momento crítico en el proceso de cura analítica nos parece revelador
de un retorno de lo real en la escena del síntoma del sujeto, en
resumen, de un verdadero “síntoma social”.

El “síndrome de excepcionalidad”
o la auto-exclusión legitim ada

Recordemos los términos de esta invocación de una cláusula de


excepcionalidad basada en el sentimiento de ciertos perjuicios anti­

19 Véase, Freud, “Les exceptions”, en Quelques types de caracteres tires du


travail analytique, 1915, G.W., X, p. 366.
guos, incluso originarios: “Dicen que ya aguantaron bastante y que
ya fueron lo suficientemente privados, que tienen derecho a estar
dispensados de nuevas exigencias y que no se someten más a una
necesidad no amistosa, pues constituyen excepciones y entienden que
seguirán siéndolo”. El sujeto perjudicado invoca un trauma de origen,
con efectos de recidiva durante la vida y que la organizan como un
destino, pero que, por esta misma razón, lo justifican en la derogación
de la Ley de la “Necesidad”.
Este perjuicio se inscribe en la realidad -malestar social u orgánico
que se siente como una transmisión hereditaria o una catástrofe
desorganizadora en un momento de la historia-, un trauma desorga­
nizador, de alguna manera, de una economía de la deuda simbólica.
El sujeto arguye un “dolo” real anterior que lo pone fuera de la ley
(más allá de las consecuencias que saquen de esto). En resumen, lo
real de la ex-clusión genera el sujeto de la ex-cepción.

De la falla narcisista
a la exclusión idealizada

Para el sujeto, el trauma se inscribe a través de una falla narcisista,


es decir, una crisis de la relación del “yo” con su “ideal”. Sin esta
dimensión, el sujeto no puede amarse. El sentimiento de autodesva-
lorización debe entenderse, más allá de la “crisis de identidad”, como
un siniestro espectacular: entendamos que el sujeto se ve confronta­
do, en la vergüenza, con una dificultad para organizar una relación
viable Vergüenza de vivir, literalmente.20
Paradójicamente, la carga de sufrimiento en estos destinos de vida
puede llevar a lo que Freud considera como una “deformación de
carácter” (Charakterverbildung). Esta noción, de un manejo tan
difícil como portador de potencialidad de análisis socio-clínico, sugie­
re una inflexión del ideal bajo el efecto del “pasado cargado de
sufrimiento”.
Atención, que los discursos de la “rehabilitación”,21como los de la
“revalorización”, pueden sumergir a los “que hay que rehabilitar” en
ese callejón sin salida de la miseria ideal.

20 Véase, infra, cap. IV.


21 Véase, infra, cap. VII.
Según una hermosa y pertinente sugerencia de Freud, cuando falta
el amor, la “necesidad” (Ananké) se encarga de la educación de los
miijetos. Esta es la escuela de la vida: los sujetos son educados
"duramente” por esa divinidad vinculada con el padre.
El trayecto de la “deriva” se inaugura frecuentemente con un hecho
I ra umático que, al venir a desgarrar el continuum de una existencia,
le abre al sujeto el camino de la “galera”. Tenemos que cuidarnos de
las modalidades de esta fatal “desvinculación”. Si la pérdida de tra­
bajo tiene como efecto normal poner en crisis al sujeto y a sus afectos,
nos damos cuenta de que la espiral que se abre de este modo se
precipita a partir del momento en que el sujeto “levanta el pie” y entra
en la anomia. Esto supone tener cuidado con el efecto simbólico, des-
HÍmbolizante, de un trauma propiamente social. El accidente es este
"mal encuentro”22que en ese momento actualiza una “falla” subjetiva
anterior: de esta manera, la partida de la mujer, como presunta
consecuencia del desempleo y de los problemas en la relación conyu­
gal, es aun más apta que la pérdida de trabajo para abrir la espiral de
la “falta de localización” , porque se relaciona con la posición
( psico)sexual del sujeto. La disidencia social puede servir como la
expresión de lo que dejó de mantenerse en la relación del sujeto con
el otro.
Entonces aparecen estrategias de repliegue reconocibles. El “ex­
cluido” encuentra en la unión con el animal doméstico, compañero de
vagabundeo, una afectividad sustituía, tanto más efectiva cuanto que
se dirige a seres que no hablan y que, por consiguiente, dispensan
ambivalencia y colman la demanda de amor.
También entonces aparecen, como forma de defensa frente a la
tentación de consagrarse a un Destino persecutorio, formas de “pro-
videncialismo” sustitutivo -e l sujeto que se dedica a la creencia en
poderes protectores y tutelares, cuya evocación puede perfilarse
en las palabras en las que se traiciona un poco la intimidad del ser-
en-el mundo-.

22Véase, infra, cap. III.


De la exclusión sin sujeto
al sujeto de la exclusión

¿Cuáles son las conclusiones de esta especie de clínica de la patología


social?
Con seguridad, el modelo del perjuicio subjetivado complica las
representaciones acreditadas -ingenuas o (pseudo)cientíñcas- de la
exclusión.
Observada del lado del sujeto, la exclusión, en caso de que responda
a un proceso, supone que, de manera al mismo tiempo sutil y material,
el sujeto se excluye. La forma pronominal es esencial en este caso; no
hay nada de exclusión social sin un sujeto que produzca el gesto de
excluirse.
Esto no deja de apuntar a cierta “responsabilidad”: se sabe muy
bien que las posibilidades de “elección” son cada vez más raras en el
estado designado como “precariedad”. Pero el sujeto agrega a esta
exclusión objetiva un cierto ser-uno mismo, vivido en el modo de la
exclusión -que no es otra cosa que un complemento “psicológico” del
estatus social, pero, de alguna manera, es su adaptación subjetiva a
este estado-
Paradójicamente, este gesto lo coloca frente a una alternativa que
se trabaja: o bien identificarse con la posición subjetiva del excluido
y repetir el malestar, con las palabras proporcionadas por la ciencia
social que confirma, en este caso, su función ideológica; o bien
“construir con hormigón” su posición al vivirse a sí mismo como “ex­
cepción” y construir un mito personal de la marginalidad. Este mito
lo pone en vilo, y encarna un “dis-placer” convertido en un amargo
placer, en toda dimensión de intercambio apta para mantenerlo en el
orden del deseo. Doble encierro subjetivo en el ser-excluido.
A l cuestionar de esta manera al sujeto del perjuicio, el psicoanálisis
apela a esta Caribdis del normativismo -pobreza autogestionada- y
a esta Escila del miserabilismo -que encontró acentos seguramente
fuertes en los Soliloques du Pauvre de Jehan Rictus, pero reproduce
el callejón sin salida imaginario de una exclusión que se vuelve
perenne con el goce de su propio “canto”-.
Visto desde el lado del Otro social, está el discurso de la exclusión
que se apoya en una visión de la identidad: existiría una comunidad
y sus excluidos -que vienen a recordar en la conciencia común los
momentos de la “intemperie”- con el riesgo de asombrarse de que
los excluidos, uná noche más fría que las otras, no salten para entrar
al redil.
La experiencia muestra que el sujeto perjudicado está tironeado
entre una tendencia al encierro y una tentación a la evasión.
Desde el primer punto de vista, la exclusión incluye, con mayor
propiedad, una “sobreinclusión”: pues nadie es más dependiente del
sistema que el sujeto que no se beneficia con él. Es como una mosca
dentro de un tarro, ese móvil que gira en redondo y se golpea contra
I ;is paredes del recipiente que delimita sus libertades de movimiento.
Desde el segundo punto de vista, la evasión es lo mismo que
identificarse con una profesión de fe de estar fuera de un estatus,
i ndusive fuera de la ley, que invita al sujeto a asumir y a encarnar una
especie de “barbarie” frente a la mentira civilizada.

De la falta del otro a la falta de uno

1)e esta manera, enfocado por los discursos del Otro social, el “exclui­
do” se encuentra definido por este estatus: encarna la falta de algo que
no debería haber faltado. Falla de la dosis de goce exigible -d el
“estándar” a la “calidad de vida-.
Vemos que se dibuja el juego jugado entre la norma y lo “desnor-
iii alizado”: se ve construido e instituido frente a una norma que queda
confirmada al desmentirla. De ahí su duda en hablar la lengua del
¡diolecto -jugando la carta de la disidencia, como lo muestran todas
las formas de verían, argot posmoderno- o el lenguaje de la norma.
“Bilingüismo” generador de una extraña cacofonía subjetiva. Sujetos
do este tipo se instalan a menudo en esa escisión entre un habla entre
(dios y un lenguaje destinado a dirigirse al Otro (social).
Pero con esto dan cuenta de que, contra los discursos sociales que
los ubican en el lugar de la Falta (colectiva), para seguir existiendo
como sujetos tienen que construir una falta propia.
Punto en el que tiene que meditar el Otro social: se trata de no
“robar” a los excluidos lo que detentan todavía en presencia de su
miseria, esa “falta” que es sólo de ellos. Aquel al que le falta (casi) todo,
sólo sigue siendo “ alguien” si le falta algo propio.

El excluido, un síntoma social

El excluido signa el momento en el que vacila la evidencia del vínculo


social. Es un síntoma -colectivo- del malestar y, por consiguiente,
lo encarna al vestirlo con su propia ropa vieja subjetiva.
De algún modo definido por su déficit, el sujeto aborda su ser en
términos de perjuicio.
El término designa objetivamente un “atentado a los derechos, a
los intereses, al bienestar de alguien, por un tercero”, por efecto de un
juicio precipitado. En este caso, ¿es posible designar al tercero?
Subjetivamente, el perjuicio se distingue porque es experimentado
por el que siente su propio ser en el modo de la “privación”. Sujeto de
una queja que busca su destinatario.
Sujeto de la “galera” -como dice lúcidamente el argot, que evoca
esta mezcla de vagancia y de obligación en la que hay que “remar” ...
a contracorriente-.
¿Qué “visión del mundo” y de uno mismo se organiza alrededor de
este estado?
La “condición del excluido” -más allá de la norma-estándar de los
que comparten este estatus anémico- tiene que ser aclarada en su
real inconsciente.
Quizás esta postura subj etiva se aclare mejor con la letra misma de
lo que está significado en el per-juicio: prae-judicum, sentimiento
de ser “juzgado antes” ... ¿y antes de qué, si no es, de alguna manera,
antes de haber nacido? Sentimiento que, frecuentemente, manifiesta
haber tenido su origen hipotético en un “destino” .
Entonces, lo que se organiza es un sentimiento de “daño primitivo”
que vuelve irrevocable la precariedad —paradoja, si pensamos que la
idea de precariedad implica la revocabilidad-.
Estatus de interinato temporizado, con el horizonte del “desempleo
de larga duración” que crea en el sujeto una relación particular con la
temporalidad.

P sico a n á lisis y exclusión: lo re a l y el sujeto

Este malestar, históricamente renovado por la adversidad socioeco­


nómica, se adosa a un malestar crónico que Freud expresó desde los
primeros escritos: el hecho de que la “civilización” esté basada en la
“represión de las pulsiones”, de manera que su “ideal” está sin cesar
desmentido por el síntoma neurótico. Lo que está cuestionado es lo
que él denomina Lebenstüchtigkeit, término que designa esta expe­
riencia moral (de dignidad) y material (de decencia) sin la que una
vida no es tal. El psicoanálisis es recuerdo de esta exigencia, en el
sentido en que no hace más que volver a dirigirle al ideal de la Cultura
las voces de los desheredados, a partir de la prueba de la verdad del
Híntoma.
Considerado de esta manera, el psicoanálisis no es una manera de
decir más sobre la exclusión: tiene un efecto más específico y radica
en:

• por una parte, relacionar la exclusión con lo real, frente al


imaginario de los discursos;
• por otra parte, relacionarla con el sujeto, frente al imaginario de
los roles.

En efecto, el psicoanálisis requiere pensar lo real del ser-excluido,


lo que las letanías sobre la exclusión en el fondo, en un manejo
retórico, sólo evocan para eludirlo: la exclusión es, en efecto, lo que
produce un agujero en lo social y, por lo tanto, recuerda el reverso de
indigencia. Pero con el mismo movimiento, convoca al sujeto a ocupar
el lugar del que las prácticas y los discursos de la exclusión lo han
exiliado. Así, por una parte, el psicoanálisis agrega “la hipocresía de
la cultura”23que reconoce que la exclusión es su prueba de realidad;
por otra, le ordena a los excluidos que se comprometan en una “des-
identificación” con el perjuicio para encarar mejor lo real de la
exclusión y su reapropiación.
Él abre el camino para un imperativo: ahí donde esté el no-decir de
la exclusión, el decir de lo real debe poder llegar...
En este punto se impone la deconstrución del discurso social de la
exclusión, por medio de una metapsicología calcada de su objeto
“socio-clínico”.

23 “La ‘moral sexuale civilisée’ et la nevrosité modeme”, 1908. Sobre el


contexto, véase nuestro Freud et les sciences sociales, op. cit., pp. 43 y ss.
TR A U M A O R IG IN A R IO Y P E R J U IC IO C O R P O R A L

P a ra el hombre tal com o es, encontrar el universo


con el rostro descubierto, es m orir.
P a ra encontrar el universo y seguir vivo,
tiene que ponerse una máscara, una máscara de
oxígeno...
Y. Mishima, L e soleil et l ’acier, 1970
Gallimard, 1973, p. 126

En estas palabras del escritor, la experiencia de lo real se encuentra


situada del lado de un cierto encuentro mortífero, que el sujeto sólo
puede evitar a través de un cierto “enmascaramiento” que vuelve
posible la vida. Podemos sospechar que, como un eco, el momento del
trauma es aquel en el que ese velo se desgarra y en el que se recuerda
el choque frontal con una realidad con cara (in)humana. Entonces,
vivir sería sobrevivir a la realidad. ¿Dónde situar la “punta” -in ­
consciente- del trauma, esa herida plantada en el corazón (en el
cuerpo) de la mente?
Esta pregunta directa trabaja toda teoría del trauma. Esta noción
analógica, no hay que olvidarlo, ya que está “importada” del registro
médico- tiene un “filo” especial en la clínica psicoanalítica. Podemos
aprehenderla en la definición clarificadora y pluridimensional que
Freud da de ella: “Llamamos así a una experiencia vivida que aporta,
en poco tiempo, un aumento tan grande de excitación a la vida psíqui­
ca que fracasa su liquidación o su elaboración por los medios normales
y habituales, lo que inevitablemente da lugar a trastornos duraderos
en el funcionamiento energético”.1

El acontecimiento y su trastorno:
la economía del traum a

El trauma es, por consiguiente, “experiencia” (Erlebnis): primero,


sucede algo que se inscribe en la economía de esta “empresa” (Betrieb)

1 S. Freud, Legons d ’introduction a la psychanalyse, XVTIIé, Gesammelte


Werke, Fischer Verlag (según nuestra propia traducción), G.W., XI, p. 284.
que es la mente del sujeto, por una elevación de la dosis de excitación
(externa) elaborable (de manera interna). Este flujo excepcional,
limitado en el tiempo, crea un “surmenage” de hecho. A este “costo”,
a esta sobrecarga de excitación, el sujeto reacciona por medio de
“trastornos” : el efecto llamado “pos-traumático” es, literalmente,
“acusar el golpe” . Sabemos que el sujeto, en el momento del trauma,
puede mantener la cabeza fría y el cuerpo sereno (la “sangre fría”):
pero la “ruptura” se produjo, y se ve en las redistribuciones ineludi­
bles de sus flujos de energía. El traumatizado es el que, en el sentido
literal, está “trastornado”.
Mucho antes de cualquier definición dinámica del trauma, hay que
aclarar este aspecto económico “bruto”, que nos remite a una realidad
desorganizadora: algo “de más” se produce, que acorrala la psiquis
-concebida como “sistema” y no como algún “principio”- a un costo
elevado, a un gasto imprevisto y desproporcionado. La “empresa”
para no quebrar se pone “en descubierto” y, a partir de ese momento,
enjugará los “gastos” por medio de una “neo-economía”, como una
especie de endeudamiento inamortizable. Economía gravemente
“deudora” .
En este punto de enquistamiento traumático se forma el “síntoma”.
Esto es verdadero a tal punto que en el núcleo de toda neurosis
encontramos “una neurosis traumática elemental”, como Freud le
recuerda a los “fanáticos de la traumatología”, que exageran la autono­
mía de las neurosis clasificadas como propiamente “traumáticas”.

El traum a como realidad:


el encuentro poco afortunado

Por lo tanto, esto coloca al trauma del lado del “choque frontal” con
algo “vivido” (Erlebnis) invivible -h ay que entender bien el “oxímo­
ron”- que se inscribe por un refuerzo de la periferia o de la “para-
excitación”. Es el “agujero” que, a partir de este momento, se
inscribirá y encarnará el déficit económico. Pero, precisamente, el
trauma es, como el proceso y su efecto, la realidad misma, el mo­
mento del “choque”, “la hora H ”. Para que el sujeto entre en el proceso
traumático es preciso que haya encontrado algo -lo que se escribe en
pretérito, tiempo del después (en el que se oye, más allá de su uso
trillado, el “sucio golpe” retroactivo)-. La “pepita” en el engranaje de
la máquina es el “encuentro” con esta “ocurrencia” de lo real (con
rostro humano, eventualmente) que viene a “herir” - “hacer polvo”-
al sujeto. Ser sujeto con un trauma es estar expuesto al “mal
encuentro”.
Este “encuentro -habría que redescubrir la vieja palabra “desven­
tura”,2para especificarla- se distingue, justamente, porque no está
“personalizado”, ni identificado, ni localizado: con frecuencia, a partir
de sus efectos retroactivos, debemos inducir el trauma de sus efectos-.
como si, en este tema, hubiese debido de pasar algo... La escucha
clínica de las configuraciones traumáticas debe dar derecho a la
impresión que éste proporciona.
Por lo tanto, tenemos que orientarnos hacia una situación extraña,
que constituye la “sede” del trauma: encuentro ciego y mudo con un
cierto “otro” que no se inscribe necesariamente por medio de una
herida visible. El mismo Freud, hay que señalarlo, pone el trauma en
contradicción con su etimología al localizar el colmo del trauma en la
cfracción... sin herida.
Razón para buscar la “punta” del trauma en esta efracción inopinada,
que toma “desprevenido” al sujeto. Este estado de “falta de preparación”
característica del sujeto acosado por el trauma debe hacer eco a un
exceso de realidad. Esto nos abre una reflexión sobre la causalidad
propiamente traumática: la irrupción del trauma -propiamente “del
acontecimiento”- subraya su contingencia. Este encuentro - “malo”,
que habría podido ser “bueno”- parece lo que hubiese podido no suceder.
El trauma se da como una “anti-necesidad”: decir que es “inesperado” es
poco, es lo que sucede “contra toda expectativa”, especie de significación
“fuera de contexto”. En otras palabras, el sujeto parece haber caído en
algo que, al ponerle un obstáculo, lo hace “caer”.
Pero no nos equivoquemos: este mal encuentro -circunstancial-
toma su pleno efecto patógeno de repetir un mal encuentro “pre­
histórico” que le proporciona su violencia retroactiva. La “deflagra­
ción” no deja de tener su “efecto de soplo” de ese primer momento que
vuelve a escena con toda la intensidad del “presente” . Inclusive, es ese
aplastamiento en la escena del presente el que “signa” la temporali­
dad traumática.

Lo traumático azaroso

La clínica del trauma, abordada radicalmente, nos enfrenta a la pregun­


ta de lo real y del otro, en sus modalidades de “azar” y/o de “necesidad” .

2 En francés, malencontre, literalmente: mal encuentro. [N. de la T.]


Por supuesto que existe una causalidad interna que el trauma ac­
tualiza - y sería como mínimo imprudente convertir al trauma-
acontecimiento en la causa de la patología-, la ingenuidad a la que
remiten las concepciones traumatológicas posfreudianas, a pesar de
la elaboración decisiva de la cuestión de la “escena originaria.”3Esto
no debe ocultar que esta “necesidad interna”, esta especie deAnanké
(neurótica) tiene como efecto conectarse con un hecho bruto, desig­
nado como dustukia, la forma engañosa de la Tujé o el Azar.
La Tujé, en efecto, tiene dos caras, de “fortuna” (y entonces es
“suerte”) y de desgracia (y entonces es “mala suerte”). Sería una
equivocación tratar este encuentro desafortunado como un “detalle”
o como un pretexto. Si bien el “golpe sucio” enmascara lo que en el
sujeto lo espera, esto no significa dej ar de reconocer que, cuando llega,
éste no lo espera. En este contraste se mide el “ángulo” de la escisión
instauradora del trauma. La subjetividad traumática se instaura a
partir de este desfasaje: lo “peor” se produce con esta convicción de
que todo podía producirse como telón de fondo, salvo eso (“Todo, pero
no eso”) que, justamente, sucede.
Por lo tanto, tenemos que quedarnos a la altura de lo que da cuenta
la clínica del trauma: esa “temporalidad” de la Tujé y de la dustukia.
Trauma que se inscribe en la “hora H ” del reloj del sujeto para
descomponerlo (el instante infinitesimal previo a la “catástrofe”):
pero esto es la letra (“H”) del otro. Entendamos que el sujeto se “rompe
la cara” (como se dice en la elocuente trivialidad del lenguaje cotidiano)
contra algo y/o con algún “otro”. Momento en el que “entra en la pared”
-que no es solamente la dureza del material real, sino de la resistencia
y de la rugosidad del otro-. En resumen, todo trauma digno de este
nombre es trauma, aquí y ahora, “en el otro”. En el momento en que
encuentra algo insoportable -e “innombrable”- en el otro, el sujeto se
“fractura”. A partir de ese momento será “la cruz y los cirios” hacerlo
resurgir de esta temporalidad común de la que lo expulsó la irrupción
de la temporalidad traumática que lo pone en “estado de excepción”.
Esta es la paradoja que nos instala en el centro del acontecimiento
traumático: cuando el clínico se da cuenta tiene ganas de gritar que,
decididamente, no es casual que, en tal momento de la vida de un
sujeto eso, “esa pepita de salud”, por ejemplo, llegó: ya que nos
enfrentamos al rostro desnudo del Azar, oigamos en este registro lo
que llega, de alguna manera, con la soberanía-arrogante y terrible-
del Acontecimiento.

3 P.-L. Assoun, L ’entendement Freudien. Logos et Ananké, Gallimard, 1984.


Después de todo, disponemos de la inscripción de ese Azar primero
en la escena originaria de la historia paradigmática del psicoanálisis:
es cualquier cosa menos azar si, ese día, en la ruta de Delfos, hijo y
padre se cruzaron, sin saberlo, para que se cumpla el destino sellado
por el oráculo edípico pero, justamente: esto pone en desnudo ese
“orden délo accidental” . En este caso, la necesidad, justamente, toma
la forma de este “ accidente de circulación” “estúpido”, como se dice en
estos casos, como si las muertes por necesidad fueran las únicas
“inteligentes”. Esos dos tuvieron que encontrarse ese día (y no otro),
en ese lugar (y en ninguna otra parte): esto se llama “un encuentro”.
La rotura de los ejes del carro fatal significan, en este caso, la ley
puntual de la dustukia, revés del poder de la Ananké. Esto podría
valer para todos los casos en los que la necesidad más vivaz esté
significada por la punta más acerada del azar. Este es un tipo de mal
encuentro. La forma traumática del “protón pseudo” es el “mal en­
cuentro”. La experiencia traumática se sostiene en esta diada sincro­
nizada: él y su “mal encuentro”, ese día, juntos.
Así, se puede decir que ese día en el que tenía una cita con el
desgraciado golpe de su destino, “mejor hubiese sido que se rompiera
un brazo”. Idea ridicula, pero muy significativa, evocar como precio
que hay que pagar por la exención de un mal encuentro, un acciden­
te... “menos peor” .

El síntoma, entre “destino” y “azar”

Sólo existe síntoma porque hay algo que, en un cierto momento, anda
nial en la ejecución de una “función”. Quizás no sea inútil recordar
esta evidencia para denominar, en contraposición con una concepción
psicopatológica del proceso sintomático, la clínica real que señala el
síntoma como acontecimiento. El momento en que “no va más” no es
más que el efecto de un proceso, pero de una realidad “ineluctable” de
alguna manera. Esto se marca sin duda mejor en el síntoma somático,
acontecimiento físico* por el hecho de que todo síntoma “mental” es­
tá acompañado por un marcador somático, como se observa si se
presta atención. Es preciso algo que “renguee” y que “deje de
renguear” -Freud habla del síntoma como de una “luxación del yo”-

4 P.-L. Assoun, Legons psychanalytiques sur Corps et symptóme, Anthropos/


Economica, 1997, 2 vol.
5 S. Freud, Analyse finie et analyse infinie, G.W., XVI, p. 85.
No hay HÍntoma sin esta “cojera” que hace que algo “no ande bien"
(nl^o que todavía antes “andaba”).
Unjo el efecto “detonador” de una realidad que un sujeto “descom­
pensa” - y a esta realidad hay que darle el alcance de ese poder mítico
que es la Tujé-, Es decir, la “fortuna”, la “suerte”, “un hecho feliz o
infeliz”.6Es notable que en esta pareja, la “felicidad” parece aludir a
un estado, la “infelicidad” a su contrario, apuntando a un aconteci­
miento. Uno es feliz, posee la felicidad, en tanto que la infelicidad
llega -lo que “hace infeliz”: esto merecería que el “mal encuentro”
fuese una categoría clínica, con su correspondiente “instrucción”
metapsicológica-.
La Tujé se parece a una “lotería”, vicisitudes de la suerte, “lo que
sucede por azar, por accidente, sin reflexión, sin motivo” -lo que “le
cae en suerte” al sujeto, lo que le cae encima (Z u fa ll)—. Comprende­
mos que cuando una gran felicidad “cae encima”, puede adquirir un
acento traumático (sabemos el aura traumática que amenaza a todo
el que gana el primer premio de la lotería). Esto es lo que le da a la
satisfacción del goce el estilo de la catástrofe.
Si el psicoanálisis pone el acento en el carácter de “destino” de la
formación-de-síntoma, no por eso pierde de vista que dos “potencias”
se conjugan en la determinación del destino de un hombre, como
señala Freud: “daimon” -su “demonio” personal, su “constitución”, lo
que ya es- y “tujé” -su socio oscuro, el que organiza la cadena de
encuentros, “buenos” o “malos”, que forja la trama de lo que después
de todo aparecerá como su “destino de vida”-. La anamnesis tiene
que hacer su parte en esta parte de lo “fortuito” (Zufálligkeit).
Daimon kai tujé, “demonio y azar” : por supuesto, van juntos, pues
lo que constituye la fuerza del azar es que algo del “demonio” del
sujeto no sólo “lo espera”, sino que lo pone en acto. Y el registro de lo
“demoníaco” -en su forma de la “compulsión de repetición”- 7confir­
ma su alcance, en el registro de las manifestaciones de la pulsión de
muerte. Sin embargo, hay que insistir en este ángulo de lo real que
debería hacer que nos abstengamos de “psicologizar” la lectura de las
ocurrencias de vida atrapadas por el síntoma.
Entre la primera y la tercera Parcas -la que representa la
disposición fatal, innata (Cloto) y la que encarna “lo inevitable,
la muerte” (Atropos)- hay que darle un lugar a la más discreta,

6 Véase, infra, cap. III.


7P.-L. Assoun, “La passion de répétition. Genése et figures de la compulsión
dans la métapsychologie freudienne”, en Revue f'rangaise de psychanalyse, t.
LVIII, abril-junio de 1994, pp. 335-337.
posiblemente, Laquesis, la que representa “lo fortuito (das Zu fá llige)
dentro de la legalidad del destino” .8
Ahora bien, en ese intervalo, en el que ya nací pero todavía no morí,
en el que estoy vivo, puede pasarme algo. Lugar del encuentro, bueno
<> malo -e l “vel” “o bien/o bien” es constitutivo, ya que lo fortuito
i mplica, a diferencia de lo “fatal”, esta posibilidad crónica de “cambio”
de lo “bueno” a “malo” y de lo “malo” a “bueno”-. Estamos en el regis-
I ro de la “ocasión” y de su tiempo propio, la “oportunidad” (kairos).
Vivir es exponerse al riesgo del encuentro y, por lo tanto, caer en la
esfera de influencia de lo “traumático” . V ivir (y desear) es azaroso, y
esto es lo que convierte al trauma en una modalidad existencial
crónica.

Figuras del trauma:


separación, castración, seducción

Si reservamos el “traumatismo” a la esfera del “desgaste” no tenemos


que dejar de subrayar esta inserción del trauma en el “vivir” y,
correlativamente, en el “desear”. Lo que se archiva, desde la separa­
ción hasta la castración y, luego, en la “seducción”, es la génesis de
este “originario desencontrado” que le da a la relación con el otro su
resonancia traumática: la de un sujeto desbordado.
Reconsideremos desde este punto de vista el momento de la
catástrofe primitiva, limitada, demasiado fácilmente, ala separación
de la madre. Lo que Freud fija, en un cuadro inolvidable al que nos
referimos en otro trabajo,9 es ese momento en el que “el bebé” , “en
lugar de su madre ve a una persona extraña”.10 Éste es el primer
“golpe duro” . No sólo perder de vista a la madre, cuyos efectos de
desastre escópico11conocemos bien, sino encuentro con un intruso, un
otro que no es la madre. Trauma inicial del “mal encuentro”: aquí está,
lo que no esperábamos. Lo único que hay es decepción: esperaba a la
madre y ella no llega. El trauma primitivo es que una cara extraña

8 S. Freud, Le m o tifd u choix des coffrets, G.W., X, p. 33.


9 P.-L Assoun, Legons psychanalytiques sur le regard et la voix, Anthropos/
Kconomica, 1995, t. I, p. 62.
10S. Freud, Inhibition, symptóme, angoisse, Appendice C, G.W., XIV, p. 202.
11 P.-L. Assoun, “Du sujet de la séparation á l’objet de la douleur”, en
"Vicissitudes du travail de séparation de l’enfance et de l’adolescence”, Neurop-
sychiatrie de l ’enfance et de l ’adolescence, Año 42, agosto-septiembre de 1994, No.
K-9, pp. 403-410.
haga efracción en el espacio que va a proporcionar el modelo de
cualquier “pesadilla”. Ahora bien, la pesadilla esboza la situación
paradigmática de este encuentro “dentro”, de este “otro malo”.
El “sueño traumático” es, en efecto, el encuentro, dentro del mismo
sueño, de lo que, sobre todo, no había que encontrar. Verdadera
emboscada que acorrala al soñador en un callejón sin salida del que
sólo puede salir si se despierta precipitadamente. Esto es lo que hace
fracasar el sueño y, al mismo tiempo, la “realización de deseo” - “amok
superyoico” que describimos en otro trabajo-.12También es el princi­
pio de la vigilancia del insomnio, cara a cara con lo que “existe”
irrecusable. “Galera” que va de la pesadilla al insomnio.
En la cara descompuesta de dolor del bebé se inscribe justamente
esto: la confrontación con lo que hace fracasar el principio de placer
y la Wunscherfüllung.1,3
Pero sería demasiado fácil distinguir al “otro bueno” -el que
nuestro bebé esperaba- del “indeseable”: lo peor es que puede ser...
el mismo. Pues “la persona al tanto”, propicia para la satisfacción de
la necesidad, también es la que puede agobiar al sujeto con su
presencia. De esta manera, la madre que vuelve, después de haberse
eclipsado, ¿no “traumatiza”, sobre todo por su “retorno”? ¿A partir de
ese momento no será asimilable a la “extraña” , al otro que era ella, al
otro de ella misma? La famosa escansión del Fort que se alej a y del Da
que se recupera, ¿no tiene como efecto secreto conjurar el trauma de
su retorno real que, al actualizar el vacío de la ausencia que se
profundizó, lleva al colmo de la angustia?
Metaforizar el ir y venir de la madre es intentar desembarazarnos de
él de una buena vez, al exorcizar ese momento refractario del “retorno”.
Lo que explicaría que el niño, que sufre el martirio de la partida de la
madre viva, se quede impávido ante la pérdida de la madre para
siempre, en la muerte, como lo señala Freud. Más allá de la madre que
falta o que se ha perdido, se dibuja la figura de la “madre alterada”. Se
trata del puro y simple trauma: caer sobre lo que no afloja...
Algo de este trauma de la pérdida -que más bien hay que describir
como el encuentro con la posibilidad de alteración de la presencia
materna- se conserva y se repite en el “inciso” de la castración, en el
que se reactiva no sólo la angustia de pérdida, sino la angustia de un

12 P.-L. Assoun, “Le trauma de l’éveil. Psychanalyse de l’insomnie”, en


Synapse, No. 115, junio de 1995.
13Véase “Revisión de la doctrine des reves”, Nouvellesconférencesd’introduction
a la psychanalyse, XXIX, G.W., XV, pp. 6 y ss.
encuentro que puede ser desastroso —lo que atestigua la experiencia
íóltica en la que el sujeto se expone en todo momento de encuentro, en
lo real, de un signo que amenaza con la falta, como efecto de sobre
impresión (verdadera “surrealidad”). Conmemoración de la “mala
noticia”, manifestada por el encuentro con la falta fálica de la madre
fuente del “trauma escópico” originario-.
En el fondo, a pesar de las apariencias, el sujeto se acomoda mejor
a la pérdida que al encuentro desafortunado. Y, en la experiencia del
dolor, tal como la describimos en otra parte,14 lo que constituye lo
"vivo” es el encuentro sin cesar del objeto perdido. Esto da cuenta de
la dustukia como modalidad de encuentro violento con el otro: ya sea
en el odio celoso-en el que el infante encuentra en el doble pleno del
regazo materno la imagen que lo excluye del goce del objeto-,15ya sea
en la dimensión del deseo, en la que el sujeto se confronta, en la escena
originaria -d e seducción o de coito paterno- con la realidad del deseo
del otro que lo mira: esto es lo que convierte en seductor al “extraño” ,
cuya mímica de seducción transforma un rostro que quiere ser afable
en una cara toda colorada y que hace muecas.

La escritura de la dustukia: el “caso P erec”

l’ara volver sensible este efecto del “trauma de la letra”,16con tanto


significado para una clínica del trauma, nos orientaremos a través de
una escritura del mal encuentro. IV. ou le souvenir d’enfance es la
i'vocación de esta relación insimbolizable con la dustukia. En el
contexto de la pérdida del Otro paterno -por la guerra (del lado del
padre) y por la deportación (del lado de la madre), respectivamente
por el mal azar de la “bala perdida” y la mano fatídica del verdugo-
el huérfano tiene la revelación del momento en que se le anuncia,
mientas está ocupado trabajando en el campo, que llegó alguien “para
el”. Este es el anuncio: alguien viene para ti, acontecimiento sorpren­
dente, aunque él haya podido adivinar que era alguien de la familia.
Cuando corre hacia esa silueta que avanza hacia él a través del
campo, sin embargo, parece haber dejado de pensar y, cuando recono­

11 P.-L. Assoun, Legons psychanalytiqu.es sur le regará, et la voix, Anthropos/


Kconomica, 1995,1.1, pp. 58-59.
13Ibid. p. 62.
1(i P.-L. Assoun, “Le trauma á la lettre. L ’inhumain de l’enfance”, en Analyses
i'i reflexione sur Georges Perec IV. ou le souvenir d ’e nfance, Ellipses/Marketing,
11)97, pp. 85-95.
ce a su tía que le sonríe amistosamente, se produce ese efecto que
describe luego, cuandoescribe sus memorias, como el“develamiento de
una verdad elemental”: “A partir de ese momento, todos los que
lleguen a ti serán extraños”.
No es difícil reconstituir el lugar de la decepción mayor: el niño
sabía que la madre estaba muerta pero, justamente, le dicen que una
mujer viene a encontrarse con él y algo del Wunsch primitivo se
reactiva: “ella vuelve” .Ahora bien, objeción de lo real -es otra persona
que no es la madre la que está allí- y entonces el “mal encuentro” se
convierte en un emblema -que marcará con su sello la relación con
cualquier mujer: “No te pertenecerán, no les pertenecerás, porque lo
único que sabrás hacer es apartarlas”-.
Lo que estalla a la luz del día en ese momento es un trauma tan
violento como discreto: la revelación de una cita fallida que instaura
un desfasaje crónico con el otro -de manera que todo fracaso posterior
podrá “referirse” a él-. Notemos que el malestar nace del hecho de que
la presencia molesta del otro (que no era la que se estaba esperando)
actualiza la ausencia (de la que, entonces, falta muy terriblemente).
Encontrar la ausencia de objeto a través del encuentro de la que,;
equivocadamente, se encuentra ahí, en esa hora “H ”, para encarnar
la decepción, y así “ser la fecha” de todas las citas fallidas de la vida
futura, constituye una decepción mortal.
De ahí toma acto un trastorno general de la orientación -especie de
trastorno de la lateralización- que llega a la dislexia (a la que la
escritura suple). También se produce una sarta de síntomas somáti­
cos, que archivan en el cuerpo accidentado el choque con lo real
traumático: “paracaídas, brazo en cabestrillo, braguero para la her­
nia”, esto es lo que queda en el recuerdo: vuelco en un trineo, caída en
un barranco a bordo de un bobsleigh, picadura de una abeja: el órgano
da cuenta de esto, del mal encuentro.
En efecto, ¿de qué habla ese “omóplato” (“hueso que no se puede
enyesar”) o ese muslo que se “hincha a más no poder” , sino de ese
choque frontal con esa realidad? Pero también es la picazón que
provocan esas camisas en la piel, que fueron ofrecidas de corazón,
pero que no nos gustan, “regalo” fallido que augura una vida “que no
regalará nada” .
El traumatizado parece tener el arte de encontrarse en el lugar no
adecuado y en el momento no adecuado, incluso de volver a los lugares
de los crímenes que no cometió -lo que somete a duras pruebas al
accidentado es, justamente, que ese azar disimula una necesidad
oculta o, peor, que haya quedado librado al puro Azar-. Activación en
lo real de ese “sentimiento de culpa inconsciente” que se diferencia
radicalmente de una culpa vivida: el sujeto no se siente culpable, “se
enferma”, da un traspié, en resumen, pone en acto lo que no quiere que
le suceda. Por eso todo trauma real - y el más radicalmente “impon­
derable”- tiene resonancias del trauma originario. Quizás por este
Indo haya que abordar nuevamente la escucha pos-traumática del
“accidentado de la vida” .

K1 “estado de excepción” o el cuerpo en gu erra

lista situación puede describirse como un “estado de excepción”,


situación límite de la que el estado de guerra puede servir como
emblema. La teoría de Freud sobre las neurosis traumáticas de
guerra, redescubierta correctamente, puede servir para descifrar ese
choque, en este caso conviene decir, “en primera línea”.
La originalidad del desciframiento freudiano de las “psiconeurosis
de la guerra” reside en que sitúa el efecto traumatógeno menos en la
amenaza bruta del peligro (para la auto-conservación) que en la es­
cisión subjetiva del “guerrero” entre el “yo de paz” y el “yo de guerra”.17
Lo que aparece es que el sujeto “se enferma” al encontrar, en una
situación de enfrentamiento con el enemigo, un peligro particular: el
de su “doble interno”. El “soldado” se ve confrontado a una instancia
de su “yo” de algún modo “dispuesto a todo” y al sentirse desbordado
por esta pulsión auto-destructiva heroica, “se viene abajo”, expresión
muy elocuente.
Existe menos “cobardía” que temor por un heroísmo paralizante
-clave de la que nos interesa valorar su alcance para el mecanismo de
síntoma somático en su mecánica traumática-.18
Por otra parte, en esta situación en la que el sujeto se expone al
“mal encuentro” con el doble, la herida, lejos de agregarse como factor
agravante del trauma, puede ser una “compensación” para el trauma
bruto. Si recordamos que el trauma se marca, “en el comienzo”, por
medio de una elevación drástica de la excitación externa no maneja­
ble -aumento de la erogenidad general del cuerpo-, la herida permite
ligar, alrededor del lugar herido, una parte de esta excitación: “La
conmoción mecánica del trauma propiamente dicho tiene como efecto
el aumento de la excitación sexual y la influencia sobre la distribución

17S. Freud, Introduction á la psychanalyse des psychonévroses deguerre, 1919.


18P.-L. Assoun, Leqons psychanalytiques sur Corps et symptóme, Anthropos/
Fconomica, 1997,1.1., pp. 67-70.
<ln In libido" lw MI rti'MHiHi liihlimado proporciona recursos de re-
InvuNillItlfR "IwttiM'iillrn". "tmit herida simultánea con el trauma
m ilico Im« |Min|lill!iln(lt'N <lr mu'imiento de una neurosis”, gracias a la
"milirullivimlnlmn nnrcisísta del órgano que sufre”. Esto permite
ih ih i|im h h U h | mi i <| i ii* (>l trauma sin herida puede ser, p or el contrario,
|in!ii^cno.
I'IhI m ilnlili' consideración permite situar el colmo del trauma en
oiii iH’iit r<>brutoy brutal con un acontecimiento“des-simbolizan-
li'" i|iic no permite que el sujeto asegure más su continuidad vital y
t|iie no desee “ligar” la energía liberada de este modo. El trauma puro
consiste en esta “implosión” sin desgarro.
P]1 trauma actúa como agente “desintrincador”20 que impone un
destino disjunto a Eros y a Tánatos. Ahí, el perjuicio se hace cuerpo.

El agujero en el Otro o el traum a puro

El aporte más distintivo de la clínica analítica a la “traumatología”


podría consistir en esta referencia a la dimensión de “encuentro”
fallido: el trauma se juega en relación con esta actualización de una
relación con el otro al mismo tiempo “fallida” y dramáticamente
“presente”. Toda causalidad traumática es real y, por lo tanto, está
incluida en esta especie de “causalidad ocasional”,21o sea “motivada”
en relación con el otro. Repetición ciega de la “primera edición” del mal
encuentro cuyas versiones estructurales vimos sedimentadas: el otro
que no es la madre, el objeto causa de angustia, el otro del deseo.
Bajo la figura de la dustukia éste se actualiza. De este modo, el
trauma sólo es resimbolizable si el sujeto, volviendo a atravesar lo
real del “mal encuentro”, se expone al pensamiento más duro: el del
puro Azar. Pero, entendamos que no se trata de la ausencia de
motivación -tiene que reconocer la ligazón de lo que le sucede con la
trama significante de su deseo-, sino, en el sentido de ese “afuera”
mal-encontrado que produjo una incisión en su historia.
El momento fatídico que “corta en dos” el continuum de su historia
-entre el “antes” y el “después” del acontecimiento- es, también, la
emergencia en lo real de una cierta verdad de la relación con el otro
que, a partir de ese momento, no puede ocultar más. El trauma

19 S. Freud, Au-delá du principe du plaisir, cap. IV, G.W., XIII, p. 34.


20 P.-L Assoun, Lecons psychanalytiques sur Corps et,aymptóme, Anthropos/
Economica, 1997, t. I, p. 98.
21Ibid., t. 2, pp. 92-95.
proporciona una oportunidad -al mismo tiempo reveladora y mortí-
Irra- del desenmascaramiento.
Comprendemos que el momento del trauma puede marcarse de
manera insidiosa, cuando algo innombrable se percibe “en el otro”:
rsto sucede, por ejemplo, con un adolescente que correlaciona, cierto
día, la percepción de algo “insoportable” en la imagen paterna con la
decisión oscura e irremisible de una huelga de hambre cuyos efectos
imoréxicos recién se verán más tarde. ¿Por qué ese día? Porque -asu­
mamos la tautología, pues ahí se compromete la escritura de lo real—
iue un día de más - “día negro” en el que la verdad se vuelve
luminosamente traumática, en la que eso no puede ocultarse más,
porque ese día se produjo el mal encuentro-. Hecho sin hablar que
busca la inscripción -eminentemente física-.
Desafío a la anamnesis de las historias que escanden estos traumas
silenciosos que sólo se perfilarán en el “inciso” del habla retroactiva
o en las estrategias de escritura (“traumatográficas”)-.
En términos metapsicológicos, el mal encuentro marcaría hic et
mine, aquí y ahora (en tanto el trauma es “histórico”) el momento de
la desunión pulsional -aunque se viva en la relación amorosa del
encuentro pasional, como nos enseña la clínica del fenómeno conocido
con el nombre revelador de “demonio del mediodía”- . 22 “Quemadura
de sol” en el cénit en el que se encuentra expuesto el sujeto, en el
"vadeo” de su vida pulsional.
No nos asombra la impresión de contingencia violenta que dan
estos momentos traumáticos en los que el sujeto parece librado a la
potencia invasora de una realidad que no puede insertar en una
estrategia deseante, ni tejer en la trama de sus pertenencias subjeti­
vas vitales. El sentimiento de “irreversible” que surge procede de la
convicción de un “perjuicio” irremediable que le otorga a la subjetivi­
dad traumatizada su pliegue trágico: pues es tranquilizador instalar­
se en un destino que se supone que, justamente, va a recusar el
encuentro con el otro malo. También sabemos de las “alianzas” con
algún “ángel guardián” que conservan, invirtiéndola, la superstición
de la “mala suerte” y le agregan un regulador providencial. Para que
el sujeto salga de este “tejido trágico” y de sus estrategias “mágicas”
y para que encuentre el camino de esa realidad azarosa se precisa una
escucha del trauma.

22 P.-L. Assoun, “Le démon de midi á l’épreuve de la psychanalyse. Contribu-


lion á une clinique des passions de mi-vie”, en Synapse, No. 99, septiembre de
1993, pp. 32-47.
De manera que, paradójicamente, se impone pasar por el momento
de goce que decidió el enquistamiento del trauma. En un sentido,
equivale a mirar a la muerte de frente -en el sentido sugerido por
Mishima-23 pero sin máscara de oxígeno, ni falta de aire. Si bien
Freud localiza el trauma en la “decisión inútil de la época originaria”
(die unzugangliche Entscheidung aus der Frühzeit),24 por mala y
terca que ésta sea -la que abre la temporalidad traumática-, como
toda “decisión”, es reversible. Volver a encontrar al Otro aciago... y
quedar vivo.

L a renta del perjuicio


o los beneficios de la enferm edad

El psicoanálisis experimenta una paradoja cuyo alcance clínico vale


la pena volver a descubrir: existiría en la enfermedad -ese mal que se
apodera del cuerpo e inicia la capacidad para “actuar y gozar” en su
fundamento (“la salud”) - algún “bien” . En ese “maleficio” habría un
beneficio. Aunque la enfermedad, con su cortejo de daños y de
sufrimientos, no es una “bendición” para nadie, bien podría ser un
“beneficium”, un factor de “bien”.
Desde la perspectiva del perjuicio, se trata de cuestionar todo para
lograr que surja lo decisivo, más allá de la distinción corriente en­
tre los llamados “beneficios” “primarios” y “secundarios” de la enfer­
medad, distinción que enseguida se convirtió en una manera cómoda
de pensar en esto. ¿En qué consiste lo que Freud caracteriza como
“ganancia de la enfermedad” (Krankheitsgewinn)?
La expresión junta, en una comprobación provocadora, dos térmi­
nos que parecen “pelearse” entre sí:

• Gewinn designa una ventaja, un provecho, una ganancia,


una renta, es decir, un beneficio.
• Krankheit designa un mal, una afección, un sufrimiento, es
decir, una enfermedad.

Quiere decir que habría una falta que ganar. ¿En qué sentido el
malestar sería “bueno”?

23 Sobre el contexto, véase nuestro libro Le Pervers et la femme, Anthropos/


Economica, 1989, 2“ edición, 1996, pp. 179 y ss.
24 S. Freud, Analyse finie et analyse infinie, sec. II, G.W., XVI, p. 64.
De los beneficios al goce

Ksto nos lleva a enfrentar la cuestión del centro del goce inconsciente
<iue se encuentra en la base del sufrimiento mórbido más comproba­
do y más irrecusable.
No se trata de retener ese movimiento de sorpresa escandalizada
<|ue provoca la afirmación -acreditada en el psicoanálisis- de que,
por cruel que ésta sea, en la enfermedad habría algo de goce. Pro­
vocación para el enfermo que oiría decirse, en lo más profundo de su
dolor: “En el fondo -o: dentro del fondo- gozas”.
Para comprender bien el enfoque del psicoanálisis sobre esta
paradoja, conviene recordar dos puntos:

• En primer lugar, se trata del goce inconsciente'. no se trata


de darse un concepto general y banal del goce, hay que recordar que
"por supuesto, es inconsciente” . No, existe un goce inconsciente y
I iene una textura muy diferente de lo que habitualmente se refiere
con goce. Freud, con su “más allá del principio del placer”, abre el
camino para pensar esta alteridad del placer, que da su verdadera
dimensión a este inconsciente.
• En segundo lugar, el goce, si puede estar acompañado
por el mayor “displacer” (en el sentido fisio-psicológico) designa
más que un estado, una postura subjetiva. Por lo tanto, no podría
regularse según lo vivido, aun cuando le agreguemos un “ suple­
mento de alma” inconsciente: se trata de aprehender la “ganan­
cia” de goce que conlleva el proceso de “enfermarse” (el E r-
krankung en el sentido freudiano) en el sentido más literal,
cuando alcanza el cuerpo.

Esta economía del “bien” es subversiva de una “hedonística” .


I’or lo tanto, tenemos que volver a la pregunta: “¿cuáles son los
beneficios de la enfermedad?” con el mismo tono que: “¿Para quién
es provechoso el crimen?” No para imputarle la enfermedad al
enfermo, como un crimen al criminal, sino, muy por el contrario,
para aprehenderlo que el sujeto juega de sí mismo y de su derecho
en el síntoma.
Estas dos preguntas generales y fundamentales no tienen que
admitirse como simples presupuestos adquiridos de la experiencia
psicoanalítica que hay que “aplicar” a la cuestión de la enfermedad
somática. Se trata, más bien, del examen del momento somático
inconsciente que, justamente, puede ayudar a darle su contenido
-y, de alguna manera, su carne clínica—a estos dos enunciados de
nivel “metapsicológico” .25

De la “form ación de síntoma”...

Si abordamos el problema en estos términos, estamos proponiendo


una interrogación con una doble expansión: ¿en qué consiste el
“beneficio de la enfermedad”?, ¿en lo que concierne al síntoma
genéricamente?, ¿en qué sentido el llamado síntoma somático realiza;
una ganancia particular?
En primer término, no hay que confundir “síntoma”... y enferme­
dad. Significa, de entrada, una ruptura con el modo de pensamiento;
médico que está regulado a partir de “la enfermedad”, agrupación
articulada de síntomas. En la clínica psicoanalítica, el síntoma!
precede. El hecho primitivo es la “formación de síntoma” (Symptom
bildung). La enfermedad propiamente dicha consiste en la fij ación del:
síntoma.
Recordar esto es capital y en toda reflexión sobre el beneficio de la
enfermedad debe permanecer el carácter factual del síntoma: quizás,
como veremos, la “enfermedad” puede servir para disimular el traba­
jo del síntoma inconsciente.

...a la renta neurótica: economía de los beneficios

Por lo tanto, ubiquémonos nuevamente en ese momento en el que, al;


menos, la formación de síntoma tomó su forma de cristalización
patológica en la enfermedad.
¿En qué consiste, pues, fundamentalmente, la “ganancia interna
de la enfermedad”?26 El “alivio de un conflicto a través de la forma­
ción del síntoma es la salida (Ausliunft) más cómoda y más agradable
para el principio del placer”, en la medida en que economiza un
“trabajo interno grande y que se siente como dificultoso”. En este
sentido, la neurosis, aun con su caudal de sufrimiento, es de manera
originaria -prim aria- un “buen negocio”: es una manera de realizar
economías en el presupuesto del sufrimiento. En consecuencia, el

25 P.-L. Assoun, Introduction á la métapsychologie freudienne, PUF, “Quadri-


ge”, 1993.
26Leqons d ’introduction á la psychanalyse, XXIVé le?on, G.W., XI.
¡•síntoma tiene un “lado”, una especie de frontera común con el yo,
instancia represora, al que ofrece una “satisfacción”: en este sentido
el síntoma es “gratificante” para el yo -metapsicológicamente, se
pude hablar de “yo enfermo”-.
Por lo tanto, el síntoma es una “huida en la enfermedad” para
evitar un conflicto, pero en “muchos casos esta huida está totalmente
justificada” .
Pero hay más: una vez que esta enfermedad está instituida,
aparece alguna “ventaja más o menos apreciable en la realidad” y
ligada a “muchas situaciones de la vida” . Esta vez, se pasa a un
beneficio “externo”. El ejemplo más concreto y corriente que propor­
ciona Freud es claro: se trata de una mujer maltratada por su marido
y que no puede escapar de su tutela, por ejemplo, buscando un
reemplazante, ya sea por temor a las represalias, ya sea porque -no
hay que subestimarlo- “todavía está ligada a ese hombre por su
sensibilidad sexual” (es decir, porque sigue teniendo a ese bruto “en
la piel”). En la enfermedad encuentra la huida que le permite
mantener un callejón sin salida interno y, al mismo tiempo, encontrar
ciertos recursos en el exterior y ¿en quién si no es en el médico?: “Ella
encuentra una ayuda (Helfer) en el médico”.
Este es el beneficio “externo o accidental” -que hay que distinguir
del que marcó la propia formación del síntoma que es “interno” y
“necesario”-. Nos interesa respetar la escansión del proceso mórbido:
de un beneficio inherente al estar-enfermo, por una parte, y del
retorno a lo real de las “situaciones de vida” de un beneficio secunda­
rio, por otra parte. Señalemos que, en el lenguaje de los negocios, es
el equivalente de realizar un buen negocio que es “todo beneficio” en
sí mismo y realizar, durante las transacciones, beneficios, explotando
y haciendo fructificar (“fructificación” que es la forma material del
goce) una situación ya adquirida.

La auto-conservación a través del síntoma

Una vez que llegamos a la paradoja de que la neurosis puede ser para
el interesado un “negocio jugoso”, llegó el momento de recordar con no
menor fuerza lo que toda esta economía de la rentabilidad no debería
perder de vista: que la “neurosis”, al final de cuentas -hay que
decirlo- es un “mal negocio”. Efectivamente, el sujeto se ha cargado
con un “síntoma de sufrimiento” (Leidensymptom), está en descubier­
to, sus créditos en “ganancia” no alcanzan para cubrir sus débitos en
sufrimiento. El “yo” hizo un “mal negocio” a través de esta adquisi­
ción. A l menos, puede crearse, como el trabajador que se enferma, una
ganancia secundaria, renta de invalidez ( Unfallsrente que, en ale­
mán, designa, literalmente, la “renta por accidente” en la que el
accidente convierte al accidentado en rentista de su desastre). En este
sentido, el mal negocio puede no ser otra cosa, en la lógica del
inconsciente, que un “mal cálculo”.
Volvimos a la lógica de la “auto-conservación” . Enganche al que
Freud le otorga un rasgo social. Si el “pobre” -e l económicamente
débil—es dispensado con más frecuencia, por la necesidad de la vida,
de la prueba neurótica que... el rentista (en el sentido social), parece
que, una vez que ésta se instala, le resulta mucho más difícil desem­
barazarse de ella... “¿Y por qué? Es que le rinde buenos servicios en
su lucha por la auto-conservación. En otras palabras: el beneficio de
la enfermedad secundaria que le aporta es demasiado importante”27
(para que renuncie a él). La neurosis puede ser un órgano de
adaptación a la miseria ambiente, una prótesis simbólica de la
discapacidad social.

Estar-enfermo contra la enferm edad

La discusión que Freud mantiene consigo mismo a propósito de la


relación entre síntoma y enfermedad -entre 1905, fecha de aparición
del informe del caso Dora, y el agregado de 1923- es rica en enseñan­
zas clínicas. En efecto, había empezado por sostener que “los motivos
de la enfermedad no están presentes al comienzo de la enfermedad y
sólo aparecen secundariamente”.28 Dicho de otro modo, en esta
primera versión, el “síntoma al comienzo no es otra cosa que un
huésped que no es bienvenido en la vida mental”: “Recién cuando una
corriente mental encuentra cómodo utilizar el síntoma, éste adquiere
una función secundaria y se ancla en la vida mental” .29 En 1917,
precisa: “El motivo de estar enfermo es siempre la intención de
ganancia... siempre hay que reconocer un beneficio primario de la
enfermedad en toda afección neurótica”.30Dicho de otro modo, el afán
de lucro -inconsciente- de la neurosis contribuye a su nacimiento.
Esto se origina en la economía: “El estar-enfermo ahorra una acción

27A propos de l ’introduction du traitement, G.W., VIII, p. 466.


28Fragment d’une analyse d’hystérie, agregado de 1923, G.W., V, p. 202.
29Ibid., versión de 1905, G.W., V, p. 203.
30Leqons d’introduction á la psychanalyse.
mental, se presenta como la solución económicamente más cómoda en
el caso de un conflicto mental (huida en la enfermedad), incluso si en
In mayor parte de los casos la inutilidad de una escapatoria de este
I ¡po ulteriormente carece de equívocos”. Este es el beneficio “interno,
psicológico”, que se opone al beneficio secundario, externo y, de algún
modo, “situacional”.
Sin embargo, conviene no perder de vista la sugerencia de origen
Hue mantiene su valor clínico: ¿el síntoma no es el “tubo de ensayo” de
In enfermedad? Este punto es esencial para no ceder a la “supersti­
ción” (médico-psiquiátrica) de la entidad psicopatológica denominada
"enfermedad” y para ubicar el eje clínico en el estar-enfermo y la
dinámica correlativa de formación-de-síntoma.

Del perjuicio corporal a la renta somática

l’or lo tanto, algo anda mal en el cuerpo. Este malestar que inscribe
la lesión y la disfunción del órgano se traduce de facto en una “li­
mitación del yo”.
Tenemos los ojos puestos, de alguna manera, en el órgano lastima­
do (lo que supone, con derecho, el paso por la mirada médica).
Pero, en el caso del síntoma somático -por poco que supongamos
que puede ser reducible a “lo orgánico”- sigamos la reflexión clínica
precedente.
Es legítimo preguntarse, aunque los perjuicios sean flagrantes, en
dónde se encuentra el “yo” implicado en el proceso de represión.
El cuerpo se vuelve el terreno del conflicto de maneras muy
diferentes (y aquí estamos en el campo del abigarramiento de la
“clínica del cuerpo”).31Digamos que, en este caso, el sujeto huye... en
ese adentro externo que es el cuerpo. Hay que darle sentido pleno a
la sugerencia de Ferenczi de una “acción interna”32 -esfuerzo para
transformar a través de lo interno aquello sobre lo cual no se puede
actuar a través de alguna transformación del mundo externo, especie
de “adaptación interna” . Quiere decir que no queda inerte: si parece
sufrir un mal -verdadera “pasión” del cuerpo- hay que suponer que
produjo una especie de pasaje al acto “sobre el órgano” ...
Notemos que, en este caso, de alguna manera, el beneficio se
radicalizó, pues el sujeto hace una economía considerable: la acción

31Legons psychanalytiqu.es sur Corps et symptóme, t. 1, “Clinique du corps”.


32Ibid. , t.l, pp. 40 y ss.
mental propiamente dicha está “economizada”: en su lugar, el cuerpo
“actúa” (por donde el perjuicio toma cuerpo).

£1 cuerpo del síntoma

Una vez que el síntoma “se abre” y la incorporación (Einverleibung}


se lleva a cabo, se plantea la cuestión de la ganancia de la operación.
Hay que volver a leer la descripción de Freud de la instalación dej
sujeto en la enfermedad: “El yo se comporta como si fuera conducida
por la consideración: el síntoma está ahí y no es posible apartarlo; poi
lo tanto, se trata de gozar con esta situación (sicht m it dieser Situation
zu befreunden) y sacar la mayor ventaja posible de ella (V orteil)”.33EJ
yo forma cuerpo con el síntoma a punto de “luxarse”, pero también de
sacar de esta luxación una economía de su propio goce.

Las cuentas masoquistas

¿De dónde surge que “una neurosis que desafió todos los esfuerzos
terapéuticos” pueda “desaparecer” pura y simplemente “cuando la
persona adquiere una enfermedad orgánica”?14“Mantener una cierta
cantidad” (constante) de “sufrimiento”, en esto reside el trabajo de la
máquina de calcular de la infelicidad y su paradójico axioma o “má­
quina de calcular” masoquista. En esta matemática, el sufrimiento
(.Leiden) es la “constante” convertible en “grandezas” físicas y/o
morales. Lo esencial es que “la cuenta” esté allí.
La “necesidad de castigo”, otro nombre del “sentimiento de culpa
inconsciente” se vuelve un órgano de su enfermedad. El superyó está
bien implicado en este negocio.
Lo mismo sucede con esa paciente cuyo destino nos cuenta Freud
que, por el amargo goce de una operación ginécológica, encuentra loa
caminos de su histeria.
No podemos aplicarle lo que Freud dice sobre las neurosis traumá­
ticas: “Se quejan de su enfermedad, pero la usan con todas sus fuerzas
y, si queremos quitársela, las defienden como, según el dicho, el león
defiende a su cachorro” .35Imagen atractiva que convierte el momento

33Inhibition, symptdme et angoisse, cap. III, G.W., XIV, p. 126.


34Le probléme économique du masochisme, G.W., XIII, p. 379.
33La question de l ’analyseprofane, cap. V, GW., XIV, p. 252.
<le la enfermedad en el contenido precioso de ese cuerpo que está
pariendo un conflicto.

El enunciado fatídico o el cuerpo del traum a

Así aparece el sitio de esta subjetividad perjudicada -término provo­


cador, pero porque se origina en un desfasaje-.
El sitio del perjuicio es el trauma-cepa cuya fórmula proporciona
l'Yeud, al observarlo como una invariante en “los destinos de vida
;interiores” de estos candidatos al síndrome de excepcionalidad: “Una
experiencia o un sufrimiento que les había sucedido en los primeros
tiempos de la infancia, de los que se sabían inocentes y que podían
considerar como una injusticia, un perjuicio sobre su persona”-.
Un destino, por lo tanto, una transmisión fatídica.
Pero lo esencial de este Fatum es lo que esto determina en la
postura del sujeto.
Tenemos a una paciente que sufre de “ un doloroso mal orgánico que
le impidió lograr los objetivos de su existencia” . No basta que actúe
para que haga un destino: “Todo el tiempo que consideró este mal
como una adquisición ocasional y tardía, lo soportó con paciencia”.
I’ero, detrás de la Tujé, se dibuja la Moira: “Desde el día en que se le
explicó que formaba parte de su patrimonio hereditario, se rebeló”.
“Cambio de actitud frente a la vida.” Prueba de que el sujeto solo
adhiere a su vida según la versión del Otro que se dé.
Este es un ejemplo simétrico al de una infección ocasional provo­
cada por una nodriza -d u stu k ia - que, en un joven, basa su convicción
de estar bajo una providencia particular y que “vive todo el resto de
.su existencia con la pretensión de una indemnización al estilo de una
renta de invalidez” .
Aquí necesitamos una metapsicología del Destino - y de su reverso
de azar—.
EL OTRO, E L ID E A L Y E L P E R JU IC IO :
ENTRE D E S T IN O Y A ZA R

El creador del psicoanálisis inscribió la “creencia” en la Ananké -uno


de los nombres de la necesidad- en el frontispicio de su empresa.1
Ananké es una figura del “destino” -e l “destino necesario”, para
decirlo en el lenguaje pleonástico apropiado a lo “destinal”- .2Ahora
bien, ¿acaso el psicoanálisis no es, más allá de toda “visión del mundo”
liberadora, lo que sostiene la irritación del sujeto contra esta figura
del destino que se llama neurosis, de manera que sólo tiene sentido si
contraría la fatalidad neurótica -que, contrariamente a los “males de
Hesíodo”, que se derriten silenciosamente sobre los hombres, es algo
que se habla-? ¿Cómo puede Freud evocar una figura del destino
-acoplada, es verdad, al Logos, imperativo de inteligibilidad del
deseo, “inflexible” en su género-?
Ésta es una manera de abordar el problema del destino desde una
perspectiva freudiana.
Podríamos decirlo de otra manera: la efigie trágica del destino se
inscribe, con el tema edípico, en el principio mismo de su propia
escritura del inconsciente -salvo que, justamente, se piense en una
“declinación” del complejo de Edipo, que se dedique a desbaratar su
captura-. Esto plantea la siguiente pregunta: ¿qué, en la posición
analítica, reconduce la posición del destino - “sentimiento trágico” del
deseo- si no es la vida? Por un lado, lo trágico edípico marca con su

1Sobre este punto, remitimos a nuestra obra L ’entendement freudien. Logos


et Ananké. La presente contribución prolonga esa investigación, pero considera
el conjunto del campo semántico, es decir, ocurrencias de la temática del destino
(Schicksal) en la obra freudiana.
2Charles Baudoin traduce sumariamente: “Tengo dos dioses, Logos y Ananké,
la razón y el destino”, en Y a-t-il une science de l ’áme? Fayard, 1957.
hoIlo el (limón luí mimo, irremediablemente; por otro, existe algo como
mui "milunrtn" para ol cnUcjón sin salida edípico, un “saber arreglár-
noIiih ron”, quo pormite encarar, incluso exigir, una salida del cierre
1i'rtKi t'(i ¿Qué Hostiene al sujeto, del lado del destino? ¿Cómo hacer que
n|)iiiw.(‘n un sujeto en el destino?
A la hechicera metapsicológica hay que pedirle el retrato de este
sujeto del destino.

El destino a pru eba de la metapsicología

Lo que contiene el “destino” - la M oira o heirmamené griega, el Fa-


tum de los latinos, el Schicksal germánico- es la idea de un “poder”
que se ejerce sobre el sujeto y se impone a su historia -la “super-visa”
de manera que “ciertos acontecimientos estarían determinados de
antemano, suceda lo que suceda” .3 Es comprensible que el destino
tenga dos opuestos: como es irrevocable, se opone a la libertad; como
está programado, se diferencia del azar —dualidad de la Ananké y de
la Tujé-.
¿Cómo influir en esta idea del destino, en su “contenido de cosa”
(,Sachverhalt) inconsciente?
El Destino es una idea, una abstracción alegórica - y Freud requie­
re “traducir” el contenido de estas “ideas” según el principio esencial
de la deconstrucción metapsicológica aplicable a cualquier “realidad
suprasensible” .4Sea este objeto denominado “Destino”: hay que supo­
ner que en él se encuentra proyectado -si se supone que actúa en el
mundo exterior—aquello de lo que el sujeto detenta una percepción
interna (“endopsíquica”), fundamental, fenómenos que conoce mal.
En efecto, el Destino puede ser ubicado entre “los mitos endopsí-
quicos”. “Psicomitología” cuya génesis Freud sugiere muy temprano:
“La oscura percepción interna del sujeto de su propio aparato psíquico
provoca ilusiones que, naturalmente, se proyectan hacia fuera y de
manera característica hacia el futuro, en un más allá” .3
De hecho, el destino pertenece a la exterioridad: es lo que golpea al
sujeto en lo real -su exorbitante presencia parece recusar toda

3A. Lalande, Vocabulaire technique et critique de laphilosophie, Félix Alean,


1926, t. I, Artículo “Destín”.
4Psychopathologie de la vie quotidienne, cap. XII, G.W., IV, p. 288.
5 Carta a Fliess del 12 de diciembre de 1897, en La naissance de la
psychanalyse, PUF, p. 210.
“psicologización—. Cuando el destino está ahí, configura de manera
aplastante y sofocante la “vida” del sujeto, al que no le queda otro
remedio que inclinarse ante él.
El “destino” es un “superpoder” ( Ubermacht), la fuerza “desde
arriba” que debe aventajar a sus víctimas y sujetos. La Suerte es la
soberana que somete, es decir, transforma las individualidades presun­
tuosas -dotadas de u b ris-“en sujetos”.6Es lo que le da una “orientación
demoníaca” a ciertas existencias, marcadas por el “masoquismo mo­
ral”. Freud, sin embargo, es formal: “Nuestra manera prosaica de
luchar con el Demonio consiste en esto, que describimos como un
objeto científicamente aprehensible”.7Esto se hace al re-transformar
esta realidad trascendente en “psicología del inconsciente”.

Lo fatídico: el destino como invocación

Por lo tanto, en el apresamiento del sujeto en esta idea de “destino”,


tenemos que intentar comprender lo que se relaciona con la expresión
de algo vivido endógeno -profundamente opacado-. Pues la verdade­
ra figura del destino podría consistir, según un círculo revelador, en
la influencia de la idea del destino sobre el sujeto que, entonces, lo
evoca más o menos explícitamente y lo invoca solemnemente. El
destino es un enunciado fatídico -por medio del cual se recuerda la
aprehensión del hablar (fa ri) en el Fatum—: el Destino es la figura de
lo Dicho -lo que recuerda la forma tautológica “lo que está dicho, está
dicho”-: el Destino tiene su estructura tautológica y es, para parafra­
sear el dialecto del malestar, “lo que ocupa la cabeza” del sujeto, lo
invade como un pensamiento sin salida.
El Destino es lo que los sujetos que atribuyen sus vicisitudes a la
acción de ese principio, tan enigmático como material,invocan. Nada
más “popular” , en el fondo, que esta idea: el destino es lo que estaba
escrito en lo que sucede. Y, en efecto, se trata de una cuestión de es­
critura, salvo que nos preguntemos por el verdadero autor. Pues el
sujeto recibe notificación del otro -paterno-: cuando la madre del
pequeño Hans enuncia que la masturbación es una “chanchada”, ella

6En este párrafo se presentan dos juegos de palabras intraducibies, por una
parte, entre “ciu dessus": desde arriba y “avoir le dessus"'. aventajar y, por otra
entre “destín”', destino y “d e s t in é e destino, suerte. [N. de la T.]
7 Carta a Stefan Zweig del 14 de abril de 1925, en Sigmund Freud, Stefan
Zweig, Correspondance, Bibliothéque Rivages, 1991, p. 39.
no crea la neurosis, sino que “juega un rol de destino (Schiksalrolle)”,
dice Freud.8 Dicho de otro modo: las palabras amenazadoras de la
madre le ponen un sello fatídico a la castración, le presta su voz al
destino que hace que, desde antes del nacimiento, hubiese estado
previsto que un pequeño Hans se daría contra la pared del enigma que
no se le ahorra a ningún ser que desea y que habla...
El destino, ese concepto fuertemente simbólico, ya que es el
enunciado fatídico del Otro anónimo, implica dos contrarios o antóni­
mos, según que se lo tome a través de la imagen primaria—la libertad—
o a través de lo real -el azar-.
• El sujeto preso del destino se basa en él para deplorar el hecho de
no poder ejercer su libertad: el destino es la invocación imaginaria
de trabas a la libertad (un “non possumus”).
• El sujeto que invoca el destino no acepta, en el mismo movimien­
to, que algo que hubiese podido no suceder pueda suceder; es decir,
que algo le haya sucedido en serio.
Presentimos que el Destino es una idea cómoda, y ya que, por una
parte, vuelve inocente al sujeto, más que de “la parte que le toca en
el desorden del mundo”, déla culpa de su deseo, ya que, por otra parte,
es la base de una prevención -hasta de un odio- de lo real como lo que
sucede (lo que implica que pueda o no suceder). “Cualquier cosa
siempre que dependa de mí, que yo tenga algo que ver”: ésta es la
“tendencia pesada” de la lectura del sujeto por sí mismo, que le da a
la tesis del destino un prestigio incomparable.

La neurosis como destino

Esto se lee en la clínica, en la que el destino toma la figura del síntoma.


El destino se deja ver en la experiencia analítica en un cierto momento
de la vida de los sujetos, tal como lo describió Freud. Primero es una
“impresión” que se desprende de la vida de “personas neuróticas”: nos
da la impresión de un destino que las persigue (eines verfolgenden
Schicksals), de un rasgo demoníaco en su vida (eines damonischen
Zuges in ihrem Erleben)”.9 Un Otro parece estar pisándoles los
talones, los arrincona sistemáticamente y demoniza su existencia: y
es este Otro al que encuentran infaliblemente ante ellos, por un cierre
de retroacción del pasado sobre el futuro.

8Analyse de la phobie d’un enfant de cinq ans, cap. II, G.W., VII, p. 263.
9Au-delá du principe, de plaisir, cap. III, G.W., XIII, p. 20
Por lo tanto, ahí hay una “impresión”, es decir, una sensación, un
sentimiento del efecto de un agente externo sobre estos “destinos de
vida” : el destino surge de esta sensación de ciertas existencias, de la
acción sobre ellas de un “agente externo” —en ocasiones tan enigmá­
ticamente desastroso que puede ser “impresionante”-.
Lo que signa el carácter “destinal” de estas existencias es la
repetición de un guión que las transforma en un relato reiterativo,
lista habilidad para forjar el término de Schicksalsneurose - “neuro­
sis de destino”- es tanto más notable cuanto que Freud no muestra
una inclinación a la multiplicación de las neurosis -iniciativas falsa­
mente innovadoras en el plano clínico o de utilidad muy relativa (del
tipo “neurosis de fracaso”, “neurosis de abandono”, etc.)-. ¿Qué
autoriza a proporcionar el perfil dé una neurosis que tiene al destino
como estilo distintivo? ¿Qué es lo que hace que en la clínica freudiana
tenga un lugar una neurosis con rostro destinal?
Hay que creer que estos sujetos se encuentran sin cesar en el
mismo camino (Bestimmung), sin que hayan decidido tomarlo a
sabiendas. Ciclo implacable de un mismo fin, funesto, luego de inicios
prometedores. Esta es la figura concreta del Destino: esa figura que
el sujeto vuelve a encontrar sin cesar, eso que lo espera “a la vuelta
de la esquina”, en la fase terminal de cada uno de sus ciclos de vida.
Que el sujeto sea agente del destino es algo que él no puede conside­
rar. Lo propio del destino es que “la persona parece vivir pasivamente
algo sobre lo que no puede influir”. Y, sin embargo: “El psicoanálisis
sostuvo desde sus inicios que un destino de esta naturaleza estaba, en
gran parte, preparado por el mismo sujeto y determinado por las
influencias de la primera infancia” .
Lo repite en las Nuevas conferencias: “Hay gente que repite
siempre en su vida sin corregirse (ohne Korrektur) las mismas
reacciones en su propio detrimento (zu ihrem Schaden) o que incluso
parecen perseguidos por un destino implacable, mientras que una
investigación más precisa enseña que ellos mismos se prepararon ese
destino sin saberlo (unvissentlich)”,10
Lo que queda claro es que el sujeto experimenta -y hace experi­
mentar a los espectadores de su vida, marcada por un sello trágico-
cómo el decreto de poderes externos e independientes de su voluntad
ha sido preparado, si no programado, por el sujeto ab origine (es decir,
desde la infancia): las condiciones están dadas por el sujeto y su

10 Nouvelles conférences d ’introduction a la psychanalyse, XXXII, G. W., XV,


p. 114.
prehistoria. El destino es lo que se repite de un origen inmemorial, por
una torsión del terminus ad quem (¡todo“terminus” tiene resonancias
fatídicas!) al terminus a quo.
En resumen, lo que se perfila es que el destino es el sujeto, en tanto
ve volver su origen -reprim ido- en lo real de su historia.
Aunque el sujeto se asombre, se indigne, se lamente, enseguida se
observa que esta idea del destino lo sostiene -le permite, en un
momento determinado, “oprimir su existencia” por esa atención
funesta pero sostenida del Otro respecto de él-. El trabajo analítico
no significa que se vuelva “libre como el aire” -que puede ser la
primera sensación del comienzo del análisis- sino reinstaurarlo como
agente de su destino. ¿Esto quiere decir que lo hará libre? Más bien
lo pone en otra postura: el reconocimiento de otro destino.
Pues hay destino y destino o, para decirlo en griego, hay M oira y
Ananké. Podría ser que se trate de cambiar la M oira por la Ananké.

De la compulsión de repetición
a la clínica del destino

¿Cómo conciliar esta idea de alienación respecto del Otro con la parte,
oscura pero comprobada, que tiene en esto el sujeto?
El punto de articulación es la compulsión (Zwang): el destino se
inscribe en el sujeto y el sujeto suscribe el destino por compulsión que,
en este caso, recupera su sentido literal de obligación (repetición).
Como sujeto compulsivo toma figura el actor del destino. “Atribuimos
el carácter demoníaco a la compulsión de repetición”, enuncia Freud
con claridad.11
Hay que prestar atención a los ejemplos que proporciona Freud de
la “compulsión de destino”, pues contienen una clínica del destino,
que ayuda a anclar lo “demoníaco” en lo real y es la base del carácter
“impresionante” de estos cuadros de existencias.
Lo que surge de ellos es una compulsión de destino (Schicksal-
zwang).12El destino se manifiesta como una restricción de existencia.
Es decir que el Destino, lejos de estar “encima” de las existencias, es
lo que las “trama” (lo que exacerba lo que se puede considerar como
“pasión de repetición”).13

11 Nouvelles conférences, op. cit.


12Au-déla du principe de plaisir, cap. III, G.W., XIII, p. 22.
13Véase nuestra contribución “La passion de répétition. Genése et figures de
El signo de esta compulsión es una especie de “revolución” en el
sentido astronómico: la relación-de autoridad, de amistad o de amor-
está obligada a “atravesar las mismas fases”, antes de “conducir al
mismo fin”. El circuito es completo. Hay que empezar a ejercer las
buenas acciones para que empiecen a surgir la ingratitud y el rencor
contra los benefactores; hay que creer en la amistad para que, en un
momento dado, sobrevenga la traición y la decepción; es necesario que
el otro sea puesto en un pedestal antes de que sobrevengan la
destitución y la caída; hay que creer en el amor para que llegue la ho­
ra de los sinsabores.
En suma, el destino trabaja las vidas y se nutre del tiempo... de no
comprender: no está solamente en el cumplimiento del mismo fin o de
la misma “caída” (como se dice de las historias, inclusive de las menos
“divertidas”): consiste en el isomorfismo del proceso. El destino se
presenta como la recurrencia de lo mismo —“eterno retorno de lo
mismo”- , 14 en tanto ésta tiene que pasar por la ilusión de lo nuevo.
Consiste en la ilusión de laño repetición, que rem iteinfine al mismo
desenlace, por donde se demuestra la compulsividad. El sujeto está
preso de un juego en el que, al final, saca sin cesar la misma carta, lo
que Lacan designa como la “carta forzada” (en donde se oye Zwang,
la activación de la obligación freudiana). Esto es lo que hace de la
víctima del destino, más que un eterno perdedor, un jugador que está
en una mesa de juego de la existencia, eterna y repetitivamente
burlado. Guerrero incansable que da batalla sin cesar, para volver a
perder la misma guerra...
Más que el gran Ciclo que parece ser, el Destino consiste en estos
“epiciclos” que trabajan estas existencias alienadas y las organizan en
falsos pasos a repetición.
Por eso mismo se demuestra la escisión del sujeto en relación con
su historia: ya que parece que no aprende nada y que fracasa cuando
metaforiza. El destino es el trastorno de la metaforización que des-
liistoriza las existencias. La amnesia de “la vez” anterior llama a su
repetición (“una vez más”) que hace rodar la máquina del destino.
Ahí es donde el destino hace historia', necesita la historia -la carne
fresca de los existentes- para vampirizar las existencias.

la compulsión de répétition dans la métapsychologie freudienne”, en Revue


frangaise de psychanalyse, abril-junio de 1994, pp. 335-357.
14Véase P.-L. Assoun, Freud et Nietzsche, PUF, 1981, “Quadrige”.
¿(Vano entran los sujetos en una galera de este tipo? ¿Qué lógica
masoquista les da la vocación de un “voto” de repetición funesta?
Puede orientarnos un principio simple proporcionado por Freud:
estos poderes, que se presentan como “externos” y actuales, que
golpean a los sujetos desde afuera, tienen su origen adentro y antes:
hay que encontrarlos en la “pareja de las divinidades” (Gótterpaar)
domésticas, es decir la “pareja paterna” (Elternpaar). Estas constitu­
yen “los poderes (Gewalten) más externos y más lejanos”15cuyo culto
se perpetúa, comunicado por el superyó, lo que Freud denomina
“superyó paterno” (elterliches Uberich).
Dicho de otro modo: hay que estar de a dos, padre y madre, bloque
de lava - “padre-madre”- pkra darle forma al destino.
Aunque Freud habla del destino como de una “proyección paterna”
(Vaterprojektion),w es necesario considerar el alcance masivo del
significado paterno. Para decirlo resumidamente, el contenido me-
tapsicológico del Destino es irreductible, al significante paterno o a
la figura materna tomada aparte. El Destino es el busto gemelo de la
Imago le la Pareja procreadora. Detrás de su unicidad monolítica
habría que entrever la calidad de gemelo de las Imagines.
Por eso mismo, el destino se junta con el amor en ese sentido al
mismo tiempo particular y precioso: “Si uno tiene mala suerte,
significa que no es más amado por ese poder superior (dieser hóchsten
M acht) y que, amenazado por esa pérdida de amor, uno se repliega
nuevamente ante la representación de los padres en el superyó que,
en la felicidad, queríamos ignorar”.17

...una historia de amor

El sujeto preso del destino tiene el sentimiento -físico y m oral- de


estar en la mira de un poder superior -demasiado fuerte para él,
de otra índole-. Ahora bien, esto lo conoció en los primeros
tiempos de su existencia real: es la autoridad paterna, la que tuvo
poder de vida y de muerte -y , sobre todo, de am or- sobre su
persona. Universo implacable, reino del que era sujeto y sobre el
cual reinaba la doble imago paterna.
15Le probléme économique du masochisme, G.W., XIII, p. 381.
16Dostóievski et la parricide, G.W., XIV, p. 409.
17Malaise dans la civilisation, G.W., XIV, p. 486.
Avance capital y fuertemente original del psicoanálisis: ol dent-ino
remite a la cuestión del amor. Cuando el sujeto está agobiado por el
destino, es porque es rechazado: de ahí el desamparo que abro la
fatalidad: “¿Qué hice para merecer esto?” y, por lo tanto, “¿Qué quiere
i•I otro de mí que me hace esto?” Ser feliz es ser amado por los dioses...
<le la infancia y, por lo tanto, poder ignorar la dependencia paterna.
Ser infeliz es experimentar la repetición del abandono. Podríamos
apostar que en los grandes sueños traumáticos esto es lo que se
experimenta de manera desafortunada: la impotencia ante un recha­
zo de amor catastrófico.
En cada ocurrencia del destino -por configurado que esté en un
contexto a los datos nuevos e inéditos de la existencia- cuando el
sujeto se sienta eminentemente “arrinconado” por el lado del amor-
odio, tendrá la impresión más pregnante de que “eso vuelve a
empezar”, es decir, los enojos con las divinidades paternas tutelares,
prestigiosas y despóticas.
Entendemos el aura persecutoria inherente a la repetición de los
golpes de suerte: el sujeto se siente perseguido por la mala racha, esa
pez viscosa apta para metaforizar ese hundimiento en una regresión
arcaica, trabazón en la obediencia paterna. Más aun: cada vez que el
sujeto oye resonar un enunciado fatídico, como por ejemplo, “ ¡Es
tfrave!” -diagnóstico amenazador-o, “¡Entre nosotros todo terminó!”
-notificación de ruptura-, ese enunciado lo lleva a la voz siniestra que
emana de la autoridad augusta en relación con la cual se negociaron
originariamente las relaciones con la castración, con el amor y con la
muerte. En estos momentos de padecimiento, en los que el sujeto
siente en la nuca el soplo de la angustia de muerte, se despierta el viejo
contencioso superyoico, con una frescura insospechable —el superyó
es “el heredero vivo de la instancia paterna”-. También se le une la
Necesidad paterna: en la enfermedad mortal o en la caída amorosa,
siente que la vieja divinidad paterna puede golpearlo; como, en los
momentos inesperados de triunfo ideal-yoico, siente un signo de la
bendición paterna. Pierda o gane, el sujeto verifica que es castigado
o recompensado por la Ley de amor paterno. Hay dones del destino,
divinas sorpresas o regalos envenenados...

El Destino, superyó del afuera

Aclaración capital: el sujeto se siente libre respecto de la felicidad,


obstaculizado respecto de la desgracia. Convicción de que, en la
adversidad, la fatalidad superyoica (que es la base de la superstición
fatalista) lo vuelve a atrapar.
Con el Destino sucede algo como una trascendencia interna que
se significa. El Destino es propiamente lo trascendental paterno.
De paso, notemos que en la inverosímil fantasía originaria kleinia-
na de los “padres combinados” se instituye una imagen irrevocable y,
en el fondo, catastrófica de la Moira, pareja soldada en la que el padre
es el apéndice encastrado de la madre.
Pero Freud busca el trabajo del destino en otra parte, es decir, en
las tribulaciones del superyó y del yo.
El destino se muestra como una autopercepción del superyó. Para
parafrasear la expresión freudiana sobre la mística: “La autopercep­
ción oscura del reino, más allá del yo... del superyó” .18Así como, en el
Erleben místico, el “reino del ello” se vuelve sensible por una especie
de percepción oscura del yo, entonces capaz de “percibir relaciones en
el ello”, así el Erleben destinal permitiría acercar el yo al superyó. El
yo y el superyó están unidos como el martillo y el yunque, cuyo choque
hace resonar el sentimiento del destino. Sentimiento casi físico:
cuando el yo se encuentra bajo la influencia sensible del Superyó, un
gusto de destino le viene a la boca, un gusto de lo más amargo.
El sentimiento destinal es mayor cuando el superyó se vuelve
sensible al yo: es el apogeo de la “superyoización”. Es el retorno del
poder superyoico en lo real. El Uberich se manifiesta, entonces, como
Ubermacht.
Comprendemos que esto implica la angustia de muerte, que se
“juega entre yo y superyó”.19Freud subraya su gesto que consiste en
“derivar la angustia de muerte real de los hombres de este tipo de
concepción paterna del destino (elterliche Auffassung des Schick-
sals)”. Gesto audaz: la angustia de muerte real sería la expresión de
una angustia simbólica. Sugerencia de una sorprendente profundi­
dad: cuando el sujeto está frente a la muerte no tiene otra sensación
que la de una dependencia moral dolorosa e impresionante. •
Lo que convierte a la angustia de muerte en un “análogo de la
angustia de castración” “es la situación en la que reacciona el yo”, es
decir, “el abandono del superyó protector -los poderes del destino
(Schicksalsmachten)”- . 20

18 Sobre este aforismo de 1939, véase nuestra obra L ’entendement freudien.


Logos et Ananké, op. cit., cap. III, pp. 127 y ss.
19Le moi et le ga, cap. V., G.W., XIII, p. 288.
20lnhibition, symptóme et angoisse, cap. VII, G.W., XIV, p. 160.
La pulsión de muerte con rostro de destino

Freud sostiene que la compulsión de destino, ejemplificada por la


neurosis de destino, permite dar cuenta de las manifestaciones,
larvadas pero actuantes, de este principio de repetición que manifies­
ta la “pulsión de muerte”.
Lo que el destino muestra (“en enigma”) es el poder de desligazón
que desencadena un automatismo de repetición. La neurosis de
destino forma parte del pequeño cortejo de hechos privilegiados por
los que la pulsión de muerte hace sentir su presencia oculta. El
destino le da figura a la pulsión de muerte : está ribeteado de muerte
-repetitivo- del tejido de la vida. Principio clínico que hay que
verificar: cuando, en un trayecto de vida o en un devenir familiar,
algo se repite con una obstinación particular, es posible detectar la
puesta en historia de la pulsión de muerte, de la Todestrieb en tanto
Schicksalzwang.
Estamos acercándonos a una idea capital: el destino podría ser la
puesta en escritura -existencial-de la pulsión de muerte, que organiza
la relación con el otro en la repetición.
También entendemos que el adolescente, confrontado a esta poten­
cialidad de desligazón, pueda entender el enunciado “tienes toda la
vida por delante” que se supone prometedor, como una verdadera
condena a vivir, que cierra sobre el destinatario de esta promesa las
mandíbulas de hierro de un destino de vida (Lebensschicksal), que
puede tener el sabor de una pesadilla: condena a perpetuidad.
También es el sentimiento de no tener ningún destino y de estar
librado a una sucesión de días que ninguna intención del Otro para
con él anima y, así, se siente acorralado por la desesperación: pobre
destino, el de sentirse sin ningún destino personal. Tiempo de la
“galera” en el que el único golpe de remo del día permite dibujar, como
si fuera un grafiti, el rostro del sujeto sobre la arena de un destino
improbable.

La escritura destinal de la repetición

A escala del sujeto, el destino no es solamente un azar: es una


estructura intersubjetiva que vuelve imposible decidir cuál es la
posición de “agente” o de “paciente” de la causalidad destinal. Relea­
mos “la historia de esa mujer cuyos tres maridos se enfermaron poco
tiempo después de haberse casado con ellos y a los que tuvo que cuidar
hasta su muerte” .21 ¿Quién es agente y quién es paciente de ese
destino? Esa mujer experimenta la repetición, ya que ve a maridos
con buena salud, que le prometían felicidad, transformados en
inválidos, y se encuentra atada a sus lechos de enfermos. Especie de
remake de la historia de Sara del Lib ro de Tobías. Pero, si leemos el
guión en su literalidad ¿esta mujer no es ella misma un destino
para cada uno de los hombres que anudan con ella un destino de
cama, de manera que ella es lo que ven surgir en la cabecera, como
signo del peor augurio, de la muerte cercana? Aquí observamos un
cambio de roles: la mujer, paciente del destino se convierte en su
oscuro agente; los maridos, agentes del destino, se vuelven sus os­
curos pacientes.
La síntesis en forma de desenlace se encuentra en este cuadro: al
final, ¿qué vemos? Una mujer obligada a cuidar a un hombre -uno,
dos, tres- hasta la muerte (¡la de ellos y la de ella!). En esta escena
artificial se unen los dos socios del destino. No está excluido -quizás
sea inherente a la estructura intersubjetiva del destino- que cada
uno de los participantes de estos guiones asuma el rol alternativo o
simultáneo de agente/paciente del Otro destinal.
Verdad del destino: el sujeto puede convertirse en destino para otro
sujeto. Lo que le otorgaría una nueva figura a la fórmula sartreana:
el infierno, son los otros... como destino -lo que demuestra la tragedia
doméstica de las “viejas parejas” en la que cada uno se convierte en
el destino del otro y viceversa-.

El “golpe de suerte” o la espada de Tancredo

Pero el misterio del destino se agudiza porque conjuga la fuerza


oscura e invisible de la repetición, oculta en el corazón del sujeto, con
un acontecimiento de afuera: lo que se llama, con tanta justicia, “el
golpe de suerte”.
Freud proporciona una espléndida ilustración de este elemento,22
la de la espada de Tancredo, en la Jerusalén liberada de Tasso: no
contento con haber matado a su bienamada, Clorinda, sin haberla
reconocido bajo su disfraz de caballero enemigo, vuelve a herirla,
mientras su alma se encuentra refugiada en el gran árbol de un
bosque encantado. Su golpe fatal hace derramar la sangre y da libre

21Au-delá du principe de plaisir, cap. III, G.W., XIII, p. 21.


22Ibid.
curso a la voz de su bienamada, a través de una espirnl qm* llcvu ti In
destrucción en el objeto amado.
Consideremos la historia con la trivialidad del buen sentido: por
supuesto que se trata de una mujer un tanto extraña, que anida en
una forma extraña (caballero o árbol) de manera que Tancredo parece
enfrentarse a una metida de pata excusable. Nunca mata a Clorinda en
persona,in corporee in anima, sino a otro, a algo que no es ella. Ahora
bien, esto es lo que confirma la fatalidad de la repetición y la “culpa”
de Tan credo: como no la reconoce y como, cada vez, a la que mata es
n ella, confirma que el texto del guión fatídico tenía que suceder en la
realidad: “Clorinda fue matada por Tancredo” .
Este “golpe de espada” en las aguas turbias del destino tiene su
significación metapsicológica: para que el automatismo de la repeti­
ción se ejerza se precisa ese momento ciego, ese gong del reloj de lo
real. Se precisa un “choque” (acontecimiento de descarga, gesto, acto)
para sacudir la realidad. El colmo reside en que este acontecimiento
puro, que desencadena la repetición fatal, es concebido como un
elemento repentino, inesperado, imprevisible, es decir, como el efecto
del azar. “Golpe de suerte”. De hecho, es la punta de azar de la
estructura de repetición.
¿Cómo se escande la historia tramada por el destino? Por una lógica
de “golpes”: “golpes duros”, sufridos “golpe a golpe”, desencadenados
“de golpe”, que golpean a la víctima “en el acto”23y que la dejan “bajo
el peso de”.24 El destino golpea “sobre seguro”,25 pero necesita ese
momento en el que la situación tapona el acontecimiento. Se juega
como “o pasa o rompe” .
El entendimiento vacila frente a este tipo de repeticiones: se dirá,
sin temor a contradecirse, que algo es efecto del azar, el golpe de
suerte en estado puro, o bien que “no es por azar” : podemos llegar a
creer que la primera vez fue una casualidad, pero ¿la segunda?
Quizás haya que oír aquí la pregunta de Nietzsche: ¿el agente
estará listo para cada uno de sus actos, en cada nueva repetición del
“eterno retorno”, como si fuese nuevo? ¿Querrá esto cada vez?
El corte de la espada del héroe, amante desastroso, sobre la corteza
del árbol encantado en donde encuentra la maldición del acto, esto es
lo que inscribe el destino en la realidad. Esto supone que el corte de
la espada ilustra la fatalidad del acto: al mismo tiempo nuevo y el
mismo. Tancredo mata a Clorinda una sola vez, pero esta vez se dilata
23 En francés, la expresión utiliza coup: golpe. [N. de la T.]
21 Idem anterior.
25 Idem anterior.
por el entre-dos-veces, en la “segunda edición”. Confirmación que no
habrá eludido, la de tenerla muerta dos veces y no una...

D estin o y azar: A n a n k é y T u jé

Este golpe fatal libera el paso de Freud a Lacan. ¿Qué es lo que hace
que Lacan busque, más allá de la tragi-mitología, por el lado de la
física, el desciframiento de este reverso del automatismo de repeti­
ción, el “azar”? El hecho de que la Tujé -cuyo crédito Freud le otorga
a Empédocles-26 radicaliza la idea de Zufall.
La Tujé es la “fortuna” -buena (eutakia) o mala (dustukia)-,
“depende” . Es lo que, con el daimon, determina, según Freud, “el
destino de un hombre”.27 El destino del hombre está en esta “serie
complementaria” de su demonio personal, de lo que viene de él y lo que
le aporta el afuera, independientemente de su “constitución” y de su
deseo.
¿Qué tipo de necesidad se notifica en esta relectura, tan “libre”
como atenta, de la Física de Aristóteles, especialmente de esa parte
del libro II (capítulos IV-VI) que se ocupa de la cuestión del azar?28De
hecho, allí donde Aristóteles convierte al automaton y a la Tujé en dos
formas de azar —la que conlleva la finalidad y la que es pura “es­
pontaneidad”-, Lacan radicaliza la Tujé para pensarla como “el
encuentro de lo real” -que toma la figura del traum a- y oponerla al
automaton, ubicado sin lugar a dudas del lado del significante.29
En el alemán de Freud encontramos la pareja “destino” (Schicksal)
y “azar” (Zufall).
Schicksal es “el conjunto de cosas de las que el hombre no es
responsable, el poder superior que (por decirlo así) rige la vida” .30
Zufall es “el acontecimiento inesperado, no previsible” .31En la prime­
ra palabra oímos el verbo shicken, noción de desarrollo de las cosas
provistas por un poder y, en la segunda, el verbo fallen, la idea dp
caída.

26Analyse finie et analyse sans fin, G. W., XVI.


27 Sur la dynamique du transferí, G.W., VIII, p. 364.
28 Séminaire XI, Les quatre concepts fondamentaux de la psychanalyse, V, 12
de febrero de 1964.
29Véase, al respecto, nuestra contribución “Le symptóme comme destín: Ananké
inconsciente et Tuche réelle”, Cahier des psychologues, 1995, pp. 130-135.
30 Stórig, Das grosse Wórterbuch der deutschen Sprache, Parkland.
31Ibid.
Comprendemos que Freud encuentra la cuestión de lo que, de esta
forma, “cae” de manera inesperada a propósito de las acciones —aza­
rosas- (Zufallshandlungen) psicopatología de la vida cotidiana: la
“metedura de pata” podría ser el prototipo -anodino pero emblemá-
1ico—de lo que pasa de improviso y desgarra el velo de represión social.
La dupla nocional Ananké/Tujé32 adquiere, en este caso, todo su
relieve. En el sentido originario, Ananké designa, en griego, la
necesidad o la “obligación” y, por especificación, el destino: a través de
la idea de “inevitable” se pasa de uno a otro. También es la “necesidad
física”, la “ley de la naturaleza” y, por lo tanto, la “miseria” o el
“sufrimiento” (en la medida en que la necesidad puede ser difícilmen­
te satisfecha). Finalmente, es la “necesidad lógica” (lo que vincula
Logos y Ananké), pero también los “lazos de sangre”.33Señalemos que
Freud hace un uso muy completo del término, que muestra la realidad
lexicográfica al hacerla funcionar en el terreno analítico.
T e s la “fortuna”, la “suerte” y, también, “el acontecimiento feliz
0 infeliz”.34Por lo tanto, en contraste con la necesidad (lógica y física),
es lo que sucede. Pero el diccionario nos recuerda que, en primer
término, es “lo que el hombre alcanza por decisión de los dioses” . Hay,
pues, una divinidad de la Tujé: en contraposición con la que aprieta
1a garganta, es la que hace que algo suceda. “Vicisitudes de la suerte”,
“lo que sucede por azar, por accidente, irreflexivamente, sin motivos”.
Es decir, es la suerte que puede ser “buena” - y es un éxito, y por eso
los actos públicos, documentos y contratos se hacían bajo la égida de
la agathé tujé (la buena suerte)- o “mala” -y, por lo tanto, las
adversidades y los sinsabores-. Es la manera en que el hombre “llega
a la meta” -pasa la línea- o al “menos llega a la meta” . Dustukia es
la “mala suerte”, el infortunio, lo que “anda mal”.

El adentro y el afuera o la necesidad y el azar

Es asombroso que la actualización del determinismo psíquico, deno­


minador común de las expresiones “psicopatológicas” de lo cotidiano,
haya puesto a Freud, por primera vez, frente a la cuestión del azar.
La fórmula se encuentra en una declaración de “creencia” tan clara
en su letra como compleja por sus repercusiones: “Creo con seguridad

32 Sobre los aspectos mitológicos y ñlosóñcos de la Ananké, véase Heinz


Schreckenberg, Ananké, Helft 36, 1964.
33 Bailly, Dictionnaire grec.
34Ibid.
en el azar externo (real), pero no en el azar interno (psíquico)”.33 A
decir verdad, Freud usa dos palabras diferentes en esta oración:
reserva la palabra Zufall para el azar externo y usa la palabra
Zufalligkeit para designar el carácter “azaroso” -carácter bastante
cercano a la “contingencia” en sentido filosófico—, Freud subraya que,
al recusar lo “fortuito” del acontecimiento psíquico, no deja de creer
en el azar real. Hay que ir más lejos en nuestra problemática: el
determinismo interno pone al desnudo el azar como efecto de reali­
dad, de manera que el “determinista endógeno” radical que es el
psicoanalista no cree más que en el azar como estructura misma de
lo real. Nadie está mejor ubicado que el que vuelve de la superstición
del azar interno para afrontar la cuestión de ese bruto de lo real que
es el Azar.
El nudo del debate es el estatus de un cierto algo... “oculto” (etwas
verborgenes): es, en efecto, lo que basa la superstición. El supersticio­
so actúa reaccionando frente a esta idea -justa en sí misma- de que
hay “algo oculto” en la realidad: pero la localiza fuera de él. No sabe
nada de la motivación de sus acciones y actos fallidos fortuitos, cree
que ahí hay azares -aquí habría que decir: “fortuitos” psíquicos-; por
eso se inclina a atribuirle al azar externo una significación que se
expresará en el devenir real, en ver en el azar un medio de expresión
para algo de afuera que se le “disimula”.
Por lo tanto, el supersticioso es “in-determinista” en el plano
“psíquico” (interno), lo que lo lleva a deificar, de alguna manera, o
mejor, a demonizar el azar como Fuerza al mismo tiempo misteriosa
y todopoderosa. Lo “oculto” se encuentra proyectado y encarnado en
esta Ley arbitraria del mundo. La demonización del azar es, pues, el
correlato de no-poder-saber (de uno) e instituye, en consecuencia,
el no-querer-saber. En este sentido, el Azar se construye a imagen del
“adentro” que no puede ser reconocido: el supersticioso es el que
confunde afuera y adentro de la manera más insidiosa, construyendo
la imagen del Azar según el modelo de su propio desconocimiento.
Esto es lo mismo que decir que la superstición es la denegación de lo
real: el supersticioso, que desconoce el adentro, disuelve el afuera.
Este último punto es el nervio de este desarrollo de Freud. Para el
supersticioso, alienado en su propia verdad, no hay realidad: sola­
mente un espejo de simulacro de una verdad que no se inscribe en
ningún saber.
En esta primera versión, nunca perimida en Freud, las cosas son

30Psychopatologie de la vie quotidienne, cap. XII, G.W., IV, p. 286.


claras: toda la “necesidad” está adentro, el azar está afuera; es,
inclusive, la figura propia del “Afuera” . Figura no exclusiva, ya que
l'Veud también llama Ananké, es decir, necesidad, a esta “realidad
externa” o “necesidad de la vida” . Tujé, el Azar, ¿no será una divini­
dad rival de Ananké, la Necesidad? Una vez que se reconoce el poder
du esta dupla gemela de la Razón y de la Necesidad (Logos y Ananké),
tutelar de la “comprensión freudiana”, ¿no hay que darle un lugar a
Tujé, ese reverso del FatumP.
El problema estaba muy claro desde 1904. Veremos resurgir el
Azar -no fortuitamente, tampoco bajo su nombre “profano” (Zufall),
sino bajo su denominación “demoníaca” (T u jé )-. Nos sorprendemos al
comprobar que la problemática de la “constitución” reactualiza el
problema.
El dato constitucional -incluso tomado en el sentido psicosexual-
es ese polo de la necesidad interna: pero también está lo que sucede
fortuitamente; lo que la realidad aporta, ese orden “histórico” de lo
cotidiano y, más radicalmente, la “impresión” que marca el inicio de
esta realidad vivida y que, también, habría podido no serlo (definición
del orden de la “contingencia”).
En realidad, Freud no dejó de interrogarse sobre este problema de
las relaciones entre un adentro constitucional (quejiunca pensó en
negar) y un afuera de los acontecimientos en el ^ue puso el acento a
través de su concepción “histórica” del desarrollo libidinal. Responde
a esto en una síntesis de 1917, a través de su concepción de la “serie
complementaria” (Erganzungsreihe),36

La Tujé y su demonio

Freud conoce muy bien los estragos de la explicación “constituciona-


lista” clásica. Pero recusa el reproche de haber negado “la importan­
cia de los factores innatos (constitucionales)” a favor de las “impresio­
nes infantiles”, y es esto lo que va a hacer que vuelva a surgir el Azar,
en una nueva pareja.
En una nota preliminar al ensayo La dinámica de la transferencia,
explica que el psicoanálisis tuvo que subrayar, y en cierto modo exa­
gerar, la importancia de los “factores accidentales”, justamente
porque habían tenido poco derecho a la expresión. Pero llegó el
momento de reafirmar la importancia de la “cooperación” de dos

36Legons d'introduction á la psychanalyse, XXIIIé, G.W., XI, pp. 375-376.


fuerzas para el “efecto observado” . Ahora, ¿cómo denominarlas?
Respuesta: “Sai^icov K oa tu ^ ti determinan el destino de un hombre;
raramente, quizás jamás, uno de los dos poderes solo”.37
El “ adentro” -aquí “constitucional” o “innato”- refiere al “demonio
(daimón) y el afuera - “histórico” o “ adquirido”- al Azar (Tujé).
Fórmula elegante y pertinente en el plano de la clínica psicoana­
lítica: ¿el destino de vida no muestra todo el tiempo esta partición
entre el “demonio” de un sujeto y el azar, esa fuerza que pone al
demonio en acto, pero que justamente no actuaría si el demonio no la
“esperara”?
Nos parece que en este “cruce” preciso Freud se pone en la pista de
lo real. Por una parte, porque la dualidad daimon/tujé no cubre
totalmente la de la realidad psíquica y la de la realidad material y,
para nada, la de la psiquis y de la realidad. Por otra parte, porque a
través de la Tujé se reconoce la figura desnuda de lo real.
En su escrito sobre el motivo de los tres cofres y sobre la diosa
intermediaria de la trilogía de las Moiras, Freud plantea la cuestión
del azar en el corazón de la “legalidad” del destino. Si Cloto representa
“la significación de la disposición fatal, innata”, en tanto que Átropos
es “lo inevitable, la muerte”, Laquesis “parece lo fortuito dentro de la
legalidad del destino” (“das innerhalb der Gesetzmassigkeitdes Schick-
sals Zufallige”).m
Hay que entender el alcance de esta relectura que hace Freud del
“tríptico destinal” del sujeto. Entre su destino interno (el del registro
“constitucional” ), es decir lo que trae con él y que no lo abandonará
nunca del todo y su destino externo (la muerte que lo espera al final
del trayecto), se inserta el registro de lo “vivido” (Erleben). Ahora bien,
vivir es, entre estos dos destinos, desarrollar también un destino, pero
susceptible de... Zufall. “V ivir” significa que me puede pasar algo.
Esto es justamente lo que abre la dimensión de lo real, también en sus
connotaciones traumáticas.
Ahora bien, en este intervalo, expuesto al riesgo y a la “dificultad
de vivir”, en el acontecimiento mismo del deseo, puede pasarme algo
que es irreductible al destino: esto es el “encuentro”, “bueno” o “malo”,
malo y bueno, es decir, entre “suerte” y “desgracia”, amor y síntoma.
Bajo la categoría de la seducción de la tujé, dustukia bruta que es el
“trauma” y tiende a “refractarla” en ese “dispositivo automático” que
es el lenguaje. En la cura, hablar es repetir esta realidad, pero

37Sur la dynamique du transferí, G.W., VIII, p. 364.


38Le m o tif du choix des coffrets, G.W., X, p. 33.
I íaciendo que repercuta en este otro elemento. El “significante” es, por
lo tanto, propiamente el autómata y el dispositivo analítico, proceso
de “automatización”.

La existencia azarosa

Ahora podemos asumir la paradoja que permite tomar la medida de


lo real como síntoma: habría que situar el punto de cruzamiento de la
Ananké y de la Tujé. En la primera, el acontecimiento-síntoma tiene
carácter “destinal”, en la medida en que el sujeto está “ordenado” en
su “destino” respecto de la necesidad libidinal. Es lo que Lacan expone
como “morbidez del deseo” . Pero la segunda tiene un carácter absolu­
tamente “improgramable” : incluso da una idea pura de lo que sucede
de afuera, del “encuentro fallido” (lo que junta la dustukia con la tu ­
jé). Es lo que no pasa “como debe ser”, siempre fuera de tiempo -d e ­
masiado pronto o demasiado tarde: por eso la escena originaria de la
seducción es “patógena” por su “precocidad”, pero la propia noción de
Tujé implica esta “discronía”-.
Factor de desorden mayor de toda “vida”: la repetición de lo que se
produjo y no deja de ser olvidado/vuelto a jugar. No hay rutina posible
en este caso: en tanto el destino es el desarrollo de un error primitivo,
aquí tenemos que pensar en un “error” en relación con el aconteci­
miento. Cada vez que el sujeto se pregunta por su (des)ser, es llevado
a lo que le sucedió.
En este sentido, Lacan radicalízala idea freudiana de una causalidad
psíquica articulada con la de la historia singular, a través de la noción
de una verdadera “causalidad tíquica”. El emblema que podríamos dar
es de ese “accidente de circulación” que, en la ruta de Delfos, marcaba
la cita de un cierto Edipo con su destino. Había que encontrarse ahí, en
ese cruce de caminos, para que la dustukia se encontrara con laAnan-
ké...a través del acontecimiento, de una virtualidad libidinal, en la que
el niño se muestra como un “perverso polimorfo”.

La Tujé inconsciente o la ley de lo real

Sin duda es por azar -¡hay que decirlo!- que las dos ocurrencias de la
Tujé se sitúan en dos escritos mayores de la “técnica psicoanalítica”,
uno sobre la transferencia como resorte de la cura, la otra sobre su
problemático fin.
l'Yuud encuentra formulado “el reconocimiento del rol del azar39
(Die Anerkennung der Rolle des Zuffals)” enEmpédocles de Agrigen-
!,<>. La mención figura en la enumeración de los elementos del “edificio
doctrinal” de este pensador presocrático, tan caro a Freud, que
postula una relación “criptomnémica” con sus teorías. En otro escrito
mostramos el alcance de empedocleísmo en el trabajo metapsicológi-
co.40 La idea principal que Freud toma de Empédocles es sobre la
dualidad entre Filia y Neikos, Amistad y Discordia, cuya resonancia
se aprehende en el segundo dualismo pulsional. Sin embargo, el
trabajo anterior atrajo nuestra atención sobre esta determinación
tíquica: no puede ser fortuito que Freud considere a Empédocles
también un pensador de la Tujé.
La Tujé interviene, según la lectura de Freud, a través de los
comentadores contemporáneos, como un elemento motor de la “evo­
lución por estadios del ser vivo” (die stufenweise Entwicklung der
Lebewesen) -expresión con resonancias “transformistas”-. La Tujé
interviene, también, de alguna manera, como factor de “fortuna” que
completa la teoría de las “mezclas” de los “elementos” (tierra, agua,
fuego, aire). Las “mezclas” se producen por la Tujé.
Podemos ir más lejos: ¿no es la Tujé el “catalizador” de la dinámica
Amor/Muerte? Perspectiva un tanto vertiginosa que toma algún
crédito en la clínica psicoanalítica. En efecto, conocemos el impacto de
esos momentos de lo real -desimbolizantes- en los que se opera la des-
intricanción pulsional.
Se dibuja u/i esbozo metapsicológico de la Tujé: “detonador” de las
mezclas pulsionales en el plano económico, “catalizador” de los prin­
cipios pulsionales en el plano dinámico, “intercambiador” de los
“sistemas” en el plano tópico.
¿No es lo que constituye un momento de verdad del “fin” del
análisis, cuando el sujeto, que experimentó el poder de su Ananké
inconsciente, asume su realidad? Aquí encontraríamos el sentido
originario: “toca” ... “la” meta, encuentra su propio deseo.
Quizás hayamos llegado al punto de apoyo de una teoría psicoana­
lítica de lo real, de alguna manera, su roca metapsicológica.
En términos “mitológicos”, lo vimos esbozado por Freud como
ese entredós entre daimon y tujé; luego, en tanto Tujé, como entre­
dós entre Filia y Neikos. Punto de densidad máxima -en ese lugar
en el que “ adentro” y “ afuera” , amor y destrucción “chocan” sin

19L ’analyse finie et infinie, G.W., XVI, p. 91.


40Freud, la philosophie et les philosophes, op. cit.
mezclarse (en el sentido de fusionarse) y, al mismo tiempo,
indecidible-.
Volvamos a oír las sucesivas afirmaciones de Freud “sobre las
importancias alternativas délos dos factores” (constitución y vivido)
que mantienen un derecho crónico de “modificar sus puntos de vista”,
luego sobre la ley de Empédocles “de alternancia incesante de
períodos” , oscilación entre las “dos fuerzas fundamentales” -A m is­
tad y Discordia-.
Llegamos a la punta de lo real -punto de vacilación decisivo, que
aclara esta posibilidad crónica de in/desintrincación pulsional que,
quizás, sea la versión mayor de la metapsicología. El “arte de la
brujería” sería, en este sentido, ciencia de lo real stricto sensu.
Pero, simultáneamente, es la instancia deju icio clínico', pues, ¿qué
es, si no, esta aptitud para apreciar, sin cesar, lo que viene del sujeto
y de la realidad y que no se manifiesta más que por el síntoma -lo que
“cae mal”, lo que señala una desintrincación-.

Tujé y automaton:
Aristóteles revisado p o r el psicoanálisis

En este punto preciso podemos apreciar la reactivación efectuada por


Lacan, en el núcleo de su teoría, sobre la Tujé. Se trata de leer y de
“revisar” la relación que establece Aristóteles entre el automaton...
y lo que él designa como la Tujé.41
Lacan anuncia: para él, la Tujé es el “encuentro con lo real” y el
automaton es “la red de significantes”. Pero no hay que olvidar que el
mismo Freud -y a lo recordamos- había elaborado una concepción de
la Tujé inconsciente. Por lo tanto, tenemos que accionar con un solo
movimiento este triple “pedal” para hacer oír los armónicos de la Tujé:
os decir, la concepción aristotélica que permite, al ser releída por la
teoría lacaniana de lo real, volver a presentar la concepción freudiana
de la Tujé, la que encontró en la compulsión de repetición, signo de la
“pulsión de muerte”, su “punta” .
Este “acoso” a la Tujé nos remite a la gran física, la de Aristóteles ,42

41Jacques Lacan, Le Séminaire, libro XI, “Les quatre concepts fondamentaux


de la psychanalyse”, V, “Tuche et automaton”, 12 de febrero de 1964, Seuil, pp.
53-62.
42Es posible consultar la traducción clásica de la Física de Aristóteles hecha
por Jules Barthélémy Saint-Hilaire, revisada por Paul Mathias, Presses Pocket,
colección Agora, 1990.
Si bien Freud no la evoca, aunque era un lector de Aristóteles,43
Lacan, como sabemos, hace un uso preciso de ella. Lo que nos interesa
es esta sucesión y esta recuperación de una reflexión sobre lo real,
desde Freud hasta Lacan. Es preciso que releamos la concepción
aristotélica para ver qué puede reconocer en ella la teoría psicoana­
lítica.
Lo que está enjuego es la teoría del azar expuesta en el libro II de
la Física, más precisamente en los capítulos IV, V y VI. La teoría del
azar pone a prueba la concepción de las causas naturales.
El primer gesto de Aristóteles consiste en recusar la negación pura
y simple del azar: hay que constatarlo, “hay una multitud de cosas que
se producen y que lo hacen por efecto del azar y espontáneamente” .44
En consecuencia, “es extraño que los sabios no hayan admitido el
azar” . De manera provisoria, Aristóteles es, en este momento, el de­
fensor de la creencia popular y de la observación. “Hay fenómenos
de los que se pretende excluir el azar, sin embargo, muchas cosas se
producen por su causa”.45En resumen, “es indiscutible que el azar y
la espontaneidad son algo”.48 Pero, ¿qué, con precisión?
Sólo es posible hablar de azar “si hay cosas producidas con un
determinado fin”:47 en efecto, “cuando en las cosas que suceden con
un cierto fin se produce una, accidentalmente, entonces se dice que
ésta es fortuita y que es espontánea”.48Por lo tanto, el azar concierne
a esa parte de los actos con un determinado fin que no obedece a la
necesidad: así, por ejemplo, un acreedor va al mercado sin la intención
de recuperar su dinero, pero allí se encuentra con su deudor y alcanza
un objetivo no programado en la finalidad de su acción. Buen o mal
encuentro, azar feliz o desgraciado: éste no es, hablando con propie­
dad, antinómico de la inteligencia, del mismo modo que no es “nunca
causa de ninguna cosa”. Pero, de algún modo, sobreviene de manera
lateral al fin perseguido. En suma, “El azar y lo espontáneo, es decir,
lo que se produce por sí mismo, son ambos causas indirectas y
accidentales en las cosas que no pueden ser ni absolutamente siem­
pre, ni en la mayoría de los casos, y entre estas cosas, en las que
podemos mirar como que se producen con un objetivo determinado”.

43Véase nuestro Freud, laphilosophie et les philosophes, PUF, 1970, reedición


“Quadrige”, 1995, pp. 306-308.
44Aristóteles, Legons de physique, op. cit., capítulo IV, § 4, p. 133.
45 Idem, cap. IV, § 9, p. 136.
. 46Idem, cap. V, § 1, p. 137.
47Ibid.
iBIdem, cap. V, § 5, p. 139.
Por lo tanto, cuando, comprometido con un comportamiento “con
ti n fin”, logro otro fin que el que me había propuesto, estoy en el orden
de lo “fortuito” . Pero en este punto decisivo, justamente, a comienzos
del capítulo IV, Aristóteles hace jugar la diferencia entre Tujé y
automaton, traducidos aquí como “azar” y “espontáneo”.49
En una primera aproximación, parece que lo “espontáneo” es el
género de lo cual “el azar” es la especie. “Lo espontáneo o lo que sucede
por sí mismo es más comprensivo que el azar, dado que todo azar es
espontáneo, en tanto que todo lo espontáneo es azar”.50 Es preciso
repetirlo: “El azar o la fortuna sólo pueden incluir las cosas en las que
la actividad es posible”, lo que supone “preferencia libre y reflexiva”
(proairesis) y, por consiguiente, voluntad de felicidad. Esto lleva a
Aristóteles a afirmar que “ni el ser inanimado, ni el animal ni,
inclusive, el niño, hacen algo que podamos calificar como azar” .51
Aquí se dibuja una forma más general y radical de lo “fortuito”, del
orden de lo que sucede por sí mismo, de este tipo de cosas que se
producen por sí mismas (auto) y “en vano” (Aristóteles juega, aquí, con
el adverbio “mathén” , que significa “en vano”).52 Dominio de la
“vanidad”, es decir, de lo que sucede no sólo sin necesidad (esto
también sucedía con la tujé), sino sin finalidad (de manera que lo
podríamos calificar como “reflejo” en el sentido más material de la
palabra).
Los ejemplos de este “automaton” son elocuentes: “Un caballo se
puso a caminar espontáneamente, este azar le salvó la vida; pero no
lo hizo para salvarse” .53 O: “El trípode cayó fortuitamente y por sí
mismo; en su caída, quedó de tal manera que era posible sentarse
encima; pero el trípode no cayó para servir de asiento a alguien” .
En estos casos, “sucede” pura y simplemente, “sin que sea para el
efecto que se produce”. Literalmente, el efecto está desconectado de
todo fin. Notemos el vértigo que significa pensar en el automaton, en
una consecución sin acontecimiento y efecto, sin finalidad. Hay que
tener en cuenta esto: “Un fenómeno se produce contra las leyes
naturales”, por movimiento interno.
Si, por lo tanto, “creer en el azar” es negar “lo natural”, si las “leyes
naturales” constituyen el despliegue teleológico propio de la physis,

49 Según la traducción de Berthélémy Saint-Hilaire: “Tujé” sería también


traducible por “fortuna” o “suerte”.
50Aristóteles, op. cit., cap. VI, § 2, pp. 143-144.
Dl Idem, cap. VI, § 4, p. 144.
52Idem, cap. VI, § 8, p. 146.
53 Idem, cap. VI, § 6, p. 145.
vemos que se aparta de la esfera de esta extraña causalidad sin ñn,
puramente “interna”, de esta avalancha, este movimiento que “cae
bien” , sin que se dibuje allí una sombra de finalidad. Si “la naturaleza
es una causa que actúa con un fin”, Aristóteles toma en cuenta un
sagrado “desecho” de este telos, modo de existencia en falso respecto
de la necesidad y la finalidad, ¡otra escena, de alguna manera!
Si reflexionamos bien sobre esto, habría que ubicar la realidad, en
los términos de la Física aristotélica, del lado de la Naturaleza y de las
“causas” -en su despliegue (“material”, “formal”, “motriz”, “final”)-; lo
real sería ubicable del lado de esa categoría del Azar o, más genérica­
mente, de lo “espontáneo” -manera de traducir el automaton-.
Lo espontáneo y/o fortuito plantean la cuestión de lo que sucede sin
obedecer a la ley de la causalidad propiamente natural. Sin que sea,
propiamente, “contra natura”, se trata, de alguna manera, de un
desafío al telos natural. Lo arreglamos diciendo que “sucedió por
casualidad”.
Vemos que aquí se ahueca, en el centro de la realidad (propiamente
dicha, la de la “naturaleza”), algo real: campo de lo “fortuito” en su
forma radical: automaton, es decir, la “máquina” en bruto. Sin ser un
vacío en la física aristotélica, es la admisión de un punto de “vacío” de
la finalidad. ¿En qué se convierte “el orden de los fines” cuando el
caballo hace su salto hacia delante, cuando el trípode cae, cuando algo
“cae parado”, en un tropezón que decide su supervivencia, producción
de una “utilidad”, incluso de su supervivencia, sin que éste le asigne
el menor fin?
Aquí, en el desgarro del velo de finalidad con que se teje la
naturaleza, emerge délo “real bruto”, que Aristóteles parece alejar de
“lo humano”, al ubicarlo del lado del animal, de la bestia y de la cosa.
Pero “esto no impide que exista”: esto da, inclusive, la noción de un
existir radical, que no simboliza ninguna esencia.
El registro del “azar” -tíquico- tomado genéricamente, se define
como una especie de saldo de la naturaleza, lo que puede resumirse
así: “La naturaleza... es lo que actúa en virtud de una finalidad; pero:
1) cada acción que se lleva a cabo con un fin produce, accesoriamente,
efectos que no están comprendidos en el fin...; 2) las acciones de este
tipo pueden tener entre ellas encuentros que tampoco están compren­
didos en la finalidad de estas acciones. El conjunto de estos efectos
accesorios constituye la y el auToiiatov” .54
Pero el azar como Tujé, tomado todavía en el registro de la

•51Artículo “Hasard” del Vocctbulaire de Lalande.


finalidad, constituye una especie de simulación de la acción intencio­
nal -salvo que una finalidad inesperada produzca un cortocircuito de
la finalidad propiamente dicha: quedamos en el dominio de la inten­
ción (proairesis), pero lo que se realiza efectivamente es un efecto
diferente de la intención o el efecto de otra intención (que el actor no
tuvo realmente)-. “El azar es un encuentro accidental que parece un
encuentro intencional”. En otros términos, es “la causa accidental de
efectos excepcionales o accesorios que revisten la apariencia de la
finalidad”. El automaton puro es ese punto límite en el que no existe
más finalidad: esto “cae” bien o mal, “así se encuentra”: puede unirse
a una finalidad externa, pero no procede de ella.
Así, para citar a Alejandro de Afrodisia, “ un caballo que se había
escapado encuentra a su dueño por casualidad; hay ocuto|íoctov para
el caballo y ruxn para el dueño”.33
Ahora comprendemos mejor el uso particular que Lacan hace
de esta dupla nocional: el automaton se sitúa del lado de ese efecto
de repetición, por cierto, pero de significante, es decir, de “retor­
no” que, en una especie de insistencia fundamental, desencadena
una cadena de efectos de lenguaje. La tujé -especie de automaton
en A ristóteles- designa esa versión de la repetición como real, “lo
que sucede siempre en el mismo lugar”, designable “clínicamente”
como el trauma.
Para decirlo en términos aristotélicos, reactivados por Lacan: el
automaton encuentra, en su punta, a la Tujé. Lo que explica que en
el colmo de la repetición destinal nos encontramos en posición de
invocar al azar bruto. Cuando el Otro del destino pone las cartas boca
arriba, su “mano” se juega con una carta, la “carta forzada”, la que se
da por azar... y con seguridad.

La atracción m órbida del destino

Si existe un “universo mórbido del error”, existe una apetencia


mórbida por el destino.
Así, esas familias que dan la impresión de estar sometidas a una
“orientación demoníaca” -muertes violentas, accidentes repetidos-
corno si cada uno tuviese que ir agregándose a él sucesivamente -tra ­
gedia digna de Atrides, de la que Giono dio su versión moderna en Le

Artículo “Hasard” del Vocabulctire de Lalande, en el que se encuentra esta


cita.
M oulin de Pologne -.56Si encontramos, con un poco de atención, una
“mancha” originaria -especialmente el error del padre-, dustukia
inaugural, nos preguntaremos por la obstinación con la que los des­
cendientes pagan, por la repetición, esa deuda inamortizable. Los
dioses del destino son tanto más sedientos cuando algo no ha sido
simbolizado, cuando quedó en la estacada en la saga familiar, ab
origine.
¿Cuántas tragedias dignas de Rougon-Macquart se originaron en
el Error de una Madre, cuya locura se extiende como una cascada
sobre la descendencia y requieren la mitología de la herencia para dar
cuenta del trabajo de la pulsión de muerte?57
La Wiederholungszwang tomó aquí la forma de un destino fami­
liar, de una “mala suerte” impresionante. El destino es “estar pegado”
al origen, imposibilidad de “despegarse” de una vez por todas.
Pero el destino puede volverse renta por una situación, como en
esos sujetos que no dejan de cobrar una renta por un “perjuicio”
originario, con el argumento de una situación de excepción. El
Destino permite, entonces, imaginarizar el perjuicio. De ahí la para­
doja: por una parte, arguyen un derecho de excepción en relación con
una “necesidad indeseable”; por otra, basan su convicción en la
creencia de que “una providencia particular vela por ellos”. De esta
manera, Freud da cuenta del rasgo neurótico, a través del Hombre de
los lobos, que “nació con buena estrella”, con “una ventaja (Bevorzu-
gung) personal del destino”,58 que contradice las vicisitudes de la
realidad.

Los dos destinos del Destino

Entrevemos dónde se juegan los dos destinos del “Destino”. Juego con
las palabras que se legitima en el uso freudiano, cuando habla de los
“destinos de las pulsiones” (Triebschicksalen).
Hay que entender en todo su alcance la fórmula freudiana de
adhesión a la operación realizada por Multatuli: “haber reemplazado

56 P. L.-Assoun, “La femme comme visage du destín dans Le Moulin de


Pologne”, en Le Pervers et la femme, Anthropos/Economica, 2“ edición, 1995, pp.
121-140.
57P.-L. Assoun , “Puissance matemelle et inconscient du pouvoir. L ’infortune
des Rougon” en Analyses et réflexions surZola, La Fortune des Rougon, Ellipses/
Marketing, 1994, pp. 25-33.
58 A p a rtir de l ’histoire d ’une nevrose infantile, cap. XI, G.W., XII, p. 154.
la Moira de los griegos por la pareja de dioses Logos y Ananké”.59No
hay una elección filosófica, sino un compromiso decisivo de la ética
clínica del psicoanálisis.
El Destino de forma I - la M oira- es la unidad indivisible-; el
destino de forma II -la Necesidad- es considerado una hermandad,
un entredós que permite que juegue, más allá de cualquier “dialécti­
ca”,60 el espacio del sujeto.
La Moira es la Diosa madre que sostiene al sujeto y al cual él está
ligado, capturado por un goce oscuro. La Ananké es lo que él no puede
cambiar y que, como contrapunto, es el fundamento de su propia
postura. De la Moira, sólo hay una puesta en acto mortífera; de la
Ananké, un Logos. De la Moira, no hay más que una sombra de goce;
frente a la Ananké hay un pensamiento-de-deseo.
La Moira es lo que hace que la espada de Tancredo caiga de nuevo
(y en todos los mundos posibles -como en las ficciones borgeanas-),
amputando el objeto de su deseo, el que no quiere matar y, sin
embargo, destruye con cada golpe -como si fuera el primero-. La
Ananké es, más allá del “principio de realidad” , la necesidad de
la existencia. Freud presenta la Ananké como la “gran creación de la
cultura” (Kulturschópfung),61 “la naturaleza no dominada”,62 para
subrayar que marca la salida de lo salvaje de la Moira. También es un
polo de análisis, en contraposición con el “cumplimiento del deseo” (la
Wunscherfüllung).
El destino (Schicksal) es ese poder al que el sujeto le hace pequeños
o grandes sacrificios. De esta manera, perder un objeto, aunque sea
de valor, en la “psicopatología de la vida cotidiana” es soportado con
un secreto estoicismo, porque ese objeto precioso fue sacrificado al
Destino: los actos fallidos pueden valer como actos de “exorcismo del
destino” (Schicksalbeschwórungen).63 El sujeto, a través de este
pequeño engaño, se siente libre frente a esta divinidad primitiva.
Pero también, como vimos, está la lógica del sacrificio que lo convierte
en objeto del Otro, a través de un auto-sabotaje de sus objetivos de
vida.
Freud bautiza “hiperpotencias” ( Ubermáchte) a estas dos fuerzas
(el “destino” y la “naturaleza”),64 pero la primera es sólo un culto

59Le probléme économique du masochisme, G.W., XIII, p. 381.


60 Sobre la aporía entre metapsicología y dialéctica, véase L ’entendement
freudien, op. cit., cap. VII, pp. 263 y ss.
61 Tótem et tabou, G.W., IX, p. 114.
62L ’avenir d’une illusion, cap. III, G.W., IV.
63Psychopcitologie de la vie quotidienne, cap. IV, G.W., IV.
oscuro, en tanto que, frente a la otra, es posible un logos. Esto tiene
incidencias en el acto analítico.

E l heroísmo del destino

Ésta es la posición del análisis como empresa freudiana, como postura


frente al destino.
Pues es también lo que puede indicar una vocación heroica: el
enunciado-de-destino “no se puede hacer nada con este chico”
puede responderse, en ese niño llamado Sigmund que lo oye en la
boca de su padre ^un tal Jacob Freud-, con una decisión de
conquistador que desmiente el destino anunciado y, con eso, ganar
el amor del padre al negar el veredicto. Cuando exclama “Tengo
un destino que cumplir”65 (crear el psicoanálisis), sigue respon­
diendo al desafío del enunciado fatídico con el que construyó su
destino -en el sentido de que hace de él un asunto personal, lo que
supone “mover el Aquérón”- . ¿Qué niño no escuchó palabras
excesivas? Freud, como niño, lo constituye como un desafío:
imposible, sin ese “ algo faustiano” , que algo se mueva del lado de
las “Madres” .66 Para crear, se necesita un orden del Otro, oído y
contradicho: conquistador que “fuerza el destino” .

L a transferencia y el destino

El acto del análisis alcanza al destino, como Moira y Ananké.


En la “reacción terapéutica negativa”, la actividad analítica en­
cuentra los efectos mortíferos de la desligazón: no es una casualidad
si, en el paso decisivo de Más allá del principio del placer, “el
comportamiento en la transferencia” figura justo antes que “el desti­
no de los hombres”.
Pero al hacer acto de análisis, analista y paciente, cada uno en
su lugar (disimétrico), afrontan la figura de la Ananké (que Freud
hace surgir con regularidad en el horizonte del trabajo sobre el
deseo).

64L ’A venir d ’une illusion, G.W., XIV.


65 Conclusión de la discusión sobre el onanismo, 1912, G.W., VIII, 340.
66 Véase nuestra contribución “Voyage au pays des Méres”, en “Les Méres”,
Nouvelle revue de Psychanalyse, No. 45, primavera de 1992, pp. 109-130.
Es un momento en el que la actividad analítica puede verse
expuesta a la acusación de “la temeridad de querer rivalizar con el
destino”.67 Cuando en lugar de tratar los síntomas ya constituidos,
ésta encara un tratamiento preventivo de los conflictos pulsionales
aún no presentes, lo que remite a “llamar a la vida a nuevas formas
de sufrimiento”, inéditas: ahora bien, le está reservado al destino
aportar nuevas formas de sufrimiento. ¿No se trata de anticipar? Esta
simple evocación señala que existe un acto analítico que, inclusive
aunque Freud rechace una profilaxis de este tipo, permite encarar el
síntoma en la dinámica de la vida del sujeto, y no como una formación
psicopatológica.

El juego del destino y el tiempo del deseo

¿Cómo desanudar el nudo del sujeto y de su destino? Esto puede


decirse, en el registro de lo femenino - a través del cual Freud
aprehende, como sabemos, la imagen de la muerte y del destino-68en
referencia a la trilogía de las Parcas, “diosas del destino”69 que
despliega el poder de la Moira. Diosas del tiempo (las Horas)-en tanto
las diosas del destino son originariamente “diosas meteorológicas”-.
Así como Ananké/Logos dialectiza la Moira, la trilogía de las Moiras
“trinitariza” al introducir algo de juego.
El destino del juguete humano es estar preso entre la “disposición
fatal, innata” que preside el nacimiento y “lo ineluctable, la muerte” .
Entonces, se trataría de apoyarse en la Parca del medio, Laquesis, la
que entre la Parca que preside el nacimiento de lo viviente (Cloto) y
la que corta el hilo (Atropos), da la buena medida de la vida, es decir,
el lugar en el que algo le sucede a alguien (campo de la “experiencia
vivida”). V ivir es darse la posibilidad de que suceda algo: “lo fortuito
en el seno de la ley del destino (das innerhalb der Gesetzmássigkeit
des Schicksals Zufallige)”. A llí donde el perjudicado prejuzga su
presente y ocupa todo el espacio de su futuro a través de un pasado en
forma de destino.
Freud recuerda que el hombre le debe una muerte a la naturaleza.
Pero, mientras espera que “la tercera de las mujeres del destino, la

67Analyse finie et analyse sans fin, IV, G.W., XVI, p. 76.


68 Describimos su incidencia en Freud et la femme, Calmann-Lévy, 1983;
l’ayot, 1995, pp. 24-33.
69Le m otifd u choix des coffrets, G. W., X, pp. 31-33.
silenciosa diosa de la muerte” lo tome en sus brazos, el sujeto tiene que
conjurar la atracción mórbida del destino, voz insidiosa y silenciosa
que lo invita a “ceder a su deseo” . Es decir: soportar el trastorno de
vivir y la pena de desear...
EL SUJETO D E L A V E R G Ü E N Z A :
DE L A H E R ID A D E L ID E A L A L O D IO

El afecto que con más propiedad da cuenta del alcance de la quiebra


del ideal del sujeto tiene un nombre: “la vergüenza”. La vergüenza es
ese afecto que toma al sujeto de improviso, en una situación, y lo
confronta con algo vivido irrecusable de “confusión” . Mucho antes de
saber por qué tengo vergüenza, si tengo razones, si tengo solamente
razón de tener vergüenza, me encuentro enfrentado a la evidencia
lamentable de esta sensación, aquí y ahora. La vergüenza se introdu­
ce por el enunciado subjetivante de un estado vivido (Erlebnis):
“Tengo vergüenza”. El sujeto perjudicado “irradia” la “vergüenza de
vivir”.
La palabra suena de manera diferente si hablo de “la vergüenza”,
por ejemplo, en la interjección “¡Qué vergüenza!” Se supone que en
este caso la vergüenza está allí, en el ser, que se la comprueba y que
enunciarla -con el tono necesario para “agregar algo”- no es otra cosa
que producir un juicio. Juicio de existencia, evaluativo en sí mismo,
“moral”.
La vergüenza nos interesa porque revela algo de la posición del
sujeto, confrontado con el sentimiento social, en un callejón sin salida
justamente revelador del compromiso de ese sujeto en su pertenencia
social conflictiva. El inconsciente de la vergüenza es el acceso al
estatus del sujeto inconsciente en su dimensión social.
Para darnos una idea de la medida de la vergüenza, conviene
desalojarla del lugar en la que la ubican los discursos: el de la “moral”
(aunque, al partir de esta connotación moral que adhiere a todo
discurso sobre (de) la vergüenza, será posible volver a ella para
interrogar lo que está en juego).
El Diccionario nos dice que la vergüenza es el “sentimiento dificul­
toso provocado por un error cometido, por una humillación, por el
temor a la deshonra” (Larousse). Institución de la ligazón con el Ideal,
pero presa dentro de un círculo imaginario perfecto. Sentimiento
susceptible de inscribirse físicamente en el enrojecimiento: la ver­
güenza hace ponerse colorado. El enrojecimiento es la vergüenza in
corpore, pero es una vergüenza debidamente incorporada, que no se
ve y que, sin duda, no es la menos dolorosa. Vergüenza deriva de
deshonrar ihohnen).

L a herida del ideal

Aquí comienza el problema clínico: la vergüenza es, sin lugar a dudas,


un sentimiento del que me doy cuenta por una cierta confusión, un
malestar que advierto corporalmente: pero, finalmente, significa
sentirse incómodo, ver que uno se pone colorado porque se da cuenta
de que, para él, hay “un error” . ¿Tiene fundamentos este “error”? Por
su movimiento propio, el “error cometido” o identificado como tal, aun
en el modo imaginario, engendra más directamente culpa. La ver­
güenza es el índice de un error imaginario. Sería imprudente concluir
que porque hay un error efectivo tengo vergüenza: pero el hecho
mismo de tener vergüenza permite asegurar que en mí hay un
sentimiento del error, sensación de ser falible. No existe vergüenza
sin imaginario del error, pero, ¿dónde está el error?, ¿cuál es su
objeto?, “¿de quién es el error?” . La vergüenza le plantea al sujeto un
problema espontáneo de autointerpretación: puede reaccionar pen­
sando que “es grave” o, por el contrario, que “es demasiado tonto”, pero
está ahí: su vergüenza debe tener alguna razón. Puede identificarse
con ella o maldecirla, pero en cuanto existe, forman un par, él y su
vergüenza...
Eminentemente subjetiva, la vergüenza se vincula con la herida
del ideal: efectivamente, la “humillación” es decisiva para la génesis
propia del ideal. Sentirse avergonzado implica expresar un “senti­
miento de humillación”. Más aun: basta que yo presente una pérdida
del “honor” -pérdida del prestigio- para que la vergüenza caiga sobre
mí -en pleno rostro-.
Hay todavía un punto esencial que tratar: la vergüenza, ese
sentimiento íntimo, alcanza al otro: al sentir que “tengo vergüenza”,
debo suponer -ipso fa cto- que “mecausan vergüenza”, por algo. Ahí,
tengo vergüenza del hecho mismo, de que la vergüenza me atrape, de
que tengo que postular que hay de qué tener vergüenza -lo que
demanda la referencia al otro, más precisamente, a su mirada-. La
vergüenza supone que el otro es susceptible de “hacerme un repro­
che” por algún “incumplimiento”. Enrojecer supone que la mirada
del otro me alcanzó, que mostré algo devergonzoso en el otro. ¿De qué
otro se trata? Del que se supone que ve o sabe algo sobre mí, que tiene
con qué hacerme poner colorado. Asumamos que este círculo nos
entrega toda la dialéctica de la vergüenza.
Por lo tanto, la vergüenza se vincula con el error, con el ideal y con
el otro -trilogía que organiza la dialéctica del sujeto de la vergüenza-.
Nos resta señalar que si hay una subjetividad de la vergüenza, ésta
puede designar una acción, una palabra: eso puede, quizás, ser una
vergüenza. “Es una vergüenza”: ¿sigue suponiendo un sujeto? Una voz,
de alguna manera anónima, enuncia: “Es una vergüenza”. O -en una
sintaxis más aproximativa, pero que con su elipsis significa el opro­
bio-: “ ¡Qué vergüenza!” (Registro, como veremos, de la Verpónung).
Prueba de que la vergüenza alcanza alacio y al ser. Esto nos obligará
a interrogar, al final de la dialéctica subjetiva, a la figura de una
vergüenza sin sujeto, de una vergüenza que está allí y que hace sentir
sus efectos sobre alguien.
Se trata de ver cómo la metapsicología alcanza la vergüenza para,
luego, extraer el espacio de la vergüenza como afecto social. Esto
supone extraer, de debajo del calambre imaginario del;yo convulsio­
nado por la vergüenza (“sentimiento”) la posición del sujeto de la
vergüenza -como acontecimiento-.

Las dos vergüenzas

El alemán dispone de dos palabras para designar la vergüenza, que


no dejan de tener relación con esta dualidad: Scham y Schande.

• Scham es, literalmente y en sentido propio, el sentimiento


de ver la desnudez expuesta a la mirada del otro, de estar exhibido,
con su correlato, en sentido “figurado”, del sentimiento de haber dicho
o hecho algo que no corresponde o que es inconveniente.
• Schande es algo que hizo que alguien sintiera vergüenza y
que acabó con su “reputación”, que lo hace sospechoso “con mala
fama”.

El primero se refiere, por lo tanto, a algo como “vergüenza física”,


subjetiva, que golpea de lleno al sujeto -vergüenza adánica, en cierto
modo, que nos recuerda al sujeto de la vergüenza como al “hombre
desnudo” -cuando muestro- a los otros, incluso al O tro- algo de mí
mismo que tendría que haber permanecido oculto y que tiene “derecho
a mirar”.
La segunda hace alusión a la vergüenza “moral”, la que realmente
sucedió y que me expone a la reprobación, incluso al oprobio (Verpó-
nung). Pero una y otra muestran su naturaleza especular.
Círculo inevitable: tengo vergüenza porque o, más bien, de tener
el sentimiento de que hay de qué tener vergüenza (Schamgefühl),
por-quelo que hice es “una vergüenza” (Sc/um<¿e)-“Schande!” suena
como “ ¡es una vergüenza!”-. Pero lo es porque me llega desde el otro
{de a lio) y porque lo siento de esa manera, a título personal: nada es
más “un asunto personal” que la vergüenza, pero también, nada es
más “social”.

Metapsicología de la Schamhaftigkeit

Con esta primera evocación y esta primera demarcación, aparece el


carácter especular de la vergüenza, que se relaciona con la mirada: de
entrada es, y lo es en un sentido radical, social, como “vergüenza-
sentimiento” y como “vergüenza-estado”.
La vergüenza es lo que muestra el enrojecimiento -lo que evoca su
costado sintomático, ereutofóbico- Pero antes de evocar esta psicopa-
tología, por otra parte elocuente, consideremos que todo sujeto que
“tiene vergüenza” sufre un acceso, grande o pequeño, de ereutofobia.
Siente, cree que tiene de qué... tener vergüenza: el sujeto social es
potencialmente ereutófobo.
¿Cómo considera el psicoanálisis esta vergüenza? Seguramente no
mirándose en el espejismo de su propio espejo -y a que es su propio
espejo- ni “psicologizándola” . La vergüenza vivida es una realidad,
pero es el espejo de otra cosa.
¿En qué se basa la Schamhaftigkeit, la aptitud para sentirse
avergonzado?1
Este sentimiento penoso está emparentado con el sentimiento
penoso por excelencia, la angustia. De hecho, Freud menciona la
vergüenza (S h am ) y el malestar ( Velegenheit) a propósito de
la histeria, como la transformación de la angustia - la angustia

1 La expresión aparece en un manuscrito contemporáneo de los Etudes sur


l ’hystérie, de noviembre de 1892 (G.W., XVII, p. 13).
desatada por la angustia sometida a la represión puede volver como
vergüenza-.2
Esta idea proviene de su prototeoría de la histeria: la vergüenza es
uno de esos sentimientos subjetivos que pueden llevar a la expresión
del trauma primitivo: las “impresiones” que no pudieron ser abreac-
tivadas se descargan sustitutivamente comovergüenza. La vergüen­
za es, por lo tanto, una forma primitiva de la “defensa” (Abwehr), es
profundamente defensiva.

L a vergüenza y la represión

Al incluirla en el desarrollo psicosexual, el psicoanálisis accede a la


vergüenza por algo diferente de ella misma, es decir la pulsión de
la que constituye la “formación reactiva”, sobre todo, la pulsión
escópica. “El poder que se opone al placer de ver (Schaulust) y que se
encuentra eventualmente reemplazado es la vergüenza (como antes
había sido el asco)” .3 Vergüenza y asco constituyen un par como
“resistencias” ( Widerstande) a la libido.4La vergüenza figura, con el
asco y las “exigencias del ideal morales y estéticas”, entre esas
“represas” edificadas por el “período de latencia”.5
Las expresiones empleadas por Freud van todas en el mismo
sentido, sin dejar de especificar de qué se trata en cada caso: “diques
psíquicos” (psychische Damme),6“poderes psíquicos (psychische Mach-
te),7“formaciones reactivas” (Reaktionsbildungen).8
La vergüenza forma parte de esta “serie” -e l asco y la “moral” no
están nunca alejados en el texto freudiano cuando evoca la vergüen­
za - que embalsa, pero que también actúa como “poder”; que ejerce un
poder activamente inhibidor sobre el desarrollo sexual: “todavía
antes de la pubertad, bajo la influencia de la educación se persiguen
enérgicas represiones de ciertas pulsiones y poderes psíquicos tales
como la vergüenza (Scham), asco, moral que mantienen estas repre­
siones como guardianes”.9

2Legons d ’introduction á la psychanalyse, G. W., XI, p. 418.


3 Trois essais sur la théorie sexuelle, G. W., V, p. 56.
4 Op. cit., p. 58.
5 Trois essais, II, G.W., V, p. 78.
6Idem, G.W., V, p. 92.
7S u r la psychanalyse, 4“ lección, G.W., VIII, p. 47.
8Selbstdarstellung, sección III, G.W., XIV, p. 62.
9 G. W., VIII, p. 47.
Se dice correctamente que la vergüenza mantiene la represión: es
una formación psíquica que reconoce la represión en el presente. La
vergüenza no es solamente el afecto derivado de la represión, es el
agente ejecutivo de la acción represora. Entendemos que alcanza al
ideal, si nos damos cuenta de que “el ideal del yo” es la instancia de
la represión, su “condición” del lado del yo.

De una vergüenza que le llega al sujeto

Por lo tanto, podemos ver surgir la vergüenza, acontecimiento “histó­


rico” del devenir del sujeto.
El niño ignora la vergüenza, sólo con la represión llega el tiempo
de la Verpónung, del oprobio sobre el objeto pulsional, hasta ese
momento con una alta estima.
La hermosa época de la vergüenza es el “período” denominado “de
latencia” : “Sobreviene un tiempo de latencia que dura hasta la
pubertad, durante el cual se erigen las formaciones reactivas de
la moral, de la vergüenza (Scham), del asco”.10
Pero Freud considera con audacia este acontecimiento en el plano
filogenético: “La regresión de la excitación olfativa parece una conse­
cuencia de la separación del hombre de la tierra, de la decisión de
caminar erguido, que vuelve visibles las pares genitales y vuelve
necesaria su protección y, de esta manera, provoca la vergüenza (das
Schamen) (literalmente: el tener-vergüenza)” .11
El momento de la vergüenza es como en el Génesis, la desnudez que
se vuelve consciente y, correlativamente, culpable: la pareja echada
del Edén concibe la vergüenza, sentimiento nuevo, al verse desnudos.
Al erguirse, la humanidad, en la versión freudiana de la antropogé-
nesis, expone sus partes genitales y entra en la represión. Vergüenza
y culpa van juntas.
Freud sugiere que en este desarrollo de las “inhibiciones de
sexualidad” (Sexualitatschemmungen) -la vergüenza, el asco o la
piedad- ambos sexos no siguen el mismo ritmo: “La vergüenza
interviene antes en la niña y se enfrenta a una menor resistencia en
el varón” .12

10G.W., XIV, p. 62.


11Malaise dans la civilisation, cap. IV, G.W., XIV, p. 459.
12G.W., p. 120.
La seducción o el recuerdo vergonzoso

¿Cómo llega la vergüenza a hacer síntoma si, de alguna manera, es la


expresión del efecto “normal” de la represión?
En este caso hay que partir del trauma originario con el que
tropieza la neurosis, es decir, la seducción. Freud pone cuidado en
mostrar que la seducción tiene un efecto sobre un niño en el que los
“diques psíquicos” -la vergüenza y el asco—“no están todavía realiza­
dos o están recién en formación”.13En el lugar preciso en el que evoca
Ia posibilidad del niño de revelarse como un “perverso polimorfo”, bajo
el efecto de la seducción, es ese estado de represión embrionaria lo que
evoca. La seducción actúa plenamente, podríamos decir, en la medida
en que alcanza al niño en un estado en el que el régimen de libertad
libidinal -la ausencia de vergüenza- todavía se mantiene, al menos
parcialmente.

Clínica de la vergüenza: la vergüenza neurótica

En el neurótico, el “reproche” (Vorwurf) de participación en la seduc­


ción - “de haber realizado en la edad infantil la acción sexual”- se
“transforma fácilmente en vergüenza” (de que otro lo sepa).14
Existe la “defensa primaria”: la vergüenza toma lugar entre la
Gewissenshaftigkeit y la conciencia de culpabilidad.15
Freud se cuida de mostrar que cuando se confiesa la representación
f'antasmática “se pega a un niño”, se lo hace con “vergüenza y un
sentimiento de culpa” (Schamen und Schuldbewusstsein) que hacen
síntoma, en la medida en que se desencadenan “más fuertemente que
todas las otras informaciones análogas del comienzo de la vida
sexual” .16

La perversión o el objeto de la vergüenza

Esto concierne, precisamente, al perverso que combate estas resis­


tencias y convierte en un honor el triunfo sobre ellas. La perversión
trabaja electivamente sobre los objetos de la vergüenza, como lo

13 Trois essais sur la théorie sexuelle, G.W., V, p. 92.


14Nouvelles remarques sur les psychonévroses de défense. G.W., I, p. 389.
15G.W., I, p. 508.
16 “On bat un enfant”, sect. I, G.W., XII, p. 197.
indican la coproñlia y la necrofília.17 El perverso no es solamente el
que no siente vergüenza en los casos en los que los otros sí lo hacen,
sino el que motiva su goce en la vergüenza. ¿Dónde estaría el placer
transgresor si no existiera allí -en el actuar perverso- de qué tener
vergüenza? Allí donde había inhibición, llega el acto perverso: y allí,
precisamente, está el espacio de la vergüenza.
No es una paradoja decir que en el perverso se constituye el objeto
de la vergüenza -entendamos un objeto-causa de placer-. A llí donde
los demás sienten vergüenza, el perverso hace un acto y obtiene
asombrosas “prestaciones” (Leistungen) y los otros son reclutados
como testigos o cómplices de esta vergüenza activada.

L a m elancolía o el más allá de la vergüenza

Un rasgo no desdeñable del melancólico, en su dramática autodeni-


gración, es la ausencia de vergüenza: le falta “la vergüenza del otro”
(idas Schamen vor anderen), de manera que podemos suponer que
obtiene satisfacción en su propia exhibición.18
Punto capital: la vergüenza, si tiene su origen en algo que se ve
demasiado, reacciona a eso ocultándose. Al sujeto le encantaría
ocultarse para ponerse colorado y, por lo menos, busca disimular su
confusión. Esto sucede en los casos en los que el melancólico expone
su indignidad y su abyección de manera vergonzante. No solamente
se vuelve inaccesible a la vergüenza,19sino que podemos suponer que
si esa vergüenza desaparece es porque se ha fundido en una secreta
borrachera de exhibición y que a esa vergüenza el melancólico la
saborea y ella alimenta una borrachera masoquista. Grita que hay de
qué tener vergüenza y, peor aun -no hay palabras lo suficientemente
fuertes para nombrar sus errores-, proclamar esta Vergüenza de ser
parece que a él no le da vergüenza.
Freud vio con claridad esta secreta indecencia del melancólico que
ofrece el cuerpo desnudo de su sufrimiento a la mirada del prójimo,
le da de comer a esa desnudez -en contraste con el neurótico que se
preocupa por mantener su vergüenza en secreto o de maquillarla—.

17 Trois essais sur la théorie sexuelle, G.W., V, p. 60.


18Deuil et mélancolie, G.W., X., p. 433.
19En francés, la expresión “toute honte bue” incluye la palabra “beber”, por eso
la relación posterior con la borrachera. [N. de la T.]
Si es verdad que el amor es la capacidad de “obviarlas represiones”,
uno de sus aspectos es la superación de la vergüenza. El cuerpo a
cuerpo supone la intimidad, no sólo en su realidad, sino por efecto de
un retorno sobre las “formaciones reactivas” .
Muchas de las rarezas de la vida sexual del obsesivo se aclaran a
través del choque entre la fijación en el objeto pregenital y el
mantenimiento en paralelo de fuertes formaciones reactivas -tanto
unas como otras hacen fracasar la genitalidad-. Esto se marca en esa
ducha escocesa de escatología y de prudencia que forma su estilo.
Lo que es verpónt —deshonroso, inclusive abyecto- ve su lugar
reconocido, más allá de toda perversión, en el amor. El abrazo
amoroso une a los sujetos en un tiempo anterior a la gran represión
pulsional -comprendemos aquí cuál es la base de la torpeza de la
sexualidad adolescente-.
La disyunción entre “corriente tierna” y “corriente sensual”, a la
que Freud convierte en el principio de la impotencia20 -no sólo
sintomática, sino de alguna manera crónica del “hombre civilizado”-
l.iene como correlato una vergüenza formada por sentimientos inces-
I uosos que laminan y dividen en capas la vida pulsional adulta. El
signo físico del amor es,defacto, ese algo que hace callar las voces de
la vergüenza, de la que la pulsión es el objeto. El amor hace que e,l
sujeto deje de hacerse reproches por tener un cuerpo que puede
Kozar...

Sobre la vergüenza como afecto social

Considerada desde el aspecto social en el que hace síntoma, la


vergüenza marca la herida del ideal. ¿Cómo se determina el sujeto del
perjuicio en relación con su vergüenza? En primer lugar, la vergüenza
se relaciona con “la angustia social”.21También con la “autoridad”: la
vergüenza se menciona, en la conclusión de los Tres ensayos, con su
cortejo familiar, al lado de las “construcciones sociales de la moral y
de la autoridad” .22
¿En qué hace síntoma social la vergüenza, allí donde está hiperac-

20 Un choix d’objet pa rticulier chez l ’homme.


21 Sobre esta noción, véase nuestro Freud et les sciences sociales, pp. 98 y ss.
22 Trois essais sur la théorie sexuelle, G.W., V, p. 132.
tiva, como en la figura que nos interesa de la herida del ideal del
perjuicio originario? El trayecto de las figuras clínicas es, a contrario,
elocuente.
Para acercarnos a la sede perjudicial de la vergüenza, hay qua
preguntar por la relación entre estos dos polos: la vergüenza humii
liante neurótica y la no-vergüenza o lo desvergonzado melancólico.!
¿Ocultar su indignidad por medio de su vergüenza o “mostrarla”!
sin vergüenza? ¿Hacer de ella una pertenencia subjetiva o desligarse;
de ella? ¿Destilarla o “bebérsela toda”? Esta vergüenza no está nij
interiorizada por un trabajo fantasmático, como en la neurosis des
transferencia, ni escotomizada, como en la neurosis narcisista: está,;
propiamente, “contenida” o, en contraste, puesta en acto por un exhi­
bicionismo reactivo.
Por otra parte, puede alimentar estrategias que evocan la perver­
sión: hacer algo con esa vergüenza, idealizarla de alguna manera.

L a Verpónung y su afecto

La sede de la vergüenza social nos sitúa en un mundo que no obedece


directamente a las leyes de la represión; y si bien nos remite a una
especie de “blanco” que evoca la psicosis, no se reduce naturalmente]
a ella; en cuanto a la perversión, sentimos que esta vergüenza obtiene
menos transgresiones que expedientes.
Una palabra usada por Freud con regularidad puede orientarnos
en este caso-¡VerpónungP Nos equivocaríamos si la convirtiésemos enj
una categoría con el mismo formato metapsicológico que la Verdran-
gung o de la Verleugnung o de la Verwerfung. Pero se trata de una
dimensión que muestra un indicador de esta forma aguda de angus­
tia social. Es verpónt lo que es deshonroso, porque tiene un carácter
abyecto y, por consiguiente, está marcado por el oprobio. Es lo que
merece una “multa” (poena), especie de atentado a las buenas
costumbres.
La vergüenza podría ser, en este sentido, la forma subjetiva de la:
Verpónung. Si la observamos con atención, es la articulación entra
Schande -e l estado de rechazo desvergonzado- y Schan -afecto pora
estar en el lugar del desecho-. El sujeto, “en la vergüenza” -social- se
pone una multa.

23 Sobre esta dimensión, véase nuestro Freud et les sciences sociales, op. cit.,
pp. 95-97.
La vergüenza “se mete allí”, es imparable y el sujeto la sufre como una
fatalidad íntima. Si pensamos en el enrojecimiento, esa pasión del
cuerpo, esta especie de fardo, mancha roja sobre la piel que vuelve
patente algo que pasa adentro y que el sujeto, por definición, no
controla -conocemos las ansias de la “ereutofobia”, ese temor obsesivo
a ponerse colorado, específicamente en público y, por lo tanto, en una
posición social-. Por supuesto que existe una cierta vergüenza que no
se percibe desde afuera, y que no es ni la menos vivaz ni la menos
cruel, vergüenza “tragada”, si no “bebida”.
¿Qué relación mantiene el sujeto con su vergüenza? No podría ser
más íntima -ya que se trata, justamente, de su vergüenza- pero
también es anónima -ya que es el encuentro con “la vergüenza”, cuyo
origen se oculta, y con los efectos que se despliegan-. Los discursos
moralistas toman la vergüenza como el imaginario y convierten en
espejo su propio fenómeno. La vergüenza aparece como la señal
infalible de que el sujeto está en falta, que falló, se rebajó, hizo o dijo
lo que no había que hacer ni decir, mancha que “signa” y que paga con
ese sentimiento, en efecto, “penoso”.
Sin duda, puede tomarse como lo real: la vergüenza manifiesta
primero una modalidad del “ser clavado” en sí mismo, que se siente
como un exceso de ser. Ser vergonzoso es sentirse identificado con
uno mismo hasta la náusea. El ser vergonzoso es el ser desnudo,
expuesto por su desnudez -física o moral- a darse a ver al otro sin
posibilidad de “evasión” -concepto al que Emmanuel Levinas le dio
todo su alcance en su primera filosofía- : “Lo que aparece en la
vergüenza es [...] el hecho de estar lim itado a uno mismo,
la imposibilidad radical de huir para ocultarse de uno mismo, la
presencia irremisible del yo en uno mismo”. Dicho de otro modo: “Es
nuestra intimidad, es decir, nuestra presencia en nosotros mismos la
que es vergonzosa”.24
La vergüenza es una especie de náusea: ésta, originariamente
“mareo”, se presenta como asco. Pero éste tiene como característica
volver el cuerpo del sujeto tan sensible a sí mismo que no puede
tomar la menor distancia respecto de lo que sucede. El acercamiento
extremo de uno como otro es el principio común de la náusea y de la
vergüenza. La vergüenza es náusea moral (la náusea puede ser una
especie de vergüenza física). En la náusea, el sujeto sabe y experi-

24Levinas, De l ’évasion, 1934.


menta que tiene un ser que no lo deja y que no puede ocultar suT
persona (a él mismo menos que a nadie).
Llegamos aquí a la “vergüenza de vivir” de Lacan25que pondera la¡
“vergüenza del ser” (Heidegger): “El ser lleva consigo la vergüenza,
la vergüenza de ser”. La que hace que se tenga que vivir su ser vivo
hasta la náusea. El sujeto, entonces, se descubre a sí mismo, coma
presencia ineludible. De paso, comprendemos que la adolescencia sea
la edad de la vergüenza, vergüenza de v iv ir... y del otro. Revelación
de su raigambre irrecusable en la pasta del ser, en su viscosidad. Lo?
que me da vergüenza, profundamente, es no poder desembarazarme
de mi existencia, no poder ser otro que no sea yo mismo.
Si otro me sorprende, de improviso, en plena actividad privada,
incluso si ésta no tiene nada de escabroso, tendré vergüenza: ver­
güenza de haber sido sorprendido en flagrante delito tan igual a mí
mismo, de estar limitado a mi existencia privada. Estamos en el
centro del sujeto de la vergüenza social.

L a vergüenza, testigo del sujeto

En tanto ser vivo, estoy sujeto a la vergüenza. Muerto, ¿escaparía de


ella? Seguramente. Salvo que... Aquí surge el terrible veredicto
kafkiano: “Era como si la vergüenza fuera a sobrevivirlo” .28 Una
vergüenza que surge en el sujeto que la lleva y que da cuenta de él,
¿qué es? Habría que hablar en este caso de la “Vergüenza de Dios”,
como se habla de la “Tristeza de Dios” . Hablamos de una Vergüenza
que excede y sobrevuela la vergüenza de los sujetos vivos.
El psicoanálisis trae, sin embargo, esta idea de una pasividad de la
vergüenza. La vergüenza se origina en una herida del ideal y en una
caída en el ser. Es una experiencia de la pérdida: existe una “pérdida de
objeto” y una vulnerabilidad narcisista en el origen de la vergüenza y,
por ende, un fondo melancólico en ese naufragio subjetivo -pequeño o
grande-. Pero justamente: la vergüenza es irritación frente a la pérdida
de objeto y a la caída narcisista. Si el melancólico puro pierde hasta el
sentimiento de la vergüenza es porque el sujeto “abatido por el objeto”
no se preocupa más de él mismo. La vergüenza concierne en sí misma
a la protesta narcisista: ese miedo de “perder la cara” confirma, a
contrario, que existe, que queda... una cara por perder.
25 Lacan, Séminaire, XVII, L ’Envers de la psychanalyse, 17 de junio de 1970,
Seuil, 1991, p. 211.
26 Kafka, E l proceso.
Por la vergüenza, el sujeto da cuenta de que sigue siendo un sujeto.
Se reconstruye, alrededor de la herida del ideal, testimoniando que
permanece en sufrimiento del ideal.
Hay una “parte sujeto” y una “parte objeto” de la vergüenza. Una
parte cae en el oprobio, otra levanta la cabeza para decirse: aun
cuando... La vergüenza es la prueba de que sigue habiendo un
.sujeto... para sentirla.
Sentimiento de naufragio en sentido propio: el evocado por Freud,
de Ulises que aparece “desnudo y cubierto de barro” en Nausícaa, “en
harapos, desnudo y cubierto de polvo”, “errando en el extranjero” (in
d e r Fremde herunschweifen).21
El sujeto experimenta su naufragio subjetivo por la pérdida del
sentimiento de vergüenza en las diversas estaciones de su naufragio
-material, social u orgánico-. Pero en ese momento se agarra de esas
regiones en las que su vergüenza sigue viviendo o -aunque sea
SDF28— puede encontrar refugio. Esto permite comprender que es
una manera de humillarlo suponer que, allí, el sujeto alcanzó tanta
miseria que ya no puede tener más vergüenza de recibir.
La vergüenza es ese “idiolecto” que hacer ver -o entrever- la
herida del ideal. ¿Qué hacer con esa vergüenza?

De la vergüenza al odio

El sentimiento del perjuicio, en su epicentro, organiza una posición


que pertenece a la jurisdicción del odio.
Del mismo hecho de darse cuenta de que una equivocación {Unre-
c h t) se le ha infligido, concibe un odio -en el sentido spinozista de una
“tristeza”, es decir, sentimiento de disminución de “perfección”,
trabazón del ser asociada con la idea de una causa externa-. El
destinatario de este odio está más allá de los otros con los que se
encuentra y, a través de ellos, es el Otro que perjudica.
En este caso, es esencial aprehender, más allá del afecto -
psicológicamente describible- el proceso metapsicológico en marcha.
El “retrato metapsicológico del odio”, tal como lo presentamos en
otro trabajo,29debe encontrarse movilizado para situar la dimensión

27 L ’interprétation des reves. Sobre este punto, véanse nuestras Legons


Itsychanalytiqu.es sur le regard et la voix, pp. 32-35.
2S Siglas para denominar a las personas que carecen de vivienda fija. [N.
de la T.]
29P.-L. Assoun, “Portrait métapsychologique delahaine: du symptóme aulien
del odio en la conciencia perjudicada y articularla en relación con esel
otro efecto -primordial-, que es la vergüenza. Odio y vergüenza!
forman una extraña pareja: en los casos en los que la vergüenza es*
autohundimiento del sujeto, el odio es reivindicación de sí mismo. Sins
embargo, el odio puede ser figura o “destino” de la vergüenza.

El odio o la “legítima defensa” del perjuicio

El odio inherente al perjuicio manifiesta en primer término la


irritación, recuerdo de la “preocupación por uno mismo”: legitimidad
del odio que, según Freud, alcanza a las “pulsiones de auto-conserva­
ción”. Si es verdad que “el odio es el precursor del amor”, que “es el odio
y no el amor la relación de sentimiento primario entre los hombres”,30
hay que entenderlo en su radicalidad metapsicológica: “El odio es,
como relación de objeto, más antiguo que el amor” .31Amor y odio, lejos
de haber “salido de un común originario, tienen orígenes diversos”.32
El odio está, al menos en su forma primaria, en su vertiente de la auto-
conservación y se origina en las “pulsiones del yo”, en contraste con
las pulsiones objetales propiamente sexuales.
Por lo tanto, hay que suponer que, cuando el sujeto experimenta un
“daño”, se relaciona con ese “reflejo” de preocupación por uno mismo:
odia legítimamente lo que lo disminuye. Este odio es la apología
agresiva de uno mismo.

El odio como desligazón

Pero sabemos que el odio sigue siendo, más allá de esta posición
simple, un componente de la vida afectiva que la complejiza, en tanto
que, por una parte, un odio parcial se mezcla crónicamente con el
amor -en lo vivido ambivalente- y que, por otra parte, bajo el efecto
de un vínculo con la sexualidad, adquiere un tinte sádico.
Más allá, Freud convierte al odio, en su segundo dualismo pulsio-
nal, en un “indicador” ( Wegweiser) de la “pulsión de destrucción” que,

social”, en P.-L. Assoun, M. Zafiropoulos, La haine, la jouissance et la loi.


Psychanalyse et pratiques sociales, Anthropos/Economica, pp. 129-161.
30 S. Freud, La disposition á la névrose obsessionnelle, G.W., VIII, p. 451.
31Pulsions et destins des pulsions. G.W., X, p. 231.
32 Op. cit., p. 230.
a su vez, “representa” la pulsión de muerte. El odio (Hass) “muestra
el camino”33 para esta “pulsión de destrucción” (Destruktionstrieb).
El odio, con la doble forma de la destrucción del otro y de la
autodestrucción, puede surgir en la parte anterior de la escena, con
las formas más virulentas, que vienen a signar una desintrincación
pulsional. Cuando Eros ya no hace callar a Tánatos, llega a la
expresión como “al desnudo”. En el momento de la desunión pulsional
el odio muestra su rostro -m uy diferente del de la legítima preocupa­
ción por uno mismo—.
En la espiral de la desligazón abierta por el perjuicio, el odio y sus
estrategias (auto)destructivas toman lugar al lado de los automatis­
mos de fracaso y otros “mecanismos destínales” de los que hablamos
anteriormente. Odiar se vuelve afirmación de uno al desmentir a
Eros. Vemos en qué sentido esto habla de Ricardo III, nuestro
prototipo de la génesis del crimen a partir de una convicción de
perjuicio (véase supra).

L a vergüenza odiosa

Sin embargo, lo más revelador es esta articulación entre odio y


vergüenza, que da todo su relieve a la dialéctica perjudicante.
Odio y vergüenza constituyen dos destinos de la herida narcisista.
Si la vergüenza parece darle la razón al Otro y el odio inculparlo,
¿cómo pueden coexistir la vergüenza y el odio en un mismo crisol, en
el que la muerte se “funde” en el ideal y el ideal se “ moldea” sobre la
muerte?
El sujeto puede odiarse por sentir vergüenza. Odiar a muerte su
vergüenza, odiarse, vergonzoso de vivir. La vergüenza más viva y la
más autoflagelante mantiene una coloración de reivindicación. El
sujeto llega a odiar al que o a lo que lo obliga a la vergüenza. Trampa
especular que está en el centro del dolor moral del perjuicio.
Como vimos, el odio es irritación narcisista que se vuelve contra
uno a través de una energía de desligazón mortífera. El sujeto odiaría
para no tener vergüenza, para forzar a su vergüenza y para radica­
lizarla en violencia -cuyo origen en la herida narcisista no hay que
olvidar-. El acto anómico puede convertirse en el acting de la ver­
güenza de vivir, su retorno en el mundo como odio del ser. Entonces,
el odio es la forma belicosa de la vergüenza.

33Le moi et le ga, cap. IV, G.W., XIII, p. 261.


En este punto encontramos la escalada deletérea que arguye un
perjuicio para basar una destrucción. La razón para odiar sumerge la
vergüenza de ser víctima.
El odio encierra al sujeto en un no saber, articulado con la con­
vicción propiamente dogmática de un error desvergonzado del Otro
-según un mecanismo persecutorio en el que el Otro debe ser
nombrado y abyecto-.
Volvemos a encontrarnos en un cruce de caminos: ¿para un sujeto
determinado, qué hacer con su vergüenza?, ¿qué hacer con su odio?
¿Cómo vivir el entredós?
Pregunta que abre la cuestión de las estrategias de reparación del
sujeto, de su perjuicio social y simbólico. Por ahí se descubre “el
puente” con la pregunta por la “psicología colectiva” en la que, o
contrario, el perjuicio hace estragos como ideal colectivo.
D E L P E R J U IC IO S O C IA L A L ID E A L D E L SABER:
E L D E SEO “A U T O D ID A C T A ”

El trayecto del perjuicio al ideal pasa por el examen de la puesta en


exilio.
El que dice exilio -sólo con pronunciar la palabra- dice “miseria” .
La etimología verifica aquí la intuición clínica. Transplantado de su
lugar de nativo (no necesariamente natal), el exiliado se enfrenta a la
miseria de la pérdida.
Hay que identificar el objeto de esta pérdida de lugar, que la
indicación local actualiza.

L a “puesta en exilio”
o el perjuicio de la pérdida

En primer término, el exilio es situación de fuera-de-lugar. Migración


o desplazamiento, cambio de lugar de residencia. Con esto pretende­
mos no “psicologizar” su efecto. El exilio se convirtió en un generador
inagotable de metáforas, en los casos en los que la clínica invita a
volver a interrogar a lo real, lugar donde abrevan estas metáforas.
Ahora bien, éste es el sentimiento originario del exiliado: “Mi casa no
está donde vivo”. De esta manera da cuenta de que el hábitat y la casa
-que para el autóctono, en principio, coinciden- “son dos” para el
exiliado. El “mismo” del indígena, es la otra parte del extranjero -sea
refugiado o inmigrante-. Como se decía eufemísticamente entre las
dos guerras, “una persona desplazada” .
El que vive en el extranjero no logra “acostumbrarse” a las
costumbres del lugar. Entonces, el exilio se relaciona con esta sepa­
ración, que se experimenta físicamente, entre el lugar y “la casa de
uno” . Además, esto instaura una relación intensa con ese lugar en el
que se vive a pesar de uno: pues tiene que ser, sin cesar, redescubierto
y reconquistado -a llí donde una fenomenología del autóctono revela
una continuidad familiar, incluso perezosa, una Lebenswelt-.
Se comprende que el exilio -ese sentimiento de estar, donde uno
vive, en otro lado, que no es donde uno reside, o de vivir su hábitat
como un “extranjero” (de uno mismo)- no es exclusivo de los que
experimentan un desplazamiento geográfico. Tampoco se trata, sim­
plemente, del malestar subjetivo que acompaña a la migración. Se
habla de exilio siempre que el sujeto tenga el sentimiento de que no
puede hacer suyo el “sitio” en el que vive. Sensación paradójica de
estar incluido en un espacio que, hostil o “acogedor” en sí mismo, no
le permite al otro reconocerse en él y, por consiguiente, lo excluye.
Correlativamente, se trata de un sujeto cuya vida parece organi­
zarse en un complejo nostálgico: no es casual que la clínica más precoz
de la inmigración haya centrado su investigación alrededor de esta
noción de nostalgia -que remite a la “añoranza”,1expresión que, más
allá de su uso común, formula bien de qué se trata: un dolor “locali­
zado” ... en el lugar de la pérdida-.
Una clínica del exilio tiene que pensar en esta extrañeza radical
que se vincula con una posición al mismo tiempo subjetiva y material.
Por lo tanto, más allá de la oposición confortable entre “adentro” y
“afuera”, se trata de encontrar el sitio del exilio.
Hablar de “exilio interno” es, para designar una cuestión de las más
efectivas, confiar en el confort de una dualidad, especie de metáfora
cómoda: habría exiliados en sentido propio -falta de localización
geográficaysocial-yexiliadosensentidofigurado-desubjetivización y
malestar déla interioridad-. Un paso más y nos preguntaremos sobre
la interacción entre “adentro” y “afuera”.
Pues un sujeto expuesto al trauma de la pérdida de sus raíces, uno
de los más reales, no presentará unapatología prolijamente ordenada
respecto del complejo nostálgico. La clínica psicoanalítica nos enseña
que el sujeto inconsciente está tomado en una relación de objeto que
abre en él la experiencia de la pérdida -¿lo que muestra el melancólico
es algo diferente al dolor de una pérdida, acompañada por un
sentimiento aterrorizador de ser el extraño absoluto con respecto a los
demás?-. También la nostalgia es, como el extrañar agudo de un
cierto pasado que se supone “pleno”, uno de los sentimientos más
actuales de un objeto ausente. Por lo tanto, el nostálgico está “enfer-

1En francés: “mal du paya”. [N. de la T.]


mo”, más todavía que de la ausencia del objeto faltante, de la
presencia invasora del objeto de la falta.
Este recuerdo genérico que compromete toda la metapsicología del
objeto será suficiente para que planteemos nuestra pregunta: ¿cómo
podrá reconfortarse a un sujeto, desde el interior, respecto de ese
sentimiento de estar en otra parte, de ser extranjero, exiliado?

El perjuicio del saber:


la figura del “autodidacta”

Oreemos que el ejemplo “situacional” y clínico más apto para aprehen­


derla configuración es el del sujeto al que se designa como “autodidac­
ta”, sobrecompensación del perjuicio de saber. Que el saber esté
i mplicado surge de esta consideración de un no-saber originario. Todo
lo que sabe este sujeto perjudicado es que “eso” le fue negado -eso a lo
que tenía derecho-. El daño del Otro se inscribe a través de este
defecto de transmisión de origen. El sujeto tiene que saber enseñarse,
ser un verdadero “autodidacta” .
En este punto volvemos a encontrarnos con la cuestión del “auto­
didacta”, es decir del que, como está literalmente significado, se
enseña a sí mismo. Por lo tanto, es el que, en sentido estricto, toma el
1ugar del Otro -requerido por la “relación” pedagógica- para dirigirse
a sí mismo (la forma pronominal es esencial aquí) un cierto saber con
el que el Otro no lo “gratificó”. Problema que puede plantearse en
términos sociales: el Autodidacta sería, primero, el que fue privado,
por razones “coyunturales”, en virtud de su condición social e histó­
rica, de esa transmisión de saber y que tuvo que suplir por sus propios
medios esta “falta de completud”. Se trata de una cuestión de una
cierta “des-socialización”. El autodidacta, a través de su reivindica­
ción de ser enseñado, se dirige a una cierta instancia del Otro -en su
dimensión “imaginaria” y “simbólica”- que supone su demanda al
Otro en su “realidad” social. En este sentido es que el psicoanálisis
puede intentar aclarar esta dimensión del deseo autodidacta como
reveladora, en profundidad, del deseo de enseñanza. En efecto, al que
le faltó, puede definir mejor el efecto de “verdad”, haciendo síntoma
(ya que el síntoma es “vector”, en el sentido más fuerte, de “verdad”).
Aquí hay que precisar algo: ¿quién no se sintió en algún momento
“autodidacta”? En esto hay, de hecho, una “necesidad”, sin duda
característica de la multiplicidad de las formas del saber y de las redes
de transmisión social -correlativa con la declinación del ideal de la
mathesis universalis-. Sin embargo, aquí consideramos la ñgura del
Autodidacta -la mayúscula es el signo del sujeto- que, de alguna
rrtanera, al convertir este problema universal en un “asunto perso­
nal”, se siente existencialmente con una falta de saber. De ahí una
búsqueda de saber, al mismo tiempo mística y con una apariencia
“patológica”. El “Autodidacta” de que hablamos, en términos casi
“clínicos” es el que vive su falta de saber al punto de vivirse como
“defecto de saber”. Verdadero Cogito faltante: “yo” no sé, inmediata­
mente negado en: “cuando debería haber sabido”, en donde “eso” que
tendría que haber sabido es en lo que tengo que convertirme. A l punto
de consumir los días y las noches de su existencia empírica para
realizar este mandato. En este sentido puede, como contraparte,
aclarar el deseo de saber distintivo de la modernidad, precisamente
en su costado paroxístico.

El “caso London”:
pasión de aprender como síntoma

¿Dónde buscar el texto de este deseo del Autodidacta, en su forma


exacerbada, en tanto da forma a una existencia, si no es en una obra
literaria colocada bajo el signo de una escritura de ese deseo, en sus
“activaciones” y en sus puntos muertos? El “paradigma” lo proporcio­
na la obra de Jack London, contemporáneo, además, del nacimiento
y de la primera fase de expansión del psicoanálisis.2
La obra prolija de London da forma, poligráfica, como debe ser, a
esa escritura de la búsqueda del saber, de sus conquistas y de sus
fracasos. Un momento de verdad es esa especie de “autoficción” que
se produce en M artin Edén, en el “pasaje del vado” decisivo de una
vida.3 En efecto, allí London se cuenta a sí mismo, con el efecto de
deformación “autográfica” y dota al “autodidacta”, en su pasión
de verdad y en sus efectos de ilusión subjetiva, de un texto que merece

2Jack London, escritor norteamericano (1876-1916), autor de novelas cortas


(a partir de 1893), de novelas (a partir de 1902) y de libros de cuentos.
3Se trata de la autobiografía, en cierto modo “exotérica” -aunque transpuesta
como corresponde- que London redactó “durante un viaje” en 1908 (véase infra).
Por otra parte, escribió otra autobiografía de alguna manera “esotérica” que
permaneció como un proyecto y cuyo manuscrito se encuentra en la Universidad
de Southern, California. Nos basamos en la síntesis de Andrew Sinclair, Jack, a
biography o f Jack London, Weidenfield & Nicolson, Londres, 1977 (traducción
francesa: Belfond, 1979) que accedió a los papeles, diario, notas y corresponden­
cia del autor.
la aclaración psicoanalítica -que parece haber desdeñado hasta este
momento un recurso de este tipo-. Por otra parte, London, en su
ansiedad por saber, se encontró con la obra de Freud, aunque es
verdad que demasiado tarde como para que pudiera hacer algo más
que encontrar en ella elementos de su drama personal.
El callejón sin salida del Autodidacta se enlaza en London con un
callejón sin salida de la filiación: de uno al otro, lo que está enjuego
es la legitimidad. Hijo de la relación de Flora Welman con John
Chaney, astrólogo itinerante, fue “legitimado” ocho meses después de
su nacimiento, por su padre adoptivo, por el que siempre sintió
ternura y respeto.4 Paga esta situación con la humillación de ser
“bastardo”, que recuerdan los sarcasmos de sus condiscípulos y la
lamentable negación de paternidad por parte de su padre natural.3De
ahí el cuadro clásico de una “disipación” adolescente, en la que se
afirman el gusto por la violencia y los efectos de la marginalidad. Pero
esta primera reacción frente al oprobio de su origen familiar fue
sustituida por una “decisión” que cambiaría —para este hijo de un
“astrólogo”- su destino: a partir del fin de la adolescencia, empieza lo
que él llama “una loca carrera por el saber”.6
¿Hay que ver en esto solamente una avidez por el “ascenso social”,
que puede hacerlo pasar de la “fábrica de conservas” y de la carnicería
familiares al mundo de los “cuellos blancos”, del universo de los
“vagabundos de los rieles” a la sedentariedad burguesa? En efecto, la
carrera por el saber toma fuerza como voluntad de evasión de su
destino social y, por consiguiente, como una reacción frente a
su “entorno”. Pero enseguida hay que darse cuenta de que ese deseo
encuentra más que su aprobación, su fuente, en el deseo de la madre.
Mujer cuyo retrato muestra el contraste entre la debilidad física y la
4 Sobre esta “novela familiar”, véase Andrew Sinclair, op. cit. pp. 10-16.
London lo resume de esta manera: “Nunca tuve infancia y me parece que nunca
dejé de buscar esa infancia perdida”.
5En Berkeley, cerca de Oakland, su ciudad de origen, conoció su ilegitimidad:
“Finalmente comprendió, comenta Sinclair, por qué se había sentido privado de
afecto durante sus primeros años [...] Supo más cuando consultó los archivos
de los diarios de San Francisco. [.. .1 Cuando Jack supo el nombre del que, según
todas las probabilidades, era su verdadero padre, le escribió una carta. Chaney
terminó por contestarle de manera vaga y calumniosa, diciendo que Flora era
una mujer de mala reputación y que “la existencia demasiado dura que llevaba
en ese momento, así como sus esfuerzos intelectuales (sic) lo habían dejado
impotente durante los dos años que había pasado con la madre de Jack” (4 de
junio de 1897). Momento decisivo de la “trampa” que se cierra sobre el hijo, entre
la cobardía del padre y el oprobio de la madre...
6 Citado por Sinclair, op. cit., p. 41.
voluntad de hierro:7visiblemente, para responder a las expectativas
de la madre y para llevar a cabo su propia presunción fálica, en el
límite de la edad humana, se obligó a esa “misión” apabullante e
“imposible” -porque había surgido de un “pedido”-. De alguna mane­
ra, proviene de su madre (de matre) y así llena su temible “cuaderno
de cargas”. Ella lo sabe tan bien que, en cuanto el hijo fue objeto de
reconocimiento público, reivindicó el mérito exclusivo de su éxito y
eliminó con un gesto soberano cualquier contribución de un padre,
natural o adoptivo.8

L a auto-educación o la escritura ordálica

El signo patente de este malestar, propio del excluido del “Reino del
Padre”, es la “manía de moverse” ( Wanderlust en el sentido freudia­
no). El que no tiene “bajo los pies” la sede simbólica de la referencia
paterna buscará sin cesar otra escena, móvil como el mar -es el
sentido del episodio del Snark, ese equipo que falla9 del que, sin
embargo, salió su escrito autobiográfico mas importante-. En efecto,
sabemos que London escribió M artin Edén, carta de amor a la mujer
inaccesible pero, de hecho, más allá de la Carta al padre imposible,
más codificada que su homologa kafkiana y mucho más patética.10
En la otra punta, la necesidad de arraigo de London -materializa-
7Madre tan severa como depresiva: “acosada por la ambición de llegar a algo”,
“se quejaba con fuerza y pretendía que se estaba muriendo cada vez que un nuevo
sueño se deshacía. Casi siempre estaba de mal humor, melancólica y angustiada,
y sus crisis de histeria le daban miedo a toda la familia. Su hijo se escapaba ante
ataques de rabia que nunca olvidaría” (Sinclair, op. cit. p. 14). Hizo dos intentos
de suicido cuando su amante, el presunto padre de Jack, la abandonó. London
intentó “ganar la consideración” de esta madre (p. 30). Joan London, hija de Jack,
describió a Flora como una mujer “notablemente inteligente, testaruda y sin
humor, que se parecía física y moralmente mucho más a un hombre que a una
mujer” (p. 165).
8“La madre de Jack London le contó a Pauline Jacobson de dónde había sacado
su hijo su físico y su talento literario” en San Francisco Bulletin, 22 de julio de
1996. Esto provocó el asombro de la entrevistadora por el silencio en cuanto al
papel del padre. Esto da una idea del lugar del padre en el discurso de la madre
de Jack London.
9Se sabe que London hizo construir ese barco, a bordo del que tenía que dar
la vuelta al mundo en seis años: momento decisivo de su camino “ordálico” (véase
infra). El viaje, jalonado de incidentes y de problemas de salud, tuvo que
terminarse a los dos años (véase Sinclair, op. cit., pp. 167 y ss.).
10 Para la comparación con Kafka, véase nuestro análisis en Le pervers et la
femme, Anthropos/Economica, 1989.
da en su famoso ranch11- expresa el otro término de la alternativa:
afincarse en algún Heimat en donde pueda hacerse un poco el
“matamoros” y significar que se vive “en” y “de” sus “fondos”, en
realidad, “hijo de sus obras”. Heredero de sí mismo, usufructo de su
tesoro, caramente adquirido, de “saber” . Pero ésta es la miseria
secreta y obstinada del self made man que encuentra su propia
imagen abandonada a través de la de ese Otro. Drama de no haber
tenido que “pedirle nada a nadie” : a un hombre así, “no se Le hacen
regalos”. Pero cuanto más acumula “riquezas” , más peso tiene la
miseria de esa falta primitiva y pone en carne viva la herida interna.
Como sucede frecuentemente cuando la filiación simbólica está
cuestionada, el “desheredado” responde con una “ordalía” personal, a
través de la cual se pone a prueba, de la manera más arriesgada, como
para “volver a comprar” una identidad, buscando, en alguna divini­
dad misteriosa (un Destino) o en signos (sociales) un reconocimiento.
La ordalía de London fue la del saber y la de la escritura.
En efecto, para el hijo ilegítimo, el único medio para elaborar este
problema de la filiación es el imperativo déla escritura. Y es la misma
escritura la que surge de este imperativo. Un detalle toma, en este
caso, todo su relieve; el primer libro que, según su propio testimonio,
leyó London -que, por casualidad, cayó en sus m anos y que recordaba
que le “pertenecía”- hablaba de esto: Signa, novela de Ouida, relata
la historia de un pequeño italiano, hijo ilegítimo -de una campesina
y de un pintor- que sale de su indignidad y de su pueblo natal
convirtiéndose en violinista y, luego, al ser reconocido como un gran
compositor. Como dice London al fin de su vida, no es casual que esa
fuera la estrella a la que se enganchara el carruaje de su infancia.12
A partir de ese momento, en cuanto el origen está marcado por esa
“vacilación” del nombre del padre, es imperativo hacerse de un
nombre, electivamente por la escritura. La firma al final del escrito
permite homologarse como nombre propio ante la mirada de la
Opinión, ersatz del Otro simbólico, exorcizando, al mismo tiempo, el
rechazo de que fue objeto por parte de un padre real. Hacerse re­
conocer al caer bajo la mirada de la Opinión, encontrando allí el
“renombre” esperado, indemnización del “oprobio” -pero ordenada,
no dejemos de señalarlo, respecto de la misma “lógica imaginaria”-.
El drama que se produce entonces —ejemplar del Autodidacta tal
como lo entendemos nosotros- es que la acumulación de las “pruebas”
11Sobre este ranch en el que se instaló en California, véase Sinclair, op. cit.,
pp. 183 y ss.
12 Carta a Marión Humble del 11 de diciembre de 1914.
del “talento” , esa serie inaprensible de escritos fatalmente “desigua­
les” que se supone tienen que valer como testimonia, no calman nunca
a ese Molochque exige siempre más “sudor”. En suma, nunca se sabe
lo suficiente, nunca se escribe lo suficiente, nunca se inscribe el
suficiente goce en el Otro, nunca se paga lo suficiente con la propia
persona. La herida primitiva, del ideal del yo, no deja de agrandarse,
de manera que la escisión entre “el hombre” y “la obra” se agrava “a
primera vista”. El stajnovismo - “¡Trabajen todo el tiempo!”- da
cuenta del sine die de la “nominación” del “autor” .
¡Cómo estar a la altura de la demanda materna primitiva, si no es
“pagando con su persona”, pago atestiguado en los estigmas físicos
crecientes en él, que decía que tenía “una salud de hierro”!
Cuando se dio cuenta, al final de su vida, el mismo London lo supo
y lo dijo: existe un saber de esta unión materna. Esta es la frase de
Freud -¡encontrada en un libro de Jung!- que subraya, como un lector
aplicado: “Freud afirma que existe un deseo de incesto con la madre,
inconsciente pero seguro” (sic).13¡Entonces recordaba que a menudo
llamaba alas mujeres queridas “mamá-mi madre” o “mi mamá” ! Pero
también este mensaje sólo puede ser entrevisto y eludido -última
evasión- por un equipo a través del “inconsciente colectivo”.14
El carácter de algún modo “bestial” de la búsqueda de saber y de
riqueza-que no logrará nunca un “sabio” o “un rico” así nomás- obtiene
su coloración apasionada del ímpetu por saber del pequeño Edipo -cuyo
talento de “investigador” y de “detective” fue señalado por Freud-.15Es
como si, en suma, el “saber” estuviera ubicado en el lugar mismo de la
pulsión -lo que lo pone en una situación de “competencia” con el objeto
del deseo (la mujer)-. Pero Justamente, todo sucede como si se hubiese
establecido una confusión entre la pulsión y el objeto-saber.

De la pulsión de saber al deseo de la m ujer

El guión fantasmático alrededor del que se anuda el drama del deseo


del Autodidacta está proporcionado por la trama de M artin Edén: por

13En la Psychologie de l ’inconscient (edición norteamericana de 1915).


14 No deja de ser interesante ver que, en 1916, justo antes de su muerte,
London se proponía “escribir un libro sobre Jung y Freud en el plano sexual, pero
de ficción” (citado por Sinclair, op. cit., p. 258). El “inconsciente colectivo” se
acomodaba mejor a su sueño neodarwiniano.
15 Sabemos que Freud siempre puso el acento en este aspecto en Trois essais
sur la théorie sexuelle.
amor a una mujer el desheredado del saber se decide a librar mui
batalla. De acuerdo con el principio de lafantasía, indicado por Freud,
el sueño ambicioso se adosa a un contenido erótico: “Así como en
muchos retablos de altares el retrato del donante es visible en una
esquina, podemos descubrir en la mayoría de las fantasías de ambi­
ción, oculta en alguna esquina, a la dama por la que el soñador lleva
a cabo todas sus hazañas, a los pies de la cual deposita como ofrenda
todos sus éxitos” .16La proeza del autodidacta-héroe no escapa a esta
regla. El rol de la Dama, que corresponde en la realidad a Mabel
Appelgarth, la primera gran pasión de London,17 está encarnado en
el escrito por Ruth Morse. El deseo está aquí más sutilmente ligado
de lo que parece con la “barrera social”, como si, para ganar un corazón
y superar el obstáculo de la diferencia de “condiciones, hubiese que
apoderarse de ese “botín” precioso del saber -que pasa por la conquis­
ta del Saber en su forma social y simbólica, universitario-. Para
Martin Edén, el famoso retruécano adquiere su sentido literal: para
él, la Universidad lleva hacia “Citérea”,18ya que, con un solo movi­
miento, pretende obtener el reconocimiento del Alm a mater y el
amor de la mujer.
Precisamente, lo que hay que interrogar es el contenido de esta
ligazón estrecha. Más allá del “hacer valer”, se notifica una cierta liga­
zón entre el amor y el saber - a través de la cual M artin Edén toma su
forma de “abertura” de la ecuación personal de London-. Hacerse
amar por el saber y por la mujer deseada son la misma cosa: hacer­
se ver por el Otro. Pero esto revela de hecho que el deseo propiamente
dicho, sexual, que es sobre un objeto, está como suspendido en esta
“normalización” de la relación con el saber; más aun: que no hay
medios para realizar el deseo de la mujer (entendamos: de habitarla
efectivamente) si no se pasa por el goce del saber. Pero, ¿quién detenta
este “saber”? Aquí comienza el “equipo loco”, acoso enfurecido, tanto
del saber como de la identidad de su supuesto “propietario”.
El Otro tiene un “territorio” en el que hay que penetrar (éste es el
deseo más caro de nuestro hombre): el de los “dueños” -del poder y del

16Le Créateur littéraire et le fantasmer, G.W., VII. Sobre este tema, véase
nuestra obra Le Couple inconscient. Am our freudien et passion postcourtoise,
Anthropos/Eeonomica, 1992.
17En Bevkeley, en donde fue admitido en la universidad, London conoció a Ted
Appelgarth y a su hermana. El padre era ingeniero en minas. Relató esta pasión
unos doce años después.
18Véase la sugerencia lacaniana: “unidos-hacia-Citérea”, éste sería el Wunsch
de la comunidad “universitaria”.
saber- y de sus mujeres. Pero también es el lugar del que se vuelve
profundamente decepcionado: “Tuve éxito como comerciante de mate­
ria gris. La sociedad me abrió todas sus grandes puertas. [...] Cenaba
con los dueños de la sociedad, con sus hijas y esposas”.19Participar del
goce del Otro, éste es el “hic”, pero “de esto no se vuelve”: en lo que
respecta a las “mujeres”, “descubrí que estaban hechas de la misma
pasta que todas las mujeres que había conocido en medios más bajos, en
los sótanos”, “tenían la misma piel bajo sus ropas”. ¿Y sus “propietarios”?
“Los dueños también me decepcionaron.[...] Frecuentaba a 1os hombres
que estaban en los lugares más altos -pastores, profesores, políticos,
hombres de negocios, editores-. Cuando no estaban completamente
podridos o eran deshonestos, no eran otra cosa que muertos vivos”.20El
momento de la decepción, por cruel que sea, permite medir la naturaleza
y la medida de la esperanza primitiva: el “dueño”, lugar del “ideal”,
“noble, santo y dinámico”, le muestra su verdadero rostro, horrible, el
de la canalla o de la “momia”; en cuanto a las “damas”, tendrían que
haber estado hechas con “otra pasta”, pero son simples “mujeres”,
vestidas con el mismo “tegumento” que todas las hijas de Eva.
En suma, el Dueño, el propietario, que se supone usufructúa el Saber,
no sabe: ¿cómo sacarle lo que no tiene? Y el objeto de que goza, que se
supone es de otra tela, porque es objeto-signo del goce del Dueño, ¿es en
el fondo distinto del que se alimenta el pobre, en los bajofondos? Aquí
hay que “declararse en quiebra” en esta empresa que muestra su
fracaso. La desgracia es que se trata también del suyo, porque se nutrió
de los relieves de ese (falso) festín21y de los desechos de un goce usurpado
dos veces. El Autodidacta es, entonces, denuncia de la mentira de los
“que tienen todo” y recuerdo de los derechos de una “verdad” que él no
puede articular por sí mismo ya que “le faltan las palabras” (inclusive
cuando llegó a descifrarlas y a jugar con ellas como un virtuoso).

De la enferm edad narcisista a la pasión del objeto

En este punto, la ola de la queja (cuyo aspecto melancólico ya vimos)


fluye del sujeto que se mueve para “plantear una queja” .22El Otro

19Citado por Sinclair, op. cit., p. 125.


20Ibid., p. 145.
21 “Festín desnudo” en el sentido de Burroughs, que cruza, a su manera, la
problemática de London del objeto de la falta.
22 Según la alternancia marcada por Freud en D eu il et mélancolie entre
klagen (quejarse) y anklagen (plantear una queja).
-polo del Ideal, soporte de la identificación terminada, que Freud
convirtió en la piedra angular de la “psicología de los estudiantes del
liceo”, cristalización de la Vatersehnsucht-23 el que aquí faltó y se
destituye de la creencia, se vuelve objeto de un “proceso” de usurpa­
ción. El “malestar” del Autodidacta nace de la “resaca” de estos
movimientos.
Por lo tanto, se traduce en un efecto de “desubjetivización” del que
London proporciona una evocación patética: el Autodidacta busca
“su” verdad, con una autenticidad sin compromisos a la que tiene que
darle, a pesar de todas las mentiras, un rostro; pero se encuentra en
la posición de “engañar”, tanto como efecto de la mentira del mundo
cuanto del señuelo imaginario: “Así me engaño con mi yo íntimo.
¡Pobre yo íntimo! Me pregunto si no terminará por atrofiarse, por
consumirse e irse un día o el otro” .24Volatilidad de un “yo” que no fijó
una transmisión simbólica, condenado a una huida hacia delante, en
la recreación perpetua y frágil de un “uno mismo” inencontrable (lo
que confirma una vida autoescópica de desdoblamiento).
Para superar un cierto asco que vuelve sin cesar,2,5 que London
diagnostica en sí mismo, sigue abierta la posibilidad, en alternancia
con esta especie de “autointoxicación” por la escritura, de una búsque­
da del “objeto” -de la que la “fiebre del oro” es símbolo-.26
En este acceso a la “despersonalización” hay que ver una crisis de
la creencia, que se “reembolsa” por medio de una especie de “culto”
del objeto. Como si, para olvidar que el padre mintió y dañó, habría
que librarse a excesos, en una especie de “potlatch” ...
Esta relación de “objeto parcial” se marca en London por un
comportamiento adictivo multiplicado, que toma una forma alterna­
tiva o sucesivamente alcohólica, bulímica y toxicómana.
En cada caso se trata de suplir la falta por una avalancha hacia el
goce amargo, satisfacción inmediata y desmesurada. Círculo infer­
nal: la tentación alcohólica vuelve, desde una cierta borrachera
infantil ,27de manera recurrente; en la otra punta, la enfermedad y la
degradación corporal instauran una dependencia de los tóxicos que

23 Sobre este texto de 1914 (G.W., X, pp. 204-207), véase nuestro comentario
en Freud et les sciences sociales, op. cit.
24 Citado por Sinclair, op. cit., p. 99.
2dIbid.
26 London señala que “nunca tocó un centavo” de las concesiones de oro del
Klondike, pero que gracias a ese viaje “pudo ganarse la vida después”: signo de
esa relación “mágica” con el objeto que brilla.
iT Véase, sobre este punto, su novela John Barleycorn.
plantea un equívoco sobre las condiciones de su muerte, como si ésta
fuera simbólicamente indescifrable: de una decisión al suicidio o de
una “sobredosis”, balanceo del goce a la muerte.28
Quizás la avidez alimentaria de London, que creció con la edad, sea
la más reveladora: la inclinación a “engullir” cantidades considera­
bles de carne o de pescado crudos evoca irresistiblemente la idea de
una relación de objeto caníbal.
En nuestra opinión, exceso ligado secretamente al desborde poli-
gráfico; como si, a la vez, la producción de escritura “por línea” y, de
alguna manera, “por metro”29materializara esa relación paliativa con
la falta que no debe dejar de escribirse, de convertirse en escritura, so
pena de volver como lo real con sede en la angustia y que luego debía ser
“amortiguado” por una absorción de energía calórica proporcional.
Pero hay más todavía: no hay que dudar en darle derecho a esta
impresión que asimila progresivamente el “escritor autodidacta” al
caníbal, que practica de manera transgresora, en esas orgías alimen­
ticias, la relación con lo prohibido totémico: se trata en efecto “del
padre” al que hay que asimilar en una “economía” circular: tantos
escritos, tantas líneas escritas; tanta plata, tantas “codornices”30
-que, ingeridos, ayudarán a producir tantos escritos y, así de seguido,
hasta estar “demasiado lleno”, “indigestión” final que deja la obra en
suspenso-...
La prueba de esta relación totémica es la fascinación de London por
el “relato del origen”31 alimentado por una temática evolucionista,32
desde Antes de Adán hasta El llamado de la selva. Más precisamente,
sus biógrafos muestran como un hecho intrigante la identificación
progresiva con el lobo o con el perro, animal totémico por excelencia.
Lo que el autor de Colm illo Blanco llevaba a su mayor expresión era
esa identificación con un poder originario, el de la “bestia primitiva”,
mal matada. Éste es el Autodidacta en su forma salvaje: el “lobo de la
horda”.
Todo sucede como si el asesinato del Padre no se hubiese podido

28 Para subrayar sus males físicos London se inyectaba drogas. Véase la


discusión sobre la tesis del suicidio en Sinclair, op. cit., pp. 276 y ss.
29Se sabe que London les anunciaba a sus editores sus proyectos “en cantidad
de líneas”.
30 Aludimos a su predilección por los patos engullidos de a muchos y casi
crudos. London sostenía como prueba de éxito ser “gordo”.
31 Véase, al respecto, nuestro texto “Le román des origines. London avec
Freud”, en Furor, 1992.
32 Véase, Sinclair, op. cit., pp. 110 y ss. A partir de 1903, las cartas que
enviaba a sus parientes estaban firmadas “W o lf’.
llevar a cabo, en su función simbólica,33 dejando intacto, al mismo
tiempo, “el deseo del asesinato” y la identificación con la “bestia
primitiva” . Bulimia del ideal, trenzado de violencia (lo que aclara
la predilección por el tema déla “selección natural” y de la “competen­
cia vital”.34Si el padre miente, no hay otra ley que “la vida” (el deseo
salvaje): de esta manera se escribiría el “razonamiento” inconsciente
que sostendría la fantasía licantrópica de London, verdadero “hom­
bre lobo”. Con esta “hambre de lobo” aborda “el alimento terrestre” y
“come saber”. Lo que se verifica en indescriptibles e interminables
perturbaciones de la dentición, que tienen que leerse, sin duda, más
allá de las causas fisiológicas inmediatas, en un contexto sádico-oral
de incorporación que se vuelca a la auto-devoración.

¿Qué quiere el autodidacta?

El examen de la aventura de London muestra, en la singularidad de


su situación mental, las grandezas y las vilezas de la aventura del
Autodidacta. No se trata del “inconsciente” de los autodidactas,
porque las situaciones mentales de los sujetos son todas diferentes.
Sino de que un sujeto, por el desfile de sus propios conflictos y las
obligaciones de lo real, llegue a instaurar una relación con el saber que
le da un estilo a su existencia. Esto es lo que muestra “el inconsciente
autodidacta”, es decir, una posición del deseo de saber que da un “aire
de familia” innegable a destinos distintos.35 También hay que com­
prender que el inconsciente del sujeto está constreñido en este
“autodidacta”, ya que el sujeto se dedica a educarse frente a esos
“enigmas de la vida” que ligan el destino del saber con lo “sexual”.
Paradoja de un saber que el pequeño Edipo debe conquistar
solamente con sus propios recursos, apoyándose en la referencia a un
saber preexistente. La verdad del “orden simbólico” es que debe tener,
pre-supuesto a “mi” saber, un Autor del saber. No hay manera, por lo

33Véase nuestra síntesis: “Fonctions freudiennes du pére”, en LePere, Denoél,


1989.
34Sabemos que London se interesó especialmente por las teorías de Spencer,
cuya obra, de alguna manera fue su Biblia. De la selección saca una especie de
ética del outlaw. Esto se relaciona con y aclara su posición crítica sobre el
socialismo (al que había adherido) como último sostén de la metáfora paterna.
35 Perspectiva de una historia del autodidacta como figura de la modernidad:
de esta manera mostraríamos, más allá de la diversidad histórica, las afinidades
“estructurales” entre London y Panait Istrati, por ejemplo.
tanto, de economizar un Padre, si no es por medio ya no de saber “por
mi cuenta”, sin reevaluar la herencia y la pretensión de omnisciencia.
Vimos cómo el Autodidacta se confunde, hasta la náusea y la deses­
peración, alrededor del estatus del saber como “goce”: ¿es mío o es del
Otro? Si es del Otro, estoy privado de él; si es mío, ¿es un saber? Si
él “lo” tiene, ¿qué me queda a mí? Si él no “lo” tiene, ¿qué puedo
tomar de él? A l preguntar hasta la angustia este derecho al goce
del saber, el Autodidacta objetiva una pregunta mayor, la del
estatus inconsciente del saber, verdad de su condición social.
Insistimos en los callejones sin salida de esta búsqueda - a través
de la “salida” de esa “loca carrera por el saber” que le confiere su
carácter “ciego”-. Pero también perm ite ver el reverso de “crea­
ción” de este debate con el objeto del ideal educativo. Nadie mejor que
el Autodidacta para oponerse a la creencia en la Escuela y en su
“conciencia desgraciada” .
¿Qué muestra el Autodidacta? Seguramente una fe en el saber, un
hambre de aprender. Sed singularmente inextinguible, hambre par­
ticularmente insaciable. Metáforas que hay que tomar al pie de la
letra: el saber es aquí posición de “objeto” que hay que asimilar; más
aun: devorar o tragar, en cantidad máxima. El Autodidacta está
frente al Saber como frente a un océano de objetos que lo conminan
a que los consuma. Inagotable biblioteca que lo conmina a apoderarse
de los objetos múltiples que la componen, de absorberlos en un
verdadero fu ror sciendi.
Por otra parte, el Autodidacta muestra una pérdida en el origen de
la transmisión, en esa avidez de saber: algo esencial no fue transmi­
tido cuando era el momento. Defecto de transmisión, lugar de una
decepción de origen que lo pone en posición de tener que recuperar ese
atraso y solicitarle a ese Otro, instancia del Saber, tesoro de sentido
que fue avaro con él y al que le dirige una demanda duplicada y, en
última, desesperada (es el momento de rabia, reverso de la demanda).
Este sujeto Autodidacta se estructura en ese doble movimiento, de
llamada que emana de un “objeto” (el saber) que se vuelve llamada a
ese Otro que le debe, de alguna manera, un reembolso de esa falta
originaria. El saber es ese objeto que le faltó a tal punto que lo
encarna: él es esa falta en persona, ya que el saber es lo que le faltó
más personal y cruelmente. Por lo tanto, hace síntoma de esta falta,
ya que es lo que “no anda” en él (todo lo que no leyó ni le fue enseñado)
y lo que incansablemente lo hace hablar y organizar su búsqueda
(todas esas secuelas que hay que recuperar y que ningún tiempo
humano bastará para agotar).
Entendemos que el Autodidacta está bien ubicado, en ese lugar de
falta-de-saber y de la demanda-de-saber, para encarnar el deseo
de que se le enseñe en su violencia pasional. Compromete a su propio
ser en ese “acoso” de los signos culturales, al punto de que lo vive como
una prórroga de existencia: quiere, en primer término, actuar su
pasión...

La auto-rehabilitación o el ideal del saber

Si el saber adquiere una importancia vital es porque se liga con su


propia legitimidad de existir. A l que le faltó esto, ¿merece vivir, tiene
suficientes recursos como para hacerlo? El saber le plantea esta
pregunta ontológica al Autodidacta, ya que ésta compromete su pro­
pio estatus. Pero, al mismo tiempo, comprometido con su rumiar sobre
la falta de que fue blanco y, de alguna manera, víctima, se forma la
idea de un cierto dolo o perjuicio del que da cuenta: el Otro -e l que nos
cercó, de ahí la falla de la transmisión- le faltó, lo privó de algo
“debido”. Si, por lo tanto, por una parte compensa esta falta con una
especie de “auto-atiborramiento”, por otra se constituye en el testigo
de una cierta falta en el Otro.
Este punto es esencial, pues señala en qué sentido el deseo del
Autodidacta hace síntoma frente a los resortes más determinantes
del deseo inconsciente del saber.
Por un lado, el Autodidacta nutre un deseo melancólico, ya que se
origina en una cierta pérdida de objeto: algo que le habrían tenido que
“dar” (el condicional es, en este caso, el tiempo de la nostalgia) no llegó
y, con el tiempo, no deja de medir los daños que esto provocó. Por otro
-el que habría tenido que transmitirle-, cuanto más se dedica a llenar
el vacío y cuanto más mide el desafío, más sospecha que existe una
falta en el Otro -lo que lo “condena a crear” , si en efecto el Otro no es
esa instancia del saber absoluto que pretende ser-. No nos equivoque­
mos en esto: el Otro se apoderó de los prestigios imaginarios del Saber
absoluto -ya que sostiene la esperanza del Autodidacta de nutrirse
con ellos-, pero dado que esa falta insiste en él, como la rajadura del
tonel de las Danaides, vuelve al Otro para pedirle cuentas de su
propia legitimidad: de esta manera desafía el Saber absoluto al
testimoniar, desde su falta, la Falta inscripta en el Saber.
En este punto preciso su callejón sin salida se vuelve “creador” . En
contraste con el saber conocido y enciclopédico -aquel del que sueña
apropiarse, es verdad, hasta la última miga-, frente a los discursos
ili' I ministro que siguen formando parte de su fantasía por su voluntad
de “excelencia”, recuerda una falta y una falla: le falta algo a la
Enciclopedia como a la universitas litterarum et scientarum, que
impone la “originalidad”. Es verdad que hay “verdaderas” originali­
dades -la de los grandes autodidactas en el sentido nietzscheano, que
dan nombres nuevos a “cosas nuevas” -como esas “semi-originalida-,
des” de esa “paraliteratura”- que sentimos que produjeron, según la
palabra reveladora, una obra “desigual”. Pero el gesto mismo de
atravesar el saber supone, después de haber realizado la transmisión^
la liberación de él: momento de verdad en el que se decide la aptitud
para fundar algo.
Precisamente en el fundador del psicoanálisis encontramos esta
capacidad para retomar y romper, que, más allá de la transmisión d©
la que acusó recibo, lo convierte en un verdadero Autodidasker. Ésta'
es la palabra que resuena en el soñador Freud, en el centro de su aut<M
análisis contemporáneo de la invención de ese algo inédito denomina-i
do “psicoanálisis”.36Freud descompone el término, lo que en Autodi-
dasker permite que surja Autor: ¿el que se hace a sí mismo no es “el
autor” propiamente dicho? Las asociaciones literarias remiten a un
guión que reconocemos porque lo reconstruimos en London: la escri->
tura de la Obra pasa por la prueba de la femineidad. Es como si el
Autodidacta tuviese que enfrentar la prueba del deseo (de la mujer)
para realizar ahí, del mismo modo que por él, su “destino”:37 acceso a
la sublimación y a la Cultura, pero también cumplimiento de un ciert®
“auto-erotismo” (el que resonaría en el “auto” de “autodidacta” ).
El autoanálisis de Freud, acontecimiento sin precedentes, erige un
cierto “autodidactismo”38 como instrumento de puesta al día de sí
mismo. Como no es posible apoyarse transferencialmente en el Otro
(inexistente, ya que se volvió posible por la propia fundación psicoa-
nalítica y por la invención del psicoanálisis) Freud, en un gesto de
audacia, tuvo que pagar con su persona: “Intenté esto primero con mi!

36El término aparece en 1890, el sueño “Autodidacta” se sitúa en el otoño d©


1898. Véase el estudio de este sueño aportado en la Traumde.utu.ng por Didier
Anzieu, L ’Auto-analyse de Freud, PUF, t. II, pp. 512-520.
37 El “pre-texto” del sueño está proporcionado por la referencia a Jacob-
Julius David, escritor judío autodidacta. Por otra parte, se encuentra una
evocación de la novela de Zola, La obra (1886): Lantier vive el conflicto entre su
vocación de pintor y su deseo de mujer (Christine)... hasta el suicidio.
38Hay que señalar que J.-J. David, el novelista autodidacta al que conocía
Freud, en 1889 sostuvo una tesis sobre el “autodidactismo” de Pestalozzi,
método de aprendizaje del saber, en el momento en que Freud ponía a punto su
propio método “autodidacta”.
propia persona, dice al final de su trayecto, luego con otras y,
finalmente, en un audaz avance, con el género humano en su conjun­
to” .39 Formulación sobriamente audaz de este gesto que, bien com­
prendido, eleva al “autodidacta” a su reflexividad. En efecto, no se
trata de otra cosa que de una conquista (por el saber) de esta
“alteridad íntima” (in-sue) que sólo puede realizar quien se reapropia
de su parte de verdad inalienable...
Esto nos remite a la dialéctica de la obra (del trabajo) y de la
desocupación (del desempleo).

39 Lettre á Romain RollandL. Un trouble de mémoire sur l'Acropole, 1935,


Introducción, G.W., XVI, p. 250.
D E L P E R J U IC IO D E L A D E S O C U P A C IÓ N
A L ID E A L D E L T R A B AJO

-¿ E n qué sentido usted no es nada?


- N o tengo trabajo.1

Este diálogo de un personaje de W alser que, de cierta manera,


rechaza su identidad, consiste no tanto en presentarse como un
“desempleado” sino en tomar acto de esta necesidad, al mismo
tiempo singular y social, de presentarse como “una negatividad
sin empleo”, para parafrasear las palabras de la carta a Kojeve de
Georges Bataille.2
Si bien la exclusión es, en primer término, económica, plantea
la cuestión del des-empleo, de la puesta en exilio en relación con
lo que es ley -lo que el sujeto siente como la forma m aterial de su
existencia perjudicada, pero también como lo que hace síntoma
viviente en el id ea l- es decir, el trabajo, al mismo tiempo ley social
e ideal, investido por el sujeto para configurar en él su existencia.
Este acontecimiento -quedar fuera del circuito de trabajo-
constituye la oportunidad para aprehender lo que significa el
trabajo, núcleo de la actividad económica, como “función de lo
real” en la economía inconsciente, en un anclaje pulsional.

1Robert Walser, Les enfants Tanner, 1907, Gallimard, 1985, pp. 25-26.
2Carta del 6 de diciembre de 1937, reproducida en Denis Hollier, Le Collége
de sociologie, Gallimard, Idees, 1979, p. 171.
La existencia sin trabajo

N o im agino que una existencia sin trabajo pueda ser


agradable...
N o encuentro ninguna otra cosa atractiva.

¿Quién habla aquí? ¿Algún asceta o un puritano para el que el trabajo


es un culto? Es el creador del psicoanálisis.3 Sin embargo, esta
declaración de amor al trabajo queda inmediatamente especificada:
“Imaginación creadora y trabajo, para mí, van juntos”. El corazón de
la “productividad’ está evocado en el mismo lugar: trabajo del Phan-
tasieren*
Pero esto sitúa el trabajo teórico en los confines de la “creación”
-búsqueda de lo nuevo- y de una actividad marcada por la repeti­
ción. La creación también es trabajo. Es la idea sumaria y fuerte de
estar “ocupado” en algo. Lo que Freud dice en palabras claras, como
un imperativo categórico de uso personal: “Uno tendría que estar
siempre haciendo algo para que lo interrumpan; esto es mejor que
desaparecer en un estado de pereza”.3 Fórmula luminosa que se
vincula con la relación del sujeto con el trabajo, del homolaborans con
la vida, con el deseo y con la muerte. Para el trabajador sería
insoportable desaparecer sin haber homologado algo de él mismo, a
un “palmo” de la muerte, como si el “desocupado” estuviera librado
a la muerte, pura y simplemente. Dejarse vivir sería ofrecerse a la
muerte, como una presa insignificante: Freud parece sugerir que si
a uno lo sorprende la muerte trabajando, ya que no puede haber un
happy end, éste sería un final más o menos digno para un “mortal”.
Que la “guadaña” (pues la muerte también está trabajando) nos
sorprenda en el trabajo y así evitaremos morir en estado de pecado
mortal...
Pero, ¿por qué sería peor “desaparecer en estado de pereza”?
Después de todo, ¿la muerte no viene a anular toda ilusión de
perdurabilidad, lo que vuelve vano hasta el trabajo -si uno sabe que
“únicamente la muerte es para nada”,6y el “perezoso”,justamente, no
3 Carta a Pfister, del 6 de marzo de 1910.
4 Véase nuestra contribución “L’imaginaire métapsychologique. Théorie et
fantasme chez Freud”, en L ’imaginaire de la théorie, Texte No. 18/19, Toronto/
Canadá, pp. 217-232 y nuestra Introduction á la métapsychologie freudienne,
PUF, “Quadrige”, 1993.
3Carta a Etingon, del 20 de marzo de 1932 (sobre la redacción de \asNouvelles
conférences).
6 Le clivage du moi dans le processus de défense.
anticipa lúcidamente la vanidad del trabajo para un ser finito y
mortal-? ¿No hay que considerar el trabajo desde el ángulo de la
ilusión?
En principio, Freud no argumenta de manera edificante: no existe
en él elogio del trabajo, pero tampoco, y es lo mínimo que podemos
decir, “elogio de la pereza”. En primer término, se trata de un “rasgo
idiosincrásico” personal: se lo “construye”; es una especie de disposi­
ción “orgánica”: la vida sin trabajo es para él, de fado, algo no
agradable y lo que lo sostiene es estar bajo el yugo de la producción.
La expresión “sentir el trabajo” recuerda ese “destino” del que está
consagrado al trabajo como si se tratara de una ley vital y del deseo.
Esto no convencerá al perezoso,7 porque no está hecho para eso.
Inclusive es un tanto provocador al producir una comprobación de
este tipo, hasta sin “profesión de fe” trabajadora.
De manera que esta manía por el trabajo no significa exaltarlo. En
unas vacaciones imposibles, puede realizar, según sus palabras, “un
deseo durante mucho tiempo insatisfecho: dedicarse sin obstáculos al
trabajo”, pero agrega con una amargura de autoburla: “So sehen
erfüllte Wünsche aus” (¡éstos parecen ser nuestros deseos!).8En otras
palabras: “Tenemos los deseos que podemos tener”. Es una idea rara
convertir al trabajo en objeto de la Wunscherfüllung. La pasión por el
trabajo no termina, en el centro mismo del goce, sin una autodeplo-
ración -del “trabajador”- por ese masoquismo que ubica sus “deseos”
( Wünsche) en el lugar en el que, habitualmente (habría que decir
“normalmente”) no ocupan. Pues, en el fondo, ¿quién se ufana de amar
el trabajo? N i siquiera, quizás, el que lo elogia basándose y apoyán­
dose en la retórica de la moralidad y, luego, de la norma -de la
sociabilidad o del desarrollo del self-. El mismo Freud nunca dice que
él “ama” el trabajo, dice que no puede vivir sin él (esto recordaría más
las formas de adicción pasional en las que el otro, se trate o no de
cuestiones de “amor”, comprueba que no puede sostener su existencia
sin el otro9-am or y trabajo pueden ser “verdugos implacables”-).
En el examen clínico, Freud reafirma esta evidencia de que el
trabajo toma al deseo a contrapelo, que los hombres no están acostum­
brados a buscar en este terreno escarpado del “laburo” el “camino que
lleva a la felicidad”. En suma, los hombres son más bien ingratos con
respecto a este auxiliar de su libido...

7Véase, Paul Lafargue, Le droit á la paresse.


8 Carta a Karl Abraham del 25 de agosto de 1914.
9P.-L. Assoun, Le Couple inconscieni. A m our freudien etpassionpostcourtoi-
se, Anthropos/Economica, 1992
Es aun más preciso. Esta productividad incansable, en tanto
perdura de una manera un poco “ciega”, no podría ser una “facilidad”:
Freud, como un verdadero autor, habla de las angustias de los
obstáculos, del miedo de que “no lleguen las ideas” -lo que puede
provocar sonrisas cuando uno lee sus textos, pero que habla de la fobia
de la escritura que trabaja en secreto en aquel al que denominamos
“polígrafo”-. A diferencia del “grafómano”, cuya pluma es incansable
pero estéril, el que “escribe mucho” para sentirse a la altura del
significante de una obra, lucha contra el temor a la “mala palabra” o
a la interrupción que no le permita decir bien lo que quiere decir. Bajo
la amenaza de no poder estar a la altura de la escritura, el sujeto
escribe con mayor intensidad.
Vayamos más lejos: en el trabajo hay -independientemente de su
estatus de necesidad (“hay que trabajar”)- algo inconfesable, cuando
se lo reivindica como un “placer”, como objeto de codicia. ¿Quién
puede atreverse a decir: “a mí me gusta trabajar”, sin mostrar, en el
fondo, una preferencia obscena? El trabajo, fatum colectivo, se vuelve
una extraña figura cuando toma la forma de un deseo o de un síntoma,
y atrapa a un sujeto que trabaja, de este modo, “por cuenta propia” .
Pues, “además de estar obligado”, podríamos decir que trabajar le da
placer... Justamente, “placer” no es la palabra: nos acercamos a la
cuestión del placer del trabajo o, mejor aún, del placer en el trabajo.
Freud es de los que se atreven a confesar esa tendencia culpable
-que va más allá de la confidencia personal-. Especie de coraje que
le permite, justamente, e lSapere aude (atrévete a saber) inconscien­
te. Pues el psicoanálisis puede apoderarse del problema: ¿cuál es la
“ganancia inconsciente” del trabajo? ¿en qué consiste el placer-del-
trabajo (Arbeitslust)? Hay que atreverse a saber lo que le pedimos
al trabajo, de manera de “trabajar” ese trabajo para desentrañar el
secreto de la turbia ligazón que el hombre mantiene con él.

Campo semántico del “trabajo” en Freud

En primer término, establezcamos la noción. Arbeit designa en


alemán corriente una “actividad” ( Tatikgkeit) u “ocupación” (Betati-
gung), en las que oímos la palabra Tat (acto) cuyo alcance metapsi-
cológico en Freud ya demostramos;10 la palabra también denota el

10 Véase nuestraIntroduction á la métapsychologie freudienne, P U F , “Quadri-


ge”, 1993, pp. 179 y ss.
resultado de esta actividad. Luego, es la actividad profesional (beru-
fliche Tatigkeit): “trabajar”, en el sentido social, es ejercer un trabajo
profesional (es lo que comprendemos cuando nos preguntan, Schib-
boleth social, “¿qué hace usted en la vida?”, prueba del poder del homo
laborans en el imaginario social, como si el hacer “definitorio” fuera
la actividad profesional, lo que expone al desocupado al no ser). Con
esta forma también se designa una prueba escrita, y un gran esfuerzo.
Sabemos que, en francés, “trabajo” evoca, etimológicamente, el tripa-
lium, con el que se yerran las herraduras del caballo y, también, que
el “trabajo” de parto evoca un esfuerzo violento. Finalmente, en físi­
ca, el término tiene sentido propio, mecánico, de gasto regulado de
energía -lo que también se encuentra en el uso interno de la metáfora
metapsicológica intensiva que Freud hace en otro lado-:11 en este
sentido se dice que una máquina “trabaj a” (connotación termodiná­
mica). De hecho, hay algo “maquinal” en el trabajo, aun en el más
“inteligente”.
Vemos que Freud se refiere literalmente a esta noción de una
“actividad” que ocupa. El que trabaja hace y, al hacer, se ocupa de
algo. Por lo tanto es una Leistung, una “prestación” que tiene como
efecto (inconsciente) y como finalidad (social) vincularse con un objeto
y con los otros -inclusive con los otros p or el objeto-.
La problemática del trabajo -como función “actante”y “social”- se
despliega alrededor de la noción de trabajo (A rbeit) directamente vin­
culada con la de “comunidad” de trabajo (Arbeitsgemeinschaft). Ade­
más de un trabajo inconsciente, en las formaciones inconscientes
(desde el sueño hasta el síntoma) hay un “trabajo de cultura” (K ultur-
arbeit).12

Sobre el trabajo
como modo de empleo libidinal

Transportémonos a Malestar en la cultura: ahí encontramos, en una


larga nota del capítulo II, asombrosos acentos para enunciar no los
beneficios del trabajo, sino su precioso uso en la economía de la libido,
en su relación estrecha con la realidad.
A l evocar a Cándido, en su vínculo voltariano que ya describimos

11 Véase nuestra Introduction á l ’épistemologie freudienne, Payot, 1981,


reedición, 1990.
12Véase nuestro Freud et les sciences sociales. Psychanalyse et théorie de la
culture, Armand Colin, Cursus, 1993, p. 124.
en otro trabajo,13Freud hace un “diagnóstico” cuyas palabras hay que
apreciar correctamente: “Si ninguna disposición particular prescribe;
imperativamente una dirección a sus intereses de vida, en su lugar
puede intervenir el trabajo profesional (Berusfarbeit), accesible a
cualquiera, que le indica el sabio consejo de Voltaire: “de cultivar su
jardín” (sein Garten bearbeiten).u
Por consiguiente, el trabajo sería “sedante” (Linderungsmittel) de
esa mercancía en bruto. Freud no habla aquí del trabajo creador, sino
de las tareas cotidianas. ¿Por qué cumplen esta función? Porque
“ninguna otra técnica de conducta de vida (Lebensführung), más
que la acentuación del trabajo, relaciona tan fuertemente al indivi­
duo con la realidad”. ¿De qué realidad se trata? No simplemente de la
realidad material, sino de ese “pedazo de realidad” que es la “comu­
nidad humana” (menschliche Gemeinschaft). En suma, el trabajo es
el medio más importante -porque es el más accesible—de socializa­
ción de la libido. En tanto que el ocio —el estado de “no ocupación”—no
sería “la madre de todos los vicios”, sino el terreno de la depresión,
como desligazón libidinal. Éste es el efecto des-socializante del des­
empleo, por desinvestidura libidinal de la menschliche Gemeinschaft.
¿Esto es lo mismo que esos elogios del trabajo en los que Nietzsche
diagnosticaba un odio sordo por la individualidad? ¿El creador del
psicoanálisis mezclaría su voz con los “alabadores del trabajo” (Lo-
bredners der Arbeit) que evoca un aforismo de Aurore, los que magni­
fican (Verherrlichung) el Trabajo mostrando un “temor por todo lo que
es individual”?13En efecto, Freud le contesta a Nietzsche y comprueba
que, cuando no hay nada mejor, “eso”, lo que en argot significa “matar­
se”, es el más común y el más precioso de los “reguladores” libidinales.
El sujeto enfrentado a la frustración y al dolo no dispone de los treinta
y seis remedios: “supresión tóxica”, “diversión por influencia psíqui­
ca”.16 El trabajo sería el tóxico anodino y “democrático”, fácilmente
accesible, como la diversión pulsional más poco razonable. Pequeño
guiño de ojos de la “viveza de la razón” libidinal: de esta manera
serviría a la comunidad asegurando la sinergia de las libidos.
Es claro que Freud no une su voz a los discursos normativos sobre

13P.-L. Assoun, “Freud, lecteur de Voltaire: Candide inconscient”, en Furor,


No. 26, Ginebra, 1994, pp. 119-133.
14Malaise dans la ciuilisation, G.W., XIV, p. 432.
15Aurore.
16Inhibition, symptóme et angoisse, G.W., XIV, Véase, al respecto, nuestras
Legons psychanaly tiques sur corps et symptóme, t. 2., Anthropos/Economica,
1995.
el trabajo. Pero este tipo de enunciados p a r e c e u n a c o m p r o b a c i ó n d»'
1a utilidad “dietética” de la libido que, además, t i e n o hu puno du vord lid
empírica. No hay trabajo sin repetición de la misma t a r e n , on uit c i c l o
temporal definido, que permite crear una ligazón -con lo s "colo^irn"
(los Mitarbeiters, los que “trabajan con”)-.

L a obligación de trabajar:
la A n a n k é laboriosa

Si es necesario recordar esta utilidad libidinal del trabajo, es porque


es demasiado poco evidente para los interesados, que no ven nunca
sus virtudes hedónicas. Freud pone cuidado en recordar que las
masas sienten un limitado placer en el trabajo (Arbeitslut): “Las
multitudes son perezosas y carecen de discernimiento, no aman el
renunciamiento pulsional”.17 Hay una “obligación al trabajo” (A r ■
beitzwang) -evocación, literalmente, de los “trabajos forzados”-, de
manera que el trabajo social lleva esa marca compulsiva, aunque se
hable del “desarrollo a través del trabajo”. En suma, a pesar de la
utilidad libidinal de la que puede dar cuenta el psicoanálisis, “el
trabajo es poco apreciado por los hombres como medio de felicidad”
(iais Weg zum Glück, literalmente: “camino hacia la felicidad”).18
En efecto, si no sería masoquismo: recordemos que, en el siglo xvi,
el trabajo designaba “la máquina para herrar a los caballos” , del bajo
latín tripalium , que designa un instrumento de tortura.18 En su
origen, trabajar es atormentar y sufrir y recién en el siglo xvi se
convertirá, simultáneamente, en “labrar” y “obrar”. Extraño tóxico el
del trabajo, especie de tormento autoinfligido.
Esta no es más que una nueva prueba de que la ganancia libidinal
y la “felicidad” forman una pareja y, sobre todo, que placer y goce
obedecen a dos lógicas divergentes. Como mucho es posible, para el
vulgum pecus, convertir la necesidad en virtud, es decir en Ananké'20
“moral”: es así como los discursos sobre el trabajo van déla repugnan­
cia (casi fóbica) al elogio (enfático).
Pero esta obligación es la que constituye una ligazón, un antídoto

17L ’avenir d’une iIlusión, secc. I, G.W, .XIV, p. 328.


18Malaise dans la civilisation, G.W,, XIV, p. 438.
19 Albert Dauzal et al., Nouueau Dictionnaire étymologique et historique.
Larousse.
20 Sobre esta noción de Ananké, véase nuestra obra L'entendement freudien.
Logos et Ananké, Gallimard, 1984.
contra el aislamiento:21Freud no tenía en mucha estima las virtudeá
del retiro de la comunidad (eremitismo). La cuarta sección deM alesi
tar en la cultura plantea desde el comienzo esta función de ligazón J
través del trabajo: descubrimiento de la Urmensch, el hombre de logj
orígenes, “de mejorar su suerte en la tierra a través del trabajo” :22“Ejf
otro adquiere para él el valor de un colaborador (Mitarbeiter=colega.. ¡j
“de origen”, de alguna manera) con el que le resultaba útil vivir”. Máá'
aun: “Los miembros de las familias fueron, verosímilmente, su primea
ra ayuda”. El que designa a la familia -lugar de todos los complejo®
y cuna del Edipo- como unidad de producción y lugar originario de la
división del trabajo es el creador del psicoanálisis y no un economista.
En suma, la “obligación al trabajo” (Zwang zur Arbeit) y “el poder
del amor” forman, conjuntamente, “el vivir-en-conjunto (Zusammen■*
leben) de los hombres” .23 Esto no impide que “la familia logre unir
mayor cantidad de gente y de manera más intensiva de lo que lo hace!
el interés de la comunidad de trabajo”.24 Eros y Ananké se dividen la
tarea de unir a los hombres, pero el trabajo, por más intenso que sea,
no alcanza la capacidad de ligazón de Eros. (Esto sucede, sin duda,
porque el imaginario socio-institucional envidia secretamente el po­
der de ligazón-de-sentimientos de la familia y copia los “ideales”, pero
no “le llega a los talones”.)
“El motivo de la sociedad humana es, en última instancia, econó­
mico” : “dado que no tiene los suficientes medios de subsistencia para
mantener a sus miembros en su trabajo, debe limitar la cantidad de
miembros y cambiar su energía de la actividad sexual hacia el
trabajo”, —camino para la sublimación más material-.23

L a inhibición en el trabajo
o los sinsabores del acto

Pero entonces surge lo que tenemos que llamar “inhibición en el


trabajo”. Freud la sitúa, en un buen lugar, en la lista de las inhibicio­
nes (Hemmungen) que abre su gran ensayo sobre Inhibiciones,
síntomas y angustia.

21Sobre esta noción deVereinsamungiMalaise dans la civilisation, G. W., XIV,


p. 335), véase nuestro artículo “Métapsychologie de la solitude: clinique de l’étre-
seul”, en Topique, 64,1998, pp. 75-85.
22Malaise dans la civilisation, G. W., XIV, p. 458.
23Ibid. p. 460.
24Ibid. p. 462.
25Legons d’introduction á la psychanalyse, lección XX, G. W., XI, p. 322.
Lainhibición se caracteriza comu una "llmltnulrin funcional dal yo”,
Freud cita la “inhibición en el trabajo" (Arlwlt»h#mmnntt) •!> ttñ
sondeo revelador, después de otras tren “funcione»" qutt puudon M r
impedidas: sexual, nutritiva y locomotriz. En todoH unta* U
ejecución del acto o prestación (Lesitung ) -copular, comer, ONm lnif,
trabajar- está impedida y/o “trastornada” . Como sucedo a moñudo
cuando Freud hace un inventario (¿y qué puede hacerso con Un
inhibiciones si no es, primero, inventariarlas?), sugiere una lógica de
afinidad secreta en la serie: tiene que haber rasgos homólogos entre
estas categorías de actos. Y podríamos apostar que, justamente,
cuando un acto o una acción que no sean sexuales no funcionan bien,
no es sólo porque sus funciones propias estén “dañadas”, sino porque
son “parasitarias” del acto principal, sexual.
En otros términos: “La función del yo de un órgano está dañada
cuando su erogenidad, su importancia (o significación=Bedeutung)
sexual aumenta”.26
El momento de verdad del acto es, justamente, cuando se vuelve
inejecutable o cuando entra en contradicción con lo que, ¡“normal­
mente”! no tenía problemas: su ejecución o “actuación”. En este
sentido, Freud hace surgir la teoría del trastorno funcional, que es la
inhibición de su modelo, incluso de su “ideología” funcionalista. Si el
sujeto se vuelve menos “ejecutivo” o si fracasa totalmente en la
realización del acto, esto revela, más allá de alguna carencia funcio­
nal, el trabajo de un conflicto y el retorno en lo real de un callejón sin
salida. Prueba de que el acto es irrealizable desde el momento en que
señala un conflicto. La metapsicología compite con una psicología de
la acción y del trabajo. Pero lo que se muestra es ese prodigioso secreto
de la inhibición: el acto “fallido” confronta al “actante” con el goce de
un acto logrado.
¿Qué sucede en la inhibición en el trabajo? Se asiste a un “placer
disminuido” (verminderte Lust) o a una ejecución peor o a fenómenos
de reacción como la fatiga (vértigo, vómitos) cuando se impone la
continuación del trabajo.27 Lo primero que se produce es una “anhe-
donia”: al producirse una falta de placer en la tarea, la ejecución
(Ausführung) de la acción se resiente. El sujeto y el acto llegan a tal
divorcio que si se intenta obtener la ejecución del acto por obligación
ierzwingen), esto se vuelve imposible y el síntoma alcanza al cuerpo:
se reconocen síntomas histéricos, vértigo y vómitos, como si el sujeto

26Inhibition, symptóme, angoisse, G.W., XIV, p. 116.


27 Op. cit. p. 115.
se sintiera violado por el acto que hasta ese momento ejecutaba sin
problemas.
Freud menciona una patología histérica comprobada: “La histeria
impide la disposición para el trabajo a través de la paralización de
órganos y de funciones cuya existencia es incompatible con la reali­
zación del trabajo” . Clave inconsciente del ausentismo o de la falta de
pragmatismo. ¿Qué “física” histérica se oculta, en el fondo, detrás
de la persona ala que se etiqueta como “haragana”, que “no mueve un
dedo para nada”? La función motora está comprometida y vuelve
físicamente imposible el trabajo (de ahí el dolor sordo de la haragane­
ría). Es interesante recordar que Freud encontró en Charcot la idea
de una histeria específica de las “clases trabajadoras” .2*
La inhibición en el trabajo obsesivo tiene otro estilo: “La neurosis
obsesiva perturba el trabajo a través de una diversificación perpetua
y por la pérdida de tiempo con atrasos y repeticiones intercaladas”.
Esto se parece a una “huelga de celo” en el trabajador obsesivo que es
muy cuidadoso, como el Hombre de las ratas, que tenía como testigo
el espíritu del padre difunto al que velaba en horas inesperadas para
llevar a cabo su trabajo estudioso...
¿Qué puede decir el psicoanálisis de la inhibición sin caer en el
círculo vicioso de la explicación comportamental, estéril, pero aún en
uso?
Freud nos proporciona un principio iluminador: si bien es verdad
que toda inhibición alcanza al yo -que ya no puede hacer-, lo que
sucede es que el yo (Ich ) renuncia a una de las funciones que le
pertenecen - “limitación del yo” (Icheinschrankung)-. Pero para qué,
si no es “para no tener que producir una nueva represión, para evitar
un conflicto con el ello” (Es). Éste es el primer grado de la inhibición,
libidinal, pero hay un segundo grado, más fuerte: “El yo renuncia a
estas acciones (Leistungen) para no entrar en conflicto con el su-
peryó” .29
Por consiguiente, la inhibición no proviene de algún inexplicable
doblegamiento pasivo de la actuación -aunque los interesados lo
vivan de esta manera-, sino de una decisión (inconsciente) de produ­
cir... un acto de renunciamiento, que se opone a la acción que se
considera peligrosa. Por lo tanto, la inhibición tiene su “sabiduría”
(económica): aligerarse de nuevos gastos de represión y de angustia
(superyoica). El precio que hay que pagar es el renunciamiento a la

28Véase, Á propos de l'étiologie de V hystérie (1896), G. W., I, p. 447.


29Inhibition, symptóme et angoisse, G.W., XIV, p. 117.
tarea que se espera (de uno mismo y de los otros), cuyos gastos el
sujeto no dejará de amortizar, con gran usura. Y sabemos cómo
el sujeto, a fuerza de vivir de esta manera, miserablemente, ve que su
campo de acción disminuye y su “capacidad para actuar y para
disfrutar” se arruga como piel de lija. Cada vez puede menos, cada
nueva moción de acto invalidado vuelve más dificultosa la nueva
ejecución: es el calvario de la impotencia sexual, de la anorexia y del
síntoma neurológico que impide caminar -que aplican una política de
austeridad de las más costosas-. Las psicologías de estas perturbacio­
nes se vuelven ridiculas cuando quieren intentar una descripción de
lo vivido cuando, en realidad, lo que hay que hacer es una patología
del acto.

De la apatía a la pasión por el trabajo:


el goce laborioso

Partimos de un testimonio (que no es, justamente, de un recién


llegado) que sentía fanatismo por el trabajo y encontramos su opuesto
exacto en ese impedimento que anula todo. Entre los “verdugos del
trabajo” y los “establecidos” incurables, decididamente, no hay di­
ferencia de temperamento, sino dos posiciones antinómicas que se
aclaran mucho mejor recíprocamente.
Pues, justamente, el que, como Freud, se dedica al trabajo y a la
producción continua -con las angustias que esto implica- no tiene
demasiado para decir sobre esta apetencia: el acto habla por sí mismo
y no podría dar cuenta de esta libido laborandi -salvo por las
producciones, que constituyen su demostración (“ ¡Un libro más!”). En
el inhibido en el trabajo -o en el momento, con frecuencia dramático,
de la dificultad de la tarea en el que es un “grande en el trabajo”- se
traiciona algo del secreto de lo que se juega ahí, in actu.
Pues el momento de verdad del acto laborioso es precisamente ese
momento en el que no funciona más, es decir, en el que el sujeto se da
cuenta de que ese acto lo gratifica con una satisfacción libidinal que
lo pone “en rojo” en el libro de cuentas de la represión.
Por lo tanto, hay que rendirse ante la evidencia paradójica: un
exceso de goce “signa” la inhibición. Y ese mismo goce es el que está
enjuego en el trabajo, con la diferencia, capital, de que el sujeto sabe
qué hacer con ese goce y lo pone en marcha en lugar de temer... su
éxito.
La inhibición es el horror del acto, lo que muestra que existiría
de qué tener miedo en el actuar. El sujeto que da marcha atrás
ante el acto, muestra,por el contrario, que hay u n goced el trabajo
en e l trabajo.
Volvamos a los ejemplos de Freud: detrás de la inhibición, apare­
cen el trabajo del síntoma y de la angustia. No nos dejemos convencer
por el hecho de que la inhibición se traduce en un “placer disminuido”:
en la cuesta del goce, “sube”, más que “baja” . Y la anhedonia es el
efecto -reactivo- de una retirada del actosobreínvestido en el aspecto
del goce inconsciente.
De esta manera, tanto la histérica cuyo trabajo consiste en vomitar
(o vomita por la fuerza que pone en trabajar), como el obsesivo que,
en las márgenes de su despiadada tarea toma caminos en sentido
opuesto -maneras de hacerse la rabona a través de los “agregados”
(Zutaten, actos-de-más) y “atrasos inútiles”- dan cuenta de ese
retorno del goce reprimido en los bordes del acto, justamente en forma
de síntomas.
Al menos a través de ese sobresalto o esa manera de “perder el
tiempo”, se le “quita” algo al trabajo, indemnización del propio
renunciamiento -algo absurdo pero gratuito que el obsesivo se ofrece
en esos rituales propios, en tanto que, en el resto de su existencia en
general, se pone al servicio del otro... Son, en suma, placeres robados
en base al servilismo, que tienen el aspecto de una “obligación”.
El goce imposible de asumir en el acto verdadero pasa, por consi­
guiente, por un juego en un trabajo incompleto o “mecánicamente”
ejecutado, y por un juego en esos síntomas que, como sabemos, dan
cuenta de “una realización de deseo” ( Wunscherfüllung).
El sujeto que “se hace la rabona” ante su tarea -por ejemplo, frente
a la página en blanco- cree, apropiadamente sin dudas, que le pasa
eso porque no está inspirado y porque le falta el placer de la tarea.
Podríamos apostar que lo que lo detiene es el miedo a demasiado goce,
que realizaría si cediera a su acto. La famosa “angustia de la hoja en
blanco” disimula muy bien otra cosa: la angustia del encuentro con la
letra que, al llenar la página, saturaría ese espacio. Horror, en suma,
de la “página oscurecida”. Esto es lo que hace que mucha gente
renuncie a escribir, dé marcha atrás ante la voz de un superyó que les
dice: “esto te gustaría demasiado”. Esto nos incita a buscar el goce del
trabajo en el superyó que ordenaría gozar por el acto.
El trabajo como síntoma

No es casual que los ejemplos proporcionados por Freud den cuontn


de la actitud frente al trabajo como se muestra durante el “tratamien­
to” analítico. Esto plantea la cuestión del lugar de la relación con el
trabajo en el habla del paciente y de lo que traduce de su relación -co­
mo sujeto que vive y desea- en sus actos.
Pues, en el fondo, las quejas más “cotidianas” se producen con
referencia a las situaciones del marco profesional (delBerufsarbeit).
Primero, son las “preocupaciones” del momento en relación con el
trabajo las que aparecen en el “orden del día”, a tal punto que la
preocupación por lo sexual, si bien no queda abolida, pasa a segundo
plano. Pues si lo sexual es el lugar de lo “grave”, el trabajo es el lugar
de lo “serio”.
Por supuesto que la huida de la tarea señala la primacía del trabajo
en el obsesivo, ese trabajador opinable -que descifra toda relación de
acuerdo a cuán laboriosa sea (hasta el trabajo de hacer gozar a su
pareja)-. Pero lo que aparece aquí es el movimiento de la balanza
entre mociones de rivalidad -en las que la libido homosexual se
socializa- y las investiduras de objeto en las que pone en acto la
relación con las mujeres. Con el efecto revelador de que la actividad
laboral se ve “erotizada” a ultranza y que, en cambio, la relación
sexual se vuelve obligatoria, casi un trabajo duro -lo que signa la
dificultad mayor para un verdadero encuentro-.
Es como el rumor de esa vieja tensión que Freud encontraba con
simplicidad, entre esas dos potencias que son “amor” y “trabajo”.
Pero esto mismo aclara la actitud del paciente en el análisis:
también ahí hace lo que se llama “un trabajo” - y hace trabajar al
analista-. ¿Cuál es su estatus? Con seguridad, es complicado, ya que
si bien, por un lado, pertenece a la lógica económica (del tiempo de
trabajo retribuido), por otro lado escapa totalmente de ella, ya que allí
el sujeto tiene tiempo libre -en el sentido más radical- para pensar
y hablar de... él: sin ese principio de “gratuidad” no podría haber
“libres asociaciones”.

El trabajo, Jano bifronte

Freud habla, entonces, de esta canalización “sana”, o más bien


“juiciosa”: el trabajo del escolar y del trabajador, que “trabaja duro”.
Pero éstas no agotan las figuras del trabajo. Por una parte tenemos
al denominado “verdugo de trabajo”, que “cultiva su jardín”, pero
también lo explota y realiza una operación libidinal al menos más
compleja y que, si observamos con atención, evoca una operación afín
a la perversión. Por otra parte, ¿cómo situar la satisfacción en el
trabajo respecto de esa otra cara, la del goce que reintroduce los
“intereses de la vida” (Lebensinteressen) en el centro mismo del
trabajo?
No nos interesa proporcionar una jerarquía, del tipo trabajo
“común” versus trabajo “noble” . Pues el trabajo, en realidad, podría
ser un Jano bifronte. De la cara “cándida” a la cara feroz del trabajo
no hay más que un salto. Podemos representarlo con alguna precisión
metapsicológica.
¿Qué tiene que ver el trabajo, en su “galera” , con el goce, ese
movimiento gratuito de “gasto” que no piensa en otra cosa que en
cubrir sus gastos?
Podemos designar su lugar en una economía singular de la repeti­
ción y una dinámica superyoica de un tipo particular.

El placer de repetición: trabajo y sexualidad

Bajo la égida de una hipótesis relativa al origen del lenguaje -o ri­


ginariamente del lingüista Hans Sperber- Freud señala el trabajo de
la repetición que lleva del sexo a la labor.
“Los sonidos (Sprachlaute) originarios sirvieron como información
y para llamar a la pareja sexual: el desarrollo posterior de las raíces
lingüísticas habría acompañado las ejecuciones de trabajo (Arbeitsve-
rrichtungen) del hombre primitivo” .30Aquí, el ritmoinscribe el trabajo
en lo colectivo, forjando el “espíritu de cuerpo”. Pero, por eso mismo
se habría “desplazado hacia el trabajo” “un interés sexual” .31
En suma: “el hombre del origen” ( Urmenschc) habría logrado que
el trabajo fuera aceptable al tratarlo como un equivalente y un
sucedáneo de la actividad sexual (ais Aquivalent und Ersatz der
Geschlechtstatigkeit).
Esta sería la doble potencialidad significante de todo “verbo” , que
se refiere al mismo tiempo al “acto sexual” (Geschlechtssakt) y a la
actividad laboral (Arbeitstatigkeit). Solamente que, con el paso del
tiempo, esta significación sexual se volvió irreconocible y quedó fijada
en el trabajo.
30Legons d ’introduction á la psychanalyse, Xe., G.W., XI, p. 169.
31Ibid., p. 170.
Esta sugerencia lingüística va más allá de una simple teoría sobre
la sublimación o, mejor aun, la funda solidariamente en la lengua y
en el cuerpo: nos encontramos con el acto en su realidad, sexual, cuya
actividad laboral sería la forma metafórica que da cuenta del origen
sexual (sexuelle Herkunft).
Aquí hay una idea de ritmo, de retorno periódico de los mismos
sonidos y movimientos. Comprendemos el prodigioso regulador libi­
dinal que constituye el trabajo: no solamente en el hecho de que deriva
la pulsión hacia una meta no sexual, sino porque conserva, en la
repetición escandida de una tarea, algo esencial del placer -esa re­
petición que lo depura del goce, repetición que se vuelve su propia
meta (especie de “autotelos”)-. La raíz común es el acto. En este
sentido, nada es más sexual que el trabajo, en tanto perpetúa el go­
ce sexual de origen, desnudándolo del acto. Es la Leistung por
excelencia, en la que se muestran, descarnados, los hilos de la
maquinaria. Nos encontramos en una “física” del goce por el acto.
Expulsado de la significación por efecto de la represión, lo sexual
del acto se habría disfrazado con el significante - “civilizado”- de
trabajo, y el amor se habría vuelto “laburo” .

El trabajo como conminación superyoica

Para comprenderlo hay que pasar por el superyó. El trabajo puede ser
la forma más corriente y más material de conminación superyoica.
Ese superyó, en tanto “paterno”, traduce una cierta pasión del
padre. En efecto, ¿por qué trabajar, si no es en nombre del padre -aun,
cuando más no fuera, para obedecerle, para trabajar, para hacerse un
nombre en su sepultura (según la violencia ambivalente de la que el
hijo obsesivo proporciona el modelo)-? Pero hay más (o “peor”).
La paradoja reside en que el trabajo puede volverse “vital” en el
sentido más literal, cuando es tomado como la conminación de esa
instancia que Freud designa como “cultura pura de la pulsión de
muerte” .32
En otras palabras, el superyó laborioso puede ser la forma más
común y más paradigmática de ese “masoquismo moral” que consti­
tuye el aporte más importante, por ser el más específico, del ensayo
sobre el masoquismo.
Comprendemos la extremada “glotonería” del superyó, de la que
32Le M o i et le ga, G. W., XIII, p. 273.
habla Lacan, como buen entendedor de ese texto en el que Freud pone
al desnudo el trabajo del superyó. Pero esa “avidez” es la que
encontramos en el trabajo: es claro, en efecto, que no se agota en la
tarea puntual, sino que se convierte en un imperativo - “toda la gente
importante es una gran trabajadora”- , 33 puesto que al mezclarse el
superyó, siempre va a pedir más. Esta espectrografía metapsicológica
de los “grandes trabajadores” no da la medida de la voracidad en la
que se traiciona el origen pulsional, “ciego” y que no toma en cuenta
el tiempo.

El trabajo o la m ujer

En este punto de exacerbación, el superyó laborioso encuentra un


límite que no es otro que lo femenino.
Partamos del lugar común significativo de que el hombre navega­
ría, en su investidura de tiempo y de deseo, entre trabajo y mujeres.
Detrás de esto se perfila una cuestión “tópica”. Desde Thomas Hardy
a Jack London, en el registro del deseo autodidacta,34 permanece un
tema: el que ubica a la mujer como obstáculo, puesto que el hombre
estaría en la posición de tener que elegir entre la pasión por el trabajo
o el Eros. El propio Freud no escapa a esta fantasía -sin duda
portadora de una realidad inconsciente- cuando sugiere que por
haber cedido al deseo -legítim o- de su novia, que pretendía tener un
acercamiento tierno durante vacaciones, por primera vez se vio
privado de obtener el renombre, justa recompensa de los frutos de su
trabajo sobre los efectos terapéuticos de la cocaína.33
Parecería que el hombre se encontrara en un punto de cruzamien­
to, para decirlo en los términos austeros de la objetividad metapsico­
lógica, entre las exigencias del superyó del trabajo y las de la
objetalidad. Por un lado la sublimación -pero también la rivalidad
mortal con hermanos enemigos-, por el otro la potencia erótica.

33 Sobre este punto y su lugar en el diferendo, véase nuestra obra Freud et


Nietzsche, PUF, 1980, “Quadrige”, 1998.
34 Véase, supra, cap. V.
35 Selbstdarstellung, cap. I. G.W., XIV, p. 38.
“El amor es un acto sin importancia, ya. que es posible hacerlo
indefinidamente.”36Esta es la expresión cínica de Alfred Jarry sobre
el amor que, relacionado con el acto, tendría su esterilidad repetitiva.
¿Acaso el coito no golpea con su “insignificancia” al amor, no por su
trivialidad, sino solamente porque es “repetible”? A menos que,
justamente -Lacan le responde aquí al autor de Ubú y de Surm ále-
sea, justamente, el único acto verdadero, a falta de la posibilidad de
una relación sexual (que hace que el acto tenga siempre “que reha­
cerse”).
Pero si evaluamos el trabajo desde este punto de vista, su “virtud”
consiste en que, en efecto, podemos repetir indefinidamente el proce­
dimiento. ¡La repetición pertenece al ser del trabajo! En el trabajo ¿>e
muestra, por consiguiente, lo vivo del acto, repetitivo y siempre
cercano al comienzo. El “amor por el trabajo” es una expresión
contradictoria en sus términos: lo que se comprueba es la complacen­
cia en la reiteración, que asegura el sujeto de un comercio con lo
imposible del acto que desemboca, al menos, en una “obra”. En este
sentido, el trabajo es irremplazable, porque relaciona al sujeto con su
“necesidad” de repetición (como se habla de “necesidad de ejercicio”,
que hay que tomar aquí en su valencia libidinal). Una vez “lanzado”,
el trabajo nutre, por la ley de las “fuerzas vivas”, su propia libido, aun
cuando sea de manera “autofágica” .
Pero, precisamente, el trabajo muestra la trama del acto, algo como
la sexualidad bruta, de haber perdido de vista, para parafrasear la
expresión de Freud sobre la sublimación, la “meta” propiamente
sexual. Entonces, el trabajo muestra el reverso de lo sexual: es decir,
como desafío a lo imposible del acto, un acto posible...

El sujeto desocupado

Podemos aquí situar al sujeto de este acontecimiento que implica


estar desempleado. Desacomodamiento a causa de la pérdida de esta
“actividad’, de esa “técnica de conducta de vida” que liga... firmemen­
te al individuo con ese “pedazo de realidad” que es la “comunidad de
los hombres”. Dificultad de “sumar” y de instalarse en esa ligazón.
Inhibición forzada, pasión contrariada: la desocupación se lee como

36A. Jarry, Le Surmále.


el reverso de las figuras exploradas. La conminación del superyó del
homo laborans resuena en el modo de la “angustia social”. No es
casual que el desempleo proporcione la causa “ocasional” y material
de una falla simbólica. Pensemos en la resonancia inmediata de la
precariedad social y de la impotencia sexual, como espejo de una
impotencia social que muestra una precariedad sexual preexistente,
en el anudamiento familiar.
A la inversa, aparece la confrontación del sujeto con la posibilidad
de asumir a través de la “negatividad sin empleo” una salida fuera de
la ley del trabajo, configurada según la ley del dueño. Camino angosto
en el que lo real perjudicial del desempleo vuelve a cuestionar el ideal
del trabajo.
V II
SOBRE E L P E R J U IC IO
COM O S ÍN T O M A CO LE C T IV O :
E L ID E A L E N G R U P O

No creo que ganemos nada al introducir el concepto


de un inconsciente “colectivo”. El concepto de in­
consciente es, en efecto, por principio, colectivo...1

En su propio laconismo, esta meta del creador del psicoanálisis de no-


recibir, quizás proporcione el punto de partida de una reflexión sobre
el psicoanálisis (“ciencia del inconsciente”) y sobre las llamadas
ciencias sociales Justamente porque parece clausurar el debate antes
de que se abra; al constatar que “el inconsciente” -e l objeto del
psicoanálisis- es en sí mismo, por principio, esencialmente -über-
hau.pt- “colectivo”, Freud no hace otra cosa que romper lanzas con los
“creyentes” del Inconsciente colectivo. Pero no erige el inconsciente
“individual” (palabra que se denuncia a sí misma por su ausencia en
el vocabulario freudiano) contra un pseudo inconsciente “colectivo”.
Simplemente significa que como hecho innovador, el término no nos
permite avanzar ni un solo paso; se conforma con enunciar un
pleonasmo y es lo mismo que confundir un concepto con una redun­
dancia verbal. ¡No obtenemos nada con esta palabra que otros usaron
como Schibboleth!
¿Cómo pensar, entonces, la lógica colectiva del perjuicio?

Lo colectivo a pru eba del inconsciente:


psicoanálisis y ciencias de lo social

Hay que partir de este enunciado para evaluar la contribución tan


precisa como original de Freud a la problemática de la psicología
denominada “colectiva” (Massenspsychologie) y, más específicamen­
te, de la “psicología de los pueblos” ( Vólkerpsychologie). Este último
1 L ’homme Moise et la religión monothéiste, 2a parte, sección “h”, “L ’évolution
historique”, G.W., XVI, p. 241.
aspecto es desconocido, porque el psicoanálisis parece demarcarse de
esos estereotipos ideológicos que dan vueltas alrededor de una su­
puesta psicología de los “pueblos”.
Conviene mirar más de cerca pues también en este caso, sin
denegar la Zeitgeist, el psicoanálisis se aparta con fuerza. Freud no
podía ignorar la existencia de esa “disciplina” a la que Wilhelm Wundt
le da sus títulos nobiliarios a comienzos de siglo y que da nacimiento
al psicoanálisis. Lazarus y Steinthal le dieron el nombre en 1851 y,
además, esta disciplina contaba con una revista: Revista de psicolo­
gía de los pueblos y de la ciencia del lenguaje (Zeitschrift fü r Vólkerps-
cyhologie und Sprachwissenschaft) y Wundt escribió su Vólkerpsy-
chologie, segundo aspecto de su síntesis sobre M ito y religión.
Freud está tan lejos de negar esta noción que la convierte en una
realidad, atestiguada en la existencia de una ciencia sui generis que
la considera: “Sin la hipótesis de una mentalidad colectiva (Massens-
psyche), la psicología de los pueblos no puede existir en absoluto” .2
Freud toma acto de este factor de perennidad —“la herencia de las
disposiciones mentales”—como una especie d e a p rio ri inmanente de
su síntesis en la materia, Tótemy tabú. El “Inconsciente colectivo” es
a tal punto una superstición -o, como mucho, un pleonasmo- como la
“psiquis colectiva” es un operador de la explicación analítica, en
conexión con la Volkerpsychologie contemporánea.
A l comprobar esto, Freud, sin embargo no se desembaraza del
problema que plantea: podemos decir que se lo lega al que cuestione
el lazo entre “inconsciente” y “colectivo” (en el aspecto del objeto) y el
lazo entre psicoanálisis y ciencias sociales (en el aspecto de la
“posición de objeto” ). El movimiento por el cual se despliega silencio­
samente la afirmación: “el inconsciente es sólo colectivo” o el incons­
ciente llamado “colectivo” es sólo el inconsciente mismo, sugiere una
tensión que esta formulación anula. Si bien aquí existe pleonasmo
-la tesis freudiana más importante en la m ateria- sin embargo
conviene comprender por qué existe “efecto de pleonasmo”, es decir,
por qué es seductor, sin ceder a la tentación de “hipostasiarlo”, de
postular una instancia colectiva del inconsciente. Esto es lo que
sucede, al menos en las psicomitologías y en un cierto movimiento de
las ciencias sociales: se trata de una inclinación crónica a objetivar,
con el objeto de lo social, algo como... uninconsciente de lo social. Pero
esto remite solidariamente la pregunta al psicoanálisis: ¿cómo este
saber, articulado por entero con la “individualidad” -palabra alta­

2 Tótem et tabou, IV ensayo, conclusión, G.W., IX, p. 190.


mente problemática, que aquí tomamos como a mínima, en el sentido
en que, después de todo, el sujeto inconsciente se declina en singular-
se enfrenta a la realidad del “hecho colectivo”? Si la tesis psicoanalí-
tica del inconsciente envuelve la propiedad de lo “colectivo”, ¿cómo
pensar el “desarrollo” por el que se “perfila” lo “colectivo”? Decidida­
mente, este diagnóstico en “pleonasmo” es el que permite pensarlo y
nos ubica en el centro mismo de la conjunción que nos ocupa.
“Psicoanálisis y ciencias sociales”,3la conjunción de los términos no
logra conformar una sintaxis. Es más, hay que saber darle una base
a esta conjunción, saber donde colocarla (lugar-entre esos dos conti­
nentes epistemológicos que tienen el nombre de psicoanálisis y de
“ciencias de lo social”) y, de alguna manera, cómo “pronunciarla” . La
palabrita y notifica una necesidad innegable y, al mismo tiempo, un
desafío implícito: ¿qué puede tener que ver con las ciencias sociales el
psicoanálisis, esa disciplina creada por Sigmund Freud, bautizada
hace un siglo?
Para dibujar la necesidad que se perfila a través de este requisito
y de este desafío -que adquiere acto de un encuentro datado- nos
parece esencial ubicar la problemática que subyace a este acerca­
miento.
No se trata, en efecto, de casar a las “ciencias del inconsciente” (nos
damos cuenta del desafío de una denominación de este tipo en sí
misma) y “ciencias de lo social” (denominación que designa un mundo
abigarrado y complejo) sin su consentimiento. Y no se trata de que, al
conjugar sus tesoros específicos, psicoanalistas y “sociólogos” asegu­
ren su “comunicación”. Necesitamos una especie de “estado de duda”
metodológica que, al presentar el problema de manera plana, pueda
aprehender la posibilidad en vivo.
Esto nos compromete en una doble investigación, una sobre las
condiciones de posibilidad del saber psicoanalítico -de epistemología
freudiana-, la otra sobre las condiciones inconscientes del vínculo
social. De esta manera podemos experimentar, en la problemática de
una investigación propia, una contradicción quizás sintomática
del mismo campo.
La posición freudiana traduce al mismo tiempo la convicción firme
de una especificidad irreductible del psicoanálisis, en su objeto y en
su experiencia propia -lo que la expresión/ara da sa traduce vigoro­
samente- y una apertura de la “ciencia del inconsciente” hacia sus
fronteras, especialmente hacia las ciencias de lo social -lo que la

3Véase nuestro Freud et les sciences sociales, op. cit.


expresión “psicoanálisis aplicado” (angewendte Psychanolyse) signi­
fica con firmeza-. De manera que sería conveniente redescubrir y
asumir la letra de esta expresión que adquirió mal nombre epistemo­
lógico, porque produjo muchos productos eclécticos con esa marca que
mancillaron el principio original, ya que existe un movimiento espon­
táneo desde el psicoanálisis hacia las llamadas ciencias “del hombre” .
Por lo tanto, no se trataría de aplicar el psicoanálisis a los objetos de
las ciencias sociales como un “cataplasma”, sino de aprehender el
movimiento por el cual el inconsciente, como objeto suigeneris, tiende
a “aplicarse” a lo “social”, movimiento que hay que acompañar y
pensar.
Vemos en qué sentido, la profundización de la especificidad episté-
micadel psicoanálisis, lejos de alejar a las ciencias sociales, las acerca:
“ahondar” es, en la experiencia psicoanalítica, el medio para desple­
gar...
No podríamos eludir la afirmación de Freud que parece recusar la
idea de un objeto sociológico: “La sociología, que se ocupa del compor­
tamiento de los hombres en la sociedad, no puede ser otra cosa que
una psicología aplicada. Estrictamente hablando, existen sólo dos
ciencias: la psicología, pura y aplicada, y la física” .4Si tuviéramos que
considerar este enunciado con apariencia categórica literalmente,
quedaría cerrado el camino para el menor acercamiento con las
ciencias de lo colectivo: no habría lugar para un saber de la psiquis
-especificado por la hipótesis del inconsciente- por una parte, un
saber de lo real, por otra parte -e l saber de lo social “que cae” en la
esfera de la “psicología” o “psicoanálisis aplicado”-.
Con seguridad, con viene tomar literalmente esta aserción, emitida
no fortuitamente luego del examen y de la discusión del marxismo, en
1932-1933,5pero si se comprende bien su significado. En ella no hay
nada que acredite una psicologización de lo social o la absorción de la
sociología en una “psicosociología” o “psicología social”; es más, como
veremos, Freud proporciona una crítica precisa de la llamada “psico­
logía social”, que surge contemporáneamente con el psicoanálisis.
Quizá lo más importante sea esta referencia a un saber de lo real, a
una física (Naturkunde) que, de alguna manera, se plantea “enfren­
tada” con la psicología científica -es decir, el psicoanálisis-. Justa­
mente, por medio de este dualismo epistemológico Freud previene

4Nouvellesconférencesd’introduction alapsychanalyse, XXX,G. VV.,XV, p. 194.


0 Véase nuestra confrontación metapsicología/dialéctica en L ’entendement
freudien, op. cit., pp. 263 y ss.
alguna “imaginarización” de lo social; Ium c i u n c i i i N de l o H o c l u l n o
remiten a una realidad tercera, con un estatun híbrido, t>nt.rt)"|)NÍ(]UÍMM
y “realidad” . Lo “social” exige un tratamionto con Inn condiciono*
inconscientes, las que se consideran en una "psicología nplIcnHtt
CangewendtePsychologie),6es decir, no “pura” (que r e f i e r a n li> p niqulH
propiamente dicha), sino a sus “fronteras” -ya que todo lo quo no
pertenece a lo real en el sentido físico cae en esta “cláusula” incons­
ciente-. En este sentido, no hay “física social” .
Pero, justamente, al introducir el “punto de vista del inconsciente”
en la psicología, Freud redefine por una parte la psiquis y, por otra,
abre, como extensión de ese saber meta-psicológico (literalmente de
los procesos que llevan más allá del consciente)7 un capítulo más de
la psicología -la “psicología” más el inconsciente, de alguna manera-.
Éste es otro concepto de la psicología, incluso, en este sentido, es “la
psicología pura” (reine Psychologie). Pero, con el mismo movimiento,
abre el camino para un psicoanálisis aplicado a lo social.
La construcción “psicoanálisis aplicado” adquirió una connotación
peyorativa porque carga con tener una historia de (malos) usos y
provoca justas sospechas: ¿se aplicará el psicoanálisis, como una
“grilla” de explicación o una sustancia mágica, a diversos objetos,
como los objetos sociales? Sin embargo, se trata de algo muy distinto
y es, justamente, una condición esencial de la conjunción entre
“psicoanálisis y ciencias sociales” explicitar de qué manera esta
expresión significa una necesidad legítima y una exigencia epistemo­
lógica.
¿Qué tiene que decir el psicoanálisis sobre esta cuestión? Su
“mirada” propia, en esta materia como en otras, sólo puede provenir
de la clínica real. En efecto, el sujeto (que no hay que confundir con
el individuo) es el que puede informarnos, en su lenguaje sintomáti­
co, sobre el impacto de la pertenencia colectiva en la problemática
propia, y abrir, como si de algún modo fuese un espejo, perspectivas
sobre esta dimensión colectiva y su significación inconsciente.
En tanto que la Vólkerpscyhologie postwundtiana se encaminó
hacia las versiones místicas y mistificadoras del Inconsciente-pueblo
o bien hacia las relecturas “caracterológicas” de las idiosincrasias
nacionales,8 Freud abre un camino más original, que nosotros tene-
6 Sobre esta noción, vinculada con la creación de la revista hnago, véaseFreud
et les ciences sociales, op. cit., pp. 24-26.
1 Primera definición dada de la metapsicología: véase nuestra lntroduction á
la métapsychologie freudienne. PUF, 1993.
8Richard Thurnwald, promotor de la Zeitschrift für Sozialpsychologie entre
mos que encontrar, porque se diluyó en el paisaje general del psicoa­
nálisis. En efecto, a través de algunos señalamientos puntuales,
incluso lacónicos, Freud “muestra” -e l término toma su sentido
propio más allá de los usos trillados— ese momento “caracterial”
colectivo en la historia del síntoma del sujeto.

Traum a colectivo y “deform ación” subjetiva

Volvamos al pensamiento liminar de nuestra problemática que está


contenido en una alusión de las más lacónicas de Freud, en un trabajo
sobreLas excepciones ( 1915), para desplegarla en el plano de la pato­
logía de lo colectivo. Al describir una cierta patología de carácter
“individual”, menciona -para ponerla al día- lo que para nosotros
hubiese sido una investigación mayor sobre el “síntoma colectivo”.
“No quiero abordar la analogía evidente (die naheliegende Analogie)
con la transformación de carácter (Charakterverbildung) después de
una larga enfermedad (Kranklichkeit) de la infancia y el comporta­
miento de pueblos enteros con un pasado cargado de sufrimiento.”9
¿Qué esta sugiriendo Freud? Una cierta deformación (Verbildung)
puede afectar el “carácter” de un pueblo, llegar a darle un cierto
“estilo”, como consecuencia de cierto pasado, lleno de experiencias
perjudiciales, como las pruebas duras y las persecuciones.
¿Con esto le da crédito al proyecto de la “psicología de los pueblos”
('Vólkerpsychologie)? En otra parte ya mostramos la filiación original
en relación con esta “disciplina”, en la tradición wundtiana.10En este
sentido, existiría un registro “caracterial” colectivo pero, lejos de
reducirse a alguna determinación idiosincrásica constitutiva, lo rela­
ciona con la realidad histórica de la larga duración que habría tenido
como efecto imprimir un pliegue específico al carácter colectivo.
Para apreciar el alcance de esta idea, tenemos que tener mucho
cuidado con las palabras que usamos. ¿Qué hay que entender en la
expresión Charakterverbildung? En el sentido descriptivo -luego lo
especificaremos en el sentido analítico- el carácter es el conjunto de
cualidades espirituales y psíquicas de un hombre, lo que constituye su

1925 y 1933 desplazó el “eje globalista” de Wundt hacia el estudio empírico de la


“caracterología” de los pueblos, con lo que se acercó a la psicología social
norteamericana.
9G.W, X., p. 367.
10Freud et les sciences sociales, op. cit., pp. 51 y ss.
identidad y su propia impronta; en esta palabra hay que entender la
expresión o la imagen propia (Geprage, Abdruck, Bild).
LaVerbildung es la deformación de una imagen, en sentido propio,
con un matiz de falsificación, hasta de corrupción. De esta manera, se
crearía una especie de “falsa impronta”, una cierta manera de fijar­
se en un ser-otro. Aquí hay un punto que es necesario precisar: ¿cómo
se manifiesta esta alteración en el plano clínico?
Por otra parte, Freud habla de pasado “cargado de sufrimientos”
-traducción literal de leidenschwer-. Leiden es la enfermedad, el
sufrimiento, el dolor; también es el daño. El daño -que se refiere a un
registro del trauma- abre la problemática del perjuicio. Aquí es
donde la analogía logra su alcance: lo que Freud describe en este texto
es un cierto síndrome que se traduce en un cierto “comportamiento”
(.Benehmen), es decir, un modo de actuar y de ser. La determinación
“caracterológica” se expresa en actos. ¿Cuáles? Todos aquellos a
través de los cuales el sujeto significa que se lp debe un reembolso de
algo y que apuntan a recordar que hay “gente atrasada” con esta
“deuda”. Nos encontramos dentro de la lógica en un sentido no
amortizable del trauma originario.
La contribución de lo colectivo a la problemática subjetiva pertene­
ce al orden de lo “caracterológico”: los rasgos de carácter constituyen,
en efecto, esas formaciones reactivas -en modalidades de idealización
sublimante- destinadas a defender al sujeto, no sólo del incremento
pulsional, sino también, de alguna manera, de la constitución de
síntomas. De golpe, la alteración de carácter es, al mismo tiempo,
menos regresiva que una formación de síntoma y más grave, por la
“coraza” y la fijación que determina. ¿Cómo volver sobre un rasgo de
carácter interiorizado de este modo?
Como vimos, Freud se refiere a esta figura de la “excepción” como
“tipo de carácter”. Por lo tanto, hablando con propiedad, no estamos
en sentido estricto en el registro del síntoma, sino más bien en el del
carácter, considerado, además, en situación analítica -lo que no
impide que las actitudes (Einstellungen) que se muestran en esta
ocasión luego se manifiesten en el mundo-. El síndrome caracterial
en cuestión aparece a través de una forma de resistencia particular,
es decir, como rechazo de frustración.
En efecto, Freud siempre subrayó que el trabajo analítico se
apoyaba en una cierta aptitud del paciente, no para renunciar a las
satisfacciones, sino para saber “privarse (entbehren) provisoriamen­
te” , o sea, para “aprender a cambiar tal” ganancia de placer “inmedia­
to” por “otra más segura”. Flexibilidad determinante que implica una
economía de la libido: si nos damos cuenta de que el síntoma es
justamente fijación en una prima de placer ligada con la formación
patológica, el progreso del tratamiento requiere paradójicamente un
renunciamiento a estas estrategias, para realizar ese progreso del
principio de placer al principio de realidad, condición sine qua non
para volver a encontrar los caminos de una satisfacción efectiva.
Ahora bien, éstos son “los huesos” del tratamiento de estos sujetos:
“Si pedimos a los enfermos, con la autoridad del médico, un renuncia­
miento provisorio a cualquier satisfacción de placer, un sacrificio, una
disponibilidad a tomar algo de ellos mismos, un sufrimiento para un
fin mejor, o cuando mucho, la decisión de someterse a una necesidad
válida para todos, se enojan con una motivación particular ante una
exigencia de este tipo”. ¿Y con qué argumentos? “Dicen que ya
sufrieron bastantey que ya fueron privados de manera suficiente, que
tienen derecho a que se los dispense de nuevas exigencias, que no se
someten más a una necesidad indeseable, que son excepciones y que
quieren seguir siéndolo.”

L a “excepeionalidad” en grupo
o la idealización del perjuicio

Volvamos a la descripción del síndrome de excepción en el plano


individual, para darle cuerpo a la analogía sugerida por Freud y para
darnos cuenta de a qué caminos nos lleva, según una Vólkerpsycho-
logie freudiana. El síndrome surge en situación analítica cuando se
requiere un renunciamiento provisorio del paciente a algún tipo de
satisfacción, la aceptación de un sufrimiento o la simple sumisión ala
necesidad. Excepciones en relación con la Notwendigkeit o Ananké,
es decir, en relación con la necesidad que, justamente, se aplica a
todos... sin excepciones.
En este caso, entonces, el perjuicio, suma de los sufrimientos y de
las privaciones -estamos en el registro de la “necesidad” y de la
miseria—justifica un privilegio de “compensación”. Aquí aparece un
punto capital: el sujeto se basa en la convicción de que una providen­
cia (Vorsehung) particular vele por él y lo preserve de los sacrificios
dolorosos. Por lo tanto, vemos cómo se dibuja un comportamiento
mágico todopoderoso, en contraste con la razón, un finalismo en
oposición a un reconocimiento de la realidad. El síntoma se vuelve la
prima del placer: el pasado del sufrimiento real se evoca como una
coartada para no curarse, para no entrar en una lógica del renuncia­
miento relativo que llevaría al sujeto a reconciliarse con la realidad.
Lo que vemos dibujarse es un proceso que va más allá de alguna
transformación del complejo de inferioridad en complejo de superio­
ridad, por alguna compensación -aunque el aspecto interesante en
Adler podría residir, más allá de las reducciones a los efectos clínica­
mente reductores, en esa intuición de un polo del “perjuicio” en la
estructuración subjetiva-.
Lo que está en juego es una idealización -en cierto sentido sobre-
compensadora- de la “herida”. El “yo” encontraría en la disminución
una razón de “exaltación del ánimo”. La ventaja es una estrategia
subjetiva de supervivencia. Conocemos los efectos de la resurrección
espectacular de un sujeto después de un accidente, que le permite no
sólo volver a encontrar sus capacidades más allá de las llamadas
“curas” deficitarias, sino incluso lograr lo que nunca había hecho
antes del trauma y, por lo tanto \sin el trauma!
El inconveniente es que, al hacer esto, el sujeto instituye, de
manera mortífera, el trauma como hogar de energía y se pone fuera
de la ley. Esta “disidencia” con la Ley -d é la Necesidad o del interés de
la humanidad como especie- lleva a esa espiral insensata de indem­
nización de uno en detrimento del otro. Los efectos pueden ser,
además, de gravedad variada, desde los efectos de satisfacción maso-
quistas y las torturas morales hacia el prójimo, hasta reales estrate­
gias de destrucción.
La legitimidad narcisista parece implicar una disidencia con la
legalidad simbólica. Nos encontramos en los parajes de la paranoia
colectiva, desde la desobediencia a las leyes de la especie hasta el
derecho a negar la existencia del otro en nombre del perjuicio. Aquí
toma todo su sentido la terrible expresión de Tiberio, que Sade
también usó, cuando ordenó “cortar la cabeza del género humano”
para “uno solo de sus placeres”. La convicción de un perjuicio origina­
rio, paradójicamente, es la base de un sentimiento de hiperpoder
psíquico o, más precisamente, la reivindicación de “privilegios” (Vb-
rrechte) como daños-intereses, en tanto reparación de un cierto “dolo”
primitivo.
Es preciso entender bien lo que Freud describe aquí en el plano
singular, para amplificar su eco en el plano colectivo: detrás de esta
actitud “de excepcionalidad” aparece “una particularidad común del
enfermo en sus destinos de vida precoces”: la neurosis se articulaba
con un acontecimiento (Erlebnis) o con un sufrimiento (Leiden) que
habían experimentado en la primera infancia, de los que se sabían
inocentes y a los que podían considerar como un perjuicio (Benach-
teilung) “injusto” . Los ejemplos proporcionados por Freud son los de
un “doloroso sufrimiento orgánico congénito o de una “infección
fortuita”, es decir, un mal encuentro, especie de casualidad desgracia­
da (dustukia) - “independiente de su voluntad”-.
Por consiguiente, hay una equivocación o una “injusticia” ( Un-
recht) que se le hace al sujeto, de la que surge la reivindicación por los
daños (Entschadigungsansprüchen) y la actitud de resistencia ladina
( Umbotmásigkeit) contra la ley de un mundo tan cruel. Ahí aparecé
el sentimiento de “exclusión” en el sentido más literal y más radical:
expulsión de algo universal, por lo tanto, de una lógica en la que sea
posible renunciar lo suficiente como para ser uno mismo sujeto de
derecho. Por el contrario, hay que concebirse como poseedor de dere­
chos, especie de pensión por invalidez ( Unfallsrente).
La conciencia de la discapacidad se articula con la presunción de
ser un ser bastante excepcional como para gozar de un estatus
de excepción. En la etimología se entiende el lazo entre el perjuicio y
el “juicio”: se trata, justamente, de un juicio anticipado que, por
extensión, induce la idea de daño. El sujeto que se organiza alrededor
del sentimiento de haber sido objeto de un perjuicio -en su “prehisto­
ria "- también tiene la idea de un juicio (judicium ) anticipado (prae);
se lo sometió demasiado temprano a un juicio que, desde ese momen-*
to, lo persigue como un destino; menos destino trágico que “collar” al
que está atado, de manera tan absurda como arbitraria: “Se lo
prejuzgó...”
Fue “pre-juzgado” (juzgado antes de haber nacido, de algún modo)
y en el horizonte de eso “prejuzgable” encara su propia identidad (en
un punto en el que lo real y la fantasía parecen ser inseparables).
Comprendemos la importancia de la sugerencia freudiana de un
sentimiento de culpabilidad preexistente en todo acto que intente, a
partir de ese momento, volver a éncontrarlo y verificarlo. Juzgado por
contumacia, el sujeto quizás corra durante toda su vida detrás de la
causa de este perjuicio y detrás de las consideraciones de ese juicio. Este
clima kafkiano -en el sentido más literal- nos da el clima genérico de la
neurosis, en la medida en que es definible como “neurosis traumática
elemental” y, más específicamente, de esa subjetividad que se organiza
selectivamente alrededor de la convicción de un trauma real, que se
vuelve postura subjetiva y verdadero hábito, manera de vivir en el
mundo y de considerarse a uno mismo -en su relación con el mundo
y con el otro-. En ese mundo, los “limoneros” pueden florecer o
marchitarse; pero el sujeto lo percibe y lo habita desde un fuera-del
mundo -precintado en un pasado inmemorial-.
“ C a rá c te r n a cio n a l” y neurosis:
el caso D o sto ievsk y

Como hemos visto, Freud no deduce de algún tipo de pertenencia


colectiva una especie de determinación inconsciente que sería aplica­
ble al sujeto. Más bien marca la incidencia de la determinación
colectiva -histórica- en la constitución de la subjetividad.
Sin embargo, nos encontramos frente a la cuestión distinta, pero en
cierto sentido cercana, de la fijación de un síntoma colectivo que le
daría su “estilo” a una pertenencia colectiva en el plano nacional. En
este caso es que Freud encuentra un cierto rasgo que remite a un
cierto carácter nacional y a una tradición histórica, pero siempre lo
hace en una situación de lectura clínica singular. En este sentido hay
que entender la alusión al “carácter ruso” en el ensayo sobre Dosto­
ievsky. En el momento en que se refiere a la singular concepción de
moralidad (Sittlichkeit) en el autor de Los hermanos Karasamov,
vincula el grado más elevado de “moralidad” al “pecado más profun­
do” (Sündhaftigkeit).n
En tanto que el hombre ético clásico reacciona frente “a la tentación
interior y reacciona sin ceder a ella”, el sujeto dostoievskiano “peca y,
al mismo tiempo, alza los hombros y luego, en sus remordimientos,
plantea las exigencias morales más altas” y, de esta manera, evita “el
renunciamiento” y sus inconvenientes. Criminal y pecador forman un
ser de dos caras, y Freud sugiere que este ser provoca un hermoso
juego cuando, habiendo cometido lo peor, se flagela ruidosamente y
se insulta ante sí mismo y ante los otros como “un pobre y abominable
pecador”. Aquí interviene la lectura histórica en el plano colectivo:
“Recuerda las invasiones de los bárbaros, que asesinaban y pagaban
una multa, con lo que la multa (die Bube) se vuelve inmediatamen­
te una técnica para hacer posible el asesinato. Iván el Terrible se
comportaba así: ese compromiso con la moralidad es un rasgo ruso
característico”.12
Si observamos esto de cerca, el mecanismo produce un cortocircui­
to en la lógica del intercambio y del renunciamiento que constituye
una conexión del sujeto en lo universal: Freud habla aquí de los
“intereses prácticos de la humanidad” que realiza la Sittlichkeit. La
lógica rusa -la de Iván el Terrible, de la que da cuenta Dostoievsky a
través de su gusto por la autocracia zarista- es un “acomodamiento”,

11Dostoievsky et le parricide, G.W., XIV, p. 399.


12Ibid., p. 400.
un arreglo respecto de las “reivindicaciones pulsionales” que, en el
fondo, tolera la satisfacción y paga los gastos del arrepentimiento.
El fondo masoquista dostoievskiano implicaría, por lo tanto, una
idealización del sufrimiento pero, simultáneamente, de la pulsión: el
superyó que tortura enseguida se encargaría de mantener una
relación mórbida con la culpa. Pero, para el autor de Crimen y castigo,
hacerle mal al otro sería una manera de indemnizarse secretamente
de un perjuicio originario, que legitimaría la. violencia. De hecho, lo
que encontramos en el origen de su historia es al padre que maltrata
-que no deja de evocar la “bestia” paterna de la “horda primitiva”
freudiana: las crisis de epilepsia, de naturaleza histérica según
Freud, serían la puesta en acto, al mismo tiempo, de la culpabilidad
ante el deseo de asesinar y el goce del “mal”-. La experiencia del
presidio sancionaría esta culpabilidad e instituiría el perjuicio: pero
el escritor Dostoievsky sólo pone por escrito el cuestionamiento del
crimen y, al final de cuentas, presenta un Jano con dos cabezas, sano
y crimina], ilustrado por Raskolnikov y por E l idiota. Nos encontra­
mos aquí con una pista criminológica: en tal criminal, el sentimiento
de excepción puede dar lugar a un “egoísmo sin límites” y a una
“pulsión de destrucción” : las dos características del criminal.
Pero, más allá, se desprende la posición de un pueblo criminal
-imagen difícil de evocar, pues acompaña movimientos destructivos
que conocemos muy bien-, A l menos comprenderíamos cómo los
verdugos, en lo peor del acto, evocan de manera inexplicablemente
cínica los perjuicios que sus víctimas les habrían infligido.
Estamos tocando el tema de la economía del sadomasoquismo: no
nos asombremos de encontrar en la escritura dedicada a este tema
una alusión a los “tipos de caracteres rusos”: “el masoquismo crea la
tentación de la acción ‘pecadora’ (sundhaften Tu n ) que, por lo tanto,
hay que castigar (gesühnt) a través de los reproches de la conciencia
sádica (como en tantos tipos de caracteres rusos) o a través del castigo
del gran poder paterno del destino”.13 El “masoquismo moral” que
revela el superyó feroz encuentra su problema “nacional” en el “tipo
ruso” y en ese “nacionalismo mezquino” que se encuentra como una
mancha en el genio dostoievskiano.14
¿Freud nos está llevando a la creencia en entidades de carácter
nacional, aunque sea de un modo refinado y con toda la agudeza de la
clínica? Por una ironía de la historia, ¿no se estaría acercando al;

13Le probléme économique du masochisme, G.W., XIII, p. 382.


14Dostoievsky et le parricide, G.W., XIV, p. 400.
terreno de un Hermann Keyserling, ese autor que sin descanso
encuentra caracteres nacionales y al que el creador del psicoanálisis
desprecia claramente? Es un camino estrecho, pero que nos capacita
para juzgar el aporte psicoanalítico a esta cuestión delicada, ya que
es fronteriza.

Los paradigm as colectivos de la defensa

¿No nos estamos acercando a darle crédito a la idea de una psiquis


colectiva, atribuyéndole a las “naciones”, incluso a las “razas”, consi­
derando esta historia traumática, una especie de habitus propio?
Hay un camino, sin duda estrecho pero riguroso, que está indicado
para considerar esta configuración colectiva del síntoma y hacer la
economía de una hipótesis de este tipo.
Como siempre en este campo, hay que conformarse con una
sugerencia en el texto freudiano, pero que interviene con toda su
fuerza. Cuando reflexiona sobre el “fin del análisis”, sobre la “modi­
ficación del yo”, fenómeno fuertemente “individual” -como factor de
resistencia bajo el efecto de los mecanismos de defensa- Freud
subraya la predeterminación de las estrategias defensivas. Esto
significa en primer término que el “yo” -individual, asumamos el
pleonasmo en este caso- no utiliza todo su abanico o la panoplia de
mecanismos de defensa, sino que tiene mecanismos favoritos, selec­
cionados para este fin: en este sentido, habría “diversidades de yo” de
alguna manera “originarios”, incluso “innatos”. Aquí, Freud vuelve
a encontrarse con la idea de “herencia arcaica” -expresión que no usa
mucho-.15 Sólo adquiere sentido en esta coyuntura: el inconsciente
personal no está tallado sobre algo arcaico colectivo. Solamente que
la adopción del sujeto -e l “neurótico individual”- de una estrategia
defensiva no parte de cero: se encuentra aguijoneada, de algún modo,
por “direcciones evolutivas” , “tendencias” y “reacciones”. Ahora bien:
“Las particularidades psicológicas de las familias, de las razas y de las
naciones no encuentran otra explicación en su comportamiento
respecto del análisis” .16En este caso, Freud usa el término, tanto más
cargado de sentido como raro, de “simbólico”, al referirse a algunas in­
vestigaciones de psicología de los pueblos “que presuponen que la
humanidad vuelve a caer en la herencia arcaica” .

15Véase L ’entendement freudien, op. cit., pp. 137 y ss.


16Analyse finie et analyse infinie, sección VI, G.W., XVI, p. 86.
Establezcamos bien el lugar de esta realidad colectiva: se significü
a través de un cierto antecedente con una estrategia defensivi
individual: “Incluso antes de que exista el yo, se toma una dirección*!
Nos tienta llamarlo el “ello colectivo”; digamos, con mayor justicia
que hay homología entre el antecedente de lo colectivo con “li
individual” y entre el ello y el yo -por filtrado superyoico-. La ideaí
imagen es la de “dirección” : la elección defensiva es “tendenciosa”, <
sea, predeterminada por cierto código cultural. ¿Hay que concluir quí
es posible otorgarle a cada cultura mecanismos o modos de defensí
propios o “típicos”? En realidad, todo sucede como si un sujeto a
hiciera “soplar” (en el sentido teatral) un cierto estilo de defensa quí
es propio de su grupo. Decir, por ejemplo, que Dostoievsky actúa d
manera “típicamente rusa” no es subsumir al sujeto Dostoievsky el
un tipo étnico o sociológico: es preguntar por el lazo entre este estil
colectivo y la respuesta única que el nombrado Dostoievsky aporta i
su conflicto existencial y deseante -que abreva en el “estilo” que si
forjó durante una historia colectiva. Como si se hubiese forjado ui
cierto saber-hacer en la pulsión y la prohibición de un estilo -cd
lectivo- de superyó.
Más allá de la prometedora pista que se nos ofrece, tenemos qui
preguntarnos por el alcance de esta consideración de la pertenencia
colectiva en el trabajo inconsciente. Para formular el problema d<
manera definitiva: ¿cómo es posible que concuerde el principio del sujet
-en su universalidad (singular)- con la postulación de estas especies di
“cuerpos intermedios” que son las entidades psíquicas colectivas? Esta
es el centro de la contradicción del inconsciente y de lo colectivo.

Lo “universal” inconsciente y la ilusión nacional

Debemos recordar que la formación inconsciente es un crisol “univel


sal” en el que se disuelve la diferencia étnica: lo que Freud ilustH
encantadoramente en su escrito sobre las desilusiones de la guern
de 1915, al refutar la protesta de cierta dama norteamericana acerca d
que nuestros sueños no están dominados por “sentimientos egoístaá
y que, en todo caso, eso podía ser cierto para Austria, pues ella er
capaz de afirmar que tanto ella como sus amigos, hasta en sueños
tenían sentimientos altruistas. En este caso, Freud es formal: “En <
sueño, la noble norteamericana era tan egoísta como el austríaco”J

17 Considérations actuelles sur la guerre et la mort, G.W., X., p. 338.


Por consiguiente, el inconsciente ignora la diferencia nacional que,
además, no es operante. Se la evoca, más bien, como defensa contra
el inconsciente: de esta manera, la señora norteamericana convierte
en un síntoma una característica nacional (austríaca). Conocemos la
animosidad de Freud por Pierre Janet, que se atrevió a establecer una
correlación entre la teoría psicoanalítica de la etiología sexual con el
clima vienés de libertad sexual.
El psicoanálisis no sólo evita esta cuestión de lo universal y de lo
“nacional”, sino que la convierte en un síntoma. Freud recuerda con
ironía que el psicoanálisis pasó por ser reacio al “genio latino” -lo que
explica las dificultades que tuvo originariamente en Francia- en
tanto que lo menos que podemos decir es que el “genio teutón” no lo
acogió como hijo querido y preferido.18 Quizás en ese momento se
acordara de la reacción de Charcot frente a la queja de que “los
franceses eran un país mucho más nervioso que los otros, que la
histeria era un defecto (U nart) nacional” y su alegría al encontrar los
efectos en un “granadero prusiano”. Que la histeria se encuentre en
una mujer francesa y en un militar prusiano simboliza la recusación,
a través de lo universal sintomático, del prejuicio sexual y del
prejuicio nacional (hay algo femenino en el granadero prusiano y algo
del granadero en la grácil histérica parisina).
Además, el psicoanálisis encuentra la cuestión de la “nación” en el
plano colectivo: por una parte en el plano del “goce de grupo”, por otra
parte, en el plano del malestar de la Kultur.

El “narcisismo de las pequeñas diferencias”


o el goce de las naciones

Al evocar, algunos años más tarde, la idea de que “son precisamente


las comunidades vecinas y más cercanas entre sí las que se pelean y
se denigran recíprocamente, como los españoles y los portugueses, los
alemanes del norte y del sur, los ingleses y los escoceses, etc.”, Freud
dice: “A este fenómeno le di el nombre de ‘narcisismo de las pequeñas
diferencias’, que no ayuda mucho a su explicación” . Manera de decir
que se trata de una denominación fenoménica de alcance explicativo
“medio”; el “narcisismo de las pequeñas diferencias” no está destinado
a “explicar sino a mostrar estas manifestaciones” de la satisfacción
cómoda y relativamente inocente de una inclinación a la agresión,

18Autoprésentation, sección VI, G.W., XIV, p. 88.


gracias a la cual los miembros de una comunidad se mantienen juntos
con mayor facilidad.
Nos encontramos en el registro del desencadenamiento mortífero, en
la desligazón extrema, pero en la producción de unaeconomíanarcisista
dentro de las comunidades. El desarrollo puramente mortífero de odio
tiene como objeto de destrucción al Otro. Lo que se juega, desde la
vanidad pueblerina hasta el nacionalismo, muestra una relación com­
pleja entre regulación -colectiva- del narcisismo y “odio celoso”.
Para Freud, la “nación” es el efecto de la escisión, como consecuen­
cia de la reivindicación narcisista, del ideal déla K ultur por completo.
Si bien es verdad que “la satisfacción que ofrece el ideal a los
participantes en la civilización tiene naturaleza narcisista” , que se
basa en el “orgullo” de la prestación eminente, enseguida aparece la
comparación con otras “civilizaciones” o “culturas”: “En base estas
diferencias, cada cultura se atribuye el derecho a despreciar las otras.
De esta manera, los ideales de civilización se vuelven la ocasión para
una escisión y para la hostilidad entre los diferentes círculos de
civilización, como aparece con mayor claridad entre las naciones”.19
Por lo tanto, el ideal nacional es el producto de esta Entzweiung, de
este desdoblamiento del ideal de cultura (“universal”), que abre el
círculo de la hostilidad y del narcisismo.
Por consiguiente, el psicoanálisis está articulado con este diagnós­
tico sobre el nacionalismo que, de alguna manera, se critica intrínse­
camente. No se trata de deplorar la deriva nacionalista de un
universal abstracto, sino de comprender -metapsicológicamente, de
algún modo- este proceso de “desdoblamiento y de devenir-hostil”
(.Entzweiung und Verfeindung) que es el destino colectivo del narci­
sismo. Aquí hay, de alguna manera, un desarrollo “mórbido” del ideal.
Ahora comprendemos en qué sentido el psicoanálisis, más allá de
cualquier tentación “psicohistórica”, que no puede ser otra cosa que
un callejón sin salida desde una perspectiva freudiana, puede permi­
tir comprender este trabajo de historización de un trauma que le da
a lo colectivo su dimensión caracterológica inconsciente (en el sentido
estipulado más arriba). Aquí tendríamos que atrevernos a trabajar la
metapsicología para aclarar el mecanismo de esta constitución de un
“estilo” . En el plano individual, Freud señala que el yo puede defor­
marse bajo el efecto ( Wirkung) de “traumas precoces”, es decir,
“prehistóricos” .20 Hay que suponer que el “yo inmaduro” -en esta

19L ’avenir d'une ¿Ilusión, sección II, G.W., XIV, p. 334.


20Analyse finíe et infinie, G. W., XVI.
etapa precoz- no puede ser “dueño” y se “altera” en esta prueba, un
una verdadera “adaptación” a sus mecanismos de defensa que trans­
forman la prueba en habitus -de ahí nace el “carácter”-. La sedimen­
tación traumática, que constituye la historia de un grupo, ¿no tendrá
un efecto homólogo? Esta hiperadaptación a las defensas supone
reubicarse en situaciones en las que la estrategia defensiva favorita
puede reiterarse.
Pero si los mitos son las “fantasías seculares de la joven humani­
dad” y las “supervivencias deformadas de fantasías de deseos de
naciones enteras”,21hay que suponer que la ilusión proviene de ese
“olvido” del Asesinato en común del Padre, forma narcisista y destruc­
tiva -según la lógica de la “voluntad de poder”- del heroísmo. Especie
de “confiscación” del acto en provecho de un grupo heroico (lo que
nutre la vena de la saga nacionalista).
La garantía del inconsciente universal colectivo es el Acto origina­
rio: que todos los hombres hayan matado al Padre crea ligazones (de
acuerdo con el mito científico freudiano en su alcance estructural). La
“nación” es escisión en relación con este universal -a l reactivar la se­
cesión a través del narcisismo y del heroísmo mítico-, Al respecto,
Freud trae a colación el papel del judaismo que por recordarle a las
naciones su culpa común, pagó un algo costo en términos de resenti­
miento. Ahora bien, en el ideal se repara la negación del Asesinato,
“multitud por multitud” - “artificial”: recrear un objeto que funda­
mente la identificación-.22 En el trabajo del superyó y en su correla­
tivo superyoico se vuelve perenne “la angustia social”, “angustia ante
el superyó” . Pero esto alimenta la base del malestar en la civilización.
El análisis sería esa exploración de los perjuicios de la Cultura a
partir de los cuales el sujeto se encuentra resituado. Aquí se confir­
maría que la referencia del deseo respecto de la ley toma el goce a
contra corriente. Comprendemos que la noción de “Inconsciente
colectivo” es homologa al goce colectivo, en tanto que el psicoanálisis
interpone la referencia al sujeto, que lleva a repensar la Ilusión
constitutiva de las “multitudes artificiales” y la de un “objeto” que
sostiene al grupo -lo que une idealización y desunión mortífera-. Este
es el gesto freudiano decisivo en este tema: designar el reverso de
verdad inconsciente de la ilusión colectiva.
Ahora tenemos que comprender cómo se opera el paso, en lo

2lLecrivainetlefantasm er, G.W., VII, p. 222. Para el desarrollo de este punto,


véase nuestra Littérature et psych.ana.lyse.
22 Véase Psychanalyse collective et analyse du moi y nuestro comentario en
Freud et les sciences sociales.
colectivo, de la cristalización imaginaria del perjuicio con esa ligazón
celosa que da su forma más virulenta -a veces m ortífera- al ideal
colectivo (como se da en el caso de los nacionalismos). Aquí es preciso
pasar por la relación fraterna.

Las paradojas de la fraternidad

Se trata de una doble evidencia que puede parecer un lugar común:


por una parte, lo fraterno se evoca en el modo -sublimado- de la
concordia (“fíladélfíca”); por otra parte, se lo sitúa en el lado de los
“hermanos enemigos” , bajo el signo de la discordia y de la rivalidad.
¿A qué ideal pueden sacrificarse los hermanos el día del “juramento
de unión perenne”23 cuando caen todas las barreras de los “privile­
gios”? ¡De qué crueldades no son capaces los hermanos enemigos,
cuando desanudan brutalmente esa ligazón y, al romper los tratados
de paz, se sacan las máscaras! Esta es la paradoja que le da interés al
problema: ¿cómo se encuentran unidos, durante toda la vida, esos dos
compañeros de ruta que se enfrentaron sin piedad en su primera
infancia? (Aunque ellos lo hayan olvidado, los testigos al menos se
acuerdan y los sueños dan cuenta de esto.) Este punto de la “transfor­
mación de afecto” es para nosotros el punto de partida de nuestra
investigación sobre esta ligazón inconsciente.24¿Cómo los hermanos
pueden ser capaces, enfrentados entre sí, de lo peor y de lo mejor, no
sólo de uno y del otro, sino de uno por el otro?
Cuando los hermanos no son unidos rivalizan... por celos; pero parece
que haber pasado por las angustias de los celos permite que recreen una
unión tan poderosa como original. Rivalidad o unión, eso parece incom­
patible, ya que la competencia separa lo que la unión junta; pero quizás
sea aquí donde adquiere forma esta relación tan intensa como paradó­
jica-a la que bautizamos como “unión celosa”-. Es el momento en el que
el “complejo de intrusión” - “experiencia que realiza el sujeto primitivo,
en general cuando ve que uno o varios de sus semejantes participan con
él de la relación doméstica, es decir, cuando tiene hermanos”- 2,5 se
vuelve catalizador del “sentimiento social”.

23 En francés: juramento del “jeu depctume”, juramento que, en las vísperas de


la Revolución Francesa, realizaron los diputados del pueblo de “no separarse”
hasta que se decidiera algo sobre sus reivindicaciones. [N. de la T.]
2,1 Legons psychanalytiques sur Freres et soeurs, Anthropos/Economica,
1998, p. 8.
25Les complexes familiaux, 1938, Navarrin ed., 1984.
Encontramos al menos tres figuras que organizan esta escenografía,
verdadero teatro, en tres “cuadros” que se observan regularmente en
los dormitorios en donde nacieron, como eco de los lugares en los que
se presentan espectáculos infantiles :

• la parada, en donde se hace un espectáculo para el otro;


• la seducción, que hace que uno busque captar al otro y que
intente atraerlo a su camino (de acuerdo con la etimología);
• el despotismo, que instaura una relación de dominación.

¿Qué tenemos para decir de esto? Lo que sucede es que, paradóji­


camente, la pareja rival oculta la pareja imaginaria -como el árbol
oculta el bosque-: “Aunque allí haya dos participantes, la observación
de larelación (que caracteriza a cada una de las reacciones entre los
niños enfrentados) no muestra un conflicto entre dos individuos, sino,
en cada sujeto, un conflicto entre dos actitudes opuestas y comple­
mentarias”.
Dicho de otro modo: en aparienci a hay uno que se exhibe y otro que
mira; uno que seduce y otro que es seducido; uno que domina y otro
que obedece. De hecho, parece que en esta situación imaginaria, de
manera ejemplar, están dentro del mismo círculo, análogo al del
“regador regado” (que inaugura lo especular cinematográfico): obser­
vador/observado; seductor/seducido; dominador/dominado, la fratría
imaginaria permite que cada uno de los participantes de este dúo
ponga en acto su especularidad. Captura en el mismo espejo de dos
caras -en sus funciones de exhibición, de seducción y de dominación-.
Sólo se desafían para asumir mejor la propia imagen, en una división
de roles que contribuye a la constitución de la sede imaginaria de uno
y del otro, de uno p or el otro.

F ratría y “patria im aginaria”

Según una hermosa expresión de Lacan, “cada participante confunde


la patria del otro con la suya y se identifica con él” . Una fratría se
define, en su real inconsciente, por compartir la misma patria
imaginaria. Dicho de otro modo, el alterego proporciona la oportuni­
dad para poner én escena - y en acto- el desdoblamiento especular del
sujeto. El hermano muestra que el ego es alter, distinto de uno mismo.
MI hermano, por lo tanto, no es solamente un rival: es un “doble” que,
puní d “original”, encarna su propia duplicidad en el afuera. Por eso
va a ser amado y odiado, testigo y espejo. También sabemos a qué lleva
el odio étnico de los hermanos enemigos que, al confundir su “patria
imaginaria” sólo conciben que si uno vive en ella, el otro debe ser un
expatriado. Versión mórbida de ese “compatriotismo” imaginario que
muestra los efectos desastrosos del odio, esa pasión oscura.

El perjuicio fraterno y su “escena origin aria”

Lo más evidente de los celos no reside en la competencia vital, no


pertenece simplemente al orden de la necesidad y de la auto-conser­
vación, es decir, de la “legítima defensa”. Por el contrario, cuando la
necesidad está saciada, se plantea la cuestión de lo que el otro toma
de mí, de lo que me saca, me arrebata, me frustra, de eso de lo que
ahora ya estoy destetado y, por lo tanto, estrictamente, no necesito
más. Como el sujeto está saciado, “muere de celos” y comprende el
dolor que siente por no ser, no ser más, el único gratificado por el
maná materno.
Existe un desasosiego en el encuentro del doble fraternal: “Sor­
prendido por el intruso en el desasosiego del destete, reacciona sin
cesar ante este espectáculo” . Notemos el choque del primer encuentro
—en el que se cristaliza el perjuicio afectivo- y su reactivación
recurrente y punzante, cada vez que el rival imaginario “aparece” de
nuevo y los celos se reactivan, siempre nuevos.
San Agustín, Padre de la Iglesia, proporcionó un cuadro inolvida­
ble de este espectáculo que, por su concisión, vale su peso de verdad
clínica. “Vi y conocí a un niño celoso: todavía no hablaba y, pálido,
miraba fijamente con amargura (amaro aspectu) a su hermano de
leche.”26
El espectáculo del goce del hermano (no destetado) despierta en el
hermano (destetado hace poco) la nostalgia de su propio objeto y
muestra, al mismo tiempo, que éste está separado de él y que ese
objeto precioso está en posesión de otro. Todo está en un lugar en estas
dos frases, del drama a los celos. Todavía no hay sujeto hablante, o a
penas; el infans está ahí, de alguna manera, toda mirada. Su palidez
mortal es la inscripción en el cuerpo, en una cara descompuesta por
el dolor moral, de un espectáculo que lo hace estar “de duelo”. Los celos

26 Confesiones, libro I, cap. IV.


se reconocen, antes de cualquier acto de hostilidad, por esa postura de
uno que calla y, como lo dice tan elocuentemente el lenguaje popular,
“muestra una cara imposible” . Lo que Lacan describe con términos
más elegidos como una verdadera “autodestrucción pasional” . Todo
se recapitula en esa “mirada amarga” (amare aspectu). Amarus es no
sólo lo am argo-y hay un efecto de la amargura en esa mirada-, sino lo
“agrio” y lo “difícil”, lo “moroso” y lo “ácido”, el gusto del veneno.
El hermano de leche es captado visiblemente en un espectáculo
que, al mismo tiempo, lo concierne íntimamente y lo aliena dolorosa­
mente. “Entiende su dolor” en el momento preciso en el que “se
reconoce” -de visu— como “un hermano” cuyo goce, aquí y ahora,
produce un cortocircuito y arruina el propio. Lo que cela en el
hermano, lo que “hace sombra”, es el objeto faltante que el hermano,
al que considero gratificado, me revela. Lo que él “tiene” es eso,
mostrable como “objeto”, objeto del deseo, que ve designado como mo­
tor de mi deseo. Aquí no hay solamente “mimetismo”; el hermano es
más bien ese “semejante” que es un espejo o un “reflector” de ese
objeto que me polariza.
El intruso fraterno envenena, al mismo tiempo que la existencia,
la “leche” nutricia -es la experiencia de las nodrizas de que habla San
Agustín, y también de los hermanos “de leche” y no “de sangre”-.
Prueba de que lo que constituye una unión es menos la sangre de la
filiación biológica que un cierto “objeto” que hay que compartir. Pero,
justamente, lo que el hermano -de leche- mayor no puede “tragar” es
ver a su doble gratificado con lo mismo que a él le falta, no porque se
lo nieguen, sino porque nadie piensa que todavía lo necesite. Ahora
bien, todavía - y más que nunca- tiene ganas o, mejor dicho, desea esa
completud que le da el espectáculo del otro parvulus, del chiquito
colgado del pecho materno. Es el “último pequeño” el que se convierte
en el “que tiene todo”. Aquí se ve cristalizado elperjuicio originario, en
su crisol imaginario.

Del “vínculo celoso” al ideal colectivo

Llegamos a la paradoja fecunda que lleva a la expresión de la dualidad


de lo fraternal: los celos -en su dimensión estructural, tal como la
restituimos- son los que constituyen vínculo. Esto es lo que basa la
“re-conciliación” que hay que entender más que como un milagro de
la “fraternidad”, como la solidaridad forjada por el tiempo alrededor
de un objeto cuya codicia se compartió. Por haberse mostrado juntos;
por haberse seducido recíprocamente, por haberse enfrentado en un
duelo, los antiguos “rivales” se vuelven inseparables, conciudadanos
de una misma patria imaginaria configurada en su infancia común.
Éste es un “vínculo celoso”, creado a pesar y por los celos, en una
especie de connivencia que simboliza, en el “mito científico” freudia­
no, el asesinato conjunto del padre, fundamento de la complicidad
fraterna. Por lo tanto, se muestran de común acuerdo, generan la
seducción, se vuelven “hermanos en las armas” y en el “ideal” .
De esta manera, entendemos el resorte mórbido de todo irredentis­
mo, el hecho de argüir un perjuicio “histórico” para anudar un goce
fraterno, exterminador, que empuja a los grupos de hermanos unos
contra otros, alrededor de un territorio en el que se perfila la sombra
de la “patria imaginaria”. De esta manera, la mortificación primitiva
funda la convicción de legitimidad de la destrucción, en una desastro­
sa espiral imaginaria.
El “vínculo celoso” es el principio del “sentimiento social”. “Los
sentimientos sociales nacen... en el individuo como superestructura
( Uberbau) sobre las mociones de rivalidad celosa por hermanos y
hermanas.”27Estas palabras de Freud presentan la dimensión social
como “construida sobre” estos movimientos primitivos de celos entre
hermanos y hermanas.V emos que los celos primitivos son el fermento
de este vínculo social - y que pueden reactivarse, como una “brasa”,
cuando se desgarran, prueba de que el vínculo social se adosa a la
realidad-. Nudo del síntoma colectivo.

27 Le moi et le pa, G.W., XIII, p. 265.

168
V III
P E R J U IC IO Y D IS C U R S O SO CIAL:
E L ID E A L D E R E H A B IL IT A C IÓ N

Llegó el momento de determinar lo que el psicoanálisis tiene para


aportarle a la problemática de la rehabilitación social, a partir de su
propia experiencia y de su teoría del inconsciente -descifrada por la
dialéctica del perjuicio y del ideal-.
¿Se trata de agregar la dimensión inconsciente a un problema
social, salvo que lo “psicologicemos”? En realidad, se trata de enten­
derlo que está significado aquí. El psicoanálisis se distingue por hacer
resonar lo que se dice, hasta ese punto en el que, ineludiblemente, se
encuentra lo real. Esto no se relaciona con lo que se denomina -de
manera tan equívoca- “el individuo”, sino el sujeto de lo colectivo y los
discursos y prácticas que tratan sobre él.
En efecto, en primer término, tenemos esta palabra: “rehabilita­
ción”. Acto de rehabilitar, es decir, de devolverle sus prerrogativas a
un sujeto destituido de sus derechos -condenado, de alguna manera-
de permitirle que vuelva a tomar posesión de los derechos que se le
quitaron como consecuencia de una condena. Literalmente, quiere
decir que vuelva a ser hábil, es decir apto, ¿pero para qué, esencial­
mente, si no es para ejercer sus derechos más imprescriptibles? Nos
encontramos en el registro ético-jurídico y la metáfora se impone
aquí en su materialidad.
Esto supone tres elementos: un sujeto, un objeto (y su goce, en el
sentido jurídico) y otro. A l perder sus derechos, el sujeto vacila en su
propia existencia de sujeto: rehabilitarlo radicalmente es devolverle
su estatus de sujeto. Es poner fin a alguna expropiación: pero esta
“reapropiación” sólo puede hacerse en nombre, y por la acción, de otro
que vuelve sobre su decisión de condena. (Conocemos la dramaturgia
simbólica de las rehabilitaciones políticas.)
¿Qué quiere decir rehabilitación social? Devolverle a un sujeto en
estado de precariedad algo así como su “dignidad”. En Freud hay una
palabra interesante: Lebenstüchtigkeit, la aptitud de los sujetos para
vivir decentemente,1 es decir, teniendo en cuenta su satisfacción,
dada su condición cultural. El que no tiene que ser rehabilitado sería,
entonces, el “hábil” en el sentido social, el que “puede”, el que está
habilitado en la vida social. No solamente el que “sabe arreglárselas”
-sabemos que Pascal llamaba “hábiles” a los que sabían acomodarse
a las injusticias- sino el que puede, el que está habilitado para la vida.
¿Rehabilitar a los “inhábiles” sería, por lo tanto, hacer que los
desfavorecidos sean más hábiles? ¿Integrar a los excluidos para que
puedan “tener su parte de la torta”, para que se instalen en la mesa
de juego, con algunos triunfos en la mano? O bien, más radicalmente,
¿restituirles su potencialidad propia, más allá de la “discapacidad
social”?
El psicoanálisis puede ayudar a identificar esta problemática un
poco más de cerca: ¿qué le falta al que tiene que ser rehabilitado? ¿De
qué fue “desvestido”? Y, pregunta correlativa: ¿qué instancia del Otro
se requiere aquí para pronunciar su procedimiento de rehabilitación?
¿Ante qué instancia el sujeto puede interceder una demanda de esta
“expoliación”, al mismo tiempo evidente y difusa?
Más aun: ¿de qué naturaleza es todo este “proceso” -en el sentido
de proceso y procedimiento- que de esta manera reoriéntala relación de
un sujeto con el otro, a través de una nueva relación de objeto?
En apariencia, lo que le falta son las cosas materiales: el nivel
mínimo económico, lo que prescribe una ficha de identidad social.
Habría que agregarle, como la flor humanista del discurso de la
norma social, el derecho a la dignidad, al respeto del ser moral y
material. Y la instancia sería esta especie de “opinión pública”, de
Óffentlichkheit.

L a “sobreinclusión”, síntoma social de la “exclusión”

Aquí vuelve a nuestro encuentro la metáfora de la exclusión: ¿de qué


están excluidos los sujetos? Del sistema, pero, más radicalmente, del

1 La “morale sexuelle civilisée” et la nevrosité moderne, 1908. Véase nuestro


Freud et les sciences sociales, op. cit., p, 44.
mínimo de goce social garantizado. Sin embargo, si la exclusión fuese
exitosa, no tendría que verse: pero no deja de volver todo el tiempo.
Nuestra idea es que el excluido, lejos de salir del sistema, vuelve
ineludiblemente a su interior: y la descripción de la marginalidad
sugiere, además de la idea de las “galeras”, caminos sin fin, la de las
moscas dentro de un tarro, es decir, el colmo de la “inclusión”.
El discurso de la rehabilitación social es un discurso de la exclusión
y de la reinclusión, pero remite a una realidad de la sobreinclusión
que, para los desfavorecidos, se combina con una dificultad de “circu­
lación”.
Antes de organizar un discurso, veamos cómo se presenta ese
sentimiento de “in-habilitación”, a causa del aumento de la miseria
social y de las patologías en su dimensión social.
El psicoanálisis puede decir algo muy preciso de esto, más allá de
su propia experiencia, la de las “neurosis” y de los callejones sin salida
simbólicos que éstas presentan, pero también gracias a ella. En
efecto, este malestar social parece ir más allá de los dramas signifi­
cantes que el decorado analítico hace aparecer como la “pasión
neurótica”. Estos sujetos desheredados se quejan ostensiblemente de
la realidad que los empequeñece y los daña, al inscribirlos en una “a-
nomia” que ellos encarnan.
El analista no precisa una tortícolis para discernir lo que pasa más
allá de su consultorio. El “malestar en la civilización” no sólo llega al
umbral del espacio analítico, sino que configura la escucha del
síntoma. Y éste es precisamente el avance del psicoanálisis sobre lo
colectivo: detrás del malestar social, hacer percibir los rumores de
lo que Freud bautizó -verdadera categoría- “malestar” de (en) la
civilización. Este malestar social muestra, encarna -de la misma
manera que puede ocultarlo- ese malestar de la estructura que le da
su verdadero alcance.

D el perjuicio social al perjuicio inconsciente

¿De qué se trata? Lo que muestra la práctica clínica en lo cotidiano del


malestar es ese avance hacia la parte anterior del escenario de un
cierto sentimiento de perjuicio, configurado en su materialidad so­
cial. Esta referencia a los perjuicios organiza una posición subjetiva
que podemos denominar perjudicada.
Esta posición se marca en el habla, en el acto y en el cuerpo.
El sujeto organiza su ser hablante -aunque sea sincopado y
asintáctico- alrededor de esta convicción, y también de una constata­
ción, de un perjuicio cuya reparación exige, de las maneras más
discretas y más ruidosas, en el modo depresivo o en el modo querellan­
te. Dicho de otro modo, este ser en el mundo organiza un estilo de vida
(inconsciente y social).
También el actuar está cuestionado, en sus aspectos: la desocupa­
ción, abierta por la situación de desempleo, que impide actuar, y las
“puestas en acto” patológicas, desde tomar tóxicos hasta el acto
delictivo, pasando por el vagabundeo, que manifiestan el malestar.
Finalmente está el cuerpo, es decir que el malestar se encarna en la
enfermedad somática, inscribe el daño social en “perjuicio corporal”.
Nos enfrentamos con un sujeto que tiene de qué quejarse. Esta
queja tiene, simultáneamente, una “materia” y un objeto. Aquello
de que se queja, en efecto, lo “tiene”, lo convierte en una posesión (ya
que no puede ser propietario de otra cosa). La materia es la realidad
proporcionada por la anomia socialy familiar. Pero, ¿cuál es el objeto?
En este punto es cuando tenemos que poner en movimiento al
psicoanálisis. ¿Sabe bien el sujeto cuál es el objeto de su queja? ¿Cómo
se sitúa en relación con esta “falta de ser” inconsciente de la que es
portadora su falta de ganar - y de “volver a ganar”- social? ¿Cuál es su
“postura” respecto de lo que vive, de lo que los demás le hacen vivir?
Por otra parte, siente que no puede satisfacer sus necesidades: pero,
más allá,pide algo que no se reduce a la necesidad: obtener lo que no
necesita, pero sin lo cual la vida tiene poco precio: el reconocimiento de
su ser-lo que, si nos atrevemos a decirlo así, “no es un lujo”-.
No se trata de proporcionar un “diagnóstico” sobre el desfavoreci­
do, sino de plantear una pregunta genérica: ¿qué sabe de lo que le
falta? ¿De dónde viene la convicción del sistema de detentar un
“saber” de este tipo?
Por lo tanto, el hecho es indisolublemente colectivo, perjuicio
generalizado, y está articulado con la posición singular de los sujetos.
Más allá de la patología de masas, hay que aprehender lo que es ese
sujeto que puede vivir sus perjuicios, vivirse como existencia perju­
dicada.
La situación de desempleo de largo plazo puede servir para que nos
demos cuenta de la manera más tangible de ese perjuicio en la
realidad, algo así como un malestar que no termina. Esto no quiere
decir que el desempleo masivo no afecte a los sujetos “uno por uno” y
ningún “retrato-robot” de un desocupado permitirá eludir esta prue­
ba de verdad.
Freud nos dice que el trabajo es lo que comúnmente une de manera
más efectiva lalibido con el “pedazo de realidad” que es “la comunidad
humana”.2Este vínculo -verdadero Eros social- es imposible a causa
de la situación de desempleo: el “accidente de la vida” “libera”
patologías que, sin embargo, no creó accidentalmente.
Escuchemos entonces al sujeto que, de esta manera, manifiesta su
perjuicio: le da significado al daño, al “dolo”, a la privación, como
consecuencia de un “error” que se le infligió. La vida fue muy cruel con
él, como se dice de manera tan sugerente. Algo se le negó “desde el
comienzo”, maltrato originario que lo condena a la exclusión de la co­
munidad simbólica. El otro le “hizo mal”.

L a existencia perjudicada

Aquí reconocemos la figura que permite establecerla especificidad de


esta posición subjetiva. Ahora bien, sorpresa: la encontramos en la
práctica analítica aunque nos parezca que toma más relieve (y esto es
lo que nos interesa) en la situación social.
No temamos ser reiterativos con este corto texto,'1en forma de
“flash”, en el que Freud encuentra una actitud particular de ciertos
pacientes durante el proceso analítico.
Como sabemos, supone una cierta lógica de renunciamiento rela­
tivo, lo que se denomina “regla de abstinencia”: en efecto, es imposible
llegar a la verdad sin romper con una cierta lógica del goce, no en
nombre de un sospechoso ideal moral cripto-puritano, sino porque,
justamente, el mismo síntoma se nutre de ese goce mórbido.
Ahora bien, revivamos el hecho: “Si les pedimos a los enfermos [en
los que, justamente, va a tratar de encontrar esta actitud] un renun­
ciamiento provisorio a la satisfacción de cualquier placer, un sacri­
ficio, una disponibilidad para hacerse cargo de un tiempo de sufri­
miento con un fin mejor o, al menos, la decisión de someterse a una
necesidad válida para todos, nos enfrentamos a ciertas personas que
se enojan ante un pedido de este tipo con una motivación particular”.
Y volvamos a escuchar su “quej a”: “Dicen que y a sufrieron bastante
y que ya se han visto suficientemente privados, que tienen derecho a
que se los dispense de nuevas exigencias y que no se someten más

2Malaise dans la civilisation, véase el cap. VI. Sobre la concepción freudiana del
trabajo, véase, también, nuestra contribución “Freud, lecteur de Voltaire. Candide
inconscient”, en Voltaire, Furor, No 26, Ginebra, 1994, pp. 119-130.
3“Les exceptions”, enQuelques types de caracteres tires du travail analytique,
1915, en Essais de psychanalyse appliquée, Gallimard.
a una necesidad poco amigable, pues son excepciones y quieren
seguir siéndolo” .
¿Por qué esta “figura” es tan elocuente para nuestros propósitos?
Porque alude, en el habla de un sujeto, a un perjuicio, dolo, daño
originario, si no inmemorial que, a sus ojos, legitima una posición de
excepción. Manera de decir: “Y a di y de manera más que suficiente,
ya tuve más que mi dosis de dolor. Basta de seguir privándome” . Éste
es el sujeto perjudicado, que se muestra enquistado en un trauma de
origen cuyos efectos persisten, en la trama de su vida. Rechazo a la ley
de la Necesidad -la que vale para todos, la Ananké-,
¿Es decir que el psicoanálisis postula que hay que arrodillarse ante
la Necesidad e inclinarse ante la miseria, en nombre de algún tipo de
fatalismo mental? Para nada, se trata de la participación del sujeto en
el proceso y del hecho de que éste podría poner enjuego algo de su
“libertad”: el sujeto “no está bien” y, aunque sea el más marcado por
la miseria, la reduplica con una cierta “vida de placer” inconsciente, la
del goce oscuro de su malestar. Por lo tanto, no traemos a colación
la Ananké para incitarlo a renunciar a ella, sino para que se confronte
a la realidad como ley, frente a lo real de su deseo. El psicoanálisis, en
la medida en que quiere darle al sujeto una capacidad afectiva para
actuar y para gozar, lo lleva a romper con esa vida de placer
inconsciente que constituye el síntoma, atornillado al yo que no se
“adapta” a él demasiado bien.
Éste es un problema genérico del estado neurótico, siempre más o
menos adosado a un perj uicio. Pero ésta es una figura singular: ciertos
sujetos muestran una privación real -una desgracia familiar o una
enfermedad, adquirida o congénita- que les impuso un daño por el
cual exigen una indemnización. Por lo tanto, se niegan a avanzar
hacia la emancipación, como si el recorrido hubiese agotado su
capacidad de renunciamiento y exigen una indemnización, sin plazo
suplementario. Ya “sufrieron” lo suficiente y, de golpe, piensan que no
vale más la pena gastar la saliva en el espejismo de una “palabra
verdadera” que nunca tendrá respuesta. Entonces, el habla se con­
vierte en ropaje del perjuicio.
Comprendamos bien esta “economía” : el adelanto o el anticipo
sobre el daño abre un crédito simbólico para el sujeto, que desde ese
momento plantea que todos los demás son sus deudores potenciales: “El
otro no tiene nada más que pedirme ni exigirme” . Es más, el otro es un
deudor: “Nunca sabrán todo lo que me hicieron”. Especie de “ruptura de
contrato” por una cláusula de excepción, que exige que los “daños e
intereses” sean una verdadera “renta por invalidez” simbólica.
A tal punto que vuelve a la mente del interlocutor la “divisa” que
Freud propone inscribir en el frontispicio del psicoanálisis: “Y a ti,
pobre niño, ¿qué te han hecho?” .
Lo que Freud consideraba una especie de “tipo de carácter”, nos
parece portador de una verdadera clínica de lo social, lo que llama­
mos “síndrome de excepcionalidad”, correlativo de un complejo de
perjuicio.

Del sentimiento de perjuicio


a la dem anda del Otro social

Volvamos a la escena del encuentro entre lo social y el síntoma. En el


“aire del tiempo” encontramos sujetos siniestrados por lo colectivo
que, uno por uno, van por el mundo con ese estilo de vida inconscien­
te que marca su actuar y su habitus. Es el que perciben los trabaja­
dores sociales o el personal de ayuda en el marco institucional donde
se filtran el malestar y la demanda. Esto es lo mismo que decir que
esta gente se encuentra en una posición “parapsicoanalítica” de
escucha del síntoma.
Se ha instalado una “equivocación” o una injusticia ( Unrecht) que
se fenomenaliza en formas diferentes en sí. ¿qué hay de común entre
el marginal depresivo, el paciente somático crónico, el toxicómano, el
delincuente -cuyo emblema, para Freud, es Ricardo III de Shakes­
peare-? Quizás, justamente, esta lógica que va del trauma a la
reparación, en sus formas salvajes de “reembolso” . Promulgaciones
unilaterales de derecho a la indemnización por vacaciones de la ley.4
El sujeto arguye su convicción de haber sido juzgado desde antes
de su nacimiento (reconocemos la etimología: prae-judicium). Juz­
gado sin proceso, por su ascendencia y su existencia: “Mi historia
viene de lejos”. La “anamnesis” parece chocar con una amnesia que
vuelve irrisoria la “rehistorización”.
Pues, paradójicamente, el perjuicio se repara, autoidealización del
trauma, y constituye una especie de “mito personal”. Puede dar lugar
a conductas por otra parte contradictorias que van de la autodestruc-
ción a los actos violentos, en la medida en que se legitiman secreta­
mente de esa deuda contraída por el otro injusto. Derecho de cometer
la injusticia, ya que la naturaleza o la sociedad cometieron una

4 “Les exceptions”, op. cit. Véase P.-L. Assoun, Littérature et psychanalyse.


Freud et la création littéraire, Editions Ellipses/Marketing, 1995.
injusticia para con él. Los “criminales por conciencia de culpa”5 son
culpables antes del acto que, entonces, regula su superyó.

Perjuicios sociales y perjuicios corporales

Por otra parte, Freud nos dice que, por ejemplo, el largo despojo de
una enfermedad infantil produce, tanto en los individuos como en los
pueblos “con un pasado cargado de sufrimientos”, “una deformación
del carácter” (Charakterverbildung).6
Vemos cómo aquí aparece la idea de un cuerpo perjudicado que
metaforiza el cuerpo del perjuicio.
Entre las causas del duelo de uno mismo con frecuencia figura una
enfermedad infantil contraída accidentalmente o el efecto de una en­
fermedad congénita (hereditaria o genética).
Pero, más allá de este caso específico, el cuerpo da cuenta regular­
mente de esta “tajada” en el cuerpo, perjuicio corporal, en sentido
literal. Basta un “problema de salud” para que el sujeto realice el mal
encuentro, grano en la máquina que abre una clínica del trauma,
social y corporal.1
Hay que señalar la posición en el tiempo del deseo y de la demanda
que se desprende aquí: todo sucede como si el sujeto perjudicado se
basara en un déficit pasado para negarse a anticiparse, fijándose en
el estado presente y reclamando los intereses de un préstamo forzado
sobre su persona.
Un detalle permite que nos demos cuenta de esta evolución: volver
“jurídicos” los daños simbólicos; buscar reparación por las vías judi­
ciales de un perjuicio imaginario o imaginarizado es el recurso de
alguna manera reflejo de la era del perjuicio.
Manera de ex-ceptuarse de la ley y de hacer reconocer, en cambio,
el exilio propio. A partir del momento en que la Ley no se sostiene
más, el sujeto inicia una escalada de pedidos de compensación que,
por otra parte, mientras dura el procedimiento, le asegura una
apariencia de relación con la ley. Modelo kafkiano de la modernidad.8

0En Quelques types de c a ra c te re s .o p . cit.


6 “Les exceptions”, op. cit. Véase, supra, cap. VII.
7P.-L. Assoun, Legons psychanalytiques sur Corps et symptóme, Anthropos/
Economica, 1997, 2 vol.
8 P.-L. Assoun, Le pervers et la femme, Anthropos/Economica, 1989, 2“ edi­
ción, 1995, e infra, cap. X.
El psicoanálisis
a prueba de la anom ia social

Volvamos, por lo tanto, a la problemática de la rehabilitación.


Ésta designa el punto decisivo del malestar pero reproduce, para­
dójicamente, la trampa imaginaria de su sujeto: el que pide una
indemnización imaginaria que reproduce e instituye su negación.
Lejos de desconocer el peso de la desgracia social, el psicoanálisis
no deja de recordar menos radicalmente las exigencias del “orden del
deseo”. El goce de la desgracia se agrega a la desgracia para que
el sujeto se adapte a él; entonces hay razones para “ceder al deseo” .
El perjuicio se convierte en “cláusula resolutoria” del “contrato
simbólico”.
El derecho social también da vueltas en este círculo de un sujeto
que sostiene un perjuicio real para evitar confrontarse con el Otro
simbólico, que convierte en imaginario al Otro social.
En este sentido, el perjuicio material serviría de coartada y su
expresión sería: “No tengo otra falta que ésta ni otro rasgo identifica-
torio que esta falta”. Mecanismo de dependencia: articulación a una
“tara” que dirige al Otro social una demanda de suplencia de lo que
habría debido de venir del Otro prehistórico.
Si, en este sentido, hay un chantaje del perjudicado al Otro social,
ese Otro no cede a él más que porque sabe que existe un malestar en
su fundación y “no quiere atraer la atención” sobre este aspecto
vergonzoso y escabroso.9
Vemos qué compleja es la posición de apelación del psicoanálisis a
los protagonistas de esta relación. Por supuesto que no se trata de
sugerir que la víctima “cargue las tintas” de sus desgracias a través
de un cierto tipo de complacencia exagerada que haría que la desgra­
cia social fuese más inocente. Pero conviene recordarle al sujeto los
plazos frente al orden del deseo, que le niega el derecho a enmendarse
a través de los beneficios secundarios del perjuicio que, al final de
cuentas - y llegando al colmo- puede hacer de la miseria instituida
como posición subjetiva... confortable.
Al Otro social, el psicoanálisis tiene que recordarle con firmeza lo
que pertenece al orden de la “hipocresía cultural” .10
El sujeto “carente de privilegios” muestra una mancha en el cuadro
social, “desluce” el conjunto, pero, al hacerlo, muestra algo que falta

9Legons d’introduction á la psychanalyse, 1917, Introducción.


10 Sobre esta noción, véase nuestro Freud et les sciences sociales, op. cit.
en el Otro, en el ideal cultural. Le da cuerpo al malestar, de manera
que el rol que le es impartido es, por definición, equívoco.
' Por lo tanto, vemos cómo se desprende el espacio fecundo -y
estrecho, es verdad- que designamos como “clínica de lo social” .
Estudio de la interacción sintomática entre los “participantes” de esta
relación.
El sujeto candidato a la rehabilitación le habla -tanto al clínico
como al asistente social- de un tiempo que ellos desconocen por
completo. Vidas que dan la impresión contrastada de una contingen­
cia, que pertenecen al reino “del día de mañana”, de la casualidad, de
la Tujé —juego de datos en el que sale lo peor más que lo mejor, entre
gánga y mala suerte-. Ése al que llamamos “accidentado de la vida”
vive una vida que no domina, sembrada de trampas y malos encuen­
tros. Esto le da una noción poco simbólica de la Ley. Pero, justamente,
si se los escucha bien, estos sujetos muestran una creencia, aparen­
temente contraria, en una especie de providencia que, más allá de la
“galera”, vela por ellos. Como ese paciente del que hablaba Freud que
pensaba que una “providencia particular velaba por él, que lo prote­
gería de los sacrificios dolorosos” . Esta frase de Freud no envejeció:
¿por qué creció el culto de los “ángeles guardianes” como signo de esta
reparación mágica? El sujeto puede hacer surf entre dos olas en
cuanto se cree protegido o, mejor dicho, amado por los dioses-creencia
mágica- más allá de los golpes de suerte. Manera de encontrar un
lugar en el mundo, aunque sea por un tiempo, a través de este poder
que vela por él. De este modo, el sujeto aspira a un “golpe de suer­
te” que, de una sola vez, echaría por tierra los años de galera: especie
de esperanza terminal de las vidas sin metas. Con este voto, también,
pide la asistencia social, la rechaza o la desafía.
Freud dice que la cultura se basa en una economía de los perjuicios.
En efecto, el sujeto “sale trasquilado” -en su economía pulsional- en
el “renunciamiento de cultura”, especie de perjuicio originario.
Rehabilitar sigue siendo una palabra fuerte y significante, si se la
limpia de su connotación imaginaria. Entonces, lo que se desprende
es un espacio posible de renegociación del sujeto con el Otro simbólico.
De este modo, allí donde estaba el perjuicio podría surgir un sujeto.
L A IN S T IT U C IÓ N D E L P E R JU IC IO :
T R A N S F E R E N C IA E ID E A L IN S T IT U C IO N A L E S

El perjuicio social de los sujetos, uno por uno y en masa, debe ser
tratado por la norma social y administrado por el dispositivo social
que lo recibe.
La institución terapéutica y la institución social se convierten en
espejos: por una parte, en tanto la función terapéutica se configura
respecto de una finalidad soci al; por otra, en tanto la institución social
toma, por propia voluntad, la forma de “remedio” inspirada en la
norma terapéutica: el perjuicio social llega a ser “tratado” como
enfermedad, en el movimiento mismo en el que la enfermedad se ve
evaluada en términos de “costo social” .
¿Qué sucede, desde la perspectiva de la escena inconsciente, en
estos lugares y prácticas, que se consideran “nuevas” -porque es­
tán configuradas respecto de la actualidad del “malestar de la
civilización” y porque dan un “estilo de época”-? Más allá de la es­
cisión de los dispositivos - “institucionales” y “analíticos”-, se
trata de delimitar qué form a de transferencia se instaura en la
institución, para sostenerla idea institucional, cuyo efecto esins­
titu ir el perjuicio.

¿Algo “nuevo” en el malestar?

¿Qué hay de nuevo en las prácticas socio-institucionales sobre el


“síntoma”? La simple formulación de esta pregunta evoca el estatus
de acontecimiento en el devenir cultural: desde el punto de vista del
psicoanálisis revela un hecho estructural mayor, que se designa como
“Malestar en la civilización”.1La referencia al presente -aun cuando
sólo sea a la modernidad, o a la posmodernidad—se destaca sobre este
fondo de “rumor” . Sobre el “ruido de fondo” del malestar, indisociable-
mente “adentro” y “afuera”, puede evaluarse lo “nuevo”. No porque
estemos condenados a una lógica del “eterno retorno” en esta materia,
como tampoco en otras: existe historia en lo social - y la institución es,
en primer término, realidad socio-histórica-, pero ésta no parece
evaluable si no se la separa del fondo del malestar, como surge de un
diagnóstico socio-clínico a largo plazo - y todavía es decir poco: sería
posible remontarse a este origen del vínculo social que Freud enuncia
a partir de su mito fundador-. Entonces, si tomamos en cuenta este
origen, ¿qué hay de “nuevo bajo el sol”?
La “institución” -terapéutica, la que nos interesa aquí en especial-
parece ubicada, como todo “hecho” sociocultural, en los confines de un
pasado inmemorial-que se relaciona con el origen de la K u ltu r- y de
un presente que no podría ser más real e insistente, en el que se opera
la reproducción del “síntoma en lo cotidiano”. Por lo tanto, no podría­
mos hablar intemporalmente de ella, salvo que neguemos lo que se
juega en su actualidad; pero tampoco conviene caer en la trampa de
la captación imaginaria que implica esta referencia al presente: la
institución forma parte de tal modo de lo social que acredita, o mejor
digamos que instituye, una cierta “creencia” relacionada con la
ideología -concepto que, para “datar” algunos de sus usos, no deja de
estar en el horizonte de nuestro problema-.

L a puesta en escena institucional

En efecto, es claro que una cierta creencia estructura la institución y


que ésta toma al “individuo” en cuanto entra en la institución y, como
se dice de manera un poco cínica pero realista: ahí, él “funciona”
(“bien” o “mal”).
Nuestro propósito consiste en volver a plantear, como “desde el
llano”, la siguiente pregunta, tan elemental como fundamental: ¿En
qué situa ción -“psíquica"y “social”, indisolublemente-corresponde la
institución terapéutica?

1 Sobre el papel operador de este concepto forjado por Freud, en la obra que
lleva este título (1930) para una clínica de lo social y de la modernidad, remitimos
a “Malaise de 1’idéal” (Pscyhologie clinique, No. 6), Klincksieck, especialmente
“Malaise de l’idéal et actualité du malaise”, pp. 7-23, y a nuestra obra Freud et
les sciences sociales, cap. 10, pp. 119-133.
Esta pregunta nos enfrenta con un problema relacionado, tanto
con su objeto cuanto con su “metodología”: ¿cómo comprender ese
“lugar” en el que se “practica” el síntoma, como lugar en el que se
fabrica, también, el síntoma? Por una parte, porque la institución
socializa el síntoma, al dotarlo de dispositivos (codificación institucio­
nal) pero, por otra, y más aun, porque la propia institución como
función instituyente revela el “síntoma social”. Doble puesta en
escena solidaria.
De manera que de nada sirve “psicologizar” de entrada los proble­
mas de la institución; hay que partir del hecho de que la institución
ya está ahí, requerida e instituida por su función social -en este caso:
“hacerse cargo” de lo terapéutico-. Pero esto no quita el derecho a
problematizar el síntoma institucional, es más, nos obliga a hacerlo,
desde el momento en que lo enfocamos en el contexto, en el sentido
más fuerte, del “Malestar de la Civilización”, en su cortejo de síntomas
sociales. En resumen, se trata de la condición moderna de lo social
que exhibe la institución.
En sus usos corrientes, la institución designa tanto una organiza­
ción como su estructura, la “ acción de instituir algo” y la “norma o
práctica, socialmente sancionada” que, a la larga, crea un “hábito”
o una “costumbre” .2Por lo tanto, la institución es una “forma” dotada
de una cierta materialidad (social y jurídica) definida por finalidades
u “objetivos”. Toda institución es instituida (por la sociedad) e insti­
tuye dispositivos y efectos, es decir “prácticas” interiorizadas y repro­
ducidas por “agentes” o “actores”.

El lu gar oscuro de la institución

¿El psicoanálisis va a servirnos para producir una psicosociología de


los “roles” y “estatus” institucionales? ¿Va a servir para ampliar y
especificar el análisis de la psiquis de (en) la institución con referencia
a los “procesos inconscientes”? En realidad, interviene como teoría de
la escena primitiva de la institución. Sin duda, tenemos que remitir­
nos a la cuestión genérica (que tratamos en otro lado)3de la psicología
como “psicología social” . Pero aquí mostraremos la paradoja de
nuestro objeto actual que, justamente, permite operar una puesta a
punto del uso del psicoanálisis como “psicología social” : es decir, la

2 Grand Laruusse, 5 vol., artículo “Institución”.


3Freud et les sciences sociales, op. cit., cap. 7, pp. 79-92.
distancia sintomática, en el discurso freudiano, entre el discurso
sobre lo “Institucional” (en un sentido global que hay que definir) y el
discurso sobre la institución propiamente terapéutica.
Por una parte, Freud sitúa el síntoma - “psiconeurótico”- en
relación con la “neurosis moderna” que también es un hecho colectivo,
que le permite llegar hasta el malestar fundador de la Cultura y, por
consiguiente, se percibe en el centro mismo de lo que, justamente,
denomina “institución de civilización” (Kulturinstitution).4
Por otra parte, cuando aborda la cuestión de las “instituciones” en
el sentido estrictamente social, a las que denomina significativamen­
te “multitudes artificiales”,5 analiza su dinámica inconsciente, pero
justamente no en la forma de institución terapéutica: se dedica a la
Iglesia y al Ejército.
El que quiera buscar en el discurso fundador del psicoanálisis una
problemática cercana que nos diga qué se juega en el plano socio-ins­
titucional en el campo “terapéutico” tiene que distanciarse de esta “de­
cepción”, porque, sin duda, en el esfuerzo por aprehender su sentido, se
produce una tendencia a negar el problema o a colmar rápidamente la
“laguna” aparente de instrumentos de análisis disponibles.
En efecto, ¿de dónde surge que Freud, que abre perspectivas
interesantes sobre lo “cultural” desde la perspectiva del síntoma por
una parte, sobre los mecanismos de idealización social en el funciona­
miento de las “instituciones” por otra parte, y cuya fecundidad ya
demostramos,6parece responder a nuestra pregunta -la de la situa­
ción social y psíquica de la institución terapéutica- por medio de un
silencio? ¿Será un “silencio de muerte” que indica que el psicoanálisis
deformó o negó el problema? ¿Se puede “tapar” este agujero con un
“psicoanálisis institucional”, de la forma que sea, aplicando la “grilla”
de desciframiento freudiano de las instituciones en general a la
institución terapéutica en particular?
1 Véase, “La morale sexuelle civilisée” et la nervosité moderne, 1908, comenta­
da en Freud et les sciences sociales, op. cit., pp., 43-47.
5Psychologie collective et analyse du moi, 1921, cap. VIII. Si bien Freud no se
refiere al concepto de “institución” en el sentido social, elaborado especialmente
por la escuela sociológica francesa, de Durkheim a Mauss, piensa su teoría de lo
social desde la perspectiva de la “psicología de los pueblos”, en el sendero de
Wundt, y de las “multitudes” (Le Bon). Los künstliche Massen son, por lo tanto,
conglomerados humanos que se mantienen juntos por una cierta “obligación
externa” y que, por eso mismo, están dotados de una cierta perennidad que,
justamente, está asegurada por el trabajo de colectivización del ideal.
6Freud et les sciences sociales, op. cit., p. 87-92. Véase, también, “Le sujet et
Tidéal”, en Aspects du malaise dans la civilisation, Navarin editores, 1987.
En todo caso, tenemos que partir de una “comprobación” que es un
argumento de realidad: en el medio siglo que separa el “paradigma
freudiano” déla actualidad social, el tejido social se cubrió de institu­
ciones: lo “social” se declina de manera dominante en la modalidad
institucional, de manera que el desfasaje sería, esencialmente, socio­
lógico.
Esta es una consideración innegable pero, al mismo tiempo, insu­
ficiente para nuestros propósitos. Freud es contemporáneo de esa
mutación de la socialización de la “enfermedad mental”: se dio cuenta
perfectamente de la renovación que se introdujo en los “policlínicos”,
con las modalidades de tratamiento ambulatorio, que permitió una
relación terapéutica nueva respecto de la realidad social y que
permitió situar allí la intervención psicoanalítica. Es verdad que los
llamados “hospitales de día” recién aparecieron a fines de la vida del
creador del psicoanálisis7y que la Segunda Guerra Mundial inauguró
un cambio espectacular de la institucionalización terapéutica, que
abrió una era de “revoluciones en cascada” que impone la idea de un
cambio acelerado.
Más que una “falta de sincronía”, nos enfrentamos con una especie
de “puerta falsa” estructural entre la terapia psicoanalítica y las
terapias institucionales. No hay que apurarse, ni “tapar” la diferencia
o atenuar la contradicción; hay que comprender bien sus términos y
los compromisos que propone. Esta relativa atopía de la posición
psicoanalítica es, justamente, lo que va a permitirle emitir un “diag­
nóstico” sobre lo que se juega en la institución terapéutica (por
consiguiente, no analítica) no para ubicar “la verdad” terapéutica del
lado del psicoanálisis, sino para evaluar a qué título los saberes y las
prácticas del psicoanálisis pueden aclarar la institucionalización
terapéutica. Además, lo institucional sufre el mal de las “innovacio­
nes” : el discurso del cambio (“nuevas prácticas”) prolifera tanto más
cuanto que la institución vuelve (en concordancia con su definición
literal) a problemas, por el contrario, permanentes: la institución da
la impresión de no dejar de cambiar... como si se tratara de un cambio
crónico. Cuanto más intenta incansable y febrilmente renovar su
“estilo” (en un brain storming intensivo), más se vuelve a encontrar
confrontada con el mismo problema de su monotonía (función del
poder social y de los “dispositivos”).8Por lo tanto, no debemos temer
una reflexión estructural que permita discernir, justamente, en qué

7El primer hospital de día apareció en 1933 en la Unión Soviética.


8En el sentido dado por Michel Foucault.
sentido la institución se conserva y en qué sentido “cambia” (o en
qué sentido “cambia” para conservar...)
Cuando nos damos cuenta de esta “contradicción” central, pode­
mos usar el psicoanálisis, justamente porque introduce un momento
nuevo -acontecimiento que hay que pensar en su radicalidad- en el
centro mismo de un “sistema” en plena gestación - “otra escena”, no
simplemente “revolucionaria”, sino, de alguna manera, de la “alteri-
dad”-.
El buen método para que nuestro problema evolucione consiste en
comprender en qué sentido esta situación sui generis (analítica)
puede ayudar a comprender la realidad del otro (institucional).
No se trata de un diagnóstico externo ni de una comparación. Sino
de dar cuenta de la dificultad señalada anteriormente respecto del
psicoanálisis: escisión aparente entre un discurso del Malestar com­
binado con un silencio sobre las instituciones y un estudio de las
instituciones sociales gravado por un silencio sobre las instituciones
propiamente terapéuticas. Por lo tanto, utilizaremos el “operador”
psicoanalítico para poner en evidencia, por efecto de contraste, la
situación psicosocial institucional y deducir su especificidad. El
“psicoanálisis” como “terapia” será requerido para hacer síntoma de
la forma institucional de la terapia. En el efecto de ida y vuelta entre
los dos “espacios” será posible aclarar lo real de esta “situación”. La
“voluntad de cambio” de las instituciones puede ser interrogada como
“síntoma” de un problema estructural.

En búsqueda de la transferencia en la institución

Como sabemos, el psicoanálisis -como “práctica terapéutica”- 9expe­


rimentó su especificidad, lenta pero seguramente, a través de la
noción de transferencia. A través de una evolución muy bien conocida,
la transferencia, descubierta primero en el camino de la terapia
analítica como un “obstáculo” y/o un “medio”, llegó a adquirir tanta
importancia constitutiva que puede definir legítimamente lo esencial
de la situación psicoanalítica.
Ahora bien, ésta es una cuestión de principios en toda situación

9 En sus definiciones del psicoanálisis Freud menciona regularmente el


“método de tratamiento” como el segundo componente del “psicoanálisis”, entre
su naturaleza de “procedimiento” psicológico de comprensión de los procesos
inconscientes y el conjunto de concepciones que tiende a convertirse en una
“ciencia” (véase “Psychanalyse” et “théorie de la libido", 1923).
terapéutica: ¿iqué tipo de transferencia se instaura en la situación
institucional?
Freud aborda la cuestión de las “instituciones terapéuticas” no
analíticas (Heilanstalten)10 en los textos de “técnica analítica” .
En cuanto prestamos atención a este aspecto, nos damos cuenta
enseguida de que Freud regularmente se enfrenta con esta cuestión
desde sus primeros textos hasta los años de madurez de la técnica
psicoanalítica,11aunque, es verdad, sólo lo hace brevemente cada vez.
Parecería que Freud sólo se ocupa de esta cuestión de la “otra terapia”
al pasar, pero hay una necesidad que lo lleva a desmarcarse de ella.
Por supuesto que en el discurso freudiano sobre las instituciones,
al mismo tiempo, “sincopado” y coherente, hay un compromiso “po­
lítico” terapéutico: la terapia en las instituciones compite con la
terapia analítica. Por lo tanto, hay que marcar los límites y los riesgos
de un tratamiento “no analítico” -al menos en el terreno de las
“psiconeurosis”, que constituyen el objeto idóneo de la “nueva terapia”
de esa época que se denominó “psicoanálisis”-. En suma, la “evalua­
ción” freudiana está en una posición objetivamente “partidaria” y no
podemos esperar encontrar en ella la apología de la terapia institucio­
nal. Sin embargo, en otro sentido, el juicio freudiano es interesante e,
inclusive, irreemplazable para nuestros propósitos: se trata de la
descripción -concisa pero precisa- de la situación psíquica y social de
la terapia institucional, diferenciada de la situación analítica. Nos
enfrentamos con un “esbozo” (casi en un sentido “pictórico”) de lo que
se juega en esto - y es, justamente porque este “diagnóstico” no se sitúa
en un marco “psicosociológico” sino depráctica-del-síntoma que reinte-
rroga la función social subyacente, como adquiere todo su valor-.

10Aquí aparece una cuestión de vocabulario: Anstalt designa una “institución


(E inrichtung) que sirve a un fin determinado y también el edificio que está
destinado a ello” (Stórig, Grand dictionnaire de la langue allemande, Parkland,
1990, art. Anstalt). Por lo tanto, se trata del establecimiento en general, pero, por
abreviación, la palabra designa, más específicamente, “el establecimiento de cura
de trastornos nerviosos” (Nervenheilsta.lt). Estas expresiones se encuentran en
Freud y son estas ocurrencias las que analizamos luego. Las distinguiremos del
registro de la Institución como estructura socio-cultural (en el sentido menciona­
do anteriormente). Traducimos Anstalt como “institución” en el sentido “ma­
terial”.
11En las Obras completas de Freud comprobamos el desarrollo de este tema
en aproximadamente un cuarto de siglo, es decir, entre 1898 y 1918. Todos los
textos que se refieren a este tema son analizados aquí para tener una mirada de
conjunto de la posición freudiana sobre esta cuestión. En 1925, Freud toma
posición acerca del vínculo con la medicina en La question de l ’analyse profane.
Lo que tiene que interesarnos, más allá del “veredicto” sobre la
ineficacia de la terapia institucional en cuanto a sus objetivos, es
la descripción de la situación en sus modalidades transferenciales (y
contratransferenciales). La pregunta no puede ser más “psicológica” :
¿qué sucede? ¿A qué real inconsciente la institución da forma?

L a institución “de la delicadeza”

En su primera exposición sobre la etiología sexual de las neurosis, se


fíjala postura de Freud sobre las “instituciones de curación” destina­
das a los “nerviosos” (las llamadas “casas de reposo” ): si “de hecho, la
institución es indispensable para el aplacamiento de los casos agudos
cuando se produce una psiconeurosis por distracción, cuidados y
dominio, para la eliminación de los estados crónicos no tiene ningún
efecto”.12Por lo tanto, la institución sirve en las urgencias, porque se
hace cargo del paciente en una crisis (notemos el registro de depen­
dencia en el vocabulario empleado),13pero el síntoma es recurrente.
Freud proporciona una imagen “viva” con el “cuadro” de esa “mujer
ansiosa neurasténica” a la que sacan de su casa para enviarla a un
establecimiento de hidroterapia y a la que, allí, liberan de “todos sus
deberes” y donde, de alguna manera, puede “distraerse”, “bañarse,
hacer gimnasia” (ya existían las “terapias corporales”), “alimentar­
se abundantemente”, “de manera que uno se siente atraído a poner en
la cuenta del descanso de la enferma y de la ganancia de fuerza que
le dio la hidroterapia, el mejoramiento, con frecuencia sorprendente,
que logró en algunas semanas”.14 Sin embargo, Freud, con el lúcido
humor de un “buen sentido” que el terapeuta serio ya no percibe,
sugiere que podría ser que el “alejamiento de la casa” y la “interrup­
ción del comercio conyugal” hayan tenido que ver con el mejoramien­
to, de manera que la “exclusión temporaria de la causa patógena”
produce el “efecto terapéutico”. No hay nada asombroso cuando,
después, al volver a sus “relaciones vitales” (Lebensverhaltnissen), “la
12 La sexualité dans l ’étiologie des névroses, 1898, G.W., I, p. 514. Sabemos
cuán importante es este texto “proto-analítico” para la teoría de la etiología
sexual de las neurosis.
13Pflege es el hecho de ocuparse de alguien de manera de mantenerlo con
buena salud; Schonung es el hecho de tratarlo con cuidado, ahorrándole
cualquier inconveniente; Ablenkung es el hecho de dirigir las ideas hacia otra
parte, “cambiarle las ideas”.
14 Op. cit., p, 504. Recordemos que el Hombre de las ratas aprovechó una
hidroterapia para mantener una relación amorosa.
paciente experimenta de nuevo los síntomas de su sufrimiento” que
debe “dominar” a través de una estadía “de tanto en tanto en su
refugio”, con lo cual una parte de su existencia debe pasar de manera
“improductiva” (unproduktiv) [para la sociedad, pero también para
sus propios intereses existenciales] en este tipo de establecimiento (o
bien, “dirigir a otra parte los esfuerzos para curarse”).
Este texto es importante porque, hace un siglo, realiza una crítica
profunda que se apoya en una descripción realista y “positiva” de una
situación. Ya que se habla de la hidroterapia, es tentador decir que lo
que hace el establecimiento terapéutico es “ahogar el síntoma”. Éste
es el órgano de la función social: cuando un sujeto “ya no funciona
más” bien, para él y para la gente que lo rodea, hay que aislarlo y
“hacer que se vaya” para que sea “viable” y vivible (para los otros).
Pero esta descripción no es tan “vieja” como parece: la multiplicación
y el refinamiento de las “técnicas” terapéuticas y de las modalidades
institucionales no parece haber invalidado esa función originaria (el
mismo “vino” se encuentra en el fondo de las “cubas” que se suponen
“nuevas”). Quizás haya otros medios para ahogar el síntoma que no
sean la hidroterapia, por ejemplo, cuando se piensa que una mujer
está “bajo influencias” ...
Ahora bien, ésta es la mayor incidencia del psicoanálisis en el
origen: no es “ahogando” el síntoma que llegamos al fondo del sujeto.
La “causa recidiva” es el mismo sujeto al que podemos “distraer” de
su sufrimiento -cura de olvido bajo asistencia- sin que por eso
saquemos de su memoria el conflicto deseante que lo ocasiona. Más
aun: el sufrimiento es un rostro de ese deseo, de manera que aislán­
dolo déla vida (sobre todo familiar) se busca instituir... una negación
de ese deseo-causa-de-sufrimiento.
De ahí la afirmación de Freud: hay que abordar las “tareas
terapéuticas” “en el interior de las relaciones-de-vida del paciente” .
Los cuidados analíticos se relacionan, por ende, con el origen, a través
de esta voluntad por reinsertar al sujeto en su tejido existencial,
contra la voluntad de “abstraerlo” de la institución.

L a transferencia “en todos sus estados”


o la libido de la institución

Sin embargo, este primer discurso freudiano sobre la institución se


especifica después del advenimiento del método propiámente psicoa-
nalítico, centrado, en un segundo momento, en la relación transferen-
cial. A partir de ahí, el psicoanálisis empieza a medir el alcance de la
transferencia para él mismo -lo que se opera (como sabemos) espe­
cialmente a través de ese “detonador” que fue el tratamiento de Dora,
cuyas consecuencias más claras son planteadas por Freud a partir de
1905- y puede formular una teoría de la transferencia propiamente
institucional. Este segundo aspecto, tan desconocido en el discurso
freudiano como célebre es el primero de la transferencia analítica, es
el que queremos poner de relieve aquí.
Someramente podríamos decir que en el interior del análisis las
“transferencias” fueron reconocidas luego de haber sido subestima­
das. Luego la transferencia fue apreciada en todo su alcance, primero
como “obstáculo” y resistencia y, luego, como verdadero “motor”
terapéutico.13La reflexión sobre “el amor de transferencia” permite
finalizar con esta “promoción” de la transferencia que, finalmente, es
reconocida como el “resorte más potente del progreso” del tratamien­
to.16 Además, no hay que perder de vista la metáfora espacial o
“cinética” del término: se trata del desplazamiento de un “afecto” -p o­
sitivo y/o negativo- sobre la persona del analista, por repetición de
“prototipos” infantiles, lo que permite sostener, por efecto de esta
relación, el trabajo de rememoración en sus modalidades ambivalen­
tes (amor/odio).
Este recuerdo es suficiente para entender cómo Freud, en plena
elaboración de la relación transferencial, en 1912-1918, reactiva la
cuestión del tratamiento dentro de una institución: ya no solamente
para marcar sus límites en cuanto a la eficacia, sino las modalidades
de los acontecimientos transferenciales que se dan én ese espacio.
En el momento de concluir su análisis de la “dinámica de la
transferencia”, en 1912, Freud formula la siguiente pregunta, tan
natural como incongruente: ¿la “transferencia”, “originalidad” del
tratamiento analítico, es su “especialidad” o su “exclusividad”? ¿Se
produce en las “instituciones” (in Anstalten)? “Podemos preguntar­
nos por qué los fenómenos de resistencia de la transferencia sólo se
ven en el psicoanálisis y no en un tratamiento indiferente a ellos,
es decir, dentro de las instituciones. La respuesta es que también se

15El término “transferencia” apareció en 1895 en relación con las “asociaciones


verbales”. En el informe del caso Dora (tratado en 1899, escrito en 1905), Freud
habla de ellos en plural, como “nuevas ediciones” o “reimpresiones”. En las Cinco
lecciones de psicoanálisis (1909), le otorga un “rol decisivo” al fenómeno, cuyo
alcance reconoce en 1912, en La dinámica de la transferencia.
16Véase, Observations sur l ’amour de transferí (1905) y el desarrollo sobre la
transferencia que aparece en Legons d'introduction á la psychanalyse (1917).
muestran allí, pero que tienen que ser evaluados como tales” .17
Primera afirmación, pues: también hay transferencia en las institu­
ciones, pero no “objetivada” como tal. Las instituciones producen
transferencia sin saberlo, como M. Jourdain prosa, pero, justamente,
debe de haber razones por las que la transferencia no se nombre ni se
identifique en ellas.
¿Qué transferencia?
La que se menciona primero, y no sin malicia, es la transferencia
“negativa”: “La aparición de la transferencia negativa es muy fre­
cuente en las instituciones. Precisamente, el enfermo deja la institu­
ción sin cambios o con regresiones (rückfallig= en estado de recaída)
en cuanto cae en la transferencia negativa”. Freud no tarda en
describir más adelante esa transferencia negativa (al menos por su
efecto de esterilidad del tratamiento y de efecto arraigado de sínto­
ma) cuando ya menciona el “aspecto” positivo de la transferencia en
la institución. “La transferencia erótica no actúa en las instituciones
de manera tan inhibitoria (hemmend), dado que ahí, como en la vida,
está velada (beschónigt) en lugar de estar visible (aufgedeckt).”
De esta manera, la transferencia de afectos positiva funcionaría en la
institución como en cualquier otro lado, “en la vida”, es decir “velada”:
lo que Freud quiere decir aquí es que la situación analítica es,
justamente, la única en la que la transferencia se reconoce franca­
mente y de alguna manera “ a cielo abierto” . Es el lugar en el que el
“terapeuta” no se engaña con los efectos de la transferencia (al menos
pone su esfuerzo en ellos y paga muy caro el no poder reconocerlos).
Encontramos, entonces, la sugerencia capital de que la “transferencia
erótica” no deja de actuar en las instituciones, pero sin que se la
reconozca. Menos “inhibitoria” por supuesto, pero, igual que un
“obstáculo blando”, no se desarrolla como una resistencia útil.
Pero, justamente, por el mismo efecto, una transferencia de este
tipo “se expresa... claramente como resistencia a la cura”. ¿Cómo? No
“empujando al paciente fuera de la institución” - “al contrario, lo
mantiene dentro de la institución”- pero, al hacerlo, “lo mantiene
alej ado de la vida” . Freud muestra el efecto “adictivo” de la institución
como inherente a su propia función: como se trata de “proteger” al
paciente y como esto sólo puede hacerse a través de una transferencia
“que ligue”, algo se opone a la cura-lo que, convengámoslo, es el colmo
para una institución con funciones terapéuticas-. Freud sugiere que,
al dedicarse a curar, la institución desarrolla una transferencia

17S u r la dynamique du transferí, 1912, G.W., VIII, p. 372.


erótica que, por un “efecto perverso”, tiende a lo que se denomina
“cronicización”.
Por una especie de ironía, el sujeto que “supera su angustia o
inhibición en la institución” puede volver a encontrarlas “en la
realidad de la vida”. De esta manera, habría una especie de “autar­
quía” de la institución que no “cura” más que en su propio espacio y
aísla de la realidad al “paciente”, cuyos síntomas, de esta manera, se
“instituyen”. Vemos que el efecto “des-vitalizante” de la institución
(marcado desde el origen) reaparece, sostenido por la “norma tera­
péutica” (construcción de la cura a través de la norma institucional y
social).

L a “transferencia velada”
o el eufemismo institucional

Volvamos a la referencia a esta noción de “vida”, en el sentido de


realidad (social). Parecería que Freud hace un uso contradictorio: por
una parte, subraya esa tendencia de la institución a separar al
“paciente” de la vida (efecto literalmente “desvitalizante”); por otra
parte, señala que la transferencia se produce “como en la vida” -es
decir, de manera “velada”- lo que es lo mismo que señalar, esta vez,
la continuidad importante entre la “vida afectiva” de la institución
y la del resto de la sociedad. En contraste, hay que comprender que,
desde este último punto de vista, el psicoanálisis opera una ruptura más
clara con “la vida” cotidiana y su régimen afectivo -ya que proporciona
esa “otra escena” en la que la transferencia se reconoce como la regla del
juego y se trabaja como tal-; pero, por otra parte -y, quizás, justamente,
porque pone en el orden del día el deseo del sujeto en persona- tiende
a volverlo más apto para intervenir entre su deseo y la realidad y, por
consiguiente, volver más “vivible” su mundo.
Esta “danza cruzada” permite medir lo que se juega en esta
alternativa psicoanálisis/institución: esta última reproduce, al mis­
mo tiempo que la “demanda social” con respecto al sujeto, las ilusiones
que sostienen la propia realidad social. Esto es lo mismo que decir que
no hay “condena” de la institución que “engañaría” pura y simplemen­
te al sujeto, ni acreditación del ideal que sostenga a la institución. La
institución es tanto el “síntoma” cuanto el órgano (“material”) de la
sociedad. Por lo tanto, en ella encontramos esa función, distintiva de
la vida social, en su forma moderna, de sostener la vida del sujeto
enfermo al mantener una apariencia de relación con la norma cuando,
al mismo tiempo, no quiere saber nada de lo que, en el síntoma del
sujeto, cuestiona y “desafía” a la misma norma social. Por eso la
institución es, al mismo tiempo, demasiado “cómplice” del modo social
del gozo (lo que se traduce por su falta de distancia en relación con la
“vida” corriente) y generadora de un modo artificial de “afectividad”.
Finalmente, todo gira alrededor de esta noción de “velo” (Beschó-
nigung) y su correlato, “transferencia velada” -expresión que forja­
mos para calificar de la manera más precisa la función institucional
de la transferencia-: el término (beschónigen) significa, literalmente,
“presentar algo de manera más inocente y más favorable de lo que es”
y, por lo tanto, volverlo anodino y minimizar su importancia. Como
acto de habla, una Beschónigung es un eufemismo.
Estamos a medio camino entre “mentira” y “maquillaje” de la
realidad: digamos que la realidad, en su dureza, es “embellecida”,
como en esas formas demostrativas de “optimismo” circunstancial. El
término implica una sospecha ética: ¿con el velo de lo anodino, no se
está engalanando un “error”?
Esta es una pista esencial: al hacer caer un “velo” sobre la realidad
transferencia! -estamos en la “retórica” funcionalmente calmante de la
institución- ésta opera su función de reproducción en lo cotidiano y en
el sector que le pertenece, de la negación social. Por otra parte, se trata
de una idea fuerza que se ve en la concepción freudiana de la vida social:
la sociedad, en la medida en que “no le gusta que se atraiga la atención
sobre este costado oculto de su cultura” -es decir, la “represión pulsio-
nal”- 18está basada en una cierta forma de Verleugnung (término cuyo
alcance respecto de la perversión conocemos).151El lenguaje institucio­
nal trae a la expresión la naturaleza “eufemística” de la institución.
Podríamos decir que la institución “fabrica” o “inventa” una trans­
ferencia ad hoc para sostener, en lo cotidiano (lo que ella llama “re­
laciones humanas”), la función eufemística del ideal social.
En esta presentación de la transferencia que se produce en la
institución se yuxtaponen dos “modalidades” negativa y positiva,
como si, de alguna manera, cada una tuviera su propio destino. Por
un lado, efectos negativos de la transferencia (que llevan a los
“fracasos terapéuticos” “evasiones” o “recaídas”) y, por otro, “intensi­
dades” patógenas de la “positividad” transferencial. En cada caso, hay
algo de más, que Freud muestra en un señalamiento, para nosotros,
capital: “No es exacto que durante el psicoanálisis la transferencia se
13 Véase la introducción a Legons d'introduction á la Psychanalyse. Sobre el
alcance de esta idea, véase Freud et les sciences sociales, op. ci.t., p. 95.
19Freud, Le moi dans le processus de défense, 1937, y Fétichisme, 1927.
produzca de manera más intensiva y sin contención que fuera de él.
En los establecimientos en los que los nerviosos son tratados de
manera no analítica, observamos las intensidades más altas y las
formas menos decentes de una transferencia que llega a la dependen­
cia y también a la coloración erótica más característica”.20Y, por lo
tanto, para decirlo directamente, la institución terapéutica es un
lugar terapéutico en el que “hay un lío bárbaro” en el plano del afecto
transierencial. La palabra “sujeción” (H órigkeit) utilizada en particu­
lar en el sentido de una dependencia pasional t.casi “erotomaníaca”)21
sugiere lo que se juega ahí.
¿Por qué la institución favorece la eclosión de una “pasión” de este
tipo, que se incuba bajo las cenizas o que es impetuosa? Es que,
justamente, la transferencia no puede ni debe reconocerse allí como
tal: por la misma razón que la transferencia está velada y exacerbada
en la reproducción institucional. Parecería que, negada, la transfe­
rencia se “demonizara”. “Demonización” tranquila, que se despliega
en lo ordinario de lo “cotidiano” y, alternativamente, en las “rebabas”
que, en las crisis de relación, se recuerdan brutal y esporádicamente
en el “buen recuerdo” de los actores y alimentan las inagotables
crónicas de los conflictos institucionales...
En la institución nos enfrentamos con una transferencia que
podríamos denominar “desintrincada”, por el hecho de que sus dos
modalidades extremas no se unifican, ni siquiera en una “contradic­
ción”: por un lado, “lo negativo”; por el otro, “lo positivo”; por un lado,
la norma; por el otro, la erotización; por un lado, un no-querer-saber-
nada-de la transferencia; por el otro, jugarse por entero en el modo de
la transferencia, “a tontas y a locas”. Mezcla explosiva de “funciona­
lidad” y de “ afectividad” que le da a la institución su estilo inimitable
pero, en su género,perverso. Dado que está mitigada y es “innombra­
ble”, la transferencia institucional está consagrada a ser sobre-
erotizada.
Por lo tanto, cuando, no sin malicia, Freud le recuerda a los
detractores del psicoanálisis, que sostienen que se preocupa demasia­
do por las turbulencias “eróticas”, que, justamente, en las institucio­
nes consideradas serias se producen “las formas más indecentes de
transferencia”, apunta a un elemento preciso y confirmado: en tanto
que la situación psicoanalítica permite que el sujeto viva a pleno la

20Sur la dynamique du transferí, G.W., VIII, p. 367.


21 Véase, Psychologie collective et analyse du moi. En sexología, el término
designa la “sujeción sexual” (Krafft-Ebing).
negatividad transferencial y la pasión transferencial, la institución
estaría en una posición objetiva, por una parte de “adular” la afecti­
vidad del sujeto para arrancársela y, por otra, de “mantenerlo a
distancia” en cuanto se sobrepasa una cierta “medida” de transferen­
cia y se pone en peligro “el equilibrio afectivo” de la institución. Si lo
releemos de esta forma, obtenemos un desciframiento de esos sismos
afectivos de la vida de la institución - “ducha escocesa” poco inteligible
de otro modo- que se relacionan, sin duda, más con los caprichos y
el desconcierto de sus actores, que con la contradicción que debe
gestionar en lo cotidiano del “oscuro objeto” de una transferencia,
clandestino y, al mismo tiempo, “controlado” ...

Del afecto a la sugestión:


la dependencia institucional

Lo que encontramos como caso particular del régimen social del afecto
es el registro del afecto en la institución. Si bien involucra el cuerpo, es
notable que, al pasar por vías que no son la “representación” ni el
lenguaje, como pura “descarga” ,22sea objeto de interés y de solicitud
particulares por parte de lo social. Las figuras del afecto son cuidado­
samente reguladas por la norma social, lo que significa que los afectos
son, al mismo tiempo, refrenados y provocados (a los fines de una
“manipulación”). Pareciera como si la sociedad, alternativamente
(incluso simultáneamente), “soplara lo frío y lo caliente” sobre el
afecto. Lo que observamos en la institución son “erupciones” afectivas
que, luego, por otras consideraciones, son apagadas “como si fueran
una catástrofe”. En este caso, la institución es, al mismo tiempo,
“piromaníaca” y “bombera” , porque tiene que “sobre-erotizar” el
vínculo transferencial (para mantener el contacto con el paciente),
pero también “congelarlo”, de manera bastante brutal, en cuanto el
“objeto” de la institución - “el trono y el altar”- está en peligro. Por otra
parte, ésta es una contradicción que trabaj a en todas las instituciones
que se ocupan del deseo -d e “saber” o de “curarse”- .23
Ahora bien, esta situación efectiva -sobre-erotización de la rela­
ción que llega a la “sujeción”, creación de un vínculo que produce un

22Sobre el estatus metapsicológico del afecto, véase nuestra Introduction á la


metapsychologie freudienne, PUF, 1993, cap. VII, pp. 137-158 y sobre el estatus
social del afecto, Freud et les sciences sociales.
23 Es posible comparar con lo que se juega en la escuela, en la que, mutatis
muntandi, puede aplicarse lo que decimos aquí.
efecto de “poder”- nos recuerda otra, muy familiar para el psicoaná­
lisis ya que forma parte de él: se trata de una relación de sugestión
(con su aura hipnótica). La institución tiene como objetivo dedicarse
a los sujetos para inscribir en ellos el efecto terapéutico deseado: se
trata de “obtener en el plazo más corto posible éxitos visibles”:24
justamente, a propósito de las instituciones, Freud habla de este
“cocktail” que hace el “psico-terapeuta” cuando “mezcla un pedazo de
análisis con una porción de influencia por sugestión”.
Por otra parte, es preciso mostrar que Freud une toda “aplicación
masiva” de una terapia -es decir, su inserción en la demanda social-
como necesidad de apostar al poder de la “sugestión directa” : de este
modo, el mismo psicoanálisis, si pudiera “aplicarse en masa” —lo que
Freud no solo excluía, sino que consideraba una especie de ambición
social de expansión- tendría que resignarse a “aliar abundantemente
el oro puro del análisis con el plomo de la sugestión directa”.23 Esta
última aclaración da cuenta de que Freud, a pesar de su “diagnóstico”
radical sobre la institución no analítica, no posa como si fuese un
“alma buena” frente a cierta “corrupción” del mundo social. En cuanto
se limita a las restricciones de la lógica social, el proyecto terapéutico
toma partido afavor o en contra de los poderes de la sugestión. No deja
de oponer el objeto precioso del análisis, “metal noble”, al metal v il de
la sugestión, con lo que pone las cosas en su verdadero lugar, sin que
al hacerlo alabe cierto “romanticismo” de negación de la Ananké
social.

L a institución terapéutica, entre oblatividad y poder

No es casual que en pleno debate sobre la técnica psicoanalítica se


imponga el análisis “diferencial” de la situación institucional, bajo los
virulentos ataques de Ferenczi y Rank, sobre todo, que estremecieron
el modelo primitivo de la cura. Esta fuerte polémica, con consecuen­
cias dentro del movimiento psicoanalítico, implica, de hecho, la

24 Conseils aü médecin dans le traitement psychanalitique, 1912, G.W., VIII,


p. 384.
25 Chemins de la thérapie psychanalitique, 1918, G.W., XII, p. 193. En la
conclusión de esta conferencia, Freud considera, en los términos más precisos, en
esta época de fines de la guerra, perspectivas de institucionalización social del
psicoanálisis, con psicoanalistas dentro de instituciones. El uso complementario
de la sugestión es considerado en analogía con el tratamiento contemporáneo de
las “neurosis de guerra”.
cuestión de la ley del análisis -frustración, incluso “abstinencia”
pulsional- que condiciona su resultado favorable. Ahora, en el mo­
mento de hablar de las “satisfacciones de sustitución” (Ersatzbefrie-
digungen) en la cura y fuera de ella, se impone el acercamiento.
No nos asombra que la transferencia esté nuevamente enjuego en
este caso: pero se la menciona como el medio de “gratificarse” en la
cura analítica, al evitar, de alguna manera, el daño de los sacrificios:
“El enfermo busca ante todo la satisfacción de sustitución, en la
propia cura, en la relación de transferencia con el médico, y puede,
inclusive, esforzarse por indemnizarse por ese camino contra todo el
renunciamiento que se le impone de otro modo”.26El erotismo trans-
ferencial toma aquí un sentido casi “pasional” y Freud lo subraya
tanto más vigorosamente cuanto que le preocupa cuidarse de los
“disidentes”, partidarios de las técnicas demasiado “activas”, y no
“cargar las tintas” .
El ejemplo que proporciona (y que no hay que seguir) es el de la
institución terapéutica analítica: “El que, como analista, le ofrece al
enfermo toda la plenitud de su corazón misericordioso, todo lo que un
hombre puede esperar del otro, comete el mismo error económico que
nuestros establecimientos terapéuticos no analíticos. Éstos no tien­
den solamente a ser lo más agradables posibles para el paciente, de
manera que se sienta cómodo y le guste encontrar refugio frente a las
dificultades de la vida” . Éste es el deseo de la institución: “gustar” a
su paciente -¡a su clientela!-, ser un tapón para las durezas de la vi­
da, suplantar el “amor” por la Ananké real.27Aquí Freud da cuenta de
una verdadera “oblatividad” de la institución (cualesquiera sean los
resortes de “beneficio” material y social). De esta manera se precisa
el evitamiento decidido por la institución de toda negatividad trans-
ferencial que complicaría su tarea.
Ahora bien, esta generosidad (por más “interesada” que esté en el
“orden social” ) es un error de principio respecto del paciente. Tratado
así, como un “niño mimado”, será menos apto para enfrentar la
frustración real: volvemos a encontrar la idea de los textos preceden­
tes, especificados por su compromiso. A l ofrecer cobijo y refugio, las
instituciones “bien intencionadas” “renuncian a que el paciente sea
más fuerte en la vida, a que sea más apto para realizar sus propias
tareas” .28 Por consiguiente, el deseo de la institución respecto del
26 Chemins de la thérapie psychanalitique, op. cit., p. 189.
27 Sobre esta noción, esencial en la ética freudiana, véase nuestro estudio
L ’entendement freudien. Logos et Ananké, Gallimard, 1984, y supra, cap. III.
28 Op. cit., ibid.
paciente puede producir un profundo daño en su “autonomía” en
tanto sujeto que vive y que desea.
Este error, de alguna manera “ético”, es, al mismo tiempo, un error
técnico -en el sentido de una economía de la transferencia-.
Lo vemos como oposición al “deber analítico” : “En la cura analítica,
hay que evitar todo mimo (Verwóhnung)29de este tipo. Respecto de su
relación con el médico, el paciente tiene que conservar abundantes
anhelos no satisfechos ( unerfüllte Wünsche)”. El psicoanalista es el
que tiene que “prohibirle las satisfacciones que desea con mayor
intensidad y que expresa de la manera más acuciante”- en los casos
en los que la institución va a “mimarlo”-.
La oposición planteada por Freud es interesante: por un lado, una
institución terapéutica complaciente con el paciente; por el otro, un
“psicoanálisis” que frustra de manera bastante “autoritaria” los
anhelos infantiles, a tal punto que la ética sugerida parece revestir
resonancias casi puritanas. En términos “paternos”, estaríamos en­
frentados a dos modelos “pedagógicos”: uno (culpablemente) liberal,
incluso “laxo”; el otro, directivo y, más bien, severo. ¿Freud no sugiere
que la intensidad del deseo es un signo que hay que reprimir?
De hecho, estamos en un modelo muy diferente del “pedagógi­
co” : simplemente, se descubre la oposición determinante entre un
modelo de relación materna fusional (de tipo “institucional” )30con
el “que cura” , y un modelo de relación paterna “no fusional” , que
remite a la ética de la terapia analítica -uno busca unirse al
sujeto, completando algo de sí mismo; el otro lo endurece para que
no se sienta satisfecho con su síntoma-.
El cuadro, enfrentado con la realidad, puede parecer forzado. La
institución, cuyos efectos represivos se han comprobado, ¿tiene una
tendencia tan profunda a “mimar” a sus “huéspedes”? A la inversa, ¿el
psicoanálisis es una relación “dura”? De hecho, no se trata solamente de
“clima afectivo”: lo que está en juego es la estrategia social y su

29 Verwóhnen significa “mimar” en el sentido de “educar con demasiada


ternura”, de “tratar a alguien de manera magnánima, para colmar todos sus
deseos”: láVerwóhnung se opone a laEntbehrung, que consiste en la abstención de
algo que necesitaríamos (término que, justamente, Freud emplea aquí, en
contraste, como medio de tratamiento analítico). No hay que perder de vista que
Freud presenta el análisis como una post-educación, destinada a que los sujetos
vuelvan a encontrar los caminos de la realidad, a través de los conflictos
deseantes.
30Esto es lo que mostramos a propósito de la psicosis en “Freud, la psychose
et l’institution”, epílogo a Frangois Ansermet y María-Grazia Sorrentino,
Malaise de l ’institution, Anthropos/Economica, 1992.
estructura transferencial “práctica”. En suma, se trata de una ética
-más que de una técnica- del sujeto en relación con ese Otro... que
“quiere” para él un cierto “bien” sobre el que va a tener que hacerse
preguntas. Señalemos que la obtención de ese “bien” se opera en la
institución a través de un anaclitismo autoritario -ya que se invita al
paciente a instalarse, a través de sus “necesidades”, en el Otro institu­
cional proveedor de ayuda que, por esa causay con el mismo gesto, ejerce
“un poder”-. Vemos hasta qué punto las “nuevas patologías” son el
espejo de las prácticas “nuevas” de la institución -en una especie de
relación especular de dependencia en el doble sentido de la palabra-.
En todo caso, parecería que la institución entra en competen­
cia, para Freud, con la fa m ilia , que constituye el verdadero tejido
existencial del sujeto. Lo propio de la intervención psicoanalítica
es abordar el síntoma, en la medida de lo posible, en situación
familiar. Esto surge de un curioso pasaje de Lecciones de introduc­
ción al psicoanálisis. Freud recuerda la “regla” que se impuso de
“no tratar al que no esté sui ju ris , que sea independiente de los
demás en sus relaciones vitales esenciales”31-o sea, no autónomo
y todavía “bajo dependencia” de los padres o bajo “tu tela” (aun
cuando más no sea moral)—y precisa: “ Quizás usted concluya de
mi advertencia a los parientes que, para un psicoanálisis, habría
que sacar a los enfermos de sus fam ilias y, por lo tanto, lim itar
esta terapia a los miembros de las instituciones terapéuticas para
nerviosos” . A esto, Freud le opone: “Es mucho más ventajoso que
los enfermos -en la medida en que no estén en una fase de mucho
agotam iento- durante el tratamiento permanezcan en las relacio­
nes a las que tienen que combatir con las tareas que se les
imponen” . Aclaración esencial: la terapia analítica debe encarar
al paciente en el campo de su “combate” - e l de su sufrimiento y el
de sus guerras y conflictos familiares, in situ. No hay que sacarlo
“artificialm ente” de ese lugar nativo, humus fam iliar de la neuro­
sis —en esto el gesto de la institución toma sentido a contrario-.
debe encontrar el síntoma en su lugar “natural”- .32 Esta es una

31 Este fragmento se encuentra en la última lección (XXIII, dedicada a “la


terapia analítica”). G. W., XI, p. 480.
32Señalemos, de paso, esta idea central de Freud de que, en contraste con
la psicología social (de su tiempo, la del origen, que “recorta” artificialmente
un pedazo de tejido social, el psicoanálisis toma al sujeto en su pertenencia
social, en este sentido, “natural”. Sobre el alcance epistemológico de este
punto para la relación psicoanálisis/psicología social, véase Freud et les
sciences sociales, op. cit., p. 83.
constante del discurso freudiano desde sus comienzos, en cuanto
al rol esencial de la inserción familiar del síntoma.

De la transferencia ininstituible
a la “contratransferencia” instituida

Para el psicoanálisis, no se trata tanto de enfrentar al sujeto neurótico


con la norma social, como de que se reconozca, tanto como sujeto de
síntoma cuanto como síntoma de lo social. Lo que surge del análisis
precedente, y en este sentido no es anacrónico, sino lectura de la
actualidad crónica de la institución, es que en el espacio institucional
la transferencia tiene tanto menos frenos cuanto que, por otra parte,
es “imposible de llevar a cabo” o “incompleta” (en el sentido más bien
literal).
Esta “electricidad estática” -que constituye el clima afectivo de la
institución, su “meteorología” cotidiana alimentada por su “crónica”,
esa miríada de acontecimientos al mismo tiempo irracionales y
familiares que todos sus actores conocen bien -paradójicamente
traduce los efectos proyectivos de una relación transferencial que no
podría llegar a una “verdadera” transferencia. En este sentido, Freud
la presenta como una especie de “artefacto” de transferencia y, simul­
táneamente, señala su banalidad, porque esta interdicción muda
reproduce algo del “contrato” social: evitar el “error”, salvar la aparien­
cia, negación que sepaga con un tipo particular de “violencia”, la de los
“pequeños conflictos” ... que producen los grandes malestares.
Dada la naturaleza de lo relativo a la “sugestión” en esta relación,
entendemos que los llamados fenómenos contratransferenciales sean
especialmente determinantes en la institución. Sabemos que Freud es
avaro con este término y que limita la contratransferencia a una
especie de “hecho” inherente a la relación analítica, inevitable e
innegable, pero que no conviene “convertir en un tema”, ubicando el
centro de gravedad en la transferencia y, por lo tanto, del lado
del paciente.
Más allá de la cuestión de la contratransferencia, esta “influencia
del paciente sobre el sentimiento inconsciente”33 del psicoanalista,
33 Les chances futures de la thérapie psychanalytique, 1910. El término se
introduce aquí entre comillas (“Gegenübertragung”), pero sólo para recordar que
“todo psicoanalista no va más lejos de lo que le permiten sus propios complejos
y sus resistencias internas” y para remitirlo a su “análisis” y a la vigilancia
constante. Freud más bien sugiere la imagen de un “espejo opaco” al que subyace
vemos la consecuencia de todo lo que se describió acerca del régimen
libidinal de la institución: que el deseo del (psico)terapeuta tiene un
papel clave. Justamente porque el deseo tr ansferencial está al mismo
tiempo descalificado y sobreexcitado, el terapeuta se convierte en el
“blanco” y en el instrumento de los sismos transferenciales, que
problematizan sin cesar su “implicación” personal en la vida de la
institución: alternancia de estrategias de “huida” y de dificultades
para “toma de distancia” que interroga su “rol” institucional.
De modo que vimos que existe una “transferencia institucional” de
alguna manera sui generis, pero que vive de esta contradicción que
consiste en ser in-instituible; algo de la transferencia sigue siendo
imposible de dominar y zapa el trabajo de “normalización”. Esto es lo
que le dio ese aspecto de “salvajismo” secreto a la institución, al lado
y más allá de su aspecto “policial” . Pero, al mismo tiempo, parecería
que el “agente” institucional -psicoterapeuta, equipo terapéutico-
tuviese que “pagar con su persona” para sostener sin cesar esta
contradicción. En este sentido, la “contratransferencia” tendría una
función tanto más determinante en la institución cuanto que la
transferencia “verdadera" (en sentido limitado) es imposible de rea­
lizar y es “invivible” allí. Solicitar la transferencia del paciente y, al
mismo tiempo, amurallarse contra la invasión del síntoma del otro a
través de estrategias defensivas: el “personal terapéutico” experi­
menta todos los días los efectos contratransferenciales, en especial en
los casos de las “nuevas patologías” cuyo estilo existencial es la
dependencia.

Ideal institucional e ideal social

Ahora podemos darle un nuevo “marco” a la institución terapéutica


en el contexto genérico de las instituciones -de esta manera concilia-
remos dos aspectos de la teoría psicoanalítica cuyo destino diferente
vimos desde el comienzo-.
La “fórmula libidinal” de la institución enuncia que consiste en la
suma de los individuos que, al ubicar en el lugar de su ideal del yo
propio un objeto externo que tiene el lugar de ideal del yo colectivo
pudo, en su yo, identificarse entre sí.34 Por lo tanto, lo que se

un ideal de “autodominio” del analista. ( Conseils au médecin lors du traitement


psychanalytique, 1912, G.W., VIII, p. 383).
34Psychologie collective et analyse du moi, 1921, cap. VIII.
colectiviza es el “objeto del ideal” del sujeto inconsciente. “Objeto”
vacío, ya que se llena solamente con el “anhelo” inconsciente, pero se
realiza, justamente, a través de la “complicidad” alrededor de este
objeto, por destitución de uno mismo. Forma de “oblatividad” paradó­
jica que se realiza, por ejemplo, en la institución terapéutica, a través
del “objeto” “Salud” (mental).
Estamos dando cuenta de la creencia -tanto más impuesta como
“secularizada”- de la institución: nada es más sagrado, no hay otra
cosa sagrada que no sea este objeto. Ese objeto es el que organiza los
“rituales” de la institución y ordena los modos de reproducción: en
este sentido, existe una “religión” de la institución, con su aura
compulsiva35(ritualización).
De esta manera, la institución reproduce, inseparablemente, un
cierto modo de goce social destinado a “colmar” al sujeto y un cierto
modo de control ideológico: hay que hacerle preguntas a ese “principio
de placer” como expresión de la modernidad. Complacencia con el
sujeto (el paciente) que, con el mismo movimiento, lo sujeta. Freud se
da cuenta de esto en su comentario sobre la tendencia a “ser agrada­
ble” con los pacientes y, al mismo tiempo, esquivar la reivindicación
propia de deseo.
¿De qué “bien” se trata en este caso? Del “bienestar” que se promueve
como Bien Soberano en el horizonte del Welfare State que se ocupa de
los sujetos, en sus modalidades inseparables de “control” y de protec­
ción. Ideal “pastoral” en su género, que, para volverse laico, adopta el
lenguaje del “cuidado de las almas”.36En la recepción y la institución de
los perjuicios la institución encuentra su goce propio, el ideal.
Nos acercamos, se siente, a algo esencial en el deseo de la moder­
nidad social en la que participa la institución terapéutica con una
parte no desdeñable.
Como, por su parte, el psicoanálisis toma el ideal social “a contra­
pelo”,37no es asombroso que aquí se experimente la función crítica de

33 Sobre la ligazón estructural entre compulsión y religiosidad, véase nuestra


contribución, “La passion de répétition. Genése et figures de la compulsión dans
la métapsychologie freudienne”, en Revue frangaise de psychanalyse, 1994, pp.
335-357.
36Este ideal pastoral es el que señala Foucault en la especie de clínica del poder
moderno que opera en la pretensión de poder para mantener la vida de sus
“sujetos”. Notemos que el “cuidado de las almas” (Heilsorge) implica una metá­
fora terapéutica, que se mantuvo luego en su forma secular.
37 No por coquetería Freud pone el acento incansablemente en el destino del
psicoanálisis como objeto de resistencias: es porque el análisis resiste a su ideal
que la sociedad se resiste, en profundidad, a su “mensaje”.
“demarcación” respecto del iiluul reproducido por lit mwnriit y lwn
prácticas de la institución.
A través del desenmascaramiento del idoiil do "control" «|un*iil>yn-
ce al ideal pastoralrceu; look propagado por las inHtitucionoH, ol
análisis está, sin Weltanschauung propiamente política o micíitl dti
“liberación”, en una posición de oposición de facto.
Vemos que la institución sostiene, al mismo tiempo, una figura de
modernidad social, pero que también se enfrenta con una cuestión
estructural (quien, quizás, mejor haya visto esto fue un contemporá­
neo de Freud: Kafka, cuando muestra el enfrentamiento con la cara
arcaica del poder que la situación más moderna -la de la Administra­
ción- encarna anónimamente:38lo que le da una vuelta kafkiána al
modo de funcionamiento institucional, en el sentido preciso de una ley
al mismo tiempo imperativa y perversa, ya que opera un reglamento,
que no tiene bases como la ley?9 La transferencia, al mismo tiempo
intensa y “ciega” que actúa allí libera el régimen “del afecto” .
Quizás haya sido Tocquevillle quien, en su profecía del siglo
pasado, haya enunciado mejor las implicaciones de este principio
hedónico con efectos mortíferos -ya que se trata de unir los efectos de
la pulsión de muerte y, al mismo tiempo, insertarlos en los rituales
institucionales- : “Veo una multitud enorme de hombres parecidos e
iguales que giran sin descanso sobre sí mismos para procurarse
pequeños y vulgares placeres con los que llenar su alma... Por encima,
se eleva un poder inmenso y tutelar, que se encarga solo de asegurar
sus satisfacciones y de velar por su suerte”.40 Ahora bien, nosotros
podríamos agregar que, entre ambos, se encuentra justamente la
institución que se encarga del “comercio” entre estos dos participan­
tes: si ese Otro “trabaja a gusto por la felicidad de ellos”, también
quiere “ser el único agente y el único árbitro”, socializando el goce a
través del control. Ésta es la ganancia y también la ilusión del Otro:
hacer que los sujetos hagan la economía de la “dificultad de vivir” y
de la “perturbación de pensar” -renunciamiento cuyo precio recuerda
el psicoanálisis-.
La institución, fachada del edificio social, tiene como función -pero
no sin el heroísmo de sus miembros- sostener el ideal social que es,
justamente, “salvar la apariencia” y, por lo tanto, silenciar el malestar

38Véase nuestro análisis en La perversión etla femme, Anthropos/Economica,


1989.
39 Véase, infra, cap. X.
40De la démocratie en Amérique, libro II, cap. VI (1840).
de la Cultura y m aquillar de ideal al perjuicio. No es “bueno” decir
toda la verdad - la sociedad sólo tolera la “dosis de verdad” necesaria
y suficiente para su reproducción-. Entendemos que la institución se
ubique “al frente” de esta contradicción de la verdad del síntoma y del
engaño social. Esta mirada psicoanalítica sobre la institución puede
ayudar a desunir esta ligazón entre la exigencia de verdad del
síntoma y la restricción de la norma social, que constituyen una
especie de imperativo para el sujeto de la institución: darse cuenta de
“vivir según la verdad psicológica” .41

41 Aludimos a la esperanza de Freud de que, para eludir la “hipocresía” social


en sentido restringido, el hombre se esfuerce “por vivir según la verdad psicoló­
gica” ( Considerations ¿nactuelles sur la guerre et la morí, G. W., X, p. 336).
D E L P E R J U IC IO R E G L A M E N T A D O
A L DESEO DE R E G L A M E N T O

El examen de la dialéctica entre perjuicio e ideal nos lleva a reexami­


nar la cuestión del Otro social y la cuestión mayor de la sociología
política, considerada en su aspecto inconsciente, la de la regulación de
la anomia a través de la instancia del Otro social que encuentra su
expresión moderna en la Administración.
Esta instancia es la que acusa recibo de esta anomia y la trata,
filtrando la economía del perjuicio.
Ya vimos en la arqueología preliminar de la mal llamada exclusión
que ésta incluye una verdadera “sobreinclusión” . En términos más
precisos: la anomia se relee a través del texto social. Allí interviene lo
que ha sido descripto como síntoma, no de manera fortuita, antes de
haber sido descripto como institución. Tenemos que descifrar en esto
una forma determinante del deseo de la modernidad, que es posible
caracterizar como “deseo de reglamento”. Desde este ideal reglamen­
tario puede descifrarse el destino del perjuicio “individual”, de ser
reglamentado. La excepción confirma la regla y, como contraparte, la
regla enferma la excepción.

Figuras y poderes del reglamento

La casuística reglamentaria

Una rápida fenomenología de la idea de “reglamento” será útil para


delimitar su contenido y lo que compromete en el plano que nos
interesa a nosotros, el del inconsciente.
Hay regla o reglamento cuando nos encontramos frente a una
“expresión que indica o prescribe lo que debe hacerse en un caso
determinado” .1Por lo tanto, existe la idea de prescripción, junto con
la de “caso” . No hay nada asombroso en el hecho de que no estemos
alejados de la idea de “casuística” (el matiz peyorativo que adquirió
después de Pascal2no debe hacernos olvidar su importancia). Podría
ser que la “casuística” haya sido la primera en experimentar los
problemas de esta lógica, al mismo tiempo concreta y prescriptiva,
que será retomada por el administrador en el siglo xix. Tenemos que
entender la idea de un “estudio de los casos de conciencia, es decir, de
los problemas de detalle que resultan de la aplicación de las reglas
éticas en cada circunstancia particular”3 -en contraste con la ética
que las enuncia en su pura pureza-. El casuista, como el administra­
dor, debe prescribir en función de las “circunstancias”, es el hombre
que debe articular la regla con la circunstancia, pero también saber
regular la circunstancia.
No es asombroso, entonces, que sostenga la misma sospecha que
antes se tenía con los casuistas, es decir, que “por las sutilezas de la
lógica, llegaban a justificar cualquier acto”.4 Habría que decir que
extrae su legitimidad, justamente, del acto. El juego de palabras no
es fortuito: el reglamento emana del ejecutivo, porque el reglamento
administrativo es, en sí mismo, un “acto” denominado “administrati­
vo”, y que tiende a dictar una disposición general e impersonal. Por
eso mismo, hereda la ambigüedad del mismo acto: por una parte,
1Según el artículo “Régle” del Vocabulaire technique et critique de la pkiloso-
phie de André Lalande, Librairie Félix Alean, 1926, t. II, p. 695. El reglamento
es lo que le da cuerpo material a la “regla”: en este sentido, el reglamento no tiene
otro sentido que la “regla”, puesto que le da a la regla carácter objetivo y literal.
Por lo tanto, el reglamento es al mismo tiempo forma (como expresión de la regla)
y “objeto”. Por consiguiente, la regla tiene un carácter abstracto, en tanto que el
reglamento es un objeto legible y casi tangible -lo que no deja de tener consecuen­
cias en cuanto a su “poder” social e inconsciente- (véase infra),
2Véase en Provinciales la arremetida famosa contra la casuística jesuítica.
3Según el artículo “casuística” del Vocabulaire de Lalande, op. cit., 1.1, p. 97.
Habría que precisar que la casuística administrativa responde más bien a la
definición de la llamada casuística “objetiva”, la que, “sin considerar el estado
íntimo de tal o cual conciencia, estudia de manera abstracta tales o cuales
conflictos de deberes nacidos del encadenamiento de hechos accidentales” -lo que
le da pretensión científica a la llamada ciencia “administrativa”-. En cuanto a la
“casuística subjetiva” -la que proporciona las obligaciones, los consejos, las
exigencias morales al grado de luz y de fuerza de cada alma para educarla per
gratus débitos para que decida en los casos de conciencia de una manera cada vez
más delicada”- se convirtió en el arte del “que decide” en relación con la gente
denominada “los administrados”.
4 Artículo, “casuística”, citado.
parece que, por naturaleza, está consagrado a estar subordinado a la
ley, que se limita a completarla a través de la regulación de su
aplicación o a suplir una ley inexistente cuando, de hecho, no deja de
ganar terreno.5En suma, el reglamento parece apuntar hacia algún
peligro de subversión de la racionalidad de la ley a través de la
irrupción de la arbitrariedad del poder. ¿Reglamentar no sería,
también, amenazar con desregular la propia ley, usurpándola con el
pretexto de “aplicarla”? Ética contra casuística y, por lo tanto, el de­
bate no se ha cerrado.
El reglamento está pegado ala ley como la condición práctica de su
paso a la realidad: la ley, que de otro modo puede ser “letra muerta”,
debe exponer su cuerpo sagrado a la reglamentación; pero, justamen­
te, ese pequeño nudo literal al que se denomina “reglamento” tiene
algo de una “letra muerta” en sí mismo, que funciona por sí misma.
En contraste con la Letra noble que se dicta como una racionalidad sui
generis, el reglamento, ley “en acto”, que incluso “pasa al acto”, parece
signar la huella de algo arbitrario. El reglamento sigue significando
el momento en que la ley debe comprometerse de tal modo con la
realidad que debe encarnarse en ella. Pero también es un signo mayor
de la modernidad que el reglamento se afirme y extienda su poder a
tal punto que parece adquirir “fuerza de ley”.
Justamente, el psicoanálisis permite reinterpretar una distinción
importante de la casuística moral, que no está muy alejada de la
problemática inconsciente del reglamento: la de la “regla” y la del
“motivo”. Tradicionalmente se sostenía que la regla moral enunciaba
“lo que debe hacerse”, en tanto que el “motivo” actuaba “sobre un
individuo para empujarlo a que lo hiciera” .6Desde esta perspectiva,
es esencial afirmar que “lo que regula la voluntad no es su resorte”.
Dicho de otro modo, en el esquema moral tradicional, el “motivo” o la
representación engendrarían el deber, que, a partir de ese momento,
sería una regla de acción para la voluntad. Por lo tanto: comprender
el deber es lo que obliga a actuar. La regla sería el retorno del de­
ber sobre el sujeto a partir de la representación primitiva.
Lo que tenemos que pensar en el esquema administrativo es muy
extraño, si consideramos este modelo tradicional: aquí, la regla se
transformó en “motivo” per se. La regla es la que motiva, en sentido
literal. Caracterizado de este modo, el reglamento podría ser el núcleo

5Por ejemplo, en el derecho público francés ha adquirido especial importancia


la introducción del decreto-ley, a partir de 1926.
6Esta distinción está propuesta en el M anuel de morale de G. Richard, citado
en el artículo “Régle”, mencionado más arriba.
de la “razón administrativa”. Con esto es posible desamparar el
esquema de la casuística tradicional, pero también mostrar su pers­
picacia. ¿Qué debe ser una regla, como para que impida el “motivo” y
que, en su lugar, desde el exterior, se imponga a una subjetividad
preexistente, la produzca, incluso la constituya? El “hombre del
reglamento” es el que se motiva con la regla, el que convierte ala regla
en su motivo más determinante, el más preciado. En este sentido, se
trata de una regla radicalmente “subjetivada”.

La pasión reglamentaria

El problema singular que el reglamento le plantea al psicoanálisis es


el siguiente: la experiencia muestra que algo, en el sujeto, “ama” el
reglamento, o lo “quiere” o “aspira a él”. No podemos decir nada
preciso acerca de este deseo si no determinamos su contenido. Es un
deseo doblemente paradójico: en principio, porque es sobre una
“prescripción” que, normalmente, debería trabar, dificultar la expan­
sión del “principio de placer”, soberano en el inconsciente; luego
porque, inclusive si se superó ese prejuicio al comprender que la ley
puede ser causa del deseo,7y no sólo impedimentum, esta pasión es
paradójica, porque no es sólo sobre la prescripción reglamentaria - y
no sobre la instancia de la ley-, sino, además, tiene prescripción como
objeto, más que como causa o “referencia”.Pasiónpor la norma propia
de la modernidad.
Para acercarnos a este “secreto” de la pasión administrativa, toma­
remos como referencia una confesión capital que trata, justamente,
sobre esta pasión. Que sea literaria no disminuye en nada su validez
clínica, ya que la literatura es tanto más reveladora cuanto que le da su
letra a una pasión que, a priori, no parecía hecha para ser exaltada.
Esta confesión se encuentra en E l castillo de Franz Kafka. Y no es
casual, pues esta obra es una parábola sobre la modernidad.
Conocemos el argumento: se nombra a un agrimensor en un lugar
misterioso que se llama “el Castillo”, dominado por un poder oculto al
que no se ve nunca, dominación de dueños ocultos que reinan a través
de intermediarios. Enseguida, el agrimensor se da cuenta de que no
tiene ninguna función y que no existe para el Castillo. Sentimiento de
exclusión radical. Aparentemente, su objetivo es resistir a este poder,
cueste lo que cueste, pero enseguida aparece, como un reverso de esta
resistencia, su ambición verdadera por que se lo reconozca y sea

7Lo que Jacques Lacan mostró magistralmente.


legitimado por este poder. En medio de una larga declaración,
interviene la confesión, preciosa para nosotros: “Mi mayor deseo,
diría que el único, ponerme en regla con la Administración”.8 Esta
frase inusitada constituye un desafío importante al pensamiento
político y a la teoría psicoanalítica. ¿Cómo estará hecho ese “deseo
mayor”, mejor dicho, “el único” deseo de ese personaje, como para
encarnar al sujeto testarudo y, al mismo tiempo, desarmado de la
modernidad, es decir, “ponerse en regla” con Ella, “la Administra­
ción”? Aquí es posible reconocer el pathos de la defensa del individuo
contra los poderes ocultos como el del elogio del Estado: ¡aquí hay uno
que ama el reglamento a tal punto que lo convierte en el único objeto
de sus efusiones!
Pero, ojo: no dijo que la “amaba”; tampoco que quisiera algo de Ella,
esa mujer augusta y fría, la Administración: primero, no la ama pero
la “desea”; luego, lo que lo motivaba era “ponerse en regla”, pero apa­
sionada y exclusivamente.
Hacer la teoría del inconsciente del administrado es responder ala
pregunta fascinante e inquietante -unheim lich, diría Freud-, en
tanto evoca al mismo tiempo algo que nos es familiar y casi imposible,
o doloroso, de pensar: ¿qué hay de deseable en el “ponerse en regla con
la administración”? Con sus dos correlatos: ¿para qué tipo de sujeto
esto es deseable o quién es el que hace de esto su deseo supremo? Y,
¿quién es ella, esa “Administración” cuyo verdadero significado para
la mirada del inconsciente es, quizás, que designa eso a lo que se apega
ese deseo-de-ponerse-en regla? ¿Quién o qué es ella para provocar
eso? Y, finalmente, ¿quiénes somos nosotros, sujetos de la moderni­
dad, para dejarnos provocar un “deseo” de este tipo?
Plantear esta pregunta es también plantear una nada psicológica.
Pues, justamente, cuando se hace “psicología” con la administración,
ésta es la pregunta que no se hace (por otra parte, de aquí proviene
que se pueda sospechar que hacemos psicología para no hacer esta
pregunta). El psicoanálisis que, en el fondo, es tan poco “psicologizan-
te”, por el contrario, tiene la vocación de formularia. Cuando se hace
psicología de la administración, no se puede decir que se la detesta y
que le tememos o, más aun, que molesta, porque “deshumaniza” . Todo
esto es tan verdadero que no explica nada. Tenemos que partir del
otro, de nuestro agrimensor del Castillo que, en efecto, odia a la
administración, pero con un odio tan preciso y singular que lo ejerce

8 E l castillo. A partir de este momento, remitimos a nuestro estudio, Le Pervers


et la femme, op. cit.
a través de ese deseo arisco de ponerse en regla con ella y, de este
modo, de participar del goce del que está excluido.

El imperativo reglamentario
de la “razón administrativa"

En efecto, es un “imperativo categórico”. La expresión pertenece a


Kant, el teórico de la moralidad. Desde Kant, ya no se cree en la
“sabiduría”, concebida como un acuerdo entre “el bien moral” objetivo:
por eso se adhiere a la ley, pilar de la “razón práctica” . Y esta ley está
concebida como principio de determinación de la libre voluntad. El
deber no es otra cosa que “la necesidad de llevar a cabo una acción por
respeto a la ley”,9 un “ser razonable” es solamente el que tenga
vocación de “representarse la ley” y el deber es lo que la razón le
prescribe de manera absoluta al sujeto moral.
Pero antes del deber, Kant postula “un principio subjetivo de la
acción, que el mismo sujeto se da como regla”, y la llama “máxima”.
En tanto que el “deber” prescribe cómo tiene que actuar, la “máxi­
ma” prescribe cómo quiere actuar. Ésta es la formulación del “impe­
rativo categórico” sin el cual toda razón práctica sería letra muerta:
“Siempre tengo que conducirme de manera que también quiera que
mi máxima sea ley universal”. Éste es el imperativo categórico del
sujeto moral: “Actúa solamente según la máxima que hace que
puedas querer al mismo tiempo que sea ley universal” . Es claro
que Kant fija un destino decisivo para la cuestión moral: la regla -en
tanto referencia subjetiva de la acción- tiene como único objetivo
éticamente aceptable la coincidencia con la ley universal como obje­
tivo regulador de la acción. Este paso de lo individual a lo universal
se confunde con la transposición de la regla en ley. Ésta es la única
condición en la que el imperativo puede ser denominado “categórico” .
Confrontemos esta pasión por la ley con la que tenemos que pensar,
la pasión por el reglamento. Tienen una categoría en cierto modo
complementaria y solidaria. Una y otra articulan el “bien” entre un
sujeto y una “prescripción” . Pero el efecto de la segunda se deja
aprehender, justamente, por la inversión que produce en la primera.
Digámoslo en palabras que habrían desconcertado a Kant, profeta de
la razón práctica, pues ésta es el imperativo categórico de la razón
administrativa, que para él sería un simple imperativo hipotético.
Para esto, tenemos que hacer que la ley pase a un estado de medio y

9Véase Fondements de la métaphysique des moeurs.


la regla al estado de fin: “Actúa solamente según la ley universal que
hace que puedas querer, al mismo tiempo, que sea una regla”, es decir,
regla suprema. Y esta regla, considerada fin práctico, no es otra cosa
que el “Reglamento”, justamente porque está excluido de la Ley.
Esta inversión no es simple retórica: contiene una lógica que nos
permite pensar el presente de la razón. En todo caso, esto es lo que
dice -correctamente desarrollado- el agrimensor del Castillo. ¿Pues
qué es lo que sostiene ese deseo forzado de la puesta-en-regla, sino...
una ley? Para él “fue una ley” sólo desear eso, eso que es, por lo tanto,
su fin. Por consiguiente, se juró a s í mismo actuar universalmente
-en todos los casos posibles- según esa ley que hace que deba querer
al mismo tiempo que esa acción esté de acuerdo con el reglamento.
El deseo de reglamento guarda toda la fuerza, incluso la austeri­
dad, de las morales de la ley: pero este kantismo invertido derivó toda
la energía de la ley hacia lo que sólo debía ser su trampolín. La apuesta
de esa “operación” solamente consiste en producir un goce supremo y
paradójico: gozar con el reglamento. Y, como en Kant, es incondicional
y categórico. Ahora hay que parafrasear a Spinoza: el reglamento no
tiene otra recompensa que una beatitud que está fuera de él mismo,
pero la contiene por su sola virtud.
Esta vez hay que formular una pregunta que constituye el plazo de
la investigación: ¿hay que situar de dónde proviene esta “extraña”
virtud del reglamento, es decir, lo que afecta al sujeto-en-regla con
una certeza (por más que sea amarga) de goce? El famoso equívoco de
la palabra -que vincula el placer con una dimensión jurídica- podría
jugar especialmente en este tema.

El inconsciente del reglamento


o la perversión de la m odernidad

Decididamente, tenemos que saber lo que quiere ese agrimensor.


“Ponerse en regla”: el pronombre apunta hacia una reflexividad
interesante. Ya no se trata de estar en regla, sino que hay que ponerse
en. ¿Significa “hacerse reconocer” por el Otro? En efecto, hay algo de
eso, porque lo que se dibuja en este procedimiento es el deseo de
legitimación: pero esto ya es muy rico en “intersubjetividad”. No,
realmente, todo lo que quiere es acceder a un ajuste de su ser al re­
glamento, sin que eso moleste demasiado a la instancia reglamenta­
ria legitimadora, sólo deslizarse en ella, dé manera de poder igualarse
a su ser reglamentario. Ambición pequeña en sí misma, estrecha,
hasta mezquina, pero que proviene de una pulsión de tal envergadura
(.Drang, Trieb, diría Freud) que tiene que revelar en algún lado una
ambición muy fuerte.

Perversión y goce reglamentado

Un indicio nos permite seguir adelante: estas ganas de ubicarse o


“posicionarse” respecto de una situación rigurosamente prescrita, de
la que saca un placer preciso -es decir, rigurosamente determinado
por la propia prescripción- que condiciona imperativamente la obten­
ción del placer, tiene un nombre, adaptado a la cosa: “dispositivo
perverso”.
La idea de perversión -e n su ambigüedad sem ántica- connota
lo que parece lo contrario: una transgresión a la prescripción legal
que inscribe al sujeto en una desviación. Pero justamente, ese
rechazo de la ley -sistem atizado por el psicoanálisis como nega­
ción (V erle u g n u n g )- se combina con un vínculo extraño y difícil de
entender con otra forma de prescripción, reglamentaria. Justa­
mente, se reconocen las modalidades del goce perverso en el hecho
de que está, estrictamente -adm inistrativam ente, podríamos de­
c ir- reglamentado.
¿Y por qué, precisamente? Porque la relación con la prescripción
legal, de la que el Padre es portador en el inconsciente, sigue siendo
letra muerta. El reglamento prolifera en los intersticios que la ley
deja vacantes: al decir esto, no sabemos si estamos hablando de la
posición perversa inconsciente o de la modernidad socio-jurídica más
material, confusión que no es para nada fortuita. El psicoanálisis nos
dice que mientras el neurótico se extenúa en contra de una ley cuya
legitimidad de naturaleza, al menos, reconoce - a tal punto que en
nombre del Padre y de la ley se levanta en contra de uno y de la otra,
como se ve en la ambivalencia obsesiva-, el perverso elude esta
dialéctica edípica que le habría revelado, para mejor o para peor, el
vínculo de su deseo con la ley, cuya castración es la amenaza y la
apuesta. Si de esta manera evita los plazos de la culpa que marca
la miseria neurótica, no puede evitar liberarse de los “gastos falsos”
de la operación de negación.
Esto se marca en dos elementos muy apreciados para nosotros y
que nos permiten acercarnos más a la fuerza del deseo de reglamento.
En primer lugar, el enfrentamiento con la falta faltada se suelda
en una irrupción de la angustia en los aguj eros de lo propiamente real.
Esto es lo que hay que colmar con los tapagujeros que son los “fe-
tiches”10. En cuanto al encuentro con el objeto, tiene que restringirse,
justamente, a una manipulación reglamentada. Si se cambia una
letra del reglamento, io d o -el todo del goce- puede derrumbarse. La
función vital del reglamento es practicar la negación al reiterar sus
artículos.
En segundo lugar, esta actividad reglamentaria tendrá que justi­
ficarse, no en referencia con la ley paterna simbolizada, que le es
inaccesible, sino en referencia con unhiperpoder idealizado, todavía
paterno pero que no abre ninguna dialéctica. Aquí se encuentra la
referencia razonada a algo arbitrario, sin lo cual el poder reglamen­
tario sería impotente. Para el suj eto, cada reglamentación se apoya en
esta referencia al sujeto idealizado hiperpotente sin el cual la máqui­
na daría vueltas en vacío.
Esta instancia se concibe de una manera muy diferente de la
instancia de la ley: más bien como lo que reina sobre la ley y la pro­
duce. En suma, es la instancia pura del poder, forma de soberanía que
ejerce el poder al actuar (o, mejor, como “actante”). En contraste con
la ley que dicta lo que el sujeto debe, el reglamento concebido de este
modo dicta lo que el sujeto debe querer para estar de acuerdo con su
propio poder.
En este punto preciso, al haber seguido hasta el final lo que en el
sujeto - “el administrado”- era la huella de un deseo paradójico,
encontramos la otra instancia, ese Sujeto mayúsculo que es su
referencia obligada. Ya podemos entrever lo que es a través de su fun­
ción -en ninguna otra ocasión la palabra se adaptó mejor que para
este ser reducido a su funcionalidad (o “funcionaridad”): es decir, el
garante del reglamento-. Ahora bien, esta instancia legitimante -que
entrega “pastillas” sin las que los “pequeños sujetos” no existirían ni
un momento- se distingue por ser un lugar vacío.

E l reglamento como práctica del “repudio”:


la Administración como verdadero kafkaísmo

En este momento podríamos estar en el centro de la significación


de la instancia administrativa para el inconsciente: lo que, de
manera paradójicamente solidaria, encarna lo arbitrario -poder
que se ejerce al legitim arse por su acto- y lo que produce un modo
de conjuración muy particular de la falta. Aterroriza porque le da
a su poder el rostro de la Ananké, fascina porque se atiene al

10P.-L. Assoun, Le Fétichisme, PUF, “Que sais-je?”, 1994.


reglamento... e invita y, al mismo tiempo convoca, al sujeto a que
haga lo mismo. En suma, tiene el poder de lo que maneja más
comúnmente con el término “repudio” -palabra a la que recurrió
espontáneamente Jacques Lacan11 para denominar el hecho de
ponerse fuera de la ley del Padre, como el acto administrativo más
desastroso que tiene que producir un inconsciente humano-. Ten­
dríamos que agregar que con esto también se puede jugar, y obtener
un goce muy singular: finalmente, esto es lo que “ata” al sujeto a la
administración, a título tanto de administrado como de administra­
dor... de su propio deseo.
Si volvemos al héroe de E l castillo, ahora podemos entender mejor
su deseo perverso. Ahí podríamos encontrar la forma verdadera del
kafkaísmo, asociado desde hace mucho con la ambición burocrática
moderna, pero quizás como un malentendido. Pues lo más kafkiano
no sería tanto lo que se asocia en general con el guión de E l proceso,
es decir un sujeto perseguido por un poder ciego que le pide cuentas.
Hay algo todavía peor y más preciso: ese mismo sujeto que corre
detrás del poder para que lo afecte, que quiere hacerse desear tanto
como lo desea.
Nos atrevemos a denominar a este fenómeno, teniendo en cuenta
la neurosis particular de Kafka,12la perversión de la modernidad, y
el dispositivo que descubrimos es el siguiente: un sujeto que quiere
depender de un reglamento, es decir que convierte al Otro, a la
Administración, en la conditio sine qua non -expresión la más
radicalmente reglamentaria- de su goce de sí mismo. Esto se parece
a la estrategia obsesiva -hacer siempre de “necesidad virtud” (ser
más “paternalista” que el padre para soportar su veredicto)- pero con
un aura de horror suplementario: convertir al límite en la condición
misma del goce. Para esto se requiere al Otro, imperativamente. Y si,
justamente, la Administración no mostrara ser otra cosa que este
poder que oprime, al que el humanismo describe, ni otra cosa que ese
brazo necesario del Bien general, es decir, el síntoma del deseo
reglamentario de la modernidad, ¿quién, por no creer en la ley, se
consagró al reglamento?
Con la ley no se termina nunca, porque siempre vuelve a hacer la
pregunta de lo que el sujeto desea. Lo bueno del reglamento es que con

11Para traducir la palabra freudiana Verwerfung, que literalmente expresa el


hecho de “dejar de lado”.
12Véase, sobre este punto, la Carta al padre que analizamos en Le pervers et
la femme, op. cit.
él “estamos tranquilos”, siempre que estemos de acuerdo con lo que
plantea. Conocer a fondo el reglamento es una excelente estrategia
perversa, ya que permite ahorrarse la ley. También podría consistir
en una estrategia muy aceptable de triunfo administrativo. Además,
la ley obliga a volver a interrogar sin cesar la tensión famosa entre la
“letra” y el “espíritu” : el espíritu del reglamento es su letra. Parte de
su atractivo inquietante consiste en que se reduce a la letra. Por otro
lado, ésta es una de las lecciones más importantes de E l castillo: que
el Poder no piense nunca nada más que lo que dice: no hay intención
más allá de la letra, lo que, al final de cuentas, disuade la sospecha
paranoica... salvo que la instituya como el funcionamiento de la
realidad, de manera bruta, porque da cuerpo al reglamento.

E l Otro en el dispositivo reglamentario

Con esta base, tenemos que pensar una relación entre estos dos
participantes extraños -el administrado y la administración- com­
pleja pero también más determinante de lo que habitualmente se
cree. Uno y otro definen las dos puntas de una cadena que instituye
el dispositivo “perverso” en el que tenemos que incluir al “reglamen­
to”. Pues, justamente, por la letra del reglamento se mantienen
unidos el poder reglamentario y aquello a lo cual se “aplica” este
poder. ¿Para quién que no sea el “administrado” se habría producido
el reglamento de manera que sea él quien lo “finalice”? Y ésta es la
manera, muy especial, por supuesto, de “amar” el poder reglamenta­
rio: asegurar a “sus” administrados un estatus que reglamenta una
parte de su existencia -a tal punto que el administrado tiene la
impresión (totalmente falsa) de que tiene un papel y otra existencia,
la del “administrado”, porque está incluido en los retos de esa
relación. En cuanto a la administración, ¿de dónde saca su justifica­
ción si no es del “poder” que ejerce a través del reglamento?
Recordemos que no lo ejerce en nombre de la ley - y esto es
indudable-. Pero, justamente, el pasaje de la ley a la realidad -si
suponemos que es posible en tanto ta l- debe pasar por este dispositivo
reglamentario que le impone su propia semántica. Porque la ley
legisla, pero no reglamenta -si entendemos esto con el mismo tono con
que antes se decía que el rey reina pero no gobierna-, A través del
reglamento los sujetos son vigilados y encasillados, en alma y cuer­
po,13por la ley. De esta manera, su estatura simbólica no dibuja más

13Michel Foucault dedicó toda una obra a detallar este trabajo “encasillante”
que un lejano referente, en tanto que los reglamentos piden cuentas
enseguida. Por eso el individuo moderno discierne mejor lo que quiere
decir “contravención” que “transgresión”.
A través de este camino podemos ver mejor cuál es el estatus del
sujeto en la modernidad, justamente a partir de considerar que el
reglamento se volvió la forma corriente de relacionarse con sus
“deseos” .
Cuando el punto de vista de la “ley” -en el sentido planteado más
arriba- dirige una dialéctica del deseo con lo prohibido -división entre
la vida y la muerte-, el punto de vista del “reglamento” la suspende,
en algún lado, junto con un “orden” que también es una “detención”:
la existencia está “reglamentada”, a tal punto que el reglamento debe
incluso apartar el pensamiento sobre la muerte. Lo que pertenece al
orden de la privación es apartado por lo que podemos denominar la
“cláusula resolutoria”. Término que tiene, es verdad, resonancias
inquietantes, incluso mortíferas, pero que se conforma con enunciar
que existe una disolución del efecto reglamentario. Pero mientras ese
efecto actúa, sólo puede considerarse “positivo”.
El peligro está en otra parte: en el hecho de que un pedazo de
realidad escape al poder reglamentario, que lo deje virgen -no regla­
mentado- y, por eso mismo, temible para la propia existencia re­
glamentada. Así sucede, por ejemplo, con el pánico en una organiza­
ción cuando se presenta un “vacío jurídico”: es como si se hubiese
“desenchufado” de la máquina que le garantizaba su energía. Un
reglamento, en contraste con la ley que pretende proporcionar una
mediación, sólo aporta algo que sirve para “tapar agujeros”. Por eso
no hay nada que sea más indispensable y más insignificante al mismo
tiempo. También tenemos que pensar en esto: que lo insignificante se
haya vuelto indispensable. Por eso no hay contradicción entre decir
que el administrado no espera nada de la Administración y que espera
todo -lo que nos muestra el estatus de ese Otro al que se dirige una
“espera” de este tipo-.
Con seguridad que hay que temer a la instancia de la ley pero, al
menos, eso puede basar un deseo -ya que al enfrentarse con lo
prohibido el sujeto mide su propio deseo-. Del poder reglamentario
sólo podemos pensar un cierto efecto. Porque el reglamento no dice
nada sobre el sujeto del deseo: se conforma con regular los juegos de

del poder: en este sentido, se trata de una teoría de la perversión del poder
moderno.
efectos. Por lo tanto, nunca enuncia nada que no sea “positivo” y
“vacío”. Es verdad que un reglamento también es “prohibitivo”. Pero
no en el sentido en que basa y promulga una prohibición -prerroga­
tiva de la ley- sino en el sentido en que dibuja un campo de exclusión
dentro del cual un fenómeno puede ejercerse “lícitamente”. Para
conocer las reglas basta con “consultar” el reglamento.
Finalmente, podemos comprender por qué, paradójicamente, un
reglamento provoca simultáneamente una prescripción y una prohi­
bición. Dicho de otro modo, de alguna manera es una orden para gozar
de una prerrogativa dada, acompañada por una restricción. Así se de­
fine la “situación”, muy específica, que le otorga un campo propio a un
reglamento. De este modo, cada reglamento crea una zona propia de
goce, en la que los usuarios están “seguros” siempre que “sigan las
flechas indicadoras”, es decir, que observen las cláusulas. Vemos que
el Otro convoca el goce: si se siguen las prescripciones y prohibiciones,
es decir, sus “órdenes”, “nada va a faltar” . Quizás el orden y el
reglamento supremo, en este sentido, sea no faltar. Donde la ley
dejaba un espacio entre la falta y la satisfacción, a partir de lo cual
podía iniciarse una dialéctica, el reglamento solo permite todo o nada,
balanza binaria que decide sobre la letra del reglamento, al mismo
tiempo frágil y apodíctica.
Ésta es la base de la “complicidad” entre los dos participantes.
Podríamos expresarla a través de la ironía dictada por la propia
realidad de la relación: no hay que esperar absolutamente nada de ese
Otro ya que no nos habla ni nos conoce como sujetos. En consecuencia,
se reduce, literalmente, a su modo de empleo.
Si reglamenta tan bien un goce hipotético, no queda más que una
cosa por hacer: adherir al goce que promete, identificarse con lo que
dice de “sí mismo” y tomarnos p or lo que la letra dice que somos,
exigiendo, en cambio,, que cumpla con su tarea reglamentaria. La
propaganda y la publicidad son eficaces a partir de esta lógica de
captación imaginaria -perversa en el sentido definido: obligar al
sujeto a identificarse con “él mismo”-. Por eso nadie cree más en la
“persona” que el publicitario, el propagandista... y el administrador:
¿sobre qué podría ejercerse ese trabajo al que le convienen estos
poderes, es decir, identificarse con su “rol”?
Del lado del sujeto identificado así con su “rol”, no queda nada,
porque no se espera nada de él, salvo que espere todo, como intercam­
bio por el respeto de la letra. Éste es el administrado ideal, que exige
que se le acuerde, en virtud del reglamento, todo ló que nunca habría
pedido si el reglamento no hubiese existido. En sentido estricto, se
trata de un pedido totalitario. Pues, justamente, una vez que llega a
este punto puede volverse un fanático. Podemos denominar a esto
“dependencia” o “alienación”. Pero también es la forma extrema de un
deseo, que aspira a un “uno mismo” garantizado (reglamentariamen­
te) para tapar la angustia de la propia división como sujeto.

El reglam ento y el vínculo social

La idealización de la Nada

Ahora bien, Freud nos dalos medios para crear la teoría de este Otro,
idealizado para encarnar el poder reglamentario. Lo hace en una obra
que no es Tótem y tabú. A llí nos habla de la ley paterna que se inmola
a sí misma, por interposición del hijo-del-padre, para acomodarse
mejor identificándose con el sujeto. Mito espléndido y fundante que,
sin embargo, deja en suspenso lo que precisamos: un vínculo social
pensado por hijos bien vivos -herederos sobrevivientes del asesinato
del Padre- y, al final de cuentas, relevos del padre muerto, lo
suficientemente fogosos como para agitar multitudes y par a permitir,
en las llamadas multitudes “convencionales”, que estos hijos se
identifiquen al proponerse a ellos mismos como objetos de idealiza­
ción. Este modelo es el que presenta en Psicología colectiva y análisis
del yo (1921).
En otro trabajo intentamos mostrar que a través de esta idealiza­
ción el sujeto practica socialmente su división denominada incons­
ciente.14¿No es justamente en este eje que hay que buscar la referen­
cia libidinal del deseo de reglamento?
El ideal del Yo colectivo, sugiere Freud, funciona como fetiche,
objeto contra-fóbico, para mantener el estado de goce de las masas,
como lo indica el “pánico” consecutivo a su desaparición. Pero, en
contradicción con el Padre de la horda primitiva, violento, frustrante
y sólo bueno para funcionar como Padre muerto en la identificación,

14 Entendida como división estructural del “saber” que un sujeto puede tener
de sí mismo y de la verdad que lo produce -lo que aparece desnudo en el
“síntoma”-. Estudiamos la socialización del síntoma en nuestro texto “Destins
sociaux del’idéalisation”, en Champ social et inconscient, CNRS, 1983, y en “Le
sujet de l’idéal”, en Aspects du malaise dans la civilisation, Navarin, 1987.
Véase, también, “La femme et le symptóme de l’organisation sociale” en W .
AA., Femmes et pouvoirs, ed. De l’Epi, 1985.
esta instancia del Padre posee una atracción sólida: garantiza al grupo
su goce, pero, es verdad, le agrega la condición de que lo reconozca como
ideal y que se atenga a él. Como contraparte, reglamenta el goce del
grupo... Si uno “está en regla” con él, tendrá derecho a gozar.
La función de la idealización se aclara en su función para el vínculo
social. Esto se lee en la definición de la constitución libidinal de la
masa primaria: “Una suma de individuos que pusieron un solo y único
objeto en el lugar de su ideal del yo y, en consecuencia, en su yo se
identificaron unos con otros” .15 Dicho de otro modo, cada energía
narcisista idealizante a través de la cual el sujeto se ama -herencia
del narcisismo perdido de la infancia- la deriva y la drena ese “objeto
externo” que, ubicado en esa posición de convergencia estratégica del
conjunto de los narcisismos individuales, puede ser erigido como ideal
del Yo colectivo, con lo que colectiviza el narcisismo. De manera
que debe ser provocado, casi “inventado” por el grupo, para volver
posible la identificación recíproca de los miembros entre sí. Lo que
Freud representa con el siguiente gráfico:

externo

Vemos que el vínculo social se traduce en este “acoplamiento” -a


través de la idealización- de los sujetos y del Sujeto. Esta “economía”
debe expresarse en un texto que ligue a ambos participantes. Hay que
señalar que en el esquema de Freud el eje de los “objetos” es el único
que no está unido.16 Podemos preguntarnos si no habría que ubicar
allí el “reglamento”, es decir, ese objeto que es lo no dicho del vínculo
15Psychologie collective et analyse du M oi, cap. VIII, in fine.
16Se trata de “objetos libidinales”, el Yo está tomado entre su objeto (“perso­
nal”) libidinal y su Ideal del Yo: este último es el instrumento de socialización. ¿Y
si el reglamento indicara el eje “objeta!” del goce social?
social al que el texto reglamentario le da forma y hasta un “cuerpo” .
A través de ese objeto, tan singular como anónimo, el grupo creará un
vínculo y se instituirá.

La máquina reglamentaria

Pero, al mismo tiempo, habría que pensar en una relación más


específica del Sujeto de la idealización y de ese objeto discursivo que
lleva en sí mismo el modo de la idealización: en rigor, el reglamento
sería lo más importante, es decir, el soporte de la idealización -de Uno
por los otros- en tanto máquina reproductora del goce social.
Kafka proporciona una atractiva imagen de esta máquina en La
colonia penitenciaria: un dispositivo confeccionado para imprimir, a
modo de castigo, el reglamento sobre el cuerpo del sujeto recalcitran­
te. El carácter sangriento de la imagen no debe ocultar su valor de
verdad, dado que expresa la ambición reglamentaria de unir a través
de un texto el destino del sujeto y el de la institución. El modo de
idealización reproductor encuentra su modo de inscripción que revela
su violencia simbólica.
Pero el momento de verdad es aquel en que, desesperado por la
perspectiva de desaparición de la máquina, instrumento sagrado del
poder, el ejecutante se ubica a sí mismo en ella. Este último sacrificio
muestra la extraña solidaridad entre la instancia ejecutiva del poder
reglamentario con la que el sujeto se había identificado y el que recibe
su conminación. En última instancia, se confunden en un solo cuerpo
reglamentado/atormentado. Las dos caras del poder se confunden en
un último homenaje a la máquina reglamentaria. En este siglo se
profundizaron sus demostraciones más funestas. Esta dimensión
propiamente kafkiana es la que hay que inscribir en el reverso del
modelo de idealización de Freud (más o menos por la misma época).
De esta manera, lo que tenemos que pensar en esta “referencia
idealizada” del deseo de reglamento es, decididamente, muy especí­
fico: por precioso que sea, lo que Freud nos muestra en ese polo de
“Ideal del Yo colectivo” parece estar bastante “personalizado” o, al
menos, “individualizado” como para que los sujetos de la “masa
convencional” puedan verlo. El Sujeto-referente del Reglamento no
tiene otra cara que ese lugar vacío del que parte la tranquilidad de que
el goce no le faltará a todo el que -a cualquier sujeto- se adhiera a lo
que el reglamento prescribe.
Por eso no es visible -én E l Castillo siempre hay escritorios detrás
de los escritorios visibles, de manera que se ven como “ventanillas”-, lo
que metaforiza esas “aberturas” que no dej an pasar nada salvo lo que,
en el sujeto, se reduce a lo que permite reconocerlo como un “adminis­
trado”. K., el héroe de E l castillo, reducido a su inicial, formula muy
bien esto en su diálogo con la administración: le gustaría oír en lo que
el reglamento dice de él algo que sea, verdaderamente, “sobre él”.
Pero, justamente, el destino del reglamento y el del sujeto son
disjuntos. En este lugar preciso encontramos la dimensión propia­
mente política de la estructura inconsciente que hemos aislado.
Para encontrar la huella histórica de esta relación que hasta este
momento hemos descripto y que nos gustaría que sea objeto de teoría,
hay que regresar a un texto esencial de Tocqueville, la conclusión
famosa de La democracia en América, que podemos leer con un oído
atento a la problemática precedente -justamente en el momento en
el que surge la “ciencia administrativa”- . 17

E l modelo político: el Secreto de la modernidad


o el despotismo de la razón

En el capítulo VI, la descripción de Tocqueville, que busca la lógica


estatista de la igualdad, se convierte en un verdadero poder visiona­
rio. Para pensar lo que está enjuego aquí, la conceptualización clásica
es insuficiente: ni siquiera Montesquieu había previsto esa mezcla
monstruosa de democracia y despotismo. En ese lugar crítico, La
democracia en América se eleva a la dimensión del Espíritu de las
leyes, adaptado al mundo post-revolucionario. Lo que pasa es que el
“despotismo” del Leviatán moderno supera cualitativamente - y no
sólo en cantidad- al despotismo antiguo.
En ese momento preciso -en el que situamos el momento cumbre
de la reflexión de Tocqueville- se produce un fenómeno asombroso:
Tocqueville se siente impotente para nombrar ese poder misterioso
que supera la idea del despotismo producido por las democracias. ¿No
se trata del efecto preciso de ese “terror religioso” que evocaba en su
Introducción, y al que, en ese momento, puede invocar?

17 En 1840 apareció la última parte del libro II de La democracia en América.


Sobre el contexto del presente análisis en el plano político, remitimos a nuestro
estudio “Tocqueville et la légitimation de la modemité”, en Analyses et réflexions
sur De la démocratie en Am érique (II, 4), ed. Marketing, 1985. En ese momento,
justamente, se dibuja el nuevo campo de la ciencia administrativa con losEtudes
administratives de Alexandre-Franfois Vivien (1845), hecho nada fortuito para
el tema que tratamos. Tocqueville construye su teoría sobre esta mutación socio-
política que, simultáneamente, tiene una práctica propia.
No es que no haya una palabra disponible para designar este
principio de la modernidad: “Busco en vano una expresión que
reproduzca exactamente la idea que me hago de él y que lo sintetice;
las antiguas palabras de despotismo y de tiranía no sirven más. Es
algo nuevo y, por lo tanto, hay que intentar definirlo, ya quetio puedo
nombrarlo” . Se requiere esta postura “teológica” para realizar esta
“ciencia” nueva prometida en la Introducción para pensar un “mundo
nuevo”. Pensar eso -ese principio hasta este momento innombrado,
lo Innombrable déla modernidad política-es abordar “eso nuevo” que
Tocqueville está buscando.
Es preciso señalar la originalidad del camino tomado: Tocqueville
no intenta adaptar su concepto nuevo de “despotismo democrático” al
concepto existente, especificándolo, sino que parece colocar delante
suyo ese “algo nuevo” que se le reveló y que produjo una especie de
imaginación capaz de liberar su secreto. De esta manera, esta “visión”
es un método apropiado para definir lo nuevo que hay que pensar. Es
lo mismo que anticipar - “Quiero imaginar con qué nuevos rasgos el
despotismo podría producirse en el mundo”- pero también desarro­
llar totalmente el concepto, de manera que su virtualidad alcance la
realidad. Por otra parte, es una idea fuerza del pensamiento político
tocquevilliano el hecho de que, en la modernidad, la realidad se une
a la ficción.
Tocqueville usa un procedimiento ilustrado por “el sueño de Esci-
pión” con que concluye La república de Cicerón: procedimiento
mitológico que permite proferir una verdad importante en relación con
la realidad política como si fuera ficción. El tema central de esta visión
final -que se despliega en la larga descripción precedente, que partía de
la experiencia- es el enfrentamiento entre una multitud de sujetos
anónimos y el Sujeto que los domina: “Veo una multitud enorme
de hombres parecidos e iguales, que dan vuelta sin descanso alrededor
de sí mismos para procurarse pequeños y vulgares placeres con los que
llenar el alma... Por encima de ellos se eleva un poder inmenso y
tutelar, que se encarga de asegurar sus deseos y velar por su suerte” .
Asombroso: en el liberal Tocqueville encontramos una descripción
que se parece demasiado, hasta en el estilo, a la que cierto Carlos
Marx daba, en un texto de 1842, de la Críticade la filosofía del derecho
de Hegel, es decir, a penas dos años después de la aparición de la
segunda parte de Sobre la democracia en América: “¡Qué espectáculo!
La división al infinito de la sociedad en una multiplicidad de razas que
se oponen entre sí con sus antipatías mezquinas, su mala conciencia
y su mediocridad brutal, y que sus maestros, precisamente a causa de
la posición ambigua y desconfiada entre ellos, tratan sin distinción,
como existencias concedidas, aunque tengan formas diferentes. E,
inclusive, ellas tienen que sostener y proclamar, para obtener una
concesión del cielo, el hecho de ser dominadas, gobernadas, poseídas.
Y, por otra parte, están estos principios, cuya grandeza es inversa­
mente proporcional a su cantidad” .18
La analogía es demasiado insistente como para ser fortuita: oposi­
ción de dos esferas que definen el orden político (“abajo” y “arriba”),
descripción simultánea de estas esferas como opuestas y nutriéndose
unas de otras, metáfora religiosa que expresa el orden político -con
la idea central del principio de un vínculo de igualdad entre indivi­
duos, “mónadas”, y la dominación de Uno, que se nutre de la igualdad
y de la tensión recíproca-. Es verdad que Marx pone el acento en la
agitación recíproca, en tanto que Tocqueville insiste en el aislamiento
recíproco (“cada uno de ellos, apartado, es extraño al destino de todos
los demás... sólo existe él y sólo para él”). Ésta es la diferencia entre
una visión del antagonismo y una visión “atomista”; pero lo que
perciben el teórico del comunismo y el del liberalismo (uno partiendo
de la situación alemana y el otro del ejemplo norteamericano) es el
mismo hecho constitutivo de la modernidad, en el mismo momento.
Para comprender por qué “las antiguas palabras de despotismo y
de tiranía no sirven más” para expresar “la especie de opresión que
amenaza a los pueblos democráticos”, hay que retomar, justamente,
el contenido de estas nociones de manera de ver qué permitieron
pensar y qué no permiten pensar. Ahí se ve mejor el punto en el que
Tocqueville, que retoma la teoría de Montesquieu, se separa de ellas
presionado por lo que él tiene que pensar. Según Montesquieu, la
“especie de gobierno” denominado “despótico” es aquel en el que “una
sola persona, sin ley y sin regla, decide todo por su voluntad y por sus
caprichos” .19 Dado su poder unívoco, se opone al tipo de gobierno
“democrático”, en tanto que por su “ anomia”, se opone al gobier­
no “monárquico”, en el que el poder de Uno está asegurado por “leyes
fijas y establecidas” .
Este recordatorio permite ver lo que se juega en la democracia
moderna, a tal punto que puede desarmar la tipología de Montes­
quieu. En efecto, nos enfrentamos con una “ democracia despótica” .
Pero esto sigue siendo una expresión (que, por otra parte, Tocqueville
evita) cuya lógica política es preciso comprender. Ésta se anuncia,

18Critique du droit politique hégélien, Ed. Sociales, p. 200.


19L ’Esprit des lois, libro II, cap. I.
justamente, en el destino separado de las dos características: unici­
dad y legalidad. Si la “democracia” clásica (en el sentido de Montes-
quieu) es el lugar donde “todo el pueblo y no solamente una parte del
pueblo tiene el poder soberano”, aquí tenemos enunciado el principio
de la democracia en general, radicalizado en la democracia moderna.
Pero, justamente esta soberanía popular, destinada a controlar el
poder de Uno, lo reintroduce con mayor fuerza. Pero si hablamos de
despotismo para expresar esta “centralización” del poder, inmediata­
mente tenemos que agregar que, a diferencia del déspota clásico, que
reina por “su voluntad y por sus caprichos”, este déspota moderno, el
Estado, es cualquier cosa menos “caprichoso”: reina por la razón,
inclusive por la “racionalidad” -d e tal manera que Tocqueville logra
darse cuenta del principio moderno de la tecnología política-. Ejerce
su tiranía a través de la razón, en tanto que en todo el pensamiento
antiguo, la tiranía era el principio de la locura en el orden político, es
decir la monstruosidad perfecta.
Ésta es la asombrosa idea de Tocqueville: la relación entre los
individuos y el tirano moderno, literalmente, se invirtió. En la tiranía
clásica, Uno goza, “caprichosamente”, de su poder al reinar sobre una
masa dominada y que, por consiguiente, une una común denomina­
ción. En el despotismo moderno, el Estado-déspota se volvió (mortal­
mente) serio, o neutro como un administrador, en tanto reina sobre
una masa de sujetos que se libran a sus placeres. Por eso “ama que los
ciudadanos gocen”. En última instancia, él es el único “regulado”, ya
que reglamenta los desarreglos de su rebaño. El próspero Estado
moderno se nutre de esos desarreglos de los ciudadanos entregados
a la tiranía de los placeres individuales. Éste es el Leviatán moderno,
que tiene la cara anónima del poder reglamentario.
Si los términos de Montesquieu eran preciosos para describir la
oposición de los principios de gobierno, la realidad moderna los
supera. Esta mezcla de los principios más opuestos -despótico y
democrático- da cuenta de que la función de unidad, lejos de desapa­
recer, se refuerza, mientras - y por eso mismo- la soberanía se
extiende. Justamente, se concentra tanto más cuanto se extiende:
ésta es una de las leyes políticas más importantes en obra en la
modernidad, que Tocqueville parece percibir.

Deseo de reglamento y ética de la modernidad

Pero, precisamente, para acercarnos más a lá representación de


Tocqueville de estas dos “esferas”, hay que subrayar el carácter ético
de la metáfora. El fundamento de la relación de dependencia funda­
mental entre los individuos y el Estado -asimilado a un “poder
paterno”- es una ética eudemonista, es decir, la búsqueda de la
“felicidad” material. Este principio es el móvil de la “sociedad civil” .
También es la principal adquisición del siglo xvm, que ubica al hom­
bre en un programa de progreso y de disfrute material.
Tocqueville ve en esto, además, el principio de una dominación
política radicalizada. Como los individuos se han reducido al
estado de átomos sensitivos, que se dedican a la búsqueda de su
propio interés, el Estado puede reinar tranquilamente por encima
de ellos. Pues ese Estado “ama que los ciudadanos disfruten,
siempre que no piensen en otra cosa que en disfrutar” (subrayado
nuestro). Dicho de otro modo: “Trabaja con gusto por la felicidad
de ellos; pero quiere ser el único agente y el único árbitro” . El
Estado administrador e intendente de los placeres, así ve Tocque­
ville este temible poder, que Nietzsche definía como “ el más frío
de todos los monstruos fríos” .
Las dos ideas no son incompatibles: en la carrera por los
placeres de los individuos, solamente el Estado mantiene “la cabeza
fría”. Incluso necesita que los individuos sean aguijoneados por un
solo y el mismo móvil para reinar sobre sus placeres como el “único
árbitro” . Así es el Estado: una Providencia de los placeres. Es decir,
“provee la seguridad, prevé y asegura las necesidades, facilita los
placeres, conduce los asuntos principales, dirige la industria, regula
las sucesiones, divide las herencias...” . En suma, socializa el goce.
Ahí se ubica la reserva de Tocqueville, atravesada por la ironía
específica del observador: “¿Acaso ese Estado de Providencia no
puede sacarles por completo la perturbación de pensar y la dificultad
de vivir?” La ironía vibrante de este enunciado consiste en que
expresa, al mismo tiempo, el deseo efectivo del Estado y su límite
radical. Quizás sea su deseo supremo, para perfeccionar su domina­
ción, suprimir en ellos hasta el principio de contradicción que tan
bellamente aparece en estas dos expresiones: “perturbación de pen­
sar” y “dificultad de vivir”. Aquí se nombra lo irreductible en la
individualidad, lo que reintroduce crónicamente la inquietud.
Pero, justamente, no hay compañías de seguros para esto -la
perturbación de pensar y la dificultad de v ivir- ni siquiera la más
formidable inventada por el hombre, el Estado de la democracia
moderna. O habría que suprimir la propia individualidad como fuente
propia. El eudemonismo sistematizado a tal punto que el individuo ya
no tiene que asumir lo que su pensamiento tiene de “trastorno” y su
vida de “dificultad”, éste sería un programa totalitario completamen­
te exitoso.
En efecto, sería “perfecto”, sugiere la ironía tocquevilliana, si no
hubiera... cierto sujeto que no se reduce totalmente a la función que
le asigna el Sujeto supremo. Este desecho que cae fuera de “toda”
política sigue siendo lo más preciado para el sujeto. También es con
ese desecho que el psicoanálisis puede hacer teoría, al volver a
introducir en la política lo que ella practica y excluye, es decir, “el
trastorno del inconsciente” y la “dificultad de desear” ...
Conclusión
E L P E R J U IC IO IN C O N S C IE N T E
Y SUS P L U S V A L ÍA S SO C IA LES

Lo que surge de nuestro trayecto a través el perjuicio inconsciente y


su modo de socialización -que va del trauma ala norma-remite a una
exploración del reverso inconsciente de la contradicción social. A ésta,
en tanto “miseria social”, se aplican las palabras de Charcot, que se
sentía muy atraído por Freud, que toman relieve en la versión social
de la realidad: “eso no impide existir”. ¿Qué “apertura” puede brindar
el psicoanálisis sobre este tema, que no vuelva inocente el sistema sin
quitarle peso al sujeto?
Justamente, recordar lo que le toca al sujeto, antes de la “imagina-
rización” que se forma como consecuencia de considerar la realidad de
manera masiva. Con lo que tenemos que volver a la cuestión de la
ideología -palabra que casi no nos atrevemos a pronunciar, pero que
todavía sigue actuando, a pesar de la cantidad de modelos que sos­
tenían que habían agotado su desciframiento-.
Podemos reconsiderar este trayecto sobre el perjuicio y el ideal
como una economía social del (des)goce.

L a ganancia de la causa social

El Otro social -o sea, la instancia que sostiene lo colectivo como


fantasía m aterial- se vuelve hecho y causa para el sujeto en “estado
de precariedad y de exclusión”. Por otra parte, él es el que enuncia, el
que encuentra las palabras que los sujetos adoptan y en las que, luego,
se reconocen. Pero toda “causa” tiene una “ganancia”, como dice la
expresión “salirse con la suya”:1por supuesto, obtener una ganancia,

1En francés: “avoir gain de cause. [N. de la T.]


realizar una ganancia de esta causa (quizás sea lo que hace que
esperemos ver surgir de toda causa social una ganancia inconfesable
que no necesariamente pasa por una franca corrupción: toda “causa”
parte de una falta de ganancia).
La tesis que surge es la siguiente: el perjuicio (del sujeto) constituye
para el Otro (social) una fuente de beneficio. Esta es una afirmación
seguramente provocadora: que la “anomia” —esa falta de armonía
entre los objetivos individuales y sociales (Durkheim)- alimenta a su
Otro (en el sentido de la expresión “alimentar a su hombre”). La
patología de la ley alimenta la Norma social. Hay que avanzar por este
camino para ver hasta dónde nos lleva.

El “deber de salud”

¿El Otro social no está en posición de tratar de reparar, de evitar el


daño de lo que se caracteriza como exclusión, precariedad, deterioro?
Responde a esto por medio de dispositivos (institucionales, de saber,
etc.); provee, toma las medidas que considera necesarias y que puede
exceptuarse de imponer ya que, como se dice, “se imponen”. Veamos
la expresión, al menos simbólica, que aparece en el artículo que
inauguró —hace exactamente medio siglo- esa Institución que se
llama Organización Mundial de la Salud: “la Salud para Todos” , es
decir, “llevar a todos los pueblos al nivel de salud más alto posible”.
La Salud, “lo empírico trascendental” del Otro social como dato de
experiencia e imperativo -aprehendido como estado completo
de bienestar (físico, mental y social) -con su correlato, el acceso de
todos los pueblos al conocimiento médico científico, para alcanzar ese
alto grado de salud, con la opinión esclarecida y la acción de los
gobiernos. El bien llamado Wel Fare State. Notemos la norma y la
intensidad - “más alto”, no sólo ausencia de padecimiento o de enfer­
medad, sino salud como ideal regulador “positivo”-. Se trata de tomar
a sujetos dañados para poner a flote la norma-sanitaria-. La sanidad
es el imperativo categórico de un orden social que le añade su ética,
al mismo tiempo “condicional” , ya que hay que suponer que cualquie­
ra quiere la salud, e imperiosa: deber de salud.

L a “termodinámica social”: la plusvalía

Pongamos las cosas en su lógica real: desde el punto de vista del


operador freudiano de desciframúmto tlol mrtlnxt«r da In elvIlUni'IOn,
hay que pensar un circuito propinmunte tranNfornmríor d«l |IW«
colectivo, que va de la privación a la HoltrvrrtinlIxHolrth,
Sabemos que Lacan busca en Marx In pnlflbrn "||IuhvmI(hn, tftm Id
que el autor de E l capital desmonta ul goce cnpltrtIUttt, p ar* <Htnv*r*
tirla en el motor de ese plus-de-goce d istin tiv o do In «unttoittlM dul
objeto. También habla de la emergencia de un cálculo -u tlIltn rlN h tO 0
benthamismo- de los “placeres”.
Marx realiza una clínica de la historia2 y desmonta ol goco un El
capital, como plusvalía realizada sobre el Trabajo. Bentham redil cu
los placeres a un algoritmo.
Esto se une a la operación freudiana -con lo que este trío, Marx-
Bentham-Freud, puede parecer un tanto excéntrico, en la medida en
que, desde el momento en que se promulga un “principio de placer”,
la esencia del placer se convierte en algo propiamente imposible de
encontrar-. Por una parte, es efecto de una termodinámica
de transformación de energía; por otra, no es más que el efecto de un
“cálculo” , pero de un cálculo apretado y determinante para toda la
economía del sujeto, que mantiene sus cuentas—salvo que se enfrente
con un “descubrimiento” mayor, el que abre la “pulsión de muerte” y
su correlato, el “más allá del principio de placer” -que especifica la
termodinámica particular del inconsciente-.
Ahora bien, todo esto se lee, también, en el aspecto social, ya que
el sujeto del inconsciente no es otro que el sujeto de lo colectivo.

E l objeto de la plusvalía

“La plusvalía” es el hallazgo marxista en economía o, más bien, lo


que permite desmontar críticamente la economía: es lo que la eco­
nomía capitalista no puede pensar, es decir, su realidad. Lo que
pasa es que ésta “no encuentra” cuando “piensa”. Es la relación
interna e íntima entre el Capital y el Trabajo: ese “excedente”
realizado por el capitalista. No hay que confundirlo con el “ bene­
ficio” , que no es más que una forma fenoménica (interés, renta,
beneficios). Es la diferencia entre la fuerza de trabajo proporcio­
nada (por el trabajador) y lo que ella aporta como “valor-trabajo” .
Es la conversión del trabajo en beneficio: la compra deficitaria del

2 Véase nuestra contribución, “Marx cliniden de l’histoire”, prefacio a la


reedición de M arx et la répétition historique, 1978, ed. “Quadrige”, 1999.
trabajo enriquece el Capital. Por ahí pasa la lógica del asalariado:
es decir, el salario oculta el Capital.
Esto se origina en el goce, porque se lo aparta del proceso de
intercambio, aunque haya surgido del proceso de producción. El
Capital crece con ese plus volátil.
Por lo tanto, existe el sujeto de la fuerza de trabajo, el Otro o el
Capital y, entre ambos, el objeto: la plusvalía.
De la plusvalía (Mehrwert) Lacan extrapola el plus-de-goce (M e-
hrlust).3Esto supone una radicalización: donde Marx da por sentada
-hay que decirlo- la reapropiación colectiva de los medios de produc­
ción, la recuperación de esa plusvalía en beneficio de un goce colecti­
vo, Lacan reinscribe una estructura irreductible, que se relaciona con
el carácter insuperable de la oposición dialéctica del amo y el esclavo.

L a economía cultural del goce social

Volvamos a Freud, en un eslálom que se relaciona con nuestro


trayecto como reflejo de un zigzag del síntoma y de lo social.
Desde el comienzo, y siempre, Freud abordó lo colectivo en su
aspecto inconsciente a través de su economía, situando al sujeto con
sus síntomas - “psiconeuróticos”- del lado de un déficit. En Freud, la
intuición más elemental de lo colectivo reside en que el sujeto deja ahí
las plumas y está basada en la “represión de las pulsiones” . Enunciado
que se encuentra en un ensayo, La “moral sexual civilizada” y la
neurosis moderna (1908) que precede a Tótem y tabú (1912-1913),
donde Freud presenta la solución estructural al problema del conflic­
to pulsional del asesinato del padre y su reproducción social. La
cuestión de lo social en la lógica freudiana de lo colectivo se anuncia
en la economía del perjuicio colectivo, lo que vuelve al neurótico
testigo del síntoma social, “síntoma vivo”.
El neurótico no se encuentra en el balance de las cuentas, en el crédito
y en el débito, como lo indica el “renunciamiento pulsional”. “Imperso­
nal” -e l Otro de la Cultura-, le piden demasiado. El déficit no es de
ningún modo funcional: se relaciona con la economía del goce. Pero, de
alguna manera, el sujeto se venga, al indemnizarse por ese renuncia­
miento y por su sufrimiento, por lo que podemos denominar los benefi­
cios del síntoma, no solamente secundarios, sino “primarios”. En suma,

3 J. Lacan, Séminaire, libro XVII, L ’envers de la psychanalyse, Seuil, 1991, p.


92, 11 de febrero de 1970.
“se endulza” con los beneficios, inclusive con la especulación (tul MÍnto-
ma, para obtener reembolsos de loque ese Otro, el “finco" tlt» la Cultura,
descuenta. Es la ironía de la neurosis: ya que el Otro socinl pu((n con ni
producto de la caza, él va a hacer lo mismo, pero gozando... u truv^N (lu
su síntoma. Eso es lo que el Otro no va a tener nunca.
Sin embargo, podríamos tener la impresión de que el Otro —do la
sociedad, que no quiere saber nada con el fundamento de la represión,
es decir, lo sexual-reacciona a esto colmando la brecha. La neurosis es
una “menos-valía” del goce colectivo. El mismo Freud la compara con
la tuberculosis, que aumenta el costo social y perfila su propio servicio
en los policlínicos. Para el sujeto, los beneficios del síntoma son una
falta de ganancia, un “agujero” en el presupuesto social. No, en todo
caso, una plusvalía.

De la culpa prim itiva al goce social

Notemos que esta “microeconomía” dentro de la Economía incons­


ciente se despliega sobre una “macroeconomía” de la deuda -la que
inaugura lo social a través del Asesinato del Padre-, Hay una especie
de “débito originario” que abre la culpa primitiva. Pero, precisamen­
te, ésta queda exonerada por estrategias de goce que abren un crédito
sustituto.
Es revelador que el crimen originario y las secuelas de culpabilidad
no hagan que el sujeto social se desmorone bajo el fardo de la culpa.
Lo que hace es reconvertir en “plus-de-gozar” esa falta del inicio. Hay
“acomodamientos hacia el cielo” como con el asesinato del padre.
Aquí se produce la reinvención de la “solución paterna”, a través de
una reproducción del goce.

El saber del síntoma


y la economía social

¿Cómo se las arregla el discurso social para tratar el síntoma? En


principio, por el camino de la “psicoterapia”: construyendo las entida­
des apropiadas para situar el malestar: “neurastenia”, “depresión” ,
“estrés”; luego, “perturbaciones cognitivas y comportamentales”,
“fobias sociales”. Poniendo a punto los instrumentos de evaluación
estadística y diagnóstico del déficit: DSM. El Manual estadístico y
diagnóstico de las perturbaciones mentales es el instrumento psiquiá­
trico que lleva a cabo la aplicación del ideal que nació cuatro años
después que la OMS.
Esto fija el síntoma, lo muestra como una psicopatología empírica,
que vuelve inocente de hecho el goce social. La medicina ayuda a que
el Otro social psicologice la perturbación: el individuo es el que falla,
no sin relación, por supuesto, con el “medio” . La psiquiatría lo cuida,
el médico colabora con el control social de la enfermedad.
¿Por qué las terapias comportamentales y el modelo cognitivo
tienen tanta aceptación? Porque son lo más apropiadas para el
modelo de reproducción en forma de negación del síntoma por el Otro
social y están homologadas por éste.
¿Qué concepto de socialidad surge de ese universo DSM?
¿Qué quiere decir “social” en la expresión “fobia social”? Se trata de
un “miedo marcado y persistente en situaciones sociales o en situacio­
nes en las que es preciso actuar, en las que puede sobrevenir un
sentimiento de molestia”, de manera que provoca “una respuesta
ansiosa inmediata” (ansiedad social). El miedo debe interferir de
manera significativa en sus actividades profesionales o sociales.
“Esto se concreta en el ataque de pánico unido a la situación o
facilitado por ésta.” Cualquier cosa con tal de no pensar en la
angustia, en sus interferencias del deseo y de lo real.
En cambio, el psicoanálisis produce dos movimientos que hay que
pensar solidariamente:

1. Lleva el síntoma al centro del sujeto, en su causalidad incons­


ciente.
2. Reinstala el trastorno en el centro del “malestar de la cultura”
y de sus manifestaciones sociales.

Con ambos gestos destituye la individualidad -form a imaginaria


del sujeto inconsciente y “mónada” solipsista-: en nombre del sujeto;
en nombre del Otro.

L a equivocación social o el perjuicio inconsciente

¿Dónde hallar el punto en el que se encuentran los discursos del


síntoma y de lo social? Propusimos designarlo como una palabra,
verdadera Schibboleth de esta clínica de lo social, reescrita a la luz del
“malestar de la civilización” de fines del siglo: perjuicio. En este punto
tenemos que poner en movimiento, por última vez, lo que nos sirvió
de martillo para hacer sonar el yunque del malestar social, con los
recursos insospechados del texto freudiano sobre “Las excepciones” .
Un perjuicio supone:

• la alusión a un trauma o “equivocación” ( Unrecht) “primitivo”


(“dicen que sufrieron lo suficiente y que ya se los privó bastante”);
• la ruptura con una lógica del renunciamiento y de la deuda;
• la demanda de un resarcimiento por el error (“que tienen derecho
a ser dispensados de nuevas exigencias”);
• la reivindicación de una “recuperación” del tiempo perdido;
• el estatus de excepciones, institucionalizado y para siempre (“son
excepciones y quieren seguir siéndolo”).

En este momento, el trauma social y/u orgánico hace que el sujeto


salga del circuito, lo pone fuera del circuito, Aus-nahme. Especie de
desembrague simbólico.
Un sujeto de este tipo instituye una relación disidente con la lógica
de la deuda simbólica que sostiene lo social desde el Urverbrechen, el
Crimen originario. Reclama un certificado de enfermedad que lo
dispense de los esfuerzos de pagar la deuda.
Como se dice, “gasta” sin “contar” (la “compulsión del endeuda­
miento” podría proceder de este sentimiento de tener que tener
saldadas todas las cuentas).

La socialización del perjuicio

¿Cómo el Otro social define su postura frente a estas excepciones?

• Reconociendo el perjuicio - “situándolo”, instituyéndolo- y ne­


gando al sujeto.
• Instaurando un discurso que encontró su significante maestro:
“la exclusión”, supliendo las depredaciones del ideal por la “rehabili­
tación”, “institucionalizando” la anomia y, finalmente, reglamentan­
do el goce social.

A l final del circuito está el perjuicio instituido, que forma parte del
imaginario. El Otro toma acto y hasta obtiene ganancias en la
economía social del ideal.
Retomemos los términos de la producción de plusvalía, tal como el
clínico de lo social, Karl Marx, lo había mostrado en el libro III de E l
Capital. Está el sujeto del síntoma perjudicado, está el Otro social y,
entre ambos, la producción de plusvalía.
Ahora bien - y aqui nos encontramos en el centro de nuestros
propósitos- el perjuicio de los individuos perjudicados se usa para
reproducir el goce social.
A estos “individuos” -que con esta condición reciben su tarjeta de
identificación- se les pide que pongan sus perjuicios en el mazo de la
seguridad social. Alos sujetos peijudicados se les pide que amontonen
sus faltas, de manera que este montón de faltas se una y sostenga,
como plus-de-gozar, al grupo-meta: cooperativa de los perjuicios,
compañía de seguros traumática.
Estrategia inaugural de la modernidad del poder, que mostró
Michel Foucault, el clínico del poder: la institución funciona, con su
ideal, como una máquina de reciclaje de los desechos sociales, a través
de ese “conversor” llamado ideal institucional. En este sentido, la
“ecología” es el modo de pensamiento dominante del Estado, de la mo­
dernidad sociopolítica, adoptada por el que decide en su modo de goce.
El imaginario del estado es “ecológico” en este sentido.

E l perjuicio, creador de vínculo

Examinemos los modos de tratamiento del perjuicio como goce-


vínculo:

• ¿Qué hacer con un síntoma o con una discapacidad? Solución:


crear una asociación.
• ¿Qué hacer con un trauma? Solución: ayudar a las víctimas.
• ¿Qué hacer con una anomia -sexual- (homosexualidad)? Solu­
ción: una sub-cultura (gay).
• ¿Qué hacer con una anomia sociocultural (desculturación)?
Solución: una forma de creación (rap).
• ¿Qué hacer con una anomia identitaria (toxicomanía)? Solución:
transformación de los bienes químicos en algo que sirva para “crear” .
• ¿Qué hacer con una anomia socioeconómica (desempleo, endeu­
damiento)? Solución: autogestión de la penuria, de la miseria “tempe­
ramental”.

Freud decía que la muerte es lo único que “no sirve para nada” :4no
había previsto su institución como cuidado paliativo en el que el Otro
social no abandona al sujeto hasta que haya dado el último suspiro.
El peijuicio refuerza el tejido asociativo, ella lo crea. El “biopoder”
acompaña al sujeto, desde el nacimiento hasta la muerte.

El perjuicio y su “justo precio”


o el pretium doloris social

En un determinado momento todo esto se vuelve rentable. El perjui­


cio hace que haya negocios. Lo social se convierte en una federación
de grupos de presión entre los que el Otro social media (el término
“mediador” tiene mucho futuro).
También sabemos que hay una moda, proveniente de los Estados
Unidos, que consiste en abordar cualquier relación social en términos
de potencialidad para obtener indemnizaciones del otro. Esto provoca
una curiosa economía transferencial. Corresponde que uno sepa qué
fuente de perjuicio constituye el otro que es mi interlocutor -como
prestatario de servicios- y se deja que los especialistas calculen
“el precio justo”, la plusvalía que eso representa para mí. Ésta es una
regla de conversión del perjuicio en goce, que está por ser reglamen­
tada jurídicamente.

E l reverso inconfesable de la práctica social

La “corrupción” -en el sentido común- termina por aparecer, la plata


se usa para otra cosa y hay algo que se vuelve flagrante: la “mafia” del
tráfico de goces. Ahora bien, en este sentido preciso -como forma
mixta de norma y de goce-, lo social es mañoso. En este momento
escandaloso, se le pide ayuda al ideal humanista.
Cuando un “escándalo” estalla sobre este frente del síntoma y de lo
social, que se vincula con esa actividad de reciclaje, podemos pregun­
tarnos si no es esto lo que salta en la cara del Otro social: que él vive
de esto, de la “plusvalía” del síntoma. Entonces, naturalmente, él (se)
vela esta cara, con consideraciones de moral social. En ese momento
es cuando bajo sus narices para el tráfico de goces que sostiene su
reproducción. “Eso” es su realidad, el resto es discurso, y el discurso
es lo que sostiene cotidianamente la realidad social. Es su “literatura”

4S. Freud, Le clivage du moi dans le processus de défense, G.W., XVI, p. 60.
en sentido dudoso, su fraseología. Reverso inconfesable de la sociali-
dad. Éstas son, también, las “prácticas sociales de la salud” . “Prácti­
cas inconfesables”, lo inconfesable puesto en práctica, esto es lo que
hay que demostrar: cómo eso goza en lo social, si se sabe qué lo social
funciona en base al doping. Es un espejo de la estrategia tóxica del
sujeto que busca en el “quebrantador de preocupaciones” (Sorgenbre■
cher) ese “pedazo tan deseado de independencia del mundo externo”
-manera de llevar a cabo la evasión por medio de “sensaciones de
placer inmediatas”- . 3

Metapsicología de lo social

Esto es posible a través de un doble desciframiento, termodinámico


y metapsicológico -doble enfoque de esta “economía”-.
Una máquina, en el sentido termodinámico, es un sistema de
conversión/transformación de energía que permite, al mismo tiempo,
creación y pérdida. Entre dos estados, algo se transforma y se pierde.
Principio de la “entropía”.
En ese entredós podemos situar la máquina-de-gozar, de regular
los (no) goces.
La máquina social no necesita demasiado para funcionar: una
falta, una falta de ganancia, por supuesto, que hay que poner en orden
encontrando “soluciones”.
Por lo tanto, podemos tomar la palabra “solución” en el sentido
termodinámico. En este caso, la “solución” no es una síntesis que
permita integrar la contradicción -o negatividad- con la tesis. La
“solución” es realizar una transformación “a pérdida”, generadora de
un “plus” . Juego en el que “el que pierde gana”, que liga la perversión
del dispositivo social. Triunfo de la socialización del perjuicio.
¿Cómo es metapsicológicamente posible? Por el “más allá del
principio de placer”.
Pues hacer de un Unlust un plus-de-placer es aritméticamente
imposible. Recordemos que Freud demostró que el principio de placer
trabajaba en secreto para un principio superior.
En cada repetición del displacer el sujeto cosecha una “prima”. Esto
da una idea de la plusvalía. Fragmentación del “des-goce” de la madre
partida en múltiples pequeñas ganancias sobre esa pérdida. Cada vez
que vuelvo a perderla, se dice el niño, gano, al mismo tiempo que un

5 S. Freud, Malaise dans la civilisation, cap. II, G. W., XIV, p. 436.


dolor, un “plus-de-gozar” -lo que lo vuelve una renta sagrada-. El
mismo principio se aplica a lo colectivo: el trauma es el premio mayor
de la lotería.
Goce del perjuicio, de ubicarse en la posición del objeto. El Otro
social aspira los objetos perjudiciales para que su máquina funcione.
El displacer, por el automatismo de repetición, se crea puertas de
goce.

El sistema y sus “rebabas”

En el fondo, no habría nada que nos llame la atención, si no hubiera


extraños fenómenos que nos dicen que algo no anda.
Un ejemplo: médicos hematólogos se dan cuenta de que una forma
extraña de anemia aparece en una serie de sujetos (mujeres) y
encuentran su “explicación” en una inexplicable compulsión de estas
mujeres a desangrarse por distintos tipos de transfusión sanguínea.
Esto se llama “el síndrome de Lasténie de Ferjol” .6
Son enfermeras que, ante las narices de los médicos, desvían su
función y derraman esa sangre. Esas mujeres que cotidianamente se
desangran en las cuatro venas, en el servicio hospitalario, lo hacen
para nada, por su cuenta, entre ellas. Lío que paraliza el modo
dominante del goce.
Más allá de la discusión clínica que abre este pasaje al acto
patológico, aquí vemos el síntoma de un fallo de la máquina clínica.
Estas mujeres hemorrágicas hacen un mal uso del dispositivo instru­
mental que define su oficio. Como sangre menstrual derramada, que
mata en cada efusión vana una paternidad, que signa la pérdida
termodinámica del sistema hematológico -a l mismo tiempo que una
“desimbolización”-.

De la pulsión de muerte al “sobre-gozar”


¿Esto nos recuerda algo? La manera en que el Otro social husmea en
todos las esquinas para ver dónde se oculta o se ve un modo de goce
disidente y lo lleva al centro del círculo visible -mediático y en
internet- para que cada uno goce. El Otro es aquí, evidentemente
carroñero. Encuentra la pequeña perversión, la enfermedad rara, la

üActualizado en la hematología (Jean Bemard) según el personaje de Histoire


sans nom de J. Barbey d’Aurevilly.
infelicidad sensacional, para ponerla en su vidriera y cosechar los
dividendos.
Lacan señala esta paradoja: el rico, cuando compra - y no hace otra
cosa que hacer esto, de manera proporcional a su riqueza- no paga
nada, porque tiene la riqueza.7Por lo tanto, solamente el pobre paga.
Solamente el pobre es un buen pagador. (Ésta es la contribución
lacaniana a la economía política, breve pero incisiva.) Asimismo, el
sujeto perjudicado no lo sabe, pero compra y paga la prestación social.
Por supuesto que se la conceden -renta m ínim a- pero al hacerlo, él
está remunerando el goce del Otro social, con la promesa de la
“reinserción”. Y además, es curioso, olvidamos el proyecto de reinser­
ción y pasamos a la “garantía” , prueba de que lo esencial es garantí zar
la reproducción económica del marginal. El sistema ajusta en el
margen -para eso se inventó una palabra: “incrementalismo”, estra­
tegia de un sistema de ajuste en el margen-. Por lo tanto, el Otro
“toma” el perjuicio. “Esto lo hace gozar”, dicho brevemente. Breve­
mente, porque el Otro social tiene una manera un poco especial de
gozar, no como se da en el “buen goce”, sino al redistribuir los goces
en el cuerpo de los otros. Es el Estado servicial, que “da servicios”,
descripto por Tocqueville.
Los perjuicios forman cadenas y redes -es su modo de ser diacró-
nico y sincrónico-y de estos núcleos nace la topología posmoderna del
goce social.
Bien visto, el Otro social es el gran “encubridor” del goce prejuicioso
de las mónadas.
El Otro social transforma en goce la pulsión de muerte que, según
Freud, atraviesa la “cultura” . Es su manera de practicar y de “hacer
positiva” la negación. Pero ésta es su última forma de ingenio: el Otro
social convierte todo lo que le llega de los “des-goces” que provienen
del malestar de la cultura en algo que se puede ganar, un “sobre-goce” .
El ejemplo paradigmático es el de la toxicomanía: el goce prohibido
se trata, luego, se canaliza (así lo dice la institución) y, finalmente,
prescribe. En una punta de la cadena lo social responde con una
sorpresa de que eso exista, luego responde descifrándolo y, finalmen­
te, lo reproduce. Se produce a pesar de él y logrará que se produzca por
él: sobre todo que no suceda nada sin él: lo peor, de lejos, se vuelve lo
mejor, si es reciclado a través de sus cuidados. Quiere “estar en eso” .

7J. Lacan, Seminaire, L'envers de la psychanalyse, op. cit., p. 94.


El beneficio prim ario o el síntoma social

No hay que dejar de señalar que esta consideración de la Economía


inconsciente del goce social implica una “reforma del pensamiento” .
El beneficio primario del goce social, lo que se inscribe en el sujeto
neurótico como “beneficio secundario”, debe ser ubicado en el sitio del
síntoma social. Por lo tanto, el goce y su imperativo regulador deben
ser ubicados en el sitio del Otro.
Alguien ya había visto esto: Alexis de Tocqueville, el primero en
darse cuenta del viraje que tomaba el Otro, el Estado, que ya no era
el Padre autoritario y festivo, sino el trabajador a destajo buenazo y
burócrata, intendente de los placeres de los sujetos en los que basaba
su propio goce. Éste no era el “buen goce”, para hablar como Lacan,
sino ese goce adquirido como una prima del contrabando de los
placeres y de las penas. “¿Acaso ese Estado, dice Tocqueville, no puede
sacarles por completo el trastorno de pensar y la dificultad de vivir?”
Se olvidó del deseo, dificultad y trastorno mayor.8Más aun: no se lo
ve gozar -como al soberano en la mesa del festín-, hay que entrever
el goce en el intersticio del goce de los otros, de sus sujetos -am argo
goce del reglamento-.
El Estado Soberano es el esclavo-rey que da forma al goce de sus
dueños y que saca su temible dominio de su servicio a todos, elevado
a lo universal.
Ésta es la “suave soberanía” que vela por los placeres (Tocqueville)
- “locura dulce” del bienestar racionalizado-.
Por vocación, el psicoanálisis va a contracorriente de la moderni­
dad, salvo que trabaje el síntoma. Se enfrenta con la estructura
perjudicada de la subjetividad, pero para atravesar su callejón sin
salida, para llegar a conjurar el imaginario que se ha hecho con ella,
al revocar al sujeto de lo real y al hacer caer los efectos de la
idealización del perjuicio-que perpetúan la servidumbre imaginaria
y sostienen la alienación social-. Reintroducir en la miseria del
perjuicio y el goce mórbido del ideal, ese sujeto que se da el trabajo y
la perturbación de desear... a su cuenta.

8P.-L. Assoun, L ’entendement freudien. Logos et Ananké, Gallimard, 1984.


ÍN D IC E

Introducción. El sujeto del perjuicio:


trauma idealizado...........................................................................5
I. La “exclusión”. Para una arqueología
del significante social del perjuicio..........................................27
II. Trauma originario y perjuicio corporal....................................43
III. El otro, el ideal y el perjuicio:
entre Destino y A z a r ............................................................... 65
IV. El sujeto de la vergüenza:
de la herida del ideal al odio................................................... 95
V. Del perjuicio social al ideal del saber:
el deseo “autodidacta” ........................................................... 111
VI. Del perjuicio de la desocupación
al ideal del trab ajo ................................................................ 129
VII. Sobre el perjuicio como síntoma colectivo:
el ideal en grupo.................................................................... 147
V III. Perjuicio y discurso social:
el ideal de rehabilitación ...................................................... 169
IX. La institución del perjuicio:
transferencia e ideal institucionales..................................... 179
X. Del perjuicio reglamentado
al deseo de reglam ento......................................................... 203
Conclusión. El perjuicio inconsciente
y sus plusvalías sociales.............................................................. 225

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