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C a p ítu lo I

EL DESAFÍO DEL RELATIVISMO ÉTICO


Y EL ORIGEN DE LA FILOSOFÍA MORAL

La nobleza y la justicia que la política considera


presentan tantas diferencias y desviaciones,
que parecen ser sólo por convención y no por naturaleza.
A r is tó te le s 1

. La generalidad de las personas com parte la idea de que la ética


1 tiene que ver con los criterios acerca de lo bueno y lo malo. Pero este
acuerdo, aunque im portante, nos deja abiertas al menos dos cuestiones
decisivas. La prim era es que supone que a nosotros nos interesa distin­
guir entre lo bueno y lo malo. Con cierto cinismo podríam os preguntar:
¿y por qué ser bueno? En un libro de Michael Ende, unos brujos cantan
una canción aprendida en su infancia: "C uando el niñito decapitó a
la ranita, se sintió m uy contento. Porque hacer el mal es m ucho m ás
bonito que el estúpido bien"2. En el caso de estos brujos, entonces, re­
sulta claro que ni siquiera se preguntan si conviene ser bueno. Vamos
a dejar esta cuestión para m ás adelante, pero podem os anticipar algo
si tenem os en cuenta que la pregunta acerca de por qué ser bueno es
otra form a de la pregunta: ¿para qué la ética?
La segunda cuestión que está detrás de ese aparente acuerdo acerca
de qué es la ética, se refiere a cóm o obtenemos los criterios acerca de
lo bueno y lo malo. Porque no sacam os nada con querer ser buenos si
no sabem os cóm o serlo. Algunos piensan que no es posible obtener
criterios absolutos, objetivos, independientes de las preferencias per­
sonales. Otros estim an que sí, al menos en cierta medida. Com encem os
por la prim era de esas cuestiones, la de por qué es necesaria la ética.

1 Etica a Nicomaco, 13 , 1094bl4-16.


2 Beelzebub; "Gedicht aus seiner Kinderwüstenzeit", en: M. Ende, Der sa-
I rrw itzer ,
tanarchaeoluegeniallkohoellische Wunschpunsch, Thienemann, Stuttgart, 1989, p. 173.

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La segunda, es decir, cóm o accedem os a esos criterios, la dejaremos


para m ás adelante3.

I. LA ÉTICA: BÚSQUEDA DE LOS CRITERIOS DE LO BUENO


2. A diferencia de los animales, los seres hum anos no alcanza­
m os nuestros fines espontáneam ente. Q ueram os o no, tenem os que
p roponernos ciertos objetivos y buscar los m edios m ás adecuados
para conseguirlos. Pero tanto en los fines com o en los m edios hay una
variedad im portante. Y no todos son equivalentes. No todos llevan a
la m ism a parte ni nos hacen incurrir en los mismos costos. En el hom ­
bre, entonces, existe un grado de am bigüedad que no se da entre los
anim ales, que se limitan a seguir el instinto m ás fuerte. Esto hace que
la vida hum ana esté llena de problemas y explica que algunos inten­
ten simplificarla, hacerla más semejante a la existencia aparentem ente
plácida de los anim ales y nos inviten a seguir nuestros deseos, a hacer
lo que queram os. Sin em bargo, no parece posible, y quizá ni siquiera
deseable, escapar de esa complicación. Si nos invitan a dejarnos sim­
plem ente llevar por nuestros deseos, nos estarán haciendo un flaco
favor. N uestros deseos tam poco son unívocos. Deseamos muchas cosas
a la vez y con frecuencia esos deseos son incompatibles entre sí. H ay
deseos cu ya consecución impide la satisfacción de otros. En ocasiones,
ni siquiera podem os decir cuál es el deseo m ás fuerte. Incluso para
seguir ese deseo m ás fuerte tenem os que decidirnos a hacerlo, pues
siem pre está presente la posibilidad de actuar de otra m anera. Y ese
factor de decisión no proviene de aquellos deseos que com partim os
con los animales. Le guste o no, el hombre está condenado a rem itirse
a una instancia superior a los deseos o impulsos. O, siguiendo una
term inología m ás clásica, se hace necesario admitir algún tipo de deseo
que no com partim os con los animales, un deseo racional.
Esa instancia superior de carácter racional tiene en cuenta los im­
pulsos pero no está determinada por ellos. Si lo estuviese, no tendríamos
ningún problema. Para algunos, esto sería una situación ideal: descubrir
un día que, al igual que los animales, no tienen problem as. Pero, en
realidad, lo que les interesa no es no tener ningún problem a, sino saber
que no lo tienen. Esto nos conduce de nuevo a esa instancia superior a
los deseos, nos lleva a la razón. Si lo fundamental fuese no tener pro­
blemas, todos envidiarían a las personas que, com o consecuencia de un

3 Cfr. nn. 4-15; 89-110.

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accidente, han quedado en estado vegetal, con una vida sin consciencia.
Con todo, los hom bres prefieren una vida consciente, aunque no sea
sencilla. Sólo de m anera poética podía decir Rubén Darío:

"Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,


y más la piedra dura, porque ésa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor
/ de ser vivo,

ni mayor pesadumbre
/ que la vida consciente"4.

La verdad es que ningún hombre en su sano juicio querría volverse


piedra inanimada.
Si no nos basta con dejarnos llevar por los deseos o impulsos,
quiere decir entonces que tenemos que acudir a una instancia superior.
Tenem os que decidir qué es lo que vam os a hacer y qué medios utiliza­
rem os para llevarlo a cabo. Pero para elegir hay que recurrir a ciertos
criterios, pues de lo contrario seguiríamos recluidos en el cam po de la
pura sensación. La búsqueda de esos criterios y la reflexión sobre los
m ism os tiene que ver con la ética. Probablemente haya éticas mejores
y peores, m ás o m enos profundas, pero lo que no hay es la posibilidad
de prescindir de la ética, sea ya com o disciplina sistem ática o com o un
conjunto de conocim ientos, sean intuitivos o elaborados, que se van
transm itiendo de generación en generación. Incluso las personas m e­
dianam ente sensatas coinciden con John Stüart Mili triando dice que
"Es mejor ser un ser humano insatisfecho que un cerdo satisfecho;
mejor ser un Sócrates insatisfecho que un necio satisfecho. Y si el necio
o el cerdo opinan de un modo distinto es a causa de que ellos sólo
conocen una cara de la cuestión. El otro miembro de la comparación
conoce ambas caras"5.
3. Por otra parte, el disponer de ciertos criterios de juicio, el tener
delante ciertos m odelos de conducta que se considera conveniente
seguir, significa p ara el hom bre un im portante ahorro de tiempo. A la
hora de elegir, no necesita realizar una larga reflexión para obtener los
critefiós deTo bueno y deTó m3lS7Lé^ás|^ atender a lo que ha visto

4 "Lo fatal", en: Poesía, Alianza Editorial, Madrid,,1977, 94-5.


5 El utilitarismo, Orbis, Madrid, 1980,141.

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y le han enseñado sus m ayores. Dicho con otras palabras: su reflexión


se referirá m ás bien a cóm o aplicar esos criterios al caso que enfrenta,
pero norm alm ente no a determ inar esos criterios. Esto, naturalm ente,
sólo vale para los casos habituales, pues hay situaciones en que el ser
hum ano se ve enfrentado a la posibilidad o necesidad de poner en duda
los criterios m orales que ha recibido a través de la educación o de los
m odelos sociales, pues descubre o cree descubrir que no son acertados.
Puede advertir, por ejemplo, que la práctica de la esclavitud no es tan
buena com o le parece a sus coetáneos. Que es buena para algunos pero
no p ara todos. Que, de poder elegir, nadie querría que una parte de
los habitantes de su país fuesen esclavos, si no está seguro de si va a
quedar él fuera de esa desgraciada condición. Aludir a una ética impli­
ca aceptar la idea de una cierta igualdad entre los hom bres, al menos
proporcional: no pretendem os que nos den lo m ism o que al resto de
los hom bres, pero sí que nos reconozcan lo que nos corresponde de
acuerdo con nuestros m éritos, función o necesidades.
A u n q ü eia palabra "ética" está etim ológicamente vinculada con el
vocablo ó th o sM u e en Síiego significa 'costum bre' (y otro tanto sucede
con la pálabía latina mos) de la que deriva 'mofaT)7Vemos que en ella
podem os descubrir algom ás que costumbres, A,prímera vista, los hom ­
bres buenos son aquellos que siguen las costum bres de sus m ayores.
Pero esto no basta, porque a veces esas costum bres no son acertadas.
C on todo, en principio parece razonable aplicar una presunción en
favor de la bondad de las costumbres de nuestros antepasados. Lo
contrario llevaría, entre otros inconvenientes, a tener que rehacer la
sociedad por entero en cada cambio generacional. Sin em bargo, esa es
una presunción que adm ite prueba en contrario. Y a veces, com o en
el caso de la esclavitud, una persona honrada debe rebelarse ante una
determ inada práctica social.
Por otra parte, tam poco basta con reducir la ética a las costum ­
bres, porque estas distan de ser uniformes: las hay mejores y peores
dentro de una m ism a sociedad. Se hace necesario discernir entre unas
y otras, y eso supone acudir a ciertos criterios que son distintos de las
costum bres m ism as. También podríam os responder que no se trata de
seguir cualquier costum bre, sino sólo las de los hombres buenos. Esa es
probablem ente una buena respuesta, pero deja pendiente el problem a
de cóm o determ inar quiénes son esos hombres buenos.

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II. U N A CIERTA RELATIVIDAD A CO M PA Ñ A A LA ÉTICA


4. Tenem os, entonces, que aunque no hemos dado una respuesta a
la pregunta de por qué ser buenos, sí hem os dado algunas pistas para
contestar una pregunta que está conectada con la anterior: ¿por qué
necesitam os la ética? Puesto que nuestra conducta no está determ i­
nada por los instintos, requerimos de ciertos criterios racionales para
determ inar lo bueno. Nos queda todavía la segunda cuestión: ¿cóm o
obtenemos esos criterios de lo bueno y de lo malo? Esta es una pregunta
im portante y difícil de responder. Por eso, nos lim itaremos a tratar de
contestar una parte de esa pregunta, dejando su núcleo para m ás ade­
lante. La parte que intentarem os abordar es si acaso los criterios de lo
bueno y de lo m alo son relativos. Esta cuestión ha m otivado innum era­
bles discusiones entre los estudiosos. Ya su solo planteam iento suscita
m uchos problemas. Veam os para com enzar algunos de ellos, de índole
term inológica, que hacen difícil llevar a cabo esta discusión.
PodríaíaosjTTFefeetQ, plantear la discusión diciendo.que unos ad­
miten una ética objetiva yjátros, en cambio, una subjetiva. Sin em bargo,
toda ética tifeneque ierfer una fuerte dimensión subjetiva: si las norm as
o principios que la com ponen no están en el sujeto, ¿cóm o podría po­
nerlos en práctica? A dem ás, la realización habitual de determ inados
actos de acuerdo con esos criterios origina un cierto m odo de ser en el
sujeto, unos estilos de conducta que tradicionalm ente se han denom i­
nado virtudes. Pero estas son esencialmente subjetivas, en cuanto no
hay virtud que no esté en un hombre determ inado. C uando decimos
que los alem anes son ordenados, lo que estam os diciendo es que en
ese país hay m uchas personas que dejan las cosas en su sitio, llegan a
la hora y cum plen lo que han anunciado. Todo esto tiene que ver con
características de los sujetos y no con una abstracta objetividad. Pero,
por otra parte, esas características no son caprichosas y en ese sentido
podem os decir que la ética y las virtudes son también objetivas. A
nadie m edianam ente sensato se le ocurriría decir que son ordenados
los hom bres que no saben dónde están sus propias cosas, que ponen
dos reuniones a la m ism a hora o que dem oran largo rato en encontrar
en su arm ario un calcetín del m ism o color del que tienen en la m ano.
En cuanto reside en un sujeto, la virtud del orden es subjetiva, pero
qué significa ser ordenado parece ser algo ciertam ente objetivo. Parte
de la confusión deriva del hecho de que m uchas personas piensan que
subjetivo es lo m ism o que relativo, o incluso que es lo m ism o que ca­
prichoso o arbitrario. Dicho con otras palabras, el término "subjetivo"

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significa a veces "relativo al sujeto" y otras "fundado por el sujeto",


y no es acertado confundir ambos usos. Pero este es un problema de
ciertas personas, y no tenemos por qué hacer nuestra esa confusión.
5. Para evitar las dificultades que se producen cuando se discute
si la ética es subjetivjsji^abjetiva, algunos-prefieren la disyuntiva que se
ila entre una ética absoluta f una relativa. Parece que esta división es
un poco menos m ala ,p e ro dista de evitar numerosos inconvenientes.
De partida, toda ética supone que sus criterios deben ser aplicados a los
casos concretos. Y nadie o casi nadie pone en duda que los casos concre­
tos son m uy diferentes entre sí. Se hace necesario interpretar y aplicar
los principios o criterios a la situación que se tiene enfrente. Pero como
las situaciones son cambiantes, las soluciones también lo serán. Así, un
principio se aplicará de una m anera en una parte y de otra diferente en
otra parte. Esto no sucede porque se haya mal entendido el principio,
o porque haya cam biado, sino porque las circunstancias son distintas.
Vemos entonces que hay una importante dosis de relatividad en la ética,
aun en el caso de que se admita que los principios no cambian.
Por otra parte, el término "absoluto" tampoco es m uy afortunado.
Es cierto que hay autores muy importantes que sostienen que existen
norm as morales de carácter absoluto, es decir que no adm iten excepcio­
nes, pero esos autores enseñan al m ism o tiempo que esas normas son
m uy pocas, de m odo que incluso en el caso de los llamados absolutistas
morales su absolutismo es bastante relativo y modesto. Jam ás dirían que
toda la ética es absoluta. Todo esto aparte de la circunstancia retórica de
que, en nuestra época, llamar a alguien "absolutista" puede ser muchas
veces una forma de descalificarlo sin necesidad de utilizar argumentos.
En suma, aunque todos los autores coinciden en reconocer a la ética una
dimensión relativa, no todos pueden ser calificados de relativistas.
No faltan, p o r últim o, quienes prefieren distinguir las éticas entre
autónom as y heterónom as. Las prim eras ponen el origen y el valor de
las norm as m orales en el propio sujeto. Las segundas lo ponen fuera
de él, ya sea en un cierto orden cósm ico, en la voluntad divina o en
otra realidad que no depende de la voluntad individual. Nuevam ente
nos hallamos ante criterios de clasificación que no hacen justicia a la
realidad de la ética. De una parte, una ética absolutam ente autónoma
parece ser una contradicción en los términos. Si el sujeto se obliga sólo
porque él quiere y en la medida y por el tiempo que él quiera, sin más
determ inaciones, entonces no se está obligando realm ente. Por otra
parte, una ética com pletam ente heterónom a tam poco parece reunir

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las condiciones de una ética, que si es tal lo es precisam ente porque


pone enjuego la libertad del hombre. Tanto el acoger com o el seguir un
principio ético son actos libres y, por tanto, también responsables. Pero
el principio se reconoce, no se crea. El fundamento últim o del mismo
no puede ser la voluntad y m enos el capricho individual. Una ética
acertada sólo p od rá ser aquella que acoja la dim ensión de autonomía
y la de heteronom ía a la vez.
El problem a del relativismo es también complejo y m uy interesan­
te. Más que intentar ahora una caracterización exacta de las diversas
posturas que pretenden explicar la naturaleza y perm anencia de las
norm as éticas, vam os a hacer un poco de historia, confiando en que el
recurso al p asado ayude a dar un poco más de luz sobre el problema de
la real o supuesta relatividad de la ética, y de qué alcance tiene esa rela­
tividad. O sea, vam os a ver cóm o surge el problema del relativismo.
6. Una de las épocas más interesantes de la historia es el siglo de
Pericles (V a. c.). En una ciudad relativamente pequeña, Atenas, se
produjo una notable conjunción de escultores, arquitectos, dram atur­
gos, filósofos, gobernantes y hom bres de ciencia. Tuvo lugar entonces
una discusión de gran riqueza, cuyos términos en buena medida han
m arcad o la h istoria del pensam iento. El crecim iento económ ico y
cultural de A tenas, impulsó a m uchos de sus ciudadanos a viajar y
conocer otros pueblos y lugares. Al hacerlo, pudieron constatar las
enorm es diferencias que existían entre lo que los griegos consideraban
com o bueno o m alo y los criterios que se seguían en otras partes. Este
contraste es im portante y sólo se da cuando una sociedad se abre y
entra en contacto con los demás. En efecto, m ientras una sociedad se
halla replegada en sí misma, la diferencia entre lo que se acostum bra
y lo que es bueno resulta casi imperceptible. La razón por la que no
se roban las gallinas del vecino, parece ser casi la m ism a que la razón
por la que se lo saluda todos los días al encontrarse en el camino en la
m añana: siem pre se ha hecho así. Dejar de saludar al vecino o quitarle
las gallinas son dos maneras de ofenderlo. Por otra p arte, las formas de
saludar o de ofender están caracterizadas tradicionalm ente, lo mismo
que los criterios acerca de la propiedad y su adquisición. Sabemos que
las gallinas son del vecino porque son hijas de gallinas que eran suyas y
admitimos que quien es dueño de lo principal, la gallina, se hace dueño
de lo accesorio, los pollos. Tam bién sabemos que se saluda diciendo
"buenos d ías", sacándose el som brero o dando la m ano.

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J o a q u ín G a r c ía -H u id o b r o El d e s a fío d e l r e la t iv is m o é t i c o y e l o r ig e n d e l a f i l o s o f í a m o r a l

El conocer las costumbres de otras sociedades, hace reflexionar de Aristóteles. Desde distintos puntos de vista, estos autores procuraron
inmediato acerca del valor de las propias prácticas. Se plantea entonces desarrollar teorías éticas que no estuvieran afectadas por el relativismo.
si acaso todas las norm as que se siguen en una sociedad tienen sim­ En particular, pensaron que existe una medida para juzgar entre las
plemente el valor de aquella que indica que se saluda dando la mano diversas culturas y prácticas hum anas. Esa medida es la naturaleza
derecha, es decir, si todas las norm as son m eram ente convencionales. (physis), pero sobre este tema volverem os más adelante.
Bien podem os concebir un pueblo en donde se salude con la mano iz­
quierda, o sin ninguna mano, sino haciendo una reverencia, como los III. LA CO M PARACIÓ N ENTRE CULTURAS
japoneses. Por otra parte, se presenta el problema de cóm o podemos
8. El relativismo admite diversas formas. Una de ellas consiste en
juzgar si las costum bres de los otros pueblos son m ejores o peores.
sostener que lo bueno y lo malo dependen completamente del sujeto.
N aturalm ente, n o podem os tom ar com o criterio de juicio nuestras
Es, por decirlo así, una forma extrem a de relativismo, que m uy pocos
propias costum bres. Los atenienses no pueden decir que las costum ­
sostienen. Lo más habitual es una forma moderada, que consiste en decir
bres funerarias de los egipcios son peores porque no corresponden a
que los criterios m orales dependen de la cultura, del medio social, de la
las que se practican en Atenas. Otro tanto, con los m odos de adquirir
época en que se vive o de otras causas semejantes. Com o se ve, no es un
la propiedad o de llevar a cabo la guerra.
relativismo radical, porque admite que, dentro del ámbito de que se trata,
Si las propias costumbres fueran el criterio de juicio último, enton­ existen parámetros que son comunes para todos los que participan de ese
ces no habría posibilidad de entendimiento, pues bien podrían decir los ámbito (incluso podría considerarse com o una forma de objetivismo, en
otros pueblos exactam ente lo contrario, o sea, sostener que son los otros la m edida en que se aceptara la validez universal del principio "se debe
los que están equivocados porque “no hacen las cosas com o nosotros las seguir las prácticas de la propia sociedad"). No debe entenderse, enton­
hacem os". Pero parece difícil encontrar unas costumbres que sirvan de ces, com o una consagración del capricho individual. Lo que niega es que
criterio para todos, porque estas no existen en abstracto, sino siempre existan principios m orales de valor universal o supracultural. Además,
son las costumbres de un pueblo determinado. De ahí, entonces, que m uchas veces el relativismo se conecta con el empeño por m ostrar que
algunos piensen que tratar de encontrar cosas que son buenas o malas en la diversidad supone un valor en una sociedad, es decir, algo positivo, y
sí m ism as y no sólo "buenas para m í" o "buenas para ti" es tanto como que los pueblos mantienen legítimamente costumbres m uy distintas. No
intentar saltar sobre la propia sombra. N o se puede. Las norm as moralesA hay un m odo unívoco de ser humanos, cosa que parece m uy razonable,
entonces, dependen radicalmente del lugar y la cultura en donde se halle aunque no necesariamente autoriza a sacar las conclusiones que derivan
el sujeto en cuestión. Esta es la conclusión que sacaron muchos de los que los relativistas a partir de ese hecho.
pertenecían a ese grupo de intelectuales que llamamos "sofistas".
9. Aunque im portante, el tema de los principios supraculturales
7. Los sofistas eran los representantes m ás típicos de lo que se ha no es sencillo. De partida, si por principios supraculturales se entienden
denom inado la ilustración ateniense del siglo V a. c. Se caracterizaban principios que no están incluidos en ninguna cultura, la conclusión obvia
por su confianza en la ciencia y la técnica, por su talante dem ocrático e es que no existen tales principios. Pretender algo así, sería com o intentar
igualitarista, por sus concepciones evolucionistas en materias biológicas, que hubiese un lenguaje que no fuera ni castellano ni alemán, ni latín,
y m u y particularmente por su relativismo m oral y por su rechazo a la sino lenguaje puro. Esto no parece posible. El lenguaje vive en un idioma,
religión tradicional. Varios de ellos pusieron de manifiesto una distinción aunque sea éste muy rudimentario. Algo parecido pasa con los principios
que desde entonces sería patrimonio de toda la historia de la filosofía, a m orales. Resulta notorio que ellos residen en una cultura determinada.
saber, la que se da entre naturaleza (physis) y convención (nom os). Sostu­ La pregunta es si todo su valor deriva del hecho de que esa cultura los
vieron que no cabría hablar de cosas justas o injustas por naturaleza, sino acepte o si, por el contrario, tienen una validez supracultural.
que, en el cam po de la ética, todos los criterios son convencionales. Quienes adm iten esos principios supraculturales no sostienen,
El desafío de los sofistas suscitó una reacción intelectual de gran tam poco, que hay ciertos principios que de hecho son necesariamente
en v erg ad u ra, cuyas figuras más con ocid as son Sócrates, Platón y reconocidos por todas las culturas. Puede que los haya, pero eso sólo im-

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plica ría una constatación fáctica, se trataría de la circunstancia meramente


empírica de que una costum bre está muy extendida y no afectaría a la
obligación m oral de seguir esos principios. A dem ás, todos conocem os
i'l caso de culturas que ignoran algunas cosas tan elementales com o que
no hay que hacer trabajar a los menores de edad en tareas que afectan
su integridad física, o que los sacrificios hum anos no son una m anera
adecuada de rendir culto a la divinidad. De hecho, las culturas presen­
tan diferencias m uy importantes. Ya lo vieron los sofistas, y es algo que
está al alcance de nuestros ojos. La duda es si esas diferencias impiden
realizar juicios acerca de prácticas que se dan en culturas distintas de la
propia, o si cuando decimos "los sacrificios hum anos son malos" solo
estamos diciendo: "los aztecas realizan sacrificios humanos, nosotros
no; desde nuestra cultura los sacrificios humanos son inaceptables; por
tanto, si los aztecas quisieran incorporarse a nuestra cultura, no podrían
continuar con esas prácticas". Si existen esos criterios universales de
valoración podem os juzgar. De lo contrario tendríam os que limitarnos
simplemente a constatar diferencias, como se constata que los loros son
verdes y los cisnes, por lo general, blancos.
Es preciso, adem ás, tener en cuenta que en la tarea de com parar
culturas hay que adentrarse en ellas. Salvo en el caso de prácticas m uy
chocantes y crueles, es posible que un juicio negativo sobre una cultura
sea sólo la consecuencia de no conocer las razones que están detrás
de ella. Así, cabe que dos prácticas a primera vista m uy diferentes
no sean m ás que aplicación de un mismo principio. Yendo atrás en la
historia, el propio H eródoto se ocupa especialmente de hacer notar las
divergencias de las costumbres de diversos pueblos respecto de las que
practican los griegos. Así señala que:
"Si a todos los hombres se les diera a elegir entre todas las costum­
bres, invitándoles a escoger las más perfectas, cada cual, después de
una detenida reflexión, escogería para sí las suyas; tan sumamente
convencido está cada uno de que sus propias costumbres son las
más perfectas. [...] Y que todas las personas tienen esa convicción a
propósito de las costumbres, puede demostrarse, entre otros muchos
ejemplos, en concreto por el siguiente: durante el reinado de Darío,
este m onarca convocó a los griegos que estaban en su corte y les pre­
guntó que por cuánto dinero accederían a comerse los cadáveres de
sus padres. Ellos respondieron que no lo harían a ningún precio. Acto
seguido Darío convocó a los indios llamados Calatias, que devoraban
a sus progenitores, y les preguntó, en presencia de los griegos, que
seguían la conversación por medio de un intérprete, que por qué

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suma consentirían en quemar en una hoguera los restos mortales de


sus padres; ellos entonces se pusieron a vociferar, rogándole que no
blasfemara. Esta es, pues, la creencia general; y me parece que Píndaro
hizo bien al decir que la costumbre es reina del mundo"6.
Con esto parece m ostrarse que no hay cosas que sean justas por
naturaleza. Sin em bargo, el ejemplo puesto por H eródoto cuando narra
la historia del rey Darío y las diversas formas de tratar a los padres
difuntos, no es suficiente para justificar el relativism o moral. C om o lo
ha señalado Guthrie, tanto quienes comían com o quienes crem aban a
sus progenitores "coincidían en el principio m oral fundamental de que
los padres deben ser honrados en vida y en m uerte: la disputa giraba
solamente en torno a los m edios para realizarlo"7.
El ejemplo m uestra que no es fácil emitir un juicio de com paración
y que, junto con diferencias m uy chocantes, hay tam bién coincidencias
de fondo. A dem ás, nos m uestra que no basta con aceptar el m ism o
principio, pues hay realizaciones de él que son mejores o más acertadas
que otras. Es el caso de la superioridad que nos parece advertir entre
expresar el respeto a través de la crem ación o m ediante el recurso de
comerse los cadáveres. Pero esta materia entra ya en las cuestiones éticas
particulares y , p or tanto, va m ás allá de lo que estam os tratando.
10. Por otra parte, sin pretender negar las diferencias, también es
conveniente preguntarnos por el valor y alcance de dicha diversidad.
Spaemann ha hecho ver que la alegada diversidad de opiniones éticas
se funda en un equívoco. Efectivamente, nos llaman la atención las di­
versas concepciones morales de los pueblos, como sucedió, por ejemplo,
a los españoles al ver que los aztecas ofrecían sacrificios humanos. Pero
esa diversidad nos sorprende precisamente porque es excepcional. No
nos llama la atención, en cambio, el amplio cam po en que las diversas
culturas convergen. En la generalidad de los pueblos se considera que
los padres tienen ciertos deberes respecto de los hijos y que los hijos los
tienen con relación a sus progenitores; todos están convencidos de que
la valentía debe ser una cualidad del guerrero y la imparcialidad debe
presidir las decisiones de un buen juez8. No significa esto que no existan

6 H erödoto; Historia, III [Talia], 38 (trad. de Carlos Schräder), Gredos, Madrid,


2000, p. 87.
7 Guthrie, W. K. C.; Historia..., 28 nt. 5.
8 Cfr. S p a e m a n n , R.; "W as ist philosophische Ethik?", en id. (ed.) Ethik-Lesebuch.
Von Platon bis heute, Piper, München, 1987,13 ss.

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i <unportamientos divergentes, sino sólo que las personas razonables es-


(. ir;111 de acuerdo en estim ar que esas conductas son reprobables, si bien
su acuerdo se referirá sólo a cosas fundamentales, com o, por ejemplo,
considerar que la traición no es buena, o que no representa un ideal de
villa el dedicar la propia existencia a la explotación de m enores. Todo
esto tiende a relativizar un tanto la alegada diversidad, a ponerla en su
sitio, y a no utilizarla com o una de las premisas capaces de fundamentar
conclusiones com o la del completo relativismo moral.

IV. PUNTOS DÉBILES DEL RELATIVISMO


11. Decíamos que el relativismo m itigado sostiene que los criterios
m orales son función de la cultura o el medio en que se vive. En esto
hay m ucho de verd ad , porque la educación recibida y los ejemplos
de los demás influyen en el hecho de que cum plam os o no con ciertas
norm as morales. Sin em bargo, está lejos de solucionar el problema del
alcance y valor de las norm as éticas. Esto sucede, entre otras razones,
porque las costum bres de una sociedad distan de ser uniformes. Par­
ticularm ente en nuestros días, resultaría una ingenuidad apelar a las
prácticas o convicciones sociales cuando vemos que tenemos diferencias
m u y im portantes en nuestros juicios acerca de lo que es la familia, de
las obligaciones de padres e hijos, del papel de los padres y el Estado
en la tarea educativa, del aborto, el divorcio y la eutanasia, etc. Si al­
guien dijese que en una materia hay que com portarse del m odo que
establece la sociedad o la cultura, uno de inmediato podría contestar:
¿a qué sociedad y a qué cultura se refiere?, ya que en un m ism o edificio
de departam entos o en un mismo curso de una universidad podemos
encontrar actitudes y diferencias m orales tan im portantes como las
que se daban entre las culturas (aparentem ente más hom ogéneas) de la
antigüedad. A d em ás, el recurrir a los usos sociales o culturales deja en
pie la cuestión de por qué estamos obligados a seguirlos. Es m uy bueno
que una cultura recoja ciertos principios morales, que los exprese en su
arte y ponga com o m odelos a quienes mejor los han encarnado, pero
resulta difícil lograr una unidad de juicio en esas m aterias y, aunque
se lograra, su fuerza obligatoria no parece derivar del simple hecho de
que la m ayoría, o los más influyentes, los proclamen.
12. Aunque el relativismo extrem o está menos difundido, es posi­
ble que tenga m ás fuerza desde el punto de vista intelectual. Al menos
no se ve enfrentado a las múltiples objeciones que derivan del hecho de
tener que seguir los criterios vigentes en una sociedad. M ás coherente

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E l d e s a f ío d e l r e l a t iv is m o é t ic o y e l o r ig e n d e l a f il o s o f ía m o r a l

resulta negar la existencia de esos principios intersubjetivos y decir


que nuestras opiniones morales dependen simplemente de nuestros
intereses. Dados ciertos intereses, elegimos o creamos los principios que
los justifican. Pero los principios son eso, un disfraz que hace mejor pa­
recidos a los intereses. Este argum ento tiene fuerza retórica, pero juega
con un concepto unívoco de interés. C om o, hagam os lo que hagam os,
siem pre tendrem os un interés de por m edio, es fácil decir entonces
que se actúa no por m otivos m orales, que en realidad no existen, sino
p or interés. Pero los intereses pueden ser tan distintos com o alcanzar
la vid a eterna o lograr el dominio político del planeta.
La reducción de la moral al interés olvida el hecho de que noso­
tros m uchas veces decidim os en contra de nuestros intereses, porque
pensam os que no es justo satisfacerlos. Así, pagam os los impuestos
o realizam os ciertas actividades de solidaridad, aunque nos quiten
tiem po y dinero. Alguien podría decir que aunque sacrificamos nuestro
interés económ ico sin em bargo estam os buscando otro interés, de na­
turaleza distinta. Pero esto parece que es jugar con las palabras, pues si
realm ente es tan distinto entonces no podem os decir sim plem ente que
actuam os por interés. Tendríamos que em plear palabras diferentes para
designar esas m otivaciones tan heterogéneas y, en esa m ism a medida,
ya no cabría aplicar el principio general de que es el interés lo que nos
m ueve. Y si no son tan distintos, entonces es efectivo que sacrificamos
nuestro interés p or otras cosas que nos parecen m ás valiosas. Del he­
cho de que los hom bres tengan intereses, que actúen con interés, no se
puede deducir que actúen por interés. N o se puede negar por principio
la posibilidad de que los hombres actúen buscando prim eram ente el
bien en sí y no el bien para sí mismos. Que piensen que la búsqueda del
bien en sí pueda, a m ediano o largo plazo, traer consigo un estado de
bienestar m ayor que el que se conseguiría con un m odo de vida egoísta,
no cam bia el centro de la cuestión. Si los hombres están hechos para
los grandes bienes, es razonable que su consecución traiga consigo un
m ayor desarrollo hum ano y consecuentem ente una m ayor felicidad.
Pero esta felicidad viene por añadidura, de manera indirecta.

V. SUPUESTOS D EL RELATIVISMO
13. Detrás del relativismo m oral parece haber dos convicciones
que no son acertadas. La primera es que, del hecho de que las opiniones
m orales sean diferentes, cabe sostener que la moral es relativa. Sin em ­
bargo, no hay una relación estricta entre ambas cosas. Es perfectamente

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J o a q u ín G a r c ía -H u id o b r o E l d e s a f ío d e l r e l a t iv is m o é t ic o y e l o r ig e n d e l a f il o s o f ía m o r a l

posible que las opiniones sean relativas y la moral no. Así pasa, por eso es lo que quieren. Desde el m om ento m ismo en que los hombres
ejemplo, con las opiniones acerca de la astronom ía, que h an cambiado distinguen entre el bien y el mal, y reconocen que está a su alcance
m ucho a lo largo de la historia, mientras que las órbitas de los plane­ el hacer el primero y om itir el segundo, son conscientes tam bién del
tas y su relación con el sol han perm anecido inalterables. La cuestión carácter dialógico de la m oral, es decir, de la necesidad de dar razones
de las distintas opiniones éticas se sitúa en el cam po del conocim iento, que sean aceptables para las otras personas.
m ientras que el de la relatividad o no de los principios m orales está en C ada vez que los hombres dialogan están suponiendo que existe
el orden del ser. N o cabe pasar de uno a otro cam po sin tom ar ciertas una fuente externa a sus deseos y preferencias que perm ite contrastar
precauciones. Alguien podría decir que el ejemplo de la astronom ía si lo que dicen es acertado o no9. La m ism a actividad científica carecería
no es adecuado, pues los juicios sobre ella son juicios de hecho, o sea, de sentido si no se piensa que existe alguna verdad a la que podem os
objetivos, mientras que los que se refieren a materias m orales son jui­ aproxim arnos, aunque nunca lleguemos a poseerla plenam ente, como
cios de valor y, p or tanto, subjetivos y relativos. Pero, sin perjuicio de la cu rva asintótica nunca termina de tocar la recta, pero sólo podem os
las limitaciones del ejemplo, eso es precisam ente lo que el relativismo llam arla así si sabem os que existe una recta a la que se aproxim a gra­
debe dem ostrar, y no cabe darlo a priori por probado. dualm ente sin llegar a tocarla. Otro tanto sucede en m aterias morales.
La segunda convicción que subyace al relativismo es sorprenden­ Si no se supone la existencia de una verdad, el diálogo carecería de
te. Consiste en suponer que la ética tiene que ser una tarea sencilla. sentido, sería m era propaganda para convencer a otro o, en el mejor
En efecto, ¿cóm o justificar que alguien se extrañe de la diversidad de de los casos, algo parecido a un recíproco análisis de las preferencias
opiniones éticas y derive de allí el relativism o? Sólo cabe explicarlo de cada uno, en donde los interlocutores se limitan a señalar cuáles
porque parte de la base de que la ética debe ser algo sencillo, fácil de son las emociones o movim ientos del espíritu que les parece que están
conocer y explicar. Al relativismo le sucede lo que a la zorra de la fá­ experim entando en ese momento.
bula, que com o no puede alcanzar las uvas, termina por decretar que Por otra parte, los hombres no sentimos la necesidad de justificar
están verdes. Si partiera de un supuesto distinto, es decir, si pensara cualquier cosa, sino sólo aquellas que nos parecen relevantes. No jus­
que el conocim iento de lo bueno y lo m alo es una tarea lenta, laboriosa tificam os por qué nos pusimos prim ero el calcetín del pie izquierdo
y que requiere el trabajo conjunto de m uchos, entonces las variaciones hoy en la mañana. Y lo relevante o irrelevante no lo determ inam os
le parecerían explicables. Es más, se sorprendería del hecho de que, a nosotros caprichosam ente, sino que depende de ciertas circunstancias
pesar de las notables dificultades de esa tarea intelectual, se produjeran
externas, que constituyen como el horizonte donde nuestras acciones
tantas coincidencias.
se observan y adquieren significado. Es posible que en algún caso sea
relevante el ponerse prim ero el calcetín izquierdo, por ejemplo, porque
VI. EXIGENCIAS D EL DIÁLOGO es parte de una obra de teatro destinada a m ostrar el papel del lado
14. Com o se dijo antes, los anim ales no tienen el problem a de izquierdo en la vida de los hombres, pero nuevam ente eso no es algo
poner límites a sus acciones. Las fronteras de lo que puede hacer un que se determine caprichosam ente o que dependa de cad a individuo
león están dadas sólo por el alcance de sus fuerzas y por las circuns­ en particular. Si nosotros fuésemos capaces de dar, de m odo pleno y
tancias de hecho que lo rodean. Si fracasa en su intento de cazar una absoluto, el significado último y la valoración de nuestros actos, en­
gacela, tam poco se reprocha nada. A parte de la molestia de tener el tonces el diálogo perdería toda su razón de ser.
estóm ago vacío, está en perfecta paz consigo mismo, porque carece 15. Cuando discutimos con otra persona porque nos ha hecho algo
de una instancia que le permita desdoblarse, observarse desde afuera m alo, no estam os diciendo simplemente que no nos gusta lo que hizo,
y som eterse al propio juicio o al de los demás. Los hom bres, en cam ­ sino que afirmamos que ha incumplido un principio que él m ism o co-
bio, requieren justificación, ya sea ante los demás, ante Dios o ante sí
m ism os. N ecesitan encontrar razones de por qué han hecho o van a 9 Para lo que sigue, cfr. T a y l o r , Ch.; La ética de la autenticidad, Paidós, Barcelona,
hacer algo, y de ordinario no basta con que digan sim plem ente que 1994, p. 67-76.

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J o a q u ín G a r c ía -H u id o b r o

noce ("no m entir", "no robar", u otro por el estilo) y que puede cumplir.
Y la respuesta de la otra persona norm alm ente no va en la dirección
de negar la norm a. Más bien, "casi siempre trata de dem ostrar que lo II
C a p ítu lo
que ha estado haciendo no va contra la norm a, o que, si lo hace, hay
una excusa especial para ello"10. Lo m ism o sucede con experiencias EL CONOCIMIENTO I
com o la indignación moral. Si no existen algunos criterios intersubje­
tivos de valoración y si no admitimos la posibilidad de conocerlos, la
indignación moral tiene tanto alcance com o la decepción del veraneante
cuando se levanta y ve que el día está nublado.
Es un hecho que no termina de sorprender el que en nuestra época
m uchas personas adhieran al relativismo m oral y, al m ism o tiempo,
defiendan con ahínco ciertos derechos que consideran inalienables o
I. E L EMOTIVISMO
reprochen con todas sus fuerzas determ inadas prácticas o situaciones
't La difusión del relativis
que lesionan la dignidad hum ana. Esto m uestra que, en el cam po de
la praxis, estam os suponiendo ciertos parám etros que no dependen -L W a ctitu d es y propuestas fili
de lo que diga la legalidad vigente o la voluntad de los poderosos. Una de ellas es el em otivism o é t
Cuando los hom bres exigen un respeto absoluto para ciertos atributos que tiene gran im portancia en h
o prerrogativas de la persona, no siempre son conscientes de que un los hom bres estaban convencic
alcanzar la verdad, los nuestro:
respeto absoluto requiere, al mismo tiempo, un fundam ento que tenga
el m ism o carácter. Las razones por las que puede producirse esa diso­ que está detrás del emotivismo
ciación entre lo que se niega en teoría y lo que se adm ite en la práctica son (o pueden ser) juicios racio
son m uy variadas y no es del caso tratarlas aquí. Sin em bargo, a buena preguntándonos si cabe encont
hora se produce esa incoherencia, porque, aunque el reflexionar sobre cuestión es im portante, porque 1
el fundam ento teórico de las acciones tiene im portancia, lo decisivo en alabanza y de reproche, decimc
que están m al, afirm am os que c
el cam po de la ética es lo que se hace.
que otras deben ser exigidas )
En sum a, aunque la difusión del relativismo sea explicable por
tienen estas afirmaciones?
diversos factores, entre los que se cuenta el desconcierto que produce
A lgunos autores piensan
la diversidad de opiniones éticas, hay buenas razones para no caer
en él. Entre ellas, algunas de carácter negativo, com o la dificultad del racionales, sino sólo emotivos
relativism o para fundam entar la obediencia a las leyes, y otras de ín­ tortura es m ala" en realidad lo
m e desagrada la tortura". ¿Por (
dole positiva, com o el hecho de que una serie de actividades nuestras,
entre ellas el diálogo y la exigencia de un respeto absoluto de ciertos respuesta es m uy sencilla: pon
afirmaciones tienen m ás peso, i
derechos hum anos, suponen la existencia de una verdad a la que se
com o la com ida, la m úsica o e
trata de acceder.
gusta" una com ida decimos qu<
esté m al preparada, pero usai
que está bien cocinada. El trac

10 L ewis , C. S.; Mero cristianismo, Editorial Andrés Bello, Santiago de Chile, 1994, p. 17. 11 DK 22 B 123

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