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“¿Tú y yo más allá del tiempo?

” me dijo la Dama con un tono burlón, “Ustedes son algo tan graciosos
algunas veces”, continúo sin dejar de mirarme con sus fríos ojos.

Las palabras que acababa de pronunciar habían llegado a sus oídos, aunque de más está decir que
no eran para ella. Pero la Dama no se tomaba las cosas muy en serio, y estoy seguro que eran pocas
las veces en las que no le aburría alguien como yo. Pero ahora tenía algo a mi favor. Detrás de su
mirada burlona y antes impaciente, detecté un asomo de curiosidad.

“No, no es nada, olvídelo” le dije mirando a un lado para acentuar el efecto. La dama de improviso
se irguió de su amoblado trono. “¡¡¡¿Cómo te atreves pequeña escoria?!!!” aulló. “Te iras cuando
yo te diga que puedes. No antes, no después. Explícame que significa lo último que has dicho.”

Pensando con sumo cuidado cada palabra, le respondí. “No es nada realmente, Dama, era tan solo…
una historia que estaba contando para mí. No querrá usted oírla, se le hará muy larga y sin sentido,
además…” La Dama se irguió aún más. “Ahora que lo pienso mejor” me apresuré a decir, “le contare
una que leí mucho tiempo atrás”.

---Karsten---

Le he conocido al caerse por el río.

Mi padre me había dejado la tarde libre para ir al bosque y recolectar plumas, hojas secas, piñas, o
lo que fuese que encontrase y, por sobretodo, me agradara. El día de trabajo bajo el sol abrasador
era parte del común denominador que nos unía a todos los campesinos. Mi abuela trabajó desde su
infancia haciéndose cargo del ganado, tejiendo los telares para los señores del feudo, y corrigiendo
a sus hijos. Mi madre, al igual que mi abuela, se ganó la vida de símil forma, con la salvedad de que
había sido bendecida por Apolo, con lo que lograba alegrar nuestras noches con sus melodías, bajo
la luz de la única lámpara que nos podíamos permitir prender.

Karsten se ahogaba cuando lo vi por primera vez. El riachuelo había dejado atrás su apacible vida y
decidiendo que era tiempo de que todos conociesen su nombre. No lo hacía por maldad, eso estaba
claro, pero ¿qué es lo que podría contemplar un rio en un pequeño hijo de adán que apenas viviría
unas cuantas décadas? No lo entendí por ese entonces. Mi atención (y consternación debo decir)
estaban centradas en la pequeña figura que luchaba por sostenerse de una frágil rama que
sobresalía del fango. Sus pequeñas manos sujetaba con fuerza la astringente superficie de la rama
de zálamo, pero todo testigo de sus heridas viajaban rápidamente corriente abajo.

Seguí mirando como por siete u ocho segundos más, sin saber realmente que hacer, convertida en
un mero observador de la situación. Hasta que el pequeño fijo su mirada en mí. Sus ojos pedían
desesperadamente ayuda. En su cara, ahora pálida, podía ver el pavor.

De mi garganta se liberó el grito más agudo y potente que he podido alguna vez emitir. Y, mientras
el pequeño luchaba por su vida, mi hermano Nico acudía en mi ayuda.

Llego unos segundos después, cuando me encontraba yo casi al borde del rio. Al ver la escena,
rápidamente se desprendió de los zapatos de tela y saltó al cauce. Después de unos segundos de
forcejeo para equilibrarse, pudo avanzar. Fue recién, cuando este se hallaba cubriéndole el cuerpo
hasta las rodillas, que pudo sujetar al pequeño Karsten. Con fuerza, le arrojó hacia la orilla opuesta
y, presuroso, se dirigió hacia el lugar. El niño había tragado mucha agua, de eso no quedaba duda
alguna, pero luego de unos minutos de descanso tendido en la tierra húmeda, se repuso.

Nicodemo recibió esa noche un pequeño cerdo de parte de la familia de Karsten, en forma de
agradecimiento por haberle salvado. Por mi pequeña ayuda, yo recibí un amigo.

***

Con el pasar del tiempo Karsten resulto ser terrible en lo que se refería a actividades físicas. Los
juegos rudos no eran su fuerte. Una personalidad afable y bondadosa no son ciertamente las
características que se buscan en esta época. Yo mientras tanto era mucho más habilidosa en las
labores normalmente asignadas a los hombres. Además era bastante buena para la lucha cuerpo a
cuerpo, ya a la edad de 15 años, ni siquiera Nicodemo podría vencerme. ¡Y qué decir de Karsten! ¡Si
es que estuvo a punto de ahogarse otras 6 veces!

Karsten moriría a los 18 años; y a pesar de lo mucho que le he criticado, era muy bueno en las artes
asociadas a la nobleza. A los 10 años, ya sea por cosa del destino, encontró un libro sumamente
ornamentado (que algún carruaje real debió haber dejado caer por casualidad) y con mucho
esfuerzo, aprendió a leer. Con esto, se convirtió en (llamado cariñosamente) la rareza del pueblo.
Pero fue también él, quien me enseño a escribir y leer, si bien claro, conmigo tomó mucho más
tiempo.

Cuando joven, sus habilidades le llevaron a ser ayudante de registro del segundo escribano del señor
del feudo, esto a la corta edad de 13 años. Fue en esta época en la que nos dejamos de ver; yo me
dedique a los cultivos, mientras que Karsten a sus libros y pergaminos.

Karsten paso los siguientes dos años como ayudante; a los 16 se volvió asistente del primer
escribano, y a los 17, aunque bajo el mismo título, y sumado a la ociosidad del primer escribano,
sería el principal registrador del señor del feudo.

Dudo que el haya tenido ambición política alguna, no tenia deseos de poder, ni de gloria. Solo vivía
para sus libros y su escritura.

Un 13 de marzo de 1421 se extendió por las villas una nueva resolución del señor del feudo. Existían
problemas al norte en la parte fronteriza del feudo, y necesitaban recaudar más impuestos que se
destinarían a las fuerzas militares. Este impuesto sobre las paupérrimas condiciones de vida que
solíamos gozar en ese entonces no fue bien visto por nadie, y no mejoró en nada la perspectiva
cuando (debido a la reticencia a pagar) el señor feudal mando a quemar parte de una villa
perteneciente a su feudo, al sur de donde vivíamos. Luego de muchas noches de tertulias, todos
tenían clara la meta. Derrocar al señor feudal, y que cada villa viviera con lo que podía producir (que
sin impuestos, no era nada envidiable a decir verdad).

Aprovechando que la mayor parte de las fuerzas militares del señor feudal estaban fuera del
territorio, el enardecido ejército conformado por los varones de doce villas distintas emprendió la
marcha desde el cauce del Rio del Olmo hacia el castillo. Ocultos por el velo de sombras de la luna,
se alejaron sigilosos. Nicodemo era uno de los doce líderes que encabezaban la marcha.
Horas antes le había pedido a Nico que no fuese, pues sentía algo en mi interior, algo que me hacía
decirle “¡aléjate del castillo!”. Como era lógico, Nicodemo, como líder que era, no podía hacer más
que hacer caso omiso de mi petición.

En la oscuridad de mi alcoba torne la mirada al noreste, y vi las volutas de humo en contra luz con
la luz de la luna, y un poco más al norte, la imagen del fuego ardiente impregnando mis retinas. Al
volver en su mayoría los varones, busque a Nicodemo entre la multitud. No le encontré. Sollozando
volví a mi casa, y en la oscuridad me sumí en un profundo e intranquilo sueño. En mi sueño vi a
Nicodemo llorando, sosteniendo un libro quemado, y repitiendo con profundo e incesante dolor “lo
siento, lo siento” una y otra, y otra vez hasta que las palabras dejaban de tener significado.

***

Desperté cubierta de sudor frio. Me recliné sobre mi cama, y a través de la puerta abierta de mi
cuarto vi un par de botas en un rincón del pequeño, y la chaqueta de Nico hecha jirones colgando
de una silla. Por la ventana, a mi izquierda, se veía el paisaje que anteriormente hubiese guardado
al castillo feudal; pero donde ahora solo se observaban, a lo lejos, unos cuantos cimientos
ennegrecidos y débiles estelas negras que se elevaban manchando el pálido y azulado cielo de la
mañana.

Me acerqué hacia la puerta y la terminé de abrir lentamente. En una silla, a un rincón, Nicodemo,
algo cubierto por las sombras, se hallaba quieto y silencioso. Mientras más me acercaba, mayor mi
certeza era de que no estaba bien. Su mirada, perdida en el vacío, y su cuerpo, temblando.

Y entre sus manos, sostenía un trozo de papel quemado a medias. Con una mirada que se dirigía a
mí, pero solo acababa atravesándome, me lo entregó. Parecía haber sido una carta, pero toda la
parte superior se hallaba ennegrecida, sino quemada por el fuego. En lo que restaba se podía leer:

“Tú y yo, más allá del tiempo. Para Oddi, con amor, Karsten.”

***

“Fin”, dije. “¿Qué le pareció?” le pregunte con algo de duda. “Bah… Esa historia si la recuerdo,
créeme, pequeño, que cuando uno está así de atareado, tiende a recordar las cosas con bastante
detalle. Bueno, bueno… creo que ya conversamos lo suficiente…” dijo, pero sus ojos nebulosos aún
tenían algo de brillo de curiosidad. “Bueno, entonces será mejor que me vaya” repliqué con fingida
despreocupación. “Pequeña rata juguetona…” dijo casi con cariño. “Sé que tienes más aun, vamos,
de una u otra manera pasaras, así que… ¿por qué no me entretienes un rato más?”

---George---

Faltaban más de tres estaciones para llegar a mi destino, pero ya no pude soportarlo más. Luchando
contra el mar de gente aglomerada dentro del vehículo, logre bajar a duras penas. Con un pie
lastimado, el saco arrugado y el sombrero irremediablemente aplastado, tome la pedregosa calle.
El tiempo estaba inusualmente permisivo, por lo que me propuse caminar la distancia restante hacia
la casa donde encontraría a Mr. Heisenhil, el octogenario de quien me haría cargo como cuidadora
personal, a partir de ese día.
El anciano había sido durante su juventud un eminente (y algo narcisista) abogado. En su madurez,
uno de los jueces de la corte de la ciudad, y había alcanzado la fama, justamente, por sentenciar a
más de 58 acusados en un solo día, declarándolos a todos culpables de sus crímenes. Nunca se había
casado y pocos eran los amigos o conocidos que podían contar palabra de este.

Gustaba de cultivar las artes, siendo fiel seguidor de Denegri, Gotteau y San Joliman en lo que se
refiere a la pintura, soberbio conocedor de Marcel D'laud, Frederick Marsel y Land von Heckher en
cuanto a música; y por sobretodo austero, adicto y obsesivo coleccionista de Obliviateau, Nicolas
Vadel y muchos otros más en cuanto a literatura se trataba. Por otro lado, sus hábitos sedentarios
(adquiridos en su vejez) le habían hecho ignorar el teatro, que para fines prácticos, el anciano lo
había dejado de considerar un arte.

Le disgustaba profundamente toda manera burda y pueblerina de realizar hasta el más sencillo acto;
ya fuese el de cenar o caminar; e incluso la mínima señal de una muletilla atisbándose en el ceño
de la más bella dama. En resumen, era un aristócrata de esos que ya no quedaban muchos, pero
mucho más inllevable y hedonista que el común de ellos. Por cierto, era muy adinerado.

Tras repasar por tercera vez los modales que había estado entrenando las últimas tres semanas,
rigurosamente, toque la campana. Se decía que el anciano tenía una fijación por el número catorce;
asimismo, contaba con catorce habitaciones en el cuarto, catorce ventanas en la casa, catorce
estantes en la biblioteca, cada uno separado en catorce pisos en los cuales iban catorce tomos de
distinta clase. Con el tiempo llegue a enterarme que guardaba otros cientos de libros en un cuarto
tras una pared falsa tras la mesita de la biblioteca, sin ninguna clase de orden.

“Este tomo esta defectuoso” le oí decir un día. “Devuélvelo y consigue el reembolso íntegro…
además dile a esa perversa hiena de Sodenher que no pienso volver a hacer tratos con él, ni pisar
esa sucia librería.”

Acababa de entregar el libro al viejo Hank Sodenher, dueño del establecimiento que tenía el clásico
aspecto de una librería que ha sido cuidada con esmero, pero cuyo fin parece más el de atesorar,
que el de vender los volúmenes. Tras echarle una mirada al libro, Mr. Sodenher dio media vuelta y
desapareció entre los grandes estantes de la trastienda. “Llevare el dinero en un momento,
señorita” le oí decir. En ese momento reparé en que no sabía cuál era el libro que acababa de
devolver. Como supuse que la duda que me perseguiría hasta la puerta de la librería (y de mi alcoba),
decidí pedirle que me dijera el nombre del libro era el que acababa de devolver. Como supuse
también, la pregunta no le hizo mucha gracia, y con un áspero “George, atiende a la dama”, me dejó
con su ayudante.

Era joven y de contextura delgada, tal vez tenía un par de años menos que yo, con el cabello negro
corto, y usaba unos lentes redondos de montura regular. Su sonrisa (que inmediatamente noté)
mostraba unos dientes bastante parejos y unos labios delgados y pálidos. Le sonreí como respuesta,
aunque su forma de mirarme, debo admitir, me divirtió mucho. Supongo que no debían entrar
muchas féminas a ese lugar.

“Tú y yo, más allá del tiempo” dijo mientras traía de uno de los anaqueles el libro que acababan de
devolver. La tapa rojo vino, con las letras doradas en el lomo, y una figura de un óvalo que en sus
cuatro puntos cardinales parecía tener unas pequeñas alas doradas. “Son una serie de relatos y
poesías del siglo XV al parecer, mmmm… escrito por...” Su rostro de sorpresa me hizo preguntar
“¿Qué?” “Nada, es solo que... Lo ha escrito una tal Odessa Kannat” “Y eso es sorprendente debido
a…” “Es que es sumamente raro encontrar libros escritos por mujeres, anteriores al siglo XVI”
“¡Entonces hemos sido muy afortunados!” dije con tal vez algo más de brusquedad de la que
pretendía. Con algo más de tacto, pero algo suspicaz, pregunté. “¿Usted cree que yo no podría
escribir un libro?” “No es que yo crea… no, no es eso” dijo sin captar el tono de mi pregunta. “Es
solo la concepción social que se tenía en esa época... pero olvídelo, mas bien podría usted
decirme...es decir... el libro está en perfecto estado… por lo que puedo decir...”

Me tendió el libro, al hacerlo, nuestras dedos se rozaron, y sentí como un estremecimiento viniendo
de los del pobre muchacho. Examine el libro y con los ojos de un inexperto pude ver que, en efecto,
se hallaba en buen estado. Lo giré, lo abrí, y lo volví a cerrar. Al hacerlo, fije mi mirada en la figura
de la portada, se extendía casi hasta el título de este, por arriba, y hacia abajo, casi hasta el nombre
de la autora.

Entonces comprendí porque Mr. Heisenhil había mandado devolver el tomo. ¡Lo había escrito una
mujer! Empecé a reír. George, me miraba perplejo, sosteniendo el libro entre sus manos. “Olvídelo,
Mr...” “Puede llamarme George, o si prefiere Mr Sodenher… hijo… ¡pero le pido, no me llame Mr.
George! Suena tan... ¡ridículo!”

***

Pasamos el resto de la tarde discutiendo diversos temas, desde los libros que vendían, hasta los
personajes que habían visitado esa tienda. Al final de la noche habría perdido yo mi trabajo (al viejo
Heisenhil no le agradó para nada mi ausencia de cuatro horas), pero habiendo ganado un tímido
compañero.

Antes de salir de la tienda, George mencionó una obra de teatro que se acababa de estrenar unos
días atrás apenas. Adivinando sus intenciones, le dije que nos encontráramos la tarde siguiente para
asistir a la función de las catorce horas.

Sin dejar de sonreír. George me dirigió una última mirada de despedida tras los vidrios de la librería
mientras tomaba el camino de regreso a la casa del viejo Heinsenhil.

***

“Mmmm… creo que ya recuerdo” decía, mientras rascaba su barbilla. ”¿Eso te lo contó George?”
“No en realidad, Dama. Verá, ese relato me fue dado tiempo atrás, por mi abuelo, el hijo de George
y…” “Oh sí, sí, claro, claro…” dijo algo distraída, “pues has cambiado algunas partes en la historia”
me dijo mientras seguía con la mirada perdida en el pasado. “Para empezar, George no fue quien
ofreció la invitación al teatro…” Noté que la Dama se empezaba a aburrir de mí. Y mientras se
explayaba en cuestiones históricas del relato, pensaba que contarle a continuación. Recordé esa vez
en que mucho tiempo atrás, y a escondidas, espié la conversación de mi padre con uno de sus
amigos periodistas.

---Benito---

Benito entro por la puerta agitado y sudoroso. Yo había estado viendo uno de esos programas que
pasan a las 3 am de la mañana por la tele de paga robada. Uno de esos que ve uno por tener mas
que un ruido de fondo y algo de compañía. Creo que era una vieja película, de esas que se filmaban
cuando aún no había computadoras ni efectos especiales. Trataba sobre una granja o algo así, y
aparecían unos niños pequeños. A decir verdad podría haber estado viendo uno de esos comerciales
asiáticos de productos que uno, al comprar, probablemente nunca use.

A través del velo de alcohol que nublaba mi vista, pude distinguir su cuerpo musculoso; no del tipo
definido que adquieres en un gimnasio sino del que ganas al vivir en la calle; no muy inflado, lleno
de tatuajes y salpicado por unas cuantas cicatrices. El vago resplandor de la t.v. tampoco dejaba ver
mucho, pero al acercarme más, noté que Benito estaba realmente aterrado.

“Estamos jodidos, chula, estamos… jodidos” balbuceaba. Sin atinar a responder algo, trataba de
sujetar su rostro entre mis manos. “Tienen a Galpo, y… a… a… Miguel, y... y...” “Pero... ¿qué ha
pasado?” “También he visto como disparaban a Nico” Me quede horrorizada de lo que acababa de
decir. Benito parecía fuera de sí. Nunca le había visto de esa manera, ni con la poli, ni con nadie.
Nunca. ¡Jamás! “Pero cuenta, que ha pasado, ¿cómo que muerto? La poli...” “No, nonono” repetía.
“Es... Tiberiano, el hijo de puta nos ha encontrado” Mi alma dejo mi cuerpo por unos segundos.
Sentía como el frio calaba en cada centímetro de mí ser.

***

Habíamos llegado a Arepo hace menos de medio año. El escape de la capital había sido casi de
película; imposible de no ser porque contábamos con ayuda de un tío lejano dentro de la poli, allá
en la capital. Cierto “poli” de la capital nos había “custodiado” y “trasladado” a una prisión bajo
cargos de distribución y consumo de drogas. Y mientras él hacia el papeleo, nosotros cinco salíamos
de la ciudad en un volquete que se dirigía hacia el sur. No había resultado nada barato, eso es cierto,
pero cualquier precio era poco con tal de escapar de Tiberiano y su gente.

Hubo un tiempo en que a pequeña escala trabajábamos vendiendo el producto a unos cuantos
“selectos” compradores. Benito, conforme pasaban los meses se hizo más ambicioso y trato de
entablar negocios con un proveedor mayor. Lo aceptaron en el grupo. Y por un tiempo todo fue
cuesta arriba.

La cosa se fue a la mierda cuando uno de sus pequeños pendencieros de Tiberiano (alguien muy
cercano al parecer) se drogó hasta los huesos y terminó muriendo en Hogar Valdio, una de las casas
en donde operábamos. La culpa (obviamente) recayó en quien le vendió el producto en el lugar:
Benito. La gente de Tiberiano era intocable, casi como esos tipos de la mafia italiana que salen en
las pelis. Si le pasa algo a uno de ellos y estuviste cerca, probablemente termines en un basurero.

“Salgamos por la ventana y crucemos al otro edificio por el techo” le dije. Benito, caído con la
espalda recostada junto a la puerta levanto la mirada, y asintió. “Va-vamos”. Benito se levantó,
metió lo poco que teníamos en la mochila negra y, sacando los seguros de la ventana, se dispuso a
abrirla. Un estruendo, seguido de los trozos de ventana destrozada, invadió el oscuro cuarto. “¡Están
ahí, los acabo de ver!” alcance a oír. Benito, en el suelo y con la respiración acelerada me miró.
“Estamos muertos” me dijo con la seguridad esa que tienen los desahuciados. Mientras nos
mirábamos se alcanzó a oír ruido de motores, puertas abriéndose y pisadas sobre el agua empozada
del callejón cinco pisos abajo. Tal vez Tiberiano había ido en persona, aunque lo dudaba él no se
ensuciaba las manos así.
Me deje caer al lado de la cama, a unos centímetros de Benito, para ser honesta conmigo misma, lo
único que quería quitar de mi mente eran los pocos minutos que nos separaban del infierno. “Si nos
cogen... ¿qué nos harán, Benito?” Benito seguía cabizbajo “¡Benito!!!” grite llorando. “¿Nos
asesinaran como a un par de perros?” Él me miró, la sombra que cubría sus ojos me decía que
temiese lo peor.

***

Se escuchó estruendo y unos gritos agudos pisos abajo. “Esa fue la reja” pensé, sin preocuparme
mucho por las otras personas que vivían en los demás cuartuchos del edificio, y que no tenían nada
que ver con el problema.

Escuche el sonido de un cierre abriéndose a toda velocidad, y vi a Benito vaciando la mochila sobre
el piso de losa. Separo los paquetes de MKD puro; que siempre tenía listo por si había algún
comprador desesperado, con pocas luces, pero mucho dinero. Sacó las jeringas y las tiras de goma,
su encendedor. “¿Que mierda haces?” le grité con desesperación. Benito estaba absorto en la tarea.
Con la habilidad que solo los años en el negocio te dan, preparó ambas inyecciones en menos de un
minuto. Las puso a trasluz de la T.V. Se veían mucho más turbias que de costumbre.

Los pasos, risas y gritos salvajes se escuchaban ahora mucho más cerca. Benito, con el rostro
cambiado, (hasta sereno, se podría decir) me miró y pasándome una jeringa me regaló una débil
sonrisa.

Otra vez, las lágrimas empezaron a caer de mis ojos, empañando mí vista aún más que el alcohol.
Sentí la presión de la tira de goma en mi antebrazo. Vi que Benito ya tenía la suya puesta. Todo
estaba borroso. Un estruendo distorsionado vino de la puerta del cuarto. El rostro de Benito
sujetando con una mano la jeringa en mi antebrazo y colocando su antebrazo para que yo hiciese lo
mismo con él.

La sensación fui un millón de veces más fuerte a cualquiera antes sentida en la historia. El estruendo
en la puerta seguía, y ruidos de madera rompiéndose y gritos desaforados, maldiciendo empezaron
a llegar a mis oídos. Pero ya no tenia importancia.

Benito tumbado a mi lado, susurraba “Tú y yo, más allá del tiempo”.

***

La Dama empezó a reír a carcajadas. Su voz se extendía por todo el lugar, haciendo retumbar incluso
mis huesos. “¡Eso sí que es interesante! Vaya, vaya” decía, riendo aun. “¡Ahora sí que te luciste!
Pero dime, pequeño, ¿tú lo inventaste?” “Sí.” “Pues debo admitir que me agradó, no escuchaba
nada nuevo en años” La Dama siguió riendo un poco más, hasta que sus ecos se detuvieron. “Bueno
pequeño” dijo, mientras sacaba su lista con el fin de tachar mi nombre. “Fue interesante tenerte
por un rato, pero debo seguir con mi trabajo.” “Lo entiendo Dama, lástima que no pude contarle la
historia que me estaba contando a mí…” el brillo volvió a sus ojos. “…pero en otra ocasión será.”

La Dama, dubitativa, me miró. Miró la lista, y a continuación la fila de nombres que no dejaban de
aparecer. Me volvió a observar, más seria; y con un suspiro finalmente dijo. “Adelante, pero esta
será la última, tengo mucho por hacer…” “Entiendo, Dama. Ahora, si usted me permite…”
---Nao---

Nao era muy bueno conmigo. A pesar de que prácticamente habíamos hablado casi nada, el lazo
que él, casi en su totalidad, había logrado establecer entre los dos, era simplemente mágico ya que
los 6 años había perdido yo, toda capacidad de moverme e interactuar con el mundo externo.

Estaba en el patio de recreo con los demás niños. Aún recuerdo ese día con ferviente detalle. Cada
rostro, cada textura, cada risa. La brisa y la humedad del lugar, y el olor a tierra mezclada con el
aroma del estofado que preparaban en la cocina. La cuidadora encargada del recreo, Li Su, estaba
consolando a una pequeña que acababa de rasparse un codo jugando al caerse. Yo por mi lado,
acababa de decidir que sería la líder del recreo; y, como toda líder debía, de contar con seguidores.

Con el fin de conseguir mi primer seguidor, me dirigí a la que yo creí la presa más fácil. Un pequeño
niño llamado Naoki Oshiro, quien acababa de llegar de Japón hace tan solo una semana. Al ser el
nuevo de la clase, me pareció que debía ser el más fácil de engatusar. Me plante delante de él y le
dije con mi infantil voz que iba a presenciar algo realmente increíble. El pequeño se quedó mirando
perplejo, mientras empezaba a subir por una construcción de madera a manera de red que llevaba
a la parte superior de una suerte de casita de madera, donde iniciaba el tobogán.

Empecé a subir distraídamente, volteando para cerciorarme de que Nao estaba mirando, y este con
su mirada tímida, cumplía con la promesa exigida. Iba tan solo en el tercer escalón cuando me
resbale y caí con las manos y rodillas en el lodo, ensuciándome todo el buzo. Avergonzada mire
alrededor para ver si alguien lo había notado, y vi a Nao, riendo desvergonzadamente de mi
desgracia. Apuesto a que mis mejillas se ruborizaron, ya sea de vergüenza, o de cólera, después de
todo... ¡yo era la líder!

Mientras el chico japonés seguía riendo, me pare rápidamente y decidí trepar otra vez; y aunque el
lodo en mis zapatos y manos hacían más difícil el ascenso, conseguí llegar al pie de la pequeña base
donde estaba la casita de madera. Voltee para ver como Nao, junto con otros pequeños, me miraban
maravillados por la temeridad de la acción que estaba cometiendo. Me sentí en la cima del mundo,
y nadie podría quitarme eso. ¡Había logrado algo que nadie en el jardín se había atrevido a hacer
antes!

***

Cuarenta y cuatro segundos antes, un pequeño llamado Xiang Cheng se había ocultado en la base
del tobogán, huyendo del regaño que le daría Li Su por haber empujado a una de sus compañeras.
Su atención había derivado rápidamente a la resbaladilla en sí, y a la fantástica idea de subir desde
ahí hasta arriba, a la a base donde se encontraba la pequeña casita.

A pesar de los resbalones, llegó a la cima del tobogán. “No fue tan difícil” se dijo. ¡Había logrado
algo que nadie en el jardín se había atrevido hacer antes! Para hacer más efusivo su logro, Xiang
saltó hacia la base y gritó de la emoción.

Duró solo unos segundos, ya que mientras lo hacía, alcanzó a ver el rostro de una pequeña niña que
instantes antes estaba sujeta a la baranda de madera, pero que ahora resbalaba y caía con una cara
de sorpresa borrando la sonrisa que segundos antes invadía su rostro, mientras sus manos trataban
de sujetar el vacío.
No fue un golpe especialmente fuerte, ni la altura excesiva, pero por cuestiones del azar (o quien
sabe) una de las salientes de madera alcanzó una de mis vertebras en el cuello, fracturando los
huesos y rompiendo los nervios que allí se encontraban. Nao seguía riendo como los otros niños,
pensando que era parte de la hazaña.

***

“Estoy pinchando tu dedo meñique, ¿Puedes sentirlo?” “No” le dije al rostro con la indumentaria
verde y la tabla de anotaciones. “¿Estás seguro de que lo estás haciendo bien?” inquirí. Escuché un
sollozo, pero no podía ver de dónde venía. “Doctor, pruebe una vez más, por favor” escuche decir a
mi padre. “¡Papá!!!” grité, queriéndole contarle como había escalado el juego del patio. “Estoy
pinchando la palma de tu mano izquierda, ¿lo puedes sentir?” “Dile que lo está haciendo mal, papá!”
El rostro de mi padre, enjugado en lágrimas, apareció en mi campo de visión. Me hablaba
pidiéndome perdón, y diciendo que todo iba a estar bien. En ese momento no entendía nada; y de
hecho, me pase los siguientes diez minutos tratando de pedirles una explicación de porqué me
ignoraban. Pero se hacía difícil cuando no podía verlos, pues no sabía si me escuchaban o no.

Una doctora apareció y les empezó a hablar. Mi madre sufrió un desmayo, mientras que mi padre,
siempre tan fuerte, se reclinó sobre su silla y ocultó su rostro entre sus manos. De lo que la doctora
le explicaba, añadiéndole mi propia experimentación, entendí que algo había pasado en mi cabeza.
Algo que me impedía moverme y emitir sonido alguno. Solo podía ver, oler y oír, pero el tacto y
cualquier movimiento, al menos del cuello hacia abajo era inexistente. Demás está decir que ya no
podía hablar, y que lo que escuchaba, o creía escuchar, eran tan solo los ecos de mi mente.

El tiempo pasó, pero mi estado no mejoró, aunque para ser justos tampoco empeoró. En el pabellón
especial donde estaba, me trataban bastante bien. Me alimentaban, me aseaban, me vestían y hasta
me dejaban las caricaturas, aunque claro, ellos no sabían si las disfrutaba o no. Mis padres me
visitaban a menudo, sobretodo mi padre. Con los años me enteré que mi madre no podía sobrellevar
la tragedia de verme en ese estado, y se limitaba a hacerme llegar cartas escritas por medio de él.
Eso, aunque me puso triste, sé que me seguía amando y que en realidad, todo era muy duro para
ella. Mi padre por su parte me visitaba hasta cinco veces a la semana; tanto como su trabajo en la
televisora se lo permitía.

Nao hizo su aparición al tercer mes de mi estadía en el pabellón. Me contó con su chino masticado,
que ahora habían puesto en el árbol, un tallado de una grulla en mi honor; y trajo con él muchísimas
tarjetas de “¡Recupérate!” y muchas grullas de papel. Fue muy bonito. No obstante, lo que más
disfrute fueron las horas que pasó contándome cuentos y probablemente, inventándolos, sentado
junto a mi cama. Sonrió al pensar lo muy feliz que hubiese sido si me pudiese haber oído reír.

Los libros infantiles se convirtieron en historietas, las historietas en cuentos, los cuentos en novelas
infantiles, y estas a su vez crecieron en novelas, y Nao seguía viniendo. Nuestras conversaciones
eran increíblemente variadas, si bien yo me encargaba únicamente de la parte del oyente, Nao era
lo suficientemente capaz de completarla satisfactoriamente por sí mismo. Me contó tantas cosas,
innumerables anécdotas. De cómo el más revoltoso de la clase, Xiang, le había dado su primer beso
a una niña que siempre solía molestar. Me contó también, con algo de duda, de la primera vez que
una chica se le declaró (historia que por cierto me hizo sentir algo triste) y lo nervioso que se había
puesto. Me contó de la vez en que tuvo su primera pelea y de cuando sufrió su primer rompimiento
amoroso, de esa otra vez en la que ganó el concurso de escalada entre colegios. Y así, me iba
contando su vida. Yo por mi parte, no tenía mucho que decir, pero agradecía cada segundo que Nao
pasaba a mi lado.

***

No fue una caída escalando una roca, ni el rompimiento con una chica lo que le daño el corazón. No.
Fue simplemente un defecto congénito el que llevo a Nao a un paso de la muerte. Su corazón dejó
de latir. Mi padre me dio la noticia, y yo impasible por fuera, pero destrozada por adentro, me enteré
que si existían unas cuantas historias que Nao nunca se había molestado en contarme.

Un día, al despertar encontré a mi padre, con los ojos rojos, junto con una pareja un poco mayor.
Ambos lloraban, y le miraban. Mientras hablaban entendí que la situación de Nao se había
complicado, y necesitaba un trasplante de corazón inmediato. Un doctor cuyo nombre nunca sabré,
les había mencionado extraoficialmente a los padres de Nao, que había una chica en el pabellón de
tratamientos especiales, quien cumplía con los requerimientos de compatibilidad que se exigía para
el tipo de sangre de Nao. Esa chica por supuesto, era yo.

Mi padre me termino de explicar la situación aunque no había necesidad de hacerlo. Por supuesto,
como padre que era, no podía decir que sí. “Cariño” me dijo. “He visto a ese chico venir a este
hospital durante estos 16 años”, sé que es el único lazo... el único nexo que tienes con una vida
normal...”

Mi padre me amaba, de eso estoy segura, pero también sabía que le debía la vida a ese muchacho,
no la vida fisiológica, no; si no, ese sentido que le damos al vivir. Que era Nao la persona que había
permitido vivir a su hija. Mi padre hizo, entre lágrimas y mocos, la pregunta que no creí que un padre
le haría a su hija jamás, pero que me alegró el corazón al hacerlo. “¿Le darás tu corazón a ese joven?”

Un parpadeo para sí, dos para no.

***

“¡Pero…!” La Dama se hallaba en tal estado que incluso había dejado caer la lista al suelo. “Entonces
¡¡¡¿qué paso después?!!!” preguntó casi al borde de la desesperación. “Dama… pero… ya es
tiempo… debo pasar… y usted sabe… deben haber reglas… ¿cierto?” La Dama estaba colérica. “Tú
no me vendrás a enseñar sobre mi trabajo pequeña escoria. Yo soy quien manda y reina de este
lado. ¡¡¡Yo soy quien decide, qué y qué no puede hacerse!!!”

Mi ser estaba inmóvil, tal vez me había excedido con eso último. De repente, la Dama se acercó
como un relámpago. Sentí congoja al ver como todo se cerraba a mí alrededor, como la oscuridad
empezaba a extenderse. “¡Es que hasta ese punto me sé la historia!” me atreví a decir, con los ojos
cerrados y los nervios crispados. La Dama se detuvo instantáneamente, como si nunca se hubiese
arrojado sobre mí. “Hasta ahí fue cuando me llamó tu… mensajera.” La Dama giró su mirada hasta
Navia, quien acababa de aparecer arrodillada a los pies del trono. “Navia, ¿es cierto lo que dice este
pequeño ser? ¿Le retiraste en el momento que dijo?” “S… s… sí mi señora… pero así apareció en la
lista…” “¿Me llamas mentirosa Navia?” “¡No! Mi señora, yo nunca… pero… está segura…” “Mira de
cerca mi lista Navia, y dime si ves el nombre del pequeño ser.” Y en efecto, mientras más buscaba
la mirada de Navia, mayor certeza tenía que mi nombre, el cual se encontraba por ser tachado
momentos antes, había desaparecido. La mensajera, nerviosa, tragó sus palabras. “Lo lamento mi
señora, lamento mi equivocación…” dijo hincándose a los pies del largo vestido de la Dama, quien
le dirigiría una dura mirada de advertencia.

Al levantarse nuevamente, Navia asintió; y, tomándome del brazo, me arrastro con ella por el lugar
que habíamos llegado inicialmente. A lo lejos, logré ver a la Dama inclinándose para examinar al
siguiente nombre. Mientras caminaba al lado de la Mensajera, pensé en esos últimos instantes
donde mis palabras no llegaron a sus oídos. Navia me condujo por un puente de luces vaporosas
que habíamos recorrido, pero en otro sentido. Al llegar al umbral por el que solo yo podía pasar, me
dijo “Has tenido suerte pequeño… pero esto te costara, pues La Dama se ha encolerizado conmigo…”
“Muy voluble resultó.” Le interrumpí. “No te burles de mí” chilló, pegando su rostro fiero, al mío.
“Deberías tener cuidado de enemistarte conmigo, pequeño, sobre todo por lo que está sucediendo
en este momento allá arriba.” Mi sangre se heló. Ella tenía razón, aun debía llegar al quirófano.
“¡Ahora vete, y no me molestes más!” Navia me tomó por los brazos. Podía sentir su gélida piel,
enfriándome como la primera vez que nos vimos. Pero esta vez, me sostuvo frente al final del puente
donde casi todo era ya luz, y sopló en mi rostro. Y desperté.

***

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