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“En mi casa hay un extraterrestre"

le dijo Valentino a Mechi I illa lo


miró como solo se puedo mirar n
Franco Vaccarini los que creen en marcianos y (SI
La noche del
no creía en marcianos. Sólo tenia
meteorito
un bicho de otro planeta en su
cuarto que es algo muy distinto.

Franco Vaccarini nació on en el


campo del partido do Lincoln pero a
los veinte años se radicó on Buenos
Aire»
Estudió periodismo y asistió ni
taller literario de la escritora Hebo
Uhart, entre otros. En el género
juvenil, algunas de sus obras non
las novelas Los ojos de la Iguana,
Eneas, el último troyano (versión
de La Eneida, do Virgilio)
A PARTIR DE 9 AÑOS
E L B AR CO
D E V A P
O F
Franco Vaccarini

La noche del
meteorito
EL BARCO^J^^DE VAPOR

Franco Vaccarini

La noche del
meteorito
PREMIO EL BARCO DE VAPOR 2006
Vaccarini. Franco
No está permitida la reproducción total
La nochc dei meteorito / Franco Vaccarini ; dirigido por Susana Aime ;
o parcial de este libro, ni su tra- coordinado por Laura Leibiker ; edición literaria a cargo de Ana Lucía Salgado - Ia
tamiento informático, ni la transmisión ed. 3a reimp. - Buenos Aires : Ediciones SM, 2010. 144 p.: il.; 19x12 cm. (El
de ninguna forma o por cualquier otro Barco de Vapor. Naranja; 8)

medio, ya sea electrónico, mecánico, ISBN 978-987-573-092-2


por fotocopia, por registro u otros 1. Narrativa Infantil y Juvenil Argentina. 1. Leibiker, Laura, coord.
métodos, sin el permiso previo y por il. Aime,Susana,dir. 111.Salgado, Ana Lucia,ed. lit. IV.Título CDD
escrito de los titulares del copyright. A863.928 2
Para Mechi. Para
Valentina y Camila.
—Bien parece —respondió don Quijote— que no
estás cursado en esto de las aventuras: ellos son gigantes;
y si tienes miedo, quítate de ahí, y ponte en oración en el
espacio que yo voy entrar con ellos en fiera y desigual
batalla.
Miguel de Cervantes Saavedra, El ingenioso hidalgo Don Quijote de la
Mancha, capítulo VIII.

Siento como si me estuvieran hablando en una lengua


que yo no entiendo.
Y me están hablando a mí.
Coldplay, “Talk” del álbum X&Y.
Titán es el decimoquinto satélite de Saturno y el segundo
más grande de todo el sistema solar, después de Ganímedes,
satélite de Júpiter. Fue descubierto por el astrónomo
holandés Christiaan Huygens, en 1655. Si se toma en
cuenta su tamaño, Titán bien podría ser un planeta: es
más grande que Plutón y que Mercurio.

En la mitología griega, los titanes fueron los


primeros dioses hijos de Geay Urano. Dominaron el
Universo hasta que fueron derrotados por Zeus, al
frente de la siguiente generación de dioses.
peces, a las gallinas, a los monstruos de Gila y a
todas las lagartijas de la Tierra. En serio.
Aunque no sigo mucho el campeonato local,
me encantan los mundiales. Sufrí bastante durante
el mundial de Francia, en 1998, más que nada al
ver las arrugas en la frente que se le formaron a
papá cuando Holanda nos eliminó, después de
que Batistuta estrellara un pelotazo en el palo. Yó
tenía seis años. Cuatro años más tarde, sufrí de
verdad en el mundial de Japón-Corea del Sur. Le
ganamos un partido a Nigeria, perdimos otro con
Inglaterra (¡cómo se enojó papá!) y empatamos
con Suecia. Resultado: no pasamos a octavos de
final. Catástrofe.
Papá mide las etapas de su vida según los mun-
diales de fútbol. Dice, por ejemplo: “El primer au-
to me lo compré en pleno mundial de México” o
“Me casé después del mundial de Italia”. Yo voy
por el mismo camino: esta historia la estoy
escribiendo antes del mundial de Alemania 2006.
Volviendo al acuario del museo, los pececitos
son reflasheros. Inofensivos. No pueden rasguñar
porque no tienen garras y, de todos modos, el
vidrio de las peceras actúa como una barrera: ellos
apenas si tienen conciencia de la gente que cruza
esa galería. A veces a algún chico se le ocurre
golpear el vidrio, pero enseguida viene un guardia,
y el pececito recupera la calma y sigue nadando
entre los corales, las anémonas y las estrellas de
mar en miniatura.
Estas cosas las sé, porque voy casi todas las tar-
des al museo; es mi entretenimiento preferido.
Mis amigos ya se acostumbraron a oírme hablar
sobre la colección de arácnidos, los paneles con
moluscos y la reproducción sexual de las plantas.
Mi héroe es Carolus Linnaeus, un naturalista
sueco que vivió en el siglo dieciocho y con su
obra Systema Naturae ideó el sistema de
ordenamiento moderno de los seres vivos. No se
crean que yo soy un erudito, sólo memorizo los
carteles del museo. Aunque si hay algo sobre lo
que puedo dar cátedra es sobre los tres meteoritos
que están expuestos en el vestíbulo.
No es fácil lo mío, no converso mucho con mis
amigos, pero estoy acostumbrado. Escucho
música, me gusta el rock. Y el más amigo de todos
mis amigos es Gabriel, que se apasiona con el
sonido de los discos, es detallista y puede detectar
cuándo entra el bajo o si el guitarrista mete la pata
con una nota. Estudia guitarra eléctrica con un
profesor particular. Para mí, hacer música es un
enigma: no tengo oído. Los músicos me parecen
magos; me intriga mucho todo eso. A mí me gusta
cantar por cantar, pero la gente tiende a burlarse
de los desafinados. Como si para cantar, hubiera
que hacerlo bien.
Gabriel me acompañó al museo algunas veces;
otras, fuimos juntos a un recital. Yo estaba con él
y con Mechi (la grandiosa Mechi) cuando sufrí el
incidente en el zoológico. Tengo una marca en la
mano, hecha por el monstruo de Gila; apenas se
nota, una cicatriz corta, un poco más pálida que el
resto de la piel, en donde termina el pulgar. El
error fue mío, por meter la mano dentro de la
jaula. Yo no encerré al monstruo, pero los
hombres (y yo soy uno de ellos) lo alejaron de los
otros monstruos y de su ambiente natural: ¡tenía
sus razones para estar enojado!
Mi accidente en el zoológico es apenas una
anécdota comparado con las experiencias que viví
en el Museo de Ciencias Naturales. Y todo por
culpa de mi atracción por los meteoritos.
Mejor empiezo a poner orden en la historia, pa-
ra que se pueda entender. Si no, se me va a hacer
difícil contar lo que me pasó. Y yo quiero que esto
sea un cuento bien contado.
2. Mi familia, las momias
egipcias y el desodorante de
ambientes

Me llamo Valentino Bravard y vivo sobre la


avenida Gallardo en un edificio que está buenísi-
mo, un poco antiguo, con habitaciones amplias y
mucha luz. Tengo un cuarto para mí solo, con li-
bros y la computadora que uso, más que nada,
para entrar a Internet y estudiar; a veces chateo,
pero me aburre, me gusta más jugar al solitario o a
la carta blanca. Desde la ventana se ven las
araucarias y los jacarandás del Parque Centenario
y parte de la fachada del Museo de Ciencias
Naturales. Cuando el viento agita las ramas de los
palos borrachos que crecen en la vereda, hasta
puedo ver los pumas, las vicuñas o los lobos
marinos esculpidos en los altorre- lieves, bajo ios
ventanales del primer piso. También
veo, si me lo propongo, las tejas del Instituto
Divino Rostro, cuyas persianas, al menos las que
dan a la avenida Gallardo, están siempre
clausuradas. Según papá, que se siente orgulloso de
haber comprado el departamento “B” del piso seis,
tenemos una de las mejores vistas de la ciudad.
Papá es ingeniero agrónomo y trabaja en la pro-
vincia, visitando estancias y pueblos; es una especie
de “gaucho sobre cuatro ruedas”, como él dice,
orgulloso de su familiaridad con la gente de tierra
adentro. Le gustan los dichos camperos. En verano,
suele repetir una frase: “Estoy más acalorado que
mono con tricota”. En invierno, la cambia por otra:
“El día está frío como panza de sapo”.
Vuelve a casa los viernes por la tarde, cansado,
aunque se esfuerza por preguntarme cómo me fue
en la escuela, si tuve algún examen, y así. Los sá-
bados, cuando vamos en el auto a algún lado, ha-
blamos de cualquier cosa. Es fantástico charlar de
cualquier cosa con papá. De música, del mejor co-
lor para un auto, de River. También de los insectos
que arruinan cosechas: las chicharritas, las tucuras,
el picudo del algodonero y la mosca de los cuernos.
El Mal del enanismo rugoso del maíz puede ser un
tema para varias cuadras. El sabe que me encantan
los animales y todos esos nombres misteriosos.
Siempre que habla conmigo, papá sentencia: “¡Es
muy necesario distraer la mente!”. Para papá, todo
lo que no es trabajo es distracción de la mente. A
veces, jugamos al ajedrez. En medio de una
apertura siciliana, es capaz de exclamar: “¡Qué
bueno, Valentino, distraer la mente!”. Es extraor-
dinario papá.
Mamá es profesora de historia. Va y viene de un
colegio a otro, acarreando libros y quejas, porque
no le gusta andar de aquí para allá. Le gustaría tra-
bajar en un solo colegio y estar más tiempo en casa,
pero dice que necesitamos el sueldo para pagar la
cuota del crédito hipotecario, el mismo que nos
permitió comprar un departamento con vista.
Ceno con mamá todas las noches, pero a la ma-
ñana me despierta Felipa, la empleada doméstica
que trabaja en casa y se encarga de que las cosas
brillen, de desempolvar los libros, de hacer las com-
pras y de planchar las camisas. Felipa tiene el pelo
negro, es muy delgada y le gusta cantar mitad en
castellano, mitad en guaraní:
Por qué eres tan ingrata, jha che rojaijhú
ete-í cuñamí che yarará.
¡Qué tendrá que ver una víbora con la ingratitud!
Con el tema de que se arrastran por el piso, siempre
están de turno...
Por la tarde, pasamos horas enteras sin hablarnos
con Felipa. Cada tanto ella canta y me advierte de
su presencia. A veces me pide algo o me ofrece un
caramelo, que siempre lleva en sus bolsillos. Le
fascinan los dulces y a mí también, aunque prefiero
las manzanas rojas.
Después, cuando me voy al museo o a visitar a
un amigo, me da un beso y me toca la nariz. Le en-
canta apretar mi nariz como si fuera un timbre. Me
pide que me porte bien, como si yo todavía fuera
chiquito, y sigue con sus tareas. A su manera, Felipa
tiene un humor amable. Ella es tranquila, la casa es
tranquila.
Cuando viene mamá, Felipa se va.
Mamá siempre vuelve acelerada de la calle; por
diez minutos, es una bola de energía. Grita, señala,
arenga, pregunta, reta y da besos. Todo al mismo
tiempo. Es su manera de sacarse de encima los bo-
cinazos del tránsito, la humedad, el griterío de los
alumnos. “No saben si Alejandro Magno fue un
conquistador o una momia egipcia”, jura mamá.
“Dios los perdona, porque es su oficio”, agrega.
Una vez que comprueba que durante su ausencia
no ocurrió el Apocalipsis y que en la heladera hay
comida, fumiga los cuartos con desodorante de
ambientes y se da un baño. Mamá les tiene terror a
los olores. El único olor que acepta es el perfume a
desodorante, que yo detesto. Es fanática de uno
que mata al noventa y nueve coma nueve por cien-
to de las bacterias, virus y hongos que pueden ha-
bitar en una casa.
A esa altura del día, cuando está por anochecer,
miro un programa de animales en el cable. Hay que
decir algo de mamá: acelerada y todo, suele tener
buen humor. Hay dos cosas que le hacen perder el
buen humor:
a) las cucarachas;
b) no encontrar el desodorante de ambientes.
De ambas cosas, siempre soy el culpable. No
tengo ninguna relación con las cucarachas: sé que
son feas, acorazadas y hacen “cric-cric”, como una
papa frita, cuando un zapato las aplasta. Mamá
tiene sus razones para acusarme de favorecer a esos
insectos crujientes: asegura que por culpa de mi
costumbre de dejar abierta la ventana del cuarto,
entran las cucarachas, trepándose por las paredes.
También afirma que, “¡Dios no lo permita!”, un día
podría entrar una rata. Que ella se ha cansado de
ver una rata alpinista en un colegio viejo donde da
clases; los chicos de 8o “A” la llaman “Petra” y le
dan miguitas de pan a escondidas. También hay
ratas que caminan por sobre los cables del
alumbrado, agrega mamá, espantada.
Un día, cuando tenía diez años (ahora tengo ca-
torce), cometí un crimen terrible: metí tres aeroso-
les en una bolsa de basura y los arrojé a la vereda.
Confesé mi acto para salvar a un inocente: la pobre
Felipa. Por una semana, mamá fue implacable: me
prohibió ver los documentales de animales, justo
cuando pasaban una serie sobre castores (yo admiro
a los castores, en serio, son geniales para hacer di-
ques en los ríos).
Cuento todo esto, porque el verdadero inicio de
esta historia se puede describir de este modo: mamá
entra a casa; se queja del portero porque no arregló
la luz de la entrada; me da un beso; despide a
Felipa después del parte diario; entra al baño, busca
el desodorante y no lo encuentra. Me pregunta; le
digo que no sé; revuelve toda la casa; entra otra vez
a mi cuarto; abre el armario y allí están (en perfecta
fila) tres envases de desodorante, uno en uso y dos
de reserva. No entiendo nada. Mamá se enoja; le
juro que no tengo nada que ver, se lo juro de tal
manera que se le pasa el enojo; le agarra un ataque
de humanidad, me pregunta si me volví alérgico; le
aseguro que solo me disgusta el perfume a flores de
frasco, pero que ni los escondo ni los volvería a
tirar a la basura. “Entonces habrá sido Felipa.”
Lo bueno fue que mamá se convenció de mi ino-
cencia. Lo malo fue que Felipa no había puesto los
desodorantes ahí: Felipa ni toca los desodorantes,
porque sabe que los detesto...
3. La pelota de tenis
color naranja

Digamos que, hasta ahora, no escribí nada ex-


traordinario, quizá lo de las ratas y cucarachas
trepadoras. No hablé de Ruperto, mi gato. Soy el
encargado de desparasitarlo, cuando le toca.
Ruperto odia tomar pastillas: siempre vende cara
su derrota. El recurso que encontré, aconsejado
por papá, fue molerle la pastilla, mezclarla con
dulce de leche y untarle la mezcla en una pata.
Ruperto, gato al fin, no tiene más remedio que
lamerse.
El día en que comienza esta historia, lo
buscaba para su cura y lo descubrí jugando con
una peloti- ta peluda: de acá para allá, le pegaba
con la pata.
Me miró, lo agarré, lo unté con dulce de leche,
y empezó a lamerse con un gesto rabioso, como
diciéndome que había cosas más importantes que
hacer.
Yo no dejaba de mirar la pelotita. No la
reconocía; tengo algunas pelotitas de tenis color
verde manzana, pero esa era una pelotita peluda,
de color naranja. La tomé. Entonces escuché:
—¡Basta, bellacos!
¿Quién podría gritar así? La tele estaba
apagada. No había nadie en el cuarto, salvo
Ruperto, yo... y la pelotita.
Acto seguido, entró mamá echando
desodorante de ambientes. Se fue. Oí unas toses.
Miré la pelotita. Tosía.
Sentí que el cuarto daba vueltas. Ruperto
estaba erizado; era lo que mejor sabía hacer.
Pensé que por suerte ya me iba a despertar, que
las pelotitas solo tosen en los sueños.
Reaccioné cuando me llevé un dedo a la boca.
Todavía quedaban rastros del dulce de leche con
la pastilla del gato: el sabor era horrible. Ruperto
tenía razón en resistirse. ¡Pobre Ruperto!
—¡Cof, cof!
Bueno, había que terminar con esa locura. Me
habían pasado algunas cosas extrañas en la vida.
Cuando era chico, los reyes magos me traían ju-
guetes, y el ratón Pérez me ponía unas monedas
en la almohada cada vez que perdía un diente.
Pero eran cosas que pasaban cuando uno dormía.
Jamás vi en persona a los reyes. Jamás me tosió el
ratón Pérez. Además, mamá no lo hubiera
permitido: le habría dado unos comprimidos para
el resfrío, antes de revolearlo por la ventana.
Con la tos, la pelotita comenzó a estirarse. Vi
unos bracitos de pulpo, algo parecido a una boca,
media docena de ojos. Todo eso me miraba y lo
que veía no parecía ser de su agrado. Levantando
uno de sus bracitos-tentáculos, la pelotita rugió:
—Permítame presentarme... ¡Pardiez! ¡Cof, cof!
No se incomode. Me dirijo a usted atentamente...
¡Cof, cof!... a fin de solicitarle un favor. Tenga a
bien escucharme...
Ruperto se subió a la cama y se aferró a lo que
le quedaba de valentía para mirar el espectáculo
desde allí.
Yo me desmayé definitivamente.
4. Un pedido de ayuda
M e despertó mamá... la voz de mamá:
—¡Valentino! ¡Ya está la comida!
Abrí los ojos: estaba en el piso y Ruperto a mi
lado. De la pelotita, ni noticias.
Esa fue la cena más desganada de mi vida. No
sé lo que comí, ni lo que hablé con mamá. Ella se
dio cuenta de que algo raro me pasaba, quiso
saber si me sentía bien; le contesté que no, que
me sentía mal. Tuve la tentación de decirle que
había una pelotita parlante en el cuarto.
-—Mam i, ¿vos o papá trajeron una especie de
pelotita peluda que hay en mi cuarto?
—¿Pelotita peluda? Habrá sido Ruperto, le en-
canta despeluzar las de tenis. Pregúntale a él.
No fui más allá. No le dije que la pelotita
estaba viva y hablaba. Se comprenderá por qué.
Besé a mamá. Me lavé los dientes y dudé un se-
gundo antes de atravesar la puerta del cuarto.
Revisé el armario como al descuido; miré abajo de
la cama; apagué el velador.
No tenía sueño. Con la cabeza en la almohada,
me entretuve un rato mirando el resplandor de las
luces de la calle en la pared y en el techo. Hasta
que al lado de mi oreja, casi adentro, escuché:
—Prometa no desmayarse y se lo explicaré to-
do, por favor.
Era una voz muy parecida a la de la pelotita.
—No prenda la luz. Atentamente. Muy agrade-
cido. Mejor así, hasta que usted se haga a la idea.
Fantástico. La pelota hablaba y, además, me
tranquilizaba para que me hiciera a la idea de que
las pelotas hablan.
—¿Quién es usted? —le pregunté a la voz.
—¿Ya está mejor, vuesa merced? Disculpe las
molestias. Agradezco su atención...
Era una voz agradable, que transmitía calma:
como la voz de Felipa, pero en varón. Aquello
parecía una pelotita varón.
No dije nada. Sentía que se me revolvían los
pensamientos, que alguien los pasaba por una
licuado- ra y hacía sopa con ellos, sopa de
pensamientos. No iba a abrir más la boca.
—Mi nombre es Sancho Fragancia Bebé.
¡Ah, bueno! Aquello era la locura más grande
que había oído en mi vida. Que la pelotita peluda
me hablara era una cosa, pero que se llamara
“Sancho” y que el apellido fuera “Fragancia
Bebé”, era el más allá de la locura absoluta. Ya
comenzaba a creer en un castigo divino por
abandonar mis clases de tenis, con lo cara que
había salido la raqueta. Pero entonces escuché:
—Valentino, por favor. Necesito su ayuda... su
ayuda. Gracias... Perdón. No tengo dádivas ni
mercedes para ofrecerle, solo mi amistad —me
dijo, y agregó—: no soy un majadero, es menester
que usted me preste atención...
.

'


S. El umbral del asombro

L/ádivas ni mercedes para ofrecerle”, me dijo la


pelotita, y me pregunté por qué hablaría así, como
antiguo. Al menos, yo ya estaba en condiciones de
preguntarme algo.
Ya no tenía miedo de desmayarme. Sancho Fra-
gancia Bebé era amigable, no importaba lo que fue-
ra. El mismo Ruperto dormía a mis pies, sin
atender a nuestra conversación. Arriba, el cielo
estaba lleno de estrellas y las luces del cuarto
estaban apagadas. Me sentía espectral, como uno de
los pececitos atrapado en el silencioso acuario del
Museo de Ciencias Naturales.
—Escuche, vengo de Titán —me dijo Sancho—
. La luna más grande de Saturno: Titán.
s
¿Qué más podía impresionarme? Nada. El venía
de Titán, a mí me había arañado un monstruo de
Gila, quizá todo estuviera relacionado. Sólo debía
superar “el umbral del asombro”. Así llamaba
nuestro profesor de Física a la sensación de los
científicos ante un gran descubrimiento. Revelar
nuevas leyes, nuevos mundos, requiere una mente
adaptable a lo misterioso. Bueno, yo no soy un
científico. Así que casi me muero: no lograba
trasponer el umbral del asombro. Pero me iba
serenando.
Lo primero que me explicó la pelotita fue que
aprendió mi idioma gracias a los libros que había en
mi escritorio, entre ellos, los dos volúmenes del
Quijote. También aprendió leyendo las cartas que
papá les enviaba a los clientes, y que estaban en la
computadora. Ahí entendí por qué hablaba tan ra-
ro. ¡Pobre, qué mezcla! Además, me aclaró que él
escondió los desodorantes en el armario porque le
producían alergia. De ahí sacó el apellido, del de-
sodorante que tenía fragancia Bebé.
—¡¿Y su nombre es “Sancho”?! —le pregunté.
—¡No, bellaco! Lo tomé de ese venturoso libro.
Atentamente... Mi verdadero nombre no tendría
sentido para vuesa merced...
Entonces, me contó que él buscaba meteoritos.
Que sabía que a mí me atraían los meteoritos y que
por eso yo era la persona más apropiada para
ayudarlo.
—Hay un meteorito que se llama “El Toba”.
Usted lo conoce muy bien. Está en el museo. Por
eso, por el meteorito, yo vine aquí. Yo necesito el
meteorito, ya le explicaré —dijo Sancho. El Toba
era una mole compacta de cuatro mil kilogramos:
¡como para cargarlo al hombro!—. Hace mucho
que estoy aquí, aprendiendo su idioma, escondido y
trasudando, bellaco. Ahora puedo hablar, con li-
cencia y facultad —insistió.
Cada año se derrumban millones de estrellas fu-
gaces, miríadas de estrellas fugaces, en todo el sis-
tema solar. La Luna se encuentra llena de agujeros
hechos por los impactos de los meteoritos. El uni-
verso entero está bombardeado por meteoritos.
Entonces... ¿por qué razón una criatura
extraterrestre venía a reclamarme el meteorito que
se encontraba en el museo, enfrente de mi casa?
Encima, Sancho no se explicaba demasiado. ¿No es
tener un poquitito de mala suerte? O como dirían
los gauchos de papá: “¡Qué suerte pala desgracia!”.
6. El universo y las abejas

No sé a qué hora me dormí esa noche. Creo


que no dormí; que, lejos de tener un sueño
reparador, me pasaron otras cosas.
Soñé que flotaba en un agujero negro y que el
universo entero me hablaba como don Quijote.
Soñé que deseaba regresar a casa, que volvía a mis
clases de tenis y que mi raqueta era una varita má-
gica que hacía callar al universo quijotesco; pero
un segundo después, alguien en el sueño cantaba
con voz penosa: “Ahí va, hacia su última
aventura, el caballero de la triste figura”.
Y no sé por qué, pero esos versos eran para mí,
así lo sentí en el sueño, en serio. No entendí nada,
pero me hablaban a mí.
Cuando Felipa me despertó para ir a la escuela,
la luz de la mañana, aunque débil y fría, asomaba
en el cuarto. Un poco de luz de sol siempre es re-
confortante.
Pero apenas me lavé la cara, recordé a la peloti-
ta con tentáculos y me aceleré. Los lunes, cuando
papá está apurado para ir al trabajo, dice: “Me voy
más rápido que chisme en pueblo chico”. Yo tam-
bién estaba apurado para contar algo, pero no era
un chisme. Era una noticia que solo una persona
en el mundo me podía creer.
Felipa había preparado el café con leche. Mordí
dos o tres galletitas y las dejé a todas por la mitad.
No tenía nada de hambre. En realidad, tenía ham-
bre, lo que no tenía eran ganas de comer. Ganas
de irme a la escuela, eso tenía. De contarle todo a
Mechi... Mechi, mi amiga del alma... ¡Esto era la
primera gran cosa que había experimentado en mi
vida! Por fin la iba a impresionar con algo que me
había pasado a mí y solamente a mí.

Mechi estaba con la cara hinchada. Me contó


que la había picado una abeja. No cualquier abeja,
una abeja africana “asesina”.
—Son terribles, son abejas que se escaparon de
un laboratorio en Brasil, ¿sabías?
—No, no sabía —dije, fastidioso.
—Sí, quisieron cruzarla con la abeja común en
América, porque la abeja africana casi no necesita
flores para producir miel.
—¡Qué bien! Como el burro del cuento, que se
murió justo cuando estaba aprendiendo a no
comer.
—¡No hablés como tu papá!, ¿querés?... Parece
que se escaparon del laboratorio unas cuantas y,
en poco tiempo, desplazaron a las abejas
americanas. Y son capaces de...
-—Córtala, Mechi, basta. A mí me pasó algo
peor. Además, acá no hay abejas africanas.
—¿Que no hay? ¿No me creés?
—Te voy a creer, cuando vos me creas a mí. A
la salida de la escuela te cuento.
—¿Qué te pasa? ¿Pero, qué te pasó? Estás...
—Estoy apurado por contarte todo, pero no es
un chisme ni nada por el estilo. Ya vas a ver... —
le contesté, justo cuando terminaba el recreo.
Z Escalofrío

Si hay algo intrigante, Mechi es capaz de escu-


char. Así que, a la salida de la escuela, la tenía a
mi disposición. Antes llamé a Felipa para decirle
que iba a llegar media hora más tarde. “¿Tenés
unas monedas? Pasá por el kiosco y traeme de los
blanditos de avellanas”, me encargó, antes de
cortar.
—Bueno, contame —me apuró Mechi.
—En mi casa hay un extraterrestre —le dispa-
ré; ¿para qué andar con rodeos ?
—El chiste está bueno —me contestó
Mechi—. Ahora, hablá en serio.
Nos miramos; la miré; me miró; miré para arri-
ba. Suspiré como para meter en mis pulmones to-
do el oxígeno del sistema solar. Mechi tiene unos
ojitos orientales que me gustan demasiado, el pelo
castaño, largo y lacio. Además, arruga la nariz
cuando se pone impaciente. Le dije que estaba
linda y me contestó:
—¡No digas pavadas!
Exactamente lo mismo que le oí decir a mamá,
una vez que papá la vio con un vestido negro,
arreglada para una fiesta.
—Mechi, en serio: es un bicho rarísimo, se pa-
rece a una pelota de tenis.
Le gané por cansancio. Prometió que, después
de comer, vendría a visitarme, así yo le mostraba
al “marciano”. Le advertí que no era de Marte y
que, por lo tanto, no era un marciano. Ella me
miró como solo se puede mirar a los que creen en
marcianos. Y yo no creía en marcianos; solo tenía
un bicho de otro planeta en mi cuarto, lo que es
algo muy distinto.

De regreso a casa, me detuve en la entrada del


museo. Vi los escalones y la enorme fachada del
edificio de un modo diferente, con un escalofrío.
Volví a casa, le di los caramelos a Felipa y fui
derecho al armario. En un rincón, al lado de los
zapatos, estaba Sancho Fragancia Bebé, junto a
los tres aerosoles de desodorante de ambientes.
—No los soporto. No soporto tal veneno,
alcornoque; doquiera que eso flote no deja cosa
sana.
Antes de cerrar el armario, tomé los
desodorantes y le aclaré:
—No se preocupe. Ni Felipa ni yo los usamos.
Pero, si mamá no los encuentra, estamos fritos.
—Por favor, bellaco alcornoque, le ruego su
intervención. No podré sobrevivir a otra
fumigación —suplicó Sancho.
—Veré qué puedo hacer —le dije.
8. Mechi, la maravillosa

Cuando Mechi llegó, luciendo unos pantalones


pata de elefante violetas con flores estampadas y
una remera negra, me alegré, más por verla que
por otra cosa. Pero enseguida ella me preguntó:
—¿Dónde está el marciano?
Felipa estaba cerca. Le hice un gesto a Mechi para
que me acompañara al cuarto. Por un momento
tuve la sensación de que la pelotita se ocultaría,
pero estaba, muy quieta, en la oscuridad del
armario. —¡Allí está! —le informé triunfal.
Sentí la vacilación en Mechi; se agachó, miró,
tomó la pelotita en sus manos y me dijo:
—No es más que una pelota de tenis.
Tenía razón. Era apenas una pelota de tenis.
Verde.
Mechi se permitió una broma:
—Al final era cierto: los marcianos son verdes.
—No, no... —contesté apresurado—. Es
cierto, pero no es... ¡no es esa!
Comencé a buscar como un poseído debajo de
la cama, entre los libros, en el baño. Mechi se
asustó, pero no del marciano. Se asustó de mi
estado. Me pidió que me calmara. No la escuché:
—¡Felipa!
Felipa pensó que queríamos comer algo y nos
ofreció la merienda. Pasé por alto su ofrecimiento
y le pregunté si había visto una pelotita peluda de
color naranja. Arqueó las cejas, torció ligeramente
la cara y me hizo un gesto de negación con la ca-
beza, se dio vuelta y comenzó a cantar en voz
baja.
Si no encontraba a Sancho, iba a perder toda
mi credibilidad ante los ojos de Mechi. Era
encontrar a Sancho o entregarme, como un
condenado, a las garras de un psiquiatra: “¿Así
que el joven oye voces? No se preocupe. Sucede.
Dígame: ¿a usted le gusta el calor o el frío? ¿Lo
dulce o lo salado? ¿Alguna vez usó chaleco?
Tengo uno para regalarle...”.
—¡Tiene que aparecer! —dije, hablando como
para mí, cuando volví al cuarto.
Mi amiga estaba pálida y seria.
—Ya apareció —dijo Mechi.
Frente a ella, sobre mi escritorio, Sancho nos
observaba con su media docena de ojos. Luego,
apuntando con uno de sus tentáculos a Mechi,
comentó:
—Le ruego, le ruego, Valentino... ¿la doncella
es confiable?
—Sí, Sancho, es confiable —respondí más
tranquilo... ¡y libre del psiquiatra!
De inmediato intenté suavizar la llegada de Me-
chi al umbral del asombro. No quería que se des-
mayara como yo. Para mi sorpresa, ella me dijo:
—¡Qué alivio! No estabas loco... O tu locura es
contagiosa.
Mechi es maravillosa. Mi amiga...
9. Salvar un mundo cualquiera

Le avisé a Felipa que íbamos a estudiar un rato


los mitos griegos, y le pedí si nos podía preparar la
merienda para más tarde. Ella me dio dos cara-
melos guiñándome un ojo. Me hizo poner colora-
do como un tomate. ¡Qué se le estaría ocurriendo!
Cerré la puerta del cuarto.
Mechi estaba acariciando a Ruperto, sorprendi-
da, pero controlando sus emociones. Me asombró
su entereza. Yo mismo me sentía más preparado
ahora que tenía un testigo: mi cabeza, entonces,
funcionaba bien.
A esta altura, solo quedaba encontrar razones
que explicaran la presencia de Sancho, y de eso se
tendría que encargar é l .
Sancho me señaló la computadora: se había to-
mado el trabajo de archivar un montón de notas
de diarios, que informaban sobre el descenso de
una sonda terrestre en Titán. Me rogó que las
leyera.
29 DE OCTUBRE DE £984 _____________________ ftCTUftUOftD CIENTÍFICA

¿HABRÁ UIDA EN TITÁN, LA UJNA D£


SATURNO?
(Madrid) Las dos principales agencias espaciales mun-
diales, la Nasa y la Agencia Espacial Europea, son las res-
ponsables de una misión histórica: el envío de un vehículo
explorador a un satélite de Saturno. Hasta el momento, solo
se había hecho una cosa parecida en Marte, donde aún hoy
permanecen los robots estadounidenses Spirít y
Opportunity.
Titán es la más misteriosa de las lunas de Saturno. Su
composición química es similar a la que tenía la Tierra antes
de que apareciera cualquier signo de vida, hace unos 3.800
millones de años...

£4 DE DICIEMBRE DE £604 _________________ ftCTUftLIOftD CIEHTÍFICñ

UIAJE SIN RETORNO


(México DF) La sonda europea Huygens iniciará mañana
un viaje sin retorno a la luna Titán de Saturno, tras
desplazarse durante siete años por el sistema solar junto
con la nave Cassini, Informó hoy una fuente oficial.
El día de Navidad ha sido el elegido para que la sonda
efectúe la separación de su nave nodriza. Huygens iniciará
un descenso controlado de 21 días, de tal modo que los
científicos confían en que el 14 de enero pueda posarse
sobre la superficie de Titán, una de las más de 30 lunas de
Saturno y el único satélite natural con atmósfera en el sis-
tema solar...

£3 D£ ENERO DE £005 ACTUALIDAD CIENTÍFICA

LA SONDA HUyGGNS DESCENDIÓ CON ÉXITO


EN TITÁN.
(Barcelona) Finalmente, el 14 de enero pasado, la sonda
Huygens se posó sobre la superficie de Titán. Traspasada la
atmósfera, el descenso llevó 2 horas y 48 minutos y, du-
rante ese lapso, Huygens registró una multitud de datos con
los seis instrumentos científicos que llevaba a bordo y
continuó transmitiendo otros 72 minutos más tras su ate-
rrizaje, el primero efectuado por un artefacto terrestre en
ese satélite.
Un alto funcionario de la misión aseguró que Titán es "un
mundo fantástico, muy extraño, formado de hielo, alquitrán
y petróleo, que llena las riberas y los lagos. No es
aconsejable un paseo porque los pies se quedarían pegados
o se hundirían. Tampoco es buena idea ir desabrigado, sin
un tubo de oxígeno y, por supuesto, está prohibido fumar",
afirmó el experto...
Sancho nos explicó que la irrupción de la
sonda Huygens había provocado reacciones
químicas complejas en la atmósfera de Titán y que
toda la vida allí estaba amenazada. Solo tenían una
forma de salvarse: conseguir un elemento muy
escaso en el sistema solar. Un elemento que se
encuentra en algunos meteoritos; más
precisamente, en El Toba, el meteorito más
grande de los que se exponen en la entrada del
Museo de Ciencias Naturales.
El Toba era un trozo metálico de puro hierro.
Se lo dije. Sancho me respondió:
—No es el hierro lo que buscamos. Solicito a
usted un momento de su atención: es lo que
ustedes llamarían la “esencia” o el “alma” de El
Toba. Algo que hay allí. Algo más.
Entonces le hice la pregunta del millón. Qué
tenía que ver yo, o ahora, qué teníamos que ver
Mechi y yo con todo este asunto, bastante
caótico. Sancho se enojó:
—¡Mi mundo se está muriendo! ¡Por su culpa!
Atentamente. Mi muy estimado: con toda correc-
ción, me dirijo a usted...
—¡Sancho, organice mejor las oraciones! —le
rogué, ya medio harto.
—Tiene que ver, porque la epidemia fue
producida por su nave espacial.
—¿Mi nave espacial? Sancho, en la Tierra viven
miles de millones de personas. Yo vivo en un país
de cuarenta millones. Nunca tuvimos un
astronauta y ni soñar con construir una nave
espacial. No somos de los más... ricos de este
mundo. ¿Entiende?
Sancho, sin embargo, agregó:
—Hoy le toca salvar a Titán. Mañana le tocará
a otro la venturosa ocasión. Agora le toca a muy
señor mío Valentino. Mañana, otro lo hará.
Atentamente, bellaco.
Pero yo seguía sin entender demasiado.
Entonces, los tres pares de ojos emitieron un
resplandor que, de algún modo, me atravesó. De
golpe sentí algo extraordinario, una ventana que
se abrió en algún lugar desconocido y que me
mostraba un paisaje nuevo y hermoso. Mechi me
tomó de la mano y sonreía, igual que yo. Con una
sonrisa boba. Estábamos sintiendo lo mismo: que
a todos, en algún momento, nos tocaba salvar el
mundo. Un mundo cualquiera, aunque no fuera el
nuestro.
—¿Cuántos habitantes hay en Titán? —pre-
gunté, aún inundado de alegría.
—Muchos, muchos.
-—Pero... según las fotos... ¡no hay nadie! No
hay ciudades, nada.
—¡Voto a tal, corazón de alcornoque! No vivi-
mos ansí, en la superficie, que allí todo se
marchita, de mi consideración. Muy por debajo de
la corteza, en las entrañas, hay sendas floridas y
casas, con afecto, apreciado bellaco.
Entonces, él quiso saber concretamente cuán-
tos humanos había en el planeta. Puse “población
de la Tierra” en un buscador de Internet y a los
pocos segundos tenía los datos en la pantalla.
Tuve que explicarle la división del mundo en
continentes y países.
—Hay dos países que superan los mil millones
de habitantes, Sancho. Y, luego, hay nueve países
que tienen más de cien millones, ¿lo ve? Estos son
los once países más poblados. Argentina está en el
puesto 31: casi cuarenta millones.
Sancho se quedó pensativo, como masticando
la información. Seguí mirando la tabla. Hay más
de 200 países en el mundo. Comprobé que la
Ciudad del Vaticano es un país, aunque está den-
tro de otro país, Italia.
POBLACIÓN D£ LA TIERRA
China: 1.313.661.696 India:
1.080.264.388 Estados Unidos:
300.061.309 Indonesia:
261.973.879 Brasil: 186.112.794
Pakistán: 162.419.695 Bangladesh:
144.319.263 Rusia: 143.420.209
Nigeria: 128.765.112 Japón:
127.417.244 México: 106.202.364

Me llamó la atención Niue, uno de los últimos


de la lista. Según la tabla, en Niue viven 2.166
personas. Hasta ese momento, no me había
enterado de que Niue existía. Cuando lo descubrí
pensé que sería una isla, un atolón, algún lugar
exótico y bello, perdido en las aguas del Pacífico.
Casi tan extraño como las ciudades subterráneas
de Titán.
10. Nosotros

Y o había elegido contarle todo a Mechi no


solamente por aquellos motivos que suponía
Felipa y que me hacían poner colorado. Es verdad
que Mechi me gusta. Pero el motivo principal que
me impulsó a compartir con ella mi secreto es...
que Mechi me gusta. Eso ya lo había dicho, cierto.
Lo que no dije es que Mechi es capaz de pensar
con frialdad aun en las situaciones más
comprometidas; es organizada y práctica. Y lo
demostró enseguida:
—Sancho, ¿qué espera de nosotros?
La pregunta fue tan directa y contundente que,
creo, tomó a Sancho por sorpresa.
—Vuestra gran bondad, moza fermosa, me ha
puesto en la ocasión de solicitarle su atención; ¡no
huyáis, bellaco Valentino! y llevadme al museo,
que solo no puedo ni debo, atentamente.
“¿Nada más que eso?”, iba a preguntarle, cuan-
do la puerta del cuarto se abrió. Felipa, contra su
costumbre, estuvo poco prudente. Más charlatana
que nunca, enseguida fue hacia Sancho:
—¡Encontraron la pelota!
Por suerte, Sancho ya se había enrollado y sólo
se veía como una pelota peluda de color naranja.
Felipa nos avisó que ya estaba lista la merienda y
se fue canturfeando uno de sus boleros
preferidos.
—¿Nada más que eso, Sancho? —retomé.
—En realidad, mi muy estimado amigo, sí, algo
más... Le ruego, solicito su atención...
Entonces comprendí que cuanto más nervioso
se ponía Sancho, más parecía hablar como una
carta comercial.
—Mas esto que voy a decirle, le mando que
guarde en secreto: la próxima luna llena debemos
hacer posada en el museo, a medianoche, mi muy
bellaco. Cuando El Toba libere su esencia, nosotros
la recogeremos. Ansí terminarán las aventuras,
atentamente, y curaremos la epidemia. Sin
perjuicio desto, lléveme agora mesmo al museo,
necesito conocerlo, hermano alcornoque, de mi
mayor estima.
Y usted, fermosa doncella, venga también.
Dicho esto, Sancho se hizo pelota otra vez.
Guardó sus bracitos-tentáculos, entornó su media
docena de ojos y se cerró. Como una ostra.
Faltaban solo dos días para la luna llena, según
el calendario. El sábado.

Mientras tomábamos la merienda, Mechi, con el


gesto más serio que le vi en toda mi vida, me dijo:
—¿Te diste cuenta de una cosa, Valentino?
—¿De qué?
—Dijo “nosotros”. Sancho dijo “nosotros”.
¿Sabés lo que eso significa?
—Sí —le respondí, tan serio como ella—, que no
está solo, que hay otros titanes en la ciudad...
11. Visita al museo

Después de la merienda, fuimos al museo. En


un bolsito llevaba a Sancho. Cruzamos la avenida
Gallardo. Eran las cinco, el sol comenzaba a caer.
Admiré el conjunto de árboles del Parque Cente-
nario, detrás y a los costados del colosal edificio
del museo. En realidad, hacía mucho que no los
miraba; yo sabía que vivía en un barrio lleno de
árboles hermosos, pero nunca los había
disfrutado, en serio. La ciudad estaba llena de
vida, de energía y de calor. Quise imaginarme el
mundo de Sancho. ¿Habría soles artificiales bajo
la superficie? ¿Qué comerían los titanes? Sancho
no parecía tener necesidad de alimentarse. Si los
castores o los monos aprendieran a cocinar, nos
taparían la boca, pero no tener necesidad de
comer debe ser lo máximo de la evolución...
aunque un poco aburrido.
—¿Estás pensando lo mismo que yo? —me in-
terrumpió Mechi.
—No sé. ¿Vos qué pensás?
—Nada. Una pavada. Un presentimiento...
Que vamos a viajar —me dijo al oído.
—¡No me pongas más nervioso! —le dije,
tragando saliva.
Ella se quedó callada. Sonreía más embobada
que antes. Enseguida la imité: me sentía como
iluminado, tan alegre que hubiera abrazado a un
monstruo de Gila. Era el “efecto resplandor” de
Sancho.
En cuanto subimos las escaleras, vi en la
balaustrada los caracoles y la escultura de unas
benditas lagartijas. ¿Qué podían estar haciendo las
lagartijas? Trepándose a un tronco. Siempre trato
de entrar sin mirarlas siquiera, es un temor que
me quedó después del incidente en el zoo. Todo
lo que sea lagartija (el monstruo de Gila no es
más que una fea y horrible lagartija de bellos
colores) me pone a la defensiva.
Don Luis, el boletero, vestía, como tantas
tardes, una vieja camisa de lino arrugada:
—¡Llegó el hombre de la casa! Veo que hoy
viene acompañado. ¡Y muy bien acompañado!
Mechi lo saludó, sorprendida por el piropo.
Saqué las dos entradas y estábamos por pasar,
cuando sucedió lo inesperado:
—¡Alto! Valentino, las normas... Tengo que re-
visar tu bolso.
—¡No! ¿Por qué? —yo no entendía
nada. —Ah... ¡Las normas! —insistió
don Luis.
¡Ya empezaban las complicaciones! Salió de la
boletería. Era un hombre bajo, más bien gordo.
Daba la impresión de que podría rodar sin
problemas. Don Luis revisó el bolso y comentó:
—Perfecto. Todo en orden. Trajiste lo que había
que traer... —me palmeó la espalda y con una son-
risa me indicó que podía entrar.
En cuanto nos alejamos, aturdí a Mechi:
—¡Es la primera vez que me pasa! ¡No sabía
que revisaban los bolsos! ¿Por qué habrá revisado
el bolso él y no el guardia de seguridad? ¿Y
escuchaste lo que dijo sobre “lo que había que
traer”? ¿No es raro?
—Rarísimo, ¿no? ¡Justo vos te asombrás de las
rarezas! —me contestó, divertida.
Como para disimular, me acerqué a ver los li-
bros que estaban en la vitrina, enfrente de la bole-
tería. Los títulos eran interesantes: El mesozoico de
América del Sur y sus tetrápodos; Introducción a las
diatomeas fósiles.
—¿Sabes que las diatomeas son algas unicelula-
res? —le comenté entusiasmado a Mechi.
Ella arrugó la nariz, impaciente, y me dijo que
prefería las ballenas, que son un poco más... ro-
tundas. Después, tiró de mi brazo y me arrastró
hasta los meteoritos.
Miré de reojo a don Luis: estaba muy ocupado
atendiendo a un contingente de una escuela; era
un buen momento para cumplir con el plan. Me
puse a leer por enésima vez el cartel de El Toba.

Este meteorito fue hallado en 1923 en el “Campo del cielo”, zona li-
mítrofe entre las provincias del Chaco y Santiago del Estero, donde hay
gran cantidad de materia caída del espacio. Se presume que son
fragmentos de otro u otros planetas. La composición química es de un
90% de hierro, con un 7% de níquel, lo que forma una aleación a la que
se denomina “hierro meteòrico” o “sideritas”. El 3% restante contiene
cobalto, azufre,fósforo, estaño, silicio y carbono. A diferencia de otras
sideritas, El Toba no presenta ciertas líneas rectas entrecruzadas, a las que
se llama “Figuras de Widrnanstatten Esta ausencia ha despertado la
curiosidad de los expertos...
—No sabía que los meteoritos tenían nombre
—me interrumpió Mechi.
—Es una costumbre de algunos museos, lo
dice el cartel —le expliqué, con tono de
conocedor y ya no pude parar—. Al primer
meteorito lo encontraron a principios del siglo
XIX; pesaba novecientos kilos. ¿Sabés qué
hicieron los funcionarios de entonces? Lo
partieron y le regalaron seiscientos kilos al cónsul
británico para que lo llevara al Museo de Historia
Natural en Londres. Con el resto, se fabricaron
armas. ¿Ves? Lee acá.
La voz de Sancho me interrumpió, imperativa,
desde su encierro:
—Mi estimado bellaco: quiero ver el meteorito.
¡Sáqueme del bolso!
Dudé. Sancho estaba loco. ¿Sacarlo?
—Es solo una pelotita, Valentino. Quiero
decir: para los demás. ¡Y lo estás aburriendo con
tu sabiduría! —dijo Mechi maliciosa.
Su voz tranquila me devolvió la lucidez.
Caminé hasta el acuario, a un costado, y saqué a
Sancho del bolso. Me temblaba la mano. Volví.
Mechi seguía firme junto al meteorito. Demasiado
cerca de la boletería. Don Luis me guiñó un ojo...
¡Ufff! Disimulé
mirando las vigas con los murciélagos esculpidos
que hay en el techo. Todo me parecía irreal.
Sancho estaba inquieto, era un cuerpo frío,
pero lleno de vida. Yo no tenía idea de lo que se
proponía hacer.
—Toque el meteorito, por favor, Valentino,
amigo —me imploró.
Un grupo de personas pasó por nuestro lado.
—¡Mechi, está muy charlatán! ¡Nos van a des-
cubrir! —susurré.
Mechi, por toda respuesta, se puso a cantar. Lo
hacía para disimular. Rocé el meteorito con la ye-
ma de los dedos.
—¡Bellaco! —rugió Sancho.
—¿Me habla a mí? —pregunté ofendido.
—Discúlpeme. Se lo ruego. Valentino, bellaco,
déjeme tocarlo a mí, ahora. Es necesario —rogó.
—Dámelo —me pidió Mechi.
Se lo di y ella comenzó a recorrer la superficie
del meteorito con Sancho en la palma de su
mano. Sancho no protestó más. Asomó uno de
sus ojos a través del camuflaje peludo y redondo:
su expresión era de absoluta concentración. Dos
o tres minutos después, exclamó:
—¡Suficiente, Mechi! ¡Gracias! Atentamente...
Creo que me puse celoso, pero también sentí
alivio: la serenidad de mi amiga resolvió todo. No
me atreví a salir a la calle tan rápido. Fuimos hasta
el primer piso y nos sentamos en los bancos de
madera, debajo de la enorme cabeza de un búfalo
y frente a cuatro babuinos embalsamados,
ubicados en el centro de la sala.
—Ya está. Podemos irnos. No te preocupes,
nos van a dejar salir —me dijo, y al ver mi cara de
susto agregó—: ¡no seas miedoso! ¿Qué hiciste de
malo?
Mechi tenía razón. No habíamos hecho nada
malo, salvo entrar al museo con un extraterrestre
que quería acariciar un meteorito. Supuse que no
habría leyes penales en contra de eso.
Cuando salimos a la calle, entre los bocinazos y
el ruido de los motores, la voz de Sancho sonó
triunfal desde el bolso:
—¡Confirmado! No tengo palabras, bellaco...
Ese meteorito tiene alma. No tiene líneas entre-
cruzadas. ¡Titán estará a salvo! Quedo a su dispo-
sición, alcornoque amigo.
—¿Se refiere a las figuras de Widmanstatten?
—pregunté, con conocimiento de causa.
—Llámelo así, si quiere, bellaco. Si esas figuras
no están, la esencia está.
Me dejé llevar por un arranque de curiosidad.
Quería saber un poco más. Por ejemplo, el ver-
dadero nombre de Titán; cómo lo llamaban sus
habitantes. Sancho, desde el bolso, soltó una car-
cajada. Entonces, apoyé el bolso en la cabina de
un teléfono público para preguntarle dónde
estaba la gracia. Me dio una respuesta que me
hizo pensar por mucho tiempo:
—¡Pardiez! ¿Usted pensó en explicarle su alfa-
beto a una hormiga, bellaco?
—No. Pero yo no soy una hormiga, Sancho.
No me compare con una hormiga. ¿Acaso no
puede hablar conmigo?
—Cuando usted, mi mayor estimado, aprenda
a comunicarse con una hormiga en su idioma, yo
le diré cómo llamamos nosotros a Titán. Que
aunque de mi voluntad quisiera satisfacer a la
vuestra pregunta, no podría. —Luego, muy bajito,
y sin altivez, confesó—: Yo aprendí a hablar con
las hormigas.
Los tres pares de ojos de Sancho parecían des-
pedir chispas de inteligencia. No sé por qué, pero
en ese momento me sentí un poco insignificante.
12. El huracán Mamá
vernos entrar.
No le contesté. Necesitaba seguir hablando con
Sancho bastante más.
Apenas entramos al cuarto, se puso a saltar
(más bien, a rebotar) de alegría.
—Sancho, por si acaso... ¿piensa llevarse el me-
teorito a Titán? —yo estaba tomando conciencia
de que íbamos a hacer algo peligroso. Un robo.
—De ninguna manera, estimado, que ese
escrúpulo viene torcido, mentecato amigo. Solo
vamos a aspirar. No se congoje, don alcornoque
Valentino. Aspirar el alma. Es menester, ya se lo
dije —me tranquilizó.
Entonces, llegó mamá. Imposible no darse
cuenta de que... ¡llegó mamá! Hablaba con Felipa
en su tono habitual: acelerada y gritando.
—¿Compraste el pollo, Felipa? ¿Te dieron la
citación del consorcio? ¿Cómo anduvo
Valentinito?
A veces me dan ganas de sacarle la venda de
los ojos y decirle: “ma, el bebé creció: soy yo,
¡hola! Era Valentinito, no soy más”.
Pronto se calmaría. Mamá era el huracán Mamá
los primeros diez minutos; luego, la locura se iba
disipando. En segundos estaría en el cuarto.
Sancho alcanzó a decirme, antes de enrollarse:
—¡Sálveme del desodorante!
Enseguida, mamá entró al cuarto. Se alegró al
ver a Mechi y lo demostró:
—¡Nena! ¡Qué linda estás!
Creo que a mamá le preocupaba que yo pasara
demasiado tiempo solo, en mi cuarto, leyendo o
jugando con la computadora. Me encantó el
modo en que trató a Mechi. Pero venía con el
desodorante fragancia Bebé en la mano.
—¡¡No, ma!!
—¿No qué?
—¡Mechi es alérgica al desodorante! —mentí.
—Ay... ¡Perdón! —dijo mamá, muy
compungida.
Y de inmediato comenzó a hacerle preguntas a
Mechi sobre su alergia. Había metido en un lío a
mi amiga, pero ella dio muestras, una vez más, de
lo genial que es. Le inventó que su sistema
inmunológi- co estaba debilitado por el polen de
los árboles y que se estaba convirtiendo en
alérgica a todo tipo de cosas, y que una “nadita”
de desodorante le hacía a su organismo el mismo
efecto que la patada de un caballo. Cerró el
comentario, diciendo:
—¡Debo ser una bacteria, ja!
Mamá quedó horrorizada, miró el desodorante
como si estuviera a punto de gatillar un revolver;
se llevó la mano libre a la boca y gritó:
—¡Ay! ¡Dios mío! ¡Casi te mato! ¡Perdóname,
mi amor!

Antes de irse, Mechi me dijo:


—Acordate de que mañana hay fiesta en casa.
¿Venís temprano?
¡Era el cumpleaños de Mechi! Con todos los
acontecimientos, me había olvidado, pero le
prometí que sí, que iba a ser el primero en llegar.
13. La fiesta de cumpleaños

Fui a una casa de regalos y compré un par de


aros para Mechi. La vendedora me miró con una
sonrisa extraña, como si los aros fueran para mí.
O tal vez le provocó esa sonrisa torcida mi
pelotita color naranja: había decidido que ya no
debía ir a ningún lado sin Sancho. Temía que algo
le pasara, que una lluvia antimicrobiana lanzada
por mamá acabara con su vida.
Estaba, también, preocupado por Titán.
Pensaba en un mundo de pelotitas color naranja
que vivían debajo de la superficie, lejos del frío
helado, al abrigo de los fuegos subterráneos. Me
imaginé que se agruparían en comunidades, que
habría padres, hijos, hermanos. Sin duda, existiría
el amor entre ellos, o sentimientos de algún tipo.
Incluso entre los monstruos de Gila deben existir
los sentimientos... Si Sancho había encontrado el
modo de viajar a la Tierra (y en un tiempo tan
corto), significaba que su civilización poseía una
tecnología superior a la nuestra. La nave Cassini
tardó siete años en llegar a Titán y él, apenas
meses, semanas o acaso minutos en hacer el viaje
inverso. Sancho no contestaba estas preguntas ni
ninguna otra sobre su mundo. Presumí que eran
asuntos confidenciales y no insistí.
Como sea, me la pasaba aferrado a Sancho y
estoy seguro de que él estaba contento; prefería la
palma de mi mano al oscuro armario. Al
anochecer, me sorprendió con algo nuevo. Había
encontrado un libro de mamá, con poemas de
Guido y Spano. Me preguntó:
—Valentino, ¿qué es esto?
—Son poemas.
—¿Y qué quiere decir eso, bellaco?
¡Y dale con “bellaco”! Parecía enamorado de
esa palabrita. Le expliqué, lo más poéticamente
que pude, de qué se trataba la poesía. “Un cuento
que no precisa historia”, le dije. Seguía sin
entender. “Un cuento que sólo necesita música”,
insistí.
—¿Y qué es la música? —arremetió Sancho.
—Eh... Un cuento que no necesita palabras —
me inspiré.
—Entonces la poesía es un cuento con
palabras que no necesitan historia, solo música;
pero la música no necesita de palabras —definió,
triunfante.
—Más o menos... —intenté conciliar—. Lo que
importa es la belleza.
—¿Todos los poemas son bellos,
entonces? —¡Ojalá!
—¿Me deja recitarle uno? —agregó el muy ca-
radura. Y comenzó—:
“¿Conocéis a la rubia y tierna Amira?
¡Qué belleza, qué flor, qué luz, qué fuego!
Su andar se ajusta al ritmo de la lira,
Hay en su voz la suavidad de un ruego”.
Lo que me faltaba: la pelotita recitadora. Una
guitarra y hacíamos un fogón. De pronto, se puso
melancólico:
—“Es aquí donde exhausto peregrino
Quisiera alzar mi solitario albergue,
¡Y arrullado del aura y de las ondas
Vivir lejos del mundo, para siempre! ”
Y agregó emocionado:
—Me gusta su armario. Me gustan los poemas.
Me quedaría aquí para siempre, Valentino, amigo.
Sentí que la humanidad se reivindicaba a los
ojos de Sancho. Seríamos hormigas, pero hormi-
gas poetas.

La casa de Mechi era de dos plantas, tan linda


como cualquiera de las del barrio, con un quincho
en el jardín, al fondo. Allí estaba ella con sus ami-
gas. Al verme llegar, las chicas interrumpieron la
charla. Pero yo había alcanzado a escuchar algo:
—¡Está bárbaro!
—¡Nooo! ¡Mirá lo que es eso!
—¡Ay, es relindo!
—No está bueno, ¡está espectacular!
Pronto comprendí que el afortunado
destinatario de los elogios era el chico del
momento. Un pedante sin límites, encima rubio,
alto y de ojos celestes. Le decían “Lobo” y tenía
su propia banda de rock: Nandú. En homenaje a
su presencia, Mechi y sus amigas descartaron la
cumbia y pusieron rock.
En la mayoría de las fiestas, se pasaba un
noventa por ciento de cumbia, un cinco por
ciento de rock, un cuatro por ciento de lentos y
un uno por ciento de cosas inclasificables. Mechi
me dijo una vez, hablando de esto: “Vos sos muy
estadístico”, y arrugó la nariz.
Mi tema preferido, esa noche, en esa fiesta, fue
You’re beautiful, de James Blunt. Un tema lento a
morir, un tema que te puede hacer enamorar has-
ta de una jirafa.
Saludé a Gabriel, mi amigo con alma de soni-
dista. Gabriel me producía admiración porque a
todo le encontraba un lado cómico. No tardó en
preguntarme qué llevaba en el bolso de mano.
—Nada... Una pelotita...
Abrí el bolso para mostrarle a Sancho, pero...
¡no estaba! Por suerte, nadie me prestó atención...
¿a quién podía importarle mi pelotita en una
fiesta? Tal vez Gabriel tuvo miedo de que me
pusiera a hablar de los amonites fosilizados del
jurásico, porque de pronto comenzó a preguntarle
cosas a Lobo. La conversación giraba en torno a
Nandú. Lobo estaba vestido de “estrella”, con
una remera y un pantalón negros. La remera decía
en letras amarillas: “Nandú va por vos”.
Gabriel, que había estado en un ensayo de la
banda, le dijo:
—Tenés rebuena voz, Lobo. ¡Buena enserio!
Lobo, el muy pedante, ni se inmutó. No
pareció importarle el elogio, aunque sí le importó
(¡y cómo!) lo que siguió:
—Tu forma de cantar es apasionada y con
sentimiento, pero ojo con la afinación, ¿eh? —le
dijo Gabriel, siempre con tanta puntería.
Lobo miró a Gabriel con cara de perro
rabioso. Los perros rabiosos no suelen aceptar la
crítica constructiva, y mi amigo es un especialista
en crítica constructiva.
—Es una pena lo que te voy a decir, Lobo,
pero la música suena a petardo —siguió Gabriel,
cavándose su propia tumba.
—¡Idiota! —Lobo se estaba hartando.
—¡No te ofendas, no es el punto! —le aclaró
Gabriel. Y agregó—: Tendrías que conseguirte,
aunque sea, una sound blaster que pueda cargar
sound fonts... O meter esos midis en un
multipistas...
—¡Metete los midis en tu multipistas! —aulló
Lobo, y empujó a Gabriel, que cayó encima de
unos arbustos. El cantante se conformó con lo
que hizo y se retiró hacia otro sector del parque,
donde no se practicara la “crítica constructiva”.
Mientras mi amigo se levantaba, vi algo que
brillaba , casi fluorescente, entre las ramas: ¡era
Sancho! El propio Gabriel tomó la pelotita.
—¿Esto es tuyo? —dijo, olvidándose de Lobo.
Agarré a Sancho y, sin pensar en lo que hacía,
exploté:
—¡Que sea la última vez!
Gabriel me miraba sin comprender: no le en-
contraba el lado cómico al asunto. Algunas perso-
nas suelen arengar a sus perros, a sus gatos,
incluso les hablan a las plantas. ¡Pero no a una
pelota de tenis! Salí del paso como pude. Solo
quería que la fiesta terminara y eso ocurrió a
medianoche.

Me fui solo a casa, eran apenas tres cuadras.


En la calle, sombras y niebla.
De pronto un tipo con impermeable y acento
extranjero se cruzó en mi camino:
—¿Egues Valentino? —me espetó.
—¡No! Sí... más o menos... —llegué a decir,
bastante asustado.
—Tengo que hablag con vos.
—¡Yo no! No tengo nada que hablar con un
desconocido. Mis padres están en la esquina —
mentí.
—Vos no mientas. Ellos están comiendo en la
paguilla Los chanchitos.
Tenía razón, estaban cenando ahí, en Marechal y
Gallardo, a pocos metros de casa. Me asusté más. El
tipo era inmenso, un pedazo de bestia de casi dos
metros y ancho como una pared. Creo que ocupaba
toda la vereda. Era una pared.
—Soy Jean-Pierre Platini, investigadog de la Agencia
Espacial Eugopea. Necesito hablag con vos un
momento —dijo, mientras, de manera poco amis-
tosa, me pasaba un brazo por los hombros y co-
menzaba a arrastrarme hacia el parque.
14. El hombre de la Agencia
Espacial Europea

Jean-Pierre Platini olía a pipa, pero tuvo el buen


gusto de no encenderla durante la breve charla que
compartimos esa medianoche, en uno de los bancos
del Parque Centenario, muy cerca del edificio con
cúpula redonda de la Asociación Argentina “Amigos
de la Astronomía”. Allí hay un modesto observatorio
para contemplar la Luna, Marte, o los anillos de
Saturno. Alguna vez, fui con papá para conocer el
Mar de la Tranquilidad, la región donde alunizó la
Apolo en 1969. Aunque a monsieur Platini no le
importaba esa clase de recuerdos.
Era imposible negarme a su pedido de conversar.
Podía ser un tipo muy persuasivo. Cada vez que
decía la palabra “vos”, sonreía. Un tipo vivo. Como
esperaba una ciudad fulgurante. Los insectos aman
las luces urbanas, se lanzan a los focos, vuelan lo-
camente hasta que es demasiado tarde y mueren.
Jean-Pierre Platini carraspeó:
—¿Vos quiegues sabeg, Valentino, qué hago aquí?
¡Ah!... ¡Esas computadogasl
Comenzó un largo ataque a los programadores y a
los programas de las computadoras, a los aparatos de
transmisión y a unas cuantas cosas más. Me dijo que
todo debía tratarse de un tremendo error (“egog”)
humano, porque no podía ser cierto lo que las
máquinas indicaban: que aquí, en este país, en esta
ciudad, precisamente en este lago artificial frente al
cual conversábamos, se encontraba la Huygens.
—¿Vos la ves? Porque yo no la veo —me confesó
incrédulo, fastidiado, el desconcertado investigador,
antes de largar una real carcajada francesa. Luego, a
pesar de la oscuridad, sentí que se sonrojaba—: No
creegás vos,jeune, que sospecho tales cosas. Egaguen
humanum est... ¡Todos nos equivocamos alguna vez!
Yo estaba muerto de miedo, con Sancho en el
bolsillo. Le pregunté cuál era su trabajo concreto.
Casi vanidoso, dijo que era un investigador muy
hábil y que por eso lo habían mandado a él a esta
“sensible misión”. Que debía llevar un informe
completo a sus jefes, para que nadie dudara de que
había estado trabajando y no de vacaciones en esta
lejana capital del sur. Estaba convencido de que su
esfuerzo era inútil, de que las máquinas se habían
vuelto locas. Durante semanas, gracias a sus múl-
tiples recursos, había investigado el parque, sus al-
rededores, los vecinos...
—¿Y por qué me cuenta todo esto a mí? —le
pregunté, para ver si podía zafar.
-—Sentido común —observó.
Me dijo que podía poner las manos en el fuego
por mis vecinos. Ninguno había visto algo extraor-
dinario en los últimos días: todos seguían sus rutinas,
tan normales. Trabajo, gimnasio, estudio, llevar a los
chicos al colegio, preocuparse por las cosas por las
que se preocupan los hombres y las mujeres en
cualquier lugar del mundo.
Pero, según él, yo era distinto. Ni mejor ni peor:
diferente. Si era un anzuelo para mi curiosidad, ya
estaba atrapado; me mordí la lengua, pero igual se
me escapó un:
—¿Por qué?
En pocas palabras, me dio a entender que si él
tuviera que hacer una lista de personas del barrio
sospechosas de haber tenido un encuentro con ex-
traterrestres, me pondría a mí en primer lugar.
Entendí lo que Platini me estaba sugiriendo: que yo
era un bicho raro. Eso me decían mis amigos... y
siguen siendo mis amigos. En el fondo, todos somos
bichos raros. Me da risa, ¡cómo si fuera el único!
Cuando me dicen “Sos raro, ¿eh?”, no se refieren a
mi cara, no tengo joroba como el jorobado de
Notre-Dame, ni la piel de color verde. Se refieren a
mis gustos, a mi fascinación por los animales (vivos
o muertos). Yo les digo que escarben un poco dentro
y ¡ya verán qué cosa los fascina! La gente se hace
rutinas para no salirse del molde y parecer un bicho
corriente. Yo conocí a un tipo así, convencional a
morir. Un día, el día más frío del invierno, se
desnudó y comenzó a hacer aerobismo alrededor del
parque. La policía se lo llevó y él gritaba en el
patrullero: “¡Necesito completar mi rutina! ¡Tengo
que dar otra vuelta!”. Ni siquiera sabía que estaba
desnudo: se había hundido en la rutina hasta
enloquecer.
La cuestión es que, bicho raro o no, al final todos
venían a tocar a mi puerta: primero Sancho, ahora
Platini. ¡Muy afortunado de mi parte!
El francés, cortando el hilo de mis pensamientos,
me espetó:
—Acabemos, Valentino. ¿Estás seguro de no
habeg visto una sonda espacial en los últimos días?
—¡Jamás en mi vida! —respondí rápido, asustado
de nuevo.
—¿No llevas vos, pog ejemplo, un magciano en el
bolsillo? Vos tienes la mano allí desde que nos
sentamos.
Su instinto era terrible, pero el tipo no creía en lo
que decía. ¡Por suerte! ¿Se estaba tomando todo a la
chacota... o simulaba? Por las dudas, le dije:
—Es solo una pelotita que no quiero perder.
Nada más.
El hombre de la Agencia Espacial miró las es-
trellas y luego el lago. Cruzó las piernas. Suspiró.
—Es una bella ciudad la tuya, Valentino.
Me habló de los jacarandás en flor, de las veredas
manchadas de flores violetas. Me habló de los
meteoritos del museo. A él también le fascinaban: al
fin y al cabo, eran como naves espaciales.
—Aunque no como las que yo busco —comparó.
Monsieur Platini me había seguido todos estos días.
Era hábil. Su problema era que ya no creía en nada.
Sentí que el francés no me iba a lastimar. Entonces,
súbitamente audaz, tomé a Sancho y se lo puse frente
a los ojos:
—Me encanta esta pelotita, es la única pelota de
tenis color naranja que vi en mi vida —le dije, con el
corazón acelerado.
—Ah... —contestó Platini con indiferencia total.
Y enseguida agregó—: Debo irme. Vos toma esta tar-
jeta. Si me necesitas, vos me llamas.
Monsieur Platini me extendió la tarjeta y luego sacó
un enorme chocolate de su impermeable. Me lo dio
con unas palmadas en el hombro, rogándome que lo
aceptara, en agradecimiento por mi charla. Se puso
de pie. Percibí que se sentía avergonzado, fuera de
lugar, obligado a un trabajo que consideraba una
pérdida de tiempo.
Era noviembre y soplaba un viento fresco. Había
tantas flores en el suelo como en la copa de los ár-
boles. La primavera había convertido las veredas en
espejos: algo mareado, sin saber si pisaba el cielo o la
tierra, también me puse de pie.
Vi cómo el altísimo monsieur Platini se hundía con
lentitud en las sombras del parque, intentando
atrapar alguna flor en el aire, el paso lento y dejando
tras de sí un olor a vainilla y tabaco; había encendido
la pipa. Pensé que extrañaría a su familia, en algún
pueblito francés, y me dio un poco de lástima.
Me fui a casa, pensando mil cosas. Tenía mucho
que hablar con mi amigo Sancho Fragancia Bebé.
15. Un intruso en casa

Las sirenas de la policía aullaban. Eran las doce y


media de la noche. En la puerta del edificio estaban
papá y mamá. Los policías y yo llegamos al mismo
tiempo.
—No te asustes, Valentino, pero alguien entró a
la casa —me informó papá, con la frente arrugada.
Mamá me abrazó, llorando.
—El encargado estaba llegando al edificio y vio
/

las ventanas de casa iluminadas. El sabía que ha-


bíamos salido. Por las dudas, nos avisó al celular.
La verdad, pensamos que nos habríamos olvidado
de apagar la luz de la cocina —agregó papá.
Cuando volvieron de cenar en Los chanchitos,
encontraron todas las habitaciones revueltas y
algunos muebles corridos de lugar. Los ladrones no
robaron nada. Nada en absoluto. Igual, los policías
hicieron un escándalo espantoso:
—¡No toquen! ¡Pueden borrar huellas!
—¿Y ustedes dónde estaban?
—¿Y el chico? ¿Dónde estaba el chico?
Me di cuenta de quién había entrado cuando vi
que mi computadora estaba encendida. Sentí frío
en todo el cuerpo. Jean-Pierre Platini sabía lo que
hacía. Ni los policías, ni papá ni mamá sospecharon
nada; para ellos, yo la había dejado encendida, y
punto. Pero no, yo la había apagado y monsieur
Platini, sin duda, habría encontrado el archivo gra-
bado por Sancho sobre la misión a Titán. Por eso,
en el parque, me habló de la sonda sin preámbulos:
sabía que era un tema familiar para mí.
Dos horas más tarde, los policías seguían en
casa. Fue muy molesto. Incluso, uno de ellos se
permitió decir:
—¿Están seguros de que el muchacho no hizo
esto? A veces, los adolescentes buscan llamar la
atención...
Mamá puso el grito en el cielo. ¡Cómo iban a
pensar eso de “Valentinito”! Pero le sembraron la
semilla de la duda, porque cuando los policías se
fueron, me preguntó:
—Nene, ¿vos no habrás... ? Quiero decir, noso-
tros te queremos mucho... Si tuvieras un problema,
sabés que podes confiar en papá y en mamá, ¿no, mi
amor?
La quería matar, pero pensé que no tenía derecho
a preocuparlos. Dudé. ¿Qué sería menos preocu-
pante para ellos? ¿Un ladrón o un hijo que quería
llamar la atención? Al final, me decidí:
—Mamá, papá, tengo algo que decirles.
Papá, que daba vueltas nervioso, se acercó.
—No sé lo que me pasó. No me animé a decír-
selo cuando estaban los policías. Yo...
—¿Qué, hijo? ¿Qué? —se desesperó mamá.
—¿Cómo van a pensar que yo revolví todo para
llamar la atención? Es que perdí las llaves de casa, al
salir. Y mi carpeta... y ahí estaba la dirección de acá,
de casa... y no sé...
Sabía que papá se iba a aliviar con eso. Tenía ló-
gica. Había sido el típico caso de “la ocasión hace al
ladrón”: llave más datos igual robo.
Para solucionar el asunto, bastaba con un cambio
de cerraduras. “Y listo el pollo”, dijo papá.
Por supuesto, desde entonces tuve que ocultar
mis llaves y mi carpeta, que no se me habían
perdido. Solo quería darles a papá y a mamá una
explicación. Les mentí, sí. Pero... ¿qué les iba a
contar? ¿La verdad? ¿Cómo?
De inmediato, papá habló con el portero (que
andaba despierto por ahí, excitadísimo después de
tanto uniformado alrededor) y le comunicó las no-
vedades. Después papá dijo:
—Bueno, ahora mismo viene el cerrajero y se
encarga de hacer llaves nuevas.
No hablé una palabra con Sancho; imaginé que
Platini había sembrado la casa de micrófonos invi-
sibles. El hombre no creía en los extraterrestres, pe-
ro estaba empeñado en justificar el sueldo que le
pagaba la Agencia Espacial. Yo jamás lo perdonaría
por haber entrado en casa y haberle dado tal dis-
gusto a papá y, sobre todo, a mamá.
16. La confesión de Sancho

Li amé a Mechi temprano. Nos comimos el


chocolate que me regaló monsieur Platini; hice un bo-
llo con el papel y lo puse en la bolsa de basura,
después de romperlo en muchos pedazos. Le pro-
puse ir al parque con Sancho.
Mamá y papá nos saludaron sonrientes, a pesar
de que, pobres, por sus ojeras apenas si habrían dor-
mido. El portero me miró con saña. Como si yo
fuera un delincuente peligroso. Sin duda, me había
culpado por toda la escena nocturna. ¡Claro, para él
yo realmente había perdido las llaves y había puesto
en peligro al edificio!
Luego de asegurarme de que nadie nos seguía,
nos sentamos en el mismo banco que habíamos
ocupado la noche anterior con monsieur Platini. Y le
conté a Mechi lo que había pasado cuando terminó
la fiesta: la charla con el investigador y el intruso en
casa. Luego, saqué a Sancho de mi bolso y antes de
que pudiera decirle una palabra, habló él: —Ya está
todo resuelto, estimado don alcornoque. —¿Qué
cosa?
—Los aparatos transmisores de la sonda están
mascando barro, vuesa merced. Esos majaderos de
la Agencia Espacial ya no recibirán más señales.
Con beneplácito se lo digo, amigo Valentino
bellaco.
¡Fantástico! Había olvidado que cuando estuve
con Platini, Sancho también estaba conmigo y es-
cuchó la conversación. Pero yo seguía enojado:
—Sancho, quiero que me cuente todo. ¿Quién
más está aquí? Anoche, el investigador entró a casa.
¡Mis padres están como locos! —se me hizo un
nudo en la garganta. Me estaba poniendo muy sen-
sible. Mechi me apretó con fuerza la mano.
—Entiendo, muy estimado amigo melindroso
Valentino. Le pido perdón y buen provecho os ha-
ga. Solo crea en mí: usted y la doncella fermosa
Mechi salvarán a Titán. Ahora le cuento todo. Mis
amigos están aquí, dígolo con señorío, bellaco.
—¿Dónde?
—Aquí. Allí, debajo de ese monumento.
Sancho señaló el promontorio, en el centro del
lago: la mujer saliendo de la piedra.
—Allí está nuestra nave y la sonda de ustedes.
Tuvimos que sacarla de nuestro mundo, porque su
presencia nos hacía daño. Ya sabe. Ahora, mis com-
pañeros inutilizaron sus aparatos. No más señales.
Lo tendríamos que haber hecho antes, pero las ne-
cesitábamos para orientarnos, para llegar a la Tierra.
—Pero... ¿cómo es que están allí?
—Están debajo. No en el fondo del lago, más
abajo.
—Sí... pero, ¿cómo?
—Nosotros podemos hacerlo. Es decir, ellos...
—¿Quiénes son ellos?
—Ellos. Los titanes. Los verdaderos. No puedo
decir más. Ni una palabra más.
—¿Verdaderos? ¿De qué...?
—¡Ni una palabra más!
Lo acepté. Comprendí que el juego se complica-
ba. Entonces, le pregunté a Sancho cómo haríamos
para entrar y salir del museo por la noche.
—Por la puerta —me contestó. ¡Ah! Fantástico.
El portero me odiaba. Una pelota de tenis se
burlaba de mí—. Es verdad, estimado amigo.
Entraremos por la puerta. Alguien la abrirá para
nosotros. Desde adentro —me aclaró.
Bien. Lo asimilé... como pude.
—¿Y qué tendríamos que hacer adentro?
—No puedo adelantar nada. Su presencia es... no
podríamos hacer nada sin su presencia. No podría-
mos salvar Titán sin su presencia. —Y sin esperar
mi respuesta, dijo—: Caballero don Quijote, soy su
escudero, de mi mayor estima. Solicito a usted, don
Valentino Quijote; usted no está loco, que acá no
hay encantamientos ni fantasmas. Soy tan Sancho
como usted Quijote; somos otros, sí, pero ahora...
somos ellos.
Me quedé con la boca abierta por el discurso.
Pero no me sonó mal ser un quijote. Después de to-
do, no iba a ser por mucho tiempo, de acuerdo a lo
que agregó Sancho:
—Estimado, de sabios será guardarse hoy para
mañana. Pero en lo que respecta a nosotros, solicito
su atención: no tenemos más remedio que aven-
turarnos todo en un día.
Así estaban las cosas.
Entonces, Mechi me dijo:
—Quiero ir con vos. ¡Y no se te ocurra decirme
Dulcinea, porque no te hablo más! Voy a entrar al
museo con vos esta noche.
—¡¡Noooü Ni de casualidad. ¡Ni lo pienses! No
sé lo que va a pasar.
—¿Y si te llevan a Titán? —me susurró al oído,
para que Sancho no escuchara.
No. Eso sí que no. No lo creía posible.
—¡Te lo prohíbo! —me mandé—. Además, ¿có-
mo saldrías de tu casa?
—De eso me puedo encargar. ¡Y vos no sos
quién para prohibirme nada, nene! O voy con vos,
o les confieso todo a tus papás: elegí.
Jaque mate de Mechi. Pero me encantó perder.
17. Una obra maestra

A esta altura comprendí que algo en mi cerebro


no funcionaba bien. Había tenido oportunidad de
delatar a Sancho, un extraterrestre cuyo nombre
verdadero no conocía (y que, dicho sea de paso,
¿qué importancia podía tener?). Me impidió hacerlo
un increíble sentimiento de protección hacia él.
Sería su modo de protestar, de enrollarse, o su voz
al recitar los poemas de Guido y Spano. Sancho era
redondo, suave, parecido a un pulpo, terriblemente
inteligente. Yo intuía que él no mentía, a lo sumo,
no me contaba todas las cosas. Aunque hasta eso,
supongo, demostraba un cuidado hacia mí: me iba
preparando de a poco para revelaciones más y más
profundas.
Con delicadeza, me señaló una nota que había
copiado del sitio de Internet del que se había hecho
fanático:

8 DE MOUIEMBRE DE 2004 ACTUALIDAD CIENTÍFICA

UNA OBRA MAESTRA


(Madrid) Este vehículo explorador constituye una obra
maestra de la ingeniería europea y tal vez sea la sonda más
compleja jamás construida. El sofisticado equipo que porta la
nave permitirá mostrar por primera vez la realidad física del
satélite más intrigante del sistema solar: Titán. Si tiene éxito,
enviará grandes cantidades de datos sobre la composición de
la atmósfera de esta luna, sus nubes y su superficie.
Dependiendo de las condiciones que encuentre en el aterrizaje
(aún no se sabe si lo hará en una superficie sólida, líquida o
fangosa) y de su resistencia, podrá remitir a la Tierra, durante
más de 70 minutos, datos e imágenes desde el suelo, que se
sumarán a las dos horas y media de datos obtenidos durante
el descenso. Cuando Huygens se separe de Cassini y penetre
en las nubes de Titán, se convertirá en el objeto fabricado por
el ser humano que más lejos haya aterrizado jamás. La misión
en conjunto tiene otro récord: por su presupuesto, de 3.200
millones de euros, es la más cara de la historia...

Bien, la obra maestra ahora era un montón de


chatarra, debajo del lago, en el Parque Centenario.

Papá y mamá se estaban recuperando de la no-


che anterior y me propusieron ir al cine con ellos.
De solo pensar en una cosa así, me corrió por la es-
palda un escalofrío de aburrimiento. Les dije que
no, que tenía que verme con Mechi. Mamá no se
privó de comentar:
—¡Qué nena tan rica! ¡Qué preciosura! ¡Tenés
muy buen gusto!
—¡Es mi amiga, mamá! —dije con fastidio.
—¡Hijo’e tigre! —se enorgulleció papá.
Cuando querían, podían ser insoportables. Por
suerte, no se les ocurría tratarme así en público.
Fue un largo sábado. Lo único que hice fue
perder el tiempo. Y toser. Me vino una tos seca, sin
catarro, como si quisiera expulsar... no sé, algo de
adentro, un alien. Pero no, mi alien estaba en el
armario. Con todo lo que me estaba pasando,
tendría bajas las defensas, como dice mamá cuando
me resfrío.
Con Sancho no crucé ni media palabra. Todo al-
rededor eran paredes que escuchaban. En cuanto
mamá me oyó toser, propuso suspender el cine. Le
dije, en broma, que si hacía eso me moría. No le
gustó el chiste. Me dijo, muy seria, que con la muer-
te no se hacen chistes.
Apenas si me reprocharon que, por mi culpa, un
ladrón les hubiera revuelto la casa. Pensaban que
tenía la cabeza en las nubes por amor a Mechi. ¡¡Si
tan solo hubiera sido eso...!!
18. Un mundo de
animales muertos

Era de noche. Tendría que escribir: “Hacía frío y


llovía torrencialmente”. Pero no. Era una hermosa
noche estrellada, de luna llena.
A la hora señalada, salimos de casa con Mechi y
Sancho. En el bolsillo, Sancho se movía.
Saltamos las rejas, que no eran muy altas, en el
sector donde se encontraba el ejemplar de palo bo-
rracho más fantástico de la ciudad. El tronco, infla-
do como un globo, y la extraña copa lo convertían
en un árbol ideal para una película de ciencia
ficción. Al pisar el pasto, no sonó ninguna alarma,
ningún perro ladró. Solo dos gatos, en silencio, se
alejaron de nosotros. Nos acercamos a una puerta
lateral ubicada debajo del nivel de la calle, al final
de una corta * escalera descendente. Nadie podía
vernos. Hubo un ruido de llaves desde el interior.
La puerta de hierro, pesada, hermética, se abrió.
Con Mechi estábamos pegados, como gemelos.
Gemelos del miedo. Pensé en retroceder, largar to-
do y volar a casa, a la cama. Pensé, también, que si
había llegado hasta allí, ya no había forma de volver
atrás.
Don Luis, con una sonrisa más grande que un
ropero, nos recibió. En cuanto traté de hablar, me
ordenó silencio, llevándose el índice a la boca. Un
gesto muy simple, pero efectivo.
Un nuevo umbral del asombro. ¿Era posible lo
que estaba viendo? ¿Qué hacía allí el boletero, a
medianoche? ¿Estaba aliado con los titanes?
—Vamos, chicos, vamos. No se asusten —mur-
muró don Luis.
Caminamos a tientas por las salas inmensas, ape-
nas iluminadas con luces penumbrosas, que hacían
brillar los huesos (reales o de manipostería) de las
decenas de criaturas del museo, de esos monstruos
espantosos. Olor a formol, a naftalina, a lechuza
muerta. Lo bueno de todo esto era que Mechi se
aferró un par de veces a mi brazo y su barbilla rozó
mi hombro. Yo soy un poco más alto que ella, y
ella es... es hermosa.
—¿Adonde nos lleva? —pregunté.
—¡Qué pregunta! Vamos a ver El Toba —dijo,
muy suelto de cuerpo, don Luis.
Después de cruzar la galería del acuario, con sus
peceras iluminadas, llegamos al vestíbulo. Sancho
vibraba en mi bolsillo.
—No entiendo, don Luis. ¿Qué hace usted aquí?
—pregunté.
—¿De veras que no entendés quién soy yo?
El cuerpo de don Luis hizo un giro a medias y
despidió chispas y niebla. Eso creí. Porque en cuan-
to completó el giro, todo era perfectamente natural
en él. Era don Luis, con su pantalón viejo y su
camisa de lino arrugada. Entonces, volvió a girar y
alcancé a ver un rostro diferente, una cara angulosa,
calva, ojos pequeños rodeados por un resplandor
rojizo. Lanzó una carcajada alucinada.
Mechi me tiró del brazo, se le estaba haciendo
costumbre:
—No te dejes asustar —susurró asustada.
—¿Qué hay que hacer? ¿Para qué nos necesitan7
atine a decir.
Los titanes, al fin y al cabo, parecían tener 19. Viaje a Titán
muchos recursos. ¿Para qué querrían a un par de
humanos? Pero, antes de que pudiera escuchar la
respuesta, alguien gritó:
—¡Están todos detenidos! ¡Quietos o dispagol
Monsieur Platini, con una pistola en la mano, nos
apuntaba. Era lo único que faltaba.

—¿Dónde están? —monsieur Platini parecía muy,


muy nervioso—. ¿Dónde están los alienígenas? —
Apenas dijo eso, bajó la cabeza y murmuró—: \Mon
Dieul ¿Qué estoy diciendo? ¿Alienígenas? ¿Estoy
loco?
Don Luis (quiero decir: el ser no terrestre que yo
pensé que era don Luis) le respondió:
—Señor... no sé quién es usted, ni sé cómo ha
logrado entrar al museo. En cuanto a alienígenas...
¿Se siente bien, señor?
El detective de la Agencia Europea sudaba. La
mano que sostenía la pistola sufría convulsiones y
tenía los ojos muy abiertos, sin pestañear.
De pronto, algo crujió.
A espaldas de Platini, el globo
terráqueo de la sala de
Mineralogía y Geología se movía
lentamente sobre su eje. Al
fondo, el gigantesco panel que
ilustraba el origen del universo
comenzó a titilar. Centenares de
luces rojas, amarillas y verdes se
encendían y se apagaban, como
si las estrellas dibujadas fueran
reales. Toda la sala había
cobrado una extraña vida. Las
rocas, miles de muestras de todo
el planeta, resplandecían en
aureolas naranjas y emitían un
sonido de líquido hirviendo en
su interior. Un cristal de amatista
del Brasil, turquesa y violeta, pa-
recía sangrar colores. Tenía la
forma de un dedo, el dedo de un
gigante de piedra. Sentí que la
piedra se quejaba, herida, que
deseaba volver a su lugar, a su
sombría cantera.
Monsieur Platini giró lentamente su
cabeza y la actividad de la sala lo fulminó.
De pronto, pareció que algo se cortaba en
él y cayó como una bolsa de papas sobre
las baldosas. Exánime.
—¡Pronto, atentamente! ¡Valentino,
Mechi, de mi mayor atención me dirijo a
don bellaco y a la fer- mosa doncella,
vamos, no hay tiempo! —apuró Sancho.
—¿No hay tiempo para qué?
—Ya está la nave, distinguido bellaco. Ya
está todo preparado. Debemos llevarnos,
le solicito, lo que vinimos a buscar, tenga a
bien, mis cordiales saludos. Atentamente,
por medio de la presente —Sancho
vibraba desesperado en mi bolsillo.
—Acabo de tener un mal augurio. Creo
que jamás debimos haber venido aquí.
¡Creo que fue un terrible error! —me dijo
Mechi, en un tono sepulcral.
Tomé a Sancho y le dije:
—¿Es verdad lo que dice Mechi? ¿Es
verdad que nos equivocamos en confiar?
Sancho dijo, con humildad:
—Lo siento, bellaco amigo. Lo siento,
soy un robot. Fui la carnada. Lo siento.
Soy su amigo... Su amigo, bellaco.
—Es verdad que es un robot. Pero
ustedes solo deben hacer una cosa: tocar el
meteorito. Cuando yo les indique. Eso será
todo. La energía que duerme en El Toba
despertará y la recogeremos —don Luis
sonreía, tranquilo.
Ya estaba claro quién era él. Pero la
revelación de que Sancho era una criatura
artificial me entristeció. De golpe me sentí
vacío, desconcertado, sin respuestas y, lo
peor, sin preguntas.
Don Luis me arrancó de mis
reflexiones: estaba emitiendo un
resplandor que nos envolvía a Mechi y a
mí. Entonces, volvió a invadirnos la
sensación de ser los salvadores del planeta
y nos sentimos tranquilos y confiados otra
vez.
El Toba estaba allí, tan inerte y oscuro
como solo puede estarlo un trozo de
hierro. Don Luis sacó un hilo casi
invisible de su camisa. Me dio una punta,
le pidió a Mechi que lo sostuviera desde el
centro para que no rozara el suelo y él lo
tomó desde el otro extremo. Con la otra
mano sostenía un cuenco plateado:
—¿Para qué es eso? —pregunté.
—Para recoger lo que rebase.
—¿Lo que rebase de dónde?
—De todas partes. Es un imán que
atrae la energía, el alma...
En cuanto me lo ordenó, apoyé mi
mano sobre el meteorito. El hilo se erizó,
como el pelaje de Ruperto cuando se
enoja. Tuve la sensación de que algo
venía, una ola gigante, un maremoto. Sentí
cosquillas en los dedos y, luego, la furia de
la naturaleza. ¿Cómo explicarlo? El viento
y todo lo que pudiera arrastrar un ciclón
pasó por mí. Pasó rápido, pasó como un
relámpago. Todavía podía ver a Mechi.
De sus ojos brotaba un líquido amarillo;
de sus orejas, de su boca. Todo en ella
resplandecía. Mechi (o algo en ella)
parecía derretirse. Seguramente, yo
también.
Don Luis se movía sin cesar, intentando
que el líquido se vertiera en el cuenco.
Y, al final, una bola de algo caliente y
oscuro me envolvió. Me había convertido
en agua. No me dolía. Sabía que algo
insólito estaba sucediendo conmigo, sabía
que había dejado atrás una vida, que era mi
vida. Pero todo eso era como un eco
remoto y el dolor de haberlo perdido
resonaba en mi corazón, aunque mi
corazón también estaba lejos. Me sentía un
lugar, una cosa de la naturaleza, un algo
sin conciencia. ¿Así sería estar muerto? No
lo sé. Yo sé que no estaba muerto, porque
de la muerte nadie regresa, porque al
momento de escribir estas palabras,
respiro, me late el corazón, tengo pulso. Y
puedo contar... contar el cuento.
Recuerdo una caverna gigantesca, de
rocas naranjas y rosadas. Recuerdo que
todo fue suave, que fui tratado
suavemente. También sé que después
perdí noción de las formas que había
alrededor.
Mis ojos solo veían niebla; a veces, manchas de
color. Por momentos descubría un ojo o una boca,
pero sueltos, sin cuerpo, flotando en el aire. Otras
veces, creí entender que ese ojo o esa boca
formaban parte de una criatura monstruosa que yo
veía solo como el negativo de una foto; que estaba
allí, pero que mis ojos eran incapaces de asimilar.
Mis ojos desconocían lo que veían, no estaban
educados para descifrar el mundo subterráneo de
Titán. No sé qué lamento más, si haber estado sin
ver o haber estado tan poco tiempo. Porque, en
algún punto de mi permanencia, comencé a captar
más cosas, como si estuviera en un país que hablara
otro idioma y, a fuerza de escucharlo, descifrara los
primeros signos, los más elementales, los más
comunes.
Durante ese lapso tuve la increíble idea de que
una máquina o una bestia se estaba alimentando de
mí. Después, supe que a Mechi le había pasado lo
mismo. No podía distinguirla en la bruma de las
formas, hasta que comprendí que algo se interponía
entre nosotros: un objeto... un mueble. Un día (o
quizá no hubo días, quizá todo transcurrió en un
único y largo segundo), alguien corrió el mueble y la
vi. Era la única forma que podía identificar con
claridad; lo demás era un enjambre confuso de áto-
mos. Solo Mechi era hermosa. Dormía. Una especie
de insecto la sobrevolaba y cada tanto se posaba en
sus párpados, en su cuello. Después vi unas som-
bras tan oscuras, que eran como recortes de una
noche sin luna en la Tierra; sombras sólidas, con
peso, con tres dimensiones. Mechi estaba dentro de
una campana rosada, una burbuja de luz que la
envolvía. Cuando las sombras se fueron, la campana
de luz se desvaneció.
Y así ocurrió muchas veces. Las sombras
pasaban con sus máquinas, con sus herramientas,
con todo lo que eran y hacían, todo lo que yo no
acertaba a distinguir. Desvié mis ojos y comprobé
que aquellas sombras que tanto me impresionaban
en torno a Mechi, también estaban en torno a mí;
tan sutiles, que su presencia no me producía
ninguna sensación. No me tocaban o, si lo hacían,
yo estaba bajo una anestesia total. Extraían de
nosotros, como hábiles cirujanos, hilachas de luz
rosada. Yo también estaba atado a la luz,
aprisionado o cobijado por una campana que a
veces era visible, a veces no. Tuve la extraña idea de
que nos habíamos convertido en dos pequeños
soles, manuables, portantes; que aquellas sombras
no eran más que el esbozo incompleto de un
rompecabezas humanamente imposible de armar.
Por momentos, sentía que despertaba de un sue-
ño violento, hipnótico, y que estaba en mi casa.
Quise recordar las caras de mis papás, mi cuarto, las
cosas que me gustaban: el silencio antes de dormir,
el sol del parque. Pero todo estaba tan lejos, todo
era tan inaccesible, que no podía armar ni un
recuerdo completo. Una languidez absoluta me
mantenía en un estado de latencia casi mortal,
donde sólo vagaba por paisajes breves, rotos,
dispersos, las pocas imágenes que mi mente podía
recordar.
Comencé a habituarme a la ronda de sombras.
Me ejercité en fijar mis ojos sobre ellas; a la tercera
o cuarta vez, supe que eran tres; a la siguiente, les vi
los rostros, pero eran lisos, sin ojos, sin bocas. Vi
algo que no era parecido a ninguna pesadilla, que
estaba más allá de la suma de todas las pesadillas.
Que no era máquina ni humano. Bajé los ojos.
El tiempo también pasó, y las sombras dejaron
de pasar. No hubo más luces sobre el cuerpo de
Mechi. Tampoco hubo luces sobre mí. Mis ojos se
cerraron. Pude sentir olores nuevos, frescos, agra-
dables; de brotes que surgen después de la lluvia en
el desierto, de perfumes que despiertan, de hojas
quemadas al comienzo del otoño. Olor a bizco-
chuelo en el horno; olor a un campo cubierto de
flores silvestres, de esas que crecen solas. Un dispa-
ro de aromas me llevó hacia una puerta blanca, y
comencé a descender hasta que todo lo que se mo-
vía dejó de moverse, y el viento del sueño me dejó
sin perfumes.
20. Regreso a la Tierra

JVtechi estaba en el piso, a mi lado. No sé cuál


de los dos reaccionó primero. El museo era un ce-
menterio de silencio.
—¿Cómo estás? ¿Qué pasó?
Nos abrazamos un buen rato. Mechi me mojó la
cara: estaba húmeda o lloraba. Nos sentíamos de-
bilitados, con el cuerpo flojo y los huesos desajus-
tados; como si se hubieran vuelto a unir de apuro o
todavía estuvieran reuniéndose, luego de una im-
posible disgregación. Allí estábamos. Enteros.
Mechi no había perdido nada de Mechi. Su cara de
cansancio me hizo olvidar todos mis males.
La redonda mole de El Toba yacía a nuestro la-
do. No había luces en la sala de Mineralogía y
Geología. Las altas ventanas vidriadas aún guarda-
ban el eco de lo sucedido en sus cortinas verdes: un
viento secreto las agitaba. Desde la remota biblio-
teca central, desde las protegidas áreas de los la-
boratorios del subsuelo, donde sobre frías mesas
azulejadas yacían fósiles y huevos de especies per-
didas, ninguna señal llegaba, solo el silencio. El
globo terráqueo estaba tan quieto como siempre.
Una figura oscura se irguió, en la galería de los
peces.
—¿Dónde están los egstrategrestres? —Monsieur
Platini tenía los bigotes torcidos y parecía
despistado: se apuntaba a sí mismo con la pistola.
—¡Cuidado! ¡Se va a matar! —le grité.
Platini, con una expresión desaforada, miró el ca-
ño de la pistola. Sus gestos, el temblor de las
manos, delataban que era un hombre perdido, al
menos por esa noche. Guardó la pistola en el
bolsillo de su gabardina, avergonzado. Pidió
disculpas. Nervioso, nos preguntó qué hacíamos a
medianoche en ese lugar. Era una pregunta difícil
de contestar. Pero decidí probar con la verdad:
—Vinimos a ayudar a los habitantes de Titán a
o

llevarse el meteorito.
—¡ Tres bien\ ¿Y cenagon antes en Los chanchi-
tos? —preguntó con ironía.
—En realidad, no sé de qué modo se alimentan.
Pero querían algo de este meteorito, del más gran-
de. Se llama “El Toba”. ¿Lo ve?
—Magnífico. Lo veo... lo veo completo.
—Sí, es cierto. Lo ve entero porque lo que se lle-
varon no es visible. Es más, creo que ni siquiera es
imaginable...
—Muy ciegto. Yo no me lo puedo imaginag, Valen-
tino —siguió en su tono irónico—. Me paguece que
sus padgres los dejan veg demasiada televisión. —
Luego, agregó, murmurando para sí mismo—: ¿Pego
qué hago yo aquí? \Mon Dieu\ Esto me pasa
pogpegseguig a unos cgríos un sábado a la noche... ¿Qué
espegaba encontrag? ¡Qué stupide\
La conversación entró en un punto muerto. No
había nada más que decir. Monsieur Platini estaba
claramente superado por las circunstancias, aunque
intentaba que no se le notara.
Pero todavía estábamos en el museo y a don Luis
no se lo veía por ninguna parte.
Entonces me di cuenta: nadie sabía la verdad, so-
lo nosotros.
Vi lfi Luna, alta, helada, al otro lado de los vi-
drios, montada sobre el cielo, encima del Instituto
Divino Rostro. Quería irme. Me puse a buscar, an-
sioso, algún manojo de llaves por ahí, hasta que
Mechi, con sonrisa triunfal y la mano en el pica-
porte, me dijo:
—Vamos, que no tiene llave.
El par de búhos de piedra de las ventanas del
primer piso nos miraba con un dejo de extrañeza.
Como un perro de caza fracasado, el detective de
la Agencia Espacial nos siguió, cabizbajo.
—Quería decirle solo una cosa, monsieur. Usted
hizo algo imperdonable: asustó a mis padres —le
reproché, sin derecho a réplica.
Platini puso cara de “yo no fui”, y se perdió nue-
vamente en la noche. Fue la última vez que lo
vimos.
Mechi me dijo:
—Ahora que el franchute se fue, te pregunto:
¿no te parece que te olvidaste algo? —y de un bol-
sillo sacó una cosa redonda, naranja. ¡Sancho!
21. El idioma de las hormigas

mundial de Alemania está por comenzar y


cuando alguien lea esto ya se sabrá si Argentina fue
eliminada en la primera ronda, o si llegó a octavos
de final (poca cosa), a cuartos de final (una
actuación discreta, insuficiente), a semifinales (no
está mal...), o si fuimos finalistas (¡pero más lindo es
salir campeón!).
Ruperto duerme cada vez más, aunque a cambio
se ha vuelto más mimoso; en cuanto llega el otoño
los gatos son más mimosos, será por el frío.
A don Luis recién lo volvimos a ver cuando, con
Mechi, nos atrevimos a entrar al museo otra vez. No
fue fácil animarse, en serio, pero la intriga por volver
a “la escena del crimen” terminó por darnos coraje.
Pudimos comprobar que no recordaba nada de lo
que había pasado con los titanes y el meteorito, en
aquella noche de luna llena. Pero nos esquivaba
decorosamente, como si su instinto le dijera que,
por su bien, se tenía que mantener apartado de
nosotros. ¡Pobre hombre!
Mechi, claro, es mi mejor amiga. ¡No es poca co-
sa! Aunque seguro que ya va a estar pasado de mo-
da, para el cumpleaños que viene le voy a regalar el
disco donde está la balada de James Blunt, You’re
beautiful. La primera estrofa es remelosa, pero me
parece que a veces es medio inevitable ser meloso;
no siempre se puede hablar de vizcachas pampeanas
o del calco de un dinosaurio. Traducida, dice así:
Mi vida es brillante.
Mi amor es puro.
He visto un ángel.
De eso estoy seguro.
Y Sancho, mi noble escudero Sancho, se quedó
sin batería. Es una forma de decir que se murió,
porque los robots no tienen pulso propio. No como
nosotros. Aquella noche, cuando Mechi lo encontró
junto a la base de El Toba, opaco, casi sin luz, supo
que algo trascendental había ocurrido para la
diminuta y peluda pelotita. En cuanto monsieur
Platini desapareció de nuestra vista, nos confesó
que era un robot con “voluntad”. Orgulloso, dijo
que su misión estaba cumplida: la esencia de El
Toba ya estaba en Titán. Como único reconoci-
miento por el éxito de la misión, pidió a sus crea-
dores retirarse en la Tierra. Bah, no sé si le gustaba
la Tierra entera; pero mi barrio, el Parque Centena-
rio, los palos borrachos, Ruperto, la “fermosa don-
cella” Mechi, mi armario, el cuarto, las canciones de
Felipa, eso, seguro. Y, sobre todo, las conversa-
ciones. En Titán no se conversa. En Titán no existe
la amistad tal como se la conoce en la Tierra y a él le
había encantado aprender “el idioma de las hor-
migas”. Nos anticipó que le quedaban unos días an-
tes de ser, para siempre, apenas una pelotita color
naranja, el color de Titán, de su atmósfera, de sus
nubes. Y citó a don Quijote, resuelto a demostrar-
me que lo había leído entero:
—“Presto habré de morir, que es lo más cierto; que
al mal de quien la causa no se sabe milagro es acertar
la medicina.,,
Me juró que en verdad habíamos estado en Titán,
porque nuestros cuerpos (el mío, el de Mechi) esta-
ban cargados de esa materia (no visible, no imagi-
nable), de esa alma que estaba protegida dentro de la
compacta densidad del meteorito. En las noches de
luna llena, como una marea imantada por el pleni-
lunio, el alma borbotea en los invisibles intersticios
del meteorito, buscando un puente para escapar de
su cárcel de hierro y ser liberada. Mechi y yo fuimos
el puente. Y en Titán, aquellos seres que no fueron
más que sombras para nosotros nos “descargaron”.
No me importó entenderlo del todo, lo confieso.
En los sueños, creo saberlo todo; y al despertar, ol-
vido. O al revés...
Durante un tiempo, me costó mucho tomar sopa.
Cada vez que veía un plato de sopa, me venían
imágenes ajenas y, sin embargo, mías; imágenes que
parecían de otra realidad en la cual yo era líquido, era
sopa.
Por momentos, se me daba por filosofar. Pero
abandoné esa actitud cuando Mechi me preguntó,
arrugando la nariz: “Y ahora, ¿qué?, ¿cuando seas
grande vas a ser un gurú, como esos del cerro Uri-
torco, que están años esperando un ovni y juntando
adeptos para no sé qué?”. ¡Ni loco! Ahora escribo le-
tras de rock. A veces, con Mechi.
Yo estuve en otro planeta (en el satélite de otro
planeta, más precisamente). Eso no me hace mejor
ni peor que nadie.
Un día que no olvidaré, Mechi dijo que nuestros
hijos (no me animé a preguntarle si se refería
realmente a nuestros hijos) van a ir a ver los juegos
olímpicos en la Luna. Con una gravedad más débil,
todos saltarán más alto, especificó.
Ayer, mientras terminaba de escribir esto, me en-
contré con un artículo en el diario. El informe ase-
guraba que los últimos datos enviados por la sonda
Huygens, en enero de 2005, habían sido reciente-
mente interpretados y confirmaban que son nulas las
evidencias de vida en Titán. La abundancia de
metano que hizo pensar en la posibilidad de que
hubiera vida en el satélite no se debía a ningún
cuerpo orgánico, sino a otras causas.
Supongo que monsieur Platini habrá leído con
alivio estas conclusiones. Pero yo tengo a Sancho,
mi pelotita de tenis color naranja, en un cajón de la
mesa de luz. No estamos solos.
Yo tampoco estoy solo. Esta noche nos vamos
con Mechi a ver un recital de Nandú. Ahora, Gabriel
es el sonidista y guitarrista de la banda; al final,
Lobo y él aprendieron el “idioma de las hormigas” y
se entienden muy bien, aunque sean tan distintos.
Con Mechi les escribimos un montón de letras,
que Lobo canta sin desafinar demasiado. Ahí va la
más “colgada”, como dice Mechi.

“El universo tampoco sabe quién es”


Letra: Mechi y Valentino.
Música: Gabriel.
Voz: Lobo.
Músicos: grupo Nandú.
(Dedicatoria secreta: para Sancho Fragancia Bebé.)

El universo tampoco sabe


quién es,
porque no se trata de
saber.

¿Y qué? ¿Nos íbamos a hacer los sabios?

El sentido solo vos lo


conocés.
Vos sos el sentido,
yo soy el sentido, no
te hagas el vivo.
¡Viví!
Eso es para los que dicen que la vida no tiene
sentido. ¡El sentido de la vida es vivir! Y de ahí para
adelante...

El universo es tu instrumento la
canción hacela vos.

Está bien, ¿no? Estos últimos versos son el es-


tribillo. Simple, pero contundente. Bueno... ¡a Mechi
le gusta! Y a mí me gusta Mechi. La seguiría hasta
Caronte, si fuera necesario. ¡No, el barquero del in-
fierno, no!: Caronte, el satélite de Plutón.
/
Indice
1. Animales .......................................................... 11
2. Mi familia, las momias egipcias
y el desodorante de ambientes ............................... 15
3. La pelota de tenis color naranja .......................... 23
4. Un pedido de ayuda ........................................... 27
5. El umbral del asombro ....................................... 31
6. El universo y las abejas ...................................... 35
7. Escalofrío .......................................................... 39
8. Mechi, la maravillosa ......................................... 43
9. Salvar un mundo cualquiera............................... 47
10. Nosotros ............................................................ 55
11. Visita al museo .................... ........................... 59
12. El huracán Mamá ..................................... ....... 69
13. La fiesta de cumpleaños ...................................... 73
14. El hombre de la Agencia
Espacial Europea------------------ 83
15. Un intruso en casa -------............................
93
16. La confesión de
Sancho.........................................99
17. Una obra maestra ---------------- 105
18. Un mundo de animales muertos -------- 109
19. Viaje a Titán ...........................................H3
20. Regreso a la Tierra ....................................125
21. El idioma de las hormigas .........................129

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