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Prisionero Del Mas Alla 1 PDF
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Por
Paul Feranka
Paul Feranka Prisionero del más allá
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Paul Feranka Prisionero del más allá
Índice
LIBRO 1 .................................................................................4
LA PÉRDIDA ........................................................................4
CAPÍTULO 1 .............................................................................5
CAPITULO 2 ...........................................................................28
CAPITULO 3 ...........................................................................45
CAPITULO 4 ...........................................................................63
CAPITULO 5 ...........................................................................76
CAPITULO 6 ...........................................................................87
CAPITULO 7 .........................................................................101
CAPITULO 8 .........................................................................121
CAPITULO 9 .........................................................................141
CAPITULO 10 .......................................................................153
LIBRO 2 .............................................................................170
LA BÚSQUEDA................................................................170
CAPITULO 1 .........................................................................171
CAPITULO 2 .........................................................................199
CAPITULO 3 .........................................................................216
CAPITULO 4 .........................................................................240
CAPITULO 5 .........................................................................253
CAPITULO 6 .........................................................................275
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LIBRO 1
LA PÉRDIDA
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CAPÍTULO 1
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Esa misma noche, en una de las salas de post producción. Pablo y José
Luís revisaban las escenas que acaban de grabar. Al terminar ambos
permanecieron en silencio. El contenido era demasiado deprimente y
constituía una verdadera bomba.
– Esto es terrible, Pablo. ¿Estás consciente de lo que vamos a
provocar….?
– Sí, –respondió su jefe–. Vamos a desenmascarar públicamente a uno
de los hombres de empresa más importantes de nuestro país, quien por
años ha creado la imagen de ser uno de los hombres más generosos y
filantrópicos de nuestra sociedad, donde es considerado una de sus
grandes figuras.
– Y que además tiene una gran fuerza política –añadió José Luís con
preocupación–. ¿Ya pensaste en la repercusión que tendrá el transmitir
este reportaje dentro de un programa de televisión?
– Eso es precisamente lo que estamos buscando, ¿no? –dijo Pablo
exaltado–. Aunque te confieso que nunca imaginé que un hombre como
Betancourt pudiera estar metido en algo tan sucio como esto.
– ¡Es… inconcebible…!
José Luís permaneció un momento pensativo. Después, mientras
terminaba de sacar una copia en la videograbadora, preguntó:
– ¡¿Vas a enseñarle esto al director, o piensa lanzarlo al aire y dejar que
estalle la bomba?!
– No… no podemos hacer una cosa así. La dirección tiene que estar
enterada, de lo contrario podemos desatar algo que tal vez no podríamos
detener. Además ellos tienen que compartir el riesgo con nosotros, así
que los dejaremos tomar la decisión, aunque en este momento, no es eso
lo que me preocupa – dijo Pablo con cierto tono de tensión en la voz.
– ¿Entonces…?
– Estoy seguro que Betancourt ya descubrió quiénes fueron los intrusos
que filmaron su ceremonia satánica. Debe estar muerto de miedo y de
rabia, y hará todo lo posible por detenernos. Y ya sabemos de lo que es
capaz.
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a sí mismo por humillarse a tal grado, pero todo era válido con tal de
seguir teniendo su protección y ayuda, y eso duraría todo el tiempo que
Betancourt lo considerara necesario, así que trató de dominar la
repugnancia que el hombre le causaba y se dispuso a ir a su encuentro.
Bórquez tendría que esperar esta vez.
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– ¡Por favor…! No te preocupes. No creo que este hombre sea tan tonto
como para intentar algo, sabiendo que todos están enterados de sus
intenciones.
– ¿Y si dejamos las cosas como están…? Después de todo, hay muchos
temas interesantes para nuestra serie.
– ¡Eso es lo que no podemos hacer! –exclamó Pablo furioso–. No nos
vamos a dejar manejar por ese asesino. Voy a transmitir el programa tal
como está, dejando la escena donde se despoja de la capucha y la
cámara hace un acercamiento sobre su rostro, captando su mirada
sádica, y su expresión malvada. ¡Lo voy a hacer pedazos!
– ¿Y si trata de… matarte…? –preguntó Ana asustada.
– ¡Qué lo intente…! Estoy esperando su próximo movimiento. Mientras
tanto, daremos mañana una conferencia de prensa, anunciando nuestra
nueva serie.
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CAPITULO 2
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encuentra, cosa que dudo, es muy posible que su cerebro quede dañado
en forma permanente, y…
– ¡Dios santo…! ¡No puede ser…! ¿Está sugiriendo que Pablo va a
quedar mal de la cabeza…? ¡¿Es eso, doctor…?! –preguntó la chica casi
histérica.
– Pues… no lo podemos asegurar, pero mucho me temo que así sea.
Siento tener que hablar con esta crudeza, pero tal vez deban hacerse a la
idea de que el Pablo Bórquez que ustedes conocieron… no existe más.
– ¡Dios mío, más le valdría estar muerto…! –exclamó Ana horrorizada.
– Sí… así es –repuso Valdez con expresión grave y añadió–:
desgraciadamente es la verdad.
Mientras estaban hablando, ninguno observó que cerca de ellos un
hombre seguía con verdadero interés cada detalle de la plática. Después,
sigilosamente se levantó y salió del lugar, tratando de pasar
desapercibido. Al llegar a la puerta del hospital, una sonrisa torva de
satisfacción apareció en sus labios, sin dejar de murmurar visiblemente
satisfecho:
– Muy bien, Bórquez, encontraste lo que buscabas. Don Fernando estará
contento.
Al fin, después del intenso ajetreo del día, la calma invadió el hospital
donde Pablo se encontraba. Desde hacía un buen rato las luces habían
bajado de intensidad y los pacientes en los distintos piso trataban de
dormir. Sin embargo, en el pasillo que conducía a la unidad de Terapia
Intensiva, donde Pablo yacía inconsciente, dos sombras hicieron su
aparición, deslizándose lenta y cuidadosamente por el pasillo. Al fondo,
un policía vigilaba el lugar como una medida de protección.
Durante varios minutos, las sombras acecharon cada uno de los
movimientos del policía esperando el momento de entrar en acción. De
pronto, tratando de ahogar un bostezo, el guardián se puso de pie y
tomando un vaso que tenía cerca de su silla se dirigió hacia la cafetera
situada al fondo del pasillo. De inmediato, uno de las sombras apresuró
sus movimientos, deteniéndose en la puerta de la sala abandonada por el
guardia. La mano enguantada hizo girar el picaporte, abriendo la puerta
silenciosamente. Adentro, en su sueño inerte, Pablo parecía muy ajeno a
lo que estaba sucediendo a unos cuantos pasos. Con movimientos
felinos, el hombre se acercó al herido. Decidido, desconectó el suero
que tenía conectado a la vena. Después, con pleno conocimiento de lo
que estaba haciendo, cerró la llave que controlaba el paso del oxígeno.
De inmediato, una ligera agitación apareció en la respiración de la
víctima. El hombre satisfecho disponía a retirarse, cuando las órdenes
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CAPITULO 3
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que paso. Todo iba bien hasta que mi auto empezó a girar sin poder
controlarlo. Al final choque con algo y perdí el conocimiento. No sé qué
pasó después. Al abrir los ojos me encontré en este lugar espantoso,
rodeado de gentes que no conozco, que me hablan en un idioma que no
es el mío y que están tratando de hacerme enloquecer.
La exaltación de Pablo al efectuar su relato había ido en aumento, hasta
terminar en un grito angustiosos que estremeció al médico, quien
escuchaba asombrado, tratando de mostrarse impasible.
– Créame que no quiero poner en duda lo que acaba de decirme, pero…
no lo entiendo. Usted no resultó herido en un accidente automovilístico,
fue víctima de un atentado en el que recibió tres disparos en distintas
partes del cuerpo.
Pablo abrió los ojos, asombrado.
– ¡¿Qué dice…?! ¡¿Está usted loco…?! ¡¿Tres disparos…?!
– Así es, uno en la cabeza, que solo fue superficial. Otro en el brazo
derecho, y un tercero en el pecho, cerca del corazón…, como puede
comprobar ahora mismo. Si lo desea, empezamos por su brazo para
demostrarle que estoy diciéndole la verdad.
Acto seguido, Robles empezó a remover con cuidado la venda que
cubría su brazo derecho ante los ojos asombrados de Pablo, quien al
comprobar la veracidad de las palabras del doctor, volteó a mirarlo con
el estupor reflejado en sus facciones.
– Ahora veamos la herida en el pecho –prosiguió el médico, después de
volver a vendar el brazo dañado.
Ante la evidencia, Pablo permaneció mudo durante varios minutos,
incapaz de hacer el menor comentario.
“¡¿Cómo era posible…?! ¡Ahí estaban las marcas de los disparos…!
Sentía el dolo en las heridas y eso era algo que no admitía la menor
discusión… pero… ¡¿Cómo… podía ser cierto…?! Él nunca fue herido,
excepto en el choque automovilístico, cuyas heridas había desaparecido
en forma inexplicable.” Cada vez más confundido, apenas pudo
balbucir:
– No… no puede ser… debo estar enloqueciendo…
Después, con gesto angustiado se aferró a los brazos de Robles,
mientras exclamaba desesperado:
– ¡¿Qué me está sucediendo, doctor…?! No recuerdo nada de lo que
dice. A mí nunca me habían disparado… ¡Tiene que creerme…!
Robles estaba impresionado. La vehemencia del herido era tal, que si no
hubiera sido su amigo y supiera la verdad le habría creído sin la menor
vacilación. Entonces… ¿Qué había sucedido en su mente…? ¿Cómo
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Dos días después, armado con una serie de preguntas, Pew se presentó
ante Ryan, que lo esperaba impaciente. Al ver entrar al médico, el
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– ¿Puedo pasar –la voz de Ana sonó tímida al entrar al cuarto de Pablo,
que hundido en sus meditaciones no pudo evitar un gesto de
impaciencia.
– Pues… estaba a punto de dormirme un rato –repuso tratando de
mantener la calma.
– Lo siento, Pablo –replicó ella sintiéndose rechazada y disponiéndose a
retirarse –, sólo vine por si se te ofrecía algo, pero ya veo que no es así.
Con permiso.
– Espera –dijo Pablo pensando que después de todo en la chicha tendría
un aliado que podría ayudarlo en la realización de su plan –.
¿Realmente puedo confiar en ti…?
– Por favor, Pablo… ¿Cómo es posible que me preguntes una cosa
así…?
– Está bien… demuéstramelo. Antes que nada, dime dónde estamos.
– La realidad es que… estamos en México, como todos ya te lo hemos
dicho, y…
– ¡¿Otra vez esta estúpida historia…?! –gritó Pablo furioso –. ¿Qué es
lo que esperan obtener con esta farsa…?
– ¿Farsa…? Espera, Pablo, creo que hay algo que puede ayudar a
convencerte. Ven… trata de levantarte y mira por ti mismo a través de
la ventana. Te darás cuenta que no estamos en la ciudad de Londres,
como dices, sino en México.
– ¿Ah, sí…? –replicó Pablo en tono triunfal –. ¡Ahora vamos a verlo…!
Con cierta dificultad, logró incorporarse. Con ayuda de Ana, bajó de la
cama y con piernas temblorosas avanzó titubeante hacia la ventana que
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estaba a un lado del cuarto. La chica apartó las cortinas y al ver hacia el
exterior, la cara de Pablo adquirió una expresión de incredulidad.
– ¿Qué es esto…? –logró murmurar al comprobar que la ciudad que se
extendía ante su vista era totalmente desconocida para él.
– ¿Ya te convenciste de que estamos diciendo la verdad?
De pronto, al dejar caer las cortinas obscuras, el vidrio de la ventana
reflejó la cara de Pablo, que al verse en el cristal palideció
intensamente, sin dar crédito a lo que sus ojos estaban viendo.
Anhelante, con la angustia impresa en cada línea de su cara, volteó
desesperado hacia el espejo situado en el otro extremo del cuarto,
dirigiéndose tambaleante hacia él. La imagen que devolvió el espejo lo
llenó de un terror indecible. Se llevó las manos al rostro desencajado,
repasando con los dedos las líneas de su faz como queriendo borrar esos
rasgos que no eran los suyos, mientras sus labios murmuraban casi en
silencio una negativa angustiosa, hasta que de su garganta brotó un grito
ronco y aterrador que llenó el cuarto y los oídos de Ana, quien estaba
petrificada en su sitio, sin atreverse a hacer el menor movimiento,
mientras las palabras de Pablo surgían llenas de espanto y horror:
– ¡N… no puede ser… ésa… no es mi cara! ¿Qué han hecho conmigo?
–desesperado volteó hacia la chica, con una expresión de incredulidad
reflejada en el rostro moreno, queriendo saber, con el terror marcado en
los ojos – ¡le aseguro que esa no es mi cara…! ¡Dios santo! Ese hombre
no soy yo…
A punto de desplomarse, logró apoyarse en la cama ayudado por Ana,
que permaneció en silencio, incapaz de efectuar el menor movimiento.
Después, se aferró a él, llorando desesperada, volcando en ese instante
todo el amor y la pasión que sentía por su jefe.
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– Tengo una buena noticia que darle, Philip, –dijo el doctor Pew a
Ryan, después de haberlo saludado.
Ryan lo miró con expresión apática, de acuerdo al estado de ánimo que
lo dominaba desde hacía dos días.
– ¿Ah, sí? ¿De qué se trata…?
– Hice arreglos necesarios para que salga del hospital. Podrá irse a su
casa.
– ¿Quiere decir que estoy… curado? –preguntó con una marcada ironía
en la voz.
– Así es, Philip, al menos de sus heridas, lo cual hace innecesaria su
permanencia en este lugar. Seguiremos el tratamiento en mi consultorio,
durante el tiempo que sea necesario.
Philip permaneció en silencio unos instantes. Mil incógnitas se
arremolinaban en su cerebro, pero sólo logró preguntar con la voz
enronquecida por la emoción:
– ¿Qué me espera de aquí en adelante, doctor Pew, a qué tengo que
enfrentarme…?
– Quisiera darle una respuesta concreta, Philip, pero no la tengo. Sin
embargo, necesito su colaboración y sobre todo, su paciencia, para
ayudarme a encontrar una solución a su problema.
– Ya ve –murmuró Ryan con voz apagada –. Puedo prometerle mi
colaboración, pero no mi paciencia. Creo que… voy a resultar un
paciente demasiado difícil para usted.
– Bien… por lo pronto prepárese para salir. En cualquier momento
llegará David Marlow por usted y en una hora más estará nuevamente
en su hogar.
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– Siento mucho todo lo que estás pasando, Phil, pero no veo por qué
descargas en mí tu resentimiento. Yo… no soy culpable de la situación,
y te aseguro que si pudiera… –el tono de su voz empezó a flaquear y
sintió que las lágrimas acudían a sus ojos, por lo que haciendo un gran
esfuerzo trató de dominarse –. Lo siento Phil, creo que esto está
resultando difícil para todos nosotros, no sólo para ti, pero… ¿Por qué
no nos damos una oportunidad de adaptarnos a la situación hasta que el
doctor Pew y David encuentren una solución…?
– ¡Santo Dios…! Qué fácil es pedir paciencia a alguien que está
desesperado. ¡¿Es que no lo entiende…?!
– Bien ¿Qué es lo que “usted” sugiere…? –preguntó Helen con voz
ronca, enfatizando intencionadamente el tratamiento de… “usted”–. Yo
lo único que te pido… es… que me dejes estar a tu lado, ya sé que por
ahora piensas que no me soportas, pero te prometo no intentar el menor
acercamiento sentimental contigo. Estoy profundamente enamorada de
ti, Phil, pero te juro que nunca más volverás a oírlo de mis labios a
menos que tú me lo pidas.
Le dirigió una mirada casi suplicante y continuó:
– Si quieres, trátame como a una mujer agradable a la que acabas de
conocer, que está dispuesta a ayudarte y con la que no tienes el menor
compromiso. Fuera de eso… no pido nada a cambio –hizo una breve
pausa y concluyó –. Como ves, tienes todas las ventajas y ninguna
desventaja, y no podrás negar que siempre es bueno contar con una
amiga en la que puedes confiar, o con una secretaria, si así prefieres
considerarme. ¿De acuerdo…?
Philip permaneció pensativo durante algunos instantes. Después su
rostro se relajó y adquirió una expresión más amable mientras sus labios
esbozaban por primera vez una ligera sonrisa.
– De acuerdo –murmuró finalmente.
Esa misma tarde, Philip recibió la visita del doctor Pew, quien de
inmediato se dio cuenta de lo que pasaba por la mente atormentada de
su paciente.
– Por lo visto aún se siente muy angustiado –comentó –, creo que voy a
darle un medicamento que lo va a tranquilizar.
– ¡No…! –exclamó Philip rabioso –, lo que me tiene desesperado es la
terrible inactividad en la que me encuentro.
– Lo que necesita es encontrar algo que le ayude a ocupar su tiempo
mientras define lo que será su profesión en el futuro.
– Sí, es cierto –repuso Philip indeciso –, yo mismo me he repetido mil
veces que tengo que hacer algo, pero…
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más tiempo. Tengo que hacer algo, volver a tocar o… no sé. ¡Algo! –
exclamó exasperado.
– ¡¿Tocar…?! Pero… si tú nunca has tocado antes. Además creo que es
demasiado peligroso que estés en las calles, sabiendo que un grupo de
fanáticos te quiere matar.
– Por favor, Ana, no empecemos nuevamente con todo eso y si te digo
que soy pianista es porque sé perfectamente lo que soy. Por lo pronto,
creo que debo empezar a asumir la personalidad de Pablo Bórquez.
Necesito dinero y una identidad, aunque sea robándose a otro.
– ¿Ahora eres tú el que va a empezar con eso de nuevo…? Con una sola
firma, puedes retirar millones de pesos del banco…
– ¡¿Con una sola firma…?! –exclamó Pablo sorprendido –. ¡Dios
Santo…! ¿Te das cuenta de que aunque quisiera no podría hacerlo? ¡No
sé firmar como Pablo Bórquez!
– ¿Ah, no…? Entonces… ¿Cuál es tu firma?
Pablo tomó la pluma y la pequeña hoja de block que la joven le
extendió y trazó con firmeza una firma ilegible. Después repitió varias
veces la misma firma y se la entregó a la muchacha, que lo miraba
intrigada.
– Ésta es la firma de Philip Ryan y si tienes alguna duda, mándala a
comprobar a Inglaterra.
De pronto, toda su expresión se transformó.
– ¡Dios Santo! –dijo –. ¿Cómo no lo pensé antes?
De inmediato se dirigió al teléfono. Titubeó un momento, y dijo con voz
ansiosa:
– Préstame el directorio telefónico –después añadió para sí mismo –:
¡Es increíble…! ¿Cómo se puede ser tan estúpido…? – con verdadera
nerviosidad, hojeó el directorio, hasta encontrar lo que buscaba –. Aquí
está. El número lada de Londres.
Tomó la bocina y marcó el número de su casa, esperando ansiosamente
la respuesta desde Inglaterra.
– ¿Halo? –dijo una voz en inglés a través de la bocina.
– ¿Eres tú, Lomax…? –balbuceó Pablo, visiblemente emocionado.
– Sí, señor, ¿Quién habla…?
– ¿No me reconoces…? –replicó Pablo nervioso –. Soy el señor Philip,
tu patrón.
– ¿Está usted bromeando…? El señor Philip acaba de salir de la casa,
con el doctor Pew.
– ¡Por favor! –exclamó Pablo angustiado –. ¿Cómo puede estar alguien
viviendo en esa casa, si yo estoy aquí…? Te juro que ese hombre es un
impostor, Lomax… yo soy el verdadero Philip Ryan… y…
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Dijiste que era algo así como… un sello de familia, o algo por el estilo,
¿No es verdad…?
Esta vez Maxon se quedó mudo, estupefacto, sin atinar a responder.
Después murmuró con voz trémula:
– ¡Santo Dios! ¿Cómo puede saber una cosa así…?
Pablo, cada vez más exaltado, empezó a hablar atropelladamente,
dejando que se desbordara toda la excitación que lo embargaba.
– ¿Te das cuenta que soy realmente Philip Ryan…?
El rostro de Maxon adquirió una palidez cadavérica. Trató de hablar,
pero su asombro era tan grande que no pudo articular palabra.
Finalmente logró murmura.
– N… no… esto no puede ser… es lo mismo que él dijo… y…
– ¡¿A qué te refieres…?! –explotó Pablo sacudiéndolo por los brazos,
desesperado.
– Cuando fui al hospital a ver a Ryan, después del accidente, y empezó
a recobrar el conocimiento, Philip empezó a delirar, jurando ser otra
persona y hablando en español, cosa que desconcertó a todos los
médicos, quienes pensaron que… había perdido la razón.
Pablo, en el paroxismo de su excitación, aun sujetándolo por los brazos
preguntó:
– ¿El nombre…? ¡Dime el nombre de la persona que afirmaba ser!
– Pues… n… no creo recordarlo… –dijo Maxon, impresionado por la
vehemencia de su visitante.
– Por favor – exclamó Pablo sumamente nervioso – ¿No sería…Pablo
Bórquez…?
– ¡Ése…! ¡Ése era el nombre, Pablo Bórquez…! Ahora lo recuerdo –
dijo, mientras sus ojos se clavaban en el gafete que Pablo portaba en el
pecho con su nombre –. ¡Usted… usted es ese hombre…!
– No… yo soy Philip, tu amigo, el que por lo visto intercambió su
personalidad con ese hombre de Londres, que debe estar pasando por el
mismo infierno que yo estoy viviendo aquí.
Hizo una pausa y preguntó:
– ¿Puedes ahora creer en mis palabras…?
Sin saber qué contestar y sintiéndose en medio de un torbellino de
emociones, Maxon sólo atinó a murmurar:
– Juro que no entiendo una sola palabra de todo lo que hemos hablado.
Yo creí en ese momento que Philip se había vuelto loco, pero ahora,
después de lo que usted acaba de decirme… ya no sé qué creer.
– Cree en mí Bob, en la amistad que hemos conservado durante todos
estos años, en las confirmaciones que te darán los médicos que me han
atendido. ¡Yo soy Philip, tu piloto número dos…! El que quiere correr
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uno de tus carros para demostrarte que cada una de mis palabras es la
verdad. ¡Déjame manejarlo…!
– ¡¿Está loco…?! ¿Sabe lo que cuesta un armatoste de esos…?
– Por favor, Bob… déjame hacerlo. Hace varios años tú me diste mi
primera oportunidad y sabes bien que te la pagué con creces. No quiero
recordarte que me debes la vida y que nunca te he pedido un favor a
cambio. Bien… ahora te lo pido. Déjame manejar uno de tus autos y
quedamos en paz.
– Pero es que… es absurdo… yo…
– Por favor – suplicó Pablo.
– Está bien, hazlo. Debo estar loco yo también para permitirlo, pero…
Sólo espero no estarte mandando a la muerte para arrepentirme después
por el resto de mi vida.
Sin más, se acercaron a los pits, donde Maxon habló una breves
palabras con uno de sus ayudantes, que sorprendido de la orden de su
jefe, llevó a Pablo el equipo necesario para conducir, mirándolo con
extrañeza. El piloto, después de ponerse el uniforme y con el casco en
los bazos, subió al auto, con la desenvoltura de quien está totalmente
familiarizado con este tipo de vehículos, se apretó el cinturón de
seguridad y después de colocarse el casco dio vuelta al encendido. El
motor rugió con toda su potencia y a los pocos segundos el Maxon
Special arrancó, tomando velocidad de inmediato.
En los pits, Maxon y todo el equipo seguían expectantes cada uno de los
movimientos de Pablo en la pista, azorados de que su jefe, que era tan
estricto, soltara uno de sus inapreciables bólidos a un desconocido. Sin
embargo, minutos después, sus expresiones eran de franca admiración
al reconocer la pericia demostrada por el piloto, que acababa de hacer el
mejor tiempo que el equipo había realizado en los tres días del
entrenamiento.
Poco después, nuevamente a solas los dos, Pablo preguntó:
– ¿Y bien… ya estás convencido…?
Maxon, con el estómago aún encogido por la tensión nerviosa, sólo
acertó a contestar:
– Únicamente porque lo he visto puedo creerlo.
– ¿Podemos hablar después del entrenamiento?
– No. Véame en mi hotel a las 8:30. Ahí podremos hablar.
Por primera vez el rostro de Philip evidenció una cierta sorpresa. Alargó
el brazo y tomó el papel que mantenía cerca de su cara su enojado
visitante. Después de leerlo, un destello de interés cruzó por los ojos, al
tiempo que devolvía el papel despectivamente.
– Esto es una tontería. Yo no he enviado ningún cable a esta gente ni
tengo la menor idea de lo que implica.
Maylart se quedó inmóvil, sintiendo acrecentarse en su interior toda la
cólera acumulada desde hacía muchos días.
– ¿De qué se trata, Ryan…? ¿Qué clase de juego estás jugando
conmigo…? Porque si crees que vas a salirte con la tuya, estás
equivocado. No te librarás de mí con una patraña tan absurda. Desde el
principio pudiste haberme hablado con la verdad y te habría dejado libre
de cualquier compromiso, pero no así, por ningún motivo. ¡Y estoy
dispuesto a llegar hasta los tribunales si es preciso!
– ¿Eso es todo Maylart…? puede hacer con el cable y con sus amenazas
lo que se le pegue la gana.
El representante respiró profundamente, quiso decir la última palabra,
pero no supo cual emplear. Dio media vuelta y se dirigió hacia la
puerta. Al llegar a esta, giró hacia Philip y arrojó furioso el papel al
piso, mientras exclamaba ahogándose de rabia.
– No te perderé de vista, Ryan, te lo prometo.
Después pareció recapacitar. Recogió con parsimonia el estrujado papel
y dando un portazo abandonó la habitación.
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– ¿De acuerdo? ¿Cuento contigo para esto de la misma forma con que
me has apoyado en todo momento hasta ahora?
Ella trató de sonreír, excitada por el contacto de la mano en su rostro,
sintiendo un ardiente deseo de tener sus labios posados en los suyos.
Instintivamente, sin casi darse cuenta, lo besó suavemente. Después,
cuando las bocas se separaron, se quedaron mirando en silencio, sin
atreverse a romper el momento casi mágico que los envolvía. Él fue el
primero que habló, destruyendo la ilusión que entre los dos se había
creado por un instante.
– Estás conmigo, ¿verdad?
– Está bien, Pablo, no puedo impedirlo. Sea como sea tú eres el dueño
de tu vida y puedes arriesgarla en la forma que quieras.
– Bien –replicó él, dando por terminado el tema –. Entonces estaremos
mañana juntos en los entrenamientos.
– ¡Espera…! –gritó la chica de pronto, visiblemente preocupada –. ¡No
puedes correr…!
– ¿Y ahora qué es lo que pasa?
– Los hombres de Betancourt te están buscando. Si te metes en ese
coche de carreras te convertirás en un blanco perfecto para esos
asesinos. Es justamente lo que están esperando.
– ¡¿Y qué es lo que supones que debe hacer, esconderme por el resto de
mi vida?! Tal vez ha llegado el momento de dar la cara y obligarlos a
hacer el siguiente movimiento. Eso ayudará a la policía a movilizarse.
– ¿Pero no a costa de tu propia vida? –exclamó la joven aterrorizada.
– Lo siento, Ana, no puedo huir así. Simplemente… no puedo hacerlo.
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– ¿Se da cuenta, doctor, que estoy viajando a mi país y que sin embargo
llegaré a él como un extranjero? ¿Y que si no llevara pasaporte inglés,
no me dejarían entrar? ¡Es… ridículo…! No puedo volver a mi casa con
mi gente, ni con mis amigos, para quienes seré un perfecto extraño.
¿Usted me aceptaría, doctor Pew? ¿O tú Helen?
La chica permaneció pensativa por unos segundos antes de responder.
– Pues… francamente no lo sé. Es posible que no. Con el tiempo…
– Pues eso es lo que me espera.
Después se hundió en su asiento, con expresión malhumorada, porque
sus amigos permanecieron también en silencio, refundidos en sus
propios pensamientos.
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– Bien… no puedo negar que eso me preocupa un poco, pero ¿no crees
que si pensaran intentarlo de nuevo hubieran escogido hacerlo durante
los entrenamientos, casi sin testigos, y no el día de la carrera, en la que
además de los miles de espectadores, habrá una sobrevigilancia de la
policía?
– ¡Por favor…! –exclamó Maxon –. ¡No me vengas con la vigilancia de
la policía…! ¿Cuándo han impedido un atentado bien preparado? sólo
recuerda cuántos políticos famosos han sido asesinados en las narices de
cien policías. ¿No mataron así a los Kennedy y balacearon al mismo
presidente Reagan? Incluso al Papa Juan Pablo II.
Hizo una mueca sarcástica y prosiguió.
–Esta vez no tendrás más protección que la delgada capa de metal de tu
auto y tu velocidad. ¿Y dices que no debo preocuparme?
– Sí –repuso Pablo –, eso mismo es lo que te pido. Dejemos que las
cosas sigan su curso y nosotros dediquémonos a tratar de ganar esta
carrera. ¿De acuerdo?
– Pues… sí, pero no dejo de reconocer que esta chica y el doctor tenían
razón.
– ¡¿Esta chica y el doctor?! ¿Estás hablando de Ana Miranda…?
Y al ver el gesto afirmativo de Maxon añadió:
– ¡Debía habérmelo supuesto! ¿Cómo se iban a quedar con la boca
cerrada? Bueno, al menos no influyeron en tu decisión de dejarme
correr.
– Pues te confieso que aún no estoy tan seguro de haber tomado la
decisión correcta. En fin, ya no podemos echarnos para atrás. ¿O sí?
– ¡Claro que no…! –exclamó Pablo con vehemencia –. ¡Es increíble que
se hayan atrevido a…! –hizo una pausa y pareció recapacitar –. Bueno,
después de todo es posible que lo hayan hecho pensando en mi bien y
eso no se los puedo reprochar. Por lo visto, son amigos incondicionales
de Pablo Bórquez.
– Philip… desde hace días quiero hacerte una pregunta. Toda esa
historia que me contaste… todo ese relato… fantástico de tu cambio de
personalidad… ¿es cierto, o fue tan sólo una muy bien planeada
artimaña para conseguir un lugar en el equipo?
– Creí que te había convencido, Bobby, porque te hablé con la verdad.
Cada una de mis palabras ha sido una horrible realidad que no quisiera
estar viviendo. ¿Me crees, Bobby…?
Su amigo, visiblemente emocionado, afirmó lentamente con la cabeza.
– Sí, Philip, te creo y nunca más volveré a dudar de tu palabra.
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CAPITULO 7
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– ¡Vean…! ¡El hombre que aparece en la foto…! ¡Soy yo…! ¡¿Se dan
cuenta…?! Él es Pablo Bórquez, y va a correr en el Equipo de Maxon.
¿Por qué…? ¿Qué está sucediendo?
Mientras Philip hablaba casi desbocado por la emoción, sus amigos
miraban ávidamente la imagen de Bórquez, que realmente era muy
parecida a la del cuadro que había pintado Philip en Londres. Pew, sin
casi poder articular palabra, sólo alcanzó a murmurar:
– Es… asombroso… con esto no contábamos.
– Pero… ¿Cómo puede haber otro Pablo Bórquez si ese soy yo…?
Tenemos que verlo y descubrir lo que está pasando –dijo Philip
desconcertado, mientras en su cara podía leerse claramente el estupor
que lo dominaba.
– Pero… ¿Qué pasará cuando ambos se encuentren? Este hombre no
sabe nada de lo que estás viviendo y cuando te le pares enfrene y le
digas que tú eres el verdadero Pablo Bórquez… ¿Qué va a suceder? –
preguntó Helen horrorizada.
– Si yo estoy seguro de ser el verdadero Pablo, él no puede serlo. No
pueden existir dos seres iguales al mismo tiempo. ¡No puedes ser!
– No, no es lógico –afirmó Pew –, pero… ¿Qué ha sido lógico desde
que empezamos este caso…? ¿Qué es lo que vamos a encontrar en la
Ciudad de México?
– No lo sé –repuso Philip con una voz inescrutable –, pero estamos muy
cerca de averiguarlo.
– Carlos… ¿Es cierto que un accidente u otro golpe muy fuerte podría
ayudar a Pablo a recuperar su memoria?
Carlos sonrió compasivo.
– No, claro que no. Al menos no en el caso de nuestro amigo. Otro
golpe podría resultarle fatal.
De pronto, el griterío de la gente y el rugido de los bólidos opacaron la
voz del médico. El juez había dado el banderazo de salida y los
estruendosos aparatos salieron disparados, buscando desde el principio
una buena colocación en la pista. El Maxon número 23 de Pablo se situó
de inmediato en los primeros lugares, casi al parejo de su compañero de
equipo, Lawrence Taylor, seguido del 12 de Ayrton Senna da Silva, el
brasileño que corría por los colores de la escudería Lotus. Adelante,
apenas a unos metros de ellos, Gerhard Berger y Alain Prost peleaban
furiosamente el liderato.
En la mente de Pablo sólo había una obsesión: ¡Ganar esta prueba a
toda costa!
En los pits, la emoción corría al parejo que la adrenalina y que la
velocidad frenética que Pablo y Taylor estaban imponiendo a la carrera,
empujando a los líderes, y Maxon casi no se atrevía a respirar viendo
como el bólido de Pablo cortaba el terreno para ganarle fracciones de
centímetro a las curvas.
Entretanto, en el aeródromo de la Ciudad de México, el avión de la
British Airways tomó pista y se dirigió a la zona del descenso de
pasajeros.
Philip Ryan, preso de gran nerviosismo, fue el primero en salir del
aparato, seguido por Helen y Pew y una vez pasadas las formalidades de
migración alquilaron un auto y enfilaron con rumbo al autódromo
En el rostro de Philip se podía ver claramente cómo la tensión iba en
aumento a medida que se acercaban al escenario de la carretera. ¿En
unos cuantos minutos se enfrentaría a Pablo Bórquez y descorrería el
velo del misterio que lo envolvía?
– ¿Estás seguro de que vamos en la dirección correcta…? –pregunto
Pew.
– ¡Por favor…! –exclamó Philip con tono irascible –, ¿se olvida que
estamos en mi ciudad? he venido a este lugar una docena de veces.
Ni Helen ni Pew se atrevieron a hacer comentario alguno.
Minutos más tarde, los tres penetraban por los túneles de acceso que
llevaban a las tribunas centrales, donde las exclamaciones del público y
el rugir de los motores resonaban con mil ecos estentóreos.
Al entrar al autódromo, Philip comprendió que era demasiado tarde para
hablar con Pablo Bórquez. La carrera acababa de empezar.
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que por primera vez contaban con elementos para desentrañar uno de
los grandes misterios médicos del siglo.
– Bien, –dijo Pew –. Es un hecho que nuestros pacientes, por alguna
razón que desconocemos, intercambiaron sus personalidades, pero…
¿Por qué…? ¿Qué fue lo que provocó este cambio tan… insólito?
Hizo una corta pausa y continuó, casi hablando consigo mismo.
– Creo que si descubrimos la causa, podremos llegar a revertirlo, y
hacer que ambos vuelvan a su estado original.
Pocas horas después, los médicos del hospital efectuaron varias pruebas
a Pablo, tratando de determinar su estado general, ante la exasperación
del piloto, que a pesar de los golpes recibidos exigía que lo dieran de
alta de inmediato.
– Por favor, señor Bórquez –explicó el doctor del Valle –, tiene que
entender que los golpes que acaba de recibir pudieron costarle la vida.
Aún no sabemos si los traumatismos que recibió en el abdomen no
produjeron alguna lesión interna.
– Ya me sacaron una docena de radiografías, me hicieron un examen
neurológico y varios análisis clínicos. ¿Qué más quiere hacer…? ¿No
tiene otros pacientes para distraerse en sus ocios…? Quiero salir
inmediatamente de este lugar y si es necesario atenderme después por
mi cuenta
– Lo siento, señor Bórquez, creo que debería ser usted más razonable –
dijo el médico, mientras preparaba una jeringa y se disponía a
inyectarlo.
– ¿Y eso, para qué es…? –gruño Pablo furioso.
– Es tan sólo un tranquilizante. Con esto dormirá usted profundamente.
Le aseguro que en dos días más podrá irse a su casa y este nuevo
accidente habrá pasado a la historia.
Pocos minutos después, Pablo empezó a hundirse en un profundo sopor,
en medio de mil imágenes que cruzaban por su mente con rapidez
vertiginosa. Entre ellas, vio un rostro que se acercaba al suyo en el
momento de salir del coche destrozado. El rostro, pareció flotar frente a
él, hasta queda r colocado a escasos centímetros del suyo. Fu entonces
cuando descubrió que ¡era su propio rostro…! ¡El rostro de Philip Ryan
mirándolo de frente…! ¡Philip Ryan había estado a su lado en el
momento mismo del accidente…! Trató de comprender, pero el efecto
del sedante le hizo perder la coherencia de sus pensamientos y
lentamente se hundió en la inconsciencia, a pesar de los esfuerzos
desesperados que hizo por evitarlo.
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Rubén Delgado estaba satisfecho. Había conseguido hacer una cita con
Robert Maxon esta misma noche y su olfato de periodista le decía que
allí había un buen asunto y si lo sabía manejar con inteligencia, podría
utilizarlo en contra de su odiado enemigo: Pablo Bórquez.
Llevaba ya un buen tiempo esperando a Maxon, cuando este hizo su
aparición, tratando de esbozar una sonrisa de disculpa.
– Siento mucho haberme tardado, señor Delgado, pero tenía cosas
urgentes que resolver y de no hacerlo así no hubiera podido recibirlo,
porque debo salir mañana temprano para Inglaterra.
Delgado sonrió hipócritamente, estrechando la mano que Maxon le
tendió y lo saludó efusivamente.
– No se preocupe –dijo en un inglés detestable –, sé lo ocupado que
debe estar y no tengo mayor prisa.
– Bien, usted dirá –dijo Maxon, sintiendo una instintiva antipatía por el
periodista.
– Iré al grano directamente, señor Maxon, ¿Cómo es que permitió correr
en su equipo a un desconocido, sin la menor experiencia en este tipo de
eventos tan importantes y sobre todo tan…peligrosos? Yo conozco bien
a Pablo Bórquez y le puedo asegurar que jamás había participado en
carrera alguna. Y de pronto, usted lo anuncia dentro de su equipo. ¿Por
qué…?
– Bien –dijo Maxon con actitud un poco despectiva –. Después de ver la
forma en que Bórquez condujo uno de mis autos en la prueba, decidí
darle una oportunidad. ¿Qué tiene eso de extraño…?
– Mucho. Especialmente porque Bórquez apenas se está reponiendo de
un… digamos accidente que sufrió no hace mucho tiempo y según
muchos de los médicos que lo atendieron, aseguraron que había
quedado perturbado de sus facultades mentales.
Delgado, viéndolo titubear, quiso insistir, tratando de extraer toda la
información posible y regresó a su punto de partida.
– Se ha quedado usted muy pensativo. ¿Se está convenciendo ahora de
que tengo razón…? Ese hombre jugó con usted y lo engañó vilmente.
Debería ayudarme a descascararlo.
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– No… no… Pablo Bórquez sólo merece mi respeto. Sea lo que sea que
exista en su mente, habló con la verdad, y demostró en todo momento
su sinceridad y su hombría. Jamás haría yo nada que pudiera
perjudicarlo y le repito a usted lo que ya a él le prometí: si él quiere,
tiene un sitio muy bien ganado en mi equipo de carreras. ¡Y ojalá que lo
aceptase…! Pero desgraciadamente va a dar una serie de conciertos en
Nueva York y tal vez no siga corriendo.
– ¿Va a dar una serie de conciertos…? ¿Está usted loco…? Bórquez
jamás ha tocado una nota, se lo puedo asegurar –exclamó Delgado
escandalizado.
– Pues según usted, tampoco había manejado nunca un auto de carreras
y lo hizo como un verdadero maestro. ¿Tiene alguna explicación…?
– No. No la tengo –aceptó el periodista con una expresión malévola en
el rostro –. Algo muy extraño está pasando aquí y lo voy a descubrir.
Esta vez Bórquez no se saldrá con la suya.
– Ya me imaginaba que tenía algo personal en contra de él –murmuró
Maxon preocupado –, y su odio me lo confirma, porque eso es lo que
siente por él, ¿verdad…?
– Sí… –aceptó Delgado –. ¡Lo odio intensamente…! –y su voz sonó
como el silbido de una serpiente a punto de atacar –. Y le juro que lo
voy a ver destruido, como él trató de hacer conmigo.
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CAPITULO 8
Minutos más tarde, Philip se paseaba como fiera enjaulada por la salita
de la suite que acababa de alquilar en el Hotel Reforma Chapultepec.
Los demás, lo miraban con aprensión, dejándolo tranquilizarse.
– ¡Cómo es posible que todas las cosas salgan de este modo…! –
exclamó incrédulo, sabiendo que había estado a punto de ponerse en
contacto con Pablo Bórquez y de pronto el hombre se había esfumado
ante sus ojos, dejándolo sumido en este terrible estado de ánimo.
Sus palabras fueron interrumpidas por un llamado en la puerta.
Rápidamente Helen se apresuró a abrir, apareciendo Carlos y
explicando sin más preámbulo:
– No tengo muchas noticias, pero al menos parece ser que un
barrendero vio algo, aunque estaba a demasiada distancia como para
saber con exactitud lo que pasó. Dice que vio salir a un hombre por una
de las ventanas del Hospital, aunque no sabe si lo hizo por su propia
voluntad o por la fuerza. Sin embargo, también vio a una mujer que
manejaba un pequeño auto rosa, en el que ambos se alejaron. Como
ven, no existe el menor indicio de que Pablo haya sido secuestrado, ni
se encontró en el cuarto señal alguna de violencia. Por lo visto, no nos
queda sino esperar a que buenamente reaparezca.
– Menos mal –comentó el doctor Pew –, esperemos que eso sea muy
pronto.
– Mientras tanto –dijo Carlos acercándose a él –, ¿podríamos hablar de
todo lo que ha sucedido en Inglaterra? Yo a mi vez les explicaré lo que
aquí en México Pablo ha tenido que enfrentar.
– ¡Por todos los santo…! –exclamó Philip –. Déjame decirte de una vez
por todas, Carlos, que soy tu íntimo amigo, con el que has convivido
desde que éramos niños, el que conoce todos y cada uno de los hechos
más importantes de tu vida y no pocos de tus secretos, como el que
fuiste tú quien puso aceite de ricino en la ensalada del profesor de
Anatomía en vez de aceite de oliva y provocaste una estampida al baño
de todos sus invitados.
Evidentemente impresionado por la exactitud de sus palabras, y
sabiendo que nadie sino el propio Pablo sabía lo que había hecho en sus
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El lujoso automóvil rentado por Philip se detuvo ante la reja del jardín
de la enorme mansión, situada en el Pedregal de San Ángel, una de las
zonas residenciales más exclusivas de la ciudad. Al anunciar su
presencia por el interfón, las rejas se abrieron electrónicamente, dando
paso al elegante vehículo.
Poco después, la puerta de la casa se abría, apareciendo Marta de la
Parra, que miró con clara desconfianza a los recién llegados.
– Pues… francamente… lo siento, pero don Pablo no está, y… bueno,
él es muy especial cuando no está en la casa, y…
– Sí –contestó Philip sonriente, deseando poder abrazar y besar
cariñosamente a su fiel compañera de tantos años.
Después sacó la carta escrita por él y la entregó al ama de llaves.
– Lo sé perfectamente. El mismo Pablo me lo advirtió y me dio esta
carta para usted. Como verá, le pide que nos dé alojamiento mientras
vuelve, cosa que sucederá tal vez en… un par de días.
Sorprendida la mujer abrió el sobre y leyó nerviosamente, tras lo cual
esbozó una sonrisa forzada, mientras decía:
– Pues sí… esta es su letra y desde luego su firma.
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– Esta pieza –dijo Philip mientras mostraba un pequeño koala –, nos fue
entregada en Australia después de hacer un reportaje sobre unos niños
que padecían una rara enfermedad, que sólo en México había sido
curada. Y dije “nos fue entregada”, porque Carlos recibió una igual, ya
que él fue el médico que realizó los trabajos que culminaron con la
erradicación de esa enfermedad entre los nativos del norte del Lago
Eyra. ¿Recuerdas, Carlos?
– Sí, desde luego –repuso el aludido un poco sorprendido –. Por cierto,
debo confesar que Pablo se mostró “más que interesado” con una de las
nativas de la tribu, una mujer de excepcional belleza. ¿La recuerdas…?
– Sí, creo que sí… –contestó Pili, dándose perfecta cuenta de la
intención que llevaba la pregunta –. Creo que se llamaba Eyra, como el
propio Lago donde vivía, cuyo padre es el jefe de la tribu.
Después, Philip señaló una fotografía, donde Pablo aparecía con su
amigo en uniforme de futbolistas, cuando apenas eran unos jovencitos.
La miró con una gran sonrisa en los labios y queriendo remarcar
perfectamente la identidad, volvió a preguntar a Robles:
– ¿No te trae grandes recuerdos esta fotografía…? –después giró hacia
Helen y Pew y explicó con un tono de nostalgia en la voz –: Teníamos
dieciséis años y acabábamos de ganar el partido final del campeonato.
Esta foto fue la última que tomó mi padre antes de morir. Pocos días
después, sufrió un terrible infarto y murió.
– Lo que a mí me decidió a convertirme en médico –confirmó Carlos
Robles apesadumbrado, sin cuestionar en lo más mínimo las
explicaciones de su amigo.
Se hizo un silencio en la sala y finalmente el joven doctor añadió:
– Es increíble lo que está sucediendo con nuestros amigos, doctor Pew.
– Sí, es innegable que lo que ambos afirman es completamente cierto.
Ahora lo importante es decidir lo que debemos hacer.
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Después, en el hospital, esa cara apareció una y otra vez en mis sueños,
acusándome de haberme apoderado de su espíritu y exigiéndome que se
lo devolviera. Fue… una pesadilla espantosa, que cada noche se vuelve
a repetir… –hizo una pausa y se mostró atormentado por las imágenes
que a toda costa quería alejar de su memoria –. ¡Es terrible, Ana…!
– Ese rostro… el rostro del hombre que viste, no es producto de tu
imaginación –dijo Ana nerviosa –, él estuvo realmente en el autódromo
el día de la carrera.
– ¡¿Qué dices…?! –preguntó Pablo exaltado, atrayéndola violentamente
hacia sí., casi sin control de sus actos.
– Pues… poco después de haber empezado la carrera, apareció un
hombre… Dijo que él era… Pablo Bórquez. Yo… me asusté y corrí, sin
entender lo que sucedía.
– ¡¿Qué pasó después…?! –exclamó Pablo cada vez más exaltado.
– Cuando ocurrió el accidente, el hombre corrió hasta donde estaba tu
coche despedazado. Él fue quien te salvó.
– Entonces… –murmuró Pablo azorado – lo que vi fue real, no producto
de mi imaginación, ni una pesadilla que vuelve a mi mente en cada
momento. ¡Ese hombre está aquí… en México…!
– Sí, así es. Estuvo después en el hospital para verte. Él también estaba
muy exaltado y volvió a decir que él era el verdadero Pablo Bórquez.
Yo estaba tan aturdida, que no pude hablar con él, pero Carlos sí lo
hizo.
– ¡¿Carlos…?! ¡¿Él habló con el…?! ¿Y qué le dijo?
– No lo sé. No volví a verlo después de eso. A la mañana siguiente me
llamaste, es decir, ayer, y… al verte tan mal me olvidé y…
– ¡¿Te olvidaste…?! –protestó Pablo furioso –. ¡¿Te das cuenta de lo
importante que es eso para mí…?! ¡Tenemos que volver a la Ciudad de
México y localizar a ese hombre inmediatamente…! ¡Él también ha de
estar loco de angustia tratando de encontrarme! ¡Dios santo…! ¿Cómo
pudiste callar una cosa así…?
Al verlo levantarse con un movimiento casi felino, ella hizo lo mismo y
corrió para alcanzarlo al momento que entraba en la cabaña.
– ¿Qué vas a hacer…? –preguntó nerviosa, viéndolo dirigirse hacia el
teléfono y marcar con rabia un número.
– Hablaré a mi casa, para decirle a Marta que voy de regreso y que
localice urgentemente a Carlos.
Poco después, la voz de Marta sonó por el otro extremo de la línea. Al
oír a Pablo, la señora suspiró aliviada, sin poder interrumpir el torrente
de palabras que su jefe le dirigió.
– ¿Entendiste, todo lo que te dijo, Marta…? –preguntó Pablo ansioso.
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– Sí, Pablito, pero… hay algo que debes saber y no me has dejado
hablar –replicó la señora de la Parra –, y como tú no estabas…
– Nada más importa, Marta, por favor, sólo haz lo que te pedí.
– Es que hay algo que tienes que saber y para mí… es muy urgente. Por
favor, déjame hablar.
– ¡Con un demonio, Marta, ya me lo dirás cuando llegue…!
– Bueno… está bien, de cualquier modo, le diré a los señores que
invitaste a tu casa que ya vienes para acá.
– ¡¿Los señores que invité a la casa…?! Pero… ¿De qué diablos estás
hablando…? ¡Yo no invité a nadie a la casa…! ¿Quiénes son esas
gentes? –preguntó, pensando en los esbirros de Betancourt y poniéndose
inmediatamente en guardia.
– Unos ingleses –respondió ella nerviosa –, me enseñaron la carta que
escribiste y como… era tu letra… y tu firma… y parecen tan decentes…
pues yo… creí…
– ¡No creas nada…! Habla de inmediato a la policía y pide ayuda sin
que esos hombres se den cuenta de lo que haces.
– Está bien – dijo ella angustiada –, pero no te preocupes, el señor
Philip no está, creo que te sigue buscando.
– ¡¿El señor Philip…?! ¿Philip Ryan…? ¿Es ese el hombre que está en
la casa…? –volvió a preguntar Pablo casi a gritos, más exaltado que
nunca.
– S… Sí… ése… y una muchacha… Helen… y…
– ¡Por favor...! –exclamó enloquecido –, detenlos… no permitas por
ningún motivo que se vayan. Y olvídate de la policía. Yo llegaré en una
hora. ¡Dile a Carlos que lo espero con nosotros!
– ¿Y si no vuelve el señor Philip?
– ¡Tiene que volver! –exclamó Pablo angustiado –. ¡Creo que lo
encontramos, Ana! –gritó emocionado cuando colgó la bocina –. ¡Está
en mi casa! ¿te das cuenta…?
Dos minutos después, el pequeño automóvil se dirigía vertiginosamente
hacia la Ciudad de México conducido por Pablo, en lo que a la joven le
pareció una nueva edición de la carrera donde Pablo había estado a
punto de perder la vida.
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Dentro del coche que se desplazaba a una gran velocidad, Pablo luchaba
por conservar la serenidad, sabiendo que le quedaban unos cuantos
minutos de vida. Tratando de ganar un poco de tiempo, preguntó al
hombre que iba en el asiento de adelante, junto al conductor.
– ¿Pueden darme un cigarrillo, por favor…?
El maleante más cercano, el Güero, sonrió torvamente, al tiempo que le
alargaba una cajetilla casi vacía.
– Toma –dijo receloso –, a un condenado no se le puede negar un
último cigarrillo, nomás no te pases de listo.
– ¡Pendejo…! ¿Qué crees que estás haciendo…! –exclamó el Zurdo
furioso, al tiempo que botaba de un manazo la cajetilla de la mano del
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A través de la reja del jardín, Ryan fue el primero en ver los flashes azul
y rojos de la patrulla que se acercaba, levantándose como resorte de su
asiento, mientras la reja se abría al fondo.
– Es una patrulla –exclamó nervioso mientras se dirigía a la puerta
seguido de los presentes, tan ansioso como él de tener alguna noticia de
lo sucedido.
Al llegar al hall, abrió la puerta, disponiéndose a salir hacia el jardín
para recibir a los visitantes, pro en el quicio se topó de golpe con la
figura de Pablo, que hizo su aparición en ese momento.
Los dos hombres se quedaron estupefactos al encontrarse frente a
frente, mirándose en silencio, profundamente desconcertados, sin atinar
a hablar ni efectuar el menor movimiento. Atrás, sus amigos se veían
tan emocionados como ellos, esperando su reacción.
Al fin, después de unos segundos angustiosos, Philip exclamó con
amargura:
– Tú… tienes mi cuerpo…
Como única respuesta, Pablo murmuró con voz ronca.
– No… tú tienes el mío…
En ese instante, Ana rompió la emotividad del momento, arrojándose en
los brazos de Pablo, al tiempo que exclamaba sollozando:
– ¡Estás vivo…! ¡Gracias a Dios estás vivo…!
– Claro que estoy vivo. ¿Acaso pensaste que después de todo lo pasado
alguien podría acabar conmigo?
Sin embargo, Pablo no podría quitar los ojos del hombre que estaba
frente a él, conteniendo a duras penas su impaciencia.
En ese momento, hizo su aparición Marta de la Parra, cuyas
demostraciones de afecto obligaron a todos a refrenar su impaciencia,
conmovidos por las lágrimas de la mujer al ver vivo al hombre que
quería como a un hijo.
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Y… mira… Ma… –rió divertido– mira ese coche tan feo… es verde,
como mi perico y tiene una raya roja muy chistosa.
De pronto, Pablo empezó a llorar desconsolado. Mientras gritaba
furioso.
– ¡No lo dejes, Papá…! ¡Quieren cortar mis árboles… tan bonitos! ¡Por
favor, pégales para que se vayan y dejen mis árboles!
Súbitamente, en forma tan imprevista como empezó a llorar, se calmó, y
cerrando los ojos, se quedó dormido.
– Bien, Philip… voy a contar de nuevo del uno al tres, y tú, al oír el
ruido de los dedos, vas a proyectarte a cualquier situación extraña,
donde hayas oído alguna voz que nadie más oyó, o visto cualquier cosa
que nadie más que tú puedes ver, a pesar de estar junto a ti. ¡Uno…
dos… tres…!
– ¿Me sigues oyendo bien, Philip…?
– Sí… muy bien…
– ¿Puedes decirme dónde estás…?
– Aquí, en el cuarto de juegos, pero estoy solo, porque mis amigos se
fueron a su casa.
– ¿Estás seguro que no hay alguien más contigo…?
– ¿Tú también puedes verlo…? Qué chistoso, porque nadie más lo ha
visto nunca, ni mi mamá ni mi papá lo ven, y cuando les platicó no me
creen.
– ¿Y qué es lo que ves…?
– Pues a mi amigo secreto, pero a veces parece como si fuera de luz, y
otras lo veo como a toda la gente.
Carlos y Pew se voltearon a ver con la sorpresa dibujada en el rostro.
– ¿Dices que tu amigo a veces parece de luz…? ¿Estás seguro…?
– Claro, ¿no dices que tú también puedes verlo…? Pues míralo… ahora
está brillando mucho, y… no quiere decir nada. A lo mejor es porque tú
estás conmigo.
– ¿A él le gusta que juegues con otros niños…?
– ¡Uy, sí! le gusta mucho, sólo se enoja cuando me porto mal o digo
palabras feas. A él no le gusta que las digamos. Pero lo quiero mucho.
– ¿Y tiene un nombre como nosotros…?
– Sí, claro. Él dice que se llama Arder, pero nunca me dice de dónde
viene. Lo malo es que cuando le hablé de él a mi papá, se enojó mucho,
y dijo que esas cosas no existían y que no me imaginara cosas tan
tontas. Y mi mamá todo el tiempo me regañaba por eso. Y un día le dije
a mi amigo Arder que mejor se fuera y desde ese día ya no viene. Pero
hoy sí vino conmigo. ¿Quieres que le pregunté algo…?
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Después de oír Philip y Pablo la proposición del doctor Pew, que les
hizo ver los pros y los contras, la cuestión quedó totalmente desechada.
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– Fe… –murmuró Pablo con tono amargo casi para sí –. Quisiera saber
en dónde encontrarla…
Las notas del piano llenaron la casa y calmaron los negros presagios que
embargaban el espíritu de Pablo. Atraída por la música, Marta de la
Parra entró al estudio, y se sentó en silencio, procurando no llamar la
atención de Pablo, que llevado por su inspiración parecía deslizarse por
el espacio, al parejo de la notas que fluían sabias de sus manos.
Al terminar la interpretación, Pablo se sorprendió al verla tan cerca de
él, mirándolo en forma tan tierna y cariñosa con que lo hacía cada vez
que estaban juntos.
– Es maravillosa la forma como tocaste, Pablito, pero… aun no
entiendo cómo es que de pronto… haz empezado a tocar.
Pablo se acercó a ella, le levantó suavemente el rostro y le hizo una
caricia.
– Creo que te ha sido muy difícil entenderlo, ¿verdad, Martita…?
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– Hay algo que cada vez me desconcierta más –dijo Pew a Carlos –. Se
trata de las luces que nuestros pacientes vieron después de su muerte.
– Y que según ellos, los acompañaron hasta el extraño… túnel, de
donde fueron regresados. ¿A ésas se refiere…?
– Exactamente. Por más que he pensado que podrían ser, no encuentro
una explicación lógica.
– Yo tampoco lo entiendo, aunque muchas religiones y filosofías hablan
de… ángeles, o de santos e incluso de una especie de… maestros
espirituales, que están en un contacto e inspirándonos pensamientos e
ideas positivas, y buscando que cada ser humano descubra el amor, a la
humanidad, a la naturaleza… y a Dios. Yo… francamente nunca he
creído en esas cosas, pero… por lo visto, ya no sé qué creer y qué
dudar. Tal vez ésa sea la explicación de esas luces que los acompañaban
en su viaje… al más allá.
– Pero hablando desde un punto de vista científico, todo eso no pasa de
ser una simple fantasía, y sin embargo… es indudable que Pablo y
Philip las vieron, con idénticas características, o no hubieran hablado de
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ellas en sus regresiones. Es más, ¿no tendrían alguna relación con los
seres de luz que ambos veían cuando eran niños…?
– Francamente no lo sé –murmuró Carlos azorado –. Pero creo que
deberíamos hablar de ello con Mathews y Trapp cuando nos reunamos
con ellos, mañana en Nueva York.
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Dos días más tarde, el avión donde llegaban Jos Maylart y Delgado,
hizo su arribo en el aeropuerto de la Guardia. De inmediato, los dos
hombres se dirigieron al hotel WarWick, donde habían hecho sus
reservaciones.
Después de instalarse, Jos se puso en contacto con la secretaria de
Brighton, quien le informó que el empresario aún no regresaba de
comer.
– Es extraño –dijo Jos a Delgado –, pero me dio la impresión de que me
lo estaba negando. Creo que será mejor que vaya personalmente a verlo.
Es urgente que hable con él hoy mismo, porque mañana es el día del
concierto.
– ¿Quieres que te acompañe…? –preguntó Delgado que estaba a punto
de meterse a la regadera.
– No, prefiero verlo yo solo. Después podemos reunirnos en el bar del
último piso del edificio Panam, para decidir cuál será nuestro siguiente
movimiento. ¿Aún piensas que algo raro está pasando…?
– Sí –repuso Delgado –, te lo podría apostar.
Media hora después, el representante se acercaba a la despampanante
recepcionista para preguntar por Lewis Brighton. Ésta, por completo
ajena a la ardiente mirada de admiración del inglés le pidió que hablara
con la secretaria del director.
– ¿Es usted el señor Maylart…? –preguntó la secretaria cuando Jos
pidió hablar con él –. Lo siento, pero el señor Brighton no podrá hablar
con usted. Tiene una junta con un grupo de artistas y después tendrá una
reunión con varios miembros del sindicato de músicos y eso le llevará
toda la tarde.
– ¡Pero es indispensable que lo vea…! ¡Tengo que hablar con él! Volé
desde México exclusivamente para verlo.
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debo advertirles una cosa: Philip Ryan, ha tenido un gran éxito. Más
que ningún otro pianista que haya patrocinado nuestra asociación, y
ahora, después del artículo publicado por ese pasquín inmundo, estoy
seguro que lo tendrá mucho más. Si ustedes cancelan la gira, yo crearé
otra empresa y continuaré con ella y les aseguro que dentro de muy
poco tiempo, todos ustedes lo estarán lamentando.
– Aun así, en una decisión tomada por todos, señor Brighton y no la
vamos a revocar.
– Muy bien –aceptó el director con altivez –, tienen ustedes mi
renuncia, y esta tarde la tendrán por escrito. Buenos días.
Todo empezó al hacerse pública la noticia de la renuncia y la
cancelación de la gira. De todas partes, empezaron a llegar telegramas y
cartas de apoyo al músico y al empresario que tan valientemente lo
había defendido. Y mientras por una parte, unos cuantos diarios
amarillistas se ponían al alado del Manhattan Diary, otra gran cantidad
lo hicieron a favor de Pablo y Brighton. Sorpresivamente, los teatros
donde la gira había estado anunciada, vendieron sus entradas en menos
de dos días, y la demanda de boletos empezó a crecer en forma
exorbitante. El mismo Lewis estaba sorprendido y así se lo hizo saber al
músico y a sus acompañantes.
– Nos están lloviendo contratos de toda la Unión Americana. Yo… no
he querido aceptar hasta hablar con ustedes, pero creo que es la
oportunidad que todo artista espera en su vida.
– ¡De acuerdo! –exclamó Pablo visiblemente contento –. Creo que
debemos aceptar. Después de todo, tendremos toda la vida para buscar
nuestra curación.
– Yo no estoy de acuerdo –repuso Philip con actitud recelosa –.
Después de todo y así lo acordamos antes de la gira, lo más importante
es recuperar nuestra identidad. Y aunque en este momento Pablo esté
disfrutando del éxito, yo creo que debemos pensarlo muy bien antes de
tomar una decisión. Y si es necesario, suspender la gira.
– ¡¿Suspender la gira?! ¡¿Estás loco…?! Tal vez no hablarías así de ser
tú el que estuviera a punto de triunfar –respondió Pablo exaltado –.
Quedamos en que deberíamos buscar la posibilidad de crearnos un
futuro en nuestras condiciones actuales y al menos uno de nosotros ya
empezó a lograrlo.
– ¿Pero… y yo, Pablo…? –preguntó Philip, mirándolo con una mezcla
de resentimiento y de sarcasmo –, lo que yo viva, ¿no tiene la menor
importancia para ti…?
– Escúchame, Phil –dijo Pablo agresivo –, hasta hace muy poco tiempo
no sabía nada de ti, ni siquiera conocía tu existencia y aunque sé que
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como uno de los promotores más importantes del medio y será una
bofetada con guante blanco para la gente que no se tentó el corazón para
eliminarlos –volteó a ver con mirada ansiosa a los dos contendientes y
preguntó nervioso –. ¿Cuento con ustedes…?
– Sí –aceptó Philip –, tiene razón… no podemos abandonarlo a su
suerte. Terminando la gira, continuaremos nuestra búsqueda.
– Gracias, Philip –dijo Pablo estrechando la mano de su amigo –. Algún
día serás el que necesite mi apoyo y ahí estaré yo para brindártelo.
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– Las gentes del canal están listas para iniciar la serie en el momento
que tú lo indiques, Philip, pero no están dispuestos a mover un dedo si
tú no das el primer paso.
– Desgraciadamente yo no me puedo mover de aquí, Ana. La gira se ha
ampliado y yo acepté permanecer en Estados Unidos cuando menos un
mes más. Y dadas las circunstancias, no puedo defraudar a Pablo.
– ¡Pero tienes que hacer algo…! Si dejamos pasar más tiempo ya no
tendrá caso hacerlo, y tu prestigio se habrá deteriorado para siempre.
De pronto, la chica se detuvo, al ocurrírsele una idea brillante. Volvió a
acercarse a la bocina y casi gritó alborozada:
– ¡Ya lo tengo, Philip… ya lo tengo!
– ¡Qué sucede, Ana…! ¿A qué te refieres…?
– ¡Haremos el programa en Nueva York…! Estoy segura que allá nos
darán todas las facilidades y aprovechando nuestros contactos con las
cadenas, podríamos transmitirlo también en Estados Unidos, de costa a
costa.
– Puede que tengas razón –murmuró Philip pensativo –. Yo mismo
podría hablar con varios de los altos ejecutivos de la televisión. Incluso
podríamos hacer una coproducción.
– Entonces… ¿Cuál será el siguiente paso…? –preguntó la chica
ansiosa.
– Antes que nada, debo hablar con Pablo y los demás. Él tiene que estar
de acuerdo, porque está tan involucrado en esto como yo. De no haber
ningún problema, me pondré en contacto contigo esta misma noche.
– Bien, Philip… estaré esperando tu llamada. Hasta luego, y… por
favor… cuídate, ¿quieres…? Y regresa pronto.
– Sí, Ana. Además de toda la situación, hay varias cosas que todos
nosotros tenemos que resolver.
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Fue esa misma noche cuando todo comenzó. Estaba Philip a punto de
acostarse, cuando sintió una extraña sensación de vacío en la boca del
estómago, creció por momentos y empezó a apoderarse de sus piernas y
sus manos, subiendo después por la garganta, amenazándola, e
impidiéndole casi respirar. Sintiendo que se ahogaba, logró iniciar un
grito apagado, en demanda de ayuda, al tiempo que Pablo llegaba
asustado por el extraño aullido.
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sirvió una generosa dotación del whisky –. Pero puedo asegurarles que
nunca antes me sentí tan insignificante como cuando estuve frente a él –
dio un sorbo a su bebida y preguntó:
– ¿Estarías dispuesto a hacer lo que nos dijo, Philip…?
– Francamente… no lo sé.
– ¿Y si realmente tiene las capacidades que dice y nos puede ayudar a
recuperar nuestra identidad…? Tal vez valdría la pena intentarlo.
– No sé… a mí su solo recuerdo me produce escalofríos –dijo Pew
estremeciéndose de temor –. Por otra parte… me intriga su
personalidad. ¿Quién es él, y de dónde salió…? ¿Hasta dónde podemos
confiar en un desconocido que surge de pronto de la nada…? Al menos
me gustaría hacer una pequeña investigación.
– Estoy de acuerdo con usted, Doctor Pew –dijo Carlos intrigado –. Por
lo que este hombre dijo, lo que piensa hacer mañana es algo muy serio y
no sabemos en las manos de quién estamos poniendo las vidas de
nuestros pacientes. Tal vez… el doctor Mathews, o el mismo Brighton
pudieran darnos alguna información.
– Sí… es posible. Los llamaré de inmediato. Es urgente que antes de
mañana tomemos una decisión.
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ojos de seres invisibles, que seguían cada uno de sus movimientos con
miradas crueles, llenas de odio irracional.
Al llegar junto a Teomanas, con un ademán silencioso fueron invitados
a sentarse a un lado del fuego, mientras el hombre clavaba sus ojos en el
centro de las llamas.
– Estamos en los umbrales del más allá –dijo Teomanas con tono
lúgubre –, pero antes de cruzarlo, deberán pasar la prueba del valor.
¿Están dispuestos?
– ¿Prueba de valor…? –preguntó Pablo –. ¿En qué consiste…?
– Deberán purificarse en el fuego, a manera de una iniciación. Pero no
teman. Si tienen fe y sus espíritus están revestidos de nobleza, no
sufrirán ningún daño.
– ¿Y de lo contrario…? –peguntó ahora Philip.
– Sufrirán tormentos atroces –hizo una pausa y los conminó –: Su
momento llegó. ¿Han tomado la decisión…?
Pablo y Philip intercambiaron miradas de temor.
– Creo… que a eso hemos venido. ¿No…? –repuso Philip aterrorizado.
Pablo, simplemente asintió con la cabeza, mientras sus mandíbulas se
tensaban con fuerza.
Entonces el brujo se levantó extendiendo los poderosos brazos sobre la
hoguera, e inició un canto monótono y misterioso. Luego, con paso
firme avanzó hacia la hoguera y se detuvo en el centro mismo del fuego.
Por un instante, pareció arder entre las llamas, pero de pronto salió del
otro lado de la hoguera.
– ¡Vengan! –llamó –. El camino hacia el gran espíritu está abierto.
Tras un instante de indecisión, Pablo avanzó, seguido de inmediato por
Philip y se colocaron entre las llamas, esperando verse presos por ellas,
sin embargo, nada sucedió, y poco después se vieron a sí mismos
saliendo sanos y salvos del otro lado del fuego, donde Teomanas los
esperaba.
Entonces, el guía habló alzando sus brazos al cielo:
– ¡Oh, gran espíritu…! Tus ritos han sido cumplidos… las almas de
estos hombres claman por tu ayuda…
De pronto, una sombra siniestra pareció surgir del horizonte y un viento
negro se desprendió de ella, extinguiendo el fuego por completo, al
tiempo que la sombra crecía más y más, hasta cubrirlo todo con su
impenetrable oscuridad.
Espantosos rayos empezaron a caer en sucesión vertiginosa a su
alrededor, impidiéndoles efectuar el menor movimiento, mientras el
viento parecía concentrarse en un pavoroso remolino que los devoró,
alzándolos por el espacio, azotándolos unos contra otros sin
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Las palabras del brujo aún permanecían en las mentes de Pablo y Philip
a la mañana siguiente, provocando en ambos un sentimiento de vacío.
Cuando se reunieron con los dos médicos, comentaron la situación.
– Creo que deberíamos regresar a México lo antes posible –dijo Philip
nervioso, recordando la expresión de alarma que mostraban los ojos de
Teomanas cuando les pidió regresar.
– Pero no es posible irnos así. Cuando falta aún el último concierto en
San Francisco. Después de eso, podremos regresar.
– Perdóname Pablo, pero después de lo de anoche, no quisiera
permanecer aquí un minuto más. Podríamos cancelar con Brighton, y…
– ¡¿Cancelar…?! –arremetió Pablo furioso –. ¿Sólo por las palabras de
ese hombre…? No creas que estoy muy de acuerdo con lo que nos hizo.
Te aseguro que no olvidaré esta noche por el resto de mi vida.
– ¿Y crees que yo sí podré hacerlo…? –preguntó Philip sintiendo que
un escalofrío recorría su cuerpo –. Más que nunca, estoy convencido de
que estamos en una verdadera guerra de muerte contra las fuerzas
satánicas de Betancourt.
– Entonces… –preguntó Carlos inquieto –. ¿Qué han decidido hacer?
Philip y Pablo se miraron dudando. Pablo negó con la cabeza.
Finalmente Philip, no tuvo más remedio que aceptar.
– Está bien –dijo gravemente –, nos quedaremos a cumplir con el
contrato. Dios quiera que no tengamos que arrepentirnos.
Horas más tarde, Pablo ensayaba ante el piano, mientras Philip trataba
de leer un poco. Lentamente el músico empezó a sentirse absorbido por
su propia inspiración, embelesándose con la maravillosa melodía que
brotaba de sus manos. De pronto, una aguda punzada pareció taladrar su
cerebro, haciéndolo detener, llevándose dolorido las manos a la cabeza.
– ¿Qué tienes…? –preguntó Philip, poniéndose de pie y acercándose a
su amigo, que mantenía un gesto de dolor en el rostro.
– No lo sé. Sentí una punzada terrible en la cabeza, pero creo que ya
pasó –repuso Pablo, frotándose las sienes y disponiéndose a seguir.
Sin embargo, a los pocos segundos de volver a hacerlo, el agudo dolor
reapareció, aún más intenso.
– ¿Qué es lo que pasa…? Apenas empecé a tocar volvió a aparecer el
dolor. No sé si haya sido una simple coincidencia, o…
Sin más preámbulo, Philip salió de la habitación, regresando unos
minutos más tarde acompañado de los dos médicos.
– ¿Persiste el dolor…? –preguntó Pew preocupado.
– No, ya no… –repuso Pablo nervioso –, sólo aparece cuando empiezo a
tocar.
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“Sé que mi tiempo se acerca. Lo supe al encontrarlos. Por eso pido que
continúen en su búsqueda, sin claudicar. Y en esa búsqueda, encuentren
al mismo tiempo la gran fuerza del bien, que en algún lugar está
esperándolos. Estas cruces sagradas les servirán de protección.
Consérvenlas con ustedes”. Firmaba: T.
Al terminar Pablo de leer, los cuatro hombres permanecieron en
silencio, incapaces de pronunciar palabra.
Lentamente, Pew se levantó de su lugar y abandonó la habitación sin
hacer el menor comentario. Poco después Carlos lo siguió. Pablo, se
quedó inmóvil, como clavado en su sitio, repasando los rasgos de la
nota, tan extraños como su dueño, en tanto que Philip miraba a través
del espacioso ventanal, siguiendo con la vista el vuelo frágil de una
pequeña gaviota, deslizándose veloz entre los inmensos rascacielos.
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Al día siguiente, muy temprano, los dos amigos salieron rumbo a la casa
de los jesuitas, situada en las afueras de la ciudad, sobre la antigua
carretera de Cuernavaca, donde el Padre Roberto los había citado.
La recepción del sacerdote fue muy cordial, invitándolos a pasar al
estudio, donde pudieron hablar con plena tranquilidad.
– Y bien –dijo dirigiéndose a Pablo –, me hablaste de un grave
problema.
– Me temo que en realidad, Pablo no soy yo… sino él, –dijo el aludido,
señalando a Philip.
Y acto seguido puso al tanto de la situación al religioso, que a pesar de
su asombro no perdió detalle del relato de Philip. Al terminar, Pablo
intervino.
– Como ve, Padre, las cosas son muy difíciles para nosotros porque
aparentemente están interviniendo ciertas fuerzas… malignas… que
están trabajando contra nosotros y contra todo aquél que luche a nuestro
lado, como sucedió con Teomanas.
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Philip abrió los ojos, había pasado una noche difícil, con mil
pensamientos que flotaban por su cerebro, volviendo obsesivamente una
y otra vez, impidiéndole descansar. En especial, el rostro impresionante
de Teomanas, que se acercaba más y más al suyo como tratando de
decirle algo, buscando que nadie más se enterara.
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– Eso fue lo que hizo –repuso Pablo –. No entiendo cómo es que supo
que veníamos, pero es innegable que de alguna extraña forma se resistió
a morir hasta decirnos lo que dijo.
– Pero no logré entenderlo –murmuró Philip tristemente –… Fue algo
así como… Remacha… algo… en el Tíbet…
– Creo que el nombre fue Ramacharán –repuso Pablo –, pero tampoco
estoy muy seguro.
– ¡Miren…! Vean lo que acabo de encontrar… –exclamó Carlos,
mientras mostraba un papel sucio y arrugado.
– ¡Escuchen…! –dijo Philip al ver lo que estaba escrito. Y leyó en voz
alta –: “Cuando dos corrientes unen sus aguas y forman un nuevo río,
no hay poder humano que pueda volver a separarlos, pero el poder de
Dios no tiene límite, y sólo él puede hacerlo.”
Dejó de leer y levantó los ojos hacia sus amigos, y tomando los papeles,
los metió a su bolsillo diciendo:
– Por favor… salgamos de aquí. No puedo soportar más la vista de este
pobre hombre.
– ¿Y qué van a hacer con él patroncitos…? –preguntó el indígena que
los había acompañado –. No podemos dejarlo así nomás.
– No… claro que no –respondió Philip –. Tenemos que dar aviso en el
puerto. Ellos tendrán que encargarse de lo que haya que hacer.
Dos horas después, tras haber denunciado el asesinato del hermano
Miguel y haber prestado sus declaraciones, los cuatro se hallaban en la
cantina junto al hotel, tomando una copa y comentando lo sucedido.
– Esto no puede ser una simple coincidencia –dijo Pew preocupado –.
Me da la impresión de ser algo muy fríamente calculado y que de
alguna manera, está relacionado con lo que le sucedió a Teomanas en
Nueva York.
– ¿Realmente lo cree, doctor Pew…? –preguntó Carlos intrigado.
– Sí, definitivamente. Si no vean las coincidencias. Primero: Ambos
eran brujos, o al menos tenían la fama de serlo. Segundo: Entraron en
contacto con nosotros y el resultado fue su muerte. ¿Por qué? Tercero:
Hay una gran similitud entre dos frases que ambos dijeron –dijo
leyendo el arrugado papel que encontraron junto al cuerpo –: “Cuando
dos corrientes unen sus aguas formando un nuevo río, no hay poder
humano que pueda volver a separarlas.” Y Teomanas dijo algo similar.
¿Recuerdan…?
– Sí –repuso Pablo – “Cuando dos ríos confunden sus aguas, no hay
poder humano que las vuelva a separar.”
– ¿No es extraordinaria la similitud…?
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En los pueblos pequeños, las noticias corren más rápido que los
caballos. Cuando salieron de la cantina, había un buen número de
personas esperándolos, pendientes hasta del menor de sus movimientos.
Philip preguntó a uno de ellos la dirección del hermano Matías, pero el
hombre no respondió. Se limitó a señalar hacia una dirección con la
mano, mientras sus facciones y las de los demás mostraban una gran
dureza.
Cuando los fuereños se pusieron en marcha, todos los indígenas los
acompañaron, sin pronunciar palabra, ansiosos de saber lo que
sucedería con los extraños, que habían encontrado el cadáver del
hermano Miguel.
Caminaron así, silenciosamente, por algunas calles del pueblo, hasta
que de pronto, el grupo de acompañantes se detuvo, mientras en sus
rostros morenos aparecía una expresión de temor y empezaron a abrirse
hacia los lados, en el momento en que al final de la calle hizo su
aparición un hombre gordo, sudoroso y mal vestido, que se acercó
viendo a los curiosos que rodeaban a los visitantes. Después, con un
movimiento de sus brazos, los increpó furioso.
– ¡Lárguense…! ¿No tienen que hacer…? –luego, se acercó lentamente
a Philip y su grupo, mientras de reojo miraba a la gente que se alejaba
temerosa de desobedecerlo.
– Sé qué vinieron a hablar con el hermano Miguel –dijo al tiempo que
sus labios dejaban aparecer una sonrisa siniestra.
– Desgraciadamente, parece que él ya no podrá estar con ustedes, pero
no debe importarles, Miguel no era sino un charlatán –susurró con
rabia –, y no hubiera hecho nada por ustedes, porque no tenía el poder –
después, pareció recapacitar y apaciguándose, les hizo una seña y dijo –
: Síganme… debemos hablar. Sé por qué están en este lugar y lo que
han venido a buscar.
Philip y los demás se miraron indecisos, sin saber si acompañar al
desagradable sujeto, pero finalmente caminaron tras él hasta llegar a las
orillas del pueblo, sintiendo las miradas furtivas y llenas de curiosidad
de los lugareños, que seguían cada uno de sus pasos sin dejarse ver.
Finalmente, llegaron a una casucha miserable, en la que entraron,
siguiendo siempre al brujo, todavía indecisos sobre si deberían seguir
adelante.
– En realidad… sólo Matías los puede ayudar –dijo el enorme hombre –
, y fue un gran error de su parte meterse con el pobre Miguel, al que
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– Tienen tres minutos para tomar una decisión –dijo el brujo mirándolos
con frialdad –. Después… será demasiado tarde, y nadie jamás podrá
ayudarlos, se los juro y deben creer en mis palabras.
Los dos amigos intercambiaron una mirada furtiva. Luego se alejaron
un poco del hombre gordo y discutieron en voz muy baja, imperceptible
para el brujo.
– Francamente, no tengo confianza en que este hombre pueda
ayudarnos.
– Ni yo –convino Pablo nervioso –, aunque… ¿Qué mal puede
hacernos…? Podríamos seguirle la corriente, y…
– No estoy muy seguro, puede ser peligroso. Sin embargo… si tú lo
quieres, podríamos arriesgarnos.
– Además, todos en el pueblo saben que estamos con él, y no se
arriesgaría a intentar dañarnos.
– ¡Han pasado los tres minutos…! –dijo Matías interrumpiéndolos.
– Está bien, Matías… seguiremos adelante, si usted nos asegura que
puede realmente ayudarnos.
– Sí… ya lo creo que puedo –afirmó el hechicero con un brillo siniestro
en los ojos, que les provocó un estremecimientos –. ¡Siéntense en esos
petates…! y manténganse en silencio.
Cuando los visitantes obedecieron, Matías los miró profundamente,
abriendo los ojos que mantenía fijos en los de Pablo.
– No se muevan… ni aparte sus miradas del centro de mis ojos… ni
siquiera por un segundo…
Lentamente, los ojos del brujo parecieron crecer… dejaron el rostro de
Pablo y giraron hacia Philip, que miró fascinado como los ojos de
Matías parecieron crecer más y más, clavándose con una fijeza
aterradora en el fondo mismo de su alma. Lo mismo parecía estar
sucediendo con Pablo, que lentamente sintió cómo su voluntad lo
abandonaba, quedando a merced de la del brujo, que lo tenía dominado
por completo.
Poco después los ojos del hechicero adquirieron una mirada horrenda
como si no fuesen sus propios ojos lo que ahora los miraban, sino los
ojos mismos del demonio.
– Están cayendo en un abismo sin fondo. Cada vez más negro… ¡del
que nunca podrán salir, porque se atrevieron a desafiar al príncipe del
universo…! ¡Al príncipe del mal…! ¡Al señor Luzbel…! Por eso…
¡Deberán perecer…! ¡¿Oyeron…?! ¡¡Serán destruidos…!! Y nadie en el
mundo podrá salvarlos… porque desde el principio estaban marcados…
y ustedes, ¡¡ciegos…!! No supieron acudir al llamado… y aun así…
osaron rebelarse… Por eso… ¡Van a morir…!
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capucha negras, similar a las del ku kux klan y una túnica larga y
grotesca del mismo color.
Entonces Philip giró hacia el aterrado médico, avanzando amenazador,
empuñando las prendas hasta ponerlas a la altura del rostro de Laffeur.
– ¡El vestuario de la secta demoníaca… maldito…! –dijo Philip rabioso.
Después, murmuró sarcástico –: ¿O va a decirnos que iba a una fiesta de
disfraces…?
Laffeur se derrumbó. De pronto, el valor lo abandonó, sabiéndose
perdido. Con un movimiento inesperado, sacó una cápsula del bolsillo
de su chaleco, llevándola a la boca rápidamente. Pero Philip fue más
rápido que él y detuvo su brazo, que retorció con una violencia hasta
hacerlo crujir, en medio del alarido del médico, que cayó de rodillas.
– Ahí tiene a su académico francés –dijo Ryan a Richaud con voz seca,
tomando al científico de las solapas mientras lo sacudía violentamente
gritando –: ¡¿Dónde está Pablo Bórquez…?!
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Al día siguiente, el grupo a bordo el avión de Air India que los llevaría a
la Ciudad de Nueva Delhi, desde donde partirían hacia el Himalaya en
busca de una leyenda viviente: El Lama Ramacharán.
El día amaneció esplendoroso y los servicios meteorológicos del
aeropuerto a la hora del despegue pronosticaban un vuelo tranquilo.
– Parece mentira que estemos viajando hacia los Himalayas – dijo
Philip pensativo –. ¿Alguna vez pensaste que los conocerías…?
– No, nunca –respondió Pablo impresionado ante las perspectivas que lo
esperaban –. Te confieso que aún no acabo de creerlo, y que no tengo
demasiadas esperanzas en el resultado de esta nueva aventura.
– Sin embargo, ahora soy yo quien tengo el presentimiento de que esta
vez pasará algo definitivo –repuso Philip presagioso.
– ¿Te das cuenta de todo lo que hemos vivido en estos últimos
meses…? Después de todo, tal vez lo que nos sucedió valió la pena
vivirlo. ¿No crees…?
– No lo sé. Mi vida era tal y como yo la quería, y nunca como en ese
momento, las cosas me habían salido tan bien. Sin embargo, reconozco
que todo lo que nos está pasando ha sido extraordinario.
– Además, acabaste finalmente con la secta de Betancourt y el material
que le mandaste a Ana fue sensacional.
– Sí… creo que sí, aunque no me hago muchas ilusiones de haber
acabado con la secta. Es demasiado poderosa para ser cierto, por más
que le hayamos dado un fuerte golpe.
En ese momento, empezaron los problemas. Como si las fuerzas del mal
quisieran tomar venganza por la muerte de uno de sus líderes, las
condiciones del tiempo variaron por completo. Densos nubarrones
rodearon el avión de improviso, y el aparato pareció sumergirse en un
mar de turbulencias implacables, que jugaban con él como si fuera una
frágil hojita azotada por el vendaval. Primero, se desató una terrible
tormenta eléctrica que se ensaño contra el aparato, cuyos rayos
impresionantes parecían adivinar el rumbo de avión. Después, un
verdadero huracán los envolvió, con ráfagas de viento que desplazaban
al inmenso aparato, el cual daba tumbos impresionantes entre las nubes,
mientras los relámpagos iluminaban dantescamente los rostros
aterrorizados de los pasajeros.
En el interior, el caos era inenarrable, confundiéndose los gritos
histéricos de algunas mujeres, el llanto angustioso de los niños, y la
desesperación de casi todos los pasajeros que presentían un inminente
desastre, mientras las azafatas y el capitán de la nave, trataban de
infundir algo de calma entre los viajeros, mucho de los cuales habían
perdido por completo el control. De pronto, el aparato se precipitó en
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– Está bien, padre… lo que usted nos diga está bien, aunque…
mencionó usted dos cosas que me llamaron profundamente la atención.
– Sí, lo sé –dijo el lama, sin necesidad de mayor explicación –. ¿Quiere
saber sobre el aura, no es así…?
– ¿Cómo lo supo, padre…? –preguntó Pablo sorprendido.
Como era su costumbre, el monje no hizo la menor aclaración, sin
embargo, respondió a la pregunta anterior.
– El aura es la prolongación externa de nuestra propia energía interna,
que sale del cuerpo y lo rodea por completo, como una especie de
envoltura radiante.
– ¿Y puede usted verla…? –volvió a preguntar Pablo cada vez más
sorprendido.
– Sí, desde luego. Muchos de los monjes que viven en este lugar, han
sido preparados para hacerlo. De hecho, no es demasiado difícil, aunque
para ustedes los occidentales, poco disciplinados en asuntos de la mente
y el espíritu, lo es usualmente –hizo una breve pausa y continuó –:
Respecto a los tantras o monjes negros, debo advertirles que son sus
enemigos y que deben evitarlos a toda costa, porque no sólo está en
juego su vida, sino… algo mucho más profundo, a nivel espiritual, que
arrastrarían a través de las generaciones.
– ¿Y cómo podremos evitarlos…? –preguntó Philip, impresionado por
las palabras del religioso.
– Simplemente tienen que ocultarse ante cualquier extraño que se cruce
en su camino. Ellos van vestidos como nosotros, pero con vestiduras
negras, y con capuchas del mismo color con las que cubren su cabeza.
Aléjense de ellos, porque son muy poderosos y tratarán de impedir que
lleguen hasta Ramacharán, de quienes son mortales enemigos.
– ¿Y cómo es que no han terminado con él, sí son tan poderosos…?
– Porque el santo Ramacharán lo es más. Nada han podido contra su
fuerza, porque es la fuerza más poderosa del universo: La fuerza del
amor y la bondad, contra las cuales ninguna fuerza podrá prevalecer,
porque lleva en sí la energía sublime del creador.
– No lo entiendo –dijo Philip confuso –, por favor… explíquese mejor.
– No, hijo, llevaría demasiado tiempo el hacerlo. Simplemente llénate
de amor por todo cuanto te rodea, seres humanos, animales, la
naturaleza y por ti mismo, pero principalmente por Dios. Eso será
suficiente para encausar tu vida y hacerte descubrir poco a poco las
verdaderas maravillas que llevas en tu interior y que sólo los que
verdaderamente aman llegan a encontrar.
Hizo una pausa y se levantó del asiento, invitándolos a seguirlo.
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Paul Feranka Prisionero del más allá
– Creo que ustedes y sus compañeros están cansados. Les mostraré sus
habitaciones. Después de tomar algo vayan a ellas, ya que mañana
apenas amanezca deberán ponerse en camino. Yo pondré un guía a su
disposición para que los lleve hasta donde el honorable Ramacharán ha
vivido por cerca de veinticinco años.
– Gracias, padre –expresaron agradecidos por la ayuda desinteresada del
religioso.
– Sólo una cosa más –pidió Sri Gupal –, conserven la medalla que les di
por tres días. Después de la tercera puesta del sol, durante la noche,
deberán enterrarla en la montaña, antes de llegar ante Ramacharán. Para
entonces, el talismán ya habrá cumplido su misión. Vengan conmigo.
En silencio, los guió a través de un largo y oscuro corredor, seguidos
por Carlos, el doctor Pew y el guía francés, hasta unas celdas pequeñas,
donde les informó que dormirían. Después, los llevó hasta un refectorio,
donde un grupo de monjes se disponían a tomar sus alimentos. Ahí, ante
una amplísima mesa de madera, fueron invitados a sentarse y comieron
en silencio, al igual que sus anfitriones: arroz en un pequeño cuenco de
madera y una variedad de raíces no muy agradables, así como una
especie de atole dulzón de consistencia viscosa, que rápidamente los
hizo entrar en calor.
Después de cenar, fueron conducidos a sus aposentos y minutos más
tarde, dormían profundamente.
Antes de las seis de la mañana, todos estaban listos. Minutos más tarde,
los viajeros se encaminaron a la enorme puerta de madera del
monasterio, donde Sri Gupal los esperaba.
– Perdonen si los hice permanecer en este lugar el día de ayer, pero si se
hubieran marchado, hubieran sido atrapados por un inmenso alud de
nieve que los tantras les tenían preparado. Ahora pueden ir tranquilos.
No olviden lo que les dije, y lleven un saludo de paz al honorable
Ramacharán, a quien llevó en el corazón.
Ese día transcurrió sin incidentes, ante sus ojos maravillados cruzaron
los paisajes más espectaculares: Picos que recortaban sus siluetas
majestuosas contra el cielo, de un azul purísimo, mientras un frío
intenso les cortaba la piel de las mejillas, al cabalgar. Afortunadamente,
el horrible viento de días anteriores no apareció, logrando avanzar cerca
de treinta y cinco kilómetros en esa jornada. Sin embargo, durante la
noche las condiciones del clima cambiaron bruscamente y cerca de la
madrugada, se inició una nueva tormenta, que sacudía las tiendas
levantándolas casi de sus lugares, mientras el aullido del viento ululaba
entre las ramas de los árboles vecinos, azotando sin misericordia a las
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Paul Feranka Prisionero del más allá
Horas después, los rayos del sol aparecieron tímidamente a través de las
cumbres nevadas del Nanda Devi, tiñendo de colores las nubes que
coronaban a la impresionante montaña, de casi ocho mil metros de
altura. El maravilloso espectáculo solo duró un momento, pues
rápidamente las nubes cubrieron el lugar en su totalidad, dificultando
aún más el ascenso. Discutían con Raymond sobre la acción a seguir
debido a la desaparición de los guías, cuando se acercó a ellos
tímidamente Shandir, el monje enviado por Sri Gupal, quien les aseguró
que él los llevaría a salvo hasta el refugio de Ramacharán, donde ya
había estado hacia algunos años.
No tuvieron más remedio que aceptar, contra la oposición de Raymond,
que sugería desviarse hacia una aldea situada a menos de un día de
camino, para contratar otros guías.
Pero su petición fue desechada. Estaban demasiado desesperados para
prolongar aún más su agonía y una hora después se pusieron
nuevamente en marcha, esperando entrar en contacto con el lama en
cualquier momento.
– Algo malo está pasando, Philip –dijo Pablo angustiado –. Según Sri
Gupal debimos llegar al lugar esta mañana, y no fue así. ¿Quién nos
dice que este monje no se desvió del camino, y estamos perdidos? Tal
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Paul Feranka Prisionero del más allá
vez debimos hacerle caso a Raymond y haber ido por otros guías a la
aldea.
El estado de ánimo de Philip no era mucho mejor. Estaba seguro que Sri
Gupal dijo que tardarían tres días en encontrar a Ramacharán, pero ya
llevaban tres días y medio y el lama no aparecía.
¿Acaso había muerto en el largo tiempo que no lo habían visto, o quizá
se fue a otro sitio, tal vez situado a miles de kilómetros de donde
estaban…?
Durante varias horas más prosiguieron su camino, sintiendo como su
tensión iba en aumento. Y cuando la noche llegó y tuvieron que armar
nuevamente el campamento, su estado de ánimo era peor que nunca.
– ¡Por favor, Raymond…! pregúntale si está seguro de lo que está
haciendo –suplicó Pablo señalando al monje, que por primera vez
parecía preocupado.
La respuesta del hindú fue más que elocuente.
– Insiste en que vamos por buen camino y aunque aceptó hemos hecho
más tiempo del esperado, está seguro que mañana llegaremos.
– También estaba seguro que hoy lo haríamos –dijo Pablo suspirando –.
Más vale que le creamos y tratemos de conservar el optimismo –pero su
tono indicaba que él mismo no creía en sus palabras.
La mañana siguiente fue una de las peores. Desde la madrugada se
desató la tormenta y el ascenso fue más difícil que nunca. El camino se
volvió angosto en extremo, y ante sus pies se abrió un profundo
desfiladero por el que tuvieron que cruzar, cuidando cada uno de sus
pasos para no ir a dar al fondo del abismo. Cerca del mediodía, la
ventisca cesó y la espesa niebla empezó a abrir ligeramente, pero los
viajeros estaban terriblemente agitados y en las peores condiciones
anímicas.
Cerca del atardecer, tras hacer una rápida comida, prosiguieron el
penoso ascenso por una angosta vereda, limitada por una muralla de
roca por un lado y un interminable precipicio por el otro.
Después, el camino torció hacia un lado de la ladera y los viajeros, con
grandes precauciones, llegaron a un recodo donde el camino se
ensanchaba un poco. Súbitamente, como si una mano invisible hubiera
rasgado la inmensa cortina de nubes, el azul del cielo se abrió ante ellos
y apareció entre la niebla, un increíble arco brumoso, una maravillosa
visión de dos cruces brillantes que ocupaban todo el cielo, formadas por
la retracción del sol contra las nubes, como un arco iris de bellísimos
colores, coronado por dos cruces espectaculares que parecían salir de la
propia ladera de la montaña, a menos de quinientos metros de donde
ellos se encontraban, como una señal de alianza entre ellos y el Creador,
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Paul Feranka Prisionero del más allá
Durante varias horas, Pablo y Philip discutieron con el lama todos los
ángulos del problema, las dudas que aún tenían sobre las fuerzas del
mal y sobre el resultado final.
– Todas las cosas tienen su razón y cada propósito, su tiempo en el cielo
–explicó el religioso –. Nada se mueve en el universo sin la voluntad
expresa del Creador. Si Él cree que ustedes aún tienen una misión que
cumplir en este mundo, todo saldrá bien.
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Paul Feranka Prisionero del más allá
– Sí, hijo, así es. Ésa es la única forma de reintegrarse a sus cuerpos.
Debo reconocer que ustedes traspasaron los umbrales de una muerte que
aún no les correspondía y por eso fueron regresados, pero las siniestras
fuerzas negras provocaron una alteración cósmica y por algún alto
designio se permitió que esta aberración siguiera adelante. Ahora las
fuerzas del bien lucharán junto con ustedes para reintegrarlos a donde
pertenecen.
– Entonces… ¿Estaremos en medio de un combate…? –preguntó Philip
cada vez más atemorizado.
– Sí, hijo, en un combate decisivo, en otra dimensión. No hay
alternativa.
Impresionados por la revelación del lama, ambos se quedaron callados,
sin atreverse a hacer nuevas preguntas.
Ramacharán respetó su silencio y permaneció inmóvil, en su postura de
loto, al parecer sumido en profunda meditación. Los dos lo imitaron,
manteniéndose así durante largo tiempo, hasta que la voz del monje los
sacó de su silencio.
– Y bien… hijos… ¿Han tomado ya su decisión…?
Los dos se miraron angustiados a los ojos. Después, fue Philip el
primero en hablar.
– Está bien, padre –dijo con una voz casi inaudible –, estoy dispuesto a
seguir adelante. Que sea lo que Dios quiera.
Pablo no le quitaba los ojos de encima. Se veía claramente la tensión
que lo dominaba y transpiraba fuertemente a pesar del intenso frío que
había en el ambiente.
Lentamente, el lama giró el rostro hacia él, esperando su respuesta.
Pablo respiró anhelante, sintiendo que el aire le hacía falta. Después
afirmó varias veces con la cabeza, antes de atreverse a hablar.
– Está bien, honorable lama, seguiremos adelante. Acompañaré a Philip
en este viaje aterrador.
– No sólo con él, hijo, yo estaré con ustedes, compartiendo su suerte.
– ¡¿Qué dice…?! –exclamó Philip sorprendido ante el ofrecimiento del
bondadoso sacerdote –. Usted no tiene necesidad de arriesgarse…
– ¿Necesidad…? –preguntó Ramacharán con su sonrisa inefable –. Por
favor… ¿Quién habla de necesidad…? –hizo una breve pausa y
continuó –: Yo seré su guía por esas regiones borrascosas que definen el
destino de los espíritus. ¿Acaso pensaron que los dejaría solos,
abandonándolos a su suerte?
– ¡Pero esto podría causarle la muerte, padre…! –repitió Philip
angustiado –. Aún tiene mucho que hacer en este mundo, con su bondad
y su sabiduría.
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– Debo revelarles una cosa. Yo… durante muchos años he sido el guía
espiritual de uno de ustedes. Estoy seguro que en algunos momentos
sintieron mi presencia. Ahora estoy gustoso de compartir su destino.
Al suceder lo que sucedió en el túnel, cuando murieron, yo mismo fallé,
de alguna forma. Ahora tengo la oportunidad de contribuir a corregir
ese error, para acelerar mi propia evolución y para que ustedes hagan
consciencia de lo maravilloso que es la existencia. Si logran regresar a
ella olviden para siempre la vida frívola y pasiva que ambos llevaron,
sabiendo ahora que en gran parte se deben a los demás, porque los dos
tienen una gran sensibilidad y están adquiriendo un poco de la sabiduría
que a mí me ha sido dada a través de los años. ¡Lleven al mundo el
mensaje del amor…! ésa será parte de la misión. Tú, Philip, a través de
tu música… tú Pablo, utilizando tu profesión. Con ellas, hablen a la
humanidad de su necesidad de hallar la paz y la armonía entre hombres.
Ustedes podrán ayudar a millones de personas y crear una importante
labor en este momento en que el mundo se debate en la angustia y el
dolor, porque se ha olvidado de amar, cayendo en el materialismo y en
la falta de fe.
El rostro del anciano resplandecía en una beatífica belleza interior que
se había sublimado mientras hablaba. Conmovido, Philip se acercó y
tomando sus manos, las besó con devoción. El monje sonrió con su
sonrisa suave y finalizó.
– Esta tarde, a la cinco penetraremos los tres a la región del más allá.
Mientras tanto, tranquilícense, y queden en paz.
Lentamente, el anciano se puso de pie y se alejó. Philip se disponía a
imitarlo, cuando Pablo lo detuvo.
– ¡Espera…! Hay algo que quiero decirte.
– ¿Qué pasa? Te ves muy pálido.
– Tengo… un extraño presentimiento… –dijo Pablo –. Siento como si
algo me dijera que no voy a volver de este último viaje…y que para
mí… todo ha terminado.
– ¡Por Dios, Pablo…! ¡N… no puedes pensar así! Todo saldrá bien, te
lo aseguro…
– Tal vez para ti, Philip, pero mucho me temo que todo terminara para
mí… De cualquier forma, gracias por todo lo que hiciste en este tiempo
por mí.
– Por favor, no digas tonterías –replicó Philip profundamente
emocionado, sin saber qué decir –. Tus presentimientos están
equivocados. Ya oíste que Ramacharán nos cuidará y no nos permitirá
morir.
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CAPITULO 6
Eran las cinco de la tarde. Los rayos del sol acariciaban tímidamente las
cimas del Nanda Devi, descomponiéndose en mil rayos caprichosos
cuya luz penetraba por la puerta occidental de la cueva. En el interior,
sentados en posición de loto sobre la gran plancha de piedra circular que
sobresalía escasos centímetros del suelo, los tres viajeros a ultratumba
estaban listos para partir, después del acondicionamiento mental y
espiritual del lama. Al fin, tras varias respiraciones completas, entraron,
con la ayuda del anciano, en un nivel de alta profundidad, en el que
lentamente empezaron a perder la conciencia del lugar en que se
hallaban, sintiendo que suavemente se despegaban del suelo, y cual
ligeras cometas se elevaban hacia el cielo.
Entonces la voz de Ramacharán se dejó escuchar, con un tono potente y
firme, plenamente dueño de la situación que manejaba:
– ¡Oh, ser supremo… todo poderoso… escucha las voces de nuestras
almas…! Sabemos que debemos morir en la tierra, para poder renacer a
la vida… ¡Pido que nuestros espíritus traspasen los reinos… las
dimensiones… los planos… y se abran camino hacia la luz…! ¡La gran
luz que ilumina las almas…!
De pronto, Philip se vio despedido de su cuerpo, y sin el menor control,
empezó a flotar por la caverna, saliendo después por la boca lateral
remontándose hacia las alturas. Pronto se vio sobre la cima nevada del
Nanda Devi, muy ajeno a los esfuerzos de Ramacharán por llevarlo
nuevamente junto a ellos.
Entonces, la imagen de Lama apareció flotando junto a él, que se
hallaba embelesado en la contemplación del maravilloso espectáculo
que ofrecía la imponente montaña, en cuyas nieves se reflejaban los
rayos rojizos del sol al atardecer.
– Debes volver con nosotros, Philip –dijo el lama con su sonrisa
inefable –, están esperando por nosotros.
– Es que esto es… increíble –murmuró el joven extasiado.
Intempestivamente, una fuerza extraña obligó a Philip a dirigirse
nuevamente a su viaje al infinito.
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La negrura de la noche sin luna se cernía sobre las cumbres nevadas del
Himalaya. En el interior de la cueva, tres cuerpos inanimados se
mantenían en su rígida posición de loto, apenas alumbrados por la luz
de dos lámparas de aceite. De pronto, en forma casi imperceptible, los
párpados de Philip vibraron por un instante mientras su pecho iniciaba
una suave respiración. Pocos segundos después su cuerpo entero
empezó a llenarse de vida. Respiró profundamente, y con lentitud abrió
los ojos como si estuviera saliendo de un sueño prolongado. Permaneció
en este estado durante varios segundos, hasta que súbitamente, su
cuerpo se puso rígido al comprobar que estaba de regreso en la cueva y
descubrir incrédulo que la experiencia había tenido éxito. ¡Había
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